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Texto Cap 6 El yo saturado - K Gergen

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C A P I T U L O 
Dei yo a la relación personal 
¿Sabemos acaso si esta categoría (¡a del yo], que todos creemos bien 
cimentada, será siempre reconocida corno tal? Sólo es formulada 
para nosotros, entre nosotros. (...) Tenemos un.a gran posesión que 
defender. Esta idea podría desaparecer cofi nosotros. 
—Marcei Mauss, Une Catégorie de L'Esprít Humain 
Una amiga me cuenta: 
El sábado fui de compras con mi hija adolescente. Yo necesitaba un vestido para 
iiia fiesta la semana que viene. Vi uno muy atractivo, negro, de corte atrevido y con 
entejuclas plateadas. Ale gustaba muchísimo... hasta que me !o probé. Decepciona-
da, le dije a irii liija que no podía llevármelo: que con ese vestido no era yo. Ella ¡r,e 
contestó, discretamente burlona: "Pero mamá, eso no importa; con e.se ve.stido sí que 
parecerá.'; alguien'. 
Se HAe dirá que es apenas una diíerencia de opiniones-, sí, pero 
reíleja el abismo profundo que se abre enere dos mundos. La m.adre 
es una modernista; la hija está ingresando al mundo posmoderno, en 
el cual ya no hay ninguna esencia individual a la que uno deba 
adherirse o permanecer fiel. La identidad propia emerge de continuo, 
vuelve a conformarse y sigue en una nueva direccirjn a medida que 
uno se abre pa.so por el mar de relaciones en cambio permanente. En 
ISI 1¡(. VO SATLlK.\DO 
el caso de '¿Quién soy yo?", hay un mundo de posibilidades 
prcívisionales en ebullición. - - ^ 
En capítulos anteriores examinamos el proceso de saturación 
social y el stirgiiniento de ¡a conciencia postnodema en la vida 
intelectual y en la vida cultural en general. El individuo se ha visto 
despojado paulatinamente de las huellas tradicionales de la identi-
dad: la racionalidad, la intencionalidad, el reconocimiento y la 
coherencia a lo largo del tiempo. Además, las voces que habitualmente 
moldeaban la opinión cultural en las cuestiones relativas a la 
personalidad individual fueron poco a poco privadas de su autoridad. 
La objetividad en tales asuntos fue sustituida por el perspectivismo: 
el concepto de "persona individuar' dejó de ser el simple reflejo de 
algo existente y pasó a ser una creación comunitaria derivada del 
discurso^ objetivada en las relaciones personales y puesta al servicio 
¿e la racionalización cíe detemiinadas instituciones y la prohibición 
de otras. En este caldo en permanente hervor, se comenzaba a 
saborear un nuevo gusto; al fusionarse los distintos ingredientes y a! 
disiparse el yo con los vapores que se desprendían, se detectó una 
nueva realidacl.la realidad de la relación. Para evaluar esto será 
conveniente dar antes'dos pasos: primero, despedimos con el último 
adiós de la entidad concreta del yo, y luego, seguir las huellas de su 
reconstrucción como relación personal. 
EL CUES'1'IONAMIENTO DEL SER HUMANO 
La indetenniíiación del yo individual se ha ampliado hasta 
abarcar el inundo entero. 
—Kurt W. Back, Thnller.- The Self In Modern Soclety 
En el modernismo, el individuo era semejante a una entidad aislada 
y maquinal: confiable, previsible y auténtica, impulsada por un 
mecanismo central instalado no muy lejos de la superficie. Hoy, en 
cambio, la creciente cacofonía de voces discordantes ha planteado un 
reto generalizado a la premisa de las "cosas-en-sí" (incluidas las 
personas). Si cada voz retrata un individuo diferente, la ¡dea misma 
de un "yo aislado", independiente de esas voces, empieza a tambalearse. 
¿Es la persona un "mero ser biológico", "un puñado de átomos", "una 
serie de hábitos aprendidos", "un autómata computadorizado", "una 
estructura de rasgas de personalidad", "un agente racional"? Al 
aumentar de volumen el coro de voces antagónicas, se pierde la 
realidad tle "la persona" más allá de esas voces: no queda ya ninguna 
DEL YO A LA RELACIÓN PERSONAL 133 
en la que pueda confiarse para rescatai- a la "persona real" de este mar 
de retratos. 
En el capítulo precedente vimos que la multi¡5l¡cac¡ón de perspectivas 
conducía a un desdibujamiento de los límites. Si las categorías dejan 
de ser sagradas, todo lo que antes parecía identificable con certeza 
empieza a rebasar las fronteras y a mezclarse, combinarse y refundirse. 
Lo mismo cabe afirmar de nuestra incipiente concepción del yo 
individual. Consideremos estos pocos datos de la historia cultural 
reciente, que constituyen una amenaza contra la integridad de las 
personas; 
i ..VíLlSCI¥ 
BUSK & DUKAKIS 
ROBERT SCHEER 
¿Quésignilifa un ser hu:nano? Cuando el cuerpo deJessica Rabbit, deToontown, 
urúdo a l'.i cabeza de una modelo de la revista Playboy despierta el imerés erólico, 
¿sigue siendo iiumano el ¡níerés? 
• iMax Ileadroom, un personaje de TV que goza.de gran 
popularidad entre el público joven, parece un autómata electrónico, 
aunque sabemos muy bien (¡ue sus movimientos mecánicos y su voz 
http://goza.de
iŝ EL vo SATurano 
aflautada que parecen provenir de iiiipulsos eléctricos van acompa-
ñados de Lina inteligencia y una personalidad totalmente humanas. 
• El público que vio la taquillera película ¿Quién engañó a Roger 
RabbilFse mostró muy dispuesto a aceptar las relaciones de amor y 
de muerte entabladas entre seres humanos y dibujos animados. La 
bella y seductora silueta de Jessica Rabbit (uno de esos dibujos) 
generó en la audiencia más energía sexual que cualquiera de los 
personajes "humanos", con lo cual planteó un gran desafío a quienes 
pretenden dar una definición de "ser humano". La posibilidad de que 
estas figuras dibujadas pudieran reemplazar a las beldades humanas 
coino objetos del deseo no escapó a los editores de la revista Playboy, 
quienes pronto le dedicaron a Jessica una de sus portadas,., cam-
biándole el rostro por la fotografía de una mujer de carne y hueso. 
• El reemplazo de amantes huiuanos por facsímiles con fines 
sexuales es hoy una gran industria de la cultura occidental. Los 
hombres pueden adquirir muñecas inflables de rostro de plástico con 
los labios abienos y vaginas de espuma de poliestireno en las que no 
falta vello pubiano. 
• En las obras del célebre artista inglés Francis Bacon, figuras 
netamente humanas son distorsionadas y absorbidas por el fondo, 
fundiéndose lo humano y lo no humano. 
• Entre los ídolos juveniles se cuentan Tim Cuny (el astro de Ihe 
Rocky Horror Pictv.re Shoiv), Divine (protagonista principal de Pink 
Flaniíngos y de Hniíspray) y —para los más jóvenes— Michael 
jackson. El elegante Curry recoge sus mayores ovaciones con sus 
bufonadas de travestí bisexual; ai público cinematográfico le encanta 
enterarse de que tras la voz ronca de la regordeta Divine se esconde 
un hombre —o al menos, que llamaríamos así según nuestros 
esquemas tradicionales—; en cuanto a iMichael Jackson, ha conse-
guido, gracias a la cirugía, el maquillaje y otros artificios, parecerse 
cada vez más a su hermana. 
• Las mujeres que practican el fisicoculiurismo desarrollan tales 
músculos que es virtuainiente imposible distinguidas del modelo 
clásico del género, Charles Atlas. .W mismo tiempo, el uso de 
esferoides por los atletas varones ha generado formas corporales 
propias de "superhombres". 
Todos e.stos hechos sugieren una nueva actitud cultura! hacia e! yo 
individual. En cada uno de estos casos ê pone en tela de juicio 
—con curiosidad, deleite y hasta fervor— la definición de los lírniíes. 
Todfjs ellos han sido recogidos del mundo del ocio o del entreteni-
miento; en otros ámbitos, la cuestión se vuelve más ,seria. Miles de 
personas 0|.iian ano tnis año por recurrir n suslitiicioiies de su yo, 
DliL YO A LA R [ ; L A C I 0 . \ PERSONAL 1S7 
artificiales o biológicas. Cualquiera que lo necesite o lo desee puede . 
hacerse reemplazar la nariz, los pechos, el cabello, los dientes o 
cvralquiern de sus miembros, incluidos los genitales. Productos 
químicos hacen las veces de hormonas y el corazón puede funcionar 
sostenido por un aparato. Lo que no es posible reemplazar 
artificialmente, se puede recibir en donación. Los trasplantes de riñon 
y de córnea son corrientes, los de corazónsiguen en aum.ento, y las 
posibilidades en este campo parecen ilimitadas. Pero a medida que 
asistiiiKjs a esta creciente posibilidad de autosustitución, surge la 
necesidad de hacerse algunos planteamientos. Por ejemplo, la 
persona en estado de coma pennanente, cuya vida sólo prosigue 
merced a una máquina, ¿debe seguir consen.'ando los derechos que 
le corresponden como individuo? ¿Qué órganos o qué proporción del 
cuerpo puede ser reemplazada o remodelada sin dejar de ser la 
misma persona? 
El actual debate sobre el aborto puede considerarse una genera-
lización de estos mismos problemas de definición del yo. Desde el 
punto de vista legal, siempre se consideró que el feto no era un "ser 
humano" hasta tres meses después de la concepción. Los avances 
tecnológicos permitieron objetar esta definición. Mediante la fotografía 
ín Hiero, las técnicas de ultrasonido y ¡a estimulación eléctrica del 
feto, las agrupaciones autodenominadas "pro vida" quieren estable-
cer que ya es humano y experimenta dolor mucho antes. Argumentan 
que el individuo ya está allí, en definitiva, antes de ios tres meses, y 
por ende el aborto equivale a su asesinato. Por supuesto, que el feto 
"parezca" humano o que "sienta" como una persona real no depende 
de las paiebas que se esgriman sino de la definición que se adopte.^ 
En este caso las paiebas no son sino artilugios retóricos, y su eficacia 
dependerá del valor que se asigne a las definiciones convencionales. 
Avanzando algo más por ese camino podría aducirse que, en rigor, 
uno se convierte en persona en el momento mismo de la concepción; 
o que, dado que los animales tienen "sentimientos", también ellos 
participan de la condición humana y merecen gozar de los corres-
pondientes derechos. Esta manera de pensar no es ajena a los que se 
oponen a la vivisección o a los naturistas de la cultura.^ 
Pero donde la erosión de la definición del yo adquiere un relieve 
particular es en el caso del sexo. 
ISS KL YO S.VrUR-ADO 
La tergiversación del sexo 
¡\o se puede develar ¡a esencia de la ¡nasculiíiidad o de la 
Jeiiuiíidad. Lo único que se puede resaltar son (...) representaciones. 
—Linda Kauffnian, Discoui^es o/Desire.- Gender, Gente, and 
Epistolar}' Fíctions 
ün heclio biológico antaño incuestionable e inexorable, a saber, 
la existencia de dos sexos (masculino y femenino), ahora parece 
ingresar lentamente en el ámbito de la mitología. Hace treinta años, 
rara vez se oía decir "un hombre de verdad". La realidad era poco 
menos que incuestionada y no se debatía. Para muchos, los proto-
tipos culturales eran John Wayne, Gar)- Cooper y Humphrey Bogart. 
Si el modernismo tuvo héroes masculinos de algún tipo, su retrato se 
aproximó a éste: realistas, incoraiptibles, taciturnos, aunque capaces 
de emocionarse una vez concluido el asunto que traían entre manos. 
La fantasía actual muy rara vez se ve frecuentada por dichas figuras; 
hasta las actuaciones de Jolm Wayne adoptaron un tono de parodia 
en sus últimos años. La figura de Rock Hudson fue uno de los 
primeros puntos de viraje. Su propio nombre, Rock [roca], hablaba 
de fuerza viril..., pero en sus actuaciones y también personalmente 
se encontraba una suave y tersa afabilidad. Los astros masculinos de 
los años sesenta, setenta y ochenta (Marión Brando, Paul Newman, 
Robert Redford, Dustin Hoffman) podían desempeñar el papel de 
"verdaderos hombres", pero desempeñaban tantos otros papeles (de 
afeminados, a veces), que el público siempre tenía presente la 
irrealidad de su hombría. Con la aparición de libros como RealMen 
Don'tEatQuiche[los verdaderos hombres no comen pastas saladas], 
se cobró conciencia de ¡a transitoriedad de esa imagen. Advertencias 
tan disimuladas como ésa sólo interesan cuando la especie está en 
peligro: cuando los que saben que deberían ser verdaderos hom-
bres usan delantal de cocina, beben su Perrier a sorbos y evitan las 
comidas con elevado contenido de colestero!.̂ 
Las primeras insinuaciones de un colapso en las diferencias 
.sexuales tuvieron lugar cuando John Money, un psicobiólogo de la 
Johns Hopkins University, inició la publicación de .sus obras sobre el 
tran.sexualismo.'' En sus estudios se de.scribía a hombres que sentían 
que su cuerpo no les correspondía, que habían recibido injustamente 
una dotación genital equivocada. I-a cultura aprendió entonces que 
las características biológicas son criterios dudosos para juzgar el sexo. 
A medida que esta voz minoritaria iba reperctitiendo en ios medios 
de conuHiicación .social, nos enteramos de qtie en el cuerpo de un 
honibrc puede haber una mujer, y viceversa: un libro no debe ser 
DEL YO A LA RELACIÓN PERSONAL 'S9 
juzgado por la solapa. V con esta conciencia creciente del transexua-
lismo se produjo una apertura, mucho más profunda aún, de lo que 
se escondía en el trasfondo homosexual. El aumento de homosexua-
lidad públicamente confesada ha sido un fenómeno notable en los 
últimos veinte años, aunque las razones no sean claras. (¿Cuántos de 
los que viven en las giandes ciudades no sospechan, acaso, que la 
suya es "la capital de los maricas"?) El honiosexual pone en tela de 
juicio un segundo criterio decisivo para determinar el sexo: la 
preferencia que se tenga en matena sexual. La cultura aprendió 
asimismo que el objeto sexual que le atrae a uno no sirve para 
determinar con precisión cómo se es. 
Ahora bien: si las diferencias biológicas y las preferencias sexuales 
no son indicativas del sexo propio, ¿cómo habremos de discernido? 
¿Cómo objetivar los juicios emitidos en esta materia? Preguntas como 
éstas inspiraron el volumen titulado Gender, de Suzanne Kessler y 
Wendy McKenna.' Estas estudiosas investigaron los criterios que 
aplican diversos grupos para establecer las distinciones sexuales y 
comprobaron que los niños no utilizan los mismos que los adultos, 
ni los transexuales coinciden con los heterosexuales, que algu-
nas culturas reconocen más de dos sexos, y que el criterio aplicado 
por los profesionales de la medicina occidental —a saber, las 
diferencias de los cromosomas— no es compartido por casi nadie 
más. En este último caso se producen notables disloques de la 
realidad convencional; por ejemplo, una atleta rusa, activamente 
heterosexual, quedó conmocionada al enterarse, por boca de los 
médicos oficiales de las pruebas olímpicas, que no podía competir 
como mujer, ya que desde el punto de vista médico no lo era. 
A esta altura, comienza a cumplirse en serio la promesa posmoder-
na. Si hay múltiples voces y cada una proclama una realidad distinta, 
¿la de quién habremos de privilegiar, y sobre qué base? Al aproxi-
marnos al estado de indeterminación que generan estas realidades 
plurales, enfrentamos la posibilidad de que la distinción no sea 
esencial en absoluto: si los términos "masculinidad" y "feminidad" no 
reflejan "una realidad palpable e independiente", es una distinción 
innecesaria. 
Esta conclusión resulta tentadora para muchas feministas, según 
las cuales las diferencias de género no son algo intrínseco a !a 
naturaleza sino una categoría producto de la cultura, utilizada para 
una amplia variedad de propósitos cuestionables. En particular, las 
costumbres actuales de asignación del género responden a prejuic!c)S 
políticos e ideológicos. Las simples diferencias biológicas han llegado 
a constituir una base natural para un enorme espectro de prácticas 
sociales y de conducta. Como las personas dotadas de determinadas 
10(1 EL YO S.vrUR.\D0 
cai'actcrísiica.̂ físicas ocupan en general la mayor paite de los puestas 
de poder en la sociedad, se presume que tales características y tales 
puestos-deben estar vinculados entre sí. Coiiro quienes dan a luz a 
los niños son normalmente quienes los crían, se presume que la 
crianza es algo natural, instintivo o propio de quienes dan a luz. Estas 
presunciones son análogas a proponer que las personas de piel negra 
están biológicamente preparadas pai'a vi\ir en barrios precarios oque 
los individuos de ojos ra.sgadoslo están para trabajar en tintorerías 
chinas. Muchos aducen que, dado que la presuncicín de diferencias 
de género basadas en lo biológico refuerza la estructura de poder 
vigente, es adversa a los intereses de las mujeres y se la debe 
abandonar o replantear. 
El genero es sólo una de las categorías tradicionales de diferen-
ciación del yo que hoy están sufriendo un deterioro; sospechas 
similares se abrigan contra las categorías de raza, edad, religión y 
nacionalidad. AJ esfumarse los límites de la definición, desaparece 
también el supuesto de la identidad del yo. 
1.A CONSTRUCCIÓN DEL YO 
La ira es generada y reducida por nuestro modo de inteipretar el 
fni'.ndoy lo qqe nos sucede. 
—Caro! Tavris, Aiigen Jtie Mísuiidei:¡íood Emotion 
Aunque sea cada vez más difícil saber quién es uno, o qué es, la 
vida social sigue su curso, y en sus relaciones con los demás uno sigue 
identificándose como tal o cual tipo de persona. Tal vez se identifique 
como norteamericano en una situación, como irlandés en otra, y aun 
como el producto de una mezcla de nacionalidades en una tercera. 
Uno puede ser femenino para ciertos amigos, masculino entre otros, 
andrógino con los restantes. Y como estas caracterizaciones públicas 
del yo resultan eficaces para atender a los desafíos de un mundo 
social compiejo, comienza a desarrollarse una nueva conciencia: la 
conciencia de la construcción, que ocupó un lugar tan central en 
nuestro análisis en los primeros capítulo.̂ . Porque lo que es válido 
para la historia de toda una cultura (capítulo 4) y de la realidad de 
un país (capítulo 5) no es menos válido para las personas. Vale decir, 
las tentativas de autodefinirse o autodescribirse parten, inevitable-
mente, de una perspectiva, y distintas perspectivas traen consigo 
diferentes implicaciones a la hora de tratar a un individuo. Alguien 
puede sentir que es legítimo, de.sde cierta perspectiva, definirse como 
norteamericano, irlandés o de naci'malidad mi.xta; o que, desde cierto 
DEL YO A LA RELACIÓN PERSONAL 191 
punto de vista, es masculino, femenino o andrógino. De ahí que el 
interés por la "verdadera identidad" y por las "características reales" 
de las personas pueda ser reemplazado por la consideración de las 
perspectivas desde las que se establecen esas identidades o caracte-
rísticas. 
En este contexto, muchos estudiosos se han interesado profunda-
mente por las consideraciones de las personas sobre sí mismas y 
sobre ¡os demás y cómo influyen en sus actos. Se preguntan, por 
ejeníplo: ¿cómo considera la gente la naturaleza del amor, de la 
inteligencia, del envejecimiento?^¿Y de qué modo impregnan estas 
consideraciones nuestras pautas sobre los amoríos románticos, los 
exámenes de los organismos de enseñanza, los riesgos que uno está 
dispuesto a asumir a medida que crece? ¿Cómo contempla la gente 
la índole del desarrollo infantil, la estabilidad de la personalidad, las 
causas de la homosexualidad? ¿Gravitan o no estas premisas en 
nuestro modo de criar a los niños, de introducir cambios en nuestra 
manera de ser, de relacionamos con el mundo heterosexual y con el 
mundo homosexual? En todos estos casos, la atención se desplaza de 
la naturaleza del amor, la inteligencia, el envejecimiento, el desarro-
llo infantil, etcétera, verdaderos, a la forma en que estos aspectos 
se representan o se construyen en la cultura. Para bien o para mal, 
las pautas de acción de las personas dependen del modo en que 
el individuo es construido socialmente, y no hay forma de "trascen-
der" esas construcciones en busca de lo "real" que se situaría mucho 
más allá. 
A medida que se va erosionando la idea del yo esencial, aumenta 
el apercibimiento de las distintas maneras en que se crea y se recrea 
la identidad personal en las relaciones. Esta conciencia de la 
construcción no sobreviene súbitamente, sino que va penetrando 
lenta e irregularmente en las fronteras de la conciencia, y al matizar 
nuestra comprensión de! yo y de las relaciones, el carácter de dicha 
conciencia sufre un cambio cualitativo. En las páginas que siguen 
describiré la índole de esta transformación, ya que a mi juicio 
presenta sutiles diferencias al pasar de la vida en el mundo moderno 
a la del mundo posmoderno. Es particularmente importante seguir 
esta trayectoria pues así podremos discernir cómo va surgiendo un 
nuevo sentido del yo. Allí donde la concepción romántica como la 
modernista del yo identificable comienzan a desgastarse, el resultado, 
en vez de ser el vacío, la ausencia de ser, puede ser—si es que nuestro 
recorrido por esa trayectoria es admisible— el ingreso en una nueva 
era que caracterice al yo. Entonces, ya_ no se lo define como una 
esencia tú sí, sino como producto de las relaciones. En el mundo 
posmoderno, el yo puede convertirse en una serie de manifestacio-
192 t;L YO SATUR.\DO 
nes relaciónales,'y estas relaciones ocuparían el lugar que, en los 
últimos siglos de historia occidental, ru\'o el yo individual. 
Los cambios que deseo examinar son asistemáticos, y se presentan 
a inteivalos irregulares y en diferentes esferas de la vida del individuo. 
No obstante,.con fines analíticos dividiré la conciencia de la cons-
trucción del yo en tres fases fundamentaies, cada una de las cuales 
implica una etapa de desarrollo de lo moderno a lo posmoderno. El 
primer debilitamiento de la adhesión al yo modernista se produjo en 
la etapa de la manipulación estratégica, en la cual el individuo fue_ 
comprobando cada vez más, para su desconsuelo, que cumplía roles 
d'estinados a obtener ciertos beneficios sociales. La creencia modernista 
de que el yo esencial se iba socavando en este proceso dio lugar a 
una segunda etapa, la de h peisonalidad''pastiche', donde el ihdi-
• viduo experimentó una suerte de liberación respecto de las esencias, 
aprendiendo a disfrutar de las múltiples variedades de expresión que 
entonces le fueron permitidas. Cuando se enterró al yo como realidad 
consistente y pasó a ser constando y .reconstruido en múltiples 
contextos, se derivó finalmente a la fase del yurelaclonal, en que el 
sentido de la a.uConomía individual dio paso .a una realidad de 
inmersión en la interdependencia, donde las relaciones del yo son las 
que lo construyen. _•. 
Veamos estas tres fases con más detalle. 
El mmiipiilador estratégico 
Prepárate un rostro para enfrentar los rostros que enfrentas. 
— T.S. Eliot, ne Lave Song ofj. AlfredPnifrock 
La personalidad es una sene inintsrnimpida de ademanes 
eficaces. 
— F. Scoct F:-.zgerald, The Great Gatsby 
En la comunidad tradicional, donde las relaciones personales eran 
confiables, continuadas y directas, se favo.recía la adquisición de un 
sólido sentido del yo: el sentimiento de la propia identidad era amplia 
y pcnnanentemente sustentado. Existía una coincidencia en cuanto 
a lo que estaba "bien" y lo que estaba "mal". Cualquiera podía ser 
simplemente, sin pensar en ello, ya que casi ni se planteaba que 
pudiera ser de otro modo. Esta pauta tr'idicional se quiebra con la 
saturación social, y el individuo se ve arrojado cada vez más a nuevas 
relaciones a medida que se amplía en e! campo laboral la red de 
asociaciones o colaboraciones, los aledaños se ven poblados por 
Dl-L YO A I-A RELACIÓN l'HRSONAL 193 
voces extrañas, recibe visitantes del extranjero y les devuelve la visita 
en sus respectivos países, la organización a la que pertenece se 
establece en otros puntos, etcétera. El resultado es que uno ya no 
puede depender de una confirmación segura de su identidad ni de 
pautas que resulten cómodas para desarrollar una acción auténtica. 
Se eníreata con decenas de nuevas exigencias disímiles. ¿Cómo ha de 
actuar con cortesía, firmeza, humor, racionalidad, afecto, por ejem-
plo, ante personas de distintos países, edades, gaipos étnicos, 
antecedentes económicos, credos, etcétera? Mientras se buscan a 
trompicones las formas de proceder más adecuadas, lo más probable 
es que la propia identidad resulte cuestionada en lugar de verse 
confirmada..\ cada paso surgen sutiles insinuaciones de duda; 
"¿Quién eres tú?¿Qué es lo qué escondes? Pruébalo". La consecuencia 
de este disloque de lo familiar es la intensificación del sentimiento de 
que uno desempeña un papel, representa un rol o controla la 
impresión que causa en los demás a fin de alcanzar sus objetivos. 
Así pues, cuando el modernista se cruza con el desafío de la satu-
ración social, se ve arrancado de continuo de la seguridad que le brin-
daba su yo único y esencial. Como observa el sociólogo Ariie Hochs-
child, "manejar los amores y los odios equivale a participar en un sis-
tema emocional intrincado. Cuando los elementos de ese sistema son 
puestos en circulación en el mercado (...) se amplían y se convierten 
en formas sociales estandarizadas, donde el aporte de los sentimientos 
personales de alguien (...) ya no se aprecia como proveniente de su 
yo y dirígido al otro. Por este motivo, [los sentimientos propios] 
sufren una enajenación".'' Fragmentado y disperso en mil direccio-
nes, el modernista puede experimentar la deprimente sensación de 
que sus auténticas emociones se pierden en esa charada. 
Tal como vimos en nuestro examen previo de la multifrenia 
(capítulo 3), la saturación social multiplica además los patrones de 
comparación de que disponía el yo. Al interactuar con individuos con 
¡nuy diversos antecedentes y estar expuesto a las muy distintas 
representaciones que hacen los medios de comunicación social sobre 
una "buena persona", se amplía la gama de criterios de autoevaluación. 
Ya no es sólo la conrunidad local la que dictamina qué es lo bueno, 
sino vinualmente cualquier comunidad visible. En la comunidad 
tradicional, un hombre podía vivir tranquilo siendo simplemente 
sincero, amable, leal y eficaz en su trabajo: un "buen tipo", una 
persona madura y responsable. Por el contrario, en un contexto 
sometido a la saturación social, el hombre de cla,se media apenas 
podrá reclamar respeto para sí si no es capaz de demostrar que se 
desempeña con eficacia en los siguientes aspectos: 
191 ¡•a, YO SATURADO 
buen eíiado tísico (ncrobiíiiio, [eiiLs, etcélcrn) 
coivjcimieníos pnicticos (rcp.irnciones en el co-
clw, eicétew) 
iiKiiiejo del dinero (in\'ers¡ones, e(cécera) 
conocimientos dejxjrtivos 
nctunliznción culturíil (arte, niÚ5;c:i, etcélera) 
sibarita, degii.stador (.le vinos 
oryanir.ación de comidas al aire libre 
(picnics, aíados, etcétera) 
disfrute del ocio (la pequeña viajes 
pantalla, por cieiiiplo^ 
actividatl profesion.il 
Nida amorosa 
circulo tie amistades 
hijo tic familia 
¡ladre resix^nsable 
hobbv o afición 
conocirniemo de la poliíio.i 
Con la expansión de los criterios qtie rigen lo que es "bueno" se 
obliga al individuo a salirse de las cómodas pautas y de la reafirmación 
unívoca de sí mismo, sintiendo cada vez más la 5ijperrici,alidad de sus 
actos, la comercialización estratégica de su personalidad. 
La consideración de que el yo es un manipulador estratégico ha 
sido expresada en las úkinias décadas en nunierosas ciencias 
sociales. Para muchos, las obras del sociólogo Erving GoFfman son 
las que captan con más agudeza la desazón que impregna la vida 
cotidiana del modernista que se empeña en sei' eficaz en un mundo 
social coniplejo. En obras tales como Lapreseniacíón de !apeiso)ia 
en la vida cotidiana, Interacción estratégica y Estigma, Goffman 
extendió dolorosamente bajo la lupa las minucias de la vida diaria (lo 
que hacen las personas al llamar a la pueita de un vecino, al servir 
la mesa, al estrechar la mano para saludar, al distribuir los muebles 
y objetos en una habitación, etcétera), con e! objeto de alumbrar sus 
veladas intenciones manipulativas.̂ iNo queda en pie ninguna acción 
que resulte sincera, una simple explosión de un impulso espontáneo; 
todas son instrumentales, medios para alcanzar un fin. Merece 
reproducirse esta cita que destaca Goffman de la obra, delicadamente 
reveladora, de Wiiliam Sansom titulada Contesto/Ladíes El personaje 
es PreecK-, un caballero inglés de vacaciones en España, y la escena 
representa su primera aparición en la playa aledaña al hotel veraniego; 
Tuvo buen cuidado en e\'itar mirar a nadie. l;n primer lugar debía dejar bien claro 
cjue no le interesaba en ab,soluto cualquier ocasional compañero de vacaciones. Miró 
en tcimo de ellos, en medio de ellos, por encima de ellos, los ojos perdidos en el 
espacio, como si la playa e.sluviera vacía. Si por azar una pelota caía a su lado, la 
miraba con un gesto do soipresa y luegodejab;i que una sonrisa divenida le iluminara 
el rost ro (Prcecly Carifiosrj), alzaba la vista para comi^robar c|uc, en efecto, había gente 
en la playa, devolvía la polola sonriéndo.se ÍI si mirtino)' nn a la geiilc, y proseguía 
s'j iiK.lilerenle y ne;J;;;ente escrutinio del espacio. 
DEL YO A LA RLLACION' PERSONAL 195 
Poro había !lcc;.ido el momento c!e h O-stenLició», de exhibir ante los demás al 
Preedy Ideal, Con un hábil ninnejo [X'riuitió a quienquiera que tuviera deseos, 
echar una mirada al titulo del libro que llevaba consigo —una traducción de Homero 
al castellano, por lo tanto un clásico pero nada atrevido, y además bien cosmopoli-
ta—. U'as lo cual recogió su bata y su bolso de playa formando con ellos un cuerpo 
compacto, resistente a la acción de la arena (Preedy Metódico y Sensato), se 
incorporó lentamente para estirar su voluminoso cuerpo y moverse con soltura 
(Preedv Felino) y después arrojó a la arena, con un bre\"e movimiento de cada pierna 
sus sandalias (Preedy Liberado, al finY" 
C.ida movimiento de! cuerpo, en apariencia pnvado y espontáneo, 
forma parte aquí de una orquestación con el objeto de producir un 
efecto social. En el intento modernista de lograr una eficacia 
semejante a la de las máquinas, se abandona toda pretensión de 
sinceridad. 
Pero si bien estas explicaciones del proceder humano reflejan 
experiencias corrientes dentro de la cultura, caen en un error 
importante: el de suponer que las experiencias propias de ut] período 
I:iistórico transitorio son universales. Procuran definir al ser humano 
como un agente dramatúrgico, alguien que por naturaleza es un actor 
que representa en el escenario de la vida. No obstante, desde nuestro 
presente punto de vista, la consideración de que el yo constituye un 
manipulador estratégico depende de un estado cultural específico. 
Para distinguir la "representación del papel", hay que contrastada con 
la categoría de "un yo real". Si no se tiene conciencia de lo que 
significa ser "fiel a sí mismo", no se concluye que se represente un 
papel. Por consiguiente, el sentido del yo como manipulador 
estratégico es producto del ambiente modernista, donde ya existían 
(o se suponía que existían) yoes reales y auténticos, y actuar de 
cualquier otro modo era una forma de falsificación y de engaño. El 
sentido de la manipulación estratégica requiere además la incitación 
a actuar de muchas otras maneras, amén de las tradicionalmente 
aceptadas, y todas estas incitaciones tienen que ser lo bastante 
intensas o imperiosas como para que alguien resuelva por su propia 
voluntad, aunque con vergüenza, abandonar el camino de la 
autenticidad. La tecnología de la saturación social extiende una 
invitación de esas características. 
La personalidad "pastiche" 
Estamos ansiosos por renunciara ser lo que somos porque llegara 
ser uno mismo es difícil y penoso, y porque anhelamos recibir las 
i96 bl YO SATURADO 
recompensas que nnestm ciillura está dispuesta a ofrecernos a 
cambio cié micstra idenüdad. 
—RenéJ. Muiler, TbeMarginal Seíf 
La nfiusea del disinuiio es el pesado fardo con que carga el 
modernista en una sociedad cada vez más saturada. Cuando uno se 
arroja a las aguas del r.vando contemporáneo, poco a poco las 
amarras modernistas quedan atrás y se vuelve más y más arduo 
recordar con precisión a qué esencia debe uno permanecer fiel. El 
ideal de la autenticidad se deshilacha en los bordes, la sinceridad va 
perdiendo significado lentamente y se hunde en la indeterminación.Y e_ste cambio abismal hace que retroceda asimismo la culpa por la 
violación que se ejerce contra el yo. A medida que la sensación de 
culpa y la superficialidad quedan atrás y se pierden en el horizonte, 
uno está dispuesto a secundar la personalidad "pastiche". 
La personalidad "pastiche" es un camaleón social que toma en 
préstamo _ continuainente fragnientos de identidad de cualquier 
origen y los adecúa a una situación determinada. Si uno maneja bien 
la propia identidad, los beneficios pueden ser sustanciosos: la 
devoción de los íntimos, la felicidad de los hijos, el éxito profesional, 
el logro de objetivos comunes, la popularidad, etcétera. Todo es 
posible si se elude la mirada de reconocimiento para localizar al yo 
auténtico y consistente, y meramente se procede con el máximo de 
las posibilidades a cada momento. Simultáneamente, los sombríos 
matices de la multifrenia —el sentimiento de superficialidad, la culpa 
por no estar a la altura de múltiples criterios— cede paso al optimismo 
frente a las enormes posibilidades que se abren. El mundo de las 
amistades y de la eficacia social se expande constantemente a la vez 
que se contrae el mundo geográfico. La vida se transforma en una 
confitería que alimenta la glotonería. 
En la cultura contemporánea, son numerosas y muy variadas las 
iinitaciones a una constnjcción ilimitada del yo libre de toda culpa. 
Examinemos las volubles actitudes, en Estados unidos, hacia la 
primera magistraiui'a del país. En la era modernista los votantes 
confiaban en elegir un "hombre de verdad" como presidente, alguien 
que fuese realista y racional, y tan podeíoso y confiable como un 
iivlóa de reacción que \'uela sin inconvenientes. La elección depen-
día, pues, de una evaluación cabal de "lo real". Pero poco a poco la 
sociedad fue cobrando conciencia de que en la construcción de ese 
hombre inteiviene una manipulación estratégica. Como aclaraba Joe 
McGinniss en Tbe SeiUng of Ihe President 1968, rápidamente se 
desvanecía la época en que se pretendía "llegar a conocerlo"."^ Los 
candidatos presidenciales eran "fabricados" y "vendidos" como 
FJEL YO A l.A RliLACION ri'.RSONAl, 197 
cualquier otro artículo comercial; el verdadero carácter, las aptitudes 
o las concepciones políticas de los que aspiraban al cargo eran 
secundarios a la creación de ima imagen de triunfador. Desde el 
punto de vista modernista esos procesos eran abominables; cada 
nueva elección presidencial se asemejaba más a una competencia 
enüe publicistas poco escnipulosos. Sin embargo, a medida que 
ingresamos en la era posmoderna, disminuye el interés por el 
"verdadero carácter" y el rechazo por la "falsa publicidad": el "ver-
dadero carácter" de un candidato aparece escurridizo, irreconocible, 
incluso irrelevante, ya que el éxito como presidente bien puede ser 
un asunto de estilo; expresar las conveniencias de manera adecuada 
en el momento oportuno. Si sabemos que el "parecer" más que el 
"ser" es lo que habilita para llegar a la presidencia, la orientación más 
razonable de la vida cotidiana es la coniercialización de la propia 
personalidad. 
Las investigaciones de los psicólogos alientan las manifestaciones 
de la imagen de la personalidad "pastiche". Particularmente intere-
sante es la que llevaron a cabo Mark Snyder y sus colaboradores en 
la Universidad de Minnesota.'' Estos estudiosos compararon e! com-
portamiento y estilo de vida de individuos que habían recibido una 
clasificación notable en la categoría de autocontrol—duchos en la 
presentación de su apariencia, cuidadosos de su imagen pública y de 
los indicadores que señalaban lo correcto en cada situación, y 
capaces de man'ejar o modificar su apariencia— con los de un grupo 
integrado por sujetos menos preocupados por todo eso o menos 
idóneos al respecto. Las diferencias entre los individuos de alto y de 
bajo autocontrol recuerdan la célebre distinción establecida por 
David Riesman entre los tipos de personalidades "autodirigidas" (que 
respondían a una determinación interna) o "dirigidas por los otros" 
(socialmentemaleables).'2No obstante, allídonde Riesman adoptaba 
una perspectiva modernista (él se inclinaba en favor de las perso-
nalidades autodirigidas), en la descripción más actual de Snyder los 
valores están invertidos. Su investigación tiende a mostrar que las 
personas con alto autocontrol son más positivas que las de bajo 
autocontrol en su actitud hacia los demás, menos tímidas, más expre-
sivas e influyentes; que recordaban mejor cualíjuier información que 
se les suministrase sobre los otros y tendían a inquietarse menos ante 
las incongruencias. Snyder no condena la estrategia del autocontrol 
por su superficialidad, su incoherencia y su falsedad, sino que opina, 
más bien, que "confiere al individuo flexibilidad para encarar con 
rapidez y eficacia las mudables exigencias de las situaciones que 
plantea la diversidad de roles sociales". i3 jin el mundo posmoderno, 
las investigaciones encuentran meritoria la multiplicidad. 
l'AS' 
H!. VO SMUKADO 
'mutabiJídad del yo cobra e,. 
"•"«<ras de -autorr;;:;;;r;;;';;;;^^;^; -"/«^ «bras de Cmdy Shen,^:,. En ^stas dos 
DEL YO A 
'•A REL/\CÍ0,V rHRSON, \L 
2m EL YO S.\TUR.\DO 
El sociólogo L(2u¡s Zurcher manifiesta una actitud bastante siinilar 
con respecto a la multiplicidad en su concepto del jo imidabieM Según 
él, la aceleración del ritmo del cambio cultural exige un nuevo 
enfoque del yo, que suprima el objetivo tradicional de su "estabili-
chid" (el yo como objeto) y lo reemplace por un objetivo de "cambio" 
(éi yo como proceso); el yo mudable está "abierto a la mayor amplitud 
"posible de e.xperiencias" y se caracteriza por la tolerancia y la 
flexibilidad. Pero Zurcher no llega a un encomio total del ser 
mudable, ya que él y sus colegas comprueban que esta condición ¿a 
ojlgen <a una forma de narcisismo.'í" La vida cotidiana queda anegada 
por una búsqueda permanente de autogratificación, donde los demás 
pasan a seí instrumentos al senicio de los impulsos propios.'^ 
El mundo que evidencia más la exaltación y las posibilidades de 
la multiplicidad es el de la moda. En el período modernista, la 
preocupación por vestir a la moda se limitaba a una minoría pudiente. 
Si bien una mujer podía preocuparse por la altura de su falda o por 
la costura más o menos invisible de sus medias, los criterios decisivos 
en la elección del atuendo eran la economía, la duración y la 
normalidad. La mayoría de las compras se hacían en grandes tiendas, 
que eran las que dictaban para sectores importantes de la cultura la 
"línea de la moda actual'', aunque al mismo tiempo seguían ofreciendo 
la amorfa indumentaria hogareña más corriente. Para muchos, "ir a 
la moda" equivalía a "ser vnjlgar" o a "darse ínfulas". Los hombres 
prestaban aún menor atención a la moda: en su caso, sensibilizarse 
a lo que se llevara en el momento era como reemplazar el yo 
verdadero por uno falso. En consecuencia, dejaban que sus esposas 
les compraran la ropa y los enorgullecía llevar trajes que usaban hacía 
muchos años. Estas actitudes hacia los estilos de la indumentaria eran 
compatibles con la concepción modernista del yo como una entidad 
fundamental y consistente. Si el yo está simplemente "allí', y es 
reconocido y confiable, la ropa no puede ser considerada un medio 
de expresión personal, sino algo que cumple una finalidad meramente 
práctica. 
Al enraizarse la conciencia posmoderna, retrocede esta visión de 
la moda. Para la personalidad "pastiche" ya no existe ningún yo fuera 
clel que se consu'uye en un ambiente social, y la ropa se vuelve 
entonces un medio ideal para garantizado. Si es adecuada, uno se 
transfomia en esa parte de su ser, y si se la orquesta como 
corresponde puede influir en la definición de la situación misma.i^ 
Cobra .sentido así la sustitución de la ropa de las tiendas de confianza 
por una notable .serie de atavíos suministrados por bovAiqíies 
"exclusivas". Cada distintivo internacional (exótico y a la vez univer-
saímentcaceptado) promete una nueva manifestación del yo; y como 
DEL YO A I.A RIILACION l'l^RSONAL 201 
reiterar temporada tras temporada la misma indumentaria parecería 
repetir la liistoria, la moda debe cambiar. Muchas mtijeres protestan 
contra los precios que deben pagar por vestimentas que en poquí-
simo tiempo ya tienen que ser reemplazadas por otras; pero si no 
insistieran en que se les suministren nuevos vocabularios de indu-
mentaria —así como insisten en recibir nuevas ideas, nuevas expe-
riencias y opiniones bien intbnnadas para reconstruirse adecuada-
mente en las relaciones en curso—, empresas como Gucci, Fierre 
Cardin, Christian Dior, etcétera, atravesarían períodos de escasez. No 
es que el mundo de la moda inste al consumidor a un costoso desfile 
continuamente renovado, sino que el consumidor posmoderno va en 
líusca del "ser" en una multiplicidad siempre apremiante de ambientes 
sociales. 
Hace tiempo la cultura occidental tendió a definir al hombre como 
más sólido y unitario que la mujer; de ahí que la importancia que 
adquirió la moda dentro de la cultura produzca un disloque más 
radical en el caso del hombre, quien ahora encuentra su identidad 
—antes asegurada de por vida— puesta en tela de juicio por la ropa 
interior de Calvin Klein, los portafolios de Gucci, los cinturones de 
Aegner, los impemieables tipo "espía", el calzado informal de los 
dueños de yates, las batas de casa a lo playboy y las camisas de 
explorador de safari. En la época modernista la loción para después 
del afeitado era un líquido protector para la piel de aroma casi 
imperceptible; el agua de colonia actual tiene una fragancia intensa, 
y sus funciones se orientan a la relación. (El "perfume Elvis Presley" 
para hombres conü'ovierte aún más la definición de lo que es un 
varón?) Incluso el ámbito de las actividades atléticas, último reducto 
del "verdadero hombre", ha sido invadido por aparatos de preca-
lentamiento, fajas para sudar, calzado especial y suspensorios. 
A medida que las relaciones sociales se convierten en oportuni-
dades para ja representación, se disipan los límites entre el yo real y 
el que se presenta a los demás —entre la sustancia y el estilo que está 
de moda—. Lo que desde un punto de vista parece verdadero y 
sustancial resulta meramente estilístico desde el otro. Las declaracio-
nes políticas del primer ministro soviético parecen reflejar con 
autenticidad al hombre, pero los comentaristas políticos nos aseguran 
no oír más que la demagogia de! momento. Las lágrimas de alguno 
parecen una señal auténtica de! profundo pesar que lo embarga, 
hasta que un sociólogo demuestra que son parte de un ritual 
consuetudinario, apropiado para ciertas ocasiones. La rabia que 
sentimos parece real, ha.sta que nue.slra pareja nos señala que 
solemos acudir a ese recurso para conseguir lo que queremos. 
Cuando sustancia y estilo pa,san a ser una cuestión que depende de 
202 KL YO S.VrUR.\DO 
la perspectiva, dejan de ser los elementos constitutivos de las 
acciones; sólo son una manera de contemplar la conducta. A la larga, 
el concepto del yo sustancial retrocede y se hace cada vez más 
hincapié en la debida forma, sin distinguir entre aquél y ésta. Si todo 
os estilo acorde con la moda, el ser sustancial deja de ser la marca de 
una diferencia-, es simplemente sinónimo de lo que hay allí delante. 
A estas alturas puede prescindir.se de términos como "estilo", "moda", 
"superficialidad" y "prcsentacicín de la persona", porque ya no nos 
dicen nada.'8 
El poeta árabe Sami Ma'ari sintetizeí bellamente el espíritu de la 
personalidad "pastiche": "Las identidades son entidades muy com-
plejas, llenas de tensión, contradictorias e incongruentes. El único 
que tiene un problema de identidad es el que afinna poseer una 
identidad simple, neta y bien definida".'̂ 
Aparición del yo,, relncional 
ÍOebeDitjs] reemplazar, como punió cíe partida, mía presunta 
"cosa" (...) localizada dentro de los iiidiuiduos por otra localizada 
(....) dentro de la conmoción comunicativa general de la vida 
cotidiana. 
—John Shotter, Texts ofldentity 
Cuando el modernista es arrastrado al mundo donde impera la 
saturación .social, predomina en él el seniijiiientodeser un m:inipulador 
estratégico, que se adhiere a un yo sustancial pero pese a ello se ve 
sumido, permanente y pesarosamente, en contradicciones. Al quedar 
atrás las amarras de su ser sustancial y comenzar a experimentar 
lentamente ¡os arrebatos propios de la personalidad "pastiche", los 
caprichos prevalecientes pasan a ser la persona; la imagen tal cual es 
prcseiitada. Pero al másmo tiempo que todo se vuelve imagen, 
gradualmente pierde su fuerza el distingo enye lo real)' lo simulado; 
a esta altura, ia signincación descriptiva y explicativa del concepto de 
un yo verdadero e independiente comienza a desaparecer,''J y uno 
está ya preparado para ingresar en la tercera y ijltima etapa donde el 
¿;p será sustitü ido por la realidad relacional: la transformación del "yo" 
y d3,kL,,t;ii,el "nosotros". 
Para apreciar debidamente ¡a intensidad de esta transformación 
será útil liace.̂ cierto repaso. Tanto la tradición romántica como la 
modeinista colocaban ci acento .sobre [fxlo en el individuo como 
a¿;cnie autónc.aio. f.c)s individuos son las unidades fundamentales de 
la sociecfid; las reacciones son secundari.as o artificiales, producto 
http://prescindir.se
DEL YO A LA RLI.ACION PERSONAL 203 
colateral de la interacción de aquéllos. Este sentido de uno mismo 
como individuo autónomo es en gran medida el causante de las 
gi'andes tensiones de la multifrenia. Lo tradicional es que sea el yo el 
que deba desenvolverse, el que me presente, el que logre su 
propósito o Falle, el que resultará enriquecido, el responsable y, de 
muchos otros modos, el que está inmerso en el torbellino de una 
socialidad envolvente. Sin embargo, la revulsión posmoderna (dentro 
y fuera de las universidades) plantea un profundo desafío al concepto 
de yo autónomo. Es cuestionado el concepto del individuo como 
centro del saber ("el que sabe"), como poseedor de una racionalidad, 
como autor de las palabras que pronuncia, como el que decide, crea, 
manipula o procura. i 
A la vez, va surgiendo silenciosamente en las fronteras de esta 
argumentación una alternativa. A medida que las construcciones de! 
yo dejan de tener un objeto (un yo real) al cual referirse, y uno llega 
a verlas como medio de avanzar en el mundo social, poco a poco deja 
de aferrarse a ellas, dejan de ser su posesión privada. Después de 
todo, la incitación a una construcción en lugar de otra emana del 
entorno social, y también el destino de dicha construcción está 
determinado por otras personas. El rol de cada cual pasa a ser, 
entonces, el de partícipe en un proceso social que eclipsa al ser 
personal. Las propias posibilidades sólo se materializan gracias a que 
otros las sustentan o las apoyan; si uno tiene una identidad, sólo se 
debe_ a que se !Q,permiten los rituales sociales en que participa; es 
capaz de ser esa persona porque esa persona es esencial para los 
juegos generales de la sociedad, 
E! asunto se aclara más si nos centramos en el lenguaje de la 
construcción del yo, las palabras y frases que empleamos para 
caracterizarlo. Como se esbozó en los capítulos anteriores, la visión 
tradicional del lenguaje como expresión externa de una realidad 
interna es insostenible. Si el lenguaje estuviera verdaderamente al 
servicio de la expresión pública de! mundo privado, no habría forma 
de entenderse con los demás. El lenguaje es, de suyo, una forma de 
relación. El sentido sólo se extrae de un empeño coordinado entre 
las personas. Las palabras de cada uno carecen de sentido (son meros 
sonidos o señas) hasta que otro les da su consentimiento (o toma las 
medidas oportunas). Y también ese consentimiento permanece 
mudo hasta que otro u otros le confieren sentido. Cualquier acción, 
desde la emisión de una sola sílaba hasta el movimiento del dedo 
índice, se torna lenguaje cuandolos demás le confieren un signifi-
cado dentro de una pauta de intercambios, y hasta la prosa más 
elegante puede reducirse a un sinscníido si no se le concede e! 
derecho a un significado. El significado, pues, es hijo de la interde-
2ai El- YO SATURADO 
pendencia. Y como no hay yo fuera de un sistema de significados, 
puede afirmarse que las relaciones preceden ai yo y son lo funda-
líiental. Sin relación no hay lenguaje que concepcualice las emociones, 
pensamientos o intenciones del yo. 
Al desplazarse el énfasis del yo a la relación, la nuiltifrenia queda 
despojada de gran parte de su laceración potencial. Si no son los yoes 
individuales los que crean las relaciones, sino éstas las que crean el 
sentido del yo, entonces el yo deja de ser el centro de ¡os éxitos o 
iVacasüS, el que merece el elogio o e! descrédito, etcétera; más bien, 
yo soy un yo solamente en virtud de cumplir un determinado papel 
en una relación. Logros y fracasos, aumento de las posibilidades, 
responsabilidades, etcétera, son meros atributos que se asignan a 
cualquier ser que ocupa un lugar determinado en ciertas formas de 
relación. Si uno no participa cabal y eficazmente, la diferencia es 
poca, ya que no existe un yo fundamental sobre cuyo carácter 
pudiera ¡erlejarse, y el lugar que uno ocupa en los juegos de la vida 
bien puede ser ocupado por otros jugadores. En términos de Jean 
BaudriUard, "nuestra esfera privada ya no es más la escena en que se 
'representa el drama del sujeto reñido con sus objetos y con su propia 
imagen; ya no existimos como dramaturgos o actores, sino como 
tenninales de redes múltiples".̂ ^ 
Sería necio afirmar que la conciencia del yo relacional está 
ampliamente difundida en Occidente, pero uno percibe su presencia 
de muchas maneras en los asuntos cotidianos. Aparece de modo sutil 
en el leve abatimiento que nos invade cuando nos vestimos espe-
cialmente para ir a cenar fuera de casa y nos encontramos con que 
el restaurante no está tan concurrido como imaginábamos; cuando 
advertimos que se nos ha invitado a una fiesta porque sin nuestra 
participación activa no habría fiesta alguna; cuando nos sentimos 
fiiisirados por no tener a quién contar los suce.sos de nuestra vida, 
ya que la falta de o\-entes amenaza con borrar los sucesos mismos, 
o apesadumbrados por la muerte de alguien porque notamos que con 
é! ha desaparecido una parte de nosotros. Está también en el 
apercibimiento de que no podemos ser "atractivos" si no hay alguien 
a quien atraer, ni ser "líderes" si no tenemos a quien dirigir, ni ser 
"amables" si nadie aprecia nuestra amabilidad. 
Esta callada conciencia se acentúa en el plano público. Como 
ejemplo nos encontramos con los .siguientes hechos; 
• Se insinúa una redefinición de lo que es la presidencia, que deja 
de ser el centro de poder" de la nación para acíquirir el carácter de 
un luiesio de "testaferro", liste cambio va acompañado de una 
creciente iiuportancia de los asesores presidenciales. En la época 
DEL YO A LA RELACIÓN PERSONAL 205 
modernista, tos ayudantes de la Casa Blanca eran figuras borrosas, 
que permanecían en la penumbra, apenas conocidas de! público. El 
presidente gobernaba, y sus asesores desempeñaban un papel 
secundario de apoyo. Hoy, cada vez más, los asesores presidenciales 
son centro de atención de los medios de comunicación. 
• En el mundo de los negocios, la imagen del hombre que se abría 
paso como fruto de su propio esfuerzo, el ejecutivo firme e intrépido 
que avanzaba denodadamente, está desapareciendo de nuestro 
vocabulario, al par que se introducen expresiones como "la cultura 
deda organización" y los "sistemas interpersonales".22 Estas frases de 
nuevo cuño nos hacen reparar en la red de interdependencias que 
componen una organización, que existe como sistema de significa-
dos determinante de lo que es real y apropiado. Sin acuerdos 
negociados sobre los medios y propósitos de la vida organizativa, el 
sistema resultaría desequilibrado. 
• La terapia de las personas mentalmente perturbadas se centró 
tradicionalmente en la psique individual, pero hoy es cada vez mayor 
el número de terapeutas, consejeros y asistentes sociales que 
abandonan el enfoque centrado en el individuo. Los problemas del 
individuo —se nos dice— son sólo los resultados colaterales de sus 
relaciones perturbadas con otros individuos de la familia, la escuela 
o su lugar de trabajo. No es el individuo el "enfermo" sino las redes 
sociales de las que forma pane. Así, en vez de explorar el inconsciente 
del individuo (remanente del período romántico) o de "modificar" su 
conducta (como en el apogeo modernista), más y más terapeutas 
asisten a los individuos, las familias y a grupos enteros para pasar 
revista a sus formas de relación y los efectos que provocan en los 
participantes.23 
• Los dramas populares del período romántico o del modernista 
giraban en torno de un héroe, un líder, un amante,'una figura trágica. 
A juzgar por lo que nos muestra hoy la televisión, esos dramas han 
sido reemplazados por los temas de la complementariedad, la 
cooperación y la connivencia entre las personas. En las últimas 
décadas, por los programas de TV noneamericanos de mayor 
audiencia han desfilado dramas colectivos: All in the Family, The 
Avengeis, Dallas, Eigbl isEnough, Eastendets, Family Ties, Ponderosa 
[Bonanza!, Precinct, Star Trek, Taxi y 'The Waltons son ejemplos 
ilustrativos. También hay una cantidad considerable de películas 
cinematográficas en las que no existe ningún protagonista que 
persiga determinados propósitos, se arriesgue, supere y venza; el 
acento recayó en las redes de interdependencia, ya sea en las 
"películas de camaradas" masculinos {481-¡ours[AS horas], Midnigbt 
Riui) o sus equivalentes fcmeninrjs {Dig Dnsíness, Beaches), de 
JIYi 
EL VO SATUK.ADO 
Eludiendo el tradicíoiKil foco o'e a 
2;lri(:i de ^^und!, c-xnlnm I-..- -- - ' ;:l-."-.;.ss;::---»^.»^^^ 
DI-:!. YO A LA RELACIÓN PERSONAL 207 
equipos integrados sólo por hombres (Tl.vi'C'i\[en atida Baby'[l'cts 
hombres y un biberón), Seven Alone), de reductos íemeninos {Sleel 
Mag}iolias[lÁ2Q,no\\2s de acero!, CríDiesoj'ibeHoan) o que muestran 
las complejas relaciones que se desarrollan en un grupo humano 
{Haniiah and Her Sisiei:i [Mannah y sus hermanas!, Sex, Líes and 
Videotape [Sexo, mentiras y vídeo!. Do ¡be Right 'ÜJíng [Haz lo co-
rrecto!). 
Sin embargo, el desarrollo de la relación conio realidad fundamen-
tal sólo avanzará muy poco-a poco, pues, como hemos visto, el 
vocabulario occidental para la comprensión de la persona sigue 
siendo fundamentalmente individualista. Desde niucho tiempo atrás, 
la cultura considera que el' yo singular y consciente es la unidad 
decisiva de la sociedad. La máxima de Descartes, "Pienso; luego', 
existo", es un emblema: las decisiones deben emanar de! pensamiento 
privado, no de las autoridades ni de otras personas. La conciencia 
privada marca el comienzo y el fin de la vida.. De ahí que en la 
presente coyuntura histórica dispongamos de una plétora de términos 
para describir al individuo: pues es el que confía, teme, desea, piensa, 
anhela, se inspira, etcétera. Con estos términos comprendemos la 
vida cotidiana, están inseitos en nuestras pautas de intercambio. Nos 
preguntamos qué siente Bob por Sarah y lo que piensa Sarah de Bob, 
y creemos que la relación entre ambos se edificará (o no) sobre esa 
base. En cambio, nuestro lenguaje para la relación es pobre aún: no 
podemos preguntamos si una relación confía, teme o desea, ni 
comprender cómo podría determinar los sentimientos de Bob o los 
pensamientos de Sarah —en lugar de ser éstos los que determinen 
la relación—. Es como si contáramos con miliares de términos para 
describir las piezas con que se juega al ajedrez, pero virtualmente 
ninguno para describir la partida. 
L#S LENGUAJES ®E LA RELACIÓN 
Las relaciones no pueden convertirse en la realidad mediante la 
cual se vive la vida iiasta que no exista un vocabulario por cuyo inter-
niediQ, dichaS-,1'̂'̂ * '̂̂ "^^ se materialicen. Este vocabulario está 
comenzando a gestarse lentamente en nuestra época, y con él una 
sensibilidad que hará de las relaciones algo tan palpable y objetivo 
como los yoes individuales de otras épocas.̂ '̂ A raíz de la enorme 
significación de este proceso para la futura contextura de la vida 
social, dedicaremos el resto del presente capítulo a explorar diversos 
ámbitos en los f|ue la realidad del individuo está cediendo lugar a la 
;0S El- VO SATUK.\0O 
realidad relacional. Ocuparán el centro de nuestro interés la historia 
personal, las emociones y la moral.2' 
La propiedad social ele la bistoria personal 
S!!poi:ei>!os que la vida de un indivíditoproduce su autobiografía 
como loi acto produce sus cousecuencías, pero... ¿no podnatnos 
decir, coa igual justicia, que el proyecto autobiográfico puede por sí 
misino producir y deienuiíiar una vidaí" 
—Paul de Man, Autobiograpijy as Defaceiiient 
Pensemos, ante todo, en la historia de una vida, el tipo de relato 
que uno haría si estuviera reflexionando en cómo llegó a ser lo que 
es, o si tratara de descubrir a otro el pasado. Lo tradicional es que 
supongamos que un relato tal es singularmente propio, una posesión 
de la que uno ha extraído sustento y guía. En el período romántico 
las personas solían pensar que su vida era impulsada por una misión, 
dirigida quizá por fuerzas internas o por musas que habitaban el 
interior oculto. Podía hablarse sin temor, resueltamente, del destino 
pei-sonal. En el período moderno dicho discurso fue reemplazado por 
una visión "productivista' de la propia historia, que podía esque-
matizarse (como en un curriculum vitae) teniendo en cuenta los 
logros visibles (nivel de instrucción, cargos ocupados, premios y 
honores, artículos publicados). En ambos casos, el sujeto podía decii' 
que poseía una historia, un relato preciso de su D'ayectoria idiosinaásica 
a través de la existencia. 
Pero estas concepciones de la historia individua! no se amoldan al 
ten-i pera mentó posmoderno. Recordemos la crítica de Hayden White 
(mencionada en el capítulo 4) a los escritos históricos y su propuesta 
de que una cultura desarrolla modalidades narrativas y de que esta 
serie de convenciones retóricas son las que determinan en buena 
medida cómo se comprende el pasado. No es el pasado el que 
impulsa o rige la narrativa histórica; son más bien las prácticas de 
escritura culturales las que determinan nuestro modo de entender el 
pasado. Este mismo razonamiento se aplica a la autobiografía.̂ 6 
Pensemos en una niña de cinco arlos a quien sus padres le preguntan 
cómo ha pasado el día en el jardín de infancia. Hablará del lápiz y lo 
que ha dibujado, tal vez aluda ai cabello de una amiga, a la bandera, 
a las nubes. Es probable que esta descripción no convenza a sus 
padres. /;Por qué'' Porque los sucesos no guardan relación entre sí: el 
reíato carece de dirección o de "sentido", no tiene una secuencia 
d.nuiifuica, no hay un pnncipio y un fin. Sin embargo, ninguna de 
DEL YO A LA K£LACt0N PERSONAL 
estas características (relación entre los acontecimientos, dircí 
drama, cronología) tiene existencia dentro de los sucesos de la 
son más bien rasgos de lo C|ue la cultura entiende por un buen i 
sin los cuales resultaría aburrido o ininteligible. Tal vez a lossei,-
la niña haya aprendido a describir su jornada escolar adecuada! 
y cuando tenga veintiséis, el sentido de la historia de su vida adc 
el mismo carácter narrativo. 
2 
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TIEMPO TIEMPO 
Fig. 1. Registros del éxito y del fracaso 
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TIEMPO TIEMPO 
Fig, 2. Registros de la "felicidad a partir de enlonces" 
y de la tragedia 
TIEMPO 
Fig, 3. Registro del héroe típico 
:iO KI. YO SATURADO 
Los tipos de relatos que olVece una culuira en un ¡nomento dado 
probablemente sean también liiuiíados. En la cultura occidental, la 
mayoría de nuestros relatos se construyen en torno de sucesos que 
u-̂ iguen una dirección \'a!orada positiva o negativamente.-'' En el típico 
relato de una "historia de éxito", los sucesos de la vida resultan 
paulatinamente ntejorados, en tanto que en una "historia de fracaso" 
a\'anzan cuesta abajo (véase la figura 1). La mayor parte de las 
restantes historias representan vai'iantes de estas dos formas rudimen-
tarias. Kn el relato tipo "feliz a partir de entonces", después de algún 
tiempo, una historia de éxito ("como llegué a ser lo que soy", "como 
conquisté la posición que ahora ocupo"), comienza a estabilizarse; 
en la "tragedia", alguien que hubiera alcanzado buenas posiciones 
cae en picado rápidamente y se derrumba en el fracaso (figura 2), 
Algunos individuos adoptan la narrativa del "héroe épico", en la que 
se empeñan en alcanzar el éxito, que luego les vuelve la espalda, pero 
siguen batallando para alcanzar la cunibre, y asi sucesivamente, en 
una serie de recuperaciones heroicas (figura 3)- Estas son nuestras 
maneras habituales de concebir la vida. En contraste, si alguien 
conrase que cada tres días su vida es un infierno, pero en los dos 
intermedios vive el paraíso, lo más seguro es que nadie le crea. En 
general, estamos dispuestos a aceptar como "verdaderos" sólo los 
argunrentos de vida que se acomodan a las convenciones vigentes. 
Peroja historia personal es una propiedad cultural no sólo por lo 
que atatie a las foimas del argumento: el contenido mismo de tales 
réjalos ciepencie de las reiaciqnes sociales. Veamos antes qué ocurre 
con el proceso de la memoria. Como demuestran las investigaciones 
de los testimonios de testigos presenciales, los relatos o informes del 
pasado no son Fotografías fijas y definitivas; están permanentemente 
en movimiento y son alterados por la nueva información o por la 
experiencia.-''Si queremos hacer inteligibles nuestros recuerdos para 
nosotros mismos o para los demás, tenemos que utilizar el lenguaje 
disponible en la cultura, que fija límites esenciales en cuanto a lo que 
legítimamente podemos considenir un recuerdo. En ciertas circuns-
tancias, podremos decir: "Recuerdo haber visto a un hombre con un 
abrigo negro", pero no: "Recuerdo algo entre el gris y el negro, ni 
grande ni pequeño, que se niovía". Esta combinación de palabras ta! 
vez exprese efectivamente la imagen que somos capaces de evocar, 
pei'O no sil-ve como descripción correcta de lo recordado. Lo que se 
acepta como recuerdo inteligible dependerá de la cultura en la que 
se relata. En este sentido, los estudiosos acuñaron la expresión 
recuerdo coiuñn para referirse al proceso de a-amitación social entre 
las'personas cuando deben decidir "(¡ué ha pasado".̂ "̂ Así, los 
miembros de una familia pueden discutir largo y tendido sobre lo que 
Dfü, YO A LA RELACIÓN PERSONAL 211 
puede considerai-se un recuerdo preciso de su acer\'0 familiar, los 
amigos ciue han pasado juntos ¡as vacaciones debatirán entusiasma-
dos la "forma correcta" de dar cuenta de sus aventuras. La memoria 
se convierte, pues, en una posesión social. 
t:n un volumen muy interesante titulado Narralive Trath and 
Ilislorical Tni'h, Donald Spence ha aplicado las consecuencias de 
estas argumentaciones al campo de la clínica psiquiátrica.30A Spence 
le atraían particularmente los intentos de los pacientes por examinar 
sus primeros años de vida. En los círculos psiquiátricos se piensa que 
• la clave de un tratamiento adecuado radica en la capacidad del 
individuo para recordar sus primeras relaciones con padres y 
hermanos, y sobre todo los sucesos traumáticos olvidados mucho 
tiempo ha; presumiblemente, estas intelecciones acerca de la historia 
infantil liberen las fuerzas reprimidas que provocan nuestros problemas 
en la madurez. Sin embargo, Spence se pregunta: ¿qué probabilidad 
existe de que el paciente sea capaz de identificar la verdad histórica, 
lo que realmente sucedió? Los acontecimientos infantiles son borrosos, 
ios recuerdos cambian a medida que la relación con los padres y 
hermanos se altera en el transcurso de la vida, y lo que se"encuentra' 
en esos casos depende a menudo de lo que se busca. Por lo tanto, 
Ij reconstrucción por parte del aaalista de un suceso infantil puede llevar al paciente 
a recordarlo de otra manera, si es que lo recordaba en alguna medida,)' si no tenía 
acceso a dicho acontecimiento, puede llevarlo a forjar un recuerdo virgen. Dentro 
de su ámbito privado, el suceso así "recordado' opera y es sentido como cualquier 
otro recuerdo; por consiguiente, se vuelve verdadero. 
De hecho, el paciente desarrolla con el psiquiatra una forma de 
narrativa o de verdad construida, por oposición a una verdad 
ilistóricamente exacta, y es la verdad de la narrativa la que determ.ina, 
en gran parte, el resultado del tratamiento. Tanto en e! entorno 
terapéutico como fuera de é!, comprobamos que la aulob\ogx2Í'\z nada 
tiene de autónoma: es, más propiauíente, una 50Cíobiografía. 
Las eiitociones euli-e nosotros 
La búsqueda del amor guiada por la premisa de que constituye un 
placer que puede ser definido exclusivamente en el interior de 
nosotros mismos es una de las principales peiveniones de la actividad 
cotidiana moderna. 
—Willart Gaylin, Passionate Altachments 
212 EL VÜ SATü'R.\DO 
¿Quién_ puede negar que nuestras emociones son posesiones 
privadas que pertenecen al mundo personal de ¡a experiencia y no 
están abiertas a cualquiera? Sin duda, los últimos siglos ofrecen 
amplio apoyo a dicha hipótesis. En el período romántico, las 
emociones imponían un respeto reverente: su fuerza podía impulsar 
a un sujeto a dedicar toda su vida a una causa, o a suicidarse. Para 
el modernista, las emociones eran una molestia, elementos que 
interferían con la razón y la objetividad. No le era posible negarlas 
(insertas como estaban en el sistema biológico), pero su mayor 
esperanza era que, gracias a la comprensión científica, se las pudiera 
canalizar adecuadamente o controlarlas de modo que la sociedad 
pudiese progresar de modo ordenado. Así, libros muy conocidos, 
como On Aggressioii, de Konrad Lorenz, y Fnistmtion and Aggres-
sion, dejolan Dollardy sus colaboradores de la Universidad de Yale, 
procuraron demostrar científicamente que era posible someter a un 
control social sistemático las pasiones hostiles. 
Con e! posmodernismo comenzó a dudarse de la concepción 
según la cual las emociones eran esencias del ser personal, mante-
nidas bajo presión en el sistema biológico y a la espera de su 
expresión explosiva. Suele decirse que "experimentamos" emocio-
nes (amor, rabia, temor, etcétera); pero..., ¿cuál es, después de todo, 
el objeto de esa experiencia, "eso" que nos imprime su marca? ¿Es la 
presión arterial, el ritmo cardíaco, el rubor en las mejillas lo que 
experimentamos? En tal caso, caemos de nuevo en la duda, pues 
según los científicos los cambios en la presión arterial, el pulso, 
etcétera, no son las emociones mismas, son sólo señales o indicado-
res de las emociones. ¿Dónde está, entonces, aquello de lo que son 
seriales? El objeto de nuestra experiencia, ¿será en el caso de la 
tristeza, las lágrimas y los hombros caídos, y la voz airada y los puños 
cerrados en el de la rabia? También esto parece dudoso, pues estas 
acciones no son las emociones en sí misma-í", sino meras expresio-
nes emocionales. Ahora bien: si restamos todos los indicadores, todas 
las expresiones y señales, ¿qué nos queda que constituya la "emoción 
real"? ¿Dónde hemos de situar "eso"? 
Esta cuestión suscitó el interés científico a comienzos de la década 
de 1960, con la publicación de las investigaciones de Stanley 
Schachter sobre la denominación de las emociones.^i Después de 
pasar revista a un gran número de estudios científicos sobre las 
emociones, Schachleí llegó a la conclusión de que había muy pocas 
cnierencias fisiológicas entre ellas. El amor, el temor, ¡a ira, etcétera, 
carecían de base.s biológicas netamente diferenciadas; a lo sumo, 
podía decirse que un individuo afectado por una intensa emoción, 
cualquiera que fuese, mostraba una "activación fisiológica genera-
tíU. YO .\ L.\ RF.LACION l'HRSONAL 21? 
lizada". Las personas furiosas experimentan el mismo aumento de la 
tensión arterial, el ritmo cardíaco, etcéiera, que las que sienten temor 
o éxtasis. Schachter propuso, entonces, que las diferencias entre las 
emociones provienen de los apelativos con qtie solemos designar al 
estado de activación aludido. Al advertir al adolescente descarriado, 
LTÍI hombre asignará quizás el apelativo de "rabia", culturalmente 
aprobado, a la emoción que siente en ese momento; si en cambio está 
huyendo de im oso, el término apropiado será "miedo", y si se ha 
enlazado en abrazo intimen con una mujer, experimentará ese mismo 
estado fisiológico como "amor". 
No son muchos los científicos que se han dado por satisfechos con 
las pruebas aportadas por Schachter sobre su teoría, pero sí los que 
comparten su duda en que las emociones estén simplemente "en la 
naturaleza' y nos impulsen a actuar queíamos o no. Algunas de las 
pruebas más contimdentes contra la opinión de que las emociones 
son esencias naturales del individuo han sido suministradas por los 
antropólogos. Recordemos que ya en el capítulo 1 se expusieron 
muchos casos de emociones experimentadas en nuestra cultura que 
no tienen su réplica en otras. Tomemos el caso de los ifaluk de la 
Micronesia, una cultura estudiada ¡5or la antropóioga Catherine 
Lutz.32 Para los ifaluk, hay una emoción fundamental llamada/ago. 
Parecería ser similar al amor, tai como es expresado con una persona 
con la que se mantiene una relación estrecha; no obstante, elfagono 
es alegre ni entusiasta: tiene un matiz de tristeza, y se evidencia a 
menudo cuando la otra persona está ausente o muerta; pero tampoco 
equivale al pesar por la desaparición de un ser querido, pues también 
se despliega activamente en las relaciones en curso, sobre todo 
cuando se refiere a personas más débiles; en este último sentido se 
asemeja a la cpmpasión. En la cultura occidental no tenemos un 
equivalente preciso para dfago; ¿significa esto que nuestra biología 
está estructurada de otro modo que la de los ifaluk? No, de acuerdo 
con James Averill, un psicólogo de la Universidad de Massachusetts, 
quien sostiene que lo (\ue denominamos emociones son en esencia 
actuaciones culturales, aprendidas y realizadas en las ocasiones 
oportunas.33 .No estamos impulsados por fuerzas encerradas en 
nuestro interior, sino que actuamos emotivamente del mismo modo 
en que representaríamos un papel en el escenario. Al dar curso a una 
emoción recurrimos a la biología, así como un actor requiere un 
incremento en la presión arterial y el ritmo cardíaco para representar 
adecuadamente la furia del Rey Lear. Si bien el sistema biológico es 
necesario para poner en práctica ia emoción con eficacia, la biología 
no necesita de las acciones en sí. 
lina vez tran.sferida la propiedad de las emociones de la biología 
: i ^ EL YO SATUIUBO 
a la cultura, ya estamos preparados para quitarle también su 
propiedad al individuo. Veamos nuevamente qué ocurre coa la 
actuación emocional, la puesta en práctica del amor, la rabia o la 
tristeza. La actuación parece a todas luces un "en sí", una expresión 
del ser autónomo, pero si la miramos con más detenimiento, nos 
damos cuenta de que uno no puede experimentar una emoción 
determinada en cualquier circunstancia. El transeúnte que va por la 
calle no puede detenerse en mitad del trayecto y ponerse a vociferar 
•'¡Estoy furioso!". Tampoco el ama de casa que ha invitado a unos 
amigos a cenar puede, llevada por un estado pasional, comenzar a 
contorsionarse frente a los invitados. Las actuaciones emocionales se 
limitan a ciertos contextos que cuenten con la aprobación social. El 
transeúnte podrá sentirse furioso (y hasta se espera que lo haga) si 
un joven distraído le pisa un pie, pero no si le pisa su sombra. La 
anfitriona podrá apasionarse si un galán le clava la mirada, pero no 
si se la clava su hijo de seis años: en tal caso sería objeto de buda. 
Por otrolado, una vez que tuvo lugar la actuación emocional, las 
demás personas también se ven limitadas por ciertas reglas culturales 
en cuanto a sus reacciones admisibles. Así, si un amigo íntimo nos 
confiesa; "Estoy ten-iblemente deprimido", no podremos responderle, 
sin poner en peligro nuestra amistad, "Te lo mereces", ni tampoco 
"Déjame que te cuente qué magnífico fin de semana acabo de pasar". 
La cultura occidental sólo ofrece un puñado de gestos sensatos para 
tales ocasiones: por ejemplo, mostrarse compasivo o benevolente 
con el amigo deprimido, sugerirle alguna solución a su problema o 
ajustado restándole gravedad. Análogamente, una vez ejecutadas ias 
actuaciones de esta índole, lo que el depresivo pueda hacer en el 
próximo acto está asimismo delimitado. Si se le muestra conmisera-
ción, no cuadrará que se ponga a hablar de jardinería o a cantar un 
himno. 
Si admitimos que son reglas culturales las que gobiernan cuándo 
y dónde puede tener lugar una acaiación emocional, así como las 
reacciones de los demás y la próxima respuesta del actor inicial, 
podemos empezar a considerar estas actuaciones emiocionales como 
movimientos de una danza o un guión emocional mny elaborados.3'' 
Así como los movimientos que realiza Ivan Lendl en la cancha de tenis 
sólo cobran sentido si se tienen en cuenta los que realiza Boris Becker 
de! otro lado de la red, así también las actuaciones emocionales 
cobran significación como elementos componentes de las relaciones 
en curso. Hablar de "mi depresión", "la rabia que siente Juan" o "la 
alegría de Mirta" es situar erróneamente en la cabeza del individuo 
acciones que forman parte de guiones más amplios. "Mi depresión" 
es sólo mía en el seniicio de que soy yo el (]ue ejecuto este aspecto 
DEL YO A LA RELACIÓN PERSONAL - ' ^ 
particular del guión emocional en que ambos participamos. Sin la 
complicidad del otro, que a menudo está presente antes, durante y 
después de la actuación, ésta perdería todo sentido. 
Una mor ni que trasciende al individuo 
El yo debe encontrar su identidad moral en (y por medio de) la 
pertenencia a coninnidades como la familia, el vecindario, la ciudad 
y la tribu. 
—Alasdair Maclntyre, After Virtue 
Examunemos por último el caso de la moral, que también es en 
apariencia un asunto privado y personal. El presente siglo heredó la 
concepción judeocristiana de que la moral se centra en el individuo; 
más concretamente, solemos pensar que un acto extrae su carácter 
moral de la intención de quien lo realiza. Dañar a otro no es inmoral 
si el daño no fue intencionado; socorredo no es moral si el socorro 
va acompañado de la intención de causarle algún perjuicio. Por lo 
común, no responsabilizamos a las personas de sus actos, ya sea en 
la vida diaria o en los tribunales, si quedan fuera de su control 
consciente. Por lo tanto, la moral es esencialmente algo vinculado a 
las propias intenciones, inmersas en alguna parte de la mente 
individual. 
Ni el romanticismo ni e! modernismo vieron con muy buenos ojos 
esta concepción tradicional de la moral. Para el primero, las acciones 
del hombre podían ser la consecuencia de impulsos poderosos 
procedentes de los recovecos más profundos de la mente, que 
dejaban de lado todo propósito consciente. En este sentido, la teoría 
freudiana es contraria, en líneas generales, a la concepción tradicional 
de la moral. Para Ereud la religión era una forma de neurosis colectiva, 
y 'e! super)'ó (sede de las inclinaciones morales) funcionaba pri-
mordialmente como una defensa irracional contra las fuerzas in-
conscientes y amorales de Eros, De manera similar, la concepción 
modernista de las personas como entidades maquinales gravitó 
adversamente en e! concepto de intención: si las acciones de un 
individuo están regidas por estímulos y otros aflujos causales, según 
sostenían los modernistas, ¿qué papel le cabe a la intención voluntaria 
en la vida? Por ejemplo, si los actos agresivos y altruistas son producto 
de la socialización y de la estimulación ambiental, no hay cabida para 
una "cau.sa sin causa" como sería la intención voluntaria. 
Este deterioro de la idea de intención en los períodos romántico 
y modernista se consuma en el período posmoderno. Ante todo, ¿por 
qué presumir que por el solo hecho de emplear ia palabra "intención" 
lié El. YO JATUPuVDO 
tiene que existir en la mente de la persona el estado correspondiente? 
Como veíamos en el capítulo L términos como "intención" no 
aparecen en todas las culturas ni en todos los períodos históricos. 
Tampoco podemos dirigir una iriirada introspectiva y discernir 
cuá[ido se da ese estado y cuándo no. Este punto de vista se veía 
ratificado en el capítulo 4, al comprobar que, aunque haya intencio-
nes detrás de las palabras, nunca podríamos aprehender su signifi-
cado. Así, hablar no es un signo externo de un estado interno, sino 
participar en una relación social. A partir del argumento de que el 
lenguaje obtiene su significado de los usos que adopta en las 
relaciones cabe concluir que la palabra humana es utilizada en 
actividades prácticas, como las de responsabilizar a otro, buscar un 
perdón, etcétera, 
Pero si se suprime la moral del cerebro de los individuos, ¿cómo 
puede conceptualizársela al modo de un fenómeno relacional? 
Examinemos una fragorosa contienda que ha tenido lugar reciente-
mente en el campo de la psicología. Una de las teorías innovadoras 
sobre el comportamiento moral, cuya explosiva aparición se produjo 
a fines de los años 60, viene de mano de Lawrence Kohlberg, de la 
Universidad de Harvard. Kohlberg aducía que las capacidades de una 
persona para la toma de decisiones morales seguía un curso de 
desarrollo natural.35 En los primeros aiios de vida, antes que el niño 
llegue a la etapa del razonamiento abstracto, las decisiones morales 
se toman sobre todo basándose en las recompensas y castigos que 
imparten las autoridades paternas. Al surgir !a facultad del raciocinio, 
el individuo pasa a escoger como fuente de tales decisiones la 
aprobación social y las normas del derecho. El estadio más alto de 
desarrollo moral —proponía Kohlberg—• se alcanza cuando la 
persona es capaz de crear su propia filosofía universal sobre lo que 
es correcto e incorrecto. Según la teoría del autor, la forma avanzada 
de la moral no es sólo una cuestión individual sino un producto del 
pensamiento racional. En tal sentido, dicha teoría presta apoyo a la 
visión tradicional de la moral en Occidente. 
No obstante, Carol Gilligan, una colega de Kohlberg, replicó que 
su teoría evidenciaba otro sesgo: un se.xismo implícitc^^Los estudios 
de Kohlberg —afirmó— por lo común olvidaban acreditarie a la 
mujer un pensamiento moral avanzado, sustentado en principios, y 
valoraban al individuo autónomo y aulosuficiente —de hecho, la 
típica imagen masculina del héroe—. De ahí que Gilligan y sus 
colaboradores se dispusieran a explorar de qué manera resuelve la 
mujer sus dilemas morales; por ejenrplo, ¿cómo trata la cuestión del 
aborto' Su eciuipo sastuvo que lo característico es que las mujeres 
lleguen a una solución de sus dilemas relacionándose con los demás 
m-1. YO A LA RliLAClON FHRSONAL 217 
—considerando lo que sienten sus amigo?, familiares, etcétera—. En 
lugar de buscar principios morales generales, abstraídos de las 
relaciones cotidianas, se conciben a sí mismas como partícipes en una 
red de relaciones mantenida por lazos afectivos. "En todas las 
descripciones que realizan las mujeres —concluye diciendo Gilligan— 
la identidad se conforma en un ambiente de relación".̂ ? 
Entre las feministas hay una tendencia a identificar esta forma de 
adopción de decisiones morales como peculiar de las mujeres, y la 
consideran resultado de la educación tradicional de las niñas en la 
familia, a diferencia de los niños. Sin embargo, para nuestros fines 
podemos generalizar el enfoque de Gilligan y si]S colaboradores 
tomándolo como base de una concepción relacional posmoderna de 
la moral, según la cual las decisiones

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