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Construyendo-la-nacion--intelectuales-dominicanos-del-siglo-XIX

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO 
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS 
 
 
 
 
 
 
 
CONSTRUYENDO LA NACIÓN. 
INTELECTUALES DOMINICANOS DEL SIGLO XIX 
 
 
 
 
 
TESIS 
QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE 
LICENCIADA EN ESTUDIOS LATINOAMERICANOS 
PRESENTA 
 
 
ISABEL DOLORES DE LEÓN OLIVARES 
 
 
 
ASESOR DE TESIS DR. JUAN MANUEL DE LA SERNA HERRERA 
 
 
 
 
MEXICO, DISTRITO FEDERAL, 2009 
 
 
 
 
 
 
 
UNAM – Dirección General de Bibliotecas 
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A mis padres y 
a mi pequeña Iyari con cariño. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Como hoy la preocupación 
A más de una gente abruma, 
Emplearé mi débil pluma 
Para darle una lección; 
Pues esto en nuestra Nación 
Ni buen resultado deja 
Eso era en la España vieja 
Según desde chico escucho, 
Pero hoy abunda mucho 
“El negro tras de la oreja”. 
 
Todo aquel que es blanco fino 
Jamás se fija en blancura, 
Y el que no es de sangre pura 
Por ser blanco pierde el tino. 
Si hay baile en algún CASINO 
Alguno siempre se queja, 
Pues a la blanca aconseja 
Que no baile con negrillo, 
Teniendo aunque es amarillo, 
“El negro tras de la oreja”. 
 
El blanco que tuvo abuela 
Tan prieta como el carbón, 
Nunca de ella hace mención 
Aunque le peguen candela. 
Y a la tía Doña Habichuela, 
Como que era blanca vieja 
De mentarla nunca deja; 
Para dar a comprender 
Que nunca puede tener 
“El negro tras de la oreja”. 
 
De la parienta Fulana 
El pelo siempre se mienta; 
Pero nunca la pimienta 
De la tía siña Sutana, 
Por ser muy blanco se afana 
Y del negro hasta se aleja, 
Nublando siempre una ceja 
 Cuando aquél a hablarle viene, 
Porque se cree que no tiene 
“El negro tras de la oreja”. 
 
 
José Antonio Alix (poeta dominicano, 1833-1918), 
 “El negro tras de la oreja” (fragmento). 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
INDICE 
 
 
 
 
 
AGRADECIMIENTOS…………………………………………………………………………………………………………….....5 
 
 
INTRODUCCIÓN………………………………………………………………………………………….....................................6 
 
 
PRIMER CAPITULO: 
REVOLUCIÓN, CESIÓN, ANEXIÓN E INDEPENDENCIA: 
LA COMPLEJA FUNDACIÓN DEL ESTADO DOMINICANO ………………………………………………………………...19 
 
 
SEGUNDO CAPITULO: 
LA INVISIBILIDAD DEL “NEGRO” EN LA OBRA DE JOSÉ GABRIEL GARCÍA 
Y MANUEL DE JESÚS GALVÁN…………………………………………………………………………………………………62 
 
 
TERCER CAPITULO: 
PEDRO FRANCISCO BONÓ: 
EL RECONOCIMIENTO DEL “NEGRO” A PARTIR DEL MESTIZAJE.……………………………………………………..96 
 
 
CONCLUSIONES………………………………………………………………………..........................................................113 
 
 
BIBLIOGRAFIA…………………………………………………………………………………………....................................117 
 
 
 
 
 
 
 
 
AGRADECIMIENTOS 
 
En primer lugar, quisiera expresar mi más profundo y sincero agradecimiento al Dr. Juan Manuel de la Serna y Herrera, 
quien generosamente aceptó ser el asesor de esta tesis, y como tal me brindó un apoyo incondicional en todo 
momento, revisó paciente y críticamente esta investigación y me hizo participe del proyecto PAPIIT “Africanos y 
afrodescendientes en México y el Caribe, siglos XVI-XIX”. Igualmente, quisiera agradecer a Fabiola Meléndez y Mónica 
Velasco, compañeras del proyecto PAPIIT, por su amistad y por el ánimo que me infundieron para perseverar en esta 
empresa. A las profesoras Johanna Von Grafenstein, Ana Carolina Ibarra, Gabriela Iturralde y Rosa Elena Pérez 
también les hago extensiva mi gratitud por las valiosas observaciones que le hicieron a este trabajo, mismas que 
permitieron repensar y mejorar muchos de sus planteamientos. 
 De manera especial, quisiera agradecer a mis padres, Félix y Rosalba, sin cuyo enorme apoyo esta tesis 
simplemente no existiría. A ellos que sufrieron tanto o más que yo esta tesis, y tanto o más que yo anhelaron su 
conclusión les dedico este empeño. Igualmente, agradezco a mis hermanos Diego y Félix, y a mi esposo Arturo, 
quienes con su forma de ser y estar en el mundo aligeraron esta tarea y la dotaron de sentido. Finalmente, extiendo mi 
agradecimiento a toda mi familia de República Dominicana, a la cual me une un entrañable cariño y gracias a la cual 
aprendí a amar al Caribe y a interesarme por su historia y su cultura. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
INTRODUCCIÓN 
 
 
En su libro Comunidades imaginadas, Benedict Anderson señalaba una de las “máximas” del mundo moderno: “todos 
tienen y deben ‘tener’ una nacionalidad así como tienen un sexo”.1 Aún cuando la primera edición del citado libro data 
de 1983, y desde esa fecha para acá hemos sido testigos de movimientos migratorios sin precedentes, de los procesos 
de globalización y regionalización del mundo, de la expansión económica transnacional, de la emergencia política de 
minorías étnico-culturales cuestionando al Estado-nación, podemos decir que la “máxima” anterior, pese a todo, 
mantiene su vigencia. Desde su aparente simplicidad, dicha frase resume dos complejidades que siguen determinando 
la identidad de los individuos actuales: el género y la pertenencia a una nación. 
Asumirse como mexicano, español o ecuatoriano, aún hoy en día, es una realidad insoslayable, al igual que 
ser mujer u hombre –aunque como la nación, la masculinidad y la feminidad también han sido objeto de 
reformulaciones constantes. Dentro de nuestro imaginario cotidiano resulta difícil concebir la idea de una persona sin 
nacionalidad determinada. Y es que admitida o renegada, la nación constituye la referencia obligada de todas las 
construcciones políticas modernas, lo que mantiene su preponderancia como forma hegemónica de identidad 
colectiva, al grado de que, como señala Tomás Pérez Vejo, “ser miembro de una nación se ha convertido en una 
necesidad ontológica capaz, pareciera, de condicionar por completo nuestra forma de ser y estar en el mundo”.2 
A los hombres y mujeres actuales no nos sorprende, por ello, la presencia de un ordenamiento jurídico 
internacional que considera a las comunidades nacionales los únicos sujetos colectivos capaces de ejercer 
determinados derechos políticos –el de la autodeterminación, por ejemplo, que se le niega a otro tipo de 
colectividades. Tampoco nos extraña la reiterada, y muchas veces trillada, mención de la nación en los discursos de 
políticos que dicen actuar en su nombre o en su defensa, legitimando, de esa manera, proyectos sociales, económicos 
y culturales. Y mucho menos nos es ajena la existencia de millones de individuos en cuyas mentes la pertenencia a 
una nación se dibuja como una realidad que configura aspectos fundamentales de su vida social; individuos para los 
 
1 Benedict Anderson, Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, FCE, 2005, p. 22. 
2 Tomás Pérez Vejo, “La construcción de las naciones como problema historiográfico: el caso del mundo hispánico”, en Historia Mexicana, 
octubre-diciembre 2003, vol. LIII, núm. 2, p. 276. 
 
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cuales no sólo existe un arte nacional o un equipo deportivo nacional con los que se identifican, sino, incluso, la 
creencia en una “esencia” o “carácter” nacional que los diferencia de los extranjeros y los vincula con sus demás 
compatriotas,a lo que si bien nunca conocerán en su totalidad, se sienten unidos por “profundos lazos de 
camaradería”, territorio, historia y tradiciones comunes. 
Lo paradójico de la nación es que a pesar de su centralidad en la organización político-económica del mundo 
moderno y en la configuración de las identidades individuales y colectivas fue, hasta hace algunos años, un fenómeno 
relativamente poco estudiado.3 A partir de la década de 1980 autores como Eric Hobsbawm, Benedict Anderson, 
Ernest Gellner, John Amstrong, John Breuilly, Anthony Smith, Jûrgen Habermas, Homi Bhabha,4 entre otros más, 
abrieron un amplio debate teórico-metodológico sobre la nación que sigue vigente hasta nuestros días. Los principales 
planteamientos de estos autores surgieron como una crítica a esas visiones nacionalistas –en cuyos términos la 
mayoría de las naciones ha justificado su existencia– que, bajo un enfoque “genealógico”, definían y, en algunos 
casos, aún definen a la nación como una comunidad étnica, histórica, lingüística y culturalmente homogénea, asentada 
en un territorio delimitado, cuyos orígenes, supuestamente, se remontan a un pasado inmemorial, durante el cual, 
dicha comunidad nacional adquirió su especificidad y unicidad y comenzó su tránsito por los avatares de la historia 
hacia la consecución de su destino: su conversión en un Estado independiente, libre y soberano, garante político de su 
peculiaridad. 
La crítica de los autores citados se encaminó a rechazar la ahistoricidad, naturalidad y supuesta objetividad de 
tales visiones genealógicas, tratando de comprender, en su lugar, cuándo, cómo y por qué surgió esta idea de nación y 
cuándo, cómo y por qué las personas comenzaron a definirse en tales términos. Para ello, desarrollaron una doble 
argumentación: la primera relativa a precisar el origen moderno del concepto de nación y, por consiguiente, de la 
nación como forma de organización política y social; y, la segunda encaminada a demostrar su carácter de constructo 
 
3 Decimos “relativamente poco estudiado” porque desde finales del siglo XIX y principios del XX la nación se convirtió en objeto de estudio: la 
conferencia dictada por Ernest Renan en la Sorbona en 1882 bajo el titulo “¿Qué es la nación?”; los trabajos de Carlton B. Hayes y Hans Khon 
en el periodo de entreguerras, y los debates marxistas en torno a la “cuestión nacional” durante la Segunda Internacional, marcaron la etapa 
inaugural de la reflexión sobre la nación, gracias a la cual dejó de ser un presupuesto para convertirse en motivo de escrutinio. 
4 Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1998; Eric Hobsbawm y Terence Ranger (eds.), La invención de la 
tradición, Barcelona, Crítica, 2002; Benedict Anderson, op. cit.; Ernest Gellner, Naciones y nacionalismos, España, Alianza Editorial, 1994; 
John Breuilly, Nacionalismo y Estado, Barcelona, Pomares/Corredor, 1990; Jûrgen Habermas, Identidades nacionales y posnacionales, 
Madrid, Tecnos, 1989; Anthony Smith, La identidad nacional, España, Tramo Editorial, 1997; Homi Bhabha (ed.), Nation and narration, 
Londres, Routledge, 1990; Tomás Pérez Vejo, Nación, identidad nacional y otros mitos nacionalistas, España, Nobel, 1994. 
 
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o artefacto cultural: la nación como toda forma de comunidad es una “comunidad imaginada”, que expresa formas de 
identidad ficticias o discursivamente construidas. 
En lo que se refiere al primer argumento, autores como Benedict Anderson, Eric Hobsbawm y Ernest Gellner 
relacionaron la aparición del concepto de nación con la Modernidad que se desarrolló en Europa a finales del siglo 
XVIII y principios del XIX. Si bien reconocieron que el concepto existía desde tiempo atrás en la mayoría de los idiomas 
europeos, señalan que fue hasta el advenimiento de esos fenómenos cuando adquirió las connotaciones con que la 
concebimos actualmente: la connotación voluntarista, según la cual, la nación es una comunidad de hombres unidos 
por un vínculo contractual; y la connotación culturalista que definió a las naciones como entidades objetivas, 
totalidades orgánicas inconmensurables en sí mismas, con un cultura, una lengua, una historia y un origen étnico 
únicos y específicos. La novedad de ambas definiciones radicó en que concibieron a la nación como el fundamento 
último de la vida política, la fuente única de legitimación del poder. Su formulación estuvo estrechamente vinculada con 
la construcción de ese otro gran artefacto de la Modernidad que fue el Estado político fundado en los principios de 
soberanía popular, ciudadanía, individuo, derechos humanos, republicanismo, representatividad, constitucionalismo. 
Para este nuevo Estado la delimitación de un “colectivo nacional” detentador de la soberanía, territorializado, 
internamente cohesionado y culturalmente homogéneo constituyó una estrategia fundamental para legitimarse y 
amalgamarse como nuevo constructo político. 
Por ello, para estos autores no puede hablarse de la existencia de naciones antes de la era moderna. La 
nación como forma de organización política del mundo no tiene más de tres siglos de existencia: su aparición no se 
remonta más allá del siglo XVIII, y sólo a partir del siglo XIX se constituyó en la unidad política por excelencia del 
mundo occidental, alcanzando su plena hegemonía a nivel mundial en el siglo XX. Las naciones no son, por 
consiguiente, entidades naturales que vaguen inmutables por la historia en busca de su redención política, tal como 
suelen afirmar sus cultores, sino construcciones sociales de naturaleza histórica y mudable. 
 Esta conclusión entronca con el segundo argumento de estos autores consistente en señalar que la nación 
para existir y ser realmente el sustento político de los Estados modernos tuvo que ser construida o inventada a partir 
de valores simbólicos y culturales, hasta acaparar el imaginario colectivo de las antiguas sociedades. Los principales 
 
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constructores de naciones fueron, precisamente, dichos Estados en formación y los movimientos nacionalistas que 
durante el siglo XX emergieron por todo el mundo haciendo de la nación la fuente de su legitimación política. 
Este planteamiento supone rechazar la idea que sobre la nación mantienen los propios nacionalistas, para los que la nación es 
siempre previa al desarrollo del nacionalismo, de forma que la suposición más comúnmente aceptada sobre el nacionalismo es la de 
que surge de la existencia de una identidad previa y considerar la posibilidad de que el proceso sea justamente el inverso, la 
identidad nacional como una invención del nacionalismo. Desde esta perspectiva, el nacionalismo no sería el despertar de las 
naciones a su autoconciencia, sino el proceso mediante el cual se inventan naciones allí donde no las hay. Siempre que despojemos 
al término invención de cualquier connotación peyorativa o de falsedad y aceptemos lo que toda invención tiene de proceso creativo, 
incluso de forma de conocimiento, y sin ninguna duda, de creación de formas de estar y de entender el mundo. Y sobre todo, el uso 
del termino invención, no supone, en ningún caso, que se esté aceptando la existencia de identidades inventadas por oposición a 
identidades naturales. Posiblemente toda identidad, incluida la personal, sea una identidad construida, inventada, la creencia en un 
relato.5 
 
Valiéndose de la historiografía, la literatura, las artes plásticas, la prensa, los sistemas de enseñanza, las elites 
culturales, los medios masivos de comunicación, la burocracia, etcétera, los Estados modernos y los movimientos 
nacionalistas crearon y definieron los caracteres de sus respectivas entidades nacionales, construyendo el relato de 
sus mitos fundadores, sus gestas libertarias, sus antepasados, sus héroes, su porvenir, sus límites territoriales, sus 
emblemas, sus tradiciones. Propagando todos estos elementos, hasta inculcarprofundo apego a ellos, a través de las 
conmemoraciones cívicas, las fiestas nacionales, la educación oficial, los monumentos y esculturas patrióticas, la 
nueva toponimia de las calles, la pintura histórica, los himnos, el folclor, la danza, la música, la gastronomía, las 
banderas, el deporte, etcétera. 
Si bien este proceso de construcción de la nación implicó la superposición e imposición de la nueva identidad 
nacional por encima de las identidades preexistentes de sociedades anteriormente organizadas estamental y 
corporativamente alrededor de la figura de un rey, también supuso la recuperación de muchas de las herencias y 
tradiciones culturales e históricas, símbolos de cohesión, de esas identidades previas. Ningún Estado o movimiento 
nacionalista creó naciones ex nihilo, al contrario, todas quedaron enraizadas en elementos preexistentes que aquellos 
buscaron redefinir, canalizar, generalizar y, sobre todo, esencializar, tejiendo con ellos las redes de la identificación 
colectiva nacional. De ahí que Eric Hobsbawm atribuya el éxito de los nacionalismos, en gran medida, a su capacidad 
 
5 Tomás Pérez Vejo, Nación, identidad nacional y otros mitos nacionalistas, op. cit., pp. 13-14. 
 
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de acoger muchas de estos sentimientos de pertenencia colectiva preexistentes y revalorizarlos a la luz del proyecto 
nacional.6 
 Desde luego, construir naciones fue un proceso complejo, variado, prolongado y conflictivo, que al cabo resultó 
exitoso. Complejo, en tanto, que en él intervinieron factores de diversa índole que condicionaron su evolución, desde 
los militares (las guerras internas y de intervención), tecnológicos (el trazado de nuevas vías de comunicación, la 
aparición de nuevos medios de comunicación, como el cine o la radio), económicos (la creación de una economía de 
Estado), hasta los propiamente políticos y culturales. Variado, en la medida en que se desarrolló al ritmo de dinámicas 
desiguales, puesto que la idea de nación no es unívoca e inmutable, sino sujeta a variaciones a lo largo del tiempo y a 
lo ancho de la geografía. Prolongado, ya que se trató de un proceso de larga duración que, podríamos incluso afirmar, 
aún no ha concluido; el proceso de identificación nacional no cesa de reconfigurarse a partir de los intercambios que se 
tejen en las relaciones sociales cotidianas. Conflictivo, en tanto que impuso una nueva, homogénea y hegemónica 
forma de ver y pensar el mundo sobre otras múltiples y variadas que tuvieron que entrar en confrontación con la 
primera para poder sobrevivir. Exitoso, al final de cuentas, porque logrando hacer olvidar su carácter contingente y 
construido, las naciones son interiorizadas por millones de individuos con una naturalidad y una legitimidad emocional 
tan profunda que pocas veces las pone en cuestión, y muchas veces ha impulsado a morir por ellas. 
Con base en estos dos argumentos, algunas de cuyas premisas han sido blanco de críticas en los últimos 
años,7 los estudiosos contemporáneos del fenómeno de la nación marcaron desde 1980 una nueva línea teórica y 
metodológica que ya no es posible obviar. Su rechazo a la explicación genealógica de la nación supuso el 
reconocimiento del carácter circunstancial e histórico de la misma. De lo que se trata ahora es de comprender a la 
nación no sólo como un dato en la historia, sino como un producto de ésta; no como una realidad objetiva cuya 
existencia dependa de criterios supuestamente igual de objetivos como la lengua, la etnia, la cultura, el territorio, sino 
como el resultado de un amplio proceso de invención histórica colectiva, cuya existencia no sería independiente de los 
modos de conciencia subjetiva de sus miembros. La propuesta es analizar a la nación desde sus modos de 
 
6 Eric Hobsbawm, op. cit., capítulo 2. 
7 Ver la critica de Elías Palti, La nación como problema. Los historiadores y la “cuestión nacional”, Argentina, FCE, 2003. 
 
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representación, tratando de determinar cuándo, cómo y por qué surgió y se consolidó esta ficción de pertenencia 
llamada “identidad nacional”; cuándo, cómo y por qué un determinado conjunto de individuos comenzó a definirse a sí 
mismo como vietnamitas, ecuatorianos o suizos. En ese acercamiento prevalece el punto de vista cultural o forma 
como una sociedad determinada ha generado su propia identidad a partir de un conjunto de prácticas que pueden ir 
desde la escritura sobre el pasado hasta la estructuración de rituales y fiestas conmemorativas. 
En América Latina, la recepción y continuación de estas propuestas ha sido muy fructífera, pese a que los 
autores mencionados relegaron al olvido los procesos de construcción nacional de los países latinoamericanos dentro 
de sus interpretaciones –excepción significativa la constituye el trabajo de Benedict Anderson. Reivindicando el 
carácter temprano, exitoso y masivo de las naciones en América Latina, estudiosos de la historia latinoamericana como 
Francois-Xavier Guerra, Mónica Quijada, Hilda Sabato, Luis Castro Leiva, Antonio Annino, José Carlos Chiariamonte, 
Flores Galindo y muchos más8, han asumido como nuevos retos historiográficos el reconstruir los procesos de 
construcción de las diferentes naciones en la región, en sus diferentes momentos, explicando los mecanismos 
mediante los cuales lograron monopolizar el imaginario colectivo de las sociedades latinoamericanas. 
Auxiliados de disciplinas tales como la historia intelectual, la historia social, la historia política, la historia 
cultural, la teoría literaria, el giro lingüístico, etcétera, los estudiosos del caso latinoamericano han abierto nuevas 
líneas de investigación a partir de una reelectura de fuentes con una considerable riqueza interpretativa. Así, por 
ejemplo, algunos se han abocado al análisis de las identidades colectivas previas al advenimiento del Estado-nación, 
 
8 La historiografía latinoamericana sobre la nación es actualmente muy amplia, sólo por citar los que pudimos consultar están: Antonio Annino, 
Luis Castro Leiva y Francois-Xavier Guerra, De los imperios a las naciones. Iberoamérica, España, IberCaja, 1994; Antonio Annino y Francois-
Xavier Guerra (coord.), Inventando la nación. Iberoamérica, siglo XIX, México, FCE, 2003; Francois-Xavier Guerra, Modernidad e 
independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México, FCE, 1993; Francois-Xavier Guerra y Mónica Quijada (coord.), Imaginar 
la nación, Mûnster, LIT Verlag, 1994; José Carlos Chiariamonte, El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana, Buenos Aires, 
Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, 1993; Hilda Sabato (coord.), Ciudadanía política y formación de las naciones. 
Perspectivas históricas de América Latina, México, FCE, 1999; Mónica Quijada, Carmen Bernand y Arnd Schneider, Homogeneidad y nación. 
Con un estudio de caso: Argentina, siglo XIX y XX, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2000; Franciso Colom (ed.), 
Relatos de nación: la construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico, Madrid, Iberoamericana / Vervuert, 2005; Doris 
Sommer, Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales de América Latina, Colombia, FCE, 2004; Historia Mexicana, octubre-diciembre 
2003, vol. LIII, núm. 2; Lilia Ana Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas: la construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo 
XIX, México, FCE, 2001; Alfonso Múnera, Fronteras imaginadas. La construcción de las razas y de la geografía en el siglo XIX colombiano, 
Colombia, Editorial Planeta, 2005; Paula Alonso (comp.), Construcciones impresas. Panfletos, diarios y revistas en la formación de los Estados 
nacionales en América Latina, 1820-1920, Argentina, FCE, 2004; Nicole Giron (coord.),La construcción del discurso nacional en México, un 
anhelo persistente (siglos XIX y XX), México, Instituto Mora, 2007; José Carlos Chiariamonte, Carlos Marichal y Aimer Granados (comps.), 
Crear la nación. Los nombres de los países de América Latina, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2008. 
 
 
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particularmente las llamadas “identidades criollas”, a fin de establecer, mediante la comparación, la novedad de la 
nueva identidad nacional, las variaciones y/o continuidades que supuso el tránsito de las viejas a las nuevas 
identidades, y la incidencia que tuvieron las primeras en la configuración de las segundas. Otros han prestado interés 
al estudio de los mecanismos culturales, políticos, económicos, militares, educativos, dirigidos sobre todo en contra de 
los grupos subalternos (indígenas, negros y mestizos), que se emplearon para intentar homogeneizar a la población en 
aras del ideal de una sociedad de ciudadanos iguales, unidos por una misma y única cultura política y un mismo y 
único sistema simbólico referencial. Otros más han abordado el tema de la contribución de las artes –la literatura, la 
escultura, la pintura, la música– en la configuración del imaginario nacional, así como el papel jugado por la 
historiografía en la elaboración de los mitos fundadores de las nuevas colectividades nacionales. Otros más han 
iniciado el estudio de las distintas acepciones y usos que se le fue dando a la idea de nación desde la crisis 
monárquica de 1808 hasta bien entrado el siglo XX. Asimismo, han proliferado los análisis en torno a las 
transformaciones tanto en los lenguajes políticos como en las prácticas e imaginarios colectivos, que trajo consigo la 
ruptura del Antiguo Régimen y la adopción del paradigma del Estado-nación. 
En la mayoría de dichos estudios se ha puesto en el centro de atención al Estado y las elites culturales. Al 
primero porque se considera que fue bajo su amparo que se construyeron las naciones en América Latina. En nuestra 
región primero se proclamaron Estados en nombre de naciones inexistentes y después se construyeron éstas; la 
fragmentación política del antiguo imperio español en América antecedió y condicionó la formación de comunidades 
nacionales diferenciadas que, paradójicamente, compartían una misma herencia colonial. Por ello, las diversas 
estrategias estatales, desde las culturales hasta las militares, son fuentes privilegiadas para historizar la forma en que 
ser miembro de una nación se convirtió en algo natural para poblaciones que sólo unos años antes se sabían súbditos 
de un monarca. A las segundas, porque fueron precisamente ellas las primeras en hacer suyo el nuevo lenguaje 
político del Estado moderno y la nación, y por consiguiente, las que encabezaron la tarea de construirlos. Literatos, 
historiadores, periodistas, profesores, funcionarios de las nuevas burocracias estatales y, en general, todo un difuso 
grupo de especialistas del trabajo intelectual, formaron el caldo de cultivo idóneo para el nacimiento y desarrollo de una 
identidad colectiva de tipo nacional. Fueron ellos los autores, constructores, legitimadores, canalizadores colectivos de 
 
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ese personaje nuevo que sería la nación; de ahí que sean sus obras lugares donde debe buscarse el cómo y el 
cuándo se construyó ésta. Como afirma Mónica Quijada 
si en algún proceso de construcción nacional hubo auténticos ‘nation-builders’, individuales e individualizables, esos fueron los 
hispanoamericanos. Ensayistas, historiadores y literatos compaginaron sus horas de reflexión y producción escrita con las más altas 
responsabilidades políticas. En esa doble capacidad, ellos ‘imaginaron’ la nación que querían y a esa imaginación le aplicaron sus 
posibilidades de acción pública, que no eran escasas, desde la conducción militar hasta carteras ministeriales y… el propio sillón 
presidencial.9 
 
En América Latina y sus procesos de construcción de naciones parece que se confirma lo que Tomás Pérez 
Vejo ha señalado siguiendo los planteamientos de Anthony Smith: 
Aunque la nación sea una invención colectiva, no toda la sociedad se ve implicada de igual forma en ella. Como recuerda Smith, el 
nacionalismo es siempre dirigido por grupos minoritarios, instruidos, que necesitan apoyarse en otros grupos sociales. En los 
nacionalismos de raíz estatal éstos se vinculan de forma directa con la burocracia política-administrativa del Estado. En esa especie 
de triangulo mágico del nacionalismo, formado por el sentimiento popular, los sueños de los intelectuales y las prácticas 
manipuladoras de los políticos, son éstos dos últimos los privilegiados, los que ocupan un lugar preponderante, sin olvidar que el 
objetivo de ambos es actuar sobre el primero. La idea de un nacionalismo popular, nacido espontáneamente el pueblo es, quizá, uno 
de los mitos más extendidos y más falso de los muchos que acompañan a la ideología nacionalista. La nación es siempre una 
codificación de las clases cultivadas, nunca una emanación espontánea de las clases populares.10 
 
Es en este amplio y novedoso campo de investigación sobre la nación en el que se inscribe la presente tesis, 
cuyo propósito es analizar un caso de construcción nacional, el de la República Dominicana. Nuestro interés se centra 
en una problemática muy especifica: entender desde cuándo, cómo y por qué los discursos sobre la identidad nacional 
dominicana, creados por algunos de sus intelectuales, no figura el “negro” como parte fundamental de la misma; desde 
cuándo, cómo y por qué se construyó el discurso de la identidad nacional de este país caribeño sobre la base de la 
ausencia y negación de un sector fundamental del mismo: su población afrodescendiente.11 
Ubicada en el mar Caribe, específicamente en la segunda Antilla Mayor –bautizada por Cristóbal Colón como 
La Española–, la República Dominicana fue el segundo Estado nación que apareció en la región caribeña durante la 
primera mitad del siglo XIX. La mayoría de los estudios contemporáneos que existen sobre el tema del nacionalismo 
 
9 Mónica Quijada, “¿Qué nación? Dinámicas y dicotomías de la nación en el imaginario hispanoamericano”, en Antonio Annino y Francois-
Xavier Guerra (coord.), Inventando la nación, op. cit., p. 288. 
10 Tomás Pérez Vejo, Nación, identidad nacional y otros mitos nacionalistas, op. cit., p. 33. 
11 A lo largo de esta investigación se emplean indistintamente los términos “afrodescendientes”, “negros” y “mulatos” para referirnos a los 
descendientes de los esclavos africanos que llegaron a Santo Domingo en los albores de los colonización española. Empleamos el término 
“afrodescendiente” porque actualmente goza de una amplia aceptación entre los estudiosos de dichas poblaciones en América. Por su parte, 
hacemos uso de los términos “negro” y “mulato” porque, aún cuando estamos conscientes de su carga peyorativa y racista, eran los que 
estaban en boga durante el periodo histórico que nos ocupa, es decir, el siglo XIX. 
 
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dominicano12 coinciden en afirmar que el discurso nacional de este país se fundó desde entonces en tres elementos 
claves: un hispanismo exacerbado, un supuesto indianismo y un rotundo antihaitianismo. ¿Qué tienen en común estos 
tres elementos? El intento por ocultar, negar y/o matizar la herencia africana de la población dominicana, visible en los 
rasgos fenotípicos de la mayoría de la población, pero no aceptada por los discursos sobre la nación construidos 
desde el poder. 
Ha quedado ampliamente demostrado que fue durante la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo (1931-1960) 
cuando se convirtió en razón de Estado la idea de que la República Dominicana era un país de origen exclusivamente 
hispánico, donde lo negro, lo mulato no figuraba como parte del colectivo nacional. Los intelectuales que rodearon al 
dictador, tales como Joaquín Balaguer y Manuel Arturo Peña Batlle,se encargaron de construir y masificar un discurso 
que exaltaba a la “dominicanidad” como una prolongación de la “hispanidad”, de tal suerte que todos los rasgos que 
supuestamente le daban identidad al pueblo dominicano –lengua, religión, costumbres, cultura y, desde luego, 
herencia racial–, provenían de España. La República Dominicana, sostenía el régimen, estaba integrada por “blancos 
hispanos”, en donde si era visible algún tipo de mezcla ésta se debía no a la unión de blancos con miembros de la 
“raza etiope”, sino al legado de la unión de los españoles con los indígenas. Por eso cuando un hombre de piel oscura 
cumplía con la documentación oficial de identidad personal, en el apartado correspondiente al color, se leía: “indio”. 
Para el régimen y sus cultores, la “africanidad” estaba fuera de los bordes de la nación; constituía, más bien, el rasgo 
distintivo y exclusivo de Haití, ese vecino insular que el trujillato se empeñó en mostrar como la antitesis y la amenaza 
de los dominicanos, al cual había que anteponer fronteras seguras para evitar el “contagio” y la “degeneración racial y 
cultural” que podía acarrear el contacto con lo “galo-etiópico”.13 
 
12 Raymundo González, et al., Política, identidad y pensamiento social en la República Dominicana (siglos XIX y XX), España, Doce 
Calles/Academia de Ciencias de Dominicana, 1999; Pedro L. San Miguel, La isla imaginada: historia, identidad y utopía en La Española, 
República Dominicana, Isla Negra/La Trinitaria, 1997; Roberto Cassá y Otto Fernández, “Cultura y política en República Dominicana: la 
formación de la identidad histórica”, en Hugo Zemelman (coord.), Cultura y política en América Latina, México, Siglo XXI/UNU, 1990, pp. 228-
255; Meindert Fennema y Troejte Lowenthal, “La construcción de raza y nación en la República Dominicana”, en Anales del Caribe, vol. 9, 
1989, pp. 191-227; Gerard Pierre-Charles, Problemas dominico-haitianos y del Caribe, México, UNAM, 1973; Roberto Cassá, et. al., Actualidad 
y perspectivas de la cuestión nacional en la República Dominicana, Santo Domingo, Buho, 1986; Franklin Pichardo Franco, Sobre racismo y 
antihaitianismo (y otros ensayos), Santo Domingo, Libería Vidal, 1997; David Howard, Coloring the nation. Race and ethinicity in Dominican 
Republic, United Kingdom, Signal Books/Lynne Rienner Publishers, 2001; Néstor E. Rodríguez, Escrituras de desencuentro en la República 
Dominicana, México, Siglo XXI, 2005. 
13 Para un análisis de los discursos raciales y demás mitos nacionalistas creados por los intelectuales que sirvieron a Trujillo, ver Andrés L. 
Mateo, Mito y cultura en la Era de Trujillo, República Dominicana, Manatí, 2004; Carlos D. Altagracia, “El cuerpo de la patria: imaginación 
 
- 15 - 
 
Debido en gran medida a la continuidad política e ideológica que supuso la llegada de Joaquín Balaguer al 
poder después de la intervención norteamericana de 1965, este discurso hispanófilo logró sobrevivir, aunque con 
variaciones, hasta finales del siglo XX. Si bien en la década de los setenta emergió un grupo de intelectuales que 
pretendió impugnar la supuesta hispanidad e indianidad del pueblo dominicano, reivindicando el papel de lo “negro-
africano” en la formación del sujeto nacional,14 lo cierto es que aún hoy en día es posible percibir en los discursos del 
Estado dominicano, así como en el habla cotidiana de sus habitantes, esa tendencia a identificarse con lo hispano en 
desmedro de su herencia africana, la cual suele asociarse con lo haitiano. Y esto, demuestra David Howard,15 es un 
fenómeno que se presenta no sólo entre la clase alta, sino incluso en las clases medias y bajas de la sociedad 
dominicana actual. 
Las mismas investigaciones reconocen, sin embargo, que este menoscabo del elemento negro del colectivo 
nacional dominicano no fue privativo de los regimenes trujillista y balaguerista del siglo XX, sino una tendencia que se 
perfiló desde el siglo XIX. Comprobar esta última afirmación constituye el tópico de la presente tesis. El objetivo es 
analizar la forma en qué varios intelectuales dominicanos de la segunda mitad del siglo XIX abordaron la cuestión 
étnico racial su país, precisamente en los momentos en que estaba siendo construido el Estado nación y, además, 
habían tenido lugar los procesos de abolición de la esclavitud y ciudadanización de los afrodescendientes. Se trata de 
ver cómo articularon la figura del “negro” dentro de sus discursos sobre la nación, si fueron capaces o no de reconocer 
su presencia, y en función de la postura que asumieron al respecto qué tipo de nación imaginaron. Asimismo, se 
pretende averiguar las razones del por qué resultó problemático aceptar la negritud del pueblo dominicano y fundar 
desde allí el discurso identitario de la nueva entidad político-cultural. 
 
geográfica y paisaje fronterizo en la República Dominicana durante la era de Trujillo”, en Revista Secuencia, num. 55, ene-abr 2003, pp. 145-
180; Diógenes Céspedes (ed.), Los orígenes de la ideología trujillista, Santo Domingo, Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña 2002; 
Michel Baud, “Manuel Arturo Peña Batlle y Joaquín Balaguer y la identidad nacional dominicana”, en Raymundo Gonzalez, et. al., op. cit., pp. 
153-179; Pedro San Miguel, op. cit.; Raymundo González, “Peña Batlle y su concepto histórico de nación dominicana”, en Ecos, año 2, núm. 3, 
1994, pp. 11-52; Meindert Fennema y Troejte Lowenthal, op. cit.; Robin L.H. Derby y Richard Turits, “Historias de terror y los terrores de la 
historia: la masacre haitiana de 1937 en la República Dominicana”, en Estudios Sociales, núm. 92, abril-junio 1993, pp. 65-76. 
14 Representantes de dicho grupo fueron los autores Carlos Esteban Deive, Franklin Franco, Emilio Cordero Michel, Hugo Tolentino Dipp, entre 
otros, quienes escribieron una novedosa producción bibliográfica sobre la presencia africana en República Dominicana, la cual hemos 
utilizando para este trabajo y, por consiguiente, aparecerá citada a lo largo del mismo. Para un análisis introductorio sobre estos autores ver el 
artículo de Jorge Seda Prado, “La cuestión étnico-racial en el pensamiento de Carlos Esteban Deive”, en Revista Mexicana del Caribe, núm. 
15, 2003, pp. 107-135. 
15 David Howard, op. cit. 
 
- 16 - 
 
 Para responder a estas interrogantes se analizan las obras más representativas de tres intelectuales que 
tuvieron una incidencia directa y protagónica en el proceso de construcción nacional de la República Dominicana 
durante las décadas finales del siglo XIX, cuando tuvo lugar un amplio proceso de modernización política y económica 
que permitió perfilar de manera más clara la idea de lo nacional. Nos referimos a Manuel de Jesús Galván (1834-
1910), considerado el mejor novelista del siglo XIX dominicano; José Gabriel García (1834-1910), reconocido como el 
“padre” de la historiografía dominicana, debido a que escribió la primera síntesis histórica de la república; y Pedro 
Francisco Bonó (1824-1906), considerado el fundador de los estudios sociológicos de este país caribeño. Como 
veremos, a través de la literatura, la historiografía y el periodismo –tres disciplinas que jugaron un papel fundamental e 
inédito en la configuración simbólica y fáctica de las naciones en el siglo XIX–, estos intelectuales tramaron el relato de 
la nueva nacionalidad, estableciendo quién sería, de dónde vendría, hacia dónde iría y cuáles serían las 
“esencialidades” de ese nuevo sujeto construido e imaginado que sería el “dominicano”. 
Se trata de tres personajes que además de ser autores participaron activamente en la vida política de su 
tiempo, ocupando cargos importantesdentro del Estado. Si bien esto no constituye una novedad, por cuanto, ya lo 
decía Mónica Quijada, los “letrados” latinoamericanos del siglo XIX “compaginaron sus horas de reflexión y producción 
escrita con las más altas responsabilidades políticas”, en la República Dominicana la relación entre intelectuales y 
Estado fue por demás evidente. 
En una sociedad pobre como la dominicana, hasta las primeras décadas del siglo XX la gestación de intelectuales formaba parte del 
funcionamiento de los estratos superiores… Como es lógico, los intelectuales tenían conciencia aguda de las deficiencias de la clase 
dirigente, y su respuesta frecuente conllevaba el desarrollo de la vocación política. En sentido inverso, el aparato estatal era tan frágil 
que tenía que dar cabida relevante a la intelectualidad, estrato que, en una sociedad pobre, sólo se sostenía sobre la base de un 
modus operandi asociado al prestigio de las profesiones liberales y a sus efectos en la ocupación de posiciones preeminentes del 
aparato estatal. 16 
 
Los discursos que vamos a analizar son, pues, discursos de los sectores privilegiados, letrados y urbanos de 
una sociedad dominicana que todavía hacia finales del siglo XIX era mayoritariamente campesina y rural, integrada por 
miles de afrodescendientes que representaban cerca del 90 por ciento de la población total del país. Lo que vamos a 
intentar mostrar es que frente a esta realidad y, específicamente, a la hora de abordar la cuestión étnico-racial de la 
nación, los autores de nuestro interés no asumieron una postura unánime. Manuel de Jesús Galván y José Gabriel 
 
16 Raymundo González, et al., Política, identidad y pensamiento social en la República Dominicana, op. cit., p. 23. 
 
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García optaron por invisibilizar e ignorar la presencia negra de su país, tramando un relato que enfatizó e idealizó la 
raigambre hispánica de la nación. Pedro Francisco Bonó, por el contrario, reconoció dicha presencia y reivindicó a la 
nación dominicana como una nación mulata, aunque ese reconocimiento no logró superar el “prejuicio del color”. 
La tesis consta de tres capítulos. El primero es un recorrido por las particularidades políticas, sociales y 
económicas que asumió el proceso de fundación y consolidación del Estado dominicano durante el siglo XIX, lo cual 
nos permitirá contextualizar a nuestros autores y entender las condicionantes históricas de sus discursos sobre la 
identidad nacional. El segundo capítulo constituye el análisis de la novela Enriquillo de Manuel de Jesús Galván y el 
Compendio de historia de Santo Domingo de José Gabriel García, acompañado de una breve reflexión sobre la 
importancia de la historiografía y la literatura en el proceso de construcción de las naciones. Finalmente, el tercero es 
el estudio de la vida y obra ensayística de Pedro Francisco Bonó, quizá el pensador dominicano más original del siglo 
XIX. 
 Sólo nos resta decir que esta tesis no pretende en ningún momento ofrecer verdades definitivas sobre la obra 
de estos tres intelectuales ni, mucho menos, sobre el proceso de construcción nacional de la República Dominicana. Al 
final, esta investigación nos condujo a más interrogantes que a respuestas contundentes. En ese sentido, considérese 
este trabajo una aproximación al estudio del proceso de construcción de la identidad nacional dominicana, un tema 
sobre el cual se conoce muy poco en México, y sobre el cual queda todavía mucho que decirse. Y decirse no sólo en lo 
que respecta al tema de la participación de los intelectuales en dicho proceso –que es lo que nos ocupa aquí–, sino 
también en cuestiones tales como la conversión de los esclavos y mulatos libres dominicanos en ciudadanos del nuevo 
Estado-nación; la construcción de la identidad nacional a través del arte y las celebraciones cívicas; la contribución de 
la prensa, las sociedades patrióticas y la milicia en la formación de una cultura nacional dominicana y una ciudadanía 
política; la difusión de los procesos electorales, entre otros. El abordaje de estos temas queda, sin duda, pendiente 
para futuras investigaciones. En última instancia, considérese este trabajo una modesta invitación a reflexionar sobre 
los prejuicios que se esconden “tras de la oreja” de nuestras ideas de nación; prejuicios de los cuales si lográramos 
despojarnos quizá contribuiríamos a la construcción de naciones latinoamericanas más justas, igualitarias, 
verdaderamente plurales e incluyentes. 
PRIM ER CAPÍTULO 
REVOLUCIÓN, CESIÓN, ANEXIÓN E INDEPENDENCIA: 
LA COMPLEJA FUNDACIÓN DEL ESTADO DOMINICANO 
 
 
La conversión de la colonia española de Santo Domingo en Estado nación independiente bajo el nombre de República 
Dominicana fue, como argumenta Roberto Cassá1, el resultado de un proceso que se distanció de las pautas que 
normaron la aparición de los Estados nacionales en América Latina a inicios del siglo XIX. Por un lado, fue un hecho 
tardío que se produjo en 1844, esto es, dos décadas después de la proclamación de la independencia en la 
generalidad de la América hispánica continental –aunque hecho temprano en comparación al resto de las colonias en 
el Caribe. Por otro lado, y esto es lo más significativo, fue el desenlace de un movimiento independentista llevado a 
cabo no en oposición a la antigua metrópoli española sino al Estado independiente de Haití. 
El origen de estas peculiaridades fundacionales se encuentra en la historia dominicana de la primera mitad del 
siglo XIX. En el periodo comprendido entre 1795 y 1844, Santo Domingo transitó por cuatro soberanías distintas que 
cambiaron su rumbo histórico: de ser la colonia americana más antigua de España pasó a formar parte, por decisión 
metropolitana, de un imperio francés convulsionado por las revoluciones francesa y haitiana (1795); después de casi 
tres lustros de dominación gala se reincorporó a la monarquía española (1808-1821), y ante el fracaso de un primer 
intento independentista efectuado en 1821, fue ocupado por el Estado haitiano, del cual, después de veintidós años 
(1822-1844), finalmente se separó. Durante este vaivén político-administrativo, Santo Domingo se vio afectado por las 
transformaciones sociales, políticas, ideológicas y económicas que trajeron consigo tres de las revoluciones más 
importantes de principios del siglo XIX, las ya mencionadas francesa y haitiana y la del mundo hispánico de 1808-
1824. Particularmente la revolución haitiana dejó una impronta significativa en Santo Domingo, ya que produjo la 
abolición de la esclavitud, la ciudadanización de su población afrodescendiente y el reconocimiento jurídico de la 
igualdad entre blancos, mulatos y negros. Así, cuando la República Dominicana apareció en el concierto mundial de 
naciones, lo hizo con la particularidad de ser el segundo Estado libre y sin esclavitud dentro de un Caribe 
 
1 Roberto Cassá, “Peculiaridades del surgimiento del Estado dominicano”, en Clío, año 70, núm. 164, jun-dic de 2002, p. 181. 
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decimonónico mayoritariamente colonial y con todavía importantes y cercanos enclaves esclavistas como Cuba y 
Puerto Rico. 
No obstante estas especificidades fundacionales, la consolidación de la República Dominicana como Estado-
nación independiente a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX (1844-1900) supuso problemáticas semejantes a las 
padecidas por la generalidad de las novatas naciones latinoamericanas. Inestabilidad política, social y económica, 
intentos de volver a la antigua condición colonial, reiteradas luchas civiles y pronunciamientos militares, 
contradicciones entre un sistema constitucional republicano y prácticas políticas excluyentes y autoritarias, miseria 
creciente de los sectores mayoritarios, guerras con el país vecino, debilidad económica y dependencia hacia el 
exterior, fueronla norma de un proceso de construcción nacional que, al igual que en el resto de Latinoamericana, se 
intentó asentar en los principios modernos de soberanía nacional, ciudadanía política, representatividad y 
constitucionalismo. 
El propósito de este capítulo es dar cuenta de las particularidades políticas, económicas y sociales que 
asumieron la fundación y consolidación del Estado dominicano durante un “largo siglo XIX” que aquí hemos delimitado 
entre 1791 y 1900. Particularidades históricas que nos permitan contextualizar a los intelectuales que estudiaremos 
más adelante y, de paso, conocer los procesos que condujeron a la abolición de la esclavitud y la ciudadanizacion de 
la población mulata y negra de este país antillano. Esto último nos parece pertinente analizarlo en la medida en que 
consideramos que en la República Dominicana decimonónica se va a presentar una paradoja que queremos mostrar: 
la coexistencia de un amplio proceso de ciudadanización que va a reconocer, al menos constitucionalmente, como 
ciudadanos del nuevo Estado a toda la población masculina sin importar el color de su piel, con la construcción de un 
discurso de identidad nacional para el cual va resultar problemática la aceptación del elemento “negro” como parte 
constitutiva de la nacionalidad dominicana. 
 
 
 
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I.1. Revolución, cesión y unificación: Santo Domingo entre 1791 y 1844 2 
Hacia finales del siglo XVIII, Santo Domingo era una de las colonias más pobres y olvidadas del imperio español en 
América. Su actividad económica más importante era una ganadería extensiva que se destinaba, principalmente, a 
abastecer de animales de carga, carne, cuero y otros productos a la colonia francesa de Saint Domingue, por entonces 
el emporio colonial más rico del mundo. Esta actividad se desarrollaba en los llamados hatos ganaderos, que no eran 
otra cosa que enormes extensiones de tierra donde se encontraba 
Una casa, choza apenas para el amo, algunos cobertizos para dormir los animales, y en derredor, dispersas, chozas más rústicas 
aún para los peones y los esclavos. Cerca de la casa del amo, algún conuco u hortaliza para la manutención de todos. Lo demás 
eran extensos pastizales sin cercas ni empalizadas que los dividieran, donde vagaba suelto el ganado. A lo lejos, casi inaccesibles, 
las monterías, que escondían el ganado escapado, llamado también cimarrón y donde sólo muy de vez en cuando se penetraba para 
buscar esas reses.3 
 
Actividades complementarias a la ganadería eran, por un lado, el cultivo de tabaco que se producía en pequeñas 
propiedades campesinas de la región norte del país para el comercio con la metrópoli o el contrabando hacia la colonia 
francesa y, por el otro, una agricultura de subsistencia en la que se ocupaba la mayoría de los habitantes con amplia 
autonomía.4 La población era escasa y estaba dispersa en un territorio que comprendía las dos terceras partes 
orientales de la isla La Española, es decir, aproximadamente 49,000 km2. Carlos Esteban Deive, en base a los 
testimonios de viajeros franceses que estuvieron en la isla a finales del siglo XVIII, señala que hacia 1790 la población 
total de Santo Domingo oscilaba entre los 110 mil y 120 mil pobladores, de entre los cuales la mayoría eran mulatos 
libres, la minoría blancos y una cantidad que no sobrepasaba los 15 mil eran esclavos negros.5 Carlos Larrazábal, por 
su parte, estimó en su estudio pionero sobre la esclavitud en Santo Domingo, que para 1794 el número de habitantes 
ascendía a tan sólo 103 mil, desglosado de la siguiente manera: 35 mil eran blancos; 30 mil esclavos negros, y 38 mil 
 
2 En esta primera parte del capítulo utilizamos los términos “Santo Domingo”, “parte española”, “colonia española”, “lado oriental” o “lado este” 
como sinónimos para referirnos a lo que actualmente constituye la República Dominicana. Por otra parte, los términos “Saint Domingue”, “parte 
francesa”, “colonia francesa”, “lado occidental” o “lado oeste” aluden al actual Estado de Haití. El término “La Española” se emplea para 
denominar a la isla en su conjunto, y la expresión “ciudad de Santo Domingo” para hacer referencia a la que, desde el siglo XVI y hasta 
nuestros días, es la ciudad capital de la República Dominicana. 
3 Wenceslao Vega, “Manumisión y cimarronaje en el Santo Domingo colonial. Dos extremos de una misma búsqueda de libertad”, en Clío, 
núm. 170, jul-dic 2005, p. 75. Sobre el hato ganadero se puede consultar también Rudolf Widmer Sennhauser, “El hato ganadero del Este en 
la economía de Santo Domingo durante el siglo XVIII. Con Antonio Sánchez Valverde en San Dionisio de Higûey”, en Clío, núm. 165, ene-jun 
2003, pp. 143-158. 
4 Raymundo González, “Ideología del progreso y campesinado en el siglo XIX”, en Ecos, año 1, núm. 2, 1993, p. 26. 
5 Carlos Esteban Deive, La esclavitud del negro en Santo Domingo (1492-1844), tomo 2, Santo Domingo, Museo del Hombre Dominicano, 
1980, pp. 607-609. 
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negros libres.6 En su libro más reciente, Frank Moya Pons concluye que la medición del crecimiento poblacional de 
Santo Domingo en el curso del siglo XVIII constituye “un problema que todavía espera solución”, dadas las 
imprecisiones y discrepancias existentes en los padrones de la época.7 Sin embargo, este autor corrobora que existen 
censos y registros coloniales, como uno de 1681 y otro de 1739, que efectivamente dan cuenta del aumento de la 
población de color libre desde finales del siglo XVII, es decir, que registran un “intenso proceso de mulatización”8 que 
para el siglo XVIII produjo una población mayoritariamente mulata en Santo Domingo, la cual no se vio reducida con la 
llegada, entre 1733 y 1785, de inmigrantes blancos de origen canario con quienes se fundaron y refundaron nuevas 
villas9, ni tampoco disminuiría en el transcurso de los siglos XIX y XX. 
Historiadores como Wenceslao Vega, Carlos Deive, Pedro San Miguel10, entre otros, atribuyen el aumento de 
la población mulata de Santo Domingo, precisamente, al tipo de esclavitud que existió en la colonia desde el siglo XVII 
y a su evolución económica. Como se sabe, Santo Domingo fue la primera posesión española en América donde se 
introdujeron masivamente esclavos de origen africano. Gracias a la extracción aurífera, la merma drástica de la 
población indígena y el desarrollo de la plantación azucarera, la institución esclavista conoció un auge relativo durante 
el siglo XVI. Si bien –como argumenta también Pedro San Miguel– es muy arriesgado ofrecer cifras exactas de 
cuántos esclavos había en la isla durante el periodo de la expansión de la producción de azúcar, es probable, que para 
mediados del siglo XVI, un 70% de la población total se componía de esclavos y negros libres.11 La despoblación y la 
pobreza en que devino Santo Domingo a partir del siglo XVII, al provocar la reorientación de su economía azucarera 
hacia la ganadería extensiva, la agricultura de subsistencia y el comercio ilegal, produjo variaciones significativas en el 
uso y tipo de explotación esclavista que se ejercía. A diferencia de lo que va a ocurrir en Saint Domingue durante el 
 
6 Citado por Américo Moreta Castillo, “Aspectos históricos y jurídicos del Código Negro Carolino”, en Clío, núm. 176, jul-dic 2008, p. 40. 
7 Frank Moya Pons, La otra historia dominicana, Santo Domingo, La Trinitaria, 2009. En este libro, Moya Pons da cuenta de tres censos del 
siglo XVIII: un censo parroquial de 1769 que registró una total de 70,625 habitantes; otro censo oficial realizado en 1778 por las autoridades 
civiles de Santo Domingo que sumó 60,326 personas y otro más de 1782, “reportado por el racionero de la catedral Joseph Sánchez 
Valverde, en el cual aparece registrada una población de 119,000 personas para toda la colonia española”. Ibid., pp. 337-338. 
8 Ibid., pp.143-146. 
9 Roberto Cassá y Emilio Cordero Michel, “La huella hispánica en la sociedad dominicana”, en Clío, núm. 171, ene-jun 2006, pp. 118-120. 
Estos autores, sin ofrecer cifras exactas, señalan que entre 1750 y 1800, la composición étnica de Santo Domingo era la siguiente: 13% eran 
blancos, 68% mulatos y 19% negros. 
10 Wenceslao Vega, op. cit.; Carlos Esteban Deive, op. cit., pp. 401-402; Pedro San Miguel, Los campesinos del Cibao. Economía de mercado 
y transformación agraria en la República Dominicana, 1880-1960, Estados Unidos, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1997, pp. 17-27. 
11 Ibid., p. 22. 
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siglo XVIII, donde la entrada masiva y constante de esclavos provenientes de África y su concentración en 
plantaciones bajo condiciones rígidas de explotación fueron la norma, en Santo Domingo la pobreza generalizada de 
los colonos y la preeminencia de la ganadería condujo a la decadencia de la trata y al empleo de los esclavos, 
principalmente, en actividades pecuarias, domésticas y agrícolas que requerían poca mano de obra bajo una vigilancia 
poco estricta. Aún cuando a mediados del siglo XVIII los hatos en Santo Domingo se revitalizaron como resultado del 
comercio con su vecino insular, la esclavitud en ellos continúo teniendo poco parecido con la esclavitud en las 
plantaciones francesas: a los esclavos de Santo Domingo se les permitía cultivar sus propias cosechas, las que 
utilizaban para consumo propio y para la venta en los mercados locales12; había un mayor acercamiento entre ellos y 
sus amos y, por consiguiente, el mestizaje y la manumisión eran prácticas cotidianas.13 
Con el estallido de la revolución haitiana a partir de 1789, la situación de Santo Domingo cambió 
abruptamente. El levantamiento de los miles de esclavos de Saint Domingue que, primero, provocó la abolición de la 
esclavitud en los dominios franceses (1793-94) y, más tarde, la fundación del primer Estado en proclamar “negro” a 
todo haitiano cualquiera que fuese su color, y “haitiano”, y por tanto libre, a todo africano que tocase la tierra de Haití y 
a todo esclavo prófugo de las islas aledañas (1804) 14, impactó de manera tan directa y duradera en el Santo Domingo 
español que podemos afirmar que la historia dominicana de la primera mitad del siglo XIX no se entiende sin la 
referencia a Haití. Empero, este impacto no fue inmediato ni unívoco; se dejó sentir en distintas intensidades y en 
diferentes momentos, moldeado por la inestabilidad política en que cayó Santo Domingo a partir de 1795 y la propia 
 
12 Ibid., p. 26. 
13 Wenceslao Vega, op. cit., pp. 89-100. Antonio Sánchez Valverde, un ilustrado de la elite colonial dominicana de la segunda mitad del siglo 
XVIII, en su libro Idea del valor de la Isla Española y utilidades que de ella puede sacar su monarquía (1785), precisamente resentía la 
proliferación de libertos y la extendida costumbre de los dueños de esclavos de conceder la libertad a sus siervos antes de morir. Este hecho, 
consideraba Sánchez, “muy lejos de ser piedad, es un escándalo notorio que debe estorbar la legislación civil y Eclesiástica, porque la 
franqueza de dar estas libertades, multiplicando infinitamente los pecados, llena los Pueblos de ladrones, prostitutas y fautores de los vicios, 
quitándoles las manos más útiles para el trabajo, cuyo desorden tocamos y experimentamos visiblemente en nuestra Isla”. Por eso, el llamado 
de este autor a la Corona española era para que impusiera cotos a las manumisiones y fomentase el comercio de esclavos hacia Santo 
Domingo, de manera que se pudiese desarrollar, siguiendo el ejemplo de Saint Domingue, una lucrativa economía de plantación. Citado por 
Frank Moya Pons, op. cit., pp. 87-89. Para más información sobre este intelectual dieciochesco ver Pedro San Miguel, La isla imaginada, San 
Juan/Santo Domingo, Isla Negra/La Trinitaria, 1997, pp. 69-74; y Rosa Elena Pérez de la Cruz, Historia de las ideas filosóficas en Santo 
Domingo durante el siglo XVIII, México, UNAM, 2000. 
14 Laênnec Hurbon, El bárbaro imaginario, México, FCE, 1993, p. 11. Sobre la revolución haitiana, sus etapas, desarrollo y consecuencias ver 
Johanna Von Grafenstein, Haití, una historia breve, México, Instituto de Investigaciones Dr. José Luis Mora/Alianza Editorial, 1988; Dolores 
Hernández Guerrero, La revolución haitiana y el fin del sueño colonial (1791-1803), México, UNAM, 1997; C.L.R. James, Los jacobinos negros. 
Toussaint L’Ouverture y la Revolución de Haití, España, FCE, 2003. 
 - 24 -
dinámica de la historia haitiana. Desde nuestro punto de vista, son reconocibles tres momentos de este impacto, en 
función de los cuales trataremos de analizar la historia dominicana que va de 1791 a 1844. 
 
I.1.1. Primer momento: 1791-1804 
Ante los primeros signos de inquietud en Saint Domingue, la reacción inicial de las autoridades de Santo Domingo fue 
emprender acciones de aislamiento, defensa y neutralidad. El entonces capital general de la colonia, Joaquín García 
Moreno, estableció un cordón preventivo en la frontera, de carácter militar e ideológico, a fin de mantener una 
constante vigilancia sobre todo extranjero que pisase suelo de la zona española e impedir la difusión de cualquier tipo 
de noticias o propaganda revolucionaria de procedencia francesa15. Este cordón se intentó mantener hasta 1793, año 
en que España –como respuesta a la decapitación de Luis XVI en la Bastilla– le declaró la guerra Francia, y esto inició 
la confrontación armada entre las dos colonias de La Española. Durante esta coyuntura bélica destaca el hecho de que 
un número considerable de esclavos sublevados del lado francés se convirtió en aliado de los españoles. En efecto, 
las tropas de Joaquín García contaron con la colaboración de casi 10 mil negros sublevados como “tropas auxiliares”, 
quienes bajo el liderazgo de sus principales jefes revolucionarios –Jean Francois, Hyncinthe, Biassou, Toussaint 
Louverture–, se dedicaron a atacar y hostilizar a los franceses a nombre del rey de España, a cambio de recursos 
económicos y logísticos, la posibilidad de refugiarse en Santo Domingo y la promesa, muchas veces incumplida, de 
libertad, títulos y prerrogativas.16 Con estas tropas negras de su lado y el apoyo en armas y hombres provenientes de 
Cuba, Puerto Rico, Nueva España y Florida, el capitán general de Santo Domingo consiguió, al menos en un primer 
momento, consecutivas victorias, sobre todo en la zona noreste de Saint Domingue, lo que parecía augurar un triunfo 
inminente sobre los franceses. 
La guerra terminó tanto en Europa como en La Española con la firma del Tratado de Paz de Basilea en julio de 
1795 y el desenlace no pudo ser más desfavorable para los habitantes de Santo Domingo. En dicho tratado se puso de 
manifiesto esto que Johanna Von Grafenstein ha señalado como una constante de la política internacional de Francia, 
 
15 Fernando Carrera Montero, Las complejas relaciones de España con La Española: el Caribe español frente a Santo Domingo y Saint 
Domingue, 1789-1803, República Dominicana, Fundación García Arévalo, 2004, pp. 33-35. 
16 Sobre estas tropas auxiliares ver Jorge Victoria Ojeda, Tendencias monárquicas en la revolución haitiana. El negro Francisco Petecou bajo 
las banderas francesa y española, México, Siglo XXI, 2005. 
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España e Inglaterra por esos años: las islas y territorios adyacentes del Circuncaribe, aunque no siempre tuvieran 
importancia como productores, adquirieron el papel de simples piezas de intercambio en la política de estas 
metrópolis.17 Y es que en su artículo IX, el tratado estableció que “el Rey de España por sí y sus sucesores, cede y 
abandona en toda propiedad a la República Francesa toda la parte Española de la Isla de Santo Domingo en las 
Antillas”.18 Así, por una decisión metropolitana, ajena totalmentea su voluntad, los habitantes de la colonia americana 
más antigua de España pasaron a formar parte de un imperio francés considerado, hasta hacía poco, como enemigo. 
La cesión, empero, tardó más de cinco años en concretarse. Francia no tuvo la capacidad para tomar posesión 
inmediata de su nueva colonia debido a sus guerras en Europa y Saint Domingue. El aparato burocrático español se 
vio, entonces, obligado a permanecer en la isla hasta 1801, ejerciendo las funciones militares y administrativas que 
hasta ese momento desempeñaba. Sin ser colonia francesa de facto, Santo Domingo, sin embargo, experimentó 
cambios importantes entre 1795 y 1800, tales como la profundización de su crisis económica y la migración de una 
parte de su población. 
En lo que respecta a la cuestión económica, hemos de decir que a diferencia de lo que ocurrió en Cuba y 
Puerto Rico, en donde la revolución de Saint Domingue posibilitó el despegue de su producción azucarera y cafetalera 
respectivamente,19 para Santo Domingo la guerra significó la quiebra de su ya de por si débil estructura económica. Al 
colapsarse la economía de plantación de Saint Domingue, Santo Domingo –“la granja de la colonia francesa”– perdió 
el principal mercado de su ganadería extensiva. Una ruina acentuada y generalizada prevaleció entre los años de 1795 
y 1800, durante los cuales Santo Domingo no sólo no restableció sus relaciones comerciales con Saint-Domingue, sino 
que se hizo más dependiente del situado novohispano que cada día llegaba de manera más irregular.20 A esta crisis 
económica se sumó la emigración de una parte considerable de la población de Santo Domingo. De acuerdo con lo 
estipulado por el tratado de Basilea, “los habitantes de la Parte Española que por su interés u otros motivos” no 
quisiesen permanecer como súbditos franceses y prefiriesen trasladarse con sus bienes a otras posesiones españolas, 
 
17 Johanna Von Grafenstein, Nueva España en el Circuncaribe, 1799-1808. Revolución, competencia imperial y vínculos intercoloniales, 
México, UNAM, 1997, p. 83. 
18 Citado en Emilio Rodríguez Demorizi, La Era de Francia en Santo Domingo, Ciudad Trujillo, Ed. Caribe, 1955, pp. 8-9. 
19 Johanna Von Grafenstein, Nueva España en el Circuncaribe, 1799-1808, op. cit., pp. 45-46 y 219-297. Ver también los ensayos contenidos 
en Juan Manuel de la Serna (coord.), El Caribe en la encrucijada de su historia, 1780-1840, México, UNAM, 1993. 
20 Johanna Von Grafenstein, Nueva España en el Circuncaribe, 1799-1808, op. cit., pp. 92-97, 224-225 y 299-303. 
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podían hacerlo en el espacio de un año contando desde la fecha de la firma del tratado. El proceso migratorio inició en 
noviembre de 1795 y se prolongó hasta 1808, año en que se invirtió la tendencia: algunas familias retornaron, aunque 
su número fue considerablemente inferior. Los principales destinos de esta diáspora fueron Cuba, Puerto Rico, 
Venezuela y Estados Unidos. No existe todavía entre los historiadores un consenso en torno al número de personas 
que abandonaron la isla; no obstante, autores como Raymundo González21 y Carrera Montero22 sugieren que este 
fenómeno migratorio involucró, principalmente, a la elite urbana y blanca de Santo Domingo, entre la cual se generó un 
fuerte sentimiento de rechazo y miedo hacia la revolución haitiana y hacia una posible ocupación militar de la colonia 
española a manos de los “jacobinos negros”. 
En 1800 finalmente tuvo lugar la toma de posesión de Santo Domingo a nombre de Francia, y quien se 
encargó de ejecutar tal acción fue el entonces líder de la revolución haitiana Toussaint Louverture. La unificación de la 
isla bajo su liderazgo tuvo su expresión jurídica en la Constitución de julio de 1801, estratégicamente promulgada por 
el “primero de los negros” para garantizar la autonomía de Saint Domingue en un momento en que se hacía más real 
el rumor de que Bonaparte tenía la intención de restablecer la esclavitud en sus colonias americanas.23 Dicho texto 
encierra los puntos más importantes de lo que fue el proyecto louvertuniano. En el aspecto social, ratificaba la abolición 
de la esclavitud y garantizaba la igualdad racial, la ciudadanía francesa, el acceso a los cargos públicos y la 
inviolabilidad de la propiedad privada a todos los nacidos en la isla, sin distinción del color. En el aspecto económico, 
proponía continuar con el sistema de plantación pero bajo un régimen servil de trabajo que conciliara los intereses de 
los grandes propietarios con la libertad de las masas negras. En el aspecto político, Saint Domingue, incluido el lado 
español, era reconocido como colonia francesa sujeta a leyes especiales dictadas por una Asamblea Central “a 
propuesta del gobernador”, quien, por el momento, no sería otro que Toussaint Louverture nombrado gobernador 
vitalicio con derecho a designar sucesor.24 
 
21 Raymundo González, op. cit., pp. 26-27. 
22 Carrera Montero, op. cit., p. 543. 
23 La redacción de esta Constitución estuvo a cargo de una Asamblea Central compuesta de diez miembros, provenientes tanto de la parte 
francesa como española de la isla. Los representantes del Santo Domingo español fueron Juan Mancebo y Francisco Morillas por el 
Departamento de Ozama, y Carlos Rojas y Andrés Muñoz por el Departamento del Cibao. Luis Mariñas Otero, Las constituciones de Haití, 
Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1968, p. 16. 
24 Ibid., pp. 109-115; Johanna Von Grafenstein, Haití, una breve historia, op. cit., p. 65. 
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La vigencia de esta Constitución supuso el traslado en bloque de los triunfos de la revolución haitiana hacia el 
Santo Domingo español: por primera vez tuvieron lugar en él tanto la abolición de la esclavitud, como el 
reconocimiento de la igualdad jurídica entre sus distintas “razas”. No nos fue posible conocer a detalle hasta qué punto 
ambas medidas tuvieron aplicación efectiva en Santo Domingo ni tampoco sobre las reacciones y cambios que suscitó 
entre sus pobladores. Emilio Cordero Michel considera que la trascendencia de este abolicionismo constitucional en 
Santo Domingo se vio reducida por la propia política económica que Toussaint aplicó en toda la isla. Al mantener y 
rehabilitar la gran plantación agrícola, pero ahora bajo un régimen servil de trabajo que obligaba a los recién liberados 
a laborar y permanecer en las plantaciones bajo una estricta vigilancia militar, con el único beneficio de recibir una 
cuarta parte de lo producido, Toussaint “impidió generar las condiciones materiales para que esas masas campesinas 
ejercieran efectivamente las libertades conquistadas”25. Con esta política económica, el régimen pudo, más bien, 
consolidar una alianza con los grandes propietarios, lo que evitó posibles descontentos y movilizaciones por parte de 
éstos. Con respecto a los mulatos libres, el mismo autor considera que estos si se vieron favorecidos al tener acceso a 
los cargos públicos y el ejército. Falta mucho que estudiarse al respecto, pero lo que parece un hecho es que el tiempo 
no contribuyó a darle profundidad a las reformas sociales introducidas por Toussaint. En 1802 éste fue derrocado por 
la expedición militar comandada por Vincent Leclerc –cuñado de Napoleón–, encarcelado y enviado preso a Francia 
donde falleció el 17 de marzo de 1803. Este acontecimiento que en la parte francesa de la isla desató el levantamiento 
popular que fundó Haití, significó para la parte española el prolegómeno del segundo momento de la historia que 
venimos relatando, el cual se caracterizaría, entre otras cosas, por una vuelta a la esclavitud. 
 
I.1.2. Segundo momento: 1804-1822 
Durante estos años la influencia de la revolución haitiana en Santo Domingo dejó de sentirse con la intensidad del 
periodo anterior. Por un lado, los haitianos, enfrascados en la construcción de su propioEstado, prestaron poca 
atención a la parte española de la isla; y por el otro, Santo Domingo pasó a ser controlado por autoridades del imperio 
napoleónico, y en 1809, volvió a ser colonia de España. En la historiográfica dominicana se conoce con el nombre de 
 
25 Emilio Cordero Michel, La revolución haitiana y Santo Domingo, Santo Domingo, Editora Nacional, 1968, p. 51 
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“era de Francia” a los seis años en que Santo Domingo se convirtió en posesión formal de la Francia napoleónica, bajo 
el mando del general Jean Louise Ferrand (1804-1809). El gobierno de este militar fue un claro ejemplo del tipo de 
retroceso ideológico que registró la revolución gala durante la hegemonía napoleónica: Ferrand no sólo restableció la 
esclavitud y la trata negrera en Santo Domingo, sino que además restringió el acceso a la ciudadanía en cumplimiento 
a lo dispuesto por la constitución francesa de 1799, según la cual, el ciudadano francés era “toda persona nacida y 
residente en Francia, inscrita en el registro civil de su jurisdicción comunal y que hubiera permanecido más de un año 
en el territorio de la República”.26 
En un principio, el nuevo régimen no fue acogido favorablemente por los habitantes de Santo Domingo ni logró 
un rápido control territorial. Algunas regiones norteñas como Santiago, La Vega y Cotuí expresaron su adhesión al 
Estado de Haití y vecinos como José Campos Tavárez se convirtieron en funcionarios de Henri Dessalines, el 
emperador haitiano en turno.27 Ferrand, sin embargo, pudo vencer la resistencia y logró ganarse el apoyo de los 
hateros y demás residuos de la elite colonial española, quienes vieron con buenos ojos el restablecimiento de la 
esclavitud.28 Un aspecto que caracterizó esta “era” fue que logró sacar a Santo Domingo del estado de postración 
económica en que se encontraba desde 1791. De acuerdo con Valentina Peguero y Danilo de los Santos29, Ferrand 
estableció una administración que se encargó de confiscar las propiedades de aquellos habitantes que se habían 
ausentado de la isla sin pasaporte, concediéndoles un plazo de regreso para que pudieran explotar las riquezas de 
esas propiedades. Canceló las deudas tributarias de los habitantes de Santo Domingo e impulsó el corte de maderas 
preciosas y su venta a comerciantes de Europa y Estados Unidos. También, buscó desarrollar la agricultura de 
exportación valiéndose, al igual que su antecesor Toussaint, del régimen de plantaciones, para lo cual utilizó el trabajo 
de los restablecidos esclavos negros. Atrajo a colonos franceses refugiados en algunos territorios antillanos y los 
concentró en la península de Samaná, donde se dedicaron al cultivo del café. 
 
26 Pedro Mir, “Acerca de las tentativas históricas de unificación de la isla de Santo Domingo”, en Gerard Pierre-Charles, et al., Problemas 
dominico-haitianos y del Caribe, México, UNAM, 1973, p. 161. 
27 Johanna Von Grafenstein, República Dominicana, una breve historia, México, Instituto Mora, 2000, p. 42; Franklin Franco, Los negros, los 
mulatos y la nación dominicana, Santo Domingo, Editora Nacional, 1970, p. 104. 
28 Ibid., p. 98. 
29 Valentina Peguero y Danilo de los Santos, Visión general de la historia dominicana, República Dominicana, UCMM, 1979, pp. 141-142. 
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En 1808, el gobierno de Ferrand fue derrocado por un levantamiento armado que preparó en su contra Juan 
Sánchez Ramírez, un rico terrateniente dominicano exiliado en Puerto Rico. Este movimiento, conocido como el de 
Reconquista, se inscribió en la oleada antifrancesa que se desató tanto en España como en América a raíz de la 
invasión napoleónica de 1808 a la península ibérica y el cautiverio de Fernando VII. Al deponer a Ferrand, Sánchez 
Ramírez reintegró a Santo Domingo a la monarquía española, pero lo hizo en el momento en que se iniciaba esto que 
Francois-Xavier Guerra y Jaime Rodríguez han denominado la “revolución del mundo hispánico”; una revolución que al 
apelar a una nueva legitimidad –la del pueblo soberano– introdujo conceptos y prácticas políticas inéditas tanto en 
España como en América, las cuales, al modernizar los cimientos legales y sociales del Antiguo Régimen, 
inesperadamente abrieron el camino hacia su desintegración.30 En medio de esta aguda crisis monárquica, los doce 
años (1809-1821) que Santo Domingo permaneció de nuevo bajo tutela española se caracterizaron por un estado de 
estancamiento económico y de abandono por parte de la metrópoli. La ganadería dejó de ser el eje de la economía; la 
producción agrícola se orientó hacia el consumo interno de subsistencia; las relaciones comerciales se redujeron al 
mínimo. La principal actividad económica fue el corte de maderas y, en la región del Cibao, continuó siendo el cultivo 
de tabaco que se exportaba a Haití, Estados Unidos y Europa. El gobierno colonial se financiaba con los ingresos de 
las aduanas y con un situado irregular proveniente de México y Caracas. Estos ingresos eran tan escasos que apenas 
alcanzaban para cubrir la mitad de los gastos más indispensables de la administración colonial. La población, según 
estimaciones del gobernador Sebastián Kindelán, ascendía a tan sólo 60 mil personas hacia 1812.31 
Durante este periodo, sin embargo, tuvo lugar un acontecimiento sobre el cual nos parece valdría la pena 
ahondar en futuras investigaciones. Nos referimos al experimento reformista de Cádiz de 1810-1814 que modificó el 
pacto político de la monarquía española y del cual fueron participes los habitantes de Santo Domingo. Por un lado, 
éstos tuvieron el derecho de elegir y enviar a un personaje “de notoria probidad, talento e instrucción” para que 
 
30 Jaime Rodríguez, La independencia de la América española, México, FCE, 1999; Francois-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, 
Madrid, Mapfre, 1992. Estos autores resaltan como episodios sobresalientes de este proceso revolucionario la integración de la Junta 
Suprema Central y Gubernativa de España e Indias, primer gobierno representativo y unificado del imperio, compuesto por representantes 
electos de España y América; la reunión de Las Generales y Extraordinarias Cortes de España, donde diputados españoles y americanos, 
también electos, redactaron la famosa Constitución de marzo de 1812, y, finalmente, los movimientos de emancipación de América que 
desmembraron el secular imperio en múltiples Estados independientes. 
31 Todos estos datos fueron sacados de Johanna Von Grafenstein, República Dominicana, una historia breve, op. cit., pp. 46-47. 
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fungiera como su representante dentro de las famosas Cortes de Cádiz32 y, por otro, Santo Domingo fue de los pocos 
lugares “pacíficos” de la América española donde la Constitución de 1812 pudo aplicarse sin grandes contratiempos. El 
estudio del caso dominicano nos parece que podría arrojar luz sobre el cómo se vivieron y aplicaron las reformas 
gaditanas en una sociedad donde la mayoría eran mulatos libres33, a los cuales, tanto las Cortes como la Constitución 
de 1812, negaron el derecho de ciudadanía. En efecto, como ha mostrado Marie Laure Rieu-Millan34, uno de los 
asuntos que generó especial controversia dentro de la Asamblea fue el referente al otorgamiento o no de la ciudadanía 
a las “castas” o población libre de origen africano en América, dilema estrechamente ligado a la cuestión sobre la 
igualdad de representación de las provincias ultramarinas y metropolitanas dentro de las Cortes. Los diputados no 
dudaron en considerar “ciudadanos representables” a los españoles criollos, los indígenas y los mestizos de América, 
en tanto que habitantes “naturales” u “originarios” de los dominios hispanos. No ocurrió lo mismo con respecto a las 
castas pardas. Mientras algunos diputados defendieron su

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