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D'Ancona, Matthew - Posverdad

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Matthew d’Ancona
Posverdad
La nueva guerra contra la verdad y cómo
combatirla
Índice
Prefacio: La proximidad de la muerte y la posverdad
1. «¿Y qué más da?»: La llegada de la era de la posverdad
El brexit, Trump y el nuevo público político
Sale la verdad, entra la emoción
2. «¡Sois incapaces de asumir la verdad!»: Los orígenes de la era de la
posverdad
El colapso de la confianza
El ascenso de la industria de la desinformación
Bienvenidos al bazar digital
Fake news
3. Conspiración y negación: Las amigas de la posverdad
La paranoia ocupa el centro del escenario
¿Quién necesita la ciencia?
El antisemitismo y la negación del Holocausto en la era digital
4. El crac de la piedra filosofal: El posmodernismo, la ironía y la era de la
posverdad
El poder de las ideas
El posmodernismo, lo bueno y lo malo
La herrumbre en el metal de la verdad... y sus consecuencias
Motivos para estar alegre
5. «El hedor de las mentiras»: Estrategias para derrotar a la posverdad
Sin vuelta atrás
El espectro del escrutinio
Tecnología, cúrate a ti misma
Los hechos no bastan
Primar la narración
Es verdad, aunque no lo parezca
La verdad... si podemos conservarla
Agradecimientos
Créditos
A la memoria de mi madre, 
Helen d’Ancona (1937-2014), 
que toda su vida dijo la verdad
Prefacio:
La proximidad de la muerte y la posverdad
En septiembre de 2016 tuve un escarceo con la Parca. Bastará con que les
diga que una úlcera perforada, agravada por una sepsis abdominal, no es
una buena noticia; o, dicho de otra forma, me alegro de no haber visto las
tasas de mortalidad hasta que salí del hospital.
Me sentía extraordinariamente afortunado, aunque también culpable por
la preocupación que había ocasionado a mi familia. También sentía una
profunda gratitud hacia los médicos que me habían salvado y que me
ayudaron a recuperarme más deprisa de lo previsto en un principio. Me
maravillaba ante las ciencias de la salud que me habían rescatado del borde
del abismo: porque el borde del abismo es el lugar donde más falta hacen
los «expertos», tan frecuentemente vilipendiados hoy en día.
Parafraseando a Samuel Johnson, es cierto que ese tipo de experiencias
concentran la mente. Cuando me dieron de alta, tenía un único objetivo
profesional: reanudar mi ronda periodística a tiempo para las elecciones
presidenciales de Estados Unidos del 8 de noviembre1. Aunque, como la
mayoría de comentaristas políticos, yo imaginaba que iba a ganar Hillary
Clinton, estaba convencido de que el hecho de que Donald Trump hubiera
obtenido la nominación como candidato presidencial del Partido
Republicano era algo más que una anomalía –o que una arruga transitoria
en el tejido político–. Después de la victoria de Trump resultaba absurdo
argumentar que todo seguía igual (aunque algunos lo intentaban). Me llamó
la atención que mis hijos adolescentes, ninguno de ellos partidario de
Trump, no estuvieran ni remotamente sorprendidos por el resultado. Su
generación había intuido un cambio en el aire al que la mayoría de la mía
había permanecido ajena.
Pero ¿qué cambio? Inevitablemente, Trump acecha en las páginas de
este libro como una pantera de pelo naranja. Pero el presidente no es su
asunto principal. Y este libro tampoco trata de la extrema derecha, ni de
ninguna ideología en particular. Resulta bastante fácil imaginar un caso
homólogo de izquierdas al ascenso de Trump al poder a lomos de una
oleada de falsedades y de populismo de cartón piedra. Las raíces del
problema son mucho más profundas.
Mi tema es epistemológico, es decir, relativo al saber, a su naturaleza y a
su transmisión. En concreto, me propongo examinar cómo ha ido
decayendo progresivamente el valor de la verdad como divisa de reserva de
la sociedad, y el contagio epidémico de un pernicioso relativismo
disfrazado de legítimo escepticismo. Si es cierto que vivimos en la era de la
posverdad, ¿dónde están sus raíces?, ¿cuáles son sus principales síntomas?,
¿y qué podemos hacer nosotros al respecto?
En términos generales, comparto el desagrado que sentía Saul Bellow
por la «cháchara sobre la crisis». Dicho esto, hay momentos en que es un
error permanecer callado y adoptar la pose de profesional imperturbable. Al
cabo de más de veinticinco años como periodista, estaría traicionando mi
oficio si asistiera de manera pasiva mientras los embaucadores y los
charlatanes de feria degradan su valor más esencial: la exactitud. Los que
trabajamos en los medios escritos también nos equivocamos, pero a
nosotros se nos exigen responsabilidades por nuestros errores: y con toda
justicia. ¿Pero qué ocurre cuando las mentiras no solo proliferan sino que
además parece que a la gente eso le importa cada vez menos, o incluso nada
en absoluto?
También soy miembro del patronato del Museo de Ciencias de Londres.
En sus asombrosas salas y galerías, obra de su extraordinario equipo,
parecería una afrenta a la mayor revolución de la historia del conocimiento
humano que ahora circule por ahí tanta falsificación, tanta pseudociencia y
tantas paparruchas médicas. Antiguamente, la idea de la ciencia como una
conspiración en vez de como un campo de investigación capaz de cambiar
el mundo se restringía a unos cuantos chalados. Ya no es así. Y me parece
intolerable.
Menciono esos detalles porque este breve libro es básicamente un
panfleto personal, más que un manual ecuánime. No es momento para la
histeria. E igualmente, no son tiempos de ser optimistas, ni de jactarnos con
aplomo de que lo que llamamos posverdad no es más que la última moda de
la pasarela intelectual, y que acabará disolviéndose por sí sola hasta la
insignificancia.
Como suele ocurrir, George Orwell nos ofrece un texto para nuestra
época, además de para la suya: en este caso, su ensayo «Rememorando la
Guerra Española» (Recuerdos de la guerra de España), de 1942. Orwell
recordaba el aterrador éxito de la propaganda fascista, sobre todo respecto a
la intervención de los soviéticos en el conflicto:
Ese tipo de cosas me parecen aterradoras, porque a menudo me da la sensación de que el concepto
mismo de verdad objetiva está desapareciendo del mundo. Al fin y al cabo, es muy probable que
esas mentiras, o en cualquier caso otras parecidas, pasen a formar parte de la historia. ¿Cómo se
escribirá la historia de la guerra de España? Si Franco permanece en el poder, las personas
designadas por él escribirán los libros de historia, y (por ceñirme a mi cuestión) ese ejército ruso
que nunca existió se convertirá en un hecho histórico, y los escolares lo estudiarán a lo largo de
muchas generaciones. Pero imaginemos que al final el fascismo cae derrotado y que en España se
restablece algún tipo de gobierno democrático en un futuro no muy lejano; incluso en ese caso,
¿cómo habría que escribir la historia de la guerra? ¿Qué tipo de registros habrá dejado Franco tras
de sí? Imaginemos que incluso fuesen recuperables los registros del bando de la República, a
pesar de todo: ¿cómo habría que escribir una historia verdadera de la guerra? Porque, como he
señalado anteriormente, el Gobierno de la República también se dedicó a difundir todo tipo de
mentiras. Desde el punto de vista de los antifascistas se podría escribir una historia de la guerra
verídica a grandes rasgos, pero se trataría de una historia interesada, muy poco fiable en sus
pequeños detalles. Sin embargo, se acabará escribiendo alguna historia, y después de que hayan
muerto todos los que recuerdan realmente la guerra. Será universalmente aceptada. De modo que,
a todos los efectos prácticos, la mentira se habrá convertido en verdad.
Orwell reconocía plenamente que no había nada nuevo en el concepto de
sesgo histórico. Pero «lo peculiar de nuestros tiempos es el abandono de la
idea de que se pueda escribir la historia de una forma veraz»2.
Se trataba de una de las primeras premoniciones de la era de la
posverdad. Orwell temía que el totalitarismo acabara siendo la fuerza que
destruyera el concepto mismo de veracidad. Como veremos, las presiones
que hoy en día se abaten sobre la verdad son más complejas,más que un simulacro de aquel extraordinario
espectáculo nacional, en parte cómico y en parte trágico. En 1986, tan solo
el 38% de los encuestados afirmaba confiar en que los gobiernos
«antepusieran las necesidades de la nación a los intereses de sus respectivos
partidos políticos». En 2014 la cifra se había reducido hasta
aproximadamente el 18%. Ahora la podredumbre amenazaba al conjunto
del proceso democrático.
Mientras tanto, los escándalos en el mundo del espectáculo –sobre todos
los monstruosos delitos sexuales de Jimmy Savile– han arrastrado por el
fango a la BBC y a otras instituciones. Sin exagerar, John Simpson,
redactor jefe de Internacional, muy admirado por el presentador, calificaba
el escándalo de Savile como la «peor crisis» de la BBC en cincuenta años.
Como quedó atrozmente en evidencia, el desaparecido presentador del
programa Top of the Pops se había beneficiado de una cultura de incuria
institucional: lo que James Q. Wilson denomina el problema de la «atención
selectiva» en su memorable libro Bureaucracy. La gente miraba para otro
lado, las investigaciones eran solo para salvar las apariencias, y los
responsables se encogían de hombros. Por muy preocupados que estuvieran
los trabajadores de la BBC, la mayoría de ellos no denunció los hechos.
Paradójicamente, el acceso de Savile al Hospital Psiquiátrico de
Broadmoor, de máxima seguridad, y al Colegio Duncroft para adolescentes
problemáticas se veía como una prueba de los instintos caritativos de Savile
y no como algo verdaderamente aterrador. No hay duda de que, a Savile le
protegían su condición de estrella y su notoria propensión a amenazar con
querellas, pero también dependía de la indiferencia de los demás. Por
enésima vez, a ojos del público, una gran institución como la BBC había
incurrido en una grave falta.
En el caso del periodismo impreso, la polémica de los pinchazos
telefónicos65 fue un desastre de la misma magnitud, que obligó al cierre de
News of the World, a la dimisión de su antiguo director, Andy Coulson, del
cargo de director de comunicaciones de la Presidencia del Gobierno
británico y a la amplia investigación que llevó a cabo lord Leveson entre
2011 y 2012 sobre la conducta de la prensa. En el momento de escribir estas
líneas, el régimen regulatorio al que deberán someterse las publicaciones
británicas sigue sin aclararse. Pero aquí está en juego mucho más que las
precisas (y variadas) normas a las que estará sometida la prensa.
En 2003, la revelación por parte del New York Times de que uno de sus
reporteros, Jayson Blair, había falsificado o plagiado el contenido de 673
artículos publicados a lo largo de cuatro años obligó al periódico a publicar
una reseña de 14.000 palabras sobre las malas prácticas del redactor. No se
trataba simplemente de un fallo en el control y el criterio de la dirección del
periódico. Aquella debacle supuso una amenaza mortal –que se evitó por
muy poco– para una de las grandes instituciones de la vida cívica de
Estados Unidos. Desde luego no es casual que el presidente Trump tuitee
constantemente que el New York Times está «decayendo»: él sabe a qué
organizaciones mediáticas tiene que atacar –a las «marcas con aureola»66–
y cuáles intentarán exigirle responsabilidades de verdad. A pesar de todo lo
que se dice sobre la «prensa caduca», fue el Washington Post el que obligó
al presidente a destituir a su asesor de Seguridad Nacional, Michael Flynn,
al cabo de tan solo veinticuatro días en el cargo.
Análogamente, el trauma del escándalo de los pinchazos telefónicos en
Gran Bretaña –agravado por las dificultades económicas de los medios
impresos en la era digital– ha puesto en peligro la confianza del público
justamente en el tipo de periodismo que ahora es más necesario que nunca.
La misión del populismo es simplificar a toda costa, apretujar los datos
incómodos para darles una forma preestablecida, o eliminarlos por
completo. La tarea del periodismo es poner de manifiesto la complejidad,
los matices y las paradojas de la vida pública, así como sacar a la luz las
irregularidades y, lo más importante, regar las raíces de la democracia con
un aporte constante de noticias fiables. Precisamente cuando más se
necesita, la confianza en los medios ha alcanzado, según las encuestas de
opinión de todo el mundo, un mínimo histórico67.
Estamos viviendo una era de fragilidad institucional. Las instituciones de
una sociedad actúan como quitamiedos, como los organismos que encarnan
sus valores y sus continuidades. Arrojar una potente luz sobre sus fallos, su
decadencia y su hundimiento sin paliativos resulta intrínsecamente
perturbador. Pero eso no es todo. La posverdad ha florecido en este
contexto, dado que los cortafuegos y los anticuerpos (por mezclar
metáforas) se han debilitado. Cuando desfallecen los supuestos garantes de
la honestidad, también lo hace la verdad en sí. Puede que el filósofo A. C.
Grayling acertara al identificar la crisis financiera como el momento
germinal que dio paso a la era de la posverdad en cuestión de pocos años:
«El mundo cambió a partir de 2008», le decía a la BBC en enero de 2017. Y
es cierto que cambió68.
El ascenso de la industria de la desinformación
Si el fracaso de las instituciones ha socavado la primacía de la verdad,
también lo ha hecho la multimillonaria industria de la desinformación, de la
propaganda falsa y de la pseudociencia que ha surgido en los últimos años.
Al igual que la posverdad no es simplemente otro nombre de la mentira, la
industria de la desinformación no tiene nada que ver con las actividades
legítimas de lobbying y de relaciones públicas empresariales. Las empresas,
las organizaciones benéficas, las asociaciones que desarrollan campañas y
las figuras públicas tienen perfecto derecho a buscar una representación
profesional en el laberinto de la administración y de los medios de
comunicación. Todo ello forma parte del turbulento mundo de las
decisiones políticas, de la asesoría y la publicidad, y no supone una
amenaza para una estructura cívica saludable.
Sin embargo, otra cosa muy distinta es la difusión sistemática de
falsedades por parte de organizaciones-tapadera que actúan en nombre de
unos intereses creados que aspiran a acallar la información exacta o a evitar
que otros actúen en consonancia con ella69. En palabras del periodista de
campaña Ari Rabin-Havt:
Esas mentiras forman parte de una coordinada ofensiva estratégica concebida para ocultar la
verdad, confundir al público y crear polémica allí donde previamente no la había70.
Esa ofensiva tiene sus lejanas raíces en la creación del Comité de
Investigación de la Industria del Tabaco en 1954, un organismo patrocinado
por las grandes empresas en respuesta a la creciente preocupación pública
por la relación entre el hábito de fumar y el cáncer de pulmón. Lo relevante
de dicho comité era la sutileza de su cometido. No pretendía ganar la batalla
de una forma rotunda, sino simplemente cuestionar la existencia de un
consenso científico. Fue ideado para sabotear la confianza pública y
establecer una falsa equivalencia entre los científicos que detectaban una
relación entre el consumo del tabaco y el cáncer de pulmón y quienes la
desmentían. El objetivo no era la victoria académica sino la confusión
popular. Mientras existieran dudas sobre los argumentos en contra del
tabaco, el lucrativo statu quo estaba a salvo.
Aquello brindó a los que niegan el cambio climático un modelo para sus
propias campañas. Marc Morano, el antiguo asesor republicano que dirige
la página web ClimateDepot.com, ha descrito el impasse como «el mejor
amigo de los escépticos sobre el calentamiento global, porque realmente
basta con eso. [...] Somos la fuerza negativa. Solo intentamos parar las
cosas». Anticipándose al ataque de Gove contra los «expertos», Morano ha
admitido que el lego con motivaciones ideológicas a menudo está en una
situación de ventaja cuando se enfrenta a un especialista:
Te enfrentas a un científico, la mayoría de ellos van a estar en su mundo de entendidos o en su
área decompetencia en materia de políticas [...] todo muy críptico, muy difícil de entender, difícil
de explicar, y aburridísimo71.
De ahí que el truco consista en ofrecer un espectáculo perturbador como
distracción de la ciencia, que avanza con paso lento y seguro. Los medios,
sobre todo los canales de noticias durante las veinticuatro horas, tienen un
hambre insaciable de confrontación, que a menudo crea la ilusión de un
debate entre unas posturas igualmente legítimas –lo que Kingsley Amis
denominaba «neutralidad perniciosa»72–. Indudablemente, una disputa
escalonada de ese tipo era el objetivo de los que estaban detrás del
«Climagate»: la revelación en 2009 de miles de correos electrónicos y
archivos hackeados de un servidor de la Unidad de Investigación del Clima
en la Universidad de East Anglia. La habilidad de los que informaron sobre
el hallazgo consistió en seleccionar expresiones y frases que, en conjunto,
parecían sugerir un encubrimiento académico y un humillante abismo entre
lo que los científicos afirmaban en público y lo que se decían unos a otros
en privado.
Por embarazosos que sin duda fueran los correos electrónicos –pues
revelaban momentos de exasperación y frustración– no lograron
desautorizar, como se dijo reiteradamente, la ciencia del cambio climático.
Por poner un ejemplo: en uno de los mensajes, Kevin Trenberth, científico
del Massachusetts Institute of Technology, decía: «No podemos explicar la
falta de calentamiento en estos momentos, y es un fastidio que no
podamos». Una confesión bastante clara... ¿o no? Pues no, como se
descubrió más tarde. El «fastidio» al que realmente aludía Trenberth era la
falta de «un sistema de observación adecuado para seguir el rastro [del
cambio climático]». No estaba en absoluto retractándose de sus
conclusiones científicas sobre el calentamiento global, sino lamentando la
escasez de las infraestructuras que necesitaban él y sus colegas73.
Todos y cada uno de los informes –el de la Universidad Estatal de
Pensilvania, el de una comisión parlamentaria del Reino Unido, el de la
Administración Nacional para los Océanos y la Atmósfera, la Oficina del
Inspector General, las páginas web de verificación de datos y una
investigación independiente encargada por la propia Universidad de East
Anglia– concluían que los archivos pirateados no socavaban el consenso
científico sobre el cambio climático, ni tampoco ponían en entredicho la
integridad académica de los científicos implicados.
Pero la tarea de los negacionistas ya estaba hecha. Según una encuesta
de la Universidad de Yale, el apoyo público a la ciencia del calentamiento
global disminuyó del 71 al 57% entre 2008 y 2010. Una encuesta británica
más reciente, publicada en enero de 2017, sugería que el 64% de los adultos
británicos pensaban que el clima está cambiando, «principalmente debido a
la actividad humana». Podría parecer una mayoría razonable. Pero
tengamos en cuenta lo que está en juego: once años después de que el
Gobierno británico publicara el Estudio Stern sobre la Economía del
Cambio Climático, y nueve años después de que la Ley sobre Cambio
Climático elevara a rango de ley los objetivos de reducción de emisiones, el
público sigue sin estar abrumadoramente convencido de que la
supervivencia misma de la humanidad está en peligro.
Antes de ser elegido, Trump tuiteó que el «concepto del calentamiento
global fue creado por y para los chinos a fin de que la industria
manufacturera estadounidense no fuera competitiva». Desde que ocupa el
cargo, Trump se ha rodeado de escépticos sobre el cambio climático. El
principal objetivo de los negacionistas –mantener el statu quo– nunca había
tenido tantas bazas a su favor.
El planteamiento de los negacionistas, compartido por los que se oponen
a la reforma de la atención sanitaria en Estados Unidos, es que es posible
desautorizar las políticas públicas basadas en las evidencias mediante la
combinación de una propaganda bien diseñada y la predisposición
ideológica. En el caso del «Obamacare», lo que consiguió dicho objetivo
fue el mito de los «comités de la muerte». En un post de Facebook de
agosto de 2009, Sarah Palin, ex gobernadora de Alaska, afirmaba que, en
caso de que entraran en vigor las propuestas de Obama para una atención
sanitaria asequible, una serie de organismos burocráticos de revisión iban a
decidir si los pacientes de avanzada edad o los niños con enfermedades
crónicas eran «dignos de atención médica».
Se trataba de una grotesca tergiversación de la propuesta que figuraba en
el proyecto de ley para brindar asesoramiento voluntario a los pacientes de
Medicare sobre el testamento vital, sobre los cuidados al final de la vida y
los tratamientos paliativos. No se pretendía crear «comités de la muerte», y
nunca se pretendió. Pero la expresión tuvo una profunda resonancia
emocional e ideológica entre las personas predispuestas a desconfiar de la
reforma de la atención sanitaria y a interpretarla como una medida
antiamericana y protosocialista. Una semana después del post de Palin, casi
el 90% de los estadounidenses estaban al corriente de su advertencia, y tres
de cada diez afirmaban creer en ella. Una vez más, la mentira prevaleció.
Aunque al final la ley omitía el artículo sobre el asesoramiento, burdamente
malinterpretado, en agosto de 2012 el número de estadounidenses
preocupados por los comités de la muerte había aumentado74.
Esas campañas de desinformación han allanado el camino a la era de la
posverdad. Su cometido es invariablemente sembrar dudas, en vez de
triunfar con rotundidad ante el tribunal de la opinión pública (lo que a
menudo es un objetivo imposible de llevar a la práctica). Dado que las
instituciones que tradicionalmente actúan como árbitros sociales –como los
colegiados de los campos de fútbol, por así decirlo– se han ido
desacreditando progresivamente, los grupos de presión, generosamente
financiados, han inducido al público a cuestionar la existencia de una
verdad fiable de forma concluyente. Por consiguiente, la práctica normal
del debate entre adversarios está degenerando en un relativismo malsano,
donde no solo la persecución epistemológica vale más que la pieza..., sino
que es lo único que importa. La cuestión se reduce a mantener vivo el
debate, y asegurarse de que nunca llegue a una conclusión.
Bienvenidos al bazar digital
El ascenso de esa industria alevosa ha coincidido con la metamorfosis a
gran escala del panorama de los medios de comunicación y con la
revolución digital. Durante la primera década de este siglo, la gran
disponibilidad de banda ancha de alta velocidad transformó internet, que
pasó de ser el medio más barato y más rápido de publicación jamás
inventado a convertirse en algo que iba a tener un impacto cultural,
conductual y filosófico mucho más profundo.
Lo que vino en llamarse la «web 2.0» no era simplemente un fenómeno
tecnológico: sustituyó las jerarquías por la recomendación peer-to-peer, la
deferencia por la colaboración, las reuniones programadas por las
«multitudes inteligentes», la información propietaria por el software de
código abierto, y el consumo pasivo de medios electrónicos por los
contenidos generados por el usuario. Prometía una democratización a una
escala sin precedentes75.
Y en muchísimos aspectos, ha cumplido lo que prometía. El
menosprecio tan de moda de la revolución digital no tiene en cuenta los
asombrosos beneficios que ha traído a la humanidad en cuestión de pocos
años. Ya resulta difícil imaginar un mundo sin teléfonos «inteligentes», sin
Google, ni Facebook, ni YouTube, o concebir (por ejemplo) un hospital, un
colegio, una universidad, un organismo de ayuda, una organización
benéfica o un sector de los servicios repentinamente privado de esas
herramientas. El tejido conectivo de la red es uno de los grandes logros de
la historia de la innovación humana. La única cosa más asombrosa que las
repercusiones de esta tecnología es la velocidad con la que hemos llegado a
darla por descontado.
No obstante, como todas las innovaciones transformadoras, la web
colocaun espejo ante la humanidad. Junto a sus muchos méritos, también
ha facilitado y potenciado lo peor de los instintos de la humanidad, y sirve
como universidad para los terroristas y como guarida para los estafadores.
Mientras tanto, los mismos gigantes tecnológicos que han aportado el
escenario, los decorados y el atrezo para esta emocionante obra de teatro
global se han convertido en los beneficiarios de una cantidad de
información sin precedentes sobre sus miles de millones de actores: lo que
se conoce por big data (‘datos masivos’). Entre ellas, Google, Microsoft,
Apple, Facebook y Amazon –las Cinco Grandes– superan por un gigantesco
margen a todos los bancos de datos, los sistemas de archivo y las bibliotecas
que han existido en la historia de la humanidad. En cada interacción, en
cada post, cada compra o cada búsqueda, los usuarios revelan algo más
sobre sí mismos, una información que se ha convertido en el bien más
preciado del mundo.
Atrás quedaron, también, los tiempos en que recopilar datos era una
tediosa tarea humana. Un software como el marco de programación de
código abierto Hadoop, y el MapReduce de Google son capaces de
comprimir extraordinarias cantidades de datos para cualquier propósito
imaginable. Muchos de ellos son benignos –la identificación temprana de
epidemias, por ejemplo, basada en los patrones de búsqueda–, pero el
empleo potencial de big data para manipular los mercados financieros y el
proceso político es algo que no había quedado en evidencia hasta ahora.
Como advertía sir Tim Berners-Lee, fundador de la World Wide Web, en
la carta que escribió para conmemorar el 28º aniversario de internet:
El actual modelo de negocio de muchas páginas web ofrece contenido gratuito a cambio de datos
personales. Muchos de nosotros damos nuestro consentimiento –aunque a menudo por el
procedimiento de aceptar unos términos y unos documentos de condiciones largos y confusos–,
pero básicamente no nos importa que se recopile algo de información sobre nosotros a cambio de
un servicio gratuito, y pasamos por alto que la cosa en realidad tiene truco. Cuando a
continuación nuestros datos se guardan en silos de propiedad privada, fuera de nuestra vista,
estamos renunciando a los beneficios que podríamos conseguir si tuviéramos un control directo
sobre esos datos y pudiéramos elegir cuándo y con quién compartirlos. Es más, a menudo no
tenemos ninguna forma de comunicar a las empresas qué datos preferiríamos no compartir –sobre
todo con terceros–, porque los términos y condiciones dicen que es todo o nada76.
El lenguaje era comedido, pero la cuestión estaba clara. Internet corre el
riesgo de convertirse –o puede que ya lo sea– en un tren fuera de control,
que arrasa con la privacidad, las normas democráticas y la normativa
financiera.
Esta tecnología también ha sido el motor más importante, principal e
indispensable de la posverdad. Durante los primeros años de la web 2.0,
muchos presuponían de forma optimista que inevitablemente internet iba a
allanar el camino a una cooperación y a un pluralismo sostenibles. En la
práctica, la nueva tecnología ha contribuido, por lo menos en igual medida,
a fomentar el gregarismo online y a una retirada generalizada a una cámara
de ecos. Como dijo Barack Obama en su discurso de despedida en enero de
2017:
Hemos llegado a estar tan a salvo en nuestra burbuja que empezamos a aceptar exclusivamente la
información, verdadera o no, que encaja con nuestras opiniones, en vez de basar nuestras
opiniones en las evidencias que están a disposición de todo el mundo.
A pesar de todas sus maravillas, internet tiende a amplificar lo estridente
y a menospreciar la complejidad. Para muchos –puede que para la mayoría–
fomenta el sesgo de confirmación, en vez de la búsqueda de revelaciones
exactas.
En su libro sobre la verdad, el desaparecido filósofo Bernard Williams
describía internet de la forma siguiente:
Favorece ese puntal de cualquier población pequeña, el chismorreo. Provoca la proliferación de
lugares de reunión para el intercambio libre y desestructurado de mensajes que contienen todo
tipo de afirmaciones, fantasías y sospechas, divertidas, supersticiosas, escandalosas o malignas.
Las probabilidades de que muchos de esos mensajes sean verdad son escasas, y la posibilidad de
que el propio sistema ayude a alguien a elegir los mensajes verdaderos es aún más escasa77.
Como veremos en un capítulo posterior, esa profecía, formulada en
2002, subestimaba la creciente capacidad de autocorrección de internet.
Pero su advertencia de una posible división en grupúsculos online se ha
visto ampliamente confirmada.
Al igual que sucede en otros aspectos, la tecnología digital ha dotado de
propulsores de cohete a los instintos existentes. Uno de ellos es la tendencia
a la «distribución homófila»78, nuestro impulso a agruparnos con quienes
tienen una mentalidad afín a la nuestra. En cierta medida, ese impulso
siempre ha condicionado nuestro consumo de medios de comunicación: en
el Reino Unido, desde hace mucho tiempo, los lectores de centro-derecha
han gravitado en torno al Daily Telegraph, mientras que los progresistas y
la izquierda prefieren The Guardian. Pero aparte de eso, ambos periódicos
siempre se han considerado fuentes fiables de noticias de buena tinta y de
información exacta. Como dijo acertadamente C. P. Scott, director de lo que
entonces era el Manchester Guardian entre 1872 y 1929: «Los comentarios
son libres, pero los hechos son sagrados».
La distinción de Scott, que sigue respetándose como un principio nuclear
en la prensa mayoritaria de calidad, se ha perdido en el miasma online. Las
redes sociales y los motores de búsqueda, con sus algoritmos y sus
hashtags, tienden a llevarnos a los contenidos que nos van a gustar, y a
acercarnos a la gente que está de acuerdo con nosotros. Menospreciamos
demasiado a menudo a quienes se atreven a discrepar, y los consideramos
trolls. La consecuencia es que las opiniones tienden a reafirmarse y que
nadie desmiente las falsedades. Languidecemos en la denominada «burbuja
de filtro».
Efectivamente, nunca ha existido una forma más rápida ni más potente
de propagar una mentira que subirla a internet. Los propagandistas rusos
fueron pioneros de muchas de las actuales técnicas de manipulación de la
información, a base de inundar la red de material a través de fuentes
estatales, pero también de filtraciones cuidadosamente orquestadas que se
presentan como obra de hackers independientes. Las repercusiones del
hackeo ruso en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016
siguen siendo objeto de investigación. Pero casi nadie pone en duda su
magnitud. Si la guerra es la política por otros medios, ocurre lo mismo con
la información79 .
Fake news
Además, la posverdad vende. Los «comerciantes de la atención», como los
ha denominado Tim Wu, profesor de la Universidad de Columbia, compiten
por nuestro tiempo –y lo venden como un producto enormemente valioso–.
Se toman grandes molestias para distraernos y captar nuestra atención. Son
conscientes de que el filósofo William James tenía razón: «Mi experiencia
es aquello a lo que decido prestar atención»80. De ahí se deriva que se
pueden conseguir beneficios de la cadena de montaje de patrañas para que
la gente pique en ellas (clickbait, ‘cebo de clics’) –afirmaciones médicas
acientíficas, teorías descabelladas, avistamientos imaginarios de OVNIS o
apariciones de Jesucristo–. Los desincentivos para su publicación son (hasta
la fecha) mínimos, y la facilidad de su producción resulta tentadora. Para
los que están en las redes sociales, el anonimato reduce drásticamente la
posibilidad de tener que rendir cuentas. El rumor de la colmena lanza la
mentira zumbando al ciberespacio para que cumpla su tarea. Nunca ha sido
tan oportuno el antiguo adagio de que una mentira puede llegar al otro lado
del mundo mientras la verdad todavía está poniéndose los zapatos.
Como magistralmente predijo Eric S. Raymond, la Catedral está
cediendo su lugar al Bazar81. Los sistemas de informaciónjerárquicos
donde las marcas consolidadas –periódicos, cadenas de televisión– deciden
qué noticias son aptas para el consumo tienen dificultades para competir
con el Speakers’ Corner82 cósmico de los nuevos medios. Es un error
renunciar a las grandes marcas de los medios dominantes: la BBC, la CNN,
The Times (y su homólogo neoyorquino), The Guardian, el Financial Times
y The Economist –por mencionar tan solo unos pocos– siguen siendo
cruciales para la cultura y el discurso dominantes. Pero es igualmente cierto
que los medios consolidados afrontan un desafío fundamental en su
búsqueda de nuevos modelos de negocio que les permitan seguir siendo
fieles a sus principios.
En la consiguiente cacofonía, el flujo de información está cada vez más
dominado por las interacciones peer-to-peer en vez de por el imprimátur de
la prensa tradicional. Consumimos lo que ya nos gusta, y rehuimos lo que
no nos resulta familiar. El generador de novedades por excelencia también
se ha convertido en el conservador de las habladurías, del folklore y de los
prejuicios.
Cabe subrayar que no se trata de un defecto de diseño. Justamente ese es
el cometido de los algoritmos: ponernos en contacto con las cosas que nos
gustan, o podrían gustarnos. Son fantásticamente reactivos a los gustos
personales y –hasta la fecha– fantásticamente ciegos a la veracidad. Internet
es el vector definitivo de la posverdad precisamente porque es indiferente a
la falsedad, a la honestidad y a la diferencia entre una y otra.
Por esa razón las fake news se han convertido en un problema tan grave,
sobre todo en Facebook. Entre las patrañas más leídas en 2016 figuran las
siguientes: la afirmación de que Obama había prohibido el «Juramento de
Lealtad» en los colegios; que «el papa Francisco conmociona al mundo,
respalda la candidatura presidencial de Donald Trump y publica un
comunicado»; la noticia de que Trump «estaba ofreciendo pasajes gratis
solo de ida a África y a México para quienes deseen marcharse de Estados
Unidos»; y que «el líder del Estado Islámico hace un llamamiento a los
votantes musulmanes de Estados Unidos para que apoyen a Hillary
Clinton». Los servicios automatizados de distribución de noticias
provocaron que cientos de miles de personas leyeran en Facebook que la
cadena Fox News había despedido a una de sus presentadoras, Megyn
Kelly, por «traidora»83.
Por muy absurdas que puedan parecer esas noticias, hay mucha gente
que se las cree: en diciembre de 2016, una encuesta de la empresa Ipsos
para BuzzFeed con más de 3.000 encuestados estadounidenses reveló que el
75% de los que veían los titulares de fake news las consideraban exactas.
Como media, los partidarios de Hillary Clinton consideraban que el 58% de
los titulares sobradamente conocidos de fake news eran verdaderos, frente al
86% de los votantes de Trump84.
Y lo que es peor, una noticia falsa que afirmaba que Clinton figuraba
entre los máximos responsables de una conspiración pedófila convenció a
Edgar Maddison Welch, un joven de veintiocho años natural de Salisbury,
Carolina del Norte, a «investigar por su cuenta» esas afirmaciones absurdas
por el procedimiento de abrir fuego con un rifle de asalto en una pizzería de
Washington llamada Comet Ping Pong, que había sido falsamente vinculada
a la noticia, la cual ya había sido exhaustivamente desmontada antes del
ataque de Welch. El dueño y el personal recibieron amenazas de muerte,
víctimas involuntarias de las acusaciones del denominado «Pizzagate»85.
Vale la pena señalar que Michael Flynn, que fue durante poco tiempo asesor
de Seguridad Nacional de Trump, había tuiteado que las noticias que
relacionaban a Clinton con los «delitos sexuales con menores» eran «DE
OBLIGADA LECTURA». Por muy tentador que resulte restar importancia
a las fake news y considerarlas la dieta habitual de los marginales, cuentan
con consumidores entusiastas en el mismísimo vértice del poder.
Lo único que importa es que la gente tenga la sensación de que las
noticias son verdaderas; que estas tengan resonancia. En la política, la
pionera de esa doctrina fue la administración de G. W. Bush. Como relataba
Ron Suskind en la New York Times Magazine en 2004, uno de los asesores
del presidente –casi todo el mundo cree que se trataba de Karl Rove– le dijo
que sus métodos periodísticos estaban lamentablemente anticuados:
El asesor decía que los tipos como yo estábamos «en lo que nosotros denominamos la comunidad
basada en la realidad», que él definía como la gente que «cree que las soluciones surgen de un
análisis sensato de la realidad discernible». [...] «Realmente, el mundo ya no funciona así»,
prosiguió. «Ahora somos un imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y
mientras ustedes estudian esa realidad –sensatamente, si usted quiere– nosotros volveremos a
actuar, creando otras realidades nuevas, que ustedes también pueden estudiar, y así es como se
resolverán las cosas. Somos los actores de la historia [...] y a ustedes, a todos ustedes, solo les
quedará estudiar lo que hacemos»86.
En otras palabras: lo que los periodistas llaman «realidad» es
absolutamente intercambiable. Quienes disponen de una plataforma para
ofrecer lo que más tarde Kellyanne Conway denominaba «hechos
alternativos» lo harán sin dudarlo. Háganse a un lado, y disfruten del viaje.
Y lo que ocurre en la política también pasa en la televisión. Ningún
género ha sido etiquetado de una forma más irónica que la «telerrealidad».
Lejos de documentar la verdad de la vida cotidiana, ese tipo de programas
han catapultado a sus participantes a unos escenarios, en su mayoría con
guion previo (o por lo menos con una buena trama), que presentan un relato
preestablecido como si fuera una conducta auténtica. Algunos programas –
Operación embargo, La mafia Amish– incluyen una advertencia donde se
explica que el contenido es una recreación adaptada de incidentes
supuestamente reales. Otros –El Soltero, Jersey Shore, Duck Dynasty– han
resultado ser programas íntegra o parcialmente escenificados. Sin embargo,
esas revelaciones no han reducido en lo más mínimo la demanda de este
tipo de programas por parte del público. La intensidad del drama, y no su
exactitud, es lo que importa. Para los espectadores, la realidad y el
espectáculo han pasado a ser sinónimos.
Esa es la característica que define el mundo de la posverdad. La cuestión
no es establecer la verdad por un proceso racional de evaluación, valoración
y conclusión. Uno elige su propia realidad, como si estuviera en un buffet.
Y uno también escoge sus propias falsedades, de una forma no menos
arbitraria. En un ejemplo memorable de lo que los psicólogos denominan la
técnica del espejo (mirroring), Trump –tristemente célebre durante la
campaña electoral por sus mentiras– empezó a acusar a sus críticos
mediáticos de traficar con fake news ellos mismos. Fuera de sí por las
noticias de BuzzFeed y la CNN que afirmaban que el Gobierno ruso estaba
en condiciones de chantajearle, el presidente electo se negó a responder a
una pregunta del periodista de la CNN durante una rueda de prensa
celebrada en la Torre Trump de Nueva York. Su razonamiento era simple.
«Usted no», le dijo a Jim Acosta, corresponsal jefe de la CNN en la Casa
Blanca. «Su empresa es un desastre». Acosta le pidió que el presidente «nos
dé una oportunidad». Pero Trump se mantuvo firme. «No voy a contestar a
sus preguntas. Ustedes dan fake news»87.
Ya como presidente, Trump ha lanzado acusaciones similares a menudo.
El 10 de febrero de 2017, Trump tuiteó en respuesta a una noticia del New
York Times sobre su escaso contacto con el presidente de China, Xi Jinping:
«El fracasado @nytimes publica una NOTICIA FALSA de gran calado
sobre China cuando dice que “El señor Xi no habla con el señor Trump
desde el 14 de noviembre”. ¡Ayer estuvimos hablando un buen rato!». Ese
tuit era en sí una noticia falsa. En el momento en que se publicó
inicialmente la noticia en el periódico, efectivamente el presidente llevaba
sin hablar con Xi desde noviembre. La noticia se actualizócuando la Casa
Blanca informó de la conversación telefónica entre los dos líderes. Pero eso
no impidió que Trump lanzara su furibunda acusación.
Seis días después, en su primera rueda de prensa en solitario como
presidente, Trump se entusiasmaba con el tema.
Muchos periodistas y otra gente de nuestra nación no les dicen a ustedes la verdad, y no tratan a la
maravillosa gente de nuestro país con el respeto que merecemos –decía en su primera
declaración–. Por desgracia, gran parte de los medios de comunicación de Washington, junto con
Nueva York y Los Ángeles en particular, no habla en nombre del pueblo, sino de los intereses
particulares y de quienes se benefician de un sistema muy, muy evidentemente averiado.
Por agresivo que resultara, lo que dijo el presidente cumplía –más o
menos– las habituales normas de combate de un presidente enfrentado con
los medios. Sin embargo, no cabía decir lo mismo de sus embarullados
comentarios sobre las filtraciones desde su administración y su veracidad:
Las filtraciones son reales; usted es el que escribió sobre ellas e informó sobre ellas. Las
filtraciones son reales... La noticia es falsa porque hay una gran parte de las noticias que son
falsas.
En la medida que esas palabras significan algo, Trump venía a decir que
las fuentes de las noticias eran auténticas... pero que a pesar de todo los
artículos eran falsos. Realmente estábamos en el país a través del espejo88.
Si la tecnología digital es el hardware, la posverdad ha demostrado ser
un poderoso software. Reduce el discurso político a un videojuego donde el
único objetivo de su práctica es el juego sin fin, a múltiples niveles. Cuando
Trump tuiteó que «Los medios de FAKE NEWS» eran el «enemigo del
pueblo» no solo estaba tomando prestada una expresión del léxico
tradicional de la autocracia. Estaba instando a los ciudadanos
estadounidenses a que se comportaran como videojugadores, a que
enchufaran sus consolas y apuntaran directamente a los malos que llevaban
libretas de notas. La cosa solo consiste en elegir un equipo, en la intensidad
de los sentimientos y en la escalada de insultos. Es la política del puro
espectáculo.
Nunca se podrá subrayar lo suficiente que no se trata de la habitual
praxis de confrontación de una democracia saludable. Los sistemas
parlamentarios dependen de la confrontación a un lado y otro de la Caja de
Despachos89. Las estructuras legales enfrentan entre sí a las distintas partes,
o permiten que un juez inquisitorial interrogue a todos los participantes en
un determinado caso. Oliver Wendell Holmes argumentaba que
el mejor test para la verdad es la capacidad del pensamiento para conseguir ser aceptado en la
competición del mercado, y esa verdad es el único terreno donde los deseos [de las personas]
pueden hacerse realidad de forma segura90.
Pero hay una diferencia entre un mercado de ideas estructurado y un
caos de voces estridentes donde todo vale y el terreno común no solo
encoge sino que la gente lo rehúye totalmente.
Como le decía Charlie Sykes, el presentador conservador de un
programa de entrevistas, y director de Right Wisconsin, a The Economist:
Básicamente hemos eliminado a todos los árbitros, a los guardas. [...] No hay nadie: ya no puedes
ir a alguien y decirle: «Mira, estos son los hechos»91.
Indudablemente, los responsables de las numerosas páginas web de
verificación de datos que han surgido en los últimos años tendrían mucho
que objetar. Pero, hasta ahora, han demostrado ser una fuerza de resistencia
deficiente contra las torrenciales invectivas de las redes sociales. Cuando
cualquiera que tenga una cuenta en Twitter puede pretender ser una fuente
de noticias, resulta infinitamente más difícil distinguir entre los hechos y las
mentiras. Todos y nadie son «expertos».
¿Quién puede supervisar un espacio sin límites? ¿Dónde están los sellos
de calidad, los perros guardianes, los comités de redacción necesarios para
afrontar esa tarea? A medida que el consumo de noticias migra de la prensa
escrita y la televisión al éter online, ya no se trata de una cuestión
académica.
Se trata, principalmente, de una cuestión sobre nosotros. Como
señalábamos en el capítulo anterior, el factor decisivo en el ascenso de la
posverdad ha sido nuestro comportamiento como ciudadanos. Al
recompensar con el éxito político a los que mienten, al eximirles de las
tradicionales expectativas sobre su integridad, hemos hecho dejación de
nuestras obligaciones como ciudadanos. A la acusación vociferada por el
personaje de Jack Nicholson en la película Algunos hombres buenos –«¡Es
usted incapaz de asumir la verdad!»– no tenemos una respuesta que dar.
La sorpresa, el placer, el reconocimiento y la indignación son
fundamentales para la experiencia humana, pero son una base insuficiente
sobre la que fundamentar nuestras versiones de la realidad. Retuiteamos,
picamos en el cebo del clickbait, compartimos sin la debida diligencia. Y a
menudo resulta divertido. Pero no carece de consecuencias, como a menudo
insinúa la cultura bromista de las redes sociales. Hemos conspirado, sin
saberlo o a sabiendas, a favor de la devaluación de la verdad a base de
hibernar en nuestra madriguera de hobbit de la opinión recibida, con el
rostro iluminado por el parpadeo de las incontables señales electrónicas que
reafirman lo que ya creemos saber. La licencia de los bufones carece de
significado cuando todos somos unos bufones.
61 http://www.huffingtonpost.co.uk/entry/michael-gove-experts-economists-andrew-marr-obr-ifs-
nigel-farage_uk_583abe45e 4b0207d19184080
http://www.huffingtonpost.co.uk/entry/michael-gove-experts-economists-andrew-marr-obr-ifs-nigel-fara
62 Francis Fukuyama, Trust: The Social Virtues and the Creation of Prosperity (1995) [Trust: la
confianza, Barcelona, Ediciones B, 1998]. Véase también: Stephen M. R. Covey y Rebecca R.
Merrill, The Speed of Trust: The One Thing That Changes Everything (2006) [El factor confianza: el
valor que lo cambia todo, Barcelona, Paidós, 2010]; Anthony Seldon y Kunal Khatri, Trust: How We
Lost It and How to Get It Back (2009); y Julia Hobsbawm (ed.), Where the Truth Lies: Trust and
Morality in the Business of PR, Journalism and Communications (2010, 2ª ed. revisada).
63 T. Goertzel, «Belief in conspiracy theories», Political Psychology, 15 (4) (1994), pp. 731-742.
64 Para una heroica defensa de la globalización y mucho más, véase Matt Ridley, The Evolution of
Everything: How Ideas Emerge (2015).
65 Se descubrió que los redactores de algunos periódicos del grupo News International, propiedad de
Rupert Murdoch, habían sobornado a varios policías para pinchar los teléfonos de los famosos, de los
políticos, de algunos miembros de la familia real y también de ciudadanos anónimos relacionados
con noticias sensacionalistas (N. del T.).
66 Halo brands, en el original, en referencia al «efecto halo», un sesgo cognitivo favorable en la
valoración, en este caso de una marca, que no se basa en la información disponible (N. del T.).
67 https://www.ft.com/content/fa332f58-d9bf-11e6-944b-e7eb37a6aa8e
68 http://www.bbc.co.uk/news/education-38557838
69 Véase Ari Rabin-Havt y Media Matters, Lies Incorporated: The World of Post-Truth Politics
(2016); Naomi Oreskes y Erik M. Conway, Merchants of Doubt: How a Handful of Scientists
Obscured the Truth on Issues from Tobacco Smoke to Global Warming (2010); y Michael Specter,
Denialism: How Irrational Thinking Prevents Scientific Progress, Harms the Planet and Threatens
Our Lives (2009).
70 Rabin-Havt, cit., pp. 5-6.
71 Ibíd., pp. 43-44.
72 Cuando fui director de The Spectator, me vi envuelto en una polémica de ese tipo acerca de la
ciencia del cambio climático. Véase https://www.theguardian.com/commentisfree/cif-
green/2009/sep/14/climate-change-denial; y http://blogs.spectator.co.uk/2009/ 09/an-empty-chair-for-
monbiot/
73 Rabin-Havt, cit., pp. 50-51.
74 Véase Rob Brotherton, Suspicious Minds: Why We Believe Conspiracy Theories (2016, edición
rústica), p. 233.
75 Esa fue sin duda la conclusión a la que llegué cuandorealicé dos documentales para Radio 4, de
la BBC, en 2007 sobre el potencial de la nueva tecnología. Para una sinopsis, véase este artículo del
Spectator: http://www.spectator.co.uk/2007/11/the-mighty-should-quake-before-the-wiki- man/. Para
un excelente análisis de dicho potencial, véase Charles Leadbeater, We-Think: The Power of Mass
Creativity (2008).
https://www.ft.com/content/fa332f58-d9bf-11e6-944b-e7eb37a6aa8e
http://www.bbc.co.uk/news/education-38557838
https://www.theguardian.com/commentisfree/cif-green/2009/sep/14/climate-change-denial
http://blogs.spectator.co.uk/2009/%2009/an-empty-chair-for-monbiot/
http://www.spectator.co.uk/2007/11/the-mighty-should-quake-before-the-wiki-%20man/
76 http://webfoundation.org/2017/03/web-turns-28-letter/
77 Bernard Williams, Truth and Truthfulness: An Essay in Genealogy (2004, edición rústica), p. 216
[Verdad y veracidad: una aproximación genealógica, Barcelona, Tusquets, 2006].
78 Véase Henry Farrell, «The consequences of the Internet for politics», Annual Review of Political
Science (2012).
79 Véase Malcolm Nance, The Plot to Hack America: How Putin’s Cyberspies and WikiLeaks Tried
to Steal the 2016 Election (2016).
80 Véase Tim Wu, The Attention Merchants: From the Daily Newspaper to Social Media, How our
Time and Attention is Harvested and Sold (2016).
81 Eric S. Raymond, The Cathedral and the Bazaar: Musings on Linux and Open Source by an
Accidental Revolutionary (1999).
82 El famoso «rincón de los oradores» de Hyde Park, en Londres (N. del T.).
83 https://www.buzzfeed.com/craigsilverman/top-fake-news-of- 2016?
utm_term=.dvv3pRNPm4#.qvMbB39LyN
84 https://www.buzzfeed.com/craigsilverman/fake-news-survey?
utm_term=.poNY8E5Vwo#.fjQKeXzQ75
85 https://www.washingtonpost.com/news/local/wp/2016/12/04/d-c-police-respond-to-report-of-a-
man-with-a-gun-at-comet-ping- pong-restaurant/?utm_term=.e5677882ef82
86 http://www.nytimes.com/2004/10/17/magazine/faith-certainty-and-the-presidency-of-george-w-
bush.html
87 https://www.theguardian.com/us-news/2017/jan/11/trump-attacks-cnn-buzzfeed-at-press-
conference
88 http://www.vox.com/policy-and-politics/2017/2/16/14640364/trump-press-conference-fake-news
89 Richard A. Posner (ed.), The Essential Holmes: Selections from the Letters, Speeches, Judicial
Opinions, and Other Writings of Oliver Wendell Holmes, Jr, p. 320.
90 La caja de documentos que hay sobre la mesa de la Cámara de los Comunes del Reino Unido, que
también sirve de atril para el primer ministro (N. del T.).
91 http://www.economist.com/newsbriefing/21706498-dishonesty-politics-nothing-new-manner-
which-somepoliticians-now-lie-and
http://webfoundation.org/2017/03/web-turns-28-letter/
https://www.buzzfeed.com/craigsilverman/top-fake-news-of-%202016?utm_term=.dvv3pRNPm4#.qvMbB39LyN
https://www.buzzfeed.com/craigsilverman/fake-news-survey?utm_term=.poNY8E5Vwo#.fjQKeXzQ75
https://www.washingtonpost.com/news/local/wp/2016/12/04/d-c-police-respond-to-report-of-a-man-with-a
http://www.nytimes.com/2004/10/17/magazine/faith-certainty-and-the-presidency-of-george-w-bush.html
https://www.theguardian.com/us-news/2017/jan/11/trump-attacks-cnn-buzzfeed-at-press-conference
http://www.vox.com/policy-and-politics/2017/2/16/14640364/trump-press-conference-fake-news
http://www.economist.com/newsbriefing/21706498-dishonesty-politics-nothing-new-manner-which-somepoli
3. Conspiración y negación: Las amigas de la
posverdad
La paranoia ocupa el centro del escenario
En noviembre de 1964, Harper’s Magazine publicó un artículo magistral de
Richard Hofstadter, catedrático de Historia de la Universidad de Columbia,
titulado «El estilo paranoico en la política estadounidense»92. Hasta hoy, el
artículo sigue siendo el texto primigenio para todos los que estudian las
teorías de la conspiración modernas y sus efectos en las percepciones de la
verdad.
La idea principal de Hofstadter –reforzada por su elocuencia– era la
distinción que trazaba entre la paranoia de los conspiracionistas
contemporáneos y los propagadores del miedo de los siglos pasados, que
dirigían su fuego contra (por ejemplo) los católicos, los masones y los
illuminati de Baviera:
Los portavoces de aquellos primeros movimientos estaban convencidos de que defendían unas
causas y unas tipologías personales que seguían imperando en su país, de que estaban repeliendo
las amenazas a una forma de vida que seguía firmemente consolidada. Pero la derecha de hoy en
día [...] se siente desposeída. Les han arrebatado gran parte de Estados Unidos, a ellos y a los de
su ralea, aunque están decididos a intentar readueñarse del país y evitar el acto final de subversión
destructiva.
Decididos a «Hacer que América vuelva a ser grande», cabría decir.
Pero, proseguía Hofstadter, los conspiracionistas de su tiempo –principal,
pero no exclusivamente, los anticomunistas y los herederos de McCarthy–
creían estar inmersos en una lucha milenaria que iba a decidir mucho más
que el destino de una sola nación:
El portavoz paranoico ve el destino de la conspiración en términos apocalípticos: trafica con el
nacimiento y la muerte de mundos enteros, de enteros órdenes políticos, de enteros sistemas de
valores humanos. Está permanentemente guarneciendo las barricadas de la civilización. Vive
constantemente en un punto decisivo. Al igual que los milenaristas religiosos, manifiesta la
angustia de los que están viviendo los últimos días, y a veces está dispuesto a fijar una fecha para
el Apocalipsis.
Cincuenta años después, el artículo de Hofstadter sigue siendo una guía
inestimable, salvo en un aspecto crucial. Las teorías de la conspiración,
afirmaba, eran «un fenómeno psíquico persistente, que afecta de un modo
más o menos constante a una modesta minoría de la población». Pero en la
era de la posverdad, las cosas ya no son así.
Consideremos el caso de Alex Jones, creador de la web Infowars.com,
que desde su base de Texas afirma entre muchas otras cosas que la masacre
de Sandy Hook en 2012, en la que murieron veinte niños y niñas, fue un
montaje, que unos malvados ingenieros genéticos están criando un híbrido
de hombre y pez, y que una élite vampírica, que incluye al matrimonio
Clinton, se dedica al abuso satánico de menores. Según Jones, sus arrebatos
conspiracionistas tienen una audiencia de cinco millones de radioyentes
cada día, y sus vídeos alcanzan la cifra de ochenta millones de espectadores
cada mes. Resulta difícil sustanciar esas estadísticas, pero no cabe duda de
que el eco de Jones es extenso, y de que ahora resuena entre las altas
esferas. Trump ha aparecido en su programa, ha calificado el prestigio de
Jones de «asombroso», y se rumorea que le llamó después de las elecciones
para darle las gracias por su apoyo («él me necesita», dice el presentador).
La Casa Blanca no ha negado que ambos siguen en contacto93.
En el pasado, un hombre como Jones llevaría puesto un cartelón de
hombre anuncio y vociferaría por las calles su mensaje a los transeúntes.
Ahora tiene acceso al político más poderoso del mundo. Lo que resulta
importante reconocer es que eso refleja un cambio estructural, así como una
desgraciada afinidad personal entre dos fanfarrones. Tanto Jones como
Trump forman parte de un continuo que se extiende desde los estudios de
los programas de entrevistas de la radio, pasando por páginas web como
Breitbart.com («la plataforma de la derecha alternativa», según su ex
presidente ejecutivo, Stephen Bannon), hasta el Despacho Oval, un nexo
global que tiene muy pocas cosas en común con el ordenamiento social del
pasado.
El siglo pasado nos legó un sistema de instituciones basadas en las
normas, que evolucionaba gradualmente, y una jerarquía del saber y la
autoridad, donde los organismos representativos interactuaban con el
Estado conforme a unos protocolos probados y comprobados. Ahora, esa
estructura está siendo cuestionada por un entramado de redes, no
conectadas por lazos institucionales sino por el poder viral de las redes
sociales, del ciberespacio y de las páginas web que se regodean en su
aborrecimientohacia los medios de comunicación mainstream. Internet ha
abolido la brecha entre el centro y la periferia, entre lo oficial y lo marginal,
y por eso una figura como Bannon, autoproclamado «leninista» de la
derecha, puede acabar siendo el principal estratega de Trump, con un acceso
sin restricciones al presidente, y por eso un hombre como Jones, que
despotrica sobre el «viaje interdimensional» e insiste en que Obama «es al-
Qaeda», al parecer tiene hilo directo con el comandante en jefe94.
Además, esas redes son el vector ideal para las teorías de la
conspiración. En 2013, una serie de encuestas realizadas por la Universidad
Fairleigh Dickinson reveló que el 63% de los votantes censados de Estados
Unidos creía por lo menos en una afirmación extraordinaria de ese tipo (el
56% de los votantes demócratas y el 75% de los republicanos)95. El año
siguiente, Eric Olivier y Thomas Wood, de la Universidad de Chicago,
publicaron un estudio basado en ocho encuestas a nivel nacional, realizadas
anualmente desde 2006. Descubrieron que, en un año cualquiera,
aproximadamente el 50% de la población suscribía por lo menos una teoría
de la conspiración. Entre las más relevantes figuraban: la afirmación de que
Barack Obama no había nacido en Hawái sino en Kenia, la teoría de que el
Gobierno de Estados Unidos estaba involucrado en los atentados del 11 de
septiembre de 2001, y la convicción de que la Reserva Federal
estadounidense estaba detrás de la crisis financiera de 200896.
Algunos ven cierta validez cívica en la divulgación de mitos. Según Sam
Smith, en un artículo que escribió para Progressive Review en 1995,
el poeta comprende que un mito no es una mentira, sino la versión que tiene el alma de la verdad.
Uno de los motivos de que hoy en día los medios destrocen tantas noticias es que los periodistas
se han vuelto incapaces de manejar todo lo que no sea literal97.
Puede que así sea, pero en la era de la posverdad existen muy buenos
motivos para defender lo literal. En su excelente estudio de las teorías de la
conspiración, David Aaronovitch, de The Times, sugiere que la abundancia
de ese tipo de creencias refleja un rasgo humano fundamental, el ansia de
relatos: «Necesitamos historias, y es posible que incluso estemos
programados para crearlas». En ese aspecto,
La paradoja es que [...] en el fondo las teorías de la conspiración resultan tranquilizadoras.
Sugieren que hay una explicación, que la acción humana es poderosa, y que existe orden en vez
de caos. Eso hace posible la redención.
Aaronovitch argumenta que las teorías de la conspiración son una
protesta visceral contra la indiferencia, aunque no por eso resultan menos
dañinas98.
Además, concuerdan peligrosamente con la prioridad que se concede a
las emociones respecto a la evidencia en el mundo de la posverdad. Como
señala Rob Brotherton en su estudio de dichas teorías, «construimos una
fortaleza de información positiva alrededor de nuestras convicciones, y
raramente salimos de ella; ni siquiera nos asomamos a echar un vistazo por
la ventana»99. En nuestra evaluación de ese tipo de afirmaciones, por
estrafalarias que sean, aplicamos lo que los psicólogos denominan una
«estrategia de prueba positiva»: buscamos lo que esperamos encontrar.
Esa inclinación se ve apuntalada por la «asimilación sesgada»:
evaluamos la ambigüedad a la luz de nuestras propias convicciones. Si nos
inclinamos por pensar que los gobiernos actúan con un secretismo
patológico, a menudo en connivencia con los que transgreden las leyes,
tenderemos a rechazar la idea de que Lee Harvey Oswald fue el asesino en
solitario de John F. Kennedy. Si sospechamos que todas las grandes
empresas son intrínsecamente malvadas, haremos caso a las afirmaciones –
sobre la base que sea– de que los cultivos genéticamente modificados son
peligrosos.
La predisposición más profunda de ese tipo son las creencias religiosas.
De modo que cuando la religión entra en conflicto con la ciencia, a menudo
prevalece la fe. A medida que los descubrimientos de la investigación sobre
la evolución se van haciendo cada vez más apasionantes, el «creacionismo»
simplemente se atrinchera. Resulta increíble que por lo menos uno de cada
tres estadounidenses siga rechazando la ciencia darwiniana, y esté
convencido de que el mundo fue creado hace unos pocos miles de años. En
2005, el Museo de Ciencias Naturales de Estados Unidos organizó una
exposición en honor a Darwin, pero, cosa insólita, fue incapaz de conseguir
el patrocinio de las grandes empresas, que aparentemente tenían miedo a un
boicot de los creacionistas. En 2007 se inauguró un Museo de la Creación,
con un coste de 27 millones de dólares, en Petersburg, Kentucky, donde se
regalaban pegatinas que afirmaban: «Vamos a recuperar a los dinosaurios».
Al igual que los partidarios del brexit instaban, nueve años después, a
«recuperar el control», los creacionistas anunciaban que iban a recuperar a
los velocirraptores para el cristianismo.
En los primeros y embriagadores tiempos de la web 2.0, casi todo el
mundo presuponía que la revolución digital iba a engendrar un sistema
global de autocorrección; que la mentira sería expulsada por el mecanismo
de defensa de la e-rendición de cuentas. Todo lo contrario: a veces da la
impresión de que internet se rige por una versión epistemológica de la Ley
de Gresham, a saber, que la moneda mala expulsa a la buena.
Como mínimo, el virus de la mentira ha demostrado ser alarmantemente
resistente a los tratamientos. De hecho, el tratamiento a menudo ha
fortalecido la enfermedad. Según Brendan Nyhan, científico político del
Darmouth College, presentarle a alguien que cree en una teoría de la
conspiración pruebas de que dicha teoría es infundada a menudo puede
reafirmar sus convicciones: es el denominado «efecto del tiro por la
culata»100.
En el capítulo anterior veíamos lo resistente que siguió siendo la falsa
idea de los «comités de la muerte», bastante inmune a la objeción
justificada de que en realidad carece absolutamente de fundamento. Un
ejemplo aún más perverso fue la reacción del público a la polémica sobre el
lugar de nacimiento de Obama, una polémica fomentada en un primer
momento por los partidarios de Hillary Clinton en las elecciones primarias
del Partido Demócrata en 2008, y aprovechada de forma muy ostentosa por
Donald Trump como ejercicio piloto para su posterior candidatura.
La respuesta inicial de Obama a la afirmación de que, al tratarse de una
persona nacida en un país extranjero, no cumplía los requisitos para
presentarse como candidato a la presidencia, fue colgar en internet una
imagen de su certificado de nacimiento en forma de nota simple. En julio de
2009, el Departamento de Sanidad de Hawái confirmaba que el certificado
de nacimiento por extenso del presidente efectivamente figuraba en sus
archivos. Por último, en abril de 2011, Obama publicó su certificado de
nacimiento completo en la página web de la Casa Blanca. ¿Caso cerrado?
Ni por asomo.
Antes de la publicación de esa prueba concluyente, el 45% de los
ciudadanos estadounidenses admitía tener dudas sobre el lugar de
nacimiento de Obama. Después de la publicación del certificado completo,
la cifra disminuyó..., pero tan solo hasta el 33%. Después, en un asombroso
rechazo de los hechos, la cifra volvió a aumentar, hasta llegar al 41% en
2012. Al igual que una infección resistente a los antibióticos, una teoría de
la conspiración virulenta puede esquivar hasta los hechos más
incontestables. Su fuerza popular no depende de las pruebas, sino del
sentimiento, la esencia de la cultura de la posverdad. En palabras del
psiquiatra Karl Menninger: «Las actitudes son más importantes que los
hechos».
En una investigación diferente, las técnicas de imagen por ordenador del
cerebro han puesto de manifiesto la base neurológica de dicho efecto:
Si inicialmente sentimos una sensación de gratificación ante una idea, intentaremos replicar esa
sensación múltiples veces. Cada vez, se activa el centro de recompensa del cerebro, el cuerpo
estriado ventral, y másespecíficamente el núcleo accumbens ubicado en su interior, y al final
otras partes del cerebro instintivo aprenden a consolidar la idea hasta convertirla en una idea fija.
Si intentamos cambiar de opinión, uno de los centros del miedo de nuestro cerebro, como la
ínsula anterior, nos advierte de que el peligro es inminente. El poderoso córtex prefrontal
dorsolateral puede hacer caso omiso de esos centros cerebrales más primitivos y reafirmar la
razón y la lógica, pero tarda en reaccionar, y para que lo haga, se exige una gran determinación y
un gran esfuerzo. De ahí que sea fundamentalmente antinatural e incómodo cambiar de opinión,
lo que se refleja en la forma en que funciona nuestro cerebro101.
Así pues, lo que parece una resistencia deliberada a la evidencia a
menudo no es ni más ni menos que el funcionamiento de la biología.
Nuestros cerebros dan la contraorden a lo que consideramos las operaciones
racionales de nuestra mente.
Antiguamente también era habitual asociar las teorías de la conspiración
con la ignorancia de las personas con pocos estudios y el fanatismo de los
paletos. Pero se trataba de una suposición bastante errónea. Según los
últimos estudios, son precisamente las personas más entendidas en materia
de política y de ciencia las que tienden a asumir posturas extremas respecto,
por ejemplo, al cambio climático y a los comités de la muerte. La educación
superior no proporciona inmunidad real contra el pensamiento mágico. En
palabras de Brotherton:
Nuestras convicciones son lo primero: inventamos sobre la marcha motivos para tenerlas. Ser más
inteligentes o tener acceso a más información no nos hace necesariamente menos vulnerables a
las creencias incorrectas102.
¿Quién necesita la ciencia?
Esas prioridades de la posverdad han impulsado el ascenso del
«negacionismo científico»: la creciente convicción de que los científicos, en
connivencia con el gobierno y las grandes empresas farmacéuticas, están en
guerra con la naturaleza y contra el interés general de la Humanidad103.
Para algunos, la respuesta pertinente no consiste más que en comer
alimentos orgánicos, comprar productos locales e ingerir grandes dosis de
vitaminas y suplementos cada mañana –una conducta difícilmente
censurable, al margen de sus ventajas–. Pero rehuir la ciencia se convierte
en algo peligroso cuando eso entraña una amenaza para la salud pública o
para la seguridad de terceros.
No hay mejor ejemplo de ello que la incesante campaña contemporánea
contra la vacunación. Esa atroz forma de negacionismo –un caso típico de
posverdad– se desencadenó a raíz de un único estudio, publicado en la
revista The Lancet en 1998. Sobre la base de sus conclusiones, el doctor
Andrew Wakefield, uno de los autores del informe, afirmó en una rueda de
prensa que existía una relación potencial entre la vacuna del sarampión, las
paperas y la rubeola –introducida en el Reino Unido diez años antes– y la
creciente incidencia de los diagnósticos de autismo. Recuerdo muy bien mi
propia preocupación, como padre primerizo, y mi inquietud por el supuesto
riesgo de la vacuna triple vírica.
A medida que las afirmaciones iban ganado adeptos en los medios, los
índices de vacunación disminuyeron drásticamente por todo el país,
pasando del 92% hasta el 73% (y a poco más del 50% en algunas zonas de
Londres), lo que dio lugar a varios brotes de sarampión que provocaron la
muerte de algunos niños. En junio de 2008 la enfermedad volvía a ser
endémica en Gran Bretaña, catorce años después de su virtual erradicación.
Cuando la prensa investigó más detalladamente el estudio original, se
descubrió que los métodos de Wakefield eran deficientes, y salieron a la luz
algunos conflictos de intereses. Al final, el artículo fue desautorizado, diez
de sus trece autores retiraron sus firmas y a Wakefield se le revocó la
licencia para ejercer la medicina. Pero el proceso de verificación que le
había desacreditado era más endeble que el virus de miedo que había
inoculado en el torrente sanguíneo popular.
En 2001 Marie McCormick, catedrática de Pediatría de la Escuela de
Salud Pública de la Universidad de Harvard, recibió el encargo de presidir
el Comité de Evaluación de la Seguridad de la Inmunización creado por el
Instituto de Medicina (IOM). El hecho de que McCormick no fuera
especialista en inmunología no fue óbice para su designación. De hecho, esa
fue la razón de su nombramiento. Como explicaba Anthony S. Fauci,
director del Instituto Nacional de Alergología y Enfermedades Infecciosas:
Desde el punto de vista político, simplemente no hay otra forma de hacerlo. A menudo se
considera que los expertos están contaminados. Se trata de un fenómeno sumamente frustrante de
la vida científica actual104.
Como hemos visto, esa actitud respecto a los expertos iba a trasladarse al
mundo político y a desempeñar un papel sustancial en el referéndum del
brexit.
El comité de McCormick entregó su informe, Las vacunas y el autismo,
en 2004, y determinaba, más allá de cualquier duda razonable, que no
existía ninguna vinculación entre ambos. Y lo más importante, el comité
descubrió que los niños sin vacunar desarrollaban el autismo con una tasa
igual o superior que los que habían sido vacunados. Pero el informe no
podía competir con la histeria que para entonces se había apoderado del
debate público. El comité se vio obligado a adoptar medidas extraordinarias
de seguridad durante su reunión pública final, después de que sus miembros
fueran objeto de amenazas creíbles de violencia, aconsejándoles incluso de
que guardaran secreto sobre el hotel en el que se alojaban.
Para entonces, el polémico conservante Tiomersal, a base de mercurio,
también había sido retirado de las vacunas, una medida que se adoptó para
tranquilizar a los aterrados progenitores, pero que no seguía las
investigaciones científicas. La medida, si acaso, agravó la preocupación del
público y dio alas a los teóricos de la conspiración que afirmaban que el
Tiomersal siempre había sido peligroso, que el complejo científico-
farmacéutico lo sabía desde el principio, pero lo habían mantenido en
secreto, y que, por consiguiente podían existir muchos otros motivos para
tener miedo a las vacunas. Mientras tanto, la retirada del conservante no
contribuyó en nada a frenar el aumento de los diagnósticos de autismo.
Lo que ocurrió a continuación fue una de las primeras parábolas en
materia de posverdad. Estaba fuera de cualquier discusión racional que, por
lo menos en el mundo desarrollado, las vacunaciones habían erradicado el
cólera, la fiebre amarilla, la difteria, la polio, la varicela y (antes de
Wakefield) el sarampión. Pero las evidencias científicas no tenían nada que
hacer frente al carisma de la fama. En 2007, Jenny McCarthy, modelo y
personaje del mundo de la televisión, cuyo hijo Evan es autista, apareció en
el programa de Oprah Winfrey para manifestar su postura sobre las
vacunas. En contra de todo el poderío del establishment científico, ella
oponía su «instinto materno». Cuando se le pidió que mostrara sus pruebas,
McCarthy dijo: «Mi ciencia se llama Evan, y está en casa. Esa es mi
ciencia». A lo largo de toda la polémica, los médicos a menudo se habían
quejado de que internet había turboalimentado digitalmente las falsas
ciencias. McCarthy le dio la vuelta a ese argumento: «Yo me licencié en la
Universidad de Google», declaró.
La capacidad de los líderes carismáticos para hacer descarrilar el
discurso científico es un fenómeno familiar. Thabo Mbeki, expresidente de
Sudáfrica, dio una inmensa fuerza emocional a la afirmación falsa de que el
VIH no provoca el SIDA, la terrible epidemia que asola su país, y que a día
de hoy sigue siendo un problema de máxima gravedad.
Además, Robert F. Kennedy Jr. aportó el oropel del glamour político a la
cruzada antivacunas. Kennedy decía que el informe del IOM pretendía
«encubrir los riesgos del Tiomersal». No era verdad, pero la acusación,
hecha por un Kennedy, tuvo un impacto indudable. Puede que no sea de
extrañar que el presidente electo Trump se sintieraatraído por las
afirmaciones de Kennedy, pues mantuvo dos conversaciones con él en
enero de 2017, antes de su investidura. En el momento de escribir estas
líneas Kennedy sigue convencido de que va a presidir un nuevo comité
oficial sobre la seguridad de las vacunas. Pero ya ha conseguido lo que iba
buscando: estampar en su pseudociencia el sello de aprobación
presidencial105.
Mientras tanto, Wakefield se ha dado cuenta de que, en la extraña
alquimia de nuestros tiempos, la infamia académica puede ser un trampolín
a la fama, si se lo puede llamar así: un medio para relanzar su campaña y su
carrera. En abril de 2016, su película Vaxxed: From Cover-up to
Catastrophe [‘Damnificados por las vacunas: del encubrimiento a la
catástrofe’], aunque fue retirada del Festival de Cine de Tribeca, se estrenó
en Manhattan a bombo y platillo en medio de una gran polémica106. La
película, empapada de burdos llamamientos emocionales, giraba en torno a
la historia del denominado «denunciante del CDC», el doctor William
Thompson, científico del Centro para el Control y Prevención de
Enfermedades (CDC) de Estados Unidos.
La película cuenta que Thompson le proporcionó a Brian Hooker,
ingeniero bioquímico y padre de un hijo autista, un aluvión de datos que
Hooker –que carecía de formación en epidemiología– sometió a su propio
análisis personal. Sus conclusiones se publicaron en una revista
desconocida en 2014, pero rápidamente desencadenaron una tempestad en
internet. Hooker afirmaba que el CDC sabía desde el principio que existía
una relación entre la vacuna triple vírica y el autismo, sobre todo entre los
varones afroamericanos, pero que había ocultado esa información. No es de
extrañar que su acusación generara una preocupación y un enfado
generalizados, sobre todo entre los afroamericanos y los progenitores de
niños y niñas autistas. Pero en realidad la acusación carecía de cualquier
fundamento.
En su reportaje, Hooker había cometido algunos errores estadísticos
elementales, pues confundía un «estudio de cohortes» (que hace un
seguimiento de la gente que no sufre la enfermedad en cuestión y después
intenta detectar qué factores parecen incrementar el riesgo de contraerla)
con un «estudio de control de casos» (donde se comparan dos grupos
similares, uno con la dolencia y otro sin ella, para ver qué factores de riesgo
podrían explicar las diferencias). En epidemiología, eso equivale a decir
que una manzana es una pera. Para colmo, el número de niños
afroamericanos en que Hooker basaba sus incendiarias conclusiones era
escandalosamente pequeño.
A su debido tiempo, la revista que publicó el reportaje de Hooker lo
retiró. Pero Vaxxed se limita a repetir las acusaciones, y presenta a Hooker
como el David que se enfrentó al Goliat de la industria de la sanidad, y a
Wakefield como el profeta del oráculo al que los hechos habían dado la
razón. Hay un montaje «creativo» de las declaraciones de Thompson para
reforzar los (espurios) argumentos de la película. La afirmación crucial de
que el CDC encubrió la verdad simplemente no está avalada por las
pruebas. Stephanie Seneff, informática del Massachusetts Institute of
Technology (una vez más, no se trata de una epidemióloga), afirma delante
de la cámara que, en 2032, el 80% de los niños serán autistas. La película es
un ataque grotesco contra las ciencias de la salud, desvergonzadamente
manipulador e imperdonablemente alarmista. Pero ha vuelto a colocar a
Wakefield en las primeras páginas de la prensa nacional107.
Cuando decae el valor social de la verdad, se pone en peligro la
continuidad de las prácticas sociales basadas en ellas. Antes de que surgiera
el movimiento antivacunas, casi todo el mundo consideraba que las
enfermedades contra las que se vacunaba a los niños eran cosa del pasado.
Pero en materia de salud pública, igual que en la política, la posverdad
genera una asombrosa inestabilidad. Cuando se confía menos en la
investigación basada en las evidencias que en lo anecdótico, y cuando se
hace menos caso a las autoridades institucionales que a las teorías de la
conspiración, las consecuencias pueden ser repentinas y mortíferas. Para ser
eficaz, la vacunación depende de la «inmunidad del rebaño», es decir, un
nivel de difusión tan elevado que la enfermedad deja de propagarse. La
pregunta sin respuesta es si esa inmunidad sobrevivirá a la incesante ola de
histeria contra la vacunación108.
El antisemitismo y la negación del Holocausto en la era digital
Ninguna teoría de la conspiración ha sido más virulenta ni más catastrófica
por su coste humano en la historia que el antisemitismo. Se trata de un odio
muy antiguo, pero que se ha ido adaptando constantemente y asumiendo
nuevas formas malignas; el odio a los judíos siempre ha existido en ambos
extremos del espectro político. De una forma crudamente predecible, el
ascenso del nacionalismo populista y de la derecha alternativa ha coincidido
con un espantoso aumento de los incidentes antisemitas por todo el mundo.
Durante el primer mes de 2017, se produjeron 48 amenazas de bomba
contra centros comunitarios judíos a lo largo y ancho de Estados Unidos.
Entre agosto de 2015 y julio de 2016, la Liga Antidifamación identificó 2,6
millones de tuits que incluían expresiones hostiles contra los judíos. En
Alemania, la cifra de incidentes antisemitas aumentó de 194 entre enero y
septiembre de 2015 a 461 durante ese mismo periodo de 2016. En el Reino
Unido, los delitos de odio antisemitas crecieron hasta un nivel récord en
2016, según el Community Security Trust, que registró 1.309 incidentes de
ese tipo durante aquel año, un aumento del 36% respecto a 2015.
No menos alarmante es el recrudecimiento de la negación del
Holocausto, sobre todo en internet. En el momento de redactar estas líneas,
si uno escribe «¿Fue real el Holocausto?» en el motor de búsqueda de
Google, en la primera página de resultados figuran los titulares: «El
Holocausto contra los judíos es una mentira absoluta: las pruebas»; «¿El
Holocausto es una patraña?»; «¿Hubo realmente un Holocausto?»; «EL
HOLOCAUSTO Y LA VARIANTE DE LOS CUATRO MILLONES»;
«Cómo se falsificó el Holocausto»; y «Un erudito judío refuta el
Holocausto». Difícilmente podría encontrarse un recordatorio más brutal de
que los algoritmos, en su forma actual, son indiferentes a la veracidad.
En cierto sentido, el antisemitismo de hoy en día es el patrón de lo que
ha llegado a ser la posverdad. Su carta fundacional, y una fuente esencial
para Hitler cuando escribió Mi lucha, es el documento conocido como Los
Protocolos de los Sabios de Sión. El texto, que supuestamente incluye las
actas de una reunión secreta del consejo supremo de los judíos, consta de
veinticuatro breves sermones que supuestamente pronunció el anciano jefe,
y fue publicado por primera vez en 1903 en el periódico ruso Znamia.
Después de la Revolución Rusa y la Primera Guerra Mundial, la influencia
del texto se dejó sentir por todo el mundo, y alimentó el mito de que un
cártel de financieros judíos fue el responsable de la Gran Depresión.
«La única afirmación que a mi juicio cabe hacer sobre los Protocolos –
dijo el tristemente célebre antisemita Henry Ford– es que encajan con lo
que está pasando». Difícilmente podría pedirse un ejemplo más meridiano
del sesgo de confirmación, o de la primacía sin reparos de los sentimientos
viscerales sobre la realidad empírica109. ¿Qué podía importarle a un
fanático como Ford que los Protocolos fuesen, demostrable y
rotundamente, una endeble falsificación?
Se trataba de algo que había quedado bastante claro desde 1920, cuando
un erudito alemán, Joseph Stanjek, desentrañó las semejanzas entre el
documento, de gran difusión, y una obra de ficción, Biarritz (1868), escrita
por otro alemán, Hermann Goedsche, bajo el seudónimo de Sir John
Retcliffe. Gran parte del material de los Protocolos es un plagio de otra
obra de ficción, escrita por un francés llamado Maurice Joly, que describía
un diálogo imaginario entre Maquiavelo y Montesquieu en los infiernos.
Con el tiempo, quedó demostradode forma incuestionable que los textos
habían sido burdamente ensamblados por la Ojrana, la policía secreta rusa.
La absoluta falsedad de los Protocolos había quedado demostrada mucho
antes del ascenso de Hitler.
Pero eso a Hitler no le preocupaba lo más mínimo. Al igual que Ford,
Hitler consideraba que el documento era real porque concordaba con su
infinito odio a los judíos. Como afirmaba en Mi lucha,
la mejor crítica que se puede hacer [a los Protocolos] es la realidad. Quien examine el desarrollo
histórico de los últimos cien años, desde los puntos de vista de este libro, también comprenderá de
inmediato el clamor de la prensa judía110.
Si acaso las ideas tienen una genealogía, este fue un momento germinal
para las tendencias que se han aglutinado, casi un siglo después, en la era de
la posverdad.
Ese mismo desprecio por las evidencias es lo que sustenta la negación
del Holocausto. Aunque muchas personas han participado de ese vil
fenómeno, nadie puede rivalizar con la destacada figura de David Irving, el
prolífico historiador e ídolo de la extrema derecha. En 2000, Irving
demandó a la catedrática estadounidense Deborah Lipstadt y a su editorial,
Penguin, ante el Tribunal Supremo a raíz de la descripción que la
historiadora hacía de él en el libro Negar el Holocausto:
Irving es uno de los portavoces más peligrosos de la negación del Holocausto. Está familiarizado
con las pruebas históricas, pero él las manipula hasta que se ajustan a sus inclinaciones
ideológicas y a su agenda política. Irving, que está convencido de que el gran declive de Gran
Bretaña se aceleró a causa de su decisión de entrar en guerra contra Alemania, no tiene el mínimo
inconveniente en utilizar la información exacta y moldearla para que se ajuste a sus conclusiones.
Una reseña de uno de sus últimos libros, La guerra de Churchill, publicada en la New York
Review of Books, analizaba con precisión su costumbre de aplicar una doble vara de medir a las
evidencias. Irving exige «pruebas documentales rotundas» a la hora de demostrar la culpabilidad
de los alemanes, pero se basa en evidencias sumamente circunstanciales para condenar a los
Aliados. Es una descripción exacta las tácticas no solo de Irving, sino de los negacionistas en
general111.
Para Irving, aquello suponía un ataque a sus credenciales académicas, así
como una acusación de que él negaba la realidad de la Shoah. En virtud de
la legislación británica sobre el libelo, la carga de la prueba le correspondía
a Lipstadt, la acusada. Ella sabía que estaba en juego mucho más que su
prestigio intelectual. Por ocioso que pueda parecerle a cualquiera que tenga
un mínimo de consideración por la Historia y por el poder de las pruebas, el
equipo de abogados de Lipstadt se vio obligado a demostrar que Irving se
equivocaba respecto al Holocausto; que en Auschwitz hubo cámaras de gas,
que la inmensa mayoría de las muertes de los campos de concentración
fueron la consecuencia de un genocidio y no de las enfermedades, y que el
lenguaje eufemístico que a menudo utilizaban los nazis para referirse a las
matanzas a escala industrial («reubicación») no tenía la mínima relación
con su verdad en sentido literal.
Lipstadt era consciente de que, en caso de que el tribunal le diera la
razón a Irving, los negacionistas lograrían una victoria memorable, y que la
realidad del mayor crimen cometido en la historia de la Humanidad
acabaría siendo cuestionada en un aumento exponencial. En su relato del
caso –que posteriormente fue el argumento de la película Negación, con
Timothy Spall y Rachel Weisz–, Lipstadt recordaba la sensación de
responsabilidad para con las víctimas y los supervivientes del Holocausto
que sentía la víspera de que se hiciera público el veredicto:
A eso de las 11 de la noche me llamó Ben Meed, presidente de la Congregación Estadounidense
de Judíos Supervivientes del Holocausto, y superviviente del gueto de Varsovia. La vida de Ben,
un hombre compacto de pelo blanco, se centraba en el mundo de los supervivientes del
Holocausto. «Deborah –me dijo–, esta noche puedes dormir profundamente, porque ninguno de
nosotros va a poder dormir». No hacía falta que identificara quiénes eran «nosotros». Hay un
aforismo judío que dice: «Las cosas que salen del corazón llegan al corazón». Y así fue. [...] Me
imaginé a mí misma rodeada por un grupo de ángeles decididos, cuyas vidas habían quedado
marcadas por el Holocausto y los horrores que trajo consigo112.
Al día siguiente, Lipstadt se enteró de que Irving había perdido de forma
rotunda. En su fallo, que tenía 355 páginas, el juez Gray afirmaba que
Irving había «tergiversado sustancialmente lo que demuestran las pruebas,
examinadas de una forma objetiva». Su
falsificación de los hechos históricos era deliberada y [...] estaba motivada por el deseo de
presentar los acontecimientos de una forma acorde con sus propias convicciones ideológicas,
aunque ello entrañara la distorsión y la manipulación de las evidencias históricas […] [Irving]
tergiversaba las evidencias históricas cuando le contaba al público de Australia, Canadá y Estados
Unidos [...] que las matanzas a tiros de los judíos en el Europa oriental fueron arbitrarias, que no
estaban autorizadas y que fueron obra de grupos o comandantes a título individual.
El juez consideraba que era «incontrovertible que Irving cumple los
requisitos de un negador del Holocausto». Irving había negado a menudo la
existencia de las cámaras de gas en Auschwitz, y «en los términos más
ofensivos»113.
El juicio de Lipstadt se percibió acertadamente como una victoria
histórica en la lucha contra la negación, como el desmontaje jurídico de un
insulto monstruoso a seis millones de muertos. Pero no supuso tanto el fin
de la lucha sino más bien el comienzo de una nueva fase de la batalla. La
negación del Holocausto había sido definitivamente expulsada del ámbito
de la historia académica: ningún experto serio, fueran cuales fueran sus
convicciones ideológicas, desearía coquetear con la humillación a escala
mundial que sufrió Irving ante el Tribunal Supremo.
Pero la falsedad es astuta, se adapta a las nuevas circunstancias, y genera
metástasis de cualquier forma posible. En 2014, una encuesta con más de
53.000 personas de más de 100 países reveló que tan solo un tercio de la
población mundial creía que el Holocausto había quedado reflejado con
exactitud en los registros históricos. Un 30% de los encuestados decía que
probablemente era cierto que «los judíos todavía hablan demasiado sobre lo
que les ocurrió en el Holocausto». Como preocupante presagio para el
futuro, los encuestados de menos de 65 años solían afirmar con mayor
frecuencia que a su juicio se habían distorsionado los datos sobre el
genocidio; entre los encuestados de ese rango de edades se incluían un 22%
de cristianos, un 51% de musulmanes y un 28% sin una religión
declarada.114
Esa diferencia generacional se ha visto agravada por el resurgir del
antisemitismo y el rumor de la duda digital. Un estudio de Scott Darnell, de
la Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard, publicado
en 2010, concluía que «el conocimiento del Holocausto es relativamente
escaso en Estados Unidos y que, a lo largo de la última década, la cifra y la
concentración de grupos organizados de odio antisemita han aumentado
(sobre todo en el Sur y en el Oeste montañoso115)». Aunque Darnell
detectaba una disminución de la cifra total de incidentes antisemitas –una
pauta que se invirtió en los años posteriores–, también concluía que los
estados
con una población judía más grande y concentrada tienden a experimentar más incidentes
antisemitas, mientras que la actividad organizada de los grupos de odio se concentra con mayor
intensidad en los estados donde existe una población judía más pequeña y menos concentrada; los
hispanos nacidos en el extranjero, los afroamericanos, y las personas con un menor nivel de
estudios son particularmente propensos a abrigar convicciones antisemitas. Hay evidencias
sustanciales que apuntan a que la negación del Holocaustodispersas e
insidiosas. Pero también resultan más preocupantes precisamente porque no
emanan ni de un Gran Hermano con nombre y apellido, ni de un Goebbels,
ni de un Izvestia. No hay una estatua en concreto que se pueda echar abajo.
Ese es otro de los motivos de que sea tan importante ver a Trump como
consecuencia y no como causa. Su salida del cargo político –cuando llegue
ese día– no señalará el fin de la era de la posverdad, y es un grave error de
análisis pensar lo contrario. No se trata de una batalla entre progresistas y
conservadores. Es una batalla entre dos formas de percibir el mundo, entre
dos enfoques radicalmente diferentes de la realidad: y hay que escoger entre
ambas cosas. ¿Usted se conforma con que el valor primordial de la
Ilustración, de las sociedades libres y del discurso democrático sea
pisoteado por unos charlatanes... o no? ¿Está usted en el terreno de juego, o
se conforma con verlo todo desde la grada?
A pesar de todas las cosas que se dicen sobre la apatía del público y su
falta de compromiso –algunas de ellas justificadas, otras no–, yo sigo
siendo optimista. Estoy convencido, a pesar de las trampas psicológicas que
nos hacemos a nosotros mismos, de que en última instancia está en nuestra
naturaleza exigir veracidad y oponernos a la mentira. Dentro de todos
nosotros hay una voz que se resiste a las mentiras, aunque esa voz haya sido
silenciada (por razones que veremos a continuación). El reto es conseguir
transformar esa voz de un susurro a un rugido. La verdad está
esperándonos... siempre y cuando nosotros la exijamos.
Matthew d’Ancona
Marzo de 2017
1 Lo conseguí: véase http://www.standard.co.uk/comment/comment/matthew-dancona-donald-
trump-s-victory-will-be-as–.great-a-test-for-theresa-may-as-brexit-a3391521.html
2 Sonia Orwell e Ian Angus (eds.), The Collected Essays of George Orwell, Vol. II: My Country
Right or Left 1940-43 (edición rústica, 1980), pp. 295-296.
http://www.standard.co.uk/comment/comment/matthew-dancona-donald-trump-s-victory-will-be-as-.great-a
1. «¿Y qué más da?»: La llegada de la era de la
posverdad
El brexit, Trump y el nuevo público político
Hay una temporada para todo: 1968 señaló la revolución en la libertad
personal y el anhelo de progreso social; 1989 será recordado por el
hundimiento del totalitarismo; y 2016 ha sido el año en que arrancó
definitivamente la era de la «posverdad». Lo que este libro pretende abordar
es la naturaleza, los orígenes y los desafíos de dicha era.
Hemos entrado en una nueva fase del combate político e intelectual,
donde las ortodoxias y las instituciones democráticas se ven sacudidas hasta
sus cimientos por una oleada de alarmante populismo. La racionalidad se ve
amenazada por las emociones, la diversidad por la reivindicación de lo
autóctono, y la libertad por una deriva hacia la autocracia. Más que nunca,
el ejercicio de la política se percibe como un juego de suma cero, y no
como una contienda entre las ideas. Se trata a la ciencia con desconfianza y,
a veces, con manifiesto desprecio.
Detrás de esta tendencia mundial hay un desplome del valor de la
verdad, comparable al hundimiento de una divisa o de los valores bursátiles.
En el debate político ya no se concede máxima prioridad a la honestidad y a
la exactitud. En calidad de candidato y de presidente, Donald Trump ha
degradado el presupuesto de que el líder del mundo libre debería estar
familiarizado, por lo menos de refilón, con la verdad: según PolitiFact, una
página web de comprobación de datos galardonada con el Premio Pulitzer,
el 69% de las afirmaciones de Trump son «predominantemente falsas»,
«falsas» o «mentira podrida»3. En el Reino Unido, la campaña a favor de
salir de la Unión Europea triunfó con unos eslóganes que eran
demostrablemente inciertos o engañosos, pero también demostrablemente
altisonantes.
Las páginas web «conspiracionistas» y las redes sociales desdeñan a la
«prensa caduca» (los mainstream media, o sea, los medios de comunicación
dominantes) por considerarla la voz desacreditada de un orden «globalista»,
de una «élite progresista» cuya época ha pasado. Se vilipendia a los
«expertos» como un cártel malintencionado y no como una fuente de
información verificable. «Atrévete a saber» era el lema de la Ilustración que
proponía Immanuel Kant. Su homólogo de hoy en día es «Atrévete a no
saber».
No es casualidad que la editorial Oxford Dictionaries eligiera
«posverdad» como palabra del año 2016, definiéndola como sinónimo de
«unas circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos a la hora
de condicionar la opinión pública que los llamamientos a las emociones y a
las creencias personales»4. Su etimología exacta es objeto de debate,
aunque existe el consenso generalizado de que el primero que la utilizó fue
el escritor serbo-estadounidense Steve Tesich en un artículo para The
Nation en 1992. El pueblo estadounidense estaba tan traumatizado por el
Watergate, por el asunto Irán-Contra y por otros escándalos (afirmaba
Tesich) que había empezado a darle la espalda a la verdad, y a confabularse
cansinamente para eliminarla:
Nos estamos convirtiendo rápidamente en el prototipo del pueblo con el que a los monstruos
totalitarios se les caería la baba en sus ensoñaciones. Hasta ahora, todos los dictadores tuvieron
que esforzarse denodadamente para eliminar la verdad. Nosotros, con nuestros actos, venimos a
decir que ya no hace falta ningún esfuerzo, que hemos adquirido un mecanismo espiritual capaz
de despojar a la verdad de toda relevancia. De una forma muy fundamental, nosotros, como
pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en un mundo de posverdad5.
En 2010, el bloguero David Roberts estudió las últimas averiguaciones
del mundo académico en materia de ciencias políticas, y llegaba a una
conclusión similar, aunque desde una perspectiva diferente. Pese a que
resultaba tranquilizador imaginar que los votantes reunían los datos,
sacaban conclusiones a partir de esos datos, asumían una «postura sobre los
asuntos» en función de dichas conclusiones, y a consecuencia de todo ello
votaban a un partido político, el comportamiento de los electores no se
ajustaba a ese ideal. En la práctica, afirmaba Roberts, los votantes elegían
un partido sobre la base de la afiliación de sus valores, adoptaban las
opiniones de la tribu, desarrollaban argumentos para fundamentar esas
opiniones y (solo entonces) escogían los datos que venían a refrendar esas
aseveraciones:
Vivimos en una política de la posverdad: una cultura política donde la política (la opinión pública
y el relato que hacen los medios) ha quedado casi totalmente desconectada de las políticas (la
sustancia de la legislación). Evidentemente, eso debilita cualquier esperanza de un compromiso
legislativo razonado6.
En 2016 las profecías de Tesich y Roberts se hicieron realidad, con
efectos espectaculares. La elección de Trump como 45º presidente de
Estados Unidos y la victoriosa campaña para sacar a Gran Bretaña de la UE
indudablemente significaron una sublevación contra el orden establecido,
así como la exigencia de un cambio mal definido: respectivamente «Hacer
que América vuelva a ser grande» y «Recuperar el control». Ambas
victorias pusieron patas arriba las despreocupadas predicciones de los
expertos, los encuestadores y los corredores de apuestas. Ambas inundaron
de luz un paisaje transformado, cuya aparición no había sido capaz de
detectar la clase política y mediática. Y lo más llamativo era que ambas
insurgencias reflejaban un nuevo y alarmante desplome del poder de la
verdad como motor de la conducta electoral. La tesis que enunciaba Roberts
en su blog se había convertido en una realidad geopolítica.
Donald J. Trump es reverenciado por sus partidarios como un
empresario no contaminado por la política. Es aclamado como maestro de
los negocios, de la cuenta de resultados de las empresas y del valor seguro.
Pero –en su calidad de primer presidente de la posverdad– se le concibe
mucho mejor como un artista del espectáculo que como un político o como
unha ido ganando cada vez más cobertura
de los medios de comunicación de Estados Unidos a lo largo de la última década, y que sigue
creciendo, sobre todo en internet116.
Por deprimente que resulte, no debería sorprendernos. En la era de la
posverdad, incluso las personas más eruditas recurren, de una manera
instintiva, a internet como primera parada cuando buscan información
inmediata. Muchos nunca van más allá de lo que Jenny McCarthy bautizó
como la «Universidad de Google» al realizar sus indagaciones. Y, como
hemos visto, quienes teclean una pregunta sobre el Holocausto en un motor
de búsqueda no se verán recompensados con la sabiduría de los grandes
expertos, como Martin Gilbert, Nikolaus Wachsmann o Laurence Rees, ni
con los relatos de los testigos oculares como Primo Levi, Viktor Frankl o
Elie Wiesel. Su dividendo digital será un batiburrillo de páginas de resumen
y de basura absoluta sobre el «Holo-montaje», que es una conspiración de
«los judíos al estilo de Hollywood» y la «mentira más grande». Por
ridículas que puedan ser esas páginas web, representan una marea creciente
de veneno sin filtros que no podemos permitirnos el lujo de ignorar. Cuando
el saludable pluralismo se ve suplantado por el relativismo malsano, el
presupuesto cultural es que todas las opiniones son igual de válidas. ¿Dónde
están las fuerzas que instan a los jóvenes a ejercer sus facultades críticas
cuando contemplan la pantalla de sus teléfonos inteligentes?
Como bien sabía Hofstadter, las teorías de la conspiración siempre se
han empleado como un recurso explicativo. En la era de la posverdad, como
hemos visto, ese tipo de teorías han proliferado espectacularmente, dado
que su atractivo intrínseco para la mente humana se ha visto potenciado por
una amplia gama de presiones y transformaciones. En el siglo XXI, la
mentalidad conspiracionista es en parte una reacción a un mundo de
cambios, a veces desconcertantes: la globalización y sus descontentos, una
movilidad de la población sin precedentes, la revolución digital,
modalidades de extremismo y terrorismo en rápida transformación, y las
sobrecogedoras posibilidades de la biotecnología.
Quienes han profundizado en este nuevo estrato de la historia de la
Humanidad descubren algunos retos estructurales que prácticamente no se
han reconocido, y mucho menos afrontado. El libro El ascenso de los
robots, de Martin Ford, describe un mundo donde la educación, que seguirá
siendo deseable como promotora de la decencia cívica, no será capaz de
seguir el ritmo de la automatización destructora de empleos, lo que obligará
al Estado a pagar una renta básica a todos los ciudadanos117.
Homo Deus: breve historia del mañana, el extraordinario libro de Yuval
Noah Harari, lleva el argumento más allá, y pronostica la sustitución de la
mano de obra profesional y semicualificada por los «algoritmos altamente
inteligentes». Especialmente desconcertante es la profecía de Harari de que
la humanidad se dividirá entre «una clase alta algorítimica que será dueña
de la mayor parte de nuestro planeta», y una «nueva clase masiva: personas
carentes de cualquier valor económico, político, o incluso artístico»118.
Sin embargo, no es preciso leer ese tipo de libros para tener la sensación
de que se avecina un vuelco espectacular en la forma en que vivimos y
trabajamos. Es algo que queda claro al ver el número cada vez menor de
personal de atención al público en los bancos, la sustitución de las tiendas
por las entregas online y los reportajes que afirman que Amazon está
considerando la posibilidad de un nuevo tipo de supermercado que tan solo
requerirá una plantilla de tres personas119.
En ese escenario, no es de extrañar que, como hemos visto, la idea de
«control» resulte tan atractiva. Las teorías de la conspiración, por citar a un
catedrático de psicología, «allanan una realidad enrevesada, desconcertante
y ambigua con una explicación simple»120. Ofrecen un molde de orden,
cuya atractiva sencillez eclipsa sus absurdos. Como observa el doctor
Wilbur Larch en la novela Las normas de la casa de la sidra, de John
Irving, la mentira puede ser un medio de reivindicar poder:
Cuando mientes, te hace sentir al mando de tu existencia. Decir mentiras es muy seductor para los
huérfanos. Lo sé... Lo sé porque yo también las digo. Me encanta mentir. Cuando mientes, sientes
que has engañado al destino, al tuyo propio y al de todo el mundo.121
Para los progenitores de niños y niñas autistas, la afirmación de que la
culpa es de las vacunas –por muchas veces que se desmienta– ofrece el
consuelo parcial de la causalidad y la culpabilidad, emocionalmente
preferible a la idea de que el universo es cruel y arbitrario. Para quienes no
confían en la medicina convencional –o en el Estado–, la teoría de que los
«rastros químicos» que supuestamente dejan los aviones en el cielo
provocan infertilidad o enfermedades posee un atractivo intrínseco. Para
muchos, la estupidez intrínseca de esa afirmación queda eclipsada por su
coherencia interna: impone una estructura a la música discordante del azar.
En un mundo de cambios y perturbaciones implacables, ¿quién sería capaz
de afirmar que los consuelos de los conspiracionistas acabarán siendo
derrotados por los fríos rigores de la verdad?
92 http://harpers.org/archive/1964/11/the-paranoid-style-in-american- politics/1/
93 https://www.youtube.com/watch?v=zWlwZSM9z1E&feature=youtu.be
94 https://www.splcenter.org/fighting-hate/extremist-files/individual/alex-jones
95 http://publicmind.fdu.edu/2013/outthere/
96 https://www.washingtonpost.com/news/monkey-cage/wp/2015/02/19/fifty-percent-of-americans-
believe-in-some-conspiracy-theory-heres-why/?utm_term=.104bf83fa030
97 http://prorev.com/center.htm
98 David Aaronovitch, Voodoo Histories: The Role of Conspiracy Theory in Modern History (2009).
99 Brotherton, cit., p. 242.
100 https://www.dartmouth.edu/~nyhan/nyhan-reifler.pdf
101 Véase Sara E. Gorman y Jack M. Gorman, Denying to the Grave: Why We Ignore the Facts That
Will Save Us (2016); Specter, cit.
102 Brotherton, cit., p. 239.
103 Véase Gorman y Gorman, cit.; Specter, cit.
104 Specter, cit., p. 63.
105 https://www.nytimes.com/2017/02/23/opinion/the-anti-vaccine-movement-gains-a-friend-in-the-
white-house.html
106 https://www.nytimes.com/2016/04/02/nyregion/anti-vaccine-film-pulled-from-tribeca-film-
festival-draws-crowd-at-showing.html
107 Para una refutación exhaustiva de las acusaciones sobre el «denunciante del CDC» véase:
http://scienceblogs.com/insolence/2016/03/22/wtf-andrew-wakefields-antivaccine-documentary-to-
be-screened-at-the-tribeca-film-festival/; http://scienceblogs.com/insolence/2015/06/18/cranks-of-a-
feather-the-nation-of-islam-teams-with-antivaccine-activists-to-oppose-sb-277/;
http://scienceblogs.com/insolence/2016/01/05/the-cdc-whistleblower-documents-awhole-lot-of-
nothing-and-no-conspiracy-to-hide-an-mmr-autism-link/; y
http://www.harpocratesspeaks.com/2014/09/mmr-cdc-and-brian-hooker-media-guide.html
108 Specter, cit., pp. 17–18.
http://harpers.org/archive/1964/11/the-paranoid-style-in-american-%20politics/1/
https://www.youtube.com/watch?v=zWlwZSM9z1E&feature=youtu.be
https://www.splcenter.org/fighting-hate/extremist-files/individual/alex-jones
http://publicmind.fdu.edu/2013/outthere/
https://www.washingtonpost.com/news/monkey-cage/wp/2015/02/19/fifty-percent-of-americans-believe-in-
http://prorev.com/center.htm
https://www.dartmouth.edu/~nyhan/nyhan-reifler.pdf
https://www.nytimes.com/2017/02/23/opinion/the-anti-vaccine-movement-gains-a-friend-in-the-white-hou
https://www.nytimes.com/2016/04/02/nyregion/anti-vaccine-film-pulled-from-tribeca-film-festival-draw
http://scienceblogs.com/insolence/2016/03/22/wtf-andrew-wakefields-antivaccine-documentary-to-be-scr
http://scienceblogs.com/insolence/2015/06/18/cranks-of-a-feather-the-nation-of-islam-teams-with-anti
http://scienceblogs.com/insolence/2016/01/05/the-cdc-whistleblower-documents-awhole-lot-of-nothing-a
http://www.harpocratesspeaks.com/2014/09/mmr-cdc-and-brian-hooker-media-guide.html109 Brotherton, cit., p. 36.
110 Brotherton, cit., p. 41.
111 Deborah Lipstadt, Denying the Holocaust: The Growing Assault on Truth and Memory (2016), p.
204.
112 Deborah Lipstadt, Denial: Holocaust History on Trial (2016), pp. 269–270.
113 Ibíd., pp. 271–274.
114 https://www.theatlantic.com/international/archive/2014/05/the-world-is-full-of-holocaust-
deniers/370870/
115 El Sur corresponde a los estados o territorios de la Unión que formaron el bando confederado en
la Guerra de Secesión estadounidense, y el Oeste montañoso es la región interior al oeste de las
Montañas Rocosas (Wyoming, Nevada, Utah, Arizona, Colorado y Nuevo México) (N. del T.).
116 https://www.hks.harvard.edu/ocpa/pdf/HolocaustDenialPAE.pdf
117 Martin Ford, The Rise of the Robots: Technology and the Threat of Mass Unemployment (2016)
[El auge de los robots: la tecnología y la amenaza de un futuro sin empleo, Barcelona, Paidós, 2016].
118 Véase Yuval Noah Harari, Homo Deus: A Brief History of Tomorrow (2016, traducción al
inglés), passim [Homo Deus: breve historia del mañana, Barcelona, Debate, 2016].
119 http://nypost.com/2017/02/05/inside-amazons-robot-run-supermarket-that-needs-just-3-human-
workers/
120 Brotherton, cit., p. 121.
121 John Irving, The Cider House Rules (1985) [Las normas de la casa de la sidra, Barcelona,
Tusquets, 2000].
https://www.theatlantic.com/international/archive/2014/05/the-world-is-full-of-holocaust-deniers/370
https://www.hks.harvard.edu/ocpa/pdf/HolocaustDenialPAE.pdf
http://nypost.com/2017/02/05/inside-amazons-robot-run-supermarket-that-needs-just-3-human-workers/
4. El crac de la piedra filosofal: El posmodernismo,
la ironía y la era de la posverdad
El poder de las ideas
Entre los mitos más perniciosos que aquejan a nuestros tiempos está la
insistencia en que existe un abismo insalvable entre una élite intelectual
«demasiado culta» y «la gente corriente» del «mundo real»122. Esta
afirmación, repetida ad nauseam en los últimos años, ha sido fundamental
para la retórica de la derecha populista (aunque no exclusiva de ella). La
vieja broma de que determinadas personas son «demasiado listas» ya no se
dice en tono de guasa. Se plantea como un argumento-cuña para reafirmar
el concepto falso de una «clase metropolitana» que actúa contra el interés
general de la mayoría, y que promueve ideas que carecen de relevancia para
las masas.
Ese argumento no solo crea división y es condescendiente (como si los
que viven fuera de las grandes ciudades fueran incapaces de elucubrar),
sino que además ignora las abrumadoras evidencias históricas que tenemos
al alcance de la mano del poder de las ideas. Reducido a lo esencial, el siglo
XX fue un experimento atrozmente costoso en el campo de las ideologías
totalitarias –marxistas y fascistas– que demuestra más allá de toda duda la
permeabilidad entre la vida intelectual y el mundo de la acción.
Si Karl Marx no hubiera trabajado en El capital en la Biblioteca del
Museo Británico, tras exiliarse en Londres en 1849, la historia del siglo
pasado podría haber sido muy diferente. Por citar la famosa advertencia de
Isaiah Berlin en Dos conceptos de libertad:
Cuando las ideas son desatendidas por quienes deberían atender a ellas –es decir, por quienes se
han formado para pensar críticamente sobre las ideas– a menudo adquieren un impulso
desenfrenado y un poder irresistible sobre las multitudes de hombres que pueden volverse
demasiado violentos para que les afecte la crítica racional. Hace más de cien años, el poeta
alemán Heine advertía a los franceses de que no subestimaran el poder de las ideas: los conceptos
filosóficos cultivados en la quietud del despacho de un catedrático podrían destruir una
civilización123.
Al igual que cualquier otra época, la era de la posverdad tiene su propia
geología intelectual: su base está en la filosofía posmoderna de finales del
siglo XX, a menudo abstrusa e impenetrable, que ha sido popularizada y
destilada hasta el extremo de que es reconocible –aunque sin atribuciones–
en muchos rasgos de la cultura contemporánea. Por esotérico que pueda
parecernos gran parte de ese fundamento, vale la pena perseverar en esta
línea de investigación. Es imposible luchar contra la posverdad sin una
buena comprensión de sus raíces más profundas.
El posmodernismo, lo bueno y lo malo
La posmodernidad es notoriamente resistente a una definición exacta, hasta
el punto de que algunos niegan que tenga cualquier tipo de coherencia
como escuela de pensamiento. Desde luego, no es una obra homogénea y,
por consiguiente, ha tenido un efecto difuso, e incluso contradictorio, en el
mundo exterior al ámbito académico. Sus principales protagonistas (Michel
Foucault, Jean-François Lyotard, Jacques Derrida, Jean Baudrillard y
Richard Rorty, por mencionar solo a esos cinco) conservan cierta influencia
en la imaginación intelectual contemporánea. Lo que no está tan claro es,
justamente, lo que querían decir, y la herencia que han dejado al mundo
actual.
A los efectos de este libro, cabe destacar dos aspectos del pensamiento
posmodernista. En el lado del haber, fomentó la idea de que una sociedad
cada vez más pluralista iba a tener que reconocer y prestar atención a
múltiples voces: las historias de género, de las minorías étnicas, de la
orientación sexual y de la tradición cultural. Los pensadores posmodernos
como Richard Ashley, Derrida y Foucault instaban a sus lectores a
cuestionar y a deconstruir el idioma, el lenguaje visual, las instituciones y el
saber heredado, y a preguntarse si las palabras, las historias, el arte y la
arquitectura podrían consagrar formas de poder y «hegemonía» que de otra
forma seríamos incapaces de ver. Aunque su prosa, repleta de jerga, a
menudo era indigestible, formaba parte de un anhelo mucho más
generalizado durante el último cuarto del siglo pasado de inclusión,
diversidad, libertad personal y derechos civiles. Y esos logros subsisten.
Al mismo tiempo, sería ingenuo negar que los principales pensadores
asociados a esa escuela dispersa, al cuestionar el concepto mismo de
realidad objetiva, contribuyeron bastante a corroer la noción de verdad. Su
terreno natural era la ironía, las apariencias, el distanciamiento y la
fragmentación. Los filósofos posmodernos preferían entender el lenguaje y
la cultura como «constructos sociales», como fenómenos políticos que
reflejaban el reparto de poder entre las clases, las razas, el género y la
sexualidad, y no como los ideales abstractos de la filosofía clásica. Y si
todo es un «constructo social», ¿quién está en condiciones de decir lo que
es falso?, ¿qué puede impedir que el proveedor de fake news alegue que es
un forajido digital que lucha contra la perversa «hegemonía» de los medios
de comunicación dominantes?
Desde el principio, los que se oponían al posmodernismo objetaron que
no era más que una llamativa nueva presentación de una antigua discusión
entre los que creen en la verdad y los relativistas. Ya en el siglo V a. C., el
filósofo tracio Protágoras había argumentado que «el hombre es la medida
de todas las cosas», y que «tal como me parecen las cosas, tales son para
mí, tal como te parecen, tales son para ti». Nietzsche fue mucho más allá, al
insistir en que la naturaleza humana era rotundamente hostil al concepto de
verdad:
Este arte de la ficción alcanza su máxima expresión en el hombre [...] el revoloteo incesante ante
la llama de la vanidad es hasta tal punto la regla y la ley que apenas hay nada más inconcebible
que el hecho de que haya podido surgir entre los hombres un impulso sincero y puro hacia la
verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños, sus miradas se limitan
a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibir «formas», sus sensaciones no conducen en
ningún caso a la verdad, sino que se contentan con recibir estímulos y, por así decirlo, jugar un
juego de tanteo sobre el dorso de las cosas124.
El gran psicólogo y filósofo estadounidense William James afirmaba
algo parecido en un lenguaje menos excitable:
La realidad«independiente» del pensamiento humano es una cosa muy difícil de encontrar. Se
reduce a la noción de lo que está entrando en nuestra experiencia y todavía no tiene nombre, o
bien a alguna presencia imaginaria aborigen en la experiencia, antes de que surgiera cualquier tipo
de creencia sobre dicha presencia, antes de que se llegara a aplicar cualquier concepto humano. Es
todo aquello que es absolutamente mudo y evanescente, el mero límite ideal de nuestra mente.
[...] Si se nos permitiera utilizar una expresión tan vulgar, podríamos decir que, dondequiera que
la encontremos, ya ha sido falsificada125.
En otras palabras: la subversión de la verdad como un ideal alcanzable
es tan antigua como la propia filosofía.
Lo que hicieron los teóricos de la posmodernidad fue plantear un nuevo
tipo de relativismo, adecuado a sus tiempos, e inspirado en ellos. En su
libro La condición posmoderna, publicado por primera vez en 1979, el
filósofo francés Jean-François Lyotard proponía una «incredulidad frente a
las meta-narraciones» –las «grandiosas narraciones» que venían sustentado
la filosofía desde la Ilustración– y la idea misma del «valor de la
verdad»126.
En una obra posterior, Lo inhumano (1988), Lyotard planteaba, de forma
profética,
las preguntas surgidas de la espectacular introducción de lo que se denomina nuevas tecnologías
en la producción, difusión, distribución y consumo de bienes culturales. ¿Por qué mencionar aquí
ese hecho? Porque esas tecnologías están convirtiendo la cultura en una industria»127.
Lyotard consideraba que la revolución científica del siglo XX –la física
cuántica, para empezar– era profundamente relevante para los filósofos:
Los problemas de los que surgieron la geometría no euclidiana, las formas axiomáticas de
aritmética y la física no newtoniana son también los que han dado lugar al ascenso de las teorías
de la comunicación y la información128.
La conclusión de Lyotard era desalentadora, hasta el extremo de la
desesperanza:
Por lo menos seamos testigos, y de nuevo, y para nadie, del pensamiento como nomadismo,
diferencia y redundancia. Hagamos nuestras propias pintadas, ya que no podemos hacer
inscripciones. [...] El testigo es un traidor129.
No cabe duda de que todo esto resultaba estimulante en las aulas de los
seminarios y en los cafés de la Rive gauche, pero como patrón práctico para
la existencia se trataba de un intento de solución a la desesperada.
Por poner otro ejemplo: a Baudrillard le atraía la ciencia de los signos, es
decir, la semiótica. En su obra más conocida, Cultura y simulacro (1981),
Baudrillard argumentaba:
Vivimos en un mundo donde cada vez hay más información y menos significado. [...] a pesar de
los esfuerzos por volver a inyectar mensaje y contenido, el significado se pierde y se devora más
deprisa de lo que se puede reinyectar. [...] En todas partes la socialización se mide por la
exposición a los mensajes de los medios. Quienquiera que no esté lo suficientemente expuesto a
los medios está desocializado o es prácticamente asocial [...] donde pensamos que la información
genera significado, ocurre lo contrario130.
En otras palabras, la tecnología de la comunicación subvertía nuestros
conceptos heredados de lo real. Téngase en cuenta que la profecía de
Baudrillard de que los medios iban a convertirse tanto en un indicador de
pertenencia como en una fuente de desinformación –o sea, de fake news– se
formuló ocho años antes de que sir Tim Berners-Lee inventara la World
Wide Web, veintitrés años antes del lanzamiento de Facebook y veinticinco
antes de la creación de Twitter. En ese aspecto, al igual que en muchos
otros, los textos posmodernistas allanaron el camino a la posverdad131.
La herrumbre en el metal de la verdad... y sus consecuencias
El posmodernismo, reducido a su esencia ideológica, era una campaña
teórica que resultaba atractiva para la izquierda desencantada, que anhelaba
dar sentido a un siglo en el que las antiguas certezas de la vanguardia
marxista se habían derrumbado delante de sus ojos. Los principales
protagonistas del posmodernismo, a menudo incomprensible por su
terminología y su volubilidad intelectual, se peleaban para encontrar una
nueva política de la emancipación social entre los restos del naufragio.
Como señalábamos anteriormente, no fracasaron del todo.
Sin embargo, tampoco triunfaron del todo. El posmodernismo, liberado
en el éter de las universidades, de los medios de comunicación y de la vida
cultural, acabó siendo no tanto una filosofía coherente sino más bien un
estado de ánimo. Confería prestigio intelectual al cinismo de última moda y
ponía un nuevo rostro al relativismo132. Fueran cuales fueran las
intenciones de sus fundadores –a menudo opacas–, el posmodernismo se
convirtió en una capa de herrumbre sobre el metal de la verdad.
Eso carecía de importancia siempre y cuando existiera un consenso
difuso en que la verdad seguía siendo una prioridad. Pero, como hemos
visto, ese consenso se ha venido abajo. Dado que Trump ha declarado que
no tiene tiempo para leer, podemos estar seguros de que no está
familiarizado con Baudrillard ni con Lyotard. El 45º presidente será lo que
sea, pero desde luego no es un posmodernista. De hecho, su asesor más
cercano, Stephen Bannon, está declaradamente dedicado al restablecimiento
de la vieja hegemonía conservadora y cristiana, justamente lo que los
posmodernistas pretendían deconstruir.
Trump es el inverosímil beneficiario de una filosofía de la que
probablemente nunca ha oído hablar, y que sin duda despreciaría. Su
ascenso al cargo más poderoso del mundo, sin el estorbo de la preocupación
por la verdad, acelerado por la impresionante fuerza de las redes sociales
fue, a su manera, el momento posmoderno por antonomasia.
En 2015, en un mitin de su campaña electoral en Birmingham, Alabama,
Trump afirmó:
Yo vi cómo se derrumbaba el World Trade Center. Y lo vi desde Jersey City133 [...] donde miles y
miles de personas aplaudían mientras se venía abajo aquel edificio. Había miles de personas
aplaudiendo.
Se trataba de una falsedad absoluta134, pero Trump simplemente se negó
a admitir que había mentido:
Tengo muy buena memoria, sépalo usted –dijo cuando le pidieron explicaciones en la cadena
NBC–. Lo vi en algún programa de televisión hace muchos años. Y nunca lo he olvidado135.
Baudrillard y sus colegas nunca habrían sido capaces de idear un
ejemplo mejor de «hiperrealidad» –la modalidad de discurso donde
desaparece la brecha entre lo real y lo imaginario–. Trump había falsificado
un recuerdo hiperreal, y no se retractaba de su afirmación por la simple
razón de que los pedantes no podían encontrar pruebas que demostraran que
se trataba de una invención. El hecho de que, grabada en los largos párrafos
parisinos de una prosa enrevesada y posmoderna, tantas veces
menospreciada como una estupidez autocomplaciente, hubiera una
deprimente profecía del futuro político, supone una reflexión deslumbrante.
La posverdad consiste en rendirse al siguiente análisis: la constatación
por parte de los productores y consumidores de información de que ahora la
realidad es tan esquiva, y de que nuestros puntos de vista como individuos y
como grupos son tan divergentes, que ya carece de sentido hablar de, o
buscar, la verdad. Hace tiempo que los pluralistas vienen hablando de los
«valores inconmensurables». La epistemología de la posverdad nos insta a
aceptar que existen «realidades inconmensurables», y que la conducta más
prudente consiste en elegir un bando, en vez de en evaluar las evidencias.
Eso no es más que la idea posmoderna del «acuerdo comunitario», o en
palabras de Richard Rorty: «La verdad es lo que mis colegas me permiten
afirmar y salirme con la mía»136. Esa idea aniquila el concepto de realidad
objetiva y la sustituye por la sabiduría y el folklore predominantes y por las
imágenes pixeladas que vemos en una pantalla.
Se trata de algo que ya se predecía en la película La cortina de humo, la
sátira política dirigida en 1997 por Barry Levinson, que describe el
«espectáculo»de una guerra ficticia inventada para distraer la atención de
los votantes de un escándalo sexual presidencial. El conseguidor político,
Conrad Brean (Robert De Niro), se pone en contacto con un magnate de
Hollywood, Stanley Motss (Dustin Hoffman), para que «produzca» el
«espectáculo» militar de un conflicto imaginario con Albania:
CONRAD: Usted vio la Guerra del Golfo... ¿y qué se ve un día tras otro? La misma bomba
inteligente entrando por la chimenea. ¿La verdad? Yo estaba en el edificio cuando rodamos ese
plano; lo rodamos en un estudio, Falls Church, Virginia. Con la maqueta a escala 1:10 de un
edificio.
STANLEY: ¿Eso es verdad?
CONRAD: ¿Y cómo coño lo sabemos? ¿Entiende lo que le quiero decir?
En un momento posterior de la historia, Conrad se muestra consternado
cuando la CIA conspira con el adversario electoral del presidente para
poner fin a la inexistente guerra. Pero no es tan fácil disuadir al productor,
que insiste en que es su película y la de nadie más. Conrad rebate que los
informativos de televisión están diciendo que la guerra se ha terminado, y
que eso es lo único que importa. Lo que ambos están debatiendo no es la
realidad, sino una competición entre dos ficciones. Están hablando de la
posverdad.
De nuevo, téngase en cuenta el poder de las ideas: su efecto osmótico en
el mundo de los actos y también de los pensamientos. Y resulta difícil
exagerar el coste potencial de esa peculiar tendencia cultural. En su «Ley
para una Difusión más General del Conocimiento» (1779), Thomas
Jefferson expresaba concisamente la necesidad de la verdad como baluarte
contra el autoritarismo y la dictadura:
Incluso bajo las mejores formas [de gobierno], con el tiempo, y mediante lentas maniobras, las
personas a las que se ha encomendado el poder lo han ido pervirtiendo hasta convertirlo en
tiranía; y creemos que la forma más eficaz de evitarlo sería ilustrar, en la medida que resulte
practicable, la mente del pueblo en general, y, más especialmente, poner en su conocimiento los
hechos que muestra la historia [...] para que sean capaces de reconocer la ambición en todas sus
formas, e instarles a ejercer sus poderes innatos a fin de derrotar sus intenciones137.
El rasgo más destacado de la propuesta de Jefferson era su carácter
práctico. Jefferson era consciente de la necesidad social de la verdad, así
como de su relevancia filosófica. Análogamente, hoy en día algunos
desdeñarían la obsesión de Kant por la verdad, al considerarla «indicador de
virtud». Pero Kant tenía razón al predecir las consecuencias virales de la
indiferencia ante la mentira:
Porque una mentira siempre perjudica a un tercero; si no a otra persona en particular, sí perjudica
a la Humanidad en general, porque vicia la propia fuente del derecho138.
El método inductivo de sir Francis Bacon –que partía de la observación
para llegar a unas generalizaciones sustentadas exclusivamente en los
hechos probados– fue la base de la revolución científica, y de todo lo que
nos ha aportado. En su magistral historia del hecho moderno –«la unidad
epistemológica que organiza la mayoría de los proyectos de conocimiento
de los cuatro últimos siglos»–, la profesora Mary Poovey, de la Universidad
de Nueva York, muestra que la práctica comercial también era esencial para
el aumento del valor que se atribuye a la información verificable. En
concreto, Poovey identifica dos instituciones de los inicios del capitalismo
mercantil: la contabilidad por partida doble y los métodos informales de
acuerdo entre los comerciantes139.
En otras palabras: el ascenso de la verdad como fuerza vinculante en la
práctica científica, jurídica, política y comercial fue un logro gradual y
conseguido con esfuerzo. Además, se trata de una moneda única, cuyo valor
depende de la medida en que se defiende en cada uno de esos ámbitos
interconectados. Quienes presuponen despreocupadamente que la amenaza
de colapso de la verdad en el mundo político no tendrá repercusiones en el
resto de la sociedad civil se van a llevar un chasco. La difusión
irresponsable de información –mis fake news contra las tuyas– pone en
peligro el valor de la evidencia dondequiera que se despliegue. Existe un
hilo muy tenso que conecta las mentiras de Trump con la pseudociencia de
los responsables de la campaña contra las vacunas. La pregunta es cómo
debemos reaccionar, qué tenemos que hacer a continuación.
Motivos para estar alegre
No creo que nuestra inmunidad intelectual se haya echado a perder, o por lo
menos, todavía no. Resulta alentador, por ejemplo, que la novela 1984, de
George Orwell, figurara en la lista de libros más vendidos de Amazon unos
días después de que Kellyanne Conway instara a los estadounidenses a
asumir los «hechos alternativos»140. La memorable novela describe un
mundo totalitario, más que una sociedad fragmentada, globalizada,
interconectada e hipermóvil como la nuestra. Orwell no previó el poder
transformador de la tecnología, y por el contrario imaginó que los nuevos
bloques de poder iban a controlar estrictamente su avance para mantener las
privaciones y la falta de comodidades que resultaban esenciales para su
control de las masas. Pero las simetrías entre su obra de ficción y nuestra
experiencia están bastante claras. La idea de un «doblepensar» –«la
capacidad de sostener dos creencias contradictorias en nuestro fuero interno
y aceptar ambas»– es el antecesor directo de la posverdad.
Y también lo es la advertencia que le hace a Winston Smith su
interrogador del Partido Interior, O’Brien, en el sentido de que
la realidad no es exterior. La realidad existe en la mente humana y nada más. [...] Cualquier cosa
que el Partido considere que es verdad, es la verdad. Es imposible ver la realidad salvo mirando a
través de los ojos del Partido.
En respuesta a la máxima de Winston, que afirma que «La libertad es la
libertad de decir que dos y dos son cuatro», O’Brien le tortura hasta que
Winston no ve cuatro dedos sino
un bosque de dedos [...] que se mueven en una especie de danza, serpenteando de acá para allá,
desapareciendo unos detrás de otros y volviendo a aparecer.
O’Brien cuestiona la objeción de Winston, quien afirma que «ni siquiera
controlan ustedes el clima ni la ley de gravedad. Y existen las
enfermedades, el dolor, la muerte...»:
O’Brien le mandó callar haciendo un gesto con la mano. «Controlamos la materia porque
controlamos la mente. La realidad está dentro del cráneo. [...] No hay nada que no podamos hacer.
La invisibilidad, la levitación..., cualquier cosa. Yo sería capaz de flotar por encima de este suelo
como una pompa de jabón si quisiera. [...] Usted debe librarse de esas ideas decimonónicas sobre
las leyes de la Naturaleza. Nosotros hacemos las leyes de la Naturaleza»141.
Es alentador que algunos, por lo menos, recurran de nuevo a la novela de
Orwell, o a Eso no puede pasar aquí (sobre la elección de un presidente
fascista), de Sinclair Lewis, o al memorable análisis de Hannah Arendt, Los
orígenes del totalitarismo.
También la sátira ofrece motivos para la esperanza. Como género, tiene
su máximo éxito cuando encuentra el humor en la angustia contemporánea.
De modo que resulta tranquilizador recordar que los guionistas de la serie
británica de televisión The Thick of It [‘En medio del lío’], Armando
Iannucci y Jesse Armstrong, captaron la esencia de la posverdad ya desde el
primer episodio de la primera temporada del programa, en 2005, cuando el
terrorífico portavoz, Malcom Tucker, le explica a un ministro en apuros,
Hugh Abbot, cómo darle la vuelta a la tortilla de una noticia potencialmente
perjudicial:
HUGH: Esto... ¿qué vamos a hacer ahora?
MALCOM: Le vas a dar completamente la vuelta a tu postura.
HUGH: ¿Qué? No, espera un momento. Espera, Malcom. En realidad no me refería a eso... Eso va
a ser bastante difícil, de verdad.
MALCOM: Sí, bueno, el anuncio que no has hecho hoy... sí lo has hecho.
HUGH: No, no lo he hecho. Y allí había cámaras de televisión mientras no lo hacía.
MALCOM: Que les den por culo.
HUGH No estoy muy seguro de... dea qué nivel de realidad se supone que estoy funcionando
ahora.
MALCOM: Mira, eso es lo que van a publicar. Les digo que lo has dicho, ellos se creerán que lo
has dicho. En realidad no se creen que lo has dicho; saben que nunca lo dijiste.
HUGH: Correcto.
MALCOM: Pero a ellos les interesa decir que lo has dicho porque si no, no se van a enterar de lo
que vas a decir mañana, ni pasado mañana, cuando yo decida contarles lo que estés diciendo.
HUGH: Sí.
Este diálogo resta importancia al socavamiento sistemático de la verdad
en el que están compinchados los políticos y los medios. Pero también
refleja la capacidad del mejor humor satírico para actuar como un sistema
de alerta temprana. Lo que Malcom le describe a Hugh es el pernicioso
pacto que constituye el meollo de la posverdad. La conversación entre
ambos es graciosa justamente porque aborda la preocupación colectiva del
público por ese pacto. Lanza una bengala intelectual.
Si la posverdad se inspira en parte en las ideas posmodernas, cabe
señalar que esas ideas han caído en desgracia intelectual de una forma
espectacular durante las últimas décadas.
El desaparecido novelista y catedrático David Foster Wallace fue uno de
los primeros que denunció públicamente las limitaciones de dichas ideas.
Aunque se crió en lo que él y muchos otros denominan la «era
posmoderna», Wallace cuestionaba lo que llamaba la «ironía
institucionalizada»: no la saludable ironía de la sátira, el escepticismo y la
irreverencia bien dirigida, que es el alma de una democracia, sino, en
palabras de Wallace, su «variedad debilitadora», que no lleva a ninguna
parte y no consigue nada. La metáfora que eligió era reveladora:
A los rebeldes del Tercer Mundo se les da muy bien dejar en evidencia a los regímenes corruptos
e hipócritas, pero se les da sensiblemente menos bien la tarea prosaica, no negativa, de crear a
partir de ahí una alternativa de gobierno superior [...] no se equivoquen: la ironía nos tiraniza142.
En lugar del posmodernismo, ha surgido una escuela de nuevo realismo,
sobre todo en la obra del filósofo italiano Maurizio Ferraris. Ferraris, quien
en un principio estuvo influido por Lyotard, Foucault y (sobre todo)
Derrida, pero posteriormente abandonó el relativismo y adoptó una forma
de objetivismo realista. Su anterior compromiso, reconocía,
era políticamente insuficiente, ya que se presentaba como una forma de cambiar el mundo a
mejor, de emanciparlo, pero en realidad no era más que una forma de crear ilusiones de masas
controladas por el poder, como ha venido a demostrar el populismo mediático. «No existen los
hechos, sino únicamente las interpretaciones» ha acabado significando: «La razón de los más
fuertes es siempre la mejor».
El realismo puede observarse en las características de «resistencia» (no
puedo utilizar un destornillador para beber zumo de naranja) y de
«asequibilidad» (pero puedo usarlo para apretar un tornillo o para hacer un
agujero)143.
El objetivo de la filosofía –dice Ferraris en su libro Realismo positivo (2014)– no es crear un
mundo alternativo al que plantea la ciencia, ya sea a través de las referencias al sentido común y
al «mundo de la vida», ni a través de la trascendencia del sentido común y la búsqueda de
paradojas. Es cuestión de salvar la brecha entre la ciencia y el sentido común, entre lo que
pensamos (o lo que piensan los científicos) y lo que experimentamos144.
Este nuevo optimismo también puede encontrarse en los escritos del
célebre filósofo, novelista y periodista Umberto Eco, fallecido en 2016.
Tres años antes de su muerte, Eco pronunció un discurso en Atenas, en el
que meditaba sobre el realismo que había adoptado en un libro anterior:
Recuerden que ni siquiera Nietzsche negaba la existencia de «fuerzas terribles» que ejercen una
presión constante sobre nosotros. En mi libro Kant y el ornitorrinco, yo denominaba a esas
fuerzas terribles el núcleo duro del Ser.
Y proseguía:
Al hablar de un núcleo duro, no me refería a algo parecido a un meollo estable que podamos
identificar antes o después, ni a la Ley de Leyes, sino, más prudentemente, a las líneas de
resistencia que hacen infructuosos algunos de nuestros enfoques. Esta idea de las «líneas de
resistencia», por las que algo que no depende de nuestras interpretaciones las cuestiona, puede
representar una forma de realismo mínimo o negativo, en virtud del cual los hechos, aunque muy
de vez en cuando me digan que estoy en lo cierto, muy a menudo me dicen que me equivoco.
Eco concluía:
De ser así, el Ser podría no ser comparable a una calle de una sola dirección, sino a una red de
autopistas de muchos carriles por las que uno puede viajar en más de una dirección; pero a pesar
de ello, algunas carreteras seguirán siendo callejones sin salida de todas formas145.
¿Por qué deberían importarnos las alambicadas cavilaciones de Ferraris
y Eco? Porque, como señalaba Isaiah Berlin, las ideas cuentan. Con mayor
frecuencia de la que estamos dispuestos a reconocer, los filósofos son
exploradores culturales que cartografían un terreno anteriormente
inexplorado, sobre el que muy pronto nos moveremos todos. Si los
pensadores posmodernos fueron los profetas involuntarios de la posverdad,
bien podría ser que los nuevos realistas sean los pioneros de un nuevo
aumento del valor de las evidencias y de la exactitud.
En palabras del filósofo Simon Blackburn:
Podemos quitarle las comillas de los filósofos posmodernistas a todo aquello que debería
importaros: la verdad, la razón, la objetividad y la confianza. Son nada más, y nada menos, que
las virtudes que todos deberíamos alimentar mientras intentamos comprender el desconcertante
mundo que nos rodea146.
No hay ninguna certeza de que vaya a producirse un renacimiento de ese
tipo, ninguna inevitabilidad histórica. Pero es un error ceder a la voz de la
desesperación que se generó a raíz del brexit y de la elección de Trump. El
relativismo triunfa únicamente si se lo permitimos. Como dijo David Hume,
en una famosa metáfora, las diferencias innatas de un mundo complejo no
tienen por qué ser insuperables:
El Rin fluye hacia el norte, el Ródano hacia el sur; sin embargo ambos nacen en la misma
montaña, y también obedecen, en direcciones opuestas, al mismo principio de la gravedad. Las
diferentes inclinaciones del terreno por el que pasan provocan la diferencia de sus respectivos
cursos147.
En una sociedad multiétnica y con múltiples creencias, el objetivo nunca
puede ser imponer la uniformidad absoluta: sería éticamente indefendible, y
también espantosamente tedioso. El objetivo consiste en identificar el
núcleo de normas culturales, de obligaciones legales y de responsabilidades
sociales a la que deben adherirse todos los ciudadanos, sean cuales sean sus
opiniones privadas.
La diversidad es, y seguirá siendo, un dato, diga lo que diga en contra de
ello la nueva cohorte de defensores de la prioridad para la población
autóctona. El reto consiste en identificar un terreno común para el diálogo
social, intelectual y práctico en el que todos estén de acuerdo. La posverdad
se alimenta de la alienación, de la desubicación y del silencio anquilosado.
La mayor tarea cívica que tenemos por delante es vaciarle ese comedero.
122 Véase, para una temprana e influyente expresión de esta idea, Christopher Lasch, The Revolt of
the Elites and the Betrayal of Democracy (1995) [La rebelión de las élites y la traición a la
democracia, Barcelona, Paidós, 1996].
123 http://spot.colorado.edu/~pasnau/seminar/berlin.pdf
124 Citado en Simon Blackburn, Truth: A Guide for the Perplexed (2005), p. 76 [La verdad: guía de
perplejos, Barcelona, Crítica, 2006].
125 Citado ibíd., p. 86.
126 Jean-François Lyotard, The Postmodern Condition: A Report on Knowledge (traducción al
inglés, 1984), pp. xxiii–xxv [La condición postmoderna, Madrid, Cátedra 1989].
127 Jean-François Lyotard, The Inhuman: Reflections on Time (traducción al inglés, edición rústica,
1998), p. 34.
128 Ibíd., p. 116.
129 Ibíd., pp. 203–204.
130 Jean Baudrillard, Simulacra and Simulation(traducción al inglés, 1994), pp. 79–80 [Cultura y
simulacro, Barcelona, Kairós, 2014].
131 Véase http://www.huffingtonpost.co.uk/andrew-jones/wantto-better-
understand_b_13079632.html; y https://www.nytimes.com/2016/08/24/opinion/campaign-stops/the-
age-of-post- truth-politics.html?_r=0
132 Para una crítica conservadora del posmodernismo, véase Roger Scruton, Fools, Frauds and
Firebrands: Thinkers of the New Left (2015), pp. 237–278 [Pensadores de la nueva izquierda,
Madrid, Rialp, 2017].
133 http://www.politifact.com/truth-o-meter/statements/2015/nov/22/donald-trump/fact-checking-
trumps-claim-thousands-new- jersey-ch/
134 Ubicada en la orilla oeste del Hudson, enfrente del distrito neoyorquino de Manhattan (N. del
T.).
135 https://www.theguardian.com/us-news/2015/nov/29/donald-trump- muslims-cheering-911-
attacks
136 http://www.philosophynews.com/post/2015/01/29/What-is-Truth.aspx
137 Citado en Jennifer L. Hochschild y Katherine Levine Einstein, Do Facts Matter? Information
and Misinformation in American Politics (2015), p. 4.
138 https://www.unc.edu/courses/2009spring/plcy/240/001/Kant.pdf
http://spot.colorado.edu/~pasnau/seminar/berlin.pdf
http://www.huffingtonpost.co.uk/andrew-jones/wantto-better-understand_b_13079632.html
https://www.nytimes.com/2016/08/24/opinion/campaign-stops/the-age-of-post-%20truth-politics.html?_r=0
http://www.politifact.com/truth-o-meter/statements/2015/nov/22/donald-trump/fact-checking-trumps-cla
https://www.theguardian.com/us-news/2015/nov/29/donald-trump-%20muslims-cheering-911-attacks
http://www.philosophynews.com/post/2015/01/29/What-is-Truth.aspx
https://www.unc.edu/courses/2009spring/plcy/240/001/Kant.pdf
139 Mary Poovey, A History of the Modern Fact: Problems of Knowledge in the Sciences of Wealth
and Society (1998), p. xvi.
140 http://www.independent.co.uk/arts-entertainment/books/news/george-orwell-1984-alternative-
facts-donald-trump-adviser-kellyanne-conway-amazon-sellout-bestseller-a7548666.html
141 George Orwell, Nineteen Eighty-Four (1978, edición rústica), pp. 171, 200–202, 212–213 [1984,
Barcelona, Destino, 2006].
142 David Foster Wallace, A Supposedly Fun Thing I’ll Never Do Again (1998, edición rústica), p.
67 [Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, Barcelona, Random House, 2001].
143 http://figureground.org/interview-with-maurizio-ferraris/
144 Maurizio Ferraris, Positive Realism (2015), p. 33.
145 http://www.wcp2013.gr/files/items/6/649/eco_wcp.pdf?rnd=1375884459; Umberto Eco, Kant
and the Platypus: Essays on Language and Cognition (traducción al inglés, 1999) [Kant y el
orinitorrinco, Barcelona, Debolsillo, 2013].
146 Blackburn, cit., p. 221.
147 Citado en Blackburn, cit., p. 209.
http://www.independent.co.uk/arts-entertainment/books/news/george-orwell-1984-alternative-facts-dona
http://figureground.org/interview-with-maurizio-ferraris/
http://www.wcp2013.gr/files/items/6/649/eco_wcp.pdf?rnd=1375884459
5. «El hedor de las mentiras»: Estrategias para
derrotar a la posverdad
Sin vuelta atrás
La supervivencia de la civilización, de la razón y de la verdad científica no
es algo preestablecido. Habitualmente, los orígenes de la Edad de Oro del
islam se sitúan en los reinados del gran califa abasí Harun al-Rashid (786-
809), que fundó la Casa de la Sabiduría en Bagdad. Los logros de aquella
era fueron prodigiosos: en educación, matemáticas, ciencias naturales, arte
y filosofía (con Ibn Rush, o Averroes, el gran filósofo aristotélico del siglo
XII, como figura destacada). Sin embargo, por lo menos simbólicamente, la
Edad de Oro tocó a su fin a raíz de la destrucción de Bagdad y de la Casa de
la Sabiduría en 1258 a manos del gobernante invasor mongol Hulagu Khan.
En 1421 China era un centro mundial de la investigación científica y del
saber, una sociedad expansionista con una ambición intelectual y unos
horizontes geográficos aparentemente ilimitados. Sin embargo, la recién
construida Ciudad Prohibida fue alcanzada por un rayo el 9 de mayo de
aquel año: un presagio que el emperador Zhu Di temía que fuera una
terrible advertencia de los dioses en el sentido de que el Reino Medio, con
su ambición, su comercio y su afán constructor, había dado la espalda a la
religión. Las consecuencias de aquel acontecimiento meteorológico aislado
fueron trascendentales. En 1424, Zhu Gaozhi, hijo de Zhu Di, ordenó que
cesaran de inmediato la construcción y el mantenimiento de barcos para las
flotas del tesoro, y suspendió sus expediciones. Posteriormente se prohibió
el comercio con ultramar, igual que, durante un tiempo, quedó prohibido el
aprendizaje de lenguas extranjeras. Al rechazar su actividad en alta mar y
en la ciencia, China se recluyó en un largo periodo de aislamiento.
Nuestra era de la posverdad es una buena muestra de lo que ocurre
cuando una sociedad relaja su defensa de los valores que sustentan su
cohesión, su orden y su progreso: los valores de la veracidad, la honestidad
y la rendición de cuentas. Esos valores no se defienden por sí solos. Su
mantenimiento es el resultado de la decisión, de la acción y de la
colaboración de la gente. No existe un péndulo histórico que diga que la
posverdad tenga inevitablemente que retroceder. Ni tampoco su actual
predominio es obra de una sola persona. Quienes creen que los problemas
que se analizan en estas páginas quedarán atrás cuando el presidente Trump
abandone la presidencia (el 20 de enero de 2025, en caso de que consiga y
concluya un segundo mandato) están confundiendo las hojas de la mala
hierba con sus raíces. Esperar a que se agote el tiempo no es una opción.
Así pues, ¿qué hacer? La posverdad es una tendencia, y profundamente
alarmante. Pero no es el final del trayecto. Quienes se sientan abatidos por
este mal giro de los acontecimientos tienen que dejar de estar de rodillas,
levantarse y contraatacar. La peor respuesta posible es la pasividad muda.
La mejor es identificar y propugnar los pasos prácticos necesarios para
defender la verdad frente a sus enemigos, potenciar su valor y garantizar su
centralidad en un contexto social y tecnológico que se ha visto
transformado de una forma radical.
No se trata en absoluto de un proyecto de restauración de un legado, ni
de una misión para retroceder en el tiempo hacia un imaginario pasado de
veracidad intachable. Nunca existió un tiempo así, y aunque hubiera
existido, sería imposible recrearlo. Una de las afirmaciones centrales de este
libro es que la tecnología digital ha sido la principal infraestructura de la
posverdad. Pero sería absurdo y profundamente antidemocrático abogar por
la regresión de esta revolución148. La pregunta es: ¿qué es lo mejor que
podemos hacer en el marco de sus fronteras en rápida transformación?
El espectro del escrutinio
La sobrecarga de información significa que todos tenemos que convertirnos
en editores, es decir, que hemos de cribar, comprobar y evaluar lo que
leemos. Al igual que a los niños se les enseña cómo comprender los textos
impresos, habría que educar sus facultades críticas para afrontar los muy
diversos retos de una dieta digital. ¿Qué certificados de calidad, si es que
hay alguno, recomiendan un post o una página web en particular como
fuente fiable? ¿Las afirmaciones que se hacen están avaladas por enlaces,
notas al pie o datos creíbles? La tendencia de algunos maestros a considerar
internet como un recurso de segunda categoría no es acertada. Para la
generación que ahora va al colegio, internet es el único recurso relevante.
A medida que los propios libros migran a la nube de internet –un
proceso que ya se encuentra muy avanzado–, a quienes seguimos
disfrutando de los textos en papel como productos de la mente se nos
acabará considerando unos amantes de las antigüedades. Una de las tareas
centrales de la educación primaria –no de la secundaria– debería consistir
en enseñar a los niños y niñas a seleccionar y discriminar entre el torrente
digital.
Aprender a desenvolverse en la red con criterio es la tarea más
apremiante de nuestros tiempos. Los mejores podcasts yacolaboran en esa
empresa, pues ayudan al oyente o al espectador a reflexionar sobre el
aluvión de información de la semana, o del día, y a someterlo a análisis
(aunque con distintos grados de rigor). En su sencillez y su franqueza, esa
nueva modalidad de contenido –que a menudo consiste en dos cabezas
parlantes que debaten en profundidad un asunto de actualidad– es el
descendiente innoble del diálogo socrático.
Esa es la parte fácil del espectro del escrutinio. Las investigaciones de
acceso libre de los grupos de ciudadanos-periodistas, como Bellingcat –que
reúnen miles de fragmentos de datos online para llegar a sus conclusiones–,
también contribuirán a un nuevo sistema de frenos y contrapesos. Aunque
siguen siendo polémicas, las investigaciones de alta tecnología de
Bellingcat sobre lo que ocurrió con el vuelo 17 de Malaysian Airlines el 17
de julio de 2014, a base de cribar ingentes cantidades de información
digital, han venido a demostrar lo que se puede hacer149.
En los casos más extremos, deberíamos estar dispuestos a litigar ante los
tribunales. Un caso que sentará jurisprudencia –aún sin resolver en el
momento de escribir estas líneas– es la demanda que presentó el refugiado
sirio Anas Modamani contra Facebook en Alemania. En 2015, cuando vivía
como refugiado en Berlín, Modamani se hizo un selfie con la canciller
alemana Angela Merkel y lo colgó en su página de Facebook. Desde los
atentados terroristas de marzo de 2016 en Bruselas y en el mercadillo
navideño de Berlín, la imagen (que Modamani ha retirado) se ha utilizado
reiteradamente en las redes sociales y en las páginas web de fake news para
acusarle injustamente de actos y filiaciones terroristas. Modamani espera
que su demanda obligue a Facebook a eliminar todos los posts que le
difaman de esa forma, y a compensarle adecuadamente cada vez que la red
social incumpla su tarea.
La esencia del caso es la brecha que existe entre la legislación y lo que
Facebook denomina «estándares comunitarios», y a quién hay que exigir
responsabilidades por el incumplimiento de las leyes. El gigante de las
redes sociales alega que las afirmaciones difamatorias son una
responsabilidad legal de quienes las publican. En una vista celebrada en
Wurzburgo, el juez Volkmar Seipel admitía que las leyes no habían seguido
el ritmo de los cambios tecnológicos, una indicación importante para los
legisladores de todo el mundo, que tendrán que afrontar ese problema y
otros similares cada vez con mayor frecuencia150. Los casos de ese tipo
tienen algo más que una relevancia jurídica intrínseca: actúan como una
señal de advertencia cultural, e instan a actuar a quienes están en
condiciones de abordar las cuestiones más genéricas que suscitan los
agravios específicos.
Tecnología, cúrate a ti misma
En su carta para conmemorar el 28º cumpleaños de la World Wide Web, sir
Tim Berners-Lee se mostraba categórico acerca del deber de los gigantes
tecnológicos de cargar con esa responsabilidad:
Hoy en día la gente encuentra noticias e informaciones en la red a través de un puñado de redes
sociales y de motores de búsqueda. Esas páginas web ganan más dinero cuando clicamos en los
enlaces que nos muestran. Y eligen lo que nos van a enseñar en función de unos algoritmos que
aprenden de nuestros datos personales, que ellos mismos están cosechando continuamente. El
resultado final es que esas páginas web nos muestran contenidos que ellos creen que vamos a
consultar, lo que significa que la desinformación, o las fake news que resulten sorprendentes,
chocantes, o concebidas para resultar atractivas a nuestro sesgo, pueden propagarse como un
reguero de pólvora. [...] Las personas malintencionadas pueden burlar el sistema y divulgar
desinformación por interés económico o político.151
Aunque Berners-Lee se oponía firmemente –y con razón– a «la creación
de cualquier tipo de organismo central para decidir lo que es “verdad” o
no», sir Tim instaba a los «guardianes como Google y Facebook» a asumir
su responsabilidad como los mayores distribuidores mundiales de
información.
Acaso con el fin de prevenir una oleada de regulaciones nacionales y
supranacionales, las empresas tecnológicas y las webs de los medios más
poderosos han emprendido una serie de investigaciones para ver lo que se
puede hacer para afrontar las patologías de la posverdad. Por ejemplo, la
BBC ha creado un equipo para identificar y desmentir las fake news en
todas sus formas.
La BBC no puede editar internet, pero tampoco nos vamos a quedar de brazos cruzados –ha dicho
su jefe de informativos, James Harding–. Vamos a comprobar la veracidad de los hechos de las
cuentas más atípicas y populares de Facebook, Instagram y otras redes sociales. En particular,
estamos colaborando con Facebook para ver cómo podemos ser más eficaces. Cuando veamos
historias deliberadamente engañosas que intentan hacerse pasar por noticias, publicaremos un
«chequeo de la realidad» que así lo diga152.
En calidad de cadena pública de radio y televisión, financiada
principalmente a través del canon que pagan los usuarios, y que sigue
inspirando confianza en todo el mundo, la BBC está en una posición
privilegiada para ofrecer un sofisticado (y viral) servicio de verificación de
los hechos. La BBC promete más «noticias lentas» (análisis y explicaciones
en profundidad) para contrarrestar los efímeros puntos de vista del
denominado «ciclo de Twitter», aunque, en el nuevo entorno mediático, sus
canales de noticias durante las veinticuatro horas del día seguirán sometidos
a una inmensa presión para ser los primeros, además de veraces.
Para los gigantes tecnológicos, cuyos ingresos dependen de los clics, de
la publicidad y (en algunos casos) de las compras online, en un principio la
cuestión de la edición de los contenidos era marginal. Ahora, sin embargo,
Google ha creado una «Iniciativa de Noticias Digitales», y ha financiado a
Full Fact153 con una suma del orden de 50.000 dólares para que trabaje en
un sistema automatizado de comprobación de datos. Mientras tanto, en
enero de 2017 Facebook anunció su propio «Proyecto de Periodismo», que
aspiraba a «establecer unos vínculos más sólidos [...] con la industria
periodística». Su objetivo explícito consistía en «dotar a las personas del
conocimiento que necesitan para ser lectores informados en la era digital».
La empresa de la red social también ha reforzado su colaboración con First
Draft Partner Network, un grupo de editores y plataformas que colaboran
para encontrar formas de verificar los contenidos de las redes sociales. En
diciembre de 2016, Facebook anunció un sistema que iba a permitir marcar
las fake news, lo que pondría en marcha un proceso de verificación y
etiquetado para advertir a los usuarios de que deben de tratar las noticias
con cautela.
Con ese fin, la red ya está colaborando con cinco organizaciones
independientes de comprobación de datos: ABC News, Associated Press,
Factcheck.org, Politifact y Snopes154. Mark Zuckerberg, el fundador de
Facebook, ha hablado de «sistemas técnicos para detectar lo que la gente va
a marcar como falso antes de que lo hagan los propios usuarios», aunque no
está claro lo cerca que está de hacerse realidad esa aspiración. En marzo de
2017, la empresa lanzó un plan piloto que alertaba a los usuarios que
intentaban compartir «contenidos polémicos» y derivaba a quienes buscaran
más información al código de principios adoptado por la Red Internacional
de Comprobación de Datos.
Mientras tanto, la empresa matriz de Snapchat, la popular aplicación de
mensajería de vídeos y fotos, también hizo públicas sus nuevas directrices
para afrontar el problema, y afirmaba que todos los contenidos de sus
canales «Discover» tenían que «someterse a una comprobación de datos y
ser exactos», que los enlaces no podían ser «engañosos, capciosos o
fraudulentos» y que quienes los publicaran no podían «suplantar ni afirmar
ser otra persona o entidad, ni crear una falsa presencia para una
organización, ni utilizar de cualquier otra forma el contenido de una forma
que engañe,induzca a error o confunda a terceros, o que intente
hacerlo»155.
Para no ser menos, Tim Cook, director ejecutivo de Apple, dijo a
principios de 2017 que las fake news estaban «matando la mente de la
gente», y que los gigantes tecnológicos, incluida su propia empresa,
necesitaban colaborar con los gobiernos para atajar su propagación.
Es algo que tiene que estar arraigado en los colegios, tiene que estar arraigado entre el público –
declaraba Cook al Daily Telegraph–. Tiene que haber una campaña masiva. Tenemos que estudiar
todas y cada una de las demografías. Necesitamos una versión moderna de una campaña de avisos
de servicio público. Puede hacerse rápidamente si hay voluntad.
No obstante, como Cook reconocía, había una tensión directa entre ese
objetivo y la hegemonía del clickbait:
Ahora mismo estamos pasando por un momento en que por desgracia algunos de los que están
ganando son los que se pasan el tiempo intentando conseguir más clics, no a decir la mayor
cantidad de verdades.
También es cierto que esas iniciativas de los gigantes tecnológicos tan
solo serán eficaces si se mantiene la presión pública: gran parte de lo que se
presenta como la responsabilidad social de las grandes empresas no es más
que virtud aplicada con una pistola de pintura. Devoción de cartón
piedra156.
En el fondo de la retórica y de los deslumbrantes lanzamientos de
proyectos está la convicción de que internet se curará a sí misma, de que es
posible modificar los mismos algoritmos que actualmente dirigen el tráfico
hacia las webs de fake news para producir el efecto contrario y evitar su
difusión. Como observaba Charles Leadbeater, autor del libro We-Think, en
la primera oleada de páginas de la Web 2.0 las páginas web como
Wikipedia y los sistemas de software de código abierto prosperan cuando
atraen a un grupo de colaboradores clave «para garantizar la calidad y
limitar el vandalismo», algo parecido a «una sofisticada aristocracia
densamente interconectada». Las comunidades creativas, afirmaba
Leadbeater, «no son igualitarias»157.
Sin embargo, en los nueve años transcurridos desde los comentarios de
Leadbeater, internet ha crecido de forma exponencial, al igual que su papel
como fuente de información de primera instancia158. Por consiguiente, la
red ha ejercido un tirón gravitatorio entre quienes están decididos a
controlar nuestra forma de pensar y de actuar. En un artículo muy polémico
publicado en The Observer en febrero de 2017, la periodista Carole
Cadwalladr relataba el papel de Robert Mercer, ingeniero informático
multimillonario, y titular de un hedge fund, a la hora de transformar el
panorama mediático e informativo. Mercer, un estrecho aliado de Steve
Bannon, el principal estratega de Trump, está vinculado a Cambridge
Analytica, una empresa estadounidense de análisis de datos que afirma
disponer de los perfiles psicológicos de 220 millones de votantes
estadounidenses, y supuestamente prestó ayuda a la organización Leave.EU
durante la campaña del referéndum sobre el brexit.
La base de dichos perfiles son los datos libremente disponibles en las
redes sociales, sobre todo en Facebook. Los algoritmos analíticos, que
rastrean la información de cada página o de cada cuenta, pueden
confeccionar unos retratos psicométricos increíblemente precisos de las
personas, de sus gustos, de sus afinidades y de sus postulados. Por
consiguiente, es posible manipular la propaganda a medida no solo de los
grupos demográficos sino incluso de los votantes individuales: en conjunto,
lo que se ambiciona es modificar el estado de ánimo popular sin recurrir a
las engorrosas herramientas de la propaganda a la antigua usanza. ¿Por qué
tomarse la molestia de recurrir a las antiguas técnicas de propaganda
cuando se dispone de programas ambulantes que pueden dejar caer palabras
clave y opiniones a medida del usuario en las cuentas de las redes sociales?
Una vez más, el objetivo es desencadenar emociones, no ganar un debate
basado en las evidencias. Por utilizar una palabra muy querida por Bannon,
el guerrero político moderno aspira a weaponise [‘utilizar como arma’] las
fake news para que se conviertan, en palabras de Cadwallader, en «una
bomba suicida en el núcleo de nuestro sistema de información. Adosada a
nuestro cuerpo viviente, el de los medios mainstream». Los métodos de
propaganda experimentados en Rusia han migrado a Occidente y se están
aplicando a una población casi universalmente ajena al hecho de que sus
páginas de las redes sociales están siendo explotadas para recabar datos por
un nuevo complejo de la industria de la información159.
Ante ese poder de fuego plutocrático, político y algorítmico, la batalla
para defender la verdad se nos antoja aún más abrumadora. Para empezar
por lo básico: la comprobación de los datos de un espacio virtual
inconcebiblemente inmenso es una tarea que en última instancia resulta
demasiado grande para las personas, por muy bienintencionadas e
industriosas que sean. Por consiguiente, al final será necesario mecanizarla.
El paso más rudimentario sería clasificar las fuentes mediáticas en función
de su credibilidad comprobada, automatizando la función de perro guardián
de los consumidores. Se podría elaborar una lista negra de las peores webs
y marcarlas como tales en el navegador del usuario.
Hay otros posibles métodos que son más sofisticados. Los estudios han
revelado que la información exacta tiende a ser retuiteada por los usuarios
que tuitean a menudo y que tienen muchos seguidores. Los algoritmos
pueden hacer un rastreo en busca de los comentarios manifiestamente
escépticos, cuya preponderancia apunta a los rumores o a las mentiras
descaradas. A un nivel más profundo, es posible escrutar las conexiones
entre quienes tuitean la misma noticia para ver si se está difundiendo de
forma legítima o mediante la intervención de bots no humanos (el software
que se infiltra en internet para recabar información, acaparar mercado y
simular otras formas de acción humana)160.
Ese tipo de iniciativas son el equivalente digital de las antiguas
estructuras de autoridad en el ámbito de la interacción entre personas:
detectan la legitimidad en las credenciales, las filiaciones y el lenguaje de la
fuente. Pero ese tipo de algoritmos no superarían la Prueba de Turing, los
protocolos ideados por el gran desencriptador Alan Turing para distinguir
entre la inteligencia humana y las máquinas. Aunque resulta fácil imaginar
unos códigos capaces de filtrar, o de marcar, las fake news más flagrantes, o
de consultar una gigantesca base de datos de conocimientos verificados
para contrastar la información que se publica, un sistema capaz de detectar
todas las falsedades, o la mayoría de ellas, en tiempo real exigiría un
sistema de inteligencia artificial plenamente desarrollado que incluyera
cierto grado de sensibilidad para los matices lingüísticos, las insinuaciones,
el contenido emocional y las intenciones aparentes. Pregúntenle a un
jugador profesional de póker cómo detecta un «tic»161: la respuesta será
larga y complicada, y se basará en las sutilezas más profundas de la
conducta humana. O acuérdense del memorable discurso que pronuncia
Christopher Walken en el papel de Vincenzo Coccotti, consigliere de la
Mafia en la película Amor a quemarropa (1993), de Tony Scott:
Verás, los sicilianos son muy buenos mentirosos. Los mejores del mundo. Mi padre era el
campeón mundial de pesos pesados de los mentirosos sicilianos. Al criarme con él, aprendí la
pantomima. Hay diecisiete cosas que un hombre puede hacer cuando miente y que le delatan. Un
hombre dispone de diecisiete pantomimas. Una mujer tiene veinte, un hombre tiene diecisiete.
Pero si te las conoces como la palma de tu mano, puedes mandar al infierno a los detectores de
mentiras. Bueno, pues lo que tenemos aquí es el juego del «veo, veo». No quieres enseñarme
nada. Pero me lo estás diciendo todo.
¿Podemos imaginar un algoritmo capaz de detectar las «pantomimas» de
Coccotti?, ¿una aplicación capaz de detectar a un «mentiroso siciliano»?
No existe,todavía, una máquina capaz de detectar el hedor de una
mentira podrida. Los puntos flacos, sobradamente documentados, del
método del polígrafo ilustran los problemas intrínsecos que entraña un
detector de mentiras mecanizado162. Dicho esto, el ritmo al que evoluciona
la inteligencia artificial sugiere que a lo mejor esos problemas podrán
superarse antes de lo que cabría suponer.
Los hechos no bastan
Mientras tanto, el Homo sapiens tiene que enfrentarse a la posverdad. En su
libro sobre los peligros de la estadística, el psicólogo Daniel Levitin insiste
en que la debida diligencia que se exige a los ciudadanos de hoy en día
forma parte de «un trato implícito que hemos hecho todos». La banal tarea
de investigar y recopilar información que antiguamente llevaba días, ahora
puede realizarse en cuestión de segundos en un teléfono inteligente o en una
tablet:
Nos hemos ahorrado un número incalculable de horas de viajes a las bibliotecas y a los archivos
más recónditos, de rebuscar entre gruesos volúmenes hasta encontrar el párrafo que responde a
nuestra pregunta –dice Levitin–. El trato implícito que todos debemos hacer explícito es que nos
comprometamos a emplear tan solo una parte del tiempo que nos hemos ahorrado en conseguir
información en efectuar una adecuada verificación de dicha información.
Levitin recomienda como caja de herramientas los métodos ideados por
Thomas Bayes (1701-1761), el estadístico y filósofo inglés, por los que la
probabilidad de que una afirmación sea verdadera depende de la
acumulación gradual de evidencias163. Cuanto más sepa un médico de
nuestros síntomas, más exactamente podrá diagnosticar nuestra dolencia.
Cuantas más pruebas verificables tengamos de los contactos del presidente
Trump con Rusia, con mayor confianza podremos hablar de la probidad de
su relación con el Gobierno ruso. Necesitamos recuperar nuestra paciencia
para aplicar esa técnica.
Se trata de una reivindicación justa. Pero para que tengan alguna
posibilidad de éxito, ese tipo de estrategias deben plantearse en el mundo tal
y como es, y no en el mundo tal y como era antes. En particular, como
ilustra el «efecto del tiro por la culata», es un error imaginar que la
posverdad acabará desmoronándose bajo el peso de la repetición implacable
y ubicua de información recién verificada.
De hecho, un error habitual es confundir los datos con la verdad: los
primeros determinan la segunda, pero no son la misma cosa. En el
referéndum del brexit, el mayor error del bando del Remain fue presuponer
que el aluvión de estadísticas iba a darles la victoria. Durante la Guerra de
Vietnam, lo que Viktor Mayer-Schönberger y Kenneth Cukier denominan la
«dictadura de los datos» tuvo un efecto desastroso para la estrategia de
Estados Unidos. Robert McNamara, ministro de Defensa de los gobiernos
de los presidentes Kennedy y Johnson, mostraba una fe casi religiosa en el
poder de las estadísticas como guía de las políticas públicas. A
consecuencia de ello, el «recuento de cuerpos» diario –el número de
enemigos muertos– se convirtió en el principal «argumento basado en los
datos».
En privado, y posteriormente en público, los generales opinaban que
aquella estadística era un indicador inútil del éxito en un contexto militar y
político tan complejo. Además, el papel crucial que desempeñaba en el
debate era un incentivo para las falsificaciones: se decía que los oficiales
sobre el terreno habían hinchado las cifras de forma rutinaria. La verdad de
la batalla no podía plasmarse en una hoja de cálculo o en una serie de
curvas, como tampoco podían resumirse en una serie de estadísticas los
argumentos a favor de que Gran Bretaña siguiera siendo miembro de la
UE164.
En las circunstancias adecuadas, es posible derrotar a una mentira
mediante un hábil despliegue de los hechos. Pero la posverdad es, ante todo,
un fenómeno emocional. Tiene que ver con nuestra actitud frente a la
verdad, más que con la verdad en sí.
De ello cabe deducir sin lugar a dudas que el contraataque tiene que ser
emocionalmente inteligente, además de rigurosamente racional. En su
crónica de la negación de la ciencia, Sara y Jack Gorman insisten en que los
catedráticos y los investigadores tienen que mejorar su juego en la esfera
pública en consonancia con ello. Al igual que los que se oponen a la
vacunación han desplegado la técnica de los famosos, para desmontar sus
afirmaciones hacen falta «líderes carismáticos científicamente creíbles»165.
No parece una expectativa descabellada en una época en que el profesor
Brian Cox puede llenar un estadio, en que el astronauta británico Tim Peake
se ve asediado por multitudes de fans y en que el profesor Stephen Hawking
ha sido un icono cultural. En palabras del matrimonio Gorman:
Proponemos que los científicos no solo se familiaricen con el tipo de información a la que
tenemos que hacer frente en internet, sino también que participen en la conversación de una forma
mucho más activa. Creemos que, en particular, las asociaciones científicas y médicas tienen
mucho que ganar si formalizan una amplia estrategia de largo alcance en internet y en las redes
sociales. Sí, es cierto que hoy en día todas las asociaciones científicas y médicas tienen páginas
web, y que envían sus boletines por correo electrónico, y que digitalizan sus revistas. Pero
¿cuántas de ellas tienen una cuenta verdaderamente activa en Twitter o en Facebook que ofrezca
una cobertura minuto a minuto para el público en general sobre cuestiones científicas y médicas
importantes?
Sin embargo, una rápida refutación es solo el principio. Como ambos
reconocen:
El debate debería centrarse no solo en cómo hacer accesible el material, sino también en cómo
presentarlo de forma que desaliente las reacciones irracionales. [...] En vez de simplemente
decirle a la gente el porcentaje de riesgo, los científicos tienen que entender lo que realmente
significan para la gente esos porcentajes y, lo más importante, encuadrarlos de manera tal que
resulten más convincentes y aceptables para los no científicos. Un poco de formación en materia
de psicología cognitiva y de economía conductista haría que los científicos fueran más
conscientes de los sesgos y de la heurística que utiliza la gente para interpretar la información
científica, y les enseñaría a comunicarse sorteando ese tipo de procesos psicológicos.
En otras palabras, en un mundo de posverdad, no basta con una
argumentación intelectual. En muchos contextos (puede que en la mayoría)
es preciso comunicar los hechos de forma tal que se reconozcan los
imperativos emocionales, además de los racionales. Por ejemplo, para los
médicos que tienen que hablar con los pacientes, un modelo de ese tipo es
la «entrevista motivacional», un método clínico desarrollado en el
tratamiento de las adicciones que va más allá de la mera transmisión de
información, y que intenta explorar los móviles, las preocupaciones y la
ambivalencia de los pacientes para fomentar un cambio de conducta. En
una época en que la mayoría de los médicos de familia británicos dedican
una media de entre siete y ocho minutos a cada paciente, se trata de una
propuesta ambiciosa166. Pero será imprescindible algo así para afrontar
definitivamente las ofensivas propagandísticas de –por ejemplo– el lobby
contra las vacunas.
También es importante comprender la multiplicidad de métodos que
tienen a su disposición quienes se dedican a propagar mentiras. En China,
los comentaristas patrocinados por el Estado –que se cuentan por millones–
se inventan aproximadamente 448 millones de posts en las redes sociales
cada año. Pero, como ha demostrado un estudio,
la estrategia del régimen chino es evitar argumentar con los escépticos respecto al partido y el
gobierno, y ni debatir siquiera las cuestiones más polémicas. De ello inferimos que el objetivo de
esa masiva operación secreta consiste por el contrario en distraer constantemente al público y
cambiar de tema, ya que la mayoría de esos posts consisten en hacer apología de China, de la
historia revolucionaria del PartidoComunista o de otros símbolos del régimen167.
Si es cierto que las distracciones pueden ser el enemigo de la verdad, de
ahí se deduce que sus protectores deben involucrarse en la batalla por la
atención. No basta con publicar un comunicado de prensa, o con aparecer
en una cadena de noticias, o con tuitear una corrección. Los medios de
corrección tienen que estar a la altura de la cultura predominante. Un
podcast viral, una manifestación o una petición online pueden contribuir
más a desterrar una falsedad que una afirmación sencilla de los hechos. Por
supuesto estamos ante una pendiente resbaladiza: una batalla interminable
de distracciones y contra-distracciones no haría nada a favor del discurso
democrático. Lo teatral nunca puede poner en riesgo lo veraz. Pero sería
ingenuo pensar que la batalla contra la posverdad se ganará únicamente
recurriendo a las técnicas rutinarias de verificación.
Primar la narración
El progreso es secuencial: es decir, quienes esperan un cambio, o que se
luche contra una perniciosa tendencia social, deben adaptarse con disciplina
férrea a las circunstancias en que se encuentran. Es menos evidente de lo
que parece. Tenemos un poderoso reflejo por el que simplemente
intentamos restablecer lo que se ha perdido o está en peligro, reafirmar el
estatus anterior. Pero, como decía al principio de este capítulo, quienes
deseen defender los valores de la Ilustración en este contexto transformado
–con su movilidad frenética, su revolución tecnológica y su fermento
emocional– deben operar dentro de sus parámetros. Todo lo demás es una
quimera.
En su libro The Myth Gap [‘El vacío de mitos’], Alex Evans argumenta
que «necesitamos nuevos mitos que hablen de quiénes somos y del mundo
que habitamos»168. Por supuesto, ya es moneda corriente utilizar la palabra
«mito» como sinónimo de «falsedad conocida». Pero no es eso lo que
defiende Evans. Al abordar el caso específico de la ciencia del cambio
climático, Evans argumenta que el lenguaje tecnocrático, las estadísticas,
los acrónimos y los documentos estratégicos incomprensibles pueden
contribuir a entorpecer el reconocimiento público de la realidad en la misma
medida que a favorecerlo. Para quienes aspiran a concitar apoyos, «una
historia verdaderamente resonante es la chispa que enciende la llama del
movimiento»169. En otras palabras: la batalla entre el sentimiento y la
racionalidad es, en cierta medida, una falsa dicotomía. Más que nunca, la
verdad requiere un sistema emocional de transmisión que apele a la
experiencia, a la memoria y a la esperanza.
De hecho, la idea misma de que es necesario defender la verdad tiene
una dimensión mítica. Desde el robo del fuego por parte de Prometeo,
pasando por el sacrificio que hizo Odín de su ojo a cambio de la sabiduría,
hasta el género mucho más reciente de la novela policiaca, la búsqueda
decidida de la verdad –a menudo pagando un precio por ello– ha sido uno
de los grandes arquetipos del relato humano. No es absurdo imaginar un
llamamiento mítico moderno al anhelo colectivo de certeza y honestidad de
la humanidad, pero no en el lenguaje tosco y conspiratorio de los
denominados truthers170, sino en una rebelión abierta y colaborativa contra
la enfermedad cognitiva de nuestros tiempos.
La misma palabra «narración» se ha contaminado por su uso excesivo en
el mundo político como una alternativa en boga a «estrategia» o a «plan».
Pero eso no debería disuadirnos de explorar su significado nuclear y su
crucial relevancia para la era de la posverdad. La narración –definida como
un relato oral o escrito de elementos relacionados entre sí– es esencial para
el contraataque al que se apela en este libro.
Hoy en día, quienes defienden la verdad tienen que hablarle a la cabeza
y al corazón por igual. Con ello no quiero decir que las noticias de la prensa
tengan que escribirse en el lenguaje de la ficción, ni que los analistas
financieros ahora tengan que hablar en pentámetros yámbicos. No es un
llamamiento a la cursilería, ni a los desahogos sensibleros, ni a las noticias
de la Nueva Era. La verdad siempre debe tener unos bordes dentados.
Lo que quiero decir –y espero que haya quedado de manifiesto a lo largo
de estas páginas– es que la verdad se ahogará a menos que sea resonante.
Por poner un ejemplo actual: enumerar las mentiras que cuenta Trump es
enormemente importante, pero no es suficiente. Su éxito se ha construido
sobre una historia tan elocuente como simple: que él es capaz de «hacer que
América vuelva a ser grande». Trump no ha apelado a los datos
verificables, sino a los agravios y los temores, a lo que los gurús de los
negocios denominan «mercadotecnia de los inadaptados»171.
Para defender la verdad de los ataques del presidente y de quienes le
siguen se requieren contra-relatos convincentes; historias que, en palabras
del empresario del sector del branding Jonah Sachs, exhorten «a sus
oyentes a crecer y a madurar», en vez de instarles a la irracionalidad y al
temor gregario a las conspiraciones172. Este enfoque –denominado
«mercadotecnia del empoderamiento»– sustituye el énfasis de Freud en la
patología y la neurosis por las teorías psicológicas de Abraham Maslow
(1908-1970), que fue presidente de la Asociación Psicológica
Estadounidense y cofundador del Journal of Humanistic Psychology.
Maslow es conocido sobre todo por su «jerarquía de las necesidades»,
una estructura piramidal que identificaba las necesidades humanas más allá
de la supervivencia básica y de una sensación de carencia. Los seres
humanos, argumentaba Maslow, aspiran a algo más que una existencia
soportable. Maduran, con distintos grados de éxito, hacia la satisfacción de
unas necesidades más profundas: la plenitud, la perfección, la justicia, la
riqueza, la sencillez, la belleza, la verdad, la originalidad y la alegría.
Lo relevante de este análisis es su insistencia, valiente pero necesaria, en
que tratemos a las personas con las que interactuamos –votantes, lectores,
espectadores, usuarios de las redes sociales– como adultos. Apela no solo a
nuestro propio interés y a nuestra conveniencia, sino también a la acción y
la madurez humanas. Se trata de un camino mucho más difícil que la
promesa populista del éxito instantáneo, del aplastamiento de nuestros
enemigos imaginarios y del desconocimiento de las verdades incómodas,
pero mucho mejor precisamente por eso.
He aquí tres ejemplos de cómo podrían ser las contra-narraciones de ese
tipo. En primer lugar está el discurso que pronunció Harvey Milk –uno de
los primeros cargos públicos electos abiertamente gay en Estados Unidos–
en San Diego el 10 de marzo de 1978:
Lo único que piden es esperanza. Y hay que darles esperanza. Esperanza en un mundo mejor,
esperanza en un mañana mejor, esperanza en poder acudir a un lugar mejor si en su casa las
presiones son demasiado grandes. Esperanza en que todo salga bien. Sin esperanza, no solo los
gays, sino también los negros, los mayores, los discapacitados, los «nosotros», se rendirán. Y si
ustedes contribuyen a elegir a más homosexuales para el comité central y para más cargos, eso es
una luz verde para todos los que no se sienten representados, una luz verde para dar un paso al
frente. Significa esperanza para una nación que se ha rendido, porque si una persona homosexual
lo consigue, las puertas están abiertas para todo el mundo173.
La habilidad de la retórica de Milk se basaba en una palabra un tanto
tosca: los «nosotros»174. Lo que quería expresar era que una sociedad
pluralista moderna se componía de múltiples comunidades que podían
coexistir, animadas por la esperanza en una vida mejor, con una armonía
negociada –o no–. Su narración se basaba no en la sensación de ser titular
de unos derechos, sino en el rechazo a la desesperación y en un
llamamiento a la acción.
Segundo: en su gran ensayo titulado El poder de los sin poder (1978),
Václav Havel, que posteriormente llegaría a ser presidente de la República
Checa, condensaba un mensaje de resistencia en una única metáfora.
Hay momentos –decía Havel– en losmagnate (un magnate que, al fin y al cabo, ha presentado una petición de
quiebra en seis ocasiones)7. No es casualidad que Trump tuiteara con tanta
vehemencia cuando el programa Saturday Night Live se burlaba de él, o
cuando Meryl Streep le atacó en la ceremonia de entrega de los Globos de
Oro. Al sustituir Arnold Schwarzenegger a Trump en su papel estelar de
presentador del programa The Celebrity Apprentice, el presidente utilizó
Twitter para hacer público su veredicto:
¡Vaya, acaban de aparecer los índices de audiencia y el público ha hundido a Arnold
Schwarzenegger, si los comparamos con la máquina de audiencias. DJT.
Al tiempo que su transición se tambaleaba, el presidente electo dedicaba
unos minutos de su apretada agenda para hacerse una foto con el rapero
Kanye West.
Sorprendentemente Trump es miembro del Salón de la Fama de la
empresa World Wrestling Entertainment (WWE, Asociación Mundial del
Espectáculo de Lucha Libre), pues supuestamente participó en un combate
improvisado con Vince McMahon, el presidente de la franquicia mundial de
la lucha libre, valorada en 1.500 millones de dólares, en WrestleMania8, en
2007. El filósofo francés Roland Barthes dio una acertada definición de la
lucha libre como «una suma de espectáculos». ¿Existe mejor manera de
describir la conducta de este presidente?
«En la lucha libre, al igual que en el teatro, no existe el mínimo
problema con la verdad», escribía Barthes, una formulación que nos resulta
amenazadoramente familiar en la era de la posverdad. La actuación es
«intermitente, pero siempre oportuna», representa una «chabacanería
amorfa» y la «siempre divertida imagen del gruñón, que constantemente
está inventando historias sobre el motivo de su descontento». El espectador
se recrea en «la grandilocuencia emocional, en los reiterados paroxismos,
en la exasperación de las respuestas»9.
Nada de eso supone una distracción para Trump: resulta esencial tanto
para su identidad como para su percepción del público como una audiencia
que consume entretenimiento y no como un electorado comprometido
cívicamente. Sus prioridades no son las políticas, ni su equipo, ni la
diplomacia. Por el contrario, Trump ha redefinido la presidencia como el
papel más codiciado de la industria del espectáculo, un segmento de un
continuo que, en su caso, se extiende desde el ring de World Wrestling
Entertainment, pasando por sus cameos en películas, hasta llegar al
Despacho Oval. Streep y los actores de Saturday Night Live no son solo sus
enemigos, sino también sus colegas en el oficio, sus pares y rivales. En
semejante contexto, se nos antoja risiblemente anticuado concebir el
gobierno como la forja de unas políticas basadas en los hechos y la
búsqueda del apoyo político necesario para implementarlas. Aquí lo que
cuenta es el índice de audiencia.
Por esa razón el presidente se mostró tan consternado ante los informes
de que su investidura había contado con menos asistentes que la de Barack
Obama en 2009. A la mañana siguiente de la ceremonia, Trump habló
personalmente con el director en funciones del Servicio Nacional de
Parques, Michael T. Reynolds, y le requirió más imágenes que pudieran
desautorizar aquella noticia que se extendía como un reguero de pólvora.
Ese mismo día, Sean Spicer, el nuevo jefe de Prensa de la Casa Blanca,
convocó una rueda de prensa especial e insistió agresivamente en que «ha
sido la máxima audiencia de la historia para una ceremonia de investidura.
Y punto; tanto en asistentes como en espectadores por todo el mundo».
Spicer afirmaba que en las fotos de 2009 parecía que había más público,
pero eso se debía a que hacía poco que se había colocado una moqueta
blanca en el National Mall, «lo que producía el efecto de destacar las zonas
donde no había gente de pie, mientras que en años anteriores, la hierba
eliminó ese fenómeno visual». Y advertía de que la administración Trump
pensaba «exigir responsabilidades a la prensa»10.
Por muy furiosos que estuvieran Spicer y su jefe, su postura era
cómicamente insostenible. La tarea de encontrar alguna forma de cuadrar el
círculo epistemológico, de conciliar una afirmación falaz con la evidencia
fotográfica, recayó en Kellyanne Conway, consejera jefe del presidente. Al
día siguiente, en el programa Meet the Press, de la cadena NBC, Conway le
dijo a Chuck Todd que había una explicación perfectamente razonable: «No
le des tanta importancia, Chuck. Tú dices que es mentira [...] Sean Spicer,
nuestro jefe de prensa, ha ofrecido otros datos alternativos»11.
Se da la circunstancia de que no era la primera vez que un partidario de
Trump había planteado un argumento de ese tipo. En diciembre de 2016, la
comentarista política conservadora Scottie Nell Hughes argumentaba que la
percepción es lo único que importa:
Un aspecto interesante de toda esta temporada de campaña ha sido que la gente dice que los
hechos son los hechos. En realidad, no son hechos –decía en el programa The Diane Rehm Show,
de la cadena NPR–. Es algo parecido a ver los índices de audiencia o mirar un vaso medio lleno
de agua. Todo el mundo tiene su propia forma de interpretarlos para que sean verdad o no. Por
desgracia, ya no existe eso que llamamos datos.
Pero Conway ocupaba un alto cargo en la Casa Blanca, no era una
animadora de los medios de comunicación. En un único corte de audio,
Conway no solo había constatado el amanecer de la era de la posverdad,
sino que la había asumido. En su risueño elogio de la intervención de
Spicer, había dado una formulación popular a la famosa máxima de
Nietzsche de que «no hay hechos, solo hay interpretaciones». Es posible
que el reportero de NBC considere que la afirmación de Spicer es mentira,
pero eso, según Conway, equivalía a no entender las nuevas reglas del
debate político. No existe una realidad estable y verificable, tan solo hay
una batalla interminable por definirla, la batalla de tus «hechos» contra mis
«hechos alternativos». La clave consistía en ir ganando esa batalla. La
victoria siempre ha formado parte del meollo de la política. Y ahora –en
caso de que prevalezca la máxima de Conway– es lo único que importa.
Sería inútil negar el papel que han jugado en este proceso la psicología y
los instintos personales de Trump. Mucho antes de su candidatura
presidencial, la relación del magnate con la verdad era, en el mejor de los
casos, complicada. De Roy Cohn, su abogado, conseguidor y confidente –y
antiguo abogado jefe de los procesos anticomunistas de Joseph
MacCarthy–, Trump aprendió que la «marca» era más importante que el
libro de contabilidad público de realidades y ficciones, y que la lucha
incansable por la notoriedad era mucho más importante que una cobertura
impecablemente objetiva. Lo que Cohn le enseñó a Trump fue mucho más
que relaciones públicas a la antigua usanza –la gestión de las noticias–: fue
la creación de un mito moderno. En ese juego, los hechos eran un lujo, y a
menudo algo irrelevante12.
En el libro The Art of the Deal [‘El arte de la negociación’], un éxito de
ventas firmado por él pero escrito por otros, Trump mencionaba con tono de
aprobación la «hipérbole verídica», un eufemismo donde los haya. Lo que
importaba no era la veracidad sino el impacto. Su mayordomo, Anthony
Senecal, ha dicho que en una ocasión Trump afirmó que los azulejos de la
habitación de juegos de los niños de Mar-a-Lago, su club de West Palm
Beach, fueron confeccionados personalmente por Walt Disney. Cuando
Senecal puso en duda aquel cuento inverosímil, su jefe le contestó: «¿Y qué
más da?»13.
Lo que quería decir Trump era que la historia era más importante que los
hechos. Y en 2016 Trump hizo su campaña precisamente sobre esa base. En
vez de obligar al electorado a engullir un inventario de hechos y los detalles
de su currículum, Trump expuso a voz en grito un relato que imponía un
tipo de orden bastante tosco sobre las cambiantes realidades de la vida
moderna. Se dedicó explícitamente a crear división, prometía prohibir la
inmigración de musulmanes, un muro a lo largo de la frontera con Méxicoque debemos llegar hasta el fondo de nuestra miseria para
comprender la verdad, igual que debemos bajar hasta el fondo de un pozo para poder ver las
estrellas a la luz del día175.
En un contexto distinto, Havel mitificaba la capacidad del hombre para
combatir la falsedad:
Cuanto más profunda es la experiencia de la ausencia de significado –en otras palabras, de
absurdo–, más enérgicamente se busca un significado».176
En tercer lugar, y muy recientemente, la ceremonia de apertura de los
Juegos Olímpicos de Londres 2012, dirigida por Danny Boyle, confería
fuerza narrativa a las complejidades sociales de Gran Bretaña, a su
excéntrica mezcolanza de tradición y modernidad, de sus valores nucleares
y de su diversidad histórica. El grandioso espectáculo homenajeaba al NHS
[Servicio Nacional de Salud] y al Informe Beveridge (1942) sobre bienestar
e inmigración, pero también aclamaba los logros históricos de las Fuerzas
Armadas y mostraba su aprecio por los himnos y la unión de Inglaterra,
Escocia, Gales e Irlanda del Norte. El leitmotiv del espectáculo era el
espíritu indomable de la inventiva y la innovación: la idea de Gran Bretaña
como un país revolucionario, cuya revolución no era política sino científica,
intelectual y creativa177.
Un año antes de la ceremonia había estallado una oleada de disturbios en
las ciudades de Inglaterra. Cuatro años después de aquella celebración del
pluralismo seguro de sí mismo, Gran Bretaña votaba, como si quisiera
llevarle la contraria, a favor del brexit. No puede decirse que el hito de
Boyle haya sido la última palabra sobre lo que ha representado, y
representa, su país. Pero, al igual que la retórica de Milk y Havel, mostró lo
que puede hacerse para reafirmar la realidad en forma de historias, y con
cuánto estilo.
Para quienes quisieran recuperar a los votantes que fueron empujados a
apoyar a Trump o el brexit por la sensación de que carecen de derechos, la
misión está clara y resulta abrumadora. Tienen que encontrar una alternativa
a la «historia profunda» de desilusión que hemos analizado en el Capítulo 1,
y reconocer la preocupación de los que sienten que la sociedad les ha
dejado atrás, sin pretender aplacar el fanatismo que se nutre de ese malestar.
Una contra-narración de ese tipo debe construirse con gran delicadeza.
Ha de tener en cuenta la alienación que ha generado el ritmo del cambio
global, sin engañar al público diciendo que ese ritmo probablemente se va a
ralentizar.
Por ejemplo, la movilidad de la población no va a disminuir
sustancialmente, a pesar de que las afirmaciones populistas afirmen lo
contrario. Lo que hace falta ahora es un discurso radicado en la confianza
generosa, no en el miedo tribal, un discurso que destaque los beneficios de
una inmigración bien gestionada, y que reconozca que ser admitido en un
país conlleva la responsabilidad de integrarse en él, así como el derecho a
ser tratado de forma inequívoca como cualquier otro ciudadano.
En el Reino Unido, sir Oliver Letwin observaba acertadamente en
noviembre de 2016 que los principales partidos habían cometido un
«terrible error» al no argumentar, con compromiso y decisión, que «una
migración debidamente controlada enriquece al país en todos los
sentidos»178.
Ese error no es en absoluto imposible de corregir. Aunque la acogida de
los refugiados sirios por parte de Angela Merkel, con sentido de Estado, ha
resultado ser polémica, Alemania ha demostrado tener un enfoque más
sofisticado en materia de inmigración que otros países europeos al destacar
no solo sus beneficios económicos sino también su valor social y
enfrentarse frontalmente con el concepto de que Alemania no es un
Einwanderungsland (un país de inmigración)179.
La derrota que tuvo Geert Wilders, el candidato de la extrema derecha,
en las elecciones generales de los Países Bajos en marzo de 2017 demuestra
que el avance global del populismo de la posverdad no es algo
preestablecido. Pero quienes deseen contraatacar deben dar muestra de
humildad y de honestidad: la humildad de escuchar y la honestidad para
tratar a los votantes como ciudadanos maduros.
La desigualdad, la escasez de vivienda, los colegios deficientes y las
crisis de la sanidad pública son motivos de queja legítimos, pero no se
solucionarán mediante el cierre de las fronteras, ni siquiera con una
reducción parcial de la inmigración. Es posible que los eslóganes como
«Recuperar el control» y «Hacer que América vuelva a ser grande»
consigan votos, pero también resultan insultantemente huecos.
La tarea de quienes no están de acuerdo con la postura política de Trump
o de los partidarios del brexit consiste en hablar con empatía y sinceridad,
en envolver los datos en un relato que hable de las preocupaciones
corrientes de la gente. La narración nunca debe vulnerar ni embellecer la
verdad; debería ser su vehículo más elocuente.
Es verdad, aunque no lo parezca
El ridículo es otra fuerza que consigue desmontar las mentiras, pero lo hace
mediante el impacto emocional, en vez de con un ariete intelectual. En su
libro sobre el juicio de David Irving, Deborah Lipstadt recuerda la tesis de
su abogado, Anthony Julius:
Una cosa es derrotar a tu adversario y enterrarle, y otra, un golpe más demoledor, es ponerle un
traje de bufón y obligarle a actuar para ti. Tu adversario sigue vivo para asistir a su propia
impotencia.
Lipstadt afirma que eso era lo más importante de su batalla:
Durante el juicio, y de forma reiterada, David Irving quedó en evidencia no solo como falsificador
de la historia, sino como una figura irracional y estúpida.
De la misma forma, argumenta Lipstadt, las películas El gran dictador,
de Charles Chaplin, y Los productores, de Mel Brooks, reducen a Hitler a
una figura absurda, le rebajan y también le marcan como un ser maligno180.
Como señalábamos en el capítulo anterior, los mejores escritores
satíricos pueden actuar –y actúan– como picadores en la corrida contra la
posverdad. Cuando Bill Posey, diputado por el estado de Florida, presentó
un proyecto de ley a la Cámara de Representantes en 2009 para exigir que
los candidatos a la presidencia de Estados Unidos mostraran su certificado
de nacimiento –un intento de consagrar en la legislación estadounidense la
falsa polémica sobre el lugar de nacimiento de Obama–, Stephen Colbert,
de la cadena Comedy Central, le exigió a Posey que presentara una prueba
de ADN para «acallar los persistentes rumores» de que «los diputados por
Florida tienen algo de caimán. ¡Ya estoy harto de los rumores
insensatos!»181. Posey se mostró muy dolido:
Yo esperaba que hubiera un debate civilizado sobre el asunto, pero no lo ha habido. Tan solo un
montón de insultos y descalificaciones personales. [...] No hay motivos para afirmar que soy el
nieto ilegítimo de un caimán.
Puede que no, pero la experiencia le obligó a declarar que «no tenía
motivos para cuestionar» el lugar de nacimiento de Obama182. El proyecto
de ley de Posey –H. R. 1503– se volatilizó cuando concluyó el periodo de
sesiones del Congreso en 2010.
De hecho, Colbert ya le había puesto su propio nombre a lo que
posteriormente se conocería como posverdad: «verdaderismo183». Como él
mismo explicaba en una entrevista que le hicieron en 2006:
El verdaderismo está desmembrando nuestro país, y no tengo la mínima intención de discutir a
quién se le ocurrió la palabra. No sé si es algo nuevo, pero sin duda es una cosa de ahora, que
consiste en que parece que ya no importa cuáles son los hechos. Antes sí importaba, todo el
mundo tenía derecho a su propia opinión, pero no a sus propios hechos. Pero ya no es así. Los
hechos no cuentan en absoluto. La percepción lo es todo. Es la certidumbre. A la gente le encanta
el presidente [George W. Bush] porque está seguro de sus decisiones como líder, aunque
aparentemente los hechos que le respaldan no existan. Lo que a un sector de la población del país
le resulta tan atractivo es que él está seguro. De verdad que percibo una dicotomía en el pueblo
llano de Estados Unidos. ¿Qué es lo importante?, ¿lo que uno quiereque sea verdad, o lo que es
verdad?184.
Como argumentábamos anteriormente, el presidente Trump ha
contestado a la pregunta retórica de Colbert por el procedimiento de
sustituir los estándares de la vida pública por el criterio del éxito en el
mundo del espectáculo. Pero, por supuesto, eso le hace mucho más
vulnerable a las pullas de los escritores satíricos, a los que considera –
subconscientemente o no– sus colegas del oficio. Su obsesión por el
programa Saturday Night Live (y por la imitación que hace de él el actor
Alec Baldwin) ha resultado especialmente esclarecedora.
El 4 de diciembre de 2016, en medio de su atribulada transición, el
presidente electo tuiteaba:
Acabo de intentar ver Saturday Night Live: ¡infumable! Totalmente sesgado, sin gracia, y la
imitación de Baldwin no puede ser peor. Lamentable.
Tan solo cinco días antes de su investidura, Trump tuvo tiempo de lanzar
un nuevo ataque:
.@NBCNews es mala, pero Saturday Night Live es lo peor de la NBC. Sin gracia, el reparto es
terrible, siempre a degüello contra mí. ¡Televisión de la peor!
En cierto sentido, Trump tiene motivos para preocuparse: las fuerzas que
le crearon a él también podrían destruirle. Un político tan dependiente de la
resonancia emocional no puede permitirse el lujo de ser objeto del ridículo
general. Claramente, los escritores satíricos están haciendo su trabajo. ¿Y
qué hacemos los demás?
La verdad... si podemos conservarla
En la película Apocalypse Now, el coronel Kurtz (interpretado por Marlon
Brando), le pide a Willard (Martin Sheen) que le cuente a su hijo todo lo
que ha visto en el campamento de Kurtz en Camboya:
Todo lo que he hecho, todo lo que has visto, porque no hay nada que deteste más que el hedor de
las mentiras. Y si tú me comprendes, Willard, harás eso por mí.
Por discutible que indudablemente sea Kurtz como modelo a imitar, sus
palabras nos recuerdan que las mentiras contaminan todo lo que tocan –
incluyendo, en este caso, una mínima cordura–. El mayor peligro de la era
de la posverdad es que nuestro sentido del olfato nos ha fallado. Nos hemos
vuelto indiferentes o inmunes al «hedor de las mentiras», nos hemos
resignado a la atmósfera maloliente de las reivindicaciones antagónicas de
la verdad. Por decirlo de otra forma: las llamas del hundimiento de la
democracia todavía no están consumiendo nuestra sociedad. Pero nuestra
alarma colectiva contra incendios está estropeada.
Es de suponer que esa alarma pueda reactivarse por las experiencias que
están por venir. Como hemos visto, Umberto Eco argumentaba que el
realismo siempre se reafirmará cuando nos topemos con «líneas de
resistencia». No podemos atravesar las paredes, ni sobrevivir bajo el agua
sin botellas de oxígeno, ni seguir conduciendo por un callejón sin salida. La
política y la cultura tienen sus equivalentes. El voto a favor del brexit y de
Trump se alimentó de un sentimiento reaccionario, pero también,
rotundamente, de la insistencia en un cambio.
Ocurra lo que ocurra en esta presidencia en concreto, y en esta particular
reorganización de la relación de Gran Bretaña con el resto de Europa, es
imposible que las expectativas suscitadas a ambos lados del Atlántico se
vean satisfechas. Cuando fracasan las promesas de cambio, y el público se
topa con sus propias «líneas de resistencia» –un momento de máximo
peligro social–, reafirmar el valor de la verdad en el debate político será
nuestro deber cívico más apremiante.
Lo que no podemos dar por sentado es que eso se producirá por sí solo,
como una reacción orgánica al desencanto. Si acaso, el desengaño político
es el siervo de la posverdad, un disolvente de la confianza, y la señal para
un mayor agrupamiento tribal. La tarea no puede esperar. Es demasiado
apremiante como para posponerla sine die. Si es cierto que la verdad debe
recuperar su posición de prioridad en nuestra cultura, somos nosotros
quienes debemos devolvérsela.
El meollo de ese reto es el concepto de ciudadanía. En dos aspectos
específicos, el siglo XX socavó el antiguo concepto de la conjunción de los
derechos y las responsabilidades. A pesar de las persistentes afirmaciones
revisionistas en sentido contrario, la espectacular expansión del Estado tras
la Segunda Guerra Mundial era imprescindible como una fuerza
civilizadora que hiciera posible la difusión de la educación, de la atención
sanitaria y de la prestación de servicios sociales. Si acaso, los conservadores
del siglo XXI están redescubriendo las ventajas del Estado –por lo menos en
principio– tras décadas de promesas de «restricción de sus fronteras»185.
Pero resulta innegable el inconveniente del crecimiento del Estado a lo
largo de los últimos setenta años, que consiste en una relativa
infantilización de la población a la que sirve. Por mucho que el electorado
actual desprecie a los políticos, sigue acudiendo a ellos de forma automática
para pedirles soluciones a todos los problemas. Nuestra reacción instintiva a
un problema consiste en decir: «tendrían que hacer algo al respecto». Pero,
¿quiénes son «ellos»? Antiguamente «ellos» éramos «nosotros».
Esa delegación de la responsabilidad cívica en la misma clase política
que decimos condenar se ha visto agravada por una tendencia muy clara,
asociada sobre todo, pero no exclusivamente, con los gobiernos de centro-
derecha. La redefinición de los servicios públicos como bienes de consumo
–y de los pacientes, los progenitores y los pasajeros como clientes– no solo
ha desdibujado la frontera entre el Estado y el sector privado, también ha
provocado que resulte cada vez más difícil distinguir entre la ciudadanía y
el consumismo. Lo que eufemísticamente se denomina «prácticas laborales
flexibles» –contratos de cero horas y el ascenso de la economía basada en el
trabajo esporádico y los falsos autónomos (gig economy)– ha provocado
que el trabajo haya dejado de ser una faceta crucial de la experiencia
humana. Actualmente, la automatización y la deslocalización amenazan el
futuro mismo del trabajo, o eso parece.
Lo que queda es el consumo, que no es malo en sí mismo, hasta que
empieza a definirnos. Cuando lo que podemos comprar online nos importa
más que lo que podemos hacer en nuestro barrio; cuando nos comunicamos
con nuestros «amigos» de las redes sociales que no conocemos más que con
nuestros amigos reales; cuando nuestro concepto del «espacio público» se
limita a la pantalla que tenemos entre las manos: todas esas cosas restan
fuerza a la ciudadanía. Fomentan esa pasividad que es tan importante para
la posverdad.
Las dotes políticas pueden marcar la diferencia, y así lo han hecho en el
pasado. Las charlas radiofónicas de Roosevelt eran un llamamiento al
espíritu cívico, y se basaban en la insistencia en la soberanía de la verdad.
En palabras de Roosevelt, en una alocución del 27 de mayo de 1941:
Los problemas más acuciantes a los que nos enfrentamos tienen que ver con el Ejército y la
Armada. No podemos permitirnos el lujo de abordarlos desde el punto de vista de los buenos
deseos ni del sentimentalismo. Ante nosotros tenemos los hechos, unos hechos innegables186.
Unas políticas públicas sensatas pueden contribuir a la resistencia a la
posverdad. Por ejemplo, resulta alentador que el Comité de Investigación
sobre Cultura, Medios de Comunicación y Deportes de la Cámara de los
Comunes, presidida por el diputado Damian Collins, se haya apresurado a
poner en marcha una investigación de las fake news y su «amenaza para la
democracia»187.
Además, la escuela del «pequeño empujón» (nudge) de la economía
conductista ha demostrado que el Estado es capaz de apartar de la
desinformación a los ciudadanos y encauzarlos hacia las decisiones basadas
en los hechos –en materia de salud, finanzas personales, medio ambiente y
alimentación– mediante estímulos y no a través del tosco instrumento de la
legislación y la normativa188. En un tono más provocativo, se ha
argumentado que hay casos en que el Estado tiene el deber de ignorar las
objeciones de una minoría desinformada –un deber que a menudo se cita al
hablar dela fluoración obligatoria del agua potable– y tomar medidas que
«exijan protección frente a las actividades desinformadas»189. Pero incluso
los más ardientes defensores de la democracia jeffersoniana admiten que no
existe una respuesta paternalista y simplista a la posverdad190.
En efecto, ¿cómo podría haberla? Es posible que el liderazgo sea una
condición necesaria para el cambio. Pero –sobre todo en una época de
desconfianza– ya no es suficiente (si es que alguna vez lo ha sido, por lo
menos en las sociedades democráticas). Como afirmaba Martin Luther King
en su «Carta desde la cárcel de Birmingham» (1963), la indiferencia es el
mayor desafío para quienes dicen la verdad:
El principal escollo para los negros en su camino hacia la libertad no son los concejales de los
ciudadanos blancos, ni los miembros del Ku Klux Klan, sino los moderados blancos, más devotos
del «orden» que de la justicia; los que prefieren una paz negativa que consiste en la ausencia de
tensiones frente a una paz positiva, que consiste en la presencia de la justicia; los que dicen
constantemente: «Estoy de acuerdo con ustedes en las metas que persiguen, pero no puedo estar
de acuerdo con sus métodos de acción directa». [...] La comprensión superficial de las personas de
buena voluntad resulta más frustrante que la incomprensión absoluta de las personas
malintencionadas. La tibia aceptación resulta mucho más desconcertante que el rechazo sin
paliativos191.
Con unas pocas frases magistrales, King plasmaba la principal barrera
psicológica a la que tiene que enfrentarse cualquier promotor del cambio.
La historia de la Humanidad es la historia de la batalla entre la indiferencia
y el compromiso, en el fuero interno de las personas, así como entre ellas.
Para muchos, el conformismo es la postura por defecto. El parapeto está ahí
por una razón: para que no asomemos la cabeza. La inercia es la opción más
segura... hasta que deja de serlo. Y eso equivale a decir que a menudo no
lamentamos nuestra pasividad anterior hasta que ya es demasiado tarde.
De una cosa podemos estar seguros. La renovación de la ciudadanía no
vendrá impuesta desde arriba. Si la gente quiere que se termine la era de la
posverdad, tendrá que acabar con ella de una manera activa. Si, después de
toparse con sus consecuencias desagradables (las «líneas de resistencia» de
Eco), la gente quiere un cambio, tendrá que exigirlo. La expresión «poder
del pueblo» se ha devaluado por su excesivo uso, pero no carece de
significado. En la novela El peregrino secreto, de John le Carré, el veterano
maestro de espías George Smiley expone los hechos de la cuestión ante un
público joven:
Por si ustedes no se han dado cuenta, fueron las personas quienes acabaron con la Guerra Fría.
No fueron ni el armamento, ni la tecnología, ni los ejércitos ni las campañas. Fueron lisa y
llanamente las personas. Y, dicho sea de paso, tampoco fueron solo las personas de Occidente,
sino nuestro acérrimo enemigo del Este, que salió a la calle, se enfrentó con las balas y las porras,
y dijo: estamos hartos. [...] Y las ideologías fueron a remolque de esos acontecimientos
inverosímiles, como prisioneros condenados, igual que ocurre con las ideologías cuando caen en
desgracia192.
No hay ningún tipo de romanticismo en ello. La revolución de 1989 fue
el final de una pesadilla que duró setenta y dos años, un largo periodo de
sufrimientos catastróficos, de opresión y de derrotas de la oposición. El
apartheid se cobró un precio pasmoso antes de su caída. Y no todos los
movimientos populares acaban bien, ni de una forma coherente: basta
pensar en la Primavera de Praga de 1968 o en su homólogo de 2011 en los
países árabes.
Pero el argumento de Smiley sigue siendo válido. El único motor de
cambio fiable son los propios ciudadanos. El Partido Republicano
estadounidense no se habría transformado como lo ha hecho sin el poder
organizativo del Tea Party. El Partido Laborista del Reino Unido no habría
dado el giro a la izquierda que ha dado sin la energía de los militantes de
base del grupo Momentum. Y el impacto de los movimientos Occupy Wall
Street y Jubilee Debt Campaign también es aleccionador.
Al margen de lo que piense cada uno de esos movimientos específicos,
debemos concentrarnos en la forma, más que en el contenido. No resulta
difícil imaginar que surja una alianza difusa similar como respuesta a la
posverdad y al daño que ya está ocasionando a nuestro tejido cívico:
#TellUsTheTruth. Normalmente, el toque de corneta de «no os quejéis,
¡organizaos!» se asocia con la izquierda. Pero su aplicación no debería
limitarse a una ideología en particular.
Como mínimo, debemos reafirmar la verdad de un modo rotundo, en vez
de simplemente repetir la mentira por el procedimiento de negarla. La
racionalidad tiene que ir de la mano de la imaginación y la innovación. Si
queremos desautorizar y derrotar a la posverdad, la tarea debe ser colectiva,
sostenida y obstinada. Habrá contratiempos, altibajos y momentos de
exasperación. Pero si la verdad sigue siendo importante para nosotros como
civilización, es una tarea que no podemos obviar.
Como decíamos en el Prefacio, es un error presuponer que la apatía es
inevitable. Los más grandes oradores siempre han sido conscientes de que
la gente respeta a quienes tienen la honradez de admitir la dificultad de una
empresa y de prometer «sangre, esfuerzo sudor y lágrimas». Lo más
extraordinario del Discurso de Gettysburg –aparte de su brevedad– es que
Lincoln pasa sin solución de continuidad de la humildad ante los caídos a
un formidable reto nacional:
La gran tarea que aún nos queda por delante: que el ejemplo de estos caídos a los que hoy
honramos193 nos infunda una mayor devoción por la causa por la que ellos dieron aquí su última
y suprema muestra de devoción; que aquí reafirmemos rotundamente nuestra determinación de
que estos caídos no hayan muerto en vano; que esta nación renazca en libertad; y que el gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, jamás desaparezca de la faz de la Tierra.
De la misma forma, considérese el talento de Churchill –mucho antes de
que llegara a ser el líder de una guerra– para la exhortación a la acción,
basada en su temprana constatación de que la acción casi nunca es fácil. En
Mi juventud (1930), tenía lo siguiente que decir a los jóvenes:
No tenéis ni una hora que perder. Debéis ocupar vuestros puestos en la línea de combate de la
vida [...] No os conforméis con las cosas tal y como son. «La tierra y su plenitud son vuestras».
Asumid vuestro legado, aceptad vuestras responsabilidades. [...] Cometeréis todo tipo de errores;
pero mientras seáis generosos y sinceros, y también valientes, no podréis perjudicar al mundo, ni
tan siquiera afligirlo gravemente194.
Generosos, sinceros y valientes: un modelo al que vale la pena aspirar.
Una vez más, Martin Luther King nos ofrece un texto relevante, en esta
ocasión en el sermón que pronunció en la Sinagoga de Israel, en
Hollywood, en 1965. En este caso, al igual que Churchill, King habla de la
adversidad y de los argumentos morales para enfrentarse a ella:
El arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia. Prevaleceremos porque
Carlyle tiene razón: «Ninguna mentira puede vivir para siempre». Prevaleceremos porque
William Cullen Bryant tiene razón: «La verdad pisoteada volverá a levantarse». Prevaleceremos
porque James Russell Lowell tiene razón: «La verdad siempre está en el patíbulo, la injusticia
siempre en el trono. Sin embargo ese patíbulo condiciona el futuro, y detrás de lo oscuro y lo
desconocido está Dios en la sombra, vigilando a los suyos»195.
Intenten imaginarse a un político actual defendiendo la verdad con ese
tipo de lenguaje o con tanta pasión; o a un presidente estadounidense
diciendo: «No os preguntéis qué puede hacer vuestro país por vosotros,
preguntaos qué podéis hacer vosotros por vuestro país»196. En el largo
proceso de descomposición del discurso público que ha acabado
llevándonos a la era de la posverdad, la clase política y el electoradose han
confabulado en la banalización y el debilitamiento de lo que nos decimos
unos a otros. Las promesas irrealizables tienen su contrapartida en las
expectativas poco razonables; los objetivos no alcanzados se disimulan en
parte mediante los eufemismos y las evasivas; el abismo entre la retórica y
la realidad genera desencanto y desconfianza. Y entonces el ciclo vuelve a
empezar. ¿Quién se atreve a ser honesto? ¿Y quién se atreve a prestar
atención a la honestidad?
Esto no es un llamamiento al sentimentalismo, sino todo lo contrario. Es
una llamada a las armas, un recordatorio de que la verdad se descubre, no se
reparte, de que es un ideal que hay que buscar de forma activa, no un
derecho que debemos esperar perezosamente. Como ciudadanos que somos,
la exigencia de que nos digan la verdad debe atemperarse por medio de la
razón, pero no debe amansarse por culpa de la complacencia. Nuestra
insistencia ha de ser implacable.
En sus esclarecedores comentarios sobre el significado de 1984 –
realizados poco antes de su muerte, y que suponen su mensaje de
despedida– George Orwell hacía una advertencia categórica:
La moraleja que cabe extraer de esta peligrosa situación de pesadilla es simple: no permitan que
ocurra. Depende de ustedes.
No había ningún idealismo en esas últimas palabras, tan solo el realismo,
logrado a base de esfuerzo, de un escritor que había dedicado su vida a la
verdad, y que era consciente de que, a fin de cuentas, el ciudadano vigilante
es el único que monta guardia ante una sociedad libre y sus valores
fundamentales. En esa lucha, no cabe esperar a que llegue la caballería. Y
eso, por lo menos, siempre ha sido así. Al final de la Convención
Constitucional de 1787 en Filadelfia, una mujer se acercó a Benjamin
Franklin para preguntarle por qué tipo de gobierno se había optado.
Franklin respondió: «Por una república, señora, si ustedes son capaces de
conservarla»197.
Lo que Franklin quería decir es que un sistema libre de las fuerzas
distorsionadoras que inevitablemente conducen a la tiranía de un tipo u otro
solo es tan fuerte como las personas que lo protegen. Hoy en día esas
fuerzas son más complejas, diversas e insidiosas de lo que Franklin,
inventor y científico, podía imaginar. Pero ese sucinto desafío sigue siendo
el más acertado, y nos habla a través de los siglos, desde la época de los
Padres Fundadores hasta el terreno precario y cacofónico de nuestro tiempo.
Es un reto que vale la pena asumir. La valentía, la persistencia y el espíritu
de colaboración se verán recompensados: la verdad saldrá a relucir.
148 Para las repercusiones de la nueva tecnología, véase, por ejemplo, Adam Alter, Irresistible: Why
We Can’t Stop Checking, Scrolling, Clicking and Watching (2017) [Irresistible: ¿quién nos ha
convertido en yonquis tecnológicos?, Barcelona, Paidós, 2018].
149 https://www.bellingcat.com
150 https://www.nytimes.com/2017/02/06/business/syria-refugee-anas- modamani-germany-
facebook.html
151 http://webfoundation.org/2017/03/web-turns-28-letter/
152 https://www.theguardian.com/media/2017/jan/12/bbc-sets-up-team-to-debunk-fake-news
153 Organización británica sin ánimo de lucro dedicada a comprobar y corregir los hechos que se
relatan en las noticias (N. del T.).
154 http://www.pressgazette.co.uk/facebook-seeks-stronger-ties-with-news-industry-as-it-launches-
journalism-project/
https://www.bellingcat.com/
https://www.nytimes.com/2017/02/06/business/syria-refugee-anas-%20modamani-germany-facebook.html
http://webfoundation.org/2017/03/web-turns-28-letter/
https://www.theguardian.com/media/2017/jan/12/bbc-sets-up-team-to-debunk-fake-news
http://www.pressgazette.co.uk/facebook-seeks-stronger-ties-with-news-industry-as-it-launches-journal
155 http://www.usatoday.com/story/tech/talkingtech /2017/01/24/snapchat-clamps-down-
clickbait/96995456/
156 http://www.telegraph.co.uk/technology/2017/02/10/fake-news-killing-peoples-minds-says-
apple-boss-tim-cook/
157 http://www.spectator.co.uk/2008/02/charlie-does-surf-meet-the-new-wizard-of-the-web/
158 Algunos siguen creyendo que las acciones peer-to-peer (P2P), o «sinergismo entre pares»,
pueden derrotar a la posverdad. Véase, por ejemplo, Layne Hartsell, Post-Truth: Matters of Fact and
Matters of Concern – The Internet of Thinking Together (2017).
159 https://www.theguardian.com/politics/2017/feb/26/robert-mercer-breitbart-war-on-media-steve-
bannon-donald-trumpnigel-farage
160 https://www.theatlantic.com/technology/archive/2016/12/how-computers-will-help-fact-check-
the-internet/509870/13
161 Tell, en el original: en la jerga del póker, es un gesto o expresión que revela la jugada que tiene
en su mano un jugador (N. del T.).
162 http://www.livescience.com/33512-pass-lie-detector-polygraph. html
163 Daniel Levitin, A Field Guide to Lies and Statistics: A Neuroscientist on How to Make Sense of
a Complex World (edición británica, 2017), pp. 253, 216–221.
164 Viktor Mayer-Schönberger y Kenneth Cukier, Big Data: The Essential Guide to Work, Life and
Learning in the Age of Insight (2017, edición rústica), pp. 164–166 [Big data : la revolución de los
datos masivos, Madrid, Turner, 2013].
165 Gorman y Gorman, cit.
166 http://www.dailymail.co.uk/health/article-57944/Doctors-want- patient-time-doubled.html
167 Véase http://gking.harvard.edu/50c; y http://jonathanstray.com/networked-propaganda-and-
counter-propaganda
168 Alex Evans, The Myth Gap: What Happens When Evidence and Arguments Aren’t Enough?
(2017), p. xx.
169 Ibíd., p. 14.
170 Se trata del término irónico genérico para designar a los grupos que «buscan la verdad»
intentando desmentir hechos sobradamente demostrados, como por ejemplo el lugar de nacimiento
del presidente Obama que se menciona en el capítulo anterior (N. del T.).
171 Véase Jonah Sachs, cit. También Brian Boyd, On the Origin of Stories: Evolution, Cognition
and Fiction (2009).
172 Sachs, cit., p. 113.
http://www.usatoday.com/story/tech/talkingtech%20/2017/01/24/snapchat-clamps-down-clickbait/96995456/
http://www.telegraph.co.uk/technology/2017/02/10/fake-news-killing-peoples-minds-says-apple-boss-tim
http://www.spectator.co.uk/2008/02/charlie-does-surf-meet-the-new-wizard-of-the-web/
https://www.theguardian.com/politics/2017/feb/26/robert-mercer-breitbart-war-on-media-steve-bannon-d
https://www.theatlantic.com/technology/archive/2016/12/how-computers-will-help-fact-check-the-intern
http://www.livescience.com/33512-pass-lie-detector-polygraph.%20html
http://www.dailymail.co.uk/health/article-57944/Doctors-want-%20patient-time-doubled.html
http://gking.harvard.edu/50c
http://jonathanstray.com/networked-propaganda-and-counter-propaganda
173 https://www.theatlantic.com/daily-dish/archive/2008/09/identity-politics-from-milk-to-
palin/211892/
174 us’es, en el original (N. del T.).
175 http://www.vaclavhavel.cz/showtrans.php?cat=eseje&val=2_aj_ eseje.html&typ=HTML [El
poder de los sin poder y otros escritos, Madrid, Encuentro, 2013].
176 Véase Václav Havel, Disturbing the Peace: A Conversation with Karel Hvizdala, trad. al inglés
de Paul Wilson (1990), Capítulo 5 [Incluido en Sea Breve, por favor, Barcelona, Galaxia Gutenberg,
2008].
177 http://www.telegraph.co.uk/news/politics/9434096/London-2012-Olympics-Boris-limbers-up-to-
join-the-Tory-Olympians.html
178 http://www.thetimes.co.uk/article/we-all-made-a-terrible-mistake-on-migration-hr7qknsx8
179 http://www.independent.co.uk/voices/populism-facts-liberalism-social-media-filter-bubble-
a7637641.html
180 Lipstadt, Denial, cit., p. 301.
181 Véase Hochschild y Einstein, cit., pp. 157–158.
182 http://washingtonmonthly.com/2009/04/10/poseys-delicate-sensibilities/
183 Truthiness en el original (N. del T.).
184 http://www.avclub.com/article/stephen-colbert-13970
185 http://www.telegraph.co.uk/news/2016/10/05/theresa-may-patriotic- speech-conservative-party-
conference-live/
186 Citado en Hochschild y Einstein, cit., p. 164.
187 http://www.parliament.uk/business/committees/committees-a-z/commons-select/culture-media-
and-sport-committee/news-parliament-2015/fake-news-launch-16-17/188 Véase Thaler and Sunstein, cit.; y Robert Cialdini, Influence: The Psychology of Persuasion
(1984).
189 Hochschild y Einstein, cit., pp. 156–157.
190 «El nivel de estudios por sí solo es insuficiente cuando hay inercia e incentivos para permanecer
en el grupo propio a la hora de utilizar activamente la desinformación» – Hochschild y Einstein, cit.,
p. 150.
191 Citado en Hochschild y Einstein, cit., p. 166.
192 John le Carré, The Secret Pilgrim (1991, edición rústica), p. 336 [El peregrino secreto,
Barcelona, Planeta DeAgostini, 2001].
https://www.theatlantic.com/daily-dish/archive/2008/09/identity-politics-from-milk-to-palin/211892/
http://www.vaclavhavel.cz/showtrans.php?cat=eseje&val=2_aj_%20eseje.html&typ=HTML
http://www.telegraph.co.uk/news/politics/9434096/London-2012-Olympics-Boris-limbers-up-to-join-the-T
http://www.thetimes.co.uk/article/we-all-made-a-terrible-mistake-on-migration-hr7qknsx8
http://www.independent.co.uk/voices/populism-facts-liberalism-social-media-filter-bubble-a7637641.ht
http://washingtonmonthly.com/2009/04/10/poseys-delicate-sensibilities/
http://www.avclub.com/article/stephen-colbert-13970
http://www.telegraph.co.uk/news/2016/10/05/theresa-may-patriotic-%20speech-conservative-party-conferen
http://www.parliament.uk/business/committees/committees-a-z/commons-select/culture-media-and-sport-c
193 Lincoln pronunció este discurso el 19 de noviembre de 1863 con motivo de la inauguración del
cementerio de los caídos en Gettysburg, cuatro meses después de la batalla (N. del T.).
194 Winston Churchill, My Early Life (1930, 2013 edición en libro electrónico) [Mi juventud:
autobiografía, Granada, Almed, 2010].
195 http://www.americanrhetoric.com/speeches/mlktempleisraelhollywood.htm
196 Para una brillante crónica del discurso de investidura de Kennedy, véase Thurston Clarke, Ask
Not: The Inauguration of John F. Kennedy and the Speech that Changed America (2004).
197 Véase Walter Isaacson, Benjamin Franklin: An American Life (2003), p. 459.
http://www.americanrhetoric.com/speeches/mlktempleisraelhollywood.htm
Agradecimientos
Es una verdad en sentido literal que nunca habría llegado a escribir este
libro sin la cirugía de Adrian Steger y su equipo del Hospital Universitario
de Lewisham, que me salvó la vida. Les doy las gracias desde el fondo de
mi corazón.
Mi segunda deuda es con Andrew Goodfellow, un editor magnífico que
cree en las ideas, en el diálogo intelectual y en su relación con la vida
cotidiana. He tenido la gran suerte de trabajar con él y con sus colegas de la
editorial Ebury Press: Sarah Bennie, Clarissa Pabi, Laura Horsley, Michelle
Warner, Richard Collins y Ruth Killick. David Eldridge, de Two Associates,
ha hecho un trabajo excelente con el diseño de la cubierta.
Caroline Michel, mi agente sin igual, es una fuente de inspiración para
mí, así como una verdadera amiga y mentora. Le doy las gracias a ella y a
sus colegas de Peters Fraser y Dunlop, Kate Evans y Tessa David.
Muchos amigos míos han actuado como animadores, me han dado
inyecciones moral y han hecho de guías: Sarah y Johnnie Standing, Dylan
Jones, sir Evelyn de Rothschild, D.-J. Collins, John Cleese, Julia
Hobsbawm, Tessa Jowell (que tuvo la amabilidad de mostrarme las
valiosísimas notas de sus clases sobre la posverdad cuando enseñaba en
Harvard), Sarah Sands, John Patten, Jane Miles, Matthew Norman, Andy
Coulson, Melissa Kite, Martin Ivens y Anne McElvoy, sir Craig Oliver,
Rafael Behr y Simon Mason.
Como siempre, mi mayor deuda es con mi familia: mis hermanos, Pad y
Mick, me han apoyado sin escatimar esfuerzos. Me asombra que mis hijos,
Zac y Teddy, ya sean adolescentes (y más altos que yo): son, y siempre
serán, el corazón de mi existencia.
Después de casi medio siglo, mi padre sigue siendo una fuente
infinitamente generosa de sabiduría, de paciencia, de apoyo y de amor –y
un héroe para mí–. Me resulta imposible agradecérselo lo bastante.
Este libro está dedicado a mi querida madre, que estaba tan
comprometida con la verdad como la que más. La echo de menos y pienso
en ella todos los días.
Título original: Post Truth. The New War on Truth and How to Fight Back
Publicado por primera vez como Post Truth por Ebury Press, un sello de Ebury, que pertenece al
grupo Penguin Random House.
Edición en formato digital: 2019
Copyright © Matthew d’Ancona, 2017
© de la traducción: Alejandro Pradera Sánchez, 2019
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2019
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
alianzaeditorial@anaya.es
ISBN ebook: 978-84-9181-423-8
Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su
descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema
de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico,
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Conversión a formato digital: REGA
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	Prefacio: La proximidad de la muerte y la posverdad
	1. «¿Y qué más da?»: La llegada de la era de la posverdad
	El brexit, Trump y el nuevo público político
	Sale la verdad, entra la emoción
	2. «¡Sois incapaces de asumir la verdad!»: Los orígenes de la era de la posverdad
	El colapso de la confianza
	El ascenso de la industria de la desinformación
	Bienvenidos al bazar digital
	Fake news
	3. Conspiración y negación: Las amigas de la posverdad
	La paranoia ocupa el centro del escenario
	¿Quién necesita la ciencia?
	El antisemitismo y la negación del Holocausto en la era digital
	4. El crac de la piedra filosofal: El posmodernismo, la ironía y la era de la posverdad
	El poder de las ideas
	El posmodernismo, lo bueno y lo malo
	La herrumbre en el metal de la verdad... y sus consecuencias
	Motivos para estar alegre
	5. «El hedor de las mentiras»: Estrategias para derrotar a la posverdad
	Sin vuelta atrás
	El espectro del escrutinio
	Tecnología, cúrate a ti misma
	Los hechos no bastan
	Primar la narración
	Es verdad, aunque no lo parezca
	La verdad... si podemos conservarla
	Agradecimientos
	Créditosy
la vuelta al proteccionismo económico.
Pero ese era el quid de la cuestión: ofrecer a la gran masa de votantes
blancos una serie de enemigos contra los que podían unirse, un relato en el
que los votantes podían desempeñar un papel y un plan mítico para «Hacer
que América vuelva a ser grande». El efecto fue narcótico en vez de
racional: mejor un cuento fantástico que sonaba bien que ningún relato en
absoluto.
En el meollo de ese relato se alzaba el propio Trump, un Gatsby
desaliñado cuyo chabacano exhibicionismo –objeto de grandes burlas en los
medios– era precisamente lo que hacía que la historia resultara tan
seductora14. La victoria le convenció de que ya había quedado más o menos
liberado de las tediosas limitaciones de los hechos. Avanzamos rápidamente
a la primera rueda de prensa de Trump en solitario como presidente, donde
afirmó que había logrado «la mayor victoria en votos electorales desde
Ronald Reagan»15. Cuando el periodista de la NBC Peter Alexander le
corrigió, señalando que en 2008 Obama había conseguido 365 votos –61
más que Trump–, el presidente masculló: «Me refería a los republicanos».
Alexander le contestó que George H. W. Bush había conseguido 426 votos
en 1988, y le preguntó, ante la evidencia de las afirmaciones falsas del
presidente, por qué los estadounidenses tendrían que confiar en él. El
presidente, aparentemente impertérrito, se limitó a decir: «A mí me han
dado esa información. De hecho, he visto esa información en algún sitio.
Pero ha sido una victoria muy sustancial, ¿están de acuerdo comigo?»16. En
otras palabras: «¿Y qué más da?».
Así pues, resulta tentador achacar el ascenso de la posverdad al ascenso
de Trump. Tentador, y erróneo. Si fuera posible culpar de esta crisis de
veracidad a un único sociópata político, el problema sería controlable y
estaría limitado en el tiempo (ningún presidente estadounidense puede
ocupar el cargo más de dos mandatos de cuatro años). Pero Trump es más el
síntoma que la causa. Llevaba varias décadas considerando la posibilidad de
presentarse como candidato a la Presidencia, y como es lógico todo el
mundo se burlaba de él. Pero, como Trump intuyó claramente, en 2016, de
repente, los astros se alinearon a su favor.
También comprendió que, mutatis mutandis, la decisión del pueblo
británico de abandonar la Unión Europea fue un ensayo general para lo que
finalmente fue su victoria. Unos días antes de las elecciones presidenciales,
Trump predijo que el resultado iba a ser un «brexit plus, plus, plus»17. Lo
que quería decir era que la insurgencia de los británicos contra el
establishment proeuropeo iba a tener su réplica, con creces, en la
insurrección del pueblo estadounidense contra las élites fracasadas de
Washington.
Sin embargo, las analogías eran mucho más profundas. Arron Banks, el
empresario que financió la campaña de la organización Leave.EU, acertaba
en su análisis del resultado del referéndum:
La campaña a favor de la permanencia (Remain) presentaba un hecho tras otro, tras otro.
Sencillamente, eso no da resultado. Es preciso conectar con la gente de una forma emocional. Ese
es el éxito de Trump18.
Los que presionaban a favor de que Gran Bretaña siguiera siendo
miembro de la UE bombardeaban a la gente con estadísticas: salir de la UE
iba a suponer la pérdida de 950.000 empleos en el Reino Unido, el salario
medio iba a disminuir 38 libras por semana, cada familia tendría que gastar
una media de 350 libras adicionales al año en productos básicos, estarían en
riesgo los 66 millones de libras que los países de la UE invertían cada día
en el Reino Unido, el coste de salir de la UE ascendía a 4.300 libras por
familia... etcétera, etcétera, etcétera19. Resultaba cada vez más fácil
caricaturizar aquella avalancha de datos difíciles de digerir como poco más
que una serie de afirmaciones arbitrarias.
Lo que entendían muy bien los partidarios del brexit era la necesidad de
sencillez y de resonancia emocional: un relato que confiriera un significado
visceral a una decisión que de otra forma podría parecer técnica y abstracta.
Como afirmaba en su momento Dominic Cummings, director de la
campaña de la organización VoteLeave, los argumentos a favor de la salida
tenían que ser claros y ceñirse a las quejas específicas de la población. Un
mensaje basado en las oportunidades comerciales del brexit –«Go Global»,
‘globalicémonos’– podría ser intelectualmente defendible, pero no iba a
cosechar votos. Los primeros estudios realizados por Cummings sobre el
posible ingreso de Gran Bretaña en el euro habían puesto de manifiesto el
gancho potencial de un compromiso para «Recuperar el control».
En segundo lugar, Cummings estaba convencido de que el coste semanal
de ser miembro de la UE –supuestamente 350 millones de libras– debía
ocupar el lugar más relevante de la campaña, y que había que presentarlo,
crucialmente, como un dividendo para el Servicio Nacional de Salud. En
otras palabras: hay que subvencionar a los médicos y las enfermeras, no a
los burócratas de Bruselas. En tercer lugar, la campaña debía presentar el
posible ingreso de Turquía en la UE como un peligro claro y real para el
control de la política de inmigración de Gran Bretaña. «Me sorprendió el
golpe que supuso para el IN [‘dentro’: la campaña del Remain] que les
atizáramos con lo de Turquía», recordaba más tarde Cummings en unas
memorias que publicó en su blog20. Sorprendido o no, Cummings tenía
razón al afirmar que las perspectivas sobre inmigración –sobre todo desde
Turquía– harían cambiar de intención de voto a mucha gente, y
contribuirían a llevar en volandas a la campaña del Leave hacia una victoria
histórica.
Las analogías con el éxito de Trump no son estrictas, pero, como bien
comprendía Banks, son bastante similares. La velocidad con la que los
partidarios del brexit cambiaron de parecer a raíz de las promesas con las
que se ganó el referéndum fue pasmosa. En el programa Newsnight de la
BBC, al día siguiente de la votación, Daniel Hannan, un diputado
conservador, negó que su bando hubiera prometido o insinuado que iba a
haber una drástica reducción de las cifras de inmigrantes. «Nosotros nunca
dijimos que fuera a haber ningún tipo de recorte radical –le dijo al atónito
presentador, Evan Davis–. Queremos cierto grado de control»21. A
continuación, defendiendo su postura personal, Hannan afirmó:
Amigos, repasad lo que he venido diciendo a lo largo de toda la campaña: está todo en Twitter,
YouTube, etcétera. Yo era partidario de un mayor control, no de minimizar la inmigración22.
Puede que eso fuera cierto en el caso personal de Hannan, un político
conocido por su integridad y su intelecto. Pero resultaba engañoso decir que
el bando ganador, el «nosotros» al que se refería Hannan, no había alentado
la impresión de que el número de migrantes que entraban en el país iba a
disminuir.
El 16 de junio, Nigel Farage, a la sazón líder del UK Independence Party
(UKIP), mostró un cartel donde se veía a una gigantesca cola de refugiados
sirios bajo el eslogan: «Punto de ruptura»23. La imagen fue objeto de
repudio general, por ejemplo por parte de Boris Johnson, el portavoz más
destacado de la campaña oficial del Leave, quien declaró sentirse
«profundamente consternado» por el cartel24. Es normal que lo estuviera: el
cartel decía de forma explícita lo que otros preferían simplemente insinuar.
Los votantes que habían apoyado el brexit aspiraban a un mayor control
«con un objetivo». Las diversas campañas a favor de la salida de la UE,
cada una a su manera, se conformaban con suscitar expectativas
astronómicas entre quienes optaban por echarle la culpa de sus desgracias –
reales o imaginarias– a los inmigrantes. Y así se fue alimentando el
pernicioso concepto de que la movilidad de la población es un juego de
suma cero: que quienes llegan al Reino Unidos son un hatajo de gorrones,
que privan a los británicos autóctonos de plazas escolares, de vivienda, de
empleo y de atención sanitaria (todas ellas afirmaciones inventadas, y
desmentidas exhaustivamente por Neli Demireva,de la Universidad de
Essex)25. Aunque el ingreso de Turquía en la UE era, en el mejor de los
casos, una perspectiva remota –como deja bien claro el último informe
anual de la Comisión Europea sobre la cuestión–, era un asunto que le venía
muy bien a los partidarios del brexit para avivar los temores a su ingreso y a
la consiguiente oleada de migrantes musulmanes26.
Se trataba de la política de la posverdad en su estado puro: el triunfo de
lo visceral sobre lo racional, de lo engañosamente simple sobre lo
honestamente complicado. No había forma de que un gobierno que se
tomara en serio el crecimiento económico pudiera satisfacer jamás tales
expectativas. Siempre habrá sectores donde se necesiten trabajadores
cualificados de la UE –en el momento de escribir estas líneas, había
130.000 personas trabajando en el sistema británico de asistencia sanitaria y
social– y hacen falta muchos más. El resultado del referéndum no afectaba
en absoluto a las normas que rigen la inmigración desde fuera de la UE, ni a
las obligaciones de Gran Bretaña en virtud de la Convención de Naciones
Unidas sobre los Refugiados. Era imposible que la salida del Reino Unido
de una organización supranacional lograra domeñar las fuerzas planetarias
que impulsan la movilidad de la población.
Gran Bretaña nunca iba a ser esa patria que concede prioridad a la
población autóctona, que algunos imaginaban y que otros les habían
alentado a imaginar: el país iba a seguir siendo siempre una nación
pluralista, heterogénea, que cada mes acoge a muchos miles de recién
llegados. Pero hay que perdonar a los votantes por creer lo contrario.
No menos espuria era la afirmación –blasonada en un lateral del autobús
del bando del Leave– de que el brexit iba a generar unos ingresos
adicionales para el NHS (que anda muy escaso de dinero) de 350 millones
de libras a la semana. Para empezar, la afirmación no tenía en cuenta el
«cheque»27 de descuento que recibía Gran Bretaña: su contribución neta
semanal rondaba más bien los 250 millones de libras28. Después de señalar
aquel error, la Autoridad Estadística británica se declaraba «consternada al
advertir que siguen haciéndose insinuaciones de que el Reino Unido aporta
a la UE 350 millones de libras cada semana, y de que la totalidad de esa
suma podría gastarse en otras partidas»29. Pero la campaña del Leave siguió
adelante, sin inmutarse. Cummings insiste en que Boris Johnson y su colega
del Leave, Michael Gove, «habían acordado y estaban decididos» a gastar
ese dinero en la sanidad pública. Puede que se hubieran convencido a sí
mismos de que esa mágica transferencia de efectivo iba a producirse: la
posverdad, como veremos, no es lo mismo que mentir.
Otros miembros destacados del equipo del Leave no tuvieron el mínimo
inconveniente en plegar velas respecto a la promesa estrella de la campaña.
Cuatro días después del referéndum, Chris Grayling, a la sazón presidente
de la Cámara de los Comunes, rebajaba la promesa a «una aspiración»30.
Iain Duncan Smith, otro destacado partidario del brexit, también se
distanciaba de lo que hasta entonces había sido una afirmación inequívoca:
Yo nunca dije eso a lo largo de las elecciones [sic]. Lo de los 350 millones era una extrapolación
de los 19.100 millones de libras, que es la suma total que hemos aportado a la Unión Europea. Lo
que realmente decíamos era que una parte sustancial de esa suma iría a parar al NHS31.
Por supuesto, eso no era en absoluto lo mismo que se había inducido a
creer a los votantes cada vez que veían por televisión el autobús del Leave,
o cuando leían el último tuit del director de campaña, Matthew Elliot:
«Démosle a nuestro NHS los 350 millones de libras que nos cobra la UE
cada semana»32.
Cuando Chuka Umunna, un veterano diputado laborista, presentó una
enmienda a la legislación para el arranque de las negociaciones sobre la
salida de Gran Bretaña de la UE –una enmienda que habría puesto a prueba
las repercusiones para el NHS de la salida–, la Cámara de los Comunes
desechó la propuesta. Cummings lo admite: «¿Habríamos ganado sin lo de
los 350 millones de libras para el NHS? Todos nuestros estudios, junto con
lo ajustado del resultado, apuntan marcadamente a que no».
Pero la rapidez con que el compromiso fue a parar a la papelera sugiere
que era muy improbable que llegara a cumplirse. Tomando prestada una
distinción que a menudo hacen los partidarios de Trump, salta a la vista que
fue un error tomarse la campaña del Leave al pie de la letra, en vez de
tomársela en serio.
Ante este telón de fondo de promesas incumplidas o endebles, cabría
esperar que el entusiasmo por el brexit se desplomara con el paso de los
meses, y a medida que a la gente se le iba cayendo la venda de los ojos. Ni
en lo más mínimo. Según una encuesta de la empresa Opinium publicada en
enero de 2017, el 52% de los votantes consideraba que Gran Bretaña «había
tomado la decisión correcta al decidir salir de la Unión Europea»33.
Algunas encuestas, es cierto, reflejaban cierta preocupación por el probable
contenido del acuerdo final. Pero, al tiempo que se derretían las promesas
de la campaña del Leave, había escasos indicios de «arrepentimiento por
parte del comprador». En febrero, el apoyo a la estrategia del Gobierno
había aumentado al 53%, y un 47% de los encuestados decía estar
convencido de que la primera ministra Theresa May conseguiría un acuerdo
justo para Gran Bretaña (en comparación con tan solo el 29% que opinaba
que no lo lograría)34.
Durante las primeras semanas de la presidencia de Trump se impuso una
pauta similar: aunque él personalmente seguía siendo impopular, las
medidas que había tomado y prometido contaban con un apoyo
generalizado35. Lo que nos lleva al meollo mismo del fenómeno de la
posverdad.
Sale la verdad, entra la emoción
Mentir ha formado parte integrante de la política desde que los primeros
seres humanos se organizaron en tribus. Los antropólogos señalan la
importancia del engaño en las sociedades primitivas, sobre todo, pero no
exclusivamente, en el trato con los forasteros36. Platón atribuía a Sócrates el
concepto de la «mentira noble», un mito que inspira armonía social y
devoción cívica. En el capítulo XVIII de El Príncipe, Maquiavelo insta al
gobernante a aprender a «disimular y fingir».
Centrándonos en la experiencia histórica de Estados Unidos, su ideal de
veracidad política se encuentra en sí mismo radicado en una ficción. «Soy
incapaz de decir una mentira», afirmó supuestamente George Washington
cuando su padre le preguntó si había talado un cerezo con el hacha que
acababan de regalarle. «Sí, lo he cortado con mi hacha». Pero esa parábola
fue una invención del párroco Mason Locke Weems, el mitógrafo de
Washington –y que, dicho sea de paso, afirmaba ser rector de una iglesia
que no existía–37.
En la cultura estadounidense, la réplica a la confesión (inventada) del
joven Washington fue la afirmación de Richard Nixon en noviembre de
1973: «No soy un sinvergüenza»38. Anteriormente, el presidente Truman
había calificado sucintamente a Nixon como
un bastardo mentiroso que no sirve para nada. Puede decir mentiras por los dos extremos de su
boca a la vez, y si alguna vez se sorprendiera a sí mismo diciendo la verdad, mentiría tan solo
para no perder la práctica39.
Barry Goldwater, el candidato republicano derrotado en la carrera
presidencial de 1964, recordaba a Nixon como «el individuo más
deshonesto que he conocido en toda mi vida»40.
Nixon sabía de sobra lo que le aguardaba a cualquier político al que
sorprendieran mintiendo. Como le advirtió a uno de sus ayudantes, John
Dean: «Si vas a mentir, irás a la cárcel por mentir, más que por el delito. Así
que, hazme caso, no mientas nunca»41. Pero no fue capaz de prever las
convulsiones que provocaron sus fechorías y sus falsedades en el sistema de
gobierno de Estados Unidos. El asunto Watergate, además de dejar como
herencia un sufijo para casi todos los escándalos posteriores, agotó la
confianza de la nación en su clase política, amenazando a la propia
Presidencia, ademásde acabar con la carrera de un presidente en concreto.
La risueña simpatía de Ronald Reagan fue la escotilla de emergencia por
la que su partido pretendió salir para siempre de la era de Nixon. Sin
embargo, el propio Reagan no era ajeno a las falsedades. Afirmaba, por
ejemplo, que había contribuido a filmar los campos de concentración y su
liberación, cuando, en realidad, Reagan no había salido de Estados Unidos
durante la Segunda Guerra Mundial. Aún más famosa es la manera en que
finalmente admitió la sustancia del escándalo Irán-Contra:
Le he dicho al pueblo estadounidense que no intercambié armas por prisioneros. Mi corazón y
mis mejores intenciones siguen diciéndome que es verdad, pero los hechos y las evidencias me
dicen que no lo es42.
Esa brecha entre el sentimiento y los hechos es relevante para nuestra
propia época, como veremos. De hecho, a juicio de Reagan no existía
ningún motivo evidente para distinguir entre ambas cosas. Después de
corregir a una persona que recordaba erróneamente haberle conocido
cuando Reagan era un joven actor, el presidente le ofreció esta reveladora
consolación: «Usted lo creía porque quería creerlo. No hay nada malo en
ello. Yo lo hago constantemente»43.
Es posible que ese tipo de racionalizaciones aliviaran la conciencia del
presidente, pero no contribuyeron en nada a mitigar la cultura de
desconfianza política que tenía sus raíces en la guerra de Vietnam y en el
Watergate, y que alcanzó su apoteosis con el asunto de Monica Lewinsky y
la posterior comisión de investigación del Congreso de Estados Unidos
contra Bill Clinton. Al afirmar con solemne intensidad que «no tuve
relaciones sexuales con esa mujer», Clinton emborronó para siempre su
propio historial, sumió a la República en una crisis que agotó la escasa
confianza que quedaba en sus políticos y condenó al sistema político
estadounidense a una polarización aparentemente inexorable44.
Durante siglos, y ciertamente desde la Ilustración, uno de los
presupuestos indiscutibles ha sido que incluso la democracia más sólida se
deteriora cuando sus políticos mienten con frecuencia. Fue precisamente el
hecho de que Tony Blair se hubiera presentado –y así hubiera sido percibido
por los votantes– como «un tipo bastante recto» lo que provocó que la
polémica por sus informes sobre la guerra de Irak le ocasionara tantos
problemas. Hasta el día de hoy, Blair y su jefe de prensa, Alastair Campbell,
siguen negando que aquellos documentos –el fundamento de la
participación de Gran Bretaña en el conflicto– no fueran «de fiar», que
hubieran sido «embellecidos» o falsificados de ninguna forma. A pesar de
todo, el político y estrella popular de 1997 acabó siendo percibido por
mucha gente como un «Bliar45», una fuerza corrosiva para la política
británica, y no el salvador del Partido Laborista. «Hay un lío muy grande
con la confianza»46, apuntaba Campbell en una anotación de su diario de
julio de 2003, una perspicaz, aunque deprimente, observación sobre la
difícil situación a la que se enfrentaban todos los políticos de todos los
partidos.
Sin embargo, las mentiras políticas, las interpretaciones sesgadas y las
falsedades no son, ni mucho menos, lo mismo que la posverdad. Lo que
resulta novedoso no es la mendacidad de los políticos sino la respuesta del
público. La indignación deja paso a la indiferencia y, por último, a la
complicidad. Mentir se considera la norma, incluso en las democracias –
como ocurre en Polonia, donde el partido nacionalista gobernante, Ley y
Justicia, ha difundido constantemente mentiras sobre los homosexuales,
sobre la posibilidad de que los refugiados contagien enfermedades y sobre
la colaboración entre los comunistas y los anticomunistas47–. Ya hemos
dejado de esperar que nuestros políticos electos digan la verdad: por ahora,
eso se ha borrado de los requisitos para el cargo, o por lo menos se ha visto
sustancialmente relegado en la lista de los atributos exigidos.
Es algo bastante habitual en las sociedades marcadas por un pasado
totalitario, o por la autocracia en el presente. En su excelente historia de la
Rusia actual, Nada es verdad y todo es posible, Peter Pomerantsev describe
el hastío que generan ese tipo de presupuestos:
Y cuando uno va a verificar (a través de sus amigos, de Reuters, de cualquiera que no sea
Ostankino [el canal de televisión pro-Putin, controlado por el Estado]) si realmente hay unos
fascistas que se están apoderando de Ucrania, o si están crucificando a los niños, descubre que es
todo falso, y que en realidad las mujeres que decían que lo habían visto con sus propios ojos son
extras contratadas y disfrazadas de «testigos oculares». Pero aunque uno sepa que toda la
justificación de la guerra del presidente es una falsificación, incluso cuando uno sospecha que el
motivo es crear una nueva tecnología política a fin de que el presidente siga siendo todopoderoso,
y para que la gente se olvide de que la economía está derrumbándose, incluso cuando uno lo sabe
y lo entiende, las mentiras se repiten tan a menudo en Ostankino que al cabo de un rato uno se
sorprende a sí mismo asintiendo con la cabeza, porque resulta muy difícil creer que estén
mintiendo tanto y de una forma tan descarada, y constantemente, en algún nivel, uno llega a la
conclusión de que si Ostankino es capaz de mentir tanto y de quedar impune, ¿no significa que
tienen un poder real, el poder de definir lo que es verdad y lo que no, de modo que lo mejor sería
asentir con la cabeza de todas formas?48.
El puro agotamiento puede despojar de su compromiso con la verdad
incluso a un ciudadano vigilante. Pero ¿qué viene a ocupar su lugar? Según
Pomerantsev, en la Rusia de Putin es una resignación cognitiva, la retirada
de una carrera aparentemente imposible de ganar. Lo que cuenta no es la
reflexión racional sino la convicción consolidada. Según Alexander Dugin,
el científico político y polemista ruso (apodado «el Rasputín de Putin»), «la
verdad es una cuestión de creencia [...] los hechos no existen». Desde luego,
no es casualidad que Dugin haya demostrado ser tan influyente entre la
derecha alternativa estadounidense, la alt-Right, esa red difusa de
nacionalistas que va desde el despacho en la Casa Blanca de Steve Bannon,
el estratega jefe de Trump, hasta los grupos neonazis y
supervivencialistas49. Comparten con él la convicción de que la verdad es
lo que decide cada cual.
En Occidente, lo que amenaza con eclipsar nuestra ancestral insistencia
en la verdad como principal criterio en la lucha política es la conexión
emocional, que siempre forma parte de la toma de decisiones políticas.
Michael Moore, el documentalista estadounidense y activista de izquierdas,
fue uno de los pocos comentaristas políticos que predijeron el resultado de
las elecciones presidenciales. En su película Michael Moore in Trumpland
describía los sentimientos que iban a llevar a los votantes a apoyar al
candidato republicano de insuficiente cualificación para el cargo:
Han perdido su empleo, los bancos les han desahuciado de sus viviendas, después vino el
divorcio, ahora su esposa y sus hijos ya no están, y el concesionario de automóviles les ha quitado
el coche. Hace años que no tienen vacaciones, no tienen más que el Bronze Plan50 de mierda,
donde ni siquiera les dan un puto Percocet51. Básicamente han perdido todo lo que tenían, salvo
una cosa [...]: el derecho al voto.
Aunque la medida en que el apoyo de los que se han quedado atrás y de
los desposeídos explica la victoria de Trump sigue siendo objeto de debate,
Moore tenía razón al identificar como el máximo aliado del candidato
republicano la exigencia vehemente de un cambio. El cineasta era
consciente de que el electorado no estaba de humor para escuchar la lista de
cualificaciones de Hillary Clinton para ocupar el Despacho Oval ni, en
sentido contrario, para prestar demasiada atención a quienes les advertían
de las mentiras, de la intolerancia y del amateurismo de Trump. Querían
enviar «el “que os den por culo” más grande de la historia de la
Humanidad». Y, proseguíaMoore: «Así se quedarían a gusto, un día, o tal
vez una semana. Como mucho, un mes»52.
Trump nunca fue un candidato «simpático». Las encuestas de opinión
revelaban que el pueblo americano era perfectamente consciente de los
defectos de su carácter. Pero él les transmitía una empatía brutal, arraigada
no en las estadísticas, ni en el empirismo, ni en una información recopilada
meticulosamente, sino en su talento desinhibido para la ira, la impaciencia y
para echarle la culpa a los demás. La afirmación de que Trump «hablaba sin
pelos en la lengua» no significaba –como podría ocurrir en el pasado– que
«dijera la verdad»; en 2016 significaba: «este candidato es diferente y tal
vez pueda aliviar mi angustia y reavivar mis esperanzas».
La socióloga Arlie Russell Hochschild ha escrito sobre la «historia
profunda» que sustenta las actitudes políticas y la conducta social:
Una historia profunda es una historia basada en el «siento que...», es la historia que cuentan los
sentimientos, en el lenguaje de los símbolos. Elimina el raciocinio. Elimina los hechos. Nos dice
lo que sentimos ante las cosas.
En sus viajes por la región pantanosa de Luisiana, Russell, basándose en
muchas conversaciones, sacó a la luz una historia de ese tipo que, a su
juicio, condicionaba la forma en que sus entrevistados veían y entendían la
América de hoy en día. La historia se basaba en una metáfora elaborada:
«Estás de pie, esperando pacientemente en una larga cola para subir a un
cerro, como en una peregrinación. Estás situado en la mitad de esa cola,
junto con otros que también son blancos, mayores, cristianos y
predominantemente varones, algunos con un título universitario, otros no».
En lo alto del cerro «está el sueño americano, la meta de todos los que
aguardan haciendo cola». Pero «cae un sol de justicia y la cola no avanza.
De hecho, ¿no está retrocediendo?». Tus ingresos están estancados o
disminuyen. El empleo escasea en la zona donde vives. Y entonces: «¡Ves a
gente colándose delante de ti!».
En el relato de Hochschild, los hombres y mujeres de la cola sienten que
han cumplido las normas, que han hecho grande a su país, y sin embargo
están perdiendo terreno respecto a las mujeres, los inmigrantes, los
trabajadores del sector público, los refugiados y otros beneficiarios del
dinero de los contribuyentes, «que se cuela a través de un tamiz de empatía
progresista»53.
El estudio de Hochschild no es una apología, sino la base para una
interpretación. El prisma de la «historia profunda» –en este caso, la historia
de la derecha estadounidense en el Sur– es una herramienta inestimable en
el análisis de la era de la posverdad. Explica el papel que desempeñan los
relatos –en contraposición con los datos desagregados– en la conducta
política y social.
Ese papel no es nuevo, ni mucho menos. Durante la mayor parte de la
historia de la humanidad, las mitologías colectivas y las historias tribales
han contribuido más a explicar la conducta humana que la fría evaluación
de las pruebas verificables. Todas las sociedades tienen sus leyendas
fundacionales que las cohesionan, dan forma a sus fronteras morales y
pueblan sus sueños de futuro. Sin embargo, desde la revolución científica y
la Ilustración, esas narraciones colectivas han competido con la
racionalidad, el pluralismo y la prioridad de la verdad como fundamento
para la organización social.
Lo que sí es nuevo es la medida en que, en el nuevo escenario de la
digitalización y de la interconexión global, las emociones están reclamando
su primacía y la verdad se encuentra en retirada. Las fuerzas que impulsan
esa retirada son el asunto del próximo capítulo. Pero el resurgir de la
narración emocional durante las últimas décadas –su renovada centralidad–
es el corolario esencial.
Si bien el siglo XX fue la era del totalitarismo y de su ignominiosa
derrota, también fue la era de la psicoterapia y de su sólida supervivencia.
Sigmund Freud aportó un nuevo marco para ver la humanidad y –al margen
de las modas académicas– además introdujo en el torrente sanguíneo
popular una serie de ideas que han demostrado ser extraordinariamente
resistentes. En psicoanálisis, las afirmaciones y las argumentaciones en
sentido contrario se evalúan patológicamente, en función de las neurosis
personales, en vez de jurídicamente, según los conceptos tradicionales de
«verdad» y «mentira». El imperativo es tratar con éxito al paciente, no
establecer los hechos.
En el ámbito restringido de la consulta psicoanalítica, se trataba
inicialmente de un asunto totalmente privado. Pero el paradigma de la
psicoterapia se ha extendido más allá de ese escenario clínico, hasta asumir
un papel dominante en la cultura y en las costumbres contemporáneas.
Mucho antes de que se dijera que los «memes» se han hecho «virales», la
psicología popular se había difundido por todo el mundo y se había
instalado en el lenguaje popular como una forma de explicarlo todo. Las
modalidades que ha asumido esa conquista van desde los análisis
genuinamente esclarecedores de nuestra forma de vivir hasta la psico-
cháchara desbocada que lo disculpa todo y no explica nada. Un ejemplo de
la primera categoría es la escuela de la teoría económica conductista, que ha
arrojado una luz fascinante sobre el rol de los impulsos psicológicos y
sociales en las decisiones económicas54. Estrechamente relacionado con lo
anterior es el estudio de la «inteligencia emocional» –popularizado por el
psicólogo Daniel Goleman– y del papel que desempeñan las facultades
emocionales, como la empatía, la autoconciencia y la autorregulación en el
liderazgo, en el desempeño en el lugar de trabajo y en las relaciones
sociales55. Partiendo de ese tipo de análisis, Drew Westen y Daniel Pink
han explorado, respectivamente, el papel de las emociones en la conducta
política y la creciente importancia del hemisferio derecho del cerebro,
responsable de la creatividad, la inventiva y la empatía, en la era de la
automatización56.
Por emancipadora que sin duda alguna haya sido esa mayor comprensión
de las emociones y los impulsos psicológicos, también ha reseteado las
normas del juego humano, en unas modalidades que no siempre son
constructivas. El legendario psicólogo Bruno Bettelheim, un falsificador en
serie de su propio pasado –por favor ténganlo en cuenta–, aportó a la
modernidad uno de sus textos más perniciosos, donde aclamaba «la
necesidad y la utilidad de actuar sobre la base de unas ficciones que se sabe
que son falsas»57.
Según esa máxima, la necesidad emocional prevalece sobre la estricta
adhesión a la verdad. Los que ponen peros no son mejores que Thomas
Gradgrind, el personaje de Tiempos difíciles de Dickens, y su sombría
reivindicación:
Pues bien, lo que yo quiero son Hechos. No le enseñen a estos niños y niñas nada más que
Hechos. Lo único que se necesita en la vida son los Hechos.
No: el propósito superior del género humano es trascender de lo literal y
que cada uno dé forma a su propia realidad.
No es difícil ver lo interesado que puede llegar a ser ese axioma. Como
señala David Brooks en su libro sobre los hijos del baby boom –los nacidos
entre el final de la Segunda Guerra Mundial y mediados de los años
sesenta–, esa generación es «relativamente indiferente a las mentiras o a las
transgresiones que aparentemente no hacen un daño evidente a nadie.
Valoran las buenas intenciones, y están dispuestos a tolerarle muchas cosas
a las personas de buen corazón»58. Embellecen sus hojas de servicios
militares, sus currículos y sus historiales sexuales59. Para esa cohorte, la
sinceridad emocional siempre ha sido la máxima virtud, mayor, en muchos
casos, que la almidonada búsqueda de la verdad objetiva a la que le instaba
la generación de sus progenitores.
No es que la honestidad haya muerto: lo que los psicólogos denominan
«sesgo de la verdad» sigue siendo un componente fundamental del carácter
humano. Pero actualmente se la percibe como una prioridad entre muchas, y
no necesariamente la más alta. Compartir nuestros sentimientos más
íntimos, dar formaa nuestro drama existencial, hablar con el corazón en la
mano: esas aspiraciones están cada vez más en competencia directa con los
valores jurídicos tradicionales. En palabras de Ralph Keyes, uno de los
primeros escritores que alertó de los peligros de la posverdad, muchos «han
adoptado una postura terapéutica, en la que no se piden responsabilidades a
nadie por su deshonestidad, ni por casi nada»60.
El riesgo consiste en que una proporción cada vez mayor de
valoraciones y decisiones queden desterradas al ámbito de los sentimientos,
en que la búsqueda de la verdad se convierta en una rama de la psicología
emocional, sin amarres ni cimientos. Así pues, la pregunta es cómo el ideal
de la veracidad ha llegado a debilitarse, a palidecer tanto que compite tan
deficientemente con el emocionalismo de hoy en día. ¿Qué ha sido de la
verdad?
3 En el momento de la publicación: http://www.politifact.com/personalities/donald-trump/
4 http://www.bbc.co.uk/news/uk-37995600
5 https://www.thenation.com/article/post-truth-and-itsconsequences-what-a-25-year-old-essay-tells-
us-about-thecurrent- moment/
6 http://grist.org/article/2010-03-30-post-truth-politics/
7 https://www.washingtonpost.com/politics/2016/live-updates/general-election/real-time-fact-
checking-and-analysis-of-thefirst-presidential-debate/fact-check-has-trump-declared-bankruptcy-
four-or-six-times/?utm_term=.7896ea11aa1b
8 El gran evento anual de la lucha libre, emitido por la televisión de pago (N. del T.).
9 http://www.ngca.co.uk/docs/Barthes_WorldOfWrestling.pdf
10 http://uk.businessinsider.com/sean-spicer-berates-media-over-inauguration-crowd-size-coverage-
2017-1?r= US&IR=T
11 http://www.independent.co.uk/news/world/americas/kellyanne-conway-sean-spicer-alternative-
facts-lies-pressbriefing-donald-trump-administration-a7540441.html
http://www.politifact.com/personalities/donald-trump/
http://www.bbc.co.uk/news/uk-37995600
https://www.thenation.com/article/post-truth-and-itsconsequences-what-a-25-year-old-essay-tells-us-a
http://grist.org/article/2010-03-30-post-truth-politics/
https://www.washingtonpost.com/politics/2016/live-updates/general-election/real-time-fact-checking-a
http://www.ngca.co.uk/docs/Barthes_WorldOfWrestling.pdf
http://uk.businessinsider.com/sean-spicer-berates-media-over-inauguration-crowd-size-coverage-2017-1
http://www.independent.co.uk/news/world/americas/kellyanne-conway-sean-spicer-alternative-facts-lies
12 Para la relación de Trump con Cohn, véase Michael Kranish y Marc Fisher, Trump Revealed: An
American Journey of Ambition, Ego, Money and Power (2016).
13 http://www.politico.com/magazine/story/2017/01/donald-trump-lies-liar-effect-brain-214658
14 Sobre la importancia de los relatos para todo tipo de contiendas, véase Jonah Sachs, Winning the
Story Wars: Why Those Who Tell – and Live – the Best Stories Will Rule the Future (2012).
15 El presidente de Estados Unidos es elegido por los votos de un colegio electoral formado por los
delegados de cada uno de los estados de la Unión (N. del T.).
16 http://www.nbcnews.com/politics/donald-trump/trump-s-electoral-college-win-was-not-biggest-
reagan-n722016
17 https://www.theatlantic.com/international/archive/2016/11/brexit-plus-plus-plus/507107/
18 https://www.theguardian.com/politics/2016/jun/29/leave-donor-plans-new-party-to-replace-ukip-
without-farage
19 http://www.strongerin.co.uk/get_the_facts#x98pwVE jauDdj Zrt.97
20 Esta y otras citas de Cummings: https://dominiccummings.wordpress.com/2017/01/09/on-the-
referendum-21-branching-histories-of-the-2016-referendum-and-the-frogs-before-the-storm-2/
21 http://www.huffingtonpost.co.uk/entry/evan-davis-newsnight-bbc-daniel-hannan-mep-eu-
referendum-brexit_uk_576e2967e4b08d2c56393241
22 http://www.huffingtonpost.co.uk/entry/daniel-hannan-mep-bbc-newsnight-evan-davis-vote-leave-
immigration_uk_576e723de4b08d2c5639423a
23 https://www.theguardian.com/politics/2016/jun/16/nigel-farage-defends-ukip-breaking-point-
poster-queue-of-migrants
24 http://www.telegraph.co.uk/news/2016/06/21/eu-referendum-final-opinion-poll-shows-remain-
surge-as-claims-su/
25 http://blogs.lse.ac.uk/politicsandpolicy/immigration-demons-and-academic-evidence/
26 Deducción presupuestaria en forma de devolución que obedece a la no participación del Reino
Unido en la Política Agraria Común de la UE (N. del T.).
27 http://mediterraneanaffairs.com/april-16-referendum-turkey-europe/
28 https://fullfact.org/europe/our-eu-membership-fee-55-million/
29 http://www.independent.co.uk/news/business/news/eu-referendum-statistics-regulator-loses-
patience-with-leave-campaign-over-350m-a-week-eu-cost-a7051756.html
30 http://www.independent.co.uk/news/uk/politics/brexit-350-million-a-week-extra-for-the-nhs-only-
an-aspiration-says-vote-leave- campaigner-chris-a7105246.html
http://www.politico.com/magazine/story/2017/01/donald-trump-lies-liar-effect-brain-214658
http://www.nbcnews.com/politics/donald-trump/trump-s-electoral-college-win-was-not-biggest-reagan-n7
https://www.theatlantic.com/international/archive/2016/11/brexit-plus-plus-plus/507107/
https://www.theguardian.com/politics/2016/jun/29/leave-donor-plans-new-party-to-replace-ukip-without
http://www.strongerin.co.uk/get_the_facts#x98pwVE%20jauDdj%20Zrt.97
https://dominiccummings.wordpress.com/2017/01/09/on-the-referendum-21-branching-histories-of-the-201
http://www.huffingtonpost.co.uk/entry/evan-davis-newsnight-bbc-daniel-hannan-mep-eu-referendum-brexi
http://www.huffingtonpost.co.uk/entry/daniel-hannan-mep-bbc-newsnight-evan-davis-vote-leave-immigrat
https://www.theguardian.com/politics/2016/jun/16/nigel-farage-defends-ukip-breaking-point-poster-que
http://www.telegraph.co.uk/news/2016/06/21/eu-referendum-final-opinion-poll-shows-remain-surge-as-cl
http://blogs.lse.ac.uk/politicsandpolicy/immigration-demons-and-academic-evidence/
http://mediterraneanaffairs.com/april-16-referendum-turkey-europe/
https://fullfact.org/europe/our-eu-membership-fee-55-million/
http://www.independent.co.uk/news/business/news/eu-referendum-statistics-regulator-loses-patience-wi
http://www.independent.co.uk/news/uk/politics/brexit-350-million-a-week-extra-for-the-nhs-only-an-as
31 https://www.theguardian.com/politics/2016/jun/26/eu-referendum-brexit-vote-leave-iain-duncan-
smith-nhs
32 http://www.newstatesman.com/politics/uk/2016/06/howbrexit-campaign-lied-us-and-got-away-it
33 http://www2.politicalbetting.com/index.php/archives/ 2017/01/30/polling-matters-opinium-
survey-public-backs-brexit-as-the-right-decision-by-52-to-39-as-opposition -softens/
34 http://www.reuters.com/article/us-britain-eu-poll-idUSKBN15L231?il=0
35 http://www.usatoday.com/story/opinion/2017/02/17/trump-executive-orders-elite-popular-polls-
muslim-ban-immigration-column/97920456/
36 Ralph Keyes, The Post-Truth Era: Dishonesty and Deception in Contemporary Life (2004), p. 25.
37 Ibíd., p. 48.
38 http://content.time.com/time/specials/packages/article/ 0,28804,1859513_ 1859526,00.html
39 http://www.historyinink.com/0060502_Harry_S_Truman_ TLS_10-5-1960.htm
40 http://www.nytimes.com/1988/10/16/books/with-the-bark-off. html?pagewanted=all
41 Citado en John Dean, The Rehnquist Choice: The Untold Story of the Nixon Appointment That
Redefined the Supreme Court (2001).
42 Ibíd., p. 126.
43 Ibíd., p. 69, cursiva mía.
44 Hay una extensa bibliografía sobre la mendacidad política, por ejemplo: Christopher Hitchens, No
One Left to Lie to: The Values of the Worst Family (1999), Peter Oborne, The Rise of Political Lying
(2005), y Robert Hutton, Would They Lie to You? How to Spin Friends and Manipulate People
(2014).
45 Liar: ‘mentiroso’ (N. del T.).
46 https://www.ft.com/content/0f70a060-c842-11dc-94a6-0000779fd2ac
47 https://www.nytimes.com/2016/11/06/magazine/the-partythat-wants-to-make-poland-great-
again.html
48 Peter Pomerantsev, Nothing Is True and Everything Is Possible (edición rústica, 2016), pp. 271–
272.
49 https://www.theguardian.com/world/commentisfree/ 2016/dec/19/trump-putin-same-side-new-
world-order
50 Seguro sanitariopara personas con escasos recursos, con mínimas prestaciones y cuotas bajas (N.
del T.).
https://www.theguardian.com/politics/2016/jun/26/eu-referendum-brexit-vote-leave-iain-duncan-smith-n
http://www.newstatesman.com/politics/uk/2016/06/howbrexit-campaign-lied-us-and-got-away-it
http://www2.politicalbetting.com/index.php/archives/%202017/01/30/polling-matters-opinium-survey-publi
http://www.reuters.com/article/us-britain-eu-poll-idUSKBN15L231?il=0
http://www.usatoday.com/story/opinion/2017/02/17/trump-executive-orders-elite-popular-polls-muslim-b
http://content.time.com/time/specials/packages/article/%200,28804,1859513_%201859526,00.html
http://www.historyinink.com/0060502_Harry_S_Truman_%20TLS_10-5-1960.htm
http://www.nytimes.com/1988/10/16/books/with-the-bark-off.%20html?pagewanted=all
https://www.ft.com/content/0f70a060-c842-11dc-94a6-0000779fd2ac
https://www.nytimes.com/2016/11/06/magazine/the-partythat-wants-to-make-poland-great-again.html
https://www.theguardian.com/world/commentisfree/%202016/dec/19/trump-putin-same-side-new-world-order
51 Fármaco analgésico a base de opioides recomendado para enfermos de cáncer (N. del T.).
52 http://www.independent.co.uk/news/people/donald-trump-president-michael-moore-warning-
biggest-f-you-in-humanhistory- a7406311.html
53 Véase Arlie Russell Hochschild, Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the
American Right (2016), Capítulo 9.
54 Dos influyentes textos típicos de esta escuela de pensamiento: Daniel Kahneman, Thinking, Fast
and Slow (2011) [Pensar rápido, pensar despacio, Barcelona, Debate, 2012]; y Richard H. Thaler y
Cass R. Sunstein, Nudge: Improving Decisions about Health, Wealth, and Happiness (2008) [Un
pequeño empujón: el impulso que necesitas para tomar las mejores decisiones en salud, dinero y
felicidad, Madrid, Taurus, 2009].
55 Véase Daniel Goleman, Emotional Intelligence: Why It Can Matter More Than IQ (1995) [La
inteligencia emocional, Barcelona, Ediciones B, 2008].
56 Drew Westen, The Political Brain (2007); y Daniel H. Pink, A Whole New Mind: Why Right-
Brainers Will Rule the Future (2005) [Una nueva mente, Madrid, Kantolia, 2008].
57 Keyes, cit., p. 115.
58 David Brooks, Bobos in Paradise: The New Upper Class and How They Got There (2001), p. 250
[Bobos en el paraíso: ni hippies, ni yuppies: un retrato de la nueva clase triunfadora, Barcelona,
Debolsillo, 2002].
59 Keyes, cit., pp. 187 ss.
60 Ibíd., p. 117.
http://www.independent.co.uk/news/people/donald-trump-president-michael-moore-warning-biggest-f-you-
2. «¡Sois incapaces de asumir la verdad!»: Los
orígenes de la era de la posverdad
El colapso de la confianza
«En este país la gente ya está harta de expertos»: la afirmación resultaba
llamativa no solo por su audacia, sino también por la persona que la
realizaba. Michael Gove, a la sazón ministro de Justicia, era uno de los
miembros más intelectuales del gobierno de David Cameron, dotado de una
formidable capacidad de expresarse, culto y erudito. De todos los
principales defensores del brexit, Gove era la última persona de la que
cabría esperar que atacara a los «expertos». Pero eso fue justamente lo que
hizo en un programa de preguntas y respuestas sobre el referéndum de la
UE emitido por la cadena Sky News el 3 de junio de 2016.
Unos meses después de ganar el referéndum, Gove le decía a Andrew
Marr, de la BBC, que las informaciones sobre su comentario habían sido
«injustas», que era una «estupidez manifiesta» sugerir que todos los
expertos se equivocaban, y que él se había referido a una
subclase de expertos, en particular de economistas, encuestadores, científicos sociales, que en
realidad tienen que reflexionar sobre algunos errores que han cometido, de la misma forma que,
como político, yo he reflexionado sobre algunos de los errores que he cometido61.
A pesar de que le asistía el derecho a ofrecer su aclaración a posteriori,
el ataque original de Gove había sido –como él seguramente sabía–
políticamente astuto. Con sus palabras pretendía explotar un filón de
desconfianza que resultó esencial para la victoria del Leave; una sospecha
creciente de que las fuentes tradicionales de autoridad y de información no
eran de fiar, eran interesadas, o incluso descaradamente fraudulentas. La
élite de Bruselas no era la única jerarquía o institución contra la que se
alzaron airadamente los británicos en el referéndum.
Ese desplome de la confianza es la base social de la era de la posverdad:
todo lo demás brota de esa única fuente venenosa. En otras palabras, todas
las sociedades de éxito dependen de un grado relativamente alto de
honestidad para mantener el orden, hacer cumplir las leyes, pedir cuentas a
los poderosos y generar prosperidad. Como observa Francis Fukuyama en
su libro Trust: la confianza, el capital social que se va acumulando cuando
los ciudadanos colaboran sincera y escrupulosamente se traduce en éxito
económico y rebaja el coste de los litigios, de la normativa y del
cumplimiento forzoso de los contratos62.
Más allá de la esfera comercial, la confianza es un mecanismo esencial
de la supervivencia humana, la base de la coexistencia, que permite que
cualquier relación humana, desde el matrimonio hasta una sociedad
compleja, funcione con algún grado de éxito. En la década de 1990, Ted
Goertzel, sociólogo de la Universidad Rutgers, realizó una encuesta de
opinión telefónica que reveló que las personas proclives a desconfiar de los
demás también tenían más probabilidades de creer en las teorías de la
conspiración63.
En última instancia, una comunidad sin confianza acaba convirtiéndose
en poco más que una colección atomizada de individuos que tiemblan tras
sus empalizadas.
Sin embargo, esa es precisamente la trayectoria en la que se ha
embarcado el mundo en las últimas décadas, a medida que una implacable
serie de tormentas se han coaligado para agotar las pocas reservas de
confianza que quedan. La crisis financiera de 2008 llevó a la economía al
borde de la destrucción total, que únicamente pudo evitarse gracias a que el
Estado acudió al rescate de los mismos bancos responsables del catastrófico
colapso, con unas sumas tan gigantescas que daban ganas de llorar. Occupy
Wall Street fue tan solo la manifestación más visible de la indignación
generalizada ante el hecho de que evidentemente algunas instituciones eran
«demasiado grandes para quebrar», mientras que la gente corriente pagaba
la factura de su rescate a través de la recesión que vino a continuación y de
los recortes de los servicios públicos impuestos por unos gobiernos
conscientes del déficit.
La hostilidad a la economía globalizada se trasladó de los márgenes al
centro del discurso político. Se generalizó el cuestionamiento de un sistema
económico inicialmente presentado como una fuente fiable de una creciente
prosperidad que ahora se antojaba espantosamente vulnerable a los
caprichos de su élite gobernante y –lo que acaso es peor– amañado para
beneficiar a ese mismo grupo minúsculo, al tiempo que el nivel de vida se
estancaba o disminuía para el 99% restante. Los alegatos estadísticos en
defensa de la globalización en su mayoría no hacían más que agravar la
indignación. La gente sentía que las cifras que se le presentaban para
defender el sistema no podían ser ciertas64.
En Gran Bretaña, a la crisis financiera le siguió la humillación de la
clase política a raíz del escándalo de los gastos de los parlamentarios en
2009. En una serie de extraordinarios artículos, el Daily Telegraph reveló
las astutas prácticas que permitían que los parlamentarios complementaran
su sueldo oficial por el procedimiento de endosarle al contribuyente todos
sus gastos, desde la limpieza del foso de sus mansiones o una caseta para
los patos de 1.600 libras hasta un tapón para la bañera y películas
pornográficas.
Hacía ya mucho tiempo que los políticos estaban bajo sospecha. Pero las
acusaciones de «sinvergonzonería» contra los conservadores en los años
noventa, y de que el Gobierno laborista de 1997-2010 era pura «fachada»
sin sustancia, no fueron

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