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Comienza siempre de nuevo - Gabriel Solis

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Prólogo
LA VIDA IRREPETIBLE
De aquí para adelante
habrá que estar atento,
no perder ni un momento,
ni un día, ni un instante.
Lo de ayer no es bastante,
ha sido un buen intento.
La historia repetida
construye lo terrible,
es un cerco temible
de angustia compartida.
Siempre ha sido la vida
un acto irrepetible.
[...]
Y si la vida pasa
con repetir los días,
cambiar las melodías,
los cantos, la argamasa
para una nueva casa
con su milagrería.
HAMLET LIMA QUINTANA
 
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El prólogo de mi libro Rumbo a una vida mejor comenzaba con un poema maravilloso
de la gran escritora Eladia Blázquez: “Honrar la vida”. Hoy quiero iniciar esta obra
también con un poema, un texto de otro de los grandes escritores contemporáneos de
Argentina: don Hamlet Lima Quintana. El extracto pertenece a “La vida irrepetible”,
cuyo texto original puede encontrarse en su libro Antología poética, que recomiendo leer
y disfrutar, verso a verso.
Lo elegí recordando algunas certezas descubiertas en mi propio camino; ideas
constructivas que pudieran ser expuestas de modo que se volvieran un mapa para
aquellos que transitan su propia búsqueda.
En estos años, muchas veces, el interés y la pasión por algún tema especial, de mi
realidad interna o del mundo que me rodea, pretendieron alejarme de esa donadora
intención, a la hora de escribir. Hoy, sin embargo, descubro con alivio que, en realidad,
nunca me alejé demasiado de mi propósito, ya que hablando de mí y de mis cosas, con el
corazón abierto, hablaba de todos aquellos a los que les pasaba lo mismo; es decir,
hablaba de cada uno de nosotros.
He intentado alertar a los lectores que, como dice Lima Quintana, debemos estar
atentos, día a día y en cada momento. He intentado compartir en cada uno de mis textos,
alguna pequeña lucecita que ayude a renovar la permanente apuesta de que todo puede
ir, e irá mejor, si nos ocupamos con vehemencia y compromiso de hacer lo que es mejor;
es decir, lo correcto, según nuestro concepto; lo indicado, según lo que sabemos; lo que
hemos decidido, con responsabilidad y coraje. Me he valido para mi objetivo, según es
mi costumbre, de unas pocas ideas, algunas experiencias (propias y ajenas), muchos
cuentos y algún poema; contenidos traídos y combinados con más o menos arte y con el
agregado de un toque de humor, siempre que pude.
He querido dejar claro que nadie está solo nunca (aunque así se sienta) ni en su dolor
ni en sus creencias, ni en los temores ni en las batallas. Que no estamos solos ni en los
buenos momentos ni en los malos, y que los hechos no son tan efímeros como para no
poder registrarlos, ni tan eternos como para que sólo nos quede resignarnos.
Una de las mayores dificultades a las que un terapeuta se enfrenta en la consulta
coincide con el más frecuente de los problemas que conducen a los pacientes a un
especialista: la incapacidad para cerrar lo que pasó y comenzar a vivir
comprometidamente con lo que hoy nos ofrece la vida.
La mayoría de las personas nos empeñamos en creer que las cosas son eternas,
especialmente las que sabemos que son efímeras: la presencia permanente a nuestro lado
de los seres queridos, la pasión de nuestros enamoramientos, la tersura y turgencia de
algunas partes de nuestro cuerpo y hasta el encanto de nuestros hijos, mientras son
pequeños.
La mayoría de nosotros decidimos ignorar que cada situación es parte de un ciclo y
nos hacemos los distraídos para no perder todo lo bueno que tal o cual periodo dejó en
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nosotros y también, por qué no admitirlo, para escapar de la responsabilidad de empezar
de nuevo.
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Una metáfora para tener en cuenta
Al atardecer, la caída del sol marca el final de una jornada y da paso, sin prisa, a la
noche, que embarazada del nuevo día lo parirá puntualmente al alba. Qué terrible sería
que ese ciclo se detuviera, que el día fuera eterno, que la noche nunca acabara. Qué
espanto viviríamos si cada día amaneciera en el mismo día, sin variación, como le
sucedía a Bill Murray en aquella maravillosa película Hechizo del tiempo (Groundhog
Day).
Las puestas de sol siempre han sido experiencias trascendentes en mi vida. Quizá
tenga que ver con mi estructura melancólica, quizá sea el rastro dejado por El Principito,
aquel mágico personaje de Saint-Exupéry que un día vio ponerse el sol 47 veces
mudando su silla unos metros en su pequeño planeta. Quizá sea porque cada atardecer
combina simbólicamente el final de algo y el comienzo de otra cosa; quizá sea por otros
motivos menos conscientes y también por la suma de todo lo dicho, pero sospecho que si
no existieran estas razones seguirían fascinándome las puestas de sol, aunque sólo sea
porque cada una es en sí misma una experiencia estéticamente desbordante, magnífica e
irrepetible.
Un viaje iniciático
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Hace unos años, con la complicidad de nuestros amigos, Héctor y Graciela, mi esposa y
yo decidimos regalarnos una “segunda luna de miel” (excusa tan válida como cualquier
otra para gastarse los ahorros de muchos años en un viaje de un mes y poco): un
recorrido por las puestas de sol del Mediterráneo. Como nuestros amigos ya conocían los
atardeceres en la Costa Azul y nosotros los de España, acordamos empezar por
Estambul.
No voy a ahondar en detalles sobre lo que significa llegar a Turquía, pero imagínense
aterrizando en un aeropuerto desconocido donde nadie o casi nadie habla inglés ni
francés (ni qué decir del español), atestado de turcos, croatas, griegos y rusos que
conversan incansablemente, mientras gesticulan y corren para todos lados como si
tuvieran urgencia de ir adonde no van, pero sin demasiado tiempo ni interés en entender
lo que uno pregunta.
La policía del aeropuerto hubiera podido ser de ayuda, pero no le preguntamos; nos
llevó un tiempo comprender que esos uniformados de bigote ancho y gesto adusto y
temerario son amabilísimos anfitriones. En ese primer momento, el pensamiento de los
cuatro huía irremediablemente de las escenas de la película Expreso de medianoche
(Midnight Express).
De todas formas, cualquier incomodidad queda reducida a una nimiedad cuando uno
empieza a ver la maravillosa Estambul, una ciudad que es por lo menos tres ciudades,
separadas por dos ríos: el Cuerno de Oro y el Bósforo. Sobre la ladera de una de las
orillas del Bósforo almorzamos en un hermoso restaurante (cuyo postre más apetitoso,
no en vano, se llama Sunset) y esperamos la primera puesta de sol de nuestro viaje.
Estambul es la única ciudad que está en dos continentes; de hecho, del otro lado del
Bósforo es Asia. Encantados con lo lúdico de la idea, “terminamos de comer en Europa,
agarramos un taxi y tomamos el café en Asia”. Así que, a las puestas de sol de Estambul
siguieron las de Atenas, una en la Acrópolis y otra desde el monte Lygkos.
Maravillosas... Creíamos que nada podía superar esas sensaciones. Pero nos
equivocamos...
La siguiente puesta de sol la vimos en Miconos, y nos quedamos paralizados frente a
tamaña belleza, pensando que, esta vez sí, nada podría superarla, pero Santorini nos hizo
conocer la perfección. Al norte de esa pequeña isla, en un pequeño pueblito pesquero
llamado Ios, asistimos a lo supremo. Una puesta de sol que 45 fotografías disparadas por
nosotros cuatro no alcanzaron a retratar en todo su esplendor.
No queríamos ver nada más, tanto que esa noche, durante la cena, pensamos
seriamente en interrumpir el resto del viaje y quedarnos en Santorini para volver a Ios
dos o tres veces más. Afortunadamente no lo hicimos. Superar nuestro enamoramiento
de ese pequeño pueblo, tres vuelos en avión y un viaje de dos horas en coche, nos
llevarían al paraíso: Taormina.
Nada que pueda ser dicho en palabras puede describir esa bellísima ciudad de Sicilia.
Los paisajes, la gente, la ciudadela en lo alto (donde no entran automóviles) y, por
supuesto, el Etna: el volcán que humeando constantemente recuerda que está dormido,
pero vivo. Después de caminar un día por la ciudad, uno comprende algunos dichos de
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Pirandello y aquel título de Silvina Bullrich de la novela Te acordarás de Taormina.La decisión de volver a empezar
Me acordaré por muchas cosas de este viaje, pero sobre todo por una breve conversación
que tuve con Giovanni, un hombre de unos 38 años que atendía un pequeño bar, en el
pueblo que está enclavado en la ladera este del volcán. El Etna tiene una pendiente
volcánica por donde la montaña derrama lava cuando entra en erupción y otra llana, más
segura, donde la lava nunca llega. Nicolosi, el pueblo de Giovanni, está enclavado en la
ladera peligrosa. Un pueblo construido siete veces, una después de cada erupción del
Etna.
—¿Por qué construyen este pueblo aquí, una y otra vez? —pregunté, aunque sabía de
antemano la respuesta.
—Mire... mire —me respondió Giovanni, apuntando su huesudo dedo al
Mediterráneo—, mire el mar y la playa, y mire la montaña y la ciudad... éste es el lugar
más bello del mundo... Mi abuelo siempre lo decía.
—Pero el volcán... —le contesté—, está activo... Puede volver a entrar en erupción
en cualquier momento.
—Mire, signore, el Etna no es caprichoso ni traicionero, el volcán siempre nos avisa;
jamás estalla de un día para otro.
Y como si fuera obvio, siguió diciendo:
—No somos tontos, cuando está por “lanzar” nos vamos.
—Pero, ¿y las cosas?: los muebles, el televisor, el refrigerador, la ropa... —contesté
—, no pueden llevárselo todo...
Giovanni me miró, respiró profundamente apelando a la paciencia que los sabios
tienen con los ilustrados y me dijo:
—¡Qué importancia tienen esas cosas, signore!... Si nosotros seguimos con vida...
todo lo demás se puede volver a hacer.
Años después, a finales de 2005, las fotografías de todos los diarios internacionales
mostraban al mundo las espantosas imágenes de la lava del temido Etna, barriendo una
vez más cada pared, cada árbol, cada balcón y cada flor de Nicolosi. Por suerte, no había
habido víctimas, el pueblo había sido evacuado antes de que la erupción comenzara.
Nunca más tuve la oportunidad de hablar con Giovanni, pero cerrando los ojos pude
adivinar que, pasado el peligro, aquel hombre trepó la ladera con sus vecinos y en pocas
semanas volvió a levantar el pueblo, para empezar de nuevo su historia, por octava vez.
Siempre pienso en lo mucho que casi todos deberíamos aprender de Giovanni,
comenzando por saber empezar “de nuevo” y no otra vez; rescatando de nuestro
recorrido anterior el registro de lo aprendido, sobre todo, para intentar que sean
diferentes los errores de esta estrenada etapa. Empezar de nuevo es más interesante por
el acento que se pone en lo “nuevo” que por el “comienzo”. Recomenzar es otra cosa.
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Difícilmente resulta lo mejor y casi siempre es imposible. “Nadie se baña dos veces en el
mismo río”, sentenciaba Heráclito, hace miles de años, resumiendo en una sola frase,
dolorosa pero inapelable, la verdad de lo que resulta obvio.
Sería deseable que fuera sencillo dejar atrás esas situaciones en las que las decisiones
de otros, o algún error incorregible, nos conducen a un punto muerto... pero no lo es, por
mucho que nos pese. Nos resistimos, pero sabemos de memoria que hace falta cerrar una
etapa si se quiere comenzar adecuadamente y con calidad la que viene después.
Volver a empezar resulta siempre todo un desafío, pero es necesario dar un nuevo
sentido al retorno, hacer nutricio ese retroceso; caminar hacia atrás, hasta el sitio donde
erramos el rumbo, o al inicio del camino que conduce inevitablemente al lugar
indeseado, para poder así explorar otras elecciones, intentando hacerlo de otra manera,
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con lo que ahora sabemos. Es volver a un lugar en el que ya estuve, pero con plena
consciencia de que la situación ya no será la misma y que el espacio también habrá
cambiado. Volver, con la certeza de que aunque todo parezca seguir igual, todo será
diferente, porque nosotros ya no seremos los que fuimos. Habremos aprendido, sabremos
más, tendremos mejor registro de cada cosa, habremos crecido y, renovados, tendremos
la posibilidad de completar lo inacabado. Termino esta introducción, parafraseando las
palabras del final de ese mismo poema, de Hamlet Lima Quintana, con el que
comenzamos:
Hoy soy yo quien se da cuenta,
de que quizá todo sea previsible,
lo incierto y lo posible,
el hijo y la placenta.
Pero atención, la vida siempre inventa...
porque la vida es irrepetible.
JORGE BUCAY
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Prefacio
Te propongo un ejercicio. Para llevarlo a cabo, busca en tu agenda cotidiana un
momento que te permita apartarte de todas las cosas y dedicarle una hora en exclusiva de
tu tiempo. Elige un papel bonito y un lápiz (mejor lápiz que bolígrafo) y escribe una
carta para ti mismo, para ti misma.
Esta carta es una carta de amor.
Tómatelo en serio.
1. Quiero que te digas cuánto te quieres y por qué, que te cuentes con detalle tus mejores
virtudes, que te perdones por escrito los errores que crees haber cometido, aceptando que no
eres el emblema de la perfección y que eso quizá no sea del todo malo. Quiero que te desees lo
mejor, específicamente en eso que solo tú sabes que deseas o esperas.
Sugiero que termines la carta con una frase de estímulo incondicional del estilo de “cuenta
conmigo siempre” o algo parecido que quieras decirte. Fírmala y luego ponla en un sobre y
ciérralo.
2. Ahora, lo más difícil... Supera los viejos juicios hacia tu persona respecto de lo ridículo de
ciertas cosas, cierra el sobre, anota tu dirección en el anverso y camina hasta el correo. Mándate
esa carta a tu casa y olvídate de ella, para conseguir que te sorprenda cuando te llegue de vuelta.
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3. Sugiero, por fin, que cuando la recibas, te alejes de todo y en soledad y silencio abras el sobre
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y tomes tu carta. Quiero que la leas con cuidado, paladeando cada frase y tratando de entender
cada palabra desde ese momento y no desde aquél en el que fue escrita.
4. Guárdala como se guarda una carta de un amigo muy querido, como símbolo de tu encuentro
definitivo contigo mismo, contigo misma.
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Reconciliarse con uno mismo
Nadie nace siendo un eximio diseñador ni el mejor conductor de fórmula uno, ni un
médico genial. Nadie consigue llegar a ser un gran cocinero sin haber tenido que
reemplazar alguna vez la comida recién preparada por una salvadora llamada a la
pizzería de la esquina.
También en el punto que nos ocupa, lo esencial se logra andando, escuchando a otros
y aprendiendo de nuestros fracasos y frustraciones. Como en cualquier otro asunto, en el
arte de mantener una buena relación con uno mismo también los primeros pasos y
descubrimientos suelen funcionar como un salvavidas de plomo para quien se hunde en
el mar de la ignorancia de sí mismo. Insatisfecho con quien uno es, o cree que es, el cielo
de nuestro futuro siempre se presenta lleno de oscuros nubarrones; y hay que reconocer
que algunas veces, de la mano de un profesional poco idóneo, entrar en terapia puede
complicar el panorama.
Hasta la primera mitad del siglo pasado, toda intervención terapéutica en el campo
psicológico estaba claramente centrada en los reclamos de los pacientes y, por lo tanto,
giraba alrededor de lo negativo de su conducta y, por extensión, de su ser. El sustrato
parecía ser siempre el mismo: algo estaba mal en ese paciente y el terapeuta debía
sanarlo, arreglarlo, acomodarlo, para que volviera a estar bien, en el lugar socialmente
correcto, fuese éste cual fuese. Era un modelo adaptado de la medicina tradicional: había
que diagnosticar la enfermedad y luego erradicarla.
Actualmente, el trabajo de la psicoterapia es, sobre todo, un entrenamiento de nuevas
habilidades y el aprendizaje de puntos de vista más saludables. Entre ellos, el de mirarse
con los mejores ojos, reconciliarse con uno mismo y ser benevolente con las propias
limitaciones o con la particular manera de ser y desarrollarse en este mundo.
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Pongamos un ejemplo. Una persona extrovertida es, a grandes rasgos, alguien abierto,
sociable, conversador y que se siente cómodo rodeado de la gente. Un introvertido, en
cambio, es alguien más bien introspectivo, reflexivo y que habitualmente la pasa muy
bien a solasconsigo mismo. Ninguna de esas dos conductas es patológica por sí misma,
y con lo dicho, nadie debería pensar en cambiar esa tendencia, ya que no es “más sano”
ser de una manera que de la otra. Sin embargo, ambas se transforman en fuentes de dolor
y hasta de sufrimiento cuando la persona en cuestión cree que debería (o le convendría)
ser de la otra forma.
A la inversa de lo que solía hacerse hace un siglo, una de las primeras tareas de la
psicoterapia moderna es enseñar al paciente a confiar en su capacidad de crecer hacia
mejores lugares, dejando claro que el camino no puede pasar por el enfado con uno
mismo ni por la permanente autoexigencia.
En una película estrenada hace poco, una mujer de color con un gran sobrepeso
muestra su desesperación por la discriminación de la que se siente víctima. No soporta
no poder tener a su lado más que a hombres que la desprecian y ser rechazada en todos
los ámbitos.
En una sesión con una terapeuta a la que acude como último recurso, admite que
comer en exceso es una forma de agredirse. La terapeuta le pregunta por qué lo hace, y la
protagonista confiesa, entre llantos, que nadie la quiere y que nadie la quiso nunca. La
escena que sigue es conmovedora. La profesional se acerca, la abraza y le dice:
—¡Yo te quiero! —y agrega—: ¿podrías acompañarme y quererte tú también?
En una situación mucho menos espectacular, y para nada cinematográfica, una
paciente con muy poca vida social me comentó un día en consulta:
—Es que... ¿quién va a querer estar conmigo si soy fea, gorda y tonta?
Y yo, con una crueldad sólo justificada a medias por la buena intención de mi
comentario, le contesté:
—¡Nadie! —y después agregué—: si eso es lo que tú, que vives contigo cada día,
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opinas de ti, ¿cómo podrías alentar a alguien para que se te acerque?
En diferentes magnitudes, cosas similares suceden todos los días en los consultorios
de profesionales de la salud de alrededor del mundo. En diferente medida, algo muy
parecido nos ocurre con cada aspecto de nosotros mismos que rechazamos y tratamos
obstinadamente de eliminar de nuestra vida.
El perfil del individuo que vive “enfadado consigo mismo” es clásico y conocido:
alguien que vive insatisfecho con lo que es y se esfuerza permanentemente por intentar
ser como debería. En su camino:
 
Se fija metas imposibles para poder despreciarse cuando no las consigue.
Pone excesiva atención en los detalles.
Planifica todo para no perder el control.
Y vive pendiente del próximo fracaso, que anticipa, profetiza y produce.
 
Los insatisfechos crónicos provienen, en general, de familias en las que se enseña,
directa o subliminalmente, que los rendimientos normales o de promedio son
despreciables, ya que sólo un resultado sobresaliente es satisfactorio. Se entrena y
condiciona, desde la niñez, para establecer el absurdo de que las equivocaciones son
reprochables e inaceptables, ya que “siempre” son la expresión de poca atención o
dedicación.
El mandato recibido por estos jóvenes de boca de sus padres y educadores ha sido
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algo así como: “Sólo tendrás nuestro cariño si triunfas y te destacas”.
En Las enseñanzas de don Juan, don Carlos Castaneda pone, en boca del guerrero
que lo guía por su camino iniciático, estas palabras que siguen:
Cuando un hombre empieza a aprender, nunca sabe lo que va a encontrar. Su
propósito es deficiente, su intención es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán,
pues no sabe nada de lo mucho que cuesta aprender, porque lo que se aprende no es
nunca lo que uno creía. Allí comienza el miedo y su aprendizaje se convierte en un
campo de batalla.
Si en ese momento echa a correr, jamás aprenderá. Nunca llegará al conocimiento.
Llegará a ser un maleante, o un cobarde cualquiera, un hombre inofensivo y asustado.
Será un hombre vencido. Pero si deja de correr y, pese al miedo, da el siguiente paso en
su aprendizaje, y el siguiente, y el siguiente, tendrá su oportunidad de volverse un
guerrero.
Hoy sabemos que la persona que vive huyendo del miedo a ser rechazada y soportando
su propio rechazo, sobrevive al decálogo de su propia tortura:
 
Teme revelar o admitir su vulnerabilidad.
Se cierra ante las críticas.
Bloquea su capacidad creativa.
Deja de confiar en los otros.
Pierde la visión de conjunto.
Tiene poca disposición a correr riesgos.
Se vuelve más y más testaruda.
Trabaja en exceso como vía de escape o búsqueda de reconocimiento.
Esconde obsesivamente sus errores y sus imperfecciones.
Actúa de manera más y más exigente con los demás.
La consecuencia, tanto en lo laboral como en lo social, se puede prever: primero, obtiene
menos éxitos o peores resultados que otros con su misma capacidad, pero sigue
sosteniendo rigurosamente que su forma de hacer las cosas es la correcta. Después, es
percibida como una victimaria y no como una víctima; una tirana que, por atender los
detalles, pierde de vista las cosas importantes. Finalmente, consigue ganarse la
indiferencia y la antipatía de muchos, cuando no el temor y el alejamiento de todos los
que la rodean, confirmando sus más agoreros pronósticos.
 
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Como bien lo escribe Pablo Busse Grawitz (creador de un famoso centro de
recuperación de la salud en la provincia argentina de Córdoba):
Las personas tienen que dedicarle tiempo a cuidarse, a hacer ejercicio, a
descansar, a cultivar el alma, a disfrutar de una pequeña ración de comida sana.
En definitiva, ordenarse estableciendo prioridades y procurando que no sean
avasalladas. Que lo urgente no se lleve poco a poco nuestra vida.
Para mí, esto sólo es posible si uno consigue reconciliarse con uno mismo. Según el
diccionario, reconciliación es el restablecimiento de una amistad, la recomposición de
un vínculo dañado o el acto concreto de volver a conciliar alguna relación perdida o
desencontrada.
Así entendido, reconciliarse con otros o con uno mismo no puede ser un acto
mecánico, sino una decisión responsable que implica, como mínimo, dos desafíos: el de
volverte cada vez más sabio y el de sentirte cada vez más vivo. Dos búsquedas infinitas
y por eso permanentes, que sólo pueden hacerse realidad si las inscribimos en nuestro
corazón cada día, con absoluta conciencia de lo que eso significa y en un entorno
rebosante de autoestima. Pero habrá que ir con cuidado. En un mundo de palabras
ausentes, de significados confusos y de sentidos casi perdidos, el concepto verdadero de
la autoestima suele quedar, como mínimo, oculto y demasiadas veces desvirtuado.
Autoestima no es sinónimo de quererse a uno mismo, como suele pensarse. La idea que
sustenta está más bien relacionada con la ajustada valoración de quién soy hoy, en este
entorno y en esta situación.
Quizá, el mejor ejemplo es el que nos enseña esta historia tradicional de los indios
siux:
Nube Roja, el famoso jefe de la tribu, llamó un día a sus tres hijos. Se estaba haciendo
viejo y tenía que elegir entre ellos a su sucesor, ya que una tribu no puede tener tres
jefes. Quiso ver cuál tenía más aptitudes.
—Hijos míos —les dijo—. Les he pedido que vengan porque debo elegir entre
ustedes al que será mi sucesor. Para poder tomar esta decisión he decidido ponerles una
prueba. Se trata de que escalen la Montaña Sagrada, la Gran Roca, la que nadie ha
conseguido coronar aún. Aquel que lo logre primero será el elegido para sucederme
como jefe de la tribu.
El desafío quedó establecido y los hijos aceptaron el reto de su padre, más por
respeto que por ambición. Una semana después, en el día de Luna Nueva, los tres
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jóvenes empezaron a escalar con muchas ganas y la ilusión de alcanzar la cima y vencer
por fin a la montaña. Pero uno primero y otros después, los tres fueron derrotados. El
ascenso era realmente imposible.
Por diferentes motivos, los tres aspirantes acabaron cayendo.
Los jóvenes se presentaron ante su padre cabizbajos, admitiendo el fracaso. Pero el
más pequeño afirmó sorprendiendo a todos:
—Lo siento, padre. No he podido con ella. La montaña me ha vencido... por ahora.
—¿Crees entonces que la próxima vez podrás lograrlo? —preguntó elcacique,
impresionado por la valentía de su hijo menor.
—No lo sé —dijo el que sería más tarde el jefe de la tribu—. Pero ella ya llegó a su
tamaño final y yo... todavía estoy creciendo.
 
Habrá que aprender que la fortaleza no se mide por la posibilidad de conseguir un
resultado inmediato, sino por la confianza en el propio potencial de lograrlo,
cuando sea el momento adecuado.
La mejor relación con uno mismo es aquella que se apoya en la certeza de que cada
quien es único, valioso e irreemplazable. Sí, has leído bien, irreemplazable. Ésta no es
una declaración de vanidad ni de excelencia; al contrario, es una manera de dejar
constancia de la unicidad de cada persona.
Si yo no estoy, alguien ocupará mi lugar,
alguien realizará mi tarea,
alguien escribirá este libro, y quizá lo haga mejor que yo...
Pero, en cualquier caso, nadie hará ninguna de esas cosas exactamente como
las hubiera hecho yo —para bien y para mal.
Nadie puede dar lo que tú das, como tú lo das.
Nadie puede recibir lo que tengo para ti, como tú lo harías.
Nadie despierta en mí el mismo sentimiento que tú...
Nadie puede —y no es un tema menor— equivocarse como lo haces tú y
corregir los errores de tu misma manera.
Y, para terminar, al ser tan especial como eres, sería lógico y saludable que te des el
lugar que te mereces en la vida y que recuerdes, como siempre digo riéndome de mis
propias aseveraciones, que: “Yo podría y muchos otros podrían, pero tú... tú no puedes
vivir sin ti”.
 
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Permiso para ser quien eres
Según el modelo transaccional, creado por el psicoterapeuta Eric Berne en los años
cincuenta, la estructura de la personalidad se diseña día a día, según la interacción de tres
“estados de la mente”, más o menos autónomos, peleándose o haciendo alianzas dentro
de nosotros, cada uno con su estructura, su modelo, sus prioridades y su manera de
actuar.
El análisis transaccional llama a esas instancias: el Padre interno (a grandes rasgos, la
introyección de los padres que tuvimos), el Adulto (la parte de nosotros que finalmente
hace y decide) y el Niño Libre (espejo del niño que fuimos y que sigue vivo en nuestro
interior).
 
Dice Berne que es debido a este diseño tan particular que los mandatos recibidos en
la infancia perduran en nosotros durante toda la vida, ya que se valdrían, para seguir
condicionándonos, de esa figura introyectada de nuestros padres, que nos influye con
una estrategia que nadie puede resistir sin pagar precios altísimos: la de repetirnos
acusadora y amenazantemente las mismas cosas, una y otra vez, “desde dentro”.
Comprender este punto, el de la permanencia de los permisos y los mandatos de la
infancia, que nos determinan aunque no nos demos cuenta y aunque intelectualmente los
cuestionemos, es fundamental si queremos explicar o explicarnos alguna de nuestras
bizarras maneras de actuar y de encarar situaciones difíciles. Una importancia que se
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vuelve vital cuando pretendemos ayudar a otros, sea en la tarea educativa, asistencial o
terapéutica, o bien diseñando formas de intervención eficaces y positivas. No hace falta
ser un especialista para detectar cuánto han marcado a algunos niños las pautas que han
recibido en sus primeros años de vida y cómo han podido llegar a torcer, de forma a
veces irreversible, el desarrollo y el futuro de esas personas en ciernes.
No hace falta más que el sentido común para comprender, para bien y para mal, que
esos mensajes nefastos han sido, a su vez, el resultado de las limitaciones, los errores, las
distorsiones, los mandatos y las prohibiciones que algunos educadores recibieron de su
propio entorno cuando eran niños, cerrando así un círculo nefasto, difícil de romper.
Supongo que no exagero si digo que todos, absolutamente todos, hemos sido
víctimas de, por lo menos, uno de estos mandatos restrictivos, y como consecuencia
también puedo asegurar, sin conocerte, que has pasado gran parte de tu vida luchando
contra él o ellos.
Siguiendo la inspiración transaccionalista, podríamos enumerar aquí un decálogo de
algunas de las absurdas prohibiciones que los padres nos legan, voluntaria o
involuntariamente (con la intención-no-intencional de que las transmitamos a la vez a
nuestros hijos).
Estos “mandatos”, como se les ha llamado técnicamente, actúan como verdaderos
sistemas de creencias vinculantes. Es imposible no escuchar estas órdenes, por
condicionantes o ridículas que suenen, si llegan a nosotros cuando todavía no podemos
cuestionarlas, especialmente porque vienen de la mano de las personas que más
queremos y que, supuesta y declaradamente, más nos quieren y desean lo mejor para
nosotros.
 
Mandato absurdo 1: no pretendas ser quien eres. Debemos ser, parecernos o actuar como
nuestros educadores creen que es correcto y como ellos nos aseguran que es lo mejor para
nosotros.
Mandato absurdo 2: no te involucres demasiado emocionalmente. Si lo hacemos, eso nos haría
sufrir. Sin compromiso afectivo, no habrá posibilidad de que nos hagan daño.
Mandato absurdo 3: no te permitas el contacto físico. De los más inocentes acercamientos
puede surgir una connotación sexual y eso es un tabú, hasta la madurez, y en ese momento
puede ser mal visto.
Mandato absurdo 4: no pretendas crecer como persona ni estar demasiado sano. Eso dejaría en
duda el papel de nuestros educadores, que sólo pueden significar su propia vida con la actitud
de cuidarnos.
Mandato absurdo 5: no pierdas el control de las cosas. Todo debe quedar bajo tu égida y
dominio, para evitar sorpresas desagradables.
Mandato absurdo 6: no disfrutes de la vida. Eso se confrontaría con la idea sobre el nacer, sufrir
y morir de nuestros educadores.
Mandato absurdo 7: no corras riesgos. La vida es peligrosa y todo lo que hagamos, en especial
lo que nos proporciona algún tipo de placer, puede acabar convirtiéndose en una amenaza
contra nuestra integridad. Si no nos exponemos, evitamos los peligros.
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Mandato absurdo 8: no te creas importante. Debemos ser uno más o, por lo menos, no
competir con nuestros educadores.
Mandato absurdo 9: no te equivoques nunca. Porque equivocarse es un fracaso y objeto de
desprecio de los demás.
Mandato absurdo 10: no seas totalmente libre, en tus decisiones, en tus pensamientos ni en tus
sentimientos. Debemos hacer lo que se espera de nosotros, estudiar lo que es mejor, trabajar
como se debe, casarnos con la persona adecuada y tener hijos a los cuales enseñar lo que está
bien o no.
 
No dudo que este listado esté incompleto y que las atrocidades que algunos adultos son
capaces de generar en los niños no tienen límite; sin embargo, esta muestra es más que
suficiente para llamar la atención sobre lo que hoy nos interesa comprender. Los
mandatos, sumados a los acontecimientos particulares de cada historia, y en interacción
con el contexto del vínculo familiar, determinan que el niño abandone su infancia con
una clara idea de lo que se espera de él. Y así se confirma después, cada vez que recibe
directamente de sus padres (y no sólo de ellos, también de la escuela, por ejemplo), la
máxima aceptación y las más explícitas manifestaciones de afecto cuando consigue
imponerse a sí mismo todas estas restricciones aprendidas.
Es lógico y normal que el niño, que tiene absoluto registro de su dependencia y
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vulnerabilidad, necesita agradar, sentirse querido, aprobado, reconocido y valorado por
su familia y su entorno más cercano. Sometidos por nuestra educación a lo que nos está
permitido y a lo que se nos llevó a pensar, construimos un programa para nuestra vida,
un argumento, un guion y, sobre todo, una determinada forma de interpretar el mundo,
acorde a lo que se debe y a lo que no se debe que, con mayor o menor conflicto, nos
acompañará hasta la vida adulta.
Con un poco de suerte, o sin ella, en algún momento la vida nos muestra que, de
todas formas, nuestro día a día es un riesgo y que no estaría de más lanzarnos a enfrentar
algunas de estas órdenes impuestas. Nos damos cuenta de que, encerrados en la segura
cárcel de nuestros mandatos, terminaremosapagándonos como la llama de un cerillo.
La gran llave de una buena calidad de vida es hacernos cada vez más conscientes de
todas esas absurdas prohibiciones que arrastramos desde hace tantos años, concedernos
el derecho de cuestionar esas pautas y, si es nuestro deseo, darnos todos los permisos que
nuestro cuerpo, alma y espíritu nos demanden. Es la única posibilidad de vivir con
intensidad y compromiso cada minuto del resto de nuestra vida y, en todo caso,
animarnos a romper con el guion que estaba determinado por los mandatos y
reemplazarlo por proyectos propios, en línea con nuestros gustos y apetencias, aquí y
ahora. Creo que el gran trabajo en el que todos deberíamos colaborar es el de contribuir
—ya sea como padres, maestros, jefes, dirigentes o vecinos— a que cada persona, niño,
adulto o anciano, se conceda los permisos que le son indispensables para vivir la vida
que desea, sin todas estas limitaciones absurdas heredadas.
 
Hace casi veinte años, escribí para mi hija Claudia un poema lleno de cosas encontradas,
descubiertas y aprendidas, seguramente en un intento de reemplazar alguno de esos
mandatos que, quizá, deslicé sin darme cuenta. Hoy comparto contigo estas palabras, con
el deseo de que la vida ya te haya ido enseñado todas estas cosas que alguna vez puse
por escrito, con el corazón lleno de emoción:
Antes de morir, hija mía,
quisiera estar seguro de haberte enseñado...
a disfrutar del amor,
a enfrentar tus miedos y confiar en tu fuerza,
a entusiasmarte con la vida,
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a pedir ayuda cuando la necesites,
a decir o callar según tu conveniencia,
a ser amiga de ti misma,
a no tenerle miedo al ridículo,
a darte cuenta de lo mucho que mereces ser querida,
a tomar tus propias decisiones,
a quedarte con el crédito por tus logros,
a superar la adicción a la aprobación de los demás,
a no hacerte cargo de las responsabilidades de todos,
a ser consciente de tus sentimientos y actuar en consecuencia,
a dar porque quieres y nunca porque estés obligada a hacerlo.
Antes de morir, hija mía,
quisiera estar seguro de haberte enseñado...
a exigir que se te pague adecuadamente
por tu trabajo,
a aceptar tus limitaciones
y vulnerabilidades sin enojo,
a no imponer tu criterio ni permitir
que te impongan el de otros,
a decir sí, sólo cuando quieras
y decir que no, sin culpa,
a tomar más riesgos,
a aceptar el cambio y revisar tus creencias,
a tratar y exigir ser tratada con respeto,
a llenar primero tu copa y después
la de los demás,
a planear el futuro sin intentar
vivir en función de él.
Antes de morir, hija mía,
quisiera estar seguro de haberte enseñado...
a valorar tu intuición
a celebrar las diferencias entre los sexos,
a hacer de la comprensión y el perdón
tus prioridades,
a aceptarte así como eres,
a crecer aprendiendo de los desencuentros
y de los fracasos,
a no avergonzarte de andar riendo a
carcajadas por la calle, sin ninguna razón,
a darte todos los permisos, sin otra restricción
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que la de no dañar a otros ni a ti misma.
Pero sobre todo, hija mía,
porque te amo, más que a nadie,
quisiera estar seguro de haberte enseñado
antes de irme para siempre,
a no idolatrar a nadie...
y a mí, que soy tu padre, menos que a nadie.
 
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La verdadera fortaleza
Podríamos pensar en la fortaleza interior como una poderosa herramienta que se
asemeja a un sistema inmunológico del espíritu, para proporcionarnos resistencia, coraje
y capacidad para enfrentar mejor cualquier obstáculo. Una fuerza que se pone de
manifiesto especialmente en la confianza que sentimos acerca de los propios recursos
internos, tanto a la hora de superar un desafío, como en la perseverancia que necesitamos
poner en la mesa para luchar por ser felices (sobre todo cuando la realidad externa parece
indicar que no lo lograremos).
 
Una reserva de energía que está presente, momento a momento, ayudándonos a
afirmar nuestro camino y gozar de nuestros logros. Tan trascendente es su presencia
como amenazante su ausencia.
En efecto, la carencia de fortaleza interna, o la sensación subjetiva de la propia
indefensión, podría empujar a cualquiera a la búsqueda de sustitutos que le aporten,
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desde fuera, el respaldo que no encuentra dentro. Panaceas engañosas que prometen
otorgar un prestado valor o una falsa seguridad que suple a la verdadera, que se intuye
necesaria para seguir adelante.
Demasiadas veces, esa alternativa la ofrece una adicción. Cualquiera que sea “la
droga” elegida —alcohol, alucinógenos, trabajo, sexo u otra persona—, el adicto
deposita el poder, la energía o la fortaleza en “eso” de lo cual depende para sentirse bien.
Sin embargo, las adicciones no dan fortaleza, solamente generan la vana ilusión de
sentirse fuerte o seguro y terminan, tarde o temprano, destruyendo la poca fuerza interior
que quedaba en el desesperado buscador de ayuda, que acaba dependiendo de su
adicción hasta para encarar las cosas más sencillas.
 
Buscar fuera lo que en realidad deberíamos encontrar dentro nunca es una buena
idea.
Me acuerdo de un cuento:
La historia transcurre en una esquina cualquiera de una ciudad como ésta, una oscura
noche de invierno. Un hombre totalmente borracho da vueltas alrededor de un farol
mirando al suelo, como buscando algo. El pobre hombre apenas logra mantener el
equilibrio y, de tanto en tanto, se agarra con las dos manos al poste de la luz para no
caerse. Un policía lo ve y se acerca, sintiendo pena por el estado en el que se encuentra
el hombre.
—¿Qué busca? —le pregunta, mientras lo sostiene con fuerza.
—Busco la llave de mi casa —dice el hombre, y un vaho alcohólico golpea la cara
del agente—. La he perdido y... si no la encuentro, no podré entrar.
—Me imagino —dice el policía—. Venga, quédese aquí, apoyado contra la pared,
que yo la busco... Si la sigue buscando usted, en lugar de entrar en su casa, va a ir a
parar a un hospital con la cabeza abierta...
Durante la siguiente media hora, el policía busca, busca y busca, sin éxito.
—¿Está seguro de que perdió la llave por aquí? —pregunta el agente al fin.
—No, la perdí dos calles más arriba...
El policía no sabe si enfadarse o reírse de lo ridículo de la situación.
—Entonces, si la perdió allá, ¿por qué la estaba buscando aquí?
—¡Es que allí no había luz! —explica el borracho con toda naturalidad.
Nunca vamos a encontrar, en nada ni en nadie, la fortaleza que debemos generar y hallar
dentro de nosotros mismos, aunque afuera las luces de neón se gasten tentándonos a
probar. La verdadera fortaleza se construye conociendo más y más no sólo nuestras
capacidades, sino también nuestras carencias; nuestros aspectos más sólidos y los más
vulnerables, nuestras partes más crecidas y las más inmaduras.
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A veces, queriendo escapar de la odiosa sensación de fracasar, nos invade la
tentación de no hacer, de no arriesgar, de escapar de todo reto que demande o signifique
un desafío. Pero si caemos en esa tentación, iremos aletargando y debilitando nuestras
capacidades hasta anularlas, para llegar, en el mejor de los casos, a conquistar una vida
sin frustraciones ni fracasos, pero también sin éxitos ni logros personales.
Para encarar una vida más adulta y digna de ser vivida, es imprescindible confiar
en la propia fuerza, tomar conciencia de los propios recursos y no frustrarse ante
la primera dificultad ni ante la segunda, ni ante la tercera...
Pero, ¿cómo se logra ese temple, esa confianza, ese empuje? ¿De qué se nutre la
parte más asertiva de nuestra personalidad?
Ciertamente, la fuerza interna no es un don gratuito que aparezca mágica y
espontáneamente en nuestra vida; hay que trabajar en ella y una vez conquistada puede,
si la cuidamos y alimentamos, acompañarnos para siempre. Nuestra fortaleza interior
viene determinada por varios factores, tan complejos como dispares, que conviene
destacar:
 
El temperamento, en el sentido de la parte de la estructura de nuestra personalidad que ha
nacido con nosotros.
El papel que nos ha tocado asumir en la familia, relacionado también con el interjuego de
papeles de los demás miembros.Los valores con los que nos han educado nuestros padres.
La influencia innegable de algunas circunstancias o hechos puntuales de nuestra historia que
consiguen o no templarnos frente a las dificultades.
Y especialmente, el entrenamiento en el uso de estas herramientas, la propia decisión de
acrecentar esa fuerza por la vía de conocer, agregar y desarrollar recursos internos confiables y
potentes: ¿quién soy? ¿Cuáles son mis habilidades? ¿Para qué soy bueno? ¿Qué puedo
aprender y mejorar?
Dice el psicoterapeuta, Nathaniel Branden, que uno puede reconocer a los hombres y
mujeres con fuerza interior y un buen nivel de autoestima desde su mera expresión
gestual, desde su actitud segura y amable, desde su manera de moverse en el mundo, que
refleja el placer de estar vivos y serenos. Hombres y mujeres que pueden hablar de sus
logros y sus fallas directa y honestamente, mostrando una relación amistosa con los
hechos, que rara vez son vividos como amenazantes.
La persona que se apoya, con solidez, en su potencia interna es capaz de estar
permanentemente abierta, tanto a los halagos y las expresiones de afecto de los demás
como a sus críticas y recriminaciones, porque su relación consigo misma no depende de
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la aprobación o el aplauso de otros y porque su autovaloración no utiliza como
parámetro la comparación con lo que socialmente se acepta como “perfecto”.
 
Así, la fortaleza interior se refleja espontáneamente en la eficacia y la voluntad, en
una ampliación de la capacidad de comprender, en la natural perseverancia frente a la
dificultades, en una mayor capacidad de tomar decisiones y, paradójicamente, en una
mayor disposición a aprender.
La confianza en nuestras fuerzas es la puerta hacia las mejores cosas de la vida: la
serenidad, la armonía, la curiosidad, la creatividad, la flexibilidad y, sobre todo, la
capacidad de reírnos, sin limitaciones.
Entonces, para pensar después en los demás, debes aprender, en contra de muchas
cosas mal aprendidas, a pensar en ti adecuadamente y anticipar lo que puedes a lo que
quieres, para que tu deseo nunca quede condicionado por las cosas verdaderamente
imposibles que, en general, ni siquiera son el producto de sueños propios.
Claro que la línea que separa lo saludable de lo enfermizo es muy fina y para no
cruzarla no sólo es imprescindible conocer las propias limitaciones, sino que también
habrá que cuidarse de que algunas limitaciones verdaderas, de tiempos pasados, no sigan
siendo fantaseadas como presentes y genuinas incapacidades. Muchas ideas de “no se
debe” o “no se puede” pertenecen, a menudo, a un pasado donde no era yo el dueño de
mis decisiones ni tenía demasiada consciencia de mis preferencias; una época en la que
aquel que yo era no podía, no sabía (o no quería ni siquiera saber); y por eso se quedaba
dependiendo del cuidado de algunos y a merced de la decisión de los otros.
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Quisiera contarte un cuento, versión casi novelada de una pequeña anécdota
escuchada al pasar y que escribí hace muchos años para la edición española de mi libro
Cuentos para pensar:
La madre había salido por la mañana temprano, dejando a sus dos hijos, Pancho, de 7
años, y Joaquín, de 10 meses, bajo el cuidado de Marina, una joven de 18 años a la que
contrataba como niñera, por horas. Desde que su marido había muerto, todo se había
hecho más difícil y los tiempos eran demasiado duros como para arriesgar el trabajo,
faltando cada vez que la abuela se enfermaba o se ausentaba de la ciudad.
Cuando el novio de la jovencita llamó para invitarla a un paseo en su coche nuevo,
Marina dudó, aunque sólo por un momento. Luego, ante la insistencia de su joven
compañero, se dejó convencer por el argumento de que media hora de ausencia no
cambiaría demasiado la vida de los niños.
Después de todo, se dijo, estaban durmiendo, como hacían cada tarde y, como
siempre, no se despertarían hasta las cinco.
Apenas escuchó el claxon, tomó su bolso y descolgó el teléfono. Si alguien llamaba
solamente se escucharía el sonido de ocupado. Por precaución, cerró la puerta del
cuarto de los niños y guardó la llave en su bolsillo.
No quería arriesgarse a que Pancho se despertara y se le ocurriera bajar por las
escaleras para buscarla. Ella nunca se perdonaría que en un descuido el pequeño
tropezara y se hiciera daño. Además, pensó, si eso sucediera, ¿cómo explicaría a la
madre que ella no estaba en casa?
Quizá fue un cortocircuito en el televisor encendido o en alguna de las luces de la
sala, o tal vez una chispa de la estufa de leña; el caso es que pocos minutos después de
que Marina se fuera, las cortinas empezaron a arder y el fuego alcanzó la escalera de
madera que conducía a los dormitorios.
La tos del bebé —debido al humo que se filtraba por debajo de la puerta— despertó
a Pancho que, sin pensar demasiado, saltó de la cama y forcejeó con el picaporte para
abrir la puerta, mientras gritaba llamando a Marina.
Afortunadamente no pudo abrirla, porque si lo hubiera conseguido, él y su
hermanito hubieran sido devorados por las llamas en pocos minutos.
Pancho siguió llamando a Marina, pero nadie contestaba, así que corrió al teléfono
que había en el cuarto (él sabía cómo marcar el número de su mamá), pero no había
línea. Pancho se dio cuenta de que debía sacar a su hermanito de allí. Intentó abrir la
ventana que daba a la cornisa, pero era imposible para sus pequeñas manos destrabar
el seguro y, aunque lo hiciera, quedaba la malla de alambre que sus padres habían
instalado para frenar la invasión de insectos en verano.
Posiblemente fue en ese momento cuando Pancho recordó las aventuras de El
príncipe valiente, que tanto le gustaba que su madre le leyera, y entonces, utilizando el
perchero como ariete, cargó contra el ventanal rompiéndolo en pedazos y arrastrando
con el empujón la malla de alambre. Podría haber salido caminando por la cornisa
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hasta el árbol y bajar por él hasta el jardín, pero... no podía dejar a su hermano
pequeño en el cuarto lleno de humo. Pancho vació la mochila de la escuela, puso dentro
a su hermano, que lloraba y tosía cada vez más, y se colocó la mochila en los hombros
para escapar por la ventana. Cuando los bomberos terminaron de apagar el incendio, el
tema de conversación de todos era el mismo:
—¿Cómo pudo ese niño tan pequeño tener la idea instantánea de romper el cristal y
luego el enrejado con el perchero?
—¿Cómo pudo cargar después al bebé en la mochila?
—¿Cómo pudo caminar por la cornisa con tanto peso y bajar por el árbol?
—¿Cómo pudo salvar su vida y la de su hermano, a sus siete añitos?
El viejo jefe de bomberos, hombre sabio y respetado, les dio la respuesta:
—Pancho estaba solo con su hermano, a merced de las llamas... Fue muy valiente e
inteligente, pero, ¿cómo pudo hacerlo? Yo tengo la respuesta: pudo, entre otras cosas,
porque no tenía a nadie cerca que le dijera lo contrario.
 
Debo admitir que demasiadas veces, desde dentro y desde fuera, algunas voces
intentan disuadirnos de nuestros mejores planes, anticipando el fracaso, incluso antes de
intentar el nuevo desafío. Muchas veces esas voces pueden más que nuestro deseo o
necesidad de dar un paso arriesgado.
La mejor parte de la autoestima está en la confianza que podemos desarrollar, en
nuestra capacidad y nuestros recursos. La decisión de intentarlo con nuestras mejores
destrezas. La certeza de saber que, si fracasamos, habremos aprendido algo para la
próxima vez, y la tranquilidad de estar seguros de que, como dicen los que más saben, el
resultado final favorecerá siempre a los que alguna vez alinearon definitivamente su
sentimiento y su pensamiento con aquellas acciones que llevaron a cabo.
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Valiosos y únicos
Hubo una época en que los barcos que recorrían el Mediterráneo, ida y vuelta desde
Cádiz hasta Estambul, se detenían en los puertos de las islas. Allí, mientras los cargueros
desembarcaban sus mercaderías y se aprovisionaban de todo lo necesario para seguir su
viaje, los marineros repetían el mismo ritual. Recibían su paga y corrían a la tabernapara
gastarse hasta el último centavo en vino y mujeres. Y cuando el dinero se acababa, dos o
tres días después, volvían al barco, saturados de alcohol y borrachos de sexo, o al revés,
para dormir hasta que el carguero volviera a hacerse a la mar.
El pescador me contó que, un día, dos marineros cruzaban el viejo puente de madera
construido sobre el río, camino a la taberna. Su barco había entrado en el puerto muy
temprano esa mañana y la mayoría de sus compañeros se habían adelantado, colgándose
literalmente de los camiones de transporte para ser llevados al pueblo. De pronto, el más
joven de los dos amigos se quedó mirando por encima de la barandilla, hacia la costa del
río.
—¿Qué haces? Vamos...
—Ven aquí —dijo el otro—. Mira... ¿no te parece hermosa?
El otro miró hacia abajo y vio a una campesina que lavaba la ropa a orillas del río.
Pensó que su compañero no se refería a ella, ya que jamás emplearía la palabra hermosa
para describirla, sobre todo porque dada su edad, su costumbre y su intención, cualquier
mujer que aparentara tener más de veinticinco años era considerada una vieja.
—¿De quién me hablas, amigo?
—De esa mujer... la que lava la ropa. ¿No la ves?
—Sí, la veo, pero no entiendo qué le ves de hermosa. En la taberna nos esperan
mujeres mucho más jóvenes, mucho más guapas y, con toda seguridad, con mucho más
deseo de complacernos que ella. ¡Vamos!
—No —dijo el más joven—, tengo que hablar con ella... Vete tú, te veré en la
taberna.
Dicho eso, empezó a caminar por el sendero que llevaba al río.
—No tardes demasiado... —le gritó el otro desde lejos, y siguió su camino hacia el
pueblo, sonriendo, mientras negaba con la cabeza lo que había pasado.
El marinero se acercó hasta la orilla y, en silencio, se sentó en el césped, unos metros
por detrás de la joven, sin atreverse apenas a hablarle. La muchacha siguió durante más
de media hora con su trabajo y luego se puso de pie, seguramente para volver a casa
cargando la cesta de la ropa ya limpia.
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—¿Me permites que te ayude? —preguntó el joven, insinuando el gesto de llevarle la
cesta.
—¿Por qué? —respondió ella.
—Porque quiero —dijo él.
—¿Por qué? —repitió ella.
—Porque me gustaría caminar un rato a tu lado —afirmó él con sinceridad.
—Tú no eres de aquí. Vivimos en un pueblo muy pequeño y aquí no se supone que
una mujer soltera pueda caminar acompañada por un extraño.
—Entonces... déjame llevar la cesta para conocerte y que me conozcas.
La muchacha sonrió sin decir nada y empezó a caminar hacia el pueblo.
—¿Cómo te llamas? —se atrevió a preguntar él, al cabo de diez minutos.
—Nácar —respondió ella, sin pensar si debía o no contestar.
—Nácar... —repitió él, y luego agregó—: eres tan hermosa como tu nombre.
 
Tres horas después, el muchacho entraba en la taberna y buscaba a su amigo entre el
mar de gente y la nube de humo espeso que llenaba el tugurio.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio que su amigo gesticulaba
ampulosamente desde un rincón pidiéndole que se acercara.
Dos hermosas mujeres casi colgaban de su cuello, riendo con él, un poco por sus
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exagerados y torpes movimientos y otro poco como consecuencia del alcohol que, a esas
alturas, se debía encontrar en elevadas concentraciones circulando por la sangre de los
tres.
—Si llegas a tardar un poco más, te quedas sin probar el vino —le dijo cuando lo
tuvo cerca. Y luego, mirando a una de sus acompañantes, agregó—: sírvele un poco de
vino a mi amigo, por favor...
—Escúchame... —dijo el joven—, necesito tu ayuda.
—Claro, hombre. Yo pago.
—No me entiendes. Me quiero casar.
—¡Ah! Yo también. ¿Prefieres a la morena o a la pelirroja?
El más joven sacudió a su amigo suavemente para llamar su atención y conseguir que
su mente venciera al vino y pudiera prestarle atención.
—Pretendo casarme con Nácar, la muchacha que vimos desde el puente.
—Creo que estuviste demasiado tiempo navegando —dijo su amigo, entendiendo
que el jovencito hablaba en serio—. Es muy común entre los novatos como tú. Después
de pasar más de tres semanas a bordo, pisan tierra y se enamoran de la primera mujer
que ven. Yo lo entiendo y lo he vivido, pero decidir casarse por eso es una locura...
—Puede ser, pero la vida es en sí una locura. El amor es una locura y la felicidad
también lo es. No quiero que me juzgues, amigo, quiero que me ayudes.
La tarde caía cuando los marineros, con su uniforme de ceremonias, llamaban a la
puerta de la casa de Nácar. El ritual de la isla decía que el pretendiente debía acudir a
casa de la novia, con su padrino de bodas, para pedirle al padre la mano de su hija. Éste
reclamaría una dote, como era la costumbre y, si había acuerdo, se establecería en ese
momento la fecha de la boda.
—¿Estás seguro de lo que haces? —preguntó el improvisado padrino.
—Más que de ninguna otra cosa —dijo el pretendiente.
Finalmente, el dueño de la casa apareció.
El que apadrinaba se adelantó y le dijo parsimoniosamente:
—Mi amigo quiere pedirle a su hija en matrimonio.
—¡Ah! Su amigo es muy afortunado de pretender casarse con una de mis hijas.
Supongo que vienen por Anna. Ella es realmente una joya única.
—Nosotros...
—A pesar de que apenas tiene dieciocho, es ya toda una mujer —siguió diciendo el
hombre sin escuchar a su interlocutor—. Siempre supimos que sería la primera en
dejarnos. No sólo es bellísima, sino también hacendosa, sensual y muy saludable. Nunca
estuvo enferma... Como comprenderás, nos costará mucho dejarla ir con tu amigo, pero
veo que son gente buena... Te la daré por el valor de veinte vacas.
—Es que...
—No, no. Ni una menos. Ella lo vale.
—Yo lo entiendo —dijo el amigo del novio—, pero no es Anna la pretendida.
—¡Oh... qué agradable sorpresa! —dijo el hombre—.Yo creía que ya no quedaban
jóvenes que valoraran la inteligencia. Rubí es la más inteligente de las tres. Aunque no
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tiene el cuerpo perfecto de su hermana menor, lo compensa con una mente brillante. Una
sagaz compañera y una amiga fiel. No dudo de que será una excelente madre. Por ser
ustedes, se la puedo dar por trece vacas. Y no lo duden, es muy buen precio.
—Se lo agradezco mucho, señor, pero a quien mi amigo pretende pedir en
matrimonio es a su hija Nácar.
Aunque trató de disimularlo, un rictus de sorpresa y de incredulidad pasó por el
rostro del jefe de familia. Se había quedado petrificado.
—Nácar... —balbuceó—. Claro... Nácar.
—Sí. Nácar... ¡Cómo no!
—Me parece... me parece... —el hombre trataba de encontrar una palabra que no
conseguía hallar, atropellado por la sorpresa—. ¡Maravilloso! —dijo al fin—. Sólo un
hombre inteligente y bondadoso puede ver la belleza oculta en una mujer. Ciertamente
tiene mucho que aprender, pero también tiene una gran disposición para aprenderlo. Es
una buena oportunidad para conseguir una buena esposa a buen precio. Considerando
que es la mayor, se la daré por el valor de siete vacas... Bueno, quizá seis... pero no
puedo bajar a menos.
—Señor —dijo en ese momento el pretendiente—, permítame que le confirme en
persona mi decisión de casarme con su hija Nácar. Sólo quiero poner una condición con
respecto al precio.
—No abuses de tu futuro suegro, querido joven. El pequeño tema de su cojera es un
asunto sin importancia... No se puede conseguir nada por ese precio en esta isla.
—Justamente por eso —dijo el joven— quisiera tomarla como esposa, pero quiero
pagar por ella el equivalente a veinte vacas, como pide por la mejor de sus hijas, y no
solamente seis, como propone.
—¿Qué dices? ¿Estás loco? —dijo su amigo tratando de frenar su estupidez—. Dijo
que te la daría por seis. Además cojea. ¿Por qué quieres pagar más?
—Porque no creo que ella valga menos que su bella y joven hermana.
—Trato hecho. Veinte vacas —se apresuró a decir el padre. Y añadió, quizá
temiendo un arrepentimiento—: ¡pero que la boda sea lo antes posible!
Así, los amigos se separaron. Uno de ellos volvió al barco y el otro se quedó en la
isla. Pasaron cinco años antes de que el destino volviera a traer al marinero al mismo
puerto. Apenas llegó, pensó en su joven amigo. ¿Quéhabría sido de él?, ¿se habría
casado?, ¿estaría aún viviendo en la isla?
Preguntando aquí y allá por aquel joven marinero que alguna vez se había casado con
la hija del isleño, le dijeron que ahora vivía en una casa muy humilde que se había
construido con sus propias manos, muy cerca de la cima de la montaña. Subiendo por el
camino del oeste llegaría, después de media hora de marcha, a casa de su amigo.
Su estado físico le habría permitido llegar antes, pero lo detuvo una extraña
procesión con la que se cruzó al empezar a subir la cuesta. Decenas de hombres y
mujeres bajaban al pueblo. Llevaban en hombros a una bellísima mujer, a la que
permanentemente le tiraban pétalos de flores, le cantaban y adulaban. Ella, mientras
tanto, parecía irradiar luz; de hecho, sólo con pasar a su lado se sintió mucho mejor.
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Sonriendo a todos, la hermosa mujer saludaba alargando la mano una y otra vez a los
que se acercaban a tocarla. Tuvo que resistir la tentación de ir tras ellos y sumarse al
extraño ritual, pero finalmente llegó a la casa que le habían indicado. Todo parecía tan
cuidado y ordenado, que el marinero pensó por primera vez que quizá debería empezar a
pensar en sentar cabeza. Golpeó la puerta y su viejo camarada abrió enseguida.
—Querido amigo... —le dijo al verlo—. ¡Qué sorpresa verte por aquí! ¿Cuándo
echaron el ancla?
—Esta mañana... He venido apenas he desembarcado para saber de ti. ¿Cómo estás?
—Ya me ves... Estoy muy bien, muy feliz.
—Cuánto me alegra... ¿Y... tu esposa? —casi tenía miedo de preguntar.
—¡Ah, qué pena me da que no esté aquí! Hoy es su cumpleaños y la gente del pueblo
la vino a buscar para agasajarla; la quieren tanto... La tratan como si fuera una santa.
Debes de haber cruzado con ellos al subir...
—¡Ah... sí, la he visto! Pero no sabía que te habías vuelto a casar...
—¿Yo, volverme a casar? ¿Qué dices? Sigo casado con Nácar, la joven que vimos en
el río, lavando ropa y cuya mano pediste para mí. ¿Recuerdas?
—¿Pero no dices que es la mujer que llevaban en andas hacia el pueblo? Ésa no
podía ser ella...
—¿Cómo que no podía ser ella?
—Perdona, amigo mío, yo la conocí. Nácar era una mujer que aparentaba hace cinco
años mucha más edad que la joven de la procesión. Además, ésta era bellísima y tu
esposa... perdona que te lo diga, pero no era...
—No, no era... como es. Pero se ha vuelto así como la viste.
—Pero, ¿cómo puede ser?
—Pues no lo sé... Quizá se deba a la dote...
—¿Cómo dices? No te entiendo.
—Yo di por ella una dote de veinte vacas, el precio que se pagaba por las más
hermosas, tiernas y maravillosas mujeres, Y QUIZÁ POR ESO la traté siempre como a una
mujer de veinte vacas y la ayudé a que supiese que así era. Creo que es posible que eso
sea lo que la empujó a convertirse en la fantástica y bella mujer que hoy es.
El sentido de todas las palabras e ideas que aquí compartimos es uno solo: se
trata de hacerle saber a cada cual su gran valor y pedirle que se trate a sí mismo
como lo que es, alguien sumamente valioso y especial. La recompensa que nos
espera a la vuelta de la esquina es que, como en el cuento, tratándonos y
cuidándonos como algo muy valioso y único, nos convertiremos... exactamente en
eso: en personas valiosas y únicas.
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El camino de los sueños
El proceso que sigue a una saludable ilusión, si nada interrumpe su camino, es
imparable. De hecho, decimos siempre que la primera tarea de un verdadero soñador
consiste solamente en dejar que sus ilusiones crezcan, sin podarlas ni erradicarlas. Ellas,
por su propia inercia, se transformarán en auténticos deseos y convertirán nuestras frases
potenciales (me gustaría, quizá podría, espero que sea posible...) en comprometidos
presentes (yo quiero, o ¡cuánto me apetece!), palabras que a su vez desencadenan una
búsqueda natural de lo que deseamos.
La conducta humana depende, en gran medida, de la existencia de estos deseos,
necesidades, o motivaciones, ya que son ellos los que aportan la energía que permite al
hombre ponerse en movimiento, es decir, pasar a la acción y plasmar en la realidad lo
que había imaginado.
Las ciencias de la conducta saben hoy que entre estas dos instancias, la de soñar y la
de hacer, hay un momento fundamental que es aquel en el que antes de actuar, el soñador
es capaz de verse a sí mismo en el futuro, haciendo realidad lo soñado. Es el momento
del Proyecto.
Con las reservas que se requieren, quiero decir que ser capaces de construir
proyectos, a partir de nuestros deseos, y hacerlo consciente y comprometidamente es, en
general, condición necesaria para que se hagan realidad, pero de ninguna manera es
condición suficiente. Como hemos dicho y diremos, aunque resulte doloroso para
algunos leerlo aquí explícitamente:
 
No alcanza con desear algo con vehemencia para garantizar que se haga realidad.
Un concepto que está absolutamente en línea con las palabras que tanto repito de
Ambrose Bierce: “Si quieres que tus sueños se hagan realidad, primero debes despertar”.
El camino de los sueños está lleno de sorpresas y si nos habituamos a asumirlos como
parte de nosotros mismos, contribuirán, como también veremos más adelante, a ponernos
en el rumbo y la dirección correctos para ser más quienes somos, aunque lo fantaseado
en ellos nunca se acerque siquiera a hacerse realidad.
Los que nos ocupamos de acompañar a otros en su crecimiento hacia la salud
sabemos de la importancia de su defensa, ya que nuestros sueños también nos definen,
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especialmente aquellos que nos parece (o sabemos) que nunca conseguiremos
materializar en acciones.
A modo de charla de la gira de promoción que organizaron mis editores de México,
me subí hace unos años al escenario del imponente Teatro Metropólitan. Allí, frente a
más de mil quinientas personas, se me ocurrió cerrar ese ciclo con una pequeña
travesura. Pedí a los técnicos que bajaran la intensidad de las luces de la sala y dejaran
sonar por los altavoces el tango “Uno”. Mi única intención era, con el disparador de la
música, poder explicar mejor lo significativo de su letra:
Uno busca lleno de esperanza
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias...
Sabe que la lucha es cruel y es mucha
pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina...
Seguramente, quería sorprender a las personas que me escuchaban con lo pertinente y
actualizado de los textos que el poeta, Enrique Santos Discépolo, escribiera en 1942, y
que el maestro, Mariano Mores, musicalizara un año después. Sin embargo, la mayor
sorpresa fue la mía, ya que apenas se escucharon los primeros compases, muchos de los
que estaban allí empezaron a cantar o tararear el tango, acompañando a la voz de Julio
Sosa, que sonaba espectacular en los altavoces del teatro. Durante un largo rato, las
voces de muchos mexicanos se sumaban a otras, venezolanas, colombianas,
norteamericanas y españolas, cantando a coro, con mis pocos compatriotas presentes, la
poesía del tango “Uno”.
Uno va arrastrándose entre espinas
en su afán de dar su amor. [...]
Si yo tuviera el corazón,
el corazón que di...
Si yo pudiera como ayer
amar sin presentir...
Es posible que a tus ojos
que me gritan tu cariño
los cerrara con mis besos...
Sin pensar que eran como esos
otros ojos, los perversos,
los que hundieron mi vivir.
La emoción era enorme y confieso que mi intención original se empañó, postergada por
mi “darme cuenta” (por primera vez) de la importancia que tenía el tango para mí.
Mientras miles de voces cantaban, dos lagrimones arrabaleros rodaban por mis mejillas y
comprendí toda la razón que habitaba en la frase que siempre me repetía mi viejo,
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cuando yo le decía que no disfrutaba demasiado del tango: “No te preocupes, hijo, el
tango te espera...”.
¿Era necesario que sucediera este episodio, tan lejos de Argentina, para que yo me
enterara del lugar y la presencia que la música de mi ciudad natal tenía en mí?, ¿es
condición, para muchos de los que hoy viven lejos de su patria, esa distancia para
comprender algunas de las cosas que han dejado atrás y revalorizar lo que hoy tieneny
lo que siempre tuvieron?, ¿hace falta alejarse de algunos sueños o ilusiones para poner
en su sitio algunas cosas? Tengo la sospecha de que sí. Por lo menos, muchas veces así
es.
Tanto el ir como el volver de buscar “llenos de esperanzas” ese “camino que los
sueños habían prometido a nuestras ansias” son procesos, y como tales, conllevan tiempo
y cambios. Ir en pos de una fantasía es parte de nuestro compromiso con la vida. Luchar
por una ilusión es, insisto, una de las condiciones que nos permiten seguir adelante.
Volver con las manos vacías es también enfrentarse al desafío de la comprensión,
nacer a la nueva mirada que tenemos; un poco por haber aprendido de los fracasos, y
mucho por habernos alejado, por un momento, de “lo que siempre hacíamos en el lugar
de siempre”. Los pequeños o grandes logros del camino son los incentivos para seguir
adelante, incluida la sensación de que estamos cada vez más cerca de lo que salimos a
buscar.
Salir de lo conocido, detrás de un desafío o un sueño, es un hecho que modifica la
esencia del que emprende el camino; el principio de todo conocimiento, especialmente
del conocerse a uno mismo. Hay que animarse a dejar lo cotidiano para crecer y para
medir las propias fuerzas y sentimientos, como le ocurrió al poderoso Hércules, mitad
hombre, mitad dios mitológico. Hércules había recibido del oráculo de Delfos una
profecía: algún día encontraría a una criatura que acabaría por derrotarlo. El héroe de los
griegos caería vencido a sus pies y la criatura decidiría si matarlo o dejarlo vivir.
Quizá para enfrentar su destino, quizá por su jurada obediencia al rey Euristeo,
Hércules aceptó el desafío de las doce pruebas que le propuso el monarca de Micenas.
Así, partió hacia su primer reto, dejando a su bellísima esposa Deyanira, a quien amaba
con pasión.
Después de matar al león de Nemea con sus propias manos (porque a la bestia no
podía herirla arma alguna), Hércules recorrió la espesura luchando, matando y
derrotando o resolviendo con su fuerza o ingenio cada una de las once pruebas que
completaban el reto. Finalmente, regresó a casa, herido, agotado y cargando los trofeos
de cada prueba, envueltos en la piel del gigantesco león. Cuando lo vio llegar, su mujer
corrió a recibirlo. Hércules la observó, estaba más bella que nunca. Con sincera alegría,
Deyanira le dijo:
—Bienvenido, amor mío. Todos sabíamos que conseguirías superar los desafíos y
me siento feliz de tenerte de nuevo en casa. ¿Estás herido?
Hércules, que hubiera preferido llevarla en brazos hasta su alcoba, contestó:
—Vengo de la selva, mi señora, he luchado con terribles criaturas y a todas he
vencido. Pero hay una novedad, y no se trata de mis heridas. He resuelto el enigma que
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nunca supuse que podría dilucidar. Tú eres la criatura que el oráculo profetizó que nunca
podría vencer —dijo Hércules—. Tú, Deyanira, has derrotado, sin mover un dedo, a
quien logró vencer a todas las fieras. Solo ante ti, mi señora, me someto vencido.
Enfrentar las pruebas no le sirvió a Hércules para descubrir su fuerza ni para
confirmar su valor. Él, como héroe que era, ya tenía conocidos y asumidos esos dones; lo
que Hércules descubrió en su travesía fue otra cosa: supo que el amor que sentía era
invencible.
 
 
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Ser para tener
Durante un viaje en avión hacia Madrid, dos comentarios de personas diferentes me
llevaron a lo que sigue. A mi lado, una mujer se lamentaba con su compañero de viaje de
la situación actual, argumentando que si bien ella tenía un trabajo más o menos seguro,
el malestar de la crisis la obligaba a ser cautelosa y había tenido que hacer algunos
recortes en su presupuesto familiar. Cuando su compañía se quedó dormida, aprovechó
que yo estaba despierto para terminar el periplo de su queja. No eran cosas importantes
para su vida cotidiana, pero ahora que ya no podía acceder a ellas, se daba cuenta de
cuánto las echaba de menos y de lo poco que las había valorado hasta ese momento. Esto
era lo que en realidad la conectaba más con la angustia y le preocupaba.
Yo ya estaba desvelado cuando mi vecina de asiento cerró los ojos y casi en el
mismo momento, como si fuera un acuerdo entre ellos, otra persona comenzó a hablar
también de la crisis, en un tono de voz que claramente excedía el necesario para ser oído
por su interlocutor.
El problema del hombre sentado justo detrás de mí, según él mismo admitía, era más
interno que externo. Sin respeto a todo lo que sensatamente le informaba el sentido
común y sin haber leído (o sin haber entendido, quién sabe) a Erich Fromm, decía que
los problemas económicos lo condenaban a dejar de ser quien era, y que su identidad
sería aplastada por sus carencias económicas. Si no podía viajar más, ni salir a cenar
fuera ni ir al teatro, dejaría irremediablemente de ser el hombre feliz que había sido hasta
hacía poco tiempo. Su compañera parecía avalar sus palabras con un silencio que me
sonó “bastante cómplice”.
Quizá por eso me dieron ganas de darme la vuelta y, como un impertinente
comedido, decirle al señor de atrás y a su acompañante que ciertamente hay una relación
entre lo que tengo y lo que soy, pero que es justo la contraria a su planteamiento: hay
que SER para poder tener, y no al revés.
También me hubiera gustado despertar a mi compañera de fila y decirle, en su
mismo tono de voz, que no era una buena idea someter su felicidad al absurdo propuesto
por la sociedad de consumo, que nos empuja a aceptar que seríamos más felices si
tuviéramos lo que nos falta.
Hubiera querido decirles... pero no dije nada.
Ahora, distante de aquella emoción, quiero compartir contigo (que no tienes la culpa,
claro, de mis impertinentes acompañantes aéreos) un cuento. Lo llamo El círculo del 99
y lo escuché en su versión original de boca del propio Osho, el Bhagwan Shri Rajneesh,
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la única vez que lo pude ver en persona, en Brasil, hace muchísimos años:
Había una vez un rey muy poderoso que vivía muy triste y tenía un criado que parecía
estar siempre muy feliz. Todas las mañanas despertaba al rey y le llevaba el desayuno,
cantando alegres coplas de juglares. En su cara se dibujaba una gran sonrisa. El rey lo
miraba complacido y con no poca sorpresa, ya que su actitud ante la vida era siempre
así, serena y alegre.
Un día, sin ningún motivo aparente, la complacencia y sorpresa real se
transformaron en envidia y el monarca mandó llamar a su sirviente para exigirle que le
contara el secreto de su alegría. Al paje jamás se le ocurriría mentir, así que, con toda
sinceridad, contestó que no había tal secreto.
—Es que no tengo razones para estar triste, Majestad —se animó a decir—. Su
Alteza me honra permitiéndome atenderle. Tengo a mi esposa y a mis hijos viviendo en
la casa que la corte nos ha asignado. Nos visten y nos alimentan. Su Alteza me premia
de vez en cuando... ¿Cómo podría quejarme?
Sin poder comprender lo que sucedía, el soberano despidió, casi enojado, al paje.
¿Cómo podía ser feliz viviendo de prestado, usando ropa vieja y alimentándose de las
sobras de los cortesanos? Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus consejeros, le
explicó la conversación que había mantenido y le pidió una explicación.
—Lo que sucede, Alteza, es que él está fuera del círculo del 99.
—El círculo del 99... —repitió el rey—. ¿Y eso lo hace feliz? —preguntó.
—No. Eso es lo que no lo hace infeliz. Sobre todo porque nunca ha entrado.
—Necesito saber qué círculo es ése —dijo el rey.
—Solamente podría entenderlo si me dejara mostrárselo con hechos, dejando que su
paje entre en el círculo del que hablamos.
—Habrá que engañarlo —acotó el rey.
—No hará falta —dijo el sabio, sin pretender hacerse el intrigante—. Si le damos la
oportunidad, entrará por su propio pie.
—¿No se dará cuenta de que eso significará su infelicidad? —inquirió el rey.
—Sí, Majestad, pero aun así, entrará en el círculo tóxico para siempre.
Esa noche, según el plan, el sabio fue a buscar al rey. Le había pedido que trajera
una bolsa de cuero con noventa y nueve monedas de oro. Ni una más niuna menos. Se
dirigieron hacia los patios del palacio y buscaron un escondrijo junto a la casa del
sirviente.
 
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Al alba, ataron la bolsa de cuero en la puerta, golpearon con fuerza y volvieron a
esconderse. Desde allí observaron cómo el paje salía, veía la bolsa, la agitaba y la
apretaba contra su pecho. Luego, mirando hacia todos los lados para comprobar que
nadie observaba, volvió a entrar en su casa. Desde fuera, los espías oyeron cómo el
criado trancaba la puerta y se asomaron a la ventana para observar la escena. El
hombre había tirado al suelo todo lo que había sobre su mesa, excepto una vela. Se
había sentado y había vaciado el contenido del saco. Sus ojos no podían creerlo. ¡Era
una montaña de monedas de oro! El paje las tocaba y las amontonaba. Las acariciaba y
hacía que la luz de la vela brillara sobre ellas.
Jugando, empezó a hacer montones mientras sumaba: diez, veinte, treinta, cuarenta,
cincuenta, sesenta... Así, hasta que formó el último montón... ¡Ése tenía solamente nueve
monedas! Su mirada recorrió la mesa buscando la que parecía faltar. Después, miró por
el suelo y, finalmente, en la bolsa. Puso el último montón al lado de los otros y vio que
era más bajo.
—¡Me han robado! —gritó por fin—. ¡Me han robado una moneda. ¡Malditos!
Él, que nunca había tocado una moneda de oro en su vida, él, que había recibido
una montaña de ellas como regalo inesperado; él, que tenía ahora en sus manos esa
fortuna enorme, sentía que le habían robado.
El rey se asombró al comprobar que, por primera vez, el paje no sonreía. Una vez
más volvió a buscar por todos sitios la moneda, pero no la encontró.
—Cien es un número completo —se repetía, mientras, desde la mesa, el décimo y
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desigual montoncito de monedas parecía burlarse de él, recordándole que “sólo” había
noventa y nueve. El rey y su asesor miraban por la ventana, confirmando lo que el sabio
anunció que pasaría.
El sirviente guardó las monedas en la bolsa y, mirando hacia todas partes, escondió
la bolsa entre la leña. Después, tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos: ¿cuánto
tiempo tendría que ahorrar para conseguir su moneda número cien? Hablaba solo, en
voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro para obtenerla. Después, no necesitaría
volver a trabajar. Con cien monedas de oro, un hombre es rico. Si trabajaba y ahorraba
su salario y algún dinero extra, en once o doce años podría conseguir la preciada
moneda.
“Doce años es mucho tiempo”, pensó.
Quizá su esposa podría trabajar en el pueblo durante un tiempo. Él mismo podría
trabajar, después de terminar su tarea en palacio. Hizo cuentas: sumando su trabajo en
el pueblo y el de su esposa... en siete años podrían reunir el dinero. Quizá pudieran
vender en el pueblo las sobras de comida... De hecho, cuanto menos comieran, más
cantidad podrían vender. ¿Para qué querían tanta ropa de invierno? Estaba haciendo
calor. ¿Para qué tener más de un par de zapatos? Era un sacrificio, pero en cuatro años
conseguiría la moneda número cien y podría volver a ser feliz.
El rey y el sabio regresaron al palacio. En los meses siguientes, el paje llevó
adelante sus planes, arruinando su vida, tal como el sabio había predicho. No pasó
mucho tiempo. El rey terminó despidiendo al sirviente. No era agradable tener a un paje
que siempre estaba malhumorado.
Tú, yo, y la mayoría de nosotros, hemos sido educados en la creencia de que la felicidad
llegará cuando podamos acceder a “eso” que nos falta... como si siempre nos faltara algo
para estar satisfechos. De más está decir que la sociedad de consumo se ocupa de
perfeccionar la trampa, haciéndonos saber aquello a lo que deberíamos aspirar si
queremos ser felices: un cuerpo espectacular, una salud perfecta, la juventud eterna, el
amor incondicional... En épocas en las que deberemos volver a aceptar algunas
limitaciones (especialmente económicas), sería bueno no sobrevalorar lo que nos falta
para no despreciar lo que tenemos. Reconocer que, como en el cuento, las noventa y
nueve monedas son ya un tesoro. Sin quererlo, sin forzarlo, sin pensarlo, sin planearlo,
este cambio será capaz de volvernos más serenos, más agradecidos, más solidarios y
seguramente, también más felices.
 
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Perseguir tus deseos
Nadie puede conquistar de inmediato todas las cosas que le pasen por la mente, de
hecho, algunos nunca alcanzarán el logro específico que desvela sus noches más oscuras.
Esto es cierto, y sirve para demostrarnos que, afortunadamente, no somos omnipotentes.
Sin embargo, hay otra manera de analizar el vínculo entre lo deseado y lo que acaba
sucediendo.
Alguna vez le preguntaron a su santidad, el Dalái Lama, si llegaría el día en que su
pueblo, sometido desde hace más de medio siglo a la ocupación china, pudiera cumplir
su deseo de justicia y recuperar un Tíbet independiente. “Estoy seguro de que así será —
dijo el Dalái—, lo que no podemos saber es cuándo.” En sus conferencias, más de una
vez, este líder espiritual ha sostenido que cualquiera de nosotros puede lograr lo que de
verdad desea, y lo hará si sabe que le corresponde por derecho, si confía en que es
honesta la fuerza que genera su vehemente deseo, y sobre todo... si abandona la
urgencia. Para ilustrar esta reflexión le cuento una historia real:
El legendario actor, Bob Hope, contaba que, desde niño, su sueño fue el cine. Ser un
comediante aplaudido en clubes de tercera categoría era importante, pero soñaba con
la “pantalla de plata”. Un día, alguien que confiaba en él le consiguió un papelito en
una película de Warner Bros. Tenía que pronunciar apenas dos frases en una aparición
de 52 segundos, de los cuales la mitad estaba de espaldas, pero para Bob era el
cumplimiento de su más ambiciosa fantasía. Hacerlo le encantó; sin embargo, una
aparición tan fugaz no alcanzaría ni para comenzar una carrera en el mundo del cine.
Hope esperó el milagro de una nueva llamada, pero nada de eso sucedió.
¿Cómo conseguir que lo volvieran a llamar? Era lo que más deseaba en el mundo y
tenía que lograrlo... Pero mientras su momento llegaba, si llegaba, tenía que seguir
ganándose la vida, ya que no podía esperar que la gran oportunidad golpeara su puerta.
Así, Bob aceptó un trabajo como comediante, en gira por medio centenar de bares a lo
largo y ancho de Estados Unidos. Trabajaba cada noche con la mitad de sus sentidos
puestos en divertir al público, pero con la otra mitad al servicio de una idea obsesiva:
conseguir que algún director de casting de Warner Bros. recordara sus virtudes
interpretativas y lo convocara. Sabía que tenía lo necesario para ser un gran humorista.
¿Cómo hacerlo saber a quien era necesario que lo supiera?
De pronto, tuvo una idea y la llevó a cabo: en cada ciudad en la que trabajaba
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mandaba dos o tres cartas a Warner Bros. En todas decía más o menos lo mismo: “He
visto la última película de la Warner, me ha encantado. ¿Quién es ese joven tan
simpático que aparece al final de la película? Se ve que tiene pasta de buen actor. Mis
amigos y yo quisiéramos verlo en algún nuevo papel”. Y luego Bob acababa firmando
con un nombre cualquiera.
Hope gastaba mucho dinero en sellos; pero se decía a sí mismo que se trataba de
una inversión. Y realmente lo que sucedió después le hizo pensar que su esfuerzo había
tenido su recompensa. A los tres meses, cuando llevaba más de cuarenta ciudades
recorridas y más de cien cartas, la Warner lo llamó y le ofreció un papel. Le proponían
casi un papel protagonista y el contrato resultaba tentador. El día de la firma, Bob
Hope deslizó un comentario para evaluar el peso que había tenido su estrategia:
—¿Qué les hizo pensar en mí? —preguntó.
El mayor de los hermanos Warner contestó:
—Pensamos que cualquiera que se tome el trabajo de viajar tanto, gaste tanto
dinero en sellos y sea capaz de mandar más de cien cartas hablando tan bien de sí
mismo... ¡merece una oportunidad!
La confianza de Hope en sí mismo le permitió mantener su esfuerzo y una actitud
positiva ante las circunstancias más adversas. Su historia es un ejemplo para que

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