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Primera edición, mayo de 2015 © David Álvaro García y Enrique Alberto Fonseca Porras, 2015 © Última línea, S.L., 2015 Oficina central: Luis de Salazar, 5 28002 Madrid Oficina de maquetación y diseño: Strachan, 11 29015 Málaga www.ultimalinea.es editorial@ultimalinea.es Ilustraciones de portada e interiores: Enrique Alberto Fonseca Porras Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) Última Línea no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación. Recordando que es el autor el único responsable de su contenido ISBN: 978-84-16159-70-3 IBIC: KJS, JPL, JPF http://www.ultimalinea.es mailto:editorial%40ultimalinea.es?subject= A nuestras familias. Ellos nos enseñaron que debemos perseguir nuestras metas por inalcanzables que parezcan. El esfuerzo convierte en realidades los sueños. Este libro no hubiese sido posible sin la ayuda y colaboración de María, Concha, Miguel, Miguel Ángel, Carlos, Jorge, Antonio José y Mercedes. Índice Prólogo, por Carlos Rodríguez Braun Introducción Sección 1. Crea una historia Capítulo 1. Diagnóstico de la realidad Capítulo 2. Crea los personajes de la historia Capítulo 3. Inventa una solución Sección 2. Encuentra a tu público Capítulo 4. Construye tu marco Capítulo 5. Adáptate al marco de tu audiencia Capítulo 6. Encuentra tu segmento Sección 3. Llega a tu público Capítulo 7. La importancia de los medios de comunicación Capítulo 8. Construyendo una estrategia de marketing desde 0 Entrevistas Pablo Casado Blanco, portavoz de campaña del PP María González Veracruz, vicesecretaria de política electoral del PSOE Jorge Verstrynge, colaborador de Podemos Conclusiones y Bibliografía Marketing político para un nuevo escenario Las 5 lecciones de marketing marxista Bibliografía Prólogo por Carlos Rodríguez Braun El caballo de Troya no era un regalo y el pañuelo de Desdémona no era una prueba. Si los troyanos vieron en el coloso de madera una inofensiva ofrenda a Atenea y si Otelo quedó convencido de la infidelidad de su mujer fue por unos hábiles relatos urdidos por el astuto Sinón y el insidioso Yago. Pues bien, de eso va este libro. Dirá usted: no, porque la clave de ambas estrategias era mentir, y la política es otra cosa. Pues no estoy seguro de que sea otra cosa, y de eso va este prólogo. David Álvaro García y Enrique A. Fonseca Porras señalan una incuestionable verdad: el marxismo se ha concretado en los regímenes políticos más criminales y devastadores que jamás hayan sido perpetrados contra los pueblos de la Tierra en toda la historia de la humanidad, y, sin embargo, ser marxista, comunista o socialista no es ningún estigma, más bien al contrario. Usted puede afirmar: «soy comunista», y a lo sumo lo considerarán una persona quizá algo exagerada, pero en el fondo buena, quizá no perfecta en sus razonamientos y recomendaciones, aunque sin duda inobjetable en sus fines. Pero si usted proclama «soy nazi» entonces ya será una persona perdida para la sociedad, será usted extremista, agresiva, intolerante, fanática, criminal, y convendrá confinarla en los márgenes de la comunidad aunque se pase usted toda la vida pidiendo perdón. La situación es realmente llamativa, no sólo porque las víctimas del comunismo fueron muchas más que las del fascismo, sino porque las bases ideológicas de ambos totalitarismos son bastante parecidas: no por casualidad el primer aliado de Stalin fue Hitler. Precisamente, su cambio de bando constituyó la más hábil maniobra política que el comunismo haya acometido nunca. La victoria aliada situó a Stalin en la foto de los «buenos», cuando en 1945 los comunistas habían matado ya a millones de trabajadores. Y más que matarían después, de hambre y en atroces campos de concentración… pero de todo esto no habrá visto usted muchas películas, ¿verdad que no? Lograr eso, lograr que el comunismo no sea un sistema apestado ni siquiera tras la caída del Muro de Berlín, no es fácil. Conseguir que cuando pensamos en campos de concentración pensemos en los nazis y no en los comunistas, que cuando pensamos en víctimas de la Guerra Civil Española no pensemos en las provocadas por la izquierda, y que cuando pensamos en violaciones de los derechos humanos en América Latina pensemos en Pinochet y no en Fidel Castro, todo ello requiere mucha destreza en la propaganda. Y diestros son los autores del presente libro al analizar el marxismo no en sus sanguinarios resultados reales sino en sus brillantes resultados propagandísticos, en concreto en el caso más reciente, el último camelo marxista: el fenómeno de Podemos. Álvaro García y Fonseca Porras brindan el análisis más atinado que conozco sobre lo que llaman «El Método Podemos», explican las claves de sus notables logros, y argumentan que es un método que los partidos no marxistas pueden utilizar con provecho. Sólo matizaría su análisis en un punto, el de la mentira y la verdad, que abordaré en seguida. El marxismo parte de la base de inventarse un problema derivado de un conflicto: la opresión y miseria de la clase obrera por culpa del capitalismo; y una solución: el socialismo. Desde el propio Marx en 1867, al final del capítulo 24 de El Capital, el marxismo siempre ha sostenido que la solución requiere el sacrificio de algunos individuos, ya se sabe, para hacer una tortilla hay que romper huevos, como sentenció ese afamado protosocialista, Robespierre. La clave para que dicho sacrificio sea asumible por los actuales o potenciales partidarios del socialismo estriba en machacar con la idea de que ellos, dichos partidarios, jamás serán las víctimas, que se limitarán un grupo reducido, privilegiado y odioso. Todo ello, lógicamente, facilitará la transición al edén progresista. Marx subraya, así, que el paso del capitalismo al socialismo será mucho más sencillo que el paso del pre-capitalismo al capitalismo, porque éste requirió que unos cuantos usurpadores expropiasen a la masa del pueblo, mientras que el socialismo apenas requerirá que la masa del pueblo expropie a unos cuantos usurpadores. Aunque nunca debemos olvidar que millones de trabajadores murieron merced a esta monstruosa mentira, nuestro objetivo ahora es diferente: se trata de entender cómo fue posible que tanta gente la creyera. Y la explicación nos conduce desde el comunismo más carnívoro hasta la socialdemocracia más vegetariana, y más interesante por haber sido más perdurable y generalizada. Podemos es un ejemplo del pensamiento mágico y simplista que caracteriza al antiliberalismo. Identifican un mal, digamos, la pobreza, y rápidamente dan con la solución: más gasto público en subsidios, rentas básicas, etc. Ante los desahucios, la receta es obvia: prohibirlos, y que las personas sin vivienda se alojen en los domicilios vacíos. «Será por casas en España», bromeó Pablo Iglesias en un reciente discurso, dando testimonio una vez más de que detectar su escalofriante totalitarismo no necesita de pesquisas detectivescas, porque es del todo transparente: simplemente, hablan como si el gasto público fuera gratis y como si las viviendas vacías no fuesen de nadie. El narcisismo, ese pueril autoengaño psicológico, está presente en la fatal arrogancia intervencionista, y es paradigmático en Podemos. Se creen que son mejores que los demás, lo que está lejos de ser evidente, y se creen que son un partido nuevo, cuando son rancios en sus vetustas banderas socialistas —y también fascistas, como el nacionalismo. Sus recomendaciones y recetas son insostenibles, y peligrosas en su recurso sistemático a los recortes de derechos y libertades, que procuran disfrazar con el truco de que bajo Podemos sólo padecerán «los ricos». Como están ansiosos por ampliar su base electoral más allá de las locuras comunistas, proponentoda clase de cosas todo el rato, porque están probando diversas estrategias, para sondear hasta qué punto su electorado potencial las acepta o rechaza, o para dar la impresión de que tienen ideas. Todas estas ideas repiten el patrón colectivista vestido de bondad y progreso: en Madrid sugirieron acabar con la fiesta de los toros. En Andalucía apuntaron a prohibir la Semana Santa: tras el revuelo, se presentaron como realistas, alegando que «se hará lo que el pueblo quiera», es decir, un totalitarismo de manual, porque los derechos y libertades individuales nunca pueden depender sencillamente de lo que el pueblo quiera, pero se trata de detalles de poca monta en un partido dispuesto a expropiar fincas –hace no mucho tiempo estaban también dispuestos a emplear la violencia para acallar las voces discrepantes: lo hicieron reventando conferencias de Rosa Díez y Josep Piqué, en la propia Universidad. Este ir y venir, descarado en Podemos, no es ajeno a la dinámica propia de la política democrática, que es diferente de la de las empresas privadas. Es lógico, como dicen los autores, que las empresas necesiten «crear un discurso coherente para ganar la confianza del público», pero lo que es arduo es la coherencia en el caso de los políticos a la hora de tender el «puente entre la ideología del partido y las necesidades de los distintos grupos de la sociedad». Este objetivo ilustra la brecha entre la sociedad civil y la política. Las empresas, que no pueden financiarse coercitivamente, tampoco pueden ser incoherentes ni perjudicar los intereses de sus clientes en la sociedad civil. Si lo hacen, quiebran y desaparecen. En los Estados no sucede eso: reconocerá el lector que los Estados cometen toda clase de tropelías políticas, y toda suerte de onerosos despilfarros económicos, y sin embargo no desaparecen; al contrario, vemos que tras una crisis que ellos mismos han provocado y prolongado, el desenlace es que ahora son más grandes y están más fuertes que nunca, entre absurdas jeremiadas que proclaman el triunfo del liberalismo y la extinción de «lo público». La explicación de esta aparente paradoja reside en que los propios ciudadanos no somos coherentes con el Estado como lo somos con las empresas: típicamente, queremos que el Estado aumente el gasto público pero no lo queremos pagar. Esta contradicción traslada a la política democrática una solución que sólo es posible si los gobernantes asumen ellos mismos la contradicción, y la zanjan conforme a sus propios intereses en cada momento. Al hacerlo, necesariamente socavan la ética por mor de consideraciones tácticas que disuelven valores morales en aras de la force majeure, es decir, los llamados intereses generales, categoría dentro de la cual las autoridades escamotean los suyos propios. Así, Mariano Rajoy prometió bajar los impuestos y después los subió: ninguna empresa podría engañar de esa manera y sobrevivir. El PP, con todos los problemas de «marketing» que subrayan con acierto Álvaro García y Fonseca Porras, no sólo no ha desaparecido sino que mejora en sus expectativas electorales, atribuyéndose falazmente, como era de esperar, el mérito de los buenos resultados de la economía española. El discurso de los demás partidos es similar. Recuérdese el «dilema» de Rodríguez Zapatero, el apreciable embuste de aducir que había hecho lo mejor para el interés del país, sacrificando el suyo propio. Toda su presentación fue y es tan populista como la de Rajoy o la de Pablo Iglesias, con la reiteración de los malvados «mercados» a los que se demoniza antropomorfizándolos: «tienen cara y ojos… nos atacan», cuando no se trata más que de las consecuencias de estrategias políticas que buscan maximizar el poder y minimizar los costes que su habitual ejercicio intervencionista conlleva. No digo que todos los políticos sean idénticos, ni que lo sea su mendacidad. Mi hipótesis es que la lógica de la política moderna es en buena medida incompatible con la verdad. Esto requiere que los políticos asignen un elevado porcentaje de sus energías a la propaganda, única manera de desactivar la reacción indignada de sus súbditos ante la creciente opresión fiscal, política y legislativa: de ahí, por ejemplo, el empeño en que los impuestos suben «para salvar el Estado del bienestar», o en lanzar campañas contra el fraude, cuyo objetivo, más que recaudar, es desviar la atención de los (mal llamados) contribuyentes, e intoxicarlos con la consigna de que los únicos impuestos realmente malos son los que aún no se pagan. Que hay matices me parece patente. Por ejemplo, Podemos aún no está en el Gobierno, ni lo ha estado antes, con lo cual puede exagerar la tomadura de pelo política habitual, y prometer un paraíso aún más deslumbrante que el que auguran los demás, que son juzgados con mayor severidad, precisamente porque no son unos recién llegados al ágora. En todo caso, todos deben componer un «relato», como en mi Argentina natal gusta de denominar la dinastía Kirchner a su falsaria reescritura de la historia. David Álvaro García y Enrique A. Fonseca Porras exponen con maestría el relato de Podemos, poniendo especial énfasis en cómo lo cuentan, en su magistral manejo de los medios de comunicación, manejo en el cual tienen brillantes antecedentes: por poner el ejemplo de un medio que conozco bien, la radio sirvió en los años 1930 y 1940 como un gran recurso de marketing político. El libro destaca el papel de Charles De Gaulle en la Segunda Guerra Mundial; yo habría subrayado el de Franklin D. Roosevelt, porque es anterior y porque repite buena parte de las mentiras dogmáticas de Podemos a la hora de propiciar su agenda liberticida revistiéndola de generosa atención a los más débiles, supuestamente hostigados por el capitalismo, el mercado y las empresas. En resumen, mi única diferencia con los autores radica en que no estoy seguro de que se pueda aplicar el Método Podemos sin mentir. Es más, no estoy seguro de que se pueda ganar en política sin mentir. Los Estados modernos, enormes y redistribuidores, imponen una dinámica de selección de damnificados, subrayando la visibilidad de los beneficios concretos y ocultando la generalización de los costes menos visibles, que dificulta el empleo políticamente provechoso de la verdad. Termino con dos melancólicas evocaciones latinoamericanas. La primera tuvo lugar hace un cuarto de siglo en la Universidad Menéndez y Pelayo de Santander, adonde Pedro Schwartz nos convocó a amigos y discípulos a discutir sobre la obra de Karl Popper con el propio filósofo (de ahí salió el libro Encuentro con Karl Popper, Alianza Editorial, 1993). En un momento dado, Mario Vargas Llosa, que un tiempo antes había disputado la presidencia del Perú frente a Alberto Fujimori, le planteó a Popper el siguiente dilema: ¿habría sido lícito mentir para derrotar a Fujimori, mentir por una buena causa, porque el candidato victorioso había probado ser un desastre como presidente del país? Popper, que según me dijo había dejado de ser comunista cuando descubrió cuánto mentían los comunistas, lo negó de plano: en ningún caso se puede mentir para ganar las elecciones. Quedó en la sala la incómoda sensación de que, entonces, con la verdad, es muy difícil ganarlas. La otra evocación es incluso anterior. Es un antiguo dibujo de Quino que muestra en una serie de viñetas a un político veterano que pronuncia un discurso ante un pequeño grupo de ancianos en una sala semivacía. Y dice algo parecido a esto: nuestro partido nunca mintió, nunca engañó, jamás prometimos nada que no pudiéramos cumplir, respetamos la libertad y los derechos de todos, nunca nos aliamos con quienes no compartían nuestros principios, jamás corrompimos ni nos corrompimos, etc. etc. En la última viñeta, el viejo político se derrumba llorando sobre el atril con esta conclusión: ¡Y no hemos gobernado nunca! Introducción La irrupción de Podemos en el panorama político español presupone la conclusión del periodo de bipartidismo de facto que hemos conocido. Decimos «de facto» porque no hay que olvidarel peso que tienen los nacionalistas en sus respectivas comunidades o la importancia que han llegado a tener algunas formaciones como Izquierda Unida. En cualquier caso, sí podemos hablar de una dinámica según la cual lo que ganaba el PP lo perdía el PSOE y viceversa. Esto ya no es así. Entramos en un nuevo escenario, con nuevas claves y una nueva forma de estructurar los discursos. Antes, la alternativa ante una mala gestión del Gobierno era obvia: votar el partido de la oposición. A partir de ahora, nos encontramos con varias marcas electorales con posibilidades reales de gobernar o, al menos, de lograr una influyente representación en el Parlamento. De esta forma, las formaciones políticas tienen que crear un mensaje que justifique claramente por qué hay que votarles. Al margen de discrepancias ideológicas, debemos reconocer que Podemos ha sido capaz de hacer eso desde el primer día. Esto explicaría su éxito sin precedentes. En menos de un año han pasado de no existir a encabezar algunas encuestas de intención de voto. Jamás se había visto un fenómeno semejante en la democracia española. Incluso es difícil encontrar casos parecidos en otros países. Algunos analistas consideran que este triunfo no se debe a la buena praxis de Podemos sino a una situación de descontento ciudadano fruto de la crisis económica. Sin embargo, ¿cuántos otros partidos podrían haber capitalizado esa situación y no lo han conseguido? ¿Por qué Podemos y no Izquierda Unida, con un ideario muy parecido y mucha más tradición? ¿Por qué no UPyD, que contaban con una líder conocida y mediática como pocas? En los últimos años se han creado numerosos proyectos, desde la izquierda hasta la derecha, llamados a llenar ese vacío de representación que señalaban todos los expertos. Hasta ahora, sólo uno lo ha conseguido. No reconocerles el mérito es negar la realidad. Incluso la coalición griega Syriza, señalado como su homólogo en el país heleno, necesitó años para llegar al lugar donde Podemos está en sólo un año de andadura. No es exagerado decir que se debe aprender de Podemos. De hecho, ha sido el primer partido en utilizar auténticas técnicas de marketing aplicadas a las elecciones. Precisamente eso es lo que vamos a analizar en este libro. Hace ocho años, Obama puso en valor la importancia de las redes sociales en política. Hoy en día es inconcebible que un candidato no tenga un perfil en Facebook o en Twitter. En un futuro próximo, muchas de las técnicas que vamos a exponer aquí también se convertirán en un estándar en el día a día de todos los partidos. Hablamos de marketing y no de comunicación. El marketing político se centra en la necesidad de satisfacer las demandas de los votantes mientras que la comunicación política persigue hacer llegar nuestras ideas a la ciudadanía. Dicho de otra forma, marketing es el modo de crear el discurso y comunicación es el canal. Mientras escribíamos este libro, realizamos varias entrevistas a distintos asesores de los principales partidos. Nos llamó la atención que muchos de ellos se sintieran incómodos con el término «marketing» aplicado a la política. A menudo se asocia el marketing con tácticas publicitarias agresivas y de dudosa eficacia. Nada más lejos de nuestra propuesta. Nosotros nos vamos a centrar en cómo crear un discurso efectivo utilizando las técnicas que ha introducido Podemos. ¿Qué es el discurso? El discurso es el modo de organizar la percepción que tenemos de la realidad. Cuando leemos la sección internacional de un periódico vemos una selección de noticias. Lógicamente, ese día, en el mundo han ocurrido muchas más cosas de las que podemos leer. Sin embargo, el jefe de sección ha realizado una selección de acontecimientos y los ha interpretado basándose en su punto de vista. En su discurso. Todos hacemos lo mismo y por eso hay diagnósticos y soluciones distintas para lo que pasa a nuestro alrededor. Los políticos, con sus programas electorales, nos ofrecen nuevas herramientas con las que entender esa realidad y, sobre ellas, proponen unas soluciones para mejorarla. Ése es su discurso. Su producto. La razón que nos motiva a votar a uno o a otro. La clave sobre la que orbita la relación entre un partido y los ciudadanos. El marketing es una disciplina que nos permite sistematizar este trabajo. Ése es el objeto de estudio de este libro. Y lo hacemos a través del análisis del discurso de Podemos. Entender a Podemos es entender a los intelectuales que les han inspirado. Por eso el título original de este libro era «Marketing marxista para partidos políticos no marxistas». A través de estas páginas haremos un recorrido por la filosofía marxista. La diferencia es que, en lugar de hacerlo desde una perspectiva ética, política o económica, lo vamos a hacer desde un punto de vista marketiniano. Ésa es la gran innovación de Iglesias y sus adláteres. MARX TENÍA RAZÓN Existe una máxima cuasi incontestable dentro de los partidos políticos de centroderecha en Europa en general, y en España en concreto, que responde a la creencia de una mala política comunicativa. No existe conversación entre dos o más votantes del centroderecha en la que no se acabe aludiendo a esa idea de que el gran problema político es que se comunica mal. Frente a esto, hay otro lugar común en el imaginario colectivo: que la izquierda comunica mejor. La prueba palmaria en estos momentos es Podemos. No hay mayor ejemplo de esa victoria comunicativa de la izquierda que la existencia de partidos comunistas, o de inspiración comunista, con cierto apoyo social. Son muchos los que consideran que no existe comparación posible entre fascismo y comunismo, que en origen, ese planteamiento dicotómico es erróneo, una contraposición injusta y falaz. Pero la realidad, desde el punto de vista pragmático y no ideológico, es que son movimientos que, a tenor de la Historia, pueden verse como las dos caras de una misma moneda. Así, el socialismo marxista se ha demostrado incapaz de cumplir con sus propósitos más románticos e idílicos dentro de la arena política, derivando, en la mayoría de las ocasiones, en el cumplimento de lo opuesto a lo que propugnaba previamente. La falta de libertad, la destrucción de la riqueza, las desigualdades económicas y, en gran parte de la Historia, la represión y los crímenes atroces contra la población civil, han sido una realidad irrefutable de su pasado. Esa retroalimentación histórica entre fascismo y comunismo puede verse ejemplificada en el hecho de que Fidel Castro en junio de 1961 sintetizase el eje de la política cultural socialista cubana con la siguiente frase: «Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, nada». Una frase cuyo origen lo encontramos en el pensamiento colectivista de Mussolini: «Todo en el Estado, nada contra el Estado». Por lo tanto, colocar en el mismo plano dos visiones aparentemente antagónicas pero con claros nexos de unión como son fascismo y comunismo no es ninguna aberración intelectual. Para disipar cualquier atisbo de duda, sería aconsejable rememorar la comparación establecida por la pensadora Hannah Arendt y plasmada en su obra «Los orígenes del totalitarismo», publicada en 1951, donde trata de demostrar que ambos movimientos beben de las mismas fuentes. Sin embargo, mientras los partidos fascistas, por suerte para nuestra sociedad, fracasaron en su intento de continuar el relato político emprendido por sus ideólogos, el comunismo mantiene su magnetismo entre intelectuales, artistas y políticos. Podemos decir que, en Europa, el fascismo murió en su práctica totalidad con Hitler y Mussolini, dando algunos coletazos residuales en ciertos momentos puntuales y en lugares diferentes del continente europeo. El comunismo, sin siquiera cambiar de nombre, sigue vivo a través de formaciones con representación en todo Occidente. Esta paradójica situación se explica por el éxito del marketing marxista que han empleado dichas formaciones (pese a que nunca lo llamen por este nombre). Un marketing que no es coto exclusivo del marxismo y que esigualmente aprovechable por cualquier otro punto del espectro político. Técnicas similares a éstas son las que fraguaron la figura política de alguien como Margaret Thatcher, quien protagonizó un cambio de modelo comunicativo. Fue la primera en contar con un equipo de expertos en relaciones públicas y publicistas para que apuntalasen su estrategia. Aconsejada por ellos, fue de las primeras personas que cuidó cuestiones estéticas como su voz o su presencia. Así descubrimos que acudía con regularidad a un especialista para lograr mitigar el estridente timbre de voz con el que contaba o cómo logró convertir sus trajes azules, sus perlas, sus bolsos y su peinado en una de sus señas de identidad más reconocibles. Thatcher no solo comunicaba, creaba marca. Una marca de tanto éxito que logró tener su propio «ismo»: el thatcherismo, que logró ganar todas las elecciones desde 1979 hasta su retirada política. Si en aquella Inglaterra de finales de los 70 los conservadores descubrieron la importancia de la comunicación política, hoy en día, en un contexto diferente, con una sociedad en constante evolución, un partido nuevo como Podemos ha descubierto el valor del marketing político. Este libro pretende, entre otras cosas, animar a aprender de estos nuevos movimientos en lugar de quejarse de ellos. Y ganarles en su propio terreno. Para ello, se debe dar la batalla dentro de un nuevo marco conceptual y contextual. El hecho real y tangible es que la inmensa mayoría de la literatura marxista y de su sustento ideológico, están basadas en el marketing político. En contraposición a esto, muchos intelectuales liberales se han centrado únicamente en cómo gobernar, dejando de lado el paso previo: cómo llegar al Gobierno. Aunque parezca sorprendente, vamos a derribar una de las máximas políticas de nuestro tablero de juego. Es la idea de que el Partido Popular comunica mal. No es cierto. El problema del Partido Popular no es su comunicación. Es su marketing. Basta trazar un breve recorrido por la historia moderna del partido. Fue el primer partido político que creó un canal de comunicación online con los ciudadanos. Lo hizo en 1999, un año después del nacimiento de Google. Han sido pioneros y punteros en el uso de redes sociales (Esperanza Aguirre o Mariano Rajoy fueron de los primeros políticos en contar con una cuenta en Facebook y ambos son tremendamente activos en Twitter) y a pesar de todo ello, en el terreno del marketing, la izquierda gana por goleada. Hasta ahora ese planteamiento podría funcionar. El centroderecha tiene las riendas de la comunicación y la izquierda las del marketing. El problema es que el escenario ha cambiado. Podíamos continuar sin una estrategia de marketing definido puesto que nos movíamos en un sistema de juego de suma cero, donde lo que perdía el PSOE lo ganaba el PP y viceversa. Pero la irrupción de nuevos actores políticos en el tablero obliga a replantear posiciones y estrategias. Es el momento de reforzar la estrategia en uno de los puntos más débiles: el marketing. Y para ello, como sucede en todos los campos de la vida, lo mejor es aprender de los maestros, de aquellos a los que les ha funcionado una estrategia marketiniana estudiada y medida. Esos no son otros que la izquierda en general y Podemos en particular. A partir del análisis de este partido, nuestro objetivo con este libro es darles un sentido práctico a filósofos que parecían condenados a quedarse en el mundo académico. Vamos a revisitar a autores como Antonio Gramsci o Jacques Lacan para sacar conclusiones que pueda ser de utilidad en el día a día de una agencia o un departamento de marketing. También vamos a prestar atención a casos reales donde, de forma voluntaria o involuntaria, se han aplicado muchos de estos principios. Lo que tienes en tus manos no es sólo un libro sobre Podemos, es un libro de marketing desde una perspectiva filosófica o un libro de filosofía aplicada al marketing. Pero ¡No te asustes! También te ayudaremos a poner en práctica todos los principios teóricos que vas a leer. Te animamos a recorrer con nosotros este viaje por los fondos más inexplorables del marketing marxista de la mano de dos personas que conocen y tienen interiorizado los principios inalienables de un sector al alza. David Álvaro ha sido alumno del líder de Podemos, Pablo Iglesias. Sus años en la Facultad de Ciencias Políticas le han servido no solo para conocer de primera mano la estrategia del triángulo formado por Iglesias-Errejón- Monedero, sino también para estudiar y desgranar el pensamiento de sus referentes ideológicos. Contertulio en La Tuerka y Fort Apache, ha sabido entender la lógica marketiniana marxista y las posibilidades de su aplicación práctica en los partidos no marxistas. Es licenciado en Ciencias Políticas (UCM), especialista en Administración Pública. MBA y Máster en Comunicación Política y Empresarial. Cuenta con estudios en Economía (Mercados Financieros por la Universidad de Yale y Macroeconomía por la Universidad Irvine de California), en «Habilidades Directivas y Toma de Decisiones» (Universidad Rey Juan Carlos) y en «Negociación y Resolución de Conflictos» (Bureau Veritas Business School). Actualmente trabaja como asesor político. Enrique Fonseca es consultor externo de marketing. A lo largo de su trayectoria profesional, ha trabajado para varios partidos políticos en distintos niveles de la Administración y para empresas privadas en tres continentes diferentes. Sus conocimientos han servido para aplicar gran parte de los consejos que ofreceremos a lo largo de estas páginas con un alto porcentaje de éxito. Licenciado en Periodismo y Comunicación Audiovisual por la Universidad de Valladolid. Ha impartido cursos de marketing en el «Máster de Comunicación en Eventos» (Istituto Europeo Di Design) y en el seminario «Comunicar en política» ( Universidad Rey Juan Carlos). Os animamos a dejaros llevar, disfrutar de esta aventura y a cuestionar todo aquello que aquí planteamos. La esencia del marketing político es tan grande como cada uno quiera que sea. Antes de subirse a este tren y recorrer este viaje, se hace imprescindible conocer las contraindicaciones de este libro. «O eres parte de la solución, o eres parte del problema» Eldridge Cleaver Estudia la realidad Años después de abandonar el Gobierno, Margaret Thatcher reconoció que su mayor logro había sido la propia existencia de una figura política como la de Tony Blair. No era una broma. En sus más de diez años como primera ministra consiguió dar la vuelta al entramado político. Con una inteligencia desbordante y una calculada estrategia de marketing, Thatcher estableció las nuevas reglas de juego no sólo para su propio partido sino también para la oposición. Los laboristas pasaron de ser ese partido que, en los años 70, proponía nacionalizar hasta las funerarias, a que en la década de los 90 se transformasen en una «tercera vía» basada en una laxa socialdemocracia que abrazaba la economía social de mercado y el liberalismo progresista. A menor escala, se podría trasladar ese mismo ejemplo a la España de José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero. Los ocho años del PP en la Moncloa no sólo sirvieron para transformar la economía y modernizar el Estado, sino que además dibujaron una nueva lógica política que incluso Zapatero se vio obligado a mantener durante su primera legislatura. En lo referente a la economía, la gestión socialista en su primera etapa se define como continuista de los postulados ideológicos enunciados por los populares. En términos marxistas, o más concretamente, «gramscianos», diríamos que tanto Thatcher como Aznar consiguieron establecer una «hegemonía cultural». Es decir, no sólo ostentaron el poder sino que crearon un nuevo discurso dominante que habrían de seguir todas las formaciones políticas de sus respectivos países. Ambos políticos comparten también el haber obtenido una primera victoria electoral en un contexto de crisis del sistema donde el modelo político se mostraba incapaz de respondera las demandas ciudadanas. En septiembre de 1995, las encuestas del CIS situaban a la clase política en el segundo lugar entre las principales preocupaciones de los españoles, sólo por detrás del terrorismo de ETA, que en aquella época perpetraba una media de un atentado al mes con víctimas mortales. La situación de España era compleja: miembros del Gobierno encarcelados, corrupción institucional, crisis económica, un paro elevadísimo, un déficit público muy alto, una deuda de 60 billones de pesetas… Los sociólogos definieron aquel periodo como la «época de la crispación». Por su parte, Reino Unido en 1979 era un país al borde de la bancarrota, tutelado de facto por el Fondo Monetario Internacional y en el que la inestabilidad social se traducía en frecuentes huelgas masivas. Semejante situación llegó a su fin en el «invierno del descontento» en el que el primer ministro, James Callaghan, con unas cotas de popularidad bajo mínimos históricos, perdió una moción de censura presentada por los conservadores, lo que precipitó el adelanto electoral. En este tipo de contextos, siempre surge una posibilidad nueva. La oportunidad de ofrecer un discurso innovador, que otorgue un aire fresco a la política y que brinde la posibilidad de un cambio. Y fue ahí donde el centroderecha supo realizar un análisis certero de la situación y formular las preguntas que sólo ellos eran capaces de responder. Así consiguieron adelantarse a sus adversarios y ganar la hegemonía discursiva. Hoy en día, 20 años después, en España los partidos políticos vuelven a encontrarse entre las principales preocupaciones de los españoles. Las encuestas, si bien no tan clarificadoras como entonces, muestran que para una parte nada desdeñable de nuestra población, ese aire fresco ya no lo representa el centroderecha sino Podemos. Podemos es hoy el partido político que mejor ha sabido resumir la realidad en una serie de preguntas que sólo ellos pueden responder. En términos discursivos, ahora mismo tienen una ventaja competitiva que no es sino la antesala de la hegemonía. CLASIFICA LA SOCIEDAD Un campo poco explorado en el ámbito político y que nos ayuda a llevar a cabo un análisis exhaustivo de la realidad es la etnografía. Se trata de un método de investigación que consiste en observar las prácticas culturales de los grupos sociales para poder participar en ellos y así contrastar lo que la gente dice y hace. El análisis etnográfico nos proporciona una información sobre la vida social de nuestros votantes mucho más rica que la mayoría de los restantes métodos de investigación. A diferencia de un análisis de mercado clásico, aquí ya no clasificamos en torno a categorías estáticas y medibles (edad, sexo, situación geográfica), sino en función de motivaciones (parados, jóvenes ni-ni, jubilados, etc...). Se trata de un estudio cualitativo, en lugar de cuantitativo. El investigador social se convierte en observador participante analizando, desde dentro, las demandas y necesidades de diferentes colectivos. Es decir, convive con ellos durante un tiempo, recoge conversaciones y realiza entrevistas. Pongamos un ejemplo: los jóvenes. Hay jóvenes con formación, sin ella, con trabajo, desempleados, de izquierdas y de derechas. Utilizarlos como categoría de análisis implica asumir que todos tienen algo significativo en común cuando, en realidad, sus motivaciones pueden ser totalmente distintas. Sin embargo, los llamados «ni-nis» (jóvenes que ni estudian ni trabajan) comparten un punto de partida y unas expectativas en común. Por eso podemos estudiarlos como un grupo con coherencia interna. Siguiendo este modelo, encontraríamos que en España tenemos una serie de derechos garantizados como la participación en política, el voto, etc... Pero, ¿qué piensan los llamados ni-nis al respecto? Posiblemente el estudio de la etnografía política nos arrojaría como resultado que buena parte de ellos ni siquiera son conscientes de la importancia que tiene ser portadores de tales derechos y, por tanto, incapaces de ponerlos en valor. Sin embargo, sí son conscientes de que viven en casa de sus padres ante la imposibilidad de independizarse. Y de la frustración personal que supone no tener un trabajo. Continuando con el patrón que plantea este estudio, también veríamos cómo en nuestra sociedad hay personas que están siendo desahuciadas por no poder pagar la hipoteca, grupos minoritarios que viven en chabolas alejadas de los núcleos urbanos y, de nuevo, jóvenes de más de veinticinco años que aún viven en casa de sus padres. AGRUPA TODAS LAS REALIDADES EN UNA IDEA Aparentemente, tenemos una serie de perfiles distintos: es evidente que un joven universitario que vive con sus padres tiene poco o nada en común con una persona que duerme en la calle o un desahuciado. A este respecto, la respuesta que ofrece el marketing marxista ante esta disyuntiva es fácil y sencilla. Se sintetiza en una frase: «Gente sin casa y casas sin gente». Es decir, utilizando la teoría de Ernesto Laclau —pensador de cabecera del ideólogo de Podemos, Íñigo Errejón—, quien revisiona las teorías de sus principales referentes teóricos del siglo XX como Lacan, Saussure y Gramsci, formaríamos una realidad política que gravitaría sobre la figura del «significante vacío» construyendo un proceso hegemónico y disputando el sentido del discurso político. En este sentido, podríamos definir este tipo de superestructuras como la yuxtaposición de distintos significantes que se van a ligar a distintos significados a través de un lazo contingente (es decir, creado a propósito para ese fin), convirtiéndose en elementos del discurso que agrupan y dan sentido a distintas realidades que no tenían nada que ver entre sí hasta que alguien ha decidido aglutinarlas. Esto se traduce en que cada realidad particular es un círculo, con un significado concreto (ni-nis, desahuciados y sintecho). Necesitamos crear un nodo que sirva para otorgar un sentido general a todos esos problemas pese a que éste, en sí mismo, no represente ningún caso real. Explicado con un ejemplo más mundano. Aceite de oliva, bacon, vino blanco, huevos y queso rallado: todos estos elementos no tienen ninguna relación entre sí aparte de su condición de alimento. Se pueden combinar, o no, de infinitas formas (es decir, de forma «contingente»). Sin embargo, cuando hablamos de «salsa carbonara», estamos construyendo un concepto que interconecta todas estas realidades y les da un sentido de unidad. La salsa carbonara, intrínsecamente, no es una cosa real sino una idea, construida en nuestra mente, de cómo sumar distintas rea lidades que sí existen por sí mismas. Es un significante vacío. CREA EL PROBLEMA Errejón maneja con maestría los términos «desnaturalización» y «problematización» de la realidad. En su tesis doctoral, explica cómo las realidades por sí mismas no constituyen un problema político hasta que no se presentan como tal. Que haya un terremoto y en un barrio pobre se caigan algunas de las casas del vecindario puede tener significados diferentes: puede ser que la población culpe al terremoto, puede ser que la población culpe a los dioses malvados que les han enviado un temblor de tierra. Puede ser que la población culpe al alcalde, o culpe al ministro, o culpe al presidente… La atribución del significado político a los hechos sociales no es unívoca: es el objetivo de la lucha política. Así es como define Errejón el primer paso para la «desnaturalización» de una realidad. Continuando con el ejemplo acerca del problema de la vivienda, podemos afirmar que el hecho de no tener casa se puede deber a diversos factores. En unos casos puede deberse a la gestión irresponsable de un banco o un propietario, a que alguien se haya quedado en paro o incluso, a una caída en una espiral de drogadicción que lleve a la quiebra. Pero cuando hablamos de «gente sin casa y casas sin gente» agrupamos todas las situaciones en una misma realidad a la que convertimos en un problema político. Ya no es un simple drama sino el fruto de una determinadapolítica, con una víctima y un culpable. De esta forma, Errejón identifica tres etapas en la problematización: 1. Diagnóstico en el que definimos los problemas y los agrupamos en torno a una injusticia general. 2. Politización de la injusticia. Creamos unas identidades en pugna: culpables y víctimas (trataremos este punto en el siguiente capítulo). 3. Motivación para la acción en la que se argumenta la posibilidad de cambiar esa realidad (trataremos este punto en el último capítulo de la sección). En otras palabras: el hecho de que haya «casas sin gente y gente sin casa» es un problema fruto de una decisión tomada a propósito por el Gobierno. Por supuesto que hay solución y ésta pasa por cambiar la política de vivienda. El debate al respecto es infinito, incluso peligroso para el que está creando ese discurso. ¿Entendemos que de semejante afirmación se desprende que se persigue que no exista vivienda vacía alguna? ¿Eliminamos la posibilidad de que una persona con el fruto de su trabajo pueda optar a una segunda residencia? ¿Abolimos los hoteles por permitir tener habitaciones vacías a diario? o ¿les obligamos a ceder gratuitamente las habitaciones disponibles a personas sin recursos? Sin embargo, ante la falta de otra interpretación de esa realidad, la idea que persiste es que hay un «malo» que disfruta dejando sin techo a una parte de la población y, por tanto, una necesidad de crear una nueva política de vivienda que solucione la injusticia actual. ¿Qué hace a este nuevo paradigma una idea tan poderosa? PON UN NOMBRE A TU PROBLEMA Las realidades existen cuando tienen un nombre. Las startups han sido una figura clave en el sistema productivo desde los albores de la economía de mercado. Mercedes Benz fue una startup en su tiempo. La American Wright Company, la primera empresa de aeronáutica, fundada por los Hermanos Wright, fue una «startup». La Bell Telephone Company, Ford, IBM... todas ellas son ejemplos de «startups». Sin embargo, nadie las llamó por ese nombre. Es ahora cuando hablamos de startups como si fueran una categoría nueva y especial de empresa. Existen eventos, carreras universitarias y hasta políticas especiales para este tipo de compañías. Se trata de una realidad que ha estado siempre presente pero que no ha pasado a existir como tal hasta que alguien le ha puesto un nombre especial para referirse a ella. Por lo tanto, el primer paso para crear una realidad política es nombrarla. A este efecto, las palabras que escogemos son también una pieza clave para el posicionamiento. «Gente sin casa y casa sin gente» es, probablemente, una simplificación absurda, pero también una expresión que conlleva lógica interna y una pregunta. Una vez se ha introducido en el debate, obliga a todos los actores a posicionarse en torno a ella. Incluso los adversarios, como parte del problema que son, también necesitan un nombre. Términos como «neoliberal» son prácticamente imposibles de definir. Existen numerosos artículos, estudios académicos e incluso libros tratando de descifrar su significado. Sin embargo, todo aquel que se ubique a la derecha de la izquierda y que ostente cierta cuota de poder, podrá ser denominado, «neoliberal», o incluso «ultracapitalista». Estos calificativos han sido asumidos incluso por la propia derecha y es posible encontrar cientos de referencias a ellas en cualquier medio de comunicación conservador. Sirva de prueba buscar en cualquier periódico conservador el número de noticias que reflejan la palabra «neoconservador» y llegan a generarse debates dentro del mismo espectro ideológico acerca del origen, sentido y características de los «neoliberales» o los «neoconservadores». No se trata de una etiqueta inofensiva. En sí misma implica una diferencia entre los liberales «clásicos» (cuyas aportaciones a la democracia y al nuevo régimen son difíciles de discutir) y los «modernos» liberales que al calor de dicha ideología han perseguido un «capitalismo salvaje» fundamentado en un egoísmo descontrolado. No sólo eso. La generalidad del término «neoliberal» permite, nuevamente, crear un significante vacío que conecta a todas las ideologías adversarias, por muy contradictorias que pueden ser entre ellas. Así nos encontramos con que el «neoliberalismo» define tanto al capitalismo americano como a los gobiernos populistas no comunistas de Latinoamérica (la Cuba de Batista o la Venezuela pre-Chávez) pese a que, en realidad, son radicalmente distintos. Algunos sistemas como la socialdemocracia también pueden ser tildados de «neoliberales» o de ejemplo a seguir dependiendo de las necesidades discursivas de cada momento. En contra de lo que diría Julio César, la estrategia ganadora es «agrupa y vencerás». La conclusión final es que todos terminan, de un modo u otro, aceptando el término. En términos hegemónicos —y electorales—, eso supone una batalla ganada. APLICACIÓN PRÁCTICA: EVO MORALES Y LA HEGEMONÍA EN BOLIVIA En 1982, tras el fin de la dictadura militar, Bolivia entró en un proceso de democratización y de modernización económica. El país estaba sumido en una grave crisis económica, con altos niveles de inflación y pobreza. Durante los años 80 y 90 los sucesivos gobiernos, tanto de derechas como de izquierdas, compartieron la misma agenda de reformas y formaron pactos en base a un sentido de «responsabilidad democrática». Es decir, todas las fuerzas políticas asumieron un consenso en pos de la reforma. Consenso que no sólo se ceñía a lo puramente productivo sino también al diseño de nuevas instituciones políticas más descentralizadas, con la pretensión de incluir a todas las capas sociales en el sistema. Hablamos de un caso claro de hegemonía. El programa de liberalización contenía la privatización de varios sectores, la atracción de inversión extranjera y el cierre de todas las industrias que habían dejado de ser rentables. Por ejemplo, la caída del precio del estaño motivó el cierre de varias minas, con el consiguiente despido de más de 30.000 trabajadores. Hechos como éste provocaron una fuerte inmigración de las zonas mineras a las capitales y a las regiones donde se cultiva la hoja de coca. Sin embargo, en su intento de convertirse en un socio internacional de confianza, Bolivia colaboraba con la guerra antidroga emprendida por el Gobierno de Estados Unidos. Esto se tradujo en una constante persecución a los agricultores cocaleros. Por un lado, la coca servía para emplear a buena parte de los trabajadores que han sido despedidos en las minas. No olvidemos que es un cultivo rentable y un sector en constante expansión que, en algunos momentos, llegó a representar el 20% del PIB nacional. Por el otro, la policía y el ejército hacían redadas en las que quemaban los campos. De esta forma, pese a los esfuerzos inclusivos del Gobierno, había muchos sectores que se empezaban a sentir excluidos de la construcción de la Bolivia moderna. Podríamos identificar a los cocaleros, a los indígenas, a los sindicalistas de esas industrias no rentables y a muchos de los que tuvieron que emigrar a las grandes ciudades y no encontraron trabajo. Sin embargo, no dejaban de ser actores independientes que, salvo pequeños enfrentamientos, no podían plantear un desafío serio al poder hegemónico. En el año 2000, con la privatización de la gestión de los recursos hídricos, se desencadenó una protesta que, por primera vez, se extendió por todo el país. En la llamada «guerra del agua» destacaban dos posiciones: los indígenas radicales, que recelaban de los mestizos, y los posibilistas, encabezados por Evo Morales, que apostaban por una confluencia con todas las fuerzas contrarias al Gobierno en un único partido, el Movimiento Al Socialismo (por las siglas MAS). Durante el periodo que va del 2000 al 2005, Morales creó un discurso que integraba las demandas de los cocaleros, las de los indígenas y las de los sindicalistas. Los primeros frutos de esta alianza se vieron en la victoria simbólica de las elecciones de 2002, en las que consiguió un 20% de los votos. Pero el auténticoRubicón llegó en 2003 con la llamada «Guerra del Gas». Ahí es cuando realmente se creó un elemento aglutinador (significante vacío) para todas las fuerzas opositoras: «El gas no se vende». Así se configuraron dos identidades: el «pueblo», representado por todos aquellos que luchan contra las multinacionales, y el Gobierno que «vende» el país. Las protestas alcanzaron su punto álgido cuando, en la región de El Alto, se llegó a constituir un Gobierno paralelo que no asumía la soberanía del oficial. Durante más de dos semanas, el Estado fue incapaz de enviar efectivos para desmantelarlo. Este desafío llevó a un colapso de régimen cuya primera víctima fue el por entonces presidente, Sánchez Losada, que se vio obligado a dimitir. A partir de ahí, Morales emprendió su sprint final hacia el Palacio Quemado. Entre 2003 y 2006 se sucedieron ejecutivos débiles, hostigados por la fuerte oposición del MAS. Finalmente, en 2006, Evo Morales llegó al poder al grito de «¡Viva la coca, mueran los yanquis!». Esta frase cristaliza las claves de su éxito porque la coca era ya un símbolo de todos los sectores que se sentían excluidos del sistema. Sin embargo, aún no podemos hablar de hegemonía real. A partir de este momento fueron los «prooccidentales» quienes se opusieron ferozmente al nuevo Gobierno al que tacharon de dictatorial. Sus principales quejas se basaban en aspectos económicos (inversión privada frente a nacionalizaciones) y políticos (federalismo frente a centralismo). Al año siguiente, en 2007, el prefecto (presidente) de una de las regiones más ricas, intentó convocar un referéndum de autonomía que terminó en enfrentamientos violentos entre los sectores acomodados y los pobres. Esto reforzó el discurso del MAS: hay un «pueblo» indígena y patriota y una derecha traidora que quiere trocear el país y venderlo a las multinacionales. Los pulsos se sucedieron hasta que finalmente, en 2009, Morales convocó un referéndum revocatorio en el que preguntó a los ciudadanos si mantenían la confianza en él y en todos los prefectos de todas las regiones, incluidas aquellas que estaban gobernadas por los conservadores. El resultado fue que ambos sectores (socialistas-indígenas y conservadores-regionalistas) afianzaron sus posiciones. Es en este momento cuando Morales presentó una nueva Constitución boliviana. La Carta Magna se basa en tres pilares: Estado plurinacional (integración de los indígenas). Estado soberano (lucha contra las multinacionales). Estado autonómico (consolidación de la democracia). Este último punto es el golpe definitivo a sus opositores. Al integrar una de sus principales demandas (autonomismo) les «robó» una de las principales propuestas que les daba sentido. A partir de ese momento, el bloque conservador-regionalista se desmorona. El discurso socialista-nacionalista-indigenista se convierte en la única ideología sólida que aglutina las preocupaciones de la amplia mayoría. De esta manera, todo aquel que quiere hacer política, lo tiene que hacer siguiendo las reglas marcadas con Morales. La palabra «neoliberal» pasa a ser un insulto. Y cualquier propuesta de atraer inversión extranjera o abrirse al mercado internacional es un tabú que ni siquiera los más liberales se atreven a pronunciar. Tras lograr la hegemonía, el éxito electoral está más que garantizado. Tras aprobar la Constitución en febrero de 2009, Morales vuelve a ganar las elecciones en diciembre, esta vez con un 64% de los votos. En octubre de 2014, vuelve a obtener una amplia mayoría que le permitirá gobernar hasta 2020. Para entonces, habrá sumado nada menos que 16 años siendo el presidente del país. «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos» Antonio Gramsci Crea los personajes de la historia No es casualidad que, desde el inicio de la crisis, todos los medios de comunicación hayan buscado recurrentemente a «los culpables» de semejante situación. Como tampoco es casualidad que la inmensa mayoría de las películas o novelas se basen en una confrontación entre héroes y villanos. Y es que desde un punto de vista evolutivo, podemos afirmar que desde la más tierna infancia, se nos tiende a educar sobre la base de una simplificación de la realidad que divide a todos los actores entre buenos y malos, y las consecuencias de una acción entre premios y castigos. Nadie se plantea la lógica o motivaciones que se esconden detrás de los personajes oscuros y siniestros como el hombre del saco, el coco o el señor que regala caramelos con droga a la puerta del colegio. Nos limitamos a aprender que, por las razones que sean, son personajes malos y debemos desconfiar de ellos. Por infantiles que nos parezcan estos esquemas, también se repiten cuando nos hacemos adultos. En la literatura, en el cine, en los medios de comunicación y, por supuesto, en el marketing político. Actualmente esa división entre buenos y malos responde a los nombres de pueblo y casta. Desde un punto de vista semántico, «pueblo» somos todos. Son los parados de larga duración y los empresarios millonarios, los miembros del Gobierno y los ciudadanos despreocupados por la política, los niños y los ancianos. Sin embargo, en la lógica populista de Laclau, «pueblo» sirve para generar un escenario divisorio, en el que se produce una bifurcación entre el «Estado» y la «gente» o el «pueblo» dando lugar a la construcción de un relato político con historia propia. Dicho antagonismo terminológico ya había sido planteado en términos similares por uno de los principales exponentes del realismo político, Carl Schmitt. Éste, en su afán por aniquilar a las democracias liberales existentes, planteaba el concepto amigo-enemigo. La diferencia amigo-enemigo o nosotros-ellos establece un principio de oposición y complementariedad. La percepción que un colectivo desarrolla de sí mismo en relación a los demás es un elemento que a la vez que lo cohesiona, lo distingue. La opción de identificar al adversario implica la integración misma a un proyecto político que forja un sentimiento de pertenencia. CONVIERTE TU DISCURSO EN UNA HISTORIA Desde Christian Salmon, la teoría del storytelling se ha convertido en un mantra de los gurús del marketing político. Efectivamente, cualquier idea se entiende mejor si se presenta en forma de historia. Ahora bien, ¿Qué es una historia? Podríamos definir una historia como una selección de acontecimientos interconectados con una lógica narrativa. La percepción que tenemos de la realidad también se construye en torno a historias. Esas historias pueden ser creadas tanto por los medios de comunicación como por los políticos. Y su finalidad marketiniana está fuera de toda duda. Sirva de ejemplo la historia de Elián González, «El niño balsero». Cada año entran en Estados Unidos una media de 3.000 inmigrantes cubanos. Sin embargo, el caso de Elián abrió periódicos y telediarios de todo el mundo durante semanas. Se trataba de un niño que había llegado a las costas de Miami en un viaje en el que su madre perdió la vida junto con otras diez personas. Su padre, desde Cuba, lo reclamaba y su tío abuelo, desde Florida, lo retenía. Durante el tiempo que duró la historia del «niño balsero», los medios prestaban una atención especial (seleccionaban) a todos los aspectos relacionados con la historia. También los políticos. Desde Washington se tomó como un icono de la opresión castrista y del exilio de muchos cubanos a Estados Unidos, donde pueden vivir libremente. En La Habana lo utilizaron como un símbolo de su soberanía nacional frente a los intentos de influencia americana y como una reivindicación de los principios de la revolución socialista. DEFINE TUS PERSONAJES POR SUS ANTAGÓNICOS Una de las denominaciones más académicas del marxismo es el «materialismo dialéctico». La lógica dialéctica predica que un objeto no se define en sí mismo sino en sus múltiples relaciones con las demás cosas. Heidegger, que pese a sus relaciones con la Alemania nazi, ha inspirado a toda una legión de filósofosmarxistas, definía al hombre como ser-en-el-mundo. Es decir, la relación entre el hombre con el resto de las cosas y la sociedad es consustancial a su propia esencia. Uno no puede definir a una persona sin entender su rol en el lugar donde está. Un individuo se define a sí mismo como español (lo que indica una relación con España), albañil (lo que indica una relación con el sistema productivo), homosexual o heterosexual (lo que indica su forma de relacionarse íntimamente) y un largo etcétera. Este principio heideggeriano aplicado a la práctica política nos lleva a definir las realidades en función de su relación con el resto del mundo. Más concretamente, con sus antagonistas. De esta forma, alguien que se define «conservador» en la España de hoy podría pasar por un extremista de izquierda en el siglo XIX. Como explica Laclau, se trata de construir el escenario político sobre la base de una división de la sociedad en dos campos. Aznar la dividía entre las personas que querían un cambio frente a las inmovilistas y Pablo Iglesias nos enfrenta entre la «gente decente» y la «casta». El punto de partida sería un sistema institucional incapaz de satisfacer las demandas de los ciudadanos a partir del cual articulamos una identidad global damnificada por dicha carencia y que englobamos bajo el paraguas de un término genérico como «gente decente» al que dotamos de contenido gracias a definir su antagónico: la «casta». CARICATURIZA AL ADVERSARIO Will Eisner, más conocido como «el inventor de los comics con cerebro» y quizás el mayor teórico de la narración gráfica, defiende el uso de estereotipos para definir personajes. «Lo importante no es que dibujes un médico realista sino alguien que realmente se parezca a un médico». La cultura popular ha creado en el subconsciente colectivo una serie de asociaciones especialmente poderosas a la hora de identificar el rol de una persona en un contexto. Por ejemplo, el hecho de que asociemos la lencería femenina de encaje al erotismo mientras que un bikini de iguales proporciones sea una prenda sin mayor simbolismo no responde a ningún patrón biológico evolutivo sino a una construcción puramente cultural. No sólo eso, también hemos creado una serie de clichés y lugares comunes que, ciertos o no, forman parte de nuestra mitología. Las películas de James Bond nos han enseñado que los millonarios rusos son personajes excéntricos, derrochadores y amorales. Steven Spielberg nos ha hecho creer que los tiburones son las criaturas más temibles del medio acuático, pese a que sólo son responsables de la muerte de 10 personas al año frente a, por ejemplo, los hipopótamos, que multiplican esa tasa por 50, provocando unas 500 muertes anuales. De la misma manera, los medios de comunicación nos han posicionado a los emprendedores de Silicon Valley como jóvenes creativos y soñadores, que se pasean por sus oficinas, luminosas y modernas, en deportivas y camiseta. Por increíble que parezca, estas caricaturas juegan un papel fundamental a la hora de crear identidades políticas. Nuevamente, Errejón en su tesis destaca la necesidad de utilizar los clichés y las generalizaciones para definir al adversario político. A fin de cuentas, si estamos exponiendo nuestro discurso en forma de historia, con unos personajes, necesitamos que el votante lo pueda visualizar. Y su forma de hacerlo es a partir de arquetipos. Si el propio narrador es capaz de seleccionar aquellos personajes que tenemos en nuestro imaginario personal, conseguirá conectar de una forma más precisa con nosotros. Así se fijará de forma más tajante quién es el bueno y quién es el malo. Dicho de otra forma, todos tenemos una serie de actores en nuestra cabeza que responden a los patrones de conducta propios de los clichés. Un buen narrador es capaz de intuir cuáles son. Para eso, la cultura popular nos ofrece el mejor catálogo. Por ejemplo, tenemos al especulador sin escrúpulos representado a la perfección en Gordon Gekko en la película ‘Wall Street’ o al comunista autoritario, sombrío, inculto y militarizado que representa el contrincante de Rocky Balboa, Ivan Drago, en ‘Rocky IV’, una de las películas claves de la propaganda norteamericana en medio de la Guerra Fría. Slavoj Žižek, una de las primeras espadas del marxismo moderno, utiliza anuncios de televisión y películas como base para sus investigaciones. Su forma de analizar el capitalismo y sus lógicas internas surgen a partir de los valores que se manifiestan en la cultura popular que, de forma involuntaria, refleja ese «sentido común de época»: esa hegemonía. Esos actores imaginarios serán las caras visibles que utilizará la audiencia para reproducir la historia que el narrador les cuenta. Toda vez que se produzca la conexión y que consigamos dar con estereotipos realmente existentes en el imaginario colectivo, estaremos construyendo un relato consistente. Cuando Juan Carlos Monedero y Pablo Iglesias se refieren a «esa derecha que se va de putas el sábado por la noche y a misa el domingo por la mañana» consigue que su público visualice una historia creíble. Pese a que el estereotipo no sea real, está presente en la mitología popular (para muestra, el personaje de Antonio Recio en ‘La que se avecina’ o Mauricio Colmenero en ‘Aída’). Cuando Ronald Reagan aliñaba sus discursos con chistes sobre la Unión Soviética, creaba una serie de escenarios que permitían que los americanos imaginasen la realidad diaria de la vida en un país comunista. La caricatura, sin embargo, también puede convertirse en un arma de doble filo y entraña riesgos, especialmente en un discurso político de mayorías. Tal es el caso cuando el intento de estereotipo no se corresponde con la percepción de la realidad que tiene nuestra audiencia. Por ejemplo, tratar de mostrar a Pablo Iglesias como un «perroflauta» de barrio y sin formación es un error. Basta con oírle hablar para entender que su nivel intelectual es muy elevado. Otro error clásico es la exageración de elementos que no causan verdadera aversión entre el público, o que incluso dejan en peor lugar al que los enuncia. Los intentos de Alfonso Guerra por descalificar a Mariano Rajoy tachándole de «mariposón» son un claro ejemplo en este sentido. No hace falta explicar que no conecta con ningún cliché existente en el imaginario colectivo. Pero, incluso en el caso de que así fuera, la homosexualidad no es ningún atributo que cause el más mínimo desagrado en la sociedad española. Las consecuencias de esa figura retórica fueron un rechazo a Guerra, que desapareció para siempre de la política activa, y una denuncia en los tribunales. La conclusión es que una buena caricaturización del adversario político debe incluir los siguientes elementos: Estar basada en un arquetipo existente en el imaginario colectivo. Exagerar aspectos que causen verdadera aversión. Crear roles compatibles con la historia que queremos contar. APLICACIÓN PRÁCTICA: APPLE Y LA «VIDA DIGITAL». Tras ser despedido de la empresa que él mismo había fundado, en 1997 Steve Jobs volvió a ocupar el cargo de CEO de Apple. En un momento donde la compañía pasaba por enormes dificultades financieras, Jobs sentó las bases de lo que ahora es el principal referente tecnológico del mundo. Desde su fundación, Apple parecía llamada a ser «la eterna segundona», siempre por detrás de Microsoft. Fueron los primeros en sacar un sistema operativo basado en ventanas, o en crear equipos destinados al uso doméstico. Sin embargo, quien realmente capitalizó esas innovaciones fue Bill Gates con sus PC y su sistema Windows. Es verdad que ya por esos años, Apple contaba con fans incondicionales. Ya se habían posicionado como «los ordenadores de los diseñadores y la gente creativa». A diferencia de los PCs blanco hueso, con pantalla, CPU y montones de cables, los «power PC» eran máquinas bonitas, con colores intensos, formas sensuales y que no necesitaban más que una caja para ser transportados. Incluso muchos usuarios de Microsoft reconocían que los «mackintosh» eran, en honor a la verdad,mejores. Sin embargo, Apple no dejaba de ser una segunda opción muy por detrás de Microsoft. Steve Jobs entendía que, si quería competir con Microsoft, tenía que ofrecer algo absolutamente distinto al discurso dominante. No se trataba de ser mejor que ellos sino de jugar a otro juego, con otras reglas donde él pudiera contar con ventaja. Así es como entendió que los PC, pese a ser herramientas de uso doméstico, estaban concebidas para trabajar o para acometer tareas «serias» (pagar impuestos, llevar la contabilidad familiar, etc…). Por supuesto, también se podía jugar a videojuegos pero no era la tarea principal. Dicho de otra forma, identificó una realidad: la tecnología nos ayuda a ser más productivos pero no más felices. «La vida digital» fue su «significante vacío» para agrupar todas sus respuestas a las frustraciones de los usuarios. Jobs entendió que los usuarios, aunque no fueran conscientes de ello, concebían la tecnología como algo orientada principalmente al entorno profesional. Su papel consistió en «problematizar» esa realidad y buscar un culpable: el frío y gris Windows. A partir de ahí, su solución pasaba por ofrecer dispositivos tecnológicos enfocados a humanizar la informática. La mejor forma de entender esta perspectiva es a través de la campaña «Mac vs PC». En esta serie de más de 60 anuncios, Apple nos presenta su concepción de la tecnología contraponiéndola con la visión fría y aburrida de Microsoft. Los Macs se personalizan en la figura de un joven y los PCs se convierten en un cuarentón gris que sólo piensa en hacer hojas de cálculo y contabilidad. De esta forma, la «vida digital» (divertida, joven y fácil de usar) se define por su contraposición con el PC (aburrido, de mediana edad y con infinitas barreras para su uso). De hecho, si no fuera por Windows, el concepto de tecnología para el día a día no tendría ningún sentido. Efectivamente, los anuncios de «Mac vs PC» son una caricatura. Pese a todo, Windows también permite utilizar webcams o editar álbumes de fotos familiares. Pero los publicistas de Apple supieron utilizar un arquetipo presente en el imaginario colectivo de todos los americanos (y, en general, de todos los occidentales): el «trabajador gris». De repente, identificar ese estereotipo con los PCs color beige parecía lógico. En frente estaban los equipos de Mac, presentados en una gama de colores intensos y con interfaces estimulantes y sensuales. No sabemos si Jobs leyó previamente algo sobre marxismo o sobre dialéctica. Pero está claro que fue capaz de aplicar todos sus principios a la práctica de forma magistral. Desde entonces, Apple cambió radicalmente el discurso a la hora de presentar productos. Hasta la fecha, los equipos informáticos se promocionaban en base a sus características tecnológicas. Comprábamos un Pentium 3, cuyo procesador funcionaba a 500 Mghz, con un disco duro de hasta 8 Gbs y una memoria RAM de 254 Mbs. Los usuarios presumían (presumíamos) de tener «más megas de RAM» que sus amigos. Es decir, los ordenadores se definían en torno a sus características intrínsecas. Jobs fue el primero en definirlos por su relación con el usuario ¿Qué importa la velocidad de procesador de un iPhone, de un MacBook o de un iPod suffle? Lo importante es que es un dispositivo que nos permite hablar por teléfono y conectarnos a internet, o que es un portátil que las chicas pueden llevar en su bolso de mano, o que es un reproductor de mp3 que cabe en el bolsillo pequeño de tu pantalón vaquero. Apple no vende aparatos electrónicos: Apple vende un estilo de vida a través de soluciones para nuestros hábitos diarios. Quince años más tarde, los de Cupertino han pasado de ser los segundones a tener la hegemonía política en el mundo de la tecnología. Sus seguidores son auténticos fans de la marca. Presumen de tener productos con «la manzanita». Pocas veces una compañía inspira un fervor casi religioso entre sus usuarios. Incluso el propio Microsoft ha tenido que plegarse a su discurso y jugar con las reglas creadas por la empresa dominante. Después de que se creara la App store, Windows 8 incorpora su «Store» y Google tiene el «Google Play». Todos los teléfonos móviles lanzados tras el iPhone tienen acabados y forma de uso parecida. No hay ningún fabricante que no tenga su propia «Tablet» a imagen y semejanza del «iPad». Y, por descontado, Apple gana, por goleada, en capitalización bursátil a todos sus competidores. «Proletarios de todos los países ¡Uníos!» Karl Marx y Friedrich Engels Inventa una solución Hasta este punto, hemos visto cómo es imprescindible realizar un diagnóstico de la realidad certero y cómo crear unos personajes para que nuestra historia contenga un hilo conductor. Ahora es el momento de rematar nuestro relato con la búsqueda de una solución que de manera continuista nos sirva para calar dentro de nuestro nicho de mercado, es decir, entre nuestros posibles votantes. De esta forma, las cabezas pensantes de Podemos han logrado que sus soluciones inventadas se conviertan en el eje central del debate político. Cuestiones como la renta básica, la edad de jubilación, la jornada laboral, la nacionalización de sectores públicos, la permanencia en el euro o las relaciones internacionales se han convertido en tema central del discurso político. Estas propuestas son analizadas diariamente por parte de todas las formaciones políticas y de todos los medios de comunicación. El debate es infinito: ¿La renta básica de cuánta cantidad será? ¿Para quiénes? ¿De dónde saldrá el dinero para pagarla? ¿Se implantaría nada más llegar al Gobierno? Son preguntas que no tienen respuesta puesto que los líderes de Podemos jamás han profundizado en el fondo de la solución inventada. Podemos muestra una constante que comparte con algunos partidos comunistas y extremistas, una característica basada en ese planteamiento disfuncional que planteaba Laclau, se trata del hecho de abrazar la generalidad como forma de acción política. Nunca entran en detalles cuando se trata de definir el sistema que ellos mismos proponen. Esto tiene sus ventajas y sus desventajas. Una ventaja indudable es que hay un amplio sector de la población que observa dichas medidas con ilusión y esperanza. Los inconvenientes los hemos podido observar todos. Cuando un partido como éste, con una exposición mediática desbordante, se sienta ante cualquier periodista que apriete en la búsqueda de respuestas más allá del titular, los miembros de Podemos y sus soluciones inventadas se ven en aprietos. Esto no es algo nuevo. En «El manifiesto comunista» de Karl Marx y Friedrich Engels la palabra «revolución» aparece 29 veces; 51 «capital» y, únicamente leemos «comunismo» en 13 ocasiones. En un texto de más de 11.800 palabras, sólo 150 resumen el corpus de medidas que tomaría un gobierno comunista nada más llegara al poder. El resto es una crítica a la burguesía y a los movimientos «socialistas» que pretenden una reforma del capitalismo sin una ruptura violenta. Y sin embargo, «El manifiesto comunista», en sí mismo, es quizás el relato político mejor construido. Estamos hablando del germen de una ideología política que ha inspirado gobiernos en decenas de países. La semilla de los partidos comunistas existentes en todas las democracias del mundo. En otras palabras, el marxismo, desde sus orígenes, se define principalmente por oposición a otras teorías. Sin embargo, el sistema que se propone como solución es algo irresistiblemente nebuloso. Lo que podría entenderse como una debilidad es la auténtica grandeza del marxismo. Tal y como hemos visto en los capítulos anteriores, Marx y Engels hacen un diagnóstico de la realidad histórica creando dos identidades políticas antagónicas (proletarios vs burgueses). Los obreros tienen una serie de realidades y demandas insatisfechas que se interconectan en un significante vacío (la explotación) y se traducen en un problema político, causado por la clase dominante, que ha creado un sistema (el capitalismo) a su medida. En este contexto, se planteauna solución lógica: convertir lo que es una mayoría social —el proletariado— en una mayoría política que se haga con el poder y articule un sistema más justo. Ese sistema más justo no necesita ser definido con precisión. Y bastan unas pocas pinceladas a modo de decálogo con las primeras medidas que habrá que tomar. Todas estas medidas se vuelven a estructurar en otro significante vacío: «la revolución obrera». Se trata, por tanto, de jugar con el sentido de las esperanzas de futuro basadas en dichas soluciones inventadas. Como explica Robert Greene en «El arte de la seducción», las expectativas son más poderosas que las realidades porque nos permiten idealizar. Cuando empezamos una relación de pareja, nos imaginamos un noviazgo idílico. Nuevamente, el mejor ejemplo posible nos lo ofrece la cultura literaria o cinematográfica. Cualquier relato romántico tiende a ahondar en la primera etapa de la relación, cuando los personajes se están empezando a conocer: primer encuentro, primer beso, etc… Es un momento de ilusión, precisamente porque cabe cualquier expectativa (¿Mantendrán la pasión hasta el final? ¿Serán felices?). Las películas que reflejan la rutina de una pareja, por muy dulce que ésta sea, suelen ser consideradas dramas o comedias. Lo mismo sucede en el plano político y es ahí donde el marketing marxista explota su faceta más exitosa: los marxistas profundizan en esa primera etapa de toma del poder, donde todo parece posible, y dejan el poder en sí mismo en un segundo plano. Cuando la escritora y activista, Almudena Grandes, dice «yo soy revolucionaria pero no política» contrapone dos roles históricos distintos: el revolucionario que toma el poder y el político que lo ejerce. El primero implica la aventura, «el orgullo de pertenecer a nuestro pueblo en los días luminosos y tristes», que diría «el Che» Guevara. El segundo consiste en sacar leyes. El propio Ernesto «Che» Guevara, símbolo de la lucha marxista por antonomasia, el hombre cuyo retrato ha vendido millones de banderas y camisetas en todo el mundo, rechazó a propósito el poder ver el ideal convertido en realidad. Con un discurso basado en expectativas se constituye lo que el filósofo marxista Jürgen Habermas llamaría una «concepción mítica» de la realidad. A diferencia de la mentalidad científica, el mito no necesita contrastarse con la realidad objetiva. Basta con que guarde una coherencia interna consigo mismo. De hecho, tal vez sea esa la clave de la supervivencia del comunismo como ideología política y como herramienta de análisis. En realidad, Marx comete muchos errores, no sólo en su propuesta política sino en su análisis del capitalismo (que es lo que normalmente se le suele reconocer como éxito). La prueba es que todos los países en los que se ha producido una revolución exitosa no eran sociedades industrializadas y librecambistas (Rusia era una monarquía absoluta, China también y las gobiernos prebolivarianos de Latinoamérica no eran tampoco liberales ni industrializados por mucho apoyo que tuvieran de Estados Unidos). Los únicos casos de países capitalistas que terminaron abrazando el comunismo han sido Checoslovaquia y Hungría (tal vez Polonia) y no por la adquisición de modelos revolucionarios sino mediante incursiones militares soviéticas. De hecho, precisamente esos tres países son los que más dolores de cabeza dieron a la URSS (Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968 y Polonia en la década de los 80). Esta constatación no es nueva. La realizan los propios pensadores de la Escuela de Frankfurt (Max Horkheimer, Jürgen Habermas, Herbert Marcuse, etc…) a pesar de que ellos mismos, al menos en sus inicios, se consideran marxistas. Como veremos más adelante, Antonio Negri o el propio Pablo Iglesias refutan la teoría del valor enunciada por Marx, que es uno los pilares básicos de toda su teoría política. Ellos mismos reconocen que buena parte de las constantes que definirían el mundo tras la revolución están ya en el capitalismo moderno. Y sin embargo, se siguen considerando comunistas. Esta contradicción no se debe a una falta de argumentación lógica sino a que el marxismo, como teoría política, se ha elevado a la categoría de mito. Es decir, la pretensión de validez no se basa en la comparación con la realidad sino a la hermenéutica (interpretación de los textos). De esta forma, es prácticamente imposible refutar las ideas ya que, por definición, son correctas. USA DOS NIVELES DE LENGUAJE DISTINTOS Lo primero que llama la atención a cualquiera que esté familiarizado con la literatura liberal y quiera acercarse a la marxista es el estilo en el que está escrita. Parece un lugar común que todos los teóricos de izquierda, desde Marx hasta Laclau, pasando por Habermas o Žižek, son pretendidamente farragosos. Que hablan una «metalengua» llena de significados especiales realmente difíciles de entender para un neófito en contraposición a la claridad de Hayek o Friedman. El interés por sacralizar un discurso, por alejarlo de lo mundano, no es nada nuevo. Hasta hace no mucho, las misas católicas eran en latín y la Biblia no podía ser traducida a ninguna lengua moderna. De hecho, no es casualidad que las tres religiones monoteístas tengan una lengua ritual (en el caso del cristianismo, el latín, en el del judaísmo, el hebreo y en el del islam, el árabe). El marxismo, en su intento por conseguir lealtades que vayan más allá de lo institucional y lleguen a lo intelectual, no ha dudado en imitar ciertas técnicas. Es cierto que para llegar al pueblo, hay que, en palabras de Pablo Iglesias, «traducir el post-obrerismo en un lenguaje que entienda tu abuela». Pero eso es un nivel de lenguaje directo, adecuado para lanzar las consignas básicas. El discurso profundo, el que lee el intelectual y en el que se definen todos los aspectos de la ideología, requiere un esfuerzo adicional para ser comprendido. Ese esfuerzo nos obliga a reconocernos a nosotros mismos nuestro deseo por descifrar lo que está escrito. Tal y como reconoce el propio Žižek: «La manzana en el paraíso es, en realidad, un libro que Eva está leyendo: lo que seduce a Adán en el pecado es la ardiente curiosidad por lo que está escrito. Ésta es la prueba definitiva de que el sexo no tiene nada que ver con el pecado. El hombre cae en la tentación en el momento en el que está más interesado en lo que está escrito en el libro que por el cuerpo desnudo de Eva. Por supuesto, el libro está vacío (la manzana no era más que una simple manzana) y Eva sólo fingía estar enfrascada en su lectura para seducir a Adán». El nivel «profundo» nos permite sublimar la ideología y convertirla en un objeto de deseo. De esta forma, las obras marxistas enfocadas a una llamada directa a la acción («El manifiesto comunista» o, más recientemente, «¡Indignaos!» de Stéphane Hessel) tienen un estilo claro y comprensible para cualquiera. Sin embargo, los textos que dan un sustento filosófico al programa o que perfilan una idea de modelo de Estado, guardan un estilo cuasi-sagrado que le confiere al marxismo la dimensión espiritual que necesita para lograr adhesiones ciegas e incondicionales. Willi Münzenberg, considerado como uno de los mayores genios de la propaganda, consiguió revestir sus postulados de una pátina de glamour que los hacía irresistibles para los intelectuales de la época. Su trabajo consistía en promover posturas favorables a la Unión Soviética en Occidente. Por orden del Kremlin fundó la Internacional Comunista de la Juventud y la Ayuda Internacional de los Trabajadores, cuyo objetivo principal era recaudar fondos para ayudar al Gobierno Ruso que, en aquella época (años 20), pasaba por grandes dificultades económicas. Desde el primer momento, Münzenberg entendió que debía seducir a los intelectuales de la época, que eran quienes generaban opinión. Y que el modo de llegar a esas altas esferas no era mediante la pedagogía sino presentando su propuesta como algo indefinido pero envuelto en valores grandilocuentes. No se trataba de apoyar los intereses de la Unión
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