Esto me ocupará unos cuantos minutos. La sicóloga sentose y observó fijamente a Herbie mientras cogía una silla al otro lado de la mesa y echaba vistazos de un modo sistemático a los tres libros. Al cabo de una media hora, cerró los libros. —Naturalmente, sé por qué trajo estos libros. La comisura labial de la doctora se contrajo nerviosamente. —Me lo temía. Es difícil trabajar contigo, Herbie. Siempre me llevas unos pasos de ventaja. —¿Sabe una cosa? Con estos libros pasa lo mismo que con los otros. Sencillamente no me interesan. No hay nada en sus libros de texto. Su ciencia es solamente una masa de datos coleccionados y emplastados juntos en una teoría para ¡r tirando, y todo tan increíblemente simple que apenas vale la pena molestarse en leerlo. Su poderosa mano gesticuló vagamente como si buscase las palabras apropiadas. —Lo que me interesa es su literatura novelesca. Sus estudios de la acción recíproca de los impulsos y emociones humanas. 72 Susan Calvin susurró: —Creo que comprendo. —Veo dentro de las mentes ¿sabe? —prosiguió el robot— y no tiene ni idea de lo complicadas que son. No puedo comprenderlo todo debido a que mi propia mente tiene tan poco en común con ellas, pero lo intento, y sus novelas ayudan. —Sí, pero me temo que después de haberte leído algunas de las experiencias horripilantes y desgarradoras de la novela sentimental de nuestra época actual —y había un asomo de amargura en la voz de ella— encontrarás que las mentes reales, como las nuestras, son incoloras y sosas. —¡No opino así! La súbita energía en la respuesta hizo que ella se levantase. Sintiéndose enrojecer, pensó ella alocadamente: «¡Debe estar enterado!» Herbie se apaciguó súbitamente, y murmuró en una voz baja de la cual había desaparecido casi por entero el timbre metálico: —Por supuesto que estoy enterado, doctora Calvin. Siempre piensa en ello y por consiguiente, ¿cómo puedo evitar saberlo? El semblante de ella se endureció. —¿Lo has... dicho a alguien? —¡Claro que no! —y añadió son sincera sorpresa—. Nadie me lo ha preguntado. —Bien, entonces, supongo que piensas que soy una tonta. —¡No! Es una emoción normal. —Quizá por esto mismo es por lo que es tan tonto. La ansiedad en su voz ahogaba cualquier otra tonalidad. Algo de la mujer asomaba a través de la capa del doctorado. —No soy lo que tú llamarías... atractiva. —Si se refiere usted a la mera atracción física, no puedo juzgar. Pero, de cualquier modo, sé que hay otros tipos de atracción. —Ni soy ya joven. Susan Calvin apenas había oído al robot. Una ansiosa insistencia se había infiltrado en la voz de Herbie. —Todavía no ha cumplido los cuarenta. —Treinta y ocho según tu modo de contar los años; una arrugada sesentona en cuanto concierne mis perspectivas emocionales en la vida. Para algo soy sicóloga ¿no? Prosiguió con acre desaliento: —Y él apenas tiene treinta y cinco, además de parecer y comportarse como mucho más joven. ¿Acaso supones que él pueda verme bajo ningún otro aspecto sino... sino tal como soy? —¡Está usted equivocada! —y el puño de acero de Herbie golpeó la mesa recubierta de plástico con estridente retintín—. Escúcheme... Pero Susan Calvin se revolvió mirándole y el anhelante dolor en sus ojos se convirtió en llama. —¿Por qué iba a escucharte? ¿Qué sabes tú de todo eso, tú, una máquina? Para ti soy solamente un espécimen; un insecto interesante con una mente peculiar desplegada a tu inspección. Un maravilloso ejemplo de frustración ¿no es verdad? Casi tan curioso como los de tus novelas. Su voz, emergiendo entre secos sollozos, se atragantó. El robot se había intimidado ante la explosión verbal. Meneó la cabeza implorante. —¿Quiere escucharme, por favor? Podría ayudarla si usted me dejase. —¿Cómo? —y se fruncieron sus labios—. ¿Dándome buenos consejos? —No, nada de esto. Se trata simplemente de que yo sé lo que otras personas piensan; Milton Ashe, por ejemplo. Hubo un largo silencio, y los ojos de Susan Calvin se cerraron. 73 —No quiero saber lo que él piensa —dijo jadeante— Guarda silencio. —Creo que usted desearía saber lo que él piensa. La cabeza femenina permaneció inclinada, pero su respiración se hizo más apresurada. —Estás diciendo disparates —susurró. —¿Por qué habría de decir disparates? Estoy intentando ayudar. Milton Ashe piensa de usted... —y se calló.. Entonces, la sicóloga levantó la cabeza..; —¿Bien, qué? El robot dijo sosegadamente: —El está enamorado de usted. Durante un largo minuto, la doctora no habló. Se limitaba a mirar sin ver, dilatados los ojos. Luego dijo: —¡Estás en un error! Tienes que estar equivocado. ¿Por qué iba él a... amarme? —Así es. Una cosa así no puede ocultarse, por lo menos, a mí no. —Pero yo soy tan... tan... —y el tartamudeo se truncó en silencio. —El mira más hondo que la piel, y admira el intelecto en los demás. Milton Ashe no es el tipo de los que se casan con una cabeza de hermosos cabellos y un par de ojos. Susan Calvin se sorprendió a sí misma pestañeando rápidamente y aguardó un poco antes de hablar. Aún entonces su voz tembló: —Sin embargo, él indiscutiblemente nunca y de ningún modo dio señales... —¿Acaso le dio usted nunca la oportunidad? —^-¿Cómo iba a hacerlo? Nunca pensé que... —¡Exactamente! La sicóloga hizo una pausa reflexiva y luego alzó la mirada repentinamente. —Una muchacha le visitó aquí en la factoría hará cosa de medio año. Era bonita... rubia y esbelta. V, lógicamente, apenas era capaz de sumar dos y dos. El se pasó el día, echando fuera el pecho, intentando explicarle a ella cómo se iba ensamblando un robot — y la dureza había regresado—. ¡Y ella sin entender ni una palabra! ¿Quién era ella? Herbie contestó sin vacilación: —Conozco la persona a la cual se refiere usted. Ella es su prima hermana y no existe ningún interés romántico entre ellos, se lo aseguro. Susan Calvin se puso en pie con una vivacidad casi juvenil. —Pues ¿no resulta curioso todo eso? Es exactamente lo que yo acostumbraba a decir a mí misma algunas veces, aunque nunca pensé verdaderamente que fuera posible. Entonces todo ello debe ser verdad. Corrió hacia Herbie y asió su fría y pesada mano entre las suyas. —Gracias, Herbie. Su voz era ahora un susurro apremiante, ronco. —No hables con nadie de todo esto. Deja que sea nuestro secreto... y gracias otra vez. Tras dar un convulsivo apretón a los insensibles dedos metálicos de Herbie, ella se fue. Herbie regresó lentamente a su abandonada novela, pero no había nadie que pudiera leer sus pensamientos. Milton Ashe se desperezó lenta y espléndidamente, al compás de crujido de tendones y coro de gruñidos, y finalmente miró a Peter Bogert. —Oiga —dijo— ya llevo una semana en este asunto casi sin la ración elemental de sueño. ¿Cuánto tiempo más tendré que aguantar? Creo que usted dijo que el bombardeo positrónico en la Cámara D de Vacío era la solución. Bogert bostezó delicadamente y contempló sus blancas manos con interés. —Así es. Estoy en la pista. —Ya sé lo que «esto» significa cuando lo dice un matemático. ¿Y cuánto le falta para llegar al final? —Depende. —¿De qué? —y Ashe dejose caer en una silla estirando lo más posible sus largas piernas. 74 —De Lanning. El viejo camarada no está de acuerdo conmigo —y suspirando, agregó—: Un poco atrasado a la época, éste es su problema. Sigue agarrado a las matrices mecánicas como el no va más, y el problema actual requiere unas herramientas matemáticas más poderosas. Es muy terco. Ashe murmuró soñoliento: —¿Por qué no le pregunta a Herbie y resuelve así todo el asunto? —¿Preguntarle al robot? —y las cejas de Bogert ascendieron. —¿Por qué no? ¿No le contó la solterona? —¿Quiere decir Calvin? —Eso es. La propia Susie. Este robot es un brujo. Se lo sabe todo y aún más. Resuelve de memoria triples integrales y como postre hace análisis de tensores. El matemático le miró escéptico: —¿Habla en serio? —¡Y tanto! La pega es que al artefacto no le gustan las matemáticas. Prefiere leer novelitas amerengadas. ¡Palabra! Tendría usted que ver los callos con qué Susie le nutre: «La Púrpura