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espiritualidad continental. Ramón Menéndez Pidal ha escogido la materia más peligrosa para hacer con ella europeísmo: la literatura vieja, la poesía anónima que florece bronca en las hendeduras del suelo nativo. E s tan difícil de tocar esta sustancia, que precisamente a los que antes de él la trataron, se debe esta manera de ver el mundo, que yo llamaría casticismo bárbaro, celtiberismo, que ha impedido durante treinta años nuestra integración en la conciencia europea. Una hueste de almogávares eruditos tenía puestos sus castros ante los desvanes del pasado nacional: daban grandes gritos inútiles de inútil admiración, celebraban luminarias que no ilustraban nada y hacían imposible el contacto inmediato, apasionado, sincero y vital de la nueva España con aquella otra España madre y nutriz. Menéndez Pidal ha roto con esos usos, y la filología española, merced a él, ha pasado a influjo de otro signo del Zodíaco. N o hace mucho fue invitado a dar unas conferencias en los Estados Unidos. Allá fue este hombre severo y veraz, sabio y digno, para dar muestra a los enemigos de un día de la nueva vida española. Y escogió de entre lo castizo lo más y habló de la épica castellana. Ahora aparecen aquellas lecturas en libro. Europa, zz mayo 1 9 1 0 . 146 P L A N E T A S I T I B U N D O i HACÍA mucho tiempo que no veía a Rubín de Cendoya, místico español; fue grande mi sorpresa al hallarle la otra tarde en el salón de conferencias. —No hay otro remedio —me dijo— que dedicarnos todos a la política; en otros países puede el hombre sin ambiciones de dominio desentenderse de los negocios públicos. Tales sociedades se encuentran en un estado más avanzado de diferenciación funcional. E n España, por el contrario, tiene que hacer cada cual todos los menesteres como en el clan primitivo. E l individuo humano no es el individuo físico, sino el individuo de la sociedad; de aquí que cuando la sociedad no está hecha, el afán primordial de cada aspirante a hombre sea hacerla. Así acontece entre nosotros. —¿Y se ha afiliado usted a algún partido? —Todavía no; ya conoce usted mi opinión fundamental: nada humano es espontáneo, todo requiere aprendizaje. E s frecuente escu- char que si irrumpieran en el Parlamento unos cuantos hombres sinceros, todo se arreglaría. Y o lo niego; yo no he creído nunca en la fecundidad política de esa virtud —la sinceridad—, que es, al cabo, la menos costosa de las virtudes; decir lo que se siente no es a menudo sino una prueba de escasa imaginación. Hay, claro está, que decir la verdad; pero la verdad no se siente, la verdad se inventa. ¡Expresar la verdad que a costa de enormes esfuerzos hemos logra- 147 do inventar, ésta sí que es una alta y enérgica virtud peculiar a nuestra especie! ¡Divina Veracidad, virtud activa, que nos mueves, no tanto a decir verdad como a buscarla antes de decirla! La since- ridad, en cambio, es un hábito negativo que ejercitan todos los ani- males, y se reduce a no interponer entre las excitaciones de fuera y las reacciones espontáneas que de dentro responden, lo que podríamos llamar un cortocircuito. Unos cuantos hombres sinceros en el recinto del Congreso acabarían dándose de puñaladas. E l orangután es el hombre sincero. —¿De modo que el convencionalismo parlamentario?... —¿Qué sería de España sin él, qué sería de Europa? E l Parla- mento es una de esas sabias interpolaciones colocadas por la huma- nidad entre la fisiología sincera del pithecanthropus erectus y sus aspi- raciones superiores. Ser convencional es lo más que puede ser una cosa, y, si esto no es paradoja, yo no tengo la culpa de v iv i r entre gentes que no han meditado nunca, y atenidos a una visión simplista de los fenómenos, motejan de paradójico todo juicio dotado de alguna mayor filosofía. Cuanto en el hombre no sea mantenencia y ayuntamiento con fembra es convencional: la cultura es frente a la natura el reino de lo con- veniente y lo convenido. Tanto es así, que nuestra era contemporá- nea, el siglo de la cultura reflexiva, viene datada de la Revolución francesa, de la cual el instituto supremo juzgó oportuno llamarse Convención. N o creo, pues, que nuestro Parlamento, hijo de la Con- vención, sufra desdoro porque se le llame convencional. Sin embargo, el éxito de Pablo Iglesias ha significado un triunfo de. la sinceridad. — N o lo creo, amigo. E n la Cámara popular, como en la impo- pular —que dicen Senado— no abundan los hombres de talento ni los hombres completamente serios. Pablo Iglesias posee con amplitud esas dos cualidades, a las que, so pena de caer en un horrible pesi- mismo cósmico, hemos de vaticinar, donde quiera se presenten, éxito seguro. Hablando así salimos al pasillo, y la conversación fue interrum- pida brevemente, porque los que iban y venían nos separaron un instante. Pasaron por entre ambos no pocos periodistas, muchos políticos nombrados y alguna bruja de Shakespeare. E l místico español continuó de esta manera: — E s muy importante la reivindicación de lo convencional, tan importante, que sólo de la fe en el poder de la convención para transformar la naturaleza, puede surgir para nosotros la fe en el 148 porvenir de la raza. Hay mucha gente que no se ha convencido toda- vía de que lo espontáneo es forzosamente malo, y sólo podremos mejorar cuando nos finjamos, por un acto de clara volición, una naturaleza nueva y convenida. Pero esto es cuestión de muy larga disputa: ahí está D . Gumersindo de Azcarate, que aún cree en los impulsos orgánicos, espontáneos, sinceros de nuestro pueblo. ¡Qué hombre más grato y respetable!: bien es verdad que su corazón vale mucho más que su sociología. Cruzó, en efecto, ante nosotros, el ilustre hombre público; se detuvo a hablar con un diputado. Los trazos de su rostro y las pos- turas le daban el aspecto de un viejo Don Quijote a quien ha vuelto la cordura. —Amigo mío; ahora es moda maldecir del sistema parlamen- tario. Los conservadores franceses, que tienen sobre los españoles la inmenía ventaja de ser ingeniosos y escribir deleitadamente, han puesto cerco de ironías a esta institución democrática. L e achacan que no es cosa perfecta, que padece muchas menguas e impurezas. Nos- otros nos contentaremos diciendo que es el menor de todos los males. ¿ Y no será esto bastante? L o último de las mejores cosas humanas se reduce a que son las menos malas. —Se censura a los Parlamentos, sobre todo, porque diluyen las energías nacionales en retórica. —No siga usted, no siga usted. Pero ¿qué creen esas gentes? ¿Creen que la humanidad es imbécil? ¿Que ha vivido veintitantos siglos preocupándose de retórica, para que ahora venga a resultar una majadería? Y o soy más tradicionalista que todos los conser- vadores juntos; cuando formo sobre algo una opinión, no me satis- fago hasta tanto no he podido comprobar que lo pensado por mí lo han pensado en su vocabulario los hombres juiciosos de todos los tiempos. La originalidad es el error y una especie de frivolidad. Todo lo discreto fue pensado ya una vez —dice Goethe—; sólo nos resta ensayar una expresión nueva y más precisa. ¡Las gentes que eso dicen son cimarronas! La retórica y la buena educación son las dos postreras convenciones, los dos últimos yugos culturales que quisieran arrojar para en dos zancadas volverse a la selva maternal y ponerse a pegar saltos al sol naciente como suelen en el junco los cinocéfalos. E n suma, amigo; yo he venido aquí a aprender el arte de la política que, como todas las cosas del mundo que algo valen, no se da en estado nativo dentro de nadie, como no sea de los genios. Es menester aprender a andar por el hemiciclo y a dar las gracias cuando algún secretario benévolo nos envía unos caramelos, de los 149 que dice mi amigo Luis de Zulueta que, sin ellos, la oposición