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Más Museos Revista Digital
Vol.2, núm. 1, enero-junio, 2020
¿Existe realmente una museografía interactiva?
Manuel Gándara Vázquez
Palabras clave: : museos, centros de ciencia, museografía, interactividad
RESUMEN
Los museos y centros de ciencia se distinguen porque propician el aprendizaje entre sus visitantes, apo-
yado en recursos interactivos y tecnologías digitales. Este artículo se desarrolla sobre la discusión de dos 
aspectos generales. El primero: identificar las diferencias y similitudes entre los conceptos de interacción e 
interactividad con la finalidad de discutir si existe o no una museografía interactiva y, eventualmente, res-
ponder si la presencia de medios interactivos en los museos equivale a que éstos sean interactivos. Por otra 
parte, este artículo presenta el neologismo de usabilidad para argumentar sobre la importancia de cuidar 
esta propiedad en los dispositivos interactivos y reflexionar si éstos contribuyen a promover la participación 
de los visitantes y una comunicación más “horizontal” en los museos. 
Cómo citar: Gándara Vázquez, Manuel. (2020). ¿Existe realmente una museografía interactiva? , Más Museos 
Revista Digital, Vol. 2, No. 1, enero-junio, 2020. 
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INTRODUCCIÓN: MUSEOS, CENTROS DE CIENCIAS E INTERACTIVIDAD
Hoy día se debate mucho en la museología si estamos entrando o no a una nueva era de los museos, 
la era de la museografía interactiva. El tema ha sido objeto de diferentes tratamientos —ver, por 
ejemplo, Proctor (2011) y Robering (2008); y sigue siendo un asunto polémico, que separa a aquellos 
museógrafos que insisten en que el interés central de una exposición son los objetos (preferiblemente 
originales) y no los dispositivos mecánicos o digitales; y aquellos que piensan que los museos pueden 
complementar (e incluso substituir) la contemplación con una visita más activa por parte del público. 
Esta polémica no es nueva: luego de años de discusión sobre si era o no legítimo llamar 
“museos” a los de ciencias, en los que no hay una “colección” en el sentido tradicional del término, sino 
equipamientos, para finales de la década de 1950 parecería que muchos de estos museos simplemente 
se hartaron de la polémica y empezaron a referirse a sí mismos como “centros de ciencias” o “centros 
de ciencia y tecnología”. Para la década de 1970, había suficientes de ellos como para que tuviera 
sentido crear una asociación, distinta a la que agrupaba a los museos más tradicionales. Surgió así en 
1973 la ASCT (por sus siglas en inglés: Association of Science and Technology Centers).1 Algo similar 
sucedía (y sigue sucediendo) con los museos de los niños, que para los puristas no deberían llamarse 
museos, de nuevo, porque las colecciones de objetos originales y su contemplación no son el centro 
de sus exposiciones.
Parecería entonces que lo que los distingue, por una parte, es que el énfasis no está en la 
contemplación, sino en el aprendizaje; y, por otra, que éste se apoya mediante recursos interactivos. 
Ello ha dado pie precisamente a pensar que, con apoyo de las nuevas tecnologías digitales, incluso 
los museos con colecciones pueden ahora hacerse “interactivos”. De ahí la pregunta que sirvió de 
provocación para este trabajo.2
Las dos propuestas centrales de este artículo son: 1) que debemos diferenciar entre interacción 
e interactividad para poder contestar si existe una museografía interactiva3 y; 2) que cualquier 
dispositivo interactivo tiene que cuidar mucho una propiedad clave de la tecnología, que es la llamada 
“usabilidad”.
Para justificar por qué ambas propuestas son necesarias presentaré, en una primera sección 
(y la central del artículo), los conceptos de interactividad e interacción, explorando sus similitudes y 
diferencias; en la segunda, discutiré sobre si la presencia de medios interactivos en un determinado 
museo equivale automáticamente que ese museo sea interactivo; en la tercera, presentaré el concepto 
1 Ver: http://www.astc.org/about-astc/.
2 La pregunta fue sugerida por la Dra. Luisa Rico como eje para una sesión del Seminario de Investigación Museológica (SIM), que ella coordina desde Universum, Museo de 
las Ciencias en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). La sesión tuvo lugar el 23 de febrero de 2016. En este texto desarrollamos más sobre lo tratado durante la 
sesión.
3 Retomaré para este primer punto algunas ideas presentadas inicialmente en Gándara (2013) que serán desarrolladas y profundizadas aquí.
3
Los términos “interacción” e “interactividad” en ocasiones se usan de manera intercambiable. “Inte-
ractividad” es probablemente un neologismo. El Diccionario de la Real Academia Española de cual-
quier manera lo incluye:
“Interactividad 1.f. Cualidad de interactivo” [y luego] “interactivo, va.“1. adj. Que procede por 
interacción. 2. adj. Inform. Dicho de un programa: Que permite una interacción, a modo de 
diálogo, entre el ordenador y el usuario.” [que remite a] “interacción. 1. f. Acción que se ejerce 
recíprocamente entre dos o más objetos, agentes, fuerzas, funciones, etc.4
Parece ser una transliteración de la palabra inglesa interactivity, que el Diccionario Oxford del 
Inglés Vivo define como “El proceso de dos gentes o cosas trabajando juntos e influenciándose el uno 
al otro”, y como única acepción: “La habilidad de una computadora para responder a la entrada de 
datos de un usuario”5 (literalmente: The ability of a computer to respond to a user's input). Se trata, 
pues, de un concepto nuevo, asociado a la generalización de las computadoras o dispositivos tecnoló-
gicos (las “cosas” a las que refiere la definición). En efecto, el término tiene una tradición mucho más 
antigua en ese campo que en otros: cuando menos desde la década de 1980 se usaba con regularidad 
para referirse a la manera en que se relacionan un usuario o usuaria con una computadora.
Pero el término no ha sido necesariamente respetado en ese sentido original en la museología o 
en otros campos, como el de la educación. De hecho, el ejemplo y pretexto para esta primera sección 
del artículo lo es un excelente libro, "Museografía Interactiva" (Santacana y Martin, eds., 2010a), en 
donde se usa con mayor liberalidad: citando a Bedoya, los autores proponen que “… la interactividad 
es la capacidad del receptor para controlar un mensaje no lineal hasta el grado establecido por el 
emisor, dentro de los límites del medio de comunicación asincrónico” (Santacana y Martín, 2010b:20). 
Bajo esta definición, cualquier medio en donde la comunicación no ocurra de manera sincrónica y 
el receptor tenga control de un mensaje no lineal, calificaría como interactivo, esté basado o no en 
una computadora.6 Además, a la inversa, una comunicación, incluso con una computadora (como la 
hemos definido) pero que fuera sincrónica, ¿queda fuera de la definición? Los videojuegos, bastión y 
frontera de la interactividad, que son sincrónicos (la interacción ocurre de manera simultánea entre 
emisor y receptor), quedarían fuera. 
4 Definiciones tomadas del Diccionario de la Real Academia Española, http://buscon.rae.es/draeI/ (última consulta: 15/03/12).
5 Definición tomada del Oxford English Dictionary, https://en.oxforddictionaries.com/definition/interactivity, (última consulta: 12/09/16). Traducción propia.
5 La computadora (“ordenador”, en España) la asociamos a un dispositivo con procesador central, almacén y mecanismos de entrada y salida de datos, lo que conjura la 
imagen de una de escritorio, pero que no se limita a ella, ya que incluiría a los teléfonos “inteligentes” y las “tabletas digitales”, entre otros dispositivos que cumplen con esas 
especificaciones.
¿UN JUEGO DE PALABRAS?
de usabilidad siguiendo a Nielsen (1993), para argumentar sobre la importancia de cuidar esta 
propiedad en los dispositivos interactivos empleados en museos; finalmente, retomaré el debate sobre 
si el uso de dispositivos interactivos hace necesariamente más “horizontal” la comunicación en un 
museo, para cerrar con algunas reflexiones sobreinteractividad y participación en el museo.
4
7 Nótese que se puede cuestionar que un cartel no sea un medio lineal. Es asincrónico, puesto que se emite no necesariamente en simultáneo a su lectura, pero su contenido 
es lineal (para extraer su sentido, hay que leerlo en el orden en que se presenta). Entonces, por un lado, la definición deja fuera a los videojuegos, por ser sincrónicos, aunque son 
interactivos; y, por otro, incluye al texto, que es lineal, pero asincrónico, aunque no tenga manera de interactuar con el usuario.
A partir de esa definición, es que Santacana y Martin proponen definir la “museografía interac-
tiva”:
La museografía interactiva puede ser definida como la disciplina tecnocientífica que se 
ocupa de orientar u establecer descodificadores de los conceptos u objetos que se mues-
tran en un museo o espacio de patrimonio (el medio de comunicación) de forma que los 
receptores tengan la capacidad para controlar los mensajes no lineales hasta el grado 
establecido por el emisor, dentro de los límites del propio medio de comunicación […y el 
nivel de interactividad de la museografía puede ser definido a su vez como] la capacidad 
variable que tiene el museo o el módulo museográfico de darle mayor poder a sus usuarios 
en la construcción del conocimiento, ofreciéndole tanto posibilidades de selección de con-
tenidos como de expresión y comunicación. (Santacana y Martín, 2010b:24).
Más tarde en el volumen, como introducción a un capítulo muy útil del libro, en el que se pre-
senta una enorme matriz de diferentes tipos de medios interactivos usados en museos, Santacana 
pone en práctica la definición señalando un cartel (que en México llamamos “cédula”) en un sendero 
interpretativo como un recurso interactivo (Santacana, 2010:62). Claramente, éste no es un recurso 
que cuente con un procesador central, memoria y mecanismos de entrada y salida de datos. Bajo una 
concepción menos laxa de “interactividad”, difícilmente contaría como interactivo; pero, en la medida 
que para Santacana es capaz de provocar la reflexión, cuenta como tal (ibídem).7
El problema de ampliar así la definición, como señalé anteriormente (Gándara, 2013), es que 
entonces prácticamente cualquier museo sería interactivo: una buena cédula, incluso en un museo 
tradicional, con colecciones destinadas a la contemplación, sería interactivo bajo este criterio. En 
consecuencia, no habría nada de novedoso en la “museografía interactiva”. Reforzarlo con el concepto 
de “dispositivos manipulables” podría diferenciar a esos museos de los que cuentan con equipamien-
tos que el público realmente usa y no solo contempla; pero, tampoco entonces la museografía interac-
tiva sería una novedad: se remonta a los primeros centros de ciencias y museos de niños, de finales 
del siglo XIX. Se requiere introducir otro concepto, el de la idea de “acción recíproca”, que de alguna 
manera recupera la definición del diccionario de Oxford. Sin embargo, en virtud de que se incluye en 
esa acción a personas y no solamente a cosas, cualquier museo en el que haya “mediadores”, “intér-
pretes”, “facilitadores” o, como se les conoce en algunos museos anglosajones, “docentes” (docents, 
en inglés), sería entonces “interactivo”.
Aquí surge una dificultad interesante que, como comentaba en la conferencia de la que se des-
prende este artículo, “me deja sin palabras”, sin palabras para diferenciar la interacción entre huma-
nos de la interacción entre humanos y dispositivos. Una solución sería convenir en utilizar “interac-
ción” para la acción recíproca entre humanos y reservar “interactividad” para aquella que opera entre 
5
humanos y dispositivos. Bajo esta convención, que recupera el término “interactividad” en el sentido 
en que se originó la palabra —esto es, en el campo del cómputo— entonces sí habría una novedad en la 
museografía interactiva: acotarla a museos que utilizan dispositivos digitales sería tan reciente como 
la introducción masiva este tipo de dispositivos (a finales de la década de 1970).
Esta solución daría cuenta de que hay museos en donde la interacción (entre humanos, con faci-
litadores, mediadores, intérpretes, etc.) existía mucho antes de que hubiera dispositivos interactivos. 
Pero tiene, a su vez, otro problema, que me deja de nuevo sin palabras, ahora para poderme referir no 
al sustantivo, sino al verbo o verbos que permitan usar el concepto como una acción. Para intentar 
resolver este problema, veamos más de cerca el concepto de interacción.
Interacción es, en su sentido más amplio, la acción recíproca entre dos agentes.8 Ello implica la 
capacidad de “agencia”, acción congruente con un contexto, con una motivación o una intención, que 
es como se entiende normalmente el concepto en las ciencias sociales. Sin duda, los facilitadores de 
los museos, en tanto son humanos, tienen agencia. Pero, podríamos preguntarnos ahora, ¿la tienen 
los equipamientos mecánicos? ¿Y qué tal los digitales?
La respuesta la da, en mi opinión, Crawford (2003) cuando define precisamente la interactividad: 
Interactividad: un proceso cíclico en el que dos actores de manera alternada escu-
chan, piensan y hablan. […] Estoy usando aquí los términos actor, escuchar, pensar 
y hablar metafóricamente, aunque los términos son literales en la forma más co-
múnmente experimentada de la interactividad: la conversación. […] [P]odemos ge-
neralizar esta noción de la conversación como un proceso interactivo a cualquier 
interacción humana, aunque, si lo hacemos, entonces debemos usar los términos 
metafóricamente. Si nos queremos poner académicos, supongo que los podríamos 
reemplazar por input, proceso y output, pero eso suena ridículamente técnico. […] He 
aquí un punto central sobre el proceso interactivo: hay dos actores, no solamente 
uno.9 (Crawford, 2003:5)
Bajo este concepto, la interactividad sería un concepto más amplio que el de la interacción, al 
incluir la conversación entre humanos y aquella que se da entre un humano real y otro representado 
en la interfaz de un dispositivo de cómputo. Crawford defenderá la importancia de restringir luego el 
concepto al segundo tipo de diálogo. En él, una usuaria accede a la funcionalidad de un sistema de 
cómputo (que está definida y es factible gracias a la programación, o “código” del sistema) a través 
de la llamada “interfaz con el usuario”; es decir, el conjunto de mecanismos tanto de representación 
del contenido como de la funcionalidad –con “salidas” del sistema (la pantalla y las bocinas de audio 
son las más comunes, pero hoy día hay dispositivos que reaccionan ejerciendo presión, como ciertos 
8 Como he propuesto definirla desde el “Seminario Interno” del Centro Multimedia del Centro Nacional de las Artes (CENART), en mayo de 1996.
9 Traducción propia.
6
volantes para juegos de simulación de carreras) y las “entradas” que permiten que el usuario “hable” 
con el sistema. En los museos, esta interactividad se presenta en dispositivos (las pantallas sensibles, 
el ratón, el bastón de mando o joystick, el trackBall, entre otros) que recientemente incluyen los cen-
sores de movimiento, tipo Kinnect, popularizados por las consolas de juegos Xbox.
Hoy día, estas interfaces utilizan muchos tipos de dispositivos de entrada y salida que a veces 
coinciden en la misma tecnología: por ejemplo, la interfaz de un teléfono inteligente presenta, en la 
pantalla del mismo, tanto el contenido como los “botones” y otras áreas interactivas a través de los 
cuales el usuario “habla” con el sistema.10 En los días de antaño, el mecanismo de interacción era la 
llamada “línea de comando”, que en sistemas operativos como el Microsoft Disc Operating System 
(conocido popularmente como “MS-DOS”), requería que la usuaria tecleara los comandos necesarios 
—para lo que era indispensable haberlos memorizado y reproducirlos con completa fidelidad. En 1984 
se introdujo al mercado la Macintosh, de Apple Computer, que popularizó la llamada “interfaz gráfi-
ca”, en donde la línea de comandos fuesustituida por recursos como los menús, los íconos y otras 
representaciones gráficas, que se operaban seleccionándolos y activándolos con el botón del “ratón”.
Regresando a Crawford, es fácil ver entonces que, bajo esta concepción, un cartel interpretativo 
en un sendero no calificaría como interactivo: aunque presenta contenido (que puede sin duda provo-
car una reflexión) que equivaldría, en su texto e imágenes, a la “salida” de un sistema, no tiene manera 
de “oír” al visitante y mucho menos, de responder a lo que el visitante le dice.11
Si esta línea de pensamiento fuera sólida, quizá entonces podríamos utilizar los verbos “interac-
cionar” para referirnos a la acción entre agentes humanos, e “interactuar” para aquélla en que uno de 
los humanos está representado en la interfaz de un dispositivo digital. Nótese que hoy en día ambas 
formas se pueden combinar en un dispositivo digital: programas como los que se usan en las redes 
sociales permiten que, gracias a la interactividad (digital), tengamos interacción con otros humanos 
incluso en tiempo real. Entonces, diferenciar y distinguir interacción (e interaccionar) de interactivi-
dad (e interactuar), puede solucionar la confusión entre ambos conceptos.
Bajo esta propuesta, es posible, incluso, no sólo medir la interactividad, sino el grado al que un 
museo es interactivo. En efecto, la interactividad es mesurable, como una propiedad capaz de grados 
(es decir, no es binaria en el sentido de que sólo está presente o está ausente). Desde 1993 Brenda 
Laurel proponía tres criterios (que ya no desarrolló más en la misma obra) para medir la interactividad 
(1993): 1) la frecuencia en que participa el usuario; 2) el rango de actividades en el que participa y; 3) 
la relevancia de esas actividades. Así, se consideraría poco interactivo un programa (existen muchos, 
10 De hecho, hoy día podríamos quitarle las comillas a “habla”: teléfonos como el iPhone de Apple, utilizan el micrófono del teléfono como mecanismo de entrada para comu-
nicarse con “Siri”, un programa de reconocimiento de voz, que procesa literalmente lo que se le dice y ejecuta entonces las órdenes verbales del usuario, solicitando a veces 
información adicional a través de una voz simulada que se oye mediante el altoparlante del mismo teléfono.
11 No estamos muy lejos, sin embargo, de que un cartel pudiera ser interactivo. De hecho, ya los hay que literalmente “hablan”, vía chips con procesadores de audio y altopar-
lantes; y sólo se requiere que baje de precio la tecnología de reconocimiento de voz para que, en un futuro no muy lejano, el cartel pueda “oír”, mediante un micrófono, lo que el 
visitante le dice.
7
del tipo llamado “pasapáginas”, como muchos archivos PDF “planos”), en donde, aunque el usuario 
pueda participar mucho, lo hace con un rango limitado a avanzar o retroceder de página, con lo que su 
acción es menos relevante que cuando puede, por ejemplo, hacer anotaciones en las páginas, compar-
tirlas con otros usuarios, modificarlas, etc. Bajo esta concepción, la interactividad es un continuo, que 
depende de la “riqueza expresiva” del lenguaje con el que se ha construido el código o programación 
del sistema, así como de la versatilidad de los mecanismos de entrada y salida del dispositivo.
Este criterio de Laurel lo podemos aplicar a los equipamientos de los museos interactivos. Pode-
mos preguntarnos ¿qué tan interactivo es un determinado equipamiento, por ejemplo, uno mecánico? 
Para responder a esa pregunta, pensemos en un equipamiento como el que existe en el Puente de la 
Torre de Londres, que muestra cómo opera un puente hidráulico: podemos activar un botón, que hace 
que el puente suba, y otro botón para que baje; he propuesto una teoría de la interactividad como diá-
logo (Gándara, 2001), en podemos medir la que la riqueza expresiva del dispositivo (que determinará 
su rango de acción) como el número de verbos que describen las acciones posibles. En el ejemplo del 
puente hidráulico, claramente esos verbos son sólo dos: “subir” y “bajar”, y no pueden variarse (es de-
cir, no aceptan “adverbios”, como “subir rápido” o “bajar lentamente”). Ese equipamiento sería menos 
interactivo que otro en que la velocidad pudiera alterarse —aunque la relevancia quizá se incremen-
tara muy poco— y menos interactivo que otro en donde, en vez de operar con valores fijos, el usuario 
pudiera manipular esos parámetros, incluso con resultados desastrosos, como que el puente quedara 
inoperante o se hundiera si su peso se incrementara más allá de ciertos límites —tareas que pueden 
realizarse sin problemas en un simulador digital. Crece la relevancia, pero también la complejidad, 
tanto de construcción del dispositivo, como de operación y de comprensión por parte de la usuaria. De 
hacerse mediante una computadora, se requiere un lenguaje con alta capacidad expresiva, como son 
los lenguajes de programación.
Antes de cerrar esta primera sección, quisiera mencionar, al menos brevemente, que en el mundo 
de los museos se ha empleado el término “interacción” también en otro sentido y, de hecho, desde 
hace mucho más tiempo. Como nos recuerda Ana Graciela Bedolla (2008), para Dewey la interacción 
sería la acción reflexiva de un sujeto sobre su acción y las consecuencias de su acción —así como 
la explicación de cómo éstas se relacionan, particularmente cuando ocurren en colectivo; es decir, 
cuando aprendemos juntos de una experiencia. La propuesta pedagógica de Dewey ha sido de gran 
importancia para los museos, como la propia Bedolla y otros autores (Hein, 2004) han destacado. Cla-
ramente, se refiere a la acción entre humanos —lo que proponemos llamar interacción— y es, en ese 
sentido, diferente a la idea de interactividad. No obstante, hay quien ha reivindicado que es posible, 
entonces, tener museos interactivos sin tecnologías digitales, ya que tienen “interactividad” (dado que 
hay humanos que interaccionan). Quizá sería preferible llamarles museos de interacción que museos 
interactivos, para evitar las confusiones ya discutidas antes. Podría objetarse, sin embargo, que quizá 
la interacción en el sentido de Dewey es más importante que la interactividad del museo interactivo, 
que involucra tecnologías digitales. Mi respuesta es clara: eso depende. Depende de para qué quere-
mos una u otra en un museo. ¿Qué objetivos se buscan? ¿Para que los logren quiénes?
8
Introducir tecnologías digitales simplemente porque están de moda o porque supuesta-
mente los públicos actuales están acostumbrados a ellas y las requieren resulta no sólo fa-
laz sino peligroso. De hecho, viola lo que he llamado la “Primera Ley de Gándara”, que especi-
fica que “Si lo puedes hacer sin computadora, por amor de Dios… ¡Hazlo sin computadora!”.12
Entonces, podemos concluir esta sección proponiendo que, aunque nadie se va a morir si utiliza-
mos los términos intercambiablemente, ganaremos en precisión si diferenciamos “interacción” de “in-
teractividad” e “interaccionar” de “interactuar”. Ello nos permite no sólo entender hasta dónde hay o no 
una museografía interactiva, sino medir el grado de interactividad de los dispositivos, recordando que 
algunos de ellos también facilitan la interacción, además de que incorporarlos dependerá de los objeti-
vos de aprendizaje y goce del museo, y no de la moda o de las presiones de los proveedores del mercado.
Así como podemos, en principio, medir la interactividad de un dispositivo, propongo que podríamos 
medir qué tan interactivo sería el museo a partir del papel que jueguen en él los dispositivos inte-
ractivos. Para ello, hay que entender que estos dispositivos varían no sólo en interactividad sino 
en versatilidad: los equipamientos mecánicos, por ejemplo, suelen ser poco interactivos y permiten 
ilustrar normalmente un rango reducido de procesos o fenómenos. Este grado se incrementa en los 
equipamientos electromecánicos, que, sin incorporar una unidad de procesamiento de información, 
permiten hacer permutaciones simples mediante disparadores(switches) en diferentes secuencias o 
combinaciones; lo cual llega a su máximo cuando tenemos simuladores digitales o equipamientos de 
movimiento sincronizado y realidad virtual, en donde el mismo equipo puede estar mostrando dife-
rentes contenidos, con diferentes grados de interactividad. Así, un equipamiento digital puede ilustrar 
la ebullición del agua y, con simplemente seleccionar otra opción en un menú, en seguida mostrar su 
congelamiento, sin cambiar físicamente al dispositivo.
Si esta idea suena viable, entonces podemos intentar hacer una clasificación del papel de los 
medios digitales en el museo: desde un uso incidental, en donde son básicamente un recurso de infor-
mación sobre los servicios, agenda y productos del museo (es decir, comunican sobre la experiencia 
de visita); pasando por un uso medio, en donde son recursos de "apoyo" a la propia visita —como 
serían las audioguías, los kioscos multimedia,13 las aplicaciones (apps) móviles sobre una colección 
de objetos, etc.— en museos en donde sigue siendo la colección (y su contemplación) el centro de la 
experiencia de visita; hasta un papel que podríamos llamar “crucial”, en donde los dispositivos inte-
ractivos son la experiencia de visita: sin ellos no hay museo.
MUSEOS INTERACTIVOS = ¿MUSEOGRAFÍA INTERACTIVA?
12 Esta “Ley” la formulé desde cuando menos 1999, una vez en que el Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa (ILCE) me encargó el “Modulo de Sistemas” den-
tro de su Maestría en Tecnologías de la Educación y la Comunicación para la Educación, en el Posgrado Latinoamericano de dicha institución, transmitido por el Satélite EduSat.
13 Aunque el término parece ir en desuso, substituido simplemente por el de “interactivo”, se les llamaba así a los dispositivos en que se escondía una computadora en un 
mueble que dejaba solamente visible un monitor sensible al tacto, similar a la pantalla de los celulares inteligentes.
9
Esto permitiría, en teoría, construir un instrumento de diagnóstico para la interactividad en mu-
seos. Contendría ítems tales como ¿cuántas unidades de exposición son interactivas?, ¿qué propor-
ción del espacio expositivo ocupan en relación a objetos no interactivos? Y, todavía más, ¿qué peso 
llevan cualitativamente en el proceso de comunicación del museo —y, en consecuencia, en el cumpli-
miento de sus objetivos? Adicionalmente, para cada interactivo, podríamos preguntarnos, retomando 
a Laurel, ¿qué tanta frecuencia de participación permite?, ¿con qué rango de actividades?, ¿qué rele-
vancia tienen en relación a los mensajes/experiencias centrales del museo? El instrumento utilizaría 
una variable más, que considero crucial, y a la que ahora enfoco mi atención: ¿Qué tan "usables" son 
los dispositivos?
En esta tercera sección quiero abogar por la relevancia de preocuparse por la usabilidad en los museos 
interactivos. La “usabilidad” es un neologismo, relacionado a, pero diferente de, la “utilidad” de una 
tecnología. Se asocia a autores como Jacob Nielsen (1993), quien desde finales de la década de 1980 
la señalaban como una característica deseable de la tecnología.
Se compone de cinco propiedades: 1, la facilidad de aprendizaje —qué tanto tiempo y esfuerzo 
requiero para aprender a usar la tecnología, 2) la “memorabilidad” —una vez que la aprendí, que tan 
memorable es, para no tener que aprender de nuevo cada vez que la uso, 3) la eficiencia —en qué me-
dida me permite lograr mis metas con poco gasto de energía y tiempo, 4) la prevención de errores —en 
qué medida evita que el usuario cometa errores que pudieron evitarse mediante un mejor diseño, 5) 
la sensación de bienestar —hasta dónde el uso me deja con una sensación positiva y no de angustia 
provocada por la propia tecnología. Las cinco propiedades son mesurables tanto de manera experi-
mental, como en protocolos simplificados de observación etnográfica.
Hoy día la usabilidad es un componente importante del campo académico conocido como “es-
tudios de interacción humano-computadora”, “factores humanos” o “ergonomía digital”. En México 
apenas se iniciaron los estudios, pero ya contamos incluso con, cuando menos, un laboratorio para 
medir la usabilidad en condiciones controladas (en el Instituto de Ciencias Aplicadas y Tecnología de 
la Universidad Nacional Autónoma de México, en la Ciudad de México).
Cuando el problema de usabilidad amerita un estudio experimental, se estudia la interacción de 
un usuario real en una cámara de Gessel con el programa bajo evaluación: se graban tanto sus accio-
nes (en video y mediante un registro de su interactividad con el dispositivo), así como el audio con sus 
comentarios al momento del uso; pero, para casos menos críticos, existen otros procedimientos de 
evaluación no experimental que pueden usarse. Éstos se agrupan, en general, bajo el rubro de “evalua-
ción por criterios” o “evaluación heurística” y pueden combinarse con pruebas rápidas de usabilidad 
mediante observación directa de tipo etnográfico.
LA USABILIDAD, TALÓN DE AQUILES DE LOS MUSEOS INTERACTIVOS
1014 Un tratamiento general sobre usabilidad puede encontrarse en (Gándara, 2001: cap. 6).
15 Como documenta Ana Hortensia Castro en su tesis de maestría sobre el MIDE (Castro, 2018).
Una de las más populares pruebas es una del propio Nielsen, que opera bajo 10 criterios o “heu-
rísticas”. Algunas son casi obvias; por ejemplo, que el usuario pueda determinar, en cualquier momen-
to, en qué estado está el sistema: no hay nada más frustrante que observar en una app de navegación 
en Internet del celular un cursor que da vueltas durante un lapso que parece interminable, sin saber si 
lo que sucede es que el dispositivo ya se estropeó, el programa falló (“crasheó”, como se dice en buen 
español), o la “red se cayó”. Algo similar sucede con la consistencia: si el botón de “continuar” siempre 
aparece en la parte inferior derecha de la pantalla, que no me lo cambien en la pantalla siguiente por 
el botón de “salir” y accidentalmente me salga del programa. Otras, como la prevención del error, son 
un poco más sutiles, pero se reconocen como lo que he llamado el “síndrome de invitación y regaño”: 
la interfaz me muestra claramente el botón “continuar”; pero cuando lo acciono, sale un letrero que 
dice “Error: faltó el código postal”, o aún peor, “error: campos faltantes” (en donde ni siquiera me dicen 
cuáles). En fin, no tengo espacio aquí para comentar las heurísticas una a una, pero todas merecen 
atención.14
¿De qué depende la usabilidad? Normalmente, de lo que se llama “diseño de interactividad”; es 
decir, de la claridad con la que los creadores (llamados “desarrolladores” en el argot del cómputo) han 
planteado la manera en que ocurrirá el diálogo humano-computadora. Éste, a su vez, impactará en el 
diseño gráfico (o, en general, de operación) del programa, en la llamada “interfaz”: el mecanismo de 
interacción en donde los controles del programa estén claramente indicados y su función pueda in-
tuirse; y en el diseño de una buena ergonomía física: por ejemplo, botones de un tamaño y separación 
tal que no active accidentalmente uno por otro. Todos estos asuntos se diseñan tomando en cuenta 
un número importante de teorías de la psicología cognitiva, que es la rama que se ha ocupado más del 
problema. Por desgracia, en algunos museos estas tareas de diseño de interacción y diseño de inter-
faz se piensan como territorio del diseñador o diseñadora gráfico (que es quien finalmente plasma o 
materializa físicamente la interfaz). Su diseño, lo mismo que su evaluación, son asuntos para los que 
la opinión del especialista en usabilidad realmente sería preferible. Muchos interactivos en museos 
fracasan precisamente porque su usabilidad es mala.
Antes de cerrar esta sección, quiero hacer aquí una breve reflexión, porque descubrí recien-
temente que en un museo en el que se ha hecho algo similar a las pruebas de usabilidad, el Museo 
Interactivo de Economía (MIDE), se les consideraba no como tales, sino como parte de lastareas de 
los estudios de público,15 y las llevaron a cabo personas entrenadas en este segundo campo, no en el 
de interacción humano-computadora. Eso lo que muestra es una coincidencia que ahora encuentro 
sorprendente: hay un punto en el que tres campos se intersectan; por un lado, el de los estudios de 
público, en el que, como en el MIDE, se hacen pruebas de todos los dispositivos museográficos; pero 
que, como en ese caso, pueden tocar a la provincia de los estudios de evaluación de la usabilidad; y 
que, a su vez, en realidad lo que intentan es aproximarnos a la evaluación de la calidad o impacto edu-
cativo (que es el reto más grande). Las tres son indispensables en el caso de los museos interactivos. 
Podríamos concluir esta sección proponiendo que, en el caso de los museos interactivos —aquéllos 
en los que los equipamientos interactivos son centrales para la experiencia del museo— la evaluación 
de la usabilidad es clave.
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INTERACTIVIDAD Y “HORIZONTALIDAD”
Santacana propone con entusiasmo que las tecnologías interactivas harán más “horizontal” al mu-
seo (Santacana, 2010). Tiene en mente, en particular, las posibilidades que abren las redes sociales. 
Aunque coincido con él en que estas tecnologías digitales permiten nuevos puntos de contacto y 
retroalimentación con el público, creo que habría que moderar el optimismo. Para entender por qué, 
es necesario revisar rápidamente algunas de las características de las tecnologías digitales como 
medios de comunicación.
La primera que es relevante aquí es el costo. Las tecnologías digitales se hacen cada vez más 
accesibles: pronto ya no habrá una diferenciación entre “celulares” y “celulares inteligentes”, en la 
medida en que todos serán inteligentes, de la misma manera en que hace dos décadas la palabra 
“multimedios” desapareció precisamente gracias a su éxito: ya no se diferenció entre “computadoras” 
y “computadoras multimedios”, porque llegó el momento en que todas eran multimedia. Pero, aún 
con esa reducción en precio y aumento en poder, están lejos de ser accesibles a las grandes mayorías 
(refiriéndome ahora al polo del visitante) e incluso para muchos museos.
Aquí es importante recordar una diferencia clave: la que existe entre el “precio de compra” y el 
“costo total de propiedad”. El precio de compra es lo que se paga en la tienda para adquirir, por ejem-
plo, una tablet. Pero este es apenas uno de los componentes del costo total de propiedad que —incluye 
el costo del software requerido para que funcione, no se llene de viruses, etc.— que a veces implican 
operaciones que el usuario final no puede llevar a cabo, por lo que se requiere pagar soporte técnico; a 
ese gasto hay que sumarle, en el caso del museo, la capacitación del personal en el manejo del dispo-
sitivo, así como el costo de mantenimiento preventivo y, en su momento, correctivo, así como el costo 
de la frecuente actualización del sistema operativo o el propio software que correrá la tableta. Así, 
un equipamiento interactivo digital, como una mesa multiusuario, que pudo haber costado $10,000 
dólares como precio de adquisición, acaba teniendo un costo total de propiedad de más del doble y 
tiene una vida media de uso que requerirá sustituirla eventualmente.
Un error que cometen muchos museos cuando quieren incorporar esta tecnología es precisa-
mente ése: se presupuestan solamente el costo de adquisición del hardware (los componentes físicos) 
y del desarrollo del software; pero no se prevé el resto del costo total de propiedad, particularmente 
el de mantenimiento. Es por ello que Beverly Serrell comentaba que el tipo de cédula más frecuente-
mente asociado a los equipamientos interactivos es uno que dice, palabras más o palabras menos, 
“lo sentimos, por el momento el kiosco está fuera de servicio” (Serrell, 1996). Así, un obstáculo para 
que las tecnologías digitales cumplan su papel democratizador es simple y sencillamente el todavía 
elevado costo total de propiedad.
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Hay un segundo problema al incorporar estas tecnologías: el hecho de que impactan la visita 
colectiva. Sabemos que los visitantes, cuando vienen en grupos, no solamente quieren interactuar 
con los equipamientos, también quieren interaccionar con otros miembros de su grupo. Todavía las 
tecnologías limitan una experiencia compartida (como sucede con las audioguías, en donde es muy 
difícil sincronizar con un acompañante el ritmo al que se oye el material). En el caso de los kioscos, 
hasta hace poco no había dispositivos multiusuarios, así que la experiencia de uso era solitaria. Pero, 
aún con los nuevos dispositivos, el número de usuarios es limitado.
Sin duda, las tecnologías digitales permiten un “canal de regreso”: un medio por el que los vi-
sitantes pueden comunicar sus opiniones al museo. Son más eficientes y de mayor alcance que los 
comentarios en los libros de visitantes. Por desgracia, eso no los hace más “horizontales”. La hori-
zontalidad es, en mi opinión, no sólo un asunto de que haya retroalimentación fluida, sino también una 
cuestión de “simetría”.
La mejor manera de entender este concepto es con el ejemplo de la televisión. Para tener largo 
alcance, el polo de transmisión requiere de costosos equipos que incluyen antenas o repetidoras, así 
como equipo de producción que incluye sets, cámaras, mezcladoras de audio y editores de video, 
etc. Producir televisión es caro. Por lo mismo, para reponer la inversión, se requiere que la base de 
receptores sea muy amplia (de ahí que las cadenas televisivas de Estados Unidos todas incluyan el 
concepto de “broadcasting” o transmisión amplia, lo que explica la “B” en la NBC o la CBS”). Estos 
televidentes requieren de una inversión que es comparativamente mucho muy inferior a la que hacen 
los transmisores: una humilde televisión capaz de captar la señal es todo lo que se necesita. Claro, 
con ese receptor de televisión, la televidente no es capaz de hacer televisión: solamente de verla. Para 
hacerla, requeriría tener un equipo con capacidades similares a las de los transmisores. Es por ello que 
la televisión es una tecnología de comunicación definitivamente asimétrica (lo que explica también 
que sea unidireccional: del transmisor al receptor únicamente).
Compárese esta situación con la del radio por Internet (o el video por YouTube). Aunque eviden-
temente los valores de producción y la calidad del resultado dependerán de la inversión, en realidad lo 
que se requiere como mínimo para hacer televisión online es una tableta digital (o antes, una compu-
tadora personal). Esa computadora no es muy diferente en el polo del transmisor que la del receptor: 
muchos de los videos transmitidos en YouTube son caseros, hechos con infraestructura muy similar a 
la que usará el receptor. Este medio, además de ser bidireccional, es mucho más simétrico.
Habiendo entendido el concepto de simetría, es entonces fácil ver cómo aunque hoy se pueda 
mandar un mensaje a las redes sociales de un museo, no se está hablando realmente ni con el mismo 
medio ni con el mismo lenguaje: el museo habla con el llamado “lenguaje museográfico”, mediante 
las exposiciones; mientras que los visitantes contestan por otra vía (el celular) y con otro lenguaje (su 
lengua natural, expresado como textos y, quizá, fotos) en Twitter o Facebook.
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En la auténtica horizontalidad, los propios visitantes armarían (o al menos participarían) en la 
construcción de exposiciones (mismo lenguaje) en el museo (mismo medio). Pero pocos museos se 
atreven a dar ese paso. Ésa sería una comunicación mucho más simétrica, bidireccional y realmente 
“horizontal” o “democratizante”. De otra manera la asimetría apabulla la capacidad del visitante de 
realmente incidir en lo que muestra el museo. Museo y público hablan hoy día con lenguajes y por 
canales diferentes.
De estas consideraciones surge una nueva propuesta: que quizá el reto no es hacer al museo sólo más 
interactivo, sino más participativo, en el sentido de McLean (McLean et al., 2007; McLean and Pollock,2011; Simon, 2010). En un museo de este tipo los visitantes inciden en, crean elementos para, o rea-
lizan la propia exposición. En ese momento se hablaría en el mismo lenguaje y por el mismo canal. 
Se recuperaría así no sólo el sentido digital de la interactividad, sino el de interacción que promovía 
Dewey (y apoyan sus seguidores): el de aprender unos de otros recíprocamente.
Un primer paso, sin embargo, es clarificar, como hemos propuesto aquí (o de otra manera), el 
concepto de “interactividad” y diferenciar entre interactividad e interacción (y los cognados propues-
tos aquí, “interactuar” e “interaccionar”). Este primer paso es indispensable para entonces poder ha-
blar de “museografía interactiva”.
Un segundo paso es reconocer que los medios digitales son solamente eso, medios. Lo clave 
son los fines, los objetivos. Buscar la interactividad por sí misma es perder de vista la misión del mu-
seo. Únicamente en la medida en que la interactividad contribuya a esa misión se justifican los altos 
costos, no sólo de adquisición, sino del precio total de propiedad. Su uso se justifica en la medida que 
extiendan y enriquezcan la experiencia de visita y promueven el aprendizaje y el goce.
Hemos propuesto, en consecuencia, que un museo interactivo sería aquél en el que los medios 
interactivos (análogos o digitales) constituyen el núcleo central de la experiencia. Cada uno de los 
equipamientos puede evaluarse en cuanto a su interactividad y cómo contribuye al total de la expe-
riencia de visita. 
En museo realmente interactivo se vuelve, por lo mismo, indispensable preocuparse por y cuidar 
de la usabilidad, esa propiedad deseable de la tecnología que permite que sea más fácil de aprender, 
recordar, que eficaz, evite errores por parte del usuario y lo deje con una sensación subjetiva positiva, 
de empoderamiento y no de frustración o angustia.
ALGUNAS REFLEXIONES FINALES
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Un museo interactivo, entonces, no necesariamente será más horizontal por el simple hecho de 
utilizar tecnologías digitales. La horizontalidad depende más bien de la simetría del proceso de comu-
nicación. Puede lograrse, de hecho, incluso a través de medios análogos, como vimos que proponen 
McLean y Simon. No obstante, coincido con Santacana (2010b) en que la interactividad sigue siendo 
un paso en la dirección correcta, al permitir que los visitantes no sólo contemplen lo que el museo 
les ofrece, sino que hagan algo con ello. Esta puede ser, como lo sostuve hace ya 15 años (Gándara, 
2001), una manera de hacer que incluso los museos más “tradicionales” (incluyendo los de arqueo-
logía y los de arte) permitan al público interactuar, al menos de manera virtual, con las colecciones y 
los sitios patrimoniales (Gándara, 2002).
El autor agradece a la Red Temática “Tecnologías digitales para la difusión del patrimonio cultural” y 
la beca que recibe del SNI, ambos de CONACYT, por el apoyo prestado; así como al Posgrado de Mu-
seología de la ENCRyM/INAH las facilidades otorgadas para elaborar este artículo.
AGRADECIMIENTOS
REFERENCIAS
• Bedolla, A.G., 2008. “La noción de interactividad en el pensamiento de John Dewey” , en Gaceta de Museos. 
45, pp. 38–43.
• Crawford, Ch. 2003.The Art of Interactive Design: A Euphonious and Illuminating Guide to Building Successful 
Software. No Starch Press, San Francisco.
• Gándara, M., 2001. Aspectos sociales de la interfaz con el usuario. Una aplicación en museos (Tesis de Doc-
torado). UAM-A, México.
• Gándara, M.; 2002. “Recursos interactivos para la interpretación temática en sitios arqueológicos”, en: Ro-
bles, N. (Ed.), Sociedad Y Patrimonio Arqueológico En El Valle De Oaxaca: II Mesa Redonda De Monte Albán. 
Centro Regional Oaxaca/INAH, Oaxaca, pp. 349–367.
• Gándara, M.; 2013. “Interacción e interactividad”, en: García Targa, J. (Ed.), Patrimonio Cultural Mexicano: 
Modelos Explicativos. BART, Oxford.
• Laurel, B., 1993. Computers as Theatre. Addison-Wesley Professional, New York.
• McLean, K., Pollock, W., 2011. The Convivial Museum. Association of Science-Technology Centers Inc., Was-
hington, D.C.

Otros materiales