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Ortega y Gasset - Obras Completas. Tomo 7

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JOSH ORTEGA Y GASSET 
BRAS COMPLETAS 
T O M O V I I 
( 1 9 4 8 - 1 9 5 8 ) 
S E G U N D A E D I C I Ó N 
REVISTA DE OCCIDENTE 
M A D R I D 
P R I M E R A E D I C I Ó N : 1961 
S E G U N D A E D I C I Ó N : 1964 
© Copyright by 
Revista de Occidente 
Madrid -1964 
Depósito legal: M. 3.319-1961. N.° Rgtro.: 1.293-46 
Impreso en España por 
Talleres Gráficos de «Ediciones Castilla, S. A.». - Maestro Alonso, 23. - Madrid 
ADVERTENCIA PRELIMINAR 
En la nota antepuesta al primer tomo de esta edición de O B R A S COM-
PLETAS, decíamos entre otras cosas: «Hemos tratado de seguir en estos tomos 
el orden cronológico en la mayor medida posible. Al orden cronológico rigoroso 
se oponían varias dificultades, puesto que muchos artículos y ensayos, publi-
cados primeramente en periódicos y revistas; han sido incluidos después por el 
autor en libros. Desprenderlos de éstos sería deshacer la estructura y consis-
tencia de los libros que son siempre los títulos que se citan. Por otra parte, 
libros y artículos han sido separados en dos grupos: el primero comprende los 
de tema filosófico, científico o literario; el segundo, todos los demás. Estos 
quedan reservados para los tomos posteriores al VI, que, por ahora, cerrará 
esta recopilación.y> 
Esos tomos anunciados posteriores al VI no se han publicado y, por 
ahora, se remite su edición. En cambio, hemos creído oportuno ampliar esta 
edición de OBRAS COMPLETAS, agregando a los citados seis volúmenes otros 
en que se irá recogiendo la obra de Ortega, publicada —por él o con carácter 
postumo— con posterioridad a la primera edición de estas Obras, en 1946/47. 
El criterio seguido en su ordenación es el mismo enunciado en el párrafo 
anterior, salvo casos excepcionales que se anotarán oportunamente. En este 
volumen VII se incluyen obras publicadas en los años 1948 a ipjS, y en 
tomos sucesivos las aparecidas ulteriormente. 
Los EDITORES. 
PROSPECTO DEL INSTITUTO 
DE 
HUMANIDADES 
Publicado en 1948, como anuncio de las 
actividades del Instituto. 
SENTIDO D E LAS NUEVAS HUMANIDADES 
LA palabra «humanidad» —humanitas—, probablemente un invento verbal de Cicerón, significó primero aproximadamente lo que 
en el siglo x i x se decía con los vocablos «civilización» o «cul-
tura», por tanto, un cierto sistema de comportamientos humanos 
que se consideraban ejemplares y a que los hombres grecolatinos 
de la época helenística creían «por fin» haber llegado. N o significa, 
pues, la condición humana y el carácter problemático de su destino 
ni la innúmera y antagónica variedad de sus modos de conducirse. 
Por una sorprendente y hasta paradójica coyuntura, durante la Edad 
Media, en la mente de árabes y cristianos, que eran hombres de 
Dios, esta ejemplaridad humana, puramente humana, enunciada por 
humanitas^ refluyó sobre todo lo que habían sido Grecia y Roma; 
es decir, sobre la Antigüedad, ungiéndola con un carácter magistral, 
de suerte que, por una de sus caras, la Edad Media íntegra resultó 
ser un movimiento, lento al principio, luego uniformemente acele-
rado, de absorción de la obra filosófica y poética, jurídica, política 
y artística de griegos y romanos. Esta absorción de tan enorme masa 
de residuos mentales tuvo que disgregarse y articularse en una plu-
ralidad de disciplinas, cuyo conjunto se impuso en los estudios 
universitarios medievales como otro hemisferio del saber contra-
puesto a las ciencias de lo divino o teológicas. De aquí que el singular 
humanitas se dispersase en el plural Humanidades. A l cambiar de 
número el término cambió de significación. Mientras la humanitas 
era un cierto modo de comportamiento real por parte del hombre, 
las Humanidades significaron una serie de conocimientos y enseñan-
zas, cuyo tema era, a su vez, las obras poéticas, retóricas, históricas, 
11 
jurídicas, didácticas que griegos y romanos tuvieron a bien engen-
drar. Por tanto, eran las Humanidades conocimientos de conoci-
mientos, enseñanzas de enseñanzas, alimento enrarecido y de escasas, 
aunque algunas, vitaminas con que ha pretendido nutrirse el Occi-
dente durante siglos. Menendez Pelayo llamó a los estudios clásicos 
«medula de león». Sospechamos que exageraba este señor. Claro es 
que todo aquel torrente de prosas y versos antiguos arrastraba 
algún poso de realidad humana, a saber, la referencia que hacían 
a la vida efectiva de griegos y romanos. Pero en las Humanidades 
esa vida trasparecía sólo oblicuamente. La atención iba dirigida, 
sobre todo, a las palabras y por eso, cuando en el siglo x v culmina 
todo este movimiento de absorción, la actividad intelectual aparece 
dominada por la disciplina que era clave para todas las dem£s: la 
ciencia de las palabras, la gramática. Se llamó a aquello Humanismo, 
es decir, la dictadura de los gramáticos. E l hecho es de sobra gro-
tesco, pero está ahí sin remedio y «ahí» quiere decir dentro de nos-
otros los occidentales que no hemos acabado todavía de digerir y, 
merced a ello, de eliminar nuestro abolengo humanístico, toxina 
aún operante en las entrañas de la vida europea. 
Mas al alzarse de nuevo sobre el horizonte, como un cometa 
pavoroso, la urgente duda del hombre respecto a sí mismo fue 
menester desentenderse de meras ejemplaridades y ponerse a estu-
diar los hechos de la multiforme realidad humana. Hízose esto 
primero empleando, con algunas modificaciones, el mismo instru-
mental de conceptos que tan fértil rendimiento había dado en las 
ciencias naturales. E l empeño, como no podía menos, fracasó y 
entonces hubo que postular un tipo nuevo de ciencias que estu-
diasen el hombre por su lado más peculiar, el cual escapa a cuan-
to se había llamado «naturaleza» y le diferencia específicamente del 
animal, la planta y el mineral. Pero acaece que hasta ahora ese con-
voluto de ciencias no ha encontrado un nombre que podamos 
pronunciar con satisfacción. Verdad es — y el hecho debía ser más 
notorio— que las ciencias no han tenido casi nunca un bautismo 
afortunado. L a lengua les ha proporcionado nombres ineptos, con 
frecuencia ridículos. Valga como ejemplo superlativo de inexpre-
sividad y ridiculez el nombre «filosofía», que sólo sirve para despistar. 
Tan es ello así, que acaso en uno de los coloquios-discusiones pro-
yectados para este primer curso del Instituto, mostremos haber sido 
esta palabra escogida circunstancialmente con el propósito deliberado 
de despistar, y no, como suele creerse, por un pujo de modestia 
ni sincero ni irónico. E l cómo y el porqué precisos de este aconte-
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cimiento no ha sido nunca hecho manifiesto a pesar de que constituye 
un ejemplo soberano, apasionante por su dramatismo, de lo que pasa 
a las palabras cuando se hace su historia como es debido, esto es, 
sabiendo verlas como lo que son, como algos humanos vivientes a 
quienes, por lo mismo, les pasan en efecto cosas y hacen que les 
pasen a los hombres que las usan, las desusan y las abusan —por 
tanto, evitando dejarlas ser «sólo palabras», mariposas exánimes 
clavadas con un alfiler en el diccionario o en la gramática. 
La primera expresión con que, al lado de las inveteradas Huma-
nidades, se intenta apellidar las ciencias de lo humano o, por lo 
menos, una gran parte de ellas es la que usan los franceses, y por eco, 
usamos nosotros: ciencias morales y políticas. Este nombre recurre 
desmañadamente a la operación de enganchar una tras otra dos pala-
bras y tras ellas dos cosas, renunciando a su expresión unitaria y 
dejándonos la sospecha de que aún serán menester nuevos enganches, 
con lo cual nos parece asistir más bien que a la nomenclatura de un 
sistema de ciencias a la formación de un tren mixto. Además, no 
se ve cómo en aquel nombre pueda alojarse la lingüística ni la herme-
néutica, ni la retórica y poética y falta en él sitio nada menos que 
para la teoría general del hombre. La teoría dela sociedad o socio-
logía tiene que encogerse dentro de la Política cuando ésta es sólo 
un capítulo de aquélla, revelándose con ello que a comienzos del 
siglo x i x , fecha aproximada en que cuajó esta denominación, se 
seguía como en tiempos de Aristóteles. Los griegos todos, incluso 
Aristóteles, eran ciegos para la realidad que hoy llamamos «socie-
dad». N o acertaban a verla y, en su lugar, percibían sólo el Estado. 
E l caso es que Aristóteles, con su pasmosa sensibilidad para los hechos, 
palpa tenuemente que Estado y sociedad no son una misma cosa. 
Pero esto le lleva sólo a decir, sin mucho compromiso, que hay 
otras sociedades, por ejemplo, la familia, distintas del Estado, lo 
cual no hace sino remachar que para él el Estado era, por lo menos, 
una sociedad; en rigor, la sociedad por excelencia. L a percepción 
de que familia o Estado no son sociedades, sino algo que hay en la 
sociedad, que en ella acontece, les fue negada. Esta ceguera, ni que 
decir tiene, no les es imputable ni siquiera es extraña. Es natura-
lísima. Porque toda realidad está pronta a ocultarse —ya lo dijo 
Heráclito— y cada una posee un determinado coeficiente de oculta-
ción. La cifra máxima en este poder de clandestinidad corresponde 
a Dios y por ello su advocación más filosófica debiera ser la de 
Deus absconditus. Si el escolasticismo hubiese sido más auténtica 
filosofía se habría preguntado más perentoriamente por qué Dios 
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se esconde tanto en vez de contentarse con atribuirlo a su infinitud 
y a su exuberancia. Pues bien, entre las cosas humanas es la sociedad 
la menos patente, la que más se disfraza detrás de otras. E l Estado 
es su más obvia máscara, y a ello se debe que todo el pensamiento 
sociológico griego nos llegue en forma de Tratados de Política. 
Pero no hay razón para que hoy, al querer nombrar lo social y hacer-
lo manifiesto, sigamos llamándolo con la careta que lo ha tapado. 
Peor anda el asunto si atendemos al otro vagón del título: cien-
cias morales. E l vocablo «morales» reverbera ante nosotros equí-
vocamente. E s el tornasol que cambia de color según sea el ángulo 
de nuestra mirada. ¿Son las ciencias morales teorías normativas de 
la conducta humana, es decir, Etica, el doctrinal de las buenas cos-
tumbres? Para el latino, en efecto, el sentido fuerte de la palabra 
mores era el de las costumbres que son como es debido. ¿Son, más 
bien, las ciencias morales el estudio de las costumbres todas, sean 
buenas o malas? Y a el cuitado Lévy-Bruhl contraponía ambas sig-
nificaciones en el título de uno de sus primeros libros: La mor ale 
et la science des moeurs. Mas aun con esta ampliación queda angosto 
el panorama. L o humano no es sólo la costumbre. Hay, junto a 
ella, lo desacostumbrado, lo insólito, lo único. E s más, la costumbre 
presupone la acción original, creadora e inaudita que va a conver-
tirse y degradarse en uso. 
Esta dialéctica nos fuerza a retirarnos de esos dos primeros 
sentidos y entender desde más lejos la expresión «ciencias mora-
les». Entonces nos envía una significación sin duda amplísima, pero 
puramente negativa. L o moral sería simplemente todo lo que no 
es material o físico. E s , en efecto, el valor coloquial, irresponsa-
ble y vago, que la voz tiene cuando se usa en el café o en el refecto-
rio, y lleva, por ejemplo, a decir que Descartes es «moralmente» 
el autor de los asesinatos en la Revolución Francesa. E n esta acepción, 
decir «ciencias morales» vale tanto como si, frente a las ciencias na-
turales, hablásemos elusivamente de las «ciencias otras». 
Si ahora reenganchamos los dos componentes del título y sub-
rayamos su disyunción —ciencias morales y políticas— caemos en 
la cuenta de que acaso las ciencias morales representan aquí el punto 
de vista general sociológico, mientras las políticas se reducen a las 
ciencias del Estado, es decir, a las ramas del derecho y de la admi-
nistración. Pero ¿qué pretende este acotamiento? ¿Es que las ciencias 
políticas son ajenas a lo moral, son ciencias «inmorales»? Y así suce-
sivamente podríamos seguir largo rato perdiéndonos en esa denomi-
nación que en vez de señalarnos un camino se nos vahando a los pies. 
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Tal vez por todo esto prefirieron los alemanes llamar a las dis-
ciplinas que estudian lo peculiarmente humano «ciencias del espí-
ritu» —Geisteswissenschaften. Pero no somos con ello más felices. 
Esta denominación es desorientadora, porque no nos hace saber 
qué cosa sea el espíritu y nos hace saber demasiado las cien cosas 
contradictorias que se han dicho que es. E l término «espíritu» no 
nombra un fenómeno y, por tanto, algo incuestionable, sino que es 
ya una interpretación, mejor dicho, es muchas interpretaciones dis-
tintas entre sí, que pululan dentro del vocablo, mordiéndose las 
unas a las otras y causándonos incertidumbre y desasosiego. Se 
comprende muy bien, como ya hemos recordado alguna vez, el mal 
humor de Schopenhauer frente a las innumerables «filosofías del 
espíritu» surgidas en su tiempo que le llevó a preguntar: Geist?... 
Wer istdenn der Bursche! «¿Espíritu?... Bueno, pero ¡quién es ese mozo!» 
Sorprende que encontrándose en tal perplejidad no se haya re-
currido antes, por lo menos en nuestros países latinos, a la esplén-
dida palabra «humanidades» para designar las disciplinas todas que 
se ocupan de los hechos exclusivamente humanos. Pocas veces se 
ofrece una ocasión tan favorable para dar nombre a una serie de 
investigaciones y conocimientos. La voz Humanidades es hoy el 
nombre de una cosa muy determinada que fue en otros tiempos y 
ya no existe, a saber, una cierta configuración de los estudios ya pre-
térita. Su significado es arqueológico; entenderla supone ya cierto 
saber y, en consecuencia, es a estas fechas más bien un signo ter-
minológico que una palabra de la lengua. Además, aun como tér-
mino, apenas se la emplea. Pero basta con ahuyentar de ella este 
sentido demasiado restricto y dejarla funcionar en su espontaneidad 
para que, sin más, nos diga precisamente lo que ahora queremos 
nombrar: el conjunto de los hechos propiamente humanos. E s curio-
so que esta palabra parece como si, por su propia virtud, hubiera 
intentado siempre significar eso y lo extraño prima facie es que no 
se le haya permitido nunca vivir efectivamente en la lengua emitien-
do su más natural sentido. Sólo ha podido explayarse cuando, aquí 
o allá, alguien la ha empleado estilísticamente, es decir, alzando un 
poco las faldas a la gramática. Pero la facilidad con que, estilizando, 
podemos hacer que «humanidades» diga, sin más, «cosas sólo hu-
manas» demuestra que es ésta su más espontánea significación, re-
primida en ella por un adverso y raro destino. Claro es que lo raro 
y extraño de este caso —una palabra amordazada— tiene clara ex-
plicación que resultaría aquí inoportuna. Ahora bien, ésta es la 
diferencia entre el término de una terminología y la palabra de una 
15 
lengua: aquél no dice lo que dice sino porque nosotros se lo ha-
cemos decir previa una definición. Si no sabemos ésta no lo enten-
demos. Mas la palabra de la lengua nos comunica su sentido, nos lo 
dice, de suyo, antes de todo acuerdo especial y deliberado. De tal 
modo no necesitan una definición previa las palabras de la lengua 
que en rigor tampoco toleran una definición posterior. De aquí 
que sea una tontería y revela desconocer por completo lo que es 
una lengua reírse demasiado de los apuros que pasan los acadé-
micos para definir los vocablos cuando hacen un Diccionario de la 
lengua. L a palabra natural nos proyecta con prodigiosa eficacia sobre 
un círculo del mundo objetivo. E l centro de ese círculo —por tanto, 
de la significación de la palabra, es clarísimo, pero su dintorno es 
flotante. Por esta razón la palabra nos dice muy bien algo, pero nos 
lo define o delimita muy mal y es ella misma indefinible. Cuando la 
gente vitupera a los académicos,comete el quid pro quo elemental 
de confundir el diccionario con una enciclopedia, como si la misión 
de aquél fuera definir las cosas y no procurar circunscribir aproxi-
madamente los vagabundos significados de las palabras. Esta tarea 
es desesperante porque se afana en perfilar lo sin perfil. 
La dicción «Humanidades» liberada así y pudiendo actuar como 
voz vulgarísima nos consigna directamente a los fenómenos en 
que la realidad humana aparece, y ello sin limitación alguna y sin 
prejuzgar la más tenue interpretación. E s , pues, el ideal para nuestro 
propósito puesto que ése es el tema de las ciencias postuladas y no 
hay mejor nomenclatura para una disciplina que señalar con el ín-
dice las cosas de que se ocupa. Sólo falta hacer que ese nombre de 
unas cosas enuncie, a la vez, la faena de conocimiento que a ellas 
se dedica. Así , Humanidades va a significar para nosotros a un 
tiempo los fenómenos que se investigan y estas mismas investiga-
ciones. Sin duda, es también un equívoco, pero que no estorba 
mayormente, como no causa daño apreciable que «historia» designe 
a la vez la historia como res gestae y la historia como historiografía. 
A l proponer esta modificación en el uso del vocablo «humani-
dades», nos encontramos en una situación curiosa. Porque, eviden-
temente, se trata de un neologismo, pero en este caso la nueva dic-
ción tiene el aire de ser más vieja, de más rancio hábito que su valor 
establecido. E s como si, por vez primera, la palabra Humanidades 
cobrase su éfymon, su verdadero, plenario y perenne sentido. 
PROPÓSITO E INVITACIÓN. 
Sin esta aclaración semántica, el título Instituto de Humanidades 
que damos a nuestra organización en proyecto no coincidiría con 
su propósito. Pero habiéndola hecho, hemos conseguido de paso 
adelantar en qué consiste éste. Quisiéramos emprender una serie 
de estudios sobre las más diversas dimensiones en que se desparra-
ma el enorme asunto «vida humana». Para ello buscamos una am-
plia colaboración. Desde hace mucho tiempo, en las ciencias natura-
les se trabaja en equipos. Las investigaciones sobre el hecho humano 
han llegado a un punto que reclama una organización parecida. 
E l tamaño de lo que tal organización supondría, en cuanto a medios 
y fuerzas vivas, es tal que su más sobrio aforo invita a la renuncia 
anticipada y a una inmediata parálisis. Por tanto, no se trata aquí 
de empresa semejante. Mas ¿por qué no intentar un ejemplo y aun 
éste en formato minúsculo, de lo que podrían ser esos estudios y 
esas investigaciones en común? Creemos haber llegado a ciertos 
puntos de vista y a determinados métodos que permiten renovar 
en su raíz misma muchas de las tradicionales disciplinas históricas 
e incoar otras hasta ahora desconocidas. La lingüística, por ejemplo, 
que es entre todas las Humanidades la ciencia más avanzada y que 
ha logrado, en efecto, un glorioso, admirable desarrollo, necesita, 
a nuestro juicio, ser de nuevo cimentada y fertilizada mediante dos 
ciencias funcionalmente anteriores a ella. Una es la Teoría de la lengua 
que estudia a ésta en un estrato previo al atendido por la cuestio-
nable Linguística general. Fuera de España se ha hecho ya algún en-
sayo de Teoría de la lengua. Pero ésta, a su vez, demanda una inves-
tigación más radical y previa a ella, de que no existe el menor, asomo 
ni dentro ni fuera de España. Es el estudio que llamamos Teoría 
del decir', donde el fenómeno del habla es sorprendido verdaderamente 
en su status nascens y hace ver la palabra como lo que, en efecto es, 
a saber: nunca «mera palabra» y sin consecuencias, siempre acción 
grave del hombre en su vida y uno de los lados más dramáticos de su 
destino. 
Cosa pareja acontece con la filología y especialmente con la filo-
logía clásica, torso de las antiguas «Humanidades» que tan magní-
fica expansión gozó en el siglo pasado y hoy yace inerte, prisionera 
en un callejón sin salida. Es preciso instaurar los principios de una 
nueva filología que obligue a los textos a decir mucho más y más 
TOMO V I I . — 2 
17 
rigorosamente controlable de lo que han hecho hasta ahora. Esto 
nos arrastra a la forzosidad de construir en forma por completo 
distinta de la usada la historia literaria y, en general, la historia de 
las demás artes y de las ideas. 
E n nuestra perspectiva, la Etnología asciende a un rango que 
hasta la fecha no se le había reconocido. Verdad es que se trata 
de una Etnología responsable, que se exige mucho a sí misma y 
deja de ser, como hasta aquí fue, la «casa de fieras» en la ciudad 
de las Humanidades. Es necesario mostrar que también los sal­
vajes «tienen razón» para poder presumir de tener alguna nosotros. 
La base de todo ello es la Hístoriología, disciplina que nunca 
ha sido acometida en serio, dando lugar a que los libros de historia, 
cualesquiera sean sus virtudes y méritos singulares, contengan ma­
teria tan vagarosa y sin compromiso y hablen del pasado como de 
algo ajeno a nosotros, siendo así que constituye nuestros propios 
entresijos. La historia tiene que tener ra%p'n, es razón narrativa, una 
narración que explica o una explicación que consiste en narrar. Es 
inadmisible la conducta habitual de la historia, que se fatiga en pro­
bar, a veces con una supérflua ostentación de rigor, los datos que 
maneja, pero no prueba lo que ella dice sobre esos datos y aun rehuye 
plantearse las cuestiones de realidad humana que anuncian, con lo 
cual resulta que siendo los libros de historia los más fáciles de leer 
son los menos inteligibles. N o se hace nada con decir que pasó esto 
y aquello, porque entonces nos quedamos sin saber qué es esto y qué 
es aquello y nos encontramos simplemente ante palabras sin sentido 
propio. Si se nos cuenta sólo que César «pasó el Rubicón», nos que­
damos in albis, porque es una expresión infinitamente equívoca. 
Innumerables individuos humanos han pasado y siguen pasando 
el Rubicón y en cada uno de los casos la frase enuncia una realidad 
humana distinta. Sería menester explicar bien el valor que ello tiene • 
en el caso de César, pero acontece que a pesar de ser uno de los hechos 
sobre que más se ha escrito, continúa sin esclarecer suficientemente, 
y como es el acto en que comienza todo el resto de la historia ro­
mana, sigue este resto —que es, nada menos, el Imperio Romano— 
siéndonos un enigma. E n aquel acto se atascó Mommsen y en él 
seguimos atascados. Si aquello hubiera sido elucidado se volverían, 
sin más, transparentes muchas cosas que hoy acaecen. Es preciso 
que la historia, al menos en principio, se comprometa consigo mis­
ma a «explicar todo», a «dar la razón» y exhibir el porqué, un porqué-
ciertamente muy distinto del porqué determinista que impera en las 
ciencias naturales. Nos irrita leer al irritado Tácito porque pre-
18 
tende ofrecernos espectáculos atroces; pero como no los explica, 
como no los hace «verosímiles», quedan fuera de nosotros sin lo-
grar sernos efectivamente atroces. Hay que iluminar por dentro 
la atrocidad antigua si se aspira a estremecernos hoy y gracias a 
ello precavernos frente a atrocidades inminentes. O cambiando de 
humor, murmuremos que la historia futura deberá decir a la usada 
lo que el miembro de aquel tribunal en una Academia de Caballería 
decía a un examinando: «¡Eh!. . . , ¡que aquí se explica todo! ¡No es 
como en Infantería!» 
E n cuanto a la Economía, bien se manifiesta qué anda menes-
terosa de refundición en un sentido bastante próximo al literal. 
Originada en el siglo X V I I I , sazón de pensamiento abstracto y for-
malista, sigue siendo un cuerpo de doctrina ajeno a espacio y tiem-
po, y su rigidez geométrica ha hecho de ella un petrefacto. E n su 
preámbulo dice de sí misma que es una ciencia social, pero al abrirla 
no encontramos por ninguna parte sus presuntas visceras socio-
lógicas. Las promete y se olvida de ellas. Se impone el ensayo dehacer efectivo su carácter de ciencia social, y como lo social es his-
tórico, de volverla a fundir en el crisol de la historia para que de 
rígida se torne teoría fluida, dinámica, que acompaña al hombre 
en sus inevitables mudanzas sin perder por ello su misión norma-
tiva, es decir, descubrirnos qué es lo económico en cada situación 
económica. 
Cortemos aquí esta serie de sugestiones puesto que se trata 
únicamente de insinuar las nuevas y fecundas posibilidades que. 
atisbamos aun en el caso de disciplinas tan conocidas y tradicio-
nales como las citadas. Tenemos un programa ideal de lo que pu-
diera ser el Instituto de Humanidades. E n él, junto a las ciencias fun-
damentales, que no queremos especificar aquí porque sus nombres 
parecerían abstrusos o desviadores y al lado de los grandes estudios 
sobre el pasado, habría la sección de investigaciones metódicas sobre 
el presente hasta el día, la información sobre el mundo humano en 
la actualidad, «observación masiva» sobre las gentes de nuestro país, 
donde podrían hallar sugestiva tarea numerosos equipos de jóve-
nes, etc., etc. 
Pero más vale no hablar aquí de ese programa imaginario, ya 
que su ejecución queda hoy fuera de toda probabilidad. Por el con-
trario, nos importa insistir en que lo que ahora intentamos es cosa 
de mínima cuantía y no más que un ensayo de ensayo. Por un lado, 
necesitamos probarnos a nosotros mismos cuáles son nuestras efec-
tivas fuerzas, y por otro es preciso ver si realmente existen perso-
19 
ñas que deseen colaborar con nosotros. E n cuanto a nosotros, protes-
tamos anticipadamente si se quiere confundir la declaración de que 
entrevemos todas esas nuevas sabidurías posibles con la pretensión 
de poseerlas. Si así fuera no necesitaríamos de los demás. E n verdad, 
nuestra relación con todo ese saber se reduce más bien al apetito. 
Por lo que hace a eventuales colaboraciones la cosa es más pro-
blemática. Porque un conglomerado de causas trae consigo que el 
cuerpo colectivo de cada país, por ejemplo, el nuestro, se haya 
vuelto sobremanera opaco. Su intransparencia no permite conje-
turar lo que de verdad hay dentro de él. Precisamente porque los 
gestos colectivos se acusan tanto no dejan ver a su través cómo son 
los individuos, las personas, qué piensan, qué sienten, qué les falta, 
qué les sobra. Dada la apariencia de las cosas y si fuésemos de ta-
lante pesimista, comenzaríamos por creer que lo que les sobra es 
justamente verse incomodados con invitaciones como la presente 
a un entusiasta esfuerzo intelectual. Mas nuestra pronta disposición 
a aceptar que sea así, nos echa a la espalda el pesimismo dejándonos 
con la sobrada serenidad para preguntarnos si, a pesar de todo, 
no habrá quienes experimenten vocación parecida a la nuestra. Sí, 
ya sabemos que el ambiente es de pesadilla y que en discursos, pe-
riódicos y tertulias se habla, como hace justo mil años, del próxi-
mo «fin del mundo» y de la civilización. Pero, no obstante, acaso 
haya también algunas personas que están habituadas a admitir esa 
eventualidad por pensar, como nosotros, que el «mundo» y la civi-
lización, ni más ni menos que ahora, han estado y están siempre 
prestos para acabar, según corresponde a cuanto es contingente. 
Siempre la humanidad ha «vivido sobre un volcán». E l planeta es, 
en efecto, un volcán y lo sorprendente es que hasta ahora se haya 
comportado con tan mesurada eruptividad. L a civilización es una 
telaraña y pasma que sus tenues filamentos no se hayan quebrado 
muchas veces, cada cuatro o cinco generaciones. L a vida humana 
es íntegramente peligro y por lo mismo es íntegramente respon-
sabilidad. N o hay, pues, ahora razón especial ni bastante para aco-
quinarse y suspender el deporte más constitutivo del hombre, que es 
teorizar. 
COLABORADORES, OYENTES, PÚBLICO 
N o nos dirigimos al público, no lo buscamos. Se trata de for-
mar un grupo de colaboración completamente privada, que no 
pretende ejercer la menor influencia sobre la vida nacional ni prac-
20 
ticar proselitismo, y si imprimimos y repartimos este prospecto es 
porque no hallamos otro modo de poder llegar a las contadas per-
sonas que, desconocidas de nosotros e ignorándose mutuamente, 
pueden interesarse en trabajar juntos sobre estas cuestiones y con los 
mismos métodos. 
L a mayor parte de los temas en que vamos a ocuparnos, por su 
propio carácter, excluyen automáticamente las grandes audiencias. 
Invitamos a unos cuantos para trabajar en un rincón. 
Mas, por otra parte, quisiéramos evitar a nuestro ajetreo toda 
facción propia de las sociedades secretas que son características de 
dos momentos en la vida de un pueblo: aparecen en cierto estadio 
de su etapa primitiva, por tanto, en la hora de su formación, y reapa-
recen en la hora confusa de su disolución. D e aquí que si bien no 
nos dirigimos al público ni lo buscamos, tampoco lo rechazamos 
amaneradamente. La investigación, la ciencia, el conocer o como se 
le quiera llamar —también para esta noción falta en el léxico pala-
bra decente—, procede atravesando fases muy distintas. Una de esas 
fases consiste en labores radicalmente incompatibles con toda pu-
blicidad, más aún, que sólo pueden ser cumplidas en la más rigorosa 
soledad de la persona. Hay otra en que la gestación científica no 
sólo tolera sino que exige el confronte de lo que cada cual cree 
haber hallado, de las dificultades con que tropieza, de los comple-
mentos que necesita con el sentir de otros cofrades sumergidos en 
el estudio del mismo tema u otros afines. Es la oportunidad del co-
loquio y la discusión. Ha sido un error en los tiempos modernos 
no dar la debida importancia a este aspecto de la colaboración que 
se verifica en forma de diálogo o disputa, máxime si, como parece, 
cada día será más ineludible trabajar en equipo. E n esta fase la in-
vestigación, emergiendo del arcano personal donde se inicia, se hace 
ya visible. ¿Por qué, entonces, no dejarla ver a quienes no se sienten 
capaces o deseosos de colaborar, pero sí de interesarse en la faena? 
Es el momento en que el esfuerzo mental no ha llegado todavía 
a ser obra, es decir, resultado firme, meta lograda, doctrina formal. 
E s aún la inteligencia en movimiento que vislumbra, analiza, busca, 
ensaya, que tropieza con la arista de la objeción y se hiere la frente, 
que se corrige e integra con lo descubierto por otro, que pasa por 
instantes de ceguera y terco aferramiento a un error, que despierta 
a nuevas luces, que se pierde una y otra vez en sus propios afanes y 
desespera y resucita; en suma, el drama mismo del pensar, una de 
las escenas más maravillosas que existen. ¿Por qué no hacer de 
ello, para un círculo no muy numeroso de oyentes, espectáculo que 
21 
compense un poco el multitudinario de los partidos de fútbol? E l 
Instituto no tiene designio docente. N o se propone enseñar sino apren-
der —aprender lo que no se enseña porque nadie lo sabe aún. Pero 
no cabe duda que si logra existir y funcionar, esta porción del tra-
bajo hecha a la vista de una discreta asistencia tiene más valor di-
dáctico que cualquiera escuela. Nada hay como la presencia del 
pensamiento mismo haciéndose para suscitar vocaciones, alertar las 
cabezas y hacerlas sacudir la chabacanería intelectual que hoy las 
corrompe. 
Por estas razones, junto al grupo de los colaboradores, insti-
tuímos en nuestra organización un cuerpo de oyentes y lo consi-
deramos órgano de suma importancia en la convivencia de nuevo 
sesgo que aspira a ser el Instituto. Creemos así poder servir a mu-
chos de algo, y ellos, recíprocamente, nos son menester como una 
cálida atmósfera humana que nos acompañe, nos abrigue y nos 
presione. Esto nos ayudará a huir de las dos cosas que menos quisié-
ramos ser: herméticos y mandarines. 
Pero hay más: como todos nuestros temas son variaciones del 
tema general «vida humana» y éste poseeun sex-appeal formidable, 
pudiera acontecer que alguno de nuestros cursos despertara inte-
rés —o la forma deficiente del interés que es la curiosidad— en un 
número bastante crecido de personas. Tal probabilidad, cualquiera 
que sea su grado, nos preocupa de antemano en esta hora de proyec-
tar nuestros trabajos e invitar a otros para una privada colaboración. 
Pues el hecho significaría vernos consignados a topar con el público, 
que es precisamente a quien no nos dirigimos. ¿Qué hacer en caso 
semejante? ¿Tiene sentido que nos neguemos a ser oídos, pedante-
mente desdeñosos de ese eventual público? N o confundamos las 
cosas. N o desdeñamos al público, lo que sería una actitud estúpida. 
L o que hacemos es no contar con él, porque, queramos o no, ya lo 
hemos dicho, la mayor parte de nuestras labores excluye su parti-
cipación, y además porque no se le puede pedir ni constancia ni dedi-
cación. L o que haremos, si esa anormal abundancia de oyentes 
afluyese a algún curso, sería trasladar éste a un local de ocasión, 
suficientemente amplio, fuera de nuestro domicilio en A.ula Nue-
va, que es una habitación de menor burguesía con espacios de exigua 
capacidad. Pero ha de entenderse que ese traslado a un auditorio 
mayor representa sólo una extrapolación en la conducta normal de 
nuestro Instituto. 
22 
IMPECUNIOSIDAD D E L INSTITUTO 
E n fin, aunque faltasen estas razones para no reducir nuestra 
convivencia a los colaboradores en los estudios y ampliarla a un 
contorno de oyentes no tendríamos más remedio que hacerlo por 
una consideración que queremos declarar de la manera más taxativa. 
E l Instituto de Humanidades tiene que sostenerse con las matrícu-
las de los oyentes a sus cursos y coloquios-discusiones. La cosa no 
admite escape porque el Instituto carece en absoluto de medios eco-
nómicos. Nosotros mismos no los tenemos propios y nos faltan los 
ajenos. Con ser todo aventurado en nuestra iniciativa, el punto más 
problemático de ella es, como suele en España, el factor crematís-
tico. De suerte que encima de ser tan dudosa la existencia de sin-
cero interés por este género de trabajos, tenemos que empezar pi-
diendo sacrificios. 
BAJO E L SIGNO D E L A CALMA 
Cuando en tiempos recientes se hizo por vez primera con ener-
gía y perentoriedad, la pregunta: ¿Qué es el hombre?, se descubrió 
muy pronto que no era nada de lo que hasta ahora se había presumido. 
La consecuencia de este descubrimiento debió ser la admisión de 
que no sabemos lo que es el hombre y un animoso empeño en ir 
averiguándolo. Pero el tipo de hombre que hoy predomina está po-
seído por la básica creencia de que él lo sabe ya todo —es, por de-
finición, no «el hombre de la calle», sino el hombre «al cabo de la 
calle», el hombre que no sabe no saber—, el fanático. De aquí que 
en su mente la averiguación de que el hombre no era nada de lo que se 
había creído hasta ahora se transustanció, sin más, en la firme doc-
trina de que el hombre no es nada, y se desembocó con velocidad inopor-
tuna, con injustificado atropellamiento, en un nihilismo tan radical 
como arbitrario. Frente a ello el Instituto de Humanidades siente el 
orgullo de su propia ignorancia, la cual es incuestionable privi-
legio del hombre y máximo aperitivo que nos mueve a emprender 
una serie de esfuerzos en común para intentar ir respondiendo a 
aquella desesperada pregunta.Y todo ello con calma jovial —un 
temple tan «existencial» como puedan serlo iracundias, acedías y 
angustias, sobre tener la ventaja —diría un «humanista»— de po-
nernos bajo la protección directa de J o v e , ya que de él procede 
23 
la jovialidad. Esta calma humana lleva signo contrario a la que 
suele atribuirse al bovino, la cual, si nos arrojamos a afirmar que 
el animal la siente, sería un sosiego regalado, hecho de insensibi-
lidad para el peligro. Mas la calma del hombre es la que él mismo 
briosamente se crea en medio de la congoja y del apuro, cuando 
al sentirse perdido grita a los demás o a sí mismo: ¡Calma! N o pa-
rece asentarse en fundamento bastante la calidad privilegiada que 
algunos pensadores de hoy quieren conceder a las «situaciones ex-
tremas», rehabilitando cierto romántico frenesí de Kierkegaard. N o 
es en la «angustia», sino en esa «calma» que la supera y pone en ella 
orden, donde el hombre puede verdaderamente tomar posesión de 
su vida y, en efecto, «existir»: en ella propiamente se humaniza. L o 
único que hay que decir contra la calma es lo mismo que hay que 
decir contra la angustia y contra toda otra emoción pura en que el 
hombre quiera radicar su existencia: que cada cual lleva en sí el 
germen de una viciosidad particular. Todo temple humano puede 
«ser en forma» o en modo deficiente. Así , la calma puede degenerar 
en cotidianeidad, mera adaptación y conformismo, como la angustia, 
degradada en manía o pavor, frenetiza y envilece al hombre. 
ENVIANDO 
A 
DOMINGO ORTEGA 
EL 
RETRATO DEL PRIMER TORO 
V 
Epílogo al libro E l arte del toreo, por DOMINGO 
O R T E G A , R . de O., Madrid, 1950 
EN esta conferencia un gran torero habla de lo suyo. Nótese que redu-ciendo en la medida que le es dada las consideraciones generales y los innu-
merables temas conexos con el arte de torear, se recluye en la cuestión de 
dónde están los pitones del toro y dónde, en relación con ellos, tiene que estar 
la cadera del torero y cada una de sus piernas y su bra%p,y qué movimientos 
y quietudes debe practicar. Lo que Domingo Ortega dice está pensando desde 
el ruedo, en peligrosa proximidad a las astas del animal y allí tiene el lector 
que situarse imaginariamente para poderlo entender. Porque de lo que pasa 
entre toro y torero sólo se entiende fácilmente la cogida. Todo lo demás es de 
arcana y sutilísima geometría o cinemática. La mayor parte de los que asisten 
al espectáculo no han conseguido nunca representarse con claridad y precisión 
en qué consisten las más vulgares suertes; por eiemplo, banderillear al cuarteo. 
En la lidia todo es rápido, incluso lo que relativamente calificamos de lento 
—(¿sosegadas prisas» llama el varilarguero Da^a a los trances del toreo 
(escribía en torno a I J J J ) — y como, además es dramático y nos sobrecoge, 
no deia margen a la atención para percibir en su detalle la doble melodía de 
movimientos que es cada suerte. De aquí que la doctrina tauromáquica ex-
puesta por Domingo Ortega se nos presenta con cierto aire de teorema geo-
métrico. Toro y torero, en efecto, son dos sistemas de puntos que han de va-
riar en correlación uno con otro. 
Es extraño que no se haya compuesto nunca una geometría o cinemá-
tica taurina, cuando todo el que ha querido explicar una suerte ha tenido 
que tomar el lápi^y dibujar líneas que simbolizan movimientos. Mas no voy a 
entrar ahora en ello. 
Me encuentro con que mi amigo y homónimo desea que unas palabras mías 
acompañen a lo dicho por él, y como lo dicho por él es del más riguroso tecni-
cismo, me parecería incongruente trabar algunos signos caligráficos, dibujar 
una tenue orla verbal. Yo no soy un «aficionado a los toros». Después de mi 
27 
adolescencia son contadísimas las corridas de toros a que he asistido, las es-
trictamente necesarias para poder hacerme cargo de «cómo iban las cosas». 
En cambio, he hecho con «los toros» lo que no se había hecho: prestar mi aten-
ción con intelectual generosidad al hecho sorprendente que son las «corridas 
de toros», espectáculo que no tiene similaridad con ningún otro, que ha re-
sonado en todo el mundo y que, dentro de las dimensiones de la historia es-
pañola en los dos últimos siglos, significa una realidad de primer orden. Era 
cuestión de honor para un hombre de pensamiento explicarse su origen, su 
desarrollo, su porvenir, las fuerzas y resortes que lo engendraron y lo han 
sostenido. Sobre las «corridas de toros» se han publicado no pocos libros, 
algunosexcelentes, producto de un esfuerzo meritísimo. Pero han sido com-
puestos desde el punto de vista del «aficionado», no del analizador de humanida-
des. Siempre sentí como algo penoso e indebido que no se hubiese estudiado 
con el mismo rigor de análisis que cualquier otro hecho humano éste que es de 
muy sobrado calibre. No es, pues, cuestión de afición o desafección, de que 
parezca bien o mal este espectáculo tan extraño. Cualquiera que sea el modo 
de pensar sobre él —y el mío es hasta ahora completamente inédito— no hay 
más remedio que esclarecerlo. No he escrito nunca sobre materia tauromáquica, 
y no son las circunstancias presentes oportunas para que inaugure tal opera-
ción. Prefiero, pues, enviar a Domingo Ortega algo que acaso no interese a 
los lectores de su conferencia, pero que es cosa nueva y de importancia en un 
estudio a fondo de la realidad que han sido las corridas de toros. 
Como es sabido, la variedad vacuna dotada de bravura es una especie 
apológica arcaica que se ha perennizado en España cuando desde muchos 
siglos antes había desaparecido de todo el mundo. Las causas de esta perdu-
ración no han sido aún esclarecidas. Sólo es patente que en las últimas tres cen-
turias las fiestas nobles de toros, primero, y las corridas populares, después, 
han logrado su artificial conservación. No sé si se tiene esto bien en cuenta, 
si se está atento a que esa función del coraie, lo que en la terminología taurina 
se llama «casta», es superlativamente inestable y siempre a punto de ex-
tinguirse. 
La furia de nuestra res brava no se parece a ninguna otra en el mundo 
animal aún existente. Esto hacía muy difícil explicar el origen zoológico 
del bovino que con tanta pasión la ejercita. De un lado, aparece el toro espe-
cíficamente bravo rodeado por todas partes de vacunos domésticos en que tal 
o cual individuo manifiesta ocasionalmente furibunde^, pero que como linaie 
han hecho proverbial su mansedumbre. De otro lado hay que todas las va-
riedades, especies o subespecies de bovinos domésticos y mansuetos provienen 
de un tipo de toro originario, el bos primigenius, que era feroz- Los ale-
manes le llaman Auerochs, o toro salvaje, y los germanos y celtas debían 
nombrarle con un nombre parecido, que a los oídos de Julio César sonaba 
28 
urus. Fue él quien introdujo este vocablo en la lengua latina. Era un animal 
enorme y peligrosísimo que poblaba los bosques de la Europa central y nórdica, 
constituyendo la gran ca%a a que los señores del tiempo se dedicaban. Julio 
César se complace una y otra ve\ en decirnos cómo en las pausas de su belige-
rancia cacaba el uro. Pero es típico de su estilo que no nos describe nunca al 
animal de modo suficiente para que podamos representárnoslo. Con lo cual 
la espléndida bestia se convirtió en un mito entregado a la libre fantasía, y 
como todo mito, generoso en metamorfosis. Unos lo imaginaban como un 
bisonte, otros como un búfalo y, en seguida veremos, no pocos le aproximaban 
a fieras que nada tienen que ver con los bovinos. 
El toro primigenio, o uro, desaparece como especie viva durante la baja 
Edad Media. Sin embargo, a comienzos del siglo XV perdura en los bosques 
de Lituânia lindantes con Prusia. «Dos siglos después —nos comunica el 
doctor Otto Antonius (i)— quedan aún unos cuantos individuos supervivientes 
en Polonia, a saber: en el gran bosque llamado Jaktorowka, a cincuenta y 
cinco kilómetros por el sudoeste de Varsovia. Este bosque fue el último re-
fugio del uro como en nuestro tiempo el bosque de Bialomc^a lo es del bisonte. 
En IJ64 vivían aún en Jaktorowka 38 uros, de ellos ocho machos adultos y 
tres i avenes, 22 vacas y cinco terneras. En ijp? había descendido el número 
a 24 animales,y en 1604, a cuatro. En 1620 no quedaba más que una vaca, 
la cual—probablemente el último eiemplar de su especie— sucumbió en 1627.» 
Es inconcebible que siendo tan reciente la desaparición completa —según 
Antonius— de este animal no constase en la conciencia pública y en los hom-
bres de ciencia europeos cuál era su figura y tuviera que seguir la imaginación 
elaborando sus fantasmagorías. La cosa es aún más extraña si se advierte que 
Segismundo, barón de Herberstein—1486-1j66—, embajador de Carlos V, 
y de su hermano Fernando, había descrito bastante bien al animal en su libro 
Rarum moscovitarum comentarii, e incluso publicaba grabados repre-
sentándolo. Los grabados son toscos y tal ve^ sólo un español que los vea puede 
reconocer bien lo que quieren figurar. 
Así andaba el asunto, cuando a comienzos del siglo pasado, el apólogo 
inglés H. Smith encontró en un anticuario de Augsburgo cierto cuadro que 
representaba un bovino de fina y grande cornamenta. En un rincón del cuadro 
se leía la palabra Thur, que es el nombre polaco del uro. La comparación 
de esta figura con los restos óseos que del animal se conservaban, daba como 
resultado completa coincidencia. Sin embargo, fue preciso esperar el estudio 
de M. Hilt^heimer sobre el aspecto del uro para que quedase plenamente 
establecido que el cuadrito de Augsburgo —entre tanto desaparecido— era 
(1) Die Abstammung der Hausrinder [Descendencia de los vacunos 
domésticos] , en Die Naturwissenschaften, 24 de octubre de 1919. 
29 
el retrato de uno de los últimos ejemplares, tal ve% del postrer superviviente 
del toro primero o primigenio ( i ) . 
La presencia de esta figura aclara de plano la cuestión de nuestro toro 
bravo. Es éste, con toda evidencia, el descendiente directo del uro o Auerochs. 
El único eslabón intermedio que acaso ha habido es la forma cuaternaria del 
uro que era de tamaño un poco menor y tuvo su expansión principal en Meso-
potamia y el norte de África. El primigenio —-figurado en la imagen ad-
junta— era mucho mayor que el más corpulento de nuestros toros. En cuanto 
al pelaie tenemos noticias muy precisas debidas al barón de Herberstein y 
completadas por Janickiy otros. Era el uro adulto negro listón, a veces cas-
taño oscuro. Terneras y becerros eran más claros, llegando casi al retinto en 
colorado. 
Vero los que hasta ahora se han metido en este asunto dejan en el aire la 
pregunta de cuál fue el origen de ese cuadro arrinconado en un anticuario de 
Augsburgó. Aquí es donde creo poder ofrecer una pista inesperada, pero que 
en seguida resolverá indefectiblemente el enigma. 
Hay un pasaie de una carta de Leibni% —¡nada menos!— en que nadie 
ha reparado. Escribiendo en 18 de octubre de iji2 a su corresponsal Th. Bur-
nett, de quien recibe y a quien envía noticias sobre los nuevos libros, dice: 
«No he visto aún la nueva edición de Julio César, pero soy yo quien envió a 
los editores el retrato del urus, porque interesé al Rey de Prusia en que lo 
hiciese hacer del natural sobre el que tiene en Berlín. El urus (de que Julio 
César habla) no es un oso, sino una especie de toro de un tamaño y una fuerza 
extraordinarios; en alemán se le llama Auerochs» (2). 
Estas palabras abren un camino directo para la solución del enigma que 
el cuadro augsburguense plantea. ¿De qué eiemplar superviviente ha sido 
hecho este retrato en que nos aparece un magnífico macho en actitud —ojo 
radiante, manos y jarretes en tenso avance— que los españoles conocemos tan 
bien? La factura pictórica no nos dirige a los comienzos del siglo XVII en 
que aún perduran, dentro de Alemania, las técnicas del XV, sino que lo 
situaríamos mejor a fines del seiscientos, es decir, en torno a lyoo. La afir-
mación de Antonius que fecha en 1627 la extinción del último bos primi-
genius puede valer para el rebaño más importante que quedaba y era el de 
Polonia, pero el texto de Leibni% nos lleva a pensar que, tal ve% procedentes 
de ese rebaño, poseía el rey de Prusia, cuyos cagaderos lindaban con los bosques 
(1) M. Hilzheimer, Wie hat der Thür ausgesehen?, en Jahrbuch für 
wissenschaftliche und praktische Tierzucht, V, Jahrgang, 1950. Tengo foto-copias de este artículo y de otros sobre el tema que sería interesante publicar 
en alguna revista española de agricultura, ganadería o veterinaria. 
(2) Die philosophischen Schriften von Gottfried Wilhelm Leibniz. Herausge-
geben v o n G. J. Gerhardt. Tomo I I I , pág. 325. 
30 
de Varsovia, algunos individuos y en tiempo del gran filósofo, tal ve%, un 
último superviviente. Curioso de todo y a todo atento, este trágico destino de 
toda una magnífica especie concentrada en un solo individuo, le movió a asegu-
rar la conservación de su aspecto. ¿No es sobremanera probable que el cuadro 
de Augsburgo sea el que fue pintado por su moción y enviado al editor de Julio 
César? La última palabra sobre la cuestión queda ahora fácilmente soluble. 
Basta que alguien busque esa edición de Julio César en alguna biblioteca ale-
mana y compare el grabado allí impreso con la imagen que aquí va reproducida. 
La conferencia de Domingo Ortega es un documento único en la historia 
de la tauromaquia, porque en ella un maestro insigne del arte se ocupa en 
definir menudamente el esquema de movimientos en que la técnica del toreo 
consiste. No creo que vaya mal como anejo a sus páginas la imagen, desconocida 
en España, del primer toro. 
i 
P R Ó L O G O 
A 
«TEORÍA DE LA EXPRESIÓN» 
P O R 
K A R L B Ü H L E R 
TOMO V I I . — 3 
Publicado por la Revista de Occidente, 
Madrid, 19 jo. 
KA R L Bühler era una de las figuras prominentes de la ciencia psico-lógica en la Europa anterior a la guerra. Ocupaba la cátedra dedicada 
a esta disciplina en Viena y era Director del Instituto de Psico-
logía anejo a aquella Universidad. En 1933 publicó esta Teoría de la 
Expresión y pocos meses después, en 1934, su Teoría del lenguaje. En 
esta colección aparecerán también, con un mes de distancia, los dos libros. 
Son, en efecto, inseparables, mutuamente se esclarecen, si bien la obra so-
bre el lenguaje es mucho más lograda que su pareja y quedará como un libro 
clásico. 
El gesto expresivo y la palabra son los géminis en el zodíaco de los pro-
blemas humanos. Ambos fenómenos tienen común su carácter más radical. 
Uno y otro consisten en fenómenos que nos aparecen en el mundo exterior, 
que son externidades, pero tienen la condición constitutiva de manifestarnos 
internidades. Cierta contracción de los músculos faciales es un hecho corporal 
como otro cualquiera, pero en él vemos además la tristeza o la alegría de 
un hombre, dos realidades que por sí carecen de todo atributo que las permita 
ser exteriores. Parejamente, una palabra es un mero sonido, un fenómeno 
acústico; pero acontece que en él nos llega noticia y como presencia de una 
idea, otra entidad inespacial,y, por tanto, incapaz por sí misma de exteriori-
dad. Ea cosa es una de las más triviales que existen, pero, a la vez, ¿e ¿as 
más extrañas y enigmáticas. De las más triviales, si analizamos paso a paso 
la estructura de eso que llamamos «mundo», dentro del cual cada cual se en-
cuentra, advertiremos que consiste en la articulación de una serie de «mun-
dos» que están encapsulados uno en otro, quiero decir, que existen para el hombre 
fundados uno en otro de suerte que cada uno de ellos supone el anterior y, 
viceversa, llega el hombre al posterior al través del precedente. Entonces 
descubrimos, con no parva sorpresa, que el «mundo» primero con que el hombre 
se encuentra y en que ab initio flota es un «mundo» de gestos y de palabras. 
El hombre, en efecto, nace en una sociedad o contorno formado por otros seres 
35 
humanos, y una sociedad es, por lo pronto, un elemento de gestos y de palabras 
en medio de los cuales se halla sumergido. No es arbitrario llamarla «elemento» 
porque posee buen derecho para ser adjuntado a los cuatro tradicionales. 
Pues bien, todos los demás «mundos» que pueda haber, desde el físico hasta 
el de los Dioses, son descubiertos por el hombre mirándolos al traslu^ de un 
enrejado de gestos y palabras humanos. 
Pero este fondo común de la expresión y el leguaje —exteriorizar inti-
midades— no permite que identifiquemos las dos clases de fenómenos. La 
función expresiva es muy distinta de la función lingüística. Aquel fondo 
común es causa de que en el vocabulario vulgar se suelan confundir ambas. 
Si decimos que un rostro expresa amargura y que una frase expresa muy 
bien cierta idea, con la misma palabra «expresar» denominamos dos opera-
ciones sobremanera diversas. La relación entre el gesto y el estado de ánimo 
que en él nos «aparece» es muy otra que la palabra y la cosa que ella denomina 
o la idea de ésta que enuncia. Entre el fenómeno exterior y la intimidad por 
él revelada es muy diferente la distancia en uno y otro caso. Con algún buen 
sentido podemos decir que la tristeza está en la fa% contraída, pero la idea 
de mesa no está en la palabra «mesa». De aquí que una misma idea sea dicha 
con diversos sonidos en las diversas lenguas, mientras que los gestos expresivos 
tengan un carácter universal, si bien —y Bühler insiste en ello— es de suma 
importancia estudiar sus variantes en pueblos y épocas. Esta diferencia 
obliga a precisar la terminología y acotar el vocablo «expresión» para aquel 
modo de manifestar la intimidad que se nos presenta con máxima purera en 
los gestos emotivos. 
Bühler, en colaboración con sus discípulos, ha dedicado muchos años 
al intento de aclarar ambas funciones: la expresiva y la lingüística. El resul-
tado de tan vasta labor queda recogido en estos dos volúmenes, que deben ser 
considerados como la publicación más importante sobre uno y otro tema, 
hoy existente. Esto no quiere decir que se hallen ambas obras al mismo nivel, 
como ya al principio apunté. Dos causas son reponsables de este desnivel, 
y de una de ellas es irresponsable el autor. En su Teoría del lenguaje estudia 
Bübler el fenómeno del habla en un estrato distinto de aquellos en que hasta 
ahora se le había enfrontado. No es una «filosofía del lenguaie» como tantas 
que ahora pululan y aparecen con o sin ese peraltado título. Por otra parte, 
tampoco es una «lingüística general». Es precisamente un estrato intermedio, 
el más inmediato a la lingüística, sin confundirse con ésta. Ahora bien, este 
planteamiento del problema «lenguaje» ha permitido a Bühler aprovechar 
toda la ciencia lingüística, que es la más avanzada entre las Humanidades. 
En el caso de la expresión, el autor no podía contar con tan decisivo auxilio, 
porque su estudio no ha llegado a madure^ teórica. En este libro verá el 
lector, con doble sorpresa, cómo se comentó a investigar el hecho de la expresión 
36 
al mismo tiempo que todos los otros grandes problemas —es decir, allá en 
Grecia—, pero que la historia posterior de esa investigación carece de conti-
nuidad y es como espasmódica. El estudio de la expresión se halla, en efecto, 
enormemente retrasado en comparación con el de su gemelo el lenguaje. Por 
esta ra%ón, Bühler no podía partir de un fondo sólido preexistente, como el 
que le ofrecía la lingüística. Tanto es así que el simple hecho de haberse re-
suelto un hombre de ciencia rigoroso a publicar un tratado de la expresión 
como el presente es por sí, y cualesquiera sean sus difidencias, una hazaña 
científica que bordea la audacia. 
Ea otra causa que desiguala este libro con su compañero es de menor 
sustancia y consiste en un error didáctico. Bühler ha querido exponer su 
teoría de la expresión al hilo de la historia de los estudios precedentes sobre 
el tema hechos desde Aristóteles. Esto da, sin duda, una mayor riqueza de 
contenido a su obra, pero le quita transparencia para quien quiera leerlo 
de corrido y sin volver frecuentemente de delante a atrás. Hubiera sido prefe-
rible separar la historia de las ideas sobre la expresión de la teoría o doctrina 
que Bühler considera como actual y fehaciente. Pero tenía vivo interés —a mi 
juicio excesivo y un tanto inoportuno—en mostrar: que en los estudios 
fisiognómicos y mímicos del pasado están ya los principios de una verdadera 
teoría de la expresión, si bien parcialmente enunciados y repartidos en la 
serie de los investigadores pretéritos; z.°, que esa historia de la fisiognómica, 
tras de su aspecto que yo llamaba espasmódico, oculta una efectiva continuidad 
de marcha y progreso. Ello es que la exposición conjunta de la historia y el 
sistema puede dificultar un poco la lectura de este libro a aquellos que no 
conocen previamente las cuestiones principales incluidas en el tema: expresión. 
A esos lectores me permitiría recomendarles la lectura de dos estudios míos 
— L a expresión, fenómeno cósmico ( I ) J Vitalidad, alma, espíritu (2)— 
que, aunque viejos de fecha, creo pueden servir como introducción para un 
más fácil ingreso en este importante tratado. 
(1) «El Espectador», tomo V I I (Obras completas, tomo II) . 
(2) <<E1 Espectador», tomo V (Obras completas, tomo II ) . 
P R Ó L O G O 
A 
«EL COLLAR DE LA PALOMA» 
D E 
IBN HAZM DE CÓRDOBA 
Editado por la Sociedad de Estudios y 
Publicaciones, Madrid, 1952 
M i amistad hacia Emilio García Gómez es oscilante: péndula entre ser fraternal y ser paternal. E l cariz de paternalidad 
le viene de que la cronología de mi vida es mucho más 
larga que la exhibida por la suya, y el modo fraternal se origina en 
que al hablar de Fulano coincidimos. 
Cuando se coincide al opinar sobre Fulano se coincide en todo 
lo demás. También es verdad lo inverso. La coincidencia ni implica 
ni siquiera prefiere ser identidad de juicio. N o se trata de que coin­
cidan las ideas, sino las vidas. Nadie puede tener las mismas ideas 
que otro si, de verdad, tiene ideas. La idea es personalísima e intrans­
ferible. Cuando un pensamiento nos es común corre grande riesgo 
de no ser una idea, sino todo lo contrario, un tópico. E l tópico es 
el lugar, el lugar común, el sitio en que los hombres coinciden tanto, 
que se identifican y se confunden, cosa que no puede acontecer sino 
en la medida en que los hombres se mineralizan, se deshumanizan. E n 
su verdad, en su autenticidad los hombres son incomunicantes. Los 
propios escolásticos, tan poco sensibles a estos temas, definían ya 
la persona por la incomunicabilidad. E n su contenido, las ideas pue­
den discrepar sobremanera y, sin embargo, coincidir en lo único que 
importa: en haber sido pensadas desde el mismo nivel. E n última 
instancia, nuestros sufrimientos, al tratar con los prójimos, suelen 
proceder de que pensamos, sentimos y somos sobre niveles dife­
rentes. 
Precisamente es éste uno de los dones mágicos poseídos por el 
amor, de que este libro tan a fondo diserta. A ello se debe, por ejem­
plo, el prodigioso fenómeno de que la mujer amante de un hombre 
cuyas dotes parecen muy superiores a las de ella, no se sabe cómo, 
simplemente amando, se eleva a su altitud. O bien, la viceversa. 
Pues ahí están los dos versos terminales de Fausto, en que Goethe 
41 
se acoge a esta imagen del nivel. E l Eterno-Femenino es una realidad 
peraltada a la cual el hombre, cuando ama, se eleva, no por propio 
poder ascensional, sino porque es atraído —atraído hacia lo más 
alto. N o se me negará que la mujer si es algo, es atractiva, esencial-
mente atractiva; pero Goethe nos hace reparar que su atracción es 
siempre, siempre, cenital: 
Das Evrig-Weibliche 
Zieht uns hinam. 
Con lo cual hemos caído, como por escotillón, dentro de este 
libro que Emil io García Gómez se ha tomado el largo y penoso 
esfuerzo de traducir. Era una deuda que los españoles, tomados 
corporativamente, teníamos. Porque este libro, el más ilustre sobre el 
tema del amor en la civilización musulmana, que ha sido vivido, 
pensado y escrito en tierras de España por un árabe «español», estaba, 
tiempo ha, traducido en otras lenguas, pero nadie se había atrevido 
a irle al cuerpo y verterlo en castellano. 
Claro está que, al llamar a Ibn Hazm árabe «español», le atribuyo 
el arabismo en serio y la españolía informalmente. Sin que yo pretenda 
estorbar que los demás hagan lo que les plazca, no estoy dispuesto, 
por mi parte, a correr la aventura de llamar en serio «español» a 
cualquiera que nace en el territorio peninsular, aunque sea de sangre 
«indígena» y aunque haya vivido aquí toda su vida. La territorialidad 
y el plasma sanguíneo son los últimos atributos que pueden calificar 
la «nacionalidad» dé un hombre, esto es, la substancia histórica de 
que está hecho, y sólo tienen eficacia cuando se dan en él antes 
todos los demás. La prueba simple y notoria de ello está en que, vice-
versa, cabe ser español hasta el grado más superlativo sin haber visto 
nunca la tierra española, e igualmente cabe serlo teniendo muy poca 
o ninguna sangre de nuestra casta. Y , esto que es verdad ahora, 
cuando España, desde hace mucho tiempo, ha llegado a la plenitud 
de su nacionalidad, lo era mucho más en el friso de los siglos décimo 
y undécimo, cuando la «cosa» España empezaba tan sólo a germinar. 
Todos estos calificativos «nacionales» significan, tomados en su pre-
cisión, la pertenencia substantiva a una determinada sociedad, y la 
sociedad árabe de Al-Andalus era distinta y otra de la sociedad 
o sociedades no-árabes que entonces habitaban España ( i ) . 
(1) Para que no quede la idea en vago, añadiré que entiendo por so-
ciedad una colectividad de seres humanos sometidos a un determinado 
sistema de usos. 
42 
Pero esto no quita, como he dicho, que nuestra relación con los 
árabes de Al-Andalus, o «españoles», no implique para nosotros ciertos 
deberes respecto a su memoria; deberes que últimamente se fundan 
en la ventaja que nos proporciona cumplirlos, ya que con ello nu-
trimos nuestra propia sustancia, enriqueciendo y precisando nuestra 
españolía. Porque nuestra sociedad ha convivido durante siglos con 
esa sociedad andaluza, piel contra piel, en roce continuo de beso 
y lanzada, de toma y daca, de influjo y recepción. Y una de las grandes 
vergüenzas que desdoran los estudios históricos es que, a estas altu-
ras, ni de lejos se haya logrado esclarecer la figura de la relación 
entre ambas sociedades. Esta es la causa del balanceo extremo entre 
las opiniones sobre los influjos de una en otra, a que hace referencia 
García Gómez en su Introducción. E s justo reconocer que nuestros 
arabistas, desde Ribera, han dado algunos importantes pasos en el 
intento de irse representando con alguna concreción cómo convivían 
andaluces y españoles. Pero la cuestión no puede avanzar grande-
mente si no se la toma en un estrato más profundo. Es preciso, en 
efecto, comenzar por definir bien, y por separado, la estructura de 
ambas sociedades, para poder luego figurar su enfronte y engranaje. 
E l tema, sin embargo, no puede reducirse a los límites de España. 
E s mucho más amplio. La mayor porción de Europa ha tenido tam-
bién un contacto secular con la civilización árabe, una inmediatez 
cutánea con ella. Mas tampoco los historiadores extranjeros han 
derramado claridad sobre este hecho, que fue una de las grandes 
realidades en la historia occidental. Esta falla ha sido una de las prin-
cipales causas que han impedido la inteligencia de la Edad Media 
europea. N o es posible comprender bien un hecho histórico, sea el 
que sea, si no se acierta a contemplarlo desde el punto de vista que 
mejor manifieste su más auténtico sentido, es decir, desde el cual se 
divise a sabor, y en toda su extensión, el área de realidades humanas 
a que el hecho pertenece. Todo lo que sea mirar el hecho sobre el 
fondo de un área que es sólo parcial lo desdibuja y falsea automáti-
camente. Pues bien, desde hace muchos años — y Emilio García 
Gómez me es testigo de mayor excepción— sostengo que la Edad 
Media europea no puede ser bien vista si la miramos centrando la 
historia de aquellos siglos en la perspectiva exclusivade las socieda-
des cristianas. 
L a Edad Media europea es, en su realidad, inseparable de la civi-
lización islámica, ya que consiste precisamente en la convivencia, 
positiva y negativa a la vez, de cristianismo e islamismo sobre un 
área común impregnada por la cultura grecorromana. De aquí que el único 
43 
punto de vista adecuado sea de indiferencia ante esas dos vertientes 
de la vida medieval, contemplando su aparente dualidad y discre-
pancia como unidad y coincidencia, que asumen dos modalidades 
distintas. Y la razón fuerte de ello es que ambos orbes —el cristiano 
y el musulmán— son sólo dos regiones de un mundo geográfico que 
había sido históricamente informado por la cultura grecorromana. 
L a religión islámica misma procede de la cristiana, pero esta proce-
dencia no hubiera podido originarse, a su vez, si los pueblos europeos 
y los pueblos árabes no hubiesen penetrado en el área ocupada 
durante siglos por el Imperio romano. Germanos y árabes eran 
pueblos periféricos, alojados en los bordes de aquel Imperio, 
y la historia de la Edad Media es la historia de lo que pasa 
a esos pueblos conforme van penetrando en el mundo imperial 
romano, instalándose en él y absorbiendo porciones de su cultura 
yerta ya y necrosificada. La Edad Media, por una de sus caras, es el 
proceso de una gigantesca recepción: la de la cultura antigua por 
pueblos de cultura primitiva. Y la génesis cristiana del islamismo 
no es sino un caso particular de esa recepción, producida por el mismo 
mecanismo histórico que llevó a los árabes del siglo i x a recibir a 
Aristóteles y a Hipócrates y a Galeno y a Euclides y a Diofanto 
y a Tolomeo. Se olvida demasiado que los árabes, antes de Mahoma, 
llevaban siete siglos rodeados por todas partes de pueblos que estaban 
más o menos helenizados y que habían vivido bajo la administración 
romana. N o es sólo de Siria de donde sopla sobre los árabes el gran 
viento de la Antigüedad, sino de Persia, de la Bactriana y de la 
India. E n cambio, Europa, por su lado norte, se mantuvo libre de 
influjos grecorromanos y pudo conservar más tiempo intactas las 
raíces de su primitivismo. 
Los estadios de esta recepción son, en su comienzo, muy simi-
lares. La única diferencia inicial —que es, sin duda, importante— 
radica en que los árabes recibieron la Antigüedad en su aspecto de 
Imperio Romano de Oriente, y los europeos en su forma de Imperio 
Romano de Occidente. Esto trajo consigo, por ejemplo, que los 
árabes pudieran tener muy pronto su Aristóteles, y, en cambio, el 
Cristianismo suscitador del Islam, fuese el nestoriano y el de los 
monofisitas, dos perfiles arcaicos de la fe cristiana. E n los estadios 
siguientes la recepción fue poco a poco tomando caracteres más 
divergentes, hasta que en el siglo x i n cesa entre los árabes, cuya 
civilización queda reseca y petrificada a fuerza de Corán y de desier-
tos. Pues los desiertos, que ciñen por Oriente y Sur el mundo islá-
mico, lanzan sobre él periódicamente oleadas de puritanismo asolador. 
44 
Los beduinos son sus portadores. La última avenida, bien reciente, 
ha sido la de los wahhabíes del Nechd, que, al concluir la primera 
guerra mundial, dirigidos por Ibn Sa'ud, cayeron sobre la Arabia 
de las ciudades de Meca y Medina ( i ) . 
M i idea, por tanto, es que, al comenzar la llamada Edad Media, 
germanismo y arabismo son dos cuerpos históricos sobremanera 
homogéneos por lo que hace a la situación básica de su vida, y que 
sólo luego, y muy poco a poco, se van diferenciando, hasta llegar 
en estos últimos siglos a una radical heterogeneidad. La opinión 
contraria, que es la usual, surgió por generación espontánea, irre­
flexivamente —cosa tan frecuente en los historiadores—, porque 
proyectaron sobre aquellos primeros siglos medievales la imagen de 
extrema heterogeneidad que hoy nos ofrecen ambos grupos de pue­
blos. Pero esto, a su vez, no habría acontecido si se hubiesen tomado 
el trabajo de reconstruir analíticamente la estructura básica de la 
vida humana en la Edad Media. Habrían entonces caído en la cuenta 
de hasta qué punto fue decisivo en aquel modo de ser hombre, de 
existir, el hecho de que pueblos de una .cultura primitiva viniesen a 
habitar en un espacio social —el área del Imperio Romano— donde 
preexistia una civilización llegada al último estadio de su desarrollo 
y, por lo mismo, de su complicación y su refinamiento. Por fortuna, 
esta civilización se hallaba ya atrofiada, caduca, y en avanzado pro­
ceso de involución, lo cual implica que había perdido gran parte de 
su ubérrima riqueza, que se había vuelto abreviatura de sí misma. 
Recuérdese que, por ejemplo, en el orden intelectual, la cultura 
grecorromana, hacia el siglo v d. C , se ha resumido y reducido a 
epítomes y enciclopedias o diccionarios. De no haber sido así, el 
choque —lo que llaman hoy los etnógrafos anglosajones el clash of 
cultures— habría sido excesivo, y sus resultados muy distintos. Los 
pueblos nuevos se habrían perdido, como en una selva tremenda, 
en la exuberancia de la vida «clásica». Por fortuna, repito, ésta había 
sido ya epitomizada ad usum delfinis. E l delfín era el germano, era 
el árabe. 
Pero ahora viene la advertencia verdaderamente fértil, que pudiera 
dar la clave para la inteligencia de la Edad Media, y que no he visto 
nunca formulada. La cultura clásica, aun contraída y esclerosada, 
significaba un repertorio de formas de vida enormemente más corn­
il) Quien quiera ver concretamente cómo el Corán apergamina las 
almas y reseca a un pueblo, no tiene más que leer las memorias de Taha 
Hussein —Le livre des jours, 1947—. El autor, que es ciego, ejerce actual­
mente el cargo de ministro de Educación en Egipto. 
45 
plicadas y más sutiles que las tradicionales en aquellos pueblos inva­
sores. E l germano y el árabe no podían entenderlas bien. N o sólo por 
su complicación y sutileza, sino porque habían nacido de raíces que 
les eran ajenas, inspiradas por experiencias históricas distintas de las 
suyas. Mas, de otra parte, se les imponían, en algunos órdenes, por 
razones de utilidad, como en la administración y en todos por 
razón de su prestigio incomparable. Y o no sé últimamente si cabe 
decir que el Imperio Romano ha sido el hecho más importante de la 
historia hasta la fecha actual, pero no creo exorbitante afirmar que 
lo ha sido su prestigio, poder tan tenaz que todavía gravita sobre 
nosotros. 
Esto trajo consigo que, en la base misma de la existencia medie­
val, se diese una dramática dualidad al encontrarse el germano y el 
árabe con dos distintos repertorios de formas delante de sí, cada uno 
de los cuales solicitaba que el hombre hiciese por ellos fluir, como 
por un cauce, su comportamiento vital. Los modos hereditarios de 
su pasado trivial informaron, como no podía menos, su vida coti­
diana, pero ésta no es sentida como «vida», por ser pura habitualidad. 
Cuando, emergiendo de los hábitos en que de puro acostumbrados 
y mecanizados no reparamos, nos hacemos cuestión de vivir , bus­
camos lo contrario de la vida habitual, buscamos «vivir como es 
debido». Por su prestigio, las formas de la existencia grecorro­
mana se presentaban a los pueblos nuevos con el carácter de 
«vida como es debido», frente a la «vida como es costumbre». 
Y he aquí por qué la estructura de la vida medieval es tan sor­
prendente. E s una vida de dos pisos, sin suficiente unidad entre ambos. 
Hay el estrato de los usos inveterados, y hay el estrato de los com­
portamientos ejemplares. Aquél es vivido con autenticidad, pero 
inconscientemente. Este es una serie de afanes imitativos, y la relación 
entre el hombre y lo que hace no es en él espontánea ni en este sen­
tido sincera; es querer ser otro del que se es. Germanos y árabes 
se dedican a imitar a griegos y romanos, a intentar «ponerse» sus 
formas de vida —en la administración, en el derecho, en la concep­ción del Estado, en ciencia, en poesía ( i )—. La religión misma 
toma en ellos aspectos de conmovedor mimetismo. Y a el islamismo 
es una imitación del cristianismo ad usum del delfín que vivía en el 
(1) Con lo cual no v a dicho que ambos adoptasen igualmente todas 
esas disciplinas. Por ejemplo, mientras los árabes absorben inmediatamente 
las ciencias helénicas, permanecen impermeables a la poesía antigua. Los 
europeos hicieron estrictamente lo contrario. 
46 
desierto. Pero también el cristianismo del germano es un remedo 
del de los padres de la Iglesia. 
Esta estructura básica de la vida medieval fue la causa de hecho 
tan sorprendente y monstruoso como el Escolasticismo, es decir, 
la filosofía que tenazmente cultivaron las Universidades de Occidente 
durante toda aquella Edad, hecho que espera aún su esclarecimiento, 
porque no se le ha visto sobre el fondo de muchos otros escolasti-
cismos. E l así famosamente llamado es sólo un caso particular de 
toda una gran categoría histórica, del «escolasticismo» con carácter 
genérico, que se ha dado y se sigue dando en muchos lugares y tiem-
pos. Llamo «escolasticismo» a toda filosofía recibida —frente a la 
creada—, y llamo recibida a toda filosofía que pertenece a un círculo 
cultural distinto y distante, en el espacio social o en el tiempo his-
tórico, de aquellos en que es aprendida y adaptada. 
Los que ignoran de qué ingredientes están hechas las «ideas» 
creen que es fácil su transferencia de un pueblo a otro y de una a 
otra época. Se desconoce que lo que hay de más vivaz en las «ideas» 
no es lo que se piensa paladinamente y a flor de conciencia al pensar-
las, sino lo que se soto-piensa bajo ellas, lo que queda sobredicho al 
usar de ellas. Estos ingredientes invisibles, recónditos, son, a veces, 
vivencias de un pueblo formadas durante milenios. Este fondo latente 
de las «ideas» que las sostiene, llena y nutre, no se puede transferir, 
como nada que sea vida humana auténtica. La vida es siempre intrans-
ferible. Es el Destino histórico. 
Resulta, pues, ilusorio el transporte integral de las «ideas». Se 
traslada sólo el tallo y la flor y, acaso, colgando de las ramas, 
el fruto de aquel año, lo que en aquel momento inmediatamente 
es útil de ellas. Pero queda en la tierra de origen lo vivaz de las 
«ideas», que es su raiz. La planta humana es mucho menos despla-
zable que la vegetal. Esta es una limitación terrible, pero inexora-
ble, trágica. 
Pretender que aquellos frailes de cabeza tonsurada fueran capaces 
de entender los conceptos griegos, la idea de Ser, por ejemplo, es 
ignorar la dimensión trágica que acompaña al acaecer histórico como 
el hilo rojo va incluso en todos los cables de la Real Marina inglesa. 
E n la recepción de una filosofía ajena, el esfuerzo mental invierte su 
dirección, y trabaja, no para entender los problemas, lo que las cosas 
son, sino para llegar a entender lo que otro pensó sobre ellas y expresó 
en ciertos términos. E l «término» no es una palabra de la lengua, 
sino un signo artificial. Por eso no se entiende sin más. Creada en 
virtud de una definición, hay que llegar a él entendiendo ésta, que, 
47 
a su vez, está compuesta de términos. De aquí que todo escolasticismo 
es la degradación de un saber en mera terminología ( i ) . 
Ahora bien, los primeros escolásticos no fueron los monjes de 
Occidente, sino los árabes de Oriente. Santo Tomás aprende su 
Aristóteles al través de Avicena y Averroes. Es más, la facción de 
escolasticismo es aún más pronunciada en toda la civilización islá-
mica que en la de los pueblos medievales europeos. Aún adoles-
centes, estos pueblos, merced acaso a su componente germánico, 
poseyeron desde muy pronto un estro creador que los árabes no han 
tenido nunca, y por ello quedaron detenidos en cuanto acabaron de 
recibir. Pero lo que aquí importa es subrayar este carácter escolástico 
común a ambas civilizaciones, y que se origina en la anómala estruc-
tura dual de la vida humana durante la Edad Media. N o hay, pues, 
que buscar la causa de ese carácter en presuntas propensiones étnicas. 
E l etnos era completamente distinto en uno y otro grupo de pueblos, 
pero ambos estuvieron sometidos a la presión de una misma básica 
circunstancia: la de tener que irse haciendo sobre unas glebas ocu-
padas ya por una magnífica cultura extraña a ellos. 
Esta idea de la vida medieval es, ni más ni menos, lo que tiene 
que ser una idea, a saber, un esquema, una ingente cuadrícula sobre 
la cual debemos proyectar el hecho de la vida arábigo-andaluza que 
es este libro del amor urdido por Ibn Hazm. Porque los libros son, 
en el sentido fuerte de la palabra, acciones de los hombres y no excre-
cencias botánicas de los arboles ni precipitados atmosféricos. E l 
libro se ocupa del amor, y en una nueva filología, que ya desde hace 
mucho premedito y postulo, lo primero que reclama ser hecho ante 
un texto es ponerse uno en claro sobre la cosa de que habla. Es preciso 
acabar con esa filología puramente verbal que cree haber cumplido 
su faena refiriendo un texto a otros textos y así hasta el infinito. 
Exijamos una filología pragmática. Así , ante este viejo libro que se 
ocupa de la gran faena humana que dicen amor, se debiera comenzar 
esclareciendo un poco la cosa que éste es. Pero aquí y ahora es ello 
imposible, no sólo porque nos llevaría muy lejos, y no parece opor-
tuno escribir otra risa/a sobre la que calamizó el buen cordobés, 
sino porque en nuestro contorno actual hay muchas gentes dema-
(1) Util izo aquí unos párrafos de mi libro en prensa La idea de princi-
pio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva. Por supuesto, el Huma-
nismo, enemigo del Escolasticismo, no fue sino otro escolasticismo, de 
signo inverso, pero de idéntica progenie, y que sigue gravitando sobre las 
mentes europeas. 
48 
siado convencidas de que el Universo ha sido creado a beneficio 
de las ursulinas. E l tema del amor es tabú, como si fuera algo estram-
bótico, surgido patologicamente en ese Universo que las tales gentes 
pretenden a su antojo y provecho administrar. 
A l asomarnos a este libro, la primera curiosidad que sentimos 
es averiguar si el amor fue entre los árabes el mismo afán que es entre 
nosotros. Suponer que un fenómeno tan humano como es amar ha 
existido siempre, y siempre con idéntico perfil, es creer erróneamente 
que el hombre posee, como el mineral, el vegetal y el animal, una 
naturaleza preestablecida y fija, e ignorar que todo en él es histórico. 
Todo, inclusive lo que en él pertenece efectivamente a la naturaleza, 
como son sus llamados instintos. 
Sin duda hay en el hombre —¡gracias sean dadas a Dios y a 
Alah!— un repertorio residual de instintos, entre ellos esta sorpren-
dente atracción erótica de un individuo por otro. Esto, claro es, ha 
existido siempre. Pero es preciso tener en cuenta que los restos de 
instintos aún activos en el hombre no se dan ni funcionan aislados 
jamás. Aun el más básico de todos, que es el de conservación, aparece 
complicado con las más abstrusas creaciones específicamente humanas, 
como el honor, la fidelidad a una creencia religiosa, la desesperación, 
que llegan, inclusive, a suspender su funcionamiento. Esta coales-
cência de lo natural con lo cultural hace irrecognoscible al instinto, 
lo convierte en magnitud histórica que nace un día para desaparecer 
otro, y entremedias sufrir las más hondas modificaciones. 
Por malaventura perturba la comprensión de esta realidad, que 
por ser elemental debía ser resplandeciente, el vicioso e inveterado 
uso de llamar con la sola palabra «amor» las cosas más dispares. 
Ejemplo del mismo error es denominar con el vocablo único «poesía» 
lo que hizo Homero y lo que hacía Verlaine cuando, en efecto, se 
trata de ocupaciones apenas emparejables. E n el caso a que vamos, la 
situación lingüística es especialmente desdichada, porque

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