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Laura Quintana Política de los cuerpos Emancipaciones desde y más allá de Jacques Rancière Herder Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes Edición digital: José Toribio Barba © 2020, Laura Quintana © 2020, Herder Editorial, SL, Barcelona ISBN digital: 978-84-254-4387-9 1.ª edición digital, 2020 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com). Herder www.herdereditorial.com http://www.conlicencia.com http://www.herdereditorial.com A Pablo y a Feliza, por el deseo inagotable Índice AGRADECIMIENTOS PRÓLOGO: La lección de los plebeyos, de Germán Cano INTRODUCCIÓN 1. Situando la reflexión 2. Emancipación y corporalidad en Rancière 3. El camino 4. Cuestiones de método Primera parte: Repensar hoy la emancipación de los cuerpos 1. CARTOGRAFIAR LAS PRÁCTICAS DE EMANCIPACIÓN 1.1. Una cartografía de los posibles 1.2. Emancipación intelectual y subjetivación política/disenso y desacuerdo 1.2.1. Desplazamientos cotidianos en el tejido de la experiencia 1.2.2. Escenas de desacuerdo 1.2.3. Diferencias de estrategias, pasajes y singularidad de la aproximación 2. LA EMANCIPACIÓN INTELECTUAL COMO TORSIÓN DE UN CUERPO 2.1. Torsiones de los cuerpos 2.1.1. Una mirada se desvía 2.1.2. El intersticio (l’écart) y la materialidad de las palabras 2.1.3. Lenguajes de los cuerpos 2.1.4. Potencia de los cuerpos 2.2. La torsión como conversión de un cuerpo 2.2.1. Una economía de la libertad 2.2.2. Quedar fuera de lugar 2.3. Efectos 3. EL CONSENSUALISMO Y LA DESPOSESIÓN DE LOS CUERPOS 3.1. Neoliberalismo, desposesión y despolitización 3.1.1. El neoliberalismo como ideología y la desposesión por acumulación 3.1.2. El neoliberalismo como forma de racionalidad y sus efectos de desdemocratización 3.2. La lógica consensual 3.2.1. La comunidad del consenso 3.2.2. La ley del consenso 3.2.3. La inclusión exhaustiva y su vertiente inmunitaria 3.2.4. La exhibición integral y la reducción de la heterogeneidad 3.2.5. La necesidad del tiempo y la desposesión de los cuerpos Segunda parte: Reinvenciones de lo común 4. EL DESACUERDO Y LA DIVISIÓN DEL CUERPO SOCIAL HOY 4.1. De nuevo, cuestión de método 4.2. El desacuerdo 4.2.1. La mala cuenta inevitable 4.2.2. La manifestación del daño 4.2.3. El conflicto político 4.2.4. Subjetivación política 4.2.5. Los argumentos del desacuerdo 4.3. A contracorriente del consenso: la exigencia del buen vivir 5. ¿INSTITUCIONES DEL DESACUERDO, INSTITUCIONES DE LO COMÚN? 5.1. Prolongar los intervalos emancipatorios más allá de un cuerpo social orgánico 5.2. ¿Un antiinstitucionalismo inviable? 5.3. Democracia excesiva y autonomía de las prácticas de emancipación 5.4. ¿Instituciones emancipatorias? 5.5. ¿Instituciones de lo común? 5.5.1. Más allá de la res publica 5.5.2. ¿Cómo construir lo común en medio del conflicto? 5.5.3. Instituyendo lo común 5.6. Institución, conflicto, violencias 6. IMAGEN, TIEMPOS, CUERPOS 6.1. Un reportaje excesivo 6.2. La lógica estética y sus reinvenciones de los cuerpos 6.2.1. Cuerpo inexpresivo, cuerpos fragmentados, cuerpo inhallable 6.2.1.1. Cuerpo inexpresivo 6.2.1.2. Cuerpos fragmentados 6.2.1.3. Cuerpo inhallable 6.2.2. Cuerpos en el límite de lo que pueden: la política de los filmes de Pedro Costa 6.3. Otra imagen del tiempo: cuerpos heterocrónicos 6.3.1. Memorias en conflicto: las posibilidades del documental- ficción 6.3.2. Cuerpos que recusan su victimización: Campo hablado, de Nicolás Rincón Gille A MODO DE EPÍLOGO: POLÍTICA, CUERPOS, AFECTOS BIBLIOGRAFÍA Lo que llamamos espíritu y alma, ¿no es solo acaso un leve cambio en la pequeña superficie de un rostro cercano? Puesto que toda la felicidad por la que alguna vez temblaron los corazones; toda la grandeza con que el solo pensamiento casi nos destruye, y cada uno de esos vastos pensamientos que van y vienen, hubo un instante en que no fueron más que el fruncir de unos labios, una arruga en el entrecejo o extensiones de sombras sobre la frente. R. M. RILKE La palabra que mantiene hoy abierta la posibilidad de otro mundo es aquella que deja de mentir sobre su legitimidad y su eficacia, es la que asume su estatuto de simple palabra, oasis al lado de otros oasis, o islas separadas de otras islas. Entre los unos y los otros hay posibilidad de trazar caminos. Es la apuesta de la emancipación intelectual. Y es la creencia que me autoriza a decir algo sobre el presente. J. RANCIÈRE Agradecimientos Este trabajo, que escribí durante unos cuantos meses, está atravesado por reflexiones estimuladas por diálogos concretos y virtuales con amigos-colegas con los que he discutido estos temas a lo largo de algunos años. Pienso en particular en Étienne Tassin, Anders Fjeld, Carlos Manrique, Pablo Jaramillo, Juan Ricardo Aparicio, Gustavo Chirolla, Diego Paredes, Catalina Cortés-Severino, Santiago Castro- Gómez, Alhena Fernández, Luciana Cadahia, Amalia Boyer, Andrea Lehner y en varios de quienes fueron mis estudiantes de maestría y doctorado en los últimos cuatro años. A todos ellos, gracias. Quisiera también mostrar mi agradecimiento al proyecto «Movimientos sociales y construcción de lo común en Colombia hoy», financiado por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes. El trabajo de campo llevado a cabo para este proyecto y las discusiones con el grupo de investigación alimentaron y situaron los planteamientos de este trabajo, especialmente los capítulos 4 y 5. Finalmente, quiero agradecer a la editorial Herder su cuidadoso trabajo en esta publicación. Prólogo La lección de los plebeyos Germán Cano I «Los filósofos en la calle». La célebre foto periodística llevaba este encabezado y mostraba a Foucault, provisto de un megáfono, arengando, al lado de Sartre, a los manifestantes reunidos para denunciar un crimen racista en la rue Marcadet, en el distrito XVIII de París, un barrio popular en el que se habían instalado masivamente trabajadores inmigrantes. Es 27 de noviembre de 1971, pero aún resuena la proliferación de ecos del 68. En ese momento –escribe Jacques Rancière–, entre la creación de la Universidad de Vincennes y la del Grupo de Información sobre las Prisiones, el tecnócrata estructuralista se encontraba en la primera fila de los intelectuales en quienes se reconocía el movimiento antiautoritario. De repente, la cosa parecía evidente: aquel que había analizado el nacimiento del poder médico y el gran encierro de locos y marginales estaba dispuesto a simbolizar un movimiento que se metía no solamente con las relaciones de producción y las instituciones visibles del Estado, sino con todas las formas de poder diseminadas en el cuerpo social.1 No deja de ser curioso que Sartre y Foucault aparezcan juntos en esa escena: quien entendía que Foucault, junto con otros, representaba «la última muralla de la burguesía contra el marxismo» y quien pasaba, y seguirá pasando hasta hoy, como uno de los principales críticos del marxismo no dudaban, sin embargo, en aparecer juntos en el agitado contexto de la época. Ahora bien, ¿estaban realmente «en la calle»?, ¿en qué sentido? ¿Podríamos decir que encarnaban en algún sentido lo real del acontecimiento? ¿Qué podemos decir de ese viaje al pueblo en el 68 cuando se empezaba a imponer una crítica política de los excesos de la crítica ilustrada, sobre todo de esa figura llamada el «intelectual universal» presta a emancipar a los otros? El marxismo, «horizonte insuperable de nuestro tiempo». Esta célebre expresión aparecida en la Crítica de la razón dialéctica de Jean-Paul Sartre parecía ofrecerse, a principios de los años sesenta del pasado siglo, como el signo de época: «Lo que empezaba a cambiarme –escribía Sartre– era la realidad del marxismo, la pesada presencia, en mi horizonte, de las masas obreras, cuerpo enorme y sombrío que vivíael marxismo, que lo practicaba y que ejercía a distancia una atracción irresistible sobre los intelectos de la pequeña burguesía». Será poco tiempo después cuando, en plena efervescencia posestructuralista, Michel Foucault ironice sobre la expresión y anuncie, como cronista, otra encrucijada histórica, otros problemas no detectados bajo el radar marxista, otro tipo de intelectual, otra relación con la sociedad. Otra emancipación. El 68 había llegado y mostrado un escenario nuevo, con protagonistas de autoridad menos pesada, más jovial, otros corrimientos de tierra, otras reivindicaciones. Conocemos las consecuencias desde entonces: poshistoria, posmarxismo, dispersión, fragmentación, emergencia de nuevos actores sociales. Una nueva lógica estética, social y política, en suma. ¿Cabría hablar hoy, acercándonos a la segunda década del siglo XXI, parafraseando a Sartre, pero ante un telón de fondo muy distinto, de una «emancipación popular como horizonte insuperable de nuestro tiempo»? ¿Un horizonte «plebeyo» orientado a cuestionar lo que en este libro que aquí presentamos se llama «presupuestos de los espíritus letrados»? ¿Una apología del viaje y del viajero que ha pasado de denunciar «la indignidad de hablar por los otros» a la indignidad del turista? Así era la flor antaño prometida por un texto de Mao Zedong a quienes aceptaban salir, ir a mirar fuera de la ciudad y de los libros, apearse del caballo para recoger la realidad viva. La realidad estaba ahí, denunciando la vanidad de los libros, y, sin embargo, perfectamente semejante a lo que los libros dejaban esperar, a lo que las palabras hacían amar. Viajar, descubrir por uno mismo esa extrañeza reconocible, esa reverberación de la vida […] fue, quizá, antes de que se analizara la opresión o el sentido del deber hacia los oprimidos, el meollo de la experiencia política de nuestra generación.2 II Si hemos querido empezar nuestra presentación de Política de los cuerpos de esta manera indirecta, es porque probablemente ha sido Jacques Rancière uno de los pensadores contemporáneos que más ha insistido en la necesidad de una nueva lógica emancipatoria, cuestionando, además, toda posición crítica del tradicional maestro tras ese laboratorio político que fue el 68. Como nos recuerda Rancière comentando la escena anterior y haciendo balance de la herencia de Foucault, no basta que un filósofo esté en la calle para que su filosofía funde allí el movimiento ni aun su propia presencia. El desplazamiento filosófico operado por Foucault implica justamente el desarreglo de las relaciones entre saber positivo, consciencia filosófica y acción [...], la filosofía abdica de su posición central. Pero el saber que ella libera no define entonces ningún arma de masas a la manera marxista. Es simplemente una carta nueva sobre el terreno de este pensamiento efectivo y descentrado. Él no proporciona nada de conciencia a la revuelta. Pero permite a la red de sus razones encontrar la red de razones de aquellos que, aquí o allá, se fundan en su propio saber y en sus propias razones para introducir el grano de arena que bloquea la máquina.3 El libro que tiene en sus manos el lector trata de esta liberación, pero también de este bloqueo, de intervalos, umbrales, interferencias…, torsiones. De la necesidad de salir de la melancolía para acceder a una realidad nueva. En cierto modo, ¿la excesiva dependencia de las grandes expectativas de la Teoría con mayúscula en el pasado siglo no habría terminado conduciendo hoy a una variada fenomenología de su resaca, esa «gruesa nube negra» que aparece como contrapunto de cierta confianza en el potencial de cambio? Recordemos cómo la generación de Rancière pasó de la afirmación althusseriana del poder de la ciencia para desvelar las ineludibles ilusiones de los agentes de producción al entusiasmo maoísta con la reeducación autodestructiva de los intelectuales en el trabajo de fábrica. El exdiscípulo de Louis Althusser será explícito: lo mejor que puede hacer la «crítica social» hoy por los movimientos sociales y todos los movimientos actuales de emancipación es «llevar a cabo una crítica radical de la tradición crítica, la cual se ha convertido en una poderosa máquina ideológica opuesta a cualquier forma de protesta social y emancipación política».4 ¿Deberíamos, pues, dejar abandonada la miseria de la crítica a su suerte? ¿Cómo abordar la cuestión hoy en un contexto donde la alianza clásica marxista entre las fuerzas de la «humanidad sufriente» y la «humanidad pensante» ha pasado por tantos bloqueos, malentendidos, críticas y traiciones? Como expone en este libro Laura Quintana, el pensamiento de Rancière nos invita a salir de lo que entiende que es un «círculo vicioso», el que se ha desplegado funestamente entre las promesas de la «ciencia liberadora» y la «exaltación de las culturas populares»: En los rigores de la ciencia marxista, tanto como en los colores de la cultura popular, había aprendido a ver la clausura de un mismo círculo, la complementariedad de un imposible y de una prohibición que se podía resumir así: primero, los dominados no pueden salir por sí mismos del modo de ser y de pensar que el sistema de dominación les asigna; segundo, no deben perder su identidad y su cultura buscando apropiarse de la cultura y del pensamiento de los otros. La desvalorización de una experiencia necesariamente mitificada o la exaltación de la autenticidad popular obligaban igualmente a los obreros a no tener otro pensamiento que el propio [...]. Imposible no reconocer como una evidencia el hecho de que el obrero no tiene tiempo para estar en otra parte más que en su tarea, pues el trabajo no espera [...]. Prohibido romper el orden simbólico de una ciudad que la divinidad ha ordenado, según la justicia, en la que coloca hierro en el alma de los trabajadores, los que proveen las necesidades de la comunidad, y oro en la de los guardianes que la dirigen hacia sus fines.5 III ¿Cómo salir de ese funesto «círculo»? ¿No habrá que desplazar nuestra mirada filosófica para comprender lo que hoy está en juego? ¿Hasta qué punto? De todos los méritos, que no son pocos, que tiene el libro de la profesora colombiana Laura Quintana que aquí presentamos, destaca su forma de explorar el discurso de Rancière, haciéndolo especialmente fructífero –algo más que útil– para nuestra coyuntura política. Aquí, ciertamente, el trabajo riguroso, la reconstrucción del proceso reflexivo del pensador francés, de los debates en los que ha intervenido y la sensibilidad estética hacia los cambios históricos de nuestro tiempo, se ponen al servicio de una comprensión política del presente, de una labor de experimentación con sus fisuras. Se trata de presentar esa «extrañeza igualitaria que se da como tarea no revelar, no desocultar, no representar, sino cercar: mirada que cerca, que reconoce el trabajo de singularización de sí y de otros».6 No en vano la situación política de Colombia está muy presente en todo el texto. Si hubiera que resumir la brillante aportación de Quintana en pocas palabras, podría decirse que es una inmejorable contribución a una ontología del presente que busca confiar en nuestras posibilidades emancipatorias. Es en este terreno donde el texto supera la habitual glosa del pensamiento de Rancière y se dota de tensión filosófica propia. Llamaría la atención sobre cómo la autora se interesa, principalmente, por subrayar cómo el desplazamiento estético de esta obra aún en proceso no equivale a ningún desprecio de la materialidad. Es aquí donde el trabajo de reconstrucción brilla, a mi modo de ver, especialmente, al insistir en cómo la preocupación por la aisthesis –que no por casualidad aparece en el siglo XVIII como suplemento de la razón política– no es sino una preocupación por el cuerpo, una inquietud que tiene que ampliar el campo de juego de lo que habitualmente se denomina racionalidad política. Es sobre este telón de fondo desde donde se lleva a cabo una sugerente aproximación a la categoría de torsión, genuino centro de gravedadque le sirve a Rancière para delimitar su específica lectura de la problemática emancipadora. Confieso que uno de los ejes reflexivos que más me ha interesado del trabajo de Laura Quintana es su pregunta acerca de «cómo superar el tiempo del resentimiento», cómo acceder a una gramática política que no haga de necesidad virtud: cuerpos que se alzan como cuerpos «que no solo reaccionan a la necesidad, sino que desde la necesidad pueden manifestar palabras articuladas, razones para confrontar una situación y no meramente reclamos para quejarse de las penurias que padecen; es decir, se emancipan».7 De ahí que sea relevante preguntarse si, más que la ignorancia, la ingenuidad o la irracionalidad, la política emancipatoria ha de luchar contra esa actitud inmunitaria, anestesiada y a la vez enjuiciadora que aísla a los cuerpos de la contingencia y su dimensión relacional, aunque nunca de manera inevitable. En otras palabras, se trata de dejar de pensar que los cuerpos simplemente reaccionan con odio o resentimiento porque detestan las circunstancias deplorables de marginación en las que se encuentran, y necesitan encontrar un responsable de su situación al que culpar. Se trata, más bien, de pensar por qué esta indignación se dirige no hacia ciertas formas de regulación del mundo, no hacia ciertas prácticas sociales que reparten desigualitariamente lo común, sino que se dirige hacia un otro inadmisible, que se culpa de la situación. Se trata de pensar por qué la indignación no da aquí lugar a un litigio político sobre la forma en que se reparte lo común, sino a afectos inmunitarios que reiteran estas particiones.8 Ahora bien, ¿cómo ejercer un compromiso intelectual con nuestro presente sin ceder al resentimiento y sin convertirse en el abogado de lo peor? La pérdida de reflexividad, que puede verse por momentos en el mundo contemporáneo, tiene que ver no con una ceguera causada por el poder de lo aparente y la sobreabundancia de imágenes, o por la fácil manipulación de los ignorantes, sino por las formas de fijación, de cierre de sentido que produce la lógica consensual, y con esto su efecto de bloqueo o de falta de movilidad afectiva.9 Como nos recuerda Rancière, los trabajadores intelectuales, en Mayo del 68, no tenían un lugar privilegiado, eran parte de la multitud; tampoco representaban ninguna corporación y de hecho ni siguiera se autodenominaban intelectuales. Fue después del repliegue y la derrota de las experiencias de Mayo cuando los intelectuales regresaron, en no pocos casos como vedettes mediáticas –los «nuevos filósofos»– al ejercicio político profesional, recuperando la figura moralizadora del comprometido, incluso produciéndose la vuelta de organizaciones militantes de estructuras jerárquicas y autoritarias. Allí donde tenía lugar la hibridación entre la crítica artística y la crítica social, ahora la marca de Mayo aparecerá reducida a un momento ético de transformación individual y espiritual. Se produce una especie de viraje en donde los «nuevos filósofos» invierten los planteamientos marxistas al precio de volver a generar la ilusión de una voz popular sufriente, reforzando, asimismo, la división intelectual del trabajo impugnada por el 68. Del obrero, pasamos a esa plebe sufridora y silenciosa que tan buenas migas hace con el discurso antitotalitario, primero neolibertario y después neoliberal. No es casualidad que la revista Révoltes Logiques, fundada por Rancière, nazca al mismo tiempo que esa doble visión, la idealizada y la grotesca, del pueblo o, mejor, de sus falsos encuadres. El pueblo en litigio. En lugar del estricto proletario de la ciencia marxista, se dibujaba un pueblo ruidoso y colorista, pero también un pueblo conforme en gran medida a su esencia, bien arraigado a su lugar y a su tiempo, dispuesto a pasar de la leyenda del pueblo bajo a la positividad de las mayorías silenciosas. En el nuevo clima intelectual surgido de la reacción al 68, la identificación del mito del pueblo revolucionario marxista con el crimen masivo del Gulag implicaba, pues, el surgimiento de la imagen de esa plebe inmaculada y espontáneamente insurgente, donde se conjugaban la inmediata positividad del cuerpo popular y la pura negatividad de la resistencia al poder. Las bellas páginas que Laura Quintana dedica al reportaje de James Agee y Walker Evans representan justo lo contrario de lo que denomina «la indignidad del voyeur»: esa supuesta compasión por el pueblo, piedad por los desdichados, que impide la capacidad de sentir con ellos, de hacerlos sentir con nosotros, de formar parte de una capacidad compartida: La fijación de la víctima como otro desposeído que lamentar o compadecer es entonces un recurso que impide no solo la coimplicación ética con el dolor de otros, sino que cierra también la imaginación política para pensar que ese dolor ha sido producido, tiene que ver con formas de relación, tipos de poder y sujeción que atraviesan y tendrían que afectar a cualquier habitante de este país.10 Quintana se atiene, por tanto, a esta premisa básica del pensamiento de Rancière: El primer sufrimiento es precisamente el de ser tratado como alguien que sufre. Y, si un sociólogo algo puede hacer para aliviar al que tiene sentado frente a sí, no es aclarándole las causas de su sufrimiento, sino escuchando sus razones y dándoselas a leer como razones y no como la expresión de una desdicha. El primer remedio a la miseria del mundo es sacar a la luz la riqueza que conlleva. Porque el primer mal intelectual no es la ignorancia, sino el desprecio. El desprecio hace al ignorante y no la falta de ciencia. Y el desprecio no se cura con ninguna ciencia, sino tomando el partido de su opuesto, la consideración.11 Desde estas premisas, la posición de Rancière polemiza con dos modelos de pedagogía política; se desmarca tanto de la opción hegemónica del intelectual orgánico que se ubica por encima del campo social como la del autoaprendizaje de la multitud: la educación a través de un éxodo biopolítico contra el biopoder o a través de un proceso de articulación de demandas que, en contextos de crisis orgánica, reconoce la necesidad de trabajar y usar relatos contrahegemónicos dentro del orden institucional ya existente para construir un pueblo por venir. Contra todo tipo de elitismo teorético, la insistencia en la separación que divide por siempre el universo de la cognición científica del (des)reconocimiento ideológico en que las masas están inmersas, contra esta postura, que permite a los teóricos hablar por las masas, saber la verdad respecto de ellos, Rancière se esforzará sistemáticamente por elaborar los contornos de esos momentos mágicos, poéticamente violentos, de la subjetivación política en que los excluidos (las clases pobres) «manifiestan su derecho a hablar por ellos mismos, de efectuar un cambio en la percepción global del espacio social para que sus demandas tengan un lugar legítimo en él».1212 ¿Debemos entender, sin embargo, el plano de lo político más allá de estos «momentos mágicos»? ¿Hasta qué punto la perspectiva de Rancière, a pesar de su finura, termina privilegiando ciertas experiencias populares que, sin embargo, no son suficientemente representativas de los estratos populares? ¿Dónde queda, en este sutil análisis de lo político, la perspectiva crítica de la economía política? Preguntas abiertas que, sin duda, no agotarán el poderoso influjo de su reflexión. En el recorrido que nos brinda Laura Quintana, desde luego, estas cuestiones se enriquecen desde Rancière, pero también apuntan más allá de él. * Concluyamos. Me atrevería a sugerir que es la envidiable flexibilidad teórica de Quintana, su desprejuiciado manejo de corrientes filosóficas diferentes y su capacidad política de escucha a su presente los que abren en este ensayo un singular camino hermenéutico que va más allá de la simple exégesis del pensador francés. Desde aquí, el abanico de temas que se abordan –los límites políticos de la crítica; el problema de la institucionalidad y el Estado; la discusión conla relectura populista de la hegemonía gramsciana; las diferentes gramáticas del agravio; el reto que para la subjetividad política supone el dispositivo neoliberal de consenso o las dificultades del arte político en la supuesta era de la posverdad– hace de este texto algo más que una monografía sobre Rancière, para convertirlo en una excelente cartografía del pensamiento político contemporáneo, si no una guía alternativa que arroja luz sobre la posibilidad de un compromiso militante para el siglo XXI, una práctica militante, eso sí, entendida como «una práctica que no solo produce incrementos de formas de saber y de capacidades, sino también intensificaciones en términos de deseos».13 1 Rancière, J. (2016), «La difícil herencia de Foucault», en Tello, A. M. (comp.), Gobierno y desacuerdo. Diálogos interrumpidos entre Foucault y Rancière, Viña del Mar, Communes, p. 9. 2 Id. (1991), Breves viajes al país del pueblo, Buenos Aires, Nueva Visión, p. 8. 3 Id. (2016), «La difícil herencia de Foucault», op. cit., p. 10. 4 Id. (2010), El espectador emancipado, Pontevedra, Ellago, p. 44. 5 Id. (2013), El filósofo y sus pobres, Buenos Aires, Universidad General Sarmiento, pp. 11-12. 6 Página 148 de este libro. 7 Página 254 de este libro. 8 Página 212 de este libro. 9 Página 396 de este libro. 10 Página 429 de este libro. 11 Rancière, J. (2013), El filósofo y sus pobres, op. cit., p. 18. 12 Žižek, S. (2016), «La lección de Rancière», en Tello, A. M. (comp.), Gobierno y desacuerdo…, op. cit., p. 252. 13 Página 309 de este libro. Introducción La realidad lejana me examina a diario / como un pasajero desconocido que me despierta en medio del camino... NIKOLA MADZIROV ¿Qué acontece cuando un cuerpo1 cuestiona la identidad, el lugar, las funciones que le han sido asignadas y se expone a otras experiencias y posibilidades vitales? ¿Qué está en juego cuando una colectividad de cuerpos confronta ciertos dispositivos de regulación para exigir que otras formas de vida, y modos de ser con otros, puedan aparecer y ser reconocidas como igualmente válidas? ¿Cómo prolongar estas transformaciones igualitarias en trazados institucionales que las multipliquen y potencien? ¿En qué medida tales transformaciones requieren de otros imaginarios y formas de percepción como los que pueden propiciarse en prácticas de experimentación con la imagen, el gesto, las palabras, los afectos? Estas son preguntas cruciales para la reflexión contemporánea sobre las prácticas de emancipación, que están también en el centro del pensamiento de Jacques Rancière. Y son las preguntas que van a ser confrontadas en este libro. Se trata de cuestiones que gravitan alrededor del problema del cuerpo, indagando por lo que una corporalidad puede cuando se emancipa, y por lo que pueden los cuerpos, al juntarse, en las prácticas de emancipación. Y es que, sin duda, una cuestión clave que interesa a la reflexión ético-política contemporánea es pensar cómo las corporalidades, una vez que se reconocen como inscritas o conformadas desde múltiples dispositivos de poder y dominación, que se despliegan en sus prácticas, formas de percibir y sentir habituales, pueden revertir esas sujeciones y transformarse.2 ¿Qué significa que un cuerpo sea, y hasta qué punto, conformado por las prácticas sociales, cómo lo afectan y cómo puede incidir críticamente sobre ellas? En otras palabras, podría aparecer como un problema pensar cómo es que una corporalidad, que se asume como conformada por múltiples mecanismos de poder, puede desujetarse de sus incorporaciones, alterarse y eventualmente producir, con otros, transformaciones en el mundo común. Brian Massumi le ha dado concreción a este asunto y a la problematicidad que supone cuando aduce que, desde ciertas teorías sobre la posicionalidad, dominantes en los estudios culturales,3 no se dejarían pensar las transformaciones cualitativas de un cuerpo, su movilidad y su capacidad para sentir este movimiento, toda vez que, de maneras imprevisibles o inesperadas, puede exceder las sujeciones sociales (véase Massumi, 2002: 3). Esta es una sin-salida que, como destacó en su momento Eve Sedgwick (2003: 123-151), podría tener incluso un efecto paranoide sobre la teoría crítica, pues la pondría siempre en alerta de rastrear la conformación de nuevos mecanismos de poder que, en cierto modo, dejarían atrapados a los cuerpos en la reiteración de sus sujeciones, en lugar de indagar por los territorios afectivos que circularían entre aquellos y por las formas imprevisibles en las que se podrían transformar.4 Se trata de una inquietud que desde otras consideraciones también se ha planteado Rancière en sus trabajos. Desde sus primeras críticas a Althusser y a Bourdieu, alimentadas por un singular trabajo filosófico de archivo, hasta sus cuestionamientos más recientes al dispositivo crítico y poscrítico, a este autor le ha interesado problematizar perspectivas filosóficas y de las ciencias sociales que no dejan pensar las formas imprevisibles e incalculables en las que los cuerpos pueden reinventarse, desde las posiciones, los roles y las prácticas que los sujetan. Esta limitación se da ya sea porque, desde esas miradas, se insiste en pensar la emancipación y la crítica en términos desmitificadores, como la posibilidad de ver unos hilos ideológicos que no se veían, y que solo podrían ver quienes habrían adquirido un cierto saber, sin que puedan desprenderse por completo de las naturalizaciones de la ideología, dadas las corporizaciones prerreflexivas que los habrían conformado;5 ya sea porque ciertas perspectivas críticas pueden tender a una lógica totalizadora o cerrada del campo social, cuando no apocalíptica (algo que Rancière ve manifestarse en pensadores contemporáneos como Guy Debord, Giorgio Agamben y Slavov Žižek). De acuerdo con esta, la hegemonía del capitalismo contemporáneo en nuestro mundo globalizado habría capturado la posibilidad de toda resistencia a sus dinámicas de poder, dado que sus regulaciones estarían difundidas no solo en el nivel molar de la organización y gestión institucional, sino a un nivel molecular de las formas de vida, de la cotidianidad de los cuerpos (Rancière, 2017: 38). Estaríamos entonces hoy en día en medio de unas prácticas de conducción de los gestos, los afectos, los ritmos, los deseos que, con su afán por la productividad y el rendimiento exitoso, con sus ritmos frenéticos regidos por la exigencia de la continua innovación y el autoperfeccionamiento del sujeto emprendedor, con sus lógicas integradoras de toda diferencia, parecen haberse apropiado también del deseo de ser de otro modo, de transgredir los límites dados, de cambiar realmente las formas de vida, y con esto de la posibilidad misma de toda resistencia o desujeción.6 De modo que no habría excedencia: todo intento de ruptura se movería ya dentro del orden espectacular, del consumo y de la mercancía que se buscaría trastocar.7 Y entonces la alternativa parecería ser solo el reconocimiento de los mecanismos ideológicos que operarían en las sociedades de consumo del capitalismo tardío, y con esto también una desencantada comprensión acerca de la inescapabilidad de una racionalidad acaparadora, de captura, de cierre, que se apuntaría entonces a denunciar, en sus múltiples y posibles reinvenciones (Rancière, 2007a y 2010a: 29-52). Frente a estas perspectivas de la teoría crítica que ponen en su centro de consideración la cuestión de la corporización de las sujeciones, enfocándola desde la «gruesa nube negra» (Rancière, 2017: 38) de un cierto nihilismo, Rancière, como bien se ha destacado (véase, por ejemplo, Chambers, 2013: 133-156), ha cuestionado el dispositivo crítico que aquellas movilizan inadvertidamente o no. Más concretamente, ha buscado repensar la actividad crítica lejos de un dispositivo de inversión (de acuerdo con el cual lo considerado esencial se muestra como aparente), desmitificador (en el que se revela como mítico o ideológico lo que se consideraba real, verdadero), humanista (en el que se reapropian capacidadeshumanas alienadas) y de liberación de un poder de captura global. A contrapelo de estos presupuestos ha enfatizado que la emancipación no es un movimiento de iluminación en el que se logre ver lo que no se dejaba ver, ni un proceso de conocimiento y reconocimiento de lo que no se sabía, ni la reapropiación de una capacidad que se habría separado de sí (Rancière, 2010a: 21, 25), ni la posibilidad de escapar de las «garras de un monstruo tentacular» (Rancière, 2012a: 108). Confrontando tales presupuestos, Rancière ha enfatizado, por una parte, que las formas de dominación operan «en una combinación de elementos, de ensamblajes heterogéneos», de modo que «la manera de adherirse a estos o de distanciarse de ellos son también combinaciones heterogéneas de afectos y de formas de conciencia» (Rancière, 2017: 19); es decir, tomas de conciencia siempre afectivas, corporales. Así que resulta muy simplificador pensar que los sujetos pueden quedar completamente sujetados por sus dominaciones, capturados por estas en sus convencimientos prerreflexivos. De la mano con esto, puede pensarse que un movimiento emancipatorio es antes que nada un movimiento afectivo que impulsa a buscar otro tipo de vida con respecto al habitual, desde una afirmación del poder de reconfiguración de los cuerpos, de su plasticidad. Sin embargo, que la emancipación implique este movimiento de la corporalidad, afectivo y reflexivo, es algo que no ha sido suficientemente elaborado por los comentaristas de la obra de Rancière, pese a que ha sido enfatizado por el mismo autor en varios lugares. Por ejemplo, en una de las entrevistas que ha concedido, destaca: La emancipación no implica un cambio en términos de conocimiento, sino en términos de posición de los cuerpos. Por eso he insistido en la dimensión estética del problema de la emancipación, entendiendo por esto un modo de inscripción en un universo sensible. En el siglo XIX, ser obrero es estar provisto de cierto cuerpo, definido por capacidades e incapacidades, y por la pertenencia a un cierto universo perceptivo. La emancipación es una ruptura con esa corporeidad, por ejemplo, una ruptura entre la mirada y los brazos. La emancipación es entonces, antes que nada, una ruptura con una corporeidad, con una forma de experimentar el cuerpo, que trae consigo una transformación en su posición: su inscripción en otro universo sensible con respecto al asignado (en otro reparto sensible, en otras economías de las fuerzas afectivas, en otras formas de gestualidad), a través de prácticas de reflexividad corporal que producen también otra forma de ver el mundo, de ser afectados por él, y de enjuiciarlo. Por un lado, entonces, parece estar en juego una alteración de la manera en que los cuerpos asumen lo que pueden, experimentan sus capacidades e incapacidades, es decir, una alteración cualitativa en su movilidad y también, con ello, en su potencia, en su deseo, en sus afectos;8 y junto a esto, gracias a esto, una transformación en la comprensión del mundo y del campo de lo que es pensable como posible en este. Pero estas transformaciones no tienen que ver con una plena excedencia y transgresión de las sujeciones, ni con una reiteración alterada o mímesis paródica de estas, que implique en último término que «solo experimentamos y reexperimentamos el cuerpo habitual» (Noland, 2009: 213); ni mucho menos con un juicio a distancia con respecto a una situación que pueda finalmente reconocerse en su realidad. La manera en que Rancière invita a repensar la emancipación supone reconsiderar no solo la relación entre una corporalidad y las sujeciones que, de forma no saturada, no estable, ni homogénea, la conforman, sino cómo pueden desplegarse formas de alteración a partir de estas sujeciones. Más concretamente, cómo estas pueden ser contrarrestadas a través de prácticas singulares de las corporalidades, así como en acciones colectivas que puedan tener efectos desujetantes y transformativos sobre las formas de regulación social. Y de la mano con esto también se apunta a pensar cómo estas posibilidades emancipatorias pueden inscribirse en instituciones otras que prolonguen formas de relación alternativas para los cuerpos. Pero esto, evidentemente, implica perseguir en el pensamiento de Rancière una cierta comprensión de la corporalidad, y de las formas en que esta puede emanciparse en manifestaciones singulares y colectivas, con efectos relacionables, aunque también diferenciables. Me interesa mostrar entonces cómo el pensamiento de Rancière invita a repensar la emancipación desde el cuerpo, y desde otra comprensión del cuerpo (otra, con respecto a una visión objetivada, naturalizada, pero también con respecto a ciertas comprensiones constructivistas y culturalistas). Más exactamente, mostraré que el pensamiento de Rancière deja pensar una comprensión estético-cartográfica del cuerpo y de la emancipación que incide también en la forma en que este autor entiende las formas de acción colectiva, en términos de subjetivación política, así como los dispositivos institucionales en que aquellas podrían prolongarse y multiplicarse. De esta manera, me interesa aducir que el pensamiento de Rancière contribuye a crear otros «lenguajes para la agencia crítica contemporánea», para formular este reto en términos de Athanasiou y Butler (Butler y Athanasiou, 2013: 27). «Otros lenguajes» con respecto al dispositivo crítico tradicional y poscrítico, al que me he referido antes. Pero «otros» también con respecto a la gramática liberal del «individuo autónomo soberano», que es también, como han mostrado los trabajos de Nikolas Rose (Rose, 1989, 1996), el sujeto propietario de sí (encargado de su autoformación, autocuidado, autorregulación), del liberalismo y el neoliberalismo y, en los términos de Rancière, el sujeto despolitizado del consensualismo,9 que tiende a inhibir las transformaciones disensuales. Se trata, lo iremos viendo, de un sujeto que encarna unas fijaciones identitarias producidas por el consensualismo y sus fronteras marginalizadoras entre el humano y el no humano, el capaz y el incapaz; y de un sujeto que inhibe, así, su plasticidad corporal y la exposición a otros cuerpos, al fijarse también a ciertas formas de vigorexia corporal, como hace la inflexión fitness de aquel (Cano, 2015: 23-24). La manera en que Rancière piensa las formas de emancipación (individuales y colectivas) pone en cuestión ese sujeto y con él también el dispositivo humanista de la persona, con sus rígidas fronteras entre lo verdaderamente humano, racional, capaz de palabra articulada, y la mera vida de quien solo estaría destinado a la sobrevivencia,10 a la impotencia, o a la desposesión de sus capacidades de agencia. De modo que sus planteamientos en torno a lo que he llamado aquí muy ampliamente «una política de los cuerpos» pueden ser también significativos, como aduciré a lo largo del libro, para reflexionar sobre la agencia política hoy, en tiempos del capitalismo tardío y sus formas de desposesión de aquellos que marginaliza, incluye como excluidos o abandona.11 Así, sirviéndome del pensamiento de Rancière, apunto a pensar formas de acción política que puedan confrontar tales desposesiones y puedan inscribirse en otras instituciones posibles y en otros lenguajes estéticos, que trastoquen el orden de lo asumido como dado. 1. Situando la reflexión Localicemos estas cuestiones en algunas circunstancias contemporáneas, para situar también las inquietudes que me afectan y me llevan a emprender este trabajo de pensamiento con Rancière, y, en algunos momentos también, más allá de sus planteamientos. Por un lado, hoy en día, en las sociedades capitalistas globales, una constelación de fenómenos parece poner de manifiesto una serie de sin-salidas para la agencia crítica, y, por otro lado, quizá como la otra cara de una misma moneda, en estas sociedades y en los márgenes que producen, tienen lugar, como ya sugería arriba, constantes formas de desposesión de los territorios, de la labor de los cuerpos, de su movilidad.Estas dos tendencias, como intentaré mostrar ahora, pueden cruzarse y retroalimentarse, abriendo preguntas inquietantes que gravitan alrededor del vínculo antes sugerido entre emancipación y corporalidad. Que la agencia crítica esté atrapada e inhibida es una sospecha que parece retumbar hoy en día en las conciencias de muchos espíritus progresistas que se han visto francamente perturbados por acontecimientos recientes: el Brexit, el triunfo de Trump, las políticas antiinmigrantes en varios países de la Unión Europea, la victoria de opciones de derecha radical en varias latitudes, entre otros. Frente a tales eventos, estas conciencias iluminadas se han apresurado a diagnosticar un giro hacia la posverdad, como consumación de una política convertida en espectáculo. Un giro que, a mi modo de ver, señala, más bien, una fuerza ganada, en nuestras sociedades consensuales, por narrativas y prácticas sociales inmunitarias,12 con efectos muy destructivos para la política que han sido alimentadas, más que contrarrestadas por el consensualismo. En mi caso, y en el de muchos colombianos, el acontecimiento político reciente más perturbador fue la derrota del «Sí» en el plebiscito que, a fines de 2016, buscaba refrendar los acuerdos de paz firmados por el gobierno nacional y las FARC, después de cuatro años de arduas negociaciones y de una guerra de más de 50 años. Unas primeras lecturas de este acontecimiento mostraban datos significativos para alimentar la sospecha mencionada sobre la agencia crítica hoy, por lo menos en unas circunstancias como las colombianas, que son las circunstancia desde las cuales escribo: Un poco más de 13 millones de colombianos votaron a favor del sí o a favor del no. Pero más de 21 millones no lo hicieron ni por uno ni por otro […]. Todo parecía que iba a cambiar a partir de ahora, pero más de 21 millones de colombianos y colombianas decidieron no votar y así ejercer su derecho a perpetuar un presente de incertidumbre y desconsuelo. Simplemente, decidieron ejercer su derecho a gritar un ensordecedor silencio, transformando a la democracia en el imperio de los abstinentes; de los que se pronuncian no estando; de los que expresan su existencia, invisibilizándose; de los que se esconden en un muro transparente contra el cual todo se choca y desintegra, especialmente la esperanza.13 La abstención –cualquier politólogo en Colombia dirá– no es algo excepcional, eventual o sorpresivo, pero podía serlo en el caso de una elección de la que dependían la aprobación y la posterior implementación de unos acuerdos que podrían contribuir a transformar condiciones de inequidad social y de violencia, que históricamente han incidido en la desconfianza de la gente frente a las instituciones representativas y las políticas gubernamentales, así como frente al peso que su voto podría tener en ellas. Tal desconfianza, podría decirse con algo de sensatez, no podía ser minada por un acuerdo impulsado por un gobierno escasamente preocupado por las políticas sociales que afectan a la vida de la gente, con excepción del mismo proceso de paz, y por una guerrilla que, con sus propias instituciones paraestatales, terminó causando mucho dolor en la población. Y, aunque durante los cuatro años que duró, el proceso fue debatido y, de manera indirecta, retroalimentó formas de participación de otros sectores, como las organizaciones de víctimas y numerosos colectivos y movimientos populares que, de manera más o menos directa, incidieron en la agenda de negociación y pluralizaron notablemente el espacio político en Colombia, pese a todo esto, de pronto apareció, con un efecto de choque, que no podía romperse el círculo: la desconfianza en el sistema político (con sus instituciones estatales y paraestatales) no podía ser conmovida para incidir en las condiciones que la alimentan y reproducen; no por lo menos por un mecanismo de ese mismo sistema representativo. Esta erosión de la democracia representativa también puede ser interpretada desde fenómenos más globales convergiendo con lo que Wendy Brown ha llamado una «desdemocratización» de la democracia ante ciertas dinámicas del capitalismo contemporáneo. Según Brown, la erosión de las democracias representativas liberales tiene mucho que ver con la manera en que en estas se ha dado una progresiva fusión entre Estado y grupos de interés, de los que finalmente se vuelve «representante». Esto se deja ver, entre otras cosas, en políticas públicas (ambientales, energéticas, laborales) que terminan apoyando o incluso subvencionando grandes corporaciones y sectores del capital, en detrimento de actores sociales y de comunidades locales precarizadas, que terminan sujetas a una serie de políticas públicas, en las que los afectados tienen muy poca intervención. Asimismo, tal erosión también es visible en «elecciones» que «se han convertido en un ejercicio circense de pura comercialización y gestión» (Brown, 2010: 63), en el que se asume muy poco la importancia de una decisión deliberada sobre programas y planes de gobierno o de legislación que es lo que, según un modelo de democracia representativa, habría de estar en la base de la libertad de elección. En lugar de esto, los programas y los planes de gobierno se venden como productos cuyo consumo habría de ser estimulado con eslóganes efectivos, de fácil recordación. Además, y de manera notable, la erosión de la representación se manifiesta en la manera en que se produce la información en los medios de comunicación dominantes, que, al ordenar lo que pasa de acuerdo con ciertos intereses económicos, pone en cuestión la libertad de prensa y el control del poder por parte de esta. Sin embargo, lo que resulta más amenazante desde el punto de vista de Brown, y esto parece decisivo en relación con la agencia crítica, es la manera en que estas prácticas están articuladas con una racionalidad neoliberal, es decir, siguiendo a Foucault, con unas técnicas de gobierno que modulan la vida íntima y las decisiones cotidianas de las personas, asumidas como «estrategias» de «innovación», «creación» y «emprendimiento», orientadas a la optimización del sujeto «como productor de capital» (Castro-Gómez, 2010: 208). Lo más preocupante podría ser entonces que esta «etho-política», como ha sido llamada por Nikolas Rose, anclada en los discursos del «autocuidado» y la «autorrealización» (Rose, 1989, 1996), conduzca a una política muy individualizante, que podría bloquear la emergencia de todo poder común, pues, si llegara a incorporarse completamente tal mentalidad, se perdería toda preocupación por intervenir con otros en el mundo y de resistir a unas formas de conducción que, de hecho, ya empiezan a estar muy interiorizadas. Estas consideraciones de Brown muestran cómo ciertos mecanismos económico-políticos que se han vuelto hegemónicos en el mundo globalizado pueden contribuir a una despolitización de los espacios públicos democráticos. Diagnóstico que, con matices y aristas distintos, puede compartir Rancière, como puede seguirse de sus reflexiones sobre el consensualismo y las formas de despolitización que produce. Pero Brown va un paso más allá: a su modo de ver, esta despolitización también afecta a la acción ciudadana y a la comprensión de lo que está en juego en la misma noción de ciudadanía hoy, desde su dimensión política; es decir, pensando en el ciudadano no meramente como un sujeto de derechos, sino como un sujeto político al que se le reconoce un poder de decisión en el mundo común, o que él mismo se otorga, cuando este reconocimiento le es negado.14 La despolitización afectaría tanto a este sujeto político que Brown puede llegar a dudar de que, en las condiciones actuales, los sujetos puedan constituirse como ciudadanos críticos o sujetos políticos que luchen por su emancipación. De ahí, según Brown, «lo difícil que puede ser hoy en día pensar qué puede impulsar a los seres humanos a la tarea de autogobernarse o a contestar exitosamente los poderes por medio de los cuales son dominados» (Brown, 2010: 56; traducción modificada).Aunque comparto parcialmente el diagnóstico crítico de Brown, considero que hay algo muy problemático en algunos de los presupuestos que aparecen en la afirmación que acabo de citar. En particular, pienso que la desconfianza con respecto a las capacidades críticas de la gente común (que ya aparecía arriba en una posición crítica como la de Bourdieu, y poscrítica como la de Žižek) merece ser problematizada. Y con esto la presunción de que es tarea del intelectual crítico poner al descubierto las redes de poder que sujetan a la gente y que esta no estaría pudiendo ver. Si los planteamientos de Rancière me han resultado significativos en la situación descrita, es porque, ante todo, dan elementos muy productivos para cuestionar tales presupuestos, poniendo de manifiesto la manera en que contribuyen a las formas de dominación que pretenden denunciar. Los llamaré «presupuestos de los espíritus letrados».15 Antes de anticipar algunas razones para problematizar estos presupuestos y de anunciar cómo reproducen las dominaciones que revelan, cabe considerar una posible objeción: ¿Por qué poner en cuestión esta desconfianza con respecto a las capacidades críticas o emancipatorias de los ciudadanos, si acontecimientos políticos recientes parecen mostrar una y otra vez a ciudadanos poco críticos o emancipados? En efecto, los espíritus letrados bien podrían aducir que tal desconfianza podría alimentarse de otro fenómeno preocupante, visible en varias latitudes, y que podría interpretarse como concomitante al de la despolitización descrita por Brown: la aparición de frentes de ultraderecha, movilizados por discursos de estigmatización y de odio muy poco reflexivos. Si volvemos al caso colombiano, comentado al comienzo, esto fue muy visible en el discurso público por el «no» (al acuerdo de paz), que movilizó múltiples tergiversaciones y rumores sobre lo pactado, en una campaña mediática agresiva, muy exitosa. No importó que intelectuales y académicos, estudiantes y funcionarios del gobierno explicaran una y otra vez, con argumentos esmerados o campañas pedagógicas ligeras, que se trataba solo de eso, de lecturas amañadas sobre el acuerdo de paz alcanzado. Pero ¿por qué no importaron los argumentos más razonables esgrimidos aquí y allá por toda suerte de espíritus letrados? ¿Qué nos dice con respecto a la agencia crítica hoy en día? Ciertamente, se trata de preguntas que también podrían abrirse para pensar situaciones distintas, pero convergentes en el mundo, que han supuesto la acogida de figuras y posiciones que parecen poco razonables desde argumentos económicos, políticos, sociales, como la victoria de Donald Trump en Estados Unidos y el referéndum a favor del Brexit en Gran Bretaña. Seguramente, para responder a estas preguntas, los espíritus letrados insistirán en la ceguera de las personas que no ven realmente los poderes a los que se someten y las mentiras que se producen en el régimen de la posverdad. Pero pienso que hay que dejar de culpar a los sujetos por lo que no ven, o por lo que ignoran, para considerar en términos más relacionales todo el asunto que aquí está en cuestión. En particular, me parece crucial preguntarse si la conformación de ciertas actitudes irreflexivas, poco críticas o emancipadas, más que con la ignorancia, la ingenuidad, la irracionalidad, o con corporizaciones prerreflexivas intratables, tiene que ver con la conformación de una cierta actitud inmunitaria, afectiva y a la vez enjuiciadora que cierra a los cuerpos a la contingencia y a su relacionalidad, aunque no de manera inevitable. Tal actitud inmunitaria, podría pensarse, tiene que ver con la fijación de narrativas que cierran el campo de lo posible, que sepultan posibilidades de ser, espacios y tiempos otros, que desposeen a los cuerpos de sus posibilidades y los cierran también a sus propias vulnerabilidad y dependencia; esas que, asimismo, atraviesan las formas de precarización a las que se encuentran arrojados, pues quizá los cuerpos que actúan impulsados por reivindicar formas de igualdad y crear otros lazos entre unos y otros sean cuerpos que se exponen también a su fragilidad y a su dependencia, para recusar las condiciones de su precariedad y así también contestar sus efectos incapacitantes, desde demandas que tienen que ver, en primer lugar, con exigir condiciones que, en los términos de Judith Butler, hacen vivible una vida en su relacionalidad y su dependencia complejas: dependencia de los otros, del cuidado mutuo, de ciertos requerimientos sociales, de interrelaciones humanas y no humanas (Butler, 2017).16 Quizá podría pensarse, yendo quizá más allá de Rancière, que estos cuerpos que actúan por formas de igualdad manifiestan que la vida se da siempre en un plexo de relaciones que supone la exposición a los otros, así como fluidos pasajes entre lo animal, lo humano, la naturaleza y las tecnologías, que permiten la manifestación de un poder común.17 Se trata entonces de afectos, del deseo, de la afirmación de una potencia que se asume como común, más que de ignorancia, incapacidad de ver o falta de poder para exceder unas sujeciones. Se trata, como aparecerá por diversos caminos en este libro, del deseo de ser de otro modo, de afectos que mueven a los cuerpos. Afectos que no necesariamente conducen a la servidumbre voluntaria de las masas, ni a la totalización destructiva de su resentimiento, sino que hacen también posible la acción en común. Frente a una política que moviliza afectos de cierre, de inmunización, desde rumores que fijan al otro como una identidad amenazante (la del guerrillero/bandolero/terrorista que desde el monte impondrá el comunismo, la de perversos sexuales que destruirán el modelo de familia tradicional o, pensando en otras latitudes, la de inmigrantes ilegales que sobreabundan y no dejan de reproducirse, y que disolverán la pureza de la cultura y aumentarán los índices de miseria y criminalidad); frente a esta política del miedo y la estigmatización del otro se requiere de una heterogeneidad de narraciones que contrarresten y disloquen el dogmatismo de esas rígidas perspectivas, pero que también movilicen otros afectos de los cuerpos, afectos que tienen que ver con la incompletud de la vida, con la misma extrañeza que atraviesa a toda existencia en su arrojamiento a un mundo conflictivo, en el que lo imprevisible puede acontecer. Sin embargo, como ya sugerí antes, hay una serie de narrativas y de formas de subjetividad que impiden pensar esta potencia de los cuerpos y las formas en que pueden relacionarse en manifestaciones disensuales: no solo las narrativas críticas y poscríticas mencionadas, con su lógica vertical de inversión que prevé demasiado lo que puede ser, y los sujetos que estas narrativas han producido (el militante profesional, el intelectual culposo, los espíritus letrados), también las narrativas liberales y neoliberales sobre el sujeto propietario de sí mismo, y los individuos autorresponsabilizados que han conformado. En efecto, estas narrativas liberales y neoliberales están en la base de la figura contemporánea del sujeto emprendedor, de ese yo moldeado por la interiorización de los conflictos sociales que, en lugar de tratarlos en espacios colectivos de dependencia, los busca resolver en espacios de distinción como la autoayuda, el gimnasio o la vida sexual (Cano, 2015: 24). Pero también subyacen a la figura del sujeto autónomo deliberativo que piensa que los conflictos sociales pueden resolverse por la fuerza del mejor argumento. En ambos casos, se asume una comprensión del yo que pierde de vista la manera en que los sujetos se configuran y reconfiguran a través de prácticas muy materializadas de los cuerpos en sus relaciones de afecto, cuidado y dependencia. Y por eso la figura del sujeto autónomo soberano no puede hacer frente a las tendencias despolitizadoras del neoliberalismo. No puede hacerlo porque al perder de vista esta contingencia y esta corporeidad del espacio público y sus sujetos, la manera en que está atravesado por afectos, reduce tambiénel carácter conflictivo de este mismo espacio.18 Ahora bien, cuando el conflicto político deja de poder elaborarse y aparecer, las diferencias que no pueden escenificarse como reivindicaciones comunes tienden a fijarse como diferencias identitarias sociales compactas (la del marginado, la de la víctima, la del sujeto deshumanizado, la del ilegal o la del criminal), en identificaciones étnicas intratables, o a circular como afectos de odio y resentimiento que, en los términos de Deleuze y Guattari, pueden dar lugar a múltiples microfascismos: «ese fascismo de banda, de gang, de secta, de familia, de pueblo, de barrio o de automóvil, del que –en todo caso– no se libra nadie» (Deleuze y Guattari, 2004: 219); esos murmullos, «luces cegadoras que confieren a cualquiera la misión de juez, justiciero, policía por su cuenta» (Deleuze y Guattari, 2004: 231); esos rumores que emergen de la relacionalidad del mundo, pero que también la borran, negando con ello la potencia de alteración de la que es capaz cualquier cuerpo. Si el problema de estos microfascismos es que destruyen esa misma interdependencia de los cuerpos de la que emergen pero que borran, el problema de las identificaciones sociales compactas es que también reproducen las formas de desigualdad que, en muchos casos, apuntan a combatir. Para dejarlo ver más concretamente, pensemos de nuevo en el caso colombiano. Frente al resultado del plebiscito muchos espíritus letrados se aprestaron a leer la situación en clave de la racionalidad comunicativa; desde esta perspectiva, las personas que fueron movilizadas por eslóganes o rumores cerraron sus mentes a la fuerza de las mejores razones o no estaban preparadas para recibirlas (por ingenuidad, por falta de educación o por ciertas creencias religiosas). Es decir, el argumento supone, como ha destacado muchas veces Rancière, la desigualdad de las inteligencias: que por falta de saber hay personas capaces e incapaces de actuar de manera pensante o crítica. Sin embargo, en Colombia, a contrapelo de los presupuestos de los espíritus letrados, cuerpos poco ilustrados por libros de alta cultura y de sofisticada legislación, o por complejas comprensiones del poder y de sus máquinas de sujeción; cuerpos movidos por el entusiasmo y por una indignación no reactiva, por la fuerza de palabras trocadas, como canciones de duelo, se organizaron para discutir el acuerdo de paz, sus posibilidades y limitaciones, sin esperar a que enviados de la asistencia social tuvieran que explicarles el alcance de las propuestas.19 Lo que los movió no fue la fuerza del mejor argumento, sino el deseo de ser de otro modo, el reconocimiento de ciertas condiciones de precariedad compartida, los afectos de fragilidad y solidaridad, desde la evocación también de historias fallidas de su pasado: al cruzar su pasado con su propio presente; al asumir esos fragmentos de pasado derrotado como inspiración para seguir actuando, recusando las identificaciones compactas del campesino ignorante, del pobre incapaz de reflexionar sobre sus problemas y sus razones. Quizá lo que se mueve aquí en esta reflexividad ganada es también el deseo, el deseo de un cuerpo de ser de otro modo; un deseo que se destensa y aplana en perspectivas que fijan lo que es y lo que no puede ser, desde un presunto estado objetivo del mundo (con sus férreas leyes económicas), que admite ciertas cosas e imposibilita otras que ya no pueden ser. También los cuerpos que se abstienen son cuerpos que se han convencido de esto: de su impotencia para cambiar este estado de cosas, pues se han convencido previamente de que las cosas no pueden ser distintas de lo que son. Me interesará entonces mostrar en esta investigación que las narrativas consensuales, incluidas también aquellas críticas que funcionan por una lógica vertical de inversión, y que en principio se asumen como no-consensuales, tienen efectos de desposesión sobre las posibilidades de los cuerpos. En su texto Dispossession (2013), Judith Butler y Athena Athanasiou han reflexionado sobre este asunto vinculándolo con cuestiones que serán también de interés para este libro. En efecto, desde el punto de vista de estas autoras, las formas de desposesión que hoy en día se dan en el capitalismo globalizado tienen que ver con cómo los cuerpos son «materializados» y «desmaterializados» (Butler y Athanasiou, 2013: 10), es decir, fijados a una determinada materialidad, pero a la vez deslocalizados de la contingencia de su situación y de la interdependencia de sus cuerpos.20 Esto puede darse en contextos en los que se ejerció un poder colonial, a partir de prácticas de sujeción, intervención vertical, regulación y abandono,21 que tienen como efecto «controlar y apropiar la espacialidad, la movilidad, la afectividad, la potencialidad y la relacionalidad de los sujetos, [así] (neo)colonializados» (Butler y Athanasiou, 2013: 11). Pero, sobre todo hoy en día, en las circunstancias del capitalismo contemporáneo, las formas de desposesión tienen que ver con prácticas de «violenta apropiación de la labor», y con mecanismos de «desgaste [wearing out] de los cuerpos laborantes y no laborantes», que dan lugar a economías de precarización (en la flexibilización de los trabajos, los recortes en los sistemas públicos de salud y educación), como las que vemos imponerse por doquier en el mundo. Lo que es interesante y urgente pensar es cómo estas diversas formas de desposesión de los cuerpos suponen también ciertas narrativas temporales y formas de corporización que empiezan, como advertía hace un momento, por desposeer a los cuerpos de su relacionalidad, de su movilidad, de su potencia común para actuar con otros, inhibiendo los deseos por otras formas de vida, los afectos transformativos que llevan a los cuerpos a alterarse. Y cómo, sin embargo, pese a esto, los cuerpos no solo resisten y aguantan (endure, en los términos de Povinelli, 2011), sino que reconfiguran y reinventan otras posibilidades de vida en común, desde esas formas de persistencia. 2. Emancipación y corporalidad en Rancière Quisiera anudar los distintos hilos que he presentado aquí en lo que quizá muy ampliamente he titulado «una política de los cuerpos», para pensar cómo las prácticas de emancipación, con sus reinvenciones y luchas por la igualdad, emergen de, y a la vez afectan, las formas en que las corporalidades pueden asumir sus posibilidades y confrontar los dispositivos que las dañan o despotencian. Para emprender este trabajo, me he apoyado fundamentalmente en Rancière, pues considero que su pensamiento se mueve justamente alrededor de la pregunta acerca de lo que los cuerpos pueden, de la potencia común que los acomuna y de los efectos políticos de esta potencia, con todo lo que esto implica y que me interesará desplegar en este libro. Sin embargo, teniendo en cuenta la creciente producción bibliográfica alrededor de la obra de Rancière, no es nada evidente que su pensamiento dé lugar a una política de los cuerpos. De hecho, la cuestión del cuerpo ha recibido escasa atención por parte de quienes se han ocupado de comentar los planteamientos de este autor.22 Sin embargo, esta omisión resulta bastante extraña porque Rancière justamente define la actividad política como «todo aquello que desplaza a un cuerpo del lugar que le ha sido asignado o cambia la destinación de un lugar» (Rancière, 1996: 45; énfasis mío). Asimismo, en varias de las entrevistas que ha concedido, este autor ha dado pistas sobre cómo la cuestión del cuerpo es también crucial para pensar la dimensión estética de la política, un asunto central en sus trabajos, al destacar, por ejemplo, que «la emancipación social fue un asunto estético […]. Es cuestión de darse a sí mismo un nuevo cuerpo y un nuevo sensorium» (Rancière, 2008b: 10; traducción mía). Por supuesto, estas rápidas referencias indican ya que la cuestión del cuerpo es polivalente para Rancière. En juego están consideraciones sobre una lógica (caracterizada como policial por el autor) que ha pensado la vida en común en términosde un cuerpo social bien ordenado, sin suplemento; reflexiones acerca de cómo las acciones políticas desensamblan este cuerpo bien ordenado y pueden proponer otras configuraciones de lo común, pues «precisamente un colectivo político no es un organismo o un cuerpo comunitario» (Rancière, 2009e: 51); formulaciones que invitan a pensar que estas acciones implican un trabajo previo de los cuerpos sobre sí, que les permite reexperimentar sus posibilidades, excediendo el lugar que les ha sido asignado; y planteamientos sobre la manera en que estos desplazamientos individuales y colectivos suponen otra imaginación política, y otra imaginación del cuerpo (ya no un cuerpo orgánico, representable con partes y funciones dadas, sino un cuerpo fragmentario, sin expresión determinada), que Rancière anuda con sus análisis históricos sobre la emergencia del régimen estético del arte. En este sentido, los diferentes registros desde los cuales podría perseguirse la cuestión del cuerpo en la obra de Rancière tienen que ver con los distintos registros en los que aborda la política (como política de la emancipación singular, como política del arte, como subjetivación política) y la estética (como metodología cartográfica que traza repartos de lo sensible, como intervención particular en un determinado universo sensible, como régimen del arte), desde el doble nivel de la emancipación intelectual y la emancipación política, en sus diferencias y anudamientos. Más aún, a partir de lo dicho ya podría pensarse que las formas de emancipación intervienen de manera distinta sobre el cuerpo: en el caso de las formas de emancipación intelectual, lo veremos, desplazando un cuerpo individual de ciertas posiciones y corporizaciones habituales, en movimientos de desensamblaje y reconfiguración que afirman su potencia, lo que puede; en el caso de la emancipación política, dividiendo un cuerpo comunitario que se pretende orgánico, unitario, para hacer valer existencias, el derecho a la existencia y su capacidad, de sujetos, otras relaciones entre los cuerpos, formas de organización, que no tienen lugar en el cuerpo bien ensamblado del orden social, o que solo lo tienen al ser contados como impotentes o incapaces. Sin embargo, en ambos casos están en juego formas de disyunción y de rearticulación, que pueden ser pensadas desde la particular metodología estético-cartográfica de Rancière, así como la manifestación de una potencia: la potencia de lo que los cuerpos pueden, de lo que pueden desde distintas prácticas y modos de intervención, y los efectos de esa potencia hoy. Perseguir esta potencia, sus manifestaciones y efectos teniendo en cuenta algunas circunstancias definidoras de la actualidad es entonces, dicho de manera muy sucinta, el objetivo de este libro. Para llevarlo a cabo, he trazado entonces el siguiente recorrido. 3. El camino En el primer capítulo, caracterizo la singular metodología estético- cartográfica que Rancière ha elaborado en sus trabajos, y trazo algunas de sus implicaciones, que incidirán también en planteamientos fundamentales del libro. Entre ellas se encuentra una afirmación de la heterogeneidad de las formaciones sociales, y con esto, de las formas de sujeción y de las prácticas de emancipación. Esto supone la inestabilidad y la reversibilidad de las primeras, su conexión con las segundas, y el carácter heterológico y experimental de estas. En particular, me interesa considerar la manera en que un pensamiento como el de Rancière permite repensar lo que suponen movimientos de emancipación singulares (de los cuerpos sobre sí) y colectivos (al ponerse en relación varios cuerpos y afectar a un cuerpo social). Junto a esto, trazo una cartografía de distintos dispositivos, estrategias, modos de intervención en que estas prácticas pueden darse, así como los pasajes que pueden producirse entre ellas. Aquí resulta crucial considerar la dimensión sensorial, corporal y afectiva de estas intervenciones, así como sus efectos en un campo de experiencia dado. En el segundo capítulo, me detengo a pensar cómo es que la emancipación procede de y afecta a unas formas de corporalidad, sus espacios, tiempos, afectos, modos de tener experiencia, desde un trabajo de un cuerpo sobre sí, en su relación con otros cuerpos, al que Rancière denomina «emancipación intelectual». Aquí considero la manera en que el pensamiento de este autor ofrece una comprensión estética de la corporalidad, para la cual esta no queda nunca completamente capturada ni determinada por las prácticas que la condicionan, sino que puede reconfigurarse desde la torsión de estas, es decir, desdoblándolas y atravesándolas con intervalos-brechas (écarts). En este capítulo se introducirán entonces los conceptos de torsión y de écarts, que serán cruciales en el resto del libro, como herramientas clave para avanzar en la pregunta fundamental de esta investigación por las formas en que un cuerpo puede quebrar con formas de sujeción que lo condicionan y producir transformaciones igualitarias en el mundo. Sin embargo, antes de abordar cómo estas transformaciones igualitarias tienen que ver con prácticas corporales que configuran lo que Rancière denomina «subjetivación política», en el capítulo 3, me detengo a considerar la manera en que este autor, en diálogo- confrontación con otras aproximaciones, permite un cierto diagnóstico sobre condiciones predominantes en el mundo contemporáneo, interpretadas en términos de una visión consensualista. Aquí apunto a relacionar el consensualismo con ciertos análisis sobre el neoliberalismo (particularmente de Harvey y Brown) para argumentar que, en niveles y registros distintos, este produce una comprensión objetivante «del estado del mundo», «del estado de cosas». Y cómo esta comprensión objetivante tiene un efecto de desposesión sobre los cuerpos, en particular, en relación con el deseo de devenir otros, de que el mundo pueda ser distinto, es decir, en relación con el deseo de emancipación. A continuación, en el capítulo 4, llevo a cabo un trabajo de composición por medio del cual me interesa mostrar cómo planteamientos de Rancière sobre la acción política y su lógica de desacuerdo pueden traducirse en propuestas de movimientos populares emancipatorios, que están confrontando dispositivos y efectos del consensualismo y, en particular, sus formas de desposesión de la potencia común de los cuerpos para intervenir en sus circunstancias. Defiendo, por una parte, que esta aproximación es consecuente con la cartografía estética rancieriana, a la que el autor caracteriza también como un «método de igualdad». En efecto, esta cartografía insiste en que las transformaciones igualitarias del mundo no pueden ser dictadas por un determinado modelo teórico, sino que tienen que producirse por los sujetos políticos emancipatorios, en las formas de reinvención de lo común que estos, al afirmar su igual capacidad, pueden llevar a cabo. Y pongo de manifiesto, por otra parte, que esta aproximación, en diálogo con algunas perspectivas antropológicas atentas a la producción de saberes de los movimientos sociales emancipatorios, permite apreciar la manera en que estas prácticas pueden llevar a cabo un trabajo de experimentación política, en el que se juega la ampliación del horizonte de los posibles (cfr. Fernández, 2017: 219). Pero ¿cómo prolongar estas transformaciones emancipatorias del tejido de la experiencia en instituciones sociales y estatales que puedan ser más igualitarias? Esta es la pregunta que confronto en el capítulo 5, atendiendo a algunos planteamientos de Rancière, pero yendo también más allá de estos, pues se trata de un asunto que el autor no ha elaborado propiamente. Para intervenir en esta discusión muestro, en primer lugar, que la posición de Rancière no es antiinstitucionalista ni antiestatalista (como sostienen usualmente los comentaristas, entre ellos, Žižek, 2006; May, 2008; 2010a; 2010b; Hallward, 2009; Castro- Gómez, 2015; Myers, 2016), sino no estadocéntrica y preocupada por afirmar la necesaria autonomíade las prácticas de emancipación; aunque también la manera en que estas pueden producir inscripciones institucionales y servirse de ellas para dar lugar a otras formas de emancipación. De la mano con esto último discuto la comprensión rancieriana de la democracia y los elementos que esta puede ofrecer para figurar –en un ejercicio de la imaginación política– unas instituciones disensuales de lo común. Para avanzar en este punto me sirvo de propuestas cercanas a la perspectiva de Rancière, que sí han elaborado un poco más la cuestión, particularmente de los trabajos de Raquel Gutiérrez (2009, 2017) sobre los levantamientos en Bolivia (entre 2001 y 2005), de la interpretación de Dardot y Laval (2015) en su libro reciente sobre lo común, y de planteamientos de Étienne Balibar sobre las relaciones entre institución y violencia. Al poner en relación aproximaciones tan distintas, pero convergentes, más que dar respuesta a problemas cruciales en la reflexión contemporánea, me interesa dejar elaborado un trazado tentativo de cuestiones, un trazado que emerge también de las experimentaciones políticas presentes, y que sigue quedando abierto para aquellas que están surcando el porvenir. Finalmente, en el último capítulo, retomo algunas reflexiones de Rancière sobre las prácticas artísticas, particularmente sobre la imagen, para, de la mano con ciertas intervenciones estéticas, repensar la manera en que los dispositivos consensuales pueden fracturarse en el nivel de los afectos y las formas de percepción, a través de dispositivos contraconsensuales. Esto es, arreglos estéticos que pueden dar lugar a otras formas de imaginar el ser-con-otros, acogiendo la heterogeneidad inestable de los mundos sociales, el conflicto de la temporalidad con las heterocronías y, en medio de estas, potencias impensadas de cuerpos que persisten y se afirman pese a todo, para decirlo con Didi- Huberman. 4. Cuestiones de método No quisiera cerrar esta introducción, ya un poco extensa, sin elaborar antes algunas consideraciones metodológicas que atraviesan mi escritura en este libro. De entrada, se advertirá que, más que una investigación sobre Rancière, es un trabajo de experimentación en el que pienso con Rancière, a través de y más allá de sus planteamientos. En este trabajo de experimentación, por una parte, me interesa retomar ese ángulo de exploración estético, afectivo, experiencial, corporal de las prácticas que este autor elabora, y relacionar esta metodología estético-cartográfica con problemas de actualidad y experiencias de movimientos populares,23 que este autor no ha tenido en consideración. Pero esto ya indica algo que es fundamental en este libro: se trata aquí de un trabajo de composición entre distintos conceptos (conceptos de Rancière y otros producidos por actores sociales, y antropólogos) y experiencias de transformación política; de composición y no de aplicación. En efecto, esto último, como lo ha indicado Massumi (2002: 17), supone la pretensión de controlar lo que pasa, su contingencia, desde un cierto marco de inteligibilidad que da sentido, que modela y anticipa lo que se considera, entonces, como necesitado de orientación. En contraste, una apuesta de composición como la que aquí se intenta desplegar tiene que ver con tres compromisos metodológicos que retomo también de Rancière: i. rehusar a separar el trabajo empírico del teórico, para subrayar la producción de formas de inteligibilidad de la experiencia (en trabajos experienciales y académicos), y formas de producir fracturas y cortes en esta, acogiendo con esto un tipo de escritura para el cual «las transformaciones del pensamiento siempre son transformaciones de lo pensable» (Rancière, 2012a: 192-193). Estas son transformaciones que pueden trazarse a partir de la detención en ciertas escenas, esto es, construcciones que permiten hacer visibles momentos de alteración, de reconfiguración de un tejido de experiencia y de unos marcos de inteligibilidad que la sostienen (cfr. Rancière, 2012a: 120; 2013b: 11); trazados de pensamiento que modifican lo que es decible, pensable, imaginable. ii. Con lo anterior también se apunta a asumir un método de la igualdad para el cual todos los discursos de los actores políticos, de los académicos, de la literatura, se encuentran en el mismo plano; no hay entre estos dicursos niveles privilegiados, aunque se den en ellos formas distintas de decir. De modo que se trata de pensar que no son discursos diferentes, sino distintas producciones de los cuerpos para intervenir y orientarse en el mundo, que pueden ser traducibles entre sí. En este sentido, como elaboraré más detenidamente al comienzo del capítulo 4, adopto la traducción de unos discursos a otros, particularmente del pensamiento de Rancière a ciertos movimientos sociales y, al revés, destacando la manera en que los movimientos populares producen su propia comprensión de las situaciones que confrontan, y la manera en que esta puede articularse con – o exceder– formulaciones expuestas a la experimentación política de los actores sociales. iii. Asimismo, también está en juego pensar el trabajo filosófico como un pensamiento indisciplinario, que desestabiliza fronteras y crea relaciones impensadas entre lenguajes distintos que se asumen como producto de una misma potencia común. Por eso en esta investigación no temo cruzar reflexiones filosóficas con construcciones etnográficas atentas a cartografiar la singularidad de algunas luchas y confrontaciones políticas. Por supuesto que no pierdo de vista que las apuestas de una metodología estético-cartográfica atenta a ciertas escenas estéticas y políticas, que permiten repensar los caminos y los efectos de las formas de emancipación, son distintas de aquellas que pueden estar en juego en descripciones etnográficas de las prácticas sociales, con toda la producción teórica y la complejidad analítica y creativa que puede suponer este trabajo de «observación» (Jaramillo, 2014: 16; Fernández, 2017: 232). Pero me interesa, en algunos momentos, construir ese diálogo entre la perspectiva de Rancière y ciertas miradas antropológicas que, como este autor, insisten en pensar la investigación como «un espacio dinámico de creación conceptual» (Fernández, 2017: 232); como una intervención en el mundo social que puede cocrear con los actores y prácticas que le conciernen. Estos compromisos metodológicos se vinculan también con un pensamiento que se asume expuesto a, y atravesado por, la contingencia. Por esto mismo, como ya se anunciaba antes, este es también un libro que se propone pensar y ofrecer otros ángulos de consideración con respecto a inquietantes, pero también esperanzadoras, circunstancias del presente, para intervenir en ellas y trabajar en caminos de configuración para confrontarlas. Esta relación con la actualidad también se deja sentir en la manera en que, a través del libro, formulo problemas y propuestas de interpretación a través de viñetas etnográficas, testimonios, y recortes de actualidad (noticias), pero sobre todo teniendo en cuenta producciones discursivas de movimientos populares. En efecto, estas producciones orientan la reflexión y la sitúan en diálogo con problemas y sin-salidas que plantea el presente, dejando ver que se trata de cuestiones por pensar y visibilizar, en trabajos estético-políticos de experimentación conceptual. Podría decirse entonces, a la luz de lo anunciado, que mi escritura en este libro busca ser también estético-cartográfica, con todo lo que esto implica: reflexionar sobre las coordenadas de sentido y percepción que traen consigo ciertos discursos, perseguir escenas que permiten desensamblar tales coordenadas, poner los distintos discursos que se movilizan (filosóficos, etnográficos, científico político, testimonios, producción discursiva de movimientos sociales) en el mismo plano, como formas de intervención que ensamblan o desensamblan coordenadas experienciales. Pero sobre todo asumo que el tejido argumentativo que aquí construyo es también un trabajo de montaje yde ensamblaje de problemas, perspectivas, tipos de discursos, alrededor de una constelación de cuestiones que considero tremendamente actual y que he titulado, a falta quizá de una mejor formulación, «política de los cuerpos». 1 Rancière no hace terminológicamente una distinción entre cuerpo y corporalidad. Por eso en el libro usaré los dos términos indistintamente, pero teniendo en cuenta, como podrá verse en el capítulo 2, que el autor no asume una comprensión naturalizada y objetivadora del cuerpo, de la que se han distanciado perspectivas contemporáneas sobre el embodiment, tanto desde una aproximación constructivista, como desde una fenomenológica. Sin embargo, como podrá verse en el capítulo 2, Rancière no coincide necesariamente con estas aproximaciones, sino que despliega una comprensión estética de la corporalidad. 2 Esta es, por supuesto, una cuestión que, por distintos caminos, ha estado desde hace un tiempo en el centro de lo que muy ampliamente se conoce como «teoría crítica» contemporánea: desde aproximaciones posestructuralistas ya clásicas (Foucault, 1971, 2009, 2019; Deleuze y Guattari, 2004; Deleuze, 2001) hasta perspectivas más recientes que movilizan de diversa manera la tradición del feminismo (Butler, 1990, 1993, 1997, 2013, 2017; Braidotti, 1994, 2002; Grosz, 1994, 2017), pasando por discusiones posmarxistas y gramscianas entorno a la cuestión de la hegemonía (Laclau y Mouffe, 1985; Laclau, 2006; Mouffe, 2013a); elaboraciones del pensamiento decolonial (Fanon, 2009; Spivak, 1999), contribuciones desde ontologías políticas posmetafísicas (Nancy, 2000; Agamben, 2014; Esposito, 2017), hasta el más reciente giro ontológico-afectivo (Massumi, 2002; Sedgwick, 2003; Gregg y Seigworth, 2010; Berlant, 2011), por citar algunas vertientes. Aunque Rancière no suele estar entre estas referencias, uno de los propósitos de esta investigación es situar sus reflexiones en este horizonte de indagación, para mostrar no solo que la cuestión del cuerpo es central en sus planteamientos sobre la emancipación, sino que estos pueden aportar a discusiones contemporáneas sobre las formas de corporización y su papel en la acción política. 3 Teorías dominantes que, es verdad, Massumi no precisa cuáles son, pero que parecen cercanas, como destaca Hemmings (2005: 555), a la de Bourdieu, aunque también a ciertas lecturas de Foucault, incluida la de Butler. 4 En todo caso, estoy de acuerdo con Hemmings (2005) en que Sedgwick y Massumi podrían tener más cuidado con respecto a las tendencias y las posiciones que critican, y en que estos autores parecen perder de vista la ambivalencia de lo afectivo que, por ejemplo, sí reconoce Berlant (2011), o incluso antes Fanon (2009). 5 Como es sabido, según Rancière, estos supuestos serían comunes a Althusser (con su comprensión de los aparatos ideológicos, el saber materialista histórico y la figura del intelectual) (Rancière, 1974), y a Bourdieu con su comprensión del «habitus», «su objetivismo estructuralista», «el hecho masivo de la dominación» y sus formas inevitables de reproducción (Rancière, 1983b). En el caso de Bourdieu, la corporización prerreflexiva del habitus sugiere justamente que la emancipación (o, en los términos de Bourdieu, «la reapropiación») se vuelve imposible, como reconoce Nordmann (2006: 70-81). Sobre esto, véase también Jagger (2012: 210). 6 Es lo que, ya a su manera, anunciara en su momento Guy Debord en una sentencia como esta: «La realidad vivida es materialmente invadida por la contemplación del espectáculo, y reproduce en sí misma el orden espectacular concediéndole una adhesión positiva. […] La realidad surge en el espectáculo, y el espectáculo es real» (Debord, 1967, cap. 1 §8, traducción mía). 7 Es lo que termina por seguirse de algunos pasajes de la obra de Žižek, como destaca Santiago Castro-Gómez: «El joven activista político se entrega a un trabajo frenético por manifestar su descontento con las desigualdades globales que genera el capitalismo, pero en realidad su trabajo es ideológico: persigue el objetivo inconsciente de gozar con la reproducción permanente de aquellas desigualdades que combate […]. De hecho, el activista se comporta como un parásito de la crisis: “qué suerte tengo de que haya injusticias en el mundo, pues, si no las hubiera, mi vida carecería de sentido”» (Castro-Gómez, 2015: 105). 8 Hablo de «afectos» y no de sentimientos para dar cuenta del carácter infra y transindividual de estas intensidades corporales, que acontecen desde afuera de las configuraciones subjetivas, las atraviesan, y fracturan, circulando entre ellas. Aunque Rancière no elabora explícitamente sobre el afecto, como lo hace la contemporánea affect theory, sus consideraciones sobre la dimensión estética de la experiencia sí permiten derivar reflexiones en esta dirección. Como iremos viendo en el libro, desde esta perspectiva, el afecto no se refiere tanto a fuerzas preculturales y universales, sino, más bien, a fuerzas, impulsos, que se van conformando en las prácticas sociales, en el tener experiencia, pero que también pueden excederlas. Fuerzas emergidas que son heterogéneas, conflictivas y que, en tanto que tales, pueden remodularse en trabajos cotidianos de los cuerpos sobre sí, y en su relación con los otros. 9 Con la noción de consensualismo, Rancière evita el término neoliberalismo, usado de manera creciente en la teoría crítica. Como se sabe, esta noción se moviliza, o bien en el sentido marxista de una ideología (véase, por ejemplo, Harvey, 2005), que enmascara realidades sociales comprobables, o, bien en el sentido de las formas de gubernamentalidad de Foucault (véanse, por ejemplo, Brown, 2003, 2006). Aunque, como ha mostrado Springer (2012), estas dos comprensiones del neoliberalismo como discurso no tienen que oponerse (y, de hecho, Harvey y Brown convergen en pensar el neoliberalismo también en términos de la hegemonía gramsciana), Rancière sí apunta a distanciarse de algunos supuestos teóricos de estas aproximaciones, como podrá verse en el capítulo 3. 10 En este punto entonces los planteamientos de Rancière podrían tocarse con formulaciones de Agamben en torno a la «máquina antropológica» y de Esposito en torno al «dispositivo de la persona». Sin embargo, las reflexiones de los tres autores difieren enormemente con respecto a sus supuestos e implicaciones, pues, en el caso de los dos autores italianos, pese a sus divergencias, está en juego una comprensión ontológica del campo político, que apunta a trazar «máquinas» y «dispositivos» de larga duración, y la manera de excederlos desde un trabajo teórico del filósofo, que piensa esa excedencia como algo por acontecer o que solo acontece en el límite de un quiebre radical. Rancière, en cambio, está interesado en pensar dispositivos policiales y consensuales que pueden operar de manera distinta (sobre esto, véase el capítulo 1), pero sobre todo atiende a la manera en que esos dispositivos han sido y son trastocados, torsionados y reconfigurados por prácticas populares de reinvención de los cuerpos y del mundo tenido entre ellos, a las que este pensador se expone sin neutralizar su singularidad. 11 En efecto, como han mostrado distintos trabajos (por ejemplo, Biehl, 2005; Povinelli, 2011; Bales, 2012; Butler y Athanasiou, 2013), y como puede verse en luchas contemporáneas por el territorio de movimientos populares en Colombia (cfr. Aparicio, Caicedo, Jaramillo, Manrique y Quintana, 2017), las prácticas actuales del capitalismo producen numerosas formas de desposesión (de la tierra, de la fuerza de trabajo, de la movilidad territorial), que son también formas de desposesión de los cuerpos (de su plasticidad, de su poder de decisión, de su agencia), que operan desde ciertas narrativas, construcciones espacio-temporales, afectivas de estos (por ejemplo, la narrativa del subdesarrollo y la victimización), que los fijan en su impotencia. 12 Al decir esto pienso en la manera en que el sistema inmunitario ha tendido ha ser interpretado en términos militares, como un sistemade defensa y eliminación de un otro extraño, que ataca la integridad de un cuerpo, y cómo esta interpretación se ha extrapolado también a la comprensión del cuerpo social, pensado como un cierto organismo. Sobre esto, véase Martin (1994) y Esposito (2004). 13 Pablo Gentili; http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2016/10/una-democracia- de-abstinentes.html 14 Para ahondar en esto, véase Balibar (2013). 15 Resonando con el ya clásico libro de Ángel Rama La ciudad letrada. 16 En todo caso, me distancio de la manera en que Butler piensa la acción política muy anclada en una lógica del reconocimiento y de una noción de responsabilidad levinasiana, que es más ética que política, y que con la figura del Otro radical no permite dar cuenta de los procesos de subjetivación disensuales, de los que me ocuparé en el capítulo 4. Asimismo, ya en el capítulo 2 de este trabajo, ofrezco elementos para pensar la emancipación de un cuerpo, de una forma tal que no queda incluida en el movimiento de la performatividad, tal y como la piensa Butler. 17 En el capítulo 4, argumentaré que esta relacionalidad se reconoce bien en la exigencia de varios movimientos en Latinoamérica de un «buen vivir» o de una «vida digna», esta última compartida por varios movimientos en el mundo contra la subalternización, como fue también el movimiento de «Los indignados», que dio vida a Podemos. 18 Volveré sobre esto en los capítulos 3 y 4, puesto que se trata de una afirmación controversial que merece mayor elaboración, teniendo en cuenta, por ejemplo, la oposición habermasiana entre sujeto de la autonomía y sujeto neoliberal (véase Habermas, citado por Brown, 2006: 703). 19 Pienso, por ejemplo, en el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), el Proceso de Comunidades Negras (PCN), el Coordinador Nacional Agrario (CNA), el Congreso de los Pueblos (que congrega a varios de estos movimientos y a otros), La Ruta Pacífica de las Mujeres, por solo mencionar algunos de los múltiples movimientos y redes que han ido emergiendo en Colombia. En otros momentos de este libro volveré sobre algunos de estos movimientos. 20 Cómo pensar disensualmente esta relacionalidad, desde la cartografía estética rancieriana, es algo que me ocupará en el capítulo ٤. Pero por lo pronto cabe advertir de que, lejos de tratarse de la pretensión de integrar a los cuerpos a un tejido que los acomune, o de trazar entre ellos lazos de pertenencia, se refiere al arrojamiento a prácticas, afectos, historias, formas de vulnerabilidad, necesidades compartidas de manera discontinua y conflictiva, que pueden reagenciarse en arreglos colectivos disensuales, en los que se producen reinvenciones de lo común. 21 Como han mostrado bien João Biehl (2005) y Elizabeth Povinelli (2008, 2011) en sus trabajos. En el capítulo 3 volveré sobre estos dispositivos de regulación y abandono. 22 Ciertamente, hay miradas oblicuas y tangenciales que tocan el asunto (véanse, por ejemplo, Power, 2009 y Jolaosho, 2015), pero que no se ocupan directamente de él ni de lo que implica para la comprensión de la emancipación en Rancière. Davide Panagia ha prestado más atención a la cuestión del cuerpo, pero subordinándola siempre a su lectura de una política pensada desde las transformaciones sensoriales, e insistiendo sobre todo en la idea de un cuerpo sintiente (Panagia, 2009a: 7; 2009b: 302; 2018), pero sin precisar muy bien lo que esto supone en el pensamiento de Rancière y los aportes que, desde aquí, podría hacer. También se ha destacado que un texto reciente de Rancière como Aisthesis pone en su centro de atención «nuevos modos de actividad corporal y nuevas modalidades de afectividad, hechas posibles por el moderno régimen estético» (Deranty, 2016: 55). E incluso, en una dirección cercana a la que se aducirá en este libro, Deranty mismo ha sugerido que «los cuerpos en la obra tardía de Rancière escapan a la sobredeterminación discursiva totalizante y simbólica; lo que los hace justamente cuerpos rebeldes» (Deranty, 2016: 55). Como haré explícito a continuación, me interesa detenerme en esta capacidad de escape de los cuerpos como condición de su rebeldía, precisándola en lo que supone e implica, pero como algo que atraviesa la obra de Rancière, particularmente en sus primeros trabajos, y que no puede considerarse exclusivo de sus últimos escritos. 23 Tiendo a hablar en el libro de movimientos populares, más que de movimientos sociales, para enfatizar el carácter de lucha de estas manifestaciones, o en los términos de Rancière de desacuerdo y su búsqueda por cambiar la orientación de los campos sociales en conflicto con las formas de poder dominantes (cfr. Múnera, 1993); y teniendo en cuenta que varios usos de la noción de movimiento social pueden soslayar este carácter conflictivo. En esto coincido con formulaciones recientes de Raquel Gutiérrez, en particular su crítica a cierta noción académica de movimientos sociales que, «si bien permitió reinstalar la idea de lucha como central para la comprensión del suceso político e histórico, de inmediato sintió la tentación de clausurar la fuerza expresiva del término colapsándola en un concepto cerrado. El peligro principal de esta clausura conceptual es que vuelve a expulsar la lucha como clave para la intelección del asunto social, colocándola en un lugar secundario» (Gutiérrez, 2017: 21). Y, en particular, me interesan los movimientos populares emancipatorios, aquellos que luchan por verificar formas de igualdad, como se pondrá de manifiesto en el transcurso del libro. En todo caso, en algunos lugares no abandono la expresión movimientos sociales, porque los actores sociales muchas veces se sirven de ella, así como académicos que no pierden de vista el carácter conflictivo, de lucha, que pese a todo puede seguir reivindicándose con la noción (pienso, por ejemplo, en los trabajos de Arturo Escobar, 1992, 2008, 2014). Primera parte: Repensar hoy la emancipación de los cuerpos Hacer crecer una brecha-intervalo [l’écart], un surco trazado en el presente, para intensificar la experiencia de otro modo de ser (Rancière, 2017: 31-32). 1. Cartografiar las prácticas de emancipación1 Si hay un pensador contemporáneo al que le ha preocupado perseguir las prácticas de emancipación en su singularidad y su dimensión estético-política (experiencial, corporal, afectiva), ese es, sin duda, Jacques Rancière. En efecto, en textos tempranos de su producción posalthusseriana, como La noche de los proletarios (1981, 2010), este autor atiende a la manera en que desplazamientos en las prácticas cotidianas de las corporalidades, en el uso de los tiempos y los espacios, producen «alteraciones estéticas» o sutiles fisuras en las formas de percibir y decir que pueden propiciar transformaciones colectivas de un espacio social (Quintana, 2016a: 1). Asimismo, en textos posteriores, más programáticos o de elaboración conceptual, como El desacuerdo (1995, 1996) o En los bordes de lo político (1990, 2010), Rancière subraya que en las cuestiones políticas está siempre en juego una dimensión estética, que atañe a la manera en que se experimenta un espacio común: las fronteras de ese espacio, lo que se comprende como compartido en este, y quienes son incluidos y pueden decidir sobre lo que se asume como común en él (Quintana, 2016a: 1). Por el camino de estas reflexiones, Rancière va sugiriendo que las vías de la emancipación son diversas y va elaborando una diferenciación entre formas de emancipación intelectual y formas de emancipación política o colectiva, sin dejar de insistir en que se trata de prácticas que operan en una dimensión estética y con efectos políticos diferenciables, pero que se pueden retroalimentar. En este capítulo me interesa pensar lo que se juega con esta diferencia entre las prácticas de emancipación y sus posibles cruces y colaboraciones, para abrir preguntas y frentes de problematización que orientarán este libro, y que tienen que ver con las formas de intervención de estas prácticas y sus efectos sobre el mundo común. En particular, a modode punto de partida, me interesa pensar la manera en que la diferenciación entre emancipación intelectual y emancipación política se relaciona con la metodología que Rancière elabora y despliega en su obra. Una metodología a la que ha llamado «una poética general» o una «cartografía de los posibles». Más en concreto, aduciré que la diferenciación entre formas de emancipación tiene que ver con la manera en que esta metodología permite pensar la heterogeneidad de las formaciones sociales y, con esto, la multiplicidad de estrategias y formas de intervención de las prácticas emancipatorias: cómo estas pueden desplegarse en disensos imperceptibles, desacuerdos manifiestos, antagonismos, fricciones, formas de negociación; en las prácticas cotidianas de sí y en escenificaciones eventuales que quiebran el tiempo de la cotidianidad. Así, también se trata de acoger los distintos efectos de estas prácticas (efectos de redescripción, de inscripción, de transformación) en el paisaje de lo común. Me interesará pensar entonces las implicaciones de destacar esta heterogeneidad y abrir la pregunta por los posibles pasajes, articulaciones y colaboraciones entre estas formas de intervención distintas, para sugerir que esta pregunta pasa hoy en día, más que nunca, por la cuestión del cuerpo: por las políticas del cuerpo, por la dimensión experiencial, estética, corporal, afectiva de las prácticas de emancipación. 1.1. Una cartografía de los posibles Hay que pensar por intervalos-brechas [écarts] porque el pensamiento por continuidad es un pensamiento que necesariamente banaliza su objeto, explicando lo más próximo por lo más próximo, y finalmente no instituye ninguna diferencia entre lo más próximo y el fin de un mundo (Rancière, 2001: 249). Hay una dimensión muy amplia de lo estético que está en juego en los múltiples registros en los que la relación entre lo estético y lo político se puede desplegar: en las reconfiguraciones singulares de las corporalidades, en las acciones políticas, en las políticas del arte, o en las prácticas estéticas de acción colectiva. Al hablar de esta dimensión estética que atraviesa a todas estas experiencias, se alude a cómo producimos, hacemos y encontramos sentido, a la manera en que determinamos algo como «real» o «dado», desde ciertas formas de configurarlo; y a cómo en estas determinaciones están siempre en juego ensamblajes y desensamblajes entre «sentido y sentido» (a certain relation of sense and sense) (Rancière, 2009c: 2): entre el sentido (las significaciones establecidas) y lo sentido (lo padecido, los afectos, lo percibido); entre ciertas fronteras y posiciones de la corporalidad que definen un común y lo distribuyen. De modo que advertir esta dimensión estética fundamental es reconocer que comprendemos, sentimos, nos afectamos, hacemos experiencia desde ciertos «repartos de lo sensible» (partages du sensible); es decir, desde condiciones de posibilidad de estas experiencias, que han emergido históricamente y dan lugar a una comunidad de sentido y percepción socialmente aceptada (cfr. Rancière, 2000: 12-13). Se trata de condiciones de «distribución de los cuerpos en sociedad y de las capacidades atribuidas a esos cuerpos» (Rancière, 2012a: 103), que definen relaciones entre significaciones y formas de percepción, y que pueden darse en distribuciones distintas: en ensambles más o menos cohesionados, incorporados, sedimentados, que se fijan de acuerdo con reglas de juego determinadas y que se hacen valer como «verdaderos», «dados», «reales», «identitarios» (Quintana, 2016a: 6). De esta manera, emergen fronteras que estabilizan lo que es posible e imposible, así como la capacidad y la incapacidad, lo que correspondería a un cuerpo según el lugar social que le sería propio, su identidad (es lo que Rancière comprende como lógica policial).2 Pero también pueden darse relaciones de desensamblaje que, a la vez que perturban «la relación normal entre sentido y sentido» (Rancière, 2009c: 2) y muestran su contingente conjunción, pueden propiciar nuevas configuraciones que problematizan las fronteras dadas entre lo posible y lo imposible, entre la capacidad y la incapacidad; entre los lugares y las identidades (es lo que Rancière comprende como lógica de la política). En varios lugares, para aludir a las relaciones entre sentido y sentido, que pueden trazarse desde este análisis cartográfico, Rancière usa la noción de lógica. Y, por eso, para referirise a la relación conjuntiva entre sentido y sentido, habla de lógica policial (de lógica consensual, de lógica representativa, teleológica, causal, jerárquica, de la sospecha, de la desmitificación, etcétera); y, para aludir a la relación disyuntiva, habla de lógica política (lógica disensual, de desacuerdo, de desidentificación, lógica estética, igualitaria, del suplemento, de la confianza); así como puede hablar de otras lógicas sociales, que se encuentran entre aquellas, cruzándolas, desplazándolas o reduciendo la una a la otra. Tendremos que ir viendo, poco a poco, por qué Rancière piensa las prácticas emancipatorias como «disyuntivas», qué es lo que puede resultar desigualitario en las prácticas policiales conjuntivas, en qué medida la disyunción puede crear y afirmar formas de igualdad, y qué es lo que un movimiento de disyunción permite pensar.3 Por lo pronto, puede decirse que la distinción entre prácticas ensambladoras (policiales) y desensambladoras (políticas) permite subrayar la heterogeneidad de las formaciones sociales: la manera en que estas se piensan como ensamblajes o, en los términos de Rancière, repartos conformados por lógicas diferentes, y por recursos, mecanismos, dispositivos4 (entramados de discursos, prácticas, gestualidades, formas de percepción), que pueden hacerse valer desde estas lógicas, en trayectorias de sentido y relaciones distintas; por ejemplo, en relaciones de conflicto, fricción, antagonismo o negociación. Además, enfatizar esta heterogeneidad del campo social, y de los distintos arreglos, ensamblajes, o articulaciones de sentido y percepción que en él se producen, es importante para dar cuenta de lo que significa que Rancière piense las sujeciones en términos de repartos policiales de lo sensible. De esta manera evita hablar en términos de «máquinas ideológicas» productoras de ilusiones inevitables (como Althusser) o en términos de un «gobierno disciplinario» de la conducta, que controla las acciones posibles de los cuerpos, conformándolas (como Foucault) (Rancière, 2011c: 242). Lo que interesa destacar es que los repartos policiales operan conjugando ciertos datos y realidades en ensamblajes o conjunciones heterogéneos, en juegos de relaciones que establecen lo que es pensable, realizable, razonable para los cuerpos; y cómo estas fronteras se pueden fijar al ser asumidas como datos «más o menos aceptados, más o menos conscientes que forman y delimitan las capacidades de percibir y pensar» (Rancière, 2011c: 242). Pero, en todo caso, es clave destacar que estos datos, estas fijaciones sujetantes de sentido y de capacidades, definen una pluralidad de diferentes articulaciones entre sus elementos, una multiplicidad de posibilidades que pueden enlazarse de distintas maneras; por otra parte, puede[n] ser constantemente modificadas, por individuos y colectividades, ya sea por subsistemas singulares, o por eventos que quebrando con la lógica temporal ordinaria, despliegan otras formas de experiencia posible, otras formas de dar sentido a las experiencias (Rancière, 2011c: 242). Subrayar la heterogeneidad de los dispositivos policiales y su carácter de «ensamblajes» es entonces crucial para pensar la manera en que tales dispositivos no solo no saturan el campo de acción (Foucault, 1982: 790), sino que, como dice Rancière en algunos lugares, controlan «bastante mal» (Rancière, 2012a: 108), de modo que sus fronteras pueden ser atravesadas, agujereadas aquí y allá, de maneras imprevisibles. Destacar esta pluralidad de diferentes articulaciones y su carácter de ensamblajes trae también consigoque puedan producirse unos intervalos-brechas (écarts)5 en estos arreglos sujetantes. Estos intervalos les permiten a los cuerpos fugas, alteraciones, reconfiguraciones con respecto a las fronteras de sentido y percepción que los fijan; y también en algunos casos la intervención transformativa, igualmente heterogénea, más exactamente heterológica, en un mundo cuyo carácter común se reexperimenta y resignifica, como plantearé más adelante. Además, enfatizar esta dimensión estética y esta heterogeneidad también supone pensar que no hay un terreno puro de la política o de la emancipación6 que pueda pensarse como exterioridad ontológicamente excesiva o como encuentro, en un tercer terreno, de dos lógicas ontológicamente distintas (cfr. Deranty, 2003). Sin embargo, afirmar esta no-exterioridad no implica decir que el único terreno en el que emergen las prácticas emancipatorias sea el ámbito de la policía (cfr. Chambers, 2013: 62), pues la policía no es justamente para Rancière un terreno, sino, como hemos venido viendo, una lógica ensambladora entre sentido y sentido; y tampoco se trata de una operación, como bien reconoce Chambers, que pueda identificarse simplemente con una lógica de dominación. Ahora bien, al decir esto ciertamente no pierdo de vista la siguiente afirmación de Rancière: «La política no se deriva de un lugar exterior a la policía […]. No hay un lugar exterior con respecto a la policía» (Rancière, 2011b: 6). Pero decir que no hay afuera de la policía no supone necesariamente afirmar que las prácticas emancipatorias emerjan de la policía, por ejemplo, en una suerte de reiteración otra (Butler, 1990, 1993), o mímesis paródica (Irigaray, 1977), de formas discursivas que norman o regulan la vida social. Implica decir que no hay un terreno puro de la emancipación, ni un terreno unitario y uniforme de la policía; y que la emancipación no se da en la exterioridad con respecto a la policía, sino en sus desestabilizaciones, torsiones, desdoblamientos, alteraciones. Por eso, en lo que Rancière insiste es en las formas conflictivas en que se pueden hacer cosas con los lugares localizados policialmente, para «relocalizarlos, darles otras formas, redoblarlos», torsionarlos (Rancière, 2011b: 6). Pero, si las formas de emancipación, en sus distintas operaciones, pueden desdoblar la lógica policial, es porque pueden servirse de recursos policiales dividiéndolos, multiplicándolos, explotando su heterogeneidad, mostrando que no solo son policiales, que pueden ser usados políticamente y, por ende, que esos recursos policiales no producen solo formas de dominación. Por ejemplo, cuando Rancière destaca que las acciones políticas emancipatorias, al construir sus demandas y su estructura de desacuerdo, pueden hacer un uso político del derecho, no está diciendo que esas prácticas emerjan de la policía o de su reiteración paródica, sino, más bien, de un desdoblamiento político de un recurso que, en los órdenes dados, al pensarse como principio que garantiza la identidad de una comunidad consigo misma, la legitimidad del orden estatal o la regulación de las relaciones sociales tiende a operar policialmente (véanse Rancière, 1999: 87, 97, 106, 108; 2004b). El desdoblamiento, la torsión, la perforación a través de intervalos (écarts), de ciertos ensamblajes fijados como realidad (de los cuerpos, del mundo común), son entonces las operaciones disyuntivas que caracterizan los movimientos emancipatorios y su carácter de intervención estético-política en las fronteras de sentido establecidas. Estas operaciones permiten crear y afirmar formas de igualdad, ya que producen un exceso en medio de estas fronteras establecidas, y no por fuera de o más allá de estas. Se trata de unas experiencias, caminos de comprensión, reivindicaciones, que despliegan y hacen valer capacidades incontadas o mal contadas por los repartos policiales establecidos; experiencias que resultan entonces excesivas porque no se dejan reconocer ni pueden ser determinadas o identificadas en las asignaciones de sentido establecidas, en los ensamblajes dados de significaciones y percepciones afectivas, aunque emerjan entre aquellos. De modo que tal exceso no es el afuera o lo Otro inconmensurable, sino la posibilidad de que en los repartos dados de lo sensible puedan emerger «heterotopías7 estéticas». Esto es, precisamente otras formas de experiencia de las corporalidades que les permiten desplazarse de la manera en que son ensambladas, emplazadas, fijadas a ciertas posiciones. Desplazamientos de los cuerpos, en los que estos se desidentifican con respecto a las funciones y las capacidades que les son atribuidas en virtud de aquellas posiciones, desde otros usos de los tiempos y de los espacios, desde contaminaciones con otras formas de decir con respecto a las «propias», que van quebrando esa relación determinada entre el cuerpo y la palabra que es la identidad (véase Rancière, 2009a: 75). Se trata entonces de fracturas que separan a los cuerpos del comportamiento que se les atribuye por clase, género o, en general, desde las asignaciones sociales identitarias; brechas que «abren distancias entre la voz y el cuerpo, el cuerpo y la palabra esperada» (Quintana, 2016a: 7). Heterotopías estéticas que tienen que ver entonces con reconfiguraciones de las corporalidades en sus interacciones, que permiten desplegar otras formas de ser, sentir, decir; otros tratos con los otros; «otros espacios y posiciones a las atribuidas y naturalizadas» (ibid.); y con esto también formas de experiencia8 que abren el campo de lo posible, problematizando las rígidas fronteras entre lo posible y lo imposible de las lógicas policiales. Tales heterotopías estéticas también pueden emerger en acciones colectivas que confrontan interpretaciones establecidas de lo común. Esto es, manifestaciones que dan lugar a nuevos sujetos políticos que tienen que crear la escena de aparición en la que «adquieren sentido y visibilidad», empezando por poner en cuestión las fronteras naturalizadas entre «hablantes legítimos (autorizados) e ilegítimos», producidas por los ensamblajes policiales de sentido (Rancière, 2000b: 116). Además, tales heterotopías pueden acontecer en las prácticas artísticas y en las formas de enunciación literarias, cuando en ellas se produce la apertura de otras formas de percepción, enunciación y otras afectividades. Y, en general, pueden abrirse en prácticas y formas de pensamiento que ignoran el privilegio de ciertos saberes y las fronteras disciplinarias que definen de antemano lo que tiene sentido y resulta pensable (Rancière, 2009a: 17-18). Es decir, en prácticas que ponen de manifiesto no solo la manera en que tales fronteras permitieron desplegar formas de dominio y sujeción, sino también la forma en que ellas presuponen lo que niegan: «un poder común que se despliega en acciones, discursos, imágenes y en sus entrecruzamientos» (Quintana, 2017a: 7-8). Este poder común es justamente lo que busca afirmar la metodología de Rancière, al entenderse como «una estética del conocimiento» (Rancière, 2006a), y como una «poética general» (Rancière, 2012a: 111-112). Una estética del conocimiento dedicada a perseguir escenas y figuras: momentos en los que las prácticas de los cuerpos pueden crear nuevas formas de experiencia, mostración y argumentación para hacer visibles y pensables otras cosas, desplazando las fronteras de lo posible y lo experimentable, y creando entre tales fronteras los intervalos- brechas que las desensamblan y reconfiguran (véase Rancière, 2000b). De aquí que esta metodología se defina también como una poética general atenta a «las múltiples maneras en que es posible hacer que funcione el intervalo-brecha (écart)»: esa «no-concordancia entre las multiplicidades», que se da con los movimientos disyuntivos o disensuales (Rancière, 2012a: 111-112). Porque, como ya he anticipado, la emancipación se desarrolla no en el extremo –en el borde del precipicio–, sino en los espacios intersticiales. Y de ahí también que Rancière defina su metodologíacomo una «topografía» o «cartografía de los posibles»: «Posible» es lo que podría no ser, lo que no es consecuencia de un encadenamiento de circunstancias que lo precedían y lo predeterminaban. Al mismo tiempo es lo que mantiene abierto el espacio de otro tipo de conexiones, a las que ofrece lo necesario (Rancière, 2012a: 253). Una «topografía de los posibles» está, sin embargo, lejos de ser un pensamiento desarraigado que pierda de vista las condiciones desde las cuales emerge, o un wishful thinking que pretendería convencernos, de manera muy problemática, de que todo es posible. La «posibilidad» se refiere, en primer lugar, a lo que podría no ser, es decir, a lo que no puede preverse ni predeterminarse a través de razones o explicaciones que den cuenta de lo que tenía que ser o suceder; lo posible entonces es lo que no puede afirmarse como necesario. Aún más, la cita sugiere que lo posible es un tipo de ensamblaje temporal distinto, con respecto al ensamblaje temporal de lo necesario. Un ensamblaje que «mantiene abierto el espacio para otro tipo de conexiones» (Rancière, 2012a: 253), a diferencia de lo que se afirma como necesario: como necesariamente dado, derivable; como lo que necesariamente tenía que ser y suceder; pero también como lo que necesariamente puede ser. En este sentido, «lo posible» no es simplemente lo que puede contarse como posibilidad dentro de unas condiciones dadas de experiencia. Lo posible, aquí, es lo que abre el espacio para lo que no se pensaba que podía ser, pero que puede ser. Por eso, «lo posible» abre el campo de experiencia a lo que no se podía prever, a lo que no ha tenido lugar pero podría tenerlo, es decir, a lo inédito, indeterminable, no anticipable en las condiciones dadas.9 Pero la emergencia de la posibilidad no es simplemente la afirmación de lo imposible como posible. La apertura de la posibilidad tiene que ver con el trabajo de desdoblamiento, con la producción de intervalos en condiciones dadas de existencia, que han configurado una cierta materialidad de la experiencia, pero no la determinan por completo, o, más bien, no funcionan como determinaciones porque esas condiciones son ellas mismas articulaciones heterogéneas y, como tales, están expuestas al conflicto entre sus elementos, y son rearticulables. Lo posible, en otras palabras, tiene que ver con hacer valer la heterogeneidad de las formaciones sociales y la manera en que estas funcionan por ensamblajes que pueden rearticularse. Podría decirse entonces que una «topografía de los posibles» persigue escenas heterotópicas que abren el espacio para lo que no se podía prever, dividiendo lo que parece necesario, dejando ver sus contradicciones, su condición conflictiva: los no lugares que perforan los lugares establecidos, las distintas temporalidades o heterocronías que cruzan la estabilidad de un presente; las existencias espectrales que no tienen cuerpo definido ni resultan determinables y que exceden un cierto marco de inteligibilidad, perforándolo en medio de sus fronteras.10 Por esto mismo, como espero aducir en el resto del capítulo, estas escenas pueden considerarse como disensuales, o como escenas de desacuerdo que permiten pensar «otra distribución de lo sensible; otro sistema de coexistencia diferente [es decir, en disenso] con respecto al sistema normal del encadenamiento de razones» (Rancière, 2012a: 253). 1.2. Emancipación intelectual y subjetivación política/disenso y desacuerdo El sentido amplio de la estética, como he destacado antes, se cruza con un sentido amplio de la política que Rancière moviliza cuando habla de política de la literatura, de políticas del arte o, en general, de procesos de emancipación (Quintana, 2016a: 9). Este sentido amplio indica en general desplazamientos y reconfiguraciones en los afectos, las disposiciones, las capacidades de una corporalidad o en las fronteras que delimitan la comunidad de un espacio y sus exclusiones. Se trata de la apertura de otras formas de sensorialidad que entran en conflicto con respecto a unas dadas, de ahí su carácter disensual, pues, como recuerda Rancière en El espectador emancipado, lo que él entiende «por disenso (dissensus) no es el conflicto de las ideas o de los sentimientos. Es el conflicto de diversos regímenes de sensorialidad» (Rancière, 2010a: 61). Por eso mismo, este sentido amplio de lo político es también ya siempre estético en un sentido amplio, pues, como apareció antes, atañe a la manera en que pueden construirse interrupciones y reconfiguraciones disensuales en ciertas distribuciones de lo sensible. Sin embargo, estas reconfiguraciones en el tejido sensible pueden producirse en niveles y estrategias, y con efectos diferentes. Pueden darse en un nivel micropolítico, que alude a la manera en que los cuerpos pueden desujetarse –en su experiencia cotidiana– de identidades, tiempos, funciones, lugares asignados, para desarrollar otras formas de ser y de sentir. Aquí se trata de experiencias que afectan al ensamblaje de las corporalidades, abren intervalos en ellas, «interrumpen el buen funcionamiento de sus incorporaciones» (Manrique y Quintana, 2016: xvii); experiencias en las que una corporalidad puede afirmar una capacidad que ella misma no se reconocía, demostrando así la igualdad de su «inteligencia» (Rancière tiende a aludir a estos desplazamientos en términos de «emancipación intelectual»)11 (Quintana, 2016a: 9). Entonces, en este caso, los procesos de desensamblaje y reconfiguración disensuales conciernen a los cuerpos singulares, a su movilidad, y a cómo esta afecta ya al paisaje de lo común, pues, desde las fracturas identitarias, que hacen valer capacidades no reconocidas, se pueden instituir otros modos de relación con el mundo y con los otros (ibid.). Pero estos desensamblajes y estas reconfiguraciones pueden darse también en otro nivel, que tiene que ver, más bien, con la manera en que un colectivo, una comunidad, una organización escenifica un desacuerdo (mésentente) que le permite confrontar marginalizaciones, formas de integración victimizantes, violencias, que se producen en espacios sociales y gubernamentales, al demostrar cómo tales espacios están atravesados por unos que solo se cuentan como no contados (Rancière suele aludir a este nivel en términos de «emancipación o subjetivación política») (Quintana, 2016a: 10). Ahondemos un poco más en cada nivel para pensar los pasajes entre ellos. 1.2.1. Desplazamientos cotidianos en el tejido de la experiencia En el caso de las formas de emancipación «micropolíticas» podría pensarse que se trata de prácticas anónimas, individuales o colectivas de reconfiguración cotidiana de un tejido de la experiencia: prácticas de remodulación y reapropiación por medio de las cuales los cuerpos producen renegociaciones con los tiempos, los espacios, sus modos de tener experiencia para posibilitar otras formas de relación consigo mismos y con los otros en su día a día; prácticas en las que se desensambla y reensambla un tejido experiencial para afirmar, de maneras diversas, la movilidad, la potencia de reinvención de los cuerpos, también en las limitadas condiciones a las que pueden estar arrojados. Rancière exploró esta dimensión y sugirió algunos cruces con las movilizaciones colectivas en ese libro singular de archivo, y de textura filosófico-literaria, que es La noche de los proletarios. En un esfuerzo que puede converger hasta cierto punto con el de E. P. Thompson, Rancière explora en ese texto la manera en que las reivindicaciones de unos obreros franceses de 1830 tenían que ver con su dignidad, con su reconocimiento, con la manera en que eran identificados por ciertos discursos y prácticas que, a través de identificaciones fijadoras, contribuían a su explotación. De suerte que sus reivindicaciones laborales por un trabajo más digno eran unas en las que lo material, en contra de cierta lectura marxista tradicional, no podía disociarse de lo simbólico, por lo cual no podrían considerarse como simples reacciones a determinadas condiciones materialesdadas.12 Sin embargo, el punto de todo el abordaje de Rancière en La noche de los proletarios es, justamente, poner de manifiesto las formas de alteración singulares (en las imágenes, en los discursos, en las formas de reunión) que fueron produciéndose y pudieron cristalizar en tales demandas. De modo que más que detenerse, como Thompson, en las condiciones de una economía moral, o de un cierto mundo de tradiciones –de normas y obligaciones, o de prácticas económicas premercantiles– que hicieran posibles estas demandas, Rancière, y esto también da cuenta de su metodología particular en este texto, quiere dejar ver las brechas, los baches, los intersticios imprevisibles; las alteraciones, las desviaciones no derivables de un mundo moral dado. Desviaciones de las que habría emergido un lenguaje de confrontación, de reivindicación o, en los términos del Rancière posterior, de desacuerdo. Esto indica, por lo demás, cómo esta metodología estético- cartográfica, que Rancière va componiendo con sus trabajos de archivo (en La noche de los proletarios, en El maestro ignorante) y arqueológicos (por ejemplo, en Los nombres de la historia), deja de pensar en términos de «causas» pero también de «condiciones de posibilidad» para considerar los «efectos» sobre un campo de experiencia de ciertas prácticas y discursos, de ciertas escenas, y su posible efecto de exceso y reconfiguración de unas coordenadas de sentido y percepción establecidas. Ahora bien, volviendo a la dimensión micropolítica de estos desplazamientos, cabe una consideración adicional. No pierdo de vista que una corriente muy importante de la antropología contemporánea ha atendido, desde perspectivas distintas, a estas alteraciones en la vida cotidiana que producen transformaciones en los tejidos sociales y en las prácticas culturales (Scott, 1985,1987; Álvarez, Escobar y Dagnino, 1998; Eldman, 2011; Das, 2007, 2012; Fernández, 2017). Y tampoco quiero omitir que, más allá de La noche de los proletarios, de El maestro ignorante y de pasajes de Breves viajes al país del pueblo, Rancière no ha elaborado mucho más lo que puede estar en juego en estas prácticas de alteración cotidianas. Además, sus intervenciones en esos textos proceden de un modo muy distinto al de un trabajo historiográfico tradicional. Y sin que establezca tampoco algún diálogo con perspectivas, en su momento alternativas, como la de Thompson o con contribuciones etnográficas como la de James Scott (1985, 1990), que desplazaron la mirada a la experiencia cotidiana cuestionando, a la vez, perspectivas como las de Althusser y Bourdieu13 de las que Rancière también buscó distanciarse. Quisiera aquí entonces poner en relación estas reflexiones con algunas perspectivas etnográficas atentas a esa dimensión experiencial, afectiva, corporal, de las prácticas transformativas, para empezar a construir un diálogo con ciertas perspectivas de la antropología. Un diálogo que espero que permita destacar la singularidad y los aportes de Rancière, pero también la manera en que sus planteamientos pueden ser complementados y ampliados por otras aproximaciones. De hecho, una cita de la antropóloga india Veena Das, que no parece tener a Rancière entre sus referencias, pues nunca lo cita, puede poner muy bien de manifiesto lo que se juega con ese nivel de las prácticas de transformación del tejido cotidiano de la experiencia, que a Rancière le interesó rastrear con la idea de emancipación intelectual: Pienso que la gente común [ordinary people], en el mero proceso de vivir sus vidas, llega a formar reflexiones muy profundas acerca de cómo las vive. Puede que no tenga el discurso filosófico, pero en un cierto sentido pienso que no debería haber distancia entre una verdadera filosofía y el modo en que la gente discierne las posibilidades de vivir sus vidas, cómo intenta aprender, cómo puede habitar mundos que nos son dados, con todas las formas de destrucción que ha aguantado (Das y Turcot, 2010: 141). Esto que destaca Das es algo que veremos muy bien a través del filósofo plebeyo Louis Gabriel Gauny: la manera en que un cuerpo, en sus prácticas más cotidianas, se desplaza de ciertos lugares y posiciones, de ciertos usos de los tiempos y los espacios, para reflexionar experiencialmente, es decir, en sus mismas prácticas, acerca de cómo vive, sobre el tipo de vida que imponen las formas de regulación social dominantes, y sobre las posibilidades y los caminos de una vida otra, que pudiera escapar de esas regulaciones, trastocarlas o torsionarlas. En este sentido, Gauny permite pensar –y se lo permitió en su momento a Rancière– algo que también le ha interesado perseguir a Das en sus trabajos etnográficos, a saber, la manera en que los cuerpos, también los que parecen más sujetados, violentados y victimizados, pueden hacer algo con esas sujeciones, revirtiéndolas, torsionándolas, dándoles la vuelta en su llevar a cabo las rutinas diarias; en los tiempos y los espacios de la cotidianidad, de lo ordinario. Y Gauny puede, lo veremos, llamar la atención, como ha insistido en sus trabajos la misma Das (y otros antropólogos como Escobar, 2008; Povinelli, 2011; Fernández, 2017), sobre la manera en que los cuerpos pueden desujetarse y afirmar sus capacidades, con la densidad afectiva y conflictiva de sus experiencias. Además, esta atención a la movilidad de una corporalidad puede permitir reconocer también que se trata de unas experiencias atravesada por múltiples sujeciones, sin tener que pensar las excedencias con respecto a estas como exteriores, o completamente autónomas con respecto a las dominaciones (como sí puede seguirse a veces de la perspectiva de Scott, con su idea de «espacios autónomos de subalternidad», cfr. Fernández, 2017: 43).14 En todo caso, a Rancière también le ha interesado pensar otras formas de emancipación que, en los términos de Das, tienen que ver con el nivel de lo «extra-ordinario» (cfr. Das y Turcot, 2010: 141), de lo que interrumpe el tiempo de la cotidianidad, y el tiempo de las regulaciones, dejando abiertos y apenas sugeridos posibles pasajes entre estos desplazamientos cotidianos y aquellos que pueden fracturar un marco de experiencia compartido. En efecto, en varios lugares Rancière deja pensar anudamientos y pasajes entre los desplazamientos emancipatorios de los cuerpos y el trazado colectivo de una escena de desacuerdo, de la que aún tenemos que hablar. Lo hace, por ejemplo, al sugerir que es precisamente ese otro conocimiento y otra experiencia de sí, que se produce en el primer nivel micropolítico de las emancipaciones intelectuales, lo que permite, aunque no necesariamente lo haga, poner en cuestión las jerarquías que están en la base de las relaciones de sujeción y desigualdad que se reproducen en el orden social, y que los colectivos políticos o los procesos de subjetivación política confrontan con su desacuerdo. Además, en esos desplazamientos micropolíticos se producen ya distancias con respecto a prácticas y dinámicas de los órdenes establecidos, que las acciones políticas ponen en cuestión. Más aún, bien podría pensarse, aunque Rancière no lo elabore y desarrolle mucho en sus trabajos, que en un mismo proceso de subjetivación se están produciendo a la vez formas de acción colectiva y formas de reconfiguración de un tejido de experiencia menos visibles, que impulsan a las acciones más visibles, en un continuum en el que se pueden articular las unas con las otras.15 En esta dirección, cabe advertir de que Rancière no podría suscribir la diferenciación dicotómica que establece Scott entre «resistencias cotidianas» (1985) o «infrapolíticas» (1990) y «resistencias políticas» visibles y públicas. De modo que no es en estos términos en los que habría que interpretar la distinción rancieriana entre prácticas de emancipación intelectual y formas de subjetivación política. En efecto, una diferenciación como la de Scott no solo pierde de vista los posibles e imprevisibles pasajes que acabo de mencionar, sino que puede sugerir una cierta jerarquía de lo político conrespecto a lo caracterizado como «infrapolítico», que resulta muy problemática, por razones que irán apareciendo. Además, esta diferenciación no permite dar cuenta de la manera en que las manifestaciones más visibles pueden no solo intervenir en un público dado, sino reconfigurarlo con la creación de otros sujetos, problemas y formas de tratamiento, pero también a través de prácticas de ser-con- otros, que afectan al tejido de experiencia ordinaria. Finalmente, la diferenciación de Scott supone una distinción muy dicotómica entre dominados (pobres) y dominadores (ricos), que pierde de vista la manera en que los dominados pueden desidentificarse en prácticas que hacen valer su carácter de clase inclasificable, de excedencia con respecto a las ordenaciones establecidas de clase.16 1.2.2. Escenas de desacuerdo En todo caso, pese a reconocer estos tránsitos, pasajes y matices Rancière no deja de destacar una diferencia entre un nivel y el otro, toda vez que le interesa enfatizar otras formas de emancipación que pueden emerger, y que no necesariamente se producen en las formas de alteración cotidianas antes esbozadas. Concretamente, se trata de pensar formas de emancipación que se dan cuando se constituye un sujeto político o, más exactamente, una forma de subjetivación que rete la distribución de las partes, los lugares, las competencias, al vincular un daño particular hecho a un grupo específico con el daño hecho a cualquiera por la distribución policial –la denegación policial de la capacidad de cualquiera– (Rancière, 2009c: 11, traducción mía). Lo que está en juego en la acción política que hace emerger el desacuerdo es entonces, para Rancière, la posibilidad de que pueda hacerse visible para otros (ante quienes no lo reconocen) la manera en que un espacio social y orden de sentido «daña la igualdad» (fait tort à l’égalité) (Rancière, 1996)17 al instituir siempre fronteras de sentido que fijan a unos al sinsentido y a la invisibilidad; a unos que se cuentan y no se cuentan a la vez como parte de la comunidad política. Hacer visible el daño pone de manifiesto «la falsa evidencia de toda decisiva oposición entre seres humanos dotados de logos y animales restringidos al solo uso del órgano de la voz (phônê)» (Rancière, 1996; traducción modificada). Pero el daño no está dado, sino que tiene que escenificarse en palabras, gestos, actos polémicos en los que una comunidad pueda presentarse como dividida, «atravesada por el suplemento de unos incontados que se cuentan y no se cuentan como parte de lo común» (Quintana, 2016a: 11). Además, esta división tiene mucho que ver con la manera en que la circulación de palabras, imágenes, afectos, permite generar una escena heterológica, un cruce de lógicas distintas, que perfora lo que se asume como real y le quita su evidencia, dejando aparecer justamente un conflicto que «pone dos mundos –dos lógicas heterogéneas– en el mismo escenario, en el mismo mundo», haciendo valer «la conmensurabilidad de los inconmensurables» (Rancière, 2009c: 11; Quintana, 2016a: 11). Como veremos en el capítulo 4, con este proceso se alude a un nos- otros (nous-autres) no identificable previamente en el espacio social, que confronta los repartos dados de lo sensible y, sobre todo, aquel logos ordenador de la lógica desigualitaria que separa tajantemente los sujetos políticos de las meras vidas, los animales humanos de los verdaderamente humanos, lo político de lo económico, las decisiones técnico-científicas de la mera opinión popular (Quintana, 2016a: 12). Por eso, el verdadero desacuerdo emerge cuando unos se arrogan el derecho de mostrar un problema, un objeto no reconocido, creándose precisamente como un colectivo que exige decidir y participar en torno a lo considerado como común, y en esto precisamente radica un proceso de subjetivación política. Es por esto también que los sujetos políticos tienen que crear la escena de aparición en la que «adquieren sentido y visibilidad», poniendo así en cuestión las fronteras establecidas entre «hablantes legítimos e ilegítimos». Rancière define entonces la subjetivación política por la emergencia de «(i) una instancia y de (ii) una capacidad de enunciación (iii) que no eran identificables en un campo de experiencia dado y (iv) cuya identificación implica la reconfiguración del campo de experiencia» (Rancière, 1996: 52). Además, la constitución de un sujeto político implica que unos contados como irrazonables toman la palabra y se demuestran como sujetos parlantes, haciendo visible su capacidad de reflexión política (cfr. Rancière, 1998: 27). Pero ¿cómo entender este énfasis en la enunciación y en la toma de la palabra cuando se habla de subjetivación política y qué implicaciones tiene? ¿No mostraría esto, después de todo, un cierto logocentrismo en las reflexiones de Rancière, que podría abrir una gran distancia con los desplazamientos corporales no necesariamente discursivos? (Quintana, 2016a: 14-15). Podríamos decir, adelantando argumentos del capítulo 4, que el énfasis en que la subjetivación política implica la emergencia de una instancia y de una capacidad de enunciación supone que, (i) al enunciar, las palabras apuntan a producir un sentido, aunque inestable y expuesto a su contestación; (ii) de este modo, exceden también su función de «rígida designación» (Rancière, 2000b: 115), para convertirse en «performativos contradictorios» que producen identificaciones imposibles, por ejemplo, «nosotros, que aparecemos, somos también los desaparecidos» (nosotros, habitantes de Buenos Aires de 1983, «aparecemos ante ustedes con siluetas dibujadas, somos las siluetas de los cuerpos ya sin cuerpo que exigen aparecer en su desaparición», como parecía enunciarlo la manifestación que se conoce como El Siluetazo);18 o «yo, que soy uno, soy nadie, valgo en mi nombre propio por todos los nombres de los cualquiera, de los incontables que exceden cualquier nombre», como proclamaba el subcomandante Marcos (Quintana, 2016a: 16);19 (iii) esos modos de enunciación de la subjetivación política no son separables de corporalidades atravesadas por afectos (ibid.); (iv) «la voz humana es siempre capaz de un cierto lenguaje (no necesariamente discursivo y menos aún deliberativo)» y este es inseparable en todo caso de los afectos; (v) aunque la subjetivación política tiene que ver con «usos polémicos de lo humano» que permiten la emergencia de un nos-otros antes inexistente, no supone «un sentido de lo humano, sino, más bien, al contrario, su transformabilidad: la manera en que las acciones políticas problematizan también las delimitaciones entre lo humano y lo no humano, lo humano y lo animal, lo humano y su entorno orgánico, lo natural y el artificio», para abrir intervalos-brechas entre estas fronteras y desplazarlas, reconfigurándolas20 (Quintana, 2016a: 16-17). Ahora bien, con todo esto no solo me interesa destacar la dimensión experiencial-corporal de un proceso de subjetivación política y la heterogeneidad de sus estrategias, sino dejar ver la manera en que la aproximación rancieriana a las prácticas emancipatorias se sitúa a distancia de ciertas comprensiones teórico-políticas dominantes sobre estas. 1.2.3. Diferencias de estrategias, pasajes y singularidad de la aproximación Para desplegar estas cuestiones pensemos en una escena cercana a los colombianos, aunque a veces tan lejana: la Comunidad de Paz de San José de Apartadó. Atendamos –sin idealizarla, sin dejar de ver su concreta tragicidad– a algunas de sus producciones discursivas, a unas producciones que la comunidad aspira a que circulen, se comenten, se hagan ver, desde la apertura de una página web que nutre permanentemente para hacerse visible, para hacer visible su espacio de desacuerdo, y para crearse, a la vez, como una forma de subjetivación política que deja aparecer a unos a los que se pretendía desposeer de sus territorios, destruir o incluir meramente como marginados. Se trata, en efecto, de un espacio heterotópico, en el sentido de lo expuesto arriba, que, como constaen la declaración que expresa el acto de fundación – realizado hace 20 años por parte de un colectivo de campesinos azotados por distintas formas de violencia que atraviesan el territorio colombiano–, se crea como territorio neutral, tanto con respecto a la intervención de las fuerzas armadas reconocidas del país como con respecto a la presencia de los grupos guerrilleros y paramilitares. Además, se funda como una comunidad transitoria que perdurará mientras se prolongue el conflicto armado en Colombia y las estructuras paramilitares que permean el Estado actual. De esta forma, la comunidad se resiste a movilizar la lógica amigos-enemigos que presuponen los grupos armados en Colombia, incluido, según la comunidad de paz, el actual Estado colombiano, y a tomar parte directa en la guerra. Y rehúsa de este modo que las partes «sigan ejerciendo con respecto a la comunidad el poder de dar la muerte» (Quintana, 2016a: 12). Sin embargo, pese a marcar su distancia radical con respecto a las instituciones estatales dadas, la comunidad no se afirma como ajena a toda institución jurídica vigente.21 De hecho, en sus declaraciones públicas se ampara en la declaración de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario, ya que estos le permiten visibilizar «la injusticia a la que continuamente están expuestos, a que los masacren o los desplacen solo por exigir “el respeto del derecho universal a la vida”» (ibid.). Por esta vía también puede manifestar la injusticia de prácticas estatales que buscan desposeerlos de su forma particular de vida, para forzarlos, por todos los medios posibles, a formar parte de emprendimientos privados, transnacionales, que traicionan la universalidad, que el Estado dice defender. Pero, junto a esto, la comunidad rehúsa también convertirse en mero blanco de intervención de las políticas humanitarias, resistiéndose a dejarse identificar por estos discursos y prácticas, «al reutilizarlos, cruzarlos, contaminarlos, más bien, desde formas de decir y prácticas diversas como la teología de la liberación, el marxismo y la historia de las luchas campesinas en Colombia» (Aparicio, 2012: 117; Quintana, 2016a: 13). Así, al crearse como una comunidad heterológica, este proceso de subjetivación política ha dado vida a una serie de prácticas y experiencias que revindican la idea de una vida digna, para confrontar no solo la violencia soberana que ha padecido, sino también mecanismos gubernamentales y humanitarios de conducción que gestionan y apuntan a instalar dinámicas económicas que, desde una lógica del desarrollo y de la productividad, niegan la capacidad de las comunidades locales para organizar sus territorios. Además, la comunidad problematiza narrativas históricas que la revictimizan y tienden a fijar el pasado en una única lectura, como algo que ya pasó, y puede quedar concluido en discursos de reconciliación y reparación, y lo hace en prácticas heterocrónicas que buscan hacer visible la violencia que han padecido, «los muertos que no quieren olvidar, los espectros que la atraviesan y en nombre de los cuales también actúan» (ibid.). Pero en todo caso no puede perderse de vista que se trata también de prácticas de desacuerdo que han exigido otras formas de relación entre unos y otros, y han fracturado o al menos visibilizado formas de sujeción, violencia y dominación (por ejemplo, prácticas patriarcales) ancladas en costumbres del mundo campesino que también forman parte de la vida cotidiana de la comunidad. Además, estos dispositivos que abren el desacuerdo también les han permitido a los cuerpos golpeados de las personas que viven en la comunidad aguantar, creer en la diferencia, en la justicia de lo que hacen, aunque una y otra vez se sientan amenazados y golpeados, quizá también perseguidos por el fantasma de lo que no puede tener lugar. El fantasma del fracaso de una comunidad que se siente a veces trágicamente condenada a no tener porvenir.22 En fin, sin poder detenerme por ahora en estas consideraciones, el carácter diferencial de la comunidad tiene que ver con una historia de lucha de varios años, de varias generaciones de vivos y muertos, en el que se cruzan afectos de dolor, rabia, aceptación, indignación y esperanza, que circulan y afectan al día a día de las personas que forman parte de este espacio. A la luz de lo dicho, pueden verse entonces diferencias, pero también pasajes entre prácticas disensuales o formas de emancipación cotidiana, y escenas de desacuerdo o subjetivaciones (políticas). Por el lado de los pasajes, la escena permite mostrar cómo las formas de desacuerdo que la comunidad ha planteado afectan a la vida ordinaria de las personas y hacen circular afectos que también impulsan las luchas más visibles. Por el lado del contraste, podríamos decir que este no pasa tanto por una diferencia de escala, sino de expectativas, esperanzas y estrategias de movilización. Por eso, lo que importa no es marcar meramente la diferencia, sino hacer valer mediante ella distintas estrategias por medio de las cuales se puede desensamblar y rearticular un campo de experiencia. Por eso, porque se trata de distintas estrategias –no siempre intencionales ni subjetivas–, el contraste no pasa por decir que en un caso se trata de procesos individuales y en otro de colectivos, porque procesos de reconfiguración micropolíticos pueden darse en redes de relación de unos con otros, y también porque en las formas de desacuerdo pueden darse al mismo tiempo formas de reconfiguración cotidiana, de un tejido de experiencia compartido. Además, la diferencia de estrategias tampoco pasa meramente por la idea de que la subjetivación política implique la emergencia de una instancia inédita de enunciación colectiva (aunque en El desacuerdo Rancière defina de este modo la subjetivación política), mientras que las alteraciones micropolíticas impliquen desplazamientos de afectos, gestos e imágenes, como si en un caso el énfasis estuviera en lo discursivo y en el otro, en lo corporal. Un contraste como este perdería de vista que en la obra más manual de una corporalidad, en sus gestos y prácticas, se despliega ya un cierto lenguaje; además, recaería en una oposición entre lenguaje-cuerpo, palabra-imagen, discurso-gesto, que una reflexión como la de Rancière problematiza, y una tal oposición entre lo verbal y lo corporal perdería también de vista que los argumentos políticos son también argumentos poéticos, en los que los gestos y las imágenes pueden mostrar más que un razonamiento formal; dejaría de ver que una imagen supone siempre cruces con palabras y que las palabras pueden ser imágenes (véase Rancière, 2010a: 96). Pero también se omitiría que los movimientos de los cuerpos, reunidos en las manifestaciones políticas, pueden en algunos casos mostrar más en su conjunción corporal y en sus gestos (por ejemplo, al ocupar lugares públicos) que una deliberación argumentativa entre partes que pretenden negar su corporalidad23 (Quintana, 2016a: 14). Recojamos entonces algunos puntos sobre la diferencia entre emancipación intelectual y emancipación política, sobre la que dejaré de insistir para pensar, más bien, los pasajes: cuando se trata de la subjetivación política, se habla de la emergencia de un escenario de desacuerdo que hace visible para otros, y desde estrategias de mostración de diverso tipo –performativas, gestuales, discursivas– que implican, además, cruces, torsiones, reutilizaciones de argumentos y dinámicas policiales. El desacuerdo crea una división en lo establecido como común y público, que podría pensarse incluso en algunos casos como antagonismo.24 En cambio, las instancias de disenso generan sutiles alteraciones, que son también perturbaciones y fricciones en las rutinas y prácticas corporales del día a día. De modo que incluso podría afirmarse, usando palabras de Rancière, que, si la emancipación intelectual introduce la posibilidad de una cierta «libertad en el seno de la explotación», abriendo espacios, formas de igualdad en medio de la desigualdad, la emancipaciónpolítica deja ver ante otros formas de desigualdad y no libertad que producen ciertas comprensiones establecidas de la igualdad y la libertad (por ejemplo, la igualdad como mero derecho al voto en un Estado poco representativo, y la libertad como soberanía de un Estado captado por intereses privados y prácticas paraestatales, siguiendo con la escena de la Comunidad de Paz que apareció hace un momento). Por supuesto, esta diferencia de estrategias trae consigo también diferencias en los efectos de estas prácticas, entre los cuales, como ya insistí, se pueden dar circulaciones no anticipables. En un caso, pueden producirse redescripciones y formas de reexperimentar el tejido cotidiano de la experiencia; cómo un cuerpo vive sus movimientos, las distribuciones de espacio y tiempo, sus afectos, los arreglos que regulan su cotidianidad, y desde aquí la relación con los otros, abriendo intervalos que permiten otros ritmos y formas de afectividad con respecto a los establecidos, pero que también, eventualmente, y no de manera calculada, pueden dar lugar a procesos de subjetivación política. En el otro caso se producen reinvenciones de lo común o, en los términos de Rancière, «la reconfiguración de la textura sensible de la comunidad», para la cual ciertas leyes, políticas públicas, problemas y tratamientos hacen sentido. En un caso, podría hablarse entonces de «renegociaciones subjetivas» (Rancière, 2010b: 9) con las regulaciones dadas, que pueden vivirse en la continuidad y la duración de la cotidianidad, y que eventualmente pueden cristalizar en procesos de subjetivación política; en el otro, de interrupciones que «detienen una de las máquinas que hace funcionar» la estabilidad de lo que se asume como normal. Interrupciones que se caracterizarían por una cierta inestabilidad y un carácter efímero, pues la detención no podría darse indefinidamente. Sin embargo, se trataría de interrupciones que tendrían múltiples efectos: al crear inscripciones de igualdad en las instituciones dadas que permiten otras reinvenciones de lo común, y al abrir otras formas de decir, mostrar, aparecer, que, en su dimensión estética, desde su dimensión corporal, mostrativa, demostrativa, enunciativa, afectiva, pueden dar lugar, a la vez, a otras redescripciones y reexperimentaciones cotidianas, es decir, a reconfiguraciones en el tejido de la experiencia sensible. Así, en sus diferencias, estas formas de emancipación pueden encontrarse y articularse continuamente, de maneras no calculables, imprevisibles. Además, toda escena de desacuerdo supone formas previas de alteración de la experiencia cotidiana, y una vez que se producen procesos de subjetivación política y emancipación colectiva se pueden generar otras transformaciones cotidianas del tejido sensible o, en los términos de Rancière, de «emancipación intelectual», cuyos efectos pueden ser imprevisibles. Pero ¿por qué pensar necesariamente las manifestaciones de desacuerdo como interrupciones? De hecho, se trata de interrupciones que suponen y pueden prolongarse en formas de organización de la vida cotidiana, menos visibles, pero que permiten ir reconfigurando el paisaje de lo común. Además, cabría preguntar por la relación entre estas prácticas emancipatorias y las instituciones (estatales y no estatales) de las que emergen y confrontan. Y, más concretamente, en qué medida el desacuerdo podría prolongarse en prácticas institucionales y formas de vida cotidiana disensuales o expuestas a la posibilidad del disenso. Y, antes que nada, ¿por qué no pensar más detenidamente los pasajes y las colaboraciones entre las distintas formas de emancipación, sin buscar recetas ni vínculos previsibles, que por supuesto Rancière ha querido evitar? ¿En qué medida, como ha sugerido recientemente Judith Butler (Butler, 2013; Butler y Atanansiou, 2013, 2015), y como puede seguirse de algunos trabajos etnográficos recientes como los de Arturo Escobar (2008, 2009, 2014), Raquel Gutiérrez (2017) y María Inés Fernández (2017: 154-155), repensar el papel de la corporalidad en estas prácticas no sería crucial para elaborar estos cruces y pasajes entre las reconfiguraciones singulares de los sujetos y su acción colectiva? Una pregunta que se hace crucial, sobre todo teniendo en cuenta las formas de poder y dominación actuales, y sus efectos de materialización (de fijación y producción de ciertos sentidos y formas de percepción) y de desmaterialización (de bloqueo de la contingencia, de la exposición y de la relacionalidad) de los cuerpos (véase Butler y Athanasiou, 2013: 10). Estas cuestiones orientarán en gran medida el resto del libro. Por lo pronto, además de dejarlas elaboradas, este capítulo ha permitido introducir el que considero que es quizá uno de los principales aportes del pensamiento de Rancière: su metodología estético-cartográfica, indisciplinaria, que apunta a evitar un lenguaje reductivo, unificador, dicotómico, del todo o nada, para insistir en que las vías de la emancipación tienen que ver con la experimentación, con redescripciones y reexperimentaciones de la cotidianidad, y con reinvenciones de lo común, desde prácticas y lógicas heterogéneas y conflictivas, entre las cuales pueden darse pasajes, continuidades, colaboraciones. Estas consideraciones sobre las distintas formas en que pueden desplegarse las formas de emancipación y su carácter experimental también permiten trazar diferencias con respecto a visiones dominantes sobre estas prácticas, particularmente de la ciencia política; visiones que, por una parte, se centran en las acciones colectivas confrontacionales, perdiendo de vista su dimensión experiencial, estética, corporal, y que, por otra parte, tienden a producir una mirada explicativa con respecto a estas, además de voluntarista y funcionalista. Ante todo, una aproximación como la de Rancière permite abrir el disenso con repecto a perspectivas explicativas que tratan las prácticas colectivas disensuales meramente como objetos de estudio, reduciéndolas a las condiciones de las que presuntamente provienen, a unos «patrones de organización» y a su efectividad político-social (véase McAdam, McCarthy y Zald, 1996: 1-20) (Fjeld, Quintana y Tassin, 2016: 4). Estas perspectivas tienden a asumir una distancia vertical con las prácticas que impide asir la manera en que estas intervienen en la comprensión de lo social, a la que apunta también el investigador, y la manera en que ellas pueden exceder el horizonte de lo que el investigador considera posible, para reconfigurar justamente, como anunciamos aquí, el campo de las posibilidades (Rancière, 2017: 36).25 Asimismo, la explicación de las acciones políticas por ciertas causas y condiciones puede reducir estas acciones a «formas de intervención estratégica cuyo objetivo sería incluir a un cierto grupo excluido en el sistema político establecido» (cfr. Archila, 2005; Staggenborg, 2011), o bien las comprende solo como prácticas confrontacionales que «desafían a las autoridades» en nombre de los excluidos, los marginados o los victimizados, «aprovechando las oportunidades» que las mismas instituciones estatales otorgarían (Tilly, 1978; McAdam, 1982; Tarrow, 1998); o bien las entiende meramente como «formas de expresión» que asumen estas «oportunidades desde marcos culturales» que las condicionarían de manera determinante (cfr. Bevington y Dixon, 2005) (Fjeld, Quintana y Tassin, 2016: 4). Pero, al restringir las acciones colectivas a la reivindicación de exigencias específicas de unos actores que buscan estratégicamente solo el reconocimiento institucional, estas perspectivas producen «una comprensión funcionalista» de estas prácticas, que omite su «capacidad para crear demandas que no tienen sentido en las formas institucionales establecidas» (estatales y socioculturalmente dominantes) (ibid.)Y, sobre todo, impiden pensar la manera en que estas prácticas no se reducen a reclamar «la inclusión del marginado en un orden que lo ha excluido», sino que exigen transformar los criterios instituidos de un orden queprecisamente ha producido tal marginación (Fjeld, Quintana y Tassin, 2016: 5). Además, estas aproximaciones omiten la manera en que estas acciones no pueden calificarse simplemente como intencional-subjetivas, sino que emergen de formas de relacionalidad disensual, de prácticas cotidianas que pasan entre los sujetos y que ya han alterado en cierto modo un tejido de experiencia, como he empezado a aducir en este tramo inicial de la investigación. Sin embargo, al enfatizar lo anterior no se trata tampoco de adoptar la idea de «construcción de identidad» defendida por la conocida teoría de los «nuevos movimientos sociales» (véase Staggenborg, 2011). Esta propuesta problematizó que el análisis de los movimientos sociales «se reduzca a acciones estratégicas o a cálculos instrumentales», para insistir en que la construcción de un movimiento social supone la formación de una «identidad colectiva» (étnica, cultural, de género) (Melucci, 1989; Touraine, 1981). Si bien esta idea de identidad colectiva no apunta necesariamente a una «unidad cerrada» y fija, sino que reconoce «complejas redes» que se trenzan en su interior, y que permiten la producción de nuevos «desafíos a la estructura simbólica de una sociedad», una implicación cuestionable de este enfoque es que puede llevar a unas escisiones poco sostenibles entre «lo simbólico y lo material, el Estado y la sociedad civil», que también pueden obliterar el carácter de desacuerdo de un movimiento social emancipatorio (ibid.). Así, puede perderse de vista que en tales reclamos igualitarios se confrontan mecanimos de identificación que no son separables de las formas muy materiales de control de los cuerpos y de prácticas de regulación que intervienen no solo en las intituciones estatales, sino en la vida cotidiana de los arreglos sociales (ibid.). * Al aproximarme con Rancière a las distintas formas de emancipación y a sus entrecruzamientos, me interesa entonces destacar la dimensión disensual de estas prácticas, la manera en que permiten confrontar formas de poder que configuran la experiencia cotidiana y el ser unos con otros, pero también subrayar su capacidad transformativa para reconfigurar tejidos de experiencia asumidos como comunes. Quisiera detenerme ahora con más cuidado en estas formas de emancipación, para pensar sus posibles cruces y colaboraciones, y en qué sentido, sobre todo si se tienen en cuenta nuestras circunstancias actuales, en el mundo globalizado del capitalismo tardío, pasan por la cuestión de la corporalidad. 1 En momentos muy precisos de este capítulo, que citaré, retomo y reelaboro algunos pasajes formulados en Quintana (2016a), pero redireccionándolos, ampliándolos y complementándolos significativamente, en función de este libro y de lo que me propongo concretamente en este capítulo. 2 «Una organización saturada del orden sensible que pone las cosas y los seres en común según una lógica de los lugares y de las identidades» (Rancière, 2012a: 208). 3 Aunque esto solo podrá argumentarse, después de un cierto recorrido, en el capítulo 4, véase el apartado 4.2. 4 Rancière usa la noción dispositivo, que sabemos que tiene una larga tradición en la filosofía francesa, en un sentido bastante laxo, para referirse particularmente a arreglos estéticos de elementos heterogéneos. Así, por ejemplo, habla de «dispositivo crítico» (Rancière, 2010a: 34), o de dispositivos del cine, del vídeo, de dispositivos espaciales y temporales (véase Rancière, 2012a: 240). No le otorga entonces el sentido negativo que algunos comentaristas de la obra de Foucault le han atribuido, al definirlo, como Judith Revel, en términos de un «operador material de poder que produce técnicas, estrategias y formas de sujeción» (Revel, 2002: 24), aunque tiene presente este uso cuando en algunas entrevistas habla de «dispositivo panóptico» (Rancière, 2012a: 108). Esta noción negativa del dispositivo (asumida también por Agamben) pierde de vista la manera en que, para el mismo Foucault, aquel puede contener líneas de fuga o de desplazamiento que pueden producir retroversiones. De ahí que quepa definir el dispositivo de una manera más amplia, tal y como lo hace Deleuze (Deleuze, 2012: 16) (cfr. Cadahia, 2016). Esta interpretación amplia, heterogénea y conflictiva del dispositivo, como sugiere Chambers, podría aproximarse muy bien a la noción rancieriana de reparto de lo sensible (partage du sensible) (Chambers, 2013: 125). Sin embargo, para evitar malentendidos y dado lo cargado del término, me acojo al uso laxo de Rancière para aludir a arreglos que forman parte de repartos de lo sensible, y para indicar, más exactamente, el heterogéneo «sistema de evidencias sensibles» que «fija(n) al mismo tiempo un común repartido y partes exclusivas» (Rancière, 20093: 9). 5 He decidido traducir la noción clave de «écart» que contiene, a la vez, en una sola palabra la idea de «brecha», «espaciamiento» e «intervalo», generalmente por la idea de «intervalo» o «intersticio», pues con esta idea Rancière alude a rupturas y transformaciones en el tejido de la experiencia que la dividen, rearticulando los elementos y las fronteras que constituyen sus ensamblajes, en otras distribuciones que se dan entre aquellos, y no trascendiéndolos. Por eso, como destaca Rancière, se trata de una figura clave para indicar que todos los elementos, las multiplicidades de un ensamblaje social, no se corresponden completamente entre sí (véase Rancière, 2012a: 111-112). 6 Ya se piense este terreno puro como «pura excedencia» (cfr. May, 2008, 2010a, 2010b; Hallward, 2009; Žižek, 2006), o como un tercer terreno en el encuentro de dos lógicas (como en la lectura dialéctica de Deranty, 2003). En esto coincido con Chambers (cfr. Chambers, 2013: 62). 7 Como es sabido, esta es una noción introducida por Foucault, que Rancière retoma, pero la moviliza de una manera distinta. Foucault usa esta noción para referirse a espacios culturales y sociales otros, dentro de los órdenes sociales dados (Foucault, 1986); aunque de hecho la introduce por primera vez en Las palabras y las cosas para aludir a ciertos espacios textuales, más exactamente para caracterizar el efecto de ciertos textos (en este caso, concretamente el efecto que le produjo a Foucault, y que lo llevó de hecho a escribir ese libro, la taxonomía de los animales, de una fantástica enciclopedia china, escrita por Borges) de crear lugares imposibles, que generan desorden, incongruencia, y a los que es imposible encontrarles «un lugar común» (Foucault, 1968: 3). Para Rancière, la heterotopía no es un lugar social otro, ni un espacio discursivo imposible, aunque esto último está un poco más cerca, sino la apertura de brechas-intervalos en los repartos de sentido y percepción establecidos. La apertura de otros lugares y formas de percepción en los lugares establecidos para x o y, o, en otros términos, la división estética de estos lugares, prácticas, formas de decir y sentir. Asimismo, la heterotopía es, para Rancière, la división de la utopía en intervalos experienciales de los cuerpos, que la trastocan y obtienen de ella efectos transformativos. 8 Al hablar de experiencia, y más delante de experimentación, trato de establecer unos usos rancierianos que tienen que ver con la manera de percibir, acoger, sentir, unas coordenadas de sentido, y los movimientos de desplazamiento y reconfiguración que pueden darse con respecto a ellas. Cabe la aclaración, dado que el de experiencia es un término muy cargado en la tradición filosófica, difícil de estabilizar. Y también, dada esta misma carga semántica, porque en las reflexiones sobre corporalidad y cuerpo muchas veces al hablar de «experiencia» se tiene en cuenta la distinción de Dilthey entre «Erfahrung» (o äußere Erfahrung), es decir, «experiencia sensorial externa» y «Erlebnis» (vivencia, como experiencia interior vívida) (Dilthey, [1905] 1988). Estas distinciones podrían leerse, desde el punto de vista de Rancière, en términos de formas de reparto de lo sensible que pueden ser puestas en cuestión por experienciascomo la del carpintero-filósofo Gauny, a las que me referiré en el siguiente capítulo; experiencias que no pueden ser consideradas ni subjetivas, ni interiores, ni objetivas o externas, sino experiencias con el mundo, con el espacio, con el movimiento de su cuerpo, con el paisaje; y experiencias que, en su mismo movimiento afectivo, también permiten imaginar y juzgar de otra manera el mundo común. 9 De ahí la importancia que, para Rancière, adquieren, como veremos a través del libro, distintas figuras de lo indeterminado –lo incorpóreo, lo espectral, la lógica del como si–, que es también lo que divide, «lo heterológico» (véase el capítulo 4) y heterocrónico (véase el capítulo 6). 10 En su ensayo «Lo inadmisible» (cfr. Rancière, 1998: 146-147), Rancière introduce la idea de espectro (spectre) para aludir a ese carácter intersticial, de intervalo (écart), de las prácticas emancipatorias (algo que aparecerá varias vecese en este libro). Cabe destacar que se trata de una noción distinta con respecto a la de espectralidad derridiana, por lo menos de acuerdo con Rancière. En efecto, a su modo de ver, la figura derridiana del espectro tiene que ver con la idea de una «apertura infinita a la alteridad», y con una asimetría que Derrida destaca cuando sugiere que el fantasma nos mira, en un efecto visor que permite sentir la incondicionalidad del llamado de la justicia, y con esto su heteronomía radical (Rancière, 2009c: 15). Aunque Derrida, sugiere Rancière, no siempre es consecuente con esta heteronomía de la ley ética, aduciendo por momentos que «obedecer la ley del Otro absoluto es sentir la equivalencia de todo otro con todo otro» (ibid.), lo que evidentemente acercaría a los dos autores, pues para Rancière con el espectro no se trata de pensar el llamado del Otro radical, sino de considerar distintas maneras de «inscribir la parte del otro» (Rancière, 2010c: 60); un otro que puede ser cualquiera. Además, tampoco se trata de una figura que exceda por completo un marco de experiencia, sino de una que indica la manera en que ese marco puede perforarse con intervalos de lo que tiene y no tiene lugar. 11 Puede seguirse de lo dicho que, al hablar de «emancipación intelectual», no se alude a un poder de la inteligencia sobre el cuerpo, sino, al contrario, a un poder de la inteligencia que no es otra cosa que una cierta movilidad corporal. 12 También Thompson llega a una conclusión similar en La formación de la clase obrera en Inglaterra, cuando afirma: «El hecho de que los obreros sientan esas injusticias de alguna manera –y que las sintiesen de forma apasionada– es suficiente en sí mismo para merecer nuestra atención. Y nos recuerda, a la fuerza, que algunos de los conflictos más ásperos de aquellos años versan sobre temas que no están englobados por las series del coste-de-la-vida. Los temas que provocan la mayor intensidad del sentimiento fueron aquellos en los que estaban en litigio valores como las costumbres tradicionales, justicia, independencia, seguridad o economía familiar más que los simples temas de pan-y-mantequilla» (Thompson, 1989: 181). Es por esto que, como destaca Didier Fassin (2009), Thompson considera que el historiador debe detenerse en la experiencia vivida de los obreros, atender a la perspectiva de los agentes, dejar de objetivarlos meramente, para pensar cómo pudieron subjetivarse (Fassin, 2009: 1239). 13 En efecto, en sus investigaciones sobre las resistencias cotidianas en Sedaka (Malasia), Scott cuestiona el determinismo ideológico que, a su modo de ver, puede derivarse de ciertas comprensiones de la hegemonía, particularmente de las ideas de Althusser de falsa conciencia, mistificación y aparatos ideológicos; herramientas conceptuales que, según Scott, no pueden dar cuenta del conflicto de clases en muchas situaciones diversas (Scott, 1985: 320-350). 14 Cabe hacer aquí, sin embargo, una precisión. Una cosa es hablar de la autonomía de los momentos de emancipación (como hace Rancière) y otra, afirmar la exterioridad de esos espacios con respecto a las lógicas que producen dominación (algo que Rancière pone en cuestión). Toda la idea del intervalo-brecha en la que he empezado a insistir tiene que ver justamente con esto: los espacios y los momentos otros (y que deben ser comprendidos en su singularidad, como otros, por eso, son para Rancière autónomos) se producen por torsiones, brechas, espaciamientos, reconfiguraciones de las lógicas que dan lugar también a formas de dominación; por eso, no son exteriores con respecto a estas. Sin embargo, por momentos Scott sí parece identificar la autonomía de los espacios subalternos con su exterioridad. 15 Esto es algo que ha mostrado bien María Inés Fernández en su cuidadosa etnografía sobre la fábrica ocupada Bruckman, en Buenos Aires. Dice: «Entiendo que uno de los aportes más sustantivos que las empresas recuperadas permiten hacer radica justamente en mostrar el modo en que trabajo y política se articularon en la cotidianidad de estas experiencias […]. Se trató de un hacer del día a día una construcción cotidiana en la que sus protagonistas reinventaron, desde su experiencia de la vida, modos de hacer política y trabajo. Y esta cotidianidad […] no tuvo lugar en un plano oculto, sino principalmente en una resistencia cotidiana, basada en la exposición pública de prácticas de lucha ancladas en el trabajo» (Fernández, 2014: 154-155). 16 Volveré sobre esto en la siguiente sección, al final del capítulo 2 y en el capítulo 4. En todo caso, cabe advertir de antemano de que no se trata de un mero proceso de desidentificación, sino de uno que puede traer consigo la conformación de una identidad polémica (incluso de clase, o con nombres que aluden a pertenencias étnicas), pero que, justamente por ser polémica, no se deja asimilar y tratar de acuerdo con las formas de fijación establecida (de clase, étnicas, etcétera) de esas identidades. 17 Me aparto del traductor de la versión castellana cuando opta por traducir el término francés tort por distorsión, pues esto pierde de vista, como aparecerá en el capítulo 4, que el sentido fundamental de la expresión tort es el de daño y, secundariamente, el de error. 18 Aludo aquí indirectamente al caso del «Siluetazo argentino» (1983), al que volveré en el capítulo 4. 19 Véase http://humanismoyconectividad.wordpress.com/2008/08/09/subcomandante-marcos/ 20 En palabras de Rancière: «La política siempre se ha definido en términos de polémica sobre lo humano […], la política siempre se planteó en torno a estas preguntas: ¿esos humanos son realmente humanos, pertenecen a la humanidad, son semihumanos o falsamente humanos? Esa gente que hace ruido con la boca, ¿habla o no habla? Se define siempre dentro de una relación de cuestionamiento de un reparto dado entre humanos, a partir de la capacidad de los humanos no contados de hacer ellos mismos que cuenten al declarar su pertenencia y su capacidad» (Rancière, 2012a: 278). Volveré sobre esto en el capítulo 4. 21 De hecho, al visitar la comunidad en marzo de 2017, uno de sus líderes más viejos, al que llaman el Negro, que ha sobrevivido a varios ataques y amenazas, me expresó que la comunidad no se considera antiestatalista, sino incluso defensora del Estado de derecho; un Estado que considera que ha sido inexistente en Colombia, donde, en sus palabras, y las de otros miembros de la comunidad que pude escuchar, el «Estado no ha sido más que un Estado narcoparamilitar». 22 Como pude ver también en mi visita a la comunidad, al percatarme de que muchos miembros se van, generalmente jóvenes interesados en otras cuestiones y curiosos de esa vida de consumo que no se vive en la comunidad. Pero, igualmente, muchos se quedan y otros vuelven, visitan, no se desprenden de ese espacio. 23 Como ha aducido de manera interesante Butler en varios de los ensayos de su libro reciente Cuerpos aliados y lucha política: Hacia una teoría performativa de la asamblea (Butler, 2017). 24 Pero no en el sentido de Laclau y Mouffe, como aduciré en el capítulo 4, en lasección 4.2.5. 25 En el párrafo que sigue, como indico en cada referencia, retomo consideraciones producidas en Fjeld, Quintana y Tassin (2016: 4-5). 2. La emancipación intelectual como torsión de un cuerpo1 Detengámonos entonces en ese nivel de las transformaciones cotidianas de los cuerpos. Ese nivel al que Rancière le ha dado preeminencia en sus obras, al punto de que ha llegado a decir que, si su trabajo está atravesado por una debilidad, «esta no es haber sacrificado la emancipación individual a la política, sino justamente lo contrario, haber pensado la emancipación a partir de las formas de transformación de sí», teniendo en cuenta «qué tipo de cuerpo uno se construye, qué tipo de actitud, de cotidianidad» (Rancière, 2012a: 159). ¿Cómo pensar a fondo esta prioridad concedida a estas transformaciones cotidianas de los cuerpos? Y ¿en qué sentido la emancipación política se piensa desde aquí? La noche de los proletarios, la edición del libro Louis Gabriel Gauny. Le philosophe plébéien y El maestro ignorante, así como los ensayos recogidos en Breves viajes por el país del pueblo, ofrecen varios elementos para orientarnos en estas preguntas y para elaborar todo lo que se juega con estas prácticas de emancipación. Por eso, este capítulo se centrará en estos trabajos tempranos en los que Rancière comenzó a perseguir «los enfrentamientos imperceptibles» que generaban las transformaciones cotidianas de algunos cuerpos, «la huella de esos caminos, la marca de sus rupturas» (Rancière, 2009a: 41), y sus efectos sobre un tejido de experiencia sensible. Esos trabajos en los que empezó, además, a producir otros trazados de pensamiento, otras formas de pensar la experiencia y sus posibilidades, y a desplazar fronteras. De hecho, en algunas entrevistas Rancière destaca que hay «como una inversión» en las interpretaciones usuales sobre su obra, pues «los libros que se consideran más poéticos, descriptivos, son para mí los verdaderos libros teóricos, mientras que los otros que tienen un tono demostrativo lo hacen porque responden a demandas específicas», y son entonces, más bien, en sus palabras, «libros retóricos», que quieren dar respuestas enfáticas (Rancière, 2012a: 144). Como puede entreverse, me interesa darle la vuelta a esta inversión y tomarme en serio la producción de teoría en esos trabajos iniciales; de «teoría» en el sentido de Rancière (ibid.), es decir, la manera en que a través de un trabajo de escritura estos textos desplazan fronteras, encuentran escenas, otros modos de enunciación y de relación, es decir, reconfiguran el paisaje de lo pensable y de lo decible. La importancia atribuida por Rancière a esos escritos tiene, entonces, como contracara una escasa atención que los comentaristas de la obra de este pensador le han prestado a estos, particularmente a La noche de los proletarios. Por supuesto que en las introducciones y las monografías sobre este autor se mencionan siempre estos libros, y se hace un comentario breve sobre estas obras.2 Pero siempre se hace con el propósito de cubrir una trayectoria de pensamiento que permita descubrir en esos lugares textuales los preparativos de la elaboración filosófica que se desarrollará en trabajos teóricos posteriores como El desacuerdo (La Mésentente, 1995), En los bordes de lo político (Aux bords du politique, 1998) o la entrevista El reparto de lo sensible (Le partage du sensible, 2000) que han entrado a formar parte del corpus teórico rancieriano, que los filósofos, por supuesto, no dejan de buscar. Esta extraña inatención, que reduce también la singularidad de la escritura de Rancière, su manera indisciplinaria y experimental de hacer filosofía y teoría, y la manera en que en esos trabajos más poéticos o descriptivos están produciendo conceptos y trazados otros de pensamiento, quizá tenga que ver con la falta de atención a la centralidad que la cuestión de la corporalidad adquiere en la obra del autor, como argumentaré en este capítulo. Además, ambas omisiones alimentan, en parte, lecturas problemáticas que se han producido de la emancipación en el pensamiento de Rancière: (i) lecturas que leen en términos voluntaristas la emancipación intelectual, como liberación de una voluntad subjetiva (Nordmman, 2006: 127), (ii) e interpretaciones dicotómicas de la emancipación, que hacen de esta algo insustancial, en el sentido de que traería efectos poco significativos para el mundo (Hallward, 2009; Myers, 2016; Zivi, 2016). Pensar la emancipación desde la corporalidad, más exactamente como torsión de un cuerpo, permite confrontar la primera lectura y ofrece algunos elementos para empezar a problematizar la segunda.3 Se trata en parte de prestarle atención a algo que Karen Zivi echa en falta en el pensamiento de Rancière y es la consideración de las condiciones de los momentos de disrupción política y sus posibles efectos (Zivi, 2016: 454). Así que este capítulo apunta a mostrar que Rancière ha pensado estas condiciones y que las elaboró desde una comprensión estética de la emancipación que supone, en primer lugar, «hacerse un nuevo cuerpo y un nuevo sensorium» (Rancière, 2008b: 10). Concretamente, al desarrollar esta comprensión estética de la emancipación, me interesará mostrar que esta no es solo performativa en el sentido de Butler (véanse Butler, 1990, 1997). Se trata, ante todo, de un trabajo de experimentación de un cuerpo sobre su gestualidad, el lenguaje y los afectos a los que se encuentra expuesto; los espacios en los que se mueve, la percepción de su movimiento. Y de un trabajo que produce desplazamientos sutiles en la manera de sentir, hablar, experimentar el mundo y la relación con los otros, al que Rancière caracteriza como un movimiento de torsión. Y, más exactamente, como una torsión que deja afirmar lo que un cuerpo puede, desestabilizando una serie de fronteras que establecen su impotencia. Para precisar todo lo que se juega con este movimiento de torsión, en primer lugar, me detendré en una escena del filósofo plebeyo Louis Gabriel Gauny que Rancière ha insistido en que es crucial para pensar la dimensión estética de la emancipación, los desplazamientos corporales que produce y el impulso afectivo que moviliza. En segundo lugar, me detendré en la figura material pero incorpórea del écart (intersticio o intervalo) como crucial para pensar estos desplazamientos disensuales y la manera en que ellos tienen mucho que ver con la materialidad de las palabras. A continuación, reflexionaré sobre la potencia corporal que se hace sentir en estas prácticas emancipatorias para considerar en qué sentido puede desplegarse en lenguajes distintos y, a la vez, como potencia común que permite verificaciones de igualdad singulares, confrontadas siempre en todo caso con la necesidad de unas circunstancias. Luego, precisaré en qué sentido el movimiento de torsión aquí perseguido puede pensarse como una conversión de sí, deteniéndome en algunos de sus caminos e implicaciones. Y, finalmente, dejaré planteados algunos efectos que puede traer consigo leer la emancipación intelectual como torsión de un cuerpo. Aunque en este capítulo no me interesa introducir directamente a Rancière en la compleja discusión epistemológica y ontológica sobre corporalidad y embodiment,4 sí podrá seguirse una comprensión estética de la corporalidad. Esto es, una aproximación que problematiza una serie de fronteras que fijan los cuerpos a repartos dicotómicos entre lo dado y lo adquirido, lo natural y lo cultural, lo material y lo ideal, la mente y el cuerpo, el espíritu y la materia. Una comprensión estética, aduciré más adelante, para la cual el cuerpo no es determinable enteramente por las prácticas que, en todo caso, lo condicionan (como en ciertas versiones culturalistas, al estilo de Bourdieu (2000), sino que puede desdeterminarse desde ellas, abriendo el disenso entre dos regímenes de sensorialidad: por una parte, las formas de objetivación y disciplinamiento que sujetan a los cuerpos, cerrando su experiencia, y, por la otra, unas prácticas en las queestos pueden volver sobre sus movimientos, sobre lo que hacen, para afirmar la potencia de esta movilidad.5 Se trata de un disenso que produce la apertura de intervalos en medio de las sujeciones, de intersticios que tienen la materialidad de lo incorpóreo, y que pueden impulsar transformaciones cualitativas de los cuerpos.6 Una potencia incorpórea que, en algunos lugares, Rancière vincula con la fuerza del como si: de todas esas manifestaciones que, desde ciertas coordenadas, parece que no tienen existencia, pero que actúan como si la tuvieran (Rancière, 2009c: 8). 2.1. Torsiones de los cuerpos 2.1.1. Una mirada se desvía Una escena aparece una y otra vez en las reflexiones de Rancière, casi de manera obsesiva (véanse Rancière, 2004a: 199; 2010a: 63; 2012: 108):7 Creyéndose en casa, tanto que no acaba la pieza que entarima, [el entarimador] ama el ordenamiento de ella; si la ventana se abre sobre un jardín o domina un horizonte pintoresco, un instante detiene sus brazos y planea en pensamientos hacia la espaciosa perspectiva para disfrutarla mejor que los poseedores de las habitaciones vecinas (Gauny, 1983: 46).8 Esta escena descrita por el filósofo plebeyo Louis Gabriel Gauny, también carpintero, deja ver muy bien la manera en que la emancipación empieza con «una sutil modificación en la postura de un cuerpo» que se desplaza del movimiento (mecánico), la tarea (utilitaria), la posición (de adecuación) y las expectativas (de rendimiento, eficiencia) que le habían sido asignadas (Rancière, 2009b: 117). La manera en que Gauny prepara, con su contundente y plástica poeticidad, esta escena y lo que se sigue de ella resulta sumamente interesante para perseguir lo que se juega con esta sutil, pero significativa, modificación, y por eso merece un buen espacio de reflexión: nos enteramos, en primer lugar, de que se trata de un «trabajador por encargo» (ouvrier tâcheron) que, sabemos por Rancière y por indicios del texto, es el mismo Gauny desdoblándose, hablando en tercera persona; un trabajador que compensa la incertidumbre de su oficio con la independencia de sentirse como en su casa (chez lui), en la soledad que le brinda trabajar sin que los movimientos de su cuerpo estén sometidos a la mirada de un capataz o un maestro de obra, ni al ritmo de un tiempo previamente definido, como el que fuerza a los obreros-jornaleros a interrumpir «sus conversaciones para correr bajo el yugo» de la «señal de la hora» (Gauny, 1983: 45). Gracias a esta soledad, el entarimador parece poder conectarse de otro modo con el movimiento de su cuerpo, ese que también requiere su trabajo; un movimiento que, al sentirse en su cadencia, lo puede incluso atraer, apasionar, como si fuera una fuerza que le viene de fuera; como si el movimiento de apropiación del cuerpo de sus gestos también hiciera sentir al cuerpo otro, y como atraído por su misma gestualidad. Pero como otro en el esfuerzo que también puede suponer su sujeción, y no como simplemente escapando de ella: un esfuerzo apasiona a otro, los movimientos se suceden con rectitud y el espíritu, atraído por la conclusión de la obra, se ocupa con atracción, matando el tedio: ese detestable cáncer que carcome el alma del jornalero (Gauny, 1983: 45). ¿De qué tedio se trata aquí y cómo situarnos en este lenguaje, al parecer tradicional-dicotómico, que distingue entre cuerpo, espíritu, alma? Las palabras con las que Gauny continúa trazando la escena nos dan algunas pistas que pueden resultar significativas al cruzarlas con los testimonios y el tejido poético-narrativo de La noche de los proletarios. Lo primero que salta a la vista es la manera en que esta conexión apasionada con el cuerpo, en su soledad, no supone una desconexión con la pesadez del esfuerzo, sino todo lo contrario: Este entarimador, dándole aire a su pensamiento, cada día macera más y más su cuerpo […]. Este trabajo pone a este hombre bajo fatigas violentas que uno no puede comprender sino experimentándolas, puesto que es arrastrándose de rodillas, al poner el parqué, como el trabajo lo agobia, como la libertad lo encanta. Él mortifica su cuerpo para darle vuelo a su alma (Gauny, 1983: 45). ¿De qué se trata aquí, en este movimiento que parece sugerir un apasionado ascetismo? ¿De qué libertad? Quizá se trate de algo más que de la mortificación de la carne para la elevación del espíritu. La libertad del cuerpo se da en su esfuerzo y su agobio máximos, porque la soledad permite sentir ese esfuerzo como movilidad, como gestualidad compuesta, con sus ritmos, fuerzas, vibraciones, pero también experimentar la materialidad del esfuerzo, su agobio y su violencia, y cómo el cuerpo las resiste. El cuerpo parece sentir entonces en este movimiento compuesto, complejo y esforzado todo lo que puede; una potencia que siente con encanto, con un cierto placer. Como si, en palabras de Rancière, «las vías curvas de la reapropiación de sí» se dieran también en «la alienación misma del trabajo explotado» (Rancière, 1983: 15). Y como si el cuerpo, al sentir en su materialidad el esfuerzo de su actividad, dejara de estar ausente, de vivirse simplemente como cuerpo objetivado, reificado por ciertas regulaciones, para sentirse como cuerpo vivido.9 Como si en esta experiencia ya no se sintiera como cuerpo observado, sino como cuerpo que observa, que observa sintiendo placenteramente sus movimientos, al volver sobre estos y lo que suponen (cfr. Rancière, 1983a: 15). Desde esta conexión, en soledad, con su experiencia vivida, es como si el cuerpo pudiera también absorberse en sus pensamientos, como si el pensamiento requiriera entonces, a contrapelo de una larga tradición metafísica, una reconexión con el cuerpo, sus ritmos, sus gestos, su movilidad. Más aún, como si el pensamiento fuera esta misma movilidad reexperimentada placenteramente por un cuerpo, en sus distintas posibilidades de movimiento, detención, disyunción, exploración, observación. Es lo que Gauny sugiere cuando continúa: «Casi siempre solo en el trabajo que le es confiado, la soledad protege su meditación, pues nada lo distrae de su pensamiento» (Gauny, 1983: 45). Y ¿cuál es el pensamiento al que puede quedar entregado? Precisamente ese que evoca la escena con la que comenzó este apartado: el movimiento de disyunción entre brazos y mirada; la detención de los brazos que dirige la mirada al espacio en el que se encuentra, al orden del parqué que el mismo entarimador ha puesto, al jardín que ve por la ventana, a la perspectiva espaciosa que aparece desde ahí. Pero esta desconexión, cabe insistir, no tiene que ver con una mirada (contemplativa) que se separe de la actividad (manual) de los brazos para poderse desplegar; todo lo contrario. Se trata de una desconexión de un ensamblaje corporal habitual, funcional, que niega la contemplación al trabajo manual; de una desconexión de la funcionalidad que permite entonces experimentar el movimiento del trabajo manual como detención y movimiento del cuerpo: una reexperimentación –en el movimiento del cuerpo, en su esfuerzo– del espacio en el que el cuerpo se mueve, que lo hace también suspender el esfuerzo y que, a la vez que le permite apropiarse de su movilidad, lo lleva fuera de sí mismo, en una suerte de apropiación expropiadora. Es como si el cuerpo conectado con su movimiento, que observa y siente lo que hace, desconectándose de su mera funcionalidad, pudiera también atender al aparecer del mundo, suspendiendo su distracción habitual (distracción funcional al cumplimiento de sus tareas cotidianas), frente a lo que aparece. Es lo que Kant –Rancière no deja de insistir en ello–10 elaboró con la idea de desinterés de la mirada estética en La crítica del juicio. El desinterés como apertura que alienta al entarimador, que lo impulsa a ver. Desinterés que es todo entonces menos indiferencia; desinterés que vuelve quizá el tejido sensible de la experiencia interesante, significativo; y, entonces, el tedio muere. Ese tedio, nos dice Gauny en otro texto, es un afecto11 que consume el cuerpo de quienes están condenadosa trabajos repelentes (rebutant), dadas las jornadas extensas que esas labores les imponen. Ese tedio «atormenta a los miembros y al espíritu» del obrero que sufre, como algo inoportuno, «las posiciones corporales» que exige su oficio. Y continúa Gauny: «Todo en él quiere escapar de sí mismo y se lanza hacia un mundo desconocido que desea como una dicha. El anochecer cae y su alma se desgasta interrogando los minutos» (Gauny, 1983: 43; énfasis mío). Resonando con algo que aparecerá luego en el El maestro ignorante, se trata de un «trabajo de olvido» (Rancière, 1983: 93), de «olvido de sí». Quien, dadas las constricciones de su ocupación, experimenta tedio al realizarla es justamente quien no puede conectarse con la experiencia vivida de su cuerpo en esa actividad; quien siente su cuerpo como ausente, de modo que todo en él quiere escabullirse de su situación, de su realidad; quiere olvidarla. Tanto es así que el jornalero podría sentir que el infierno de su condición es que su existencia tenga la consistencia de la ausencia; de sentir que se le escapa la posibilidad «de vivir una vida verdadera» (Rancière, 2010b: 46). El tedio parece tener que ver con lo que impide a un cuerpo separarse de sus posiciones habituales, fracturar el ensamblaje de sus gestos esperados, es decir, pensar, como la posibilidad de sentir más intensamente la movilidad de un cuerpo y lo que este puede. Así que, quizá, «el alma carcomida del jornalero», el alma que no se deja ser y se desgasta, sea justamente la diferencia del cuerpo con respecto a él mismo. Una diferencia que puede aparecer en los intersticios del tiempo no completamente regulado de una ocupación que permite las intermitencias. Por eso, el obrero que tiene que trabajar diez horas continuas, con pausas reglamentadas, siente que esas diez horas «avanzan para devorar su alma» (Rancière, 2010b: 91). Y, sin embargo, él no deja de acompañar su tedio aquí y allá con estribillos de canciones que aprendió en la infancia (Gauny, 1983: 40). Esa diferencia sin referencia concreta, no identificable, sin presencia fijable, emerge casi como derrotada en el cuerpo compelido, condenado a la incesante y extendida repetición de sus regulaciones, sin que deje en todo caso de emerger. Esa diferencia podría pensarse como una cierta incorporeidad muy material que puede atravesar los cuerpos, fracturarlos, desviarlos, alterarlos. Una incorporeidad material que quizá le haga sentir al cuerpo «que no está destinado a la dominación» (Rancière, 2010a: 64) y que lo insoportable de esta tiene que ver antes que nada con el «dolor del tiempo robado» (Rancière, 2010b: 91); el dolor de no tener tiempo para volver sobre sí y sobre lo que hace, para desplazarse y dividirse. Una división del cuerpo con respecto a sí que, como deja ver Rancière en El maestro ignorante, es también la fuerza, la potencia del deseo, que hace que un cuerpo pueda actuar sobre sí mismo y aventurarse a otras posibilidades, como desarrollaré más adelante. Regresando a la escena trazada por Gauny, lo que ella también nos dice es que en un mismo golpe de la mirada esta se desplaza de la perspectiva espaciosa, que ve desde la ventana, hacia otros espacios: a «los monumentos y las prisiones, a la ciudad con sus tumultos y sus murallas, a los matorrales de sombras más allá de las murallas y a la nube aventurera en los aires infinitos» (Gauny, 1983: 46), es decir, a las fronteras de la ciudad, a los encierros y a lo que, con una existencia frágil y gaseosa, se les escapa. En medio de las vastas perspectivas que lo atraen, el entarimador ve de repente «dos manchas de sombra», «dos de esos edificios que el espíritu de empresa y el espíritu de reforma han elevado esos años: la manufactura y la prisión celular» (Rancière, 2010b: 124). Estas dos sombras se quedan en su imaginación al retomar el trabajo: Se pone de nuevo a trabajar, pero, mejor que un espejo, su alma refleja los actos de afuera, pues atraviesa las piedras; percibe las abominaciones que ocultan. Los prisioneros en sus sofocantes celdas y los mercenarios que las manufacturas corroen le ocasionan cóleras humanitarias con las que su indignación, acusando a la sociedad, hace que olvide los esplendores del espacio para sufrir con el mal que ha visto (Gauny, 1983: 46). Es como si la contemplación de lo que aparece, en el desplazamiento de la corporalidad del que hemos hablado, supusiera también un movimiento de la imaginación (Gauny, sin haber leído a Kant, nos lo hace saber en lo que dice). Y como si este movimiento trajera consigo no solo una conexión con el dolor propio, sino con el de otros. Y como si la desconexión con una manera habitual de vivir el mundo (en el cumplimiento funcional orgánico, distraído con respecto a su facticidad corporal, de ciertas tareas), permitiera ver de otra manera: ver de una manera más amplia el mundo y sus barreras, lo que pueda darse tras ellas, e imaginar también lo que no puede ver, el dolor que no está viendo y experimentando. Aproximarse a un dolor que le concierne, que lo afecta indignándolo, porque siente allí un dolor compartido, un dolor común que atañe a «a la sociedad», a la manera en que el mundo parece funcionar; quizá el dolor de lo «insoportable» (cfr. Rancière, 2010b: 124). Y ese dolor lo afecta, se queda también en su cuerpo, en sus movimientos, en su pensamiento, impulsando sus deseos. Por eso, mientras junta láminas de parqué, «su reflexión se ejercita [...] en buscar las junturas de nuestros dolores, mas su deseo imagina dominios comunes para las poblaciones por venir» (Gauny, 1983: 46). La imagen de lo insoportable, que Gauny relaciona sobre todo con la figura de la prisión celular, es la imagen del encierro de los cuerpos, su aislamiento y la pérdida completa del tiempo y el espacio propios. Pero esta imagen no detiene al carpintero; más bien, lo mueve, lo impulsa a conocerla mejor, a pensarla como algo que en cierto modo comparte y a imaginar también una ruptura con respecto al mundo que la hace existir. Se inicia quizá aquí una cierta pasión militante, que lo inquieta y no deja de moverlo en su deambular por la ciudad. Por eso, como recoge Rancière en La noche de los proletarios, su «curiosidad toma las dimensiones de una idea fija», y lo hace rondar las inmediaciones de una de las prisiones modelo –La Roquette, en la que finalmente consigue entrar–. Y, al entrar, el visitante ve «una rueda de tormentos»: la vigilancia como suplicio12 (Rancière, 1989: 88). En palabras de Gauny: Ninguna fisura en los muros, nada se filtra, todo se pierde. Uno siente allí que la pulcritud y la regularidad son mortales; el aire, circulando a sus anchas, apesta la baja tiranía en la divisibilidad de sus poderes. Se anda sin ocasionar ecos; ante los carceleros las cosas dan signos de callarse y ordenan sufrir [...], el oxígeno exterior [...] es hipócritamente reemplazado por una toma de aire que, en la disposición de su conducto, pierde la voz del detenido si intenta una comunicación a través de su orificio. La letrina que cada celda posee está también construida con este método de ensordecimiento que entierra la voz y la vida sin matarlas (Gauny, 1983: 73ss). El dispositivo que describe Gauny como imagen de lo insoportable es un espacio cuya arquitectura, cuyas distribuciones espaciales y temporales, no dan lugar para lo que fluye entre unos y otros, lo que puede escapar: el eco, el aire, la voz, los tratos y los contactos, pues estos pasajes requieren de fisuras e intersticios por donde pasar. Todo esto también se cierra con una pulcritud y una regularidad que apuntan a neutralizar la posibilidad de que algo imprevisible pase entre unos y otros, y en los mismos gestos de cada cuerpo, a los que parece negársele toda posibilidad de alteración. Por esto mismo, se trata también de una construcción del espacio que busca cortar relaciones, también entre las cosas que, en sus disposiciones frías, uniformes y obligadas, callan, impiden arreglos y ajustes singulares que puedan resultar significativos. Aquí las voces, en laplena visibilidad de los cuerpos que podrían producirlas, se ahogan y las palabras, en su singularidad, quedan enterradas, no se dejan oír. En este sentido, para Gauny, según comenta Rancière, el «dispositivo panóptico no pretende tanto asegurar el saber del aparato penitenciario sobre los hechos y los gestos del prisionero, sino, más bien, despojarlos de lo que escapa a ese saber y les permite existir por fuera o de otro modo que en la mirada del amo» (Rancière, 2010b: 127). Se trata entonces de un dispositivo de desposesión de las posibilidades de movimiento y alteración de un cuerpo; de un dispositivo que apunta a anular cualquier espacio para la ambigüedad, la opacidad, «la oscuridad que permita a la meditación evadirse»; cualquier «complicidad» en los intercambios; cualquier placer azaroso, y con esto el deseo y la esperanza de que otro mundo es posible. Se trata, así, de «un mundo sin fisuras, sin intersticios por donde la libertad o simplemente su sueño pueda pasar» (Rancière, 2010b: 127). Recojamos algunos hilos. Hasta ahora han aparecido varios elementos que resultan muy significativos para la reflexión que me propongo: (i) la manera en que la emancipación comienza con un sutil desplazamiento de un cuerpo que tiene que ver con reapropiarse de su movilidad y de su experiencia vivida, como una apropiación que también expropia; (ii) una movilidad que las dominaciones inhiben al robarle un tiempo y un espacio propios en los que pueda volver sobre sí. (iii) Pero esta vuelta de un cuerpo sobre sí puede lanzarlo también fuera de sí, hacia otros espacios, y puede desencadenar una reflexión sobre aquello que le roba a los cuerpos su movilidad, su posibilidad de desplazamiento, su libertad, y, con esto, el deseo de otro mundo distinto. (iv) En este sentido, la reflexión y el juicio que pueden producirse sobre el mundo tienen que ver con reconfiguraciones que pueden darse en una corporalidad, en su relación con los tiempos y con los espacios, y con la manera en que así puede exponerse a su diferencia. Y esto, por supuesto, resulta muy significativo para pensar la agencia crítica y lo que implica. (v) De hecho, en esta misma dirección podría pensarse también que «el motivo de la pasión militante» no es la «toma de conciencia» de una realidad que se desconozca, o «la solidaridad» del obrero con el obrero, sino «el deseo de ver lo que sucede al otro lado, el deseo de iniciarse otra vida», es decir, un impulso, una fuerza de transformación (Rancière, 2009a: 38). (vi) Además, las reflexiones de Gauny también dejan pensar que el cuerpo no se asume simplemente como dato material-natural, ni como superficie en la que se inscriban significados sociales que lo conforman, y que él reitera una y otra vez, como en ciertas comprensiones constructivistas. Aquí, el cuerpo, más bien, aparece como un cuerpo de experiencia afectiva, capaz de crear disyunciones y desplazamientos entre sus movimientos y lo que usualmente se espera de ellos. Y, por último, resulta muy significativo (viii) que la libertad de los cuerpos se relacione con tales disyunciones y desplazamientos: con la apertura de intersticios entre lo que hacen y lo que ven, entre el movimiento y la detención, entre las fisuras y las opacidades que las formas de sujeción pueden dejar y entre las cuales pueden moverse complicidades, intercambios, deseos, sueños, afectos (pasiones, atracciones, indignaciones), con efectos inesperados. Que la libertad, para Rancière y para Gauny, tenga que ver con el intersticio (l’écart) es clave y merece ser perseguido en varias de sus implicaciones. Podríamos empezar por decir que la escena que Gauny ha descrito puede poner de manifiesto que el intersticio tiene que ver con el cruce de fronteras; fronteras, de sentido y de sensibilidad (de percepción y de sensación) que delimitan lo que puede y no puede un cuerpo: la frontera entre pasividad y actividad, cuando el cuerpo más esforzado (del que se espera el mero cumplimiento obediente, dócil, pasivo, de una tarea) se detiene y en esa detención puede volverse muy activo e indócil, y en el solo mirar ya actuar de cierta manera;13 la frontera entre actividad manual del cuerpo y actividad intelectual (del pensamiento), pues el cuerpo más consciente de sus fuerzas corporales es justamente el queda más implicado en el movimiento de pensar; la frontera entre libertad y necesidad, pues el que experimenta cuánto está condicionado por la actividad y el esfuerzo físico de su cuerpo es también el que puede moverse y desplazarse, afirmando su poder; la frontera entre imaginación y realidad, pues el que se abre al ejercicio de su imaginación puede tener un contacto otro con la realidad que le es dada, y dar lugar a una inquietud que lo impulsa a acercarse a lo no visto en esa realidad; la frontera entre la singularidad y lo común, pues el cuerpo que se sensibiliza a la singularidad de su situación y de lo que aparece desde su perspectiva puede ver también su dolor desde una mirada más amplia, desde la cual se percibe en conexión con otros dolores, en las junturas que dejan aparecer un dolor común. 2.1.2. El intersticio (l’écart) y la materialidad de las palabras Si hay algo que deje pensar La noche de los proletarios, es justamente este cruce de fronteras, y, con el cruce, la brecha, los intervalos, como condición de las prácticas de emancipación. Y lo hace al perseguir los testimonios de las figuras divididas más que concretas que presenta; divididas porque parecen exceder cualquier imagen o figura definible del obrero y del proletario. Sin embargo, no es fácil dejar ver la materialidad de lo que justamente no tiene un lugar o una posición identificable, ni la textura de lo determinable, de eso que parece imperceptible, aunque deje marcas. La noche de los proletarios persigue esas marcas de figuras «que afrontan su imagen y expulsan su concepto» (Rancière, 2011d: 26); esas marcas que son los textos dejados por unos proletarios que hablan singularmente en el tejido narrativo del libro. Su palabra aparece allí, gracias a la textura narrativa del texto, como un acontecimiento y el intersticio se puede sentir, así, como acontecimental.14 Antes que nada, hay que dejar emerger la fuerza de esos testimonios, inscribiendo su carácter de intersticio en el mismo libro. Por eso, para Rancière se trataba de no «anular ese acontecimiento», explicando sociológicamente los testimonios o insertándolos en la historia establecida de los movimientos sociales, es decir, haciéndolos ver como algo explicable por causas sociales, como algo esperable dadas ciertas condiciones de vida, o sea, ya no como acontecimientos (Rancière, 2012a: 7). Pero, sobre todo, se trataba de evitar el discurso de la desigualdad, de los de abajo que se expresan de cierta manera, en una distancia irreductible con respecto al discurso explicador que le daría sentido, y evitando también el discurso identitario que pretende presentar en su desnudez la voz del de abajo. Respetar el acontecimiento supuso evitar entonces un discurso identificador («que hace que un cuerpo emerja de un lugar y que una voz emerja de ese cuerpo»), para presentar trayectorias de desidentificación de unos cuerpos que se dividen, que entran en conflicto con lo que se espera de ellos, produciendo disyunciones entre sus palabras, sus gestos, sus anhelos y la manera en que tienden a ser fijados e inscritos en ciertas formas de corporización: dar cuenta de la constitución de una red de discursos ilegítimos, que rompen cierta identidad, cierta relación entre los cuerpos y las palabras. En consecuencia, tenía que describirlo de otra manera para devolver a ese universo de palabra su carácter desautorizado y, a la vez, lacunario, para devolver también a esas experiencias toda su ambigüedad y su indecibilidad (Rancière, 2011d: 51). El carácter lacunario de esas palabras, su ambigüedad y su indecibilidad, tiene que ver justamente con su carácter intersticial: con la manera en que, en su ilegitimidad, traspasan circuitos, posiciones y formas de enunciaciónestablecidos y autorizados; ellas cruzan fronteras y rehúsan pertenecer a un territorio o a otro en el que puedan ser identificados. Así, a través de este no-lugar intersticial, se afirma simplemente la potencia de un pensamiento sin adscripciones. La noche de los proletarios tiene, entonces, que dar cuenta de estos cruces y ser consonante con esta afirmación de la igualdad. Y lo hace, apuntándole a subvertir la jerarquía de los discursos, intentando un lenguaje poético que estuviera en el mismo plano de los testimonios estudiados. De ahí que el libro rehúse una hermenéutica de la sospecha que reactiva la división de las inteligencias. Los testimonios recogidos no son síntoma, archivo que hay que escarbar, así como no lo son las imágenes que aparecen en él. Se trata, más bien, de ver cómo se mueven las imágenes, las figuras que allí emergen, cómo se dividen y alteran en pasajes muy materiales, en intersticios que afectan a su forma de vivir, sus coordenadas de percepción, los ritmos de sus movimientos y su relación con estos, sus afectos. Y, por esto, para acoger estos movimientos de desidentificación, el libro intenta deshacerse de la unidad del texto como un cuerpo orgánico (à la Platón) producido por la multiplicidad de voces, para pensarse como un «relato», una «narración», en la que pudieran sentirse «voces que dibujan poco a poco un espacio colectivo» (Rancière, 2011d: 52). Así, La noche de los proletarios también opera con el impulso de reconfiguración de lo decible, del paisaje de lo evidente, que encuentra en las figuras que persigue. Por eso, desplaza las fronteras entre oralidad y escritura, el texto y la imagen, y el resultado es también una reconfiguración de lo decible, una reconfiguración del espacio discursivo dado, que no es separable de la reconfiguración de las identidades que aparecen en su textura narrativa. Y es que las figuras divididas que presenta este libro son figuras errantes, cuerpos que «atraviesan las fronteras que definen las identidades» que se les asignan y que justamente en esta errancia, en este movimiento sin destinación determinada, se emancipan (Rancière, 2011d: 256). En particular, a La noche de los proletarios le interesan esas sutiles subversiones que se dan cuando varios obreros, relacionados con la utopía sansimoniana, deciden darles otro uso a sus noches: allí comienza, nos dice Rancière, una subversión del mundo porque se trastoca la sucesión trabajo-descanso que asegura la productividad, porque, retomando algo que apareció antes aquí, se resiste así al tiempo robado. Se busca el espacio para un tiempo propio, en el que algo otro que el trabajo y el reposo para iniciarlo pueda acontecer. Son noches dedicadas a desplegar otras capacidades que no parecen propias de la condición proletaria (por ejemplo, fundar periódicos y escribir en ellos, discutir acerca de poesía y escribirla, leer filosofía y filosofar). Así, se cuestiona (en un cuestionamiento experiencial) la jerarquía entre trabajador manual y pensador, y la jerarquía (platónica, aristotélica, que reiteran Bourdieu15 y nuestra sociedad de expertos) entre cuerpo destinado a la «mera supervivencia», dotado de la voz inarticulada del sufrimiento y del placer (la mera doxa ilegítima del hombre práctico «inmerso en la necesidad» y presuntamente incapaz por ello de deliberación y comprensión de lo justo), y el cuerpo que puede ser «más que cuerpo», capaz de logos, de discurso articulado, que puede dar cuenta de lo justo y lo real. Ahora bien, algo que estas figuras dejan aparecer bien es la manera en que estos desplazamientos de los cuerpos y sus trastocamientos tienen que ver con la materialidad de las palabras, es decir, con la manera en que estas pueden impulsar a los cuerpos, ponerlos en contacto, dividirlos. En efecto, se trata en gran parte de obreros –inicialmente atraídos por las palabras de alguna utopía, particularmente del sansimonianismo– que estuvieron implicados en las luchas obreras entre 1831 y 1833; obreros inicialmente interpelados por inventores, poetas, amantes del pueblo y de la República, organizadores de las ciudades del porvenir y apóstoles de las religiones nuevas. De todos esos el proletario tiene necesidad, no para adquirir el saber de su condición, sino para mantener las pasiones, los deseos de otro mundo que la constricción del trabajo aplana continuamente al nivel del mero instinto de subsistencia (Rancière, 2010b: 49). Tales palabras pueden entonces activar la fuerza del deseo; deseo de otro mundo que pueda desviar a los cuerpos de lo que regular y habitualmente hacen. Además, se trata de palabras que producen tratos y contactos entre unos y otros, entre pertenencias y ambientes sociales distintos, a veces no identificables; palabras escritas que no tienen dueño, ni un sentido fijado; textos que circulan, se prestan, se traducen. Palabras que pueden atravesar los cuerpos, desencadenando afectos y alterándolos, como de nuevo testimonia y afirma Gauny: «Lánzate a lecturas terribles, eso despertará pasiones en tu desdichada existencia; y el proletario tiene necesidad de ellas para dirigirse contra lo que se apresta a devorarlo» (Rancière, 2010b: 48). Gauny reconoce así ese poder de las palabras de afectar a los cuerpos, que Rancière en otros lugares ha llamado «literariedad»: la capacidad de los enunciados de «apropiarse de los cuerpos y desviarlos de su destino» (Rancière, 2009e: 50). Pero ¿cómo es que las palabras pueden tener este poder de afectación? Este poder tiene que ver, en parte, con lo que Rancière ha llamado en varios lugares, por ejemplo, en Los nombres de la historia, el exceso de las palabras. Un exceso que alude a la manera en que las palabras pueden ser siempre apropiadas y traducidas de maneras imprevistas: En un cierto sentido, el exceso está ligado siempre a una dualidad, a una diferencia, es siempre una no-concordancia. El exceso no es un poder ontológico excesivo, destructivo. Podríamos decir que hay exceso en la medida en que hay multiplicidades de ensamblajes que no se corresponden. Entre la multiplicidad de los nombres y la multiplicidad de los cuerpos no hay concordancia y la política es posible en razón de esta no-concordancia (Rancière, 2012a: 111; traducción mía). El exceso de las palabras, las distintas formas de apropiación y los efectos inesperados que pueden producir tienen que ver con la multiplicidad y la heterogeneidad de las formaciones sociales, con su carácter de ensamblajes, de articulación de elementos y relaciones, que nunca se corresponden plenamente, incluso cuando se busca la plena correspondencia entre su heterogeneidad (desde una lógica policial). Por esto mismo, nunca puede darse una plena correspondencia entre la multiplicidad de los nombres y la multiplicidad de los cuerpos: ningún discurso le corresponde a un cuerpo: no hay una forma de hablar que le corresponda al obrero, al campesino, al burgués, a la mujer o al hombre; un cuerpo siempre puede hablar, escribir, y apropiarse de las palabras como no se espera de él, excediendo las posiciones de enunciación que habrían de serle propias. En ese sentido, podría decirse también que las palabras, los cuerpos y sus relaciones están siempre en exceso: aquí y allá, emergen palabras que exceden los usos más habituales, que no son clasificables en un determinado régimen de sentido; siempre hay cuerpos que exceden las formas establecidas de ser contados como cierto tipo de cuerpos; y hay palabras, esas inclasificables, que contribuyen también a la desclasificación, desidentificación y desincorporación de los cuerpos. Estas últimas, en particular, las palabras literarias, pueden tener un gran poder de afectación y desviación de los cuerpos: palabras escritas que rehúsan la fijación de un sentido, que producen intensidades, vibraciones, ritmos; palabras escritas que tienen «un modo de existencia que es la de un cuasi-cuerpo» o la de una «corporeidad indecisa»: palabras que no se pueden identificar con algo dado, vivo, orgánico. Palabras mudas, sin padre y sin destinatario,expuestas a que cualquiera se las apropie, a que cualquiera pueda ser apropiado por ellas. Estas palabras pueden producir otros ritmos, otros trayectos, otras aceleraciones y desaceleraciones y, con ello, pueden perturbar la funcionalidad asignada a los gestos y los ritmos ordenados a los cuerpos de la producción y la reproducción, es decir, pueden producir separaciones en los cuerpos, líneas de fractura en los arreglos o ensamblajes que los constituyen, discordancias entre sus modos de hacer y de ser, entre lo que usualmente hacen y sienten, y con esto pueden abrir otras posibilidades perceptivas. Por eso, se trata también de palabras que pueden producir confusión en los cuerpos, que exponen su inestabilidad, «la confusión que separa a cada cuerpo de sí mismo”» (Rancière, 2000: 63). Este es quizá el efecto de la poesía que se destaca cuando se afirma que el «infierno real es el infierno sin poesía»: ¡Vosotros –le dice Gauny a los poetas– no habéis conocido en absoluto el dolor de los dolores, el dolor vulgar, el del león atrapado, el del plebeyo presa de las horribles sesiones del taller, este recurso penitenciario que corroe el espíritu por el tedio y por la locura de su largo trabajo. ¡Ah, viejo Dante, de ningún modo has viajado al infierno real, al infierno sin poesía! ¡Adiós! (Rancière, 2010b: 45). La palabra poética perturba los usos usuales, cruza la frase ordinaria con frases enigmas que hacen emerger imágenes inéditas, lo desconocido en lo conocido. Por eso, puede invitar a la exploración de lo no dicho en lo dicho. Esta indeterminación, carácter lacunario, intersticial y aventurero (explorador) de la poesía, con efectos muy materiales, en los afectos que puede producir, es quizá su «materialidad incorpórea»,16 la «eventualidad» de una enunciación que excede lo dado como real, pero que puede perturbar sutilmente a los cuerpos, moviéndolos, afectándolos. Volviendo a algunas consideraciones del apartado anterior, podríamos decir que, si la poesía eleva el alma de los proletarios que leen y escriben versos en sus noches, no es tanto porque los separe de la materialidad de sus cuerpos. Más bien, esta elevación se da porque la poesía divide esa materialidad, la desensambla en posiciones, en gestos, en ritmos, en frases que no se corresponden con las usuales y esperadas, moviendo el deseo de otros ritmos, de otras posiciones, de otras frases, de otros mundos, de otros ensamblajes posibles. Este efecto de lo incorpóreo es clave también para pensar el poder de afectación de la utopía. Esta, a la vez como buen-lugar y no-lugar, puede ser apropiada por los actores políticos para imaginar y hacer valer otras posibilidades de ser (haciéndola valer como no-lugar, que inspira y mueve). Y estas posibilidades, a su vez, pueden desestabilizar la pretensión reguladora que también tiene la utopía (como buen lugar) de ajustar lo real a un proyecto por realizar. En esa medida, los actores pueden dividir la utopía, asumiéndola como un montaje de signos –algo también enfatizado por Jacotot, lo veremos ahora– y como montaje que puede ser movilizado para dar vida a otros arreglos de los cuerpos y sus modos de relación, que confrontan los modos establecidos como necesarios. En este sentido, los actores políticos pueden convertir la utopía en heterotopía, en una lógica de lo otro que permite imaginar y experimentar otros lugares, ritmos, tiempos, afectos para los cuerpos; otros con respecto a las dominaciones que más se padecen: «vivir fuera de sí, para los demás o para el mundo ideal de la utopía, era la condición necesaria para experimentar el placer de quien vive sin amo» (Rancière, 2010b: 524). Y de ahí también que, al referirse retrospectivamente a su libro sobre esos errantes proletarios, Rancière destaque: En La noche de los proletarios, analicé […] el encuentro complejo entre los ingenieros de la utopía y los obreros. Lo que los ingenieros sansimonianos proponían era un nuevo cuerpo real de la comunidad, donde las vías férreas y las aguas trazadas en el suelo sustituirían las ilusiones de las palabras y el papel. Lo que hacen los segundos no es oponer la práctica a la utopía, sino devolverle a esta su carácter de irrealidad, de montaje de palabras y de imágenes aptas para reconfigurar el territorio de lo visible, de lo pensable y de lo posible (Rancière, 2009e: 52). Ciertos enunciados permiten abrir entonces intervalos-brechas en lo establecido como real. Intervalos en los que los cuerpos se fugan, se desplazan, se reinventan en deseos que traen consigo otras formas de relación entre unos y otros, en las que se sienten expuestos, fuera de sí, pero también muy frágiles, contingentes, vulnerables; siempre a punto de sucumbir y sentirse derrotados. De ahí su materialidad. Pero se trata de la materialidad de ese no-lugar, el no lugar indeterminable del intervalo y de su poder de reconfiguración de lo visible, lo pensable, lo posible, incluso cuando sus efectos parecen imperceptibles o devorados por la pesada realidad. En palabras de la proletaria Sophie Béranger: Aunque haya vivido más de sueños que de realidades, le temo a las ilusiones, las destruyo al analizarme, ahora que la edad apaciguó mis pasiones. Pero aún me quedan suficientes para satisfacer el optimismo que tiñe mis decepciones y me sostiene (Rancière, 2010b: 523). Podría decirse incluso que hay una cierta materialidad, una cierta efectividad de la ilusión, no solo por los deseos colectivos de otro mundo que puede generar, en las luchas utópicas y sus heterotopías, no solo por las luchas colectivas que desde aquí pueden desprenderse. Esta materialidad de la ilusión tiene que ver también con la manera en que puede sostener afectivamente el día a día, aplacando el nihilismo y el tedio de la rutinaria cotidianidad. El tedio de esa «vida real terrestre», doméstica, higiénica, que a la proletaria Désirée Veret siempre le resultó tan ardua (véase Rancière, 2010b: 523), y en medio de la cual, resistiéndola y reconfigurándola, dio vida a sueños que transformaron, en algún momento, la consistencia de sus días. El intersticio se abre así en el cruce y desfase de lógicas distintas: entre la rutina regularizada «de la vida terrestre» y los sueños utópicos de otro mundo, que la pueden perforar. Pero el intersticio no se abre solo por el poder de la palabra, se trata siempre de la palabra en relación con el gesto, el ritmo, la imagen, el movimiento. Se trata siempre de los desfases entre unos y otros, de los intervalos, el en medio de, que se crea en las disonancias entre palabras, gestos, formas de espacialización. Y se trata también del cruce de lenguajes distintos de los cuerpos, pero que se pueden afectar porque, en su inconmensurabilidad, son traducibles con fricciones y restos. Este lenguaje de los cuerpos y su traducibilidad son un tema crucial para Joseph Jacotot, el maestro ignorante, en la singular traducción de su archivo que propone Rancière, en el libro que le inspira esa figura. 2.1.3. Lenguajes de los cuerpos Las aldeanas pobres de los alrededores de Grenoble trabajan haciendo guantes; se les paga treinta reales la docena. Desde que están emancipadas, se aplican en mirar, en estudiar, en comprender un guante bien confeccionado. Ellas adivinarán el sentido de todas las frases, de todas las palabras de ese guante. Terminarán por hablar tan bien como las mujeres de la ciudad que ganan siete francos por docena. Tan solo se trata de aprender un lenguaje que se habla con las tijeras, una aguja y el hilo. Solo es cuestión (en las sociedades humanas) de comprender y hablar un lenguaje (Jacotot, citado por Rancière, 2007b: 56). Los cuerpos y sus actividades hablan, nos dice la voz disonante de Jacotot para afirmar el presupuesto «fundamental y ausente» de la igualdad de las inteligencias. Esto es, la idea de que cualquier cuerpo puede verificar la capacidad, el poder de su inteligencia a través de manifestaciones habitualmente reconocibles como inteligentes, pero también a través de expresiones inéditas, que no podían preverse, o no estabanreconocidas como capacidades apreciables en las instituciones sociales y prácticas establecidas. Por eso, para dejar abierta la manera en que pueden darse las formas de verificación de la igualdad, esta se asume como un presupuesto indeterminable, ni formal ni real, pero de una incorporeidad efectiva, porque presuponerla trae efectos, sin que pueda adquirir una forma determinada. Los cuerpos y sus actividades hablan, nos dice Jacotot, para sugerir que la capacidad de tejer está en el mismo nivel de inteligencia que la de elaborar argumentos conceptuales y que no tienen sentido, entonces, las jerarquías entre actividades manuales e intelectuales, entre movimiento mudo y voz inarticulada de los cuerpos y lenguaje articulado del espíritu, jerarquías tan insistentes en la tradición del pensamiento humanista. Todas esas actividades «hablan», nos dice Jacotot, para destacar que, en todos los casos, se trata de prácticas que producen arreglos, sistemas de signos (en un sentido muy amplio), distintos pero traducibles entre sí; sistemas de signos compuestos de gestos, ritmos, regularidades, rutinas, que pueden hacerse más o menos elaborados, y que pueden observarse, seguirse y aprenderse. Y para enfatizar que un cuerpo siempre es capaz de aprender y desaprender muchas cosas y, a partir de esto, muchas otras, pues desde pequeños los cuerpos no hacen sino desplegar un poder de movilidad, de atención, de observación, de retención (al aprender la lengua materna, los rituales cotidianos, las plegarias, etcétera) que se requiere tanto para elaborar demostraciones sofisticadas, como para fabricar guantes bien confeccionados y zapatos cómodos como guantes. La inteligencia tiene que ver con actitudes y movimientos de los cuerpos y su reflexividad (con un poder «volver sobre sí» y «sobre lo que se hace», como ya dejaba ver Gauny): con «observar», «retener», «repetir», «mostrar a otro», «volver sobre lo que se hace», «recordar» «adivinar», con desplegar una «atención absoluta para ver y volver a ver, decir y repetir» (Rancière, 2007b: 43). Capacidades que están en un mismo registro, en un mismo nivel, y que forman parte entonces de una misma potencia, pues «la potencia no se divide», no hay capacidades superiores con respecto a otras: «inventar no es de un orden diferente al de recordar» (Rancière, 2007b: 42). No hay más que un poder de «ver y decir» y «de prestar atención a aquello que se ve y se dice» (Rancière, 2007b: 43). Por eso, lo que está en juego con la «emancipación intelectual» es un movimiento del cuerpo «que toma posesión de su propio poder» (Rancière, 2007b: 25). Lo primero es prestar atención, una atención máxima. El movimiento emancipatorio empieza cuando, por ejemplo, el iletrado se concentra, con máxima atención, «en estudiar, palabra a palabra, la relación entre la plegaria que sabe de memoria y el texto que se le muestra en un papel», Rancière, 2009d), y que no puede inicialmente leer. En cualquier caso, se trata de arreglos de signos aprendibles y traducibles; no hay nada más ni por arriba, ni por detrás: «Allí hay unos signos que una mano trazó sobre el papel, cuyos plomos correspondientes fueron reunidos por otra mano, en la imprenta» (Rancière, 2007b: 39). Esto no es más que afirmar la comunicabilidad entre todas las actividades: a través de ellas los seres humanos de una u otra manera comunican sus afectos, comunican lo que pueden, se comunican unos a otros. En este sentido, Jacotot afirma que el ser humano «comunica por la obra de sus manos, así como por la de las palabras de su discurso» (Rancière, 2007b: 71). Pero no se comunican sentidos que haya que encontrar. Más bien, se comunican, en el sentido de «poner en común», trazados, trazos de signos que pueden interpelar y ser leídos por otros, por caminos inesperados, que pueden desplegar otros poderes y afectos inéditos. Aquí no hay algo determinado que entender o buscar detrás de los signos, aunque tampoco se pueda leer cualquier cosa: el trazado también marca algunas condiciones de legibilidad, aunque su legibilidad, parece decirnos en su antiplatonismo Jacotot, tenga la apertura de lo escrito, de lo que queda como trazado reapropiable de múltiples maneras por otros, y entonces como trazado de posibles caminos de libertad. Son caminos de reafirmación del poder común, de la inteligencia como movimiento localizado y plástico de un cuerpo. Volveremos aún sobre esto. No hay nada que entender que no se pueda entender de una manera inesperada; solo hay que traducir de un sistema de signos a otros sistemas de signos, por caminos que cada quien encuentre como los más conducentes para apropiar un cierto sistema de signos: «toda palabra, dicha o escrita, es una traducción que solo tiene sentido en la contratraducción» (Rancière, 2007b: 86); en las lecturas (también gestuales) que se puedan hacer de esos trazados; en las relaciones que se pueden empezar a trazar partiendo de (recordando) los signos que se conocen: El cerrajero que llama a la O la ronda y a la L la escuadra ya piensa por relaciones. Y la naturaleza de inventar no es distinta a la de acordarse. Dejemos, pues, a los explicadores formar el gusto y la imaginación de los señoritos, dejémosles disertar sobre el genio de los creadores. Nosotros nos limitaremos a hacer como estos creadores: como Racine, que aprendió de memoria, tradujo, repitió, imitó a Eurípides; Bossuet que hizo lo mismo con Tertuliano; Rousseau, con Amyot; Boileau, con Horacio y Juvenal […]. La potencia no se divide. Solo existe un poder, el de ver y de decir, el de prestar atención a lo que se ve y a lo que se dice. Aprendemos frases y más frases; descubrimos los hechos, es decir, las relaciones entre cosas, y más relaciones aún, todas de la misma naturaleza; aprendemos a combinar las letras, las palabras, las frases, las ideas (Rancière, 2007b: 42). Pensamos entonces por relaciones, porque nos movemos ya de entrada en relaciones que podemos apropiar y reapropiar, y la memoria de los cuerpos está conformada también por relaciones de elementos que se pueden rearticular con otros apenas conocidos o poco identificables. Pensamos creando relaciones a partir de otras establecidas, y crear es también poder establecer otras relaciones a partir de relaciones ya apropiadas. No hay, por un lado, una memoria corporal homogénea y estática, sino arreglos inscritos en los cuerpos, heterogéneos, relacionales, desensamblables y reensamblables. Ni hay, por otro lado, misterio en la creación ni gran sujeto creador. Hay mayor o menor atención, mayor o menor reconocimiento de la potencia común de ver, atender, explorar las relaciones. Mayor o menor movilidad del deseo y deseo de ejercitación de un cuerpo que se pliega y despliega en esta ejercitación. Pero no más o menos capacidad. Subrayar que nos movemos en ensamblajes de signos es también clave para repensar la experiencia de impotencia y confrontarla: hay que aprender a nombrar esa incapacidad, aprender a traducirla en algún sistema de signos ya usados, es decir, en alguna capacidad. Así, al crear continuidad entre los niveles diferenciadores que establecen las lógicas de la desigualdad, se rompe el círculo de la impotencia; estableciendo esas continuidades, que son relaciones, se crean espirales; espirales que abren-desplazan-distancian-espacian desde el círculo (s’écartant es la expresión francesa que contiene la noción de écart, distancia-brecha-intersticio);17 así se perfora con brechas el círculo. El círculo en el que encierran a los cuerpos las fronteras de capacidad/incapacidad, saber/ignorancia, fijadas por los repartos de sentido y percepción, que reiteran el maestro explicador, el sociólogo progresista, el militante empoderador, la burocracia humanitaria, los tratamientos victimizantes, la sociedad de los expertos, etcétera. El círculo que parte de la incapacidad (por privación, precariedad, necesidad, desconocimiento) y la reproduce indefinidamente. 2.1.4. Potencia de los cuerpos Un individuo puede todo lo que quiere, declara la enseñanza universal. Perono hay que confundirse sobre lo que quiere decir querer. La enseñanza universal no es la llave del éxito ofrecida a los que emprenden la exploración de los poderes prodigiosos de la voluntad. Nada sería más contrario al pensamiento de la emancipación que este cartel de feria. Y el maestro se irrita cuando los discípulos abren su escuela con la insignia de «Quien quiere puede» […]. Lo que a nosotros nos interesa es la exploración de los poderes de todo hombre cuando se juzga igual que todos los otros y juzga a todos los otros como iguales a él. Por voluntad entendemos esta vuelta sobre sí del ser racional que se conoce actuando. Es este foco de racionalidad, esta conciencia y este aprecio de sí como ser razonable en acto lo que nutre el movimiento de la inteligencia. El ser racional es ante todo un ser que conoce su potencia, que no se engaña sobre ella (Rancière, 2007b: 79; traducción modificada). Pero ¿de qué poder se trata? ¿En qué medida no resonaría aquí esa sabiduría oficial, voluntarista, emprendedora, deslocalizada, que apunta a convencernos de que todo es posible y de que «querer es poder» sin importar las circunstancias? Jacotot lo rechaza explícita y tajantemente. En su lenguaje moderno, el método de la emancipación es un «método de voluntad», pero la voluntad no es pensada aquí como una capacidad individual de decisión incondicionada y de actuación deliberada sobre los condicionamientos inmanentes, sino, más bien, como potencia corporal de «actuar según su propio movimiento» (Rancière, 2007b: 75), es decir, como un cierto movimiento de singularización. A la vez, se trata de un deseo de relación, de comunicación con otros en la potencia común de la inteligencia, es decir, deseo que es afirmación de la inteligencia como potencia común, que vuelve sobre sí para intentar comunicarse con otro (con otros saberes y lenguajes que desconoce o apenas entrevé). En esta misma dirección la razón, lejos de ser una capacidad de raciocinio abstracto, se entiende como el poder de un cuerpo de atender y esforzarse por comunicarse con otros, asumiendo la igualdad de las inteligencias, acogiendo el poder común de la inteligencia (Rancière, 2007b: 76, 87). Por eso, lo que importa son los efectos que tiene sobre un cuerpo asumir esta inteligencia común; cómo este conocimiento de sí, como apropiación singular –que puede tomar caminos muy distintos– lo afecta, lo lleva a explorar con lo que no conoce, a establecer otras formas de relación, a aventurarse en todo lo imprevisible que puede derivarse de esa potencia común. En este sentido, emanciparse tiene que ver con «conocerse a uno mismo como viajero del espíritu, semejante a todos los demás viajeros, como sujeto intelectual partícipe de la potencia común de los seres intelectuales» (Rancière, 2007b: 52). Sin embargo, como puede derivarse de lo que ya hemos visto, este conocimiento de sí no es un reconocimiento de un sí mismo que fuera reconocible y transparente, sino, más bien, un movimiento de experimentación y reexperimentación de lo que se hace, de lo que se puede, en traducciones que impulsan a los cuerpos a lo que no conocen, y a explorar otros lenguajes y otras formas de decir, y con ello otras formas de percepción, desde las conocidas. Además, esta potencia de apertura y de movilidad, que es exposición también a lo posible, en su multiplicidad de caminos inexplorados, se sabe arrojada a condicionamientos, a necesidades localizadas, y es así también que puede «conocerse». Más aún, esta movilidad apropiada tiene que ser impulsada por una necesidad que tense el deseo y lo haga volver sobre sí (cfr. Rancière, 2007b: 27): Allí donde cesa la necesidad, la inteligencia descansa, a menos que alguna voluntad más fuerte se haga oír y diga: continúa; mira lo que has hecho y lo que puedes hacer si aplicas la misma inteligencia que has empleado ya, poniendo en todas las cosas la misma atención, no dejándote distraer de tu rumbo (ibid.). Es la necesidad (una voz imperiosa que pone exigencias incondicionadas o la dificultad de una situación que exige, que reta) la que mueve a la inteligencia, la que desplaza a un cuerpo de lo que ha asumido como conocido y dado, para llevarlo a explorar. De ahí que, al sujeto cartesiano sin cuerpo, «que solo se conocía como tal sustrayéndose de todo sentido y de todo cuerpo, se opondrá este sujeto pensante nuevo que se prueba en la acción que ejerce tanto sobre sí mismo como sobre los cuerpos» (Rancière, 2007b: 76). Esta es una capacidad de tanteo que solo puede conocerse en su agencia, en sus actos, como movilidad de un cuerpo para atender a lo que puede, desde la localización en la que está arrojado: mi mano se abre, se desenvuelve, se extiende, se estrecha, mis dedos se abren o se cierran para obedecer a mi voluntad. En este acto de tanteo, solo conozco mi voluntad de tantear. Esta voluntad no es ni mi brazo, ni mi mano, ni mi cerebro, ni el tanteo. Esta voluntad soy yo, es mi alma, es mi potencia, es mi facultad. Siento esta voluntad, está presente en mí, ella es yo mismo; en cuanto a la manera en que yo soy obedecido, no la siento, solo la conozco por sus actos (Rancière, 2007b: 76). Pero la constatación para sí de este poder parece sugerirse también, solo puede ser relacional, como movilidad que afirma este poder tanto en sí mismo como en los otros. En este sentido, lo «que los ambiciosos ganan de poder intelectual no juzgándose inferiores a cualquiera lo vuelven a perder juzgándose superiores a todos los otros» (Ranciere, 2007b: 78). Por eso, la «comunicación razonable se basa en la igualdad entre la estima de sí y la estima de los otros», y «el menosprecio de sí es siempre también menosprecio de los otros» (Rancière, 2007b: 104). Es como si, al asumir esta movilidad de un cuerpo como común, se jugara entonces, para Jacotot, como ya antes para Spinoza, la potencia del pensamiento: En tanto que el cuerpo es más capaz de ser afectado de muchas maneras y de afectar a otros cuerpos externos de muchas maneras, así la mente será más capaz de pensar (Spinoza, 2007: 144, 151).18 En esas formas de mutua afectación los cuerpos se dividen y actúan contra «el destino de la materia» (Rancière, 2007b: 105), es decir, contra una comprensión de sí y del mundo como una materia dada, resistente, reglada, natural, uniforme, que impone ciertos modos de ser. Pero este antimaterialismo de Jacotot, o, más bien, su posición no reduccionista, no lo conduce a un idealismo de la trascendencia o de la incondicionalidad del sujeto autónomo soberano; ese cierto antimaterialismo es también muy material, pues, como he venido mostrando, está centrado en la potencia de los cuerpos, en lo que estos pueden y en la materialidad de lo incorpóreo. Todo esto también indica que la libertad que se afirma en un movimiento de emancipación no puede pensarse como libertad incondicionada o absoluta de un individuo que toma posesión de sí más allá de cualquier condicionamiento (como asume Nordmann, 2006: 124). Más bien, esta libertad indica un poder de movilidad, de desplazamiento, de alteración con respecto a una posición dada, que se deriva del contacto con otros (otros sujetos, experiencias, formas de relación), y que afecta también a otros. Una movilidad desde la materialidad de unos condicionamientos, que también los dividen, marcan su heterogeneidad, y aquello que hay de indeterminado, incorpóreo en ellos; una movilidad, la de las sutiles desviaciones, que pueden conducir también a transformaciones radicales: a la conversión de un cuerpo desde condiciones que lo preceden, marcan y afectan, pero que también están sujetas a una cierta transformabilidad. 2.2. La torsión como conversión de un cuerpo En todo caso he insistido en que la emancipación es propiamente una conversión del cuerpo y del pensamiento que comienza por una ligera subversión de actitudes ordinarias (Rancière, 2009d). Ante todo, una conversión no es la iluminación de un alma, sino la torsión de un cuerpo al que lo desconocido llama (Rancière, 1991a: 97). Me ha interesado perseguiren este capítulo la emancipación como un movimiento de torsión de un cuerpo que comienza con sutiles subversiones en las actividades de la vida cotidiana (desde otra relación con el movimiento de la actividad laboral y la mirada; desde otro uso de las noches; de otra relación con lo que ya se sabe en las labores del día a día) y las condiciones desde las cuales este movimiento de torsión puede emerger (la heterogeneidad de las prácticas, el poder desincorporador de la escritura, la potencia común de los cuerpos). Asimismo, he intentado ir sugiriendo algunos efectos de estas prácticas y las transformaciones que pueden traer consigo: una cierta actitud militante, un deseo de transformación de sí y del mundo, la afirmación de un poder común; la apertura del campo de lo posible, que Rancière vincula con el deseo de emancipación. Ahora, al identificar esta torsión con una cierta «conversión» del cuerpo podríamos detenernos en el movimiento de libertad que ella supone y en sus efectos transformativos. Más concretamente, podríamos considerar cómo se trata de una libertad desde unas ciertas condiciones mundanas, que también puede alterarlas, y en qué medida este movimiento supone una cierta relación de exploración con algo otro; con algo desconocido que interpela, que lleva fuera de sí. Nos detendremos, en particular, en dos formas de conversión de un cuerpo: la conversión como trabajo sobre sí, como autopoiesis que elabora Gauny en su práctica de una «economía cenobítica», y la conversión como experiencia acontecimental de un «fuera de lugar» que altera radicalmente la vida, a través de la figura de Irene, tal y como aparece en la lectura que Rancière le dedica al filme de Rossellini Europa 51. 2.2.1. Una economía de la libertad Esto [esa conversión] comienza con Gauny [el filósofo plebeyo] por la mirada del entarimador que olvida el trabajo de los brazos y transforma el lugar de trabajo en espacio de ejercicio de una mirada estética desinteresada, y esto continúa en su caso con la elaboración de una contraeconomía doméstica que le permite escapar de los constreñimientos físicos e intelectuales de la dominación (Rancière, 2009d; traducción mía). Hay entonces una continuidad entre la ligera subversión que perseguimos antes, en la corporalidad de Gauny, y la manera en que esta se elabora y ramifica en prácticas vitales cotidianas que traen consigo ciertos arreglos existenciales. La ligera subversión le ha hecho sentir a Gauny que su cuerpo es un ensamblaje de movimientos que puede reajustarse a través de las prácticas y su reorientación. La economía cenobítica de Gauny asume así, en cierto sentido, que el cuerpo se conforma en sus prácticas, en sus hábitos, en sus gestos, de modo que también puede transformarse, al transformarlos: Hay que plegar el cuerpo obrero a la exigencia de una liberación integral, darle un modo de trabajo, una alimentación, una vestimenta o una iluminación enteramente apropiada a los fines de emancipación del alma (Rancière, 1983a: 94). Se trata de ganar, desde los hábitos y los gestos más cotidianos del cuerpo, la movilidad del alma, la diferencia del cuerpo con respecto a sí mismo que lo entrega a la reflexión sobre el mundo y su actividad. En el caso de un cuerpo arrojado a condiciones de explotación, se trata, para Gauny, de encontrar un arreglo que impida que las carencias, las necesidades, las privaciones de esa situación detengan su capacidad de aventurarse. Más aún, Gauny se percata de que forma parte de la sujeción del deseo de emancipación el que ese deseo quede apresado por la avidez del consumo y de la posesión. Por eso, se trata de poder afirmar, como buscada, una cierta precariedad, a la que el filósofo plebeyo llama «un régimen de sobriedad general», y a la que concibe también entonces como una economía no solo de resistencia, sino de aumento de las fuerzas, aquellas precisamente capturadas e inhibidas por la avidez y su egoísmo. De ahí que una máxima fundamental de esta economía rece: «Una necesidad de menos es una fuerza de más» (Gauny, 1983: 99). Se capta muy bien así que el sistema que exige la productividad de los cuerpos para la acumulación del capital requiere, antes que nada, la producción de un deseo de consumo y de posesión de bienes, «presentes de la explotación», que la hacen más eficiente, a la vez que agotan, desposeen, las fuerzas para confrontarla. Por esto mismo, la economía cenobítica está muy lejos de pensarse como una suerte de austeridad conducente a la imagen de un trabajador moderado, dócil, que puede ser productivo contentándose con poco; todo lo contrario, en palabras de Gauny: La sobriedad está lejos de ayudar al tirano, quien puede someter al trabajador a la modicidad de los salarios; el ahorro que debe hacer este último es un arma inteligente y candente que golpea al otro en el corazón; en principio, es necesario que el que produce trabaje a su hora y según su gusto, aprovechando el beneficio íntegro de su obra; y que gane legítimamente mucho para adquirir mucha existencia y libertad (Gauny, 1983: 100). Frente a la economía de la producción, del ahorro, del consumo, se trata entonces de una contraeconomía de la independencia, que ahorra y ordena el gasto para darse el tiempo robado, para desarrollar otras fuerzas, que han sido inhibidas por la economía del ahorro/consumo, para «apoderarse de esas fuerzas», para reexperimentarlas y multiplicarlas: «libre y rico en esta reforma, uno se multiplica sin incrementar su consumo, y uno se elabora por el ejercicio poderoso de órganos que, no estando más sobrecargados, obstruidos o rotos por la materialidad, se recuperan, tomando su impulso […], precipitándose en el pensamiento» (Gauny, 1983: 99). Esta multiplicación de otras fuerzas supone, por ejemplo, desarrollar una «comprensión delicada y sutil», la capacidad de percibir curiosidades de existencia invisibles a otros (cfr. Gauny, 1983: 130); curiosidades de existencia indeterminadas, armonías, impulsos, placeres perceptivos, que no tienen sentido desde una racionalidad funcional, apropiadora, que aplana el campo de la experiencia perceptiva. En el lenguaje de Gauny que puede sonar problemáticamente dicotómico, se trata de hacer que la materialidad (rígida, pesada, compulsoria) de necesidades, compromisos y responsabilidades regulares, impostergables (las familiares que evita, las laborales que asume «siempre por encargo» o diríamos hoy «freelance»), no se imponga sobre la movilidad de la percepción, del cuerpo. Una movilidad que es movimiento del pensamiento, y que tiene que ver también con la materialidad del mundo, con una materialidad que pueda vivirse como más fluida: la materialidad en la fluidez del moverse, del andar; la materialidad de los espacios de la ciudad por los cuales divagar y desviarse; la materialidad de la naturaleza que se tiene tiempo de percibir en sus matices y colores, la materialidad de los sonidos y de los gestos, de «posesiones intangibles» «de la tierra y el cielo» (Gauny, 1983: 129); la materialidad de los encuentros y los contactos, que se tiene el tiempo de trabar; la materialidad de una cabaña, simple y austera, que el entarimador arregla en contrastes y armonías que le resultan creativos, vitales. O, en los términos contundentes y poéticos de Gauny, esa materialidad que el amante de la independencia persigue al buscar «el principio de las fuerzas motrices en la vitalidad de las cosas» (Gauny, 1983: 133). Quizá entonces el amante de la independencia que retrata Gauny sea sensible a la materialidad intensiva de lo que mueve a los cuerpos, a los impulsos, a los afectos. Y, por eso, quizá, su amor por lo desconocido («son amour de l’inconnu», Gauny: 133), que es también intangible. Así que, aunque Gauny hable de un perfeccionamiento de sí y de una posesión de sí que conducen cada vez más a la independencia, aquí no se trata del autoperfeccionamiento y la posesión del sujeto que apuntan a la transparencia de sí, de un sujeto que apunta a volver más desarrolladas y plenas unas capacidades atadas aun cierto ideal, que le imponga una continua tarea de autoevaluación, ni se trata de una independencia que afirme su autonomía y su autosuficiencia frente a otros y cualesquiera que sean sus circunstancias, protegiéndolo de su vulnerabilidad. Se trata, más bien, de un perfeccionamiento en la capacidad para explorar y para aventurarse en la movilidad del pensamiento, que es también la movilidad del cuerpo, esa que requiere de buen calzado para moverse como nómada por la ciudad (Gauny, 1983: 128). Se trata entonces de un perfeccionamiento que requiere pensar mejor los hábitos, lo que se hace, y lo que se aprende de los tratos y los contactos que pueden darse imprevisiblemente en estos recorridos, y, por esto mismo, se trata de un perfeccionamiento en la capacidad para atender a lo desconocido, a lo que también puede llevar fuera de sí. Por eso, la independencia absoluta que busca el cenobita, una quizá imposible, lejos de ser una búsqueda por un sí mismo inalterable e inmune a la fragilidad de la contingencia, es una búsqueda, más bien, por el extravío en la contingencia del día a día: Él imagina, combina y se inspira, hurga todos los rincones posibles, recorre las calles, los cruces y las callejuelas. Escrutando las construcciones de los barrios más suntuosos, extraviándose en los caminos de ronda más solitarios, su mirada tiene la agudeza de un pájaro de presa sin alimento (Rancière, 2010b: 124). También puede extraviarse en noches de parranda que no conducen a nada, sin que tenga que preocuparse por la ilusoria libertad de estos extravíos: Aunque esta independencia tenga sus días de orgía, amplía el alcance del pensamiento y difunde alrededor de su adepto un fluido de dignidad que compensa cien veces las aberraciones que pueda sufrir» (ibid.). 2.2.2. Quedar fuera de lugar En varios momentos de este capítulo, la emancipación intelectual ha aparecido como un movimiento de exposición de un cuerpo a algo desconocido, que interpela e incita a una cierta alteración con respecto a prácticas y arreglos existenciales. Precisamente porque, como se hizo explícito a través de El maestro ignorante, la actividad de pensar se asume como un trabajo de exploración, que permite relacionarse de otro modo con la realidad. Quizá por esto Rancière le dedica un libro a la figura del viaje, con la cual persigue precisamente esta capacidad de extrañarse, de «volverse extranjero»: El extranjero […] persiste en la curiosidad de su mirada, desplaza su ángulo, vuelve a trabajar el montaje inicial de las palabras y las imágenes y, deshaciendo las certidumbres del lugar, despierta el poder presente en cada cual de volverse extranjero al mapa de los lugares y los trayectos generalmente conocido con el nombre de realidad (Rancière, 1991a: 9). Podríamos conectar esta curiosidad del extranjero con algo que aparecía más arriba: afirmar la potencia del pensamiento es darse cuenta de que este se mueve entre arreglos de signos, o, en los términos más contemporáneos de Rancière, en montajes de palabras e imágenes que afectan a los cuerpos, producen incorporaciones y fijaciones de sentido que se vuelven usuales, que se fijan como lo real, pero que, en todo caso, son relativamente inestables, dada su heterogeneidad, y pueden entonces también ser problematizadas y desincorporadas. En todo caso, los caminos que abre esta exploración son múltiples e inesperados. A veces también desgarradores como lo es la trayectoria de Irene en la película Europa 51. Como saben quienes han visto este filme ya clásico, a pocos años del fin de la Segunda Guerra Mundial, la película nos confronta con la figura de una madre burguesa, extranjera en Italia, cuyo pequeño hijo se mata. Frente a este acontecimiento, Rossellini, nos dice Rancière, a diferencia de muchas de las teorías del trauma, no nos muestra «un real irreductible frente al cual Irene es revelada como impotente», ni «el trastorno de los tiempos y la repetición de lo indecible» (cfr. Rancière, 1991a: 92). Se trata más de un filme sobre el trauma que de uno sobre el acontecimiento. Un filme que nos muestra lo que puede querer decir que «algo pasa», algo que en su carácter de «intolerable» excede lo explicable, las «significaciones ilustradas» y que así, en su exceso, puede dar lugar al aprendizaje de una potencia singular, esa que precisamente puede ir al encuentro del acontecimiento (ibid.). Y de nuevo esa potencia ganada se manifiesta en lo que acontece en el cuerpo, como cuerpo reflexivo, que vuelve sobre sí en sus gestos, particularmente en los del rostro de Irene, al punto que Rancière llega a decir que el filme es la historia de un rostro, del rostro de ella. Desde el rostro paralizado que llora, desde el rostro que mira, se da la vuelta, se sorprende, es también un filme sobre la mirada y sobre la representación. Un filme sobre la manera en que un cuerpo modifica su relación con la manera en que es representado, y asume la mirada como potencia que rehúsa representar, en un trabajo de reminiscencia (de reflexión sobre sí, de «evocación de un sujeto que piensa su destino»), desplegado a su vez en un triple movimiento: «saber lo que fue dicho», «ir a ver a otra parte», «acordarse de sí» (Rancière, 1991a: 93). Irene quiere «saber lo que fue dicho» por el niño antes de arrojarse al vacío. Quiere quedarse en la relación del decir con la nada, con el llamado del vértigo, en lugar de quedarse pensando en explicaciones (psicológicas, sociológicas, médicas) que puedan dar cuenta de lo que pasó; confrontarse entonces con el carácter abismal de lo que pasó, evitando las explicaciones que le dan sentido y que justamente no lo dejan emerger con su potencia de no-sentido, de nada; esto es lo que produce Andrea, el primo comunista de Irene, explicaciones que encuentran cosas detrás de las palabras; «él está ahí para revelar» (Rancière, 1991a: 96), y, por eso, porque no quiere saber nada del acontecimiento, no le importa lo que el niño dijo, ni confrontarse con el defecto radical de toda causa o buena causa. El movimiento emancipatorio de Irene es también un «ir a ver a otra parte»; primero en una visita guiada con Andrea que intenta sacar a Irene de su dolor individual para, en su lógica representacional, hacerla descubrir en el reconocimiento del dolor de los otros la cura a su sufrimiento particular; un viaje «al otro lado de la sociedad» (Rancière, 1991a: 96), que luego Irene desvía, convierte en un viaje otro, del que «emerge una existencia que no imaginaba» (Rancière, 1991a: 96): un viaje al pueblo. Un pueblo que no se representa, un pueblo que no es ni baile, ni color local, ni una cierta manera de hablar, sino, nos dice Rancière, un cierto encuadre: un cuadro en el que se ha encerrado a muchos («una manera de ocupar con muchos un pequeño espacio»); un espacio de trato y contacto en el que se tejen formas de relación solidarias. Pero también un espacio de cierre e inmunidad, que deja ver al incluido como excluido, como lo es la vecina sospechosa con la que no se quiere tener que ver; un espacio entonces atravesado por la contradicción entre un pueblo solidario y afirmativo, y un pueblo excluyente y opresivo. Quebrando así la lógica representacional, Rossellini nos deja ver el viaje otro de Irene, como un encuentro que la pone fuera de lugar. Un encuentro con un otro que ya no es meramente el marginado, sino quizá un otro inclasificable (por ejemplo, una mujer que vive en condiciones precarias, madre soltera de muchos hijos, que cuida con fluidez y contagiosa alegría), así como la ambigüedad de lo que no se puede fijar y puede ser siempre distinto. Aquí, nos dice Rancière, se inicia «la locura» de Irene, que es también su conversión, no su iluminación, sino la torsión de su cuerpo (Rancière, 1991a: 97), un darse la vuelta como paso al costado: torsión que es extravío, llamado del vacío que hace efecto, pero no sentido. Aquí se suspende el tiempo del «ligar, explicar, curar»; se constata lo que excede las representaciones de los sociólogos y los políticos; se tiene una experienciade no inteligibilidad, de un exceso con respecto a las categorías establecidas (Rancière, 1991a: 98). Esas categorías que también le daban sentido a Irene, que la formaban como cuerpo. Por eso, su cuerpo enloquece, porque excede «todo aquello que lo formaba como cuerpo inteligiblemente» (ibid.). La conversión señala aquí entonces un movimiento en el que un cuerpo se vuelve extranjero con respecto a «los sistemas de los lugares», con respecto a lo que se espera encontrar «ahí dado», y con respecto a la manera de fijarlo como un cierto lugar. Y se convierte en inquietud, en movimiento, en desplazamiento, «en el acto de su propia reflexión» (Rancière, 1991a: 101). Un movimiento que no tiene lugar, ni cuerpo definido –aquí de nuevo entonces el movimiento de lo incorpóreo–, y que en este caso Rancière vincula con la figura «socrática» del «átopos»: del desplazado y extravagante al que lo mueve la confianza (pistis), en lugar de la desconfianza de los sabios y eruditos. Extrañamiento, entonces, y expropiación desde la confianza; confianza en la propia potencia y en la de otros, al pensar en lo que se hace y en lo que otros hacen. Una reminiscencia que tiene que ver con ese «acordarse de uno mismo» (Rancière, 1991a: 102), central en las reflexiones de El maestro ignorante. Una extrañeza igualitaria que se da como tarea no revelar, no desocultar, no representar, sino «cercar»: mirada que cerca, que reconoce el trabajo de singularización de sí y de los otros. Así es como se nos propone pensar la actitud de Irene como otra actitud crítica (aunque, para evitar confusiones, Rancière no usa en este texto y en otros la noción de crítica, porque la ve demasiado apropiada por lógicas desmitificadoras y de inversión). Un trabajo crítico otro que también lleva a cabo el artista Rossellini al construir la extrañeza de esa mirada, la conversión de un cuerpo y de su voz, en su carácter inaudito. Por eso, la manera en que Rossellini escenifica la figura de Irene abre a la mirada del (la) extranjero (a), a lo que esta implica, y con esta «nos deja tocar la verdad de un mundo» (Rancière, 1991a: 103): con su mirada, Irene capta, como Gauny, la fábrica como lugar de una ofensa, como lugar de captura de la mirada, de empobrecimiento sensible, de desposesión de un cuerpo de la multiplicidad de sus posibilidades. Particularmente, el filme deja ver como técnicas «asilares de lo social» –presentes en la racionalidad de la fábrica, el periódico y el manicomio– las formas de explicación funcionalistas, mecanicistas, desmitificadoras, interpretativas, «que componen los discursos audibles de lo social» y que precisamente no dejan lugar a lo que no tiene un lugar definido, determinable (Rancière, 1991a: 104). La torsión del cuerpo de Irene, su locura en este caso, marca también el exceso con respecto a estas técnicas y, por eso, su figura resulta incomprensible, incluso intolerable, para el sacerdote, el médico, el juez, que la tratan. Su torsión indica así también la necesidad de liberar la mirada, el gesto, la potencia de los cuerpos de su captura por esas formas de tratamiento y comprensión de la «descarga» y de la interpretación (ibid.). Y el intervalo, l’écart, que Rossellini logra crear con la película hace ver, según Rancière, «lo irremediable del gesto»: así, la ficción nos confronta «con el trazo de lo irremediable» que es también «la inscripción material de lo que no tiene espacio en el sistema de la realidad» (Rancière, 1991: 106). Ese no-lugar que, como hemos visto aquí y allá, es la inscripción material de lo incorpóreo. 2.3. Efectos Cuando los cuerpos se arrastran por el vacío en derechura hacia abajo a causa de sus propios pesos, en un momento indeterminado por lo general y en un lugar indeterminado empujan un poco fuera de su sitio, lo suficiente para poder afirmar que su movimiento ha cambiado. Y es que, si no tuvieran por costumbre desviarse, todas las cosas hacia abajo como gotas de lluvia irían cayendo a través del hondo vacío, y no surgirían encuentros ni se producirían golpes entre los principios: de esta manera la naturaleza no produciría nada nunca (Lucrecio, De rerum natura). Los átomos «declinan perpetuamente», pero su caída admite, en ese clinamen infinito, excepciones de consecuencias inauditas. Basta que un átomo se aparte ligeramente de su trayectoria paralela para que entre en colisión con otros y de ahí nacerá un nuevo mundo. Tal sería, pues, el esencial recurso del declive: la bifurcación, la colisión, la «bola de fuego» que atraviesa el horizonte, la invención de una nueva forma (Didi-Huberman, 2009: 96). La emancipación intelectual es entonces un movimiento afectivo- reflexivo (reflexivo solo en tanto que afectado por fuerzas de transformación), por medio del cual una corporalidad se reapropia de su experiencia vivida y de su movilidad en esta, y, con esto, de su poder para desajustarse y reexperienciar posiciones, funciones, significados sociales, que le son dados, haciendo valer la heterogeneidad de estos y la manera en que pueden desensamblarse y reconfigurarse en otros arreglos. Vimos también que acentuar la corporalidad de este movimiento implica destacar que se trata de una reflexividad afectada, localizada en ciertas necesidades y que puede sentirse impulsada por el deseo de exploración de otras posibilidades, de otro mundo con respecto al dado, desde una reexperimentación de su localización. De ahí la importancia de pensar en lo que puede propiciar esta fuerza de transformación, que es también la potencia de pensamiento común, desde caminos de traducción y aprendizaje muy diversos, que son también caminos de exploración y extravío relacionados, caminos que pueden afectarse mutuamente abriendo, entre las fronteras de sentido que fijan las capacidades y las posibilidades de los cuerpos, brechas- intervalos, con efectos inesperados. Podríamos decir entonces que, desde esta aproximación estético- cartográfica, un cuerpo es un ensamblaje heterogéneo de discursos, gestos, rutinas, afectos, formas de racionalidad, espacializaciones, que se experimenta en sus movimientos, en sus formas de percepción, pero que justamente puede re-experimentarse, produciendo disyunciones en los ensamblajes, y, con esto, otros arreglos. En este sentido, se trata de una aproximación que acentúa que, con todo y lo sujetada que una corporalidad pueda estar a ciertos hábitos y rutinas que se han incorporado, puede no solo resistirlos y desincorporarlos, sino perforarlos con baches y brechas, que permiten reconfiguraciones desujetantes, que hacen valer lo que no ha tenido lugar. De ahí la importancia de lo incorpóreo: de esos no lugares que perforan los lugares establecidos, de esos enunciados que exceden lo dado como real, pero que tienen un gran poder de afectación sobre los cuerpos, de esas existencias que no resultan inteligibles desde cierta racionalidad, pero que actúan como si lo fueran; de esas fuerzas que mueven a los cuerpos y los impulsan a producir transformaciones sin que sean definibles y conceptualizables; de ese exceso que se da en el posible desajuste de lo que está ensamblado; del intervalo. Y de ahí el énfasis también en la materialidad de lo incorpóreo, en los efectos sobre lo dado, sobre los cuerpos, sus prácticas y los modos de relación que estos intervalos pueden tener.19 Sin embargo, ese intervalo sin lugar determinado es también muy material y tiene efectos: lo vimos al detenernos en las transformaciones materiales que tienen lugar en la vida de Gauny y de Irene. Se trata de deviaciones que alteran todo un paisaje existencial. Y esto es algo que destaca también todo el tiempo Rancière en su obra: las desviaciones obreras que estudió en La noche de los proletarios tienen la efectividad del clinamen, de esos movimientos brownianos (Rancière, 2010b: 62) que pueden amenazar de manera imprevisible todo un orden de sentido, pues «basta que un átomo se aparte ligeramente de su trayectoria paralela para que entre en colisión con otros y de ahí nacerá un nuevo mundo» (Didi-Hubermann, 2009:106). Así lo fue descubriendo y trazando de manera oblicua La noche de los proletarios: ¿Por qué, en 1833 y en 1840, los sastres parisinos en huelga tienen por líder a André Troncin, que reparte sus tiempos libres entre los cafés estudiantiles y la lectura de los grandes pensadores? […] ¿Por qué los sombrereros en lucha han salido al encuentro de ese antiguo seminarista llamado Phillipe Monnier, cuya hermana fue a representar a la mujer libre a Egipto y cuyo cuñado murió en la búsqueda de su utopía americana? Porque seguramente aquellas personas, respecto de las que se esfuerzan habitualmente para evitar sus sermones sobre la dignidad obrera y el sacrificio evangélico, no representan lo cotidiano de sus trabajos y de sus odios. Pero es efectivamente por eso mismo, porque son otros, que ellos van a verlos el día en que tienen algo para representar frente a los burgueses (patrones, políticos o magistrados) […]. Para que la protesta de los talleres tenga una voz, para que la emancipación obrera ofrezca un rostro a contemplar, para que los proletarios existan como sujetos de un discurso colectivo que da sentido a la multiplicidad de sus agrupaciones y de sus combates, es necesario que aquellas personas estén ya constituidas por otras (Rancière, 2010b: 21-22). Los desplazamientos que se producen en las figuras divididas de La noche de los proletarios, desde su contacto con otras experiencias (de escritura, de lectura, de relación con otros) –lo vimos–, les permite interrogarse sobre su identidad, sobre sus capacidades, sobre el uso de sus tiempos y el espacio, sobre la visibilidad de su voz como palabra significativa. Y esta interrogación también puede conducir a que cuestionen su derecho a la palabra, su derecho a no tener siempre que ser representados por otros. Por eso, la emancipación proletaria depende, más que del descubrimiento de la explotación y de sus condiciones, de la posibilidad de que los obreros tengan otro conocimiento y otra experiencia de sí, a través de las exploraciones corporales que aquí hemos perseguido, que les permita poner en cuestión las jerarquías que están en la base de su explotación. Y de ahí también que, como se destaca en la cita, sea justamente en las experiencias de desidentificación con respecto a una identidad obrera asignada que puede configurarse «la voz de la gran colectividad de trabajadores» o, en los términos del Rancière posterior, una subjetivación política, que hace valer de una manera particular el nombre proletario. Una voz colectiva que se manifiesta, como los movimientos de alteración que le han dado lugar, desde una cierta indeterminación, pues el proletario empieza a emerger aquí, según Rancière, no como una clase definida, sino como la clase de todos aquellos que quedan al margen, y rehúsan ser integrados de cierta manera. El proletario empieza a afirmarse como clase que desclasifica, como parte-de-los-sin parte. Vemos aquí aparecer entonces el interés de Rancière por pensar, en contraste con Jacotot,20 la posibilidad de formas de emancipación política, desde las prácticas de emancipación intelectual (tal y como lleva a cabo en trabajos posteriores), aunque sus planteamientos no ahonden mucho en las maneras en que se cruzan, afectan y potencian estos caminos de alteración singular y de transformación colectiva. Ahora bien, enfatizar el cruce de fronteras que da vida al intervalo y la efectividad de este permite recoger otro punto que es de especial interés para esta investigación. A saber, el tipo de rupturas y desujeciones que pueden darse en los cuerpos al emanciparse. O, más exactamente, podría decirse que, en sus reflexiones sobre la emancipación intelectual, Rancière deja pensar un movimiento de desujeción particular que no puede definirse solo como resistencia, como transgresión, ni como reiteración paródica.21 Pensemos de nuevo en la figura de Gauny: la manera en que su cuerpo se desujeta de una serie de dominaciones (identificaciones, constricciones, regulaciones impuestas por ciertas fronteras, que son fronteras de sentido y percepción) es un movimiento que podría caracterizarse como una sutil subversión y, por ende, como un cierto sobrepasamiento de límites dados, aunque no solo. Por supuesto que se subvierten sutilmente en este movimiento unos límites (normativos), unos códigos que se le imponen a un cuerpo, pero para crear justamente entre ellos un intervalo; un intervalo en el que un cuerpo se reconfigura más que deshacerse o perderse como un cierto tipo de sujeto. El límite entonces no se niega (como en una resistencia meramente negativa), ni se radicaliza como en el movimiento más interesante de la transgresión: ese movimiento en el que el límite se radicaliza hasta llevarlo a sus límites, el límite en el que puede desaparecer,22 y con él el sujeto producido por la delimitación. En efecto, Gauny no se apropia de los criterios de un código de conducta dominante (por ejemplo, la productividad capitalista con su afán de rendimiento y eficiencia) para radicalizarlos de tal modo que les dé la vuelta y los transgreda, transvalorándolos. Gauny detiene, suspende, más que radicalizar, el afán de productividad regido por el objeto a conseguir, es decir, separa la actividad del objeto, para quedarse con la experiencia del solo movimiento de la actividad productiva y lo que vimos se sigue de esta detención en la cadencia del esfuerzo y la gestualidad del cuerpo, y sus reconfiguraciones en otro tipo de economía afectiva y de existencia. Por esto mismo, la desujeción y la reconfiguración que se producen en el movimiento de Gauny tampoco pueden considerarse como la reiteración alterada (mimética, paródica, descontextualizada) de códigos y rutinas adquiridas: las rutinas aquí no se reiteran, sino que se desensamblan, se torsionan, se alteran suspendiéndose, dando lugar a una discordancia entre los elementos de la actividad rutinaria: una no concordancia entre mirada y brazos, entre actividad y objeto esperado; entre esfuerzo máximo y productividad funcional, que puede dar lugar a los nuevos arreglos de la economía cenobítica. * Pero ¿por qué nos puede interesar volver a figuras de otros tiempos (Gauny, los proletarios de 1830, Jacotot, Irene) y a las reflexiones sobre la corporalidad y su emancipación que pueden desencadenar? ¿En qué medida se trata de reflexiones inspiradas por cuerpos que confrontaban unas formas de sujeción (que en los términos de Foucault cabría definir como vigilantes, disciplinarias) muy distintas a las que vivimos ahora, en la época de un capitalismo posfordista fluido, con un gran poder de deslocalización? Rancière permite pensar una respuesta posible a esta pregunta: El retorno del capitalismo salvaje y de la vieja asistencia a los «excluidos» vuelve a poner a la orden del día el esfuerzo de aquellos que se comprometieron a romper el círculo, su experiencia de la división del tiempo y del pensamiento. Pero, asimismo, frente al nihilismo de la sabiduría oficial, hay nuevamente que instruirse en la sabiduría más sutil de quienes no tenían el pensamiento como profesión y que, no obstante, desordenando el ciclo del día y la noche, nos han enseñado a volver a poner en cuestión la evidencia de las relaciones entre las palabras y las cosas, el antes y el después, el consenso y el rechazo (Rancière, 2010b: 25). El «nihilismo de la sabiduría oficial» se refiere a la lógica consensual hoy día imperante, de acuerdo con la cual la realidad social es lo que es, un espacio objetivable a partir de condicionamientos cuantificables, que simplemente tienen que ver con el funcionamiento del mercado, y las dinámicas de lo que habría de requerir el «progreso» o, más en general, la «integración social». En juego con esta lógica, para decirlo en palabras de Rancière, está «un monopolio en las formas de descripción de lo que es perceptible, pensable, realizable» (Rancière, 2011e: 6), es decir, una fijación de lo que presuntamente nos es dado como real y necesario, de las fronteras entre lo posible y lo inviable, las capacidadesy las incapacidades; el saber experto y la ignorancia; lo que queda marginado y lo que debe incluirse a partir de programas de integración social. Se trata entonces también de una lógica de inclusión-exclusión, que trae consigo una desconfianza en, y una desposesión de, la potencia común, de la que aquí hemos hablado. Una potencia que, gracias a las distintas luchas sociales de los siglos XIX y XX, se inscribió en derechos sociales. Y que hoy día, aquí y allá, partiendo por desmantelar esos derechos, es negada por la objetividad reguladora del mercado y su entonces renovado capitalismo salvaje. Frente a esta desconfianza en, y desposesión de, la potencia común, frente a este nihilismo en el que, según Rancière, también pueden caer, por otros caminos, ciertas vertientes de la teoría crítica, se trata de intentar «mantener abierto el espacio del pensamiento –lo que también quiere decir el espacio de potencia afectiva, de deseabilidad– de todo lo que está comprendido bajo el término emancipación» (Rancière, 2012a: 267). Las prácticas de emancipación de cuerpos cualesquiera, aquellas desplegadas en la sutil sabiduría corporal de Gauny y sus cómplices, espero haberlo mostrado en este capítulo, también tienen que ver con esto: con mantener abierta la potencia afectiva, la deseabilidad de la emancipación, frente a la desconfianza en el poder de cualquiera y las formas actuales de desposesión de los cuerpos. Y, en tiempos del consensualismo neoliberal, esto es más necesario que nunca. * Los siguientes capítulos estarán justamente dedicados a pensar más de cerca en qué medida el consensualismo puede producir tales formas de desposesión de los cuerpos (capítulo 3) y en qué medida estas pueden ser confrontadas por formas de emancipación colectiva, que producen reinvenciones de lo común (capítulos 4 y 5). Pero, si continúo aquí con las formas de desigualdad, antes de volver con la cuestión de las reivindicaciones colectivas de igualdad, no es porque coincida «con quienes dicen que primero hay que estudiar la forma históricamente específica de la desigualdad y, por lo tanto, comprender la lógica del sistema, para poder elaborar estrategias que estén hechas a su medida» (Rancière, 2012a: 160). Parto del reconocimiento de que estas manifestaciones igualitarias se dan, y que no es el intelectual el que ha de indicar cómo deben y pueden darse, al clarificar primero cómo funcionarían las formas de sujeción. Pero estas manifestaciones emancipatorias que ya se dan, se han venido dando, luchan contra formas específicas de dominación y se producen creando intervalos en medio de estas; de modo que la construcción de sus escenas de igualdad en todo caso «es dependiente de lo que ofrecen las formas existentes de desigualdad» (Rancière, 2012a: 160). Por eso, porque lo que interesa es perseguir estas escenas y acoger su fuerza disensual, habría que pensar primero las formas de dominación contra las cuales luchan.23 De ahí el orden de los momentos que siguen a continuación. 1 Una versión mucho más breve y acotada de este capítulo apareció en forma de artículo bajo el título «Jacques Rancière and the Emancipation of Bodies» en la revista Philosophy and Social Criticism (Quintana, 2019). Esta versión ampliada, vertida al castellano, se utiliza aquí con el permiso de Sage. 2 Me refiero en particular a tres de los libros arriba citados, pues El maestro ignorante ha recibido una gran atención sobre todo en estudios sobre teorías de la educación (véanse Biesta, 2010, 2011), y en el público más amplio, como destaca y le satisface al mismo Rancière: «Me alegra que mi libro más traducido sea El maestro ignorante, un libro aparentemente inverosímil, intempestivo, a propósito del cual en Francia al principio la gente se preguntaba por qué lo había escrito, qué sentido tenía haberlo hecho. Que esté traducido al japonés o al coreano o que ahora se esté traduciendo al árabe y a un montón de otras lenguas significa que, a pesar de todo, los efectos que puedo anhelar se producen bien» (Rancière, 2012a: 178). 3 Otros argumentos para problematizar (ii) podrán encontrarse en los capítulos 4 y 5. En este último en particular, confrontaré los argumentos de Myers y la posición de Hallward. 4 Discusión que ha generado una abundante literatura: desde las lecturas fenomenológicas de Merleau-Ponty y Scheler (y las perspectivas contemporáneas sobre embodiment, véanse Noland, 2009 y Arnal et al., 2012); las lecturas constructivistas y culturalistas que se han producido desde visiones tan distintas como las de Foucault, Bourdieu y Althusser (ref. Butler, 1990, 1993, 1997); hasta las aproximaciones ontológico-afectivas que se han desplegado a partir de Spinoza, Nietzsche y Deleuze (Massumi, 2002; Sedgwick, 2003; Gregg y Seigworth, 2010; Berlant, 2011), en el cruce entre estudios culturales y antropología, por citar algunas vertientes. 5 Un volver sobre sí en el movimiento del cuerpo que podría vincularse con la experiencia de un cuerpo vivido, sin que dé lugar a una comprensión vivencial (en el sentido de Dilthey o Husserl), encarnada, de la corporalidad en la ruta de la fenomenología de Merleau-Ponty y las resonancias que esta ha tenido en la comprensión contemporánea sobre embodiment. Esto último no está tanto en juego, no solo porque Rancière no tiene evidentemente un enfoque fenomenológico, sino porque a su cartografía estética le interesa pensar momentos de corporalidad incorpórea, y momentos en los que se desajusta una experiencia vivida, momentos de no-encarnación, para decirlo brevemente, sin que tenga que asumir con esto una comprensión nuevamente dicotómica entre lo material y lo espiritual. 6 Esta materialidad incorpórea podría relacionarse con lo incorpóreo tal y como propone Elizabeth Grosz (2017) en su libro más reciente, dedicado a pensar esta dimensión incorporal que atraviesa la materialidad en su inmanencia. Aunque el enfoque de Rancière es estético-cartográfico y no ontológico, como el de Grosz. 7 De hecho, en varios lugares, por ejemplo, en una de sus entrevistas, Rancière afirma: «Y la matriz de lo que pude hacer desde entonces […] provino esencialmente de los textos del carpintero Gauny, que se presentaban justamente como una experiencia que podría llamarse de “filosofía salvaje”» (Rancière, 2001: 247-248). Es decir, experiencia de un pensamiento que deslegitima y desestabiliza. Me interesará entonces perseguir en este capítulo esta filosofía salvaje de Gauny. 8 La traducción de todas la citas de este texto es mía. 9 De una manera muy oblicua este pasaje de Gauny me hace pensar en Fanon (2009) cuando se refiere a la manera en que el sufrimiento del cuerpo negro tiene que ver sobre todo con la manera en que se le niega y pierde la conexión con su facticidad, con su «experiencia vivida» para, en medio de las dominaciones, sentir su cuerpo solo reificado, objetivado, en tercera persona. Por eso, para Fanon, un primer paso para contrarrestar esas dominaciones es poder reexperimentar el cuerpo, como cuerpo vivido (Fanon, 2009; Noland, 2009: 203). Ciertamente, estas consideraciones de Fanon podrían ser leídas apelando a la distinción entre experiencia y vivencia, antes anotada. Si las retomo aquí, no es para reactivar esta distinción, sino para leer de otra manera, con Gauny, ese movimiento de un cuerpo vivido: no como una vivencia (interior, subjetiva), sino como una experiencia mundana de reconexión con el movimiento corporal de un cuerpo y su potencia. 10 Véase Rancière, 1983: 15. 11 El tedio, nos lo hace saber Gauny, es la manera en que ciertas distribuciones del tiempo en la labor afectan a los cuerpos y a sus interrelaciones. 12 De ahí que Rancière destaque que, si bien estas reflexiones de Gauny sobre la prisión no han dejado de recordar los posteriores análisis de Foucault sobre el poder disciplinario en Vigilar y castigar, para Gauny, a diferencia de Foucault, no se da el contraste que este último establece entre suplicio y vigilancia. Para Gauny, sigue dándose un suplicio del cuerpo en estas prisiones yel suplicio son sus formas de vigilancia (Rancière, 1983: 16). 13 «La emancipación comienza cuando se vuelve a cuestionar la oposición entre mirar y actuar» (Rancière, 2010a: 19). 14 Aunque no está en juego aquí lo acontecimental de Badiou, Rancière sí da lugar a una cierta comprensión del acontecimiento. Se trata de pensar el acontecimiento «como una relación entre mundos posibles» (Rancière, 2012a: 157). 15 Véanse Bourdieu (2003: 205-206) y Nordmann (2006: 68). 16 Para servirme aquí oblicuamente de las reflexiones de Foucault sobre «el materialismo incorpóreo» del evento (véase Foucault, 1972: 231). 17 La cita textual en francés dice: «L’émancipation est en elle-même la création d’une certaine continuité, en rupture avec la logique de la reproduction, d’une spirale qui se construit en s’écartant de son cercle» («La emancipación es ella misma la creación de una cierta continuidad, en ruptura con la lógica de la reproducción, de un espiral que se construye espaciándose [abriendo intervalos en medio] de su círculo») (Rancière, 2009d). 18 Es decir, me refiero al escolio de la proposición XIII, del libro II de la Ética, y a la proposición XIV del mismo libro. 19 En El desacuerdo, Rancière sugiere una vecindad entre esta experiencia del intervalo y la experiencia del pasaje indefinido y la expropiación del Untergang nietzscheano. En palabras de Rancière, «lo que es al mismo tiempo la pérdida, el pasaje-más-allá [le passage-au-delà] en el sentido del Untergang nietzscheano, fue lo que ensayé mostrar en La noche de los proletarios» (Rancière, 1996: 54). Alude aquí Rancière a esos pasajes iniciales del Zaratustra, en los que Nietzsche traza la enigmática figura de lo ultra-humano como pasaje y pérdida de sí, expropiación: «El ser humano es una cuerda tendida entre el animal y lo ultrahumano, – una cuerda sobre un abismo / Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse / La grandeza del ser humano está en ser un puente y no una meta: lo que en el ser humano se puede amar es que es un tránsito [Ubergang] y un ocaso [un hundimiento, un perderse, Untergang] (Nietzsche, 1997: 38; traducción ligeramente modificada). La emancipación como intervalo es entonces una experiencia de pérdida, de expropiación, pero también de pasaje, de ser-en-camino indefinido. 20 Para quien, como insiste varias veces El maestro ignorante, no tiene sentido la emancipación colectiva. 21 Movimientos que no niego que puedan ser desujetantes, pero que no agotan el campo de las posibles desujeciones, y que no necesariamente permiten pensar un momento de reconfiguración, de transformación cualitativa, que aquí sí se apunta a destacar. 22 «La transgresión lleva el límite hasta el límite de su ser; la transgresión obliga al límite a enfrentar el hecho de su inminente desaparición, a encontrarse en lo que excluye» (Foucault, 1977: 34). 23 Como es sabido, Rancière, a diferencia de Foucault, habla de formas de dominación, más que de poder, para referirse a las prácticas de sujeción que hoy en día cierran el campo de experiencia de los sujetos. Además, insiste en que el efecto de esas prácticas de dominación es sobre todo la producción de formas de desigualdad. Pero hay que tener en cuenta que, al hablar de dominación, Rancière no asume el sentido que Foucault le da al término para aludir a formas de coerción que saturan el campo de experiencia y cierran por completo la movilidad de los sujetos. Al contrario, como puede seguirse de lo que ha aparecido ya en este capítulo, se trata para Rancière de distribuciones de sentido heterogéneas que en las fijaciones y las relaciones de desigualdad que producen son fracturables, reversibles. 3. El consensualismo y la desposesión de los cuerpos ¿En qué sentido el mundo contemporáneo está dominado por una lógica consensual? Y ¿en qué medida esta tiene como efecto principal la desposesión de los cuerpos? Al confrontar estas preguntas en este tramo del libro, me interesará poner a dialogar los planteamientos de Rancière con otros diagnósticos de nuestro tiempo, particularmente con unos centrados en el discurso del neoliberalismo, como clave para pensar la actualidad. Así, aunque Rancière no utiliza la categoría de neoliberalismo hoy en día tan difundida en los estudios sociales, situar las reflexiones de este autor en algunas de las discusiones más influyentes que se han dado sobre el tema permite entender mejor la pertinencia de la noción de consenso para reflexionar sobre el presente, y asir la singularidad de la interpretación de Rancière sobre nuestro tiempo. Al establecer este diálogo se trata también de interrogar esta actualidad nuestra, la manera en que planteamientos producidos desde otras localizaciones, como Europa y Estados Unidos, pueden resonar con experiencias que se producen aquí y ahora, en las complejas circunstancias de Colombia. Se apuntará, entonces, a las siguientes preguntas: ¿Qué es lo que permite pensar la idea de consenso y en qué medida puede relacionarse con reflexiones actuales sobre las formas de desposesión del capitalismo contemporáneo que se han vinculado con algunos análisis sobre el neoliberalismo? Y ¿por qué insistir tanto en la idea de desposesión y en que esta es, antes que nada, desposesión de los cuerpos? ¿Qué se juega con esta insistencia y cómo nos interpela aquí y ahora desde las complejas circunstancias desde las que escribo? Empezaré ofreciendo algunos elementos para avanzar en relación con las últimas dos preguntas, para abordar luego la discusión contemporánea sobre las formas de desposesión, en el debate actual sobre el neoliberalismo, y enlazar finalmente estas reflexiones con el punto de vista de Rancière. Podríamos dar unas puntadas iniciales en relación con la cuestión de la desposesión, teniendo en cuenta algunas señas que hacen ciertas experiencias en Colombia o, por lo menos, algunos vectores de fuerza experimentables en estas circunstancias: Para el modelo neoliberal, los territorios no son para la gente, los territorios valen en cuanto haya un interés económico allí, si en el territorio hay minerales, pues el territorio es importante para esta gente que está en esta lógica de acumulación; y no le importa ese territorio, si en diez años tú has sacado todo el interés económico, pues a los diez años se va, y nunca más vuelve por allí. Para nosotros es una cosa de vida, porque nosotros sí tenemos pensada nuestra vida, la de nuestros hijos e hijas y de la descendencia hasta que el sol alumbra, hasta que la tierra exista, en esos territorios. Esa es la diferencia, y esa es la importancia, y por eso le damos nosotros tanta fuerza a la defensa del territorio, porque para nosotros el territorio es la vida, no únicamente la vida material […]. El territorio para nosotros es también la espiritualidad (representante del movimiento Coordinador Nacional Agrario, CNA). También estamos en contra de los modelos extractivistas, actuales y neoliberales, y apostamos, más que todo a eso, a la construcción de nuevos tipos de pensamiento, de nuevos imaginarios por y para la vida digna (representante del tejido juvenil, Tejuntas). Porque ahora, en el neoliberalismo, parece que uno no lucha por el trabajo, sino que en la ciudad uno se lo rebusca, entonces el trabajo no es un derecho, sino como un mérito, ¿cierto? Si uno tiene para comer, es porque es buen trabajador, se esfuerza, trabaja, y, si no, es porque es un vago y es un flojo, ¿cierto? (lideresa de Tejuntas). Y es que lo que provoca precisamente el neoliberalismo sobre los cuerpos de las personas es una idea de que tú eres responsable enteramente sobre lo que pasa en tu cuerpo y esto elimina la responsabilidad del Estado, de la empresa privada, de las instituciones públicas, de la manera cómo se formulan políticas públicas y ese es un poco nuestro lugar de partida y es un poco como cuestionar ese lugar que se nos asigna como responsables con nuestros propios cuerpos y con nuestra salud [como cuerpos delgados, exitosos] (lideresadel colectivo feminista Gordas sin Chaqueta). Estos testimonios fueron recogidos en un evento realizado en 2015 en el que participaron unos 15 líderes y representantes de movimientos populares muy distintos (campesinos, indígenas, afro, urbanos, juveniles, feministas, animalistas, contra la discapacidad, pro uso abierto de entornos digitales...). El evento, que convocamos1 con el nombre «Formas de acción política de los movimientos populares: hacia un glosario de lo común», partía por cuestionar los repartos disgregadores y fijadores de una política de la identidad para reabrir la pregunta por lo común que podría articular a colectivos tan distintos. Y el discurso del neoliberalismo apareció como constante en cada una de estas manifestaciones, suponiendo aspectos y efectos diferenciables pero convergentes: la desposesión del territorio como espacio vital, afectivo, de relacionalidad no solo interhumana, sino «con otros seres vivos, con seres del pasado y del futuro» (Aparicio et al., 2017), y también con una dimensión espiritual que liga lo humano y lo no humano, lo orgánico y lo inorgánico en prácticas que articulan el tejido de la cotidianidad. La desposesión del territorio para estos usos vitales de la gente, por parte de proyectos económicos en los que los territorios se reducen a espacios de intervención y explotación económica a gran escala, programados de arriba hacia abajo, con efectos devastadores sobre el ambiente y la salud de las personas;2 desposesión entonces también de un buen vivir, con todo lo que esto implica: no solo mínimas condiciones de vida (condiciones de acceso a la salud, educación, seguridad alimentaria, protección de injurias y violencia, libertad de movimiento), sino la posibilidad de decidir sobre la manera de organizar estas condiciones en economías solidarias y de autogobierno y participación local mayores, es decir, en economías preocupadas por posibilitar usos no meramente extractivos de los bienes naturales, y con ello formas de producción y de distribución más equitativas y más equilibradas con la naturaleza que redunden en mayores garantías sociales para los territorios, desde los territorios.3 Desposesión entonces del poder común de decidir sobre los usos de los territorios, por parte de intervenciones estatales, programadas en asocio con grandes capitales, que han establecido previamente la utilización económica de aquellos; desposesión de formas colectivas de asociación en nombre de un individuo responsable de sus posibilidades de subsistencia y florecimiento. Desposesión de las posibilidades de singularización de los cuerpos, en nombre de la «responsabilidad» de aparecer como cuerpos «normales», delgados, autocontrolados, «exitosos». Lo anterior indica ya algo que me interesa argumentar en este capítulo: al hablar de desposesión no se trata de pensar meramente en una lógica negativa, de captación o extracción de capacidades, derechos, o menos aún de alienación de una esencia dada (cfr. Dardot y Laval, 2015: 135), pues no puede perderse de vista que las formas de dominación y poder que operan hoy en día son productivas, es decir, generan experiencias, modos de ser unos con otros, formas de subjetividad. Además, porque un enfoque estético-cartográfico, como el defendido por este libro, es contrario a toda esencialización, especialmente a toda fijación de lo humano en un cierto reparto de sentido. Y, sin embargo, me parece que la idea de desposesión sí subraya que estas formas productivas de sujeción o subordinación tienen efectos de despotenciamiento, despolitización, cierre, aplanamiento de las posibilidades de agencia. De esta manera permite captar bien los efectos de esas prácticas sobre la dimensión política. En este sentido, el rastreo de la cuestión de la desposesión que se presentará aquí y el vínculo que se apuntará a establecer con las reflexiones de Rancière amplían necesariamente la noción con respecto a análisis como los de Harvey (2003, 2005) y con respecto a aquellos que han insistido en los «nuevos encerramientos» que produce el capitalismo contemporáneo (Midnight Notes, 2001; Boyle, 2003; Bollier, 2003), pero también los retoma para verlos en conexión con otros aspectos, y producir así una noción más rica y compleja de desposesión. Una noción que, a mi modo de ver, producen también algunas apuestas de movimientos populares contemporáneos y que, en sus distintos registros, da cuenta de múltiples formas de sujeción que las personas están padeciendo hoy en día. En efecto, podría anticiparse ya, a partir de lo dicho, que, si la desposesión de la comunidad de los territorios, de los usos comunes de estos, de los bienes comunes,4 y antes que nada de las prácticas colectivas que los hacen emerger, supone una privatización del mundo, que está agotando el planeta y los ecosistemas, en el sentido amplio del territorio antes anotado, este agotamiento también trae consigo la desposesión y el agotamiento de los cuerpos, toda vez que por la conminación a la productividad que se le impone al sujeto emprendedor, se corten sus formas de relacionalidad y los usos de tiempos y espacios otros, que pueden darse en estos territorios. En palabras del colectivo Midnight Notes, «los agotados bienes comunes de la Tierra […] se encuentran [hoy] con cuerpos humanos desgastados» (Midnight Notes, 2001: 5). Así, en el cruce de distintas herencias, transmitidas de maneras discontinuas y diferenciales (de Marx, de teorías latinoamericanas de la dependencia, de luchas campesinas, afro e indígenas, de aproximaciones decoloniales y feministas), los testimonios citados dejan ver que en la cotidianidad de las vidas de la gente común se dan múltiples formas de desposesión, articuladas entre sí. Estas desposesiones apuntan a inhibir una relacionalidad vital que marca también la interdependencia de los cuerpos y sus entramados ambientales. Por eso, la desposesión es, en un sentido bastante amplio, desposesión de una potencia común; de una potencia que se despliega, como han insistido Butler y Athanasiou (2013: 3ss), en la exposición de los sujetos a su interdependencia y su vulnerabilidad. Y, por eso, la desposesión de esa potencia común podría pensarse como inhibición de la vulnerabilidad radical que atraviesa la vida, como siempre dependiente, como nunca autosuficiente, ni dueña de ella misma, y como una vulnerabilidad experimentada en común que también puede dar lugar a distintas formas de agencia colectiva. En esta dirección, podría decirse que los testimonios que he recogido se cruzan con voces del pasado (Marx, 1946; Polanyi, 1975; Dos Santos, 1979; cfr. Grigera y Álvarez, 2013: 87) y con voces del presente de otras latitudes que siguen insistiendo en la importancia de repensar la desposesión (Midnight Notes, 2001; Boyle, 2003; Bollier, 2003; Harvey, 2003, 2005; Povinelli, 2011; Butler y Athanasiou, 2013), como desposesión –diría– de la agencia colectiva, como desposesión de la posibilidad de que los cuerpos puedan darse otras formas de vida en común. Varias de las voces mencionadas comprenden este efecto de desposesión como producto de una forma de regulación de las prácticas a la que coinciden en llamar «neoliberalismo». Por eso, antes de argumentar cómo los planteamientos de Rancière sobre el consensualismo pueden aportar a estas reflexiones, discutiré algunas comprensiones influyentes sobre el neoliberalismo y la manera en que permiten analizar la desposesión. 3.1. Neoliberalismo, desposesión y despolitización Como ha indicado recientemente Springer (2012), y ya antes otros (Peck, 2010; Mudge, 2008), el neoliberalismo como significante ha dado lugar a múltiples discusiones, en las que se ha insistido en que, lejos de tratarse de algo monolítico y estable, tendría que pensarse como un proceso que se materializa de distintas maneras, de acuerdo con los contextos históricos locales (Peck y Tickell, 2002) o, en los términos de Stuart Hall, como un «campo de oscilaciones» (cfr. Brown, 2015: 48). Pero a la vez podría verse como un proyecto global (Brenner y Theodore,2002; Brenner, Peck y Theodore, 2010)que puede ser estudiado teniendo en cuenta los patrones similares que reproduce en experiencias y espacios distintos, entre los cuales pueden darse correlaciones y solidaridades (véanse Brand y Wissen, 2005; Escobar, 2001; Routledge, 2003; Springer, 2008, 2011). Teniendo en cuenta esta última orientación, en la literatura existente, como destaca Springer (2012), siguiendo a Ward y England (2007), se pueden identificar cuatro usos fundamentales del discurso sobre el neoliberalismo, que pueden dar lugar a vinculaciones y disonancias entre ellos: i. El neoliberalismo como proyecto ideológico hegemónico supone, como bien destaca Springer (2012: 136), que se trata de un proyecto capaz de influir en otros sectores sociales a través de interpretaciones, imágenes de mundo, políticas públicas, que de este modo se vuelven hegemónicas, es decir, socialmente aceptadas por un sentido común dominante, pese a que solo terminan beneficiando a una élite que, mediante ellas, consolida su poder o lo conforma (Duménil y Lévy, 2004; Harvey, 2005). ii. El neoliberalismo como un programa y una política pública (Springer, 2012: 136), que ha operado particularmente a través de formas de privatización, desregulación, liberalización, monetarismo, con efectos de despolitización y de creciente desigualdad (Brenner y Theodore, 2002). iii. El neoliberalismo como una forma de Estado (Springer, 2012: 137), y como uno centrado en el orden, la seguridad, las cuestiones que atañen a la inmigración, las políticas públicas policiales (Peck y Tickell, 2002), y cada vez más fusionado con el poder de grupos económicos e intereses corporativos, incidiendo así sobre mecanismos gubernamentales (Wolin, 2010); iv. El neoliberalismo como una forma de gubernamentalidad (Foucault, 2004 [1978-1979]; Barry, Osborne y Rose, 1996; Brown, 2003, 2005, 2015; Lemke, 2002; Dardot y Laval, 2014), es decir, «como una forma específica de razón política normativa, que organiza la esfera política, las prácticas de gobernanza y la ciudadanía», y que, como racionalidad política, gobierna «lo decible, lo inteligible y los criterios de verdad en estos dominios» (Brown, 2006: 693). Sin duda, en los debates actuales de teoría política contemporánea, la comprensión marxista (i. El neoliberalismo como ideología) y la foucaultiana (iv. El neoliberalismo como forma de racionalidad) han sido las más influyentes; además, desde sus diferentes presupuestos, también pueden dar cuenta de las interpretaciones (ii) y (iii). Pensemos particularmente en los trabajos sobre el tema de David Harvey (2003, 2005) y Wendy Brown (2003, 2006, 2015). Pese a sus diferencias, estas dos perspectivas convergen en que el discurso neoliberal, y las prácticas que genera, produce tanto unos programas de política pública como una forma de Estado que se caracterizan fundamentalmente por la «conversión de cada necesidad humana y cada deseo en un emprendimiento provechoso» (Brown, 2015: 28); o, en los términos de Harvey, por la mercantilización de cada aspecto de la vida (Harvey, 2005: 165ss). Asimismo, estas dos aproximaciones le conceden una gran importancia al Estado, y subrayan cómo el neoliberalismo en sus prácticas concretas requiere, más que de una reducción de la intervención del Estado (como podría seguirse de algunos teóricos considerados neoliberales, como Hayek en The Road to Serfdom), de una reconfiguración de este, como agente necesario para la implementación de sus políticas públicas (Harvey, 2005: 64-86; Brown, 2006: 694ss). Además, estas dos comprensiones coinciden en considerar que el neoliberalismo (como ideología o como forma de racionalidad) tiene efectos de despolitización y de pérdida de capacidad crítica en los sujetos manejados ideológicamente o gobernados. Me detendré entonces en algunos de los aspectos antes anotados, subrayando diferencias entres estas aproximaciones influyentes y discutiendo particularmente la última consideración destacada, de especial interés para este libro. 3.1.1. El neoliberalismo como ideología y la desposesión por acumulación Desde el punto de vista de la historia trazada por David Harvey, el giro neoliberal iniciado por las políticas de Thatcher y Reagan, con el conjunto de políticas económicas desreguladoras5 y privatizadoras que produjo, es leído como reacción por parte de las élites capitalistas ante la crisis de acumulación sufrida en los años sesenta del pasado siglo, y ante los riesgos de inconformismo social que la estanflación podía traer consigo. Particularmente, se habría tratado de una reacción que apuntó, desde el comienzo, a restablecer «condiciones para la acumulación del capital, restaurando el poder de las élites económicas» o creándolas, como en Rusia y China (Harvey, 2005: 15ss). Aunque, como el mismo autor reconoce, ha sido también efecto de este proceso la reconfiguración de las clases existentes (por ejemplo, con el afianzamiento de una élite en el sector financiero) y la emergencia de nuevos procesos de formación de clase en otros sectores (como en la biotecnología y las tecnologías de la información) (Harvey, 2005: 34). Sin duda, como han destacado Dardot y Laval (2014: 13-14), este modo de explicación al que también recurren Duménil y Lévy (2004), supone una comprensión muy intencional subjetiva de las formas de poder: «como si la emergencia de una nueva forma social pudiera ser atribuida a la conciencia de uno o más estrategas», «como si el recurso a la intencionalidad del sujeto pudiera ser considerado el principio último de la inteligibilidad histórica»; como si, en contravía con Marx, los «resultados históricos de un proceso fueran objetivos conscientemente decididos desde el principio» (Dardot y Laval, 2014: 13). Y como si, continuando aquí los análisis de Marx sobre «la eterna tendencia del capital a valorizarse a sí mismo a través de la forma mercancía», se terminara concluyendo de nuevo que «el motor real de la historia es el poder del capital, que subordina el Estado y la sociedad, poniéndolos al servicio de su ciega acumulación» (Dardot y Laval, 2014: 14). Además, podría pensarse que se trata de una explicación que, formulada en los términos reductivos antes presentados, puede producir una lectura meramente economicista del neoliberalismo, perdiendo de vista que este puede ser pensado como un proceso histórico que afecta a la vida social en todos los aspectos, como el mismo Harvey en todo caso se encarga de destacar en varios momentos de A Brief History of Neoliberalism. Ahora bien, toda vez que la conclusión de este estudio es previsiblemente –y como ciertamente puede constarse a nivel global– que el neoliberalismo solo ha producido una redistribución de la riqueza de abajo hacia arriba, es decir, una creciente desigualdad,6 que ha supuesto el enriquecimiento de las élites económicas globales a costa del empobrecimiento de las personas del común, una pregunta que evidentemente tiene que hacerse el británico es por qué este proyecto de élite se habría vuelto hegemónico, es decir, cómo se habría vuelto socialmente aceptado por el común de las personas (Harvey, 2005: 38). Esto, claro, sin perder de vista que, en varias latitudes, empezando por Chile y Argentina,7 y también podría decirse en Colombia8 y en otros lugares periféricos, fue impuesto por mecanismos represivos y por formas de violencia que apuntaron a cortar lazos de solidaridad y formas de movilización, así como a producir «la criminalización policial de comunidades empobrecidas» (Harvey, 2005: 48). Los argumentos de Harvey en relación con la conformación de este sentido común neoliberal apuntan en varias direcciones. Pero consideraré solo algunas de interés para este libro. Este autor se sirve de la lógica marxista de la ideología para argumentar que este proyecto movilizó, particularmente en «el centro del desarrollo económico», prejuicios y valoraciones establecidos para enmascarar intereses económicos y realidades sociales. Concretamente, en el caso de Estados Unidos, esto podría haberse vistocon la funcionalización del ideal estadounidense de libertad individual para hacer valer formas de privatización y políticas fiscales regresivas que, en nombre de la no- intervención, generaban otras formas de regulación y de intervención estatal en la vida de las personas (por ejemplo, la flexibilización del trabajo y el decrecimiento de los salarios), con vistas a crear, en palabras de Harvey, la «infraestructura adecuada para los negocios», es decir, para «el bienestar corporativo» (Harvey, 2005: 48). Es entonces la manipulación ideológica la que traería consigo que la gente pueda votar «acríticamente» por, y apoyar proyectos que, en los términos marxistas de Harvey, van en contra de sus intereses económicos de clase (cfr. Harvey, 2005: 50). Tal manipulación ideológica supone entonces, para Harvey, la «construcción de una cultura populista neoliberal» basada, además del «libertarismo individual» (que este autor también ve explotar en los movimientos del 68, Harvey, 2005: 42), en otras valoraciones «desorientadoras» (Harvey, 2005: 39), incluso antagónicas entre sí: o bien un «impulso cultural posmodernista» (Harvey, 2005: 47), centrado en «la exploración narcisista del yo, de la sexualidad y de la identidad», funcionales a estimular deseos de exploración, cambio, novedad, consumo, esto es, en último término, deseos que apuntan a que la clase trabajadora se identifique con una forma de vida burguesa, de propiedad privada, de existencia individualista; o bien valores tradicionales que en nombre de la raza, ciertas formas de asumir la religión y la pertenencia cultural (en términos nacionalistas, muchas veces también homofóbicos y antifeministas), culpan de los problemas sociales a las intervenciones liberales progresistas que habrían usado excesivamente del poder del Estado para integrar a grupos minoritarios (afros, mujeres, ambientalistas) (Harvey, 2005: 50). Estos argumentos resuenan con elementos subrayados desde el comienzo de este libro. Y, sin embargo, la lógica de la ideología (del enmascaramiento/desenmascaramiento) y de la individualización narcisista a la que apela, frecuente en discursos marxistas y posmarxistas para dar cuenta de la pérdida de agencia crítica por parte de los sujetos dominados, moviliza supuestos poco emancipatorios, que merecen ser problematizados (volveré sobre esto más adelante). Por ahora me gustaría detenerme en un argumento más interesante de Harvey para dar cuenta del sentido común hegemónico neoliberal. Este argumento se refiere a la manera en que el neoliberalismo ha dado lugar a una forma de Estado, requerido para crear las condiciones en que sus intervenciones económico-políticas pueden operar. Condiciones como el desmantelamiento del Estado de bienestar a través de la privatización de servicios públicos (salud, educación, infraestructura vial), el énfasis en la creación de «ambientes favorables para la inversión extranjera» (con todas las medidas de flexibilización laboral), así como políticas públicas de autorresponsabilización personal (desde las cuales las obligaciones sociales se regulan como obligaciones personales), entre otros, afectan directamente a la vida de las personas, cerrándolas a ciertas posibilidades de vida que se vuelven las únicas elegibles. Pero esto crea una contradicción entre la idea de «libre escogencia» en la que tanto se insiste ideológicamente en el credo neoliberal, y la presunta incapacidad por parte de las personas de escoger formas de vida que puedan exceder este modelo; formas de vida otras que son entonces marginalizadas, devaluadas o incluso destruidas. Además, este argumento tiene mucho que ver con la manera en que Harvey da cuenta de cómo procede hoy en día la desposesión por acumulación en el capitalismo contemporáneo, y puede localizar y darle más especificidad a sus análisis. De hecho, la manera en que el británico, desde sus planteamientos sobre el Estado neoliberal, caracteriza esta desposesión y sus efectos puede resonar con análisis foucaultianos como los de Brown, con perspectivas poshumanistas contemporáneas, como la de Elizabeth Povinelli (2011) y con algunos planteamientos de Rancière, aunque las coordenadas teóricas y la forma de dar cuenta conceptual, política e históricamente de estos aspectos sean muy distintas. Y, aunque por momentos, como destacan Dardot y Laval, la comprensión de la desposesión en el caso de Harvey dé lugar a una visión muy reductiva del proceso, como si se tratara simplemente de una lógica negativa, que arrancara a los seres humanos algo que les pertenece y no, como parece ser el caso, de una lógica productiva, que produce formas de ser-con-otros, relaciones sociales, subjetividades (Dardot y Laval, 2015: 135-136).9 En todo caso, hay una particular conjugación de elementos aquí en juego que, a mi parecer, merece reflexión. De entrada, el énfasis de Harvey en el rol del Estado apunta a subrayar cómo este, con su monopolio de la violencia y sus definiciones de la legalidad (Harvey, 2005: 160), desempeña un papel crucial al respaldar y promover la efectividad de las intervenciones neoliberales. Al punto que Harvey podría estar de acuerdo con Brown, lo veremos ahora, y con Povinelli en que el neoliberalismo se asume como un «logro normativo» resultado de agresivas políticas públicas (Povinelli, 2011: 22). Esta decidida intervención puede verse en la manera en que el Estado opera de acuerdo con un sistema de crédito coordinado y casi que dictado por las políticas del FMI (Harvey, 2005: 164), que puede conducir, para cumplir con deudas adquiridas, a formas de expropiación de tierras para ser destinadas a la producción intensiva. En palabras del colectivo Midnight Notes, que se dejan sentir en los análisis de Harvey: «Así como la corte de los Tudor entregaba tierra comunal a los acreedores, hoy el FMI con los gobiernos de Asia y África acuerdan racionalizar la tierra agrícola como condición para aliviar la deuda externa» (2001: 4). Se trata de una racionalización que destruye prácticas tradicionales de subistencia para dar lugar a formas de producción agrícola o minera intensiva o, en general, a formas de privatización que tienen como efecto la apropiación privada de espacios, de recursos naturales, de formas de producción de conocimiento y la expropiación de medios de supervivencia para personas que son empujadas hacia la proletarización» (Álvarez y Grigera, 2013: 89) o, más bien, diría, a la «precarización», es decir, en los términos de Harvey, a volverse «trabajadores disponibles, desechables» (disposable) (Harvey, 2005: 169), mal pagados y fácilmente reemplazables con muy pocas garantías sociales. Incluso, como ha estudiado Kevin Bales (2012), todo esto puede conducir a nuevas formas de esclavización, pues, «en una economía global en la que el capital vuela donde el trabajo es más barato» (Bales, 2012: 235), es decir, precisamente a los países más empobrecidos, con menos protecciones sociales y con mano de obra más barata, pueden emerger nuevas formas de trabajo forzado que, operando irregularmente, producen grandes beneficios para las empresas transnacionales con una inversión muy baja. Volviendo sobre uno de nuestros pasos, quizá por esto, por la instalación de estas formas de precarización, Rancière sugiere que nuestro mundo está viendo el regreso de ciertas formas de capitalismo salvaje, como las que tuvo que enfrentar Gauny a fines del siglo XIX. Sin omitir la singularidad de las formas de regulación social que estamos viviendo y sin asumir una narrativa global sobre el capitalismo, vemos hoy de nuevo en todo caso, con otros mecanismos y bajo otras lógicas o formas de racionalidad, por ejemplo, con el proceso de financiarización que se da en el capitalismo contemporáneo,10 «una violenta apropiación de la labor y un desgaste de los cuerpos laborantes y no laborantes» (Butler y Athanasiou, 2013: 11). Esto es, por ejemplo, lo que ocurre hoy en los países endeudados que, bajo el mandato de instituciones financieras (como el Banco Mundial o el FMI), asumen medidas de austeridadque suponen, en primer lugar, el recorte de los gastos públicos, como condición para extender los créditos, y todas las formas de precarización del trabajo que estos recortes traen consigo. Estas consideraciones permiten destacar cómo las intervenciones neoliberales tienen como efecto una redistribución de abajo hacia arriba, pero, también, una supresión de espacios y formas de relacionalidad. En efecto, la reducción de derechos sociales supone la supresión de derechos de lo común (Harvey, 2005: 159), es decir, de derechos con respecto a un común que no se considera apropiable por una parte en particular (Balibar, 1994: 219). Y, junto a esto, la reducción de espacios y de formas de uso y trato en común. En los términos de Rancière, la reducción «de todo lo que existía como tejido común de solidaridad: el hecho de que los pobres puedan ir a los mismos hospitales que los ricos, la igualdad en las formas de vida para la educación, los cuidados, los transportes» (Rancière, 2012a: 216- 217).11 Lo único que se considera de interés común, y apoyado entonces como política pública, son justamente los programas de intervención neoliberal impulsados estatalmente, y dictados muchas veces, en los países endeudados, como ya se sugirió, por el Banco Mundial o por el FMI. Todo proyecto otro (por ejemplo, formas de alternativas de producción y consumo, como agriculturas campesinas o indígenas, minería y pesca artesanal), todo proyecto que parezca exceder ese programa establecido para la «crecimiento económico» se integra como minoritario y progresivamente adaptable a las políticas públicas vigentes o, si se muestra resistente, se margina, se condena al fracaso o también, incluso, si resiste con tenacidad, se reprime mediante la fuerza policial, en asocio usual con fuerzas paraestatales (Harvey, 2005: 70- 71). En concordancia con estas consideraciones y movilizando algunas herramientas foucaultianas, Povinelli puede entonces decir que en el Estado neoliberal –en los términos de Foucault, biopolíticamente orientado a hacer vivir de cierto modo y dejar morir, abandonando, marginando– puede resucitar, como parte de su topología, el «hacer morir» (Povinelli, 2011: 22), pues «toda forma de vida que no pueda producir valores de acuerdo con la lógica de mercado no se dejará simplemente morir, sino que, en situaciones en las que la seguridad del mercado […] está en juego, será descubierta y estrangulada», como un riesgo controlado (ibid.). Así, las formas de vida que no se organizan en función de los valores del mercado se ven como «un potencial riesgo securitario» (Povinelli, 2011: 22), por ejemplo, para los «ambientes favorables a la inversión extranjera». Y esto indica una especificidad de la racionalidad neoliberal que los autores mencionados interpretan y leen de distinta manera: en términos de Harvey, está en juego la mercantilización de todo, incluido el Estado; en los términos de Brown y Povinelli, más bien, «la diseminación del modelo del mercado a todas las actividades de la vida», incluso cuando el dinero no está directamente en juego, por ejemplo, al pensar a las personas como actores que planifican sus vidas desde una racionalidad estratégica inversión-rendimiento, orientada a aumentar el valor futuro de los sujetos, sin buscar siempre un beneficio monetario inmediato (Brown, 2015: 31, 34). En palabras de Dardot y Laval –volveré sobre esto luego–, la especificidad de la racionalidad neoliberal tiene que ver con que el mercado se concibe como un proceso de autoformación del sujeto económico, «a través del cual los individuos aprenden a conducirse a sí mismos» como sujetos autoeducados y autodisciplinados (Dardot y Laval, 2014: 123). Y como un proceso que se asume como teniendo que ser cada vez más inclusivo. Por eso, por ejemplo, como destacan Petras y Veltmeyer, el objeto del «Consenso de Washington»12 –y que se hable en términos de consenso es significativo, por razones que se discutirán más adelante– fue establecer una forma de desarrollo que se pretendió más inclusiva, «basada en una política pública orientada a los pobres y hacia el desarrollo de un nuevo paradigma de acuerdo con el cual los pobres se empoderan para actuar por ellos mismos». Esto en realidad quiere decir «toman responsabilidad por su propio desarrollo», o sea, por el desarrollo esperado en una política pública neoliberal (Petras y Veltmeyer, 2011: 20). Lo que me interesa destacar por el momento es la manera en que el predominio de esta lógica mercantil-empresarial, con las mencionadas formas de autorresponsabilización, tiene también como efecto la emergencia de figuras disponibles, desechables (disposables) (Harvey, 2005: 169), y con esto el surgimiento de zonas de abandono en las que se deja ver el desplazamiento «del peso del cuidado de las instituciones estatales a la familia, a la comunidad» (Biehl, 2005: 48) y a los sujetos autorresponsabilizados en estas. Pero en lo dicho es también visible la manera en que proyectos de vida otra se conducen al agotamiento (Povinelli, 2001: 9). Esto sucede a través de planes de regulación gubernamental que, con lógicas humanitarias de victimización, de reintegración social y de autorresponsabilización en el emprendimiento, despotencian, desposeen las posibilidades de resistir, de aguantar (endure es el término de Povinelli, 2011) de estas vidas, aunque nunca del todo. Tanto Brown como Rancière han pensado este efecto de desposesión en términos de una radical despolitización con implicaciones diversas. Veamos ahora entonces en qué dirección y cómo aportan al diagnóstico del tiempo que vivimos. 3.1.2. El neoliberalismo como forma de racionalidad y sus efectos de desdemocratización Recogiendo y desarrollando trabajos anteriores (cfr. Brown, 2003, 2006, 2010), en uno de sus libros más recientes titulado Undoing the Demos: Neoliberalism’s Stealth Revolution (2015), Wendy Brown apunta a elaborar «la gramática y los términos» del neoliberalismo como una forma de racionalidad, los «mecanismos de diseminación de esta» (Brown, 2015: 201), las condiciones de su poder de interpelación y los efectos de desdemocratización que ha producido. Aunque estas reflexiones de Brown están centradas sobre todo en el mundo europeo y norteamericano, pueden aportar elementos, por cierto, algunos también cuestionables y problemáticos, para discutir los efectos de desposesión que, en distintas latitudes y con elementos diferenciables, el neoliberalismo ha producido. Para Brown, lo específico del neoliberalismo es, como para Foucault, la «economización de todo el campo social» (Foucault, 2004: 241-243; Brown, 2015: 61), particularmente la extensión del modelo del mercado a todas las actividades de la vida (Brown, 2015: 22). Más allá de lo que Foucault en su momento pudo prever, esta economización supone hoy en día, de acuerdo con los análisis de Brown, tres respectos fundamentales: (i) los sujetos se conciben en todo momento como homo oeconomicus; (ii) y este, a su vez, no ya meramente como sujeto emprendedor-productivo, sino como capital humano que busca incrementar su posición de competencia; (iii) de modo que su esfera de actividad se identifica tendencialmente con la inversión financiera o de capital (Brown, 2015: 33), con lo cual la financiarización brinda hoy un nuevo modelo de conducta transversal, el Estado como empresa, el individuo como miembro de una empresa y él mismo incluso como empresa. Esta transversalidad le permite a Brown sugerir que el neoliberalismo realiza en cierto modo una encarnación de la analogía platónica entre la organización de los Estados y la organización de los sujetos,13 pues en ambos casos funciona una racionalidad empresarial, que lleva a pensar tanto al Estado como al sujeto como proyectos de management orientados a la acumulación del capital (Brown, 2015: 22). Este acoplamiento de niveles puede verse en la manera en que la educación se ve hoy muy orientada hacia la formación de un capital humano productivo, de acuerdo con competencias y rankings establecidos, o en la manera enque los discursos gubernamentales insisten en que la tarea del Estado es crecer cada vez más como competitivos, con lo cual, en el mundo de la financiarización, todos los compromisos del Estado liberal democrático (la igualdad, la libertad, la inclusión, la justicia social, el constitucionalismo) se piensan desde una métrica orientada a potenciar su valor de inversión (Brown, 2015: 35, 78). Ahota bien, el efecto más notable de tal economización es, para Brown, que los valores democráticos se releen en términos económicos: la libertad del autogobierno y de la participación del pueblo es reemplazada por la idea de una libre competencia desigualitaria regida por una racionalidad instrumental, que constriñe las escogencias, mientras que la igualdad ante la ley y la idea de soberanía popular son reemplazadas «por la formulación de mercado entre ganadores y perdedores», a través de mecanismos jurídicos que legitiman las intervenciones neoliberales, consolidando su diseminación (Brown, 2015: 41, 152ss). A Brown le interesa perseguir esta economización de la vida y la manera en que «está destripando el imaginario democrático de la modernidad europea» (Brown, 2015: 28). Un imaginario también contradictorio y problemático, pero que habría sido clave para el despliegue de una agencia crítica anclada en los «valores democráticos» de libertad e igualdad (Brown, 2015: 153). Antes de volver sobre este último punto, que evidentemente es de interés para este libro, cabe aquí una breve digresión que nos pondrá de nuevo en el camino del asunto, con otros elementos. Volvamos sobre el objetivo de la investigación de Brown: según esta autora, es al pensar el neoliberalismo como una forma de racionalidad (y no como una ideología, ni solo como un conjunto de políticas públicas) que puede perseguirse en sus implicaciones el efecto de desdemocratización que esta racionalidad habría tenido, en contraste con otros análisis, como los de Harvey, pero también los del mismo Foucault. Sin embargo, una formulación como esta no deja de resultar algo paradójica. Por una parte, Brown se distancia de Harvey al movilizar herramientas foucaultianas; en particular, al pensar el neoliberalismo como un «orden de razón normativa (an order of normative reason)» (Brown, 2015: 117), apunta a insistir que no se trata de un proceso planificado de arriba-abajo, como para Harvey. Se trata, más bien, de una forma de racionalidad que puede «llegar a gobernar, así como a estructurar» la totalidad de los ámbitos de la vida, circulando en varias direcciones a través de la producción de un «orden de verdad» (el mercado como el lugar de veridicción), por medio del cual la conducta de los distintos sujetos es regulada (cfr. Brown, 2015: 118). Por eso, como advirtió muchas veces Foucault, no cabe pensar aquí en unos mecanismos ideológicos impulsados por una élite dominadora para manipular a unos que quedarían así dominados (explicación que, según vimos, a veces puede seguirse de los análisis de Harvey). Se trata, más bien, de una forma de racionalidad por medio de la cual los sujetos en general, el Estado, la sociedad y sus relaciones tienden a ser «ubicuamente gobernados» (cfr. Brown, 2015: 117). Es entonces esta diseminación del neoliberalismo por todos los ámbitos (que un análisis como el de Harvey no permitiría reconocer) lo que permitiría dar cuenta a la vez del poder de interpelación, del consenso que ha producido esta forma de racionalidad y la manera en que esto traería una amenazante desdemocratización, al tender a convertir en valores económicos los valores democráticos de igualdad, justicia y libertad. Pero, por otra parte, como ya puede entreverse, por esta vía, es decir, a través de herramientas foucaultianas, Brown llega a conclusiones que están lejos del campo de intereses y de las formulaciones de Foucault, pues, como la misma autora reconoce (Brown, 2015: 74), tomando distancia del pensador francés, a este no le interesó pensar los posibles efectos de la racionalidad neoliberal sobre los principios y el imaginario democrático liberal. Y esto se debe no solo a la «indiferencia» de Foucault por la democracia14 (Brown, 2015: 77), sino a su falta de atención al capital. Más exactamente, según Brown, las reflexiones de Marx permiten atender a algo que se le habría escapado a Foucault, y que sería crucial para reconocer el efecto desdemocratizador del neoliberalismo: la manera en que el capitalismo funciona como una fuerza social e histórica, que no puede pensarse solo como un régimen de verdad (Brown, 2015: 75). Se trata de reconocer al capitalismo como un régimen que hace circular ciertas verdades para «sostener su legitimidad como poder» y, más concretamente, «los imperativos que se derivan» de sus «impulsos sistémicos» (el imperativo de abaratar el trabajo y de expandir los mercados y generar unos nuevos, el imperativo de crecimiento económico, el de crear nuevos lugares de provecho, etcétera) (Brown, 2015: 75). Así, y aunque Brown insiste en que no quiere pensar con esto una lógica unitaria del capitalismo, ni perder de vista las distintas formas en que este puede darse, ni los diferentes tipos de capital, ni la manera en que sus imperativos operan siempre discursivamente, quiere en todo caso enfatizar que, en sus diversas formulaciones y reorganizaciones, se trata de una fuerza histórica que opera con los mismos impulsos y que estos, aunque no lo diga explícitamente, tienden a la acumulación por desposesión. Más aún, junto a esto Brown recoge reflexiones de Marx en La ideología alemana para afirmar que «el capital […] domina al ser humano y a los mundos que este organiza» (Brown, 2015: 76; énfasis mío). Enfatizar esto, a su modo de ver, permitiría advertir, en todo lo que implica, que el neoliberalismo con sus formas de libertad no solo conduce a los cuerpos (como podría derivarse desde un punto de vista foucaultiano), sino que «con aquello que nombra como libertad elide e incluso invierte discursivamente poderes cruciales de dominación» (Brown, 2015: 77- 78; énfasis mío). Es decir, palabras más, palabras menos, produce, como ya advertía Harvey, ideología. Así, al complementar los análisis de Foucault con aproximaciones marxistas, bastante antifoucaultianas, Brown llega a pensar el neoliberalismo como una nueva forma de acumulación, que se impone mediante mecanismos ideológicos de dominación y no solo mediante formas de poder,15 con lo cual sus reflexiones pueden de nuevo aproximarse a las de Harvey. Ahora bien, más allá de destacar estas tensiones metodológicas en la investigación de Brown, resulta interesante ver hacia dónde conducen y, más exactamente, cómo se relacionan con el objetivo de su libro y sus propuestas de análisis crítico: en primer lugar, tengo la impresión de que el diagnóstico de desdemocratización que produce Brown (y que, en todo caso, como mostraré ahora, puede dar lugar a dos caminos distintos de interpretación no necesariamente convergentes) requiere pensar el neoliberalismo como una forma de racionalidad que satura el campo de experiencia. De ahí que Brown termine señalando que el neoliberalismo produce no solo formas de poder, sino de dominación. Y de ahí también que fuerce un poco la terminología foucaultiana para sugerir una distinción entre «forma de racionalidad» y «discurso» que pasa por acentuar los efectos de totalización que puede tener la primera con respecto al segundo: Ningún discurso gobierna la sociedad como un todo, y tampoco es totalmente acertado decir que los discursos «gobiernan» […]. [En cambio], una racionalidad política como el neoliberalismo es una racionalidad por medio de la cual somos ubicuamente gobernados aun cuando haya discursos que la atraviesen e incompletamente modelados y controlados por tal racionalidad (Brown, 2015: 117; traducción mía). Aunque el final de la cita Brown sugiere algunas posibles excedencias con respecto a esta forma de totalización de la racionalidad neoliberal, sus argumentos apuntan a acentuar la manera en que esta produce una forma de gobiernoque es «suave y total» (Brown, 2015: 208; énfasis mío). Volveré más adelante sobre los mecanismos suaves, es decir, operantes a través del consenso16 (cfr. Brown, 2015: 35), por medio de los cuales el neoliberalismo, según Brown, gobierna. Por ahora me interesa destacar que el énfasis en la totalización tiene consecuencias para la manera en que se piensa la desdemocratización desde un camino de interpretación humanista, que parece ser el dominante en el libro de Brown. Cito en extenso un pasaje que permite apreciar bien este camino y sus problemáticos presupuestos: En la medida en que los parámetros económicos se vuelven los únicos para toda conducta y preocupación, la forma limitada de existencia humana que Aristóteles y más tarde Hannah Arendt designaron como «mera vida» y que Marx llamó «vida confinada a la necesidad» – concernida con la sobrevivencia y la adquisición de la riqueza–, esta forma limitada e imaginaria, se hace ubicua y total a través de las clases. La racionalidad neoliberal elimina lo que estos pensadores llamaron «la buena vida» (Aristóteles) o el «verdadero campo de la necesidad» (Marx), por los cuales entendían […] el cultivo y la expresión de capacidades distintivamente humanas para la libertad ética y política, la creatividad, la reflexión o la invención sin constricciones (Brown, 2015: 43). Una manera no necesariamente humanista de leer una afirmación como esta podría apuntar a que el economicismo neoliberal reduce los espacios para la libertad al fijar las múltiples y heterogéneas posibilidades de la vida, de los cuerpos, de un campo de experiencia a una posibilidad que se considera la única, real, viable, realizable (algo que podría sugerirse en los testimonios con los abrí este capítulo y que también podría suscribir, con otros argumentos, Rancière). Pero la cita indica algo más que merece ser problematizado: en efecto, Brown afirma, en consonancia con una larga tradición filosófica, que el neoliberalismo tiende a eliminar las capacidades para la libertad, entendiendo, en primer lugar, que hay unas capacidades humanas para la libertad (la razón, el discurso articulado, la reflexión), y que esta es realizable de acuerdo con una forma de vida, la vida buena; esto es, aquella que ha trascendido el ámbito de la necesidad, aquella que deja de ser mera vida (zoé), para desplegarse como forma de vida, como bíos, capaz de logos, de reflexión, de argumentación, de deliberación. De ahí que, en consonancia con esto, afirme: Para Aristóteles, para Arendt y para Marx, el potencial de la especie humana es realizado no a través sino más allá de la lucha por la existencia y la acumulación de la riqueza (Brown, 2015: 43-44). Bien podría aducirse –lo hacen los testimonios con los que abrió este capítulo, lo hizo Gauny con su economía cenobítica– que un cuerpo fijado a la acumulación de la riqueza pierde su movilidad y la posibilidad de afirmarla en otros, y actúa entonces como no- emancipado. Pero otra cosa es afirmar que un cuerpo compelido a la necesidad de sobrevivir es necesariamente un cuerpo incapaz de libertad, como si esta requiriera trascender el ámbito de lo necesario. Todo el capítulo 2 de este libro podría verse como una refutación de esta idea tradicional, al mostrar particularmente, con la escena de Gauny, cómo un cuerpo que, en medio de las actividades materiales gracias a las cuales, ardua y esforzadamente, sobrevive puede asumir su actividad en todo su poder de movilidad, en todo su poder de reflexión y pensamiento; y al insistir en que este pensamiento puede producirse en actividades destinadas a la supervivencia del cuerpo, como tejer y hacer zapatos. Más aún, las escenas políticas de igualdad que han emergido, y que hoy día no dejan de emerger, ponen de manifiesto que los cuerpos precarizados, arrojados a la mera sobrevivencia, pueden justamente desde aquí poner en cuestión esta precarización y las fronteras incapacitantes que produce. Justamente, lo que resulta problemático de la visión humanista que Brown reproduce aquí es que supone que hay ciertas formas de vida y capacidades que nos hacen ser humanos, y que quienes no pueden desplegarlas (los sujetos que parecen menos autónomos, por ejemplo) son desigualmente humanos, incapaces de acción, juicio o libertad. Es lo que Arendt, a quien Brown retoma, da a entender cuando sugiere que los pobres, al estar arrojados a la necesidad, no son capaces de acción o, en los términos de Arendt, de reconocer su invisibilidad y confrontarla públicamente. Esto se deja ver claramente en la manera en que esta autora comenta una cita de John Adams, en la que este alude a la invisibilización como lo más intolerable de una existencia sumida en la pobreza: Obviamente, fue la ausencia de miseria lo que le permitió a John Adams descubrir el predicamento político de los pobres, pero «su comprensión» acerca de las consecuencias incapacitantes de la oscuridad, en contraste con la ruina más obvia que la penuria trae a la vida humana, podía ser difícilmente compartida por los pobres mismos (Arendt, 2006: 69-70). Pero la igualdad que se manifiesta en las escenas políticas pone justamente en cuestión este reparto de capacidades e incapacidades y las comprensiones de lo humano que este trae consigo. Resulta entonces paradójicamente desigualitario que Brown defina la desdemocratización en términos de unas capacidades humanas democráticas que el neoliberalismo, con su economización de todo, pondría en peligro. Pero lo es más aún que defina estas capacidades en términos de un liberalismo individualista que insiste en la «autonomía moral» y con esto en «la soberanía individual de los sujetos» (Brown, 2015: 78, 79, 99, 109). En efecto, tal énfasis en el sujeto autónomo soberano pierde de vista la historicidad, la corporalidad de los sujetos (limitación que en otros momentos Brown en todo caso ha reconocido, véase Brown, 2010: 70- 71) y su interdependencia afectiva, esa que los expone unos a otros e impide que puedan tener pleno control y plena autodeterminación de sus vidas. Más aún, como bien destacó en varios momentos de su obra Nietzsche, este énfasis en el autocontrol del sujeto soberano trae consigo una actitud inmunitaria muy defensiva, por medio de la cual este sujeto busca dominar sobre todo aquello que excede y amenaza su capacidad de control, y termina vengándose por ello.17 De modo que este sujeto soberano puede llegar a ser también tremendamente violento con aquello que lo altera: sus afectos, la naturaleza, lo animal, la historicidad a la que está arrojado; configuraciones de mundo que no tienen la soberanía como ideal. Además, este individuo soberano que apunta a devenir igual a sí mismo, propietario de sí, busca justamente apropiarse de todo aquello que lo puede alterar para devenir igual a él mismo: desposeyéndose así a él y al mundo de su diferencia. En este sentido, como recogen Butler y Athanasiou (2013: 7), este individuo soberano puede considerarse también como el individuo posesivo que requiere de la posesión de lo otro, para instalarse como individuo. De modo que, la figura del individuo soberano puede vincularse, más que separarse, de una lógica de acumulación, posesiva, que, en su afán de dominio, desposee a lo otro de sí. Asimismo, este tipo de presupuestos humanistas, conjugados con la lógica de la ideología que, como vimos, Brown retoma de cierta lectura de Marx, pueden llevarla a afirmaciones paternalistas, poco emancipatorias. De acuerdo con estas, por ejemplo, la economización de todo, incluyendo la educación, impediría una formación crítica de los sujetos que les permita captar las formas de poder y dominación que los sujetan, lo que contribuiría a su manipulación ideológica, a la pérdida de la «capacidad» democrática de la autonomía, y con esto entonces a la desdemocratización. En sus palabras: «En una era de complejas constelaciones globales y poderes, la democracia requiere gente educada, pensante y con sensibilidad democrática. Esto significa gente que modestamente pueda reconocer estas constelacionesy poderes» (Brown, 2015: 199), y las formas «de ilusión de conocimiento, de ilusión de libertad» que estas constelaciones de poder están produciendo (Brown, 2015: 179). El pensamiento crítico es entonces para Brown, como para Bourdieu y Althusser, y también para un cierto Marx, cuestión de saber, cuestión de reconocimiento, cuestión de separar la ilusión del verdadero conocimiento. De suerte que, de acuerdo con esta misma lógica, habría cuerpos que, por las condiciones a las que están sometidos, son incapaces de tales distinciones, mientras que habría otros, como la profesora Brown o el profesor Harvey, que sí pueden verlas y conocer esa realidad social contradictoria, que las producciones ideológicas enmascararían. Sin embargo, esta lógica desenmascaradora del dispositivo crítico, según hemos visto desde la Introducción, es algo que Rancière ha invitado a problematizar, al destacar los efectos de desigualdad que supone, toda vez que fija de antemano lo que un cuerpo puede o no puede hacer por su desconocimiento o falta de reconocimiento; y al determinar también previamente cuál es la realidad social verdadera que los cuerpos deben reconocer, tal y como sería capaz de hacerlo el sabio investigador social. Sin duda que los tiempos que vivimos con su lógica empresarial pueden dar lugar a sujetos no emancipados, pero ello no se debe a su falta de saber, o de reconocimiento, sino a la manera en que esta lógica puede paralizar el deseo de movilidad y transformación de un cuerpo, y su capacidad para releer las complejas circunstancias en las que vive. Ahora bien, aún quedándonos con el texto de Brown, hay otra manera de interpretar esta desdemocratización, menos dominante en su libro, pero para la cual puede ofrecer elementos de análisis interesantes. En efecto, si hay un aporte muy significativo de ese texto es la manera en que, desde un cierto trabajo de archivo, recogiendo enunciaciones y prácticas del presente, logra analizar una gramática en los discursos neoliberales que deja ver bien algunos de sus supuestos e implicaciones. Concretamente, tal gramática se deja ver en la proliferación de las nociones de «gobernanza» (governance) y «responsabilización», la reducción del derecho a un instrumento de legitimación de las intervenciones neoliberales y la manera en que muestra cómo a través de todo esto la racionalidad neoliberal da lugar a una lógica de consenso, que reduce el conflicto y el antagonismo, como constitutivos de la democracia. Por esta vía podría sugerirse entonces una desdemocratización que, más que por la pérdida de ciertas capacidades, se caracterizaría por un aplanamiento y una reducción del espacio público, y de sus conflictos, que tiene efectos sobre los modos de relación de los sujetos. A la luz de esta segunda interpretación, entonces también se pone un acento distinto sobre la idea de un imaginario democrático, en el que Brown insiste, para pensarlo no en términos de unos valores humanistas del sujeto individual, igual en derechos y libre, sino como un imaginario que se fue configurando por conquistas sociales; un imaginario que acentúa, además de la libertad y la igualdad individuales, y la importancia de la participación en un espacio público dado, la necesaria reconfiguración de este espacio en prácticas colectivas de libertad política, dadas las inevitables exclusiones y desigualdades que produce.18 A la luz de esta segunda interpretación de la desdemocratización, es entonces muy interesante cómo Brown muestra la difusión y los distintos usos que tiene en los discursos dominantes la idea de gobernanza, de modo que quisiera detenerme un momento en ella. Se trata de una noción cuya genealogía es discutible, pero que parece provenir del mundo de los negocios para indicar la idea de un trabajo en red, integrado, corporativo, en parte autoorganizado (Brown, 2015: 123), que desplaza –en las corporaciones y las entidades sin ánimo de lucro, pero también tendencialmente en el Estado– la idea de un gobierno «jerárquicamente organizado, de comando y control» (ibid.). En este contexto, gobernanza se usa de manera intercambiable con la idea de gestión en ámbitos públicos y privados, y sugiere entonces, como destaca Lemke, la idea de procesos que deben ser administrados siguiendo ciertas normas y prácticas (Brown, 2015: 124). En esta dirección, entonces, lo político se concibe como un «campo de gestión» y el ámbito público, «como un dominio de estrategias, técnicas y procedimientos a través de los cuales diferentes grupos y fuerzas se convierten en sus programas operativos» (Brown, 2015: 127). Además, como enfatiza la misma Brown, es muy significativo que este estrechamiento de lo público se relacione con un fuerte énfasis en que la gobernanza se da mediante el consenso, es decir, al subrayar que se trata de una cuestión de resolución de problemas que requieren ciertas intervenciones, «lo que funciona» («what Works»), y no un asunto de confrontación sobre cuáles sean los problemas y la manera de tratarlos (Brown, 2015: 127). Y todo este énfasis en el consenso supone una transformación de la democracia, definida ahora como «inclusión, participación, asociación y trabajo en equipo para la resolución de problemas», y ya no en términos de «luchas plurales» a las que les conciernen la justicia y la «participación cívica» (Brown, 2015: 128). Como destaca Walters, recogiendo una impresión que retomará también Rancière, se configura aquí una política posconflictiva, convergente con la idea de Fukuyama de un «fin de la historia», a la que le interesa insistir en las «soluciones pragmáticas», el diálogo, la inclusión, el consenso, más que en el poder, el conflicto y la oposición (véase Walters, 2004: 36). De hecho, Walters deja ver bien aquí, al menos en parte, por qué Rancière caracteriza la lógica dominante en nuestros tiempos como «consensual». Y es significativo que Brown llegue a converger con reflexiones como estas desde una comprensión radical de la democracia, que le permite leer de otro modo (con respecto a la visión humanista liberal, que es la predominante en su texto) los efectos de despolitización del neoliberalismo, así como enfatizar otros aspectos. Por ejemplo, los efectos de despolitización del discurso de responsabilización que se produce en la gobernanza neoliberal. En efecto, cuando predomina una racionalidad que subraya la autoridad de los expertos en los procesos de decisión y de implementación, se piensa que los individuos son responsables de la gestión de sus vidas, de acuerdo con estos procesos, frente a los cuales entonces se comprometen (Brown, 2015: 129). En este sentido, la «responsabilización» le asigna como tarea al trabajador, al estudiante, al marginado el «discernir e implementar las estrategias correctas de inversión y emprendimiento para prosperar y sobrevivir» (Brown, 2015: 132), pero sobre las cuales realmente él mismo no puede decidir. En juego está casi una exigencia moral de autorresponsabilización individual que, como se ha visto a lo largo del capítulo, pretende hacer corresponder las vidas de los sujetos con la prosperidad y el «crecimiento de la sociedad», es decir, con el proyecto neoliberal que establece «esa sociedad», más allá de la capacidad de intervención de los actores en este proyecto. * Una noticia de hace más de un año en Colombia (reviso este texto en enero de 2019) deja ver muy bien la operación de esta lógica consensual en los diversos aspectos que han venido apareciendo arriba. El titular de la noticia, «Gobierno busca meter en cintura a las consultas populares»,19 alude a la manera en que, durante 2017 en Colombia, varios municipios, mediante la figura, constitucionalmente reconocida, de la «consulta popular», han votado en contra de proyectos de explotación minera a gran escala en sus territorios. Y el titular advierte entonces de que el gobierno busca frenar esta tendencia, conteniendo el mecanismo de participación popular. La información que sigue deja saber que el ministro de Hacienda de Colombia expresa tal necesidadde contención en medio de un evento convocado por un gremio, que agrupa a las empresas generadoras de energía en el país: allí, «en medio de la preocupación entre los inversionistas por la proliferación de estos plebiscitos», el ministro se compromete a llevar al Congreso un proyecto de ley que regule las consultas populares. En las palabras del ministro que recoge el periódico liberal El Espectador: Nos comprometemos a proponerle al Congreso para que se legisle sobre el tema de las consultas populares. No puede ser que los intereses de unas minorías muy pequeñas, un concejo municipal, se impongan sobre las necesidades de toda una sociedad. Eso tenemos que arreglarlo de una forma que sea garantista, que haya participación y que los proyectos estén bien socializados con las comunidades, pero que no haya actores con poder de veto sobre los proyectos que necesita el país (citado por El Espectador, http://www.elespectador.com/economia/gobierno-busca-meter-en- cintura-las-consultas-populares-articulo-706057, consultado el 10 de agosto de 2017). El ministro deja ver muy bien que el interés de las corporaciones propietarias de las empresas mineras debe ser garantizado legalmente por el Estado colombiano, porque se presume que este interés coincide con el de la sociedad colombiana; mientras que la manifestación de las comunidades locales en contra de proyectos de explotación minera a gran escala, que afectan al medio ambiente (los bienes comunes hídricos, el aire, la salud de los habitantes) son los intereses de minorías particulares, que, al privilegiarlos frente al presunto interés de todos, se comportarían como egoístas. Paradójica opinión: el interés de grandes corporaciones es el interés de todos y la decisión de comunidades locales sobre su territorio y el medio ambiente, interés egoísta. El artículo hace saber que la opinión del ministro es técnica, que estas explotaciones traerán beneficios económicos al país cuantificables y ya estudiados; el problema es que algunas minorías locales, en su ignorancia de estos datos, tengan voz y voto sobre decisiones que afectan al país. Y, por eso, el ministro insiste en que la regulación de las consultas tiene que ir de la mano con la socialización de los proyectos de inversión: que la gente entienda su beneficio para que pueda convencerse de ellos. Pero precisamente esta lógica, a la que Rancière llama «consensual», algunos de cuyos elementos ya permitió trazar en parte Brown, no puede entender que no se trata de ignorancia, sino de un profundo desacuerdo sobre el bien de la sociedad, sobre lo común: entre un común pensado, desde la perspectiva de la financiarización y la prosperidad económica (definida desde esa perspectiva), y un común pensado desde la vida en los territorios, y desde preocupaciones ambientales que atañen a la forma de vida, a un buen vivir; preocupaciones que pueden concernirle no solo a los colombianos, sino al resto de los habitantes del mundo, sobre todo aquellos precarizados, que más se resienten de los daños medioambientales (las sequías, los calores y los fríos extremos, las inundaciones que hoy en día, en varias latitudes, se vienen dando). * Las consideraciones anteriores permiten introducir, además, un aspecto de esta lógica hoy en día imperante, que apareció ya en la Introducción, sin que aún se haya tematizado explícitamente: su descorporización o desmaterialización, que, por supuesto, no hay que confundir con la cuestión de «lo incorpóreo», que apareció antes en el libro. Se trata, más bien –lo precisaré en el apartado 3.2–, de la manera en que esta lógica fija los cuerpos a ciertas tareas y objetivos, cerrándolos a posibilidades que exceden lo que es pensable como real o dado desde este régimen de sentido. Pero lo que me interesa desarrollar ahora es la manera en que este cierre, que se materializa en afectos y formas de pensar de los cuerpos, produce en sus materializaciones formas muy desmaterializadas de experiencia: experiencias en las que los sujetos se abstraen de su localización histórica, de su interdependencia con otros cuerpos (humanos y no humanos), de su dependencia ecosistémica, de su fragilidad como agentes que forman parte de ensamblajes más amplios a los que están arrojados; ensamblajes atravesados por huellas de historias enterradas, de nombres invisibilizados, de innumerables vidas anónimas derrotadas. Rancière se refiere a esta dependencia que lo expone a uno a estar habitado por otros, a ser otro, en términos de una «diferencia de sí con respecto a sí mismo» (Rancière, 1998: 147): «la diferencia de sí de cuerpos hablantes, de singularidades tejidas de mil encuentros y que no terminan de singularizarse al contacto de otras singularidades» (Rancière, 1998: 144). A esto es a lo que me he referido en varios momentos del libro en términos de una cierta dependencia relacional de los cuerpos. Una relacionalidad que niega y apunta a cortar el neoliberalismo y su lógica consensual; de ahí su desmaterialización muy material y su descorporeización en la fijación de ciertos cuerpos como ideales: ¿Sería legítimo llamar «vigorexia corporal» a esta hipertrofia del nuevo neoliberalismo? Sí, si tenemos en cuenta que se trata de un cuerpo que, por su obstinada resistencia a toda experiencia formativa de subordinación y por carecer de todo lenguaje o cultura popular, encarna algo así como el grado cero del materialismo sensitivo y estético, un cuerpo paradójicamente espiritualizado […]. Nada más curioso –y al mismo tiempo más coherente– que esta reacción de consumidores fallidos en virtud de la cual el viejo desprecio del mundo, reivindicado durante siglos por la Iglesia y denostado por los revolucionarios, adopta ahora la forma de una obsesión por el cuerpo (Cano, 2015: 23-24). El empresario de sí conminado a invertir en lo que pueda asegurarle un futuro más próspero es un sujeto que tiende a borrar en cierto modo la incertidumbre de su historicidad, la vulnerabilidad de su dependencia y su exposición a un mundo conflictivo de cuerpos, de relaciones, de cuidados, y la fragilidad de los entramados que orientan y regulan su vida. Por eso, aunque este cuerpo autorresponsabilizado puede ser un cuerpo muy vigoréxico, que busca la mayor acumulación posible de energía y de fuerza corporal, y muy atento a conseguir un cierto tipo de cuerpo (saludable, delgado, eficiente) es también un cuerpo que cancela la historicidad y la materialidad de su corporalidad como ensamblaje de posiciones, imágenes, discursos y sedimentaciones afectivas, así como lo excesivo, lo incontable, lo desajustado, al que estos, en sus cruces y desfases, pueden dar lugar. Este argumento, además, puede mostrar el vínculo entre este sujeto empresario de sí y la figura del sujeto autónomo soberano (con la que a veces se contrapone, como vimos antes en Brown y como puede verse también en Habermas),20 pues este último es un sujeto que, con su voluntad de autocontrol, pretende justamente dominar sobre la experiencia «corporal, material y espacial concreta» (Cano, 2015: 111- 112) a la que se encuentra arrojado, y que es también el espacio de relacionalidad antes aducido: el en medio de sentidos y afectos, que pasa entre los sujetos, en tanto que precisamente nunca son propietarios de sí, nunca son por completo dueños de sí mismos. Un espacio desde el cual también pueden emerger reivindicaciones comunes que expresen esa exposición a otros a través de formas de manifestación disensuales con respecto a las prácticas establecidas para regular o cancelar esa interdependencia. Con estos elementos quizá pueda comprenderse por qué sugería en la Introducción de este libro que la gramática del sujeto soberano, a la que sigue recurriendo Brown, no puede contrarrestar la racionalidad del neoliberalismo, en los términos de esta autora, ni los efectos de su lógica consensual, para decirlo en el vocabulario de Rancière. Esa gramática, según ha aparecido aquí, ha sido apropiada por la lógica de nuestros tiempos. 3.2. La lógica consensual El consensualismo, más quereferirse a los medios soft de los que hace uso la racionalidad neoliberal (Brown), al convencimiento de que el neoliberalismo, como ideología, logra producir en los actores manipulados por sus recursos (Harvey), o a un acuerdo razonable entre las partes (à la Habermas), alude a una lógica dominante en el presente. Una lógica que aparece justamente cada vez que se piensa que el consenso es el modo de gobernar adecuado a los tiempos, uno que evita los conflictos o los resuelve, apelando a la experticia, al arbitraje y al acuerdo entre las partes de la población concernidas (cfr. Rancière, 2010c: 143-144). En particular, esta lógica podría caracterizarse desde dos registros relacionados: por una parte, atendiendo a las prácticas u operaciones gubernamentales que supone,; por la otra, analizando las formas de «reparto de lo sensible» que trae consigo. Como ya recogí antes, hay unas prácticas estatales que indican una visión de mundo dominante a partir de la caída del bloque soviético; una visión que supone la idea de un triunfo incontestable del capitalismo, la derrota de cualquier alternativa, y con esto la idea de un «orden global del mundo». Esto es, un mundo estructurado, como han insistido otros análisis aquí considerados, por la ley del mercado, del lucro y, más exactamente, por formas de relación entre el Estado, las instituciones supraestatales y las instituciones financieras, que definen la manera en que los gobiernos de los Estados transmiten en sus respectivas naciones las consecuencias del [denominado] orden global, a saber, la destrucción de los sistemas de solidaridad, de protección, de seguridad social, la precarización, la privatización, cuando es rentable, de lo que era de dominio común (Rancière, 2012a: 259-260). Justamente porque en esas prácticas se asume que hay un «orden global» del mundo, en ellas se moviliza una lógica, es decir, una cierta manera de dar sentido, de establecer ciertas relaciones entre las formas de percepción y los sentidos producidos. En el caso de la lógica consensual se trata de un sistema de evidencias dentro del cual ciertas operaciones hacen, tienen necesariamente, sentido. Más exactamente, retomando los términos estético-cartográficos arriba recordados, se trata de un acuerdo fijado como unívoco entre un cierto régimen de sentido y un modo de presentación sensible que deja ver, sentir, escuchar, ese régimen como lo que es, como lo que hay, como evidencias constatables. Por eso, con la noción de consenso Rancière caracteriza un cierto reparto policial de lo sensible que implica, a la vez, «una configuración sensible del mundo común como un mundo de lo necesario, y como el mundo de una necesidad que escapa al poder de los que viven en el seno de esa necesidad» (Rancière, 2012a: 260). La idea de un orden global sugiere precisamente que hay un orden (más que meramente natural, como en el liberalismo clásico) normativo o regulativo que indica la manera en que las cosas deben ser de acuerdo con ciertos saberes privilegiados (económicos, sociológicos, de la ciencia política) que dan cuenta de lo real, «de la única realidad a la que todo debe estar relacionado como dato sensible que tiene solo una posible significación» (Rancière, 2010c: 144). Por ejemplo, la globalización, el crecimiento económico, la democratización, los comportamientos razonables de los agentes sociales, el progreso, la lógica de inclusión. Una realidad entonces frente a la cual solo cabría el saber experto sobre las problemáticas y las medidas adecuadas, o las formas de ignorancia en relación con las maneras más efectivas de «administrar la necesidad» (véase Rancière, 2012a: 261). Por eso, el consenso se refiere también a «la necesidad de un gobierno de expertos» que dé las claves de comprensión de lo que pasa. Una tecnocracia que tiene como contracara la idea de una cierta opacidad del mundo social para la mayoría de los que participan en él. Todo esto indica ya la manera en que el consenso supone una comprensión de lo común que reduce la dimensión del conflicto de la vida social. Pero no meramente porque dejen de reconocerse distintas visiones que podrían producirse sobre la realidad social o porque el espacio público deje de verse como un espacio para la deliberación y tienda a asumirse, más bien, como un espacio de gestión y administración de cosas necesarias. El conflicto se reduce o incluso se anula porque se cierra el espacio para que puedan aparecer interpretaciones realmente otras de la realidad social, es decir, otras realidades sociales, que contrarresten las visiones dominantes y, particularmente, sus efectos desigualitarios.21 Y el conflicto se reduce porque el espacio político se piensa como un espacio, sea para la discusión racional de actores capaces de aceptar los mejores argumentos, sea para la negociación entre actores económicamente razonables. Así, se pierde de vista la manera en que las acciones políticas pueden dividir y abrir la polémica sobre los espacios autorizados para la participación (deliberativa o de negociación), sobre los actores o las partes que pueden participar de aquellos y sobre su razonabilidad (como retomaré en el capítulo 4). Por eso, en los términos estético-cartográficos de Rancière, la esencia del consenso es la anulación del disenso como intervalo- brecha [écart] de lo sensible con respecto a él mismo, la anulación de los sujetos excedentarios, la reducción del pueblo a la suma de partes del cuerpo social y de la comunidad política a relaciones de intereses y aspiraciones de estas partes diferentes. El consenso es la reducción de la política a la policía (Rancière, 1998: 184-185). Volvamos un momento sobre nuestros pasos. En el capítulo 1 apareció que la noción de policía no define necesariamente una lógica de dominación, sino una lógica que se caracteriza por una relación conjuntiva entre regímenes de percepción y regímenes de sentido, que puede traer efectos de desigualdad. Se destacaba, asimismo, que para Rancière es muy importante enfatizar la heterogeneidad de esos ensamblajes. Y enfatizar la manera en que estos, en sus conjugaciones y correspondencias siempre imperfectas, pueden fracturarse con baches, brechas, zonas de indeterminación, que abren la posibilidad de que sus elementos puedan enlazarse de maneras distintas, que sus fronteras puedan ser desestabilizadas y que puedan darse intervalos-brechas (écarts) entre aquellas. Esos intervalos que las torsionan y permiten dar lugar a modificaciones experienciales, es decir, a otras posibilidades de ver el mundo. Pero el consenso es más que una lógica policial, es decir, es más que una relación conjuntiva (fijadora y excluyente) entre sentido y sentido, pues el consenso es una lógica que apunta a convertir toda relación y todo ensamblaje de sentido en una relación y un ensamblaje conjuntivos (policiales). De modo que las fronteras que establece no sean vistas ya como fronteras de inclusión y exclusión (por ejemplo, entre clases y grupos de poder) que pueden dar lugar a conflictos, sino como criterios que definen y permiten identificar sectores, fenómenos (grupos poblacionales, identidades sociales, roles en estas) y problemas a ser resueltos «por expertos», que se encargan «del ajuste negociado de intereses» (Rancière, 2004b: 206) o de precisar los medios y las condiciones objetivas de su solución (cfr. Rancière, 1996: 135). Sin embargo, como ya puede entreverse por lo dicho, cuando las fronteras se niegan como fronteras, se invisibilizan las particiones de sentido y con esto se cierran también los espacios en los que pueden aparecer los baches, las brechas y los intervalos entre estas fronteras. Por eso, Rancière habla del consenso en términos de una metapolicía (Rancière, 1996: 144), y lo define como «el cierre de los espacios de disenso, que se da al taponar los intervalos (écarts) y al remendar cualquier brecha entre apariencia y realidad, la ley y el hecho» (Rancière, 2004b: 206). Y, por esto mismo, lo caracteriza como un cierre que trae consigo la reducción del espaciopolítico, pues lo político, en sus distintos registros y manifestaciones, como ya se había anticipado en el capítulo 1, tiene que ver justamente con estas brechas- intervalos que permiten la desestabilización, el desensamblaje y el reensamblaje disensual de las fronteras dadas en un campo de experiencia. Recorrer las maneras más visibles en que hoy en día se produce, según Rancière, este cierre del espacio político nos permitirá ver desde otro ángulo, desde uno estético-cartográfico, algunos de los elementos que fueron comentados en la primera parte de este capítulo, apreciar otros y sus relaciones, y volver a pensar la relación de estos elementos con la cuestión de la desposesión. 3.2.1. La comunidad del consenso El consenso pretende contar exhaustivamente los grupos de interés y los tipos de individuo que forman parte de la «población», sin resto, sin suplemento (Rancière, 2010c: 100), pues pretende un «acuerdo predeterminado entre sujetos, lugares, modos de enunciación y formas de eficacia» (Rancière, 2017: 72). Es lo que se asume en políticas públicas, arreglos institucionales, formas de gestión público-privada, múltiples estudios sociológicos y científico-políticos que pretenden identificar, representar o incluir a los distintos grupos poblacionales (de acuerdo a variables muy distintas), las etnias, los sectores vulnerables, y lo que pueden necesitar, pensar, lo que pueden decir, lo que pueden hacer, así como los problemas que pueden presentar y las formas adecuadas de tratarlos. Esta cuenta exhaustiva, que no deja suplemento, supone que hay un espacio social con sus dinámicas propias, formas de normalidad y anormalidad, del que a veces pueden quedar excluidos o marginados ciertos actores. En este sentido, se trata de una lógica de inclusión que pretende ir reduciendo poco a poco los márgenes, las exclusiones, los rezagos frente a ciertos programas de intervención en pro del crecimiento económico o frente a ciertas formas dominantes de inteligibilidad social, de modo que se vayan superando poco a poco los baches entre la ley y la realidad, y la división entre distintas comprensiones de la libertad, la justicia, la cultura, el bienestar, el tiempo. Por eso, el consenso planifica programas de «asistencia», «de integración», de «gestión humanitaria». Pero esta lucha contra la exclusión del consensualismo lo que hace aflorar «es también el vínculo conceptual paradójico en el que se manifiesta que la exclusión no es sino el otro nombre del consenso» (Rancière, 1996: 145), pues la exclusión de la que aquí se habla es una forma de invisibilizar los trazados de pertenencia que el mismo consenso traza: la arbitrariedad de unas fronteras que dejan de valer como fronteras de lo propio y lo impropio, de lo que se cuenta como parte que pertenece y como parte marginada, para presentarse como fronteras del mundo, de lo que es y de lo que puede ser, dentro de las cuales hay que ir integrando a quienes han permanecido marginados por falta de oportunidades para desarrollar ciertas competencias, aquellos que requieren más asistencia para presuntamente prosperar. Ante cualquier desfase, desgarradura, colapso o trauma no se requiere más que «una medicina individual de restauración de las identidades», de tratamientos psicológicos que permiten la «reinserción social», es decir, de tratamientos que se conjugan con una medicina social «de remiendo del tejido comunitario, para devolver a cada excluido la identidad de una capacidad y una responsabilidad» (Rancière, 1996: 147). Una responsabilidad que, como ya vimos, no es más que la tarea asignada a los individuos de ajustarse en sus capacidades y competencias, a lo que la sociedad requiere de él, en un vínculo especular entre individuo, sociedad y Estado, sobre el que volveré ahora. Todo lo que se resiste a esta tarea se convierte entonces en «asunto de marginalidad, de migración, de patología, de delincuencia, de terrorismo, y así sucesivamente» (ibid.). Y, por esto, como ya veíamos antes a través de consideraciones de Harvey, este sistema «se ve obligado a dotarse de instrumentos de policía reforzados para controlar los márgenes y las filtraciones que necesariamente no deja de crear» (Rancière, 2012a: 262). Ahora bien, lo anterior supone la pretensión de cancelar la división de lo común que da lugar al espacio político; el intento de borrar las condiciones para que pueda aparecer el conflicto con respecto a quiénes se cuentan, y cómo se cuentan, como parte de lo común. Por eso, el consenso es también, para Rancière, «un modo de estructuración simbólica de la comunidad» (cfr. Rancière, 2010c: 188), que evacua el espacio para que pueda emerger una comunidad política, pues una comunidad política –lo discutiremos en el próximo capítulo– «es una comunidad estructuralmente dividida no entre grupos divergentes de interés y opiniones, sino con respecto a sí misma» (Rancière, 2010c: 188); es una comunidad que se muestra dividida entre una cierta forma de contarla y otra que se reivindica como excesiva o suplementaria con respecto a esa cuenta (cfr. Rancière, 1998: 159, 161). En esta dirección, Rancière puede estar de acuerdo con Brown en que la comunidad del consenso es la comunidad platónica de la encarnación, de la perfecta adecuación entre el Estado y los individuos, entre las partes del Estado y las partes del alma: entre las formas institucionales, políticas, legales (las formas del Estado) y la materia de lo social (el estado de las relaciones sociales) (cfr. Rancière, 1996: 122ss). Todas las partes están comprendidas en función de la idea de una cierta prosperidad económica (medible en términos de valor de capital) y de una cierta integración social, dependiente de aquella, que, además, se legitima, como destacaré ahora, a través de instrumentos legales. 3.2.2. La ley del consenso El derecho, o, más exactamente, una cierta formulación de este, es fundamental para garantizar esa adecuación entre economía, sociedad, modos de vida y mentalidades a la que apunta una lógica consensual (cfr. Rancière, 1996: 136). Tan característica de la lógica consensual es esta correspondencia, que Rancière define el objetivo de las prácticas consensuales en términos de alcanzar cada vez más una identidad entre la ley y los que, bajo tal lógica, se aceptan como hechos sociales (el crecimiento económico, la importancia de la confianza inversionista, la competitividad internacional), y una identidad entre estos y formas de vida que se asumen como el ethos de la sociedad (la competitividad, el emprendimiento, la responsabilización, etcétera) (Rancière, 2004b: 306). De hecho, Rancière llega a definir el consenso «como un modo particular de visibilidad del derecho como arjé de la comunidad» (Rancière, 1996: 136). En efecto, en los regímenes consensuales todo litigio político se transforma en un problema jurídico, esto es, en un problema definible y resoluble por «sabios/expertos que señalan lo que está de acuerdo con el espíritu de la Constitución y con la esencia de la comunidad que esta define» (Rancière, 1996: 137-138), como si estos principios no fueran abiertos y apropiables de múltiples maneras, sin tener que definir una forma de vida y un espíritu reconocible solo por expertos constitucionales. Pero esto supone también la cancelación de un uso político del derecho y con esto la neutralización de su polivalencia (cfr. Rancière, 1996: 136). De modo que, bajo la lógica consensual, todos los usos heterogéneos del derecho se reducen a un único régimen que asegura la judialización de lo político, su sometimiento a lo estatal, y, con esto, la cancelación de que el derecho pueda ser apropiado por personas cualesquiera y servir como estructura política del daño para manifestar un desacuerdo. Pero, a la vez, esta judialización de lo político va de la mano de una proliferación de los ámbitos que este régimen reducido del derecho regula, a través de «una multiplicación y una redefinición» de las reglas jurídicas «en todos los circuitos de la sociedad», que permiten adaptarlasa todos los movimientos de esta y anticiparlos. Por ejemplo, «los derechos de propiedad corren sin descanso en persecución de las propiedades inmateriales ligadas a las nuevas tecnologías» (ibid.), es decir, se multiplican a través de patentes y derechos de autor que regulan los usos y la circulación de los saberes; se apropian en muchos casos de usos y saberes ancestrales, que no han sido consignados por escrito, ni mucho menos patentados, y también en algunos casos toman propiedad sobre lo vivo, como las semillas22 y «las reservas biológicas y genéticas» (cfr. Dardot y Laval, 2015: 119). Mientras tanto, «las comisiones de expertos reunidas con motivo de la bioética prometen aclarar a los legisladores el momento en que comienza la humanidad del hombre». Y el derecho al trabajo se flexibiliza, adaptándose «a los movimientos de la economía y a todas las inflexiones del mercado de trabajo» (Rancière, 1996: 140).23 Así, esta judialización del campo social, que produce su privatización, corre paralela, como hemos insistido en todo el capítulo, al desmantelamiento y la destrucción de derechos sociales. Como si la gente entonces tuviera solo derecho ahora a ejercer la responsabilidad de pertenecer a una empresa colectiva, a la que debe integrarse y cuya integración el derecho garantiza, exigiéndoles a veces sacrificios como, por ejemplo, la flexibilización de los trabajos para presuntamente mejorar la empleabilidad y contribuir al crecimiento futuro. Y como si la creciente reducción del derecho a normas jurídicas que garantizan «la gestión de los equilibrios comerciales» (Rancière, 1996: 142), a través de normativas que favorecen la inserción de los Estados en los mercados internacionales, garantizara la perfecta adecuación entre lo real y lo racional, entre lo que se considera physis y lo que se considera nómos, esto es, justamente la adecuación del consenso. 3.2.3. La inclusión exhaustiva y su vertiente inmunitaria La desunión es el otro nombre de esta saturación que no conoce otra forma de ser en común que el vínculo especular de la satisfacción individual con la autodemostración estatal (Rancière, 1996: 145). En sus reflexiones sobre el consensualismo, Rancière también ha planteado algo que en la Introducción sugerí como problema para nuestro presente, y como uno que al menos oblicuamente me interesa perseguir aquí. Se trata de ciertas manifestaciones inmunitarias, de rechazo, que fijan como amenaza a ciertos «otros», a través de discursos estigmatizadores que hacen circular afectos destructivos de miedo, resentimiento y odio, es decir, discursos que bloquean formas de interdependencia y solidaridad entre los cuerpos. Esto es algo que, a su manera, como vimos antes, Harvey ha reconocido en sus trabajos sobre el neoliberalismo. Por una parte, movilizando herramientas marxistas clásicas, algunos de los fenómenos aquí implicados se pueden leer como una manifestación más de la desunión, de la insociabilidad, es decir, del individualismo que promueve el capitalismo con su ideología liberal. Y, por otra parte, Harvey ha sugerido también que el neoliberalismo ha dado lugar a una inflexión conservadora que ha promovido ciertas prácticas estigmatizadoras en nombre de la raza y/o ciertas formas de asumir la religión y la pertenencia cultural en términos nacionalistas, homofóbicos y antifeministas (Harvey, 2005: 50).24 Ahora bien, en varios de sus trabajos, Rancière (2007a, 2010a) ha problematizado el diagnóstico crítico marxista contra el individualismo burgués, al insistir en que esta crítica, que se reproduce hoy cada vez que se denuncia el individualismo del mercado y de la democracia burguesa, se remonta genealógicamente a posiciones contrarrevolucionarias (como la de Burke) frente a la revolución francesa, que habrían criticado cómo esta, con la proclamación de las libertades individuales, habría destruido los vínculos comunitarios, produciendo unos individuos desligados, desgarrados de la comunidad, anómicos. Es decir, por esta vía Rancière apunta a sugerir que estas críticas muestran un temor frente a los elementos y las prácticas desgarradoras de las comunidades dadas; aquellas fracturas que, justamente para este autor, permiten también otras configuraciones de lo común y experiencias políticas emancipatorias. Entendámonos. Por supuesto que en este capítulo he sugerido que la perspectiva de Rancière podría alinearse con miradas que han invitado a problematizar la figura del sujeto autonómo soberano y su comprensión de los sujetos como individuos autodeterminados y autosuficientes. Y que esta problematización tiene que ver con una comprensión de la agencia que destaca el arrojamiento del sujeto a condiciones del lenguaje, de la historicidad, de los afectos, que podrían pensarse como un cierto en medio de, como una cierta relacionalidad o interdependencia de los cuerpos. Pero he enfatizado también que esta relacionalidad se refiere a ensamblajes heterogéneos y conflictivos de condiciones, sobre las cuales los cuerpos pueden intervenir, y no a una unidad orgánica o comunidad de sentido, o a un tejido de relaciones bien ensamblado, que es lo que parece anhelarse nostálgicamente en ciertas críticas marxistas al individualismo.25 Por eso, frente a estas Rancière ha insistido en que la emancipación política tiene que ver ante todo «con la ruptura de ese tejido armonioso», que es el tejido armonioso que de hecho fija la lógica policial, sobre todo hoy en sus manifestaciones consensuales (cfr. Rancière, 2010a: 49-50). Y, por esto mismo, el efecto de desunión del que se habla en la cita con la que comencé esta sección no se piensa como consecuencia del individualismo liberal, ni tampoco como rezago de posiciones conservadoras en tensión con el liberalismo; más bien, se comprende como un efecto ligado con el consensualismo. En particular, se trata de pensar que las formas inmunitarias, de separación y rechazo de un otro, que podemos ver hoy en día (Rancière habla desde Francia, pero parece ser un fenómeno que se da en distintas latitudes); «la desunión» en los términos de la cita tiene que ver con la «saturación» que ha producido la lógica consensual, con la manera en que esta ha cerrado los intervalos-brechas que torsionan las fijaciones identificadoras del otro; esas fijaciones que el consensualismo hace circular al leer a ciertos otros como riesgos indeseables para la sociedad. Precisemos el punto. Por supuesto que las estigmatizaciones de un otro como indeseable son muy arcaicas en la cultura occidental, y con esto las formas de racismo, xenofobia o discriminación. Y por supuesto que uno puede notar diferencias discursivas destacables entre un discurso neoconservador como el de Le Pen o el de ciertos líderes de la derecha estadounidense y el lenguaje políticamente inclusivo, de corrección política de Angela Merkel, Emmanuel Macron o Hillary Clinton. Además, es evidente que estos discursos distintos pueden dar lugar a políticas públicas diferenciables, por ejemplo, con respecto a los valores, la educación, la apertura económica o ciertos grados de proteccionismo. Sin embargo, el punto interesante de Rancière es que el lenguaje consensual de la inclusión y la corrección política, que está anudado a comprensiones estabilizantes de unas identidades sociales y del espacio común, así como a intervenciones que han desmantelado las formas de solidaridad social, contribuye a –más que contrarresta– esas formas de inmunidad que, con sus discursos abiertamente excluyentes, parecerían ser contraconsensuales. En este sentido, Rancière afirma que la constitución de cada individuo como amenaza para la comunidad es el estricto correlato de la búsqueda consensual de la comunidad enteramente realizada como identidad refleja en cada miembro del pueblo y la población […]. Esta equivalencia es ilustrada por la intrusión brutal de las nuevas formas del racismo y la xenofobia en nuestros regímenes consensuales (Rancière, 1996: 147-148). El consenso entonces con su lógica especular de inclusión produce tambiénun miedo del otro como amenaza, que puede conjugarse, por supuesto, con afectos muy arcaicos. Al decir esto, no pierdo de vista que puedan alegarse razones económicas y sociales, que incluso podrían vincularse con las intervenciones neoliberales de las que hemos hablado en este capítulo –la precarización, «la desocupación que hace que se acuse al extranjero de ocupar el lugar del nativo, la urbanización salvaje, el abandono de los suburbios»– (Rancière, 1996: 147). Sin embargo, se trata justamente de dejar de ver una relación causal inmediata entre fenómenos económicos y sociales, para pensar estas circunstancias en su compleja dimensión estético-política y considerar los repartos de lo sensible desde los cuales emergen. En otras palabras, se trata de dejar de pensar que los cuerpos simplemente reaccionan con odio o resentimiento porque detestan las circunstancias deplorables de marginación en las que se encuentran y necesitan encontrar un responsable de su situación al que culpar. Se trata, más bien, de pensar por qué esta indignación se dirige no hacia ciertas formas de regulación del mundo, no hacia ciertas prácticas sociales que reparten desigualitariamente lo común, sino hacia un otro inadmisible, al que se culpa de la situación. Se trata de pensar por qué la indignación no da aquí lugar a un litigio político sobre la forma en que se reparte lo común, sino a afectos inmunitarios que reiteran estas particiones. Y la respuesta puede presentirse teniendo en cuenta lo dicho: el litigio político tiene menos posibilidades de darse cuando el orden de los tiempos ha cerrado espacios en los que podían constituirse «objetos litigiosos» y «sujetos del litigio», al reducir las formas en que los problemas pueden confrontarse como problemas de justicia, de distribución de lo común, pues ahora los problemas se tratan como asuntos resolubles por intervenciones técnicas programables. Este argumento se puede vincular con la manera misma en que opera una lógica consensual. En efecto, como ya sugerí, para los órdenes consensuales en que vivimos resulta inadmisible que se hagan manifiestas fallas, brechas-intervalos (écarts) que desajustan la manera en que los dispositivos institucionales se buscan ensamblar con el estado de las relaciones sociales; que haya palabras y modos de ver que no se dejen tratar como cuestiones objetivables o contables en los sondeos de opinión, desde el orden del derecho o desde la gestión humanitaria o económica; que haya existencias que se resistan al discurso de la inclusión y a la pretensión de una comunidad sin resto (Quintana, 2013b: 37). Por esto, también lo inadmisible en un orden consensual es la proliferación de cuerpos inidentificables que crean confusión en el orden dado de los cuerpos, que confrontan las direcciones y los sentidos que fijan lo «común», lo «evidente» o lo «normal», al hacerse valer como parte excedentaria de la comunidad; cuerpos alterados o que producen alteración, que impiden que el consenso sea o que la comunidad, como espacio bien integrado de sujetos contratantes, coincida plenamente consigo misma (ibid.). La lógica consensual es entonces una lógica inmunitaria con respecto a la apertura de espacios, formas, objetos y sujetos de litigio político, y esto incide en la manera en que puede contribuir a que el malestar social que produce dé lugar a afectos inmunitarios. Rancière lo deja ver bien en prácticas y discursos ligados con la inmigración que se han venido dando desde los años noventa del pasado siglo, tanto desde gobiernos de derecha como socialistas, entre los cuales justamente se da consenso al respecto. En su texto «Lo inadmisible» (Rancière, 1998: 128-147), se detiene particularmente en dos intervenciones que se dieron bajo los gobiernos de Mitterrand y Chirac y que resultan reveladoras sobre la lógica inmunitaria del consenso. La primera es una afirmación del primer ministro Michel Rocard, bajo el segundo mandato del socialista Mitterrand, según la cual «Francia no puede acoger toda la miseria del mundo»; un enunciado que recogen bien, según Rancière, algunos grafitis que se encuentran usualmente en los baños públicos de las ciudades francesas. La segunda se refiere «al arsenal legislativo de leyes Pasqua-Méhaignerie sobre seguridad e inmigración», bajo el mandato del derechista Chirac. En el caso del primer enunciado se decide a partir de una previa discriminación y esta, aunque no parece fundarse en ninguna propiedad determinable, pretende en todo caso delimitar un «propio» al trazar el reparto entre «lo que se puede» y «lo que no se puede acoger». Ahora bien, esa «mala parte» que se excluye se trata de delimitar, según Rancière, justamente a través de una intervención jurídica como la Ley Pasqua-Méhaignerie, que terminó por elaborar la figura del Otro que no puede ser acogido (el extranjero como clandestino y este como criminal por irregular).26 Ese Otro que no coincide con la mismidad de la identidad francesa, que hace del inmigrante un delincuente potencial (Rancière, 1998: 135). Pero, para Rancière, lo que hace la ley con esto no es más que «objetivar» un sentimiento de inseguridad (los grafitis antes mencionados), convirtiendo en un mismo objeto a una multiplicidad de grupos y de cuerpos que creaban confusión en el ordenamiento de estos. En este sentido, es la ley la que constituye al inhallable objeto «inmigrante», al unificar los casos heterogéneos del joven delincuente de origen magrebí, el trabajador indocumentado de Sri Lanka, el musulmán polígamo y el trabajador de Mali que impone la carga de su familia a la comunidad francesa (Rancière, 1996: 151). Esta convertibilidad del Uno del sentimiento al Uno del concepto sería característica del orden consensual y de los «operadores de conversión» que hace circular, esos que vinculan al extranjero con el delincuente en la figura del clandestino. Es esta lógica la que construye «la figura de lo múltiple que sobreabunda y se reproduce sin ley» (Rancière, 1996: 151). Es esta lógica la que hace aparecer este múltiple como mala parte, como el Otro que no se puede integrar (Rancière, 1998: 137), como mala parte que excede la identificación entre nómos y physis del orden consensual. Y es esta lógica la que tiene que hacer contable al otro en una raza, etnia o identidad social. Dado lo anterior, el discurso consensual no deja de ser étnico y racializado,27 incluso en sus vertientes multiculturales, más tolerantes, pues de esta forma puede contar, administrar e integrar la diferencia, de modo que no sobreabunde sin ley. Porque lo que esta lógica precisa son partes contables, «cuerpos reales provistos de propiedades expresadas por su nombre» (Rancière, 1996: 154), sean individuos de x o y tipo, grupos sociales definibles, comunidades étnicas, y lo que «ya no tolera, en cambio, es la parte supernumeraria, la que falsea la cuenta de la comunidad» (ibid.), la parte que no se deja contar en la cuenta: que los inmigrantes, por ejemplo, no se dejen llamar clandestinos, sino «sin papeles»,28 o que el campesino rehúse ser tratado como trabajador agrícola para asumirse como «sujeto de derechos».29 De ahí también la vertiente securitaria de estos órdenes consensuales, que destacaba al comienzo del capítulo: la manera en que pueden recurrir a la violencia física y a coerciones policiales para controlar las manifestaciones políticas que los confrontan. El miedo por lo múltiple excesivo se instala, precisamente, porque es lo que impide que el consenso sea (Rancière, 1998: 138). Por eso, es lo que no puede ser. Pero entonces esa «mala parte» que no se deja manifestar como sujeto político aparece «en la desnudez de su diferencia intolerable», ya sea como el cuerpo étnico vulnerable, victimizado, necesitado de asistencia humanitaria, incapaz de acción política, o como el mal cuerpo racializado del inmigrante potencialmente peligroso de color, como el cuerpo detestable, «diabólico», que no es sino «el resto de la operación consensual» (Rancière, 1996: 150). Por eso, «la forma óptima de consenso esuna forma cimentada» también «a través del miedo de la sociedad» por el otro que la perturba (cfr. Rancière, 2010c: 106). 3.2.4. La exhibición integral y la reducción de la heterogeneidad El balance exhaustivo de la población interminablemente encuestada produce, en lugar del pueblo declarado arcaico, ese sujeto llamado «los franceses» que, al lado de los pronósticos sobre el futuro «político» de tal o cual viceministro, se manifiesta por algunas opiniones bien tajantes sobra la cantidad excesiva de extranjeros y la insuficiencia de la represión […]. El sujeto que así opina es el sujeto de ese nuevo modo de lo visible que es el de la ostentación generalizada, un sujeto llamado a vivir integralmente todos sus fantasmas en el mundo de la exhibición integral y el acercamiento asintótico de los cuerpos, en ese «todo es posible» del goce anunciado y prometido, es decir, prometido, claro está, a la decepción e invitado por ello a buscar y perseguir al «mal cuerpo», al cuerpo diabólico que se mete en todos lados atravesando la satisfacción total que en todos lados está al alcance de la mano y en todos lados se sustrae a su influencia (Rancière, 1996: 150). Esta cita es interesante porque permite vincular la vertiente inmunitaria del consensualismo con la manera en que esta lógica produce un reparto de lo visible de «ostentación generalizada» que algunos, pero no Rancière, vinculan con el diagnóstico de la «sociedad del espectáculo» y la posverdad. La encuesta es una de las herramientas privilegiadas por el consenso, porque ella permite fijar las posiciones sociales, los lugares y los roles de los encuestados y hacerlas corresponder con ciertas opiniones, que responden siempre a preguntas simplificadoras. Además, esta metodología y las preguntas que propone fijan sujetos consensuales como «los franceses», que así identificados son invitados a formular fantasmas, temores, asedios, en los que algún otro es culpado por sus decepciones, esas que necesariamente viven en un orden consensual. Lo vemos todos los días, aquí en Colombia; las emisoras de la mañana y los noticieros televisivos de la noche proponen cada día encuestas que preguntan cosas tales como «¿está de acuerdo con el matrimonio gay? o ¿está de acuerdo con la adopción por parte de parejas homosexuales? No es difícil ver30 cómo estas preguntas identifican un peligro, un problema, una posible amenaza sobre la que hay que indagar, pero que de paso queda así establecida, y circula, incluso a veces de manera viral. Tenemos así, retomando lo que aparecía en la sección anterior, que la encuesta permite consolidar la saturación consensual y sus formas de identificación integradoras o estigmatizadoras de cualquier otro eventualmente perturbador. Pero estas consideraciones, como ya anuncié, también pueden vincularse con las formas de visibilidad que produce el consensualismo con su ostentación generalizada, con su pretensión de exhibición integral de lo que pasa, de los cuerpos, de sus necesidades. Es la lógica que vemos desplegarse todo el tiempo en los medios de información dominantes que pretenden capturar los hechos, lo que pasa minuto a minuto. Sin embargo, este régimen de visibilidad general no tiene que leerse en términos de la sociedad del espectáculo de Debord o del simulacro de Baudrillard (Rancière, 2010a: 9-52). Y no solo porque una interpretación como la de Debord reproduce el dispositivo crítico desmitificador, de inversión que presupone la desigualdad de las inteligencias; también porque impide dar cuenta de efectos de despolitización importantes que este régimen produce. En palabras de Rancière: El régimen del todo visible, el de la presentación incesante a todos y a cada uno de un real indisociable de su imagen, no es la liberación de la apariencia. Es, al contrario, su pérdida. El mundo de la visibilidad integral dispone un real donde la apariencia no tiene ocasión de suceder y producir sus efectos de duplicación y división. La apariencia, en efecto, y en particular la apariencia política, no es lo que oculta la realidad, sino lo que la duplica, lo que introduce en ella unos objetos litigiosos, unos objetos cuyo modo de presentación no es homogéneo con el modo de existencia corriente de los objetos que allí se identifican […]. La «pérdida de lo real» es de hecho una pérdida de la apariencia (Rancière, 1996: 132). Estas palabras no pueden ser más contraconsensuales, más contrarias al realismo del consenso, ese que fija una cierta realidad como lo que es, como lo que hay. Por eso el realismo que pretende «ser la sana actitud del espíritu que se atiene a las realidades observables» no es más que «la lógica policial del orden que afirma, en cualquier circunstancia, no hacer más que lo único que es posible hacer» (Rancière, 1996: 164); también el realismo de quienes hoy denuncian la «posverdad» reitera el régimen de exhibición consensual que pretende denunciar. Volveré ahora sobre esto. En todo caso, con este antirrealismo no se trata de una posición idealista, o idealista subjetiva del «todo es posible»; al contrario, por contraintuitivo que parezca, es el realismo consensual, como régimen de presentación integral, el que trae consigo ese «todo es posible». Más bien, con el antirrealismo se trata de insistir en la metodología estético-cartográfica y de enfatizar la «materialidad de lo incorpóreo», la materialidad de lo que no tiene lugar en cierto régimen de sentido y percepción, pero que podría tenerlo, torsionando algunas de sus fronteras. Precisemos. En varios lugares, particularmente en sus textos más estéticos, Rancière ha señalado que «no existe lo real en sí, sino configuraciones de aquello que es dado como nuestro real, como el objeto de nuestras percepciones, de nuestros pensamientos y de nuestras intervenciones» (Rancière, 2010a: 77). En este sentido, lo real es siempre el objeto de una ficción, entendiendo por esta no una creación arbitraria subjetiva – esta idea de ficción forma parte de un régimen representativo, realista, que aquí justamente se está poniendo en cuestión–, sino «reagenciamientos materiales de signos, relaciones entre lo que se ve y lo que se dice, entre lo que uno hace y lo que puede hacer» (Rancière, 2000: 62). Decir entonces que lo real es siempre objeto de una ficción es destacar su carácter de construcción material (porque tiene efectos sobre los cuerpos, sus relaciones y el mundo que habitan) del espacio en ensamblajes heterogéneos que anudan lo decible, lo visible, lo factible (Rancière, 2010a: 77). Ahora bien, la lógica consensual, con su realismo, niega su carácter de ficción, afirmándose como lo real en sí, como lo que es y lo que puede ser, excluyendo del campo de experiencia, como apariencias, utopías o ilusiones, las construcciones que excedan sus fronteras de inteligibilidad. Así, cierra el campo de lo posible, desposeyéndolo de posibilidades, negando su heterogeneidad y su inestabilidad. Es decir, la manera en que puede ser confrontado por construcciones que se muestran, aparecen como posibles, a partir de desplazamientos y torsiones en las fronteras que las hacían ilegibles. Por eso, Rancière caracteriza al consenso como un régimen que pretende expulsar la apariencia que lo divide; las formas de aparición que muestran otras posibilidades y abren el desacuerdo con respecto a las dadas. Y, por esto mismo, se trata de un régimen de visibilidad integral, porque pretende visibilizar exhaustivamente todo lo que es, todo lo que hay, perdiendo de vista que sus fronteras son también fronteras de visibilidad e invisibilidad. Más aún, en la medida en que pierde de vista que todo régimen de sentido es un régimen de percepción que instala fronteras de visibilidad o las confronta, fija esas fronteras como necesarias, produciendo con esto repartos muy desigualitarios de sentido y percepción. Por supuesto que Rancière no está negando con esto que pasen cosas; pasan y fracturan vidas. Pero la manera en que nos relacionamos y narramos esos acontecimientos se produce siempre en repartos de sentidoy percepción que pueden dar cuenta más o menos de la fractura que produjo el acontecimiento, y cómo afectó de distintas maneras a algunas de las personas implicadas. Es lo que Rancière destaca en varios textos dedicados a la política de las imágenes, en los que enfatiza que no es que los medios consensuales de información nos aturdan con demasiadas imágenes que encubran lo que realmente pasó. Más bien, se trata de imágenes que muestran poco lo que pasó y la heterogeneidad de sus distintos efectos. Son imágenes que, como veremos en el capítulo 6, descartan y escogen demasiado lo que puede aparecer y lo que no, al ordenarlo de una manera muy determinada. En ese sentido, estos medios de información consensuales no «se contentan con reducir el número de imágenes que ponen a disposición. Ordenan antes que nada su puesta en escena. Eso es lo que quiere decir informar en el sistema dominante: poner en forma, eliminar toda la singularidad de las imágenes, todo lo que en ellas excede la simple redundancia del contenido significable» (Rancière, 2008c: 75). Por eso, oímos contantamente voces en off que narran lo que debemos ver en las imágenes que se nos muestran o a expertos consultados que le dan sentido y descifran lo que está pasando; o leemos subtítulos que debemos encajar con las terribles imágenes que a veces vemos en los periódicos, y que con la literalidad de la explicación pierden su poder de interpelación sobre el lector. Y es que vemos una y otra vez las mismas imágenes. Piénsese, por ejemplo, en las transmisiones de las guerras de Irak y Afaganistán que las empresas de información hicieron y que se vendieron mutuamente; en esas imágenes reiteradas «son pocos los cuerpos violentados, mutilados o dolientes. Lo que vemos, esencialmente, son los rostros de quienes hacen la información, los hablantes autorizados» (Rancière, 2008c: 75). Y, si vemos cuerpos violentados, los vemos como cuerpos vulnerables, masacrados, solo victimizados. Son pocos los rostros que, en esas escasas imágenes ordenadas, nos miran y nos interrogan con respecto a lo que ha pasado, rostros que en medio de su dolor pueden afirmar su igual capacidad de pensamiento y acción; cuerpos a los que se deje hablar con voz propia sin que un periodista o comentarista conduzca o corte rápidamente sus respuestas. De ahí la importancia de crear otras formas de visibilidad que nos muestren de otro modo, que nos muestren otras cosas, que nos interpelen, confrontando el régimen de visibilidad consensual (volveré sobre estas consideraciones y las desarrollaré en el capítulo 6). No se trata entonces de posverdad, como si alguna vez se hubiera dado una transmisión fiel de la realidad que ahora se traicionara; se trata, más bien, de una reducción de la realidad a una única presentación, una única interpretación, un único sentido.31 De una reducción que puede llegar a ser tan simplificadora y reductiva en sus montajes, que pierde por completo contacto con la heterogeneidad y la conflicitividad del mundo, inventando lo que no pasó, presentando lo que pasó de maneras deformadas y unilaterales, haciendo posible el «todo vale». Pero, si estos montajes burdos pueden tener lugar, es, de nuevo, porque la realidad, con sus divisiones y posibilidades de aparición, se ha reducido gracias a la representación consensual. 3.2.5. La necesidad del tiempo y la desposesión de los cuerpos Ahora bien, la lógica de saturación que hemos venido considerando supone una cierta narrativa del tiempo, con efectos de desposesión sobre los cuerpos. Concretamente, esta lógica fija un «estado de cosas» como lo que es, como lo que hay de acuerdo con procesos económico- sociales inevitables, frente a las cuales los individuos deben adaptarse asumiendo tareas que les permiten la integración en estos procesos. Se trata, como también ha destacado Povinelli en sus reflexiones sobre el liberalismo tardío,32 de un tiempo teleológico regido por ciertos objetivos que deben ser, que estructuran la temporalidad progresivamente y trazan fronteras fijas entre lo que «viene antes» y quedó pasado, y lo que puede venir después como futuro. Por eso, esta narrativa temporal transforma la vida cotidiana, regida bajo esta lógica, en problemas de umbrales, escala y realización de ciertos objetivos con vistas a hacer posible un futuro que se busca programar. A la vez, esta narrativa temporal cierra los espacios para experiencias que se dan entre los tiempos, por ejemplo, entre «el antefuturo» del «habrá sido» (de lo que no ha sido y puede ser) y el «pasado perfecto» de lo que ha sido y sigue siendo (cfr. Povinelli, 2011: 13). De modo que se trata también de una narrativa que genera formas de inteligibilidad con respecto al mundo vivido, que hace impensables e imposibles ciertas cosas, en particular, los intervalos entre ciertos trazos del pasado y deseos de otros mundos que también pueden ser posibles. Se trata de una narrativa que al hablar «del estado del mundo», del «estado de cosas», dicta el tiempo como principio de imposibilidad (Rancière, 2011e: 1): «los tiempos han cambiado», esto quiere decir x o y ya no son posibles; hay cosas que ya no pueden ser porque no se ajustan con el estado de cosas, con lo que puede ser. Y lo que ya no puede ser, sobre todo, advierte Rancière, es «cambiar el estado de cosas» (ibid.). En este sentido, esa imposibilidad funciona como una interdicción: «“Hay cosas que ya no puedes hacer, ideas en las que ya no puedes creer, futuros que ya no puedes imaginar”. Pero ese “no puedes” es ya de antemano un “no debes”» (ibid.). En juego está entonces un orden normativo que decide sobre la posibilidad y con esto sobre el poder, la potencia, la capacidad de los cuerpos: las capacidades que pueden tener lugar, el tipo de agencia que corresponde a los tiempos. Por eso, se trata de una narrativa que tiene efectos de desposesión sobre los cuerpos: les niega su movilidad, su capacidad para desplegar capacidades otras, que excedan las legitimadas; les niega también una capacidad de decisión por fuera de los tiempos definidos, asignados para la vida político-social. Todo tendría que caber dentro de esos tiempos definidos: los tiempos electorales; la convergencia entre el tiempo individual, los tiempos institucionales y el proceso económico; el tiempo de los hechos y su necesario desciframiento o explicación (Rancière, 2011e: 5). Se traza así una comprensión de la temporalidad que no solo pierde de vista la contingencia histórica de sus presupuestos, al volverlos prácticamente normativos o regulativos, sino que omite la conflicitividad misma de la historicidad, al pensar el presente como un tiempo global homogéneo: el tiempo del progreso, de la globalización, del mercado con sus leyes inevitables, de las elecciones con su definida periodicidad; el tiempo de las predicciones inescapables para un futuro, cuyas posibilidades ya están prácticamente contenidas en lo que somos, y solo esperan nuestras posibilidades de adaptación. Como si hubiera un pasado, homogéneo y unitario que dejar atrás, en pos de un futuro igualmente homogéneo y unitario que hubiera que ir produciendo en la continua autoinnovación. Se trata de una construcción que termina por cerrar la apertura del pasado y del futuro, es decir, la posibilidad de que el primero pueda releerse iluminando posibilidades imprevistas para el porvenir, y con esto la posibilidad del conflicto: que las maneras de interpretar lo que ha sido y puede ser puedan confrontarse. Pero, y este es un punto decisivo, al cerrar el conflicto de la temporalidad, esta lógica apunta a inhibir también el deseo, el deseo de transformación, el deseo por lo que no ha sido ni es del todo anticipable. Por eso, el consenso es sobre todo una narrativa que desposee a los cuerpos del deseo de transformación, de ser de otro modo, de emanciparse. De modo que, si la gente consiente con un «estado de cosas» que parece completamente contrario a sus intereses materiales, si la gente vota por x o y candidato que promete un cambio que es solo reiteración de loque ya se vive o incluso su agudización, no es porque haya sido idiotizada. Más bien, se ha convencido de que las cosas no pueden ser de otro modo; ha perdido la confianza en que puedan ser diferentes, y se ha vuelto descreída: descree todo el tiempo de cosas (poderes económicos, medios de información, la representación política) que piensa que no puede cambiar. En palabras de Rancière, «la gente es descreída y esta pretensión de descreimiento es el modo normal de la creencia, el modo normal de la interiorización del “estado de cosas”, que afecta tanto a los que votan como a los que no» (Rancière, 2017: 18-19). De este modo, la lógica desigualitaria, que fija la superioridad de unos con respecto a otros, procura a aquellos que ha inferiorizado los medios de creer que así ejercen su superioridad. Es lo que Jacotot, el maestro ignorante, llamó «la lógica de los inferiores superiores» (ibid.). Y, por eso, también las acciones políticas que pueden confrontar y desestabilizar una lógica consensual son acciones que dentro de este mundo cerrado de posibilidades –dentro de las fronteras fijadas por el consenso, en sus intervalos– hacen valer otros cuerpos, otras formas de ser con otros, otros tiempos, otros mundos que abren el campo de lo posible; unos que afirman en primer lugar la igualdad de las inteligencias, la confianza en lo que los cuerpos pueden pese a todo; la confianza en que las cosas sí pueden cambiar. 1 Los miembros que formamos parte del grupo de investigación Formas de Acción Política desde la Sociedad Civil (Centro de Estudios Sociales, Uniandes). 2 Entre otros, por monocultivos que contaminan el agua, actividades mineras que generan polución en el aire, o desvían los recursos hídricos para el uso de las minas, dejando sin agua a las poblaciones vecinas. Por ejemplo, en Colombia, en la región de la Guajira, la explotación minera que allí se ha producido ha planificado desviar el cauce del río Bruno para expandir una mina de carbón, poniendo en peligro la supervivencia de comunidades de la zona (sobre todo indígenas Wayúu), dada justamente, entre otros factores, la falta de agua en esos territorios. 3 Por usos extractivos, me refiero, retomando a Gudynas (2009), a «actividades que remueven grandes volúmenes de recursos naturales, [que] no son procesados (o lo son limitadamente), y pasan a ser exportados» (Álvarez y Grigera, 2013: 81-82). 4 Con «comunidad», «bienes» y «usos» no me refiero a algo dado o esencial. Aludo, más bien, a modos de actuar juntos, prácticas y formas de organización colectiva que permiten producir sujetos, arreglos, cosas comunes, que no están previamente dados como tales con respecto a estas prácticas colectivas. Esto podrá verse mejor después de lo planteado en los capítulos 4 y 5. 5 En todo caso, cabe no perder de vista, como han advertido Dardot y Laval, que «desregulación» es una expresión ambigua: aunque podría suponerse que, con esta, está en juego dejar al capitalismo sin ningún modo de regulación, podría indicar, más bien, otra forma de «ordenamiento de las actividades económicas, de las relaciones sociales y de las subjetividades» (2014: 176), tal y como, de hecho, le interesa mostrarlo a un enfoque foucaultiano como el adoptado por estos autores. 6 Como Thomas Piketty ha aducido, con respecto al capitalismo poskeynesiano, en su best seller El capital en el siglo XXI (Madrid, FCE, 2014). 7 Con las dictaduras que, entre 1975 y 1990, particularmente en el caso de Chile, movilizaron el proyecto neoliberal hasta tal punto que algunos, como Harvey, consideran que este país sirvió de experimentación de las políticas públicas neoliberales emergentes, que luego se volverían hegemónicas. 8 En efecto, muchas organizaciones sociales en Colombia han denunciado una y otra vez que los proyectos de inversión en los territorios impulsado por el Estado en asocio con corporaciones se han impuesto muchas veces a sangre y fuego, particularmente desplazando a poblaciones de terrenos estratégicos, a través de ejércitos estatales y paraestatales: «El Plan Nacional de Desarrollo del gobierno […] está anclado en la explotación minero-energética, en los megaproyectos de infraestructura y en las privatizaciones, entregando el patrimonio nacional a monopolios nacionales y multinacionales, […] destruyendo regiones consideradas estratégicas para la obtención de agua potable, alimentos y la vida de las comunidades (Congreso de los Pueblos. «¡Se viene el Paro Cívico Nacional!». Comunicado del 16 de febrero de 2016 (publicado en la página web el 18 de febrero de 2016, consultado el 1 de agosto de 2017). 9 Por esta misma razón, Dardot y Laval prefieren caracterizar al neoliberalismo contemporáneo por una lógica de «acumulación por subordinación» de todos los aspectos de la vida, y no de «acumulación por desposesión» (Dardot y Laval, 2015: 136). 10 De acuerdo con Epstein, la financiarización «se refiere a la creciente importancia de los intereses financieros, los mercados financieros y los agentes y las instituciones financieras en el funcionamiento tanto de las economías nacionales como de la internacional» (Epstein, 2005: 3). 11 Cabe, en todo caso, insistir en que, para Rancière, este tejido de solidaridad no es homogéneo, sino que se trata de la posibilidad de espacios y relaciones donde pueden trazarse encuentros, también conflictivos. Esto indica, además, que la solidaridad tiene que ver con una exposición al conflicto social y sus formas de relacionalidad, y también con un espacio de posibilidades más que con valores que se remitan al anhelo de una comunidad orgánica. En el apartado 3.2 ofreceré algunas razones en relación con esto último. 12 Como es sabido, la primera formulación del llamado «Consenso de Washington» fue acuñada por John Williamson (1990, 2005), y apuntaba precisar las principales medidas deseables para América Latina tomadas, alrededor de 1989, por un «complejo político-económico-intelectual integrado por organismos internacionales (FMI, BM), el Congreso de EEUU, la Reserva Federal, los altos cargos del gobierno de EEUU y grupos de expertos» (Serrano, http://www.cepal.org/Mujer/proyectos/gobernabilidad/manual/mod01/13.pdf). Los temas que habrían constituido el acuerdo, o «los mandamientos», según Williamson, son disciplina presupuestaria; cambios en las prioridades del gasto público (de áreas menos productivas a sanidad, educación e infraestructuras); reforma fiscal encaminada a buscar bases imponibles amplias y tipos marginales moderados; liberalización financiera, especialmente de los tipos de interés; búsqueda y mantenimiento de tipos de cambio competitivos; liberalización comercial; apertura a la entrada de inversiones extranjeras directas; privatizaciones; desregulaciones; garantía de los derechos de propiedad (Williamson, 2005). 13 Una idea que, con otras resonancias, veremos también aparecer en las reflexiones de Rancière sobre el consensualismo. 14 Yo diría, más bien, su distancia, más que meramente indiferencia, con respecto al imaginario liberal democrático. 15 Recuérdese que, para Foucault, las formas de dominación saturan el campo de experiencia y la movilidad de los sujetos, coaccionándolos, mientras que las formas de poder conducen la conducta y la producen desde una cierta movilidad de los sujetos (Foucault, 1982: 790). Por supuesto que Brown, como experta foucaultiana, tiene en cuenta esta diferencia, de modo que su uso de la noción de dominación a lo largo de su libro no es desprevenido ni ingenuo. 16 Pero el consenso, veremos con Rancière, no tiene que referirse simplemente al uso de ciertos medios no física o directamente coercitivos; el consenso, sugiere Brown misma en algunos momentos que ahora destacaré, es una lógica que puede justificar en algunos casos el uso también de medios coercitivos y violentos. De hecho, como se ha destacado antes, en Colombia opera una «lógica consensual» gubernamentalmente dominante junto a medios coercitivos (volveré sobre esto en el apartado 3.2). 17 Esto puede verse, por ejemplo, en el aforismo