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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS MICHEL DE GHELDORODE O LA FRAGILIDAD DEL MAL TESINA QUE PARA OBTAR POR EL TÍTULO DE: LICENCIADO EN LETRAS FRANCESAS PRESENTA: PAUL H. NEVIN ASESORA: DRA. LAURA ESTELA LÓPEZ MORALES CIUDAD UNIVERSITARIA 2008 UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. 1 PAUL H. NEVIN Michel de Ghelderode O La fragilidad del Mal TESINA 2 A P, P y P Con cariño 3 ÍNDICE INTRODUCCIÓN……………………………………………….4 LA IDENTIDAD DEL LABERINTO…………………………...6 DESOLADO CARNAVAL…………………………………….13 AFINIDADES E INFLUENCIAS…..……………………...…..19 OPORTUNO INCOMPATIBLE………………………….……23 METANOÏA……………………………………………………27 TRADUCCIÓN - EL AMANUENSE…………………………...36 NOTAS A LA TRADUCCIÓN………………………………...52 4 « Ils se tordent le cou pour mieux s’entendre rire… » Jacques Brel Introducción La heterogeneidad de este trabajo sobre el escritor flamenco Michel de Ghelderode, se debe a que incluye la traducción de uno de sus cuentos, y es el resultado de un proceso que empezó con el encuentro del libro al que pertenece tal cuento. Tan grata en aquel entonces me resultó la lectura de Sortilèges et autres contes crépusculaires [Sortilegios y otros cuentos crepusculares (1939)] como cansada la de casi toda su producción dramatúrgica, es decir la mayor parte de su obra. Durante esta temporada descubrí que, a diferencia de su teatro, la prosa de este autor ha sido poco reeditada y aún menos traducida1. Decidí entonces hacer una traducción de los cuentos, y de dos obras de teatro2 que de ese modo pretendía “rescatar”, como trabajo de titulación. Paralelamente a la traducción empecé a escribir una “nota biográfica”, producto de la lectura de varios textos sobre la vida de Ghelderode, que quería incluir a modo de introducción. Pero la 1 Una sola vez al español, por Enrique Moreno Castillo, Sortilegios, Ed.Lumen, Barcelona, 1992. 2 Sir Halewyn y ¡Hop Signor! 5 afluencia de información y cómo ésta empezó a relacionarse con mi comprensión de la obra de Ghelderode dio lugar a las reflexiones que articulan este ensayo. La razón por la que incluyo finalmente la traducción del primer cuento de aquel libro que despertó simpatía por este autor está en que considero que mi reflexión requiere el apoyo de cierta evidencia sensible para llevar a buen término su recorrido. Pues tras familiarizarnos con la vida de Ghelderode, a través primero de los hechos y testimonios documentados, y luego por medio de su obra, irá haciéndose claro que si bien su producción dramatúrgica ocupa un lugar como puente desde Alfred Jarry hacia el “nouveau théâtre”, parece haber estado ligada a un cierto desasosiego que finalmente llevará a su autor, en 1939, a dejar de escribir teatro para volver al rubro en que sus letras dieron los primeros pasos: la narrativa. Y aunque postreramente será su producción dramatúrgica la que quede como eslabón en el horizonte literario del siglo XX, es en sus cuentos donde encuentro el peso que no pasa, el valor no circunscrito a una época. Como en casi todo, las circunstancias determinan el proceso; la ironía en Ghelderode fue verse envuelto en uno que lo haría oportuno y no anacrónico (como él tanto se consideraba), pero en un rubro que a final de cuentas no parecía ser el suyo. Veremos entonces el contraste de una misma expresión en los dos distintos géneros y cómo uno exacerba cierta necesidad del autor hasta el sensacionalismo, mientras que en el otro encuentra cierta solitaria resignación, y en ella, su faceta más generosa. El cuento que presento traducido revela lo que produjo Ghelderode en toda su madurez en este género que en realidad exploró poco, pero que creo resultó ser mejor receptáculo de su expresión que el teatro. Cabe admitir que cuando, después de haber leído todo su teatro, releí los Cuentos crepusculares, varios que antes me gustaban perdieron su gracia por hacer eco a ese tono opresivo y deprimente que abunda en la obra dramática de Ghelderode; y que no sentí la primera vez que los leí. De entre aquellos cuyo gusto 6 no me abandonó, el que escojo se destaca por razones que expondré. Lo incluyo porque no creo justo tomarme la libertad de hacer juicios como aquí haré sin permitir la defensa del criticado por sus propios medios y en la que me parece ser su mejor postura. Y este escrito sin el cuento nada engasta. La identidad del laberinto Junto a Maeterlinck y Crommelynck, Ademar Martens (Ixelles 1898-1962 Schaerbeek), mejor conocido por su seudónimo, Michel de Ghelderode, es sin duda uno de los dramaturgos belgas más prominentes de los últimos tiempos, aunque sólo tarde en su vida fue reconocido como lo fueron sus dos predecesores. Tarde también cuando decide dejar de escribir teatro para abocarse a la narración de un compendio de cuentos que sintetizan lo que en su teatro parecía oscuro y un tanto crudo. Y sin llegar a afirmar que - como su biógrafo Roland Beyen pronosticó - su legado alcanzará “mayor gloria y por más tiempo”1 que la de sus compatriotas predecesores, sigue siendo un interesante hallazgo e imprescindible rasgo en el panorama de la literatura francófona del siglo XX. Aunque le fue otorgado el premio trienal de literatura dramática del ministerio de la instrucción pública belga dos veces (1939 y 1954), y se rumora que al año de su muerte la academia sueca estaba considerando concederle el Nobel de literatura, Ghelderode pasó, a pesar de sus esfuerzos, prudentemente inadvertido durante casi toda su vida. Contribuyó a la formación de su aura arcana esa actitud de reserva que ambiguamente se adopta frente a lo inclasificablemente raro, pero también ese extraño instinto que 1 Beyen, «Le rayonnement mondial du théâtre de Michel de Ghelderode » p.11 en Michel de Ghelderode et le théâtre contemporain, Actes du Congrés International de Gênes 22-25 Novembre 1978, publicados por la Société Internationale des Études sur Michel de Ghelderode, Bruxelles, 1980. 7 aleja de aquello que pide atención desesperadamente. El alma burda, eufórica, resentida y provocativa de la mayor parte del teatro de Ghelderode encontró los aduladores que buscaba tanto como las hilarantes críticas con que escandalizados calumniadores calificaron su obra: “fornicazioni e contorsioni della magia nera, teologia nera, alchimia nera”1. La incomodidad que habita su producción dramática sin duda ha sido causa de los incontables tropiezos que sigue teniendo su difusión, como cuando diez años después de la muerte del escritor el gobierno belga canceló a última hora lo que hubiese sido el primer congreso internacional dedicado al autor, y los diecinueve actores japoneses que iban a representarSire Halewyn (1934) regresaron a Kyoto sin subir al escenario. El desasosiego provocado por la obra de Ghelderode fue quizá exacerbado en quienes le conocieron por la incertidumbre que causaba su persona. Pues él mismo no era ni el más rústico ni el menos importante entre sus personajes. Marcel Lupovici corroboraba: “Sí, era como su amigo Jean Stevo lo había visto: “Pálido, más flaco que el gato de azotea más flaco, Ghelderode parece la momia de quien fue. Ya está del otro lado. Así es su mirada, su voz […] Autómata que vive, se mueve, come apenas, no duerme y vigila, vigila…” A veces os recibe él mismo, y viene a abrir una de las hojas de la gran puerta cochera de su morada. Aparece: vestido de terciopelo azul rey, cara blanca, demacrado, arqueado, lanzando hacia la luz los hondos huecos de sus órbitas, con la arista de una nariz convexa, sonrisa entre paréntesis de arrugas en su boca amarga. Extiende una diáfana mano de arzobispo. Su voz es la más delicada, la más matizada que pueda imaginarse, en contradicción con el personaje tenso, torcido, erizo, su voz es 1 Nicoletti, «Ghelderode en Italie» p.29 en Michel de Ghelderode et le théâtre contemporain. 8 dulce, llena de melodías marchitas…”1. Se dice que era exasperante su constante manía de actuar, y así lo presenta (probablemente a pesar de todos sus esfuerzos) el proyecto de autorretrato2 que derivó en la tan controvertida (por doblemente falseada) publicación titulada Les entretiens d’Ostende [Las conversaciones de Ostende (1956)]. A propósito de ella, Ghelderode decía sentirse traicionado, y Pierre Debauche que “Las conversaciones de Ostende sigue siendo para nosotros un documento desconocido. Iglésis y Trutat – los responsables de la publicación - por razones comprensibles le impusieron un cierto orden, el suyo. Una anotación extensa de las cintas magnéticas, con los titubeos, las reiteraciones, los desarrollos, las aparentes digresiones, me parece indispensable.”3 Lo que no dice Debauche es que Ghelderode había estipulado, como condición a la publicación de las entrevistas, que se le permitiese revisar y corregir las transcripciones, de modo que esta libertad resultó en una excesiva (según Beyen) manipulación de las mismas, e incluso fueron omisas algunas preguntas, en contra de todo propósito honesto de entrevista. Pero por oscuro que se haya vuelto este documento, vale la pena señalar que sigue teniendo una relevancia análoga a la de su obra, pues si bien no revela al Ghelderode espontáneo, arroja luz sobre el Ghelderode que Ghelderode quería mostrar, y quizás Iglésis y Trutat sólo ayudaron a moderar los rasgos de un perfil que de otro modo hubiese sido demasiado inverosímil. Dejando este documento de lado por el momento para concentrarnos en el carácter mismo de su obra y las características de la misma que indudablemente influyeron en la notoriedad de este autor: la exhaustiva recurrencia de la muerte en un momento en que 1 Lupovici, «Un téâtre qui m’a griffé à jamais» p.134-135 en Michel de Ghelderode et le théâtre contemporain., Bruxelles, 1980. 2 Con base en aquella serie de entrevistas radiofónicas grabadas del 28 de octubre al 16 de diciembre de 1951 y difundidas por la emisora ‘Antennes de France IV’ (N del T) 3 Debauche, «Michel de Ghelderode: Un rêve, le théâtre; une réalité, l’écriture» p. 226 en Michel de Ghelderode et le théatre contemporain. 9 se iba al teatro más que nada para olvidar brevemente su sórdida omnipresencia, el patente desprecio de la sociedad y sus valores, y esa extraña tristeza rayando en la euforia que a veces desborda en inquietante carcajada; Ghelderode no intentaba ser agradable. ¿Pero cómo no iba a carcajearse el joven de 28 años que estaba escribiendo una “tragedia para el music-hall”, La mort du docteur Faust [La muerte del doctor Fausto (1926)], cuando en los teatros de París se presentaban folletines como Roberto y Mariana de Paul Géraldy, El lecho nupcial de Charles Méré y La vividora y el moribundo de Francois de Curel, de la Academia Francesa?1 El repudio a su labor podría además relacionarse plausiblemente con ciertas actitudes oportunistas y anarquistas adoptadas por el autor en situaciones delicadas, como cuando en 1916, en el fragor de la guerra, adopta el pseudónimo de Conde Von Lauterbach. Su repudio a un inexistente nacionalismo belga (y por lo tanto malinchismo o chauvinismo flamenco) fue, del mismo modo, manifestado en mal momento: justo cuando la crítica belga acogía su compendio de relatos breves L’homme sous l’uniforme [El hombre bajo el uniforme (1923)] declara así: “Yo no soy belga, ni de Bélgica. Soy de Flandes, y que coman mierda los críticos Kakebroeck’s que afirman lo contrario, y que exploten con los gases…”2 Ciertamente, la lengua tanto como la historia flamenca habían echado raíz en la elocuencia del joven Ghelderode a través de su madre, quien a pesar de la prohibición del padre le hablaba en flamenco para inculcarle el folklore macabro de la tierra ocupada y azotada sin clemencia por la corona española y la inquisición desde antes del siglo XVI, y que en su obra nombrará “Breughelandia”3. Así lo recordaba: “El gusto por lo sobrenatural debo tenerlo por mi madre. Era un alma tímida y cercana a la naturaleza; un alma primitiva apta a la percepción de los misterios naturales. Rica en 1 [ibid] p.227. 2 Beyen, «Correspondance». 3 En alusión a la patria del insigne maestro de la escuela flamenca. 10 adagios, canciones olvidadas e historias brujas.”1. Hijo de un modesto archivista, Ghelderode aprendió a leer y escribir en francés no porque fuese la lengua de su realidad, sino porque su padre pudo darle una educación considerada entonces socialmente ventajosa. Esta dicotomía, no ajena a la eclosión de un cierto resentimiento, quizá explica que el autor se inventase esa aristocracia flamenca sugerida por la elección de un pseudónimo tan parecido al nombre del pueblo flamenco llamado Ghelrode, en Lovaina, la tierra natal de su madre. No obstante, la mordaz réplica a los elogios de la crítica belga no debería asociarse con una postura política particular, ni siquiera con el anarquismo, sino más bien con una profunda desilusión, reflejada probablemente en las palabras del soldado en L’homme sous l’uniforme [El hombre bajo el uniforme (1923)] cuando afirma: “Yo no creo ni en la patria, ni en el honor, ni en la inteligencia, ni en la civilización…Tengo amargura, asco hasta los codos”2. Y no olvidemos aquel final de la primera “imagen” de la vida de San Francisco de Asís, en donde la multitud de endriagos con cabezas de puercos, bueyes y burros grita: “¡Viva la patria!”3. Si tomamos en cuenta este amargo desencanto, la perenne preocupación de Ghelderode por aparecer ante los demás de modo tan excéntrico, caracterizado no sólo en Sortilegios y otros cuentos crepusculares, sino en su propia persona, y añadimos el categórico y reiterado rechazo que demostraba ante cualquier intento de clasificar su obra, la tan criticada misantropía del autor toma forma y no sólo se explica, sino que también se justifica como la búsqueda desesperada de identidad de alguien que no la quiere encontrar en la frenética enajenación asesina de sus contemporáneos, y que no la 1 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.14, L’Ether Vague, Paris, 1992. 2 Ghelderode, La halte catholique – L’homme sous l’uniforme, Académie Royale de Langue et de Littérature Francaise, Collection Histoire Littéraire, Préface de J. Blancart-Cassou, Paris, 2002. 3 En Images de la vie de Saint François d’Assise. 11 sabe reconocer en su quehacer, lo cual explica de otra manera la reticencia del reconocimientogeneral. Esta búsqueda aparece mejor con el tiempo, pues cuando la visión nihilista que el teatro de Ghelderode mostraba en los años veinte (y que entonces parecía de tan mal gusto y fuera de lugar) empezó a cobrar fuerza en los treinta, con resonancia en obras como La guerra de Troya no sucederá de Giraudoux (que pronosticaba el pronto ascenso de Brecht, Ionesco, Beckett, Genet…), el dramaturgo cambia súbitamente de rama, anuncia al público que ya no escribirá para el teatro y decide dedicarse a escribir sólo cuentos. Y cuentos que serán escritos con un tono por completo diferente al de su teatro, apenas ácidos; con un lenguaje a todas luces menos lúdico y más lacónico; pero además, cuentos que no buscan dar seguimiento a la constante e incisiva sátira presente en casi todo su teatro: su alter-ego, narrador y protagonista de todos los Cuentos crepusculares, se muestra temeroso frente a sus contemporáneos y los evita siempre que le es posible, sólo expresando un cansado desdén. El trabajo del autor deliberadamente empieza a centrarse en la composición de este alter-ego y de su mundo y no en la farsa circundante, justo en el momento en que parodiarla entraba en boga. La hipótesis anterior se ve reforzada por una explicación que hizo de su primera obra importante el dramaturgo durante las entrevistas de 1951: “Se trataba del drama de la identidad. Mi Fausto se asomaba hacia sí mismo, quería saber lo que realmente era.”1. Y no en menor medida por la resolución con que otros comentarios echan luz sobre el asunto poco después: “No somos dobles, como se pretende, somos múltiples, y en la aspiración a la unidad está el más secreto y devorante desvelo del hombre”; “Si la posesión del mundo es un engaño también lo es la posesión de sí mismo…”2 . 1 Ghelderode, Les Entretiens d’Ostende, p.75, L’Ether Vague, Paris, 1992. 2 [ibid] p. 129 12 El cansado desdén que manifiesta Ghelderode en su alter-ego como en su persona podría parecer un tanto paradójico, pues a pesar del “asco hasta los codos”, se ha señalado varias veces la debilidad que el autor tenía por el reconocimiento de su obra; incluso hay quienes han asociado (su biógrafo en primer lugar) el deterioro nervioso que sufre nuestro autor – manifestado en diversos malestares psicosomáticos como crisis de asma y depresiones debidas al calor y al frío, y por los cuales empezará a dosificársele morfina, regulador bajo cuyos efectos, dicho sea de paso, serán escritos la mayoría de los Cuentos crepusculares – a partir de 1936, con la anormal preocupación y frustración que le producía la falta de laureles. Podría no haber contradicción si se tratase de una evolución de su punto de vista (u oscilación entre desdén y necesidad de atención), pues si en juventud mostraba el flamenco un desalentador perfil reaccionario de rebelde que madurará como misantropía; pero no pasemos por alto que parece ser el abandono lo que lo encaminó a la soledad: “Mi alma despertó en un gran silencio del que conserva la necesidad y el hastío. Ningún niño venía a compartir mis placeres”; “No se hablaba mucho en mi casa. Era una casa silenciosa, sin efusiones. Nunca nos abrazábamos, excepto en año nuevo. Una cosa curiosa que dará el tono de la familia: nunca nos tuteábamos.”; “benjamín y un poco enfermizo, no se preocupaban mucho por mi macilenta persona, mis hermanos y mi hermana eran demasiado altos sobre y no jugaban con éste demasiado pequeño.”1. Es crucial considerar que para Ghelderode el primer adentramiento en su soledad fue forzado y doloroso, no sólo para entender por qué su crítica a la humanidad era tan certera y pertinente (más allá del contexto de la guerra), sino también para apreciar justamente la importancia del cuento aquí traducido, pues en él queda sellada una reconciliación con la soledad. No es difícil ver cómo en dichos cuentos el dramaturgo 1 [ibid] pp.14-15. 13 ha logrado hacer, a su modo, las paces con el mundo, moderándose así la otrora terrible necesidad de atención que hacía estridente su teatro. Lo atestigua también un comentario fechado a menos de nueve años de su muerte: “Soy un hombre que escribe en un cuarto, solo, que no se inquieta por el destino de sus obras, que no se deja nunca turbar por la bulla, la admiración o la cólera que sus obras pueden un día suscitar. Para decirlo todo, un hombre que no pide nada a los hombres sino amistad, un poco de tolerante comprensión.”1. Desolado carnaval Valdría la pena seguir indagando en esta dirección si se quisiera desarrollar una exégesis psicológica de la obra de este escritor, con la que quizá se podría evidenciar que la ansiosa crítica diseminada en su obra dramática no era más que el triste relincho de un pobre malquerido. Pero tal fallo no sólo descartaría muchas críticas validas, reduciría también injustificablemente una realidad en la que, si bien el tono dominante podría ser dado por una angustiosa inseguridad, todos los colores del mirar están presentes en variantes tan legítimas como las de la vida de su creador, y es por ende tan irreductible como cualquier otra realidad. Más vale entonces acercarse a los matices que cada color ha dado en la paleta del belga. Sirva esta última comparación para señalar que una considerable singularidad de la obra de Ghelderode es la recurrencia de sus hincapiés en ciertos temas pictóricos, especialmente en los de Brueghel el viejo, quien no sólo inspiró al escritor dos de sus piezas (tituladas igual que los cuadros que fueron sus musas: La urraca sobre el cadalso y Los ciegos) sino que dio origen al país imaginario en que Ghelderode situó buen 1 [ibid] p.12. 14 número de sus dramas: Brueghelandia. El título del cuadro Máscaras de Ostende de James Ensor también es el título de una pantomima de Ghelderode. Escorial (1927) y ¡Hop Signor! (1936) surgieron, confesó el autor, de la contemplación de cuadros del Greco y de Velásquez1. El escenario con el perro aullante en Mademoiselle Jaïre [La señorita Jaïre (1934-37)] viene de un cuadro de Van Eyck2 …La medida en que la pintura influía en la creatividad del flamenco llegó a hacerle decir: “Es la pintura, asociando colores y forma, la que me conduce al arte teatral.”3. Ghelderode admitía haber sido fuertemente influenciado por el expresionismo alemán, no en sus manifestaciones literarias, cuyas traducciones fueron tardías, sino otra vez, por las reproducciones de la pintura de Edward Munch y Otto Dix, entre otros, que podían hallarse en París gracias a la revista importada de Alemania Der Sturm. Pero en lo que concierne a este movimiento, el medio que más directamente influyó en Ghelderode fue el cine. El dramaturgo luego diría: “Llegué a incluir proyecciones cinematográficas en algunas de mis obras, integrando al teatro el circo, el music-hall, el ring y otras hibridaciones. Y ahora considero esos elementos como una solución de facilidad y una ausencia de elección. Todas esas piezas parecían no existir más que por la técnica, sacrificándose a la moda de aquel tiempo, ávidas de novedad, y al reordenar, tuve que desembarazarlas de ese detallismo invasor y darles la unidad que les faltaba”4. De acuerdo con esta aseveración la única obra superviviente de aquella temprana época es La muerte del doctor Fausto, y en ella la huella del expresionismo es patente. 1 [id] p.178. 2 [id] p.144. 3 [id] p.59. 4 [id] p. 74-75. 15 Con excesiva comodidad explicativa, algunas críticas1 han atribuido el incansable tratamiento del tema de la muerte a una u otra condición psicopática en Ghelderode, que ciertamente pudo haber existido desde temprana edad - aunque la gran mayoría delas obras en que la muerte es realmente el motivo dominante fueron escritas después de los treinta y siete años - si tomamos en cuenta: su casi mortal contagio de tifoidea a los dieciséis años; la muerte de su hermano Ernest en el frente, el 8 de Octubre de 1918, cuando tenía Ademar 20 años; los dieciocho meses subsiguientes como cabo en el ejército y el retiro forzoso y prolongada hospitalización (hasta 1921) causada por el deterioro de su salud, sin mencionar la triste edad temprana de un fallido intento de suicidio (cf. Michel de Ghelderode ou la hantise du masque). Por otra parte ¿por qué incomoda tanto la ubicuidad de la muerte en la obra de un escritor que vivió las dos guerras? O mejor, como él mismo lo pondría: “A final de cuentas la Muerte […] ¿no es acaso el gran asunto de nuestra existencia?”2. Lo importante en cualquier caso no es por qué, sino cómo trató Ghelderode la muerte, porque le dio tan variadas luces que difícilmente podría hablarse de una concepto fijo de la muerte a lo largo de su obra, de no ser por la evidente convicción de que hay una muerte para cada quien y de que la manera en que se presenta corresponde y revela de muchas formas la vida del que la recibe. Al familiarizarnos con su obra encontraremos que la muerte en Ghelderode recurre a un par de escoltas: El primero es ese cáustico acompañante, que igual se impone en carcajada como se infiltra en sonrisa a ceja arqueada, esa risa lacrimosa ante la muerte, tan cercana a veces a la de Céline, aunque de espectro quizá más amplio - mas no de tan buena resolución – que no sólo deja los tonos lúgubres, resignados e impávidos, para ir de vez en cuando a galantear con la locura, sino que hay momentos en Ghelderode en 1 Como las de Anne-Marie Beckers en Michel de Ghelderode, Ed. Labor, Bruxelles, 1987. 2 [id] p.142. 16 que la razón se da a la fuga, y él es el único que ríe, desafiante y terriblemente solo. Este talante puede elucidarse con el adagio “faire farce pour faire face” (Hacer farsa para poder dar la cara), recordado por Ghelderode en una carta a Louis de Winter el 23 de marzo de 19541. “Me gusta ese reír flamenco que hace rechinar los dientes”, dice el personaje del rey en Escorial, y es quizá ésta una buena definición del humor en Ghelderode, donde lo cómico mana de la trágica ceguera humana. El mundo que el autor así recrea ríe tristemente convencido de su irremisible hundimiento, mundo decadente como aquél descrito en El jinete bizarro, compuesto por “una humanidad que se disloca pero sigue teniendo rico colorido y fuerte olor”. El segundo comparsa recurrente de la muerte es la lujuria: “Lo que usted gentilmente llama amor, amor sentimental, no es más que un camuflaje del erotismo que condiciona toda existencia y todas las acciones del hombre. Y cuando digo erotismo debiese decir lujuria.”2. Así respondió Ghelderode a la pregunta que su interlocutor adelantaba sobre el lugar del amor en su obra, pues realmente es oscuro el concepto de este sentimiento en ella, y no sólo porque la única pareja de enamorados que la habitan (Adrián y Jusemina en La balada del Gran Macabro) debe meterse en una cripta para poder amarse, sino aún más puntualmente por aquel diálogo en Sortie de l’acteur [Salida del actor (1931)] entre el actor Renatus y el dramaturgo Jean-Jacques, en quien se veía caracterizado el autor: “- El amor tiene poco lugar en sus obras. – Pero sí aparecen mujeres… -¡Y qué mujeres querido autor! Se muere demasiado en vuestras obras y no se ama suficiente. –Ya entiendo ¡aunque un poco tarde!”3. En una entrevista previa, Ghelderode replicaba a una paráfrasis de la anteriormente mencionada pregunta lo siguiente: “No se ama suficiente en mi teatro sin duda porque se ha amado demasiado y no se hizo más que eso – amar o acostarse – en todo ese teatro 1 Beyen, Ghelderode, p.135, Seghers, Paris, 1974. 2 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.160, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 3 Ghelderode, Sortie de l’acteur, en Théâtre III, p.233, Ed. Gallimard, 1950-1982. 17 francés que nos envenenó y cuyo olor venéreo persiste aún.”1. Pero el erotismo al que alude Ghelderode no siempre tiene la energía tan vital que quisiera exponer a su entrevistador. Las obras en que aparece con más fuerza, como La Farce des Ténébreux [La farsa de los Tenebrosos (1936)], ¡Hop Signor!, Magie rouge [Magia roja (1931)], entre otras, aparece inequívocamente ligado a la muerte de una manera fácilmente asociable a la necrofilia: los únicos momentos en que Margarita de Harstein demuestra alguna sensualidad en ¡Hop Signor!, son ante la sangre derramada de sus apuestos pretendientes y cuando el verdugo está a punto de matarla; los amantes de Magia roja son adúlteros planeando el asesinato de Hyeronimus. Y ni qué decir del tono preciosista con que se describe el cuadro en que la supuestamente horrible sirvienta del cuento L’odeur du sapin (El olor del pino en Cuentos crepusculares), Pecado Mortal, queda tendida en el suelo tras sufrir la violación del pestilente marinero alegórico de la muerte. Ghelderode respondió una vez: “La muerte está en todos lados pero nos la esconden”2. Esta declaración alude a otro factor recurrente en la obra del autor: la educación religiosa “con los señores prestes”, como despectivamente se refería a quienes le inculcaron que “la muerte llega como un ladrón”3 . Este temor aparece de manera más explícita cuando el narrador del cuento titulado El jardín enfermo confiesa: “Fui demasiado amenazado por mis padres y los sacerdotes y mi vida está edificada sobre el miedo.”4 El miedo a la muerte está casi infaliblemente ligado en Ghelderode al imaginario de la tradición católica, aunque demonios y demás encarnaciones de la maldad presentan más los tintes grotescos de la parodia (cuando no de la tristeza, como Diamotoruscant, el 1 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.141-142, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 2 [id] p.142. 3 [id] p.149. 4 Ghelderode, Sortilèges, p.68, Ed. Labor, Bruxelles, 2001. 18 diablo dispuesto a trocar su alma a cambio de juventud en La muerte del doctor Fausto) que los de un verdadero temor. Se trata quizás de un temor transformado: podría así entenderse el enfermizo deseo de reconocimiento y la persistente presencia de la muerte en la temática del autor (suponiendo que para él la muerte permaneció asociada al miedo) por asociación de ideas, o trueque de temores: no alcanzar la “inmortalidad” (relacionada acaso en su mente con la fama) equivaldría a morir. De cualquier manera lo interesante es que al final de su vida, Ghelderode, increíblemente, justificaba el miedo con que vivió: “Es el miedo a la noche lo que da valor a nuestros días […] Esta ansiedad se trasparenta en mi obra. ¿Cuál sería su sentido sin ella?”1. Pero si la religión es una de las principales víctimas de la sátira ghelderodiana, no debe entenderse un repudio absoluto de la liturgia cristiana por parte del flamenco, pues tan gran disgusto expresaba ante algunas facetas eclesiásticas como afecto e incluso fervor ante otras, y a comentarios como: “Pérdida de fe. A causa de los prestes. De su estupidez. Sobre todo de su falta de caridad.”2, siguen otros como: “¿Religioso? Justo lo suficiente, sin derrapar, pero aún adorando el culto, aún ávido de sus fastos. La vida de una iglesia es un espectáculo inmutable y nuevo, el más entrañable que hay.”3. Esta ambigüedad entabla un contrapunto interesante con la negra visión de la humanidad en la obra de Ghelderode: el sentimiento religioso a veces nace del cinismo más sofocante y viceversa (como ejemplo salta a la mente la alucinada revelación en Sortilegios de que los ancestrales monstruos marinos invocados por elautor sobre las olas eran preservativos flotando). Pero es notable que no sea generalmente en su obra dramática donde este sentimiento lo lleva por encima de sí mismo: la exaltación que conocen los 1 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.56, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 2 Notas inéditas citadas por Roland Beyen en Michel de Ghelderode ou la hantise du masque, p.95, Palais des Académies, Bruxelles, 1980. 3 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.24, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 19 personajes de su teatro casi nunca deja de depender de la mirada del otro. Y es esto lo que a la vez falsea toda posibilidad de alguna epifanía, e irónicamente, da otra forma de relevancia humana a dicha obra; pues en toda ella subyace la tragedia social del individuo herido por la aberrante circunscripción a la que le obliga la dependencia de la mirada, del cariño y la aceptación de sus semejantes. Sólo en sus cuentos, la soledad toma un matiz menos dolido, más eremítico (cf. El amanuense, Un crepúsculo y Sortilegios en Cuentos crepusculares). Sólo en ellos hallaremos mitigada la a veces negra pero siempre imprescindible burla de quien hizo el tan penoso esfuerzo de reír para dar la cara. Y quien dijo “Al poner pie sobre nuestra vieja Tierra ¿no me había equivocado de planeta? Es mi drama, la llave de toda mi obra. Nacido en la soledad, crecí en ella como en una bola de cristal, como un personaje del Bosco en su burbuja.” Dirá también: “Amo la soledad, en toda su pureza. La necesito. Es mi seguridad. No puedo hacer nada sin ella […] Es una purificación, una higiene del alma. Y aún hoy, defiendo celosamente esta soledad que nada me hará dejar.”1. Afinidades e influencias Una de sus últimas obras de teatro, L’école des bouffons [La escuela de los bufones, perteneciente según el propio autor al prolijo periodo de 1934 a 1937, y según Roland Beyen a 1942], ha suscitado copia de reflexiones por la confesión que el maestro de bufones Folial hace del secreto de su arte, “del gran arte, de todo gran arte que quiere 1 Ghelderode, Les entretiens d’Ostente, p.46-47, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 20 durar […] la CRU-EL-DAD”1, pues Antonin Artaud acababa de publicar, en 1932, el primer manifiesto del teatro de la crueldad, y extrañó que Ghelderode negase haberlo leído o escuchado cualquier cosa sobre las teorías de su autor. No era para menos, ya que cantidad de recursos escenográficos sugeridos por Artaud para violentar la sensibilidad del espectador aparecen en esta pieza como el “crescendo frenético”2 del “obstinado tamborín”, o el aspecto de “repugnantes desperdicios humanos”3 de los bufones. Pero no podemos olvidar que, desde varios años antes, Ghelderode ya hacía abuso de ciertos medios en sus obras para suscitar ese malestar al que Artaud atribuía propiedades catárticas: en Escorial, se indican perros que “aúllan a muerte” del principio al final de la pieza; las luces verdes, rojas y “grandes sombras fantasmales” mezcladas con los “incesantes disparos”, “formidables cañonazos” y gongs de Pantagleize (1929) distan tanto de Artaud como La escuela de los bufones; además, si Artaud pensó la estética de la crueldad como teoría, nada le debe su realización en la obra de Ghelderode. O como lo puso él mismo: “Nunca me preocuparon las teorías; del teatro yo nunca discutía ¡lo escribía!”4. Pero lo anterior no quiere decir que en el dramaturgo belga no haya rastros de predecesores e influencias. Siguiendo aquel mismo espíritu de ruptura que inauguraron Apollinaire, Cocteau y Jarry, Ghelderode releva esa línea de “anti-teatro” en que lo dramático se vuelve caricatural y la tragedia burlesca. Más que sólo una similitud con el trasfondo moderno de la época, asqueado de tradiciones y desencantado de ideas, existe una afinidad en la intuición de que el teatro debe desbordar sus límites a cualquier costo, intuición que está en la médula de la búsqueda de sentido en lo absurdo. La proyección 1 Ghelderode, Théâtre III, p.331, Gallimard, Paris, 1950-1982. [En francés la división silábica crea un juego de palabras que se traduciría como CRUDO-AL-TÉ, entiéndase CRUDO-CON-TÉ.] 2 [id] p.307. 3 [id] p.291. 4 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p. 170, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 21 de este tono, tan insolente como desconcertantemente ingenioso, toma forma en la obra temprana de Ghelderode no sólo en los calificativos de las obras (“Tragi-farsa”; “Vaudeville entristecedor”…), sino en la cualidad circense con que sus personajes invierten los valores de la tragedia y la parodia: el doctor Fausto debe aparecer, por ejemplo, “como un payaso al cual ha sido dado un papel trágico”1. La “altanera risa sin caridad”2 que Ghelderode decía haber heredado de Jarry puede encontrarse en la exageración grotesca de ciertos rasgos de algunos de sus personajes: desde la alucinada avaricia de Hyeronimus, en Magia roja, quien imagina que oficiándole bodas a sus monedas hembras con sus monedas machos nacerán nuevos escudos, hasta la prepotente neurosis del rey de Escorial, que manda degollar las campanas de su reino. Una de las farsas más descabelladas de Ghelderode, La balada del Gran Macabro (1934), concebida para marionetas, hace eco a Ubu rey no sólo en que esta última también fue originalmente pensada para marionetas, sino en ciertas ocurrencias, como la de cobrar el aire. Esta tendencia a la caricaturización, que conllevaba a su vez la pérdida de sentido que sería una característica distintiva del “nouveau théâtre” (o teatro del absurdo) que pronto iniciarían Beckett y Ionesco, queda anunciada en reiteradas ocasiones a través de la obra del dramaturgo belga: tomemos el monólogo de Blandine en Mademoiselle Jaïre: “No más madre no sola como tanto esperé. No alguien vendrá para cerrar mis dos azules no importa. Llega por la calle de los Adioses madre un ángel arisco lo empuja en la espalda ¿Sola yo? No el perro que llora cuando la gente No por mí la gente ríe buen perro de piedad que olfatea la oh! qué cansada de estar cansada estoy y de esperar…” 3. 1 Ghelderode, Théâtre V, p.214, Gallimard, Paris, 1950-1982. 2 Ghelderode, Les entretiens d’Ostende, p.72, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 3 Ghelderode, Théâtre, Tome premier, p. 256. 22 O la frase “inspirada” de Lekidam en Pantagleize: “Timador marmitón y tapón de garrafa brasas a tu frente equipolente bailas sobre cuerda y dices bah al arcángel son las tres cincuenta y el laurel se come difunde tu delirio deja al infierno doliente”1. Otro tipo de influencia puede desenterrarse de la substanciosa correspondencia de Michel de Ghelderode: entre las más de ocho mil cartas escritas por el autor, y recopiladas por Roland Beyen, se hallan, en primera instancia, aquellas en que aparece la que será indeleble aunque temprana influencia de ese oscuro “protector”, Hervé Ameels, por quien descubriría, además de su “pertenencia a la raza flamenca”, a Breughel, al Bosco y a Ensor. Más tarde, a partir de 1929 y por el resto de su vida, escribió cartas dirigidas al poeta brujense Marcel Wyseur, quien al término de la primera guerra mundial fuera saludado como “heredero directo” de Émile Verhaeren, (aunque irónicamente nada significativo volvió a publicar poco después de morir este último). Bien ha puesto en evidencia el recopilador de los considerables volúmenes de la Correspondencia de Michel de Gelderode el notable cambio estilístico asentado en la pluma de Ghelderode a raíz de esta amistad epistolar (particularmente fecunda de 1930 a 1933) que transmitiría no sólo el gusto por los arcaísmos y neologismos, sino gran parte de los latinismos que tanto apreciaba elde Ixelles. Otro ascendiente directo en la obra del dramaturgo existe en la persona del novelista gantés Franz Hellens, con quien compartió una larga y tortuosa amistad tutelar de 1936 a 1951. Si Wyseur tuvo impacto en el estilo de Ghelderode, la influencia de Hellens se ubica en el plano temático, donde la afinidad de ambiente y tono (sobre todo con las 1 Ghelderode, Théâtre, Tomo III, pp. 104-105. 23 primeras obras, las más lúgubres de este autor) es tan evidente que el dramaturgo no esconde el padrinazgo y le dedica un cuento (En el país de Laermans), comparte el título de otro (Las imágenes) y abiertamente se refiriere a él como “mi maestro” en un artículo que publicó en homenaje suyo1. Robert Frickx publicó un estudio profundo de los recurrentes paralelismos en la obra de ambos autores2. Es interesante notar, como lo hace Frickx, que Hellens, siendo uno de los pocos que realmente contribuyó a sacar de la sombra a Ghelderode, siempre hizo patente su desprecio del teatro de este último, y sostenía que: “Tanto me parecen fabricadas sus piezas, de una alquimia caduca, imitando demasiado las pinturas bastante malas que tiene incesantemente bajo los ojos, inspiradas más por el arsenal de formas grotescas con que se rodea que por su fondo personal, como sus relatos fantásticos a la Poe me parecen, si no de gran inspiración, de escritura plausible y de energía formal certera.”3. Oportuno incompatible El autor de La Vie seconde ou les Songes sans Clef4 no fue el primero ni el último en hacer esta última afirmación, y el mismo Ghelderode confesaba que “No se me ve en los teatros. No por timidez o por actitud, sino a causa de una incompatibilidad y porque escogí la soledad desde el principio.”5. Dicha incompatibilidad resulta aún menos comprensible cuando el autor sostiene que no escribe con la representación escénica en mente: “la representación teatral se lleva a cabo fuera de mí, de mi universo mental. 1 En el número 22 de la revista Marginales, en marzo de 1951 2 Frickx, Hellens ou le temps dépassé, Académie Royale de langue et de Littérature Françaises de Belgique, Bruxelles, 1992. 3 Beyen, “Franz Hellens et Michel de Ghelderode” en Franz Hellens. Compilación de estudios, memorias y testimonios ofrecida al escritor en su 90ª aniversario. Publicado bajo la dirección de Raphaël De Smedt, Bruselas, André De Rache, 1971, p.213. 4 Hellens, La Vie seconde ou les Songes sans Clef, Ed. du Sablon, Bruxelles/Paris, 1945. 5 Ghelderode, Entretiens d’Ostende, p. 12. ,Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 24 Sucede en un lugar demasiado poblado y en un plano físico, en medio de la muchedumbre agresiva, y eso me indispone, me asusta un poco.”1 Y no sólo el público indispone, parece que todo en el teatro causa una profunda aversión a Ghelderode: “No sabemos por qué siempre nos es molesto eso que llaman teatro. ¿Será que tenemos consciencia de que el actor, por genial que sea, traiciona – y más aún si es genial o personal – el pensamiento del poeta?”2. La pregunta se impone: ¿Por qué escribió este dramaturgo más de ochenta obras para el teatro? En entrevistas Ghelderode hablaba del teatro “experimental”, le definía como un teatro “libre de la preocupación de una probable representación. Era una forma poética que me convenía, un instrumento muy manipulable y muy rico, mucho más apasionante que el cuento como solía practicarlo…”3. ¿Pero escribir teatro sin pensar en la representación no es más parecido a escribir cuentos que a escribir teatro? La anterior aseveración se vuelve confusa si se toma en cuenta lo antes dicho (en la misma entrevista) por él mismo a propósito de la importancia que concedía en su obra a las artes plásticas: “La obra teatral no existe sin la sensualidad propia a las artes plásticas, o bien sólo existe en forma de un diálogo para ser leído y que no pide la puesta en escena.”4. Podemos inclinarnos hacia la interpretación que Roland Beyen ofrece de una comparación hecha por Ghelderode entre su forma de escribir y la pintura, pero aún puede servir este par de comentarios como prueba de lo ambiguo que puede resultar el documento (Las conversaciones de Ostende) por el hermetismo y volubilidad de sus opiniones y sentimientos. Revisemos pues datos menos ligeros y más históricos. Acérquese por ejemplo la “conveniencia” de esa “forma poética” a la fecha en que 1 Idem. 2 Morariu, « À propos des Entretiens d’Ostende » en Michel de Ghelderode…Trente ans après. Actes du troisième colloque international, Cluj-Napoca, 1992. p. 58. 3 Ghelderode, Entretiens d’Ostende, p.67. 4 Ibid. p. 62. 25 empieza su colaboración con la Vlaamsche Volkstooneel (Teatro Popular Flamenco) de Johan de Meester, 1926, mismo año en que empieza a escribir la Muerte del doctor Fausto, su primera obra importante. Ghelderode trabaja con esta compañía hasta su disolución en 1932. Para ella fueron escritas todas las primeras piezas de peso en el repertorio del escritor montadas durante este periodo, como Barrabas, Escorial, Pantagleize y Magia roja, pues el joven dramaturgo era su proveedor exclusivo. Para subrayar la importancia que esta colaboración tuvo en la orientación del dramaturgo no sólo señalemos que Ghelderode dejará de escribir teatro definitivamente cinco años después de la disolución del VVT; consideremos además el contraste del ya citado comentario a propósito de la “traición” del actor con aquella obra-homenaje a Renaat Verheyen, (figurante del elenco del VVT muerto en 1930), Salida del actor; este drama trata de un actor, Renatus, que muere por haber creído demasiado sus papeles, y de un autor que renuncia a escribir cuando se da cuenta de que sus textos sólo vibraban en la voz y el gesto del actor muerto. Que el VVT haya tenido mayor o menor influencia en la temprana aunque inestable vocación del dramaturgo es tan seguro como que haya dejado de escribir teatro a raíz de la muerte de Verheyen, quien murió recitando en su delirio líneas de Judas, su personaje en Barrabas, y de Pantagleize. Quizá sea simplemente que Ghelderode siempre fue más cuentista que dramaturgo. Antes de la fiebre del VVT la gran mayoría de sus escritos son cuentos o novelillas, y es además interesante encontrar extraños rasgos narrativos diseminados en la obra dramática del flamenco, como por ejemplo la continuidad de ciertos personajes en varias obras (el guardia Lamprido, Carlos V, la bruja Mankabéna, el bufón Folial…). Descartada por el dramaturgo quedó la asociación que un entrevistador sugirió de dicha continuidad con los dogmas de la Commedia dell’Arte, pero a cambio respondió: “Mis personajes forman una familia que me acompaña, y los invoco según las necesidades 26 porque me dan satisfacción.”1. Dicho esto parece no importar si fue mejor cuentista que dramaturgo, Ghelderode decía: “Mi obra es una.”2. De acuerdo, pero una como la planta es una con la flor. Fue necesaria la segunda guerra para que el teatro francés reconociese que las piezas de Ghelderode podían tener cierta vigencia a pesar de estar ambientadas (como la mayoría de sus obras tempranas) en el siglo decimoquinto e incluso antes, y que no por hacer uso de marionetas en vez de actores eran poco serias. El 13 de junio de 1947 la compañía de Catherine Toth y André Reybaz presenta en el Théâtre de L’Oeuvre de París ¡Hop, Signor! y Le ménage de Caroline [El ajuar de Carolina (1930)]; es el principio de una etapa que durará hasta 1953 durante la cual Ghelderode acapara la farándula parisina, periodo todavía hoy conocido por la crítica francesa con el despectivo término patológico empleado por Guy Dornand: “la ghelderoditis aguda”. Parece confirmarse aquí la frase de Ionesco, segúnla cual “la vanguardia no puede generalmente reconocerse hasta que se ha convertido en retaguardia”3; sobre todo si ahondamos en aspectos lingüísticos de la obra de Ghelderode, pues considerando la amalgama en su francés de gatuperios flamencos (como el “Babeleers”, que familiarmente significa babosos, usado en vez de “Babel heeren”, equivalente a: señores de Babel, en De un diablo que predicó maravillas), de palabras inventadas (como la “Clave foca” que habla Bam-Boulah en Pantagleize), de arcaísmos léxicos, sintácticos y morfológicos que en ocasiones producen estimulantes híbridos (como el monólogo de Foliant con que abre María la miserable), y de ciertos episodios onomatopéyicos (como las cantilenillas de las tres Mariekes en La señorita Jaïre), será evidente que no estamos muy lejos del monólogo de Lucky (en Esperando a Godot) ni de los preceptos del 1 Ghelderode, Entretiens d’Ostende, p. 183. , Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 2 Ibid, p. 42. 3 Ionesco, Notes et contre-notes, Gallimard, « idées » p.77. Paris, 1966. 27 mismo Ionesco cuando afirmaba que “el verbo debe estirarse hasta sus últimos límites, el lenguaje debe casi explotar, o destruirse en la imposibilidad de contener los significados”1. La relevancia del teatro de Ghelderode es innegable tanto a nivel estilístico en la evolución del género en el siglo XX, como en la crítica social que formula. Pero precisamente es relevante sólo como lo es toda crítica, en relación al objeto criticado, y, estilísticamente, como vehículo para el advenimiento de otro teatro; pero, salvo un par de piezas en que el cinismo realmente alcanza cierto sentido del humor, no hay una esencia ideal o emotiva que anime la densa farsa dramatúrgica de Ghelderode, su interior es inerte. Pero la futilidad del juicio a lo ajeno aquí aparece claramente, pues si no encuentro valor alguno en gran parte de su producción dramatúrgica, no puedo ignorar que esa producción fue parte de un proceso del que depende la creación de Sortilegios y Sire Halewyn. Metanoïa Una obra que merece mención aparte en la producción de Michel de Ghelderode es esa pieza que por su naturaleza radiofónica, la época en que fue escrita y su inequívoco carácter de tragedia, anuncia el último periodo fértil de Ghelderode, ese breve par de años que le vería tomar un afortunado retorno a la narrativa. Retomada por nuestro autor en 1934, la leyenda de Sir Halewyn marca una pauta en primera instancia por ya no ser parte de la producción dramatúrgica escrita para el VVT – a causa de su reciente desintegración – además de que por primera vez en la totalidad de su obra dramática se percibe un tono completamente desprovisto de la oscura sátira ghelderodiana, 1 Ionesco. « Expérience du théâtre » en La Nouvelle Revue Française, 1o de febrero de 1958, p.262. 28 omnipresente hasta entonces. Pero sobre todo, esta pieza escrita para ser escuchada da nuevo vuelo a la pluma del flamenco, despertando sin duda de un sueño lejano esa veta musical que ya se había asomado en aquel fallido intento adolescente de ingresar al conservatorio para convertirse en instrumentista de alto. Y si Ghelderode ya adulto decía: “evito la música como se evitan las alegrías demasiado violentas, demasiado fuertes.” 1 no cabe duda de que su sensibilidad a ella fue determinante en la composición de Sire Halewyn. Pero sería arriesgado poner todo el peso de la mesura que permea la intención de esta obra en la búsqueda rítmica y melódica que caracteriza su lenguaje, pues la seriedad de una tragedia brilla en medio de la negra carcajada que era hasta entonces la visión del belga, y dice más sobre sus ideales que todas sus parodias. El origen de la leyenda está inscrito en el canon de los libros santos de la Iglesia Católica bajo el nombre del Libro de Judith, cuyo manuscrito original escrito en hebreo en el siglo IV antes de Cristo se ha perdido y sólo ha podido ser preservada una copia en griego. Este libro cuenta la historia de la joven viuda Judith, célebre en la antigua Betulia por su belleza tanto como por su piedad. Cuando esta ciudad estuvo a punto de rendirse ante el sitio de la armada asiria, enviada por Nabucodonosor Iº para castigar a los pueblos occidentales que habían rechazado sostenerlo en su guerra contra el rey persa Arfaxad, la impetuosa joven, enfadada, decidió entregarse al general enemigo, Holofernes, y pasó la noche en su tienda para decapitarlo sin haber sufrido deshonra alguna. Aunque los exegetas eruditos no han visto en esta historia sino una ficción, una parábola de la fuerza vencida por la belleza (entre otras), su reverberación ha sido inmensa en la inspiración de los grandes maestros, por mencionar alguna: La Betulia 1 Ghelderode, Les Entretiens d’Ostende, p.31, Ed. L’Ether Vague, Paris, 1992. 29 Liberata de Mozart y la Juditha Triumphans de Vivaldi, el bronce de Donatello, los óleos de Botticelli, Mantegna, Tiziano, Rubens, Caravaggio, Klimt, y, más oscuramente quizás, en las letras de Howard Barker, en las de Michel Leiris. Alejándose más o menos de sus fuentes sacras, la leyenda de sir Halewyn – supuesta derivación de Holofernes1 - aparece escrita por primera vez en l848 por J.F. Willems en sus Oude Vlaemsche Liederen2 y en 1856 por Edmond de Coussemacker3 en sus Chants populaires des Flamands de France, y desciende probablemente de una versión de la leyenda de Judith de origen escandinavo, también muy difundida en Alemania. Pero el primero en extraer el valor literario de la balada flamenca fue Charles De Coster, quien la incluyera en forma de relato, aunque respetando los aires y tonos de la narración oral, en su compendio de Légendes flamandes4. Esta versión notablemente más larga sustituye el ímpetu dramático que da a la balada su comienzo ‘in medias res’ (cuando a la hija del rey se le niega el permiso de afrontar a Halewyn) por el embelesamiento elaborado con una historia que abarca desde la infancia de Halewyn, cuando su madre hizo el pacto (que daría belleza y fuerza a su deforme hijo, siempre y cuando éste llamara con su canto nocturno a vírgenes para arrancarles el corazón) con el Señor de las Piedras, hasta su muerte a manos de la princesa. Al preservar refranes, costumbrismos y supersticiones en un estilo narrativo rudimentario, sensacionalista y moralmente maniqueo, la obra, sin dejar de ser original, hace pensar en los antiguos relatos populares del medioevo. Como Judith, la princesa Magtelt de De Coster no duda ni se arrepiente de su verdugo gesto. 1 Funk y Wagnalis, Dictionary of Folklore, Mythology and Legend, Tome I, 1949, New York, p.476. 2 Willems, Oude Vlaemsche Liederen, Gent, Gyselinck, 1848, pp. 116-122. 3 Coussemacker, Chants populaires des Flamands de France, Gand, Gyselinck, 1856, pp. 142-148. 4 De Coster, Légendes flamandes, Ed. Labor, Bruxelles, 1990, p.89. 30 Casi un siglo después de las Légendes flamandes, en 1954, se publicó una versión para el teatro de Halewyn1, escrita esta vez por Herman Closson. Su significado es otro muy distinto al de la de De Coster. Siguiendo los principios de la tragedia clásica en la que Closson veía la expresión misma de la autenticidad, su obra en dos actos es densa y angular. Suerte de críptica reivindicación de la violencia del dolido enamorado en cuerpo del “vengador de las abdicaciones del hombre”. Federica la princesa será la única que, no habiendo escuchado su canto, podrá ultimar al brujo inmaculada. La joven viuda perpetuará, errando por el castillo, el lamento encantado del pobre amor que prefirió la muerte: “Atrapados en un dilema, los personajes de Closson, fieles a su imagen, reaccionancomo héroes cornelianos escogiendo para sí mismos la solución más difícil”.2 La explicación de este dilema se anunciaba ya en la mutante pasión de Purmilenda y la vanidosa barbarie de Halewyn en el Sir Halewyn de Ghelderode; transmitida por primera vez en la traducción al flamenco de Albert Van Hoogerbemt al final de 1934, la versión original en francés en 1936, y puesta en escena el 21 de enero de 1938. Supuestamente Ghelderode había tenido la idea de escribir una obra a partir de la antigua balada, pero fue frenado por la iniciativa con que otro dramaturgo colaborador en el Vlaamsche Volkstoonel, Anton Van de Velde, se anticipó a su proyecto. Notablemente, de todas las versiones antecedentes, ésta última fue la más criticada por Ghelderode y a la vez la más similar a la suya aunque, como en 1953 Ghelderode dijo a su amigo y traductor al italiano, Gianni Nicoletti: “Sire Halewyn es mucho más un poema teatral, una ópera oral, un fresco vocal – o lo que usted quiera – que una obra de teatro en sentido estricto.” Ciertamente la pieza, si coincide en la elección de relieves de 1 H. Closson, Sire Halewyn, Ed. J. Antoine, Bruxelles, 1972. 2 R. Trousson, La légende de Sire Halewyn selon De Coster, Closson et Ghelderode, en Michel de Ghelderode…Trente ans après. Actes du troisième colloque international, Cluj-Napoca, 1995. 31 adaptación del valor dramático con la de Van de Velde, tiene otro formato y acude a recursos completamente distintos para crear ese relieve. En su versión, el erotismo y lo visceral son el motor esencial de un drama que por explicarse menos es más real, la ambigüedad persiste hasta el último momento en el amor de Purmilenda tanto como en la maldad de Halewyn. Y para trenzar el misterio no sólo hay un drama que por ser contado en cuadros imprime paisajes en que lo vago nimba símbolos, sino esta posibilidad sonora largamente invitada en los recurrentes versos del letal canto de Halewyn. A diferencia de De Coster y Closson, Ghelderode comprime la acción a la noche fatal, consiguiendo así el ímpetu necesario para contar una historia que ha desplazado el énfasis de la belleza y virtud hacia la “muerte y la lujuria”1. Pues tan grande es el desasosiego de Halewyn, que dice: “¿Mis placeres? ¿Me visteis jamás alegre al volver de mis cacerías solitarias?”, como lo es el de la adolescente princesa virgen, por sus palabras: “Entonces, mejor que andar taloneando las lozas o rasgando la lencería o dislocando mi crucifijo creo que sería huir, metamorfosearme en bestia y correr aullando de placer y miedo. Una bestia perseguida por un cazador que la degollará, caliente, sin aliento…”. Purmilenda quiere amar, también Halewyn, pero el terrible pacto que le ha vuelto de piedra el corazón se interpone. No tomemos tanto en cuenta la declaración de Ghelderode sobre el motivo de esta obra, “el absoluto poder del Mal”2 [como quisiera confirmar la inexplicable muerte abrupta de la princesa al final del relato de su hazaña, cuando acaba de revelar ante todos los convidados de su padre, el duque, que sólo un beso pudo callar el terrible lamento que entonaba la cercenada cabeza de su fallido amante] no es lo que empujó tanto al escritor a hacer suya esta historia, sino las fuentes bíblicas, su adopción y 1 Ghelderode, Les Entretiens d’Ostende, Ed. L’Ether Vague, p.177, 1992, Paris- 2 Ibid, p. 175. 32 variante flamenca, sin duda la versión de De Coster, pero sobre todo la cuestión de amar o sufrir que después sería centralizada por Closson, la herencia de un pétreo corazón cuyo canto encanta y el beso de la muerte, que son los motivos centrales que presenta la versión de Ghelderode: la muerte reúne a los que en vida no pueden amar. Sean cuales fueren, las razones que llevaron a Ghelderode a esta escritura más comprometida consigo misma, más seria, están estrechamente ligadas a las que le conducirán cinco años más tarde a escribir sus Cuentos Crepusculares. Cansado, Ghelderode escribe ya lo que es más importante, nada más. Bajo el título de Sortilegios y otros cuentos crepusculares se publicaron por vez primera en 1941 doce cuentos escritos de febrero de 1939 a abril de 1940. Uno de ellos, El pintor Elías, quedó excluido de reediciones posteriores por presuntos tintes de antisemitismo, aunque quizá esté de más este calificativo, ya que fue por decisión de Ghelderode que la edición de 1942 dejó fuera el cuento. El número de cuentos de las ediciones de posguerra no obstante siguió siendo el mismo, pues El olor del pino vino a reemplazar la narración vetada. A pesar de este cambio la homogeneidad del compendio es compacta. No sólo por el tono desolado que envuelve la intensa y febril vida interior del narrador, ambiente que el joven Ghelderode ya había explorado bajo la influencia del Hors-le-Vent de su amigo Franz Hellens en La halte catholique [El apeadero católico (1923)], sino porque el errante misántropo flamenco, amante de ferias, ceras y antigüedades, sahumado narrador de todos los cuentos, es a todas luces el propio autor. Roland Beyen se ha referido a este libro como el “fruto de una crisis” 1 y sin duda lo es, pero se ha hecho demasiado hincapié en el delicado estado de salud mental que agobiaba al autor durante la concepción de este libro sin ahondar en el valor del propio 1 Beyen, Michel de Ghelderode ou la Hantise du masque, p.289, Palais des Académies, 1980. 33 libro, en “crisis” y no en “fruto”, como si el padecimiento del autor fuera el juicio definitivo del libro. Hay en él una veta que si bien sería difícil llamar mística sin caer en desazones, es sin duda poética, reveladora de hallazgos que atañen a lo más profundamente humano y que precisamente son el motivo por el cual puede referirse a este compendio como a un “fruto”. Porque estos hallazgos son razones, convicciones que constituyen y apuntalan la cordura del autor en un momento en el que su percepción sufre distorsiones que la hacen tambalearse; no es de poco admirar el placer y seguridad del refugio que Ghelderode ha conquistado en El amanuense, donde el narrador vence la pesadumbre que lo inmoviliza recreando su oficio en el ideal de ubicuidad. O la parábola en la jocosa alegoría de El olor del pino: Sacrificio de Pecado Mortal para vencer a la muerte. Es esencial notar cómo siempre se logra un trasfondo metafórico en la ficción de estos cuentos, pues he ahí el triunfo de Ghelderode: la envolvente verosimilitud de sus fantasías podrá venir de su alucinada percepción, pero es la fuerza de voluntad de crearlas para entenderlas lo que les da una liberadora semilla de verdad, el valor metafórico. Un juicio de corto alcance me parece ser el de Jacqueline Blancart-Cassou, quien afirma que: “En su obra resuenan esas risas horriblemente disonantes que puntualizan mistificaciones a la vez cómicas e inquietantes […] Sortilegios es una verdadera sinfonía de risa angustiada.”1 pues si hasta cierto punto es posible hablar así de las obras dramáticas más estridentes de Ghelderode, como El ajuar de Carolina, Escorial o La escuela de los bufones, ni risa angustiada, angustiosa o disonante he leído o sentido en estos cuentos. Precisemos, si bien es cierto que los males que aquejaban al autor durante su convalecencia de 1939-1940 traslucen en la mayoría de los cuentos ya sea como crisis de asma, bochornos o mareo, sólo en uno encuentro la risa, y no a la que alude 1 En la p.242 de su comentario a la edición de 2001: Ghelderode, Sortilèges, Ed. Labor, Bruxelles. 34 Blancart-Cassou cuando dice “el narrador de Sortilegios, afligido moral y físicamente, y rodeado de amenazas reales o imaginarias, se defiende con larisa, como lo ha hecho siempre Ghelderode.”1, es decir la risa forzada de su teatro. Sólo en el último cuento hallé una risa, pero una con genuina intención humorística: El olor del pino cierra con broche de oro porque su frescura desenlaza al lector del trance que se atraviesa con estos cuentos: El amanuense se pierde en las oscuras callejuelas de El diablo en Londres, para luego refugiarse entre los engendros del Jardín enfermo, al salir del cual el aire de la boutique del Coleccionista de reliquias es como de montaña y permite seguir siendo corteses ante la inesperada visita de Rhotomago que anuncia la marina catarsis carnavalesca de Sortilegios tras la que es posible Robar la muerte y volver a refugiarse en Nuestra señora de la soledad, sólo para huir de los espectros que acechan en la Niebla por los callejones de su barrio, contemplando el sangriento diluvio de un Crepúsculo hasta escuchar al cuervo con quien desde alguna taberna conversó decirle: Fuiste ahorcado. Pero finalmente la muerte no se lo lleva gracias al sacrificio de quien era motivo de sus enojos en El olor del pino. Es fácil ver por qué puede llenarse de angustia el lector de estos cuentos; la densidad progresiva que los permea sólo se disipa al final del libro. Pero es una densidad que envuelve algo, en su centro se defiende brillantemente una idea, cada angustia intenta ser explicada; revelan la vida interior en cuya encrucijada con la realidad lucha el narrador, argonauta mártir de sus quimeras. A su acido teatro devuelve cierto encanto Sortilegios, lo que con ellos abjura Ghelderode no es poca cosa: al ser escritos, sus miedos desaparecían, porque “el absoluto poder del mal” es que no existe. El encanto devuelto a su teatro puede así ser entendido como una etapa anterior de la misma higiene: purgación necesaria de enojo, 1 Ibid. 35 “asco y amargura” previa al abrazo de los miedos. La idea que nace como promesa en El Amanuense, donde el tiempo es interior y la vida sutil, luce una indivisible fuga dual: la del pensamiento, que va donde quiere, y la del pasado que se queda en runas; ligereza adivina, suma aspiración: es una definición de la muerte. Se agrieta el miedo en espectros y sombras esbozadas al albor de la presencia que una muda de añoranzas devuelve; y la incógnita agilidad del fantasma del narrador, quien creía que “Entraba en el cuartito y me sentaba a su lado. Y le entregaba mi pensamiento; él lo captaba con su mano de médium, esa mano pronto móvil y que trazaba arabescos sobre el papel” (p.47) revela su doble vida a través de los ojos de Daniel, quien le había visto “sentado en el lugar de Pilato, envuelto en (…) reflexiones y, frecuentemente, pluma en mano, escribiendo” (p.51): nuevo desprendimiento “corporal” cuya espontaneidad pertenece ya a otra voluntad: el narrador cede su fantasma a Pilato para que trace arabescos sobre el papel. ¿Valdría la pena comparar la caligrafía de El Amanuense con la de manuscritos contemporáneos para ver si Pilato no le echó una mano? 36 El amanuense En aquel tiempo, tenía mi habitáculo en el barrio de Nazareth. Era una región despoblada, a proximidad de los taludes de las antiguas murallas, e invadida por la vegetación, como si el cercano campo hubiese avanzado dentro de la ciudad para retomar su territorio. Uno se perdía en un laberinto de callejuelas sinuosas, bordeadas de casas bajas o de interminables muros ciegos, dédalos que hacían del vetusto barrio un vasto cerco, asombrosamente tranquilo. Empujando cierta puerta carcomida, se descubría una pradera donde pastaban ovejas y donde frecuentemente se afanaban las 37 huérfanas de una institución vecina. El silencio que reinaba era una verdadera gracia, a tal punto que una querella de pájaros se convertía en un importante alboroto. Y yo anhelaba que esta región mística permaneciese, donde los techados se plegaban bajo el peso de las palomas. El tiempo allí no existía, y las campanas que parecían repicar en los árboles estaban seguramente locas. Me sucedía dejar mi alojamiento al caer la tarde, mi callejeo me conducía hacia un edificio de aspecto claustral aún denominado Las Beguinas. Ya no había beguinas tras esos frontispicios de ladrillos rosas, y el pórtico monumental junto a la venerable construcción rara vez se abría. Yo era poseedor una pesante llave que me confería el privilegio de franquear el umbral de aquella casa inactual; también era yo uno de los pocos en saber que abrigaba un humilde y atractivo pequeño museo dedicado a la vida y a las artes populares. Museo ignorado por la mayoría, que ninguna inscripción revelaba al transeúnte, y al cual yo accedía libremente por haber contribuido a su creación con algunas donaciones y colaboraciones benévolas. El hecho de tener una llave del inmueble dice lo suficiente acerca de la confianza con que me honraba el fundador, el sonriente y canoso amigo, canónigo Dumercy. Aunque el museo se encontrase desde hacía mucho en orden, el canónigo inventaba mil pretextos para posponer la inauguración hasta las calendas, temblando, al parecer, de que el pío refugio donde dormían sus ingenuas colecciones sufriera la profanación pública. Yo admitía las razones del anciano, quien cada vez concluía: “¡Además, mi museo ya tiene su visitante: usted!…Es bastante…”. Durante temporadas fui el único visitante, lo cual no dejaba de halagarme. ¿Acaso no era yo poseedor de la llave, no de un misterio, sino de un lugar todavía misterioso a la mirada de muchos? Eso bastaba para mi felicidad… Pasado el portal, se descubría un jardín cuadrado, cerrados tres lados por las galerías cubiertas de Las Beguinas; un asombroso jardín: bosque virgen donde 38 inextricablemente batallaban vegetaciones vivaces. De entre la hierba silvestre emergían cuadrantes solares o estatuas decapitadas, montadas sobre algún fuste de granito. Y toda una vida secreta bullía en esas masas vegetales cuyo empuje amenazaba con derribar las viejas murallas del claustro. Sin embargo, el jardín mantenía un relativo ordenamiento debido al pozo forjado que indicaba el centro, y a los penachos de cuatro altos chopos plantados en sus ángulos. Una vez dentro, era infaliblemente acogido por siniestros gritos: un grajo, con el copete erizado y listo para el ataque, me miraba venir desde el fondo de su jaula. El impertinente pájaro montaba guardia mejor que un perro y advertía a su amo de mi presencia. Daniel, el conserje, surgía entonces de su aposento, suerte de pabellón en salidizo que le había asignado como habitación su protector, el canónigo. Ese cortés septuagenario era un personaje original y difícil de definir, de quien se contaba que en el seminario había sido íntimo condiscípulo del actual obispo. Sus modales discretos y anticuados le daban una fisonomía vagamente clerical. Yo respetaba a ese viejo solterón que practicaba una filosofía de renuncia, fumando y soñando en ese jardín donde se ignoraba la hora cuando faltaba el Sol, y que se conformaba con el afecto de un grajo. ¿Tras qué avatares se había convertido en el conserje, casi el curador del museo? El Destino sabe lo que hace, en este caso, el buen hombre parecía estar en su lugar, tan añejo y polvoriento como las cosas que cuidaba, y como ellas, valioso y lleno de encanto. Daniel me estimaba correspondiendo a mi deferencia. En cada una de mis visitas enunciaba ceremoniosamente: “¡Está usted en su casa!...” y se retiraba a su habitación sin dar la espalda e inclinando levemente la cabeza. Sin duda alguna, estaba en mi casa en aquella morada de antaño, bañada en una luz tamizada por vitrales de color, y de la cual nadie, mejor que yo, podía apreciar la calma y la penumbra. Erraba en las galerías y cuartitos, sabiendo quésonido rendía cada losa, 39 qué olor me esperaba en cada puerta. ¡Y cuánto aprobaba en mi fuero interno que el canónigo guardase cerrada esa casa del recuerdo!...El viejo niño poco se había preocupado por clasificar sus objetos de acuerdo con algún método; había aprovechado la decoración existente para reconstituir los interiores, poblados por maniquíes disfrazados. Así, uno entraba ante las hilanderas de encaje o donde el tejedor, después de haber visitado la encantadora boutique de jueves, o de haber caído en un sórdido sótano de marionetas. Poco me importaba que todo estuviera muerto…La noche llegaba subrepticiamente y me sorprendía sentado en la chimenea o inclinado contemplando imágenes piadosas. Dejaba a mi pesar esa morada de recuerdos y ensueños. Daniel había guardado la jaula del grajo, y lo veía, tras la ventana de su logia, dormitando a la luz de una llama de aceite. Cabeceaba, en todo igual a los maniquíes que yo abandonaba, convertido en objeto de museo bajo el ojo redondo del reloj inmóvil cuyas pesas habían tocado el suelo. Con todo no era el conserje el representante más atractivo de esta comunidad de efigies. Existía otro personaje al que me placía visitar en horas descoloridas y quien, como Daniel, no subsistía más que por intervención del canónigo. Lo llamábamos Pilato, por el nombre que efectivamente había portado cuando vivo, hace ya casi cien años. Para llegar a él, había que atravesar, por detrás de los edificios, un pequeño patio interior, al final del cual se erigía una capilla fuera de uso. Una insignia pintada anunciaba: “Amanuense. Calígrafo. Cartas, requisiciones, petición de indulto. Libros de oro para sociedades. Prosa y versos de circunstancia. Discreción bajo palabra de honor”… ¿Cómo no ser requerido por un personaje que habitaba en una capilla, escribía versos y poseía sentido del honor? No era necesario tocar la puerta o entrar para verlo; bastaba acercarse a una ventana lateral con rombos de plomo. Justo enfrente, en su mesa, aguardaba Pilato, nítidamente iluminado. Su edad era indescifrable, pero su 40 vestido rojizo y ciertos detalles en su atuendo decían que debía haber nacido al final del siglo decimoctavo. Si ya no usaba peluca, como sus padres, mantenía larga su cabellera gris. Y su corbata de seda negra, tres veces anudada, le daba la apariencia de algún sacristán de notario, del tiempo en que los escudos eran de buen oro y las tierras feudales. Pero el querido hombre parecía de otra extracción, a pesar de la humildad de su estado y la reserva de su actitud. Le hallaba yo un lejano parecido con Daniel, un aire finamente clerical: misma máscara glabra, un poquito volteriana, labios delgados y discretos, facultad de atención y de escucha inscrita en la inclinación de la testa, y esa mirada cristalina, cargada de pensamiento, o de ensueño… Esa mirada humedecida encubría en su óvalo una pequeña luminosidad caritativa, la indulgencia de almas viejas que han visto y comprendido todo; una mirada de confesor. ¿Por qué imaginaba que Pilato también podría haber sido un seminarista a quien las desgracias de su tiempo o una pasión noblemente ocultada habían apartado del sacerdocio? El canónigo Dumercy encontraba la hipótesis agradable, por su parte, y afirmaba que el amanuense podría haber tenido mayor valía que su condición social. ¿Acaso no había dejado manuscritos de sátiras en latín sobre las ridiculeces de su época? Y, en la hilera de tomos alineados cerca de la escribanía, ¿no se leían, sobre encuadernaciones marchitas, los desdorados nombres de Horacio y de Ovidio? ¿Pero había llevado el canónigo más lejos su investigación? No, pues hubiera descubierto, entre los diccionarios y los almanaques, cierta “Correspondencia Galante”, además de opúsculos del tipo del “Grimorio del Papa Honorio”, cosas de las que, a pesar de los años, se desprendía un turbador perfume de alcoba o un inquietante olor de ensalmo. Temiendo romper el arrebato en que me sumergía su presencia, largo tiempo me conformé contemplando al personaje del exterior, con la nariz pegada al cristal. Los reflejos del sol que declinaba me ayudaban a enumerar los objetos familiares que 41 atestiguaban esta existencia perpetuada. Junto al sillón de mimbre donde se sentaba el amanuense, una silla vacía esperaba al visitante, casi siempre la mujer o muchacha, de quien iba a acoger suspiros y tiernas quejas. Hojas amarillentas aguardaban al alcance de su diestra, cerca de las plumas, del raspador, de la candela y del lacre. Esa mano, que yo admiraba sin reserva, honraba al escultor que la moldeó. Me cautivaba aún más que el rostro agudo del buen hombre, tan larga y como transparente; no una mano cualquiera sino la diestra misma del escritor y del letrado, acostumbrada más bien a manejar estampas y medallas. Resumía el carácter y los gustos del hombre y, tal como aparecía, ornada con un anillo de oro, la sabía incapaz de escribir pensamientos sin altura. Permanecía suspendida sobre la página virgen, sosteniendo la pluma, lista a descender o a alzarse. Pero en el mismo momento que parecía querer caligrafiar, esbozaba también un gesto extraño, como si distanciase a una confidente demasiado próxima por la exaltación, y también, como para ahuyentar a los curiosos que obstruyeran la ventana. Es por eso que, bastante impresionado, esperé semanas antes de atreverme a empujar la puerta. Mi primera visita al señor Pilato me provocó cierto malestar, lo confieso sin vergüenza. Me había decidido una noche, dominando mi timidez y mi escrúpulo de no importunar a un ser tan perfectamente mudo, tan dignamente inmóvil. ¿Pero y no era su oficio recibir visitantes? Una vez en la capilla y tras un examen del mobiliario, saludé al buen hombre con la misma seriedad, la misma sinceridad que si hubiese sido real, y todavía más, le interrogué, sin duda para corregir el demasiado profundo silencio del lugar: -Maese Pilato, mis respetos…Os venero y estimo. Nada vengo a pediros, sino permiso de observaros a discreción; no os pediré la redacción de una carta de amor, de amistad o de negocios, aunque escribo mal y con dificultad. Sólo deseo sentarme a su lado, como 42 si fuese, a vuestra imagen, un hombre de antaño, que sobrevive…Sólo quiero guardar silencio cerca de usted y estar quieto como usted. Al mendigar su aprobación, me pareció que Pilato sonreía benévolamente de manera fugaz y perceptible sólo por mí. Su frente parecía haber caído de nuevo con el final de mi frase, con lo que supe que mi petición recibía su anuencia. Y temeroso de molestar el sueño de los objetos o siquiera el aire cargado de un polvo plateado, me acomodé, cautelosamente, cerca del maniquí, sobre la silla destinada a los “analfabetas”. ¿Ese Pilato no era más que un maniquí? Sin duda no podría lógicamente ser sino eso, y nada más; ¿Pero, no podía pretender ser más que eso? Y es que la cera con que lo habían fabricado seguía siendo una materia extraña. Y ese rostro, esas manos de cera coloreada expresaban no sé qué inquietante veracidad…En un primer momento, tuve la tonta idea de que acababa de sentarme cerca de un muerto olvidado en esa capilla cuya puerta yo había sido el primero en empujar tras Dios sabe cuántos años; que ese muerto, milagrosamente conservado por la sequía ambiental, iba a caer hecho pedazos con el menor choque, o quizás con mi aliento. Cuán víctima era de la ilusión y cuánto me complacía buscándola, a cambio de sentir malestares como el que me invadía y persistía; creí poder disiparlo prosiguiendo una conversación que sabía era a mis expensas. -Maese Pilato, le estimo por practicar esa honorable discreción que anuncia el letrero. La discreción es una difícil virtud; en cuanto al honor, es una magnífica noción, cuyo simple nombre me exalta. ¡Ah, sois feliz aislado por vuestros muros, sin saber del mundo
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