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2 La determinación natural y sus mecanismos ocultos 3 4 LOS SÓTANOS DEL UNIVERSO La determinación natural y sus mecanismos ocultos BIBLIOTECA NUEVA 5 6 AGRADECIMIENTOS INTRODUCCIÓN: El problema 1. La causa -y el giro copernicano 2. Grietas en la relación causal 3. El sueño dogmático de Hume 4. La epistemología del riesgo y los sótanos del universo 5. Las fuentes de la determinación CAPíTULO 1.-Certidumbre y riesgo 6. Los espejismos del conocimiento apodíctico 7. Presencia del riesgo en la vida humana 8. El círculo vicioso de la epistemología: condicionamiento mutuo de racionalismo y empirismo modernos 9. Certidumbre y evidencia como sucedáneos de la verdad 10. El seguro camino de la ciencia y el recorte de los límites del saber 11. La doble vara de medir 12. La desesperada búsqueda de reductos apodícticos: huida «hacia dentro» 13. Autodestrucción de la filosofía por sus propias maniobras defensivas en la búsqueda de la certeza 14. Aventura o rigor: el ambiguo destino de la filosofia académica 15. Siempre hay quien rescata la llave de la alcantarilla CAPÍTULO 2.-Entre el caos y el cosmos: la invención del azar 16. Entre caos y cosmos 17. Caos y Theos 7 18. Usos y abusos del azar 19. Azar estático y dinámico 20. Azar ontológico y epistemológico 21. La relatividad del azar CAPÍTULO 3.-Auge y declive de las causas 22. Hechos, procesos y cosas 23. El problema de la determinación 24. Las categorías de determinación 25. Determinismo e hiperdeterminismo 26. Las dimensiones de lo real 27. Las cuatro causas 28. La ascensión de la causa eficiente 29. La crisis de la causa eficiente 30. La restauración leibniziana de las causas formales 31. El ocaso de las causas 32. El concepto de causa en el pensamiento contemporáneo 33. Ala búsqueda de una definición precisa de causa 34. Uniseinia o plurisemia 35. Ociosidad de una noción de causa artificialmente precisa 36. Hacia la recuperación de una ontología de la causa 37. Causalismo y naturalismo 38. Elementos de la relación causal CAPÍTULO 4.-Irrupción de las leyes 39. Causas y leyes 8 40. La estructura matemática de las leyes naturales 41. Las leyes y las cuatro causas 42. La ley, la estabilidad y el cambio 43. La ley, lo fenoménico y lo nouménico 44. Límites de las determinaciones causal y legal CAPÍTULO 5.-Matemáticas y mundo real 45. Lo matemático y causa formal 46. Lo cuantitativo y lo cualitativo 47. ¿Por qué es aplicable la matemática? 48. La vía estética hacia la verdad 49. Lo intuitivo y lo discursivo 50. Matemática e infinito 51. Matemática y recursividad CAPÍTULO 6.-Azar y ciencia moderna: crisis y rehabilitación 52. Azar y necesidad, ¿un tándem autosuficiente? 53. La descaotización del universo 54. Lo causal contra lo casual 55. El determinismo avanza 56. Residuos de lo fortuito 57. Determinismo, infierno y paraíso 58. Grietas en el determinismo clásico 59. La pertinaz presencia del azar 60. Proceso histórico de la rehabilitación del azar 61. Azar como necesidad negativa 9 62. Superación de la dualidad azar/necesidad 63. Usos del concepto moderno de azar 64. El trasfondo ontológico CAPÍTULO 7.-Discontinuidad cuántica y determinación 65. Causalidad y azar en la ciencia clásica 66. La crisis de la conciencia causal 67. El postulado causal en los creadores de la mecánica cuántica 68. Determinismo y continuidad 69. Causalidad y discontinuidad 70. Los dos modelos causales de la ciencia clásica 71. Un nuevo sentido para el determinismo causal 72. Un estatuto diferente para el azar 73. Causalidad cuántica y -subjetividad 74. Conclusión: causalidad y azar en el mundo cuántico CAPÍTULO 8. Complejidad y emergencia 75. Conocimiento y simplicidad 76. Lo fácil y lo difícil 77. Lo simple y lo complejo 78. La era de la siinplicidad 79. Reduccionismo y mecanicismo 80. Crisis y refundaciones del mecanicismo 81. Formas de la complejidad 82. Complejidad y causa formal 83. La emergencia y sus formas 10 84. Armonía o conflicto de los modelos explicativos 85. Metafísica y complejidad 86. ¿Son prescindibles los modelos heurísticos? 87. La superación del mecanicismo 88. Orden en la vecindad del caos 89. Atractores extraños 90. Vida artificial 91. Filosofías de la complejidad 92. La nueva alianza de Ilya Prigogine 93. Generalización de la termodinámica 94. Remontando la corriente entrópica 95. Estructuras disipativas 96. No linealidad 97. Orden por fluctuaciones 98. Teoría de las bifurcaciones 99. Presupuestos ontológicos de la aparición de orden 100. La complejidad de Edgar Morin 101. Dialéctica y complejidad 102. Complejidad sin metafísica 103. Autoorganización 104. La no-ergodicidad del universo 105. Las fuentes desconocidas del orden cósmico 106. Reduccionismo diferido 107. Límites del reduccionismo 108. Intrínseca ambigüedad del reduccionismo ontológico 11 109. La complejidad y lo simple-pobre 110. Autómatas celulares 111. Reduccionismo, sencillez y simplicidad 112. En serie y en paralelo 113. El doble rostro de la idealización matemática 114. Teoría de catástrofes 115. Parentescos genéticos y parentescos formales 116. ¿Competidores para la selección natural? 117. Genes y órganos CAPÍTULO 9.-Vida, reducción y emergencia 118. Especificidad ontológica y especificidad epistemológica 119. Lo inerte, lo vivo, lo pensante 120. El «Test de Descartes» 121. Aporías que surgen al intentar definir la vida como un concepto cerrado.. 122. Especificidad de la vida y selección natural 123. La especificidad y la cuestión del origen 124. Especificidad interna y especificidad extrínseca 125. ¿Es posible otorgar al viviente una especificidad nomológica? 126. El antirreduccionismo de los científicos 127. El antirreduccionismo de los filósofos CAPÍTULO 10.-Determinismo e inteligibilidad 128. Un asunto polémico 129. Exigencias del diálogo interdisciplinar 130. Determinismo y racionalidad 12 131. Cuestiones de hecho y de derecho 132. Determinismo y probabilidad 133. Lo individual y lo colectivo 134. El determinismo del matemático y el del físico 135. Naturalismo e inteligibilidad 136. Realidad y determinismo causal 137. Los límites de la causalidad 138. Determinismo y continuidad 139. Los sótanos de la realidad 140. Determinismo metafísico 141. Continuidad e identidad 142. Determinismo aproximativo y radical 143. El determinismo como motor heurístico 144. Determinismo físico y mecánica cuántica 145. Sentido realista de las relaciones de Heisenberg 146. Anexo CAPÍTULO 11.-Las muchas facetas de la causa final 147. Paradojas de la causa final 148. Análisis de la causa final 149. Lo teleológico y sus agentes 150. Doble dünensión ontológica y epistemológica de la finalidad 151. ¿Finalidad sin fines? 152. El prejuicio antifinalista 153. Teleología y teología 13 CAPÍTULO 12.-Modernidad y causa final 154. La causa final clásica 155. La causa final moderna 156. La naturaleza como sujeto paciente de la acción teleológica 157. Finalidad, armonía y simplicidad 158. Fines ontológicos y fines epistemológicos 159. Teleología intrínseca y extrínseca 160. El problema del diseño 161. Finalidad y planeamiento básico 162. Principio antrópico 163. Ajuste fino de leyes y constantes 164. Antropocentrismo y antropofuguismo 165. Principio antrópico y finalidad 166. Ajuste fino y finalidad 167. La hipótesis de los multiversos 168. Cualquier cosa menos la finalidad 169. Demasiado pequeños o demasiado grandes CONCLUSIÓN.-Metafísica y determinación 170. Causalidad y metafísica 171. Causalidad y productividad 172. Primacía de la causa eficiente 173. Predeterminismo, determinismo, postdeterminismo 174. Posible, efectivo, necesario 175. Predeterminismo y temporalidad 176. Predeterminismo físico y predeterminismo metafísico 14 177. Monismo, dualismo, pluralismo 178. Márgenes del concepto de causa 179. ¿Hasta dónde es legítimo aplicar el concepto de causa? 180. Otros principios de determinación181. Metafísica de la determinación 182. «Causa», como principio de determinación en general 183. Apertura de los procesos de determinación 184. Tipología de las causas EPÍLOGO BIBLIOGRAFÍA ÍNDICE ONOMÁSTICO ÍNDICE TEMÁTICO 15 16 El contenido de este libro es fruto de un trabajo de varios años en el que he contado, en primer lugar, con la ayuda de estudiantes de licenciatura, doctorado, grado y máster de las universidades donde he ejercido mi docencia de un modo estable u ocasional (Sevilla, Pamplona, Ciudad de México, Bogotá, Buenos Aires, Salamanca y Málaga). Ante sus alumnos expuse y con ellos discutí los asuntos aquí tratados. Una porción sustancial de lo ahora publicado es rigurosamente inédita. No obstante, he aprovechado, reelaborándolos, textos previamente publicados en: Arana, 1997, 2000b, 2000c, 2005, 2009, 201 lb, 2012. Agradezco a las direcciones de las revistas Thénata, Anuario Filosófico y Eikasia sus permisos para reutilizar dichos materiales. Han leído parcial o completamente el original, formulando críticas, proponiendo correcciones y sugiriendo mejoras los profesores: Francisco Soler, Francisco Rodríguez Valls, Javier Hernández Pacheco, Miguel Espinoza, Héctor Velázquez, Martín López Corredoira, Luciano Espinosa, Marta Mendonca. Domingo Vilaplana efectuó una minuciosa corrección del manuscrito final, que también fue examinado por Miguel Palomo. La Universidad de Sevilla me ha otorgado varios permisos para efectuar viajes de documentación. Mi mujer, que también pertenece al mundo académico, prestó un apoyo decisivo tanto en lo personal como en lo profesional. 17 El problema 1. LA CAUSA Y EL GIRO COPERNICANO Al comienzo de los Prolegómenos hay un pasaje muy conocido y citado donde Kant cuenta cómo Hume puso la filosofía en apuros y de paso le despertó a él de su sueño dogmático: Hume partió, en lo principal, de un único pero importante concepto de la metafísica, a saber, del concepto de la conexión de la causa y el efecto [...1 y exigió a la razón, que pretende haber engendrado este concepto en su seno, que le diera cuenta y razón del derecho con que piensa ella que algo podría estar constituido de tal modo que, si es puesto, por eso mismo debiera ser necesariamente puesta también otra cosa; pues eso es lo que dice el concepto de causa. Demostró de manera irrefutable que es completamente imposible pensar a priori y a partir de conceptos tal enlace, pues este incluye necesidad; pero no se puede concebir cómo, porque algo es, deba existir necesariamente también otra cosa, y cómo por tanto se pueda introducir a priori tal conexión (Kant, 1984: 13-4). Un poco más adelante añade que Hume no advirtió todo el alcance del problema planteado. Es enorme porque afecta a la síntesis a priori, de la que también dependen la matemática y la ciencia natural pura (31). Presupone que tales ciencias han conseguido resolver satisfactoriamente la dificultad, aunque no se tenga conciencia clara de ello. Así plantea la tarea fundamental de la filosofía crítica, que intenta llevar a cabo con todo rigor en la Crítica de la razón pura. Es sin embargo muy dudoso que la legitimación de la causalidad pase por validar los juicios sintéticos a priori, como pretendía Kant. Una cosa es la necesidad de la relación entre agente y paciente significada por la noción de causa. Otra muy distinta, que tengamos que conocerla con necesidad. Aquella es de tipo ontológico, remite a un estado real de cosas, mientras que esta es gnoseológica y tiene que ver con el tipo de certezas que somos capaces de alcanzar. Ahora bien, la necesidad que pueda haber en las relaciones que median entre las cosas mismas se pone fuera de nuestro alcance si aceptamos que nuestras representaciones poco o nada tienen que ver con ellas. Es paradójico que para asegurar la necesidad cognitiva del orden de las representaciones se renuncie por principio a alcanzar cualquier necesidad ontológica, cuando esta constituye su mejor asiento objetivo y además convierte en prescindible la necesidad en el conocer. Es la principal secuela del giro copernicano introducido por Kant. Resulta ocioso añadir que se trata de un efecto colateral perverso. Visto desde una perspectiva histórica, el fundador del criticismo no consiguió convencernos de la validez apriorística de los juicios sintéticos (como se había propuesto), pero sí del 18 carácter subjetivo de los conceptos del entendimiento, lo cual constituía para él un medio y en modo alguno el fin de su investigación. Popper y otros muchos han diagnosticado este resultado con meridiana claridad: Kant, pienso yo, tenía razón cuando dijo que era imposible que el conocimiento fuera como una copia o impresión de la realidad. Tenía razón al creer que el conocimiento era genética o psicológicamente a priori, pero estaba bastante equivocado al suponer que cualquier conocimiento podría ser válido a priori. Nuestras teorías son invenciones nuestras; y pueden ser meramente suposiciones defectuosamente razonadas, conjeturas audaces, hipótesis. Con ellas creamos un mundo: no el mundo real, sino nuestras propias redes, en las cuales intentamos atrapar el mundo real (Popper, 1977: 80). Es comprensible que quienes tratan de retomar el diálogo entre ciencia y filosofía consideren que la primera providencia es levantar la hipoteca contraída por Kant. Así por ejemplo Ilya Prigogine: A lo largo de este estudio, hemos encontrado nuestra inspiración en un cierto número de filósofos [...1 un rasgo, al menos, reúne a los que nos han ayudado a pensar en la metamorfosis conceptual de la ciencia y sus implicaciones, y es la tentativa de hablar del mundo sin pasar por el tribunal kantiano, sin colocar en el centro de su sistema al sujeto humano definido por sus categorías intelectuales, sin someter sus propósitos al criterio de lo que pueda pensar, legítimamente, tal sujeto (Prigogine, Stengers, 1983: 277). En resumidas cuentas, la cuestión de la causalidad está más embrollada y parece más insoluble que cuando Kant la abordó. Para salir del atolladero conviene desandar camino y recuperar el planteamiento de quien sacudió sus convicciones precríticas. 2. GRIETAS EN LA RELACIÓN CAUSAL El pensamiento maduro de Hume sobre la causalidad se expone en la Investígavión sobre el conocimiento humano. Hay varios aspectos destacados en la doctrina allí propuesta. Se sostiene en primer lugar que no hay ningún asunto más importante que este en lo relativo al conocimiento del mundo real: «Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan solo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos» (Hume, 1981: 46). A su juicio el acceso a lo real pivota sobre la causalidad, a pesar de lo cual adolece de una fragilidad estremecedora: Así pues, si quisiéramos llegar a una conclusión satisfactoria en cuanto a la naturaleza de aquella evidencia que nos asegura de las cuestiones de hecho, nos hemos de preguntar cómo llegamos al conocimiento de la causa y del efecto. Me permitiré afirmar, como proposición general que no admite excepción, que el conocimiento de esta relación en ningún caso se alcanza por razonamientos a priori, sino que surge enteramente de la experiencia, cuando 19 encontramos que objetos particulares cualesquiera están constantemente unidos entre sí (49-50). La gravedad de esta afirmación es extraordinaria y se comprende el espanto de Kant. Hume dedica buena parte de su libro a reafirmarla de muchas maneras: «Ningún objeto revela por las cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron, ni los efectos que surgen de él, ni puede nuestra razón, sin la asistencia de la experiencia, sacar inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones de hecho» (50). Dicho del modo más informal posible, el mundo está formado por innumerables pedazos de realidad sujetos con un adhesivo invisible. No vemos qué le impide pulverizarse en nuestras manos, de manera que -por lo que sabemoscon certeza- debería estallar hecho añicos en cualquier momento: Cuando veo, por ejemplo, que una bola de billar se mueve en línea recta hacia otra, incluso en el supuesto de que la moción en la segunda bola me fuera accidentalmente sugerida como el resultado de un contacto o de un impulso, ¿no puedo concebir que otros cien acontecimientos podrían haberse seguido igualmente de aquella causa? ¿No podrían haberse quedado quietas ambas bolas? ¿No podría la primera bola volver en línea recta a su punto de arranque o rebotar sobre la segunda en cualquier línea o dirección? Todas esas suposiciones son congruentes y concebibles (52). Las consideraciones humeanas fueron en su momento particularmente provocativas, puesto que en aquella época las interacciones mecánicas se situaban en el pináculo de la racionalidad y transparencia. Desde que en 1669 Wren, Wallis y Huygens se pusieron de acuerdo sobre las reglas del choque (Dugas, 1954: 287-93), no se había producido ningún sobresalto en aquel tranquilo rincón del árbol de las ciencias. Hume admitía que de hecho bien pudiera seguir allí todo en orden, pero cuestionaba el derecho a prohibir por racional decreto cualquier otra alternativa. Debido a algún ignoto motivo el universo se porta bien. Pero nadie que comparta nuestros límites cognitivos está autorizado a excluir que un buen día deje de hacerlo. Durante siglos se había criticado a los que explicaban cualquier cosa mediante causas ocultas. Lo que Hume sostenía sin tapujos, precisamente en el momento en que la física parecía haber entrado en el recto camino de la ciencia, es que todas las causas lo son. Bien podía sentirse conmocionada la sensibilidad del momento: todos los renacentistas se habían hartado de criticar las cualidades ocultas de los escolásticos y ahora resultaba que los más potentes principios explicativos, forjados para satisfacer el criterio cartesiano de claridad y distinción, estaban embebidos en una espesa niebla de facticidad pura y dura. El escepticismo atacaba precisamente el reducto mejor defendido de la racionalidad moderna y además lo hacía con perspectivas de éxito. Los conceptos que se habían convertido en talismanes de la evidencia (impenetrabilidad, inercia, impulsión) aparecían de repente ayunos de crédito y desprovistos de aval: Pero, en lo que concierne a las causas de estas causas generales, vanamente intentaríamos su descubrimiento, ni podremos satisfacernos jamás con 20 cualquier explicación de ellas. Estas fuentes y principios últimos están totalmente vedados a la curiosidad e investigación humanas. Elasticidad, gravedad, cohesión de partes y comunicación del movimiento mediante el impulso: estas son probablemente las causas y principios últimos que podremos llegar a descubrir en la naturaleza (Hume, 1981: 53). 3. EL SUEÑO DOGMÁTICO DE HUME Hasta llegar a este punto me confieso admirador de Hume. Pero decepciona que, después de tan atrevido despliegue de furia crítica y escéptica, dé marcha atrás, retorne a la respetabilidad burguesa y nos tranquilice con una solución muy poco heroica. Carecemos de fundamentos a priori para confiar en el único expediente capaz de unificar cuanto nos rodea, pero poseemos un sucedáneo que es pariente próximo de la rutina y el tedio: la fuerza de la costumbre: Este principio es la Costumbre o el Hábito. Pues siempre que la repetición de un acto u operación particular produce una propensión a renovar el mismo acto u operación, sin estar impelido por ningún razonamiento o proceso del entendimiento, decimos siempre que esta propensión es el efecto de la Costumbre. Al emplear esta palabra, no pretendemos haber dado la razón última de tal propensión. Solo indicamos un principio de la naturaleza humana que es universalmente admitido y bien conocido por sus efectos (66). Hume ha erosionado las bases de la confianza en la relación causal. Surge entonces una pregunta inevitable: ¿Por qué seguimos entonces usándola? La res puesta es obvia: porque no poseemos nada mejor para comprender el mundo que habitamos. Así será, pero ¿no habrá algún modo de restaurar nuestra fe en ella? Es imposible hacerlo sin incurrir en una más que problemática redundancia: habría que dar con algo así como la causa de la causa. Si lo fuera la costumbre, ¿no se haría de inmediato sospechosa, dado que todas las causas son ocultas y por tanto inciertas? Es admirable la habilidad con que Hume se hurta a esta letal objeción: en realidad la costumbre no es la causa (o la «razón última» si queremos decirlo de otra manera) de la validez de la relación causal. Es simplemente un hecho, un factum repetidas veces observado. Si puede hacer las veces de una genuina fundamentación de la confianza es porque se trata de «un principio de la naturaleza humana que es universalmente admitido y bien conocido por sus efectos». Es algo que no voy a discutir, pero no deja de ser, una vez más, un mero hecho. La naturaleza gusta de repetirse -hasta ahora y en nuestra vecindad-. También los hombres aman las repeticiones -por el momento- y trasforman la costumbre en ley. ¿Qué garantías hay de que una y otros sigan haciéndolo en el futuro? Por lo visto hasta ahora, el sol vuelve a amanecer una y otra vez por el este. Que también lo haga mañana es tema de apuesta. La circunstancia de que los humanos trasladen a sus prácticas epistémicas ese gusto por la redundancia también podría cambiar. En otros aspectos somos bastante volubles. ¿Por qué no en este? Es muy posible que algunos de nuestros congéneres lo hayan intentado en el pasado, pero lo más probable es que no hayan dejado muchos descendientes dispuestos a perseverar en el gusto por la innovación. 21 No hay mucho más que decir al respecto. El círculo se ha cerrado y todo ha quedado confinado dentro del horizonte de lo fáctico. Ahora bien, la coherencia tiene que ver más con relaciones de ideas que con cuestiones de hecho. Para ser coherente, Hume debería haber sido fiel a la opinión de que tanto las causas como la fe que tenemos en ellas solo descansan en el dato de que la naturaleza y el hombre se han mostrado marcadamente reincidentes desde que tenemos memoria. Convendría ser muy prudentes a la hora de extrapolar en el tiempo y el espacio unas y otra. Sin embargo, incurre a este respecto en claras disimetrías. Se mantiene atento y vigilante para no estirar el brazo de la causalidad más de lo que da de sí la manga de lo empírico cuando aborda la metafísica, y de ahí sus comprensibles reticencias en el campo de la teología natural. En cambio, la confianza que deposita en la causalidad natural, y más concretamente en la mecánica, va cobrando progresivo aplomo a medida que avanzan las páginas del libro y quedan atrás sus fulgurantes críticas iniciales. Al final parece que quedan muy pocas de las muchas pegas previamente formuladas, y en la práctica es como si el apriorismo mecanicista hubiese recobrado todo su vigor, al igual que Sansón cuando oró a Dios mientras estaba encadenado a las columnas del palacio filisteo: Se acepta universalmente que la materia, en todas sus operaciones, es movida por una fuerza necesaria o que todo efecto natural está tan precisamente determinado por la energía de su causa, que ningún otro efecto en esas circunstancias concretas podría resultar de ella. El grado y dirección de todo movimiento son fijados por las leyes de la naturaleza con tal precisión que tan fácil es que surja un ser viviente del choque de dos cuerpos como que ocurra un movimiento de otro grado o dirección (106). No es extraño que, si piensa así, descarte por completo la posibilidad de actos libres capaces de superar las constricciones de una física determinista. Algo parecido pasa con la perspectiva de que ocurran hechos completamente anómalos: Hume cree legítimo eliminar definitivamente la presencia de azar en el mundo: «Se acepta universalmente que nada existe sin una causa de su existencia, y el azar, cuando se examina rigurosamente, no es más que una palabra negativa y no significa un poder real que esté en algún lugar de la naturaleza»(119). Tanto en un caso corno en otro propone el consenso universal corno sustitutivo aceptable de la evidencia perfecta. Con ello certifica que no estaba realmente informado de los avances de las ciencias de la naturaleza, porque los investigadores estaban aún lejos de pretender el sometimiento completo de la naturaleza a leyes de tipo mecánico. Cae en un error parecido al que algo más tarde cometerá Kant: deslumbrado por los triunfos de la nueva ciencia, se convierte en su heraldo y proclama verdad acabada e incontrovertible lo que -juzgado con más perspectiva- resulta ser nada más que una buena aproximación: Así, para Kant, la teoría de Newton era simplemente verdadera, y la creencia en su verdad persistió inconmovible durante un siglo después de la muerte de Kant. Este aceptó hasta el fin lo que él y cualquier otro tomaban por 22 un hecho, el logro de la scientia o de la episteme. Al principio lo aceptó sin discusión, situación a la que llamó su «sueño dogmático». Fue despertado de él por Hume. Así surgió el problema central de la Crítica: «¿Cómo es posible la ciencia natural pura?» Por «ciencia natural pura» -Scientia, episteme- Kant entendía simplemente la teoría de Newton. Como sabemos en la actualidad, o creemos que sabemos, la teoría de Newton no es más que una magnífica conjetura, una aproximación asombrosamente buena; única, en realidad, pero no como verdad divina, sino como invención de un genio humano; pero que no es episteme, sino que pertenece al ámbito de la doxa. Con esto se derrumba el problema de Kant: «¿Cómo es posible la ciencia natural pura?» (Popper, 1967: 114). Popper acierta en este pasaje solo a medias. En efecto: Kant tomó la ciencia de Newton por algo parecido a la verdad absoluta no solo antes de que Hume le despertara de su sueño dogmático, sino también después. En otro caso no hubiera tenido sentido escribir la Crítica de la razón pura y los Principios metafísicos de la ciencia natural, libros que sirven menos para descubrir ciertas verdades absolutas que para reconocer como tales las que habían descubierto los nuevos filósofos naturales. Hume no le despertó de la parte del sueño dogmático referida a Newton, sino solo la que tenía que ver con Wolff. Y no lo hizo sencillamente porque también participaba de él. Kant detectó la incoherencia de Hume y pretendió remediarla en la dirección equivocada. Lo suyo hubiera sido relativizar la certeza pretendidamente absoluta de la ciencia natural a la vista de la crítica humeana de la causalidad. Pero, en lugar de hacerlo, intentó reafirmarla mediante una restauración parcial del apriorismo en todo lo concerniente a las bases de la matemática y la física. En otras palabras, Kant nunca llegó a despertar del todo: salió del sueño de Wolff para caer en el sueño de Hume. Lo único que hizo fue reformular este último para que funcionara mejor. Más fácil habría sido todo si Hume no se hubiera dejado vencer por el sopor, si en vez de dejar que lo acunara el entusiamo mecanicista hubiera mantenido alerta toda su capacidad crítica. No para caer en brazos del escepticismo (esa forma de derrotismo intelectual), sino para abrir paso a una epistemología del riesgo, propósito al que modestamente pretende contribuir este libro. 4. LA EPISTEMOLOGÍA DEL RIESGO Y LOS SÓTANOS DEL UNIVERSO La epistemología del riesgo no es sin embargo el punto central de las reflexiones que siguen. Solo el primer capítulo tratará de acreditar sus virtudes. Los restantes constituyen más bien ejercicios prácticos en torno al problema de la determinación, puesto que no me considero filósofo de la ciencia ni teórico del conocimiento. Mi campo de trabajo es la filosofía de la naturaleza o, si se quiere, la ontología. Las incursiones en otros predios solo tienen un carácter propedéutico o contextual. Conviene sin embargo aclarar qué entiendo por «epistemología del riesgo» 1. Es un concepto basado en tres estipulaciones: a) La verdad es la propiedad que tiene la realidad de resultar inteligible. No es indispensable que esa inteligibilidad sea completa, en especial si la referirnos al 23 hombre en su presente condición histórica. Pero al menos debe ser parcialmente alcanzable de un modo que podarnos contrastar. b) Ninguno de los proyectos epistémicos desarrollados hasta ahora han obtenido ni merecido un consenso definitivo (dejando aparte la lógica y las matemáticas), y su fracaso ha sido completo cuando pretendieron proporcionar certezas irrefutables y precisiones ilimitadas. c) No obstante, hay elementos objetivos para comparar y preferir unas opciones teóricas a otras. Se puede establecer una gradación fiable, aunque sujeta a revisiones, que hace preferibles unas teorías a otras, a pesar de los elementos de inconmensurabilidad que hay entre ellas. De acuerdo con estos presupuestos, la verdad deja de ser algo de lo que nos podamos apoderar, para convertirse en un principio regulativo que plantea el conocimiento como una empresa arriesgada y provisional, pero no desesperada. Deja de ser un desafio que se pueda asumir individualmente partiendo de cero (modelo cartesiano) para transformarse en una empresa colectiva y transhistórica (modelo newtoniano). Las nuevas ciencias que se desarrollan a partir de los inicios de la modernidad son ejemplos sobresalientes de la epistemología del riesgo siempre que han tenido globalmente éxito, a pesar de haber conocido también fases de estancamiento y retroceso. Por desgracia, la tradición filosófica que arran ca de los griegos se ha ido alejando de este tipo de práctica por un malentendido deseo de rigor que ha lastrado decisivamente su progreso al menos desde Kant hasta la filosofía analítica. Ahora bien, en contra de lo que repetidas veces sostuvieron las epistemologías de inspiración tanto racionalista como positivista, no hay ningún impedimento que prohíba aplicar la epistemología del riesgo a la metafísica y otras ramas de la filosofía, de lo cual procuraré ofrecer algunos ejemplos. 5. LAS FUENTES DE LA DETERMINACIÓN En cuanto a los motivos temáticos que voy a desarrollar, tienen que ver en todos los casos con las fuentes de la determinación, esto es, los principios de todo tipo que nos permiten entender por qué la realidad es como es y no de otro modo. Es un asunto problemático debido a algo que muchos vieron antes que Hume, pero nadie supo argumentar con tanta eficacia. La dificultad no estriba en rastrear las fuentes en cuestión; por el contrario a veces resulta extremadamente sencillo localizarlas. Lo que nunca resulta accesible es el mecanismo a través del cual desempeñan su función. Vemos lo que se hace y con frecuencia también quién o qué lo hace pero, como ocurre con los buenos ilusionistas, nunca conseguimos atisbar cómo se hace. La maquinaria de la determinación se encuentra ubicada en los sótanos del universo, de manera que, salvo de la mano de la epistemología del riesgo, no hay manera de avanzar un solo paso en la senda de su conocimiento. Tampoco los geólogos tienen la posibilidad de perforar un pozo hasta el centro de la tierra para comprobar su textura y consistencia. Se tienen que conformar con estudiar los ecos de terremotos ocurridos en las antípodas para conjeturar estructuras que escapan a nuestro control directo. 24 Algo parecido habrá de hacer quien se pregunte por la verdad escondida detrás de todo lo que da unidad al universo. En lugar de negar a los fenómenos cualquier semejanza con lo que hay tras ellos, deberá examinarlos con todo cuidado y desconfianza. Como testigos para completar la encuesta resultan detestables, pero son los únicos disponibles. Con ellos de la mano nos pondremos en marcha. Para sondear la realidad emplearemos los conceptos, sabiendo que son, como enseñó Kant, criaturas nuestras. Sin embargo, aquella no soporta impasible que se los atribuyamos arbitrariamente. Las confrontaciones entre realidad y conceptos tienen lugar en ese campo de batalla que es la experiencia. Escuchando su fragor intentamos llevar adelante el empeño. La fuente de determinación por excelenciaes la causa. Concepto rico y conflictivo, ha recibido a lo largo del tiempo caracterizaciones que oscilan entre la lasitud de las nociones abiertas y la rigidez de las semánticas cerradas. De la causalidad se han desgajado o contra ella se han esgrimido otras categorías a título de alternativa o complemento. Azar, ley, simetría, complejidad, emergencia son algunos de los nombres que evocan esta apasionante pero nada pacífica historia. Me propongo relatarla con parcialidad, porque mi meta no es la búsqueda de equidistancias, sino la parte alícuota de verdad que me corresponda. Juez justo solo podrá serlo el que contemple el final de la historia y posea su verdad acabada. Para bien o para mal estarnos en mitad del camino y lo que corresponde es ser parte, parte comprometida y condicionada, pero que acepta las reglas de juego y procura con todas sus fuerzas no hacer trampas. Más en concreto, seguiré un método poliédrico y dialógico. Poliédrico, porque son muchas las facetas del problema de la determinación. En todas ellas hay rampas de acceso al objeto estudiado, aunque proporcionan perspectivas bastante heterogéneas: no hay garantía alguna de que su estudio permita trazar un mapa completo y bien encajado. Tan solo un conjunto de croquis parciales con diferencias de enfoque y resolución. La estructura resultante no va a resultar lineal: habrá idas y venidas, repeticiones y enmiendas. Tengo a pesar de todo la esperanza de que el conjunto resulte inteligible. Siempre he admirado la metáfora del enano subido a hombros de gigantes. Newton es su más conocido usuario, aunque no se sabe muy bien quién fue el primero en forjarla. Me va a servir para justificar el repetido uso de la discusión con otros autores. He empezado haciéndolo con Hume y luego lo practicaré con Aristóteles, Suárez, Leibniz, Kant, Nicolai Hartrnann, Karl Popper, Mario Bunge, Ilia Prigogine, René Thom, Edgar Morin, Stuart Kauffinann, Murray Gell-Mann, Brian Godwin y Miguel Espinoza entre otros. De todos ellos aprendí y espero haberlo reconocido en los lugares pertinentes. Pero también he encontrado casi siempre puntos de discrepancia. Me he apoyado en ellos para desarrollar mis propias ideas, aunque haya sido a costa de acentuar defectos que seguramente habría que matizar mejor e incluso que tal vez no sean tales. Corno disculpa (aparte de las que sean de justicia por los errores de interpretación cometidos) solo diré que estaría encantado de que cualquiera que lea el libro haga conmigo lo que yo hice con mis interlocutores. 25 En filosofía solo es posible efectuar la contrastación empírica de modo indirecto, y mucho más cuando uno se dedica a explorar los sótanos del universo. Por eso es preferible hacerlo en compañía de alguien a quien admiras aun cuando no vibres en su misma onda. No he seguido un orden histórico, sino temático, pero con frecuentes referencias a las épocas y contextos biográficos en que la discusión sobre estos asuntos fue especialmente intensa. Digresiones y controversias tal vez hagan que se pierda parte de la sistematicidad a que aspiraba. Espero que a cambio suministren un material más vivo y polifónico. Ojalá que la impresión final suscitada en el lector se parezca más al cosmos que al caos. Corno es fácil de comprobar asomándose al índice, el hilo conductor que he seguido consiste en estudiar las nociones básicas empleadas por la ciencia y la filosofía para comprender la naturaleza, conjugando la multiplicidad que la experiencia muestra con la unidad que el entendimiento exige. A tal fin llevo a cabo un examen histórico-sistemático de las principales categorías de determinación (causas y leyes) que han servido para introducir cierta dosis de necesidad en el devenir del universo. Pero antes de avanzar en el problema de la determinación -y como advertí unas líneas más arriba- he tratado sumariamente un asunto íntimamente relacionado: la posibilidad y conveniencia de eliminar cualquier elemento de riesgo en el conocimiento, ya sea científico o filosófico. Esto da pie a examinar las diversas vertientes de la noción de azar, que es el principal (aunque no único) concepto utilizado como contrapunto teórico de la necesidad para preservar la parte de contingencia que en cada momento se ha querido reconocer. Examino también la versión moderna del azar, que no tiene mucho que ver con la antigua, así como las nociones de complejidad y emergencia, a fin de estudiar las perspectivas (no demasiado prometedoras) de llegar a una síntesis teórica, sin descuidar las virtualidades todavía no agotadas de la idea de finalidad. Presto particular atención a los debates entablados entre representantes del mundo filosófico y pensadores que han desarrollado su reflexión en relación directa con las ciencias, tanto naturales como humanas y matemáticas. Las nociones de reducción y determinismo son tratadas separadamente. Una última indicación antes de entrar en materia. Las referencias que voy a hacer al concepto de Dios a lo largo de este libro no pretenden prejuzgar en ningún sentido las preguntas capitales de la teología filosófica. Ni siquiera la cuestión de la existencia y atributos del Ser Supremo. La contraposición de lo humano/ contingente por un lado y lo divino/necesario por otro tiene la virtud de iluminar los límites de nuestro conocimiento y acción mediante la presunción de un conocimiento perfecto y de acciones libres de cualquier restricción. No tengo inconveniente alguno en manifestar que (por motivos independientes de mi actitud hacia la religión) estoy persuadido de que tras el universo hay un Dios personal, pero no he escrito este 26 trabajo para defender dicha tesis, ni pretendo ampararme en ella para acreditar otras. 27 Certidumbre y riesgo 6. LOS ESPEJISMOS DEL CONOCIMIENTO APODÍCTICO La noción de certidumbre siempre ha preocupado a cuantos han tratado de encontrar la verdad (en cualquiera de sus acepciones) y también a quienes sencillamente han querido basar su conducta en un conocimiento fundado de las cuestiones que les afectan. Cuando los griegos descubrieron las condiciones formales del ejercicio de la razón, pronto concibieron la idea de otorgar a esta facultad el papel de maestra y rectora de vida; pero el ideal de una paideia basada en la razón tropezó con el inconveniente de que requiere la posesión de un conocimiento seguro, inequívoco, porque solo él constituye una premisa infalible para sacar conclusiones tanto teóricas como prácticas. La búsqueda de saberes incontrovertibles, juicios apodícticos y definiciones absolutamente precisas se convirtió a partir de entonces en la principal -si no la única- prioridad de los investigadores, y se puede decir que todavía vivimos dominados por esas mismas ansias de rigor. Lo que no es seguro, lo opinable, lo meramente probable o verosímil, no gusta. Representa un saber de segundo orden y para muchos ni siquiera eso. La obsesión por eliminar hasta el último vestigio de riesgo en el ámbito epistémico contrasta fuertemente con las condiciones habituales de la existencia humana, que casi siempre navega en un mar de inseguridades. A pesar de ello, lo más selecto de nuestra tradición intelectual -desde Platón, pasando por Descartes o Kant y llegando hasta Hegel o Husserl- ha denegado valor teórico a todo lo que no fuera universal, evidente, claro, distinto, puro, absoluto, exhaustivo y acabado. Y lo que todavía es más sintomático: los grandes disidentes, los que se han opuesto a quienes buscan seguridades y perfecciones cognoscitivas, apenas plantearon nunca alternativas viables, sino que se conformaron con proclamar su pesimismo y promover una abstención escéptica frente a las preguntas que es necesario responder para que la razón se ponga en marcha. Como es natural, los hombres de acción siempre han sabido que, de hecho, la mayor parte de las resoluciones importantes han de tomarse en condiciones de conocimiento imperfecto, esto es, de incertidumbre. Para los avezados a bregar con las urgencias de la vida, poco importa si nuestra incertidumbrees objetiva o subjetiva -es decir, si debe ser atribuida a la ignorancia del sujeto o a la incognoscibilidad del objeto-. Lo único seguro es que resulta utópico eliminarla de raíz, de forma que todos los esfuerzos han de reconducirse modestamente hacia la búsqueda de los juicios más verosímiles y menos temerarios. En este sentido, la humanidad ha proseguido su camino de la mano de la incertidumbre, poco más o menos igual que antes de que filósofos y científicos forjaran su sueño de un saber sin fisuras. Por supuesto, la gente sensata utilizó las grandes ideas y descubrimientos de unos u otros para minimizar 28 riesgos, pero no se dejó tentar por la vana pretensión de eliminarlos del todo. 7. PRESENCIA DEL RIESGO EN LA VIDA HUMANA Para cuantificar de algún modo la presencia del riesgo en nuestra existencia podemos echar un vistazo a cómo ha cambiado la esperanza de vida de la especie humana a lo largo de la historia. Según información recogida en diversas fuentes2, las expectativas de nuestros antepasados se cifraban en 33 años durante el Paleolítico superior, 20 en el Neolítico, 18 en la Edad del Bronce, 28 en la Grecia Clásica, 28 en la Antigua Roma, de 25 a 30 en la América Precolombina, 35 en el Califato Islámico medieval, de 20 a 30 en Gran Bretaña durante la Edad Media y no mucho más de 30 en los umbrales del siglo xx. En la actualidad, los andorranos tienen derecho a esperar 83 años y medio, los sufridos habitantes de Suazilandida apenas 33, y los que se consideren simples ciudadanos del mundo 66,7. Hay que reconocer que el siglo xx no sale tan mal parado, a pesar de haber sido objeto de tantas abominaciones. Pero lo cierto es que la vida humana siempre fue y todavía sigue siendo una flor delicada. Muchos peligros la atenazan y demasiados males gravitan sobre ella. Eso lo sabían bien nuestros abuelos, acostumbrados a afrontar sin desánimo las incertidumbres nuestras de cada día. Daré un solo ejemplo para ilustrar el acierto y naturalidad con que antaño se gestionaba el riesgo. En el último tercio del siglo xix, un viajero francés trataba de llegar desde el valle del Cauca en Colombia a la costa del Pacífico. Después de superar un sinfín de dificultades, aún tuvo que afrontar una prueba extrema. Dejemos que él mismo cuente la peripecia: Dos mocetones de color negro ébano, dos verdaderos atletas, me juraron por todos los santos del paraíso que me conducirían sano y salvo a Buenaventura, y después de tomar informes acepté sus ofrecimientos. Uno de los negros era propietario de la barca, en lo cual vi cierta garantía, porque estaba en su interés conducirme con prudencia. Debo advertir que en el alto Dagua la navegación es tan difícil como peligrosa, hasta el punto de que la vida del viajero depende a menudo de un grito, de un gesto, de una mirada del que dirige la maniobra. [...1 Un golpe de pértiga en falso, un esfuerzo mal medido, o un segundo de tardanza, y todo se pierde sin remedio, embarcación y hombres. Así murió un amigo mío que me seguía por el río, a un cuarto de hora de distancia (Saffray, 1982: 240). Aquello era jugarse la vida a cara o cruz, pero adviértase con qué profesionalidad aquel hombre sabía encarar los riesgos: en primer lugar comprometía la palabra de los que debían ayudarle a superar el trance (y requería como testigos a las potencias celestiales). En segundo lugar verificaba mediante informes externos que la compañía elegida era la más idónea. En tercer lugar se aseguraba que el interés egoísta de los que habían de llevarle apuntara en la misma dirección que sus palabras y gestos. Y con ese triple aval daba el paso adelante. Tal vez el colega que no sobrevivió fuera menos cuidadoso. Lo que de ninguna manera hizo nuestro hombre fue exigir una 29 garantía completa de que iba a salir indemne. Sabía demasiado bien que nadie estaba en condiciones de ofrecer con honestidad tales seguridades en la república de la Nueva Granada. Es muy problemático hacer una valoración global del grado de intrepidez epistémica propio de cada momento histórico, pero a fuer de arriesgado opino que en las épocas y lugares donde un mejor conocimiento ha permitido minimizar los peligros a que estamos sometidos, ha disminuido en proporción despareja el temple y realismo con que las gentes han resuelto las coyunturas inciertas que les salían al paso. Hay un caso especialmente destacado, que de puro chapucero ni siquiera pretendo resulte representativo de los tiempos que corren. Voy a recordarlo, simplemente a modo de contraste (y de paso evito comprometerme con la tesis de que el cronista evoque el tenor literal de los hechos; como se dice en estos casos, se non é vero, é ben trovato...). Él 23 de Febrero de 1981, un grupo de militares planeó dar un golpe de estado por medio del secuestro de gobierno y representantes del pueblo español. Los conjurados gozaban de posiciones profesionales envidiables, de manera que sería falso decir que no tenían nada que perder. El punto decisivo es que creían (luego se vio que no) contar con la adhesión de la más alta instancia política. En realidad el presunto depositario de tal aval era una única persona que ni siquiera se presentó a la reunión decisiva celebrada cinco días antes del intento, porque, según dijo, «tenía que ir a una boda en Lérida». Los otros conspiradores deberían haber pensado que el individuo en cuestión trataba de evadir responsabilidades, pero el caso es que todos dieron por buena la excusa y decidieron llevar adelante la temeraria empresa. No parece un modo razonable de administrar los peligros de la aventura, pero el factor desencadenante del fracaso último provino de una imprudencia to davía mayor. Cuando un grupo heterogéneo acuerda derribar un gobierno, lo lógico es que haya alcanzado un acuerdo previo sobre cuál colocará en su lugar. Pues bien, así fue como (supuestamente) solventaron tan crucial asunto: Dice el general Alvarado que en un momento de la reunión se habla de la finalidad del movimiento que van a realizar... «Y entonces se plantea -me dice-: ¿Después del golpe cuál va a ser el gobierno, la autoridad? Y en esto insistió Tejero, insistió en que él de entrada quería una junta militar. Después ya se vería. Pero Milans salió muy bien de aquello: "Hombre -le dijo-, si el Rey nos respalda, ¿no es lógico que se deje esto al Rey?" Y no hubo más comentarios sobre eso» (Medina, 2007: 280-1). Más aún: abortada la intentona y arrestado su principal jerarca, la persona designada para ayudarle a organizar su defensa le pregunta cómo fue capaz de hacerlo todo de un modo tan improvisado. La respuesta del interesado creo que merece ser inscrita en los anales de la insolvencia: 30 Recuerdo que cuando íbamos por el pasillo le dije: «Mi general, ¿cómo es posible que hayas montado todo esto sin que nadie supiéramos nada?». Y él me dijo: «Mira, Pardo, yo creí que el ejército al grito de "a mí la Legión" respondería y no ha respondido». Eso fue lo que me dijo. Seguimos hablando... ¿Que por qué creyó él eso? Yo creo que ni había hablado con la gente3. Insisto en que no entro ni salgo en la cuestión de si las cosas sucedieron así o de otro modo. El mero hecho de que se proponga como una versión posible de la historia me basta. Mi propia temeridad me lleva a defender -a modo digamos de sospecha- que las conjuras de antaño se hacían con un poco más de seriedad, precisamente porque entonces todos partían de la base de que estamos inmersos en un piélago de incertidumbres. El que llega por primera vez a África tiende a pensar que todos los búfalos son iguales; en cambio, quien vive en la sabana sabe que hay entre ellos muchas diferencias y que, aún siendo sin excepción imprevisibles, unos lo son más que otros. Por consiguiente, si no puede evitar la proximidad de una manada, el indígena la examinará con esmero antes de decidir el camino a seguir. Lo mismo pasa con los riesgos: hemos dejado de estar familiarizados con ellos, no porque ya no los haya, sino porque les hemos puesto multitud de sordinas y disfraces. Pero haberlos, por supuestoque los hay, y si son menos inmediatos, la importancia de sus consecuencias indirectas ha aumentado. Así llega a ocurrir que lo más arriesgado de todo consiste en suponer que en realidad no estamos corriendo riesgo alguno, o que todos los riesgos son iguales. 8. EL CÍRCULO VICIOSO DE LA EPISTEMOLOGÍA: CONDICIONAMIENTO MUTUO DE RACIONALISMO Y EMPIRISMO MODERNOS Las informaciones inseguras, los datos sin confirmar, las soluciones dudosas constituyen algo que podría llamarse «calderilla del conocimiento»: bienes pequeños que con suma facilidad se transforman en males de mayor cuantía. Cuando viajamos a países exóticos un coro de voces nos desaconseja beber agua no depurada, consumir alimentos sospechosos y alojarnos en albergues poco higiénicos. Es prudente atender tales consignas, siempre que no lleguemos a estar demasiado deshidratados, hambrientos o desguarnecidos. El contexto es muy capaz de alterar sustancialmente el peso de las razones a favor y en contra de seguir una línea de conducta u otra. Al comienzo de la Edad Moderna, el súbito desciframiento de algunos viejos enigmas hizo que en lo tocante al saber muchos se sintieran como nuevos ricos que arrojan por la borda los pocos enseres que constituían su anterior ajuar. Cuando se consigue una amplia provisión de suculentos manjares es corriente arrojar a la basura los secos mendrugos de pan guardados como reserva. Y así empezó el abandono de todo lo incierto. Lo curioso de esta fiebre de exquisitez gastronómica es que precedió al hartazgo que en buena lógica debiera haber venido antes. Sabido es que Descartes eleva la duda al rango de principio metódico antes y no después de haber hallado las evidencias irrecusables que anhelaba: El primer [precepto] consistía en no admitir cosa alguna como verdadera si 31 no se la había conocido evidentemente como tal. Es decir, con todo cuidado debía evitar la precipitación y la prevención, admitiendo exclusivamente en mis juicios aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda (Descartes, 1986: 15). Lo esencial de la duda metódica consiste en tener por falsas las cosas dudosas, como se afirma en el artículo segundo de la primera parte de los Principios de la filosofía4. Con sensatez apostilló Leibniz en su comentario que es desatinado quemar las naves antes de saber si habrá disponibles medios alternativos para proseguir el viaje: «Por lo demás no veo cuál es la ventaja de tener lo dudoso como falso: eso no sería eliminar prejuicios sino reemplazarlos. Pero si tal actitud se entiende solo como una ficción, no habría que abusar de ella...» 5. Sería en todo caso muy de desear que averiguáramos (y empleo la primera persona del plural porque para bien o mal, todos tenemos aún mucho de cartesianos) si lo que se está arrojando a la papelera son simples dudas, evidencias malogradas o lisa y llanamente verdades que aún no han sido reconocidas como tales. En todo caso medias verdades, se dirá. Sin embargo las únicas medias verdades son las que a medias se dicen, porque las verdades mismas lo son del todo o no son nada. En este punto es urgente aclarar las relaciones entre verdad, evidencia y certeza. Son términos que arrastran una embrollada historia, y es casi imposible asomarse a ella sin quedar atrapado en los pegajosos hilos de la trama. Sin llegar al fondo del asunto, cabe advertir que la verdad se predica en primer lugar de las cosas, la evidencia de las representaciones y la certeza de la fuerza de convicción que evocan en el sujeto concernido. La verdad es una propiedad de las cosas que las hace accesibles a cualquier mente deseosa de saber. Porque son verdaderas las podemos conocer. A veces de modo evidente, en cuyo caso disponemos de una garantía particularmente fiable de haber desvelado su misterio. ¿Quién va a preferir objetivaciones de incierta veracidad si tiene a su alcance otras más evidentes y por tanto más seguras? Por desgracia, las evidencias enriquecedoras (no las meras trivialidades) escasean, de manera que lo más juicioso es atesorarlas sin despreciar otros datos menos fidedignos. Nuestros monederos tienen un compartimento para billetes y otro para el dinero suelto. Conviene salir a la calle provisto de ambos. En lo tocante al conocimiento, durante muchos siglos la gente usaba verdades grandes y pequeñas, convicciones seguras y suposiciones inciertas. Discriminar el uso que había que dar a cada una de ellas constituía el quehacer cotidiano de todas las cabezas pensantes. No obstante, en el curso de la evolución de la cultura griega -y de modo renovado en la Modernidad- se prestó mucha atención al hecho de que la intuición no es el único camino para llegar a la verdad: hay representaciones evidentes que avalan su propia corrección, pero también merecen crédito las demostraciones, que trasfieren la confianza que podamos tener en las premisas a las conclusiones extraídas de ellas. El raciocinio bien hecho no aumenta ni disminuye la certeza de sus fuentes; únicamente la conserva. En consecuencia, la fortaleza de toda la cadena no excede la del eslabón más débil, de modo que una sola premisa insegura hace que tiemble todo el edificio proposicional resultante. Así se entiende mejor la 32 insistencia de los modernos en filtrar con todo cuidado el elenco de presupuestos antes de poner en marcha la máquina de sacar consecuencias lógicas. El afán obsesivo de la epistemología racionalista consiste precisamente en evitar que se cuele por ningún resquicio el menor germen de inseguridad. Asegurado este punto, basta incubar las verdades que hayan pasado el control de calidad para conseguir una serie dilatada de conocimientos apodícticos. Como casi siempre, la realización del proyecto que acabo de resumir se quedó a mitad de camino. A la hora de valorar lo conseguido por Descartes, casi todo el mundo acaba aceptando, aunque sea de mala gana, la primera evidencia que propone (la del pienso-existo); pero muy pocos se dejan convencer por la segunda, referida a la existencia y atributos de Dios, y hay un general rechazo de su doctrina acerca de las sustancias pensante y extensa. En definitiva, el proceso se interrumpe tras el primer paso y el colosal edificio previsto se queda empantanado en la planta baja. A la vista de semejante descalabro, lo más juicioso hubiera sido reformular el proyecto y renunciar al paradigma del rigor. Al fin y al cabo, la razón tiene otras utilidades además de transferir evidencias: ayuda por ejemplo a prevenir inconsistencias y aleja la sombra de la contradicción. Un discurso coherente es menos que un sistema de proposiciones apodícticas, pero más que una aislada constatación improseguible. Y esto fue lo que muchos modernos no quisieron o no supieron ver. El filósofo Hans Reichenbach diagnosticó un síndrome que afectó a los seguidores del racionalismo e infectó igualmente a la escuela de pensamiento rival: El empirismo ha atacado siempre al racionalismo con el argumento de que el racionalista menosprecia la contribución de la observación sensorial al conocimiento. Pero, al desarrollar su propia filosofía, el empirista aceptaba inconscientemente la tesis del racionalismo, según la cual el conocimiento genuino tiene que ser tan digno de crédito como el matemático, y se veía así empujado al callejón sin salida de probar que el conocimiento empírico era tan bueno como el matemático. Desde el punto de vista histórico, este compromiso racionalista del empirismo encontró su expresión en el hecho de que los empiristas se hallaban siempre a la defensiva, de que tenían que probar que su filosofía era tan buena como el racionalismo para el establecimiento de la verdad absoluta. Un producto de tal defensa sin esperanzas es lo que llamamos empirismo ingenuo o materialismo. Por otra parte, aquellos empiristas que eran demasiado honrados para engañarse a sí mismos tenían que acabar como escépticos. El empirista escéptico es el filósofo que se ha liberado de la intoxicación del racionalismo, pero que todavía se sienteobligado por su reto; que considera el empirismo como un fracaso, porque no puede alcanzar el mismo fin que fue propuesto por el racionalismo: el fin de un conocimiento absolutamente digno de crédito. A través del presupuesto tácito de su crítica el escéptico se convierte en víctima del mismo error que ha conducido al racionalista a sus marañas lógicas: el error de considerar el conocimiento matemático como el patrón con arreglo al cual tienen que ser calibrados todos los conocimientos restantes (Reichenbach, 1965: 170). 33 9. CERTIDUMBRE Y EVIDENCIA COMO SUCEDÁNEOS DE LA VERDAD Tanto racionalistas como empiristas quedaron atrapados en su propia trampa para cazar verdades porque les fascinaba la ecuación que iguala verdad a evidencia y evidencia a certeza. Pensaban que solo alcanzamos la verdad cuando llegamos a ella a través de evidencias directas -intuitivas- o indirectas -discursivas-, evidencias que producen en quien las capta una certidumbre que es condición necesaria y suficiente para estar en posesión de la verdad. En definitiva la certeza se convierte en presupuesto de la evidencia y esta en requisito de la verdad. El eje epistemológico verdad-evidencia-certeza bascula sobre su polo subjetivo y así el hombre se convierte en medida de todas las cosas que tienen que ver con el saber... riguroso. Inútil recordar que mientras la certeza denota una estado subjetivo del cognoscente, la evidencia evoca una propiedad objetiva de ciertas representaciones y la verdad supone una condición real de las cosas en cuanto que son cognoscibles. En lo sucesivo y cada vez más tanto evidencia como verdad son aconteci mientos alumbrados en la proximidad del sujeto y podados de referencias extrínsecas. No obstante lo dicho, se advertirá que el empirismo de Hume no es el único posible, ni tampoco la fórmula exclusiva para llevarlo a sus consecuencias últimas. Tanto el empirismo como el racionalismo constituyen las dos columnas filosóficas sobre las que se asienta la ciencia moderna, cuyo éxito estriba precisamente en haber encontrado un justo medio entre la Escila del rigor racional y la Caribdis de la inmediatez empírica. Con justicia reconocen todos en Newton al representante más destacado de esta vía intermedia. Es paradójico, pero lo que permitió al físico inglés salvar los escollos en que naufragaron tantos otros fue el hecho de que como teórico del conocimiento era bastante mediocre. En este caso al menos una mala filosofía dio lugar a la primera solución aceptable de uno de los mayores enigmas filosóficos de todos los tiempos. Examinemos para comprobarlo un célebre texto del Escolio general de los Principia: Pero no he podido todavía deducir a partir de los fenómenos la razón de estas propiedades de la gravedad y yo no imagino [fingol hipótesis. Pues, lo que no se deduce de los fenómenos, ha de ser llamado Hipótesis; y las hipótesis, bien metafísicas, bien físicas, o de cualidades ocultas, o mecánicas, no tienen lugar dentro de la Filosofía experimental. En esta filosofía las proposiciones se deducen de los fenómenos, y se convierten en generales por inducción (Newton, 1987: 785). Mírese como se mire, el texto es insostenible. Los fenómenos nunca parirán razones, y mucho menos por vía deductiva. Sirven para constatar hechos y su mera traducción en palabras ya lleva una carga hermenéutica considerable. Respecto a la pretensión de que él no finge hipótesis, solo el encono que sentía contra sus adversarios explica -que no justifica- tal despropósito. El cartesiano Régis le había criticado alegando que prefería sus propias conjeturas porque otorgaban explicaciones más ambiciosas y abarcativas (Mouy, 1981: 256-8). Herido en lo más hondo, Newton rechazó de plano que las endebles explicaciones de la física 34 cartesiana pudieran parangonarse con las sólidas estructuras de su mecánica. Tan firme la veía, que ni siquiera la consideró tributaria de supuestos revisables. Y por ello se tomó la molestia de borrar el término «hipótesis» donde lo había escrito en la primera edición de su libro6. Escribió en su lugar «fenómeno» o «regla», vocablos más conformes con la confianza que le merecían (Koyré, 1991: 51-84). La última perla del fragmento comentado es afirmar que las proposiciones empíricas particulares se hacen generales por inducción. Solo una inducción completa autoriza ese cambio, la cual prácticamente nunca es accesible en filosofía natural. Eppur si muove... A pesar de cometer en serie tan graves errores, Newton es en muchos sentidos el genuino fundador de la racionalidad moderna. ¿Por qué? Por que sus deficientes doctrinas acerca de la certeza y la evidencia permitieron que la verdad dejase de estar encadenada a ellas. No hay evidencia empírica ni de otro tipo que nos permita estar seguros de los principios que constituyen y dinamizan el universo. La búsqueda de verdades apodícticas es una misión imposible, lo cual no impide la existencia ni el hallazgo de verdades a secas. Verdades que son tanto más objetivas, tanto más reales, cuanto más desnudas están de adornos psicológicos y epistémicos. La física de Newton es verdadera (hasta donde lo sea) no porque inspire confianza de un modo intrínseco al que la estudia ni porque tenga una particular limpidez desde el punto de vista lógico, sino porque a través de ella llegamos a conocer las cosas que hay en el mundo. La instancia que garantiza la solvencia de sus fórmulas no está en el sujeto ni en el mundo de la representación: está afuera, a la intemperie, allí donde no hay otro aval que la pura conformidad de pensamiento y ser. La fuente de la verdad no mana de la teoría del conocimiento, sino de una ontología cuyas líneas maestras resume Newton con unos pocos trazos: «Pues la Naturaleza es simple y no derrocha en superfluas causas de las cosas. [...1 Por ello, en tanto que sea posible, hay que asignar las mismas causas a los efectos naturales del mismo género» (Newton, 1987: 616). Es indudablemente una ontología de mínimos. Para Newton es suficiente porque solo ha de bregar con la naturaleza, es decir, la esfera de lo real a la que tenemos acceso inmediato a través de los sentidos. Otra cosa sería la metafísica (disciplina en la que el inglés no entra, apelando como alternativa a sus convicciones religiosas). No siempre es legítimo conjurar la verdad al margen de certezas monolíticas y evidencias sin mácula, pero el ejemplo de Newton y el de toda la ciencia positiva demuestra que tampoco es perentorio utilizar tales mediaciones en todos los casos. Unas veces la evidencia es imprescindible para acceder a la verdad. Otras se convierte en el umbral del sendero que nos aleja irreversiblemente de ella. 10. EL SEGURO CAMINO DE LA CIENCIA Y EL RECORTE DE LOS LÍMITES DEL SABER Kant vivió un momento crucial de la historia del pensamiento, lo cual otorga a su obra enorme relevancia. En relación con la verdad tuvo que escoger entre asimilarla a la evidencia y en definitiva a la certeza, como propugnaba Descartes para la 35 metafísica, o bien buscar una verdad ayuna de refrendos aprióricos, de acuerdo con el modelo de la física newtoniana. Por desgracia para todos, el filósofo alemán hizo la peor elección posible, porque interpretó la verdad que creyó hallar en la física newtoniana con una clave que tomó prestada de la metafísica racionalista7. Así se explica que acometiera la proeza de hacer buena la errónea doctrina del inglés sobre las hipótesis: Por lo que se refiere a la certeza, me he impuesto el criterio de que no es en absoluto permisible el opinar en este tipo de consideraciones y de que todo cuanto se parezca a una hipótesis es mercancía prohibida, una mercancía que no debe estar a la venta ni aún al más bajo precio, sino que debe ser confiscada tan pronto como sea descubierta (Kant, 1978: A XV). Es fácil confiscar esta o aquella hipótesis, pero eliminar todas las que de un modo explícito o encubierto hay tras cualquier teoría resulta completamente imposible. Desde hace mucho sabemos que prescindir de conjeturas a la hora de hablar del mundoreal es una pretensión descabellada. El propio Descartes emplea sin tasa explicaciones meramente posibles a partir de la segunda parte de sus Princzpios8. No obstante, Kant asegura que hay que evitarlas a toda costa en cualquier disciplina que aspire a recorrer el seguro camino de la ciencia. En el Prólogo a la segunda edición de la Crítica sostiene que la lógica tomó esta senda con Aristóteles; la matemática, con Tales; la ciencia natural, con Galileo y Torricelli; la metafísica, con nadie por el momento, aunque en el futuro presuntamente con el propio fundador del idealismo crítico. A tal fin tendrá que ser despojada de las partes que sobrepasen el gálibo de la certeza apodíctica: ...si, mediante la presente crítica, la metafísica se inserta en el camino seguro de la ciencia, puede abarcar perfectamente todo el campo de los conocimientos que le pertenecen; con ello terminaría su obra y la dejaría, para uso de la posteridad, como patrimonio al que nada podría añadirse, ya que solo se ocupa de principios y de las limitaciones de su uso, limitaciones que vienen determinadas por esos mismos principios (Kant, 1978: B XXIII-XXIV). Aristóteles convirtió la lógica en una disciplina propedéutica sin contenido específico y definió la filosofía primera, la física y la matemática por el tipo de objetos que estudian (Aristóteles, 1970: VI, 1, 1026). En la Modernidad Descartes transforma el modelo axial en un árbol donde la raíz es la metafísica; el tronco la física, y las ramas la mecánica, medicina y moral (Descartes, 1995: 15). En Kant ya no hay ejes ni árboles, sino una dicotomía que opone ciencias abiertas y cerradas. Las primeras consideran un conjunto inacabable de objetos. En las cerradas la razón solo se ocupa de sí misma, sea de los requisitos formales de coherencia interna (lógica), sea de las condiciones de posibilidad para la constitución de los objetos de la intuición sensible y su subsunción bajo conceptos del entendimiento (metafísica). Como es fácil adivinar, muchas preguntas tradicionales de la filosofía quedan fuera de la cobertura así dispuesta y desechadas porque no pueden ser respondidas con certeza apodíctica. Lo más triste es que según el propio Kant algunas cuestiones 36 podrían ser abordadas sin requerir el amparo de los postulados de la razón práctica, de acuerdo con un enfoque estrictamente teórico. Pero para ello habría que renunciar a la doble ecuación verdad = evidencia = certeza, y por ende la posibilidad queda finalmente desechada. Pues bien, tenemos que confesar que la doctrina de la existencia de Dios pertenece a la creencia doctrinal, dado que, si bien es cierto que, respecto del conocimiento teórico del mundo, nada de cuanto dispongo presupone necesariamente esta idea como condición de las explicaciones del mundo, sino que más bien estoy obligado a servirme de mi razón como si todo fuese mera naturaleza, también lo es que la unidad teleológica constituye una condición tan grande de la aplicación de la razón a la naturaleza, que no puedo dejarla de lado, sobre todo teniendo en cuenta que la experiencia me ofrece numerosos ejemplos de ella. La única condición que conozco que me presente tal unidad como guía en la investigación de la naturaleza consiste en la suposición de una inteligencia suprema que lo haya ordenado todo así de acuerdo con los fines más sabios. Consiguientemente, suponer un sabio autor del mundo con el fin de tener una guía en la investigación de la naturaleza constituye la condición de una intención accidental, pero no carente de importancia. Además, el resultado de mis estudios confirma tan a menudo la utilidad de tal supuesto - mientras no puede, en cambio, aducirse nada decisivo en contra del mismo-, que diría demasiado poco si calificara de opinión mi tener por verdad. Incluso en este aspecto teórico puede decirse, más bien, que creo firmemente en Dios. En términos estrictos, no es entonces práctica esa creencia, sino que hay que calificarla como una creencia doctrinal a la que la teología de la naturaleza (fisicoteología) tiene que dar lugar siempre y de modo necesario (Las cursivas son mías) (Kant, 1978: A825-7, B853-5). Así pues Kant, para preservar el alto estándar de rigor que ha establecido, tiene que redimensionar la metafísica y transformarla en un saber propedéutico al estilo de la lógica. Se supone que así salvará al menos la ciencia natural de las dudas escépticas planteadas por críticos radicales como Hume. En los Principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza (1787) pone en marcha la prometida misión de rescate: «Esta es por tanto la construcción de la comunicación del movimiento que conlleva al mismo tiempo la ley de la acción y de la reacción como su condición necesaria. Newton no se atrevió a probar la aprioridad de esta ley, sino que hizo el llamado a la experiencia para probarla» (Kant, 1989: 142). Sin embargo, el paraguas que abre para cobijar la física del inglés se queda enseguida pequeño, puesto que ni siquiera es capaz de cubrir bajo su sombra la determinación exacta de la ley de la gravitación universal, que constituye el núcleo teórico de todo su sistema del mundo: ...esta ley es un puro problema matemático que no concierne más a la metafísica. La metafísica no sería responsable si el intento de construir así el concepto de materia no se coronara con éxito, ya que ella garantiza solamente 37 la veracidad de los elementos de la construcción que son atribuidos a nuestro conocimiento racional, pero no es responsable de la insuficiencia y los límites de nuestra razón en la ejecución de la construcción (Kant, 1989: 98). Habida cuenta de ello, es muy poco lo que se salva de la utopía de un conocimiento apodíctico: todo lo que trascienda a los fenómenos se queda fuera, pero también la química, y biología y -por supuesto- la psicología (Kant, 1989:32-3), que como mucho pueden aspirar al estatuto de «arte sistemático». Al final, incluso la formulación exacta de las leyes físico-matemáticas queda desamparada. Lo certifica una curiosa afirmación de los Prolegómenos: la filosofía trascendental permite a lo sumo acreditar que los fenómenos están sometidos a leyes naturales, pero no cuáles sean estas, con lo que todas las ya encontradas y las que se descubran en el futuro podrían después de todo ser falsas, y cabe incluso la posibilidad de que las verdaderas leyes permanezcan para siempre tan ignotas como esa «X» con la que simbólicamente se enuncia el enigma de la cosa en sí: Hay muchas leyes de la naturaleza que solo podemos saber por medio de la experiencia; pero la conformidad a leyes en la conexión de los fenómenos, esto es, la naturaleza en general, no podemos conocerla por medio de ninguna experiencia, porque la experiencia misma necesita de estas leyes, que yacen a priori en el fundamento de su posibilidad (Kant, 1984: 87). Por consiguiente, según el propio Kant ni la metafísica «convencional» carece por completo de justificación teórica, ni la ciencia natural tiene tantos juicios sintéticos a priori como al principio había dicho. O sea: ni la ciencia es tan segura ni la filosofía tan incierta. ¿Qué motivo hay entonces para seguir manteniendo una diferencia tajante entre ambas disciplinas? Enseguida comprobaremos que la única herencia consolidada del idealismo trascendental fue el uso gratuito y arbitrario de una doble vara de medir. 11. LA DOBLE VARA DE MEDIR Kant confiesa que fue la lectura de Hume lo que le hizo salir del sueño dogmático en que había estado sumido (Kant, 1984: 16). Hay indicios para dudar que se zafara por completo de tal sueño, o quizá recayó en otro distinto, porque para despertar del todo habría tenido que renunciar definitivamente a las certezas apodícticas tanto en el campo de la física como en el de la metafísica. Es innegable su acierto cuando observa que las críticas de Hume se pueden extender a la ciencia natural, pero vuelve a extraviarse cuando infiere que al menos en este caso cualquier duda debe ser descartada. El resultado, ya lo hemos visto, es que acaba dando a la filosofíaun poco menos crédito del que merece y a la ciencia natural en cambio bastante más. ¿Qué consecuencias resultaron de ello? Los científicos del siglo xix trataron con bastante respeto la figura del pensador de Kónigsberg: sin necesidad de estudiar sus abstrusas propuestas, muchos aceptaron de buen grado unas conclusiones que les beneficiaban desde el punto de vista profesional. Un ejemplo notorio de ello lo brinda 38 el matemático y astrofísico Pierre Simon de Laplace. En un ensayo muchas veces recordado y que ostenta el significativo título de Ensayo filosófico sobre las probabilidades (publicado en 1819), salta con extraordinaria facilidad de lo que cabría denominar epistemología del riesgo a la de las certezas incontrovertibles. Dos textos situados muy próximos en el prefacio de la obra ilustran la maniobra. Por lo que se refiere a la primera afirma: En rigor [...1 se puede decir que casi todos nuestros conocimientos son solo probables, y en el escaso número de cosas que podemos saber con certeza, en las mismas ciencias matemáticas, los principales medios para alcanzar la verdad -la inducción y la analogía- se fundan en las probabilidades, de suerte que todo el sistema de los conocimientos humanos se vincula con la teoría expuesta en este ensayo (Laplace, 1947: 11). Y en cuanto a la segunda apostilla: Todos los acontecimientos, aun aquellos que por su insignificancia parecen no depender de las grandes leyes de la naturaleza, constituyen una sucesión tan necesaria como las revoluciones del Sol. Ignorando los vínculos que los ligan al sistema entero del universo, se los ha hecho depender de causas finales o del azar, según que ocurrieran o se sucedieran con regularidad o sin orden aparente; pero esas causas imaginarias han retrocedido gradualmente con los límites de nuestros conocimientos y desaparecen por completo frente a la sana filosofía que no ve en ellas más que la expresión de nuestra ignorancia respecto de las verdaderas causas (Laplace, 1947: 12). Si el sistema de los conocimientos humanos se vincula a criterios que hacen más probable una tesis que su contraria, resulta poco plausible la afirmación de que todo está rígidamente encadenado, y que los límites de nuestro saber dependen tan solo de la ignorancia de «las verdaderas causas». Al fin y al cabo, si dichas causas son tan verdaderas y omnipresentes como se asegura, no se entiende por qué las ignoramos sistemáticamente y tenemos que recurrir a métodos de conocimiento que no eliminan el riesgo del error. Lo único que salva a Laplace de incurrir en una contradicción es la partícula «casi». Gracias a ella lo pertinente es decir que casi es incoherente. A cambio, la inverosimilitud es tanto mayor, ya que sobre los asuntos a los que tenemos acceso cognitivo y posibilidad de efectuar comprobaciones empíricas únicamente estamos en situación de llegar a conclusiones probables; mientras que sobre aquellas cuestiones tan lejanas que a lo sumo son objeto de especulación y en las que no hay modo alguno de confirmar cualquier conjetura, resulta en cambio que -¡oh maravilla!- poseemos certezas incontrovertibles. En definitiva la tesis de fondo es la misma a la que llegó Kant: de lo único que estamos seguros es que el mundo está causalmente determinado de una forma que nunca podremos llegar a desvelar del todo y de la que ni siquiera tendremos la plena seguridad de haberlo conseguido en parte. Para el día a día hay que conformarse con probabilidades; la certeza se proyecta hacia el horizonte utópico de una supuesta parusía omnisciente. O mejor aún: se sublima en la idea de una mente privilegiada y sobrenatural (el demonio de Laplace) sobre la cual 39 proyectamos nuestras aptitudes después de haber ocultado sus limitaciones. Se trata en suma de un mito, con el cual resacralizamos una idea religiosa previamente abandonada: la de que Dios ha creado el mundo poniéndolo al alcance de nuestro entendimiento. Si existiera (cosa que me parece recomendable) algo así como una «navaja de Ockham epistemológica» habría que cuestionar ese destejer para volver a tejer, esa retorcida navegación a través de meandros para llegar por último al punto de partida: primero se cuestiona la presencia de una Potencia celestial que garantice la existencia y accesibilidad del orden cósmico; a continuación resulta que conviene acreditar este último de algún modo, ya que no somos capaces de verlo con nuestros ojos, evidenciarlo con nuestro entendimiento o demostrarlo con nuestra razón. Entonces convocamos la ansiada prueba de convicción, buceando en los sótanos de la subjetividad, o fantaseando sobre un genio de la lámpara del saber. Dejando a un lado lo gratuito de todo el montaje, hay una flagrante pérdida de transparencia crítica. En efecto: la tesis de que la naturaleza en teoría es perfectamente inteligible aunque en la práctica solo lo sea de modo parcial e imperfecto, únicamente se puede justificar porque alienta los esfuerzos ímprobos que requiere su parcial e imperfecto desciframiento. Si tal es el caso, mejor sería proponerlo a título de creencia, y no como resultado de una reflexión crítica que hace agua por todas partes (Kant). Y en lo tocante a creencias, apelar al sentimiento religioso tiene la virtud de no esconder que al fin y al cabo se trata de algo a lo que prestamos fe, en lugar de pretender que la mera inducción puede sentarla rigurosamente. En efecto: el hecho de que hasta ahora hayamos tenido éxito al descifrar algunos misterios en absoluto demuestra que vayamos a seguir teniéndolo en el futuro. 12. LA DESESPERADA BÚSQUEDA DE REDUCTOS APODÍCTICOS: HUIDA «HACIA DENTRO» Buena parte de la Modernidad ha incurrido a lo largo de su desarrollo en la desafortunada obsesión de obtener logros definitivos en el campo del conocimiento. Los efectos directos y colaterales alcanzan tanto al campo de la teoría del conocimiento como a la ontología, y salpican tanto a la filosofía como a la ciencia. Pero no de la misma manera. Los científicos consiguieron mantener el problema apartado de su práctica cotidiana, relegándolo a un limbo especulativo que se concretó en el prejuicio determinista y el sueño/pesadilla del fin de la ciencia. Suponer que las cosas están completamente predeterminadas es la manera más obvia de asegurar que el buen término de la investigación está asegurado de antemano, al menos desde el punto de vista objetivo. Por otro lado, si la verdad absoluta del mundo es una meta que es posible alcanzar, cuando se logre ya no habrá materias nuevas que estudiar. En el último tercio del siglo xlx y los primeros años del xx bastantes científicos y no pocos filósofos de la ciencia creyeron que ambas cosas estaban a la vuelta de la esquina. Sabido es que Albert Michelson pronosticó que en el siglo xx la física tendría que dedicarse fundamentalmente a sacar decimales a los valores de las constantes físicas. Claro está que eso era precisamente lo que él en persona hacía ya en el xix, así que su afirmación no era del todo desinteresada. De hecho, se pasó toda la vida midiendo la velocidad de la luz, que en 1879 estimó en 299.910 ± 50 km/s., 40 para pasar en 1932 a 299.774 ± 11. Entre tanto se desencadenó una revolución completa que afectó a la mayoría de los conceptos y leyes físicas, en parte como resultado de sus mediciones. Ahora bien, ¿qué importa que la zanahoria sea de plástico, mientras no la muerda el asno que va tras ella? Seguirá avanzando con brío y mejor que mejor si el señuelo además de engañoso resulta escurridizo. En el momento decisivo cualquier científico de alguna envergadura sabe conformarse con el grado de certeza que está en su mano obtener y asume que la verdad no es algo que se posee, sino que se persigue y -si todo va bien- te posee. La filosofía, por su parte, ha tenido menos suerte. Su capacidad de apartar a un lado cuestiones espinosas es menor porque, mientras la ciencia acota un campo de trabajo y se ciñe a él, el filósofo ha de llegar hasta el fondo de las cuestiones que aborda. Si se propone metas ilusorias enseguida
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