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F. GUIZOT ACERCA DE LOS MEDIOS DE GOBIERNO Y DE OPOSICIÓN
EN EL ESTADO ACTUAL DE FRANCIA
(Selección. Traducción de D. Roldán)
CAPÍTULO VI: VERDADERA CAUSA DEL SISTEMA MINISTERIAL
¿Porqué ese sistema? ¿Porqué un poder nuevo y que acaba de abrir a sus pueblos y a sí
mismo, una nueva carrera, se muestra desde el principio estacionario e impotente? Todo se mueve a su alrededor; todo marcha; por más profunda que sea hoy la calma, el movimiento social no ha cesado; su dirección no ha cambiado en modo alguno; las clases que se dejan llevar por ella continúan elevándose; las que rechazan de tomar parte en ella permanecen cada día más atrasadas; la división de las propiedades, el desarrollo de la industria, la rápida circulación de las riquezas, la difusión de las ideas, todos esos elementos constitutivos del nuevo orden se expanden y se desarrollan día tras día. Los espíritus no se detienen ni se retrotraen; por más que a primeravista parezcan indiferentes, van hacia delante por las mismas vías; las pruebas de las que surgió la duda se alejan; los recuerdos que produjeron descorazonamiento se debilitan; las generaciones
fatigadas se esclarecen y dejan lugar a generaciones activas; el futuro llega a grandes pasos; lo que no era ayer sino un pensamiento vago, hoy es un deseo decidido y será mañana una necesidad imperiosa. ¿Qué es, entonces, un gobierno que no camina, que no quiere caminar, que no tiene futuro y que no se prepara ningún avenir?
Esta inmovilidad imprevisible no REPUGNE menos a las necesidades particulares de Francia que al curso general de las cosas. Interroguen las diversas opiniones o los diversos intereses. Se escuchará en todas partes el mismo lenguaje. Los amigos del régimen constitucional dirán que él no existe, que no posee garantías, que necesita instituciones y progreso. Los partidarios del antiguo régimen proclaman que no se podría esperar ni el orden ni la perdurabilidad si no se crea rápidamente un sistema de fuerzas y de leyes que reprima el torrente del siglo y prevenga su universal invasión. Los doctores del poder deploran la incertidumbre de su situación, la insuficiencia de sus armas y parecen temer cada día, al levantarse, que antes del anochecer un gran peligro los alcanzará.
Si observo más detalladamente, si entro más delante en el pensamiento de una gran cantidad de hombres, funcionarios o ciudadanos, amigos o adversarios de la autoridad, encuentro mil dudas, mil temores sobre las disposiciones del país y acerca de la dinastía reinante. Parecen suponer que su fuerza es precaria, se preocupan por su futuro, se reconoce, incluso callándose, que ella necesita hacer crecer sus raíces, unirse más profundamente a Francia, hacer que los intereses que desconfían de ella se acerquen, necesita disipar las prevenciones que la perjudican y, por último, cambiar en el estado moral, en los instintos y en los presentimientos de ese pueblo lo que la hace a ella misma, sino extranjera, al menos demasiado exterior a la existencia pública, demasiado poco anclada en las necesidades y en las fuerzas que parecen llamadas a decidir de la suerte futura de todos.
(…)
Nuestros ministros son poseídos por una doble convicción: juzgan que la revolución es
ingobernable y la contra-revolución imposible. El secreto de su conducta está allí. Las ideas liberales, los intereses nuevos, la nueva Francia son, para ellos, aliados con los cuales no se puede tratar ni vivir, que no saben o que no quieren más que la perturbación, que se niegan a todo orden estable o regular. Lo hemos intentado, dicen: hemos querido marchar en ese sentido y con ese apoyo; hemos fracaso: las teorías anárquicas, las pasiones revolucionarias se despertaron y enojaron al poder, esperando la ocasión para destruirlo. No hay allí con qué gobernar. Por otro lado, emprender la contra-revolución sería un acto de demencia. Una facción la quiere, la persigue; pero puede quitarse de ella muchos hombres; se contentarán de ver combatida a la revolución y los beneficios del arbitrario les bastará. Se puede, finalmente, gobernar a la manera y con el socorro del antiguo régimen sin restablecerlo. Es el único recurso que queda porque no se puede ni gobernar según el espíritu y con la alianza del régimen constitucional ni abolirlo.
He allí la verdadera causa del sistema ministerial. No quiere asociarse a ningún movimiento porque no se siente en condiciones para dirigir ninguno. No quiere ni marchar hacia el futuro ni retornar al pasado. Parecería que quiere que no haya futuro, que no haya pasado, que toda esperanza y todo recuerdo estuviesen extintos, que el pensamiento y la actividad humanas permanecieran, como la política, aprisionados en el estrecho espacio de un día, de un momento. Y quería esto porque no sabe cómo satisfacer a ninguna otra necesidad, cómo regular ningún impulso, porque no posee ni la fuerza de reprimir ni el arte de conducir porque estamos en ese punto de temer por todos lados la vida, sin poder compartirla, cualquiera fuese el principio y el fin.
CAPÍTULO VII: ACERCA DE LOS MEDIOS DE GOBIERNO EN GENERAL.
Este es el problema que abordo. Supongo el poder decidido a rechazar al antiguo régimen, a realizar la Charte, y para tener éxito en ello, a tomar en la nueva Francia su punto de apoyo fundamental. Me pregunto cuáles serán, en esta situación, sus medios de fuerza, de influencia, de estabilidad; cómo, colocándose a la cabeza de los intereses nuevos, logrará fundarse a sí mismo creando, de concierto con ellos, el gobierno mejor adaptado a ellos.
Lo repito: la cuestión es clara. Nadie ignora que los nuevos intereses son muy fuertes y,
de creer al poder, no existe nadie que ame más gobernar por ellos y con ellos. Incluso el señor de la Bourdonnaye, si pudiera elegir, no lo dudaría.
Pero la revolución es ingobernable; la anarquía es todo lo que ha producido; sólo el
despotismo la ha contenido. No existe medio de unirse a ella, ya que ella ataca a quienes la defienden, rechaza a quienes la sirven, y no puede, por decirlo en una palabra, transformarse en el instrumento de la creación de un gobierno libre ya que desconoce y no está dispuesta a aceptar las condiciones del poder ni las de la libertad.
Creo que eso es falso y me propongo demostrar su falsedad. No es que yo tenga el propósito de imputar todo, de exigir todo del poder. No le diré, como se le dice a menudo: -Sea justo, sabio, firme y no se preocupe por nada –. El poder no es libre de ser tan excelente por sí mismo. El poder no hace la sociedad, la encuentra; y si, en efecto, la sociedad es impotente para secundarlo, si está poseída por principios anárquicos, si encierra en su propio seno las causas de la disolución, es inútil que el poder intente nada; no le es dado a la sabiduría humana salvar a un pueblo incapaz de promover él mismo a su salvación.
¿Está la nueva Francia en esa situación? Lo niego, y me dirigiré a los hechos para saberlo. Los tomaré de muy cerca. Apartaré toda ilusión, toda adulación. No pretendo disimular nada, suponer nada, ignorar ningún obstáculo ni soñar con ninguna ventaja. Es preciso entrar en esta sociedad que la revolución nos ha hecho; es preciso sondearla hasta el fondo, recorrerla en todos los sentidos, exigirle cuentas severas de sus opiniones, de sus pasiones, de sus intereses, de sus tendencias y observar si, en todo ello, no existen ni principios de orden ni medios de Gobierno.
Necesito explicar, antes, cuál es, a mis ojos, el verdadero objeto de un examen de este
tipo. El poder está a menudo imbuido de un extraño error. Cree que se basta a sí mismo, que posee su propia fuerza, su propia vida, no solo distinta sino independiente de las de la sociedad sobra la cual se ejerce, como el labrador sobre el suelo que lo nutre. ¿Qué necesita el labrador? Criados, caballos, arados: es preciso mover todo eso sobre la tierra y la tierra se somete. El poder cree que se trata de lo mismo. Ministros, prefectos, alcaldes, preceptores, soldados, eso es lo que llama medios de gobierno; y cuando los posee, cuando los ha dispuesto en red sobre lafaz del país, dice que gobierna y se sorprende de encontrar todavía obstáculos, de no poseer a su pueblo como a sus agentes.
Me apresuro a decirlo; no es eso lo que yo entiendo por medios de gobierno. Si ellos
alcanzaran, ¿de qué se quejaría hoy el poder? Está ampliamente provisto de esas máquinas; jamás se han visto ni tantas ni tan buenas. Sin embargo, repite que la Francia es ingobernable, que todo es revuelta y anarquía; muere de debilidad en medio de sus fuerzas, como Midas muere de hambre en medio de su oro. Es que, en efecto, los verdaderos medios de gobierno no son esos instrumentos directos y visibles de la acción del poder. Los verdaderos medios de gobierno residen en el seno de la sociedad y no pueden ser separados de ella. Es allí que es preciso buscarlos para encontrarlos; allí
también es preciso dejarlos para servirse de ellos. Gracias al cielo, la sociedad humana no es un campo que explote un señor; vive de otra vida que el movimiento de la materia; posee y produce ella misma sus más seguros medios de gobierno; los presta gustoso a quien sabe utilizarlos; pero es preciso dirigirse a ella para obtenerlos. Es vano pretender regirla por fuerzas exteriores a sus fuerzas, por máquinas desplegadas en su superficie pero que no tienen raíces en sus entrañas y que no extraen de ellas el principio de su movimiento.
Yo me ocupo de los medios de gobierno interiores, que encierra y puede ofrecer el país, y
busco saber si Francia está desprovista de ellos. Cuando se considera el poder, no aisladamente y en sí mismo sino en relación íntima y necesaria con la sociedad, su acción se presenta bajo un doble aspecto. Por una parte, el poder debe tratar con esta masa general de ciudadanos que no ve, que no encuentra en ningún lado pero que lo sufren, lo sienten y lo juzgan; por la otra, con los individuos que una causa u otra acerca a él y que se encuentran con él en relación personal y directa, ya sea porque le sirven en sus funciones, ya sea porque él mismo siente la necesidad de servirse de su influencia. Actuar sobre las masas y actuar a través de individuos, es lo que yo llamo gobernar. De esas dos partes del Gobierno, el poder está inclinado a ser negligente con la primera. Débil y apurado, las exigencias de tratar con los individuos lo absorbe. Nada es más común que
verlo olvidar que existe un pueblo y un pueblo al cual va a alcanzar todo lo que haga. De todos los errores del poder, éste sobre todo le es fatal, ya que es de las masas, del pueblo en sí mismo, de quienes debe extraer su principal fuerza, sus primeros medios de gobierno.
Los hechos son la verdad viviente. He aquí algunos recientes. Desde 1795 a 1799, el
Directorio intentó, aunque en vano, gobernar la Francia. Entre las causas de su caída, debo remarcar la siguiente. Era un gobierno consagrado a los intereses individuales e incapaz de alejarse de ellos para velar por los intereses del país. Profundamente comprometido, sus jefes no se ocupaban más que de sí mismos; la misma situación dominaba en la mayor parte de sus agentes. Se los veía sin cesar ocupados en tratar con individuos, adulando a unos, amenazando a otros, buscándose cómplices en el pasado, aliados en el presente y protectores para el futuro. Todo era objeto de negociaciones, de tentativas particulares. Solo la Francia era olvidada. Ese gobierno cayó despreciado y abandonado de la Francia en quien nunca había pensado.
¿Qué hizo Bonaparte, una vez en el poder? No abandonó a los individuos; ellos también
deben ser objeto de preocupación; pero se ocupó sobre todo de las masas. Hizo algo por cada uno de los hombres que estaban cerca suyo, y mucho por los pueblos que estaban lejos. Reconoció sus necesidades, presintió sus deseos, arregló sus asuntos, hizo prevalecer sus intereses y, una vez convertido en el hombre del público, empleó la fuerza que recibió de ello para domar, uno tras otro, a los individuos que debía temer o a quienes deseaba ganarse. Aislados, preocupados por ellos mismos, los jacobinos no habían sabido defenderse, los realistas no habían podido triunfar. Apoyado sobre las masas, Bonaparte pudo triunfar rápidamente sobre los realistas y los jacobinos. El mismo Bonaparte cayó. ¿Será porque tenía menos individuos que lo seguían que trataba menos bien a sus servidos o que ya no sabía hacerse de amigos? Ciertamente, no; nunca ningún hombre fue rodeado de un cortejo comparable de intereses individuales; nunca ningún
hombre tuvo más medios y más arte para seducir y comprometer a los hombres. Pero a su vez, también olvidó la Francia; a su vez, perdió de vista las masas y separó sus asuntos de los de ellas. No extraía más, de los sentimientos y de los intereses públicos, sus primeros medios de gobierno. Todos los sentimientos, todos los intereses personales que lo rodeaban fueron impotentes para salvarlo.
El público, la nación, el país, es allí que se encuentra la fuerza, es allí que debe tomársela. Tratar con las masas, es la energía del poder. Luego viene el arte de tratar con los individuos; arte necesario pero que, por sí solo, tiene poco valor y produce poco efecto.
Es bajo este doble aspecto que quiero considerar la nueva Francia. Quiero saber qué
medios y qué obstáculos encuentra allí la autoridad tanto en las disposiciones de las masas como en las de los individuos. Quiero investigar si, en efecto, los obstáculos sobrepasan los medios y si, como se pretende, es imposible vencer a unos poniendo a los otros en el propio beneficio.
Me ocuparé primero de las masas. Acabo de decir las razones. Todo pueblo, todo partido, visto en general, tiene opiniones o si se prefiere, prejuicios que dominan, intereses que lo dirigen, pasiones que fermentan en su seno. Es por allí que se deja conducir; son las asas por donde se deja tomar; allí residen los medios de gobierno que ofrece al poder. Se los distingue hablando de ellos; no se los podría separar en la acción. Pretender tomar unos y no los otros, servir los intereses ofendiendo las creencias o sin tener en cuenta las pasiones, es una locura. La sociedad no se deja dividir de ese modo; todo es una unidad: es preciso tomarla en su conjunto y saber maniobrar a la vez todos esos elementos, todas esas disposiciones.
¿Cuáles son, hoy, en la Francia de la revolución, las opiniones dominantes, los intereses
generales, las pasiones públicas? ¿Sólo hay, en esas opiniones, en esas pasiones, en esos intereses, fuerzas desordenadas, causas de anarquía, peligros y obstáculos para el poder? ¿Qué medios de gobierno se esconden allí y cómo es posible apoderarse de ellos? Ese es el problema. Es preciso intentar resolverlo luego de haberlo planteado.
CAPITULO VIII.- LAS OPINIONES NACIONALES EN FRANCIA.
¿Quién no ha escuchado: - Las opiniones no son nada; lo único real y poderoso son los
intereses- ?
Qué miserable lugar común de una política subalterna! Al jactarse de ello, no se hace más
que mostrar ignorancia; se prueba que no se comprende nada del gobierno de las masas y que nunca se trató más que con individuos.
No es preciso haber vivido mucho para saber que, en las relaciones de hombre a hombre
y cuando se los toma de a uno, se encuentran bien pocos que se entregan o se defienden en virtud de una idea. Las convicciones son escasas, los intereses de la vida presionan mucho; la seducción posee mil secretos, la consciencia mil subterfugios. Sí, ciertamente; es sencillo ganar un hombre, luego diez, luego veinte; y, en efecto, en ese rueda cotidiana las opiniones poseen poco valor.
Pero, ¿qué hará Ud. para ganar un pueblo? Veamos; reúna todos sus medios, despliegue
toda su ciencia; no pierda ni un día, ni una hora, ni un minuto. ¿Qué tiene para ofrecer a esos millones de hombres que nada le solicitan? ¿Qué hará Ud. por esas poblaciones que viven lejos de sus ojos, a quienes apenas puede contar y que sólo lo conocen por el nombre? Sin embargo, debe ganarlas; es preciso que ellas lo acepten y se entreguen; ya que si un lazo poderoso no las une a Ud., no las poseerá y es preciso poseer al pueblo para gobernarlo.
Los pueblos también poseenintereses, dirá Ud., intereses generales que se deben satisfacer; y de ese modo, sin tratar con individuos, se trata siempre con intereses. Yo querría que esos políticos tan seguros de su arte pudieran enseñarme a distinguir con claridad, en las masas, los intereses de las opiniones, que hicieran delante mío la separación clara y completa de ambos, que me dijeran dónde terminan unas y comienzan los otros, que me probasen que, en su acción sobre los pueblos, se dirigen exclusivamente a los intereses y que fundan su poder sólo sobre los intereses. Estoy seguro de que se sentirían fuertemente incómodos.
Nada es más vano, más falso que esas distinciones a través de las cuales se pretende
descomponer la sociedad, aislar unas de otras las fuerzas que se mueven en ella, dar a cada una de ellas un nombre y apelar sólo a las que se dejan manejar cómodamente. Los hombres que, gobernando, piensan hacer un trabajo de ese tipo se equivocan; es imposible. No es cierto que los intereses puedan ser así separados de las opiniones o las opiniones de los intereses; no es cierto que estos sean todo y aquellas nada. Unos y otros están estrecha y fuertemente ligados entre sí; una suerte de susceptibilidad nerviosa les es común y los une; y cuando el poder actúa sobre la sociedad, lo desafiaría a menudo para decir si lo alcanza por las opiniones o por los intereses. El poder alcanza todo a la vez, ya que, tanto en el cuerpo social como en el cuerpo humano, nada es insensible y todo se sostiene mutuamente.
Quiero ser claro. Que se me permita un ejemplo. La revolución no creó ningún interés más positivo, más especial que el de los compradores de bienes nacionales. El espíritu concibe sin esfuerzo que este interés pueda ser escrupulosamente respetado, defendido incluso de todo insulto como de todo ataque, aún cuando todas las doctrinas, todas las teorías de la revolución fueran rechazadas y proscriptas. Sin embargo, el espíritu no concebiría allí más que una quimera; no existe ninguna idea nueva que, en el pensamiento de los poseedores, no esté vinculada con la seguridad de esas ventas. Aún cuando remueva a los alcaldes y devuelva a los curas la administración de los registros del estado civil, de todos modos, los compradores de bienes nacionales estarán plenamente alarmados. Es posible hacer este ensayo en toda la revolución; se encontrará en todas partes las ideas en el corazón de los intereses y los intereses bajo las ideas.
Los principios han engendrado los hechos; los hechos se esconden detrás de los principios. Es así que en su íntima unión, el mundo moral y el mundo material se producen y se garantizan mutuamente. Es así que las opiniones, aún cuando se han enfriado y no inspiran ya más entusiasmo, conservan su importancia y se imponen al poder, ya sea como condición o como medio de gobierno.
En una materia como ésta, las expresiones comunes, las frases que se han hecho vulgares son excelentes pruebas; revelan el instinto público. ¿Cómo se designa hoy a los hombres que defienden con celo los intereses nuevos? ¿En qué términos se manifiestan el elogio y la confianza? Se dice que son hombres aferrados, consagrados a los principios. Se escucha decir eso por todas partes y por gente que sabe bien poco de qué principios se trata, quienes, por su cuenta, no ponen ningún precio a las teorías. Pero los principios son la bandera de los intereses y es en torno de la bandera que las masas se congregan.
(…)
Si entre las ideas generalmente difundidas en la Francia nueva, busco en realidad cuáles
son las que el poder teme tanto cuando las llama doctrinas anárquicas y desdeña tan
imprudentemente cuando las llama teorías, creo reconocer que es posible reducir esas ideas a los tres axiomas siguientes, que constituyen para una numerosa clase de hombres, una suerte de credo popular en materia de gobierno.
La soberanía del pueblo;
Ninguna aristocracia, ningún privilegio, ninguna clasificación legal y fija de la sociedad;
El gobierno es un servidor que sólo debe aceptarse bajo dos condiciones, a saber, que
actuará poco, que será humilde y que asumirá su responsabilidad con modestia.
(…)
¿Qué piensan y qué quieren entonces? ¿Cuál es el sentido que para ellos tiene este pretendido dogma que va de transformación en transformación y siempre parece más falso y más impracticable? Y sin embargo, lo profesan o, si no osan hacerlo, lo invocan desde el fondo de su corazón y deducen de ello toda su política.
He aquí el hecho. Durante muchos siglos, el gobierno de las naciones modernas no tuvo
por principio y por regla más que los intereses privados. La mayoría era no sólo gobernada sino poseída por la minoría que, único señor de la fuerza, se atribuía también todo el derecho. Por grados, la fuerza se expandió fuera del estrecho recinto en el que residía; la esfera de las riquezas, de las luces, de todas las superioridades reales se extendió. El derecho de la minoría fue, desde entonces, puesto en cuestión y como un derecho no puede ser atacado más que por un derecho, fue en la mayoría en la que se buscó uno para derrotar el de la minoría. Así nació la teoría de la soberanía del pueblo; ha sido el pretexto racional de una necesidad práctica, un punto de reunión ofrecido a las fuerzas materiales como consecuencia del desplazamiento de las fuerzas morales y para terminar, en nombre de una idea, una cuestión de poder ya resuelta en los hechos. Es una expresión simple, activa, provocante, un grito de guerra, la señal de una gran metamorfosis social, una teoría de circunstancia y de transición. Cuando la circunstancia no existe más, cuando la transición se ha operado, la teoría cae, es decir que las palabras que la expresan no revelan ya las mismas ideas, no tienen el mismo sentido. ¿De qué se trataba en nuestra revolución? De vencer a una minoría. Soberanía del pueblo quiso decir, desde entonces, poder absoluto de la mayoría sobre la minoría. Cuando la revolución hubo terminado y su victoria fue asegurada, se habló todavía de la soberanía del pueblo pero a través de ello, se designaba y reclamaba simplemente el gobierno de los intereses generales por oposición al gobierno de tal o cual interés privado. Es, en efecto, todo lo que entienden por esas palabras incluso los hombres que se sienten más sólidamente comprometidos con la teoría. Oblíguelos a que la conviertan en términos precisos, a que la adopten rigurosamente; cederán, se perderán en explicaciones, en paliativos, en atajos; y esta pretendida soberanía del pueblo, tan terrible por los recuerdos de guerra que se asocian a su nombre, se reducirá, en sus propias manos, a no ser más que la dominación segura y regular de los intereses que dominan en el nuevo orden social.
He ahí todo lo que tiene de legítimo y también todo lo que queda hoy de poderoso en un
principio en sí mismo absurdo y bárbaro. Es a través de ello que el poder puede manipularlo e implantarse en el seno mismo de una doctrina que parece no poder prohijar más que a la anarquía. Que la autoridad renuncie a pretender existir aisladamente y para ella misma; que consienta a extraer su derecho de la conformidad de sus actos con la razón, la justicia, el bien común; que se resigne a probar sin cesar la legitimidad de su origen por la excelencia de su naturaleza; no se le pedirá nada más; nadie blandirá la soberanía del pueblo contra una soberanía que reconozca que no debe ejercerse sino según la verdad, y bajo la condición de convencer de ello al público. Ya se que al profesar, sobre su propio destino, esas máximas, el poder tendrá todavía mucho para luchar; la teoría de la soberanía del pueblo no ha servido diez años como máquina de guerra sin dejar lamentables huellas de sus estragos; todavía encontramos su huella en los prejuicios populares y aún en las opiniones de hombres que se creen bien alejados de ella. La soberanía del pueblo nos ha dejado no sé qué respeto vergonzoso por el número, qué falsa humildad frente a la multitud, que enervan y degradan el lenguaje e incluso el pensamiento de muchos amigos de la libertad. Nuestrasideas en materia de instituciones y de derechos políticos están a menudo infectadas con ella; incluso luego de haber abandonado el principio, no nos hemos desecho de todas sus consecuencias; ellas se reproducen en los hábitos de nuestro juicio, y cuando se presenta la ocasión, intentamos penosamente hacerlas entrar en las leyes. Ese mal es grande y es preciso curarlo; pero ¿a qué está llamado el poder? Yo he venido, dice el Cristo, para quienes están enfermos, no para quienes están sanos. La misión del poder es la misma; debe tratar sobre todo
con las enfermedades sociales. Su arte consiste en encontrar en la sociedad el punto de apoyo que necesita. Ahora bien, el punto de apoyo está claramente indicado; este punto no existe ni en la vieja teoría del derecho divino ni en la de la sumisión pasiva, ni en el misterio de la obediencia y del poder. Esas son, permítaseme la expresión, tablas podridas sobre las cuales la autoridad no se salvará del naufragio. La soberanía de la justicia, de la razón, del derecho, ése es el principio que es preciso oponer a la soberanía del pueblo; y esta se retirará tarde o temprano delante de una doctrina que satisface plenamente tanto las intenciones verdaderas como las legítimas necesidades de la sociedad.
(…)
La opinión que rechaza hoy toda organización aristocrática de la sociedad tiene un doble
origen: proviene de los recuerdos del antiguo régimen y de las teorías de la revolución. De hecho, la Francia nueva teme por encima de todo a la antigua aristocracia francesa. En derecho, la doctrina de la igualdad se ha convertido en una suerte de dogma confuso pero poderoso que, sin dar cuenta claramente de sí mismo, inspira aversión y desconfianza hacia toda medida que tienda a inmovilizar las preeminencias sociales dándoles la sanción y el apoyo de la ley. (…)
Ningún artificio debe molestar, en el orden social, el movimiento de ascenso o de decadencia de los individuos. Las superioridades naturales, las preeminencias sociales no deben recibir de la ley ningún apoyo ficticio. Los ciudadanos deben ser librados a su propio mérito, a sus propias fuerzas; es preciso que cada uno pueda, por sí mismo, devenir todo lo que puede ser y no encontrar en las instituciones ni obstáculo que le impida elevarse, si es capaz de ello, ni socorro que lo fije en una situación superior si no sabe mantenerse en ella. (…)
Espero haber dicho lo suficiente sobre ello para que no se comprenda mal lo que voy a
decir. A los amigos de la Francia nueva conviene, sobre todo, conocer bien la naturaleza y las condiciones del poder. Tienen un gobierno, el gobierno de la revolución para fundar. Es preciso, para tener éxito en ello, otra cosa que las máquinas de guerra y las teorías de oposición. Consideren a los hombres libres, independientes, extranjeros a toda necesidad anterior de subordinación unos respecto de otros, unidos solamente en un interés, un designio común; consideren a los niños en sus juegos, que son como sus únicos asuntos. En el medio de esas asociaciones voluntarias y simples, ¿cómo nace el poder? ¿a quién va, como por su inclinación natural y aceptado por todos? Al que posee más coraje, al más hábil, a quien hace creer que es el más capaz de ejercerlo, es decir, de satisfacer al interés común de realizar el pensamiento de todos. En tanto ninguna causa exterior y violenta no moleste el curso espontáneo de las cosas, el más bravo manda, el hábil gobierna. Entre los hombres librados a sí mismos y a las leyes de la naturaleza, el poder acompaña y revela la superioridad. Haciéndose reconocer, se hace obedecer.
Ese es el origen del poder; no existe otro. Entre iguales, no habría nacido jamás. La superioridad sentida y aceptada, es el lazo primitivo y legítimo de las sociedades humanas; es al mismo tiempo el hecho y el derecho; es el verdadero, el único contrato social. 
¿Qué ocurre en las sociedades que se desarrollan y que se complican al desarrollarse?
Una fuerza invencible las hace volver sin cesar al principio de su formación, hacia esta ley de su naturaleza. Cuando los hombres que poseen de hecho el poder son incapaces de comprender y de satisfacer los intereses generales del público o cuando no lo quieren tener en cuenta y desean desviar, para su propio provecho, las consecuencias de su situación, entonces comienza una lucha que no puede terminar sino por la ruina de la sociedad o por el desplazamiento del poder. Si la sociedad no está destinada a perecer, tarde o temprano es preciso que triunfe, es decir que el poder escape a las superioridades que se convirtieron en falsas o en antisociales, para pasar a las nuevas superioridades que probarán que ellas lo merecen y que lo ejercerán en el interés de los pueblos por quienes se habrán hecho aceptar.
Ese es todo el secreto de las revoluciones, todo el objeto de los gobiernos libres. En particular, es el último fin tanto como el principio fundamental del gobierno representativo. El se propone precisamente establecer, entre la sociedad y el poder, una relación natural y legítima, es decir, impedir que el poder permanezca en derecho allí donde no es más de hecho, hacerlo constantemente recaer en las manos de las superioridades reales y capaces de ejercerlo según su destino. Las cámaras, la publicidad de los debates, las elecciones, la libertad de la prensa, el jurado, todas las formas de ese sistema, todas las instituciones que se ven como sus consecuencias necesarias, tiene por designio y por resultado revisar sin cesar en la sociedad, poner a la luz las superioridades de todo género que ella contiene, llevarlas al poder y luego de haberlas colocado allí, obligarlas a merecerlo bajo pena de perderlo, obligándoles a manejarlo sólo públicamente y por vías accesibles a todos. Sistema admirable, ya que es conforme a la verdad de las cosas, ya
que resuelve el problema de la alianza del poder con la libertad; por un lado, al no acordarle el poder más que a la superioridad, por la otra, al imponerle a la superioridad la ley de probarse a sí misma, de hacerse aceptar constantemente.
				De la Soberanía (Selección)
1. De la idolatría política
El hombre se construyó ídolos; los llamó dios y los adoró. A medida que el hombre creció, y que su espíritu se abrió hacia un horizonte más vasto y más puro, reconoció la vanidad de sus dolos y los quebró. Pero, inmediatamente después, cambió el objeto de su adoración. De progreso en progreso, desplazando sin cesar su dios visible, el hombre siempre lo situó en alguna parte, puesto que no podía vivir sin él ni tampoco mantener su primera fe, igualmente incapaz de encerrar a Dios en una imagen terrestre como de resignarse a no mirarlo cara a
cara bajo formas y trazos aparentes.
Del mismo modo en que el hombre se hizo de dioses, se hizo de señores. Intentó colocar la
soberanía sobre la tierra del mismo modo que lo había hecho con la divinidad. Deseó que sobre él reinara un poder que tuviera un derecho inmutable y cierto a su obediencia. El hombre no ha tenido más éxito en fijar, sin límites y sin retorno, su obediencia que su fe. Con esta soberanía original e infinita, ha investido tanto a un hombre como a varios; aquí a una familia, allí a una casta, más allá al pueblo entero. Tan pronto como se les había atribuido esta soberanía, el hombre se vio obligado a cuestionársela, a retirársela. Deseaba un señor constante y perfectamente legítimo. No lo pudo encontrar en ninguna parte ni en ningún tiempo. Sin embargo, no ha cesado de buscarlo ni de creer que, al fin, lo había encontrado.
Es la historia de las sociedades humanas. Uno se sorprende de sus rebeliones contra los
poderes antiguos y largamente reverenciados. En rigor, debería sorprenderse de la confianza con que las sociedades acogen a los poderes nuevos. Estas temen a los déspotas y quieren el despotismo en alguna parte, a cualquier precio. Frecuentemente desplazado, el poder absoluto ha obtenido siempre un asilo, un trono. No digo que no se haya ganado nada con desplazarlo; digo solamente que, bajo otro nombre, bajo otra forma, el poderabsoluto ha reaparecido y se ha hecho aceptar. En materia de creencias, un símbolo ha reemplazado a un símbolo. En materia de gobierno, nuestros padres vieron cómo el derecho divino de los reyes se elevaba sobre las ruinas del derecho de conquista; por nuestra parte, hemos oído cómo la soberanía del pueblo se proclamaba sobre las ruinas del derecho divino de los reyes. Aún en el mismo momento en que renegaban de un amo vencido, los hombres no perdieron en absoluto la esperanza de obtener finalmente un señor que no abdicara, cuyo rechazo no pudiera ser nunca ni necesario ni justo. Aun más; en cada vicisitud los hombres se jactaron de lo que creían un éxito definitivo; se creyeron en posesión del verdadero soberano, de la verdadera ley. No ha existido ninguna reforma de las ideas que no haya depositado en alguna parte la infalibilidad. No ha habido ninguna revolución, emprendida en nombre de la libertad, que no haya sostenido los derechos de alguna tiranía. Las ideas han seguido su impulso y la libertad del progreso: poco importa. En el momento mismo de su impulso más enérgico, el género humano se humilló siempre delante de algún nuevo ídolo. En su orgullo, el hombre dijo que se trataba del verdadero Dios. En su debilidad, necesitó reposar en el seno de esta fe.
2. Que esta idolatría tiene un principio legítimo
¿Es posible pensar que no existe allí más que debilidad u orgullo? ¿Es posible pensar que el
género humano persigue una quimera, que se encuentra en proa a una absurda idolatría en su esfuerzo perpetuo por obtener un poder que tenga todos los derechos sobre el hombre, por encima del cual nada exista?
El ídolo no es Dios; sin embargo en el ídolo se busca a Dios; y si Dios no existiera, nunca
ningún ídolo hubiera recibido la adoración de los mortales. Las sociedades humanas poseen entonces un soberano plenamente legítimo. Creen en él ciegamente y aspiran sin cesar a tener ese soberano y a sus leyes; se detienen cuando se vanaglorian de haberlo alcanzado, retoman su curso en cuanto descubren el error, desean en fin, con una voluntad
infatigable, obedecerle y no obedecer más que a él. Entonces, el soberano legítimo existe.
Este soberano, único eterna y naturalmente legítimo, es la razón, la verdad, la justicia; o, para
hablar con un lenguaje más filosófico, es el Ser inmutable del cual la razón, la justicia y la verdad son las leyes.
En cuanto se establece una relación entre dos hombres, en cuanto aflora una cuestión entre
ellos, esta cuestión posee una solución verdadera y la relación su regla legítima. En todas las cosas existe una verdad que decide y que posee el derecho de comandar.
Poco importa que esas relaciones sean simples o complicadas o que esas cuestiones sean
escasas o numerosas; siempre tienen su verdadera ley, una solución justa y razonable. Ya se trate de la familia o del estado, de una sociedad pequeña o grande, naciente o madura, de un interés público o privado; en cualquier caso en que el poder deba ejercerse existe siempre una regla legítima que debe ser observada. Estas reglas son las leyes del soberano legítimo y es a este soberano al que persiguen todos los deseos, todos los trabajos del género humano.
Seguro de que existe una verdadera ley, el hombre se siente también capaz de conocerla. Si no lo fuera, si la razón y la verdad estuvieran absolutamente fuera de su alcance, el hombre ni siquiera sospecharía su existencia; igual que el ciego no podría sospechar la existencia de la luz que no puede ver si no se le hubiera hablado de ella. No cabe duda de que el conocimiento de la verdadera ley es difícil, de que este conocimiento permanece siempre incompleto, y que la posibilidad del error acompaña a todo juicio humano. De hecho, luego me serviré de ello para negar aquí en la tierra toda soberanía. Pero, justamente, la condición del hombre hace que la ciencia de la verdad le sea tan difícil como la práctica de la virtud y también hace, sin embargo, que el hombre sea capaz de la una como de la otra. La debilidad y no la impotencia es el carácter de nuestra naturaleza. Si el hombre no pudiera alcanzar lo verdadero no sabría que puede equivocarse, y la sola idea del error atestigua que está convocado a reconocer la verdad.
Por lo tanto, la certeza de que existe una verdadera ley y que sólo a ella pertenece el cetro
legítimo es el privilegio primitivo e inalienable del hombre. Junto con esta confianza, el hombre ha recibido la facultad de conocer la razón como la necesidad de marchar hacia el fin que ella le hace presentir. Por lo tanto, no todo es ilusión e idolatría en los esfuerzos del género humano hacia un soberano plenamente legítimo; o más bien, tanto aquí como allá, la idolatría posee su origen en el instinto de la verdadera fe.
3. Causas y límites de la idolatría política
He aquí dónde comienza la idolatría y por dónde se introduce.
Ni la vida ni la fuerza del hombre son suficientes para su ambición. Del mismo modo en que
su ojo permite ver más allá de lo que su mano puede alcanzar, su pensamiento supera en mucho lo que es capaz de realizar. Todo en él es desigual y fuera de proporciones. El hombre entrevé cosas maravillosas, que nunca verá con una visión clara y serena. Posee presentimientos sublimes cuyo objeto escapa a su conocimiento casi tanto como a su posesión. Su espíritu se cansa en vano de intentar medir espacios infinitos que le son abiertos y la pequeñez de su existencia no contrasta en mayor medida con la extensión de su espíritu de lo que lo hace la insuficiencia de su espíritu con la inmensidad del campo en el que se precipita. Finalmente, el hombre aspira a la eternidad, desdeña todo lo que pasa; pero él mismo pasa mucho más velozmente de aquello que excita su desdén. Esta criatura tan grande y tan débil debe obedecer. En la corta duración de su vida, toda suerte de poderes lo han investido y le han dado leyes. Doblegado bajo su yugo, esta criatura sabe que hay una verdadera ley, un poder legítimo, superior, y sin embargo análogo a su naturaleza. Ella lo sabe
firmemente y siente también que sólo en relación con ese poder, la obediencia no tiene nada que ofenda o humille al súbdito. ¿Se resignará a pensar que esta verdadera ley no se entregue jamás toda entera al conocimiento de los hombres? ¿Se resignará a que ese poder, único y siempre legítimo, no pueda descender sobre la tierra ni reproducirse plenamente bajo alguna forma sensible, en algún poder humano? ¿Cómo? ¿Cómo es posible que teniendo el hombre tanta dignidad como para que todo imperio injusto o absurdo sea visto como un ultraje, no se le otorgue la posibilidad de colocarse seguramente bajo el imperio de esta verdad, la única que tiene el derecho a su sumisión como a su respeto? El hombre es orgulloso, y será necesario que reconozca que le es imposible alcanzar el objetivo que pretende su más comprensible orgullo! El hombre es débil; necesita algún apoyo fijo,
algún reposo asegurado y estará destinado sin cesar al examen, al trabajo!, no encontrará alrededor suyo ninguna voluntad que, a los ojos de su razón, tenga sobre la suya un derecho constantemente indudable, ninguna fuerza a la que pueda alienar absolutamente su confianza, seguro de que ella al menos sabe y quiere siempre la verdadera ley!
Toda la naturaleza del hombre rechaza este doloroso pensamiento. Eso no es todo; las
necesidades de su situación sobre la tierra la rechazan tanto como sus inclinaciones. Entre esas necesidades, existe una, constante, absoluta, presente en todas partes y en todas partes insuperable. Es la necesidad de un poder definitivo que, ya sea en general o en cada caso particular, pronuncie la última palabra y sea obedecido. Es necesario que existan leyes que obliguen, juicios que decidan. En todas partes, en cuanto se trata de asuntos humanos, la búsqueda misma de la verdad debe tener un término, la resistencia un límite, la voluntad de un amo sin superior y sin apelación. Así lo ordenan la condición del hombre, la brevedad de su vida y la urgencia de sus necesidades.
He ahí entonces un poder que después detodo es preciso aceptar y soportar. ¿Cómo decidirse a pensar que, definitivo e irrevocable, nada pueda garantizar que sea siempre legítimo? El poder legítimo era el objetivo, el único objetivo de todos los esfuerzos; la carrera ha finalizado, el período ha finalizado: ¿es posible que el objetivo no se haya alcanzado, que sea necesario temer todavía obedecer a una voluntad falsa o perversa cuando se esperaba obedecer solamente a la verdad, a la razón?
Es un estado lleno de fatiga y de dolor en el que las más nobles necesidades del hombre están en lucha con la debilidad de su naturaleza, un estado en el que sus más justos derechos corren sin cesar el riesgo de fracasar frente a la fragilidad de su condición! Obligado a soportarlo, el hombre ha rechazado aceptar esta situación; para escapar de ella, ha desconocido los límites de su poder; se ha jactado de que descubriría dónde reside la verdad absoluta, de que depositaría, en las manos de un señor indudablemente legítimo, ese poder definitivo cuya necesidad pesa sobre él. De esta manera, ha caído en la idolatría; por obedecer solamente a Dios, ha reconocido a dioses aquí, en la tierra. Sin embargo, la idolatría jamás pudo invadir al hombre de modo completo. Enfrentado con los hechos que venían a destruir la confianza en la que lo habían precipitado sus inclinaciones, se lo vio olvidar constantemente, sin perderlas, cuáles habían sido sus esperanzas, y, probablemente sin dejar
de creer en ellas, rebajar su Dios ficticio al rango de una fuerza sospechosa y sujeta a cometer errores.
De hecho, el poder absoluto es desconocido en el mundo. Ningún individuo, ningún gobierno
fue admitido a hacer ni ha hecho, todo lo que hubiera querido. La necesidad de las cosas, el imperio de lo verdadero solo sufrió luego de que los hombres, fueran o no consecuentes en su error, hubieran investido, en idea, tal o cual fuerza de la soberanía de derecho. Actuaron como si ese poder, que ellos llamaban soberano y divino, no mereciera en absoluto su nombre; como si ese poder no debiera poseer en lo más mínimo los derechos y los atributos de su esencia. Le asignaron límites, le opusieron resistencias. Y esas resistencias, esos límites no fueron sólo el resultado de fuerzas rivales; tuvieron por origen el instinto de un derecho, el sentimiento de una verdad. El hombre, en sus más serviles desvíos, no pudo renunciar completamente, en favor de sus ídolos, a la libertad de buscar en otra parte, a defender incluso contra ellas, la verdadera ley que el hombre parecía esperar de su único poder.
De este modo, sacudido por necesidades contrarias, llevado por las necesidades de su vida
fuera de la ruta en la que lo había lanzado la ambición de su naturaleza, el hombre escapó, por la inconsecuencia, por momentos a la verdad y al error. Los hechos desmintieron sus creencias; las creencias persistieron a pesar de los hechos. En principio, el despotismo siempre fue admitido en alguna parte; de hecho en todas partes incompleto y combatido. Han existido poderes, de los que se decía y se creía que eran soberanos, que no poseían la soberanía; y sin embargo, los pueblos no abandonaron la pretensión de atraer, de contemplar aquí abajo, bajo una imagen visible, el único poder que pudiera tener derecho a la soberanía, es decir, el poder infalible, es decir Dios.
4. Que la soberanía sobre la tierra no existe
Cuando se quiso fundar la soberanía de los reyes, se dijo que los reyes son la imagen de Dios
sobre la tierra. Cuando se quiso fundar la soberanía del pueblo, se dijo que la voz del pueblo es la voz de Dios. Por lo tanto, sólo Dios es soberano.
Dios es soberano porque es infalible, porque tanto su voluntad como su pensamiento son la
verdad, nada más que la verdad, toda la verdad. He aquí entonces la alternativa en la que se encuentran los soberanos de la tierra, independientemente de su forma o de su nombre. Es indispensable que se digan infalibles o que cesen de tener la pretensión de ser soberanos.
De otro modo, estarían obligados a decir que la soberanía, quiero decir la soberanía de
derecho, puede pertenecer al error, al mal, a una voluntad que ignora o rechaza la justicia, la verdad, la razón. Nadie lo ha intentado aún.
¿Cómo entonces osaron pretenderse soberanos?
Lo osaron favorecidos por la confusión de las cosas humanas y por esas necesidades y
tendencias que acabo de indicar. Si el único poder que tiene derecho a la soberanía, es decir, el poder perfectamente razonable y justo estuviera en alguna parte aislado, fuera visible o diferenciado de los poderes humanos; si los hombres hubieran sido admitidos a contemplarlo en la plenitud y la pureza de su naturaleza, ningún gobierno, ninguna fuerza, habría osado ni podido usurpar su nombre y su rango. Una comparación clara e invencible hubiera revelado sin cesar a los pueblos la imperfección original de los poderes humanos, hubiera impedido que esos mismos poderes la olvidaran. De común acuerdo, el mundo no habría reconocido entonces más que soberanos de hecho, más o menos legítimos según que hubieran
reproducido más o menos fielmente ese soberano de derecho, el único investido de la legitimidad primitiva e inmutable.
En modo alguno existen otros soberanos sobre la tierra. Siendo el hombre por su naturaleza
imperfecto y estando sujeto al error, no puede caer en las manos del hombre, ni surgir del seno de los hombres ningún poder infalible y perfecto y, por lo tanto, es imposible que surja un poder investido de la soberanía de derecho.
Sin embargo, eso es lo que no han querido aceptar ni los pueblos ni los gobiernos. Los
pueblos, y ya dije porqué, al detestar, al rechazar el poder absoluto, necesitaron creer que estaban bajo el imperio de un poder absolutamente legítimo. Los gobiernos, en posesión de la soberanía de hecho, aspiraron a la soberanía de derecho, a una legitimidad independiente e indefinida. No deploro desmedidamente esos hechos; ellos atestiguan los derechos y la dignidad moral de nuestra naturaleza. Ningún pueblo ha reconocido el poder sólo por su fuerza; ha querido creer en su legitimidad, en su divinidad. Ningún poder se ha contentado con la fuerza; ha necesitado siempre que se lo creyese legítimo y divino. ¿Qué más se necesita para demostrar que la soberanía está reservada a la verdad, a la justicia, a Dios, y que los hombres tienen derecho a no obedecer más que a la ley de Dios?
Pero si el error es natural, y si incluso el error da muestras de nuestra grandeza, no por ello es
menos funesto. Por el carácter absolutamente y por siempre sagrado con el cual reviste al poder en la tierra, el error deja subsistir en principio el honor del hombre y sus derechos; pero de hecho los destruye ya que les quita toda garantía.
Si la soberanía de derecho no puede pertenecer más que a la infalibilidad, es seguro que la
infalibilidad forma parte de la soberanía de derecho; ya que si bien el hombre tiene derecho a
obedecer sólo a la verdad, a la razón, sin embargo, está también absolutamente obligado a
obedecerlas. Raramente se ha visto (aunque ello ha ocurrido) que un poder humano, declarándose neta y positivamente infalible, pretendiera, en virtud de ese título, ejercer la soberanía de derecho. Más profunda y más franca, también posiblemente más poderosa, una pretensión de ese tipo debería ser, en el orden político sobre todo, difícilmente admitida. Normalmente, los gobiernos han invertido las ideas. De ningún modo han afirmado su infalibilidad; pero se han atribuido una legitimidad independiente de sus actos, inherente a su nombre, a su origen, es decir, absoluta e inalienable. Una legitimidad tal comportaba la soberanía de derecho, y la soberanía de derecho supuso la infalibilidad en quién sólo ella puede recaer.
En efecto, hemos visto a esos gobiernos, una vez en posesión de la soberanía de derecho,
prohibir a los hombres todo examen, todo control de su conducta, y sostener que ese poder definitivo, indispensable para las sociedades humanas, residía en su sola voluntad, sin que nadie tuviera el derecho de cuestionar su mérito o de discutirlos motivos de ello.
¿Qué significa eso sino pretender la infalibilidad? Los filósofos han procedido como los gobiernos. Inmediatamente después de haber depositado en alguna parte la soberanía de derecho, le acordaron, arrastrados por una irresistible inclinación, la infalibilidad, única capaz de legitimarla. "El soberano, dice Rousseau, por el solo hecho de ser, es siempre todo lo que debe ser". ¡Qué extraña timidez del pensamiento humano, incluso en los días de mayor audacia! Rousseau no osó dar el último golpe al orgullo del hombre y decir que ningún poder, en la medida en que no siendo ni pudiendo ser aquí abajo todo lo que debe ser, tiene derecho a decirse soberano.
De este modo, ya sea que a través de afirmar la infalibilidad se deduzca la soberanía, ya sea
que a través de la afirmación de la soberanía como principio se deduzca la infalibilidad, somos
conducidos, por cualquiera de estas dos vías a reconocer, a sancionar un poder absoluto. Y el
resultado es igualmente impuesto ya sea que los gobiernos opriman o que los filósofos razonen, ya sea que tomemos por soberano al pueblo o al rey.
La consecuencia es odiosa, inadmisible, tanto de hecho como de derecho; ningún poder
absoluto podría ser legítimo. Por lo tanto, el principio es engañoso. Por lo tanto, no existe, sobre la tierra, ni soberanía ni soberano.
5. De las relaciones entre la soberanía y el gobierno
Sólo existen gobiernos; y la soberanía, esencialmente distinta del gobierno no podría
pertenecerle.
A veces se los ha confundido, a veces se los ha separado; pero en uno y en otro sistema, se ha desconocido la naturaleza de la soberanía ya que retirándosela al gobierno se la ha atribuido a poderes, a fuerzas que no poseían tampoco ningún derecho.
Esta ha sido, en lo que concierne a las relaciones entre la soberanía y el gobierno, la marcha
de las cosas y de las ideas humanas. Al principio, los hombres ni siquiera pensaron en distinguirlas. En la primera edad de las sociedades, el derecho de la fuerza (para utilizar una expresión contradictoria pero que nada podría expulsar del lenguaje humano, ya que ella ha sido introducida en él por la imperfección y el carácter doble de nuestra naturaleza) reinaba casi solo. Cualquiera que fuese débil estaba, por así decir, fuera de la sociedad. En cuanto a los fuertes, el gobierno naciente y él mismo débil, los restringía poco en su libertad individual. Los hombres, acercados más que unidos, vivían recíprocamente en una gran independencia, siendo cada uno soberano de sí mismo y libre en sus voluntades, según la medida de
fuerza que pudiera emplear para sostenerla.
En esta época, a decir verdad, la soberanía no existía en ninguna parte; ningún poder público
estaba investido de ella; cada individuo la poseía solo en la esfera de su propia existencia.
Pero ello no iba en beneficio de la razón, de la justicia, de la verdadera ley. Del aislamiento y
de la independencia de los individuos nacía la soberanía de los fuertes que extendían arbitrariamente su pretendido derecho tan lejos como su propia fuerza pudiera extenderse. Sin embargo, es esta ausencia de toda soberanía concentrada y general la que ha llevado a Rousseau, y a muchos otros antes que él, a considerar el primer estado de la sociedad como el tipo de la libertad y de la felicidad.
El instinto de esta verdad, a saber, que nadie en la tierra tiene derecho a pretenderse soberano, los ha imbuido; encontraron en esta idea una cierta imagen de aquel instinto; y en su odio legítimo pero ciego contra todas las usurpaciones de la soberanía que les ofrecían las sociedades más avanzadas, echaban de menos la independencia primitiva del hombre, olvidando que si no había entonces ningún soberano que reinara sobre todos, cada uno era soberano, no solamente para sí mismo sino también contra los otros, con toda la insolencia de una fuerza brutal y todos los caprichos de una voluntad sin freno.
Los males de un estado semejante, hoy tan cómodamente desconocidos por algunos filósofos
eran, con seguridad, particularmente intolerables ya que los hombres no escatimaron esfuerzos por escapar de ellos. Siendo presa por todas partes de la soberanía de la fuerza, invocaron un soberano más legítimo. Pensaron que podrían encontrarlo en el gobierno y hasta un cierto punto lo obtuvieron.
Los progresos de la seguridad, de la prosperidad, de la justicia, se midieron durante mucho tiempo en relación con los progresos del poder central. La soberanía que se elevaba concentrándose se transformaba a la vez en menos absurda y menos opresora. La soberanía terminó confundiéndose con el gobierno y algunas veces incluso con la persona del jefe de Estado.
Esta marcha de la sociedad, más aparente en la Europa moderna porque se operó allí en mayor escala y con más lentitud, ha sido igual en todas partes. Se la observa en la rápida historia de Grecia y de la antigua Italia como en la de nuestros ancestros.
Entonces, apareció lo que, en poco tiempo, debía escandalizar justamente tanto a los pueblos
como a los filósofos. El soberano y el gobierno se transformaron en uno. El gobierno se declaró, se creyó, investido de esta soberanía original e inalienable que nadie tiene derecho de controlar. Los pueblos también lo pensaron.
Cuando dejaron de pensarlo, cuando, por un nuevo progreso de la sociedad y de los espíritus,
los pueblos reconocieron que atribuyendo al soberano de hecho la soberanía de derecho habían caído en una gran idolatría, se apresuraron a retirársela. Entonces, con gran razón se operó la distinción entre el soberano y el gobierno; se probó que el gobierno en modo alguno era ni debía ser soberano.
Pero entonces también se plantearon, en lo relativo a las relaciones entre el soberano y el gobierno, cuestiones y dificultades hasta ese momento desconocidas y que no hubiesen surgido si quitándole la soberanía a sus antiguos amos, no se la hubiera transportado inmediatamente a otro lugar.
En efecto, cuando se suponía que la soberanía residía en el gobierno todo en el sistema era
consecuente y simple. Si la soberanía existe sobre la tierra, si alguna fuerza está natural y
legítimamente investida de ella, esta fuerza tiene, sin dudas, el derecho de gobernar. Lo que invocan los hombres, es precisamente el imperio de la verdadera ley, el gobierno del soberano legítimo; buscan todavía a quien atribuir el gobierno. Cuando, entonces, la creencia pública atribuía al poder una legitimidad plena y perenne, no existía, entre el soberano y el gobierno ninguna posibilidad de establecer una distinción, ninguna relación que debiera ser regulada. Su unidad dispensaba de toda combinación.
Pero cuando tanto la necesidad como la legitimidad de su separación fue reconocida, cuando
la soberanía, retirada del gobierno fue transferida al pueblo, la dificultad se transformó en inmensa.
¿Gobernará el nuevo soberano? Es su derecho; ningún gobierno será legítimo si no es el gobierno del pueblo. Pero el pueblo no podría gobernar; aún más, debe obedecer. ¿Pero a quién? A un gobierno del cual el pueblo es, y no dejará de ser, el soberano. He aquí, así, un soberano que siempre obedece excepto cuando se vanagloria de crear o de destruir el poder que le da las leyes. He aquí un gobierno que da órdenes a su señor, a un señor absolutamente legítimo y que tiene derecho sobre la vida y la muerte del servidor al que obedece. De dónde proviene esta dificultad insondable? De la pretensión de ubicar en alguna parte, fuera del gobierno, la soberanía que tan justamente podría serle retirada. Al principio de la sociedad, cada individuo la poseía aisladamente y por su cuenta; era el derecho del más fuerte. El gobierno se la apropió; era la tiranía. Si al retirársela al gobierno no nos hubiésemos obstinado en encontrarle aquí abajo algún otro poseedor, si la hubiéramos dejado retornar allí donde ella reside y de donde nadie podría hacerla descender, no hubiéramos sido condenados al absurdo, a lo imposible. Habríamos reconocido la verdadera naturaleza del gobierno y tanto el principio como el límite de sus derechos.
6. Delprincipio del gobierno
El niño acaba de nacer; los padres lo alimentan y velan por él. El niño está desprovisto de
voluntad y de inteligencia; ni obedece ni resiste. Es una criatura viviente, pero en la que sólo la vida material aparece y de la cual se dispone sin que ella pueda entrever quien dispone de ella ni porque. Entre este niño y sus padres, ¿existe ya sociedad? Sin duda que no, al menos en lo que respecta al niño. La sociedad existe para sus padres que ya se relacionan con él por un lazo moral y sienten que tienen deberes respecto de él. Para el niño, la sociedad no comenzará sino cuando, entrando en la vida intelectual, tenga, sin darse cuenta todavía, la conciencia de la relación que lo liga a sus padres, y sea capaz de obedecer espontáneamente a las leyes naturales de esa relación; leyes de las que posee el instinto y que determinan su voluntad mucho antes de lo que la reflexión le haya permitido su conocimiento.
¿Quién ha hecho esas leyes? Sin duda, entre los padres y el hijo, ellas no son el resultado de
una convención. ¿Es posible que ellas emanen de la sola voluntad de sus padres? ¿Puede pensarse que ellas tengan en esa voluntad su primer origen y la causa de su legitimidad? Tampoco. Ya sea que los niños hayan hecho ya acto de inteligencia y de voluntad, ya sea incluso que aún no hayan comenzado a sacudir la inercia de la vida material, el poder del padre sobre su familia no es ni arbitrario ni legítimo sólo porque el padre lo quiere. El padre tiene deberes que son el principio y la regla de su poder; el niño posee derechos que son el objeto y el límite del poder del padre. El poder paterno, como todos los poderes, debe ejercerse según leyes que él mismo no ha hecho, que puede desconocer e incluso violar pero que no por ello dejan de subsistir y que no por ello son menos independientes de él u obligatorias para su voluntad.
He tomado la primera, la más simple de las relaciones sociales y también la más favorable
para los derechos del poder. He aquí los hechos que descubro en ella. Primero, la distinción del gobierno y de la soberanía. El gobierno pertenece a los padres; la soberanía pertenece a esta ley que los padres no inventan ni cambian a su voluntad, que ignoran u ofenden a veces porque son hombres, pero que son capaces de conocer y están obligados a observar.
Aún más el gobierno precede aquí a la sociedad por la razón que la sociedad existe ya para los padres que gobiernan antes de existir, para el niño que no puede ni siquiera obedecer. La Providencia, que ha regulado estas cosas no ha temido entregar, en este caso, derechos mudos e impotentes a un poder ilimitado de hecho o casi. La Providencia ha puesto en el corazón del hombre sentimientos e instintos que normalmente son suficientes para su garantía, hasta el día en el que, por los progresos de la razón y de su fuerza, el niño sea capaz de entrar en posesión de la libertad. Volveré sobre este punto más adelante.
Por último, la sociedad entre los padres y el niño propiamente dicha nace en el momento en el
que la inteligencia y la voluntad del niño entran en comunicación con la de sus padres; momento que es, posiblemente, el del primer intercambio de miradas, el momento de la primera sonrisa. Mientras esta comunicación no tiene lugar, mientras la acción de un ser sobre el otro es puramente material, la sociedad no existe. Ella sólo existe por la conciencia recíproca de las relaciones que la fundan. Al adquirir esta conciencia, el niño adquiere la convicción, primero instintiva y confusa y luego más desarrollada y más clara, de que en esas relaciones él obedece a leyes que no le son en absoluto impuestas arbitrariamente por la fuerza o por un puro capricho humano. En ese momento se realizan las condiciones fundamentales de la sociedad. Paso ahora a relaciones de otro tipo en las que también se ha buscado el origen de la sociedad y el principio del gobierno.
Dos hombres se encuentran. El primero, más fuerte, se apropia del otro y lo obliga, con un
objetivo personal, a servir de instrumento a su voluntad. ¿Existe allí sociedad y gobierno? No; no más que en la relación del salvaje con el animal al que el salvaje alcanza y golpea para alimentarse. La sociedad y el gobierno pueden nacer como consecuencia del imperio de la fuerza; pero en la medida en que sólo la fuerza prevalece no existe, en la relación que sólo la fuerza forma y mantiene, ni gobierno ni sociedad.
Esto no es, en absoluto, un principio que expongo; es un hecho que reconozco. En cualquier
relación que se tome, en cualquier grado de civilización que se prefiera elegir, en los que solo la fuerza material sea el origen y el lazo, sin ninguna unión de las inteligencias en la misma idea y de voluntades en el mismo designio, nadie osará decir que existe allí ni siquiera la sombra de una sociedad; nadie osará dar, al imperio exclusivo de la fuerza pura, el nombre de gobierno.
Entre esos dos hombres que solo la fuerza ha acercado sobreviene un tercero que modifica sus relaciones, que introduce un principio cualquiera de justicia y de reciprocidad y que, dirigiéndose tanto a la prudencia como al instinto moral, combate y reprime el poder arbitrario de la fuerza para substituirlo por el imperio de otra superioridad, de otra ley.
Este hombre comienza al mismo tiempo la sociedad y el gobierno. De este modo, han
procedido los sabios que la Antigüedad ha celebrado como fundadores de ciudades y de Estados. Más antigua y más infalible que los sabios, la necesidad, tanto la de las circunstancias exteriores como la de nuestra propia naturaleza, ha hecho eso mismo desde el origen y en todas partes.
En todas partes, y aunque de modo incompleto, se ha revelado el verdadero soberano de los hombres, la razón, la justicia, y se ha hecho aceptar. Su ley, reconocida y confesada, ha dado nacimiento a la sociedad y al gobierno. Aun cuando se multipliquen y se compliquen como se quiera las relaciones de los hombres, se estará frente a los mismos hechos; y los mismos principios surgirán de esos hechos. De este modo, ya sea que uno se dirija a la familia, ya sea que se examine lo que ocurre en el acercamiento de hombres que no estaban relacionados entre sí más que por relaciones naturales y primitivas, surgen dos resultados:
La sociedad y el gobierno nacen juntos y coexisten necesariamente. No es posible separarlos,
ni siquiera en el pensamiento. Tanto la idea como el hecho de la sociedad implican tanto la idea como el hecho del gobierno. La sociedad comienza en el momento en que los hombres se sienten unidos por un lazo distinto que el de la fuerza, es decir, en el momento en que reconocen la presencia del único poder al cual puede darse el nombre de gobierno.
La fuerza pudo haber acercado a los hombres. Este acercamiento no era una sociedad; la
fuerza no era un gobierno. La sociedad y el gobierno solo extrajeron de ello la ocasión para nacer. La fuerza que precedió, e incluso determinó, el origen del gobierno no es, por lo tanto, su principio. Ese principio reside en la necesidad y en la facultad que los hombres poseen de descubrir y de aceptar, aunque de manera incompleta, la verdadera ley, la ley de razón que debe regular sus relaciones. El gobierno ha extraído del hecho moral su origen y su derecho. Es solamente en este sentido que puede decirse que se estableció el gobierno y que al establecerse comenzó la sociedad. El gobierno no ha nacido, entonces, ni ha sido reconocido más que como representante del soberano legítimo, haciendo que la razón substituya a la fuerza, que la verdadera ley substituya a la voluntad arbitraria del individuo.
El gobierno no es, entonces, ni la obra de la fuerza ni el fruto de una convención. No se
obedece a la fuerza, se la soporta. No se está de acuerdo con la razón, se la reconoce. El contrato que une a los hombres con las leyes de la justicia y de la verdad no es en modo alguno su obra, más de lo que lo son la leyes mismas. Es un contrato divino en el que están escritas, por el mismo Todopoderoso, las verdaderas reglas de todas las relaciones humanasy que obliga a uno respecto del otro, al gobierno y al pueblo, precisamente porque les es superior a ambos, porque no cae bajo el imperio de su voluntad, porque, si la imperfección de su naturaleza los condena a no conocer ni observar más que imperfectamente sus leyes, no está en su poder romperlo, ni siquiera olvidarlo impunemente o por mucho tiempo. La sociedad es el resultado de la observación de ese contrato. El gobierno es su instrumento

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