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Michel-de-Ghelderode-o-La-fragilidad-del-mal

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE 
MÉXICO 
 
 
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS 
 
 
 
 
MICHEL DE GHELDORODE 
 
O 
 
LA FRAGILIDAD DEL MAL 
 
 
 
TESINA 
QUE PARA OBTAR POR EL TÍTULO DE: 
 
LICENCIADO EN LETRAS FRANCESAS 
 
 
PRESENTA: 
 
PAUL H. NEVIN 
 
ASESORA: DRA. LAURA ESTELA LÓPEZ 
MORALES 
 
 
CIUDAD UNIVERSITARIA 2008 
 
UNAM – Dirección General de Bibliotecas 
Tesis Digitales 
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1 
 
 
 
PAUL H. NEVIN 
 
 
 
 
Michel de Ghelderode 
O 
La fragilidad del Mal 
 
 
 
 
 
TESINA 
 
 
 
2 
 
 
 
 
 
 
 
 
A P, P y P 
Con cariño 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
3 
 
ÍNDICE 
 
 
 
 
INTRODUCCIÓN……………………………………………….4 
LA IDENTIDAD DEL LABERINTO…………………………...6 
DESOLADO CARNAVAL…………………………………….13 
AFINIDADES E INFLUENCIAS…..……………………...…..19 
OPORTUNO INCOMPATIBLE………………………….……23 
METANOÏA……………………………………………………27 
TRADUCCIÓN - EL AMANUENSE…………………………...36 
NOTAS A LA TRADUCCIÓN………………………………...52 
 
 
 
 
 
 
 
4 
 
 
 
 
 
 
 « Ils se tordent le cou pour mieux s’entendre rire… » 
 Jacques Brel 
 
 
 
Introducción 
 
 La heterogeneidad de este trabajo sobre el escritor flamenco Michel de Ghelderode, se 
debe a que incluye la traducción de uno de sus cuentos, y es el resultado de un proceso 
que empezó con el encuentro del libro al que pertenece tal cuento. Tan grata en aquel 
entonces me resultó la lectura de Sortilèges et autres contes crépusculaires [Sortilegios 
y otros cuentos crepusculares (1939)] como cansada la de casi toda su producción 
dramatúrgica, es decir la mayor parte de su obra. Durante esta temporada descubrí que, 
a diferencia de su teatro, la prosa de este autor ha sido poco reeditada y aún menos 
traducida1. Decidí entonces hacer una traducción de los cuentos, y de dos obras de 
teatro2 que de ese modo pretendía “rescatar”, como trabajo de titulación. Paralelamente 
a la traducción empecé a escribir una “nota biográfica”, producto de la lectura de varios 
textos sobre la vida de Ghelderode, que quería incluir a modo de introducción. Pero la 
 
1 Una sola vez al español, por Enrique Moreno Castillo, Sortilegios, Ed.Lumen, Barcelona, 1992. 
2 Sir Halewyn y ¡Hop Signor! 
 
5 
 
afluencia de información y cómo ésta empezó a relacionarse con mi comprensión de la 
obra de Ghelderode dio lugar a las reflexiones que articulan este ensayo. La razón por la 
que incluyo finalmente la traducción del primer cuento de aquel libro que despertó 
simpatía por este autor está en que considero que mi reflexión requiere el apoyo de 
cierta evidencia sensible para llevar a buen término su recorrido. Pues tras 
familiarizarnos con la vida de Ghelderode, a través primero de los hechos y testimonios 
documentados, y luego por medio de su obra, irá haciéndose claro que si bien su 
producción dramatúrgica ocupa un lugar como puente desde Alfred Jarry hacia el 
“nouveau théâtre”, parece haber estado ligada a un cierto desasosiego que finalmente 
llevará a su autor, en 1939, a dejar de escribir teatro para volver al rubro en que sus 
letras dieron los primeros pasos: la narrativa. Y aunque postreramente será su 
producción dramatúrgica la que quede como eslabón en el horizonte literario del siglo 
XX, es en sus cuentos donde encuentro el peso que no pasa, el valor no circunscrito a 
una época. Como en casi todo, las circunstancias determinan el proceso; la ironía en 
Ghelderode fue verse envuelto en uno que lo haría oportuno y no anacrónico (como él 
tanto se consideraba), pero en un rubro que a final de cuentas no parecía ser el suyo. 
Veremos entonces el contraste de una misma expresión en los dos distintos géneros y 
cómo uno exacerba cierta necesidad del autor hasta el sensacionalismo, mientras que en 
el otro encuentra cierta solitaria resignación, y en ella, su faceta más generosa. El 
cuento que presento traducido revela lo que produjo Ghelderode en toda su madurez en 
este género que en realidad exploró poco, pero que creo resultó ser mejor receptáculo de 
su expresión que el teatro. Cabe admitir que cuando, después de haber leído todo su 
teatro, releí los Cuentos crepusculares, varios que antes me gustaban perdieron su 
gracia por hacer eco a ese tono opresivo y deprimente que abunda en la obra dramática 
de Ghelderode; y que no sentí la primera vez que los leí. De entre aquellos cuyo gusto 
 
6 
 
no me abandonó, el que escojo se destaca por razones que expondré. Lo incluyo porque 
no creo justo tomarme la libertad de hacer juicios como aquí haré sin permitir la defensa 
del criticado por sus propios medios y en la que me parece ser su mejor postura. Y este 
escrito sin el cuento nada engasta. 
 
 
La identidad del laberinto 
 
 Junto a Maeterlinck y Crommelynck, Ademar Martens (Ixelles 1898-1962 
Schaerbeek), mejor conocido por su seudónimo, Michel de Ghelderode, es sin duda uno 
de los dramaturgos belgas más prominentes de los últimos tiempos, aunque sólo tarde 
en su vida fue reconocido como lo fueron sus dos predecesores. Tarde también cuando 
decide dejar de escribir teatro para abocarse a la narración de un compendio de cuentos 
que sintetizan lo que en su teatro parecía oscuro y un tanto crudo. Y sin llegar a afirmar 
que - como su biógrafo Roland Beyen pronosticó - su legado alcanzará “mayor gloria y 
por más tiempo”1 que la de sus compatriotas predecesores, sigue siendo un interesante 
hallazgo e imprescindible rasgo en el panorama de la literatura francófona del siglo 
XX. 
 Aunque le fue otorgado el premio trienal de literatura dramática del ministerio de la 
instrucción pública belga dos veces (1939 y 1954), y se rumora que al año de su muerte 
la academia sueca estaba considerando concederle el Nobel de literatura, Ghelderode 
pasó, a pesar de sus esfuerzos, prudentemente inadvertido durante casi toda su vida. 
Contribuyó a la formación de su aura arcana esa actitud de reserva que ambiguamente 
se adopta frente a lo inclasificablemente raro, pero también ese extraño instinto que 
 
1 Beyen, «Le rayonnement mondial du théâtre de Michel de Ghelderode » p.11 en Michel de Ghelderode 
et le théâtre contemporain, Actes du Congrés International de Gênes 22-25 Novembre 1978, publicados 
por la Société Internationale des Études sur Michel de Ghelderode, Bruxelles, 1980. 
 
7 
 
aleja de aquello que pide atención desesperadamente. El alma burda, eufórica, resentida 
y provocativa de la mayor parte del teatro de Ghelderode encontró los aduladores que 
buscaba tanto como las hilarantes críticas con que escandalizados calumniadores 
calificaron su obra: “fornicazioni e contorsioni della magia nera, teologia nera, alchimia 
nera”1. La incomodidad que habita su producción dramática sin duda ha sido causa de 
los incontables tropiezos que sigue teniendo su difusión, como cuando diez años 
después de la muerte del escritor el gobierno belga canceló a última hora lo que hubiese 
sido el primer congreso internacional dedicado al autor, y los diecinueve actores 
japoneses que iban a representarSire Halewyn (1934) regresaron a Kyoto sin subir al 
escenario. 
 
 El desasosiego provocado por la obra de Ghelderode fue quizá exacerbado en quienes 
le conocieron por la incertidumbre que causaba su persona. Pues él mismo no era ni el 
más rústico ni el menos importante entre sus personajes. Marcel Lupovici corroboraba: 
“Sí, era como su amigo Jean Stevo lo había visto: “Pálido, más flaco que el gato de 
azotea más flaco, Ghelderode parece la momia de quien fue. Ya está del otro lado. Así 
es su mirada, su voz […] Autómata que vive, se mueve, come apenas, no duerme y 
vigila, vigila…” A veces os recibe él mismo, y viene a abrir una de las hojas de la gran 
puerta cochera de su morada. Aparece: vestido de terciopelo azul rey, cara blanca, 
demacrado, arqueado, lanzando hacia la luz los hondos huecos de sus órbitas, con la 
arista de una nariz convexa, sonrisa entre paréntesis de arrugas en su boca amarga. 
Extiende una diáfana mano de arzobispo. Su voz es la más delicada, la más matizada 
que pueda imaginarse, en contradicción con el personaje tenso, torcido, erizo, su voz es 
 
1 Nicoletti, «Ghelderode en Italie» p.29 en Michel de Ghelderode et le théâtre contemporain. 
 
8 
 
dulce, llena de melodías marchitas…”1. Se dice que era exasperante su constante manía 
de actuar, y así lo presenta (probablemente a pesar de todos sus esfuerzos) el proyecto 
de autorretrato2 que derivó en la tan controvertida (por doblemente falseada) 
publicación titulada Les entretiens d’Ostende [Las conversaciones de Ostende (1956)]. 
A propósito de ella, Ghelderode decía sentirse traicionado, y Pierre Debauche que “Las 
conversaciones de Ostende sigue siendo para nosotros un documento desconocido. 
Iglésis y Trutat – los responsables de la publicación - por razones comprensibles le 
impusieron un cierto orden, el suyo. Una anotación extensa de las cintas magnéticas, 
con los titubeos, las reiteraciones, los desarrollos, las aparentes digresiones, me parece 
indispensable.”3 Lo que no dice Debauche es que Ghelderode había estipulado, como 
condición a la publicación de las entrevistas, que se le permitiese revisar y corregir las 
transcripciones, de modo que esta libertad resultó en una excesiva (según Beyen) 
manipulación de las mismas, e incluso fueron omisas algunas preguntas, en contra de 
todo propósito honesto de entrevista. Pero por oscuro que se haya vuelto este 
documento, vale la pena señalar que sigue teniendo una relevancia análoga a la de su 
obra, pues si bien no revela al Ghelderode espontáneo, arroja luz sobre el Ghelderode 
que Ghelderode quería mostrar, y quizás Iglésis y Trutat sólo ayudaron a moderar los 
rasgos de un perfil que de otro modo hubiese sido demasiado inverosímil. 
 
 Dejando este documento de lado por el momento para concentrarnos en el carácter 
mismo de su obra y las características de la misma que indudablemente influyeron en la 
notoriedad de este autor: la exhaustiva recurrencia de la muerte en un momento en que 
 
1 Lupovici, «Un téâtre qui m’a griffé à jamais» p.134-135 en Michel de Ghelderode et le théâtre 
contemporain., Bruxelles, 1980. 
2 Con base en aquella serie de entrevistas radiofónicas grabadas del 28 de octubre al 16 de diciembre de 
1951 y difundidas por la emisora ‘Antennes de France IV’ (N del T) 
3 Debauche, «Michel de Ghelderode: Un rêve, le théâtre; une réalité, l’écriture» p. 226 en Michel de 
Ghelderode et le théatre contemporain. 
 
9 
 
se iba al teatro más que nada para olvidar brevemente su sórdida omnipresencia, el 
patente desprecio de la sociedad y sus valores, y esa extraña tristeza rayando en la 
euforia que a veces desborda en inquietante carcajada; Ghelderode no intentaba ser 
agradable. ¿Pero cómo no iba a carcajearse el joven de 28 años que estaba escribiendo 
una “tragedia para el music-hall”, La mort du docteur Faust [La muerte del doctor 
Fausto (1926)], cuando en los teatros de París se presentaban folletines como Roberto y 
Mariana de Paul Géraldy, El lecho nupcial de Charles Méré y La vividora y el 
moribundo de Francois de Curel, de la Academia Francesa?1 
 El repudio a su labor podría además relacionarse plausiblemente con ciertas actitudes 
oportunistas y anarquistas adoptadas por el autor en situaciones delicadas, como cuando 
en 1916, en el fragor de la guerra, adopta el pseudónimo de Conde Von Lauterbach. Su 
repudio a un inexistente nacionalismo belga (y por lo tanto malinchismo o chauvinismo 
flamenco) fue, del mismo modo, manifestado en mal momento: justo cuando la crítica 
belga acogía su compendio de relatos breves L’homme sous l’uniforme [El hombre bajo 
el uniforme (1923)] declara así: “Yo no soy belga, ni de Bélgica. Soy de Flandes, y que 
coman mierda los críticos Kakebroeck’s que afirman lo contrario, y que exploten con 
los gases…”2
 Ciertamente, la lengua tanto como la historia flamenca habían echado raíz en la 
elocuencia del joven Ghelderode a través de su madre, quien a pesar de la prohibición 
del padre le hablaba en flamenco para inculcarle el folklore macabro de la tierra 
ocupada y azotada sin clemencia por la corona española y la inquisición desde antes del 
siglo XVI, y que en su obra nombrará “Breughelandia”3. Así lo recordaba: “El gusto 
por lo sobrenatural debo tenerlo por mi madre. Era un alma tímida y cercana a la 
naturaleza; un alma primitiva apta a la percepción de los misterios naturales. Rica en 
 
1 [ibid] p.227. 
2 Beyen, «Correspondance». 
3 En alusión a la patria del insigne maestro de la escuela flamenca. 
 
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adagios, canciones olvidadas e historias brujas.”1. Hijo de un modesto archivista, 
Ghelderode aprendió a leer y escribir en francés no porque fuese la lengua de su 
realidad, sino porque su padre pudo darle una educación considerada entonces 
socialmente ventajosa. Esta dicotomía, no ajena a la eclosión de un cierto resentimiento, 
quizá explica que el autor se inventase esa aristocracia flamenca sugerida por la 
elección de un pseudónimo tan parecido al nombre del pueblo flamenco llamado 
Ghelrode, en Lovaina, la tierra natal de su madre. 
 No obstante, la mordaz réplica a los elogios de la crítica belga no debería asociarse 
con una postura política particular, ni siquiera con el anarquismo, sino más bien con una 
profunda desilusión, reflejada probablemente en las palabras del soldado en L’homme 
sous l’uniforme [El hombre bajo el uniforme (1923)] cuando afirma: “Yo no creo ni en 
la patria, ni en el honor, ni en la inteligencia, ni en la civilización…Tengo amargura, 
asco hasta los codos”2. Y no olvidemos aquel final de la primera “imagen” de la vida de 
San Francisco de Asís, en donde la multitud de endriagos con cabezas de puercos, 
bueyes y burros grita: “¡Viva la patria!”3. 
 
 Si tomamos en cuenta este amargo desencanto, la perenne preocupación de 
Ghelderode por aparecer ante los demás de modo tan excéntrico, caracterizado no sólo 
en Sortilegios y otros cuentos crepusculares, sino en su propia persona, y añadimos el 
categórico y reiterado rechazo que demostraba ante cualquier intento de clasificar su 
obra, la tan criticada misantropía del autor toma forma y no sólo se explica, sino que 
también se justifica como la búsqueda desesperada de identidad de alguien que no la 
quiere encontrar en la frenética enajenación asesina de sus contemporáneos, y que no la 
 
1 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.14, L’Ether Vague, Paris, 1992. 
2 Ghelderode, La halte catholique – L’homme sous l’uniforme, Académie Royale de Langue et de 
Littérature Francaise, Collection Histoire Littéraire, Préface de J. Blancart-Cassou, Paris, 2002. 
3 En Images de la vie de Saint François d’Assise. 
 
11 
 
sabe reconocer en su quehacer, lo cual explica de otra manera la reticencia del 
reconocimientogeneral. 
 Esta búsqueda aparece mejor con el tiempo, pues cuando la visión nihilista que el 
teatro de Ghelderode mostraba en los años veinte (y que entonces parecía de tan mal 
gusto y fuera de lugar) empezó a cobrar fuerza en los treinta, con resonancia en obras 
como La guerra de Troya no sucederá de Giraudoux (que pronosticaba el pronto 
ascenso de Brecht, Ionesco, Beckett, Genet…), el dramaturgo cambia súbitamente de 
rama, anuncia al público que ya no escribirá para el teatro y decide dedicarse a escribir 
sólo cuentos. Y cuentos que serán escritos con un tono por completo diferente al de su 
teatro, apenas ácidos; con un lenguaje a todas luces menos lúdico y más lacónico; pero 
además, cuentos que no buscan dar seguimiento a la constante e incisiva sátira presente 
en casi todo su teatro: su alter-ego, narrador y protagonista de todos los Cuentos 
crepusculares, se muestra temeroso frente a sus contemporáneos y los evita siempre que 
le es posible, sólo expresando un cansado desdén. El trabajo del autor deliberadamente 
empieza a centrarse en la composición de este alter-ego y de su mundo y no en la farsa 
circundante, justo en el momento en que parodiarla entraba en boga. 
 La hipótesis anterior se ve reforzada por una explicación que hizo de su primera obra 
importante el dramaturgo durante las entrevistas de 1951: “Se trataba del drama de la 
identidad. Mi Fausto se asomaba hacia sí mismo, quería saber lo que realmente era.”1. 
Y no en menor medida por la resolución con que otros comentarios echan luz sobre el 
asunto poco después: “No somos dobles, como se pretende, somos múltiples, y en la 
aspiración a la unidad está el más secreto y devorante desvelo del hombre”; “Si la 
posesión del mundo es un engaño también lo es la posesión de sí mismo…”2 . 
 
1 Ghelderode, Les Entretiens d’Ostende, p.75, L’Ether Vague, Paris, 1992. 
2 [ibid] p. 129 
 
12 
 
 El cansado desdén que manifiesta Ghelderode en su alter-ego como en su persona 
podría parecer un tanto paradójico, pues a pesar del “asco hasta los codos”, se ha 
señalado varias veces la debilidad que el autor tenía por el reconocimiento de su obra; 
incluso hay quienes han asociado (su biógrafo en primer lugar) el deterioro nervioso que 
sufre nuestro autor – manifestado en diversos malestares psicosomáticos como crisis de 
asma y depresiones debidas al calor y al frío, y por los cuales empezará a dosificársele 
morfina, regulador bajo cuyos efectos, dicho sea de paso, serán escritos la mayoría de 
los Cuentos crepusculares – a partir de 1936, con la anormal preocupación y frustración 
que le producía la falta de laureles. Podría no haber contradicción si se tratase de una 
evolución de su punto de vista (u oscilación entre desdén y necesidad de atención), pues 
si en juventud mostraba el flamenco un desalentador perfil reaccionario de rebelde que 
madurará como misantropía; pero no pasemos por alto que parece ser el abandono lo 
que lo encaminó a la soledad: “Mi alma despertó en un gran silencio del que conserva la 
necesidad y el hastío. Ningún niño venía a compartir mis placeres”; “No se hablaba 
mucho en mi casa. Era una casa silenciosa, sin efusiones. Nunca nos abrazábamos, 
excepto en año nuevo. Una cosa curiosa que dará el tono de la familia: nunca nos 
tuteábamos.”; “benjamín y un poco enfermizo, no se preocupaban mucho por mi 
macilenta persona, mis hermanos y mi hermana eran demasiado altos sobre y no 
jugaban con éste demasiado pequeño.”1. 
 Es crucial considerar que para Ghelderode el primer adentramiento en su soledad fue 
forzado y doloroso, no sólo para entender por qué su crítica a la humanidad era tan 
certera y pertinente (más allá del contexto de la guerra), sino también para apreciar 
justamente la importancia del cuento aquí traducido, pues en él queda sellada una 
reconciliación con la soledad. No es difícil ver cómo en dichos cuentos el dramaturgo 
 
1 [ibid] pp.14-15. 
 
13 
 
ha logrado hacer, a su modo, las paces con el mundo, moderándose así la otrora terrible 
necesidad de atención que hacía estridente su teatro. Lo atestigua también un 
comentario fechado a menos de nueve años de su muerte: “Soy un hombre que escribe 
en un cuarto, solo, que no se inquieta por el destino de sus obras, que no se deja nunca 
turbar por la bulla, la admiración o la cólera que sus obras pueden un día suscitar. Para 
decirlo todo, un hombre que no pide nada a los hombres sino amistad, un poco de 
tolerante comprensión.”1. 
 
Desolado carnaval 
 
 Valdría la pena seguir indagando en esta dirección si se quisiera desarrollar una 
exégesis psicológica de la obra de este escritor, con la que quizá se podría evidenciar 
que la ansiosa crítica diseminada en su obra dramática no era más que el triste relincho 
de un pobre malquerido. Pero tal fallo no sólo descartaría muchas críticas validas, 
reduciría también injustificablemente una realidad en la que, si bien el tono dominante 
podría ser dado por una angustiosa inseguridad, todos los colores del mirar están 
presentes en variantes tan legítimas como las de la vida de su creador, y es por ende tan 
irreductible como cualquier otra realidad. Más vale entonces acercarse a los matices que 
cada color ha dado en la paleta del belga. 
 Sirva esta última comparación para señalar que una considerable singularidad de la 
obra de Ghelderode es la recurrencia de sus hincapiés en ciertos temas pictóricos, 
especialmente en los de Brueghel el viejo, quien no sólo inspiró al escritor dos de sus 
piezas (tituladas igual que los cuadros que fueron sus musas: La urraca sobre el cadalso 
y Los ciegos) sino que dio origen al país imaginario en que Ghelderode situó buen 
 
1 [ibid] p.12. 
 
14 
 
número de sus dramas: Brueghelandia. El título del cuadro Máscaras de Ostende de 
James Ensor también es el título de una pantomima de Ghelderode. Escorial (1927) y 
¡Hop Signor! (1936) surgieron, confesó el autor, de la contemplación de cuadros del 
Greco y de Velásquez1. El escenario con el perro aullante en Mademoiselle Jaïre [La 
señorita Jaïre (1934-37)] viene de un cuadro de Van Eyck2 …La medida en que la 
pintura influía en la creatividad del flamenco llegó a hacerle decir: “Es la pintura, 
asociando colores y forma, la que me conduce al arte teatral.”3. 
 
 Ghelderode admitía haber sido fuertemente influenciado por el expresionismo alemán, 
no en sus manifestaciones literarias, cuyas traducciones fueron tardías, sino otra vez, 
por las reproducciones de la pintura de Edward Munch y Otto Dix, entre otros, que 
podían hallarse en París gracias a la revista importada de Alemania Der Sturm. Pero en 
lo que concierne a este movimiento, el medio que más directamente influyó en 
Ghelderode fue el cine. El dramaturgo luego diría: “Llegué a incluir proyecciones 
cinematográficas en algunas de mis obras, integrando al teatro el circo, el music-hall, el 
ring y otras hibridaciones. Y ahora considero esos elementos como una solución de 
facilidad y una ausencia de elección. Todas esas piezas parecían no existir más que por 
la técnica, sacrificándose a la moda de aquel tiempo, ávidas de novedad, y al reordenar, 
tuve que desembarazarlas de ese detallismo invasor y darles la unidad que les faltaba”4. 
De acuerdo con esta aseveración la única obra superviviente de aquella temprana época 
es La muerte del doctor Fausto, y en ella la huella del expresionismo es patente. 
 
 
1 [id] p.178. 
2 [id] p.144. 
3 [id] p.59. 
4 [id] p. 74-75. 
 
15 
 
 Con excesiva comodidad explicativa, algunas críticas1 han atribuido el incansable 
tratamiento del tema de la muerte a una u otra condición psicopática en Ghelderode, que 
ciertamente pudo haber existido desde temprana edad - aunque la gran mayoría delas 
obras en que la muerte es realmente el motivo dominante fueron escritas después de los 
treinta y siete años - si tomamos en cuenta: su casi mortal contagio de tifoidea a los 
dieciséis años; la muerte de su hermano Ernest en el frente, el 8 de Octubre de 1918, 
cuando tenía Ademar 20 años; los dieciocho meses subsiguientes como cabo en el 
ejército y el retiro forzoso y prolongada hospitalización (hasta 1921) causada por el 
deterioro de su salud, sin mencionar la triste edad temprana de un fallido intento de 
suicidio (cf. Michel de Ghelderode ou la hantise du masque). Por otra parte ¿por qué 
incomoda tanto la ubicuidad de la muerte en la obra de un escritor que vivió las dos 
guerras? O mejor, como él mismo lo pondría: “A final de cuentas la Muerte […] ¿no es 
acaso el gran asunto de nuestra existencia?”2. 
 Lo importante en cualquier caso no es por qué, sino cómo trató Ghelderode la muerte, 
porque le dio tan variadas luces que difícilmente podría hablarse de una concepto fijo de 
la muerte a lo largo de su obra, de no ser por la evidente convicción de que hay una 
muerte para cada quien y de que la manera en que se presenta corresponde y revela de 
muchas formas la vida del que la recibe. 
 Al familiarizarnos con su obra encontraremos que la muerte en Ghelderode recurre a 
un par de escoltas: El primero es ese cáustico acompañante, que igual se impone en 
carcajada como se infiltra en sonrisa a ceja arqueada, esa risa lacrimosa ante la muerte, 
tan cercana a veces a la de Céline, aunque de espectro quizá más amplio - mas no de tan 
buena resolución – que no sólo deja los tonos lúgubres, resignados e impávidos, para ir 
de vez en cuando a galantear con la locura, sino que hay momentos en Ghelderode en 
 
1 Como las de Anne-Marie Beckers en Michel de Ghelderode, Ed. Labor, Bruxelles, 1987. 
2 [id] p.142. 
 
16 
 
que la razón se da a la fuga, y él es el único que ríe, desafiante y terriblemente solo. Este 
talante puede elucidarse con el adagio “faire farce pour faire face” (Hacer farsa para 
poder dar la cara), recordado por Ghelderode en una carta a Louis de Winter el 23 de 
marzo de 19541. “Me gusta ese reír flamenco que hace rechinar los dientes”, dice el 
personaje del rey en Escorial, y es quizá ésta una buena definición del humor en 
Ghelderode, donde lo cómico mana de la trágica ceguera humana. El mundo que el 
autor así recrea ríe tristemente convencido de su irremisible hundimiento, mundo 
decadente como aquél descrito en El jinete bizarro, compuesto por “una humanidad 
que se disloca pero sigue teniendo rico colorido y fuerte olor”. 
 El segundo comparsa recurrente de la muerte es la lujuria: “Lo que usted gentilmente 
llama amor, amor sentimental, no es más que un camuflaje del erotismo que condiciona 
toda existencia y todas las acciones del hombre. Y cuando digo erotismo debiese decir 
lujuria.”2. Así respondió Ghelderode a la pregunta que su interlocutor adelantaba sobre 
el lugar del amor en su obra, pues realmente es oscuro el concepto de este sentimiento 
en ella, y no sólo porque la única pareja de enamorados que la habitan (Adrián y 
Jusemina en La balada del Gran Macabro) debe meterse en una cripta para poder 
amarse, sino aún más puntualmente por aquel diálogo en Sortie de l’acteur [Salida del 
actor (1931)] entre el actor Renatus y el dramaturgo Jean-Jacques, en quien se veía 
caracterizado el autor: “- El amor tiene poco lugar en sus obras. – Pero sí aparecen 
mujeres… -¡Y qué mujeres querido autor! Se muere demasiado en vuestras obras y no 
se ama suficiente. –Ya entiendo ¡aunque un poco tarde!”3. 
 En una entrevista previa, Ghelderode replicaba a una paráfrasis de la anteriormente 
mencionada pregunta lo siguiente: “No se ama suficiente en mi teatro sin duda porque 
se ha amado demasiado y no se hizo más que eso – amar o acostarse – en todo ese teatro 
 
1 Beyen, Ghelderode, p.135, Seghers, Paris, 1974. 
2 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.160, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 
3 Ghelderode, Sortie de l’acteur, en Théâtre III, p.233, Ed. Gallimard, 1950-1982. 
 
17 
 
francés que nos envenenó y cuyo olor venéreo persiste aún.”1. Pero el erotismo al que 
alude Ghelderode no siempre tiene la energía tan vital que quisiera exponer a su 
entrevistador. Las obras en que aparece con más fuerza, como La Farce des Ténébreux 
[La farsa de los Tenebrosos (1936)], ¡Hop Signor!, Magie rouge [Magia roja (1931)], 
entre otras, aparece inequívocamente ligado a la muerte de una manera fácilmente 
asociable a la necrofilia: los únicos momentos en que Margarita de Harstein demuestra 
alguna sensualidad en ¡Hop Signor!, son ante la sangre derramada de sus apuestos 
pretendientes y cuando el verdugo está a punto de matarla; los amantes de Magia roja 
son adúlteros planeando el asesinato de Hyeronimus. Y ni qué decir del tono preciosista 
con que se describe el cuadro en que la supuestamente horrible sirvienta del cuento 
L’odeur du sapin (El olor del pino en Cuentos crepusculares), Pecado Mortal, queda 
tendida en el suelo tras sufrir la violación del pestilente marinero alegórico de la muerte. 
 
 Ghelderode respondió una vez: “La muerte está en todos lados pero nos la 
esconden”2. Esta declaración alude a otro factor recurrente en la obra del autor: la 
educación religiosa “con los señores prestes”, como despectivamente se refería a 
quienes le inculcaron que “la muerte llega como un ladrón”3 . Este temor aparece de 
manera más explícita cuando el narrador del cuento titulado El jardín enfermo confiesa: 
“Fui demasiado amenazado por mis padres y los sacerdotes y mi vida está edificada 
sobre el miedo.”4 
 El miedo a la muerte está casi infaliblemente ligado en Ghelderode al imaginario de la 
tradición católica, aunque demonios y demás encarnaciones de la maldad presentan más 
los tintes grotescos de la parodia (cuando no de la tristeza, como Diamotoruscant, el 
 
1 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.141-142, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 
2 [id] p.142. 
3 [id] p.149. 
4 Ghelderode, Sortilèges, p.68, Ed. Labor, Bruxelles, 2001. 
 
18 
 
diablo dispuesto a trocar su alma a cambio de juventud en La muerte del doctor Fausto) 
que los de un verdadero temor. Se trata quizás de un temor transformado: podría así 
entenderse el enfermizo deseo de reconocimiento y la persistente presencia de la muerte 
en la temática del autor (suponiendo que para él la muerte permaneció asociada al 
miedo) por asociación de ideas, o trueque de temores: no alcanzar la “inmortalidad” 
(relacionada acaso en su mente con la fama) equivaldría a morir. De cualquier manera 
lo interesante es que al final de su vida, Ghelderode, increíblemente, justificaba el 
miedo con que vivió: “Es el miedo a la noche lo que da valor a nuestros días […] Esta 
ansiedad se trasparenta en mi obra. ¿Cuál sería su sentido sin ella?”1. 
 
 Pero si la religión es una de las principales víctimas de la sátira ghelderodiana, no 
debe entenderse un repudio absoluto de la liturgia cristiana por parte del flamenco, pues 
tan gran disgusto expresaba ante algunas facetas eclesiásticas como afecto e incluso 
fervor ante otras, y a comentarios como: “Pérdida de fe. A causa de los prestes. De su 
estupidez. Sobre todo de su falta de caridad.”2, siguen otros como: “¿Religioso? Justo 
lo suficiente, sin derrapar, pero aún adorando el culto, aún ávido de sus fastos. La vida 
de una iglesia es un espectáculo inmutable y nuevo, el más entrañable que hay.”3. Esta 
ambigüedad entabla un contrapunto interesante con la negra visión de la humanidad en 
la obra de Ghelderode: el sentimiento religioso a veces nace del cinismo más sofocante 
y viceversa (como ejemplo salta a la mente la alucinada revelación en Sortilegios de que 
los ancestrales monstruos marinos invocados por elautor sobre las olas eran 
preservativos flotando). Pero es notable que no sea generalmente en su obra dramática 
donde este sentimiento lo lleva por encima de sí mismo: la exaltación que conocen los 
 
1 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.56, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 
2 Notas inéditas citadas por Roland Beyen en Michel de Ghelderode ou la hantise du masque, p.95, Palais 
des Académies, Bruxelles, 1980. 
3 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.24, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 
 
19 
 
personajes de su teatro casi nunca deja de depender de la mirada del otro. Y es esto lo 
que a la vez falsea toda posibilidad de alguna epifanía, e irónicamente, da otra forma de 
relevancia humana a dicha obra; pues en toda ella subyace la tragedia social del 
individuo herido por la aberrante circunscripción a la que le obliga la dependencia de la 
mirada, del cariño y la aceptación de sus semejantes. 
 
 Sólo en sus cuentos, la soledad toma un matiz menos dolido, más eremítico (cf. El 
amanuense, Un crepúsculo y Sortilegios en Cuentos crepusculares). Sólo en ellos 
hallaremos mitigada la a veces negra pero siempre imprescindible burla de quien hizo el 
tan penoso esfuerzo de reír para dar la cara. Y quien dijo “Al poner pie sobre nuestra 
vieja Tierra ¿no me había equivocado de planeta? Es mi drama, la llave de toda mi obra. 
Nacido en la soledad, crecí en ella como en una bola de cristal, como un personaje del 
Bosco en su burbuja.” Dirá también: “Amo la soledad, en toda su pureza. La necesito. 
Es mi seguridad. No puedo hacer nada sin ella […] Es una purificación, una higiene del 
alma. Y aún hoy, defiendo celosamente esta soledad que nada me hará dejar.”1. 
 
 
 
Afinidades e influencias 
 
 Una de sus últimas obras de teatro, L’école des bouffons [La escuela de los bufones, 
perteneciente según el propio autor al prolijo periodo de 1934 a 1937, y según Roland 
Beyen a 1942], ha suscitado copia de reflexiones por la confesión que el maestro de 
bufones Folial hace del secreto de su arte, “del gran arte, de todo gran arte que quiere 
 
1 Ghelderode, Les entretiens d’Ostente, p.46-47, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 
 
20 
 
durar […] la CRU-EL-DAD”1, pues Antonin Artaud acababa de publicar, en 1932, el 
primer manifiesto del teatro de la crueldad, y extrañó que Ghelderode negase haberlo 
leído o escuchado cualquier cosa sobre las teorías de su autor. No era para menos, ya 
que cantidad de recursos escenográficos sugeridos por Artaud para violentar la 
sensibilidad del espectador aparecen en esta pieza como el “crescendo frenético”2 del 
“obstinado tamborín”, o el aspecto de “repugnantes desperdicios humanos”3 de los 
bufones. Pero no podemos olvidar que, desde varios años antes, Ghelderode ya hacía 
abuso de ciertos medios en sus obras para suscitar ese malestar al que Artaud atribuía 
propiedades catárticas: en Escorial, se indican perros que “aúllan a muerte” del 
principio al final de la pieza; las luces verdes, rojas y “grandes sombras fantasmales” 
mezcladas con los “incesantes disparos”, “formidables cañonazos” y gongs de 
Pantagleize (1929) distan tanto de Artaud como La escuela de los bufones; además, si 
Artaud pensó la estética de la crueldad como teoría, nada le debe su realización en la 
obra de Ghelderode. O como lo puso él mismo: “Nunca me preocuparon las teorías; del 
teatro yo nunca discutía ¡lo escribía!”4. 
 
 Pero lo anterior no quiere decir que en el dramaturgo belga no haya rastros de 
predecesores e influencias. Siguiendo aquel mismo espíritu de ruptura que inauguraron 
Apollinaire, Cocteau y Jarry, Ghelderode releva esa línea de “anti-teatro” en que lo 
dramático se vuelve caricatural y la tragedia burlesca. Más que sólo una similitud con el 
trasfondo moderno de la época, asqueado de tradiciones y desencantado de ideas, existe 
una afinidad en la intuición de que el teatro debe desbordar sus límites a cualquier costo, 
intuición que está en la médula de la búsqueda de sentido en lo absurdo. La proyección 
 
1 Ghelderode, Théâtre III, p.331, Gallimard, Paris, 1950-1982. [En francés la división silábica crea un 
juego de palabras que se traduciría como CRUDO-AL-TÉ, entiéndase CRUDO-CON-TÉ.] 
2 [id] p.307. 
3 [id] p.291. 
4 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p. 170, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 
 
21 
 
de este tono, tan insolente como desconcertantemente ingenioso, toma forma en la obra 
temprana de Ghelderode no sólo en los calificativos de las obras (“Tragi-farsa”; 
“Vaudeville entristecedor”…), sino en la cualidad circense con que sus personajes 
invierten los valores de la tragedia y la parodia: el doctor Fausto debe aparecer, por 
ejemplo, “como un payaso al cual ha sido dado un papel trágico”1. La “altanera risa sin 
caridad”2 que Ghelderode decía haber heredado de Jarry puede encontrarse en la 
exageración grotesca de ciertos rasgos de algunos de sus personajes: desde la alucinada 
avaricia de Hyeronimus, en Magia roja, quien imagina que oficiándole bodas a sus 
monedas hembras con sus monedas machos nacerán nuevos escudos, hasta la prepotente 
neurosis del rey de Escorial, que manda degollar las campanas de su reino. Una de las 
farsas más descabelladas de Ghelderode, La balada del Gran Macabro (1934), 
concebida para marionetas, hace eco a Ubu rey no sólo en que esta última también fue 
originalmente pensada para marionetas, sino en ciertas ocurrencias, como la de cobrar el 
aire. Esta tendencia a la caricaturización, que conllevaba a su vez la pérdida de sentido 
que sería una característica distintiva del “nouveau théâtre” (o teatro del absurdo) que 
pronto iniciarían Beckett y Ionesco, queda anunciada en reiteradas ocasiones a través de 
la obra del dramaturgo belga: tomemos el monólogo de Blandine en Mademoiselle 
Jaïre: 
 
 “No más madre no sola como tanto esperé. No alguien vendrá para cerrar mis dos azules 
no importa. Llega por la calle de los Adioses madre un ángel arisco lo empuja en la espalda 
¿Sola yo? No el perro que llora cuando la gente No por mí la gente ríe buen perro de piedad 
que olfatea la oh! qué cansada de estar cansada estoy y de esperar…” 3. 
 
 
1 Ghelderode, Théâtre V, p.214, Gallimard, Paris, 1950-1982. 
2 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.72, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 
3 Ghelderode, Théâtre, Tome premier, p. 256. 
 
22 
 
O la frase “inspirada” de Lekidam en Pantagleize: 
 
“Timador marmitón y tapón de garrafa brasas a tu frente equipolente bailas sobre cuerda y 
dices bah al arcángel son las tres cincuenta y el laurel se come difunde tu delirio deja al 
infierno doliente”1. 
 
 Otro tipo de influencia puede desenterrarse de la substanciosa correspondencia de 
Michel de Ghelderode: entre las más de ocho mil cartas escritas por el autor, y 
recopiladas por Roland Beyen, se hallan, en primera instancia, aquellas en que aparece 
la que será indeleble aunque temprana influencia de ese oscuro “protector”, Hervé 
Ameels, por quien descubriría, además de su “pertenencia a la raza flamenca”, a 
Breughel, al Bosco y a Ensor. Más tarde, a partir de 1929 y por el resto de su vida, 
escribió cartas dirigidas al poeta brujense Marcel Wyseur, quien al término de la 
primera guerra mundial fuera saludado como “heredero directo” de Émile Verhaeren, 
(aunque irónicamente nada significativo volvió a publicar poco después de morir este 
último). Bien ha puesto en evidencia el recopilador de los considerables volúmenes de 
la Correspondencia de Michel de Gelderode el notable cambio estilístico asentado en la 
pluma de Ghelderode a raíz de esta amistad epistolar (particularmente fecunda de 1930 
a 1933) que transmitiría no sólo el gusto por los arcaísmos y neologismos, sino gran 
parte de los latinismos que tanto apreciaba elde Ixelles. 
 
 Otro ascendiente directo en la obra del dramaturgo existe en la persona del novelista 
gantés Franz Hellens, con quien compartió una larga y tortuosa amistad tutelar de 1936 
a 1951. Si Wyseur tuvo impacto en el estilo de Ghelderode, la influencia de Hellens se 
ubica en el plano temático, donde la afinidad de ambiente y tono (sobre todo con las 
 
1 Ghelderode, Théâtre, Tomo III, pp. 104-105. 
 
23 
 
primeras obras, las más lúgubres de este autor) es tan evidente que el dramaturgo no 
esconde el padrinazgo y le dedica un cuento (En el país de Laermans), comparte el 
título de otro (Las imágenes) y abiertamente se refiriere a él como “mi maestro” en un 
artículo que publicó en homenaje suyo1. Robert Frickx publicó un estudio profundo de 
los recurrentes paralelismos en la obra de ambos autores2. Es interesante notar, como lo 
hace Frickx, que Hellens, siendo uno de los pocos que realmente contribuyó a sacar de 
la sombra a Ghelderode, siempre hizo patente su desprecio del teatro de este último, y 
sostenía que: “Tanto me parecen fabricadas sus piezas, de una alquimia caduca, 
imitando demasiado las pinturas bastante malas que tiene incesantemente bajo los ojos, 
inspiradas más por el arsenal de formas grotescas con que se rodea que por su fondo 
personal, como sus relatos fantásticos a la Poe me parecen, si no de gran inspiración, de 
escritura plausible y de energía formal certera.”3. 
 
 
Oportuno incompatible 
 
 El autor de La Vie seconde ou les Songes sans Clef4 no fue el primero ni el último en 
hacer esta última afirmación, y el mismo Ghelderode confesaba que “No se me ve en los 
teatros. No por timidez o por actitud, sino a causa de una incompatibilidad y porque 
escogí la soledad desde el principio.”5. Dicha incompatibilidad resulta aún menos 
comprensible cuando el autor sostiene que no escribe con la representación escénica en 
mente: “la representación teatral se lleva a cabo fuera de mí, de mi universo mental. 
 
1 En el número 22 de la revista Marginales, en marzo de 1951 
2 Frickx, Hellens ou le temps dépassé, Académie Royale de langue et de Littérature Françaises de 
Belgique, Bruxelles, 1992. 
3 Beyen, “Franz Hellens et Michel de Ghelderode” en Franz Hellens. Compilación de estudios, memorias 
y testimonios ofrecida al escritor en su 90ª aniversario. Publicado bajo la dirección de Raphaël De Smedt, 
Bruselas, André De Rache, 1971, p.213. 
4 Hellens, La Vie seconde ou les Songes sans Clef, Ed. du Sablon, Bruxelles/Paris, 1945. 
5 Ghelderode, Entretiens d’Ostende, p. 12. ,Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 
 
24 
 
Sucede en un lugar demasiado poblado y en un plano físico, en medio de la 
muchedumbre agresiva, y eso me indispone, me asusta un poco.”1 Y no sólo el público 
indispone, parece que todo en el teatro causa una profunda aversión a Ghelderode: “No 
sabemos por qué siempre nos es molesto eso que llaman teatro. ¿Será que tenemos 
consciencia de que el actor, por genial que sea, traiciona – y más aún si es genial o 
personal – el pensamiento del poeta?”2. 
La pregunta se impone: ¿Por qué escribió este dramaturgo más de ochenta obras para el 
teatro? 
 En entrevistas Ghelderode hablaba del teatro “experimental”, le definía como un 
teatro “libre de la preocupación de una probable representación. Era una forma poética 
que me convenía, un instrumento muy manipulable y muy rico, mucho más apasionante 
que el cuento como solía practicarlo…”3. ¿Pero escribir teatro sin pensar en la 
representación no es más parecido a escribir cuentos que a escribir teatro? La anterior 
aseveración se vuelve confusa si se toma en cuenta lo antes dicho (en la misma 
entrevista) por él mismo a propósito de la importancia que concedía en su obra a las 
artes plásticas: “La obra teatral no existe sin la sensualidad propia a las artes plásticas, o 
bien sólo existe en forma de un diálogo para ser leído y que no pide la puesta en 
escena.”4. Podemos inclinarnos hacia la interpretación que Roland Beyen ofrece de una 
comparación hecha por Ghelderode entre su forma de escribir y la pintura, pero aún 
puede servir este par de comentarios como prueba de lo ambiguo que puede resultar el 
documento (Las conversaciones de Ostende) por el hermetismo y volubilidad de sus 
opiniones y sentimientos. Revisemos pues datos menos ligeros y más históricos. 
Acérquese por ejemplo la “conveniencia” de esa “forma poética” a la fecha en que 
 
1 Idem. 
2 Morariu, « À propos des Entretiens d’Ostende » en Michel de Ghelderode…Trente ans après. Actes du 
troisième colloque international, Cluj-Napoca, 1992. p. 58. 
3 Ghelderode, Entretiens d’Ostende, p.67. 
4 Ibid. p. 62. 
 
25 
 
empieza su colaboración con la Vlaamsche Volkstooneel (Teatro Popular Flamenco) de 
Johan de Meester, 1926, mismo año en que empieza a escribir la Muerte del doctor 
Fausto, su primera obra importante. Ghelderode trabaja con esta compañía hasta su 
disolución en 1932. Para ella fueron escritas todas las primeras piezas de peso en el 
repertorio del escritor montadas durante este periodo, como Barrabas, Escorial, 
Pantagleize y Magia roja, pues el joven dramaturgo era su proveedor exclusivo. Para 
subrayar la importancia que esta colaboración tuvo en la orientación del dramaturgo no 
sólo señalemos que Ghelderode dejará de escribir teatro definitivamente cinco años 
después de la disolución del VVT; consideremos además el contraste del ya citado 
comentario a propósito de la “traición” del actor con aquella obra-homenaje a Renaat 
Verheyen, (figurante del elenco del VVT muerto en 1930), Salida del actor; este drama 
trata de un actor, Renatus, que muere por haber creído demasiado sus papeles, y de un 
autor que renuncia a escribir cuando se da cuenta de que sus textos sólo vibraban en la 
voz y el gesto del actor muerto. Que el VVT haya tenido mayor o menor influencia en la 
temprana aunque inestable vocación del dramaturgo es tan seguro como que haya 
dejado de escribir teatro a raíz de la muerte de Verheyen, quien murió recitando en su 
delirio líneas de Judas, su personaje en Barrabas, y de Pantagleize. 
Quizá sea simplemente que Ghelderode siempre fue más cuentista que dramaturgo. 
Antes de la fiebre del VVT la gran mayoría de sus escritos son cuentos o novelillas, y es 
además interesante encontrar extraños rasgos narrativos diseminados en la obra 
dramática del flamenco, como por ejemplo la continuidad de ciertos personajes en 
varias obras (el guardia Lamprido, Carlos V, la bruja Mankabéna, el bufón Folial…). 
Descartada por el dramaturgo quedó la asociación que un entrevistador sugirió de dicha 
continuidad con los dogmas de la Commedia dell’Arte, pero a cambio respondió: “Mis 
personajes forman una familia que me acompaña, y los invoco según las necesidades 
 
26 
 
porque me dan satisfacción.”1. Dicho esto parece no importar si fue mejor cuentista que 
dramaturgo, Ghelderode decía: “Mi obra es una.”2. De acuerdo, pero una como la planta 
es una con la flor. 
 
 Fue necesaria la segunda guerra para que el teatro francés reconociese que las piezas 
de Ghelderode podían tener cierta vigencia a pesar de estar ambientadas (como la 
mayoría de sus obras tempranas) en el siglo decimoquinto e incluso antes, y que no por 
hacer uso de marionetas en vez de actores eran poco serias. El 13 de junio de 1947 la 
compañía de Catherine Toth y André Reybaz presenta en el Théâtre de L’Oeuvre de 
París ¡Hop, Signor! y Le ménage de Caroline [El ajuar de Carolina (1930)]; es el 
principio de una etapa que durará hasta 1953 durante la cual Ghelderode acapara la 
farándula parisina, periodo todavía hoy conocido por la crítica francesa con el 
despectivo término patológico empleado por Guy Dornand: “la ghelderoditis aguda”. 
 Parece confirmarse aquí la frase de Ionesco, segúnla cual “la vanguardia no puede 
generalmente reconocerse hasta que se ha convertido en retaguardia”3; sobre todo si 
ahondamos en aspectos lingüísticos de la obra de Ghelderode, pues considerando la 
amalgama en su francés de gatuperios flamencos (como el “Babeleers”, que 
familiarmente significa babosos, usado en vez de “Babel heeren”, equivalente a: señores 
de Babel, en De un diablo que predicó maravillas), de palabras inventadas (como la 
“Clave foca” que habla Bam-Boulah en Pantagleize), de arcaísmos léxicos, sintácticos y 
morfológicos que en ocasiones producen estimulantes híbridos (como el monólogo de 
Foliant con que abre María la miserable), y de ciertos episodios onomatopéyicos (como 
las cantilenillas de las tres Mariekes en La señorita Jaïre), será evidente que no estamos 
muy lejos del monólogo de Lucky (en Esperando a Godot) ni de los preceptos del 
 
1 Ghelderode, Entretiens d’Ostende, p. 183. , Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 
2 Ibid, p. 42. 
3 Ionesco, Notes et contre-notes, Gallimard, « idées » p.77. Paris, 1966. 
 
27 
 
mismo Ionesco cuando afirmaba que “el verbo debe estirarse hasta sus últimos límites, 
el lenguaje debe casi explotar, o destruirse en la imposibilidad de contener los 
significados”1. La relevancia del teatro de Ghelderode es innegable tanto a nivel 
estilístico en la evolución del género en el siglo XX, como en la crítica social que 
formula. Pero precisamente es relevante sólo como lo es toda crítica, en relación al 
objeto criticado, y, estilísticamente, como vehículo para el advenimiento de otro teatro; 
pero, salvo un par de piezas en que el cinismo realmente alcanza cierto sentido del 
humor, no hay una esencia ideal o emotiva que anime la densa farsa dramatúrgica de 
Ghelderode, su interior es inerte. Pero la futilidad del juicio a lo ajeno aquí aparece 
claramente, pues si no encuentro valor alguno en gran parte de su producción 
dramatúrgica, no puedo ignorar que esa producción fue parte de un proceso del que 
depende la creación de Sortilegios y Sire Halewyn. 
 
 
Metanoïa 
 
 Una obra que merece mención aparte en la producción de Michel de Ghelderode es 
esa pieza que por su naturaleza radiofónica, la época en que fue escrita y su inequívoco 
carácter de tragedia, anuncia el último periodo fértil de Ghelderode, ese breve par de 
años que le vería tomar un afortunado retorno a la narrativa. Retomada por nuestro autor 
en 1934, la leyenda de Sir Halewyn marca una pauta en primera instancia por ya no ser 
parte de la producción dramatúrgica escrita para el VVT – a causa de su reciente 
desintegración – además de que por primera vez en la totalidad de su obra dramática se 
percibe un tono completamente desprovisto de la oscura sátira ghelderodiana, 
 
1 Ionesco. « Expérience du théâtre » en La Nouvelle Revue Française, 1o de febrero de 1958, p.262. 
 
28 
 
omnipresente hasta entonces. Pero sobre todo, esta pieza escrita para ser escuchada da 
nuevo vuelo a la pluma del flamenco, despertando sin duda de un sueño lejano esa veta 
musical que ya se había asomado en aquel fallido intento adolescente de ingresar al 
conservatorio para convertirse en instrumentista de alto. Y si Ghelderode ya adulto 
decía: “evito la música como se evitan las alegrías demasiado violentas, demasiado 
fuertes.” 1 no cabe duda de que su sensibilidad a ella fue determinante en la 
composición de Sire Halewyn. Pero sería arriesgado poner todo el peso de la mesura 
que permea la intención de esta obra en la búsqueda rítmica y melódica que caracteriza 
su lenguaje, pues la seriedad de una tragedia brilla en medio de la negra carcajada que 
era hasta entonces la visión del belga, y dice más sobre sus ideales que todas sus 
parodias. 
 El origen de la leyenda está inscrito en el canon de los libros santos de la Iglesia 
Católica bajo el nombre del Libro de Judith, cuyo manuscrito original escrito en hebreo 
en el siglo IV antes de Cristo se ha perdido y sólo ha podido ser preservada una copia en 
griego. Este libro cuenta la historia de la joven viuda Judith, célebre en la antigua 
Betulia por su belleza tanto como por su piedad. Cuando esta ciudad estuvo a punto de 
rendirse ante el sitio de la armada asiria, enviada por Nabucodonosor Iº para castigar a 
los pueblos occidentales que habían rechazado sostenerlo en su guerra contra el rey 
persa Arfaxad, la impetuosa joven, enfadada, decidió entregarse al general enemigo, 
Holofernes, y pasó la noche en su tienda para decapitarlo sin haber sufrido deshonra 
alguna. 
 Aunque los exegetas eruditos no han visto en esta historia sino una ficción, una 
parábola de la fuerza vencida por la belleza (entre otras), su reverberación ha sido 
inmensa en la inspiración de los grandes maestros, por mencionar alguna: La Betulia 
 
1 Ghelderode, Les Entretiens d’Ostende, p.31, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 
 
29 
 
Liberata de Mozart y la Juditha Triumphans de Vivaldi, el bronce de Donatello, los 
óleos de Botticelli, Mantegna, Tiziano, Rubens, Caravaggio, Klimt, y, más oscuramente 
quizás, en las letras de Howard Barker, en las de Michel Leiris. 
 Alejándose más o menos de sus fuentes sacras, la leyenda de sir Halewyn – supuesta 
derivación de Holofernes1 - aparece escrita por primera vez en l848 por J.F. Willems en 
sus Oude Vlaemsche Liederen2 y en 1856 por Edmond de Coussemacker3 en sus Chants 
populaires des Flamands de France, y desciende probablemente de una versión de la 
leyenda de Judith de origen escandinavo, también muy difundida en Alemania. 
 Pero el primero en extraer el valor literario de la balada flamenca fue Charles De 
Coster, quien la incluyera en forma de relato, aunque respetando los aires y tonos de la 
narración oral, en su compendio de Légendes flamandes4. Esta versión notablemente 
más larga sustituye el ímpetu dramático que da a la balada su comienzo ‘in medias res’ 
(cuando a la hija del rey se le niega el permiso de afrontar a Halewyn) por el 
embelesamiento elaborado con una historia que abarca desde la infancia de Halewyn, 
cuando su madre hizo el pacto (que daría belleza y fuerza a su deforme hijo, siempre y 
cuando éste llamara con su canto nocturno a vírgenes para arrancarles el corazón) con el 
Señor de las Piedras, hasta su muerte a manos de la princesa. Al preservar refranes, 
costumbrismos y supersticiones en un estilo narrativo rudimentario, sensacionalista y 
moralmente maniqueo, la obra, sin dejar de ser original, hace pensar en los antiguos 
relatos populares del medioevo. Como Judith, la princesa Magtelt de De Coster no duda 
ni se arrepiente de su verdugo gesto. 
 
1 Funk y Wagnalis, Dictionary of Folklore, Mythology and Legend, Tome I, 1949, New York, p.476. 
2 Willems, Oude Vlaemsche Liederen, Gent, Gyselinck, 1848, pp. 116-122. 
3 Coussemacker, Chants populaires des Flamands de France, Gand, Gyselinck, 1856, pp. 142-148. 
4 De Coster, Légendes flamandes, Ed. Labor, Bruxelles, 1990, p.89. 
 
30 
 
 Casi un siglo después de las Légendes flamandes, en 1954, se publicó una versión 
para el teatro de Halewyn1, escrita esta vez por Herman Closson. Su significado es otro 
muy distinto al de la de De Coster. Siguiendo los principios de la tragedia clásica en la 
que Closson veía la expresión misma de la autenticidad, su obra en dos actos es densa y 
angular. Suerte de críptica reivindicación de la violencia del dolido enamorado en 
cuerpo del “vengador de las abdicaciones del hombre”. Federica la princesa será la 
única que, no habiendo escuchado su canto, podrá ultimar al brujo inmaculada. La joven 
viuda perpetuará, errando por el castillo, el lamento encantado del pobre amor que 
prefirió la muerte: “Atrapados en un dilema, los personajes de Closson, fieles a su 
imagen, reaccionancomo héroes cornelianos escogiendo para sí mismos la solución 
más difícil”.2
 La explicación de este dilema se anunciaba ya en la mutante pasión de Purmilenda y 
la vanidosa barbarie de Halewyn en el Sir Halewyn de Ghelderode; transmitida por 
primera vez en la traducción al flamenco de Albert Van Hoogerbemt al final de 1934, la 
versión original en francés en 1936, y puesta en escena el 21 de enero de 1938. 
Supuestamente Ghelderode había tenido la idea de escribir una obra a partir de la 
antigua balada, pero fue frenado por la iniciativa con que otro dramaturgo colaborador 
en el Vlaamsche Volkstoonel, Anton Van de Velde, se anticipó a su proyecto. 
Notablemente, de todas las versiones antecedentes, ésta última fue la más criticada por 
Ghelderode y a la vez la más similar a la suya aunque, como en 1953 Ghelderode dijo a 
su amigo y traductor al italiano, Gianni Nicoletti: “Sire Halewyn es mucho más un 
poema teatral, una ópera oral, un fresco vocal – o lo que usted quiera – que una obra de 
teatro en sentido estricto.” Ciertamente la pieza, si coincide en la elección de relieves de 
 
1 H. Closson, Sire Halewyn, Ed. J. Antoine, Bruxelles, 1972. 
2 R. Trousson, La légende de Sire Halewyn selon De Coster, Closson et Ghelderode, en Michel de 
Ghelderode…Trente ans après. Actes du troisième colloque international, Cluj-Napoca, 1995. 
 
31 
 
adaptación del valor dramático con la de Van de Velde, tiene otro formato y acude a 
recursos completamente distintos para crear ese relieve. 
 En su versión, el erotismo y lo visceral son el motor esencial de un drama que por 
explicarse menos es más real, la ambigüedad persiste hasta el último momento en el 
amor de Purmilenda tanto como en la maldad de Halewyn. Y para trenzar el misterio no 
sólo hay un drama que por ser contado en cuadros imprime paisajes en que lo vago 
nimba símbolos, sino esta posibilidad sonora largamente invitada en los recurrentes 
versos del letal canto de Halewyn. 
 A diferencia de De Coster y Closson, Ghelderode comprime la acción a la noche fatal, 
consiguiendo así el ímpetu necesario para contar una historia que ha desplazado el 
énfasis de la belleza y virtud hacia la “muerte y la lujuria”1. Pues tan grande es el 
desasosiego de Halewyn, que dice: “¿Mis placeres? ¿Me visteis jamás alegre al volver 
de mis cacerías solitarias?”, como lo es el de la adolescente princesa virgen, por sus 
palabras: “Entonces, mejor que andar taloneando las lozas o rasgando la lencería o 
dislocando mi crucifijo creo que sería huir, metamorfosearme en bestia y correr 
aullando de placer y miedo. Una bestia perseguida por un cazador que la degollará, 
caliente, sin aliento…”. Purmilenda quiere amar, también Halewyn, pero el terrible 
pacto que le ha vuelto de piedra el corazón se interpone. 
 No tomemos tanto en cuenta la declaración de Ghelderode sobre el motivo de esta 
obra, “el absoluto poder del Mal”2 [como quisiera confirmar la inexplicable muerte 
abrupta de la princesa al final del relato de su hazaña, cuando acaba de revelar ante 
todos los convidados de su padre, el duque, que sólo un beso pudo callar el terrible 
lamento que entonaba la cercenada cabeza de su fallido amante] no es lo que empujó 
tanto al escritor a hacer suya esta historia, sino las fuentes bíblicas, su adopción y 
 
1 Ghelderode, Les Entretiens d’Ostende, Ed. L’Ether Vague, p.177, 1992, Paris- 
2 Ibid, p. 175. 
 
32 
 
variante flamenca, sin duda la versión de De Coster, pero sobre todo la cuestión de amar 
o sufrir que después sería centralizada por Closson, la herencia de un pétreo corazón 
cuyo canto encanta y el beso de la muerte, que son los motivos centrales que presenta la 
versión de Ghelderode: la muerte reúne a los que en vida no pueden amar. 
 Sean cuales fueren, las razones que llevaron a Ghelderode a esta escritura más 
comprometida consigo misma, más seria, están estrechamente ligadas a las que le 
conducirán cinco años más tarde a escribir sus Cuentos Crepusculares. Cansado, 
Ghelderode escribe ya lo que es más importante, nada más. 
 
 Bajo el título de Sortilegios y otros cuentos crepusculares se publicaron por vez 
primera en 1941 doce cuentos escritos de febrero de 1939 a abril de 1940. Uno de ellos, 
El pintor Elías, quedó excluido de reediciones posteriores por presuntos tintes de 
antisemitismo, aunque quizá esté de más este calificativo, ya que fue por decisión de 
Ghelderode que la edición de 1942 dejó fuera el cuento. El número de cuentos de las 
ediciones de posguerra no obstante siguió siendo el mismo, pues El olor del pino vino a 
reemplazar la narración vetada. A pesar de este cambio la homogeneidad del compendio 
es compacta. No sólo por el tono desolado que envuelve la intensa y febril vida interior 
del narrador, ambiente que el joven Ghelderode ya había explorado bajo la influencia 
del Hors-le-Vent de su amigo Franz Hellens en La halte catholique [El apeadero 
católico (1923)], sino porque el errante misántropo flamenco, amante de ferias, ceras y 
antigüedades, sahumado narrador de todos los cuentos, es a todas luces el propio autor. 
 Roland Beyen se ha referido a este libro como el “fruto de una crisis” 1 y sin duda lo 
es, pero se ha hecho demasiado hincapié en el delicado estado de salud mental que 
agobiaba al autor durante la concepción de este libro sin ahondar en el valor del propio 
 
1 Beyen, Michel de Ghelderode ou la Hantise du masque, p.289, Palais des Académies, 1980. 
 
33 
 
libro, en “crisis” y no en “fruto”, como si el padecimiento del autor fuera el juicio 
definitivo del libro. Hay en él una veta que si bien sería difícil llamar mística sin caer en 
desazones, es sin duda poética, reveladora de hallazgos que atañen a lo más 
profundamente humano y que precisamente son el motivo por el cual puede referirse a 
este compendio como a un “fruto”. Porque estos hallazgos son razones, convicciones 
que constituyen y apuntalan la cordura del autor en un momento en el que su percepción 
sufre distorsiones que la hacen tambalearse; no es de poco admirar el placer y seguridad 
del refugio que Ghelderode ha conquistado en El amanuense, donde el narrador vence la 
pesadumbre que lo inmoviliza recreando su oficio en el ideal de ubicuidad. O la 
parábola en la jocosa alegoría de El olor del pino: Sacrificio de Pecado Mortal para 
vencer a la muerte. Es esencial notar cómo siempre se logra un trasfondo metafórico en 
la ficción de estos cuentos, pues he ahí el triunfo de Ghelderode: la envolvente 
verosimilitud de sus fantasías podrá venir de su alucinada percepción, pero es la fuerza 
de voluntad de crearlas para entenderlas lo que les da una liberadora semilla de verdad, 
el valor metafórico. 
 Un juicio de corto alcance me parece ser el de Jacqueline Blancart-Cassou, quien 
afirma que: “En su obra resuenan esas risas horriblemente disonantes que puntualizan 
mistificaciones a la vez cómicas e inquietantes […] Sortilegios es una verdadera 
sinfonía de risa angustiada.”1 pues si hasta cierto punto es posible hablar así de las obras 
dramáticas más estridentes de Ghelderode, como El ajuar de Carolina, Escorial o La 
escuela de los bufones, ni risa angustiada, angustiosa o disonante he leído o sentido en 
estos cuentos. Precisemos, si bien es cierto que los males que aquejaban al autor durante 
su convalecencia de 1939-1940 traslucen en la mayoría de los cuentos ya sea como 
crisis de asma, bochornos o mareo, sólo en uno encuentro la risa, y no a la que alude 
 
1 En la p.242 de su comentario a la edición de 2001: Ghelderode, Sortilèges, Ed. Labor, Bruxelles. 
 
34 
 
Blancart-Cassou cuando dice “el narrador de Sortilegios, afligido moral y físicamente, y 
rodeado de amenazas reales o imaginarias, se defiende con larisa, como lo ha hecho 
siempre Ghelderode.”1, es decir la risa forzada de su teatro. Sólo en el último cuento 
hallé una risa, pero una con genuina intención humorística: El olor del pino cierra con 
broche de oro porque su frescura desenlaza al lector del trance que se atraviesa con 
estos cuentos: El amanuense se pierde en las oscuras callejuelas de El diablo en 
Londres, para luego refugiarse entre los engendros del Jardín enfermo, al salir del cual 
el aire de la boutique del Coleccionista de reliquias es como de montaña y permite 
seguir siendo corteses ante la inesperada visita de Rhotomago que anuncia la marina 
catarsis carnavalesca de Sortilegios tras la que es posible Robar la muerte y volver a 
refugiarse en Nuestra señora de la soledad, sólo para huir de los espectros que acechan 
en la Niebla por los callejones de su barrio, contemplando el sangriento diluvio de un 
Crepúsculo hasta escuchar al cuervo con quien desde alguna taberna conversó decirle: 
Fuiste ahorcado. Pero finalmente la muerte no se lo lleva gracias al sacrificio de quien 
era motivo de sus enojos en El olor del pino. Es fácil ver por qué puede llenarse de 
angustia el lector de estos cuentos; la densidad progresiva que los permea sólo se disipa 
al final del libro. Pero es una densidad que envuelve algo, en su centro se defiende 
brillantemente una idea, cada angustia intenta ser explicada; revelan la vida interior en 
cuya encrucijada con la realidad lucha el narrador, argonauta mártir de sus quimeras. 
 
 A su acido teatro devuelve cierto encanto Sortilegios, lo que con ellos abjura 
Ghelderode no es poca cosa: al ser escritos, sus miedos desaparecían, porque “el 
absoluto poder del mal” es que no existe. El encanto devuelto a su teatro puede así ser 
entendido como una etapa anterior de la misma higiene: purgación necesaria de enojo, 
 
1 Ibid. 
 
35 
 
“asco y amargura” previa al abrazo de los miedos. La idea que nace como promesa en 
El Amanuense, donde el tiempo es interior y la vida sutil, luce una indivisible fuga dual: 
la del pensamiento, que va donde quiere, y la del pasado que se queda en runas; ligereza 
adivina, suma aspiración: es una definición de la muerte. Se agrieta el miedo en 
espectros y sombras esbozadas al albor de la presencia que una muda de añoranzas 
devuelve; y la incógnita agilidad del fantasma del narrador, quien creía que “Entraba en 
el cuartito y me sentaba a su lado. Y le entregaba mi pensamiento; él lo captaba con su 
mano de médium, esa mano pronto móvil y que trazaba arabescos sobre el papel” (p.47) 
revela su doble vida a través de los ojos de Daniel, quien le había visto “sentado en el 
lugar de Pilato, envuelto en (…) reflexiones y, frecuentemente, pluma en mano, 
escribiendo” (p.51): nuevo desprendimiento “corporal” cuya espontaneidad pertenece 
ya a otra voluntad: el narrador cede su fantasma a Pilato para que trace arabescos sobre 
el papel. ¿Valdría la pena comparar la caligrafía de El Amanuense con la de manuscritos 
contemporáneos para ver si Pilato no le echó una mano? 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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El amanuense 
 
 En aquel tiempo, tenía mi habitáculo en el barrio de Nazareth. Era una región 
despoblada, a proximidad de los taludes de las antiguas murallas, e invadida por la 
vegetación, como si el cercano campo hubiese avanzado dentro de la ciudad para 
retomar su territorio. Uno se perdía en un laberinto de callejuelas sinuosas, bordeadas de 
casas bajas o de interminables muros ciegos, dédalos que hacían del vetusto barrio un 
vasto cerco, asombrosamente tranquilo. Empujando cierta puerta carcomida, se 
descubría una pradera donde pastaban ovejas y donde frecuentemente se afanaban las 
 
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huérfanas de una institución vecina. El silencio que reinaba era una verdadera gracia, a 
tal punto que una querella de pájaros se convertía en un importante alboroto. Y yo 
anhelaba que esta región mística permaneciese, donde los techados se plegaban bajo el 
peso de las palomas. El tiempo allí no existía, y las campanas que parecían repicar en 
los árboles estaban seguramente locas. 
 Me sucedía dejar mi alojamiento al caer la tarde, mi callejeo me conducía hacia un 
edificio de aspecto claustral aún denominado Las Beguinas. Ya no había beguinas tras 
esos frontispicios de ladrillos rosas, y el pórtico monumental junto a la venerable 
construcción rara vez se abría. Yo era poseedor una pesante llave que me confería el 
privilegio de franquear el umbral de aquella casa inactual; también era yo uno de los 
pocos en saber que abrigaba un humilde y atractivo pequeño museo dedicado a la vida y 
a las artes populares. Museo ignorado por la mayoría, que ninguna inscripción revelaba 
al transeúnte, y al cual yo accedía libremente por haber contribuido a su creación con 
algunas donaciones y colaboraciones benévolas. El hecho de tener una llave del 
inmueble dice lo suficiente acerca de la confianza con que me honraba el fundador, el 
sonriente y canoso amigo, canónigo Dumercy. Aunque el museo se encontrase desde 
hacía mucho en orden, el canónigo inventaba mil pretextos para posponer la 
inauguración hasta las calendas, temblando, al parecer, de que el pío refugio donde 
dormían sus ingenuas colecciones sufriera la profanación pública. Yo admitía las 
razones del anciano, quien cada vez concluía: “¡Además, mi museo ya tiene su visitante: 
usted!…Es bastante…”. Durante temporadas fui el único visitante, lo cual no dejaba de 
halagarme. ¿Acaso no era yo poseedor de la llave, no de un misterio, sino de un lugar 
todavía misterioso a la mirada de muchos? Eso bastaba para mi felicidad… 
 Pasado el portal, se descubría un jardín cuadrado, cerrados tres lados por las galerías 
cubiertas de Las Beguinas; un asombroso jardín: bosque virgen donde 
 
38 
 
inextricablemente batallaban vegetaciones vivaces. De entre la hierba silvestre emergían 
cuadrantes solares o estatuas decapitadas, montadas sobre algún fuste de granito. Y toda 
una vida secreta bullía en esas masas vegetales cuyo empuje amenazaba con derribar las 
viejas murallas del claustro. Sin embargo, el jardín mantenía un relativo ordenamiento 
debido al pozo forjado que indicaba el centro, y a los penachos de cuatro altos chopos 
plantados en sus ángulos. 
 Una vez dentro, era infaliblemente acogido por siniestros gritos: un grajo, con el 
copete erizado y listo para el ataque, me miraba venir desde el fondo de su jaula. El 
impertinente pájaro montaba guardia mejor que un perro y advertía a su amo de mi 
presencia. Daniel, el conserje, surgía entonces de su aposento, suerte de pabellón en 
salidizo que le había asignado como habitación su protector, el canónigo. Ese cortés 
septuagenario era un personaje original y difícil de definir, de quien se contaba que en el 
seminario había sido íntimo condiscípulo del actual obispo. Sus modales discretos y 
anticuados le daban una fisonomía vagamente clerical. Yo respetaba a ese viejo solterón 
que practicaba una filosofía de renuncia, fumando y soñando en ese jardín donde se 
ignoraba la hora cuando faltaba el Sol, y que se conformaba con el afecto de un grajo. 
¿Tras qué avatares se había convertido en el conserje, casi el curador del museo? El 
Destino sabe lo que hace, en este caso, el buen hombre parecía estar en su lugar, tan 
añejo y polvoriento como las cosas que cuidaba, y como ellas, valioso y lleno de 
encanto. Daniel me estimaba correspondiendo a mi deferencia. En cada una de mis 
visitas enunciaba ceremoniosamente: “¡Está usted en su casa!...” y se retiraba a su 
habitación sin dar la espalda e inclinando levemente la cabeza. 
 Sin duda alguna, estaba en mi casa en aquella morada de antaño, bañada en una luz 
tamizada por vitrales de color, y de la cual nadie, mejor que yo, podía apreciar la calma 
y la penumbra. Erraba en las galerías y cuartitos, sabiendo quésonido rendía cada losa, 
 
39 
 
qué olor me esperaba en cada puerta. ¡Y cuánto aprobaba en mi fuero interno que el 
canónigo guardase cerrada esa casa del recuerdo!...El viejo niño poco se había 
preocupado por clasificar sus objetos de acuerdo con algún método; había aprovechado 
la decoración existente para reconstituir los interiores, poblados por maniquíes 
disfrazados. Así, uno entraba ante las hilanderas de encaje o donde el tejedor, después 
de haber visitado la encantadora boutique de jueves, o de haber caído en un sórdido 
sótano de marionetas. Poco me importaba que todo estuviera muerto…La noche llegaba 
subrepticiamente y me sorprendía sentado en la chimenea o inclinado contemplando 
imágenes piadosas. Dejaba a mi pesar esa morada de recuerdos y ensueños. Daniel 
había guardado la jaula del grajo, y lo veía, tras la ventana de su logia, dormitando a la 
luz de una llama de aceite. Cabeceaba, en todo igual a los maniquíes que yo 
abandonaba, convertido en objeto de museo bajo el ojo redondo del reloj inmóvil cuyas 
pesas habían tocado el suelo. 
 Con todo no era el conserje el representante más atractivo de esta comunidad de 
efigies. Existía otro personaje al que me placía visitar en horas descoloridas y quien, 
como Daniel, no subsistía más que por intervención del canónigo. Lo llamábamos 
Pilato, por el nombre que efectivamente había portado cuando vivo, hace ya casi cien 
años. Para llegar a él, había que atravesar, por detrás de los edificios, un pequeño patio 
interior, al final del cual se erigía una capilla fuera de uso. Una insignia pintada 
anunciaba: “Amanuense. Calígrafo. Cartas, requisiciones, petición de indulto. Libros 
de oro para sociedades. Prosa y versos de circunstancia. Discreción bajo palabra de 
honor”… ¿Cómo no ser requerido por un personaje que habitaba en una capilla, escribía 
versos y poseía sentido del honor? No era necesario tocar la puerta o entrar para verlo; 
bastaba acercarse a una ventana lateral con rombos de plomo. Justo enfrente, en su 
mesa, aguardaba Pilato, nítidamente iluminado. Su edad era indescifrable, pero su 
 
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vestido rojizo y ciertos detalles en su atuendo decían que debía haber nacido al final del 
siglo decimoctavo. Si ya no usaba peluca, como sus padres, mantenía larga su cabellera 
gris. Y su corbata de seda negra, tres veces anudada, le daba la apariencia de algún 
sacristán de notario, del tiempo en que los escudos eran de buen oro y las tierras 
feudales. Pero el querido hombre parecía de otra extracción, a pesar de la humildad de 
su estado y la reserva de su actitud. Le hallaba yo un lejano parecido con Daniel, un aire 
finamente clerical: misma máscara glabra, un poquito volteriana, labios delgados y 
discretos, facultad de atención y de escucha inscrita en la inclinación de la testa, y esa 
mirada cristalina, cargada de pensamiento, o de ensueño… Esa mirada humedecida 
encubría en su óvalo una pequeña luminosidad caritativa, la indulgencia de almas viejas 
que han visto y comprendido todo; una mirada de confesor. ¿Por qué imaginaba que 
Pilato también podría haber sido un seminarista a quien las desgracias de su tiempo o 
una pasión noblemente ocultada habían apartado del sacerdocio? El canónigo Dumercy 
encontraba la hipótesis agradable, por su parte, y afirmaba que el amanuense podría 
haber tenido mayor valía que su condición social. ¿Acaso no había dejado manuscritos 
de sátiras en latín sobre las ridiculeces de su época? Y, en la hilera de tomos alineados 
cerca de la escribanía, ¿no se leían, sobre encuadernaciones marchitas, los desdorados 
nombres de Horacio y de Ovidio? ¿Pero había llevado el canónigo más lejos su 
investigación? No, pues hubiera descubierto, entre los diccionarios y los almanaques, 
cierta “Correspondencia Galante”, además de opúsculos del tipo del “Grimorio del 
Papa Honorio”, cosas de las que, a pesar de los años, se desprendía un turbador 
perfume de alcoba o un inquietante olor de ensalmo. 
 Temiendo romper el arrebato en que me sumergía su presencia, largo tiempo me 
conformé contemplando al personaje del exterior, con la nariz pegada al cristal. Los 
reflejos del sol que declinaba me ayudaban a enumerar los objetos familiares que 
 
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atestiguaban esta existencia perpetuada. Junto al sillón de mimbre donde se sentaba el 
amanuense, una silla vacía esperaba al visitante, casi siempre la mujer o muchacha, de 
quien iba a acoger suspiros y tiernas quejas. Hojas amarillentas aguardaban al alcance 
de su diestra, cerca de las plumas, del raspador, de la candela y del lacre. Esa mano, que 
yo admiraba sin reserva, honraba al escultor que la moldeó. Me cautivaba aún más que 
el rostro agudo del buen hombre, tan larga y como transparente; no una mano cualquiera 
sino la diestra misma del escritor y del letrado, acostumbrada más bien a manejar 
estampas y medallas. Resumía el carácter y los gustos del hombre y, tal como aparecía, 
ornada con un anillo de oro, la sabía incapaz de escribir pensamientos sin altura. 
Permanecía suspendida sobre la página virgen, sosteniendo la pluma, lista a descender o 
a alzarse. Pero en el mismo momento que parecía querer caligrafiar, esbozaba también 
un gesto extraño, como si distanciase a una confidente demasiado próxima por la 
exaltación, y también, como para ahuyentar a los curiosos que obstruyeran la ventana. 
Es por eso que, bastante impresionado, esperé semanas antes de atreverme a empujar la 
puerta. 
 Mi primera visita al señor Pilato me provocó cierto malestar, lo confieso sin 
vergüenza. Me había decidido una noche, dominando mi timidez y mi escrúpulo de no 
importunar a un ser tan perfectamente mudo, tan dignamente inmóvil. ¿Pero y no era su 
oficio recibir visitantes? Una vez en la capilla y tras un examen del mobiliario, saludé al 
buen hombre con la misma seriedad, la misma sinceridad que si hubiese sido real, y 
todavía más, le interrogué, sin duda para corregir el demasiado profundo silencio del 
lugar: 
 -Maese Pilato, mis respetos…Os venero y estimo. Nada vengo a pediros, sino permiso 
de observaros a discreción; no os pediré la redacción de una carta de amor, de amistad o 
de negocios, aunque escribo mal y con dificultad. Sólo deseo sentarme a su lado, como 
 
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si fuese, a vuestra imagen, un hombre de antaño, que sobrevive…Sólo quiero guardar 
silencio cerca de usted y estar quieto como usted. 
 Al mendigar su aprobación, me pareció que Pilato sonreía benévolamente de manera 
fugaz y perceptible sólo por mí. Su frente parecía haber caído de nuevo con el final de 
mi frase, con lo que supe que mi petición recibía su anuencia. Y temeroso de molestar el 
sueño de los objetos o siquiera el aire cargado de un polvo plateado, me acomodé, 
cautelosamente, cerca del maniquí, sobre la silla destinada a los “analfabetas”. ¿Ese 
Pilato no era más que un maniquí? Sin duda no podría lógicamente ser sino eso, y nada 
más; ¿Pero, no podía pretender ser más que eso? Y es que la cera con que lo habían 
fabricado seguía siendo una materia extraña. Y ese rostro, esas manos de cera coloreada 
expresaban no sé qué inquietante veracidad…En un primer momento, tuve la tonta idea 
de que acababa de sentarme cerca de un muerto olvidado en esa capilla cuya puerta yo 
había sido el primero en empujar tras Dios sabe cuántos años; que ese muerto, 
milagrosamente conservado por la sequía ambiental, iba a caer hecho pedazos con el 
menor choque, o quizás con mi aliento. Cuán víctima era de la ilusión y cuánto me 
complacía buscándola, a cambio de sentir malestares como el que me invadía y 
persistía; creí poder disiparlo prosiguiendo una conversación que sabía era a mis 
expensas. 
 -Maese Pilato, le estimo por practicar esa honorable discreción que anuncia el letrero. 
La discreción es una difícil virtud; en cuanto al honor, es una magnífica noción, cuyo 
simple nombre me exalta. ¡Ah, sois feliz aislado por vuestros muros, sin saber del 
mundo

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