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MEMORIAS
del
Marques *»
San Basilisco
SAN FRANCISCO
" THE I-tíTÜRNATIONAI,
1897
NOTA DE LOS EDITORES
El viejo dicho latino de que de mortuis nit
nisi bonum, es tan ilógico corno absurdo, pues
Carlyle dijo que la Penitenciaría de los
delincuentes es la Historia, y esta no reco-
noce privilegios, ni en los que ahora son ni
en los que en un tiempo fueron.
The International Publishing Co., editores
de las presentes Memorias, han cercenado del
manuscrito ciertos pasajes de dudosa morali-
dad, dejando intactos solamente aquellos que
á nadie dañan y antes por el contrario
encierran provechosa á la par que elocuente
enseñanza.
Menos habrá que culpar al protagonista,
pues bien mirado, él no fue más de el
producto de una época y no la acción
aislada de un temperamento, pues como él y,
de su edad y tiempo aún hay muchos, pero
que no han salido á la superficie social—ni
saldrán gracias á Dios—en virtud de la ¿
gradual transformación que ha sufrido Mé-
xico, pasando, del período embrionario y
crudo y asaz turbulento, al sereno y avaii?.a-
i do de las civilizaciones modernas.
Con la publicación de estas Memorias
creemos, más que un mal, hacer un bien á
cierta clase de la juventud hispano-americaua'
en .la que, infortunadamente, ¡os juegos de
azar y los matrimonios de conveniencia, más
que el amor al trabajo y á la industria, se
encuentran muy arraigados.
San francisca, /ulio de 1897'>
Tke Inlernatioiial Pubiishinsr Co
MEMORIAS DEL MARQUES DE
SAN BASILISCO.
CAPITULO I
De Patitas en e! Mundo.
Dos ciudades se disputan el privilegio de
haberme dado la cuna, "mas como quiera que
yo no querría ofender á la una con detrimento
de la otra, me hallo dispuesto á admitir que
mi padre me engendró en Ures, Sonora, y
mi Señora madre se apresuró á echarme al
mundo en la bella y poética Culiacan, capital •
del Estado de Sinaloa.
Llamábase mi padre Luis Camonina y sus
amigos le habían dado cariñosamente el
apodo de Caramocha, sin dijda porque tenía
• inedia quijada hundida de un machetazo.
2 SL MARQUES DE
Nací el 8 de Septiembre del afio del Señor de
1830 y se me bautizó en la Parroquia de
Culiacan dándoseme el nombre de Jorge,
Jorge Camonina para servir á ustedes.
El autor de mis días tenía el oficio de
carnicero, y yo pasé mi niñez chapoteando
con los pies descalzos, en la sangre de los
cerdos y las terneras degolladas. Yo aspi-
raba, coa infantil deleite, las calientes ema-
naciones que se desprendían de la Sangre y
de la carne fresca y palpitante. ¡ Cómo
gozaba cuando mi padre, con la camisa
arremangada y el rostro.colérico, hundía el
cuchillo hasta las cachas en la maniatada
res! El rojo líquido salía á borbotones de la
herida, y en su agonía el animal ponía los
ojos en blanco, especialmente los borregos,
cuyas boqueadas tienen mucho de humano.
A los diez años de edad degollé mi primer
camero, y me acuerdo que mi padre, desde
la víspera, que era un sábado, nie regaló un
cuchillo nuevecito diciéndome:
—Vamos, zaragate, veremos si mañana eres
digno de llevar el nombre de Camonina.
Esa noche no pegué los ojos en toda la
SAN BASITJSCO 3
noche: retíreme á la cocina, encendí un
candil y me puse á afilar mi instrumento. Y
al acostarme lo dejé tan filoso que cortaba la
vista con sólo verlo.
Alborozado volvíme y revolvíate en la
cania—digo en el petate porque en mi niñez
nunca supe lo que era un lecho—y cuando
los gallos comenzaron á cantar, metí las
piernas en mis pantalones de cuero y salí al
corral, alegre como una alondra.
Por esa época del año 40 el Abasto de
Culiacan se encontraba situado en la calle de
San Felipe y consistía en una ramada á lo
largo de la cual las reses eran degolladas-
El lugar olía á almizcle, á estiércol y á grasa.
Mi carnero balaba tristemente, pues -sin
duda por instinto sabía lo que le iba á
suceder. Dos ó tres carniceros saludaron á
mi padre ofreciéndole un trago de aguar-
diente, y uno de ellos nombrado Gabiíondó,
díjome que el oficio de matancero era el
mejor y más útil de todos, y que el matar
ganado era un placer del que no todos los
hombres disfrutaban.
-—Bá !—prosiguió Gabiíondó, acariciando
4 El. MARQUES DB
los cuernos de un buey preparado para la
inmolación—es oficio que hace valientes á
los cobardes, y sino que lo diga Don
Pioquinto, quien en el mes pasado, y en el
Fuerte, mató & puñalada limpia á dos indios
pdpagos.
Pero la hora del degüello había sonado : á
una aefla de nii padre rae aproximé al
carnerillo, derríbele, cogíle de las orejas y de
una cuchillada furiosa le abrí el pescuezo.
I,a muerte fue instantánea, pues faltó poco
para que le decapitara.
—Caramoclia I—gritó uno de los abasteros
—ese muchacho es el mismo diablo !
Y diablillo me sentía yo, de verdad, en
aquellos momentos : el corazón latía en mi
pecho, la mano convulsiva asía el arma, y
todos los objetos en torno mío, animados é
inanimados, presentaban tintes de escarlata.
Me he detenido en narrar ese episodio de
mi infancia para que se vea cómo y cuánto
las impresiones recibidas eii la niñez influyen
en el carácter del individuo; si aquellas son
tiernas, femeninas y delicadas, somos cuando
grandes compasivos y piadosos; pero si por
SAN BASILISCO 5
el contrario tueron impresiones brutales,
groseras y crueles, tenemos por fuerza que
ser malos, pues la maldad es una planta que
florece eu la mañana de la vida.
A los doce aflos de edad yo no sabía leer
ni escribir, pues mi padre era enemigo
mortal de escuelas y escolares, y decía que el
alfabeto había sido inventado por los frailes
con el exclusivo objeto de prohibir la carne
en los dias de vigilia. El no bebía, pero
jugaba hasta la camisa cuando la ocasión se
presentaba: una noche perdió al monte
sombrero, pantalones y zapatos, y fue nece-
sario traerlo á casa atado á una carretilla y
cubierto con una manta de arriero.
Una tarde que yo volvía de casa del cura
Vadivia á donde había ido con unos lomillos
de puerco, encontré á dos sujetos, que venían
muy de prisa y uno dijo al otro: .
—Pues sí, tocayo, acaban de matar á I/uis
Caramocha.
Imaginaos cómo me quedaría al recibir la
funesta noticia: era yo muy niño para
discernir las consecuencias de ese hecho, y
para hablar con franqueza diré que no tenía
6 fií. MASQUES DTÍ
una tema de alecto por mí padre; más aún
así la infausta nueva me impresionó desagra-
dablemente, y de carrera me dirigí á nuestra
casaquilla. Mas al entrar, el cura Valdivia,
' que en esos momentos salía, cogióme de la
mano, y llevándome al remolque y dándome
palmaditas carifiosas en la cabeza, condújome
al Curato, y ya dentro, sentóse en la poltrona
y sin soltarme, me atrajo hacia él diciendo :
—Jorge, acabas de perder un padre, pero
tienes en mí otro. ¿Te gustaría vivir á rni
lado?
—Quién ha matudo á mi padre, Sr. Cura?
—le repliqué evadiendo la pregunta.
Miróme con cierta lástima, y asentándose
los cabellos blancos me repuso:
—Quién? la baraja, esa Biblia de Lucifer.
Desde esa fecha existí bajo el techo del
buen cura Valdivia, y si no hubiera sido por
él, ¡el Marqués de San Basilisco sería hoy un
mito y las actuales Memorias nunca habrían
sido escritas, de lo que se deduce que lo que
ha de suceder escrito está. Allí aprendí los
primeros rudimentos de enseñanza; allí, en
agüella atmósfera eclesiástica, mi inteligencia
SAN BASIIJSCO 7
flexible cual la piel de un felino, adquirió esa
jesuítica elasticidad que sabe adaptarse, lo
mismo á la tragedia que á la comedia, á la
pequefía intriga como al tenebroso drama ; y
allí, finalmente, el granuja de carnicería
hubo de transformarse en el sumiso mona-
guillo.
I/as gentes de Iglesia tendrán todas las
faltas que se quiera, pero nadie podrá
negarles la cualidad positiva del savoir-
vivre, y desde el cura más huttiHde hasta el
obispo más encopetado saben conducirse,
insinuarse y darse á querer, y sus maneras
son simplemente irresistibles en el mundo
femenino, donde suelen estar en su natural
elemento. Por el ojo de la llave, yo obser-
vaba al párroco Valdivia cuando venían á
visitarle las damas más ricachones y guapas
dé Culiacan, y era de verse con lafinura y
gracejo coa que él las recibía, ora departiendo
con la estirada mamá en voz queda y bien
modulada, ora tirando de las encarnadas
orejitas á la linda polla, ya soltando un chiste
que las hacía reír, ya una frase elocuente y
eclesiástica que las hacía ponerse serias.
g EI, MAE'QTJES DB
Y al despedirse madre é hija le besaban la
mano, dejándole un paquetito de chocolate,
de dinero, ó bien tina docena de cajetas de
leche envueltas en papelillos de china.
El Sr. Cura, cuando las visitas se habían
¡do, olía el chocolate, atesoraba el numerario
en una gaveta, y después, suspirando y
pensativo, calábase los lentes, abría un libro
y reclinado en el equipal y cruzándose de
piernas, se ponía á leer en silencio.
Después de contemplarle por algunos mi-
nutos yo me retiraba meditando en el choco-
late y en los ojos pardos de la muchacha, y
de pensamiento en pensamiento llegaba á la
conclusión de que la vida eclesiástica se
había hecho .para mí, pues que formaban
parte esencial de ella el chocolate, el dinero
y las mujeres. Porque en este último ramo
mi precocidad ha sido portentosa, pues que
en 1843 apenas contaba yo trece años, y no
obstante las fantasías eróticas principiaban á
atormentarme, fenómeno que más tarde me
explicó un especialista de París en estos
'términos:
—He notado que los hijos de carniceros,
SAN HASir.íSCO 9
quienes desde la niñez ab'sorven !os átomos
de la materia animal, son precozmente sen-
suales. Mas en usted, Marqués, el fenómeno
es sencillamente de temperamento: tiene
usted un temperamento mercurial.
Mis ocupaciones, en el curato, consistían
eti repicar las campanas, ayudar á decir misa,
limpiar las lámparas y ensillar la yegua del
Sr. Cura, que entre paréntesis era muy
mañosa, pajarera y asustadiza. Esa yegua
como se verá más adelante, fue uno de los
factores inconscientes de mi Avatar intelec"
tual y físico, y al consignar á vuela pluma
esta reminiscencia, me aferró en la creencia
de que no se mueve la hoja sin la voluntad
de Dios.
La cocina curatil nada dejaba por desear
en la línea de comestibles y bebestibles; la
leche y el queso abundaban, y nada diré del
guisado de gallina, platillo en el que no
tienen rival las cocineras sinaloenses. Dofia
Ignacia Buelna, prima del Sr. Valdivia, le
hacía casa, y tengo el sentimiento de decir
que esta buena señora no me quería, y de
contirmo echaba indirectas en mi presencia,'
10 EL MAKQUliS OB
diciendo que de "tal palo, tal astilla," y que
quien á hierro mata á hierro mucre—alu-
diendo á mi padre—y que los pecados de los
padres pasan á los descendientes hasta la
tercera generación.
El día 14 de Octubre del mismo año, el Sr,
Cura; á instancias de José Retes, de Mocorito,
se dirigió á esta población para bendecir una
capilla que se habia construido. Yo le acom-
pañaba montado en una muía: por desgracia,
en las orillas de Culiacan algunos perros
salieron á ladrarnos, y la yegua del Sr
Valdivia, asustada, se echó á correr. Este
no era un mal ginete, mas sucedió que la
silla, flojamente cinchada, se deslizara por
las ancas, arrastrando en su caída á mi
Protector. La caída le quebró el pescuezo
dejándole muerto en el mismo sitio.
Al saberlo, la Sra. Buelna salió á la calle
dando alaridos, acusándome á mí de la muerte
- de su primo, pues decía que yo no había
cinchado bien la yegua, sin duda por maldad.
En un tris estuvo, esa ocasión, que yo me
Imbiera quedado en la calle, mas la buena
suerte que jamás me ha dejado de su lado,
SAN BASILISCO II
vino en mi auxilio, y en la forma que yo
menos me lo esperaba—en la del sucesor de.
Valdivia, que se llamaba Rene Gaxiola.
Este párroco Gaxiola, desde el instante
que puso ojos en mí, prendóse de mi juvenil
talante, .quizás en virtud de esas misteriosas
afinidades que existen entre personas del
mismo temperamento. El nuevo Presbítero
era vtn sonorense, joven, alto, gallardo de
apostura, camorrista, mujeriego y hombre de
pelo en pecho. De su valor y herctllea
fuerza se contaban multitud de anécdotas.
Decíase que una noche, y á siete leguas de
Ures, él y su mozo de estribo habían sido
atacados por una partida de veinte indios
bárbaros, y que Gaxiola, con el solo uso de
su sable y dos pistolas, había matado la mitad
de los apaches, poniendo en ignominiosa fuga
á los restantes. En ese encuentro lidió
cuerpo á cuerpo con el gandul que hacia
veces de cabecilla, y se refiere que se agarró
á él, y levantándole de la montura como si
fuese pluma, le quebrantó los huesos opri-
miéndole con los nervudos brazos.
Andaba armado de continuo, con el ancho
12 KI, MASQUES Dlt
sombrero caído sobre la oreja izquierda y el
puro humeante en la boca.
A su amparo, estaba yo como el aguilucho
bajo el ala del cóndor. Y desde que tomó
posesión del curato, la disciplina fue menos
tirante, y yo podía, con entera impunidad,
comer carne en el tiempo de cuaresma y no
se me compelía á arrodillarme ante el confe-
sionario. Ayudaba á la misa, como de antaño,
mas el Padre Gaxiola la celebraba con tal
prontitud, que con frecuencia yo no tenía
la oportunidad de lucir como hubiera querido
mi vestimenta de monaguillo, especialmente
la que tenía mangas con encajes, y que me
había regalado Doña I^eonardita Yzábal, una
de las damas más ricas de Culiacan.
Y si parda era la moral del párroco novel,
sus ideas políticas eran originalísimas y
desembozadamente expresadas.
—Tú eres muy joven aún—me dijo un día
;. —para entender de política, mas ten presente,
cuando llegues á ser hombre, lo que digo
.ahora. En política no hay más de dos
opiniones: la del que está abajo y grita
contra el que está arriba, y la del que está
BAsrr.rsco 13
arribs y aplasta al de abajo. No creas en
palabrotas de patriotismo y otras zarandejas
y la opinión no es más de la fórmula de uno
ó muchos egoísmos. Para mí, tan picaro es
Santa Ana como Paredes.
Sobre religión hablaba de, esta manera:
—I^a Religión católica es la más poética y
teatral de las religiones, y los ministros de
ella tenemos que ser exelentes actores. Es
evidente que su dogma fue revelado y sus
ritos son los más hermosos; mas esa misma-
belleza plástica que tiene su culto, contribuye
á paganisar á sus sacerdotes. En el alto
clero, Camonina, hay más enconadas rivali-
dades que en las esferas del gobierno terrenal,
lábrete Dios del odio de un Obispo, y sobre
todo, de la enemistad de un canónigo.
De la humanidad en general decía :
—I,a paz, al menos la paz individual,, es
un sofisma filosófico, y el estado de guerra
perpetua es el estado natural de la especie
humana. El hombre pelea desde que nace
hasta que muere, y en toda naturaleza hay
un fondo latente de monomanía homicida.
i Qué de veces un sujeto no desea, allá para
tlj El, MARQUES DE
sus adentros, la muerte de sus rivales ó
enemigos! I/uego en teoría, ese individuo es
un asesino, y tiene que responder al Ser
Supremo de ese mal pensamiento. Yo soy
un apóstol de paz, mas corno San Pedro, raí
espada siempre cae de filo, y no sobre orejas,
sino sobre cuellos y corazones.
De los bienes mundanos, solía platicar así :
—5ío son bienaventurados los que lloran,
sino los que gozan, y para gozar: se necesita
tener dinero. Heñios alcanzado tiempos de
grosero materialismo, y la misma Iglesia no
podría subsistir, ni ser respetada, si se hallase
en la indigencia. ¿Qué es lo que admírala
multitud en nuestras suntuosas catedrales?
Los altares cuajados de luces y de resplan-
decientes imágenes, la voz sonora del órgano,
las casullas cintilando en dorados florones y
el aroma del incienso. Suprimid el aparato,
y el culto y la creencia se desplomarán como
castillos de naipes. El vulgo es como Mon.
sieur Jourdan, que pedía la bata de noche
para oír mejor la música.
Con todos sus defectos, que no eran pocos,
el cura Gaxiola poseía cualidades de orden
SAN BASILISCO 15
elevado, y una de estas era su inagotable
caridad. En Diciembre de 1845, ganó al
Coronel Vega, en el juego de brisca, cerca
de ocho mil pesos, y al día siguiente distri-
buyó ese botín entre las personas necesitadas
de Culiacan.
El me enseñó los primeros juegosde cartas
y hasta hoy no he conocido un hombre más
ágil en eso de hacer sortilegios con los
naipes, y estoy seguro de que si se hubiera
dedicado á la prestidígitacion, hubiera dejado
muy atrás al renombrado Herrmann. Coa
un pedacillo de cera tamaño como un alfiler,
hacía salir las cartas que se le antojaban y
retener las que le convenia. Una noche, se
sentó á jugar- albures en el curato con dos
sonorenses, afamados por su pericia en la
baraja, tahúres de profesión, en una palabra,
3' ricos además. Por mandato del Párroco,
yo permanecí en la sala para servirles copas
de un añejo amontillado que un comerciante
de Mazatlan había mandado al Sr. Gaxiola.
Et juego me fascinaba, me absorvía, y de pié'
tras de los jugadores, observaba los más
insignificantes movimientos del tallador;
10 B.L MARQUES IM<;
derrepente, y cuando el Sr. Cura tendía las
cartas en un albur de á $500, vi que una
carta desaparecía en la manga de la sotana,
pero con tal sutileza y celeridad, que ninguno
de los adversarios lo apercibiera. Bl Párroco
ganó la apuesta
CAPITULO II
Mis Primeras Aventuras.
Para que los lectores juzguen mis actos
con alguna indulgencia, ya he dicho en otra
parte que mi carácter no se presta á los
afectos sinceros y amistosos, así es que no
debe maravillarles que mi cariño por el Cura
Gaxiola hubiera sido superficial y transitorio.
Pero ese defecto, si es que lo es, en nada me
desdora, pues que uno no es culpable de las
peculiaridades de temperamento.
Así fui creciendo y desarrollándome hasta
llegar á los veinte años, admirado por las
beatas que infestaban la Parroquia y mimado
por las cocineras del curato, las que se esme-
raban eu condimentar para mi estómago
l8 El. MARQUES DK
pantagruélico, los más sabrosos bocaditos.
De estatura mediana y rolliza, ojos cafés y
bailadores, cara llena y de tez relumbrosa,
ligero bozo sombreando mi labio, mi aspecto
era de aquellos que no pasan desapercibidas
entre las muchachas. A objeto de asistir á
la naturaleza, me dejaba crecer el negro y
rizado cabello, algunos de cuyos rizos caían
artísticamente sobre la frente. Mi vestido se
componía de una blusa, unos pantalones de
trabuco con bolsas de oreja de perro, como
les llamaban entonces, y zapatos de cuero de
becerro. Y mi sombrero? El sombrero sí
que era todo un poema, pues del atavío
masculino es el artículo que más me ha
preocupado y me preocupa todavía. Ese
adminículo es la.síntesis individual, el alfa y
el omega del carácter, el arma ofensiva y
defensiva en las batallas amorosas. Se re-
quiere donaire para usarlo y aunque me esté
mal en decirlo, confieso que ninguno me
aventaja en la manera de llevarlo. Mi som-
l>rero del año 50 era de fieltro negro, mitad
eclesiástico y mitad seglar, de anchas alas y
alta copa. Me lo encasquetaba á la Ruy
SAN BASILISCO 19
Blas, es decir, inclinado sobre la oreja
izquierda, á semejanza de los perdonavidas
de que nos habla tope de Vega en sus
cuentos picarescos. Un zarape del Saltillo,
terciado garbosamente sobre el hombro, com-
pletaba ini pintoresco loui ensemble.
—Cuerpo de Baco ! tú harás fortuna, Ca-
monina, por la buena ó por la mala, lo Ico eu
esos ojos danzadores, en ose labio sarcástico,
en la expresión maligna de ese semblante
niefistofélico. ¡ Vaya mi pequeño Satanás
metido en la pita de agua bendita!
Y al pronunciar esa tirada, Don Rene me
acercó un espejo, y mi talante, reflejado en
la luna, no parecía sino que me hacía muecas,
las muecas que hace Mefistófeles cuando
pasa con Fausto junto á la cruz.
Se acercaban las fiestas de Navidad, y en
el curato, por esos días, texto era bullicio y
animación: el cura. Gaxiola, para atraerse
concurrencia femenina, puso altarcitos de
Noche Buena, verdaderas obras maestras de
" pastoril miniatura. Después del rosario, que
recitaba el Padre Ortíz, servíanse en el
comedor refrescos y pastelillos, vinos genero-
20 El, MARQDBS DJÍ
sos y chocolate. De esas posadas de Culiaean
tendría yo los más gratos recuerdos, sino
fuera porque ellas dieron origen á una
tragedia, pues no parece sino que rui exis-
tencia, como la de Mecléa, está intimamente
asociada con elementos trágicos.
Entre las damas culiacánas que frecuenta-
ban asiduamente esas posadas, se hallaba la
Sra. Z ***, sinaloense bellísima, alta y mages-
tuosa como una Juno, de ojos zarcos y
rasgados y cutis de alabastro. Mi patrón
Don Rene bebía los vientos por ella, y yo
notaba que cuando los contertulios estaban
más entretenidos, tanto la beldad como el
sacerdote desaparecían, reapareciendo al cabo
\ de una hora, ella, con las mejillas encendidas,
¿jf él, con una sombra de melancolía en el
semblante.
Terminadas las fiestas de Navidad y en los
primeros dias del 51, el Sr. Gaxiola, una
tarde, dióme una carta para la Sra. Z ***
..ordenándome que la entregara á ella en
propia mano.
r-Cuidado con una torpeza, me entiendes?
Fuítne «n derechura á la residencia de la
SAN BASIWBCO 21
dama, cuyo marido, más tarde lo supe, gozaba
faina de ser un Fierabrás. I,lamé tímida-
mente á la puerta, saliendo á abrirla, casi al
momento, una criadita de no malos bigotes.
Condújome al anchuroso patio, en el centro
del cual había una fuente con un Grifo de
mármol arrojando chorros de cristalina agua.
Mas no bien la sirvienta se hubo alejado,
cuando so presentó delante de mi un hom-
brazo, de faz carnosa y barbuda, preguntán-
dome con voz altanera qué es lo que yo
quería.
Ya podéis suponeros lo desconcertado que
me quedaría ante ese encuentro inesperado:
mi' lengua me ha salvado en más de una
crisis análoga, pero esa vez sentí la lengua
hecha plomo y mis piernas comenzaron á
temblar. Por fin, viendo que no había
escapatoria y queriendo salir cuanto antes
del atolladero, entregúele la misiva dispo-
niéndome á huir. Peto el bruto me había
cogido de la mano, y arrastrándome, se
encerró conmigo en un cuarto donde estaban
las sillas de montar. Allí leyó la carta muy
despacio, la volvió A leer, y á medida que
S2 EI< MARQUES DB
lela, manetas lívidas aparecían en la siniestra
fisonomía.
Luego, cogiendo un chicote de esos que se
llaman ufía de gato dióme una azotaina
furibunda, y ya no sentía tanto lo recio
cuanto lo tupido, hasta que mis gritos dieron
tregua a los azotes. Salí de esa casa inhos-
pitalaria como alma que se lleva el diablo, y
no paré hasta llegar al curato, refiriendo la
historia de mi desventara, corregida y au-
mentada, al amartelado Don Rene.
Al escucharme y durante el curso de mi
narración, el Presbítero ni siquiera pestañeó,
mas cuando hube concluido, asióme fiera-
mente de los hombros, y empujándome hacia
la puerta y sin decir una palabra, echóme
fuera de un puntapié. Cuando volví en sí
de la sorpresa hálleme en la calle, sin un
flaco en el bolsillo, huérfano y sin amigos.
¿ Hacia qué rumbo orientarme si yo, pobre
rata de sacristía, ignoraba lo que son las
luchas por la existencia?
—Jorge! Jorgillo !
Doña Josefa Dávila, el ama del cura, me
llamaba desde el postigo, y cuando me
SAN BASILISCO 23
acerqué á hablarle, díjoine que al oscurecer
el día fuese á verla sin falta. Como todas
las sinaloenses, esta señora tenía un corazón
de ángel y había hecho para conmigo las
veces de madre : ella me remendaba la ropa,
procuraba que mis sábanas estuvieran limpias,
y el día que yo comulgaba, planchábame la
camisa con maternal cuidado. ¡ Pobre José-
fita! cinco años después tuvo en Guaymas
una muerte desastrada!
Teníame preparado, la excelente mujer,
una canasta con bastimento, ropa limpia y
algunas otras fruslerías.
—Merengue—me dijo ella con la vista
anublada por las lágrimas (Merengue tae
llamaba cuando se enternecía) lo mejor que
debes hacer es salir de Culiacan. Voy á
darte un consejo, y como el que da el consejo
da el dinero, aquí tienes quince pesos.
Compra con ellos una caja de mercillero, y
vendiendo de ranchería en ranchería, podrás
ir muy lejos. Eres económico 'y astuto,
tienes la lengua suelta y los ojos bonitos, y
si llegas á Mazatlan, podrás encontrar allí
un empleo.
24 RI, M A R Q U T v S Dlt
Besóme enternecida y diómc como amuleto
de buena fortuna,una muela de Santa
Lucia.
A la madrugada del siguiente día, que era
el 7 de Knero de 1851, sacudí de las sandalias
el polvo de Culiacan, encaminándome rumbo
al Norte. Mi caja de buhonero, que cargaba
en la espalda con el aire marcial con que un
soldado lleva la mochila, iba surtida de todas
esas baratijas que son el encanto de las
inozuelas lugareñas. Un vientecillo de in-
vierno soplaba de las montañas, y el camino,
polvoroso y escueto, se prolongaba á mi vista
en azulados horizontes. Mi objeto no era
Mazatlan, sino Ures, en el Estado de Sonora.
Allí tenía un hermano la Sra. Uávila, y yo
traía para él una carta cíe recomendación.
La primera ranchería donde pernocté distaba
ocho leguas de Culiacan: en ella vendí, con
un 50 por ciento de utilidad, una cuarta parte
de mi ancheta. Se alojaba en ese mesón un
mayordomo de muías nombrado Don Gaspar
Iturria, de camino para Culiacan. Trabé
amistad con él, nos pusimos á jugar, y á las
diez de la noche, le había yo ganado, á los
SAN BASILISCO 25
albures, doscientos pesos. La educación del
Cura Gaxiola principiaba á hacer madurar
sus frutos.
Mas sucedió que el Sr. Iturria no quería
desprenderse del dinero, y después de una
acalorada discusión, propúsome en pago, y
yo acepté, tina muía ensillada y enfrenada.
Así montado y equipado, el cielo me
pareció más límpido, la aridez del paisaje
menos ingrata, y aun los mismos zopilotes,
que de trcclio en trecho distinguía en el
entumo devorando á picoln/,os animales muer-
tos ó moribundos, se me figuraban cisnes de
negro plumage.
Hasta entonces sospeché, además, el partido
que podía sacar de mi gallarda presencia:
las ranclieritas y labriegas se ruborizaban
cuando les dirigía la palabra, y no topé con
ninguna que dejara de comprarme, ya dedales
ó madejas de seda, ya espejitos, peines ó
listones, al extremo de que al llegar á la
frontera de Sonora, mi ancheta varilleresca
había desaparecido.
La llama atrae á las mariposas, la serpiente
fascina al pájaro, el rayo áe: luz absorve los
26 Bf, MARQIJKS Mí
átomos;—¿por qué atraigo yo á las mucha-
chas, cuál es la fuerza que las precipita en
mis brazos, es fuerza espiritual ó puramente
fisiológica ?
Crucé á Sonora tres días después de la
acción librada entre los indios bárbaros
capitaneados por el cabecilla Mangas Colora-
das y los voluntarios sonorcnses al mando de
Don Ignacio Pesqueira. Iva ciudad de Arizpe,
á donde llegué por la tarde, presentaba un
aspecto de gala, pues casi á la misma hora
entraba en ella Pesquiera y su puñado de
valientes. Una guapa arizpefia, creyendo
que yo era uno de estos, arrojóme flores al
pasar, y más adelante una familia entera me
interceptó el paso, y las muchachas, quieras
que no, me coronaron de rosas,
Mas no supongan ustedes que paró allí la
equivocación, pues al ir calle arriba, la esposa
de un rico comerciante y sus hijos se rodearon
• á mi muía, obligándome á que entrara á la
casa y la honrará con mi hospedaje. Bien
pronto esta se llenó de vecinos, ansiosos por
saber los pormenores del combate, y Dios
sabe lo que tuve que inventar para quitar-
//UJAHÍ» v
SAN BASILISCO FV- . . ' . - 2^
melos de encima.
Un enfa.nl terrible me puso en aprietos, al
estar sentados á la mesa, con cuestiones
indiscretas como estas:
—Por qué no tiene usted sangre en la
camisa como los demás?
—Oh ! le respondí con desparpajo—es
que la corriente de un rio me arrastró.laván-
dome las manchas.
—Y cómo es qne usted no está mojado?
—Niño, es que el sol me secó la ropa.
—Pero si hoy estuvo nublado !
Para no responderle, rae puse á beber un
vaso cíe leche.
Pero esa superchería fue la causa de que
yo saliera mas que de prisa de Arizpe antes
de que me chillara el cochino; y á:la mañana
siguiente y muy temprano, encaminé mis
pasos hacia Ures, medroso de encontrar
apaches y reflexionando en mi última
aventura.
¡ Quien diría que habiendo salido de Culia-
can de un puntapié entraría á Arizpe en
triunfo y coronado de llores !
Negareis ahora ¡olí! filósofos de pacotilla!
28 EL J I A R O U J ' S l - : í
que hay hombres que nacen con estrella y
otros estrellados ?
***
.Decía el difunto mi padre que lo que
cantando viene bailando se va: al llegar á
Ures paré en el Mesón del Águila de Oro y
me hice de amistad con Félix Mouteverde,
un aventurero de la peor calaña. Me puse á
jugar albures con él, y á la media noche, mi
muía y los cien pesos que habla reunido
pasaron á ser de su propiedad. Pero Monte-
verde tenía el corazón en su lugar, pues antes
de separarnos me dijo :
—Es usted u u joven de mucho porvenir,
pero no hará su fortuna en el juego. Tiene
usted manos diestras y ojo certero, pero le
falta nervio. Ahora, voy á enseñarle de la
manera que gané cinco mil pesos en Hermo-
sillo sin arriesgar un solo peso. ¡ Atención !
Esa noche recibí mi titulo de bachiller en
la ciencia de Birjan.
El Sr. Dávila, á quien fui á ver más tarde,
recibióme cotí los brax.os abiertos y los
bolsillos cerrados : era éste una de esas per-
sonas que á primera vista ofrecen á usted el
SAN BASILISCO 29
oro y el moro, pero que á fin de cuentas
concluyen por negarle un vaso de agua,
Con él sí que no me valieron, -ni mis lisonjas^
ni las maneras insinuantes que á otros lian
cautivado.
Cerraba la noche y yo no tenía albergue
ni mi estómago lastre, y las calles de la
población, desiertas y tenebrosas, causában-
me pavura y desaliento.. Por dicha mi tem-
peramento está constituido para la acción y
antes de que el cansancio y el hambre
hicieran presa de ini, me resolví á obrar,
venga lo que viniere, sin perder un solo
instante. Pesqueira, el vencedor de los
indios en el combate de Pozo Hediondo,
hallábase á la sazón en tires y yo determiné
verle del momento, haciéndome pasar por uno
de los voluntarios que habían peleado bajo
su mando. Si me pedía informes, yo se los
daría, pues para entonces ya tenía acopiados,
por testigos oculares, los datos más minuciosos.
Pregunté por la morada donde vivía y á
poco me encontraba llamando á la puerta :
una muchacha salió á la puerta, y dándole.á
ella, un recado urgente para Pesqueira, en
30 W- MARODBS DE
menos tiempo de que canta un gallo platicaba
con él amigablemente, y tan simpática le fue
mi presencia, que esa noche dormí bajo su
techo, y al cabo de una semana, por medios
que no es del caso referir en estas páginas,
rae encontraba en Nácori como mayordomo
^de una hacienda del Sr. Gándara.
Allí rae sorprendió la invasión filibustera
del Conde Rousset de Boulbon, y fui despe-
dido del empleo por haber regalado á este un
caballo que no rne pertenecía.
Por gusto á la vida nómade más que por
necesidad, torné á recorrer las poblaciones
con mi ancheta de varillero, y así pasé los
aflos de 53 y 54. Bu 1855 regresé á Ures,
que como capital del Estado (entonces depar-
tamento) contenía una población flotante
compuesta de militares y empicados. Ura
Comandante Militar de Sonora Don Pedro
Espejo, y un hermano de este llamado
Braulio, tenía abierto un garito ó casa de
juego, donde se desplumaba á los pichones
más gordos. Don Braulio habiendo descu-
bierto en mí habilidades poco comunes,
empleóme como tallador de banca, y si no
SAN RAS IUSCO 31.
hubiera sido por la malhadada revolución de
Ayutla, que estalló en Marzo del mismo año,
y por el asesinato de IJspejo, que acaeció en
Abril, tal vez yo habría dejado mis huesos en
el cementerio de Tires, pues para vivir entre
los señoreases de aquella época se necesitaba
tener un corazón de apache.
La muerte de mi amigo ocurrió de esta
manera: Espejo hacía trampas en el juego,
pero nadie había podido descubrir en que
consistían ni de que manera las ejecutaba.
Mas yo, con mi sagacidad habitual, había
dado en su modus operandi. Consistía este
en un enorme diamante, de tal suerte cortado
y montado, que las cartas, al extender la
mano, se reflejaban en sus facetas. Una
noche entró á jugar Don Teófilo Basozábal,
un acaudalado comerciante de Hermosillo:
apuntóse á los albures de cincuenta á cíen
pesos, y cerca de las once había perdido más
de cuatro mil. Sonriéndose y sin dejar el
asiento, exclamó,dirigiéndose al banquero.
—Hermoso diamante ese, Don Braulio,
me permite usted verlo ?
Don Braulio vaciló por un instante, mas en
32 ET, M/YRQUIÍS m!
seguida quitóse el anillo, pasándoselo á
Baso/.ábal con uu uiovimieiiLo de disgusto é
impaciencia.
liste se lo puso, extendió la palma de la
mano, tornóla de derecha á izquierda, luego
se paró, y arrojando el anillo en la mesa,
amartilló la pistola disparando á quema ropa
sobre el infortunado Don Braulio, quien cayó
muerto en los brazos de un oficial llamado
Aragón.
***
I<a casa fue cerrada por orden del Gobierno
y heme ahí plantado de nuevo Á media calle,
contemplando las estrellas y chiflando la
canción del chinaco, aire muy popular desde
el pronunciamiento de Ayutla. Por dicha mía
y desdicha- de mis enemigos la miseria
produce en mi cerebro el mismo efecto que
un tónico en un organismo debilitado: veo
los objetos con más claridad y estudio á los
hombres con mayor htcidéz. A principios de
1856 Sonora e.ra un campo de Agramante,'y
su capital, Uros, un semillero de intrigas é
intrigantes. Don Manuel María Gándara,
déspota de la vieja y clásica escuela, conspi-
SAN BASILISCO 33
nibr. sin ivsar por imponen' en el Ifotado la
supremacía do las ideas conservadoras; y
Aguüar y Don Ignacio Pesqueira, contra-
conspiraban para cimentar los principios
liberales en el mismo. Consulté mi concien-
cia y noté con alarma que mis simpatías
estaban del lado del Sr, Gándara; y digo con
alarma, porque no hablaba dentro de mí
Camomila el buhonero, sino Camonina el
monaguillo de ünliacan.
Por recomendación de Doña Estefanía
Gándara, pariente de Don Manuel, entré al
servicio de este como agente secreto, y mi
primera misión, que fue la de llevar pliegos
cerrados al comandante González situado en
lícrmosillo, desenapcfíéla con celo y diligencia.
Cierta ocasión y á tres leguas de Guayaras,
estuve á punto de ser ahorcado por unos
guerrilleros de las fuerzas de Pesqueira, que
me detuvieron en el camino registrando mi
caja de varillero, en busca de los despachos
que yo conducía. Pero á cada insolente
amenaza de los bandidos, yo replicaba : ,
—Peines, dedales, alfileres, espejitos? • ,
Por fin, ellos se fueron echando zapos y .
34 EL MARQUES DB
culebras, y yo seguí inocentemente mi camino.
¡ Caramba! si se les hubiera puesto en la
cabeza el registrar el papelito de alfileres,
que yo les metía por la nariz gritándoles:
alfileres, á real el papelito de alfileres !
Bien me decía el Cura Gaxiola :—"Jorgillo,
cuando quieras ocultar bien una cosa, ponía
á la vista, que lo que salta á los ojos suele
ser lo más escondido 1"
CAPITULO III
Mi Primer Amor y mi Primer Cartucho.
"Quien ama el peligro en él perece"-—me
había dicho sentenciosamente Don Rene allá
en rni niñez, sentencia que acudió á mi
memoria después de la malandanza de las
cercanías de Guaynias. Y no es que yo
amara el peligro, pues üi alguna cosa abo-
rrezco son las situaciones peliagudas en las
cuales se suele dejar el pellejo, y aún me
atrevo á opinar que los grandes héroes no
son más de pequeños monomaniacos ; pero
yo tenia que vivir, y si era factible, pescar
en el rio revuelto. Mi talento, además, fue
creado para la intriga, y yo quería exhibir á
los sonorenses esa cualidad, con el misino
36 EX, MARQUES DJ5
donaire con que la guacamaya de sus florestas
ostenta su verde é iriscente plumagc.
EJmpéro Gándara y yo no pudimos enten-
dernos, no obstante que entre los dos existían
singulares afinidades de carácter: él era
tacaño, voluntarioso, arbitrario y porfiado.
El primer defecto, sobre lodo, es imperdonable
en un conspirador, pues está demostrado que
el oro es el mejor elemento de corrupción.
De consiguiente, yo decliné ulteriores comi-
siones de espionaje, y en la expectativa de
oportunidades nías bonancibles, dirigíme
sosegadamente camino del pueblo de Nácori,
pié á tierra y con un surtido completo de
varillería. A cinco leguas de Ures júnteseme
un individuo llamado Tito Rosas, juglar
itinerante- y que yo había conocido en
Sahuaripa como payaso en una compañía de
saltimbanquis y acróbatas.
—Jorge ! vengan esos cinco ! Un trago de
mezcal de Sásabe? Diantre, corno has en-
gordado, Camonina, y mientras más te miro
más te pareces al cura de Arizpe. Vengan
otra vez esos cinco!
Kstrechéle dos veces la mano—que por
SAN BASTUSCO 37
cierto estaba muy ; ; inlor: : , - : \ —y por el camino
pxisome al corriente de los sucesos del día.
Yo hice alusión para sondearlo, de Gándara
y su partido, de lo cual Tito se rió estrepito-
samente, arrojando su sombrero al aire y
capeándolo entre los dientes.
—Camonina, el sol que nace es el que más
calienta, y Gándara es un sol que muere.
Si yo oo tuviera profesión—que gracias á
Dios la tengo y uní y honrosa -yo iría tras de
Pesqueira y le diría golpeándome el pecho:
"Nacho, aquí tiene usted á Tito Rosas, que
para los frailes es Tito Espinas y para las
muchachas sonorenses es Tito Flores." Pes-
queira, Camonina, es el astro naciente y
quien á buen palo se arrima
Al medio día buscamos el abrigo de una
pitallayera y bajo su sombra almorzamos; mi
amigo el payaso, en vez de dormir la siesta,
procedió á hacer suertes con mi cuchillería,
tragando y vomitando puñales y haciendo
desaparecer y reaparecer otros objetos con
mágica presteza. Después, desdoblando el
zarape, sentóse á la turca y sacando del
ceñidor uua baraja, invitóme á jugar ana
38 EL MARQUÍS DE
brisca de á tostón la apuesta. Resultado
neto : al pardear la tarde había yo perdido
mi ancheta, mi dinero, mi zarape del Saltillo
y unas pantaloneras con botonadura de plata
que yo había ganado ea la Feria de Sa-
huaripa.
Tito Rosas se echó á espaldas la caja de
mercillería, dio un salto mortal, luego una
maroma y se alejó cantando :
Santa Ana tiene una pata
De palo y platal
***
I,a noche había cerrado, estrellada y
silenciosa, y á un lado y otro del camino se
extendía una de esas terribles nopaleras de
Sonora, de un verde ceniciento, bajo cuya
espesura se desliza cautelosa las viboras de
cascabel y la crótalo, la venenosa tarántula
y el temible vinagrillo. Eli esas desoladas
campiñas la brisa raras veces sopla, y no
parece sino que la atmósfera se halla impreg-
nada de átomos impalpables y sofocantes
próximos á determinar una espontánea
combustión.
Por supuesto que mis pensamientos se
SAN BASILISCO 39
hallaban en perfecta armonía con el siniestro
paisage :—"Heme aquí—me iba diciendo—
bregando en estos arenales como un coyote ó
un indio ópata, joven, robusto é inteligente,
cuando en mi derredor se mueven gentes
que valen menos que yo, montados en buenos
caballos, galanteando herniosas mujeres y
comiendo á grandes manteles. Pero en
Sonora como en Sinaloa el nombre es todo, la
inteligencia casi nada; aquí, para ser alguien,
necesita uno llamarse Gándara ó Pesqueira.
¿ Qué culpa tengo yo de que mi padre se
llamara Camouina en vez de nombrarse
Monteverde que es más bonito ? Bá ! que el
diablo me lleve si antes de espichar no ilustro
el plebeyo nombre de Camonina, y con
relieves tan brillantes que estos señorones de
provincia se ofusquen al solo pronunciarlo."
Mas tengo de bueno en mi privilegiado
temperamento el que nunca dejo al sentido
práctico subordinado á la exhuberancia ima-
ginativa ; así es que, sacudiendo de mi mente
esas quimeras, desviéme del camino de
Nácori orientándome para el de Hermosillo.
Un joven de tai apostura y de mis talentos
40 SL MARQUES DK
fue hecho para vivir en las ciudades y no en
tos despoblados como yo había vivido basta
^entonces llevando una existencia de gitano;
|fen aq'uellas, poseyendo facultades do cotnpe-
r'netracion uno se puede adaptar, no á las
circunstancias, sino á los individuos.
Estos, en una ciudad provincial ;;e dividen
eu dos porciones : la de los que mandan, que
son los pocos, y la de los imbéciles, que son
los muchos. Kl trabajo de observación, corno
se vé, queda simplificado r si son seis tipos
los que gobiernan y desgobiernan, habrá que
estudiar esos tipos, adaptándose al ego sus
pequeñas idiosincracias.
El oráculo de Hertuosillo, á finesde 58, era
el subprefecto político y respondía al nombre
de H. M.
Su voluntad era ley, y su ley era la arbi-
trariedad. Sin pérdida de un minuto yo me
puse á estudiar, á mi llegada, ese curioso
documento humano.
Y saqué en limpio lo siguiente:
Temperamento: sanguíneo y afrodisíaco.
Carácter: extraordinariamente vanidoso, y
su monomanía favorita consiste en coatar y
SAN BASILISCO 41
recontar á sus amigos el gran número de
apaches que lia matado.
Hábitos: parsimoniosos; quien le pide un
peso prestado se lo echa de enemigo.
No tardé en descubrir las guaridas que él
frecuentaba, siendo su predilecta ia fonda de
la Paloma, situada en la Plaza principal.
Doña Tomasa Aguayo, la fondera, mujer
frondosa y de cuarenta unos, de pié tras del
mostrador y con monumental peineta rema-
tando el peinado, presidía con un ojo las
labores culinarias, y con el otro dominaba el
comedor y los comensales con mirada de
águila.
Junto al mostrador se instalaba, invariable-
mente, el apoplético subprefecto. Yo acudí
antes de que éste llegara, y cuando se hubo
sentado, me levanté negligentemente, y acer.
candóme á Doña Tomasa, díjele respetuosa-
mente, cu idando de levantar la voz:
—Señora : permita usted que un forastero
la congratule por su espléndida comida y
créame si le digo que no hay en Sonora tina
fonda como la Paloma. Qué puchero, Mada-
ma, y qué frijoles blancos, y que pescado del
42 RI* MARQUES DIÍ
Río Yaqui!
lílla se puso radiante, y emocionada, se
llevaba la carnosa mano al collar de cuentas
de ámbar, y de éste á los zarcillos de coral,
los que semejaban gotas de sangre cayendo
de las orejas de un elefante. Por último,
replicó, ruborizada y sonriente:
—Es usted sinaloense, señor?
—-De Culiacan, si señora, ¿y sabe usted lo
que me trajo á Sonora ? Pues dos cosas:
la primera pelear contra los bárbaros, y la
segunda conocer á ese famoso matador de
apaches llamado H. M. de quien se refieren
en Sinaloa actos de valor inaudito.
Excuso decir qtte levanté la voz al pronun-
ciar esas palabras, teniendo buen cuidado de
dar la espalda, como al descuido, al auditor
que más me interesaba que óyese.
El efecto fue instantáneo: la Sra. Aguayo
se puso más encendida mirando á hurtadillas
al subprefecto, mientras que este tosía y tosía,
procurando hacer conocida su presencia.
Por último el aludido, no pudiendo más
contenerse, y acercándose al mostrador como
si nada hubiera escuchado, preguntó á la
SAN BASIT.ISC 43
fondera con finjida indiferencia:
—-De qué se trata Totnasita ?
¿•!.sta elevó los brazos al cielo y luego
respondió:
—Oh! Don-M. imagínese usted que este
joven ha venido desde Culiacan con el solo
objeto de conocer á usted.
Kl subprefecto dio un paso hacia adelante,
hinchó las venas del cuello, esponjó el pecho,
irgnióse y exclamó:
—'-Joven, joven, venir desde tan lejos para
ver un pobre viejo que no tiene más méritos
que haber cumplido con su deber! Pero así .
es la juventud ; cuando yo tenía veinticinco •
años anduve cuarenta leguas para ir á dar
un beso á mi novia y á lancear de paso y por
mero divertimiento media docena de indios
bárbaros. Mas perdone usted, ¿con quién
tengo el honor de hablar? :,
Llegó mi tumo de erguirme y estirarme y
respondí:
—Con Jorge Camonina, de la casa Catnorn-
na y Compañía de Culiacan.
Para abreviar la historia, diré que cuando
salimos de la Paloma, el subprefecto y yo
44 KL MARQUES BU
íbamos del bracero, pues él se empeñó en
conducirme á su morada. Mostróme sus
trofeos de guerra conquistados en sus campa-
ñas contra los apaches. Kn una salita donde
liabía un estante de libros, recuerdo que á lo
largo de la pared pendían como \7eintc
cabelleras de indios salvajes, y cada una
tenía al pié un nombre y «lia fecha.
—Vea usted—me decía alumbrando con la
bugía—aquí está la cabellefu del feroz Tacón,
á quien corté la cabeza de un solo tajo ; ahí
la del capitancillo Teiioclvi, á quien antes de
despachar, me derribó dos caballos á flecha-
zos ; allá, esa cabellera cerdosa, perteneció al
aguerrido Maizi, que vina vez entró al Altar
al frente de doscientos bárbaros. Yo le maté
de una lanzada.
Terminada esa lúgubre exhibición, brindó-
me con una copa da jerez, y antes de
despedirme le dije:
—General, quiero pedir á usted un favor?
Al oir la frase su semblante se endureció,
pues sin duda supuso que iba yo á pedirle
dinero; así es que repuso, un tanto cuanto
amoscado.
SAN BASILISCO 45
—V es ?
—Qué me dé usted nú abrazo !
I,a nube se disipó de la faz y vino liada
mi con los brazos abiertos.
En la puerta, insistió en que yo volviera á
su casa al día siguiente para comer y presen-
tarme con su familia.
Me alejé riendo de la vanidad y credulidad
humanas, y ya en el mesón donde me alojaba
interrogué al mesonero con respecto á los
lúgubres trofeos que acababa de ver.
El mesonero, que era un hombre chato y "-:'
socarrón, se echó á reir y repuso :
—Son puras patrañas, pues él compra las.v¿í
cabelleras á cinco pesos y yo le!lie vendido ,:;.
algunas. ; \'"*
*** ' ' • / ' • ">:£
Puse á requisición el único espejo que.: i'
había en el Mesón del Turco—donde yo me •
hospedaba—y cuádreme militarmente frente
á él. ¡ Pardié/ ! cómo me regocijé al verme !
Mis ojos alumbraban, por decirlo asi, un
rostro bronceado por el sol, sirviéndome de
marco una mata de cabellos negros, abundo-
sos y rizados. Mi bigotito negro comenzaba
46 5SL M.VRQUES 01?
á formar espirales serpentinas, dejando aso-
mar mis dientes blancos, firmes y cortantes.
Vestía una chaqueta de paño de un color
verde botella, banda encarnada, calzoneras
de gamuza y sombrero jarano. De conjunto,
yo presentaba la audaz catadxtra de un Frá
Diávolo, más aún cuando una sarcástica
sonrisa vagaba en mis sensuales labios.
Sobre mi camisa de pechera encarrujada
vacié nada menos que medio pomo de
patcliouli, y cuando sonaron las once de la
mañana en el reloj de la Parroquia, dirigíme
á la morada del subprefecto, dejando tras de
mí una estela de perfume.
—Marta, te presento al joven sinaloense
Don Jorge Camonina, de quien te hablé
anoche.
Tal era el nombre de la hija del Sr. M. y
desde el instante en que la vi quiso el destino
que me enamorara perdidamente de ella.
En lo humano hay seres que tienen algo de
divino en su naturaleza, y ni el pincel puede
retratarlos ni la pluma describirlos: el pintor
refleja las facciones, los contornos, los suaves
toaos de luz y de sombra, pero en su paleta
SAN BASILISCO 47
tío cabe esa aureola de espiritualidad de las
vírgenes del Ticiano, sin duda porque esas
vírgenes fueron fantaseadas en el ideal y no
en lo tangible. Y si el pincel es impotente,
lo es todavía más la pluma, y una pluma como
la mía, torpe, masculina y con resabios de
vulgar.
Alta, blanca, escultural, con senos de Juno ;
ojos grandes, negros y luminosos—he ahí la
primera visión que de mi Marta tuve. Las
sonrosadas carnes se traslucían al través de
la tenue y álbea gasa, y al acercarse á ella
uno aspiraba emanaciones voluptuosas tras-
mitidas eii una corriente de magnetismo
animal.
Antes de sentarme á la mesa me sentía cotí
el hambre de un coyote sonorense; mas
teniéndola á ella delante, abrasados mis ojos
en el fulgor de sus pupilas, mi corazón,
ensanchándose llenó el estómago y se me
quería salir por el pecho, con el ímpetu con
que el chorro de candente lava se escapa del
cráter del volcan.
A semejanza del pavo real que en el mes
de Mayo hace la rueda á la pava favorita,
48 BI. MARQUES DE
así yo desplegué, cuando nos retiramos á la
sala, mi chillante y viril pluinage. En mi
existencia vagabunda y errante, yo liabía
aprendido á pulsar la guitarra, tenía voz de
barítono y cantaba con el gracejo de un
gitano, y más de una vez me gané la cena,
en mis andurriales, cantando y tocando en
los fonduchos y posadas del camino. Por
desgracia, mi repertorio musical coleccionado
entre arrieros y titiriteros, tenía coplas
arriesgadas y leperunas, indignas de ser
escuchadas en un estrado de señoras; pero
inspirado por el lucero de mi alma, que
estaba cerca de mí, improvisé con el fuego
sacro de un Paganini, sustituyendolas partes
escabrosas con las más sentidas y ternísimas
endechas.
En la canción del corneta, que entonces
hacía furor en Hermosillo, los hechiceros
ojos de Marta se arrasaron en lágrimas, sobre
todo cuando yo entoné los perversos que á la
letra copio :
Mi novio murió en la guerra
Con el acero en la mano;
Y al levantarlo del campo
SAN BASILISCO 49
Y sepultarlo en la tierra,,
Dejóme sola, en el llano
Deshecha- en amargo llanto.
***
"Hacer el amor con la barriga llena, es un
acto naturalísimo, y la gracia consiste ea
hacerlo cuando se encuentra vacía; y si los
duelos con pan son menos, los amores saben
mejor á platos llenos."
De esa manera me hablaba el Chato
Rodrigue/,, dueño del mesón del Turco, un
mes después de mi primera visita á la casa del
subprefecto. Porque yo, en rni aislamiento,
habíale hecho confidente de mis clandestinos .
amores, refiriéndole cómo me amaba la Seño-
rita Marta M., las entrevistas que teníamos á
las rejas de sus ventanas, los juramentos que
uno y otro nos decíamos, los besos tronados
con que mutuamente nos regalábamos y los
ardorosos suspiros que se perdían en alas de
la nocturna brisa. '
El Chato Rodríguez llegó á quererme como
un hijo, y me daba en el Turco cama j comida;
gratis; no gratis precisamente, pues que yo
tenía que darle lecciones en la ciencia dé
50 'Sií,. MARQUES DJ5
Birjan, y fregar de cnaado en cuando los
platos, los dias en que se emborachaba la
posadera.
Mi amigo el subprefecto, que al principio
me festejaba y mimaba, diórae con la puerta
en los hocicos, desde el momento en que
supo mis relaciones con Marta; y conocedor
de que su hija y yo nos veíamos á hurtadillas,
declaróme una guerra sin cuartel, más cuando
alguien le informó como yo había sido espía
de Don Manuel María Gándara.
Una noche de Noviembre, embozado en mi
zarape y con el sombrero de lado, acudí á
una cita de mi adorada: hállela tras de la
ventana, cubriéndose del sereno con un
blanco abrigo.
—Jorge!
—Cielito mió!
Y enlazados de las manos, nos prodigába-
mos besos y caricias, caricias y besos sin
cesar.
I Pobre Marta! ella me amó contra todo
viento y marea, en la miseria y en la opulen-
cia, en la patria ó fuera de la patria, infa-
mante ó infamado, mendigo ó marqués!
SAN BASILISCO 5!
De súbito, Marta dio un grito, al snÍMiio
tiempo que clos individuos se echaban á palos
sobre mí ; pero si la agresión había sido
abrupta, int escapatoria no lo fue menos.
De un salto tne planté á inedia calle, y
cuando mis asaltantes volvieron á la carga,
yo llegaba jadeante bajo el techo hospitalario
del Turco, brincando sobre dos viejas que se
encontraban sentadas á la puerta.
El Chato, que jugaba á la malilla con tinos
arrieros, salió á recibirme, y enterándose de
mi cuita, se expresó de este modo, una vez
que estuvimos solos:
—La cosa es seria, Jorgillo, y lo malo es
que ese bellaco del subprefecto tiene el palo
y el mando. En estos pueblos el mandón es
la piedra y nosotros somos los cántaros.
¡ Cáspita! él es hombre que no se anda por
las ramas, y corno todos los cobardes, tiene la
valentía del crimen. Malo, malísimo negocio
—prosiguió el mesonero despabilando la vela
y mirándome de los pies á la cabeza—y lo
peor del cuento es que yo me lo voy á echar
de enemigo.
—De enemigo ?—le pregunté con inquietud
J2 SI. MARQUES DE
al ver el sesgo que iba tomando su razona-
miento.
—Es claro! Donde se alberga Camonina ?
En el Turco. De quien es el Turco? Del
Chato Rodríguez. Luego el Chato, por
carambola, es enemigo del subprefecto. Más
claro no lo cauta un loro del rio Yaqui.
Además, tenemos la circunstancia agravante
pe que Jorge no paga por su hospedaje,
í?¡ Diantre!
El posadero dejó la silla y sentándose en
un ángulo de la mesa, comenzó á balancear
las piernas, y así permaneció durante quince
minutos fumando cigarro tras de cigarro,
paseando la vista de la techumbre al suelo, y
del suelo á las paredes, que se hallaban
cubiertas de sartas de cebollas, chorizos
y ajos.
—Camonina !—exclamó de repente el Cha-
to, poniéndose de pié y encarándoseme—la
mujer es como el hierro, y debe manejarse
cuando está candente, y una vez enfriada, no
la derriten todas las fraguas de Vtilcano.
Ahora es tiempo de machacar. No me inte-
rrumpas ! Tú tienes que salir de Hermosillo,
SAN BASILISCO 53
por voluntad 6 por fuerza: si te ausentas,
Marta te olvida ; si te quedas, su padre te
mata. Busquemos ahora !a manera de que
te vayas siii que te ausentes de ella.
Calló por un segundo y con voz más queda
continuó:
—La muchacha es rica, tiene alhajas y
sabe donde están las platitas del subprefecto.
Supongamos—mera suposición, se entiende
—que yo proporciono dos caballos para la
fuga, que tá te la robas, y que ella, por
distracción, se apodera de dos mil pesos que
el padre guarda ocultos ea cierto baúl que yo
conozco Y cuando ya todo esté listo
para la marcha presumamos que mi amigo y
protegido Camoni.ua se me acerca, me abraza,
y al despedirse me obsequia con la mitad del
dinero, no en pago del servicio—oh! no—
sino simplemente para dejarme un recuerdo.
—Señor Rodríguez, que está usted di-
cieudo ?
Sentíme ofendido y humillado, pues en mi
vida gitanesca y de piedra rodadora, no
había habido hasta entonces ni la sospecha
de ua crimen; truhanerías y. picardihuelas
54 EL MARQUES DB
no escaseaban, pero delitos y maldades, como
el sugerido por el Chato, eso nunca jamás.
Jamás ?
Pillo redomado y de muy aguda penetra-
ción, el posadero cambió al momento de
táctica, ordenándome que saliera del Turco
al instante. Mi equipage consistía en un
bordón y un lío de ropa sucia; cogí éste y
empuñando aquél, me dispuse á salir. Mas
ya en la puerta, miré hacia la solitaria
callejuela, y distinguí, acechándome, á los
dos rufianes que me habían agredido dos
horas antes.
Reentré al mesón apresuradamente, y diri-
giéndome al mesonero, que no había perdido
de vista uno solo de mis movimientos, le dije:
—Estoy dispuesto á jugar el todo por el
todo.
—1,0 esperaba! respondió lacónicamente
el Chato mostrando dos hileras de amarillos
dientes.
—Pero querrá ella fugarse ? insistí yo.
—¡Sopla! esa muchacha es una bola de
fuego y quien la encendió tendrá que
apagarla.
SAN BASILISCO 55
***
•—[ A caballo! gritó el Chato, poniendo el
pié en el estribo.
Y en silenciosa cabalgata salimos por la -
garita Sur de Hermosillo, un yaqui á la
vanguardia y el mesonero á la retaguardia.
Marta montaba una yegua negra y pasilarga,
yo un rocín braceador y el Chato un garañón
retinto de los criaderos del Opato. A las
tres de la mañana ya nos habíamos alejado
de la población como dos leguas, y al volver
la cabeza su blanco caserío habla desaparecido
en esas delicadas brumas que preceden á la
alborada. Mi adorada tiró de la rienda de su
yegua, y secándose una lágrima con el blanco
pañuelo, lanzó un beso de despedida á
Hermosillo, beso que debieron llevar en sus
alas las brisas matinales.
—Al galope que ya se oye el chirrar de la
calandria !—y esto diciendo, Rodríguez metió
espuelas tomando la delantera.
El mismo día llegamos á San Javier hos-
pedándonos en el mesón del Chinó, cuyo
propietario, el Tuerto Aragón, tenía cercano
parentesco con nuestro amigo el Chato.
56 El, MARQÜKS DJ?
Después de la cena éste recibió sus mil pesos, y
al concluir de contar y morder una por una
las monedas, hablóme como sigue en presencia
de mi dulce tormento.
•—Sin aceite, Camonsna, no anda la carreta,
pero tu tienes ya la rueda bien untada, pues
con dinero baila el perro y cauta el ganso.
Como quedamos tu te iras derechamente
para Alamos, y la Señorita Marta, que es
amiga de Don Ignacio Pesqucira, obtendrá
para tí una plaza de oficial en las tropas de
Pesqueira. El General sonorense cruzará la
frontera de Sinaloa en niéuos de quince días,
y si su campaña contra los mochos tiene éxito,
á principios de 1859 se hallará á las puertas
de Mazatlan. No tengas miedo á las balas
ni te desmaye el olor de la pólvora : procura
ser de los últimos en entrar en acción y de
los primeros en gritar victoria. Si llueven
tirites, échate boca abajo y hazte del muerto,3ue vale más un zorro con vida que un león
iescuartizado. lía! valiente Camonina, un
ibrazo y an'dando, que yo regreso esta misma
loche para Hermosillo!
Si me pusiera á narrar las aventuras que
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5§ TÍL M A R Q U E S I)JÍ
trágico que había tenido mi mentor el cura
Gaxiola; que frente á Cósala oí silbar la
primera bala y quemé mi.primer cartucho;
que en los alrededores de Concordia, vi
reventar una granada á media legua de
distancia; y qué, finalmente, el 3 de Abril
de 1859 tomamos por asalto la plaza de
Mazatlati, que ae hallaba defendida por los
C5-enerales Pérez Gómez y Gándara.
Siento decir que mi caballo se desbocó á la
hora del asalto llevándome muy lejos y para
atrás, del campo de acción; pero yo dije á
Pesqueira, cuando me reprendió, que mi
rociu no comprendía nada de disciplina.
Es que el Chato le había enseñado esas
malas mañas.
CAPITULO TV
A Salto de Hata.
La guerra tiene su lado negro y su laclo
blanco : su lado negro es el de la pólvora, su
lado blanco el de la plata. Porque para
ganar platita no liay como una buena revolu-
ción, siempre, por supuesto, que uno sea
revolucionario de oficio y sepa tocar la
guitarra, barajar los naipes y zapatear de
cuando en cuando un jarabe.
Y esto lo digo por experiencia, pues desde
que me incorporé á las fuerzas de Pesqueira,
siento que mi cinturon de cuero pesa más de
lo que pesaba al salir de Sonora—;como que
traigo en él trescientos grullos !
Lo dicho; la guerra parece que fue inven-
6o ' EJ< MAiiouris BR
tada para beneficio mió, pero para sacar
provecho de ella, se necesita también agili-
dad para torear las balas ó saberlas capotear,
: como decía el capitán Rivera al referirme la
acción de los Guásimas.
En efecto, las balas son la tínica parte
desagradable en la vida del soldado, y si el
plomo y el acero fueran eliminados de la
campaña, sospecho que llegaría á ceñirme la
banda de General.
*'• Pero andando con Pesqueira uno tenia que
andar en tiroteos y tirites, así es que resolví
abandonar á mi Jefe, y si era preciso, á
Sonora y Sinaloa.
Entre mis compañeros de armas venía un
alférez de nú mismo temple llamado Nicanor
Empavan, originario de Noria de Valles, á
quien liablé de mis deseos por un cambio de
aires, qtie serian convenientes á mi salud y á
mi bolsillo.
—Cainonina—replicó Empatan torciendo
un cigarrillo—pájaros de una misma pluma
vuelan juntos. Precisamente estaba pensan-
do ayer en lo que ahora me dices, y si tú no
me hubieras hablado, yo te lo hubiera
SAN BASILISCO 61
propuesto. ¿ Qué dirías si nos dirigiéramos
á la Sierra de Alica á incorporarnos con el
Gral. Coronado ? Con él si que estaremos á
las anchas, y me informan que los chinacos
de su brigada son tan ricos que el más
pobreton usa espuelas de plata.
—Y se juega?
—¡Vaya si se juega! Son tan jugadores
esos chinacates, que algunos se sientan á
tallar albures cuando el combate está más
reñido. JBn la acción de las barrancas dos
soldados se sentaron á jugar, y cuando el
humo de la pólvora se disipó, los encontraron
descabezados, pero los dos con baraja en ..
mano, y uno de ellos en el acto de tender, un
tres de copas. Una de las cabezas cayó sobre
las rodillas del otro, y aprovechando la opor-
' tunidad, echó el úhimo vistazo á las cartas
de su contrario.
—Canario ! qué buena ley de pollos !
Ka esos momentos pasó á caballo y cerca
de nosotros el Gral. Pesqueira, y saludán-
donos se alejó al trote de su brioso retinto.
Cuando se hubo perdido de vista, Empáran
exclamó:
62 BI, MARQUES D8
—Muy valiente, pero es una lástima que
no conozca los naipes. Es el único defecto
que tiene el General, pero en la vida militar
es un defecto grave.
—Pero cómo hacemos para incorporarnbs
con Coronado ? pregunté al amigo Empáran
deteniéndole, pues que ya se preparaba á
partir.
Este meditó por un instante y luego me
dijo:
—I,o más sencillo: pedimos se nos dé reti-
rada á dispersos, montamos á caballo y luego
á paso de carga para la Sierra de Alica.
—Pero si los lozadeños nos matan?
—¡ Matar á dos oficiales sonorenses que
han peleado cuerpo á cuerpo con los apaches !
Cámonina, acuérdate bien de lo que te digo :
los indios lozadeflos, en vez de balearnos, nos
besarán las manos.
Pesqueira, más que de prisa, nos concedió
el retiro é dispersos, apresuramiento que me
apenó, pues yo creía que el Gral. mi paisano,
se opondría á deshacerse de mí, más aún
cuando me dijo al despedirme, no sin cierta
sorna:
SAN BASILISCO 63
—Allá tras de las montañas del Nayarit,
que desde aquí se divisan, un hombre de la
viveza de usted valdrá en oro lo que pesa en
carne y hueso. Cántaro que no baja al pozo
no saca agua.
Empáran y yo feriamos nuestros cabajlos
por muías de grande alzada y cascos seguros,
y habiendo dejado instalada á mi Marta en
una casa de Mazatlan, nos preparamos á la
jornada. Muy de mañana ensillaba yo mi
muía, cuando de pronto se presentó á mi vista
un cura limpio de cara y con negra sotana,
de abierta sonrisa y quisquilloso ojo. Al
verme no pude menos de quedar sorprendido,
é iba ya á besarle la mano cuando de súbito
soltó la carcajada diciendo :
—Alabado sea Dios! ¿no me conoces
Jorgillo ?
¿Y quién piensan ustedes que era mi
carita? pues nada menos que mi amigo
Bmpáran, dispuesto para la marcha.
—¿ Pero qué significa esto ? le pregunté
asombrado.
—Poca cosa; desde este instante, yo soy
el Sr. Cura Amparan y tu mi mozo Camonina.
64 JÍL MARQUES DB
Es la manera más segura de viajar entre los
indios.
V* esto dicho metió pié en el estribo y yo
le seguí más y más admirado. Y cuando los
rayes del sol naciente iluminaban las crestas
del Nayarit, ya habíamos dejado muy atrás
las palmeras que circundan á Mazarían,
siguiendo el polvoroso camino de Concordia.
Bl pillastre de Rinpáran caminaba por
delante, ginete en muía baya cabos negros,
y su silueta eclesiástica, al perfilarse en el
claro del paisaje, me recordaba al cura
Gaxiola, y por primera vez sentí la nostalgia
de la patria.
De trecho en trecho encontrábamos arrieros,
los que al percibir á mi compañero, quitábanse
apresuradamente los sombreros, y algunos se
echaban pié á tierra solicitando la bendición,
la que Empáran les concedía de muy buena
voluntad, despidiéndolos con un ademán y
un latinajo.
En Concordia, nos hospedamos en la casa
de un ranchero nombrado Arellano, y de allí
seguimos para Acaponeta, faldeando la Sierra
en dirección á Tepic, pero s% alejarnos
SAN" BASILISCO 65
m u c h o de la Costa. Yn cerca de Acaponeta,
comenzamos á pasar en el camino cuadrillas
de indios armados con fusiles, arcos de flecha,
lanzas y palos, indios de aspecto facineroso,
y hasta entonces comprendí, estimándolo en
todo su valor, la sabiduría de mi compañero
en disfrazarse de clérigo.
—Son lozadeños! me dijo Empéran al
distinguir un grupo que se preparaba á
tendemos una emboscada.
—Volvámonos—le respondí—antes de que
nos corten la retirada.
Mi amigo se sonrió desdeñosamente, y
siguió andando tan tranquilo cual si se hallase
en las calles de Ures distribuyendo saludos á
las muchachas.
I,as piernas me temblaban de miedo y las
espuelas repicaban con el temblor, pero obe-
deciendo á una seña de mi compañero, seguíle
quieras que no. De repente uno de losindios gritó;
—Alto !
Y cuando volví la vista, más de cien
mosquetes nos apuntaban á derecha é
izquierda, y ojos diabólicos centelleaban tras
66 MARQUBS
de las breñas.
Ernpáran se detuvo, y quitándose el
sombrero, para que mejor se viera la tonsura,
principió á prodigar bendiciones á un lado y
otro, elevando los ojos al cielo y murmurando
palabras en latin que estoy seguro ni él
mismo entendía.
El efecto fue mágico é instantáneo: los
lozadeflos, tirando las armas, salieron atrope-
lladamente de la emboscada, comenzaron á
besar los pies, las manos y los pantalones de
Empáran, posternándose como niños de
escuela en el espinozo polvo del camino.
Imperturbable, el ficticio cura prosiguió ech-
ando bendiciones, y hasta tuvo la audacia
de improvisar un sermón al aire libre, ser-
món que los indígenas escucharon de rodillas.
Al proseguir nuestro camino, el cacique de
la gavilla, seguido de una veintena de gue-
rreros, se empeñó en escoltarnos hasta el
pueblo vecino, y en éste nos recibieron con
una murga, cohetes y una especie de tama-
lada.
De aquí para adelante, puede decirse que
caminamos en una procesión no interrumpida.
SAN BASILISCO 6?
Empáran colmado de besos y de regalos, y
los dos tratados á cuerpo de rey, comiendo
pechugas de gallina y lomillos de ternera.
Y así llegamos hasta Acaponeta, donde
nos pasó una aventura que por poco nos
cuesta el pellejo. Sucedió que la procesión
de indios que nos servía de columna de ho-
nor, nos llevó á alojarnos derechamente al
curato del pueblo. Allí vivía un cura verda-
dero y amigo de T.ozada, y el tal curilla no
tardó en descubrir la superchería. «
Así es que, cuando después de la cena nos
retiramos á la habitación que nos habían pre-
parado, Amparan cerró la puerta]y en secreto
me dijo:
—Ese zorro del cura me ha visto el cobre y
juraría que en estos momentos se dirige á ver
al Alcalde para que nos aprehendan y luego
nos fusilen.
Al oírlo sentí que las quijadas se me caían,
pero tuve aliento para preguntarle:
—Por Dios, ¿qué hacemos?
—Chist! apaga la vela y vamos á la caba-
lleriza, que al entrar vi pastando dos buenos
caballos.
68 SL MARQUES DIS
—¿Pero donde están las caballerizas? le
interrogué con ansiedad.
—Hombre, pues tiene gracia la pregunta:
debes saber que en estos tiempos de revuelta
lo primero que hay quehacer, al entrar á tina
casa, es echar Tin vistazo á las caballerizas.
En nuestra profesión, la mejor arma es un
caballo. Sigúeme!
Hacía una bonita lana, y en el corral vi-
mos dos magníficos corceles y nuestras dos
muías, estas se habían apoderado del pesebre
á fuerza de patas.
Bmpáran lazó uno y yo otro, y en menos
de que salta una pulga los habíamos ensilla-
do y nos hallábamos en sus poderosos lomos.
Calladamente salimos á la calle, y, aún no lle-
gábamos á la esquina, cuando vimos venir al
Sr. Cura seguido de más de cincuenta indios
armados hasta los dientes.
IvOS indios nos divisaron, el cura dio un
grito, sonó luego una descarga cerrada, y he-
nos allí camino de Tepic en furiosa carrera.
—Ja, ja, ja! ¿qué te parece Camonina?
tengo ó no buenas narices para oler el peli-
gro? Pero moderemos el paso, pues estoy
SAK BASILISCO 69
seguro que estos son los únicos caballos que
hay en Acaponeta. Que había, quise decir—
concluyó riéndose.
***
A los ocho días llegamos á las cercanías de
Tepic, pero es el caso que el Gral. Coronado
había evacuado la plaza, acampando á cinco
leguas de distancia.
Al anochecer y guiados por las hogueras
del vivac, avanzamos resueltamente hacia el
campamento.
—Quién vive? preguntó un centinela con
voz somnolienta.
—¡Patria y libertad! respondió Empáran
golpeándose el pecho.
De seguida, un sargento y cuatro soldados
líos condujeron á presencia del Gral. en jefe,
al que hallamos bajo una tienda hecha de
mantas de arriería. Una raja de ocote ardía
fuera de la tienda, y á su resplandor pude ob-
servar las facciones de Coronado. Represen-
taba tener entonces algo así corno cuarenta
años, alto, bien hecho y fornido, de ojos salto-
nes, grande nariz y barba negra y poblada/
Cerca de sí tenía dos pistolas dragonas, y la
70 BL MAUQUES DS
empufíadura de su espada, colocada entre las
piernas, le llegaba hasta medio pecho. Ape-
nas si se movió cuando entramos, y un ayu-
dante se adelantó á recibirnos. Ese frío
recibimiento me pareció de muy mal agüero,
más aún cuando no vi en la tienda, por más
que busqué, una baraja, para mí el mejor
símbolo de fraternidad. Pero mi amigo no se
acortó, y saludando al Gral. con marcial gra-
cejo, le entregó las cartas de introducción que
nos había dado Pesqueira.
Coronado las leyó detenidamente, y des-
pués, mirándonos con fijeza, se dirigió á mí
diciendo:
—Con que ustedes desean pelear á mi lado
contra los lozadeños?
—Hasta morir ó vencer! se apresuró á re-
plicar Empárau que se había cuadrado correc-
tamente cual si estuviera en formación.
Miróle á su turno el Gral., y sonriéndose
imperceptiblemente continuó:
—Como soldados de caballería y de arma
blanca no hay como los sonorenses, y para
que ustedes se distingan en esta guerra de
Alica, voy á ordenar se les dé de alta en el
SAN BASILISCO 71
escuadrón "Lanceros de Tanmulipas," que
siempre pelea á la vanguardia.
Guardó silencio por un momento, volvió á
mirarnos á hurtadillas, y luego se puso á es-
cribir con lápiz unas cuantas líneas, y al con-
cluirlas dióle el papel al ayudante con estas
palabras:
—Mire, Echeverría, conduzca á estos jóve-
nes al campamento del Coronel Linares, y de
paso dé orden para que se apaguen las ho-
gueras.
Y tornándose de un lado y arropándose en
un gran capote militar, se dispuso á dormir.
***
¡Pobre Coronel Linares! dos días después
sucumbía acribillado á balazos en la acción de
Barranca Honda. Ese sí que era un hombre
de pelo en pecho, buen mozo, trigueño y bas-
tante joven. Esa misma noche le ganamos
al monte quinientos durillos, y á la mañana
siguiente desplumamos á la oficialidad del
escuadrón del último real. Y cuando á la hora
del rancho y á la sombra de un sauz llorón
contamos nuestras ganancias, notamos con
alborozo que teníamos en limpio un haber de
72 SI, MARQUES DB
$I.2OO.
—Así es como entiendo yo la guerra-—dijo
Bmpáran rellenando su víbora de cuero con
onzas de oro, pesos y tostones.
¡Infortunado amigo! quien diría que en
meaos de cuarenta y oclio horas yo iba á. ser
heredero de tu botín por decreto inescrutable
de la Providencia!
Al pardear de ese día fuimos atacados por
una columna de tres mil indios comandados
por el Tigre de Alica en persona, y si no me
valgo de una estratagema es casi seguro que
.habría dejado mi pellejo estacado en estos
breñales.
Cuando se tocó á bota silla, mi Coronel
Linares me asignó un puesto en el ala dere-
cha'del escuadrón, es decir fuera del grueso
de la caballería. Esto me dio en qué pensar
y puse mi pensamiento en ejecución. Fue el
siguiente: al sonar,las notas del maldito cla-
rín ordenando la carga, el escuadrón se preci-
pitó como un torrente, lanza en ristre, sobre
los lozadeños. Yo desenvainé mi espada,
pero tuve cuidado de cortar el cincho de mi
caballo resultando lo que yo más deseaba: la
SAN BASILISCO 73
silla se deslizó por las ancas, yo caí con la
silla á un lado del camino, fingiéndo-
me el muerto. Nadie se detuvo á levantarme,
pues el enemigo estaba ya trabado eii comba-
te con los lanceros y estos dentro de las
líneas enemigas. Detonaban tiros por todas
partes, oíanse gritos, juramentos y estridente
choque de aceradas armas, corceles sin ginete
pasaban galopando cerca de mí, y laiíceros
heridos y moribundos aquí y allá pidiendo
agua por amor de Dios.
Las heroicas soldaderas, sin cuidarse de las
balas que silbaban en todas direcciones, iban de
un lado para otro dando de beber á los infelices
que habían mordido el polvo, y los bules de
agua pasaban de mano en mano, y una de las
galletas, al estar dando de beber á un herido,
una bala le echó fuera los sesos.
—Madrecita, te han matado! dijo el mori-
bundo soldado, arrodillándose junto á ella.
En esto, las soldaderas comenzaron á gri-
tar:
—Vivala chinaca! los indios corren!
Ya era tiempo de levantarme y en volver
en sí, pero cómo dar cuenta de mis acciones
74 EL MAKQUBS nB
al Coronel?
—¡Ea, Camonina, y ancha es Castilla!
Fuime hacia un muerto, y abrazándole, tne
revolqué en su sangre, y así convertido en un
Jesús de Nazareno, me dirigí para el cuartel
general, regando la sangre agena á cada
paso
Todo el mundo, soldaderas y chinacos, se
volvían á verme, y hasta el mismo viento de
la sierra parecía susurrar:
Era torva su fas: de la matanza.
Ostentaba su pecho rojas señas.
El Oral. Coronado, que á la sazón recorría
el campo de batalla, se detuvo y me estrechó
la mano, elogiando mi bizarría. Luego, diri-
giéndose al cirujano Herrerías le dijo:
—Vea usted Doctor, parece que el capitán
Camonina está herido de gravedad.
—Oh! no es nada!—repliqué apresurada-
mente—algunos flechazos entre cuero y
carne.
Y antes de que el Doctor se bajará á exa-
minirme, saludé militarmente y me alejé á
paso de carga, y á la distancia escuché al
Oral, que decía;
SAN BASILISCO 75
—Ese joven es un valiente, Sr. Herrerías.
Seguí andando y á poco trecho, el mismo
ayudante de Coronado que nos había recibido
en la tienda, corrió hacia mí exclamando:
—Malas noticias, Amparan est¿ muy mai
herido y ha preguntado por usted. Si quiere
usted verlo dése prisa.
Tendido sobre unos sudaderos de montar,
en el repecho de un peñasco, hallábase mí
amigo Efflpáran, herido y desencajado; un
joven corneta le humedecía la cara con «na
hilacha empapada en aguardiente. Al verme
hizo un esfuerzo por sonreír, mas sólo consi-
guió hacer dolorosa mueca. Pidió que nos de-
jaran á solas, y cuando nadie nos escuchaba
díjoine, con voz entrecortada por los estertores
de la agonía:
—Catnonina, el médico me ha dicho que
no me quedan más de algunas horas de vida.
Acércate y desabrocha mi cinturón; hay en
él setecientos pesos, paga mi entierro y qué-
date con lo demás. Dame agua, por Dios,
agua fria!
Calmada la sed devoradora y más animado,
continuó:
76 EI< MARQUES DB
—Opino que al ingresar en las fuerzas de
Coronado nos teñios equivocado de medio á
medio; aquí se juega mucho, pero se pelea
más. I/)s indios sou muchos y pelean como
fieras, y si el General se descuida, pueden
acabarlo de un día á otro. Si yo estuviera
en tu lugar, Camonina, pondría pies en pol-
vorosa sin perder un minuto.
—Pero á donde nie marcho, de qué manera?
—Márchate á Jalisco é incorpórate á las
tropas de Uraga. TJraga es un cobardón y no
le gusta andar á salto de mata como este tes-
tarudo de Coronado, que es capaz de embes-
tir al mismo diablo. Deserta, compra un buen
caballo y pica espuelas....
Media hora más -tarde el infortunado IJm-
páran fallecía, y me cabe el consuelo de ha-
berle dado cristiana sepultura. Y antes de
ji, que brillara la luna en los riscos del Nayarit,
me deslicé del campamento, y en una ran-
chería no lejana, compré á fuerza de oro un
potro de alzada y á las once de la noche
trotaba por entre desfiladeros coa rumbo á
Jalisco.
¡Noche de espectros y zozobras fue esa no-
SAN BASIUSCO 77
che! Bl camino culebreaba interminable á
mi frente, viniéronme ganas de llorar, y para
librarme de tristezas indignas de un soldado
de Pesqueira, azoté rni corcel y púseine á
cantar:
Me voy de las playas do blando se mece
El candido lirio al soplo del viento.
CAPITULO V
La Guerra a Vuelo de Halcón.
j Te miro al fin Guadalajara!
Así exclamé parodiando á un poeta
cíense muy de voga en aquella época, al
entrar en la ciudad tapatía por la garita de
Zapópan, una hermosa tarde del Estío. El
sol poniente doraba con sus rayos de oro un
panorama de cúpulas y al parecer minaretes,
y las torres de aguja de la catedral, remata-
das con una cruz de reluciente bronce,
cortaban la luminosa atmósfera cual dos
flechas de diamante en el acto de ser
disparadas por un Dios pagano caído del
Olimpo.
Desde luego y al penetrar por las calles
SAN BASILISCO 79
más populosas, llamóme la atención el garbo
con que andan las mujeres, y el aire despa-
bilado de los hombres. Aquellas, al pasar
salariándose, me lanzaban miradas retreche-
ras, á las que yo correspondía empinándome
en los estribos y retorciéndome el bigote.
—Párate, alma mía, ¿quieres un vaso de
agua de pifia ?
^Tiré de la rienda y sorprendido vi que una
docena de individuos, en camisas de mujer y
calzoncillos de hombre, peinaditos y olorosos,
planchaban ropa y charlaban con la volubi-
lidad femenina de comadres. Uno me brindó
con un refresco, otro me limpió el polvo de
la cara con un pañuelo de seda, y el más
cercano, al inclinarme á beber, me dio un
bespr tronado, . , . Y si no hubiera sido por
dos vecinos que contemplaban de cerca la
escena riendo á mandíbula batiente, juro que
mi espada no habría vuelto á la vaina ni yo
comido á manteles hasta no haber castigado
la afrenta.
Y cuando, dos horas después, contaba al
Gral. Uraga esa aventura, él tuvo la amabili-
dad de ponerme al corriente de las acechan-
gO Sí MASQUES DB
zas que en ciertos barrios de la ciudad
asediaban á los buenos mozos como yo,
particularmente si llevan espada al cinto y
entorchados. El Gral. concluyó la entrevista
amonestándome para que no pasara por el
Puente de San Juan de Dios, y evitara comer
pollo frito y enchiladas.
; Mala impresión tuve de Uraga desde la
primera entrevista, pues era uno de esos
(¡hombres que no juegan, ni beben, ni enamo-
ran, sin corazón y sin cerebro, y que siguen
la carrera militar porque no tienen aptitudes
para abrazar otra cualquiera. Tieso en las
maneras, escrupuloso en el vestir, insípido
en la conversación y puntilloso en la disci-
plina, de hábitos sedentarios y glotones
además, era evidente que no podíamos ave-
nirnos ni mucho menos congeniar. Dióme
de alta en su Estadp Mayor, pero por más
que hice, insinué y exhibí diferentes naipes,
ninguno de los oficiales aventuró un real en
el juego—simplemente porque no tenían ni
para comer. Había tenientes que andaban
con los dedos de los pies al aire libre, y
coroneles que se sentaban eii el cuarto de
SAN BASIUSCO 8l
banderas á remendar los pantalones. Había
ocasiones, y estas demasiado frecuentes, en
las que yo habilitaba cotí un tostón ó una
peseta á comandantes y capitanes para que
no se pasaran sin comer, resultando que el
que había venido por lana, iba siendo
trasquilado á gran prisa.
N"o digo lo anterior por elogiarme, que bien
sé que el elogio en boca propia es vituperio;
mas si no he callado mis f . - i l lns , ¿por qué
había de omitir la «infesten de mis pocas
virtudes í
Cosa que no deja, dejarla : yo siempre lie
tenido en horror á la miseria ; la pobreza no
se adapta á mi temperamento, y en Guadala-
jara y en aquel periodo, la miseria aparecía
bajo mil formas, y no obstante haber en la
población una Casa de Moneda, yo nunca vi
el cufio de un peso tapatío.
Al cabo de un mes obtuve de Uraga el
pasar á Michoacan y alistarme en las guerri-
llas del Gral. Epitacio Huerta, quien gozaba
fama de ser 11110 de los Jefes liberales nías
desprendidas.
—¡A caballo otra vez, Camonina, que
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piedra que no rueda se enmohece!
***
Me dirigí por Ocotlán y la Barca, costeando
la laguna de Chápala hasta entrar á Pénja-
mo, en Michoacan. Allí supe que Huerta se
encontraba en Patzcuaro, y para allá me
encaminé en pequeñas jornadas de seis
leguas. Bandas de salteadores y guerrilleros
infestaban los despoblados, y no se recorría
el espacio de media legua, sin ver racimos de
horca colgados de la arboleda. Mi caballo,
de suyo brioso y espantadizo, enderezaba las
orejas y corbeteaba y retrocedía cuando un
ahorcado pendía demasiado bajo de las ramas,
mas los ajusticiados eran tantos, que el
animal hubo de familiarizarse con esos pén-
dulos siniestros. I<os zopilotes, hartos de
carne humana y podrida, con los buches
repletos de podredumbre, hacían la digestión,
entorpecidos, en las cercas de piedra, mien-
tras que otro volaban raudos allá á lo lejos, ó
se abatían de súbito sobre un grupo de
árboles. A dos leguas de Patzcuaro y de las
ramas de un fresno copudo y umbroso,
colgaba

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