Logo Studenta

J. R. Jiménez - textos críticos

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

1 
 
Antología de textos Juanramonianos 
Juan Ramón Jiménez (1881-1958); compiladores Javier Blasco, Teresa Gómez Trueba 
Edición digital: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2008 
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/p280/01472741070147584199079/index.htm 
 
El trabajo gustoso 
- 171 - 
Se oye mucho que la poesía sensitiva, que es la poesía esencial, debilita, y que es propia de 
soñador; que no es un empleo poderoso de la vida. Pero los países más fuertes fueron siempre los 
más delicados en su espresión poética: China, Grecia, Roma, ayer. Hoy, Inglaterra, Japón, los 
Estados Unidos, por ejemplo, son países en que la delicadeza jeneral está muy estendida. Y en 
cuanto al pueblo, esos países supieron y saben que la poesía está en su mayor acercamiento a su 
pueblo; los sentimientos más firmes son los que llegan a estar más cerca de la naturaleza, de la 
naturaleza del pueblo. El que, como yo, ha vivido mucho en el campo, sabe que el hombre del 
campo, rudo en apariencia, suele estar lleno de finura para todo lo sutil que le rodea: nubes, 
flores, pájaros, aires, luces, agua. Tales hombres ciudadanos, comerciantes, escritores, oficinistas, 
casineros son quienes creen que es menos varonil espresar estos sentimientos. Cuando se ponen 
frente a frente este hombre de la ciudad y aquel del campo, el hombre del campo parece tímido, 
débil, infantil ante la jactancia vacía del hombre falso ciudadano. Es porque el hombre del campo 
pierde en la ciudad su contacto con lo leve que le da y le mantiene su fuerza. Enamorado de las 
estaciones: temples, sonidos, colores, olores, sabores, es así natural, así compone con las 
estaciones de la naturaleza su naturaleza y su vida. En el campo se ve mejor que en ningún otro 
sitio la relación forzosa entre hombre y tierra, se ve que él hombre es tierra en pie; y el hombre 
del campo que no ama su campo y su labor no compone bien con su labor ni con su campo su 
destino. Al volver por la tarde de su naturaleza, el hombre del campo se trae a su casa una señal 
de la naturaleza, una flor en el sombrero, una espiga en la boca, un sarmiento en la mano, y no 
por utilidad, sino para no desunirse del todo de su paisaje. Las espresiones poéticas más 
bellamente delicadas se las he oído a hombres toscos del campo, y con nadie he gozado más 
hablando que con ellos o sus mujeres y sus hijos. Nadie sabe hablar como los hombres fuertes, las 
mujeres fuertes, los niños fuertes del pueblo, que sienten, piensan, aman tan profundamente lo 
delicado natural. Isabel García Lorca, hermana menor del cárdeno poeta granadino, que también 
ha vivido mucho en el campo, me contaba en Granada, que, volviendo ellos una tarde por las 
verdes orillas, con un hombre de campo, cantaban ya los pájaros ese canto con que suelen. 
despedir y detener el sol. La vega se quedaba sola con su sol suave, y los pájaros cantaban en lo 
último de los chopos esa loca felicidad melodiosa que cantan cuando se van quedando solos y 
altos, más altos y más solos cada momento, en la luz poniente. Y el hombre del campo, 
respondiéndose a su misma pregunta silenciosa interior, se dijo: «Como que todo lo que queda de 
tarde es para ellos». 
No, la poesía delicada no debilita. No se es débil por ser fino, sino por ser esterior; no por 
sentimiento profundo, sino por postizo injenio. Hombre y mujer son igualmente fuertes, y si por 
«afeminado», esa palabra tan pobre, tan despectiva para la mujer, se quiere decir débil, 
«afeminados» pueden ser el hombre y la mujer. 
Lo «afeminado», que debe querer decir lo lijero de la mujer y del hombre, es lo redicho, lo 
refitolero, lo superficial, y esto, por desgracia, es común a mujer y hombre también. Ni la mujer es 
más débil ni el hombre es más fuerte, tampoco, en su relación mutua; pero si se trata de exaltar lo 
que cada uno sintiese como opuesto deseado, el hombre debía exaltar lo delicado y la mujer lo 
fuerte. Se es débil por constitución orgánica, por enfermedad, por pereza; no por sutileza, por 
espiritualidad, por sentimiento. Todos seremos débiles si nos falta el sentimiento poético. Y no es 
tampoco poesía fuerte, como opinan ciertos tambores y clarines, esa que grita la espresión 
altisonante y retórica: «¡Hurra, cosacos del desierto!, etc.» Cualquier coplilla popular es más 
fuerte que eso. La poesía más fuerte será, en todo caso, la poesía del pensamiento más alto, 
cualidad mejor del hombre, la poesía de Dante, de Shakespeare, de Goethe, tan delicados; poesía 
que puede ser pensada lo mismo por el hombre que por la mujer. Escribir de propósito «poesía 
fuerte» es como cojer una estaca. Cuando el hombre o la mujer cojen una estaca, ya no son 
hombre ni mujer, son estacas. No dudemos nunca de nuestro poder natural, nuestro sentimiento 
desnudo. 
Todos hemos nacido del pueblo, de la naturaleza, y todos llevamos dentro esa gran poesía 
orijinal, paradisíaca, que es natural unión, nuestro comunismo. Y deber de todos los que hemos 
dejado el paraíso por necesidad o por equivocación, es exaltarla en el pueblo para que el pueblo 
no crea que es débil por eso ni que es más fuerte por otras zarandajas. Levantando la poesía del 
pueblo se habrá diseminado la mejor semilla social política. Siempre he creído que a la política, 
administración espiritual y material de un pueblo, se debe ir por vocación estricta y tras una 
preparación jeneral equivalente a la de la más difícil carrera o profesión. Y entre las «materias» 
que esa carrera política exijiría para su complemento, la principal debiera ser la poesía, o mejor, la 
poesía debiera envolver a todas las demás. El político, que ha de administrar un país, un pueblo, 
debe estar impregnado de esa poesía profunda que sería la paz de su patria. Los más naturales 
poetas de todos los tiempos, y particularmente los poetas de su propio país, serían alimento 
constante de su vida. Si el político sintiera y pensara en la mañana de cada día con Shelley, con 
San Juan de la Cruz, con Petrarca, con Fray Luis de León, con Keats, ¡qué día tan distinto para él y 
para su país sería el día! Y si antes de ir al parlamento preparara poéticamente su actividad, su 
pensamiento, su carácter, ¡qué jiro tan distinto tomarían sus intervenciones y cómo no oiríamos ni 
veríamos lo que vemos y oímos cada tarde, esas tardes tristes de los mercados parlamentarios! 
Porque la verdadera poesía lleva siempre en sí la justicia, y un político debe ser siempre un 
hombre justo, un poeta; y su política, justicia y poesía. 
El Estado, con la difusión conciente y propicia del libro mejor, con la protección a lo que el 
libro mejor encierra, poesía en todas sus espresiones: literatura, arte, ciencia; poesía popular y 
culta, nacional y universal, española y estranjera, puede contribuir preciosamente a este 
encontrar la propia poesía que tantos necesitan, que todos necesitamos. 
2 
 
¡Qué labor tan hermosa para un ministro de instrucción pública, un ministro de la poesía! 
Pero el que gobierna no puede gobernar solo si no le ayuda el mismo gobernado; no hay que 
dejarse gobernar pasivamente, sino ayudar alerta a ser gobernado. Todos debemos ayudar al 
político en esa inmensa obra de poner la poesía al alcance de todas las manos, compañeras 
necesarias del trabajo. Yo he hecho muchas veces la prueba, he hablado poéticamente a unos y a 
otros, y en dos o tres días he cojido siempre el fruto. Se les removía a todos el tesoro, 
insospechado para mí y acaso para ellos, de su propia belleza: pensamiento y espresión; eran 
otros en oír y hablar al contacto con la poesía. Y no he encontrado uno solo que se sustrajera, a su 
modo cada uno, claro está, a esta segura influencia. ¡Qué labor, señoras poéticas y señores 
poéticos, lo que podríamos todos cumplir cultivando a gusto la sensibilidad de los que están más 
cerca de nosotros, fomentando la tranquilidad de todos, imposibilitando guerras y revoluciones 
inútiles,que son más que la imposición, por la fuerza loca, del pegote, aquel pegote que antes se 
me caía de todas partes! 
Izquierdos, derechos y medios, grupos y más grupos, nombres y más nombres, jeroglíficos, 
etiquetas y estandartes que ya nadie sabe lo que significan y que en realidad no significan quizá 
nada, ¡qué superfluo todo! Un joven poeta amigo mío, a quien yo hablaba de esto, me dijo: «¿No 
se podría formar en el mundo el partido de la poesía?» El partido de la vida gustosa, añado, del 
trabajo agradable y completo. Y este partido no sería parte, porque en él cabríamos todos, sería el 
verdadero «estado único», estado de verdadera gracia, de verdadera gloria. En este «estado 
poético» todos estaríamos en nuestro lugar, estremistas o transijentes de cada idea; que la poesía 
tendría la virtud de llevarnos a todos a nuestro propio centro, que es solo centro, centro con 
izquierda y derecha fundidas. Donde la intelijencia fracasa, empieza el sentimiento. No sería 
necesario que nadie lejislara ni rijiera, verdadero, único comunismo posible. Pensemos bien en 
esto, una labor tan sencilla, que no estoy soñando. 
Nada podrían ni tendrían que hacer, tampoco, contra esta totalidad, tales esplotadores del 
pueblo, derecha e izquierda, que en vez de elevarlo a lo mejor desde lo mejor que el pueblo tiene, 
quieren bajarlo a lo peor de lo peor que tienen ellos, tales que quieren formar un pueblo a imajen 
y semejanza de su bajo instinto. Nadie está más lejos del pueblo y del trabajo que estos 
trabajadores del trabajo y el pueblo, pozos de ambición, bestialidad y holganza, enemigos de la 
verdad y la poesía. 
Las juventudes políticas que hoy se están preparando, ya lo sabemos, para administrarnos 
mañana o para administrar a los que han de venir después de nosotros, deben estarse preparando 
en la poesía, lo digo otra vez, la poesía del trabajo. Ordenados dignamente materia, tiempo y 
retribución del trabajo, llevada a nuestro lado la poesía, sustancia que sube la otra en la belleza 
principal, senda que saca nuestros sentidos a su oasis, ¿quién no querría trabajar, «ganar su vida» 
trabajando? Color para el pintor y el tintorero, nitidez para el poeta y el papelista, olor de madera 
para el científico y el carpintero, iris de agua para el contemplativo y el regador, ¡qué bellas 
campiñas desde lo más elevado a lo más humilde! La ventaja del trabajo, en mi comunismo 
poético, del trabajo repartido y retribuido noble y justamente con arreglo a vocación y en una 
equilibrada exijencia, está en que se trabajaría por el trabajo; y aquí sí que se puede decir, sin 
pérdida ninguna, arte por el arte, poesía por la poesía, esfuerzo como premio, según la ley de los 
espartanos cuando pedían para honra máxima de su poder gustoso la rama lijera y fugaz del 
perejil. Trabajo gustoso, respeto al trabajo gustoso, grado sumo de la vida. Y al lado del trabajo, y 
en el y el sueño, es decir, nuestra vida completa, trabajará, descansará y soñará con nosotros, 
como una realidad visible, la Poesía [...] 
 
Crisis del espíritu en la poesía española contemporánea (1899-1936) 
- 172 - 
[...] La poesía, y la poesía como arte, es un no conformismo, una serie de acciones y 
reacciones de y en nuestros más hondos sentidos, dentro de la inescapable belleza; la luz de 
nuestra propia clarividencia, la voz de nuestra misma inefabilidad. Sí, de nuevo se invoca el 
espíritu en España. Y esta nueva y ardiente juventud, la briosa y fina manada lírica, se coloca 
provisionalmente, mientras crece, trashuma y se encuentra a sí misma, en otra actitud romántica, 
romántica por rebeldía y por antevisión, equivalente en mucho a la de Bécquer. (Se ha dicho 
muchas veces, y antes toqué este punto, que la poesía es bella mentira. Yo, lo dije, no lo creo así, 
puesto que creo que la belleza es la única verdad del mundo. Difícil es saber, en el verdadero 
poeta, su mentira y su verdad; y su sinceridad misma no sirve sino para aumentar la confusión. 
Suponiendo que la poesía sea bella mentira, esa mentira bella sería la verdad poética, y el poeta 
fatal no sabría que era mentira ni podría jugar con ella como tal mentira, sino vivirla como verdad 
absoluta. Esta es, creo yo, la consabida demencia del poeta: confundir, en último caso, de buena 
fe, con buena ley, la mentira con la verdad, sin traficar con ninguna de ellas y menos con la 
confusión de las dos.) 
Como habéis visto, Bécquer, el delicado, demente y triste sevillano, no ha desaparecido en 
toda esta historia de España: 
Porque el muerto está en pie. 
 
 ¿Se ha cerrado un ciclo poético? ¿Se ha abierto? ¿De qué ha servido? No, no, no. Ni se ha 
cerrado, ni se había abierto, ni ha «servido», por fortuna, de nada. La poesía no «sirve», vale, y 
para todo. La poesía verdadera, la poesía en espíritu no tiene ciclos, porque el espíritu, como la 
eternidad, no los tiene. Tiene ciclos la literatura poética, y sus ciclos se cierran siempre, porque 
valen menos y «sirven» más. Sirvieron, no sirven, por eso se cerraron. La poesía siempre está 
abierta si es auténtica, delicada, honda, infinita, por más o menos completa que sea. Abierta 
estuvo y está la poesía española en Gustavo Adolfo Bécquer, en Miguel de Unamuno y en Rubén 
Darío, abierta continúa en la jeneración siguiente; abierta queda en las jeneraciones de los más 
verdes y esto no habría que decirlo [...] 
 
 
3 
 
 
 
Aristocracia inmanente 
- 173 - 
[...] Y ¿qué es aristocracia y qué democracia, falsos aristócratas, demócratas antropófagos, 
enemigos del humilde aristócrata? 
En estos Estados Unidos, que no tienen, por ventura, el lastre, hueco y pesado al mismo 
tiempo, de la aristocracia tradicional ni de la democracia ambigua de tanto viejo mundo; donde no 
hay que quitarse de encima uno, dos difíciles prejuicios para conseguir la verdad sencilla, envuelta 
por esos prejuicios y contraria a ellos, me es más fácil esplicarme lo que una y otra son, 
principalmente en lo social; y, además, lo que no pueden ser en el sentido de mucha vieja Europa. 
Aquí, el llamado «pueblo» está en una fase ascensional de bienestar justo y posible cultura, más 
evidente y firme que en el resto del mundo civilizado que yo conozco (aunque exista el peligro de 
estancamiento en que este pueblo en alta marcha pueda caer por un cese de ideales, inherente a 
su mismo bienestar cotidiano: una burguesía, una «clase media» parecida a la del mundo viejo, 
más lejana del pueblo seguro y de la cierta aristocracia que en ninguna parte del mundo también). 
Aristocracia, a mi modo de ver, es el estado del hombre en que se unen -unión suma- un 
cultivo profundo del ser interior y un convencimiento de la sencillez natural del vivir: idealidad y 
economía. El hombre más aristócrata será, pues, el que necesite menos esteriormente, sin 
descuidar lo necesario, y más, sin ansiar lo superfluo, en su espíritu. Y democracia ¿qué es? Si, 
etimolójicamente, democracia significa dominio del pueblo, para que el pueblo domine tiene que 
cultivarse fundamentalmente en espíritu y cuerpo. 
Pero, cultivado así, el pueblo es ya el aristócrata indiscutible. De modo que no hay 
democracia en un sentido lójico, porque no debe haber pueblo en contraste. El pueblo, además, 
no podría gobernar como tal pueblo convencional, como el pueblo en el estado en que lo 
sostienen sus esplotadores, que, en realidad, son malos burgueses, medio estancados, que 
quieren mandar sin «demos» ni «aristos». Y el pueblo no es justo que quede en la fase de plebe, 
de masa amorfa y silvestre en que hoy está en buena parte de nuestro mundo, gracias a sus ahítos 
defensores. Yo no creo en una Humanidad conjunta más o menos igualada con estas o las otras 
facilidades, sino en una difícil comunidad de hombres completos individuales. No creo ya 
necesario, pues, definir la democracia, porque, a mi juicio, es sólo un camino, una escala más bien, 
hacia la aristocraciaposible; una negación sucesiva que se va secando tras esa masa que la lleva 
de nombre como un anuncio de compra y venta, secreto para el mismo anunciado a medida que 
se acerca a su estado superior. De modo que es un concepto negativo, equivocado, suprimible; así 
como aristocracia, en el sentido en que la quiero, es un concepto afirmativo y perene que supone 
buena su sombra. En todo caso, si hay que definirla, democracia sería lo que no es todavía 
verdadera aristocracia. Y nada más que eso. 
Es frecuente que los conceptos se tomen y se sigan en la vida de este modo equivocado y 
que se funden sobre tal mentira fábricas inmensas con base vana: el concepto «clasicismo», por 
ejemplo. «Clásico» es un adjetivo hacia el futuro, un sustantivo del pasado. Una obra «será» 
clásica un día si ha tenido vida y virtud bastantes para llegar al concepto y merecerlo. Por eso son 
clásicos, por ejemplo, los altos griegos. Lo que ocurre es que, confundiendo con los clásicos, digo, 
con los que han vencido con su verdad vital al tiempo y al espacio, los que pretenden serlo sin 
vencer nada, decimos que un clasicista es un clásico o, para mayor confusión, un neoclásico, 
cuando es un seudoclásico. Pues igual, en otro sentido y aspecto, ocurre con los conceptos 
democracia y aristocracia. No se es demócrata, como no se es aristócrata, como no se es clásico, 
por ninguna imitación histórica, tradicional, más o menos antigua. Si un hombre escepcional, con 
todos sus defectos de hombre y de época (que el mayor de todos los tiene, afortunadamente), 
Leonardo de Vinci, y pongo el mejor ejemplo, el de un hombre cultivado y tolerante que 
completaba diariamente su conciencia, ha sido un aristócrata y un demócrata verdadero en vida y 
obra (el que llega a ser aristócrata supone fatalmente su revés democrático), sus descendientes o 
herederos no lo serán por ser sus seguidores, ni siquiera sus herederos o descendientes, serán 
aristocraticistas y democraticistas, leonardistas en todo caso. Aristócrata no será, ni demócrata 
sucesivo, sino quien, por su vida y su obra lealmente conseguidas, merezca de nuevo esos 
apelativos. Y si esto ocurre con un hombre escepcional, merecedor de todo buen nombre, ¿qué 
será con los hombres negativos, raíces huecas de árbol jenealójico más o menos frondoso? 
La aristocracia, insisto, no lo es de verdad por ser descensión, eslabón de tal cadena de 
convenidas preeminencias sociales pasadas, ni la democracia por serlo de tales ambiciones 
confusas y consecutivas hacia el porvenir. Yo entiendo que hay que darle una vuelta completa al 
asunto, poner la aristocracia y la democracia en su sitio. Democracia es, sin duda, un concepto del 
pasado, porque su aspiración, más o menos clara, viene de lo injusto secular del mundo; 
aristocracia, un concepto del futuro, porque va a la justicia final del mismo mundo. Es preciso 
convencernos, asegurar al hombre equivocado de que no somos aristócratas por descender de tal 
confusión famosa humana, cabeza de toros o de serpientes, con motes heráldicos más retóricos 
que poéticos, sobre todo porque tal antecesor ambiguo, no analizado, matase ferozmente muchos 
moros o porque ayudara con un oro indemostrable a tal rey; de que no somos demócratas por 
venir de tal otra entidad odiadora, esclava de la carencia o el desdén. Somos aristócratas por 
ascender o querer ascender a un ser que todos debemos estar creando, porque estamos 
aspirando a crear y creando nuestro yo superior, nuestro mejor descendiente. En esto sí tenemos 
participación verdadera y sucesiva, en el ascender a lo venidero máximo; no en el descender, en 
todos los sentidos, a lo retrógrado mínimo, tal «héroe» bestial del mandoble o del arca. 
Aristocracia, etimolójicamente también, no puede querer decir más que gobierno del hombre 
mejor, más noble, del hombre probadamente bueno. Y esto mismo es lo que debe querer decir 
democracia. Por lo tanto, en este sentido, la palabra democracia está también de más, tampoco 
nos sirve, y hoy menos que nunca, porque el pueblo puede ser, es muchas veces, la clase mejor y 
más noble; el pueblo puede ser el bueno. Y si, como repiten todas las aristocracias usuales, Dios 
fuera el principio, todos venimos de Dios; Dios sería, en este supuesto también, el término del 
aspirar de todos, de nuestro total ascender; Dios sería el sumo aristócrata y el sumo demócrata, 
que ¿cómo Dios no va a llevar dentro de sí el pueblo?; sería el hombre supremo deseado [...] 
4 
 
[...] Desdeñar, pues, a un ser humano, artista, científico, poeta, por aristocrático, por amante 
y amigo de lo bello, relijioso o no, como ocurre en España, en Europa y en Hispanoamérica (y no 
sé si en estos Estados Unidos, ni en qué proporción) es una estraña, inconcebible paradoja, sobre 
todo cuando el desdeñoso es un llamado demócrata; y el hecho se repite bastante. Es desdeñar 
¡qué paradoja! lo mejor o el ansia de lo mejor. Y en nombre ¿de qué? ¿Qué es superior entonces 
al amor y a la exaltación de las cosas bellas, el amor y la exaltación de todo lo digno de ser amado 
y exaltado? 
Los grandes del mundo, en lo antiguo y lo moderno, han amado y exaltado la belleza de la 
vida en todos sus aspectos: un Leonardo, un San Juan de la Cruz, un Mozart, un Goethe, un Keats, 
un Beethoven, un Bécquer, un Poe, un Chopin, un Baudelaire, una Emily Dickinson, un Debussy, y 
otros, cuyos nombres alumbran nuestra vida, sobre el resplandor de las civilizaciones antiguas, la 
china, la india, la griega, profundamente estéticas. Pues ¿qué es lo que estos «amigos del pueblo», 
tenidos por cultos, quieren que haga hoy un Einstein, por ejemplo, para merecer ser de ellos? 
Einstein es un indudable aristócrata de la ciencia y del arte, de la ciencia por la ciencia y del arte 
por el arte y para todos, para la inmensa minoría un matemático puro y un demócrata verdadero. 
Siempre se pone al lado de la justicia. Pero ¿tendrá que dejarse de su matemática pura y escribir 
la matemática del tanto por ciento, para ser digno del pueblo y comprendido por él? Un Toscanini, 
en vez de llevar armonía y melodía a lo más alto, con su entusiasmo ardoroso, ¿haría mejor en 
tocar obras mediocres para la masa o introducir en su orquesta solos de acordeón? ¿No seria esto 
la más profunda ofensa al pueblo? ¿No es suponer que el pueblo no puede llegar a la ciencia ni a 
la belleza mayor, cualquier día, y además, por si acaso suprimírsela? 
El mejor, el más aristocrático poeta o científico debe ser en rigor, y por su cultura y cultivo, el 
hombre de mejores sentimientos. Aunque es claro que ciencia y poesía pueden coincidir con la 
falsa aristocracia o democracia y aun en estados peores, si es posible. Pero la poesía, el arte, la 
ciencia, aristocráticos puros, no serán nunca de ellas como hecho lójico sino como monstruosidad 
escepcional. La aristocracia convenida no tiene, por fortuna, como inherente a sus ventajas 
sociales, el don de la seguridad en la verdad o la belleza. La democracia convenida, tampoco, 
aunque lo proclame a su manera. Suelen una y otra apreciar como arte, ciencia o poesía, ciertas 
espresiones convencionales vulgares, un poco retocadas, de la llamada burguesía. No hay más que 
ver los libros, las revistas de esas jentes. Por poesía entienden, por ejemplo, la farsa espectacular 
de los llamados juegos florales o las llamadas fiestas de la raza, el verso de amor gastronómico, la 
relijión vistosa y realista o la vulgar teosofía. Por ciencia, la vulgarización. Por arte, la moral 
pintada, moral que, además, no practican. Pero ¿qué piensan, si piensan esas aristocracías y esas 
burguesías, de un Fray Luis de León, a quien ya tuvieron preso y en desgracia en su siglo, porque él 
aspiró a la belleza y la verdad y la defendió hasta lo último? ¿Y qué piensa de eso la democracia 
corriente? [...] 
Poesía y literatura 
- 174 - 
[...] Poesía escrita me parece, me sigue pareciendo siempre, que es espresión (comola 
musical, etc.) de lo inefable, de lo que no se puede decir -perdón por la redundancia-, de un 
imposible. Literatura, la espresión de lo fable, de lo que se puede espresar, algo posible. Y siendo 
el espíritu, creo yo, la inefabilidad inmanente, la inmanencia de lo inefable, es claro para mí que la 
poesía escrita ha de ser fatalmente espiritual y que la literatura no es necesario que lo sea ni aun 
que intente serlo, pues otro es su destino. 
Los estados de la contemplación de lo inefable son panteísmo, misticismo (no me refiero 
precisamente a lo relijioso), amor, es decir, comunicación, hallazgo, entrada en la naturaleza y el 
espíritu, en la realidad visible y la invisible, en el doble todo, cuya sombra absoluta es la doble 
nada. Las disposiciones del hombre para estos estados son sentimiento, pensamiento y acento. El 
resultado, mudo o escrito, emoción universal (dejemos la palabrita «cósmica», ahora tan en uso 
por la moda). 
Será, pues, la poesía una íntima, profunda (honda y alta) fusión, en nosotros, y gracias a 
nuestra contemplación y creación, de lo real que creemos conocer y lo trascendental que creemos 
desconocer. Será, al mismo tiempo, una pérdida y una ganancia nuestras imponderables. Y como 
este fenómeno entrañable, que pone en movimiento nuestro ser, es fatalmente rítmico, como 
todo el entusiasmo, la poesía espresada para nosotros mismos y para los demás será fatalmente 
rítmica, musical más que pictórica, puesto que en la música y la danza, éstasis dinámico, los ojos 
no ven lo esterior sino que se ensimisman. Por eso dicen los bailarines auténticos, los poetas del 
ritmo absoluto, los davides, que, para bailar, tienen que verse por dentro. Como la conciencia no 
obra en tal estado de éstasis dinámico total, en tal presencia ausente, la poesía es necesariamente 
intuitiva, y por lo tanto elemental, sencilla, que es uno solo el objeto y el sujeto de su creación y su 
contemplación, y ellos no piden adorno innecesario. En realidad, el poeta, callado o escrito, es un 
bailarín abstracto, y si escribe, es por debilidad cotidiana, que, en puridad, no debiera escribir. El 
que debe escribir es el literato. 
La literatura, que depende, como escritura necesaria, de los ojos, lo mismo que la pintura, 
será decorativa, injeniosa, esterna, porque no está creando sino comparando, comentando, 
copiando. La literatura es traducción, la poesía, orijinal. Si la poesía es para los sentidos profundos, 
la literatura es para los superficiales; si la poesía es instintiva y por lo tanto tersa, fácil como la flor 
o el fruto, si es de una pieza, la literatura, dominada como está, obsesionada por lo esterior que 
tiene que incorporarse, será trabajada, premiosa, yustapuesta, barroca. 
Yo creo que las artes (y las ciencias también) se dividen en artes de creación y artes de copia. 
Las de creación son, por ejemplo, la danza, la poesía y la metafísica escritas, más arte la metafísica 
que ciencia; las de copia, la pintura, la escultura, la novela, por ejemplo. El teatro puede ser arte 
de creación, si es abstracto, de copia si es anecdótico. 
La poesía escrita, como las otras artes de creación, siempre es natural, por perfecta que sea; 
o mejor, es perfecta, completa porque es natural. La literatura, por perfecta que sea, siempre es 
artificial, más artificial cuanto más perfecta. Por la literatura se puede llegar a la belleza relativa, 
5 
 
pero la poesía está mucho más allá de la belleza relativa, y su espresión pretende la belleza 
absoluta. No se llega a ella nunca si su reino no se pone en contacto con nosotros, si ella no viene 
a nosotros, si no la merecemos con nuestra inquietud y nuestro entusiasmo. De ahí que se 
pretenda decir, a la manera platónica, que el poeta es un medio, un poseído de un dios posible. Yo 
no creo que el poeta necesite de ningún dios; puede ser un medio, ya que el Dios del hombre es 
en verdad un medio que el hombre ha inventado o confirmado para poder comunicarse y 
entenderse con lo absoluto. Así, Dios puede ser un poeta o un poeta puede ser dios. Y no se diga 
que el universo del poeta es menor que el del dios, ya que Dios suponemos que creó lo visible y se 
reserva lo invisible para sí o para premiarnos, y el poeta prescinde de casi todo lo visible y tantea 
en lo invisible, regalándole lo que encuentre a quien lo desee. 
Porque la poesía «es» en sí misma, es nada y todo, antes y después, acción, verbo y creación, 
y, por lo tanto, poesía, belleza y todo lo demás. La pretenciosa literatura tiene que contentarse 
con llegar, por un complicado rito, a la belleza espejeada, que puede conseguir en su cristal un 
resplandor de la poesía, a fuerza de ser copiada de la escritura poética por sus imitadores. 
En poesía escrita, claro está, no se llega, no se puede llegar nunca del todo. Por eso la 
verdadera escritura poética no puede ser perfecta ni pretenderlo. Una novela, una estatua sí 
pueden ser perfectas, pueden estar acabadas, terminadas, quiero decir muertas. Y por eso 
también los verdaderos poetas no usan mucho para su concesión comunicativa las «formas» 
escritas regulares sino casi siempre, o al menos, cuando están en su mejor momento, las formas 
inventadas, o convierten las formas ríjidas de los literatos en formas ondulantes. En esto de la 
llamada forma sí es anterior la literatura a la poesía; ha complicado la escritura. Y los poetas, los 
ruiseñores ciegos a lo esterior, caen a veces en el vicio formal, la trampa que le preparan los 
envidiosos y codiciosos literatos y los críticos malignos, y también hacen literatura, convierten su 
gracia en desgracia. 
Entre poesía y literatura hay la misma distancia, por ejemplo, que entre amor y apetito, 
sensualidad y sexualidad, palabra y palabrería, ya que la literatura es jactanciosa, exajerada, 
donjuanesca y tiene el énfasis por ámbito y la manera por modo. La poesía puede ser sólo 
intrincada, difícil, que la ampulosidad no es propia de la idea, del espíritu, sino de la palabra y de 
la pluma. De ahí que la literatura haya inventado la retórica, que es el juego malabar de los 
escritores listos. El poeta, a veces, entontecido también y ya dentro del vicio que dije, juega esos 
juegos de los literatos con más milagro que los literatos. El literato no se equivoca casi nunca, 
recoje casi siempre los platos que ha echado por el aire, y si se le cae uno, cae en cabeza ajena. El 
poeta suele perder algún plato, pero éste no cae en ninguna cabeza, se le pierde en lo infinito, 
porque él es buen amigo del espacio [...] 
Límite del progreso o La debida proporción 
- 175 - 
[...] Cuando yo llegué la vez primera a Nueva York, 1916, me encontré con una ciudad que 
correspondía casi enteramente a la idea que yo me había formado de ella desde España; 
monstruosa y difícil, escesiva y magnífica; y no hay que olvidar que yo era entonces mucho más 
joven, quiero decir más fuerte de cuerpo. Me pareció sólo más sucia, más oscura de lo que yo me 
había imajinado por las fotografías y las postales coloridas. (Fue cuando comprendí mejor que la 
fotografía es el arte aséptico deshumano por excelencia.) Pero yo no me había figurado antes que 
los oasis necesarios para el ocio mejor en toda ciudad grande o pequeña, los encontraría en Nueva 
York, y en tal abundancia y variedad. Los encontré todavía cementerio ciudadano, plaza o rincón, 
en aquel punto de su progreso, y escribí de ellos lírica o irónicamente, por sorpresa. Cuando volví 
la segunda vez a Nueva York, 1936, veníamos de una España levantadamente infernal en su fuerte 
paraíso de desigualado progreso. España, mi querida España, es un país de progreso a saltos, 
progreso en ascensión o en descenso, nunca en continuidad, ya que también en el progreso los 
españoles somos apasionados individualistas; somos, mucho más que nadie, esta es la verdad, 
anarquistas, los más convencidos anarquistas del mundo, los destructores de nosotros mismos, 
pobresindividuos españoles, que somos. (Por eso, en España, las órdenes relijiosas, esto es sólo 
un ejemplo, toman un carácter tan particular, tan diferente del que toman en los Estados Unidos, 
por ejemplo también de diferencia. Un fundador español es un anarquista pasional segregador, un 
anarquista que ordena y manda un comunismo relijioso con dios a la vista. No se altere nadie por 
esto que digo, ni por esta palabra: comunismo, comunidad, mancomunidad, comunero, común, 
todo tan español, a pesar de todo o quizás como contraste. Las palabras, los nombres, tienen 
muchas veces un fantasma dentro que, a veces, se les mete ya de camino, como un viajero raro en 
un tren, y que a veces les da un negro sonido terrible. Los fantasmas son muy buenos ruidores y 
ruideros temibles. (Cuando yo era un muchacho sonaban en España dos nombres, «masón, 
krausista», que olían a demonios coronados de fuego, plomo, azufre. Luego pude ver que los 
krausistas no eran sino unos idealistas sentimentales, incapaces de matar un mosquito; y los 
masones, esta es la verdad, y ellos perdonen mi lealtad, nunca he llegado a saber lo que significan; 
pero me imajino, ya que usan y han desusado tanto capirote y tanta máscara inocente, que son 
completamente inocuos. ¿Y qué comunismo puede compararse, desde Tolstoi hasta nuestros días, 
de Rusia o de donde sea, al de las dictatoriales comunidades relijiosas españolas o de donde 
fueren? Que nos lo digan Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, fray Luis de León y otros 
anatematizados individualistas de la Inquisición. Comunismo más avanzado es imposible: unánime 
vida económica, unánime vida vejetativa, unánime vida trascendental, unánime despego de la 
familia, unánime imposibilidad de continuarla, unánime martirio eterno en los infiernos del 
demonio, peor en su descriptiva que todos los gases, todas las horcas o todas las sillas eléctricas 
habidas y por haber, ya que todo esto mata pronto y, el infierno, tan hijiénico con su azufre y su 
agua hervida, es permanente. Sólo me he llegado hasta aquí para decir que es necesario matar al 
fantasma de las palabras negras, metiéndose dentro de ellas y de él con su propio nombre, no 
dejarnos asustar por el nombre del fantasma, ver en qué queda des-nombrándolo.) Pues decía 
que estos Estados Unidos de que hoy hablo son, en cambio, y a mi juicio (no olvidemos su silla 
eléctrica funeral, no la subeescaleras), un ejemplo mayor de progreso en continuidad, de técnica 
sucesiva con ideal práctico, y al fondo del paganismo jeneral a que su existir ha llegado, gracias 
según un gran amigo mío norteamericano, a la habitación trashumante del automóvil, orijen de la 
disolución de la familia y del amor libre, bases del comunismo, una idea de espíritu más o menos 
divino, crítico, en proceso constante y adopción variable. Sus contrastes progresivos son poco 
6 
 
pasionales, parecen a veces tan indefensos como los juegos de los niños, de una inocencia tan 
lójica; son más lójicos, en apariencia, al menos, que en mi España teolójica o anarquista, o, si algún 
vivo quiere, teolojicoanarquista. Pero lo importante del progreso en continuidad es que lo sea en 
continua ascensión interior; que la técnica lleve dentro una moralidad, moralidad en el estricto 
sentido intelectual de la palabra, no en el juzgado a lo divino falso [...] 
[...]He tenido muchas veces en Nueva York la pesadilla de que la ciudad se sucedía hacia 
atrás en todos sus detalles, hasta volver a su orijen, su principio; y que era necesario volver 
también a ordenarlo todo a conciencia, en un plazo determinado; y que los millones de habitantes 
de Nueva York eran un inmenso hormiguero enloquecido, como los hormigueros auténticos, 
cuando se les vuelve del revés un puente de su camino, un pasillo cualquiera. Probablemente el 
orijen de mi pesadilla era este final comparativo, porque los habitantes de Nueva York me han 
parecido siempre hormigas sin alas o con alas pegadas, blancas y negras, dementes de 
equivocación colectiva. Cuando salía yo después de esta pesadilla, a la realidad monstruosa, no 
encontraba esa diferencia que suele haber entre la llamada realidad y la llamada pesadilla. Nueva 
York era la pesadilla real misma, la comparada de ella misma, y toda su actividad, actividad loca de 
una inmensa trashumancia de pesadilla .oscura y asfixiante. 
Una ciudad me parece a mí que debe ser un organismo como otro cualquiera, con un limite 
moral y material en su desarrollo, pasado cuyo límite se convierte en vicio, ciudad viciosa, como 
todos los desarrollos que llamamos viciosos, calabaza, nube o gangrena. Nueva York es una ciudad 
que ha sobrepasado la proporción de la ciudad, tanto, que en muchos de sus aspectos, no parece 
verdad al que la mira, sino cosa de tramoya de teatro; y su solución no podía ser otra que su 
rotura en varios organismos más proporcionados, los mismos organismos que antes había 
absorbido; que es lo que ocurre en la misma naturaleza con algunos otros organismos 
absorbentes y tiranos. Nueva York no es unidad íntegra más que para el aviador. El avión, ese 
detestable y práctico desproporcionador humano, tiene en Nueva York su beneficio. El aviador 
disminuye la ciudad y se la proporciona. Cuando se contempla Nueva York desde uno de sus más 
altos edificios en ese punto en que ya no se oyen los ruidos, ni aún el ruido total, ni se ve el ser 
humano como ser humano, parece una naturaleza de casas, una cordillera artificial de edificios en 
los que es necesario ser hombre águila de hierro y cemento, para vivir. Todo lo delicado del 
hombre, del otro hombre quiero decir, se estremece. Es que la ciudad ha progresado en su 
artificio más que el ciudadano en su natural, y necesita edificistas en vez de calleantes. Ya se habla 
de que la circulación futura de Nueva York se haga toda en avión con entrada por lo alto y ya hay 
muchachas marimachos adelantadas de [falta palabra] y camisón por fuera, que entran así o salen 
con asombro de los machihembras de calzoncillos con aves y flores. A todo se llega, según el 
punto de arranque donde se coloque el disparado o la disparada; lo importante es considerar 
dónde vale la pena de colocarse para arrancar, y en qué forma y dirección debe realizarse este 
arranque para la sucesión progresiva. Porque una equivocación de la magnitud de Nueva York, 
puede llevar o traer a un fracaso jeneral humano, una catástrofe jeneral de descenso por una 
ascensión fallada; se puede llegar a un estado de vesania sucesiva jeneral como fin del hombre; lo 
mismo que en la disparatada Babel de las lenguas. 
Acaso Nueva York sería una ciudad ideal para el hombre como águila mecánica suprema; 
acaso ese hombre y esa mujer mecanizados de águila artificialmente, pueda ir enjendrando el 
hombre águila natural; pero, por el momento, el hombre de Nueva York, condenado fatalmente 
por inercia a la entraña oscura del sótano más o menos elevado, no tiene posibilidad de existir 
aguileñamente, de poner su nido en una nube [...] 
[...] Es preciso, urjente pregonar alto y constante, en cada país y más en los más progresivos 
o más veloces, la gloria del progreso mayor contra el purgatorio del progreso menor, la gloria de la 
vocación ambiciosa, de la libertad de espíritu, del capitalismo de las ideas. El hombre es libre, 
tiene que ser libre, será libre. Su primera virtud, su gran hermosura, su gran amor, es la libertad. Y 
esa libertad tiene que moverse libremente, suelta-mente, también, dentro de lo mejor, y llenarlo 
hasta sus bordes. Si dedicamos nuestro progreso a lo mejor, seremos siempre libres, porque lo 
mejor puede progresar indefinidamente sin esclavizarnos. Lo que es mejor verdaderamente, por 
mucha que sea su exijencia, nunca esclaviza, aunque nosotros creamos o queramos o temamos 
ser esclavos. No inventemos ni fomentemos ni compremos en la paz ni en la guerra nada 
injenioso, menudo, vanamente artificial; no oigamos la voz del falsetesiempre irónico; guardemos 
la ironía para nosotros mismos y para el vicio artificial ajeno; desechemos lo pequeño de calidad 
(que no es precisamente lo breve), cada día, para ir siendo grandes sin pensar en lo jigantesco. 
Limitemos con nuestro espíritu, con nuestra intelijencia y, más aún, con nuestro instinto, nuestro 
injenio. La verdad superior es aquella que determina en el instinto una conciencia autónoma; que 
la conciencia instintiva es nuestra final adquisición. Espíritu contra injenio, intelijencia contra 
injenio, instinto contra injenio. El límite de nuestro injenio será el límite necesario del verdadero 
progreso [...] 
La razón heroica 
- 176 - 
[...] La transición permanente es el estado más noble del hombre. Cuando se dice de un 
artista que es de transición, muchos creen que se le está rebajando. Para mí, si se dice arte de 
transición, se está señalando el arte mejor y lo mejor que puede dar el arte. Transición es 
presente completo, que une el pasado y el futuro nada menos; es el movimiento del pasado, el 
presente y el futuro en un éstasis momentáneo sucesivo, en una sucesiva eternidad, eternidad 
verdadera de eternidades, momentos eternos. El éstasis sucesivo es lo dinámico por escelencia; el 
movimiento es el sostén de la vida, y la muerte verdadera no es sino la falta de movimiento, esté 
el cuerpo de pie o caído. Sin movimiento, la vida se deshace dentro y fuera por falta de cohesión 
dinámica. Pero el dinamismo debe ser principalmente del espíritu, de la idea, debe ser éstasis 
dinámico moral: dinámico, en cuanto a sucesión; estático, en cuanto a permanencia. El éstasis 
debe ser la fija eterna del dinamismo superior. El espíritu ha fijado siempre lo superior, y la vida es 
bella y buena cuando lo superior queda fijo en su movimiento permanente. 
Sí, insisto; hay que considerar la vida como éstasis dinámico, como acción en el pensamiento 
o en el sentimiento, y no como dinamismo estático, porque el dinamismo estático sería sólo 
7 
 
movimiento espiritual detenido. El éstasis dinámico es romanticismo absoluto, absoluto heroísmo. 
Y aquí vuelvo a lo mío. A mi modo de ver, la democracia posible después de esta catástrofe que 
sentimos y pensamos universal, catástrofe por esceso de dinamismo inútil, de realismo inútil, de 
progreso inútil, de técnica inútil, está en la concepción y realización de un nuevo romanticismo. 
Me he referido varias veces a un amigo mío norteamericano que cree que las utopías son todas 
realizables, sin perder su carácter de principios eternos. Un romanticismo normal, completo, 
podría realizar todo lo considerado hasta ahora irrealizable. Hace años, los poetas, los artistas, los 
científicos, vienen hablando de un nuevo romanticismo. En los siglos XVIII y XIX, el romanticismo y 
la democracia existieron paralelamente (Shelley es ejemplo); pero como contraste, como 
separación, puesto que el llamado romanticismo, el falso romanticismo de época, que era lo 
abundante, estaba sustentado (por ejemplo, Byron) por un concepto de falsa aristocracia de la 
vida que lo inutilizaba como arte. Era muy hermoso en apariencia para los que lo podían gozar en 
un olvido completo de lo verdaderamente humano, no para los espectadores demócratas 
jenerosos, falsos también, sin suponerlo, inferiores a sí mismos, puesto que aceptaban el 
concepto de democracia en un sentido de inferioridad fatal y más o menos vengativo. El 
romanticismo de época, de esa época, fue un romanticismo egoísta, es decir, que no fue 
romanticismo. Era una espectacular, de un heroísmo inútil, desproporcionado, melodramático; un 
lucimiento, una vanagloria, una jactancia que consideraba al mundo como un espejo redondo del 
hombre necio. ¿Cuándo será el tiempo en que termine en el hombre la idea del mundo como 
espectáculo, con su parte de actores y su parte de espectadores, cuando todo el hombre sea 
representante cierto? ¿No será ya ésta la época de la fijación del verdadero romanticismo? Pero 
tenemos que unir el mundo separado. Unirnos todos en una obra universal (que yo no sé si sería 
aún una representación teatral planetaria, pero que, en el caso de que lo fuera, tendría que 
aceptarse y representarse como la única verdad posible hoy al hombre) en la que todos 
participemos por igual, tomando cada parte por igual, repartiéndonos lo mejor y lo peor 
equitativamente, lo agradable y lo desagradable, con un sentimiento inherente de belleza. Todo 
puede ser bello según el sentido en que se le considere. Barrer puede no parecer bello en cuanto 
a echar fuera la basura con una escoba, que puede también parecerlo en ritmo y orden, pero 
puede ser bello seguramente como consideración de un acto repartible jeneroso de limpieza total 
necesaria. Y si la vida es un drama, será así un drama hermoso y justo por su calidad, por un 
romanticismo de fusión absoluta en el drama. Una fundición de fragua decisiva. La democracia 
hermosearía el drama de la vida, si fuese verdadera democracia, con el romanticismo heroico y 
sustantivo de cada día, hora, minuto. El don más grande que el hombre puede dar y recibir es de 
amor, ¿quién lo duda? Y si el amor no es sólo particular, sino universal, el gozo será universal 
también, será unidad del gozo. La democracia sucesiva sería algo así como el devenir de un 
cristianismo alegre, sin aparato, sin lucha, sin mártires innecesarios; sin purgatorio ni infierno y sin 
cielo; una instalación del paraíso vital, un existencialismo verdadero; la comprensión absoluta de 
la ideolojía sensitiva que el hombre es capaz de considerar y practicar. El romanticismo absoluto 
de cada vida es el sueño universal mejor soñado y entendido. El ejemplo mejor que el hombre, el 
pobre y grande hombre, puede dar en el mundo en que le ha tocado vivir, no es, creo yo, sino la 
superioridad por el amor jeneral conciente. Y cuando da este ejemplo, no sólo los otros hombres, 
en compañía simpática, sino los mismos animales, supuestos inferiores, lo siguen [...] 
* * * 
Crisis jeneral y total 
- 177 - 
La crisis de esta época hermosa y horrible a un tiempo, en que nos ha tocado vivir por 
fortuna o por desgracia, no puede considerarse por aislaciones; es completa, ya que se funda en 
un cambio absoluto de sentidos fundamentales cuyo progreso y regreso se ramifica viciosamente 
como una ahogadora vejetación, en la segunda mitad del siglo pasado. Es una verdadera 
revolución universal, profunda y alta a la vez que rastrera y ruín de los ideales abstractos o 
concretos, absolutos o relativos, comunes o individuales. Y digo comunes o individuales, absolutos 
o relativos, abstractos o concretos, porque en nuestros tiempos ha aumentado hasta lo 
inconcebible la oposición entre los modos de existir, y tienen la misma importancia y mayor que 
nunca a la vez, y separados o unidos, el individuo, lo absoluto y lo abstracto que lo relativo o lo 
común o lo concreto. 
Voy a fijarme en tres de estos aspectos fundamentales en crisis. El de la relijión o teolójico, el 
de la belleza o estético y el de la verdad o filosófico. 
Ideales relativos o absolutos, insisto. Todos los hombre llevan dentro un ideal en inmanencia, 
pero no todos pueden encontrar el camino de su vocación de manera clarividente. Los ideales 
provisionales pueden suplir en los tiempos angustiosos de espera o indecisión estos ideales 
vocativos necesarios, sobre todo en personas de escaso cultivo, cultivo superior en este caso 
como en tantos otros a cultura. El ideal relijioso es como un cobijo colectivo, la cúpula que dijo 
Goethe, que ya está, si no definido, por lo menos muy propagado, como si fuera una enfermedad 
contajiosa que hay que pasar de niño o de muchacho, porque si no sería más grave en la vejez; 
pero como nuestro mundo camina en progresión jeométrica porque los descubrimientos de toda 
índole, más numerosos cada día, multiplican hasta lo infinito sus posibilidades, cambian por 
completo y deprisa nuestrosfundamentos de creencia, y el ideal colectivo tiene puesto por 
encima del petardo monstruoso que Ibsen quiso ponerle por debajo del Arca de Noé, la única 
revolución, dijo el noruego, que él no consideraba obra de farsantes. 
En nuestra época no sería ya posible continuar con el ideal relijioso cobijador sobre las bases 
de premio o castigo eternos, por ejemplo. La solución habrá que buscarla en el sucederse de 
nuestros propios sentimientos pensativos, en una conciencia mejor jeneral, tan posible como la 
conciencia de algunos particulares, de responsabilidad individual que decidiera casi 
automáticamente del amor, del alimento, del trabajo. Es decir, que en vez de buscar el paraíso 
posible fuera y mañana, haciendo méritos de internado inquisitorial, lo podemos encontrar, más 
cada vez, dentro, encuentro natural, tanto más seguro y hermoso, como es la propia mirada 
auténtica que la lójica busca artificial [...] 
Poesía cerrada y poesía abierta 
8 
 
- 178 - 
[...] La escritura poética castellana (digo «castellana» a la de la meseta española y su 
asimilación, ya que todos sabemos que castellano en lo idiomático no puede ya nunca 
corresponder a «español») no suele tener ánjel ni duende; y si un Juan de Yepes o una Teresa de 
Cepeda los tuvieron en tal alto grado, aparte de ser escepcional esto, como todo lo demás de 
ellos, no hay que olvidar los mirajes andaluces de San Juan de la Cruz, ya que él esperaba en 
Andalucía la preciosa y fragante muerte, ni su ilusión de cruzar el mar y venir a América; ni en 
Santa Teresa de Jesús, que ella misma era un mar, en plena sequera castellana, de aguas saladas 
de amor, de jenerosidad y de desvelo. 
Los escritores poéticos sin ánjel ni duende, pueden y suelen ser muy bien palabreados, 
digo, gramaticados («a las buenas horas», «empero», «si que también», «esto no empece», «zas y 
a rodar», etc.), de todas las palabronas hechas a torno; pueden escribir a las veinte mil maravillas, 
con compás y plomada, pero son tan poco contajiosos como la más virtuosa de las columnas 
salomónicas, en las que no hay raya por donde entrar y más si están jirando. ¡Los virtuosos! El 
virtuosismo lo tiene quien no sabe de este ánjel ni este duende habitantillos del instinto, que 
sospechan mucho del injenio, ese injenio de la labia y el falsete, del do de pecho tanto como del 
do de cornete nasal. Es como en el amor. Vemos personas equilibradas, lójicas de forma y ritmo, 
color y sonido, que no nos atraen, que nos son antipáticas, contralmeras; son eso que suele 
llamarse «clásico», «redondo», «perfecto», y no son sino «académico», «seco» y «ripioso». ¡Ripio 
en masa de los clasicistas! Y vemos otras personas o personitas que a veces son un puro defecto o 
que están dotadas de defectillos anjélicos y duendinos que nos enamoran, nos prenden v nos 
retienen, que nos satisfacen, que no podemos vivir sin ellas, sin su misteriosa y encantadora 
simpatía. Son esas personitas o personas de las que se dice que llevan aura, salida, llamada, 
fatalidad, y nos vuelven locos con su imantación. Son las poseedoras del ánjel y el duende y las 
que se dejan poseer de ellos, porque son ellos, porque son humanas y jenerosas, porque son 
abiertas. ¡Defectillo, cómo me gusta encontrarte para no enmendarte! 
Se habla mucho ahora, más tal vez que nunca, de poesía recia, dura, ancha, larga, cerrada; 
dicen fuerte. Yo digo que los elementos naturales, el agua, el fuego, la tierra, el aire, la carne 
humana, quinto elemento, por muy duros que sean, son en jeneral más blandos que duros. El 
fuego sólo es duro en ascua mineral; la tierra, en piedra; el agua, helada; el aire, helado también; 
la carne humana ¡ay! sólo es dura en los huesos, los míos, por ejemplo. ¿Y qué haremos con una 
mezcla de mineral, piedra, hielo, granizo, hueso? Pues ¿por qué tanta dureza en la poesía? ¿Por 
qué ponernos tan fósiles si la poesía es tan sensorial? ¿Y dónde tienen un fósil o una momia los 
sentidos? ¿No nos basta con erijirnos, con adelgazarnos hacia arriba por aspiración a lo 
desconocido, frío o caliente? ¿Por qué compararnos así, como una estatua nuestra ¡qué espanto! 
con nuestro esqueleto y nuestra losa sepulcral? Lo importante ¿no es hacer sentir nuestro latido 
permanente, nuestra sangre manadera hacia lo fujitivo, fujitivos, divinos, humanos, paradisíacos o 
infernales en los espacios donde vivan a gusto estos maravillosos ánjeles y duendes? Fijaos bien 
en cómo se adelgaza el hombre, y, es claro, la mujer que nada, en su nadar; el potro que huye, en 
su huir; el pájaro que vuela, en su volar; la lengua de fuego, en su llamear. No, no; la poesía no 
puede ser la momia de la lójica, ni la piedra de toque de la razón. La poesía es lo único que se 
salva de la razón y que salva a la razón, porque es más hermosa y superior que ella, porque la 
supone, asimilada en lo que de autocrítica de destino lleva dentro de la poesía, y la supera en todo 
lo demás. 
Existen poetas que pueden tener demonio y dios, a lo Milton, a lo Goethe, Blake, 
Baudelaire, Holderlin, por ejemplo; y entre nosotros, españoles, a lo Quevedo o a lo Unamuno. 
Pero eso es completamente distinto. Dios y el demonio los concebimos más teolójicos, más 
hechos, más definidos, más retóricos, más cerrados que Cristo. Y los hombres, por fortuna, no son 
dioses; y si quieren serlo, se convierten en imitadores de mitos. No hay otro dios que la 
conciencia, ya que Dios es sólo conciencia absoluta. Unamuno, tan locodiós, concibe a 
Cristodioshombreunamuno, según el cuadro de Velázquez, el equilibrado que puso a Cristo en una 
balanza con su modelo y los equilibró. Es una concesión del vasco castellanizado al castellanizado 
andaluz, pues que Unamuno, bilbaíno de boina y pelota, se rindió, tras larga guerra de colores 
encontrados, a Madrid. Yo creo que Cristo debió ser gracioso, abierto, corriente, comunicativo; 
que debió tener mucho ánjel y mucho duende; Dios era su padre, más seriote. Esto debieron 
saberlo bien Marta y María, sus buenas y nobles amigas. Pero nosotros hemos hecho teatral a 
Cristo. Unamuno, tan actor que era, retó a Cristo en Velázquez, se peleó con él hasta traérselo a 
su casa a ver si era tan humano y actor como él, Miguel de Unamuno (en vasco «el elejido de Dios 
en la colina de los asfódelos»), o si era sólo el Cristo de Velázquez, un modelo resignado a la 
muerte, el más serio de los Cristos, que lo obsesionaba a él, pelotari, cantor también del Cristo de 
Palencia, todo tierra. Quiero decir que Unamuno confundía a Dios con Cristo, quien, a juzgar por 
sus palabras, las de Unamuno, parece que le debió parecer, como a mí, lleno de duende y de ánjel, 
ya lo he dicho. Unamuno llevaba colgado al cuello un crucificado de bronce, de palmo y medio de 
largura, y a veces, cuando se energumenizaba, como dice Ortega, se servía del crucifijo para 
amenazar con un cristazo, como él decía. Y, en cuanto al demonio, él suele andar debajo de la 
cama de algunos talentosos elejidos: Goethe, Carducci, Gide; pero es demasiado imperioso, 
profeta, dictador sin remedio, y no suelta su presa de azufre, tridente y caldera. El ánjel y el 
duende no son tan rejidores; acaso son formas que pueden tomar Dios y el demonio, a fuerza de 
ser vencidos por el hombre o la mujer, cuando quieren quedarse entre nosotros con disimulo, 
porque les gustamos. Y entonces se vuelven casi como nosotros. No me gustan el padrediós y el 
demonio; prefiero el Cristo y el diablo, que no son dictadores. Yo soy amigo de una niña que se 
imajina que Dios anda por las nubes con su gatito, un gatito negro que ella se encontró muerto en 
la calle y que, según le dijo su madre, se había ido con Dios. Yo le pregunto siempre que la 
encuentro: «Qué ¿has visto a Dios con el gatito negro?» Ella me dice unas veces que sí y otras que 
no. «Hoy -me dijo una vez-, como está el día tan bueno, lo llevaba.» Y otro día de gran tormenta 
verde por la altas nubes, con sol bajo, medijo que estaba viendo a Dios paseando por el arcoiris, 
pero que no llevaba el gatito y que dónde se lo habría dejado. Para esta niña encantadora, por. 
ejemplo, Dios tiene también ánjel y duende; esta niña es poética y sería también pintora más o 
menos sobrerrealista [...] 
Valle Inclán. Castillo de quema 
- 179 - 
9 
 
[...] Los estilos de Valle-Inclán dejan mucho en los escritores que vienen tras él: Antonio 
Machado, Pérez de Ayala, Gabriel Miró, etc.; después, en Gómez de la Serna, Moreno Villa, 
Basterra, Domenchina, Espina, García Lorca, Alberti, etc., en los más verdes, frondosos, plurales, 
con mejor o peor gusto, con mayor o menor equilibrio, de los jóvenes barrocos de hoy. Verdísimo, 
frondosísimo, pluralísimo era Valle-Inclán. Sensual, supersticioso e incrédulo (incrédulo de Dios, 
crédulo de las hadas y las brujas, como los irlandeses también), daba ancha tierra revuelta a su 
simiente. Un manso cordero negro espectral. Se ha hablado y escrito mucho de la jactancia, el 
histrionismo de Valle-Inclán; pero la mayoría de los escritores de su jeneración fueron y son más 
histriones y más pedantes que él, más jactanciosos sobre todo. Léanse, si no, las opiniones de 
algunos de ellos en la muerte de él. Creo que Valle-Inclán era de un orgullo humilde, aunque no 
humildón. Tímido, ha dicho Benavente, su fiel amigo, y tiene razón sobrada. Yo lo vi siempre 
sencillo, grato, correcto, cumplidor, digno. Alguien que me oye esto, me dice: «Era un maldiciente. 
¿Usted no sabe lo que decía de usted?». «A mí, contesto, no me importa nada lo que Valle-Inclán 
maldiciente dijera de mí. Nada me debía, yo sí a él.» Además, Valle-Inclán, llevado al terreno de lo 
noble, reaccionaba justo, y en eso está el hombre verdadero, en la justa reacción decisiva. 
Quienes indignan a todos con su picarismo, su artería, su calumnia son los segundones, 
tercerones, cuarterones y quintillos; los que, debiendo tanto siempre a sus mayores, procuran 
siempre disminuir cuanto pueden al envidiado, por los cortes más indignos, para flotar ellos un 
poco más. Contra estos, sí, y aunque el calumniado, el ofendido reconozca los méritos absolutos o 
relativos de los tales, el desprecio más corto, la aguda saeta rápida de Carducci, que no merecen 
más tiempo ni espacio. Valle-Inclán era en esto también un primero, y si criticaba, no fraguaba su 
crítica con odio, no la espresaba con envidia ni ingratitud, no apuntaba el recelo para olvidarse. ¡Y 
tenía tantas razones, tantos motivos para el odio! 
Se moría de hambre algunos años y no lo decía. Yo he pensado luego muchas veces que 
aquel día de nieve, aquella noche de fiesta, aquella tarde de cementerio, Valle-Inclán andaba con 
nosotros sin comer. Y yo estaba entonces tan fuera de la realidad y él también estando tan dentro, 
que ni él ni yo nos dábamos cuenta de ello. Los chistes que hacía sobre la alimentación, para 
despistar, nunca se los apliqué yo a él. Creía que eran tan irreales como sus diatribas. Sus diatribas 
eran alharacas sin filo, cuernos embolados. Lo que le importaba a él era la sustancia aislada, la 
calidad de la sentencia, no el fin ni el objeto ni casi el sujeto. No guardó rencor a aquel lamentable 
Manuel Bueno que le rompió el brazo. Ni Valle-Inclán, ni Rubén Darío, ni Gabriel Miró, entre los 
grandes muertos; ni Benavente, ni Unamuno, ni Ortega entre los vivos de esas jeneraciones, han 
tenido envidia, la agria envidia amarilla que tanto abunda en los representantes de la 
chulaponería y el injenio de esas jeneraciones y las siguientes. Toda la guerra literaria y no literaria 
de Valle-Inclán fue chamarasca en guerrillas, una batalla teatral declamada con pólvora sola. Lo vi 
a veces levantar su bastón, nunca lo dejó caer. 
Y este pretendiente alzaba el telón en cualquier sitio, como los cómicos ambulantes; se 
adelantaba al enemigo y al amigo, y empezaba a hablar. Lo tenía todo preparado siempre. Solía 
mantenerse de pie, con el brazo entero cojiéndose en la espalda el inexistente. Hablaba, y se veía 
que aquello era su amor, su fe, su razón de vida o muerte; que no saldría, que no pasaría nunca de 
aquello. Por eso no le importó nunca ir lejos, viajar, hablar ni leer otras lenguas. Se concentraba 
en su lengua y cada vez la encontraba así más dilatada, más hermosa. Porque la lengua propia hay 
que tratarla como madre y las otras como tías, aunque a veces sea mucho para uno una tía. Pero 
Valle-Inclán no tenía tías, ni quería tenerlas. Dilataba su lengua madre hasta lo infinito y pretendía 
sin duda, estendiéndola, forzándola, inmensándola, que la entendieran todos, aun cuando no la 
supieran, que tuvieran él y ella virtud bastante para imponer tal categoría, su calidad, el tesoro 
por cualquier lado imprevisto. 
Como en los sonetos de ciertos poetas efectistas (él era en su habla total, soneto enorme, 
efectista, pero con exacto contenido), todo lo había escrito después del último verso, y todo era 
sólo su andamiaje rico, su macizo pedestal, su lente de aumento, su caja de resonancia. Era el 
suyo un creciente magnífico, y en esto también se parecía a los irlandeses, tan májicos 
charladores. 
Gritaba, jemía, reía a carcajadas, tremolaba de esto y lo otro, lo mezclaba todo, lo sacaba 
de quicio, le alcanzaba luego los picos por todas partes, le encendía y le apagaba las ascuas, 
jugaba con todos los equívocos erráticos, con trájica seriedad, con arrojo inmune. Y al final de su 
perorata policroma, musical, plástica, de espesa cauda de oro vivo, que subía, subía, subía entre el 
coreo y el vítor jenerales y daba en lo más alto de su poder un estallido final, el trueno gordo, 
como un gran punto redondo, áureo y rojo un instante, carmín, morado, negro luego y 
desvanecido en lo más negro. Valle-Inclán se quedaba abajo, enjuto, oscuro, en punta a su frase, 
como un árbol al que un incendio le ha volado la copa, un espantapájaros con rostro de viento; 
como el castillo quemado de los fuegos de artificio. Todos entonces, camareras, soldados, 
estranjeros, niños, poetas, que se habían mantenido a distancia por el respeto inconciente al 
incendio de la belleza, peligro de vida y muerte, se acercaban a Valle sonriendo sus lágrimas 
saltadas, y por disimular su adhesión vacilante, lo zarandeaban un poco de la manga vacía (que él 
a veces señaló, para acordarse o acordarnos, con un nudo), mirándole al arriba sin corona, con 
sombrero hongo nada más. Y todavía caían aquí y allá de sus ojos irónicos y cansados de 
prestidijitador, de astrólogo, de mago, de brujo, entre su ceceante sonrisa y los duros hilos cenizos 
de su barba de cola de caballo, algunas chicheantes culebrinas, algunas coloridas, débiles, sordas 
bengalas. 
Y Valle-Inclán, palo quemado ya aquella noche, desaparecía «hazta mañana, zeñorez», 
rápido en la plazoleta del silencio [...] 
La corriente infinita 
- 180 - 
Quemarnos del todo 
(A. H. C., venezolana; por su aluna que se mira en el cristal inmenso de la nada»; con mi 
agradecimiento, por su levantada del alba, y mi cariño.) 
10 
 
Nuestra felicidad me parece a mí que está en el buen uso que hagamos del tiempo y el 
espacio en que nos ha confinado nuestro destino; que si es cierto que nosotros nos hemos 
encontrado con ellos aquí, sin consentimiento nuestro, también lo es que nos han traído dotados 
de un instinto que podemos convertir, con nuestro cultivo y nuestra cultura, en superior 
clarividencia; y no digo en intelijencia superior, porque para mí la intelijencia no es superior en 
nada al instinto, que es todo ojos; y no sirve una ciega hacia afuera para guiarlo por lo 
circundante, sino para comprenderlo. De modo que, desde nuestro primer momento vivo, nuestra 
inocencia invulnerable ha podido enfrentarnos con la aventura, ricos de armas interiores y 
esteriores que tienen, desde lo espontáneo a lo conciente, y luego al contrario, todas las 
posibilidades para progresar en la verdad, en la bellezay en el amor. 
Y nuestro progreso sucesivo ha de tender a nuestra felicidad, porque si el progreso no sirve 
para la felicidad humana, ¿para qué sirve? El hombre verdadero, el auténtico, el cultivado 
aristócrata por metamorfosis ideal, digo, el aristócrata de intemperie, aristocracia inmanente que 
une la mayor sencillez de la vida corriente a la mayor riqueza de la vida mayor, es el que desea 
más la felicidad del mundo, el que busca su propia felicidad en la felicidad jeneral; el que llega, por 
medio de un concepto claro del sucederse completo de la vida del mundo, a ocupar, emplear y 
gozar mejor su espacio y su tiempo. 
Ser el hombre mejor, el total aristo, es el fin de cada hombre. Si el hombre no se sitúa en el 
mundo para su fin vive en él de una manera provisional, y vivir provisionalmente no es el destino 
de la vida, no es lo que es vivir. En este mundo nuestro tenemos que quemarnos del todo, 
resolvernos del todo cada uno en las llamas y en la resolución que le correspondan. Que ningún 
dios creador o creado aceptaría a los que no hubieran cumplido plenamente con su vida, con la 
vida entera, no ya con la limitada vida que supone Calderón en su farsa El gran teatro del mundo, 
tan disparatera. No olvidemos que Jesús de Nazaret (que éste fue su nombre y no Cristo) en la 
trajedia precipitada de su vida, sumo aristócrata como era, perdonó a la Magdalena, hoy santa 
porque había amado mucho, y a Dimas porque había amado pronto; y esa María de Magdalena y 
ese Dimas que mereció las palabras más bellas de Jesús: «Esta tarde estarás conmigo en el 
Paraíso», sí que se salvaron por haberse quemado jenerosamente en hogueras distintas. Hoy tal 
vez hubiésemos arrastrado a la Magdalena a un psicoanalista, quien la hubiera metido en una 
clínica adusta, que seguramente no sería el cielo, sino el... Progreso con mayúscula, y a Dimas lo 
habrían ahorcado, para mayor seguridad. Quienes viven aquí como en un internado de fondo: 
fondo de aire alumbrado con carbón de sol en ascua, como es el nuestro, y con opción a premio o 
castigo foráneos, pierden una existencia segura y otra probable o posible, porque cada vida debe 
tener su unidad con principio y fin. 
Principio y fin es nuestra vida, con nada más que un súbito contacto sucesivo de lindes; y 
puesto que nada concreto recordamos de antes del principio, hay que considerarla siempre y sólo 
como fin, aunque no lo sea, y todos debemos procurar que todos los demás la consideren así. En 
el ir a un fin podemos poner mucho más que en el venir de un principio. Cuando todos 
consideremos como fin nuestra existencia, encontraremos todos en ella el suficiente paraíso; 
consideración particular que no evita a los colectivos morales (yo no lo soy) una fe posible en 
otros paraísos arreglados a la medida, que podrán también ser considerados cuando nos lleguen, 
si nos llegan; pues ellos son los que nos tienen que venir, como los padres, no ir nosotros a ellos 
(la imajinación es autónoma y yo soy autonomista imajinativo). Como consideramos un viaje al 
Ártico o al Ecuador de nuestro propio planeta, lugares que serán esos lugares y de ese nombre 
sólo cuando los veamos, no mientras los imajinemos. 
Casi todas las relijiones viajeras se han inventado en este mundo para consuelo lejano de 
pobres, enfermos o desheredados morales y físicos. «Cuando yo estoy enfermo decía Yeats, el 
verdadero poeta irlandés maestro permanente de belleza, pienso en Dios; cuando estoy fuerte, 
me voy a la playa a jugar a la pelota con las Hadas». Aceptar una relijión como ideal colectivo 
cuando no se han determinado todavía los ideales propios, es bueno, nadie lo duda, sobre todo en 
la primera juventud, y mejor en la adolescencia; pero ya dueños de nuestra edad podemos aspirar 
también o además a ideales particulares, relijiones personales, ciencia, poesía, arte, que no sean 
necesariamente consuelo de carencias ni ansia de cosas distintas, sino raíz de nuestras alas, paz y 
gozo; vocaciones fundadas en el concepto más presente de belleza y verdad; íntimas de ideal 
seguro, es decir, concepto más humano y más divino también, ya que, cumpliendo nuestra 
vocación, estamos realizando a Dios en verdad y belleza. 
El ideal no hemos de considerarlo nunca lejano ni inexistente, porque el ideal está en 
nosotros mismos, lo que no quiere decir que pongamos el ideal a la altura señalada a un ascensor 
que es siempre un descensor, como tales poetas de piso quinto o de sótano, máxima bajura o 
altura de ellos, sino que tengamos la evidencia de que podemos conseguirlo de cualquier forma 
que sea. Dios está no sólo en los pucheros de Santa Teresa, o en el arado, o en la fragua, o en el 
remo, sino también en la lira, en la pluma, el microscopio, el pincel, la nota musical, etc. El ser 
realistas no tiene como consecuencia lójica no ser idealista, y el existencialismo puede revolcarse 
en el estiércol, pero también bañarse en el mar. El poeta sabe que no alcanza su ideal, es decir, 
que no lo mata; es decir, que no debe alcanzarlo matándolo; pero eso tampoco quiere espresar 
que lo considere imposible; todo lo contrario: imposible e inexistente es lo que se mata, lo que se 
ha matado, porque la poesía es precisamente un arte a lo divino, y divino significa orijinal, 
principal; es divinizar lo que tenemos en las manos, los seres y las cosas que tenemos la dicha de 
tener poseídas, no como ideales conseguidos, sino como sustancias que contienen las esencias. Sí; 
yo digo que el ideal existe y que está cerca, puesto que siendo nuestro es de nuestra esencia y 
nuestra sustancia. Estamos hechos de ideal, y, por lo tanto, todos podremos encontrarlo en todos, 
ya que todos somos tesoreros de conciencia. Nuestro problema único es encontrarlo y saber el 
significado del verbo encontrar; es la vida misma y todas las vidas que puedan sobrevenirnos tras 
el orijen de la muerte. 
Yo creo que el ideal pudiera consistir en hacer ideal la vida, exaltándonos, nivelándonos; 
niveladas ideales las vidas todas, exaltándolas; que el hombre posee la facultad de crear y 
contemplar, mezclar el trabajo y el ocio, el ocio profundo y el profundo trabajo. Si nosotros 
fomentamos la aspiración de lo ideal en los demás, estaremos mucho más cerca de realizarlo, ya 
que los otros pueden verlo así en nosotros. Crear un ideal no quiere decir dejar de ser corriente, 
común, como vulgarmente se cree; el ideal sitúa la vida entre ánjel y demonio, con un arranque 
de libertad mutua y de unidad, al mismo tiempo, en su filo de contacto que es separador y unidor 
a la vez, puesto que causa una herida; hombre y mujer con ala blanca y ala negra. Hay que 
11 
 
encontrar el ideal, insisto, encontrarnos el centro de la vida, el diamante del venero; y para 
encontrarnos ese vivero que es el venero, hay que estasiarse primero en ella, como el poeta, para 
comprenderla, y luego, con dinamia mayor, amarla y gozarla, recrearla cada día en todos los 
sentidos de la palabra recrear y recrear también, cada día, la confianza en ella y la de ella, única 
forma de realizarla en plenitud, de consumirla sucesivamente, de conseguir merecer nuestra 
conciencia, nuestro Dios deseado y deseante. 
Cuando contemplemos las cosas y los seres, los amemos, los gocemos; cuando tengamos su 
confianza, porque les hayamos dado la muestra; cuando los consideremos conciencia plena y 
como plena conciencia nos manifiesten su contenido, tendremos su más hondo secreto, y así 
podrán ofrecérsenos como un ideal: que acaso el ideal sea sólo un secreto que merezcan los más 
enamorados. Una vida con más elementos de felicidad posible que esta vida que vivimos, vida sin 
duda, como otra pasada o venidera, es difícil hallarla ni concebirla al hombre, que lo que imajina 
no puede ser más que figuración interna o desfiguración esterna, más o menos hermosa de lo que 
siente con sus cinco sentidos corporales y espirituales, pues nada hay más lleno de espírituque los 
sentidos. No olvido que mi madre, cuando sentía dolor en las sienes, la superficie más delicada del 
cuerpo, decía que le dolía el sentido. Nuestro deber, y nuestro querer, y nuestro poder han de ser 
precisamente esos de concebir y hallar nuestra vida como la mejor, como la única y la definitiva 
acaso. Y no quiero decir con eso que se tenga que ser pesimista, puesto que la fantasía también es 
del hombre y fantasear es realizar los sueños con voluntad. Una fantasía puede equivaler al 
Paraíso, y si la fantasía pasa, mejor todavía, porque el Paraíso eterno sería también muy aburrido, 
y ya sospecharon este aburrimiento los faquires que se resolvían en un nirvana inconciente, es 
decir, en una muerte sin gusanos. 
Vida real es realidad con fantasía; y para concebir y hallar mejor nuestra vida real, se supone 
que hemos inventado esa entelequia que llamamos progreso: «la sucesión de la conciencia que 
concibe, halla y maneja la vida». 
- 181 - 
Lo popular 
Creo (y ustedes me perdonen que, según mi costumbre, no cite testos ajenos) que lo popular 
puede ser, es de una de estas dos maneras: lo creado por el anónimo elejido, por el verdadero, 
milagroso poeta colectivo, o lo que el pueblo acepta de lo creado por el poeta tradicional, el 
corazón, como el pueblo dice, de la flor o la fruta; cojer el corazón; el corazón de la poesía oída o 
leída. A mi juicio, las dos cosas pueden ser, pero yo me inclino más a la segunda. 
Difícil es para el escritor culto cojerle el corazón a lo popular; al pueblo le es muy fácil, en 
cambio, cojer el corazón de lo culto. ¿Por qué, qué, quién es el pueblo? El pueblo es la naturaleza 
de la humanidad; no es difícil, por lo tanto, que cree o retenga con la sencillez de la naturaleza, o 
que depure con su exijencia primera y esencial. ¿Cómo no ha de saber el pueblo lo que es, lo que 
debe ser, lo que debe seguir y continuar? ¿Pues para qué está en medio de la naturaleza, para qué 
es semejante, confidente, prójimo del árbol, del agua, de la piedra, del aire y del cielo? Si ha 
elejido o si ha sido dejado en la naturaleza, ¿qué estraño es que esté asimilado fraternalmente por 
ella? ¿A quién le ha de decir la naturaleza su secreto sino a quien la vive, la sufre, la conlleva, la 
comprende y la ama? 
Ser pueblo es un privilejio difícil de comprender al que no siente, ama, envidia al pueblo con 
todas sus desventajas sociales. Cuando un hombre culto quiere aspirar, llegar a lo esencial, en 
todas las razas, épocas y civilizaciones, se «retira», es decir se va a la naturaleza, desierto, 
monasterio, casa de campo, a quitarse todo lo superfluo, innecesario de la civilización, para su 
último viaje; se va a su principio y a su fin. El pueblo es principio y fin sin pasar por el medio, es 
principio unido al fin, es eternidad. El pueblo, la naturaleza es más eternidad que la ciudad, la 
civilización, la cultura. La cultura no es eterna, es eterna la intuición. El pueblo es intuición, y 
cuando un hombre «cansado de la vida» se «retira» a la naturaleza (santo, poeta, sabio) va en 
busca de la intuición, de la desnudez de la cultura; no va a aprender, va a olvidar, es decir a 
encontrar y aprender en el olvido. El pueblo es un gran olvido en plena intuición, un mar, una 
sierra, una llama, un viento de intuición y olvido. Cuando nos representamos los elementos de la 
naturaleza, tierra, aire, fuego, agua, nos parece como si ellos lo supieran todo, como si fueran 
reserva, inmanencia secreta y total. Y cuando nos vamos a escucharlos, a sorprenderlos, creemos 
que vamos a tener la suprema sabiduría; y si, al regreso, no la tenemos, tenemos por lo menos el 
olvido de la ignorancia. Pues el pueblo es humanidad elemental y podemos estar seguros de que 
lo contiene todo, como la naturaleza, y de que todo podemos aprenderlo de él. 
Y sobre todo la poesía. El mundo ha sospechado siempre que la poesía está en el pueblo 
como en su «madre», que el pueblo contiene el secreto, la gracia de la poesía, como contiene los 
secretos de la danza, de la ciencia, de la verdad. Todos sospechamos siempre que el pueblo tiene 
la verdad sabiéndolo o sin saberlo. Y desgraciado aquel cuya verdad no pueda ser entendida, en 
todo o en parte, por el pueblo o por la naturaleza, el que salga a la naturaleza o al pueblo en 
momentos de alegría y de fracaso y no tenga respuesta. ¿Qué es una música que la naturaleza no 
asimile, una esplicación científica que no asimile la naturaleza, una relijión que la naturaleza no 
asimile? En medio de la naturaleza se ve el ridículo de las cosas falsas, se ve tan grande como es 
pequeña la mentira. La naturaleza y el pueblo sólo elijen y conservan la verdad suficiente. 
Mi Rubén Darío 
- 182 - 
Otro lado de Rubén Darío 
En el invierno de 1903, Rubén Darío bajó de Francia a España para curarse con el sol de 
Málaga un catarro agudo. Un grupo de «modernistas» publicábamos entonces en Madrid una 
revista «Helios» que honró Rubén Darío varias veces con su firma. Un día recibí un espléndido 
manuscrito en gran papel marquilla, cuatro pájinas, con esa letra rítmica que Rubén Darío escribía 
en sus momentos más serenos. Era la magnífica «Oda a Teodoro Roosevelt» y venía dedicada al 
12 
 
Rey Alfonso XIII. Al día siguiente recibí un telegrama de Rubén Darío pidiéndome que suprimiera la 
dedicatoria. El manuscrito de la oda se lo regalé, años después, a Archer Huntington para la 
Hispanic Society de New York, porque yo deseo siempre que estos valiosos documentos puedan 
ser vistos y utilizados por el mayor número posible de personas. 
Voy a leer la oda: 
 
 
 
«A Roosevelt 
 
 
Es con voz de la Biblia, o verso de Walt Whitman, 
 
 
que habría de llegar hasta ti, Cazador, 
 
 
primitivo y moderno, sencillo y complicado, 
 
 
con un algo de Washington y cuatro de Nemrod. 
 
 
Eres los Estados Unidos, 
 
 
eres el futuro invasor 
 
 
de la América ingenua que tiene sangre indígena, 
 
 
que aún reza a jesucristo y aún habla en español. 
 
 
Eres soberbio y fuerte ejemplar de tu raza; 
 
 
eres culto, eres hábil; te opones a Tolstoy. 
 
 
Y domando caballos, o asesinando tigres, 
 
 
eres un AlejandroNobucodonosor. (Eres un profesor de Energía 
 
 
como dicen los locos de hoy.) 
 
 
Crees que la vida es incendio, 
 
 
que el progreso es erupción 
 
 
que en donde pones la bala 
 
 
el porvenir pones. 
 
 
No. 
 
 
Los Estados Unidos son potentes y grandes, 
 
 
cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor 
 
 
que pasa por las vértebras enormes de los Andes. 
 
 
Si clamáis, se oye como el rugir del león. 
 
 
Ya Hugo a Grant lo dijo: Las estrellas son vuestras. 
 
 
(Apenas brilla, alzándose, el argentino sol 
 
 
y la estrella chilena se levanta...) Sois ricos. 
 
 
Juntáis al culto de Hércules el culto de Mammón; 
 
 
y alumbrando el camino de la fácil conquista, 
 
 
la Libertad levanta su antorcha en NuevaYork. 
 
 
Mas la América nuestra, que tenia poetas 
 
 
desde los viejos tiempos de Netzahualcoyotl, 
 
 
que ha guardado las huellas de los pies del gran Baco, 
 
 
que el alfabeto pánico en un tiempo aprendió; 
 
 
que consultó los astros, que conoció la Atlántida 
 
 
cuyo nombre nos llega resonando a Platón, 
 
 
que desde los remotos momentos de su vida 
 
 
vive de luz, de fuego, de perfume, de amor, 
 
 
la América del grande Moctezuma, del Inca, 
 
 
la América fragante de Cristóbal Colón, 
 
 
la América católica, la América española, 
 
 
la América en que dijo el noble Guatemoc: 
 
 
«Yo no estoy en un lecho de rosas»; esa América 
 
 
que tiembla de huracanes y que vive de amor, 
 
 
hombres de ojos sajones

Otros materiales