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Universidad Nacional Autónoma de México 
Facultad de Filosofía y Letras 
Esa llama suave que llamamos literatura 
Una aproximación al proceso de selección de 
textos literarios para alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria 
Tesina que para obtener el título de: 
Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas presenta: 
Daniel Guzmán Pelcastre 
Asesor: Lic. René Abenámar Nájera Corvera 
Ciudad Universitaria México, D:F: a 5 de junio de 2007 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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AGRADECIMIENTOS 
 
 
 
A Denisse, Abril y Ángela por ser mi fortaleza espiritual y la razón de mis alegrías. 
 
 
 
A mi mamá y mis hermanos por el gran apoyo que me brindan en todos mis proyectos. 
 
 
 
A mis profesores de la Facultad de Filosofía y Letras por todas sus enseñanzas. 
 
 
 
A mi asesor y maestro, René Abenámar Nájera Corvera, por su generosidad intelectual. 
 
 
 
A mis exalumnos de la Escuela Nacional Preparatoria, porque con ellos aprendí a 
valorar plenamente la noble tarea de profesor. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
ÍNDICE 
 
 
 
Introducción__________________________________________________________1 
 
 
 
I. El imperio de la historia________________________________________________4 
 
 
 
II. Inclinado sobre el río de su conciencia___________________________________22 
 
 
 
III. Retrato del lector adolescente_________________________________________31 
 
 
 
Conclusiones_________________________________________________________37 
 
 
 
Bibliografía y hemerografía______________________________________________41 
 1 
Introducción 
Escribe Cervantes que el Caballero de la Triste Figura venía maltrecho, flagelado, 
literalmente, molido a palos. Regresaba vencido de su primera aventura caballeresca por 
aquellos lugares de la Mancha. Al verlo así, en aquel estado tan deplorable, su sobrina no 
hacía otra cosa que proferir maldiciones contra los descomulgados libros que habían 
provocado la locura de su tío, don Alonso Quijano. 
Maese Nicolás y el cura don Pero, que también habían salido a recibirlo, 
compartieron la indignación de la mujer. Su enojo fue tal que decidieron cobrar venganza 
de propia mano y, al día siguiente, aquellos enemigos de la razón fueron juzgados con el 
rigor que ameritaba. 
En la librería del ingenioso hidalgo encontraron más de cien libros. Contrario a la 
opinión de las mujeres que deseaban quemarlos todos sin juicio alguno, el cura decidió no 
condenarlos sin conocer cuando menos el título de cada uno de éstos. El primero que tuvo 
entre sus manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula. Había decidido condenarlo porque 
sabía que era el primer libro de caballerías que se había impreso en España, como tal 
consideraba que había sido origen e inspiración de toda una secta de escritores que habían 
seguido su mal ejemplo. Pero el barbero opinó lo contrario argumentando que en su género 
era el mejor, por lo que había que perdonarlo. El cura asintió y pidió otro libro. Tocó su 
turno a Las sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula. No corrió la misma 
suerte que su padre y salió volando a través de la ventana rumbo al lugar, donde uno a uno 
fueron amontonándose aquellos libros que no se salvaron de este donoso y gran escrutinio, 
y donde más tarde serían consumidos por el fuego. 
Habrá quienes vean, acertadamente, en este capítulo de Don Quijote de la Mancha1 
la imagen del crítico literario que juzga, valora y emite su opinión sobre alguna obra con el 
fin de orientar al lector sobre la pertinencia de leerla o no. 
Sin embargo, con toda seguridad, pocos serán quienes vean en esta imagen la 
complicada labor del maestro de literatura, que curso tras curso tendrá que tomar la difícil 
decisión de seleccionar las lecturas que deben leer sus alumnos. Por supuesto, conviene 
hacer algunas precisiones sobre este símil. 
 
1 Primera parte, capítulo VI. “Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de 
nuestro ingenioso hidalgo”. Miguel de Cervantes Saavedra, Obras completas, España, Aguilar, 1975, t. II, pp. 
324-328. 
 2 
La primera, debe considerar que el crítico tiene, en una de las múltiples relaciones 
que puede establecer a través de su trabajo, un hipotético lector que se encuentra en un 
lugar indeterminado y que su relación personal y profesional con ese lector, salvo casos 
excepcionales, está limitada a la lectura de la reseña o ensayo; prácticamente no existe 
como tal. 
En cambio, el profesor de literatura tiene un “público” cautivo con el que establece 
una relación profesional, permanente, durante un ciclo escolar que va más allá de sugerir lo 
que deben leer sus alumnos; es común que se logren vínculos personales entre uno y otros. 
Es decir, a diferencia del crítico que orienta a un lector asiduo que busca por sí mismo 
nuevas opciones de lectura, el profesor determina, consciente o inconscientemente, lo que 
deben leer sus alumnos; que en su gran mayoría son lectores incipientes que no tienen un 
gusto por lo literario. De aquí la trascendencia del profesor de literatura, en particular la de 
quien imparte la educación media superior. 
La segunda, en el caso de Cervantes su juicio tiene dos vertientes. Una lapidaria que 
condena de manera implacable la calidad de las obras que terminaron en la hoguera. Otra 
condescendiente, porque sublima a los autores y obras que no fueron condenados a la pira. 
El profesor de literatura busca, quizá con poca suerte, que sus alumnos disfruten las 
obras literarias, pretende crear lectores. Su propósito es distinto al de Cervantes, no 
enciende libros, sino espíritus. Aviva ese fuego interior de los jóvenes con el conocimiento 
y el placer que nos proporciona la literatura. 
La lectura literaria, por sí misma, “puede ser, justamente, en todas las edades, un 
camino privilegiado para construirse uno mismo, para pensarse, para darle un sentido a la 
propia experiencia, un sentido a la propia vida, para darle voz a su sufrimiento, forma a sus 
deseos, a los sueños propios”.2 Nadie lee dos veces, de la misma forma, el mismo libro, 
afirmaría Heráclito. Leer literatura es una experiencia irrepetible, una forma de vivir única. 
Una última precisión, a diferencia de los cien libros que tenía la biblioteca de don 
Quijote, para alcanzar sus nobles propósitos, el profesor tiene hipotéticamente frente a sí la 
biblioteca de Babel borgiana. Son miles y miles de libros los que, lejos de facilitar su 
trabajo, lo vuelven aún más complejo. 
 
2 Michèle Petit, Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura, México, FCE, 1999, p. 74. 
 3 
Habrá quienes duden de las bondades de leer y cuestionen, incluso, a la misma 
literatura; pero, quienes nos dedicamos a su enseñanza no regateamos la trascendencia que 
tiene en la formación del lector. Por lo mismo, debemos aceptar de igual manera que la 
incapacidad para formar lectores es uno de los problemas fundamentales del sistema 
educativo mexicano. Si comparamos la situación de México con la de otros países, 
encontraremos que en el hábito de la lectura ocupamos los últimos lugares.Debemos 
aceptar, de manera inapelable, que nuestras escuelas forman muy pocos lectores. 
Lamentablemente, la Escuela Nacional Preparatoria no es la excepción a esta regla. 
Como profesor del Colegio de Literatura de dicha institución, día con día, clase con 
clase, enfrenté el reto de formar lectores. De ahí nació la inquietud de reflexionar con 
mayor profundidad crítica sobre los múltiples factores que inciden sobre este grave 
problema: los libros de texto, los programas de estudio, los objetivos, los lectores, los 
maestros, la escuela misma. 
A finales de 2005, la educación media superior en México tenía una matrícula de 
3.7 millones de alumnos, de los cuales 110 mil cursaban su bachillerato en la UNAM. Cabe 
aclarar que son dos instancias, independientes en lo que respecta a sus programas 
educativos, las que se ocupan de ellos: el Colegio de Ciencias y Humanidades y la Escuela 
Nacional Preparatoria. Es esta última, la que sirve como marco de referencia y a la cual 
circunscribo las siguientes observaciones. 
A partir de mi propia experiencia docente, en este trabajo expondré algunos de los 
problemas que enfrentaron y enfrentan los profesores que enseñan literatura en México. 
Particularmente, analizaré uno de los factores que influye de manera decisiva en este 
complejo proceso de enseñanza-aprendizaje: la inadecuada selección de textos literarios 
para lectores adolescentes. 
Mirar el pasado de la Escuela Nacional Preparatoria (ENP), el origen de esta 
institución nacional que ha forjado a generaciones y generaciones de mexicanos, me 
permitirá exponer cómo ha evolucionado la enseñanza de esta asignatura, pero también, de 
manera dramática, veremos que en esencia seguimos enseñando literatura como lo hacían 
los profesores del siglo XIX. 
 
 
 4 
I. El imperio de la historia 
Heredera del positivismo,3 la Escuela Nacional Preparatoria (ENP), fundada durante el 
gobierno liberal de Benito Juárez, surgió como un proyecto educativo renovador4 que 
buscaba enmendar las omisiones que tenía el plan de estudios del Nacional Colegio de San 
Ildefonso, antecedente institucional de la Escuela Preparatoria.5 Buscaba también acabar de 
tajo con las “ciencias metafísicas” que en la opinión de Ignacio Ramírez, “El Nigromante”, 
sólo eran “enfermedades, aberraciones de la inteligencia”6 y que para José Díaz 
Covarrubias resultaba difícil entender cómo se llegó a considerar ciencia “a un conjunto de 
ideas vagas, quiméricas y ficticias”7 que no aportaban conocimiento alguno, ni datos ni 
métodos propiamente científicos. 
 El nuevo plan de estudios de la naciente ENP, concebido casi exclusivamente por 
Gabino Barreda,8 buscaba cubrir esas grandes carencias educativas que por aquellos días se 
magnificaban aún más por el auge del positivismo. 
 No nos debe extrañar que, dentro de esta concepción educativa y en congruencia 
con la filosofía de moda, las Matemáticas y la Lógica se convirtieran en el eje vertebral que 
sustentaría las “verdaderas” ciencias, las ciencias positivas. 
 En particular, las Matemáticas fueron las disciplinas básicas sobre las que se apoyó 
todo el sistema educativo de una nación que, convulsionada por años y años de luchas 
fratricidas entre liberales y conservadores, tenía la imperiosa tarea de reconstruirlo todo. 
 
3 De manera análoga, aunque con una diferencia de casi cuatro décadas después, México enfrentó una 
situación similar a la vivida en Europa a principio del siglo XIX: el desorden social provocado por constantes 
guerras y el “desorden de las inteligencias” debido al empleo simultáneo de tres filosofías radicalmente 
incompatibles: teológica, metafísica y positiva. También, la respuesta que se dio a este doble caos fue la 
misma: la creación de un estado basado en una ciencia completamente positiva. Véase la Lección primera del 
Curso de filosofía positiva de Augusto Comte. 
4 Una segunda consecuencia, inmediatamente posterior al establecimiento del Estado positivo y no menos 
importante, era la de reformar el anárquico, teológico y metafísico sistema educativo de la época. Ibídem. 
5 El 2 de diciembre de 1867 se promulgó la Ley Orgánica de Instrucción Pública que le dio origen. “La nueva 
ley no tenía vigencia nacional: el sistema federalista, por aquel entonces, no daba facultades al Poder 
Ejecutivo Federal para extender su jurisdicción a todo el país, y quedaba restringido su radio de acción 
únicamente al Distrito Federal”. Será años más tarde cuando le otorguen la categoría de nacional. Véase 
Consuelo García Stahl, Síntesis histórica de la Universidad de México, México, UNAM, 1975, p. 91. 
6 Citado por Clementina Díaz y Ovando y Elisa García Barragán en La Escuela Nacional Preparatoria, los 
afanes y los días 1867-1910, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1972, Tomo I, p. 8. 
7 Ibídem. p. 9. 
8 N. en Puebla, Pue., y m. en la Cd. de México (1818-1881). Hizo estudios de derecho, química y medicina. 
En 1851 viajó a París donde se convirtió en discípulo de Comte. A su regreso se dedicó a la enseñanza. Creó 
la Escuela Nacional Preparatoria que estuvo bajo su dirección (1867-1878). El libro Opúsculos, discusiones y 
discursos (1877) reúne parte de su obra. Tomado de Humberto Musacchio, Diccionario enciclopédico de 
México. Ilustrado. México, Andrés León editor, 1990, T I. 
 5 
 Y qué mejor camino que aquél que se podía construir con la solidez de la educación 
laica, pública y gratuita. 
 Tal era la confianza que la gente ilustrada de la época depositaba en ésta que, para 
salir del grave atraso en el que se encontraba el país, los liberales la ondearon como 
bandera de progreso. Incluso el mismísimo emperador Maximiliano de Habsburgo, de 
modo contrario a las ideas conservadoras que debía defender, en su momento la había 
impulsado desde la monarquía. 
 Como es de suponerse, después de más de ciento treinta y cinco años de vida de esta 
institución, muchas cosas han cambiado. 
 De un solo plantel ubicado en el centro histórico de la ciudad, que albergó en su 
primer año de cursos, entre internos y externos, a poco más de ochocientos alumnos, se 
amplió la cobertura a casi cincuenta mil que reciben cátedra en los dos turnos de los nueve 
planteles que en la actualidad se encuentran distribuidos a lo largo y ancho de la metrópoli. 
 Se han establecido diecinueve planes y programas de estudio que han pasado del 
positivismo, que se convirtió en doctrina oficial no sólo de la educación sino del Estado 
(1867-1914), a la educación práctica (1914-1920), a la humanística (1920-1964) y de este 
último año hasta nuestros días a una educación formativa e integral.9 
 Si bien es cierto que la literatura, tema central de esta tesina, estuvo considerada en 
el plan fundador de 1867, sólo ocupó un modesto espacio dentro de este innovador 
proyecto. 
 De los cinco años en que se dividía el bachillerato de la Escuela Preparatoria, sólo el 
quinto grado se impartía de manera obligatoria a quienes más adelante continuarían sus 
estudios profesionales como médicos, veterinarios, farmacéuticos, ensayadores, 
beneficiadores de metales, agricultores y todas las demás carreras que por aquel entonces se 
cursaban. En 1877, por una disposición del ministro de Justicia e Instrucción Pública, 
Ignacio Ramírez, se exceptuó para quienes cursarían más adelante sus estudios de 
Arquitectura. 
 A pesar de estos cambios significativos que ha vivido la ENP, no todo ha cambiado. 
Por ejemplo, el plan de estudios aprobado por Porfirio Díaz en 1901 contemplaba las 
 
9 Véase Lilia Estela Romo Medrano , (Anexo 3) “Planes y programas de estudio de la Escuela Nacional 
Preparatoria de 1867 a 1998”, en La Escuela Nacional Preparatoria raíz y corazón de la Universidad. 
México, UNAM-ENP, 1998. 
 6 
materias lengua nacional, literatura general, literatura española y patria, mismas que con 
otro nombre (lenguaespañola, literatura universal y literatura mexicana e iberoamericana) 
desde esa fecha hasta el día de hoy cubren el mismo horizonte literario en los actuales 
programas. 
 Asimismo, los problemas para conseguir el material de lectura que enfrentaron los 
profesores de esa época son similares en la actualidad; aunque, paradójicamente, se 
presentan de manera inversa. 
En un principio, la mayor parte de la población de la República Restaurada no sabía 
leer, “o difícilmente tenía acceso a los libros, en parte porque no disponía de los medios 
necesarios para adquirirlos y además porque las bibliotecas públicas eran escasas”.10 José 
Díaz Covarrubias11 nos refiere que en todo el país sólo había veinte bibliotecas públicas, 
con un total de 236,000 volúmenes; en el Distrito Federal sólo había tres. Esto explica por 
qué una de las primeras acciones de Antonio Tagle fue llevarse el rico acervo de la 
biblioteca de san Ildefonso a la Escuela de Jurisprudencia de la cual había sido nombrado 
como nuevo director. Lo que dejó a la naciente ENP sin un solo libro de consulta.12 
Otro problema era que “casi todas las publicaciones expuestas en las [pocas] 
librerías de aquellos años eran obras de autores extranjeros, principalmente españoles y 
franceses”.13 De ahí que una de las primeras tareas de los profesores, después de traducir 
los libros que llegaban a México, fue redactar de acuerdo a las necesidades de sus materias 
los libros que se usarían en sus cursos. No había libros, en el sentido literal del término, 
había que hacerlos. Un género que ocupó preferentemente la atención de profesores y 
autoridades, por las ventajas que ofrece en el ámbito escolar, fue el libro de texto.14 
Lo que en su momento fue una forma de responder a esta situación tan apremiante, 
originó una de las grandes deficiencias en lo relativo al material de lectura que leen 
 
10 María Teresa Bermúdez, “Las leyes, los libros de texto y la lectura, 1857-1876”, en Historia de la lectura 
en México, México, El Colegio de México, 1988, p. 141. 
11 Citado por María Teresa Bermúdez, op. cit. 
12 Véase Ernesto Lemoine, La Escuela Nacional Preparatoria en el periodo de Gabino Barreda 1867-1878. 
Estudio histórico. Documentos, México, UNAM, 1970, p. 49. 
13 María Teresa Bermúdez, Ibídem. p. 138. 
14 El editor de libros escolares François Richaudeau los define como “obras que proponen un orden para el 
aprendizaje, tanto en lo que se refiere a la organización general del contenido (capítulos, lecciones, párrafos) 
como en lo concerniente a la organización de la enseñanza (presentación de la información, comentarios, 
aplicaciones, resúmenes, controles, etcétera). Son las “organizadoras” del trabajo del docente y de los 
alumnos en la clase y en la casa.” Véase Graciela Carbone, Libros escolares. Una introducción a su análisis y 
evaluación, México, FCE, 2003, p. 33. 
 7 
nuestros alumnos de hoy. Pues, provocó que generaciones tras generaciones lo único que 
lean en su vida sean libros de texto y, de no tomar las medidas necesarias que ofrezcan 
nuevas opciones de lectura, seguirán siendo, quien sabe por cuántas generaciones más, los 
más leídos y la única fuente literaria donde abrevan miles de mexicanos. 
Estos libros, por lo general, no son amenos, pues fueron escritos con un propósito 
enciclopédico que se caracteriza por la concentración de un conocimiento global abreviado 
y que dependen, casi por completo, de las habilidades didácticas que los profesores 
empleen frente a su grupo para devolverles la dimensión que conllevan. Los maestros, una 
vez más, son quienes les confieren el cabal sentido que por sí mismos no ofrecen al lector. 
Los libros de texto tienen su origen en una categoría particular muy antigua: los 
catecismos. Sin embargo, no han tenido el éxito de penetración cultural e ideológica que 
alcanzó la Iglesia con estos materiales: la perpetuación de las verdades religiosas. Lo que sí 
comparten con ellos son las mismas carencias; difícilmente el creyente percibe la devoción 
y la ferviente fe que un sacerdote puede aportar durante el sermón. De igual manera, los 
libros de texto, por sí mismos, en la práctica son material de desecho al terminar los cursos, 
cumplen su función y van a parar a cualquier otro lado, menos al librero o a la biblioteca 
personal. Porque, difícilmente crean un vínculo afectivo con sus lectores; lo que sí logra, 
las más de las veces, sin intermediario, un poema, una novela o un cuento. 
Un libro realmente pedagógico, como califica Fernando Savater al libro de texto,15 
tiene que despertar el interés del neófito, no satisfacerlo; “intenta hallar su punto de partida 
en la vida e inquietudes de quien va a estudiarlo, no en las últimas conclusiones obtenidas 
por los expertos en la materia que presenta”.16 
Por los comentarios anteriores cabría suponer que se menosprecia el valor y la 
utilidad que en su momento y en la actualidad tienen esta clase de libros. Pero, no es así, 
debemos reconocer que han sido de mucha ayuda en la considerable reducción del índice de 
analfabetismo en el país. De ahí que en el nivel básico y, en años recientes, en el medio 
superior del sistema educativo mexicano se les haya considerado como obligatorios. Como 
en todo, hay experiencias exitosas, pero son excepciones. Hubo libros de texto que se 
convirtieron (en el buen sentido del término) en “best seller” escolares, como El galano 
 
15 Fernando Savater, “Una joya pedagógica”, en Babelia, suplemento cultural de El País, 18 de marzo de 
2000. 
16 Loc. cit. 
 8 
arte de leer de Manuel Michaus Marroquín que llegó a ser referencia obligada en las 
secundarias. 
Por otra parte, también debemos considerar, tal como lo afirma el doctor en ciencias 
de la educación, Max Burlen, que “si uno se conforma con aprender a leer sólo el libro de 
texto, no es malo, pero cuando se va de la escuela, se deja de leer. Por eso es importante 
que en las aulas haya material de lectura, pero ligado a un aprendizaje cultural, y no sólo 
académico”.17 
Desde sus orígenes hasta nuestros días, la enseñanza de la literatura en la Escuela 
Nacional Preparatoria en buena medida se ha conformado con el libro de texto y con 
algunas antologías, una variante más de esta clase de libros, como material de lectura 
imprescindible. 
En sus primeros años, la Junta Directiva de Instrucción Pública daba a conocer una 
lista de las obras aprobadas por el “supremo gobierno” para que sirvieran como texto. Para 
el estudio de la literatura se escogió El arte de hablar de Hermosilla. En 1891 se escogió el 
de Narciso Campillo y Correa, Literatura preceptiva. En 1894 y 1897, Tratado de 
literatura y Retórica y poética, respectivamente; ambas obras de este último autor. 
En los actuales ciclos escolares la oferta no se limita a una o dos propuestas, sino 
que es abundante; diametralmente opuesta a la de esos primeros años. Hoy se cuenta con 
una industria editorial especializada en esta clase de libros escolares. No se impone 
ninguno, como antaño, por parte del gobierno federal o de la rectoría universitaria ni de 
ninguna otra autoridad. Año con año se sugieren algunas obras determinadas; pero, 
finalmente, es el profesor quien, haciendo uso de la libertad de cátedra que le confiere la 
normatividad universitaria, decide lo que leerán sus alumnos. 
Eventualmente, en las reuniones académicas de colegio o en pláticas informales 
entre compañeros se sugiere y orienta sobre algunos autores que interesan o prefieren los 
alumnos. Este diálogo donde fluye esta información enriquece la experiencia personal y 
académica de los profesores, pero no es permanente ni sistemático. 
Lo que hoy como ayer, nos conduce de manera casi siempre individual a la 
disyuntiva de: 1) seleccionar nuestros propios materiales de lectura, a partir de nuestra17 Leticia Sánchez, “Aulas y bibliotecas, una relación inexistente”, en Milenio Diario, domingo 5 de octubre 
de 2003. 
 9 
propia experiencia como docentes, considerando las necesidades y exigencias del medio 
social y escolar en el que nos encontramos inmersos; o bien 2) optar por un libro de texto, 
adecuado al programa de la materia que impartimos y que nos resuelva en gran medida 
todas las tareas que exige la primera opción. 
Por el momento, las diversas razones por las que un número importante de docentes 
elige la segunda alternativa no serán motivo de esta exposición, pero sería de mucha 
utilidad que en otro espacio se estudien con mayor detenimiento, pues quien elige esta 
opción se convierte en mediador entre el libro de texto y sus alumnos, y no entre la obra 
literaria y el lector. Esta situación no debería preocuparnos si el estudiante, motivado y 
educado por estos maestros, tuviera como práctica cotidiana consultar y leer por voluntad 
propia los libros de la biblioteca escolar o pública. Pero no es así. 
 Por ejemplo, la bibliografía que un alumno refiere al final de un trabajo de 
investigación, en un ámbito académico tradicional, es un simple respaldo formal, no 
constituye una invitación a profundizar sobre el tema tratado o sobre el autor referido, es un 
simple requisito de evaluación. 
Una más, son muchos los alumnos que no solicitan a la biblioteca escolar un solo 
ejemplar durante los tres años de su bachillerato, movidos exclusivamente por la curiosidad 
o por el simple placer de leer. Hace tiempo revisé una edición de La muerte de Artemio 
Cruz de Carlos Fuentes, adquirida en 1968. Llamó mi atención el hecho de que sólo ha sido 
prestada al público lector del plantel “Ezequiel A. Chávez”, de acuerdo con el control de 
préstamo bibliotecario, catorce veces desde su adquisición hasta la fecha. En 1969 fue 
prestada por primera vez. Seis años después, en 1975, también en una sola ocasión alguien 
la leyó. De este último año hasta 1992 no se registró ningún movimiento; es decir, durante 
doce años nadie la leyó fuera de la sala de lectura. El año que tuvo mayor demanda fue 
1996 con cinco lectores. Si bien es cierto que no podemos concluir nada de manera 
categórica, con base en estas dos observaciones, quedan como indicios de un hecho que 
también tendrá que ser investigado posteriormente. 
 Sería interesante realizar un ejercicio similar al anterior con cada uno de los libros 
que componen el acervo bibliográfico de la ENP. Los resultados de tal indagación nos 
dibujarían un mapa que nos permitiría ver cuáles son los senderos por los que transitan los 
jóvenes lectores en ese espacio de lectura. 
 10 
Si complementáramos los beneficios que nos da el libro de texto con las 
posibilidades de lectura que nos ofrece una biblioteca escolar e hiciéramos de su visita una 
práctica cotidiana los resultados seguramente serían otros. Si en la etapa fundacional de la 
ENP el problema era la carencia de libros y de bibliotecas, en la actualidad los miles de 
ejemplares con los que cuenta el acervo bibliotecario general carecen de lectores. Ironías 
del subdesarrollo: ahora tenemos libros, pero no quien los lea. 
Quienes se conforman sólo con el libro de texto se preocupan, principalmente, por 
cubrir los objetivos establecidos en los programas de estudio. Lo más importante para ellos 
es cubrir la parte informativa, lo cual no está mal, pero quien aspire a provocar en sus 
alumnos, potenciales lectores, una experiencia literaria18 tendrá que hacer mucho más. 
Ambas alternativas (elegir entre un libro de texto o una novela, cuento o poema…) 
se sintetizan en un proceso que no ha recibido la atención debida: el de la selección. Este es 
un debate que tendrán que asumir con seriedad todos los mediadores de la literatura: 
bibliotecarios, padres de familia, editores y maestros de todos los niveles del sistema 
educativo mexicano. El lector que, en altas horas de la noche,19 se esconde debajo de las 
sábanas con su linterna en una mano y con su novela en la otra, para continuar furtivamente 
con su lectura, no necesita de la ayuda de mediador alguno; los otros lectores, los diurnos, 
que sin duda alguna son la inmensa mayoría, sí requieren del auxilio que pueda brindarles 
un adulto comprometido con su formación. En estos casos “la mediación debe existir, 
porque la literatura es importante para los humanos y los adultos son responsables de 
incorporar a ella a las nuevas generaciones”.20 
En este trabajo de investigación nos referimos específicamente al ámbito escolar, en 
particular a un tipo de bachillerato; no nos ocupa el ámbito familiar, que antecede a 
cualquier influencia académica, ni al profesional, posterior a la terminación de toda 
 
18 La experiencia literaria surge cuando el lector, en primera instancia, se aproxima al texto con un propósito, 
con ciertas expectativas o hipótesis. Es decir, cuando asume una actitud creativa antes, durante y después de 
la lectura; cuando aporta a la obra rasgos de su personalidad, recuerdos de acontecimientos pasados, 
necesidades y preocupaciones actuales. La experiencia literaria le brinda al lector una nueva experiencia de 
vida, pero más profunda que la que le puede ofrecer la vida cotidiana. Véase Louise M. Rosenblatt, capítulo 2 
“La experiencia literaria”, en La literatura como exploración, México, FCE, 2002, pp. 51-79. 
19 Porque la lectura tiene que ver con el secreto, con la noche, con el amor y con la disolución de la identidad, 
tal como lo afirmaba Marguerite Duras: “es posible que siempre leamos en la penumbra […] La lectura es del 
orden de la oscuridad de la noche. Incluso cuando se lee en pleno día, la noche se instala alrededor del libro”. 
Citado por Michèle Petit, en op.cit., p. 39. 
20 Teresa Colomer, El papel de la mediación en la formación de lectores, México, Consejo Nacional para la 
Cultura y las Artes, 2002, p. 12. 
 11 
educación formal. El primer espacio es fundamental en la formación del lector. Puesto que, 
en la esfera de lo académico no se ejerce ni se podrá ejercer ningún tipo de influencia, por 
razones obvias, en la adquisición de hábitos de lectura en esos primeros años, que para 
algunos especialistas son fundamentales y definitivos y a los cuales no se les da la atención 
que merecen. La ENP recibe a los muchachos después de seis años de formación familiar y 
después de nueve de instrucción básica, lo que nos obliga a valorar hasta qué punto se 
puede ejercer algún tipo de influencia. 
Tampoco se trata de responsabilizar a los profesores de secundaria, ni a los de 
primaria ni a los padres de familia. No se trata de seguir alimentando las excusas de 
siempre, porque como en aquel poema de Novo21 terminaríamos acusando a nuestros 
padres, nuestros padres culparían a nuestros abuelos y los abuelos a Dios de nuestra 
infelicidad. Con esa lógica, Dios sería el único responsable de nuestras carencias literarias. 
No es el caso, cada quien debe asumir sus responsabilidades en el aula. 
Lo que sí es conveniente señalar es que esta compleja tarea la enfrentamos 
desarticuladamente: los padres por un lado, los maestros en cada nivel por otro. Lo que da 
como resultado que un joven cuando termina su educación formal, por sí mismo, solo y su 
conciencia, confirmará si fueron de alguna utilidad todos esos años en los que se le invitó a 
la lectura literaria. Es en ese momento cuando sabremos si sus padres o el sistema 
educativo mexicano, o ambos, formaron un lector. 
Volviendo al tema de la selección, en lo que respecta a la primera opción y la más 
común, la búsqueda se reduce a un solo libro que será utilizado como guía, principio y fin 
de todo un curso, y en algunos casos, tal como lo señalábamos líneas arriba, en el único 
libro que conocerán los alumnos durante ese año escolar. Este tipo de discriminación, al 
parecer menos compleja, no cuenta con un método o materialde apoyo que facilite su 
 
21 “Me escribe Napoleón:/ El colegio es muy grande/ nos levantamos muy temprano/ hablamos únicamente 
inglés,/ te mando un retrato de la escuela…// Ya no robaremos juntos dulces/ de las alacenas, ni escaparemos/ 
hacia el río para ahogarnos a medias/ y pescar sandías sangrientas.// Ya voy a presentar sexto año;/ después, 
según todas las probabilidades,/ aprenderé todo lo que se deba,/ seré médico,/ tendré ambiciones, barba, 
pantalón largo.// Pero si tengo un hijo/ haré que nadie nunca le enseñe nada./ Quiero que sea tan perezoso y 
feliz/ como a mi no me dejaron mis padres,/ ni a mis padres mis abuelos/ ni a mis abuelos Dios”. Salvador 
Novo, “El amigo ido”, en Jorge Cuesta, Antología de la poesía mexicana moderna, ed. y pról. de Guillermo 
Sheridan, México, FCE, 1985, pp. 210-211. 
 12 
elección. Hay una guía elaborada por el Colectivo Jerigonza22 que nos ofrece una serie de 
pautas para elegir el más adecuado a nuestro propósito, pero está pensada sólo para el nivel 
medio básico. 
Esta guía incide en aquellos aspectos que marcan los principios que rigen el 
desarrollo de la enseñanza-aprendizaje de la lengua y la literatura desde el enfoque 
comunicativo. Orienta al profesor para que, de forma práctica, analice y haga una elección 
consciente de los mismos de acuerdo a sus intenciones didácticas. Valora si realmente sirve 
para realizar un aprendizaje significativo y funcional de la lengua o si se trata de un 
material tradicional reelaborado. 
Otro libro, recientemente publicado, que también ofrece una propuesta de reflexión 
e instrumentación para elegir libros escolares es el de la autora argentina Graciela Carbone, 
Libros escolares. Una introducción a su análisis y evaluación. En él, incorpora 
conocimientos teóricos y técnicos para establecer criterios de evaluación y selección de este 
tipo de libros. 
En la segunda alternativa, la elección de obras literarias, no existe una guía teórica 
ni práctica que rija el proceso de selección. Se parte, en el caso específico que nos ocupa y, 
quizá en el de muchos otros más, de una serie de criterios institucionales o tradicionales, 
que el profesor atiende sin mayor reflexión. 
Uno de estos criterios, el que mayor influencia ha ejercido a lo largo de dos siglos, 
es el histórico. Se ha vuelto un lugar común aceptar que los objetivos de la enseñanza de la 
literatura se centran en la adquisición de conocimientos y que éstos están marcados por una 
visión historicista. Lo anterior obedece a que la enseñanza de la literatura, desde el siglo 
XIX hasta la fecha, gira en torno al enfoque historicista que no ha permitido disociar la 
obra literaria de las circunstancias histórico-sociales en las cuales surgió. Sin embargo, 
incomprensiblemente esta visión ha carecido de rigor histórico. Veamos. 
La relación de la literatura con la historia siempre ha sido una relación compleja en 
la que resulta difícil establecer los límites y los vínculos entre una y otra disciplina. Es ante 
todo, como lo afirma Françoise Perus, “un terreno accidentado e incierto”23 por el cual 
 
22 Grupo de profesoras españolas: A. Fernández Campos, C. López Villamor, S. Martínez Ikaza, M. M. Pérez 
Gómez y Teresa Ruiz Pérez. Este colectivo elabora materiales didácticos y libros de texto para la enseñanza 
de lengua y literatura en nivel secundaria. 
23 Françoise Perus, comp., Historia y literatura, México, Instituto Mora, 1994, p. 7. 
 13 
hemos transitado sin detenernos a mirar con mayor sentido crítico los pormenores de esta 
relación. 
“El ámbito configurado por la problematicidad de los vínculos entre historia y 
literatura se caracteriza por lo ambiguo de sus fronteras y por la multiplicidad de 
interrogantes que suscita la existencia, real o virtual, de semejantes vínculos”.24 
Un primer problema al que nos enfrentamos es el de conformar el corpus literario. 
Problema que, si optamos por el libro de texto o alguna antología, aparentemente estaría 
resuelto. Sin embargo, en un sentido riguroso del enfoque histórico, la tarea del docente 
sería reconstruir, de manera inversa a la del antologador, los criterios estéticos, morales, 
religiosos y políticos que en forma implícita, pero no evidente, tienen en sí y para sí los 
textos literarios seleccionados. Pues estos libros contribuyen a la perpetuación de ciertas 
jerarquías de valores y a la subordinación o desplazamiento de otros. “Esto nos remite a 
considerar el efecto posible de los libros escolares en la consolidación de ideologías”.25 
Eva Kushner señala que el corpus de la historia literaria se compone de todos los 
fenómenos relacionados con la vida literaria de un sector determinado, sea éste una nación 
en el sentido político, un ámbito lingüístico o interlingüístico y en cualquier lapso 
cronológico contemplado. 
Surge aquí una distinción, hasta hace algún tiempo irrelevante, entre historia 
literaria e historia de la literatura. Para algunos especialistas, ambas categorías no son 
conceptos sinónimos que refieran una misma realidad. Lo que nos genera un problema más. 
Para quienes hacen esa distinción, la historia literaria: 
abarca el inventario de todo lo que se ha escrito, publicado y leído, pero también el 
estudio de la „vida literaria‟, es decir, de todo el contexto biográfico de lo escrito, 
individual y colectivamente, y de todo lo que denominaría hoy el campo y la 
institución literarias. La segunda [la historia de la literatura] descansa en una 
selección de los textos con base en criterios estéticos, o también morales, religiosos 
y políticos. Y se mueve por lo general entre la historia de las formas y la de las ideas 
y las mentalidades.26 
 
Sea implícita o explícitamente, la orientación de un trabajo de historia afecta 
poderosamente el corpus que analiza. Cada historiador, lo mismo que el autor de un libro 
de texto literario, lleva dentro de sí su propia antología de “fragmentos escogidos” y 
 
24 Loc. cit. 
25 Graciela Carbone, Ibídem, p. 29. 
26 Eva Kushner, “Articulación histórica de la literatura”, en Historia y literatura… p. 180. 
 14 
emblemáticos que nutren su discurso. Las inclusiones, que a su vez implican exclusiones, 
revelan siempre una visión del mundo más o menos vinculada a la ideología del ambiente, 
por aceptación tácita o por reacción en contra. 
Es decir, cuando elegimos de ese índice global que es la historia literaria, una obra 
determinada con el fin de incluirla en alguna antología o libro de texto, la incluimos dentro 
de una tradición literaria aceptada por “autoridades” e instituciones correspondientes o la 
confrontamos de manera directa en contra de esa misma tradición. 
Incluir hoy la lectura de El Quijote de Cervantes, en un programa de lengua 
española, desde una visión academicista, sería enriquecer y confirmar las bondades del 
canon occidental. Pensar en Harry Potter es un desafío a la tradición. Ante esta disyuntiva, 
hacemos lo fácil: leemos fragmentos de El Quijote. No apreciamos que al mago adolescente 
lo buscan espontáneamente para leerlo y, tampoco nos hace reflexionar el millonario 
número de ejemplares vendidos en el mundo; nos guste o no, es un fenómeno editorial de 
nuestro tiempo al que, en forma despectiva, simplemente llamamos moda. En cambio, el 
autor de las Novelas ejemplares es uno de los “escritores obligados”; aunque, tampoco, nos 
ponemos a reflexionar hasta qué punto influye, de manera directa o indirecta, en el 
incremento de lectores o en la formación de los mismos. 
La obra literaria como hecho social concreto está inmersa en el devenir histórico. 
Como tal, como corpus de la historia de la literatura, en su primera fase de desarrollo ha 
estado vinculado, por lo general, al despertar de una conciencia nacional y a una unidad 
lingüística. 
La ENP es un buen ejemplo de ello. Poraquellos años de agitación social en 
México, los que siguieron a la República Restaurada (1867), la enseñanza de la literatura 
respondió fielmente a este precepto. Buscó formar una identidad nacional a través de la 
lectura de autores propios. 
Si bien los diversos programas de estudio han variado de enfoque psicopedagógico, 
una constante han sido las figuras emblemáticas de la tradición literaria mexicana. Hoy, 
autores como sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, José Joaquín Fernández de 
Lizardi y, más recientemente, Juan Rulfo, Octavio Paz y Carlos Fuentes son los 
imprescindibles de las letras mexicanas. Han sobrevivido a los vaivenes teóricos y a las 
modas literarias de los últimos años. 
 15 
No obstante, antes de llegar a formar parte de la tradición literaria nacional fueron 
sometidos al escrutinio del tiempo y a la valoración de la crítica, principalmente académica, 
que en definitiva es la que legitima a obras y autores. 
Una muestra de lo anterior es la opinión de Ignacio M. Altamirano quien, a finales 
del siglo XIX, incorpora la figura de José Joaquín Fernández de Lizardi al corpus nacional, 
pues reconoce en las fábulas del “Pensador Mexicano” el primer esfuerzo del talento local 
por “cultivar un género de literatura útil y benéfico”,27 aunque dichas obras no hayan 
alcanzado el reconocimiento literario que tiene el Periquillo Sarniento. 
Salvador Novo considera por vez primera a sor Juana Inés de la Cruz como hito de 
la literatura mexicana; antes que él destaca el ensayo psicológico que el célebre maestro 
preparatoriano Ezequiel A. Chávez dedicó a la Décima Musa. Con Pedro Henríquez Ureña 
se revalora a Juan Ruiz de Alarcón. Francisco Monterde nos hace ver la dimensión literaria 
de la obra de Mariano Azuela, Los de abajo. 
El hecho de que el Martín Fierro sea considerado en la escuela secundaria y 
también en el conjunto de la cultura nacional argentina como el texto paradigmático de su 
identidad, obedece, como en el caso de las obras y los autores mexicanos anteriormente 
citados, a un proceso político-cultural que corresponde a un periodo de consolidación de la 
historia de la literatura latinoamericana. Reforzado, en este caso particular, por la 
vehemente prédica que Lugones hizo en El Payador, obra con la que canoniza 
definitivamente al Martín Fierro como el poema épico nacional argentino. 
Es decir, como académicos valoramos o revaloramos la obra de algún autor a partir 
del trabajo profesional y especializado que, a través de obras críticas, tesis, artículos de 
revistas y suplementos literarios, incluso antologías, nos orientan sobre la pertinencia 
didáctica y estética de incorporarlos en nuestros cursos. 
Por ello, en esta fase del proceso histórico literario que vivimos siempre es bueno 
preguntarse ¿hasta qué punto son imprescindibles? ¿Hasta qué punto la misma historia de la 
literatura mexicana con estos autores y con estas obras nos permite cumplir con los 
objetivos trazados en los programas oficiales? ¿Podemos prescindir de ellos y de ella en 
búsqueda de más lectores? 
 
27 Ignacio Manuel Altamirano, Prólogo a las Fábulas de José Rosas Moreno, en La literatura nacional. 
Revistas, ensayos, biografías y prólogos, tomo III, México, Porrúa, 1949, p. 38. 
 16 
En el proceso de selección del corpus literario que hacemos los profesores al inicio 
de cada curso tenemos dos opciones extremas e inevitables: extenderlo o restringirlo. 
Ambas opciones se confrontarán con la tradición que nos impone la historia de la literatura 
mexicana e iberoamericana, española o universal, según corresponda. Porque la noción de 
canon, de corpus, y más acotadamente de canon literario escolar representa un repertorio 
estático de textos literarios que habrán de ser leídos con la anuencia de alguna institución o 
autoridad determinada; el profesor, en primera instancia, cualquiera que sea su desempeño 
y capacidad, eso es lo que representa ante sus alumnos: una autoridad literaria. 
Extenderlo significaría legitimar a una serie de autores y modas literarias que en la 
actualidad no forman parte del canon escolar. De aceptarlos, se les daría el valor estético 
que la tradición otorga. Las dudas que algunos académicos y críticos literarios tienen sobre 
la calidad literaria de la novela policíaca se irían desvaneciendo con su inclusión en los 
programas oficiales de la ENP. Se daría el caso hipotético que Días de combate o Cosa 
fácil de Paco Ignacio Taibo II, con el paso del tiempo, serían clásicos juveniles. 
Incluir nuevos autores y tendencias implica renovar el acervo bibliográfico. Lo que, 
dado lo ambicioso de los programas de estudio, generaría exclusiones. La ausencia de 
algunos “imprescindibles” inevitablemente provocará polémica, como la suscitada hace 
algunos años en el ámbito educativo y cultural del país. 
Recordemos, en noviembre de 2002 dio inicio el Programa Bibliotecas en el Aula 
con el que la Secretaría de Educación Pública pretende formar lectores autónomos y 
mejorar, en lo que respecta a la lectura y de acuerdo a los indicadores internacionales que 
establece la UNESCO y la OCDE, el rendimiento de los alumnos desde el nivel preescolar 
hasta los jóvenes de quince años que cursan la secundaria. 
Antes de que la SEP diera a conocer de manera oficial la lista de los 259 libros que 
integrarían las 750 mil dotaciones de bibliotecas en el aula (del 2003 al 2006 se pretendía 
que cada aula tuviera en promedio 200 libros), se generó un fuerte debate entre destacados 
escritores como Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y las autoridades 
respectivas. La molestia de los primeros fue por la exclusión de autores como Octavio Paz, 
Kafka, Alejandro Dumas, Gabriel García Márquez, Alfonso Reyes, Jaime Sabines, el 
mismo Carlos Fuentes y de obras de la literatura universal como El Quijote, La Ilíada y La 
Odisea. 
 17 
Estos intelectuales cuestionaban lo arbitraria y aleatoria que había sido la selección 
de los títulos que conformarían las bibliotecas en el aula. Hubo quien, como Marie José 
Paz, viuda del poeta Octavio Paz, puso en duda “la salud mental de los expertos que 
eligieron las obras”,28 sobre todo porque en esa lista no se incluía al premio Nobel de 
literatura mexicano. 
Sin mencionar los nombres de los especialistas, la SEP explicó que el proceso de 
selección de este programa, que tiene su antecedente en un proyecto nacional llamado 
“Rincones de lectura: otro lugar desde donde leer”,29 se dividió en dos partes. 
 
En la primera participaron las asociaciones Colectivo Leamos de la Mano de Papá 
y Mamá (del Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y del 
Caribe de la UNESCO), y la Asociación Mexicana para el Fomento de la Literatura 
Infantil y Juvenil, que seleccionaron 669 títulos de un listado de 6 mil 500 
propuestos por la SEP. En la segunda, 82 expertos en educación y lectura se 
organizaron en diez grupos de trabajo, uno por grado, para revisar los 669 títulos 
preseleccionados e integrar la lista final.30 
 
Daniel Goldin31 llamó nuestra atención en esta polémica sobre el aparente consenso 
acerca de los objetivos y la escasa discusión de cómo habría que alcanzarlos. Da la 
impresión, afirmaba, de que tanto la SEP como los críticos compartían el supuesto de que 
de la calidad de los acervos disponibles puede derivarse como consecuencia directa la 
calidad de los procesos de formación lectora. 
Por lo que convenía puntualizar: primero, que los objetivos eran a largo plazo; 
segundo, que “los nuevos acervos representan un giro significativo en la concepción de la 
lectura como algo placentero. La selección supera las dicotomías que propició la llamada 
animación a la lectura: lectura informativa vs literaria, placer vs estudio”.32 Y, sin lugar a 
 
28 Éricka Montaño Garfias, “Marie José Paz critica selección de autorespara bibliotecas”, La Jornada, 13 de 
agosto de 2002, p. 6. 
29 En 1986 la Subsecretaría de Coordinación Educativa de la SEP, a través de la Unidad de Publicaciones 
Educativas y la Coordinación de Medios para Niños, conformó este proyecto con libros dirigidos a los niños 
de tercero a sexto año de 1500 escuelas oficiales, tanto urbanas como rurales, que tenía como objetivo apoyar 
la práctica permanente de la lectura y la escritura en todas las escuelas públicas del país y fomentar en los 
niños, padres de familia y la comunidad, el gusto por la lectura. Véase la tesis de licenciatura de María 
Eugenia Negrín Muñoz, “Rincones oficiales de literatura infantil”, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, pp. 
89-90. 
30 Éricka Montaño Garfias, Ibídem. 
31 “Situar el debate”, en Hoja por hoja, suplemento cultural de Reforma, 7 de septiembre de 2002. 
32 Loc. cit. 
 18 
dudas lo más relevante que plantea Goldin, que “los acervos no son el fin, sino el medio 
para formar lectores”.33 
Más que hacer una defensa o condena de este programa nacional implementado por 
las autoridades educativas habría que revisar cuáles son los resultados obtenidos a poco 
más de cuatro años de su implementación. Queden aquí estas reflexiones como muestra de 
que modificar el corpus literario escolar siempre traerá consigo opiniones encontradas. 
Otro tema que genera una amplia disputa sobre la necesidad o alternativa de incluir 
nuevas propuestas de lectura es el de las “otras literaturas”.34 Esta noción alimenta el debate 
entre la concepción estática del canon literario escolar y el proceso de innovación o 
renovación de las prácticas de la enseñanza de la lengua y la literatura. 
Como lo explica el mismo Gustavo Bombini, un grupo de prácticas que ha cobrado 
gran relevancia recientemente incluiría todo aquello que el mercado editorial escolar ha 
dado en llamar literatura juvenil. 
 
Se trata de un fenómeno de grandes dimensiones que se ha desarrollado en las 
últimas décadas en Latinoamérica, España y el resto de Europa y en los Estados 
Unidos y que nuclea un conjunto de textos ad-hoc producidos a partir de una 
representación fuerte de su receptor: el adolescente y una concepción 
predeterminada del acto de leer entendido como un fenómeno de identificación 
lector-texto.35 
 
En contraposición, el polémico Harold Bloom es uno de tantos críticos que no 
acepta las categorías de literatura infantil y juvenil. Para él dichos géneros son “más bien 
una máscara para la estupidización que está destruyendo nuestra cultura literaria”.36 
Al respecto, Daniel Goldin contesta que “descartar de un plumazo la vasta y 
extraordinariamente rica producción literaria para niños y jóvenes del siglo XX es un gesto 
de soberbia intelectual que no tiene ningún asidero en la realidad”.37 
 
33 Loc. cit. 
34 Concepto planteado por el profesor de Didáctica de la lengua y la literatura, Gustavo Bombini, que 
comprende “desde las vanguardias silenciadas hasta la literatura juvenil, desde los mensajes de los medios de 
comunicación de masas a las historietas, las letras de las canciones, los graffitti y el videoclip”. Véase “Otras 
literaturas/otras culturas: un problema pedagógico”, en Revista textos de didáctica de la lengua y la literatura, 
Barcelona, Graó, No. 9, julio de 1996, p. 7. 
35 Ibídem, p. 10. 
36 Citado por Daniel Goldin, en “Arrogante y nostálgico”, Letras libres, número 55, julio de 2003, pp. 82-83. 
37 Loc. cit. 
 19 
Ya sea que se le considere como un producto del mercado editorial o un nuevo 
género literario generado por un nuevo canon de escritura, como en el caso del Programa 
Bibliotecas en el Aula, el debate sigue abierto. 
De manera opuesta a los argumentos anteriores, y no por ello se debe considerar 
exento de su propia discusión, restringir el canon literario escolar quizá daría mayor certeza 
sobre lo que tienen que leer nuestros alumnos. Octavio Paz sería referencia obligada al 
hablar de ensayo literario mexicano moderno. Jaime Sabines, de poesía lírica de fin de siglo 
XX. Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, de cuento fantástico. Pero las “otras literaturas” 
que probablemente son las que de manera espontánea buscan y leen nuestros muchachos, 
quedarían fuera del acervo escolar. Ése es el precio que la realidad nos cobraría. 
Otro de los problemas fundamentales que se presentan entre la literatura e historia 
es el de la indefinición del objeto de estudio. El maestro de literatura es un “historiador” 
que se ha acostumbrado a una historia de segunda mano, en la práctica consume un 
producto dado, invoca un discurso aceptado cuando, si realmente asumiera una visión 
histórica, tendría que investigarlo, construirlo; porque “el historiador produce su objeto, 
éste no viene de un pasado ya constituido como objeto científico”.38 
Antes de empezar a desprender el significado o los significados de una obra 
literaria, el profesor tendría que constituirla como objeto de estudio histórico, a través de 
uno de los métodos propios39 que le darían el rigor científico que requiere este saber. De no 
hacerlo así seguiremos inmersos en ese limbo teórico. 
Nuestra práctica cotidiana confirma que enseñamos literatura, no historia. Lo que es 
una verdad de Perogrullo. Sin embargo, por azares del devenir histórico creemos que 
enseñamos historia de la literatura, cuando no es así. Lo que hacemos es apoyarnos en un 
programa de estudio cual si fuera una tabla cronológica que le da orden a nuestro trabajo. 
Por ella sabemos que, en el caso de literatura mexicana e iberoamericana, veremos primero 
 
38 Roger Chartier, Cultura escrita, literatura e historia, México, FCE, 1999, p. 241. 
39 Por ejemplo, la historia demográfica busca asociar el método estadístico, a la par del manejo de los 
conceptos y métodos de la demografía. La historia económica en sus tareas se auxilia de métodos gráficos, el 
método de las medias móviles, el de los mínimos cuadrados, el del ajuste exponencial y el del interés 
compuesto, por mencionar algunos. Véase Ciro F. S. Cardoso y H. Pérez Brignol, Los métodos de la historia, 
Barcelona, Crítica, 1999. 
 20 
toda la literatura prehispánica antes de ver el Modernismo hispanoamericano. Simplemente 
es una cuestión de orden, el orden y progreso que define a la ENP desde sus inicios.40 
Esto no significa que no se pueda hacer una lectura histórica de los textos literarios 
o enseñar literatura con la ayuda y el fundamento de la historia. Lo que nos debe quedar 
claro, desde el principio, son los objetivos que orientarán nuestro trabajo. Los maestros de 
literatura así como los “críticos literarios se interesan más por las funciones afectivas de un 
texto y su capacidad para desconcertar al lector y confrontarlo con nuevas formas estéticas 
y éticas, [mientras que] el historiador por la función ideológica de un texto, por el modo en 
que representa un amplio complejo de relaciones sociales”.41 Debemos reconocer que la 
línea que separa ambos campos de estudio es apenas perceptible, de ahí la confusión que 
genera; pero no por ello se debe renunciar a establecer el objeto de estudio con la claridad y 
el rigor que un estudio serio, desde cualquier enfoque, requiere. 
Para corregir esa liviandad conceptual con la que pasamos del ámbito literario al 
histórico, sin mayor reflexión, debemos entender que “la historia aparece hoy como una 
ciencia en plena evolución [y que] las certidumbres o verdades „definitivas‟ de la 
historiografía positivista pertenecen al pasado”.42 Como en aquellos primeros años en los 
que el proyecto preparatoriano surgió, debemos cuestionarnos profundamente sobre la 
validez y vigencia que la historia, en su enfoque positivista, tiene en relación con la 
enseñanza de la literatura. 
El destino alcanzó al positivismo y de la misma manera que se tachaba de 
pseudociencias a las disciplinas que lo antecedieron, debemos cuestionarel valor, el rigor 
científico que lo sustenta hoy. Porque, tal como lo afirma F. Furet,43 para las corrientes que 
tienen vigencia actual entre los historiadores, la historia es una historia-problema, no una 
historia-narración. Su contacto con las ciencias sociales hace de la historia una ciencia 
social que en forma creciente se aleja de su pasado filosófico y literario. ¿Por qué la 
literatura, cual compañera de viaje, tiene que recorrer el mismo sendero? ¿Acaso no se 
basta a sí misma como objeto de estudio? ¿No puede establecer sus objetivos y metas 
propias? Por supuesto que sí. 
 
40 Como sabemos su lema es “Amor, orden y progreso”. El amor como base, el orden como principio y el 
progreso como fin. Véase Augusto Comte, op. cit. 
41 Gabrielle M. Spiegel, “Historia, historicismo y lógica social”, en Historia y literatura… p. 148. 
42 Ciro F. S. Cardoso y H. Pérez Brignol, Ibídem, p. 34. 
43 Citado por Ciro F. S. Cardoso, en op. cit. 
 21 
Con el fin de renovar desde sus cimientos la enseñanza de la literatura en nuestro 
país, podríamos renunciar a esa historia de la literatura vigente, a esa enseñanza tradicional 
de la literatura tal como lo ha hecho el sistema educativo español a partir de su reforma 
educativa de 1992, año en que se implantó oficialmente la Ley de Ordenación General del 
Sistema Educativo (LOGSE), conocida popularmente como Reforma. Incluso, sin una 
reforma de tales magnitudes, dentro de este eje rector en el que se ha constituido la historia 
de la literatura, se podría ampliar el campo de estudio, pues “de las cuatro dimensiones de 
la literatura cuyas interrelaciones tejen su historia —autor, contexto, texto, lector—, la 
historia literaria tradicional privilegiaba [en nuestro caso particular, privilegia] las dos 
primeras haciendo hincapié en la génesis de los textos, con lo cual daba [y sigue dando] la 
impresión de que esta génesis, por sí sola, constituía su historia”.44 
Del planteamiento anterior se desprenden dos ricas vetas de estudio que ampliarían 
las posibilidades de la didáctica de la literatura: el texto y el lector. 
Esta última dimensión, la del lector, será la tarea que intentaré deslindar en los 
siguientes apartados. Conviene aclarar que esta reflexión sólo será un esbozo sobre el que 
se tendrá que ahondar, dada la naturaleza evolutiva de su objeto de estudio, en 
investigaciones posteriores. Es decir, sólo intentaré trazar las coordenadas del terreno de 
acción por el que transitan, de manera huidiza y constante, el adolescente y la literatura. Sin 
embargo, este marco, inevitablemente general, es necesario; pues, si no se comprende al 
adolescente y lo que lo define, difícilmente sabremos qué clase de lector es, y tampoco se 
podrá predecir con cierta probabilidad de éxito “qué texto en particular puede resultarle 
significativo”.45 
 
 
 
 
 
 
 
 
44 Eva Kushner, Ibídem, p. 185. 
45 Louise M. Rosenblatt, op. cit., p. 62. 
 22 
II. Inclinado sobre el río de su conciencia
46
 
Narciso se inclinó a beber en una fuente de agua tranquila. Vio su propio rostro en la 
superficie diáfana. Sin saberlo, se enamoró de sí mismo. Fue amor a primera vista. Como 
cualquier amante, intentó acariciar su bello reflejo. Pero cuando sus dedos se dirigieron 
hacia la imagen, se turbaron las ondas de la quieta superficie. El rostro del que estaba 
enamorado, desaparecía cada vez que quería tocarlo. Se amaba tanto que no pudo 
abandonar la orilla de la fuente. En su contemplación absorta, incapaz de apartarse de su 
imagen, acabó arrojándose a esas aguas donde encontró la muerte. 
El adolescente se inclina sobre el río de su conciencia. Desea ver su propio rostro 
sobre una superficie de aguas ondulantes. Como es de esperarse, ve una imagen difusa, 
indefinida. Se busca una y otra vez en esa superficie inquieta, pero no se halla. No se 
enamora de él mismo, como Narciso, porque se revela ante sí como un ser cambiante. 
El adolescente no es una entidad que se pueda delimitar ni objetivar de una vez y 
para siempre; no es un animal que nace hacia los doce años y desaparece a los veinte; “sino, 
un proceso en el que uno mismo está atrapado”.47 
En el intento por definirlo, el término adolescente48 ha suscitado numerosas teorías 
que se han formulado para explicar este fenómeno. 
 
Sociológicamente, la adolescencia es el periodo de transición que media entre la 
niñez dependiente y la edad adulta y autónoma. Psicológicamente, es una “situación 
marginal” en la cual han de realizarse nuevas adaptaciones; aquellas que, dentro de 
una sociedad dada, distinguen la conducta infantil del comportamiento adulto. 
Cronológicamente, es el lapso que comprende aproximadamente desde los doce o 
trece años hasta los veintitantos.49 
 
Los alumnos que cursan los tres ciclos escolares de la ENP, y que sirven como 
referente de esta investigación, sociológica, psicológica y cronológicamente están inmersos 
en esta difícil etapa de la vida que la gran mayoría de las veces se nos va en dudas y 
temores; se va casi inconscientemente en la búsqueda de uno mismo. 
 
46 El título de este apartado es el eco de las ideas de Edouard Spranger (1882-1963), fenomenólogo y 
educador alemán, autor de Psicología de la adolescencia. Ideas que Octavio Paz retoma al inicio de su célebre 
ensayo, El laberinto de la soledad. 
47 Michèlle Petit, op. cit., p. 58. 
48 La palabra adolescencia deriva de la voz latina adolescere, que significa “crecer” o “desarrollarse hacia la 
madurez”. Erróneamente, en algunas ocasiones, se afirma que su sentido es “adolecer”. 
49 R. E. Muuss, Teorías de la adolescencia, México, Paidós, 1984, p. 10. 
 23 
Por eso, quizá hay poco tiempo para otras actividades que consideramos, en esa 
época, menos apremiantes. Quienes afirman que “adolescencia y lectura se llevan mal”50 tal 
vez tienen algo de razón. Aunque, curiosamente, inmersos en esa afanosa búsqueda 
ignoramos que la literatura pudiera proporcionarnos la clave de ese código secreto que le 
daría coherencia al caos: “Mucho de lo que en la vida misma puede parecer desorganizado 
y sin sentido adquiere orden y significación cuando se presenta con la influencia 
organizadora y vitalizadora del artista”.51 Un muchacho que lee de motu proprio termina, 
no sólo descubriendo su rostro en esas aguas turbulentas, sino que encuentra y ve con 
mayor claridad los rostros de los demás; los otros, que nos dan plena existencia. 
Por eso mismo, debemos considerar que la adolescencia es la etapa en la que más se 
precisa de una buena orientación sobre qué leer y cómo leerlo. Nosotros, como adultos, 
debemos tener muy presente que entre adolescencia y lectura siempre hay “posibilidades de 
contagio”; sobre todo cuando, como mediadores, entendemos que “el interés raramente 
existe „en general‟ y que es preciso partir de las motivaciones afectivas del adolescente en 
lo individual y derivarlas a la lectura”.52 
De lo anterior se desprende que conocer los intereses de nuestros alumnos, aunque 
fuera en lo general, sería magnífico antes de emprender cualquier actividad pedagógica. 
En el caso particular que nos ocupa, facilitaría la selección de lecturas y actividades 
complementarias. Gracias a este conocimiento mantendríamos en mayor medida la atención 
y motivación del alumno, pues los contenidos no les serían tan ajenos a su circunstancia y 
expectativas de vida. Sin embargo, rara vez partimos de ellos. 
Pasamos por alto que los intereses son un elemento que motiva a los sujetos; un 
individuo se interesa en aquellas cosas que le proporcionan placer, agrado, que le 
incumben, o que le representan un reto. 
Es necesario, también, tener claro que los intereses son aprendidos; no se heredan. 
Surgen de las experiencias de los individuos y se modifican, cambian según el sexo, la 
edad, la escolaridad...Los intereses del adolescente son producto de una transformación 
propia, se relacionan con las expectativas y valores declarados en el aspecto social, tales 
 
50 Véase Xavier Puente Docampo, Leer, ¿para qué?, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 
2002, p. 65. 
51 Louise M. Rosenblatt, op. cit., p. 69. 
52 Marc Soriano, “Leituras dos pre-adolescentes e dos adolescentes”, citado por Xavier Puente Docampo, 
Ibídem, p. 66. 
 24 
como la relación con el sexo opuesto (de suma importancia para ellos), la actividad laboral, 
la relación con sus padres y los proyectos de vida. 
El conocimiento de tales intereses es deseable, pero no podemos ocultar las 
dificultades que conlleva el delimitarlos, dado que “los intereses que el adolescente 
manifiesta son a menudo inestables, imprecisos y desdibujados, de modo que el educador 
—no por principio, sino por prudencia, y no cabría censurarlo por eso— duda en atenerse a 
ellos cuando organiza su acción”.53 
Algunas de las causas que producen inestabilidad podrían suprimirse. Pero no sería 
posible eliminarla a tal punto que ese conocimiento de los intereses fuera seguro, o sea, 
definitivo para organizar la acción pedagógica; porque esa inestabilidad es la esencia que 
los define como adolescentes y un síntoma —en cierto sentido— de buena salud, ese 
desequilibrio es un termómetro que nos indica el grado de maduración. 
Una primera causa de inestabilidad de los intereses, y que sí se podría suprimir, 
tiene que ver con la manera en que el adolescente conduce algunas de sus actividades. 
Mismas que podríamos clasificar en dos tipos: a) las que se practican con la dirección y el 
impulso de los adultos, y b) las que se desarrollan con la iniciativa del adolescente sin la 
supervisión de los adultos. Esto explicaría, en parte, el desánimo que sienten por las 
lecturas obligatorias que les proponemos: somos los adultos quienes los impulsamos a leer, 
al amparo de nuestra tutela, son nuestros intereses y gustos literarios, no los del alumno. 
Una segunda clase de inestabilidad proviene de una actitud mental muy frecuente en 
los adolescentes y que podríamos denominar ironía defensiva. Cuando los jóvenes forman 
grupo gustan de burlarse de todo y de todos. Los adultos son su blanco preferido. Por 
consiguiente, el descrédito imputado a las actividades que éstos realizan hace más difícil 
que el adolescente adopte algunas de ellas. Sin lugar a dudas, reforzamos esta actitud hacia 
las obras literarias cuando asumimos, con nuestra actitud solemne y nuestros comentarios 
eruditos, que lo que tienen frente a sí son libros sagrados y que la lectura, particularmente la 
literaria, es una actividad propia de la gente adulta. Olvidamos en buena medida que la 
literatura es, entre muchas otras cosas, ironía; hacemos a un lado, de manera irreflexiva o 
porque no lo sugiere un programa, aquellas obras o géneros en los que predomina el sentido 
lúdico e irreverente. 
 
53 Joseph Leif y Jean Delay, Psicología y educación del adolescente, Buenos Aires, Kapelusz, 1971, p. 133. 
 25 
Nos obsesiona el carácter moralizante, la formación de valores a través de la 
literatura, lo cual es necesario en una sociedad como ésta; pero, no somos conscientes que 
esta tradición ha ido en detrimento de otros “valores” que podrían potenciar la lectura 
literaria. Por ello se vuelve necesario, entre otras acciones, desmitificar al libro, la 
biblioteca y la lectura misma con el fin de quitarles el aura que los aleja de quienes los 
perciben como exclusivos de una élite intelectual. La cual, por el mismo ámbito donde se 
genera y desarrolla, se le percibe y encuentra desvinculada de niños y jóvenes y, también, 
de otro tipo de lectores potenciales. 
Por otra parte, debemos tener presente que cualquier intento por definir los intereses 
prioritarios de los jóvenes siempre será un esbozo. El maestro, aún colocado en las mejores 
condiciones para observarlo, sólo tendrá un conocimiento parcial del joven adolescente. En 
cuanto al conocimiento teórico, el que nos puede proporcionar un esquema o marco, como 
ya lo hemos afirmado anteriormente, no dejaría de ser general, aunque tiene a su favor el 
hecho de que nos puede ofrecer un mapa que nos permitiría saber en dónde están nuestros 
alumnos psicológica y socialmente, y hacia dónde podríamos llevarlos. Podemos intentarlo, 
hagámoslo. 
Partamos del concepto gradiente evolutivo propuesto por el psicólogo Arnold 
Gesell. Para él “los gradientes evolutivos del adolescente son etapas bien definidas de 
madurez a través de las cuales el joven adelanta hacia funciones más complejas y 
maduras”.54 Estos gradientes de crecimiento no constituyen una simple escala psicométrica, 
son más bien una “construcción teórica que explica el proceso evolutivo y contribuye a 
identificar y asignar niveles de madurez”.55 
Los perfiles de madurez que sirven a nuestro propósito describen las características 
del nivel de vida de jóvenes de quince y dieciséis años. Ambas edades comprenden el 
grueso de la población que de manera regular cursa el nivel medio superior del sistema 
educativo mexicano. 
Según Gesell,56 el adolescente de quince años, aquel que termina el tercer año de 
educación secundaria e ingresa a la ENP, no puede “resumirse fácilmente en una fórmula 
simple”, aunque destaca el creciente espíritu de independencia que se manifiesta por 
 
54 R. E. Muuss, op. cit., p. 153. 
55 Loc. cit. 
56 Véase Arnold Gesell, El adolescente de 10 a 16 años, México, Paidós, 1963. 
 26 
mayores tensiones, estallidos y hostilidad ocasional en las relaciones con los padres y en la 
vida escolar. El joven de quince años no está en contra del colegio ni en contra del hogar 
pero, trata de emanciparse del control paterno. Quiere tener tiempo y elección libres y 
tenderá a mostrarse intransigente ante el control exterior. Es, además, cada vez más 
perceptivo y consciente de sí mismo. Los quince años constituyen una época delicada de la 
maduración; pueden acarrear al joven problemas de conducta y llevarlo a la delincuencia, 
cosa que, en combinación con su espíritu de independencia, suele inducir un deseo 
vehemente de abandonar la escuela y el hogar.57 
En suma, representa un estadio de regresión de los intereses en comparación con el 
nivel del proceso de desarrollo anterior. No se trata, tampoco, de un desinterés total. Por el 
contrario los deportes, armar y desarmar motores de auto o aparatos electrodomésticos e 
incluso actividades remuneradas para cubrir sus gastos personales ocupan la mayor parte de 
su tiempo. Gesell piensa que las actividades más recomendables para este tipo de 
adolescente son las que se inclinan al reposo o relajación o, visto positivamente las que 
llamamos de recreo. Mismas que a simple vista estarían en conflicto con las que implica la 
formación académica tradicional. 
En lo que respecta al tipo de lecturas que realiza en esta edad, que corresponden a 
Lengua española,58 P. Tanzia y P. Sablé afirman que a la mayoría les gusta los libros de 
aventuras, sobre animales, leyendas, Julio Verne, y que las historietas ilustradas seguirán 
siendo sus favoritas.59 Desde esta perspectiva Bécquer y sus leyendas son una opción 
recomendable que encaja con el actual programa de la asignatura, pero Verne estaría 
descontextualizado del marco general de la asignatura, predominantemente español. De 
aquí la necesidad de ensayar nuevas rutas didácticas. 
Por su parte, J. Loupias apunta que en esa edad “se desea más acción y más 
movimiento verdadero. Es la edad de la epopeya, el drama y la farsa. Pero no todavía la del 
lirismo, la tragedia o la comedia”.60 
 
57 Véase R. E. Muuss, op. cit., p. 159. 
58 Esta asignatura corresponde al cuarto año de Preparatoria.En particular, en lo referente al eje lectura, sigue 
una secuencia cronológica de textos literarios, principalmente españoles, que inicia con la literatura española 
del siglo de oro hasta llegar a la literatura española en la segunda mitad del siglo XX. 
59 Joseph Leif y Jean Delay, op. cit., p. 143. 
60 Loc. cit. 
 27 
Los dieciséis años, la última edad descrita por Gesell, se caracteriza por ser la 
adolescencia media y prototípica del preadulto. La conciencia de sí mismo, la autonomía y 
la adaptación social personal han llegado a un grado notable de equilibrio y de integración. 
El espíritu de rebeldía, tan característico en el de quince, ha cedido en parte su lugar a un 
sentido de independencia basado en la autoconfianza. El joven de dieciséis años se orienta 
hacia el futuro. Aunque parezca contradictorio, se interesa al mismo tiempo por lo 
inmediato, por la tarea cotidiana. En esta edad las tareas dignas de interés, van a ser 
asumidas eficazmente ahora que desapareció esa actitud de recreo y diversión. 
Esta nueva disposición de ánimo explica, según este mismo psicólogo, que quienes 
participan en equipos deportivos conserven el puesto que ocupan y jueguen con más 
seriedad. En las adolescentes esa actividad se mostrará en una vida social más intensa: 
encontrarse con gente e intercambiar ideas son actividades muy frecuentes en ellas. La 
radio y la televisión llenan menos el tiempo de unos y otras, pero la música (en todas sus 
manifestaciones: radio, conciertos, discos compactos, internet) ocupa gran parte de su 
tiempo. 
A pesar de que los adolescentes suelen sentir pasión por la música, y pueden pasarse 
horas escuchando a sus grupos preferidos, llama nuestra atención que los programas de 
literatura de la ENP, en ninguno de sus tres ciclos escolares, contemplan la relación entre 
literatura y música popular. Me refiero en particular a que no se considera la letra de las 
canciones en un sentido propiamente literario y que sería como una atenta invitación para 
acercarlos a la poesía en primera instancia. 
Una anécdota que ilustra lo anterior es la que narra Felipe Garrido sobre su trabajo 
de promoción de la lectura en una casa hogar de Torreón, Coahuila, a principios de los 
noventa. Cuenta que, dadas las características propias de esos lectores (varones entre seis y 
dieciséis años, niños de la calle, ladronzuelos e incluso un asesino), al principio de su 
programa no había tenido la misma aceptación que otro tipo de lectores (niños de escuelas 
del Distrito Federal que vivían en un ambiente familiar estable) le habían brindado a los 
textos que les ofrecía. Sus primeros intentos fueron un rotundo fracaso. Los muchachos no 
tenían el más mínimo interés por las lecturas que leía en clase, por lo que cuando más de la 
mitad de su público se tiraba sobre el piso a dormir, optaba por invitarlos a jugar una 
“cascarita”, para irlos conociendo y ganarse su confianza. Al paso de los días y de igual 
 28 
número de partidos de fútbol los conocía mejor, hablaban de sus vidas y de la de él, pero de 
las lecturas nada. 
Hasta que un día, por casualidad, llevó El corrido mexicano de Vicente T. Mendoza 
y leyó un corrido sobre la toma de Zacatecas. Fue cosa de magia, refiere: “A medida que 
iban cayendo los nombres de Pánfilo Natera, de Felipe Ángeles, de Pancho Villa, los 
muchachos fueron aproximándose; algunos se treparon a la gran mesa en que yo me 
apoyaba; los que dormían no se quedaron atrás. Ese día tuve que dejarles el libro que había 
llevado. Ese día no jugamos fútbol”.61 
Muchas veces hemos leído o escuchado que la lectura debe tener sentido para el 
lector. Con esta historia, Felipe Garrido nos demuestra de manera clara que el vínculo que 
se estableció entre estos niños y jóvenes y la literatura fue a través de la música popular; 
con la letra de esos corridos mexicanos la literatura cobró sentido. 
Gesell afirma que “el joven de dieciséis años sería muy aficionado a los libros si 
tuviese tiempo”. Tal vez, no hemos prestado la atención suficiente para darnos cuenta que 
cuando hace un espacio en su apretada agenda y lee se inclina más por lo “verdadero”, 
concebido curiosamente no como lo que efectivamente acaeció, sino como lo que hubiese 
podido suceder. 
Me explico: un término que aparece con mucha frecuencia en los trabajos 
académicos de estos lectores es el adjetivo “fantasioso”, recurren a él por lo general cuando 
se trata de obras narrativas. Con él califican negativamente la calidad de las novelas o 
cuentos que se les ha pedido que lean durante el transcurso del ciclo escolar. Esta expresión 
aparece cuando dichos textos no son referentes directos de la realidad cotidiana que 
perciben, también, cuando desde su visión las anécdotas que ahí se cuentan no son 
humanamente posibles. 
Un lector experimentado asume que los personajes y argumentos de cualquier 
novela, cuento o leyenda son ficticios. Por lo tanto, acepta o rechaza, conscientemente, las 
implicaciones que conlleva el texto literario. Es un cómplice del autor. 
En un sentido opuesto, la experiencia literaria del lector adolescente es otra. Cuando 
califica una obra de “fantasiosa” significa que las palabras y las acciones ahí representadas 
 
61 Felipe Garrido, El buen lector se hace, no nace. Reflexiones sobre lectura y formación de lectores, México, 
Ariel, 2000, p. 71. 
 29 
ni siquiera alcanzaron un sentido referencial. Si pretendemos que estos lectores alcancen a 
comprender la función poética del lenguaje, que sin lugar a dudas es la función más 
compleja, pero también la más gratificante, primero debemos enseñarles a leer con fe, con 
fe poética.62 Al respecto decía Borges que 
 
si asistimos a una representación de teatro sabemos que en el escenario hay hombres 
disfrazados que repiten las palabras de Shakespeare, de Ibsen o de Pirandello que 
les han puesto en la boca. Pero nosotros [lectores experimentados] aceptamos que 
esos hombres no son disfrazados; que ese hombre disfrazado que monologa 
lentamente en las antesalas de la venganza es realmente el príncipe de Dinamarca, 
Hamlet.63 
 
Curiosamente, este calificativo no aparece en el cine, aunque el procedimiento sea 
más forzado, “porque estamos viendo no ya al disfrazado sino fotografías de disfrazados”.64 
Los alumnos, como espectadores, ante las obras del lenguaje fílmico asumen la ficción con 
mayor naturalidad y actúan con una complicidad de la que no goza la literatura; por el 
contrario, su relación con ésta última es fuertemente crítica, pues le otorgan una carga 
formal, académica que, aparentemente para ellos, no tiene el cine o la televisión; medios 
que, salvo excepciones, gozan de la simpatía de los adolescentes porque suelen asociarlos 
con el entretenimiento. Y hay mucha razón en ello. 
A diferencia de la literatura, el cine, desde sus inicios, ha atraído al gran público. El 
cine es un ritual colectivo; la literatura, un diálogo de soledades. El éxito y la aceptación 
apabullante del cine contrastan, de manera dramática, con el de la literatura que, día a día, 
se debate entre el desinterés y el olvido. 
Tal vez, esta percepción del cine, en el ámbito escolar, cambiaría con el tiempo si de 
manera sistemática obligáramos a los alumnos a entregar, por cada película que vieran, 
reseñas, análisis de personajes o cualquier otro trabajo académico que sirviera para obtener 
una calificación parcial o final. 
Cuando un muchacho de quince o dieciséis años acepta “una voluntaria suspensión 
de la incredulidad”, la creación novelesca se convierte en una empresa dramáticamente 
 
62 Término atribuido a Coleridge, quien consideraba que la fe poética es una voluntaria suspensión de la 
incredulidad. Citado por Jorge Luis Borges, en Siete noches, México, FCE, 1995, p. 17. 
63 Loc. cit. 
64 Jorge Luis Borges, Ibídem. p. 18. 
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seria. Tan es así

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