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1 Antología de textos Juanramonianos Juan Ramón Jiménez (1881-1958); compiladores Javier Blasco, Teresa Gómez Trueba Edición digital: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2008 http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/p280/01472741070147584199079/index.htm El trabajo gustoso - 171 - Se oye mucho que la poesía sensitiva, que es la poesía esencial, debilita, y que es propia de soñador; que no es un empleo poderoso de la vida. Pero los países más fuertes fueron siempre los más delicados en su espresión poética: China, Grecia, Roma, ayer. Hoy, Inglaterra, Japón, los Estados Unidos, por ejemplo, son países en que la delicadeza jeneral está muy estendida. Y en cuanto al pueblo, esos países supieron y saben que la poesía está en su mayor acercamiento a su pueblo; los sentimientos más firmes son los que llegan a estar más cerca de la naturaleza, de la naturaleza del pueblo. El que, como yo, ha vivido mucho en el campo, sabe que el hombre del campo, rudo en apariencia, suele estar lleno de finura para todo lo sutil que le rodea: nubes, flores, pájaros, aires, luces, agua. Tales hombres ciudadanos, comerciantes, escritores, oficinistas, casineros son quienes creen que es menos varonil espresar estos sentimientos. Cuando se ponen frente a frente este hombre de la ciudad y aquel del campo, el hombre del campo parece tímido, débil, infantil ante la jactancia vacía del hombre falso ciudadano. Es porque el hombre del campo pierde en la ciudad su contacto con lo leve que le da y le mantiene su fuerza. Enamorado de las estaciones: temples, sonidos, colores, olores, sabores, es así natural, así compone con las estaciones de la naturaleza su naturaleza y su vida. En el campo se ve mejor que en ningún otro sitio la relación forzosa entre hombre y tierra, se ve que él hombre es tierra en pie; y el hombre del campo que no ama su campo y su labor no compone bien con su labor ni con su campo su destino. Al volver por la tarde de su naturaleza, el hombre del campo se trae a su casa una señal de la naturaleza, una flor en el sombrero, una espiga en la boca, un sarmiento en la mano, y no por utilidad, sino para no desunirse del todo de su paisaje. Las espresiones poéticas más bellamente delicadas se las he oído a hombres toscos del campo, y con nadie he gozado más hablando que con ellos o sus mujeres y sus hijos. Nadie sabe hablar como los hombres fuertes, las mujeres fuertes, los niños fuertes del pueblo, que sienten, piensan, aman tan profundamente lo delicado natural. Isabel García Lorca, hermana menor del cárdeno poeta granadino, que también ha vivido mucho en el campo, me contaba en Granada, que, volviendo ellos una tarde por las verdes orillas, con un hombre de campo, cantaban ya los pájaros ese canto con que suelen. despedir y detener el sol. La vega se quedaba sola con su sol suave, y los pájaros cantaban en lo último de los chopos esa loca felicidad melodiosa que cantan cuando se van quedando solos y altos, más altos y más solos cada momento, en la luz poniente. Y el hombre del campo, respondiéndose a su misma pregunta silenciosa interior, se dijo: «Como que todo lo que queda de tarde es para ellos». No, la poesía delicada no debilita. No se es débil por ser fino, sino por ser esterior; no por sentimiento profundo, sino por postizo injenio. Hombre y mujer son igualmente fuertes, y si por «afeminado», esa palabra tan pobre, tan despectiva para la mujer, se quiere decir débil, «afeminados» pueden ser el hombre y la mujer. Lo «afeminado», que debe querer decir lo lijero de la mujer y del hombre, es lo redicho, lo refitolero, lo superficial, y esto, por desgracia, es común a mujer y hombre también. Ni la mujer es más débil ni el hombre es más fuerte, tampoco, en su relación mutua; pero si se trata de exaltar lo que cada uno sintiese como opuesto deseado, el hombre debía exaltar lo delicado y la mujer lo fuerte. Se es débil por constitución orgánica, por enfermedad, por pereza; no por sutileza, por espiritualidad, por sentimiento. Todos seremos débiles si nos falta el sentimiento poético. Y no es tampoco poesía fuerte, como opinan ciertos tambores y clarines, esa que grita la espresión altisonante y retórica: «¡Hurra, cosacos del desierto!, etc.» Cualquier coplilla popular es más fuerte que eso. La poesía más fuerte será, en todo caso, la poesía del pensamiento más alto, cualidad mejor del hombre, la poesía de Dante, de Shakespeare, de Goethe, tan delicados; poesía que puede ser pensada lo mismo por el hombre que por la mujer. Escribir de propósito «poesía fuerte» es como cojer una estaca. Cuando el hombre o la mujer cojen una estaca, ya no son hombre ni mujer, son estacas. No dudemos nunca de nuestro poder natural, nuestro sentimiento desnudo. Todos hemos nacido del pueblo, de la naturaleza, y todos llevamos dentro esa gran poesía orijinal, paradisíaca, que es natural unión, nuestro comunismo. Y deber de todos los que hemos dejado el paraíso por necesidad o por equivocación, es exaltarla en el pueblo para que el pueblo no crea que es débil por eso ni que es más fuerte por otras zarandajas. Levantando la poesía del pueblo se habrá diseminado la mejor semilla social política. Siempre he creído que a la política, administración espiritual y material de un pueblo, se debe ir por vocación estricta y tras una preparación jeneral equivalente a la de la más difícil carrera o profesión. Y entre las «materias» que esa carrera política exijiría para su complemento, la principal debiera ser la poesía, o mejor, la poesía debiera envolver a todas las demás. El político, que ha de administrar un país, un pueblo, debe estar impregnado de esa poesía profunda que sería la paz de su patria. Los más naturales poetas de todos los tiempos, y particularmente los poetas de su propio país, serían alimento constante de su vida. Si el político sintiera y pensara en la mañana de cada día con Shelley, con San Juan de la Cruz, con Petrarca, con Fray Luis de León, con Keats, ¡qué día tan distinto para él y para su país sería el día! Y si antes de ir al parlamento preparara poéticamente su actividad, su pensamiento, su carácter, ¡qué jiro tan distinto tomarían sus intervenciones y cómo no oiríamos ni veríamos lo que vemos y oímos cada tarde, esas tardes tristes de los mercados parlamentarios! Porque la verdadera poesía lleva siempre en sí la justicia, y un político debe ser siempre un hombre justo, un poeta; y su política, justicia y poesía. El Estado, con la difusión conciente y propicia del libro mejor, con la protección a lo que el libro mejor encierra, poesía en todas sus espresiones: literatura, arte, ciencia; poesía popular y culta, nacional y universal, española y estranjera, puede contribuir preciosamente a este encontrar la propia poesía que tantos necesitan, que todos necesitamos. 2 ¡Qué labor tan hermosa para un ministro de instrucción pública, un ministro de la poesía! Pero el que gobierna no puede gobernar solo si no le ayuda el mismo gobernado; no hay que dejarse gobernar pasivamente, sino ayudar alerta a ser gobernado. Todos debemos ayudar al político en esa inmensa obra de poner la poesía al alcance de todas las manos, compañeras necesarias del trabajo. Yo he hecho muchas veces la prueba, he hablado poéticamente a unos y a otros, y en dos o tres días he cojido siempre el fruto. Se les removía a todos el tesoro, insospechado para mí y acaso para ellos, de su propia belleza: pensamiento y espresión; eran otros en oír y hablar al contacto con la poesía. Y no he encontrado uno solo que se sustrajera, a su modo cada uno, claro está, a esta segura influencia. ¡Qué labor, señoras poéticas y señores poéticos, lo que podríamos todos cumplir cultivando a gusto la sensibilidad de los que están más cerca de nosotros, fomentando la tranquilidad de todos, imposibilitando guerras y revoluciones inútiles,que son más que la imposición, por la fuerza loca, del pegote, aquel pegote que antes se me caía de todas partes! Izquierdos, derechos y medios, grupos y más grupos, nombres y más nombres, jeroglíficos, etiquetas y estandartes que ya nadie sabe lo que significan y que en realidad no significan quizá nada, ¡qué superfluo todo! Un joven poeta amigo mío, a quien yo hablaba de esto, me dijo: «¿No se podría formar en el mundo el partido de la poesía?» El partido de la vida gustosa, añado, del trabajo agradable y completo. Y este partido no sería parte, porque en él cabríamos todos, sería el verdadero «estado único», estado de verdadera gracia, de verdadera gloria. En este «estado poético» todos estaríamos en nuestro lugar, estremistas o transijentes de cada idea; que la poesía tendría la virtud de llevarnos a todos a nuestro propio centro, que es solo centro, centro con izquierda y derecha fundidas. Donde la intelijencia fracasa, empieza el sentimiento. No sería necesario que nadie lejislara ni rijiera, verdadero, único comunismo posible. Pensemos bien en esto, una labor tan sencilla, que no estoy soñando. Nada podrían ni tendrían que hacer, tampoco, contra esta totalidad, tales esplotadores del pueblo, derecha e izquierda, que en vez de elevarlo a lo mejor desde lo mejor que el pueblo tiene, quieren bajarlo a lo peor de lo peor que tienen ellos, tales que quieren formar un pueblo a imajen y semejanza de su bajo instinto. Nadie está más lejos del pueblo y del trabajo que estos trabajadores del trabajo y el pueblo, pozos de ambición, bestialidad y holganza, enemigos de la verdad y la poesía. Las juventudes políticas que hoy se están preparando, ya lo sabemos, para administrarnos mañana o para administrar a los que han de venir después de nosotros, deben estarse preparando en la poesía, lo digo otra vez, la poesía del trabajo. Ordenados dignamente materia, tiempo y retribución del trabajo, llevada a nuestro lado la poesía, sustancia que sube la otra en la belleza principal, senda que saca nuestros sentidos a su oasis, ¿quién no querría trabajar, «ganar su vida» trabajando? Color para el pintor y el tintorero, nitidez para el poeta y el papelista, olor de madera para el científico y el carpintero, iris de agua para el contemplativo y el regador, ¡qué bellas campiñas desde lo más elevado a lo más humilde! La ventaja del trabajo, en mi comunismo poético, del trabajo repartido y retribuido noble y justamente con arreglo a vocación y en una equilibrada exijencia, está en que se trabajaría por el trabajo; y aquí sí que se puede decir, sin pérdida ninguna, arte por el arte, poesía por la poesía, esfuerzo como premio, según la ley de los espartanos cuando pedían para honra máxima de su poder gustoso la rama lijera y fugaz del perejil. Trabajo gustoso, respeto al trabajo gustoso, grado sumo de la vida. Y al lado del trabajo, y en el y el sueño, es decir, nuestra vida completa, trabajará, descansará y soñará con nosotros, como una realidad visible, la Poesía [...] Crisis del espíritu en la poesía española contemporánea (1899-1936) - 172 - [...] La poesía, y la poesía como arte, es un no conformismo, una serie de acciones y reacciones de y en nuestros más hondos sentidos, dentro de la inescapable belleza; la luz de nuestra propia clarividencia, la voz de nuestra misma inefabilidad. Sí, de nuevo se invoca el espíritu en España. Y esta nueva y ardiente juventud, la briosa y fina manada lírica, se coloca provisionalmente, mientras crece, trashuma y se encuentra a sí misma, en otra actitud romántica, romántica por rebeldía y por antevisión, equivalente en mucho a la de Bécquer. (Se ha dicho muchas veces, y antes toqué este punto, que la poesía es bella mentira. Yo, lo dije, no lo creo así, puesto que creo que la belleza es la única verdad del mundo. Difícil es saber, en el verdadero poeta, su mentira y su verdad; y su sinceridad misma no sirve sino para aumentar la confusión. Suponiendo que la poesía sea bella mentira, esa mentira bella sería la verdad poética, y el poeta fatal no sabría que era mentira ni podría jugar con ella como tal mentira, sino vivirla como verdad absoluta. Esta es, creo yo, la consabida demencia del poeta: confundir, en último caso, de buena fe, con buena ley, la mentira con la verdad, sin traficar con ninguna de ellas y menos con la confusión de las dos.) Como habéis visto, Bécquer, el delicado, demente y triste sevillano, no ha desaparecido en toda esta historia de España: Porque el muerto está en pie. ¿Se ha cerrado un ciclo poético? ¿Se ha abierto? ¿De qué ha servido? No, no, no. Ni se ha cerrado, ni se había abierto, ni ha «servido», por fortuna, de nada. La poesía no «sirve», vale, y para todo. La poesía verdadera, la poesía en espíritu no tiene ciclos, porque el espíritu, como la eternidad, no los tiene. Tiene ciclos la literatura poética, y sus ciclos se cierran siempre, porque valen menos y «sirven» más. Sirvieron, no sirven, por eso se cerraron. La poesía siempre está abierta si es auténtica, delicada, honda, infinita, por más o menos completa que sea. Abierta estuvo y está la poesía española en Gustavo Adolfo Bécquer, en Miguel de Unamuno y en Rubén Darío, abierta continúa en la jeneración siguiente; abierta queda en las jeneraciones de los más verdes y esto no habría que decirlo [...] 3 Aristocracia inmanente - 173 - [...] Y ¿qué es aristocracia y qué democracia, falsos aristócratas, demócratas antropófagos, enemigos del humilde aristócrata? En estos Estados Unidos, que no tienen, por ventura, el lastre, hueco y pesado al mismo tiempo, de la aristocracia tradicional ni de la democracia ambigua de tanto viejo mundo; donde no hay que quitarse de encima uno, dos difíciles prejuicios para conseguir la verdad sencilla, envuelta por esos prejuicios y contraria a ellos, me es más fácil esplicarme lo que una y otra son, principalmente en lo social; y, además, lo que no pueden ser en el sentido de mucha vieja Europa. Aquí, el llamado «pueblo» está en una fase ascensional de bienestar justo y posible cultura, más evidente y firme que en el resto del mundo civilizado que yo conozco (aunque exista el peligro de estancamiento en que este pueblo en alta marcha pueda caer por un cese de ideales, inherente a su mismo bienestar cotidiano: una burguesía, una «clase media» parecida a la del mundo viejo, más lejana del pueblo seguro y de la cierta aristocracia que en ninguna parte del mundo también). Aristocracia, a mi modo de ver, es el estado del hombre en que se unen -unión suma- un cultivo profundo del ser interior y un convencimiento de la sencillez natural del vivir: idealidad y economía. El hombre más aristócrata será, pues, el que necesite menos esteriormente, sin descuidar lo necesario, y más, sin ansiar lo superfluo, en su espíritu. Y democracia ¿qué es? Si, etimolójicamente, democracia significa dominio del pueblo, para que el pueblo domine tiene que cultivarse fundamentalmente en espíritu y cuerpo. Pero, cultivado así, el pueblo es ya el aristócrata indiscutible. De modo que no hay democracia en un sentido lójico, porque no debe haber pueblo en contraste. El pueblo, además, no podría gobernar como tal pueblo convencional, como el pueblo en el estado en que lo sostienen sus esplotadores, que, en realidad, son malos burgueses, medio estancados, que quieren mandar sin «demos» ni «aristos». Y el pueblo no es justo que quede en la fase de plebe, de masa amorfa y silvestre en que hoy está en buena parte de nuestro mundo, gracias a sus ahítos defensores. Yo no creo en una Humanidad conjunta más o menos igualada con estas o las otras facilidades, sino en una difícil comunidad de hombres completos individuales. No creo ya necesario, pues, definir la democracia, porque, a mi juicio, es sólo un camino, una escala más bien, hacia la aristocraciaposible; una negación sucesiva que se va secando tras esa masa que la lleva de nombre como un anuncio de compra y venta, secreto para el mismo anunciado a medida que se acerca a su estado superior. De modo que es un concepto negativo, equivocado, suprimible; así como aristocracia, en el sentido en que la quiero, es un concepto afirmativo y perene que supone buena su sombra. En todo caso, si hay que definirla, democracia sería lo que no es todavía verdadera aristocracia. Y nada más que eso. Es frecuente que los conceptos se tomen y se sigan en la vida de este modo equivocado y que se funden sobre tal mentira fábricas inmensas con base vana: el concepto «clasicismo», por ejemplo. «Clásico» es un adjetivo hacia el futuro, un sustantivo del pasado. Una obra «será» clásica un día si ha tenido vida y virtud bastantes para llegar al concepto y merecerlo. Por eso son clásicos, por ejemplo, los altos griegos. Lo que ocurre es que, confundiendo con los clásicos, digo, con los que han vencido con su verdad vital al tiempo y al espacio, los que pretenden serlo sin vencer nada, decimos que un clasicista es un clásico o, para mayor confusión, un neoclásico, cuando es un seudoclásico. Pues igual, en otro sentido y aspecto, ocurre con los conceptos democracia y aristocracia. No se es demócrata, como no se es aristócrata, como no se es clásico, por ninguna imitación histórica, tradicional, más o menos antigua. Si un hombre escepcional, con todos sus defectos de hombre y de época (que el mayor de todos los tiene, afortunadamente), Leonardo de Vinci, y pongo el mejor ejemplo, el de un hombre cultivado y tolerante que completaba diariamente su conciencia, ha sido un aristócrata y un demócrata verdadero en vida y obra (el que llega a ser aristócrata supone fatalmente su revés democrático), sus descendientes o herederos no lo serán por ser sus seguidores, ni siquiera sus herederos o descendientes, serán aristocraticistas y democraticistas, leonardistas en todo caso. Aristócrata no será, ni demócrata sucesivo, sino quien, por su vida y su obra lealmente conseguidas, merezca de nuevo esos apelativos. Y si esto ocurre con un hombre escepcional, merecedor de todo buen nombre, ¿qué será con los hombres negativos, raíces huecas de árbol jenealójico más o menos frondoso? La aristocracia, insisto, no lo es de verdad por ser descensión, eslabón de tal cadena de convenidas preeminencias sociales pasadas, ni la democracia por serlo de tales ambiciones confusas y consecutivas hacia el porvenir. Yo entiendo que hay que darle una vuelta completa al asunto, poner la aristocracia y la democracia en su sitio. Democracia es, sin duda, un concepto del pasado, porque su aspiración, más o menos clara, viene de lo injusto secular del mundo; aristocracia, un concepto del futuro, porque va a la justicia final del mismo mundo. Es preciso convencernos, asegurar al hombre equivocado de que no somos aristócratas por descender de tal confusión famosa humana, cabeza de toros o de serpientes, con motes heráldicos más retóricos que poéticos, sobre todo porque tal antecesor ambiguo, no analizado, matase ferozmente muchos moros o porque ayudara con un oro indemostrable a tal rey; de que no somos demócratas por venir de tal otra entidad odiadora, esclava de la carencia o el desdén. Somos aristócratas por ascender o querer ascender a un ser que todos debemos estar creando, porque estamos aspirando a crear y creando nuestro yo superior, nuestro mejor descendiente. En esto sí tenemos participación verdadera y sucesiva, en el ascender a lo venidero máximo; no en el descender, en todos los sentidos, a lo retrógrado mínimo, tal «héroe» bestial del mandoble o del arca. Aristocracia, etimolójicamente también, no puede querer decir más que gobierno del hombre mejor, más noble, del hombre probadamente bueno. Y esto mismo es lo que debe querer decir democracia. Por lo tanto, en este sentido, la palabra democracia está también de más, tampoco nos sirve, y hoy menos que nunca, porque el pueblo puede ser, es muchas veces, la clase mejor y más noble; el pueblo puede ser el bueno. Y si, como repiten todas las aristocracias usuales, Dios fuera el principio, todos venimos de Dios; Dios sería, en este supuesto también, el término del aspirar de todos, de nuestro total ascender; Dios sería el sumo aristócrata y el sumo demócrata, que ¿cómo Dios no va a llevar dentro de sí el pueblo?; sería el hombre supremo deseado [...] 4 [...] Desdeñar, pues, a un ser humano, artista, científico, poeta, por aristocrático, por amante y amigo de lo bello, relijioso o no, como ocurre en España, en Europa y en Hispanoamérica (y no sé si en estos Estados Unidos, ni en qué proporción) es una estraña, inconcebible paradoja, sobre todo cuando el desdeñoso es un llamado demócrata; y el hecho se repite bastante. Es desdeñar ¡qué paradoja! lo mejor o el ansia de lo mejor. Y en nombre ¿de qué? ¿Qué es superior entonces al amor y a la exaltación de las cosas bellas, el amor y la exaltación de todo lo digno de ser amado y exaltado? Los grandes del mundo, en lo antiguo y lo moderno, han amado y exaltado la belleza de la vida en todos sus aspectos: un Leonardo, un San Juan de la Cruz, un Mozart, un Goethe, un Keats, un Beethoven, un Bécquer, un Poe, un Chopin, un Baudelaire, una Emily Dickinson, un Debussy, y otros, cuyos nombres alumbran nuestra vida, sobre el resplandor de las civilizaciones antiguas, la china, la india, la griega, profundamente estéticas. Pues ¿qué es lo que estos «amigos del pueblo», tenidos por cultos, quieren que haga hoy un Einstein, por ejemplo, para merecer ser de ellos? Einstein es un indudable aristócrata de la ciencia y del arte, de la ciencia por la ciencia y del arte por el arte y para todos, para la inmensa minoría un matemático puro y un demócrata verdadero. Siempre se pone al lado de la justicia. Pero ¿tendrá que dejarse de su matemática pura y escribir la matemática del tanto por ciento, para ser digno del pueblo y comprendido por él? Un Toscanini, en vez de llevar armonía y melodía a lo más alto, con su entusiasmo ardoroso, ¿haría mejor en tocar obras mediocres para la masa o introducir en su orquesta solos de acordeón? ¿No seria esto la más profunda ofensa al pueblo? ¿No es suponer que el pueblo no puede llegar a la ciencia ni a la belleza mayor, cualquier día, y además, por si acaso suprimírsela? El mejor, el más aristocrático poeta o científico debe ser en rigor, y por su cultura y cultivo, el hombre de mejores sentimientos. Aunque es claro que ciencia y poesía pueden coincidir con la falsa aristocracia o democracia y aun en estados peores, si es posible. Pero la poesía, el arte, la ciencia, aristocráticos puros, no serán nunca de ellas como hecho lójico sino como monstruosidad escepcional. La aristocracia convenida no tiene, por fortuna, como inherente a sus ventajas sociales, el don de la seguridad en la verdad o la belleza. La democracia convenida, tampoco, aunque lo proclame a su manera. Suelen una y otra apreciar como arte, ciencia o poesía, ciertas espresiones convencionales vulgares, un poco retocadas, de la llamada burguesía. No hay más que ver los libros, las revistas de esas jentes. Por poesía entienden, por ejemplo, la farsa espectacular de los llamados juegos florales o las llamadas fiestas de la raza, el verso de amor gastronómico, la relijión vistosa y realista o la vulgar teosofía. Por ciencia, la vulgarización. Por arte, la moral pintada, moral que, además, no practican. Pero ¿qué piensan, si piensan esas aristocracías y esas burguesías, de un Fray Luis de León, a quien ya tuvieron preso y en desgracia en su siglo, porque él aspiró a la belleza y la verdad y la defendió hasta lo último? ¿Y qué piensa de eso la democracia corriente? [...] Poesía y literatura - 174 - [...] Poesía escrita me parece, me sigue pareciendo siempre, que es espresión (comola musical, etc.) de lo inefable, de lo que no se puede decir -perdón por la redundancia-, de un imposible. Literatura, la espresión de lo fable, de lo que se puede espresar, algo posible. Y siendo el espíritu, creo yo, la inefabilidad inmanente, la inmanencia de lo inefable, es claro para mí que la poesía escrita ha de ser fatalmente espiritual y que la literatura no es necesario que lo sea ni aun que intente serlo, pues otro es su destino. Los estados de la contemplación de lo inefable son panteísmo, misticismo (no me refiero precisamente a lo relijioso), amor, es decir, comunicación, hallazgo, entrada en la naturaleza y el espíritu, en la realidad visible y la invisible, en el doble todo, cuya sombra absoluta es la doble nada. Las disposiciones del hombre para estos estados son sentimiento, pensamiento y acento. El resultado, mudo o escrito, emoción universal (dejemos la palabrita «cósmica», ahora tan en uso por la moda). Será, pues, la poesía una íntima, profunda (honda y alta) fusión, en nosotros, y gracias a nuestra contemplación y creación, de lo real que creemos conocer y lo trascendental que creemos desconocer. Será, al mismo tiempo, una pérdida y una ganancia nuestras imponderables. Y como este fenómeno entrañable, que pone en movimiento nuestro ser, es fatalmente rítmico, como todo el entusiasmo, la poesía espresada para nosotros mismos y para los demás será fatalmente rítmica, musical más que pictórica, puesto que en la música y la danza, éstasis dinámico, los ojos no ven lo esterior sino que se ensimisman. Por eso dicen los bailarines auténticos, los poetas del ritmo absoluto, los davides, que, para bailar, tienen que verse por dentro. Como la conciencia no obra en tal estado de éstasis dinámico total, en tal presencia ausente, la poesía es necesariamente intuitiva, y por lo tanto elemental, sencilla, que es uno solo el objeto y el sujeto de su creación y su contemplación, y ellos no piden adorno innecesario. En realidad, el poeta, callado o escrito, es un bailarín abstracto, y si escribe, es por debilidad cotidiana, que, en puridad, no debiera escribir. El que debe escribir es el literato. La literatura, que depende, como escritura necesaria, de los ojos, lo mismo que la pintura, será decorativa, injeniosa, esterna, porque no está creando sino comparando, comentando, copiando. La literatura es traducción, la poesía, orijinal. Si la poesía es para los sentidos profundos, la literatura es para los superficiales; si la poesía es instintiva y por lo tanto tersa, fácil como la flor o el fruto, si es de una pieza, la literatura, dominada como está, obsesionada por lo esterior que tiene que incorporarse, será trabajada, premiosa, yustapuesta, barroca. Yo creo que las artes (y las ciencias también) se dividen en artes de creación y artes de copia. Las de creación son, por ejemplo, la danza, la poesía y la metafísica escritas, más arte la metafísica que ciencia; las de copia, la pintura, la escultura, la novela, por ejemplo. El teatro puede ser arte de creación, si es abstracto, de copia si es anecdótico. La poesía escrita, como las otras artes de creación, siempre es natural, por perfecta que sea; o mejor, es perfecta, completa porque es natural. La literatura, por perfecta que sea, siempre es artificial, más artificial cuanto más perfecta. Por la literatura se puede llegar a la belleza relativa, 5 pero la poesía está mucho más allá de la belleza relativa, y su espresión pretende la belleza absoluta. No se llega a ella nunca si su reino no se pone en contacto con nosotros, si ella no viene a nosotros, si no la merecemos con nuestra inquietud y nuestro entusiasmo. De ahí que se pretenda decir, a la manera platónica, que el poeta es un medio, un poseído de un dios posible. Yo no creo que el poeta necesite de ningún dios; puede ser un medio, ya que el Dios del hombre es en verdad un medio que el hombre ha inventado o confirmado para poder comunicarse y entenderse con lo absoluto. Así, Dios puede ser un poeta o un poeta puede ser dios. Y no se diga que el universo del poeta es menor que el del dios, ya que Dios suponemos que creó lo visible y se reserva lo invisible para sí o para premiarnos, y el poeta prescinde de casi todo lo visible y tantea en lo invisible, regalándole lo que encuentre a quien lo desee. Porque la poesía «es» en sí misma, es nada y todo, antes y después, acción, verbo y creación, y, por lo tanto, poesía, belleza y todo lo demás. La pretenciosa literatura tiene que contentarse con llegar, por un complicado rito, a la belleza espejeada, que puede conseguir en su cristal un resplandor de la poesía, a fuerza de ser copiada de la escritura poética por sus imitadores. En poesía escrita, claro está, no se llega, no se puede llegar nunca del todo. Por eso la verdadera escritura poética no puede ser perfecta ni pretenderlo. Una novela, una estatua sí pueden ser perfectas, pueden estar acabadas, terminadas, quiero decir muertas. Y por eso también los verdaderos poetas no usan mucho para su concesión comunicativa las «formas» escritas regulares sino casi siempre, o al menos, cuando están en su mejor momento, las formas inventadas, o convierten las formas ríjidas de los literatos en formas ondulantes. En esto de la llamada forma sí es anterior la literatura a la poesía; ha complicado la escritura. Y los poetas, los ruiseñores ciegos a lo esterior, caen a veces en el vicio formal, la trampa que le preparan los envidiosos y codiciosos literatos y los críticos malignos, y también hacen literatura, convierten su gracia en desgracia. Entre poesía y literatura hay la misma distancia, por ejemplo, que entre amor y apetito, sensualidad y sexualidad, palabra y palabrería, ya que la literatura es jactanciosa, exajerada, donjuanesca y tiene el énfasis por ámbito y la manera por modo. La poesía puede ser sólo intrincada, difícil, que la ampulosidad no es propia de la idea, del espíritu, sino de la palabra y de la pluma. De ahí que la literatura haya inventado la retórica, que es el juego malabar de los escritores listos. El poeta, a veces, entontecido también y ya dentro del vicio que dije, juega esos juegos de los literatos con más milagro que los literatos. El literato no se equivoca casi nunca, recoje casi siempre los platos que ha echado por el aire, y si se le cae uno, cae en cabeza ajena. El poeta suele perder algún plato, pero éste no cae en ninguna cabeza, se le pierde en lo infinito, porque él es buen amigo del espacio [...] Límite del progreso o La debida proporción - 175 - [...] Cuando yo llegué la vez primera a Nueva York, 1916, me encontré con una ciudad que correspondía casi enteramente a la idea que yo me había formado de ella desde España; monstruosa y difícil, escesiva y magnífica; y no hay que olvidar que yo era entonces mucho más joven, quiero decir más fuerte de cuerpo. Me pareció sólo más sucia, más oscura de lo que yo me había imajinado por las fotografías y las postales coloridas. (Fue cuando comprendí mejor que la fotografía es el arte aséptico deshumano por excelencia.) Pero yo no me había figurado antes que los oasis necesarios para el ocio mejor en toda ciudad grande o pequeña, los encontraría en Nueva York, y en tal abundancia y variedad. Los encontré todavía cementerio ciudadano, plaza o rincón, en aquel punto de su progreso, y escribí de ellos lírica o irónicamente, por sorpresa. Cuando volví la segunda vez a Nueva York, 1936, veníamos de una España levantadamente infernal en su fuerte paraíso de desigualado progreso. España, mi querida España, es un país de progreso a saltos, progreso en ascensión o en descenso, nunca en continuidad, ya que también en el progreso los españoles somos apasionados individualistas; somos, mucho más que nadie, esta es la verdad, anarquistas, los más convencidos anarquistas del mundo, los destructores de nosotros mismos, pobresindividuos españoles, que somos. (Por eso, en España, las órdenes relijiosas, esto es sólo un ejemplo, toman un carácter tan particular, tan diferente del que toman en los Estados Unidos, por ejemplo también de diferencia. Un fundador español es un anarquista pasional segregador, un anarquista que ordena y manda un comunismo relijioso con dios a la vista. No se altere nadie por esto que digo, ni por esta palabra: comunismo, comunidad, mancomunidad, comunero, común, todo tan español, a pesar de todo o quizás como contraste. Las palabras, los nombres, tienen muchas veces un fantasma dentro que, a veces, se les mete ya de camino, como un viajero raro en un tren, y que a veces les da un negro sonido terrible. Los fantasmas son muy buenos ruidores y ruideros temibles. (Cuando yo era un muchacho sonaban en España dos nombres, «masón, krausista», que olían a demonios coronados de fuego, plomo, azufre. Luego pude ver que los krausistas no eran sino unos idealistas sentimentales, incapaces de matar un mosquito; y los masones, esta es la verdad, y ellos perdonen mi lealtad, nunca he llegado a saber lo que significan; pero me imajino, ya que usan y han desusado tanto capirote y tanta máscara inocente, que son completamente inocuos. ¿Y qué comunismo puede compararse, desde Tolstoi hasta nuestros días, de Rusia o de donde sea, al de las dictatoriales comunidades relijiosas españolas o de donde fueren? Que nos lo digan Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, fray Luis de León y otros anatematizados individualistas de la Inquisición. Comunismo más avanzado es imposible: unánime vida económica, unánime vida vejetativa, unánime vida trascendental, unánime despego de la familia, unánime imposibilidad de continuarla, unánime martirio eterno en los infiernos del demonio, peor en su descriptiva que todos los gases, todas las horcas o todas las sillas eléctricas habidas y por haber, ya que todo esto mata pronto y, el infierno, tan hijiénico con su azufre y su agua hervida, es permanente. Sólo me he llegado hasta aquí para decir que es necesario matar al fantasma de las palabras negras, metiéndose dentro de ellas y de él con su propio nombre, no dejarnos asustar por el nombre del fantasma, ver en qué queda des-nombrándolo.) Pues decía que estos Estados Unidos de que hoy hablo son, en cambio, y a mi juicio (no olvidemos su silla eléctrica funeral, no la subeescaleras), un ejemplo mayor de progreso en continuidad, de técnica sucesiva con ideal práctico, y al fondo del paganismo jeneral a que su existir ha llegado, gracias según un gran amigo mío norteamericano, a la habitación trashumante del automóvil, orijen de la disolución de la familia y del amor libre, bases del comunismo, una idea de espíritu más o menos divino, crítico, en proceso constante y adopción variable. Sus contrastes progresivos son poco 6 pasionales, parecen a veces tan indefensos como los juegos de los niños, de una inocencia tan lójica; son más lójicos, en apariencia, al menos, que en mi España teolójica o anarquista, o, si algún vivo quiere, teolojicoanarquista. Pero lo importante del progreso en continuidad es que lo sea en continua ascensión interior; que la técnica lleve dentro una moralidad, moralidad en el estricto sentido intelectual de la palabra, no en el juzgado a lo divino falso [...] [...]He tenido muchas veces en Nueva York la pesadilla de que la ciudad se sucedía hacia atrás en todos sus detalles, hasta volver a su orijen, su principio; y que era necesario volver también a ordenarlo todo a conciencia, en un plazo determinado; y que los millones de habitantes de Nueva York eran un inmenso hormiguero enloquecido, como los hormigueros auténticos, cuando se les vuelve del revés un puente de su camino, un pasillo cualquiera. Probablemente el orijen de mi pesadilla era este final comparativo, porque los habitantes de Nueva York me han parecido siempre hormigas sin alas o con alas pegadas, blancas y negras, dementes de equivocación colectiva. Cuando salía yo después de esta pesadilla, a la realidad monstruosa, no encontraba esa diferencia que suele haber entre la llamada realidad y la llamada pesadilla. Nueva York era la pesadilla real misma, la comparada de ella misma, y toda su actividad, actividad loca de una inmensa trashumancia de pesadilla .oscura y asfixiante. Una ciudad me parece a mí que debe ser un organismo como otro cualquiera, con un limite moral y material en su desarrollo, pasado cuyo límite se convierte en vicio, ciudad viciosa, como todos los desarrollos que llamamos viciosos, calabaza, nube o gangrena. Nueva York es una ciudad que ha sobrepasado la proporción de la ciudad, tanto, que en muchos de sus aspectos, no parece verdad al que la mira, sino cosa de tramoya de teatro; y su solución no podía ser otra que su rotura en varios organismos más proporcionados, los mismos organismos que antes había absorbido; que es lo que ocurre en la misma naturaleza con algunos otros organismos absorbentes y tiranos. Nueva York no es unidad íntegra más que para el aviador. El avión, ese detestable y práctico desproporcionador humano, tiene en Nueva York su beneficio. El aviador disminuye la ciudad y se la proporciona. Cuando se contempla Nueva York desde uno de sus más altos edificios en ese punto en que ya no se oyen los ruidos, ni aún el ruido total, ni se ve el ser humano como ser humano, parece una naturaleza de casas, una cordillera artificial de edificios en los que es necesario ser hombre águila de hierro y cemento, para vivir. Todo lo delicado del hombre, del otro hombre quiero decir, se estremece. Es que la ciudad ha progresado en su artificio más que el ciudadano en su natural, y necesita edificistas en vez de calleantes. Ya se habla de que la circulación futura de Nueva York se haga toda en avión con entrada por lo alto y ya hay muchachas marimachos adelantadas de [falta palabra] y camisón por fuera, que entran así o salen con asombro de los machihembras de calzoncillos con aves y flores. A todo se llega, según el punto de arranque donde se coloque el disparado o la disparada; lo importante es considerar dónde vale la pena de colocarse para arrancar, y en qué forma y dirección debe realizarse este arranque para la sucesión progresiva. Porque una equivocación de la magnitud de Nueva York, puede llevar o traer a un fracaso jeneral humano, una catástrofe jeneral de descenso por una ascensión fallada; se puede llegar a un estado de vesania sucesiva jeneral como fin del hombre; lo mismo que en la disparatada Babel de las lenguas. Acaso Nueva York sería una ciudad ideal para el hombre como águila mecánica suprema; acaso ese hombre y esa mujer mecanizados de águila artificialmente, pueda ir enjendrando el hombre águila natural; pero, por el momento, el hombre de Nueva York, condenado fatalmente por inercia a la entraña oscura del sótano más o menos elevado, no tiene posibilidad de existir aguileñamente, de poner su nido en una nube [...] [...] Es preciso, urjente pregonar alto y constante, en cada país y más en los más progresivos o más veloces, la gloria del progreso mayor contra el purgatorio del progreso menor, la gloria de la vocación ambiciosa, de la libertad de espíritu, del capitalismo de las ideas. El hombre es libre, tiene que ser libre, será libre. Su primera virtud, su gran hermosura, su gran amor, es la libertad. Y esa libertad tiene que moverse libremente, suelta-mente, también, dentro de lo mejor, y llenarlo hasta sus bordes. Si dedicamos nuestro progreso a lo mejor, seremos siempre libres, porque lo mejor puede progresar indefinidamente sin esclavizarnos. Lo que es mejor verdaderamente, por mucha que sea su exijencia, nunca esclaviza, aunque nosotros creamos o queramos o temamos ser esclavos. No inventemos ni fomentemos ni compremos en la paz ni en la guerra nada injenioso, menudo, vanamente artificial; no oigamos la voz del falsetesiempre irónico; guardemos la ironía para nosotros mismos y para el vicio artificial ajeno; desechemos lo pequeño de calidad (que no es precisamente lo breve), cada día, para ir siendo grandes sin pensar en lo jigantesco. Limitemos con nuestro espíritu, con nuestra intelijencia y, más aún, con nuestro instinto, nuestro injenio. La verdad superior es aquella que determina en el instinto una conciencia autónoma; que la conciencia instintiva es nuestra final adquisición. Espíritu contra injenio, intelijencia contra injenio, instinto contra injenio. El límite de nuestro injenio será el límite necesario del verdadero progreso [...] La razón heroica - 176 - [...] La transición permanente es el estado más noble del hombre. Cuando se dice de un artista que es de transición, muchos creen que se le está rebajando. Para mí, si se dice arte de transición, se está señalando el arte mejor y lo mejor que puede dar el arte. Transición es presente completo, que une el pasado y el futuro nada menos; es el movimiento del pasado, el presente y el futuro en un éstasis momentáneo sucesivo, en una sucesiva eternidad, eternidad verdadera de eternidades, momentos eternos. El éstasis sucesivo es lo dinámico por escelencia; el movimiento es el sostén de la vida, y la muerte verdadera no es sino la falta de movimiento, esté el cuerpo de pie o caído. Sin movimiento, la vida se deshace dentro y fuera por falta de cohesión dinámica. Pero el dinamismo debe ser principalmente del espíritu, de la idea, debe ser éstasis dinámico moral: dinámico, en cuanto a sucesión; estático, en cuanto a permanencia. El éstasis debe ser la fija eterna del dinamismo superior. El espíritu ha fijado siempre lo superior, y la vida es bella y buena cuando lo superior queda fijo en su movimiento permanente. Sí, insisto; hay que considerar la vida como éstasis dinámico, como acción en el pensamiento o en el sentimiento, y no como dinamismo estático, porque el dinamismo estático sería sólo 7 movimiento espiritual detenido. El éstasis dinámico es romanticismo absoluto, absoluto heroísmo. Y aquí vuelvo a lo mío. A mi modo de ver, la democracia posible después de esta catástrofe que sentimos y pensamos universal, catástrofe por esceso de dinamismo inútil, de realismo inútil, de progreso inútil, de técnica inútil, está en la concepción y realización de un nuevo romanticismo. Me he referido varias veces a un amigo mío norteamericano que cree que las utopías son todas realizables, sin perder su carácter de principios eternos. Un romanticismo normal, completo, podría realizar todo lo considerado hasta ahora irrealizable. Hace años, los poetas, los artistas, los científicos, vienen hablando de un nuevo romanticismo. En los siglos XVIII y XIX, el romanticismo y la democracia existieron paralelamente (Shelley es ejemplo); pero como contraste, como separación, puesto que el llamado romanticismo, el falso romanticismo de época, que era lo abundante, estaba sustentado (por ejemplo, Byron) por un concepto de falsa aristocracia de la vida que lo inutilizaba como arte. Era muy hermoso en apariencia para los que lo podían gozar en un olvido completo de lo verdaderamente humano, no para los espectadores demócratas jenerosos, falsos también, sin suponerlo, inferiores a sí mismos, puesto que aceptaban el concepto de democracia en un sentido de inferioridad fatal y más o menos vengativo. El romanticismo de época, de esa época, fue un romanticismo egoísta, es decir, que no fue romanticismo. Era una espectacular, de un heroísmo inútil, desproporcionado, melodramático; un lucimiento, una vanagloria, una jactancia que consideraba al mundo como un espejo redondo del hombre necio. ¿Cuándo será el tiempo en que termine en el hombre la idea del mundo como espectáculo, con su parte de actores y su parte de espectadores, cuando todo el hombre sea representante cierto? ¿No será ya ésta la época de la fijación del verdadero romanticismo? Pero tenemos que unir el mundo separado. Unirnos todos en una obra universal (que yo no sé si sería aún una representación teatral planetaria, pero que, en el caso de que lo fuera, tendría que aceptarse y representarse como la única verdad posible hoy al hombre) en la que todos participemos por igual, tomando cada parte por igual, repartiéndonos lo mejor y lo peor equitativamente, lo agradable y lo desagradable, con un sentimiento inherente de belleza. Todo puede ser bello según el sentido en que se le considere. Barrer puede no parecer bello en cuanto a echar fuera la basura con una escoba, que puede también parecerlo en ritmo y orden, pero puede ser bello seguramente como consideración de un acto repartible jeneroso de limpieza total necesaria. Y si la vida es un drama, será así un drama hermoso y justo por su calidad, por un romanticismo de fusión absoluta en el drama. Una fundición de fragua decisiva. La democracia hermosearía el drama de la vida, si fuese verdadera democracia, con el romanticismo heroico y sustantivo de cada día, hora, minuto. El don más grande que el hombre puede dar y recibir es de amor, ¿quién lo duda? Y si el amor no es sólo particular, sino universal, el gozo será universal también, será unidad del gozo. La democracia sucesiva sería algo así como el devenir de un cristianismo alegre, sin aparato, sin lucha, sin mártires innecesarios; sin purgatorio ni infierno y sin cielo; una instalación del paraíso vital, un existencialismo verdadero; la comprensión absoluta de la ideolojía sensitiva que el hombre es capaz de considerar y practicar. El romanticismo absoluto de cada vida es el sueño universal mejor soñado y entendido. El ejemplo mejor que el hombre, el pobre y grande hombre, puede dar en el mundo en que le ha tocado vivir, no es, creo yo, sino la superioridad por el amor jeneral conciente. Y cuando da este ejemplo, no sólo los otros hombres, en compañía simpática, sino los mismos animales, supuestos inferiores, lo siguen [...] * * * Crisis jeneral y total - 177 - La crisis de esta época hermosa y horrible a un tiempo, en que nos ha tocado vivir por fortuna o por desgracia, no puede considerarse por aislaciones; es completa, ya que se funda en un cambio absoluto de sentidos fundamentales cuyo progreso y regreso se ramifica viciosamente como una ahogadora vejetación, en la segunda mitad del siglo pasado. Es una verdadera revolución universal, profunda y alta a la vez que rastrera y ruín de los ideales abstractos o concretos, absolutos o relativos, comunes o individuales. Y digo comunes o individuales, absolutos o relativos, abstractos o concretos, porque en nuestros tiempos ha aumentado hasta lo inconcebible la oposición entre los modos de existir, y tienen la misma importancia y mayor que nunca a la vez, y separados o unidos, el individuo, lo absoluto y lo abstracto que lo relativo o lo común o lo concreto. Voy a fijarme en tres de estos aspectos fundamentales en crisis. El de la relijión o teolójico, el de la belleza o estético y el de la verdad o filosófico. Ideales relativos o absolutos, insisto. Todos los hombre llevan dentro un ideal en inmanencia, pero no todos pueden encontrar el camino de su vocación de manera clarividente. Los ideales provisionales pueden suplir en los tiempos angustiosos de espera o indecisión estos ideales vocativos necesarios, sobre todo en personas de escaso cultivo, cultivo superior en este caso como en tantos otros a cultura. El ideal relijioso es como un cobijo colectivo, la cúpula que dijo Goethe, que ya está, si no definido, por lo menos muy propagado, como si fuera una enfermedad contajiosa que hay que pasar de niño o de muchacho, porque si no sería más grave en la vejez; pero como nuestro mundo camina en progresión jeométrica porque los descubrimientos de toda índole, más numerosos cada día, multiplican hasta lo infinito sus posibilidades, cambian por completo y deprisa nuestrosfundamentos de creencia, y el ideal colectivo tiene puesto por encima del petardo monstruoso que Ibsen quiso ponerle por debajo del Arca de Noé, la única revolución, dijo el noruego, que él no consideraba obra de farsantes. En nuestra época no sería ya posible continuar con el ideal relijioso cobijador sobre las bases de premio o castigo eternos, por ejemplo. La solución habrá que buscarla en el sucederse de nuestros propios sentimientos pensativos, en una conciencia mejor jeneral, tan posible como la conciencia de algunos particulares, de responsabilidad individual que decidiera casi automáticamente del amor, del alimento, del trabajo. Es decir, que en vez de buscar el paraíso posible fuera y mañana, haciendo méritos de internado inquisitorial, lo podemos encontrar, más cada vez, dentro, encuentro natural, tanto más seguro y hermoso, como es la propia mirada auténtica que la lójica busca artificial [...] Poesía cerrada y poesía abierta 8 - 178 - [...] La escritura poética castellana (digo «castellana» a la de la meseta española y su asimilación, ya que todos sabemos que castellano en lo idiomático no puede ya nunca corresponder a «español») no suele tener ánjel ni duende; y si un Juan de Yepes o una Teresa de Cepeda los tuvieron en tal alto grado, aparte de ser escepcional esto, como todo lo demás de ellos, no hay que olvidar los mirajes andaluces de San Juan de la Cruz, ya que él esperaba en Andalucía la preciosa y fragante muerte, ni su ilusión de cruzar el mar y venir a América; ni en Santa Teresa de Jesús, que ella misma era un mar, en plena sequera castellana, de aguas saladas de amor, de jenerosidad y de desvelo. Los escritores poéticos sin ánjel ni duende, pueden y suelen ser muy bien palabreados, digo, gramaticados («a las buenas horas», «empero», «si que también», «esto no empece», «zas y a rodar», etc.), de todas las palabronas hechas a torno; pueden escribir a las veinte mil maravillas, con compás y plomada, pero son tan poco contajiosos como la más virtuosa de las columnas salomónicas, en las que no hay raya por donde entrar y más si están jirando. ¡Los virtuosos! El virtuosismo lo tiene quien no sabe de este ánjel ni este duende habitantillos del instinto, que sospechan mucho del injenio, ese injenio de la labia y el falsete, del do de pecho tanto como del do de cornete nasal. Es como en el amor. Vemos personas equilibradas, lójicas de forma y ritmo, color y sonido, que no nos atraen, que nos son antipáticas, contralmeras; son eso que suele llamarse «clásico», «redondo», «perfecto», y no son sino «académico», «seco» y «ripioso». ¡Ripio en masa de los clasicistas! Y vemos otras personas o personitas que a veces son un puro defecto o que están dotadas de defectillos anjélicos y duendinos que nos enamoran, nos prenden v nos retienen, que nos satisfacen, que no podemos vivir sin ellas, sin su misteriosa y encantadora simpatía. Son esas personitas o personas de las que se dice que llevan aura, salida, llamada, fatalidad, y nos vuelven locos con su imantación. Son las poseedoras del ánjel y el duende y las que se dejan poseer de ellos, porque son ellos, porque son humanas y jenerosas, porque son abiertas. ¡Defectillo, cómo me gusta encontrarte para no enmendarte! Se habla mucho ahora, más tal vez que nunca, de poesía recia, dura, ancha, larga, cerrada; dicen fuerte. Yo digo que los elementos naturales, el agua, el fuego, la tierra, el aire, la carne humana, quinto elemento, por muy duros que sean, son en jeneral más blandos que duros. El fuego sólo es duro en ascua mineral; la tierra, en piedra; el agua, helada; el aire, helado también; la carne humana ¡ay! sólo es dura en los huesos, los míos, por ejemplo. ¿Y qué haremos con una mezcla de mineral, piedra, hielo, granizo, hueso? Pues ¿por qué tanta dureza en la poesía? ¿Por qué ponernos tan fósiles si la poesía es tan sensorial? ¿Y dónde tienen un fósil o una momia los sentidos? ¿No nos basta con erijirnos, con adelgazarnos hacia arriba por aspiración a lo desconocido, frío o caliente? ¿Por qué compararnos así, como una estatua nuestra ¡qué espanto! con nuestro esqueleto y nuestra losa sepulcral? Lo importante ¿no es hacer sentir nuestro latido permanente, nuestra sangre manadera hacia lo fujitivo, fujitivos, divinos, humanos, paradisíacos o infernales en los espacios donde vivan a gusto estos maravillosos ánjeles y duendes? Fijaos bien en cómo se adelgaza el hombre, y, es claro, la mujer que nada, en su nadar; el potro que huye, en su huir; el pájaro que vuela, en su volar; la lengua de fuego, en su llamear. No, no; la poesía no puede ser la momia de la lójica, ni la piedra de toque de la razón. La poesía es lo único que se salva de la razón y que salva a la razón, porque es más hermosa y superior que ella, porque la supone, asimilada en lo que de autocrítica de destino lleva dentro de la poesía, y la supera en todo lo demás. Existen poetas que pueden tener demonio y dios, a lo Milton, a lo Goethe, Blake, Baudelaire, Holderlin, por ejemplo; y entre nosotros, españoles, a lo Quevedo o a lo Unamuno. Pero eso es completamente distinto. Dios y el demonio los concebimos más teolójicos, más hechos, más definidos, más retóricos, más cerrados que Cristo. Y los hombres, por fortuna, no son dioses; y si quieren serlo, se convierten en imitadores de mitos. No hay otro dios que la conciencia, ya que Dios es sólo conciencia absoluta. Unamuno, tan locodiós, concibe a Cristodioshombreunamuno, según el cuadro de Velázquez, el equilibrado que puso a Cristo en una balanza con su modelo y los equilibró. Es una concesión del vasco castellanizado al castellanizado andaluz, pues que Unamuno, bilbaíno de boina y pelota, se rindió, tras larga guerra de colores encontrados, a Madrid. Yo creo que Cristo debió ser gracioso, abierto, corriente, comunicativo; que debió tener mucho ánjel y mucho duende; Dios era su padre, más seriote. Esto debieron saberlo bien Marta y María, sus buenas y nobles amigas. Pero nosotros hemos hecho teatral a Cristo. Unamuno, tan actor que era, retó a Cristo en Velázquez, se peleó con él hasta traérselo a su casa a ver si era tan humano y actor como él, Miguel de Unamuno (en vasco «el elejido de Dios en la colina de los asfódelos»), o si era sólo el Cristo de Velázquez, un modelo resignado a la muerte, el más serio de los Cristos, que lo obsesionaba a él, pelotari, cantor también del Cristo de Palencia, todo tierra. Quiero decir que Unamuno confundía a Dios con Cristo, quien, a juzgar por sus palabras, las de Unamuno, parece que le debió parecer, como a mí, lleno de duende y de ánjel, ya lo he dicho. Unamuno llevaba colgado al cuello un crucificado de bronce, de palmo y medio de largura, y a veces, cuando se energumenizaba, como dice Ortega, se servía del crucifijo para amenazar con un cristazo, como él decía. Y, en cuanto al demonio, él suele andar debajo de la cama de algunos talentosos elejidos: Goethe, Carducci, Gide; pero es demasiado imperioso, profeta, dictador sin remedio, y no suelta su presa de azufre, tridente y caldera. El ánjel y el duende no son tan rejidores; acaso son formas que pueden tomar Dios y el demonio, a fuerza de ser vencidos por el hombre o la mujer, cuando quieren quedarse entre nosotros con disimulo, porque les gustamos. Y entonces se vuelven casi como nosotros. No me gustan el padrediós y el demonio; prefiero el Cristo y el diablo, que no son dictadores. Yo soy amigo de una niña que se imajina que Dios anda por las nubes con su gatito, un gatito negro que ella se encontró muerto en la calle y que, según le dijo su madre, se había ido con Dios. Yo le pregunto siempre que la encuentro: «Qué ¿has visto a Dios con el gatito negro?» Ella me dice unas veces que sí y otras que no. «Hoy -me dijo una vez-, como está el día tan bueno, lo llevaba.» Y otro día de gran tormenta verde por la altas nubes, con sol bajo, medijo que estaba viendo a Dios paseando por el arcoiris, pero que no llevaba el gatito y que dónde se lo habría dejado. Para esta niña encantadora, por. ejemplo, Dios tiene también ánjel y duende; esta niña es poética y sería también pintora más o menos sobrerrealista [...] Valle Inclán. Castillo de quema - 179 - 9 [...] Los estilos de Valle-Inclán dejan mucho en los escritores que vienen tras él: Antonio Machado, Pérez de Ayala, Gabriel Miró, etc.; después, en Gómez de la Serna, Moreno Villa, Basterra, Domenchina, Espina, García Lorca, Alberti, etc., en los más verdes, frondosos, plurales, con mejor o peor gusto, con mayor o menor equilibrio, de los jóvenes barrocos de hoy. Verdísimo, frondosísimo, pluralísimo era Valle-Inclán. Sensual, supersticioso e incrédulo (incrédulo de Dios, crédulo de las hadas y las brujas, como los irlandeses también), daba ancha tierra revuelta a su simiente. Un manso cordero negro espectral. Se ha hablado y escrito mucho de la jactancia, el histrionismo de Valle-Inclán; pero la mayoría de los escritores de su jeneración fueron y son más histriones y más pedantes que él, más jactanciosos sobre todo. Léanse, si no, las opiniones de algunos de ellos en la muerte de él. Creo que Valle-Inclán era de un orgullo humilde, aunque no humildón. Tímido, ha dicho Benavente, su fiel amigo, y tiene razón sobrada. Yo lo vi siempre sencillo, grato, correcto, cumplidor, digno. Alguien que me oye esto, me dice: «Era un maldiciente. ¿Usted no sabe lo que decía de usted?». «A mí, contesto, no me importa nada lo que Valle-Inclán maldiciente dijera de mí. Nada me debía, yo sí a él.» Además, Valle-Inclán, llevado al terreno de lo noble, reaccionaba justo, y en eso está el hombre verdadero, en la justa reacción decisiva. Quienes indignan a todos con su picarismo, su artería, su calumnia son los segundones, tercerones, cuarterones y quintillos; los que, debiendo tanto siempre a sus mayores, procuran siempre disminuir cuanto pueden al envidiado, por los cortes más indignos, para flotar ellos un poco más. Contra estos, sí, y aunque el calumniado, el ofendido reconozca los méritos absolutos o relativos de los tales, el desprecio más corto, la aguda saeta rápida de Carducci, que no merecen más tiempo ni espacio. Valle-Inclán era en esto también un primero, y si criticaba, no fraguaba su crítica con odio, no la espresaba con envidia ni ingratitud, no apuntaba el recelo para olvidarse. ¡Y tenía tantas razones, tantos motivos para el odio! Se moría de hambre algunos años y no lo decía. Yo he pensado luego muchas veces que aquel día de nieve, aquella noche de fiesta, aquella tarde de cementerio, Valle-Inclán andaba con nosotros sin comer. Y yo estaba entonces tan fuera de la realidad y él también estando tan dentro, que ni él ni yo nos dábamos cuenta de ello. Los chistes que hacía sobre la alimentación, para despistar, nunca se los apliqué yo a él. Creía que eran tan irreales como sus diatribas. Sus diatribas eran alharacas sin filo, cuernos embolados. Lo que le importaba a él era la sustancia aislada, la calidad de la sentencia, no el fin ni el objeto ni casi el sujeto. No guardó rencor a aquel lamentable Manuel Bueno que le rompió el brazo. Ni Valle-Inclán, ni Rubén Darío, ni Gabriel Miró, entre los grandes muertos; ni Benavente, ni Unamuno, ni Ortega entre los vivos de esas jeneraciones, han tenido envidia, la agria envidia amarilla que tanto abunda en los representantes de la chulaponería y el injenio de esas jeneraciones y las siguientes. Toda la guerra literaria y no literaria de Valle-Inclán fue chamarasca en guerrillas, una batalla teatral declamada con pólvora sola. Lo vi a veces levantar su bastón, nunca lo dejó caer. Y este pretendiente alzaba el telón en cualquier sitio, como los cómicos ambulantes; se adelantaba al enemigo y al amigo, y empezaba a hablar. Lo tenía todo preparado siempre. Solía mantenerse de pie, con el brazo entero cojiéndose en la espalda el inexistente. Hablaba, y se veía que aquello era su amor, su fe, su razón de vida o muerte; que no saldría, que no pasaría nunca de aquello. Por eso no le importó nunca ir lejos, viajar, hablar ni leer otras lenguas. Se concentraba en su lengua y cada vez la encontraba así más dilatada, más hermosa. Porque la lengua propia hay que tratarla como madre y las otras como tías, aunque a veces sea mucho para uno una tía. Pero Valle-Inclán no tenía tías, ni quería tenerlas. Dilataba su lengua madre hasta lo infinito y pretendía sin duda, estendiéndola, forzándola, inmensándola, que la entendieran todos, aun cuando no la supieran, que tuvieran él y ella virtud bastante para imponer tal categoría, su calidad, el tesoro por cualquier lado imprevisto. Como en los sonetos de ciertos poetas efectistas (él era en su habla total, soneto enorme, efectista, pero con exacto contenido), todo lo había escrito después del último verso, y todo era sólo su andamiaje rico, su macizo pedestal, su lente de aumento, su caja de resonancia. Era el suyo un creciente magnífico, y en esto también se parecía a los irlandeses, tan májicos charladores. Gritaba, jemía, reía a carcajadas, tremolaba de esto y lo otro, lo mezclaba todo, lo sacaba de quicio, le alcanzaba luego los picos por todas partes, le encendía y le apagaba las ascuas, jugaba con todos los equívocos erráticos, con trájica seriedad, con arrojo inmune. Y al final de su perorata policroma, musical, plástica, de espesa cauda de oro vivo, que subía, subía, subía entre el coreo y el vítor jenerales y daba en lo más alto de su poder un estallido final, el trueno gordo, como un gran punto redondo, áureo y rojo un instante, carmín, morado, negro luego y desvanecido en lo más negro. Valle-Inclán se quedaba abajo, enjuto, oscuro, en punta a su frase, como un árbol al que un incendio le ha volado la copa, un espantapájaros con rostro de viento; como el castillo quemado de los fuegos de artificio. Todos entonces, camareras, soldados, estranjeros, niños, poetas, que se habían mantenido a distancia por el respeto inconciente al incendio de la belleza, peligro de vida y muerte, se acercaban a Valle sonriendo sus lágrimas saltadas, y por disimular su adhesión vacilante, lo zarandeaban un poco de la manga vacía (que él a veces señaló, para acordarse o acordarnos, con un nudo), mirándole al arriba sin corona, con sombrero hongo nada más. Y todavía caían aquí y allá de sus ojos irónicos y cansados de prestidijitador, de astrólogo, de mago, de brujo, entre su ceceante sonrisa y los duros hilos cenizos de su barba de cola de caballo, algunas chicheantes culebrinas, algunas coloridas, débiles, sordas bengalas. Y Valle-Inclán, palo quemado ya aquella noche, desaparecía «hazta mañana, zeñorez», rápido en la plazoleta del silencio [...] La corriente infinita - 180 - Quemarnos del todo (A. H. C., venezolana; por su aluna que se mira en el cristal inmenso de la nada»; con mi agradecimiento, por su levantada del alba, y mi cariño.) 10 Nuestra felicidad me parece a mí que está en el buen uso que hagamos del tiempo y el espacio en que nos ha confinado nuestro destino; que si es cierto que nosotros nos hemos encontrado con ellos aquí, sin consentimiento nuestro, también lo es que nos han traído dotados de un instinto que podemos convertir, con nuestro cultivo y nuestra cultura, en superior clarividencia; y no digo en intelijencia superior, porque para mí la intelijencia no es superior en nada al instinto, que es todo ojos; y no sirve una ciega hacia afuera para guiarlo por lo circundante, sino para comprenderlo. De modo que, desde nuestro primer momento vivo, nuestra inocencia invulnerable ha podido enfrentarnos con la aventura, ricos de armas interiores y esteriores que tienen, desde lo espontáneo a lo conciente, y luego al contrario, todas las posibilidades para progresar en la verdad, en la bellezay en el amor. Y nuestro progreso sucesivo ha de tender a nuestra felicidad, porque si el progreso no sirve para la felicidad humana, ¿para qué sirve? El hombre verdadero, el auténtico, el cultivado aristócrata por metamorfosis ideal, digo, el aristócrata de intemperie, aristocracia inmanente que une la mayor sencillez de la vida corriente a la mayor riqueza de la vida mayor, es el que desea más la felicidad del mundo, el que busca su propia felicidad en la felicidad jeneral; el que llega, por medio de un concepto claro del sucederse completo de la vida del mundo, a ocupar, emplear y gozar mejor su espacio y su tiempo. Ser el hombre mejor, el total aristo, es el fin de cada hombre. Si el hombre no se sitúa en el mundo para su fin vive en él de una manera provisional, y vivir provisionalmente no es el destino de la vida, no es lo que es vivir. En este mundo nuestro tenemos que quemarnos del todo, resolvernos del todo cada uno en las llamas y en la resolución que le correspondan. Que ningún dios creador o creado aceptaría a los que no hubieran cumplido plenamente con su vida, con la vida entera, no ya con la limitada vida que supone Calderón en su farsa El gran teatro del mundo, tan disparatera. No olvidemos que Jesús de Nazaret (que éste fue su nombre y no Cristo) en la trajedia precipitada de su vida, sumo aristócrata como era, perdonó a la Magdalena, hoy santa porque había amado mucho, y a Dimas porque había amado pronto; y esa María de Magdalena y ese Dimas que mereció las palabras más bellas de Jesús: «Esta tarde estarás conmigo en el Paraíso», sí que se salvaron por haberse quemado jenerosamente en hogueras distintas. Hoy tal vez hubiésemos arrastrado a la Magdalena a un psicoanalista, quien la hubiera metido en una clínica adusta, que seguramente no sería el cielo, sino el... Progreso con mayúscula, y a Dimas lo habrían ahorcado, para mayor seguridad. Quienes viven aquí como en un internado de fondo: fondo de aire alumbrado con carbón de sol en ascua, como es el nuestro, y con opción a premio o castigo foráneos, pierden una existencia segura y otra probable o posible, porque cada vida debe tener su unidad con principio y fin. Principio y fin es nuestra vida, con nada más que un súbito contacto sucesivo de lindes; y puesto que nada concreto recordamos de antes del principio, hay que considerarla siempre y sólo como fin, aunque no lo sea, y todos debemos procurar que todos los demás la consideren así. En el ir a un fin podemos poner mucho más que en el venir de un principio. Cuando todos consideremos como fin nuestra existencia, encontraremos todos en ella el suficiente paraíso; consideración particular que no evita a los colectivos morales (yo no lo soy) una fe posible en otros paraísos arreglados a la medida, que podrán también ser considerados cuando nos lleguen, si nos llegan; pues ellos son los que nos tienen que venir, como los padres, no ir nosotros a ellos (la imajinación es autónoma y yo soy autonomista imajinativo). Como consideramos un viaje al Ártico o al Ecuador de nuestro propio planeta, lugares que serán esos lugares y de ese nombre sólo cuando los veamos, no mientras los imajinemos. Casi todas las relijiones viajeras se han inventado en este mundo para consuelo lejano de pobres, enfermos o desheredados morales y físicos. «Cuando yo estoy enfermo decía Yeats, el verdadero poeta irlandés maestro permanente de belleza, pienso en Dios; cuando estoy fuerte, me voy a la playa a jugar a la pelota con las Hadas». Aceptar una relijión como ideal colectivo cuando no se han determinado todavía los ideales propios, es bueno, nadie lo duda, sobre todo en la primera juventud, y mejor en la adolescencia; pero ya dueños de nuestra edad podemos aspirar también o además a ideales particulares, relijiones personales, ciencia, poesía, arte, que no sean necesariamente consuelo de carencias ni ansia de cosas distintas, sino raíz de nuestras alas, paz y gozo; vocaciones fundadas en el concepto más presente de belleza y verdad; íntimas de ideal seguro, es decir, concepto más humano y más divino también, ya que, cumpliendo nuestra vocación, estamos realizando a Dios en verdad y belleza. El ideal no hemos de considerarlo nunca lejano ni inexistente, porque el ideal está en nosotros mismos, lo que no quiere decir que pongamos el ideal a la altura señalada a un ascensor que es siempre un descensor, como tales poetas de piso quinto o de sótano, máxima bajura o altura de ellos, sino que tengamos la evidencia de que podemos conseguirlo de cualquier forma que sea. Dios está no sólo en los pucheros de Santa Teresa, o en el arado, o en la fragua, o en el remo, sino también en la lira, en la pluma, el microscopio, el pincel, la nota musical, etc. El ser realistas no tiene como consecuencia lójica no ser idealista, y el existencialismo puede revolcarse en el estiércol, pero también bañarse en el mar. El poeta sabe que no alcanza su ideal, es decir, que no lo mata; es decir, que no debe alcanzarlo matándolo; pero eso tampoco quiere espresar que lo considere imposible; todo lo contrario: imposible e inexistente es lo que se mata, lo que se ha matado, porque la poesía es precisamente un arte a lo divino, y divino significa orijinal, principal; es divinizar lo que tenemos en las manos, los seres y las cosas que tenemos la dicha de tener poseídas, no como ideales conseguidos, sino como sustancias que contienen las esencias. Sí; yo digo que el ideal existe y que está cerca, puesto que siendo nuestro es de nuestra esencia y nuestra sustancia. Estamos hechos de ideal, y, por lo tanto, todos podremos encontrarlo en todos, ya que todos somos tesoreros de conciencia. Nuestro problema único es encontrarlo y saber el significado del verbo encontrar; es la vida misma y todas las vidas que puedan sobrevenirnos tras el orijen de la muerte. Yo creo que el ideal pudiera consistir en hacer ideal la vida, exaltándonos, nivelándonos; niveladas ideales las vidas todas, exaltándolas; que el hombre posee la facultad de crear y contemplar, mezclar el trabajo y el ocio, el ocio profundo y el profundo trabajo. Si nosotros fomentamos la aspiración de lo ideal en los demás, estaremos mucho más cerca de realizarlo, ya que los otros pueden verlo así en nosotros. Crear un ideal no quiere decir dejar de ser corriente, común, como vulgarmente se cree; el ideal sitúa la vida entre ánjel y demonio, con un arranque de libertad mutua y de unidad, al mismo tiempo, en su filo de contacto que es separador y unidor a la vez, puesto que causa una herida; hombre y mujer con ala blanca y ala negra. Hay que 11 encontrar el ideal, insisto, encontrarnos el centro de la vida, el diamante del venero; y para encontrarnos ese vivero que es el venero, hay que estasiarse primero en ella, como el poeta, para comprenderla, y luego, con dinamia mayor, amarla y gozarla, recrearla cada día en todos los sentidos de la palabra recrear y recrear también, cada día, la confianza en ella y la de ella, única forma de realizarla en plenitud, de consumirla sucesivamente, de conseguir merecer nuestra conciencia, nuestro Dios deseado y deseante. Cuando contemplemos las cosas y los seres, los amemos, los gocemos; cuando tengamos su confianza, porque les hayamos dado la muestra; cuando los consideremos conciencia plena y como plena conciencia nos manifiesten su contenido, tendremos su más hondo secreto, y así podrán ofrecérsenos como un ideal: que acaso el ideal sea sólo un secreto que merezcan los más enamorados. Una vida con más elementos de felicidad posible que esta vida que vivimos, vida sin duda, como otra pasada o venidera, es difícil hallarla ni concebirla al hombre, que lo que imajina no puede ser más que figuración interna o desfiguración esterna, más o menos hermosa de lo que siente con sus cinco sentidos corporales y espirituales, pues nada hay más lleno de espírituque los sentidos. No olvido que mi madre, cuando sentía dolor en las sienes, la superficie más delicada del cuerpo, decía que le dolía el sentido. Nuestro deber, y nuestro querer, y nuestro poder han de ser precisamente esos de concebir y hallar nuestra vida como la mejor, como la única y la definitiva acaso. Y no quiero decir con eso que se tenga que ser pesimista, puesto que la fantasía también es del hombre y fantasear es realizar los sueños con voluntad. Una fantasía puede equivaler al Paraíso, y si la fantasía pasa, mejor todavía, porque el Paraíso eterno sería también muy aburrido, y ya sospecharon este aburrimiento los faquires que se resolvían en un nirvana inconciente, es decir, en una muerte sin gusanos. Vida real es realidad con fantasía; y para concebir y hallar mejor nuestra vida real, se supone que hemos inventado esa entelequia que llamamos progreso: «la sucesión de la conciencia que concibe, halla y maneja la vida». - 181 - Lo popular Creo (y ustedes me perdonen que, según mi costumbre, no cite testos ajenos) que lo popular puede ser, es de una de estas dos maneras: lo creado por el anónimo elejido, por el verdadero, milagroso poeta colectivo, o lo que el pueblo acepta de lo creado por el poeta tradicional, el corazón, como el pueblo dice, de la flor o la fruta; cojer el corazón; el corazón de la poesía oída o leída. A mi juicio, las dos cosas pueden ser, pero yo me inclino más a la segunda. Difícil es para el escritor culto cojerle el corazón a lo popular; al pueblo le es muy fácil, en cambio, cojer el corazón de lo culto. ¿Por qué, qué, quién es el pueblo? El pueblo es la naturaleza de la humanidad; no es difícil, por lo tanto, que cree o retenga con la sencillez de la naturaleza, o que depure con su exijencia primera y esencial. ¿Cómo no ha de saber el pueblo lo que es, lo que debe ser, lo que debe seguir y continuar? ¿Pues para qué está en medio de la naturaleza, para qué es semejante, confidente, prójimo del árbol, del agua, de la piedra, del aire y del cielo? Si ha elejido o si ha sido dejado en la naturaleza, ¿qué estraño es que esté asimilado fraternalmente por ella? ¿A quién le ha de decir la naturaleza su secreto sino a quien la vive, la sufre, la conlleva, la comprende y la ama? Ser pueblo es un privilejio difícil de comprender al que no siente, ama, envidia al pueblo con todas sus desventajas sociales. Cuando un hombre culto quiere aspirar, llegar a lo esencial, en todas las razas, épocas y civilizaciones, se «retira», es decir se va a la naturaleza, desierto, monasterio, casa de campo, a quitarse todo lo superfluo, innecesario de la civilización, para su último viaje; se va a su principio y a su fin. El pueblo es principio y fin sin pasar por el medio, es principio unido al fin, es eternidad. El pueblo, la naturaleza es más eternidad que la ciudad, la civilización, la cultura. La cultura no es eterna, es eterna la intuición. El pueblo es intuición, y cuando un hombre «cansado de la vida» se «retira» a la naturaleza (santo, poeta, sabio) va en busca de la intuición, de la desnudez de la cultura; no va a aprender, va a olvidar, es decir a encontrar y aprender en el olvido. El pueblo es un gran olvido en plena intuición, un mar, una sierra, una llama, un viento de intuición y olvido. Cuando nos representamos los elementos de la naturaleza, tierra, aire, fuego, agua, nos parece como si ellos lo supieran todo, como si fueran reserva, inmanencia secreta y total. Y cuando nos vamos a escucharlos, a sorprenderlos, creemos que vamos a tener la suprema sabiduría; y si, al regreso, no la tenemos, tenemos por lo menos el olvido de la ignorancia. Pues el pueblo es humanidad elemental y podemos estar seguros de que lo contiene todo, como la naturaleza, y de que todo podemos aprenderlo de él. Y sobre todo la poesía. El mundo ha sospechado siempre que la poesía está en el pueblo como en su «madre», que el pueblo contiene el secreto, la gracia de la poesía, como contiene los secretos de la danza, de la ciencia, de la verdad. Todos sospechamos siempre que el pueblo tiene la verdad sabiéndolo o sin saberlo. Y desgraciado aquel cuya verdad no pueda ser entendida, en todo o en parte, por el pueblo o por la naturaleza, el que salga a la naturaleza o al pueblo en momentos de alegría y de fracaso y no tenga respuesta. ¿Qué es una música que la naturaleza no asimile, una esplicación científica que no asimile la naturaleza, una relijión que la naturaleza no asimile? En medio de la naturaleza se ve el ridículo de las cosas falsas, se ve tan grande como es pequeña la mentira. La naturaleza y el pueblo sólo elijen y conservan la verdad suficiente. Mi Rubén Darío - 182 - Otro lado de Rubén Darío En el invierno de 1903, Rubén Darío bajó de Francia a España para curarse con el sol de Málaga un catarro agudo. Un grupo de «modernistas» publicábamos entonces en Madrid una revista «Helios» que honró Rubén Darío varias veces con su firma. Un día recibí un espléndido manuscrito en gran papel marquilla, cuatro pájinas, con esa letra rítmica que Rubén Darío escribía en sus momentos más serenos. Era la magnífica «Oda a Teodoro Roosevelt» y venía dedicada al 12 Rey Alfonso XIII. Al día siguiente recibí un telegrama de Rubén Darío pidiéndome que suprimiera la dedicatoria. El manuscrito de la oda se lo regalé, años después, a Archer Huntington para la Hispanic Society de New York, porque yo deseo siempre que estos valiosos documentos puedan ser vistos y utilizados por el mayor número posible de personas. Voy a leer la oda: «A Roosevelt Es con voz de la Biblia, o verso de Walt Whitman, que habría de llegar hasta ti, Cazador, primitivo y moderno, sencillo y complicado, con un algo de Washington y cuatro de Nemrod. Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor de la América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a jesucristo y aún habla en español. Eres soberbio y fuerte ejemplar de tu raza; eres culto, eres hábil; te opones a Tolstoy. Y domando caballos, o asesinando tigres, eres un AlejandroNobucodonosor. (Eres un profesor de Energía como dicen los locos de hoy.) Crees que la vida es incendio, que el progreso es erupción que en donde pones la bala el porvenir pones. No. Los Estados Unidos son potentes y grandes, cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor que pasa por las vértebras enormes de los Andes. Si clamáis, se oye como el rugir del león. Ya Hugo a Grant lo dijo: Las estrellas son vuestras. (Apenas brilla, alzándose, el argentino sol y la estrella chilena se levanta...) Sois ricos. Juntáis al culto de Hércules el culto de Mammón; y alumbrando el camino de la fácil conquista, la Libertad levanta su antorcha en NuevaYork. Mas la América nuestra, que tenia poetas desde los viejos tiempos de Netzahualcoyotl, que ha guardado las huellas de los pies del gran Baco, que el alfabeto pánico en un tiempo aprendió; que consultó los astros, que conoció la Atlántida cuyo nombre nos llega resonando a Platón, que desde los remotos momentos de su vida vive de luz, de fuego, de perfume, de amor, la América del grande Moctezuma, del Inca, la América fragante de Cristóbal Colón, la América católica, la América española, la América en que dijo el noble Guatemoc: «Yo no estoy en un lecho de rosas»; esa América que tiembla de huracanes y que vive de amor, hombres de ojos sajones
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