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Humano, Demasiado Humano Friedrich Nietzsche textos.info Biblioteca digital abierta 1 Texto núm. 2680 Título: Humano, Demasiado Humano Autor: Friedrich Nietzsche Etiquetas: Filosofía Editor: Edu Robsy Fecha de creación: 28 de marzo de 2017 Edita textos.info Maison Carrée c/ Ramal, 48 07730 Alayor - Menorca Islas Baleares España Más textos disponibles en http://www.textos.info 2 REFERENTE A HUMANO, DEMASIADO HUMANO EN ECCE HOMO 1. Humano, demasiado humano, es el monumento de una crisis. Lleva el subtítulo Libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases es la expresión de una victoria; pero con esta obra yo me desembaracé de lo que no era propio de mi naturaleza. El idealismo me es extraño: el título significa: «Allí donde vosotros veis cosas ideales, yo veo cosas humanas, demasiado humanas»… Yo conozco mejor al hombre… En ningún otro sentido se debe entender aquí la frase espíritu libre: únicamente en el sentido de un espíritu que ha llegado a ser libre, que ha vuelto a tomar posesión de sí mismo. El tono, el sonido de la voz ha cambiado completamente; este libro parecerá prudente, fresco, y en ciertos casos hasta duro y sarcástico. Parece que cierta intelectualidad de gusto noble se sobrepone constantemente a una corriente pasional que corre por lo bajo. Esto da un sentido al hecho de que precisamente con la celebración centenaria de la muerte de Voltaire quiso justificarse la publicación del libro en 1878. Porque Voltaire, al contrario de todos aquellos que escribieron después que él, es ante todo un gran señor del espíritu; exactamente lo que yo soy también. El nombre de Voltaire a la cabeza de un escrito mío, era realmente un progreso hacia mí mismo… Si se mira bien, se descubre un espíritu implacable que conoce todos los escondites en que se refugia el ideal, en que el ideal tiene sus rincones y, por decirlo así, su último baluarte. Un espíritu que lleva una antorcha en la mano, pero cuya llama no vacila, proyecta una luz cruda en ese mundo subterráneo del ideal. Es la guerra, pero la guerra sin pólvora ni humo, sin actitudes guerreras, sin gestos patéticos ni contorsiones, pues todo esto sería idealismo. Se va depositando sobre hielo un error sobre otro: el ideal no es refutado, es helado. Aquí, por ejemplo, es el genio el que hiela; mirad por el reverso y veréis halar al santo; bajo una espesa capa de hielo se congela el héroe; finalmente se congelan la fe, la llamada convicción, y también la compasión se enfría notablemente; casi en todas partes se congela la cosa en sí… 3 2. Los comienzos de este libro se dan en el feliz momento de las semanas de la primera solemnidad bayreuthiana; una de las condiciones de su nacimiento fue el sentirme profundamente ajeno a cuanto me rodeaba. El que tenga una idea de qué visiones habían ya surgido en mi camino podrá adivinar los sentimientos que yo experimenté el día que entré en Bayreuth. Me parecía un sueño… ¿Dónde estaba yo? No reconocía ya nada: a duras penas reconocía a Wagner. En vano hojeaba yo mis recuerdos. Tribschen me parecía una lejana isla de bienaventurados: ni siquiera la más pequeña sombra de semejanza con Bayreuth. Los incomparables días en que se puso la primera piedra, la pequeña y adecuada sociedad que celebró aquella ceremonia y a la cual no había necesidad de desear dedos para cosas delicadas; ni la menor semejanza. ¿Qué había sucedido? ¡Se había traducido a Wagner al alemán! El wagnerismo había conseguido una victoria sobre Wagner. ¡El arte alemán! ¡El maestro alemán! ¡La cerveza alemana! Nosotros, los que sabíamos perfectamente a qué refinados artistas, a qué cosmopolitismo del gusto habla únicamente el arte de Wagner, estábamos fuera de nosotros mismos al encontrar a Wagner vestido de virtudes alemanas. Creo conocer al wagneriano; he vivido con tres generaciones de wagnerianos, desde el difunto Brendel, que confundía a Wagner con Hegel, hasta los idealistas de las Hojas de Bayreuth, que se confunden ellos mismos con Wagner; yo he oído toda clase de profesiones de fe de las bellas almas sobre Wagner. ¡Un reino por una palabra sensata! En realidad, una sociedad para erizar el pelo. Nohl, Pohl, Kohl, y otros de esta laya, hasta el infinito. Allí no falta ningún aborto, ni siquiera el antisemita. ¡Pobre Wagner! ¡Dónde había caído! ¡Más le habría valido caer entre jabalís! ¿Pero entre alemanes?… En último término, y para escarmiento de la posteridad, empalar a un bayreuthiano auténtico, o mejor meterle en alcohol, porque le falta espíritu, con la inscripción: «Este es el aspecto del espíritu sobre el cual se ha fundado el Imperio alemán»… En suma, en lo mejor de todo este alboroto yo me marché de allí, bruscamente, para un viaje de dos semanas, aunque una parisiense encantadora trataba de consolarme; con Wagner me excusé sencillamente por medio de un telegrama fatal. En un rincón perdido de Boehmerwald, en Klingenbrunn, arrastré yo mi melancolía, mi desprecio de los alemanes como una enfermedad, y de cuando en cuando escribía, con el título general de «La reja del arado», en mi libro de notas, algunas frases claras y duras consideraciones psicológicas, que acaso se puedan ahora encontrar en 4 «Humano, demasiado humano». 3. Lo que en aquel momento se decidió no fue mi ruptura con Wagner; yo adquirí conciencia de una aberración general de mis instintos, cuyo error principal ya se llamara Wagner o el cargo de profesor de Basilea, era sólo un indicio. Se apoderó de mi la impaciencia de mí mismo; comprendí que era tiempo de meditar sobre mí mismo. De golpe vi de un modo terriblemente claro el tiempo que había desperdiciado; cuán inútilmente y cuán arbitrariamente toda mi existencia de filólogo me había desviado de mi deber. Yo me avergoncé de esta falsa modestia… Diez años había dejado detrás de mí, diez años durante los cuales la nutrición de mi espíritu había estado suspendida en mí, diez años en que yo no había hecho nada útil, en que había olvidado absurdamente una gran cantidad de cosas, a cambio de un fárrago de polvorienta erudición. Caminar a paso de tortuga entre los métricos griegos, con toda la minucia que imponían unos ojos enfermos, eso es lo que había conseguido. Me contemplaba con lástima, macilento y descarnado; las realidades faltaban absolutamente en mi provisión de ciencia, y las idealidades no valían un comino. Una sed verdaderamente abrasadora se apoderó de mí; desde ese momento no me ocupé sino de fisiología, medicina y ciencias naturales; ni siquiera volví a los estudios propiamente históricos, sino en cuanto mi deber me obligaba a ello imperiosamente. Entonces fue cuando adiviné también por primera vez la correlación que existe entre esta actividad escogida contrariamente al instinto natural, entre lo que se llama vocación, cuando nada os llama a ella, y esa necesidad de llenar el sentimiento de vacío y de inanición del corazón con ayuda de un arte que sirve de narcótico; del arte wagneriano, por ejemplo. Una mirada con precaución dirigida a mi alrededor me hizo descubrir que una turba de jóvenes sufren del mismo mal. Cuando se hace una violencia a la naturaleza, indefectiblemente ésta acarrea una segunda. En Alemania, en el imperio alemán (para evitar toda equivocación posible), hay demasiadas personas condenadas a tomar una decisión prematura; luego a morir lentamente de consunción, aplastadas por el peso de una carga que ya no se pueden quitar. Estos reclaman a Wagner a guisa de narcótico; se olvidan, se desembarazan de ellos mismos durante un momento. ¡Qué digo! ¡Durante cinco o seis horas! 4. En este momento, mi instinto se ha pronunciado implacablemente contra el hábito que yo había adquirido de ceder, de seguir, de engañarme acerca de mi mismo. No importa el genero de vida, las condiciones más desfavorables, la enfermedad, la pobreza; todo esto me parecía preferible 5 a ese desinterés indigno en que yo había caído por ignorancia, por exceso de juventud, al cual mehabía aferrado luego por indolencia, por yo no sé qué sentimiento de deber. Entonces es cuando vino en mi ayuda, de un modo que nunca sabría admirar bastante, y precisamente en el buen momento, esa mala herencia que me tocó en suerte de mi padre, y que no es, en suma, sino una predisposición a morir joven. La enfermedad me separaba lentamente de mi medio, me ahorraba toda ruptura, todo paso violento y escabroso. En ese momento yo no había perdido todavía los testimonios de benevolencia que se me prodigaban: hasta había conquistado algunos nuevos. La enfermedad me confirió además el derecho de cambiar completamente todos mis hábitos: me permitió, me ordenó entregarme al olvido: me hizo el homenaje de la obligación de permanecer acostado, de estar ocioso, de esperar, de tener paciencia… Pero eso es justamente lo que se llama pensar… Mis ojos bastaron a poner fin a toda preocupación libresca, a toda filología. Me emancipé de los libros: durante años enteros no leí nada, y éste fue el mayor beneficio que me he proporcionado. Este yo interior, este yo en cierto modo repuesto y condenado al silencio, a fuerza de oír sin cesar a mi otro yo (y leer no es otra cosa); ese yo se despertó lentamente, tímidamente, con vacilación, pero acabó por hablar de nuevo. Jamás he mirado en mi interior con tanto gusto como en los periodos más morbosos y más dolorosos de mi vida. Basta leer «Aurora». o, por ejemplo, «El Caminante y su Sombra», para comprender lo que significaba esta vuelta a mí mismo: una forma superior de la curación. La otra curación no tuvo más que salir de ésta. 5. Humano, demasiado humano, ese momento de una rigurosa disciplina de sí mismo, por la cual puse bruscamente fin a todo lo que se había infiltrado en mi de delirio sagrado, de idealismo, de bellos sentimientos y de otros feminismos. Humano, demasiado humano fue redactado en su mayor parte en Sorrento: recibió su forma definitiva un invierno que pasé en Basilea, en condiciones mucho más desfavorables que en Sorrento. En el fondo, Peter Gast, que hacía entonces sus estudios en la Universidad de Basilea, y que me era muy adicto, es el que tiene este libro sobre su conciencia. Yo le dictaba, con la cabeza doliente y cubierta de compresas: él transcribía y corregía: él fue, en realidad, el verdadero escritor, mientras que yo no fui sino el autor. Cuando, por último, el volumen concluido estuvo entre mis manos, con 6 profundo asombro del enfermo que yo llevaba dentro, envié dos ejemplares a Bayreuth. Por un rasgo de espíritu milagroso del azar recibí en aquella misma fecha un ejemplar del libreto de Parsifal, con esta dedicatoria de Wagner: «A mi querido amigo Friedrich Nietzsche, con mis votos más fervientes. Richard Wagner, consejero eclesiástico». Los dos libros se habían cruzado en el camino. Me pareció oír un ruido fatídico: ¿no era esto, en cierto modo, el chasquido de dos espadas que se cruzan?… Hacia la misma época aparecieron las primeras Hojas de Bayreuth; yo comprendí entonces que había llegado el gran momento. ¡Oh prodigio: Wagner se había vuelto piadoso!… 6. Cómo pensaba yo entonces acerca de mí mismo (1876), con qué prodigiosa certidumbre estaba yo en posesión de mi tarea y de lo que ésta tiene de universal, de ello es testimonio el libro entero, y particularmente un pasaje muy significativo. No obstante, con la astucia instintiva que me es habitual, me cuidé de evitar de nuevo la palabra yo, no ya para escribir esta vez Schopenhauer y Wagner, sino para prestar un rayo de gloria histórica a uno de mis amigos, al excelente doctor Paul Ree… En efecto, se trataba de una bestia demasiado maligna para… Otros fueron menos sutiles. Siempre he reconocido a aquellos de mis lectores de los que hay que desesperar, por ejemplo, el característico profesor alemán, en que apoyándose en este pasaje creían poder interpretar todo el libro como realismo superior. En verdad, estaba en contradicción con cinco o seis proposiciones de mi amigo. Léase a este propósito el prefacio a la Genealogía de la moral. He aquí el pasaje a que me refiero: «¿Qué es, después de todo, el principio al que ha llegado uno de los pensadores más audaces y más fríos, el autor del libro “Del origen de los sentimientos morales” (leed Nietzsche, el primer inmoralista), gracias a su análisis mordaz y cortante de las acciones humanas? El hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre físico, pues no hay mundo inteligible». «Esta proposición, nacida con su dureza y su carácter cortante bajo el martillo de la ciencia histórica (leed Transmutación de todos los valores), podría quizás, en último término, en un porvenir cualquiera, ser el hacha que ataca a la necesidad metafísica del hombre. Si esto será para bien o mal de la humanidad, ¿quién lo podrá decir? Pero en todo caso es una proposición de la mayor consecuencia, fecunda y terrible a la vez, que 7 mira al mundo con esa doble faz que poseen todas las grandes ciencias… ». Turín, Entre Octubre y Noviembre de 1988 Friedrich Nietzsche 8 PREFACIO 1. Me han dicho muy a menudo, con gran asombro mío, que todos mis escritos, desde El nacimiento de la tragedia hasta el último publicado, Preludio de una filosofía del futuro, tienen algo en común: todos ocultan lazos y redes para pájaros incautos, y una cierta incitación constante y silenciosa a invertir todos los valores y todas las costumbres establecidas. ¡Cómo! ¿No será que todo es humano, demasiado humano? Dicen que esto es lo que se exclama cuando se acaba de leer un libro mío, no sin cierta desconfianza e incluso horror hacia la moral; más aún con cierta disposición y ánimo para defender un día las cosas peores, porque ¿no han sido éstas las más calumniadas? Han dicho también que mis escritos enseñan a sospechar e incluso a despreciar, pero afortunadamente que también enseñan valentía y hasta temeridad. Realmente no creo que nadie haya sospechado tan profundamente del mundo, no sólo como abogado del diablo, sino incluso a veces, por usar el lenguaje teológico, como enemigo y acusador de Dios; y quien vislumbre las consecuencias que implica toda sospecha profunda, los estremecimientos y las angustias de esa soledad a la que condena la absoluta diferencia de puntos de vista, entenderá igualmente cuánto he intentado resguardarme en cualquier parte, ya sea recurriendo a la veneración, a la hostilidad, a la ciencia, a la frivolidad o a la estupidez, para descansar y casi para olvidarme de mí mismo; y porque también, cuando no encontraba lo que necesitaba, he tenido que procurármelo artificialmente, ya sea falsificando o inventando. Pero ¿qué otra cosa han hecho siempre los poetas?, ¿Para qué serviría todo el arte del mundo? Con todo, lo que necesitaba cada vez más para curarme y restablecerme era creer que yo no era el único en ser así y en ver así: un maravilloso presentimiento de parentesco y de afinidad en la manera de ver y de desear, que he cerrado los ojos consciente y voluntariamente a ese ciego deseo que muestra Schopenhauer hacia la moral, en una época en que yo tenía ideas muy claras al respecto, que me he engañado, además, a mí mismo respecto al incurable romanticismo de Richard Wagner, como si fuera un principio y no un final; y lo mismo respecto a los griegos, a los alemanes y su futuro, y a un sinfín de cosas más. Pero aunque todo esto fuese cierto y el reproche resultara justo, 9 ¿qué saben ustedes, qué pueden saber de la cantidad de astucia, instinto de conservación, razonamiento y precaución superior que hay en ese autoengaño y toda la falsedad que necesito para poder estar constantemente permitiéndome el lujo de mantener mi verdad?… Basta decir que vivo y que la vida no es, en última instancia, un invento de la moral, sino que busca el engaño y vive de él… Pero ¿a qué he vuelto a las andadas y a hacer lo que siempre he hecho, antiguo inmoralista y cazador de pájaros? ¿A qué estoy hablando de manera inmoral, extra-moral,«más allá del bien y del mal».? 2. Por eso, cuando un día la necesité, inventé para mi uso particular la expresión «espíritus libres», a quienes dedico este libro, fruto a la vez del desaliento y del entusiasmo, titulado Humano, demasiado humano. Espíritus libres así no los hay ni los ha habido nunca: pero yo precisaba entonces de su compañía para estar de buen humor entre malos humores (enfermedad, aislamiento, destierro, acedía , inactividad), como compañeros atrevidos y fantásticos, con los que se bromea, se ríe y se los manda a paseo cuando se ponen pesados, en sustitución de los amigos que me faltaban. Yo seré el último en dudar de que un día pueda haber espíritus libres de esta clase, que nuestra Europa cuente entre sus hijos de mañana y de pasado mañana con semejantes compañeros alegres y atrevidos, corporales y tangibles, y no, como en mi caso, a título de espectros y de sombras que vienen a entretener a un anacoreta. Ya los veo llegar lenta, muy lentamente; ¿no estoy yo apresurando su llegada al describir de antemano bajo qué auspicios los veo nacer, por qué camino los veo acercarse?… 3. Cabe esperar que la aventura decisiva de un espíritu en el que madure y alcance su plena sazón el tipo de «espíritu libre» sea un acto de desvinculación, antes del cual sería un espíritu esclavo, aparentemente encadenado para siempre a su rincón y a su columna. ¿Cuál es el vínculo más sólido? En hombres raros y exquisitos, los deberes; y tratándose además de jóvenes, el respeto, la timidez, el enternecerse ante todo lo que se considera digno y venerable desde muy antiguo, el reconocimiento al suelo que nos ha alimentado, a la mano que nos ha guiado, al santuario donde aprendimos a rezar… los momentos elevados serán los que nos obligarán más sólidamente y de un modo más permanente. La gran liberación de los esclavos de esta índole se produce repentinamente, como un temblor de tierra: el alma joven se siente de pronto agitada, desarraigada, arrancada; ni siquiera comprende lo que le sucede. Es una 10 instigación, un impulso que actúa y se apodera de ellos como una orden, despertándose en su alma una voluntad, un deseo de ir hacia adelante, adonde sea y a cualquier precio; en todos sus sentidos brilla y resplandece una violenta y peligrosa curiosidad por un mundo que aún está por descubrir. La voz imperiosa de la seducción dice: «Antes morir que vivir aquí» y este «aquí», este «en casa», ¡es todo lo que había amado hasta ese momento! Un miedo y una desconfianza repentinos hacia todo lo que amaba, un relámpago de desprecio hacia lo que consideraba su «deber», un deseo sedicioso, arbitrario, impetuoso como un volcán, de viajar, de expatriarse, de alejarse, de refrescarse, de salir de la embriaguez, de convertirse en hielo; un odio hacia el amor; tal vez un paso y una mirada sacrílega hacia atrás, hacia donde hasta ese momento había amado y rezado: quizás un ruborizarse por lo que acaba de hacer y, a la vez un grito de alegría por haberlo hecho, un estremecimiento de embriaguez y de gozo interno en el que se revela una victoria… ¿Una victoria? ¿Sobre qué? ¿Sobre quién? Victoria enigmática, cuestionable, sospechosa, pero que es, a fin de cuentas, la primera victoria. Todas estas cosas constituyen los males y los sufrimientos que configuran la historia de esta gran liberación. A la vez, esta primera explosión de fuerza y de voluntad de autodeterminación y de autoestima, esta voluntad de querer libremente es una enfermedad que puede aniquilar al hombre: ¡y qué grado de enfermedad se manifiesta en las pruebas y extravagancias salvajes mediante las cuales el emancipado, el liberado trata en lo sucesivo de probar su dominio sobre las cosas! Con insaciable avidez lanza flechas a su alrededor; paga su botín con una excitación peligrosa de su orgullo; desgarra lo que le atrae. Con sonrisa maliciosa revuelve todo cuanto velaba el pudor; trata de ver qué parecen las cosas cuando se las pone al revés. Por satisfacer tal vez un simple capricho, se muestra ahora benevolente, con todo lo que hasta este momento estaba mal considerado y merodea, curioso y tentado, en torno al fruto más prohibido. En lo recóndito de sus agitaciones y desbordamientos porque en su camino se halla inquieto y desorientado como en un desierto, se esconde el interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa. «¿No cabría invertir todos los valores? ¿No podría el bien ser el mal y Dios un invento y una artimaña del diablo? A fin de cuentas, ¿no podría ser todo falso? Y si nos consideramos engañados, ¿no nos hemos de considerar también engañadores? ¿No habremos de ser engañadores?». Estos pensamientos lo guían y lo extravían, llevándolo cada vez más adelante, más lejos. La soledad, esa terrible diosa, madre cruel de las pasiones, lo retiene en su círculo y en sus anillos, cada vez más amenazadora, asfixiante y opresiva. 11 Pero ¿quién sabe hoy lo que es la soledad? 4. De este enfermizo aislamiento, del desierto de estos años de buscar a tientas, resta mucho hasta alcanzar esa enorme seguridad, esa salud desbordante, que no puede prescindir de la enfermedad, como medio y anzuelo del conocimiento; hasta lograr esa libertad madura del espíritu, que es también autodominio y disciplina del corazón, y que permite acceder a formas múltiples y opuestas de pensar; hasta ese estado interior, rebosante y hastiado por el exceso de riquezas, que excluye el peligro de que el espíritu se salga, por así decirlo, de su ruta y se encapriche en algún sitio, quedándose sentado en cualquier rincón: hasta esa superabundancia de fuerzas plásticas, curativas, modeladoras y reconstituyentes, que representa precisamente el signo de la gran salud, esa superabundancia que confiere al espíritu libre el peligroso privilegio de vivir como una tentativa y de correr aventuras: el privilegio del espíritu libre de ser maestro en su arte. A partir de este momento puede vivir largos años de convalecencia, con fases de muchos colores y una mezcla de dolor y de encanto, dominados y frenados por una voluntad férrea de estar sano, que con frecuencia se reviste y se disfraza de salud. Se trata de un estado intermedio que un hombre con semejante destino no puede recordar luego sin emocionarse: se apodera de él un benéfico sol de pálida y delicada luz, así como la sensación de tener la libertad, la vista y la insolencia del pájaro, a lo que se une una cierta curiosidad y un tierno menosprecio. En este estado, la fría expresión «espíritu libre» resulta bienhechora y casi reconfortante. Se vive sin estar ya encadenado por el amor o el odio: sin afirmar ni negar, voluntariamente cerca, voluntariamente lejos, complaciéndose sobre todo en escapar, en evadirse, en levantar el vuelo, unas veces para huir, otras para elevarse por medio de las alas; se siente uno hastiado como quien ha visto alguna vez por debajo de él, una inmensa y caótica multiplicidad de objetos, y se convierte en lo contrario de quienes se preocupan de cosas que no les incumben. En efecto, lo que en adelante concierne al espíritu libre son cosas, ¡y cuántas cosas! que ya no le preocupan… 5. Un paso más hacia la convalecencia y el espíritu libre se acerca a la vida lentamente, es cierto, casi a desgano, casi sin confianza. Todo cuanto lo rodea se vuelve otra vez más cálido, más dorado, por así decirlo: el sentimiento y la simpatía se hacen más profundos, y sobre él soplan brisas tibias de toda índole. Siente como si sus ojos se abrieran por vez primera a las cosas cercanas. Se maravilla y se sienta en silencio: ¿dónde estaba? 12 ¡Qué cambiadas le resultan esas cosas inmediatas y próximas! ¡Qué aterciopelado encanto parecen haber tomado! Mira hacia atrás con agradecimiento por sus viajes, su dureza, su olvido de sí mismo, sus miradas hacia lo lejos y sus vuelos de pájaros por las alturas heladas. ¡Cuánto le alegra el no haberse quedado siempre «en su casa», encerrado en ella y entregado a la holgazanería!No hay duda de que estaba fuera de sí. Ahora se ve a sí mismo por primera vez, ¡y qué sorpresas descubre! ¡Qué estremecimiento inusual! ¡Qué felicidad le reporta incluso la falta de vigor, la antigua enfermedad, las recaídas del convaleciente! ¡Cuánto le agrada sentarse tranquilamente con su mal, ejercitar su paciencia, acostarse a la puesta del sol! ¿Quién capta como él la felicidad que reporta el invierno con la contemplación de las sombras que forma el sol en la pared? Estos convalecientes, estos lagartos que han vuelto a medias a la vida, son las animales más agradecidos y modestos del mundo; algunos de ellos no dejan que pase un día sin prender un breve canto de alabanza del borde de su ropa. Y, hablando en serio, enfermar como lo hacen esos espíritus libres, permanecer enfermo largo tiempo y recobrar luego poco a poco la salud, quiero decir una salud mejor, constituye una terapia radical contra todo pesimismo (que, como sabemos, es el cáncer de esos héroes de la mentira que son los viejos idealistas). Administrarse la salud a pequeñas dosis durante largo tiempo representa una sabiduría, una sabiduría de la vida. 6. En este momento puede suceder que, entre los súbitos destellos de una salud todavía variable, sometida aún a altibajos, los ojos del espíritu libre, cada vez más libre, empiecen a descifrar el enigma de esa gran liberación que hasta entonces había permanecido en su memoria de una forma oscura, problemática, casi intangible. Mientras que antaño apenas se atrevía a preguntarse: «¿Por qué vivir tan apartado, tan solo, renunciar a todo lo que respetaba, incluso al respeto mismo, ser duro, desconfiar y odiar mis propias virtudes?». Ahora se atreve a plantearse la cuestión en voz alta y hasta oye algo parecido a una respuesta, que le dice: «Tenías que llegar a ser dueño de ti mismo y de tus virtudes. Antes eran ellas quienes te dominaban, pero sólo tienen derecho a ser instrumentos tuyos junto a otros. Tenías que adueñarte de tu pro y de tu contra y aprender el arte de usarlos y de no usarlos de acuerdo con tu fin superior del momento. Tenías que aprender el carácter de perspectiva que tiene toda apreciación: la deformación, la distorsión y la aparente teleología de los horizontes y todo lo referente a la perspectiva, así como esa dosis de indiferencia necesaria que hay en todo pro y todo contra, la injusticia como 13 algo inseparable de la vida, la vida misma como condicionada por la perspectiva y su injusticia. Tenías que ver, sobre todo, con tus propios ojos dónde hay siempre más injusticia, a saber, allí donde la vida se desarrolla del modo más mezquino, estrecho, pobre y rudimentario y donde, pese a ello, no puede sino autoconsiderarse el fin y el medio de las cosas, desmenuzando y cuestionando, furtiva, minuciosa y asiduamente, en aras de su conservación, lo más grande, noble y rico que existe. Tenías que ver con tus propios ojos el problema de la jerarquía, y cómo van aumentado a la vez, conforme nos elevamos, el poder, la justeza y la extensión de la perspectiva. Tenías que…» ¡Pero basta! El espíritu libre sabe desde ahora a qué obedece ese «tienes que», lo mismo que sabe lo que puede y lo que a partir de este momento le está permitido… 7. De este modo se responde el espíritu libre respecto a este enigma de la liberación y, generalizando su caso, acaba explicando así todo lo que le ha ocurrido en su vida. Lo que me ha ocurrido, se dice, debe sucederle a todo hombre en quien quiera encarnarse una misión y «venir al mundo». El poder y la necesidad secretos de esa misión actuarán en sus destinos individuales y bajo ellos como un embarazo inconsciente: mucho antes de que éste se percate de esa misión y sepa su nombre. Nos domina nuestra vocación, aunque no la sepamos aún; el futuro regula la conducta de nuestro presente. Ya que la cuestión de la que tenemos derecho a hablar los espíritus libres es el problema de la jerarquía, y que éste constituye nuestro problema, hoy, en el mediodía de nuestra vida, empezamos a comprender qué preparativos, rodeos, pruebas, ensayos y disfraces necesitaba el problema que se «atrevía» a planteársenos y cómo debíamos, ante todo, experimentar en nuestra alma y en nuestro cuerpo los goces y los dolores más distintos y opuestos, como aventureros, como navegantes alrededor de este mundo interior llamado «hombre», como agrimensores de todo «más allá» y de todo «relativamente superior», que se llama asimismo hombre; avanzando en todas direcciones, casi sin miedo, sin avergonzarse de nada ni despreciar nada, sin perder nada, saboreándolo y purificándolo todo y pasándolo todo por la criba, por así decirlo, para separar todo lo accidental, hasta que al final tengamos los espíritus libres, derecho a decir «he aquí un problema nuevo. He aquí una larga escala, por cuyos peldaños hemos subido: escala que en algunos momentos hemos sido nosotros mismos. He aquí un más arriba y un más abajo, un por debajo de nosotros, una gradación inmensamente larga, una jerarquía que vemos; ¡he aquí… nuestro problema!». 14 8. No hay psicólogo ni adivino a quien se le oculte, ni por un momento, a qué estadio de la evolución que acabo de describir, pertenece este libro (o, mejor dicho, en cuál ha sido colocado). Pero ¿dónde hay hoy psicólogos? En Francia, por supuesto; tal vez en Rusia; en Alemania, desde luego que no. Y no faltan razones para que los alemanes actuales consideren que ello los honra: ¡tanto peor, entonces, para un hombre cuya naturaleza y cuya vocación son en este punto antialemanes! Este libro alemán, que ha sido capaz de encontrar lectores en un amplio círculo de países y de pueblos, hace casi diez años de esto, y que debe tener una cierta habilidad musical, un cierto arte para tocar la flauta con vistas a seducir mediante él, hasta los toscos oídos de los extranjeros; es precisamente en Alemania donde se ha leído con mayor descuido y donde ha sido peor entendido. ¿A qué se debe esto? «Exige demasiado me han respondido, va dirigido a hombres liberados del apremio de las obligaciones ordinarias, precisa inteligencias sutiles y delicadas, requiere algo superfluo: el lujo del ocio, un cielo y un corazón puros, un otium en el sentido más audaz: cosas buenas todas ellas, pero que los alemanes actuales no tenemos y que, por consiguiente, no podemos dar». Ante una respuesta tan modosa, mi filosofía me aconseja que me calle y que no lleve más lejos mis preguntas, sobre todo porque en ciertos casos, como dice el proverbio, sólo se es filósofo quedándose uno en silencio. Niza, primavera de 1886. 15 CAPÍTULO PRIMERO: LAS COSAS PRIMERAS Y LAS ÚLTIMAS 16 1. Química de las Ideas y de los Sentimientos. Los problemas filosóficos vuelven hoy a presentar la misma forma en casi todas las obras que hace dos mil años: ¿Cómo puede nacer una cosa de su contraria, por ejemplo, lo racional de lo irracional, lo vivo de lo muerto, la lógica del ilogismo, la contemplación desinteresada del deseo ávido, el vivir para los demás del egoísmo, la verdad del error? La filosofía metafísica se las ingenió hasta hoy para superar esta dificultad, negando que una cosa naciese de la otra y aceptando que las cosas superiormente valiosas tienen un origen milagroso, que salen del núcleo y de la esencia de la «cosa en sí». En cambio, la filosofía histórica, que no puede concebirse en modo alguno al margen de la ciencia natural y que es el más reciente de los métodos filosóficos, ha descubierto en ciertos casos particulares (y es verosímil que esta conclusión valga para todos) que no hay contrarios, a excepción de la habitual exageración de la concepción popular o metafísica y que en la base de esta oposición hay un error de la razón: de acuerdo con esta explicación, no existe, en un sentido estricto, ni conducta no egoísta, ni contemplación totalmente desinteresada; las dos no son sino sublimaciones en las que el elemento fundamental casi se ha volatizado y no manifiesta su presenciamás que a una observación muy sutil. Todo lo que necesitamos y que, por primera vez, puede sernos dado merced al nivel actual de las ciencias particulares, es una química de las representaciones y de los sentimientos morales, religiosos, estéticos, así como de todas las emociones que experimentamos en las relaciones pequeñas y grandes de la civilización y de la sociedad, e incluso en el aislamiento. Pero ¿qué sucedería si esta química llegara a la conclusión de que también en este campo los colores más bellos son producto de materias viles e incluso despreciadas? ¿Les complacerá a muchas personas proseguir estas investigaciones? La humanidad tiende a excluir de su pensamiento las cuestiones relativas al origen y al principio. ¿No hay que ser casi inhumano para experimentar en uno mismo la inclinación opuesta? 17 2. El Pecado Original de los Filósofos. Todos los filósofos tienen en su haber esta falta común: partir del hombre actual y pensar que analizándolo pueden alcanzar su objetivo. Involuntariamente, presuponen que «el hombre» es una verdad eterna, un elemento fijo en medio de todos los torbellinos, una medida firme de las cosas. Sin embargo, todo lo que el filósofo enuncia del hombre no es, a fin de cuentas, sino un testimonio relativo al hombre de un espacio de tiempo muy limitado. La falta de sentido histórico es el pecado original de todos los filósofos: incluso muchos, en su ignorancia, consideran que la forma fija de la cual se ha de partir, es la del hombre más actual, sometido a la influencia de ciertas religiones y hasta de sucesos políticos concretos. Se niegan a entender que el hombre y la facultad cognoscitiva misma, son el resultado de una evolución; llegando algunos incluso a deducir la totalidad del mundo de dicha facultad cognoscitiva. Por el contrario, todo lo esencial del desarrollo humano se produjo en tiempos lejanos, mucho antes de los cuatro mil años que aproximadamente conocemos; en estos últimos años el hombre no puede haber cambiado mucho. Pero el filósofo ve «instintos» en el hombre actual y acepta que tales instintos corresponden a los datos inmutables de la humanidad y que, por consiguiente, pueden suministrar la clave para entender el mundo en general; toda la teleología se basa en el hecho de considerar que el hombre de los últimos cuatro mil años es el hombre eterno, con el que todas las cosas del mundo guardan una relación natural desde su principio. Sin embargo, todo ha evolucionado; no hay hechos eternos, como no hay verdades eternas. Por eso es necesaria de hoy en adelante la filosofía histórica, y junto a ella la virtud de la modestia. 18 3. La Estimación de las Verdades Sin Apariencia. Una civilización superior se caracteriza por estimar más las pequeñas verdades sin apariencia que han sido descubiertas con un método estricto, que los errores bienhechores y deslumbrantes que proceden de épocas y de individuos metafísicos y artistas. Pronto acuden a los labios injurias contra las primeras, como si no pudiera haber una igualdad de derechos entre unas y otros: cuanto más modestas, honradas, tranquilas y humildes aparezcan aquellas, más hermosos, brillantes, ruidosos y hasta beatíficos se manifiestan éstos. Pero lo que, tras enconada lucha, se ha conquistado descubriéndose como cierto, duradero y por ello pletórico de consecuencias para todo el conocimiento posterior es, a fin de cuentas, lo más noble; ajustarse a ello representa una prueba de virilidad, de valentía, de honradez y de templanza. Poco a poco, no sólo el individuo, sino la humanidad entera se va elevando a esa virilidad, cuando acaba habituándose a estimar más los conocimientos seguros y duraderos, y a abandonar toda creencia en la inspiración y en la comunicación milagrosa de las verdades. Los adoradores de las formas, con su escala de lo bello y lo sublime, tendrán, ciertamente, buenas razones para ridiculizar, cuando la estimación de las verdades sin apariencia y del espíritu científico empiecen a imponerse: pero ello se debe a que su mirada no se encuentra todavía abierta al atractivo de la forma más simple, o a que los hombres educados en este espíritu no han llegado aún a compenetrarse plena e íntimamente con él, mientras que, sin darse cuenta, continúan persiguiendo las viejas formas (y ello bastante mal, como le ocurre a quien no se interesa mucho por algo). Antiguamente, el espíritu no se restringía a un método estricto de pensar, y su actividad consistía en trabar bien símbolos y formas. Esto ha variado; dedicarse seriamente al simbolismo ha pasado a ser una característica de una civilización inferior. Lo mismo que nuestras artes son cada vez más intelectuales y nuestros sentidos más espirituales, y lo mismo que, por ejemplo, se juzga hoy de muy distinto modo lo que hace cien años sonaba bien a los sentidos. Igualmente nuestras formas de vida se vuelven cada vez más espirituales, más feas 19 quizás a los ojos de épocas anteriores, pero ello se debe sólo a que éstas no eran capaces de ver cómo el imperio de la belleza interior, espiritual se va haciendo continuamente más profundo y más amplio, y en qué medida todos nosotros podemos valorar hoy más la visión espiritual, interior, que la composición más hermosa o la obra arquitectónica más sublime. 20 4. La astrología y similares. Es verosímil que los objetos del sentimiento religioso, moral, estético y lógico sólo correspondan a la superficie de las cosas, aunque el hombre crea de buen grado que, al menos allí, está tocando el corazón del mundo; se forja ilusiones, porque estas cosas le producen una felicidad y un dolor sumamente profundos, con lo que está dando muestras del mismo orgullo que en el terreno de la astrología. Efectivamente, ésta cree que el cielo estrellado gira a tenor del destino de los hombres; el hombre moral, a su vez, supone que lo que tan profundamente le llega al corazón, ha de ser también la esencia y el corazón de las cosas. 21 5. Malas interpretaciones de los sueños. En las épocas de civilización informe y rudimentaria, el hombre, cuando soñaba, creía conocer un segundo mundo real; este es el origen de toda metafísica. Sin soñar, no habría tenido la posibilidad de distinguir el mundo. La división en alma y cuerpo responde también a la concepción más antigua del sueño, al igual que la creencia en los espíritus y verosímilmente también de la creencia en los dioses. Antaño, durante muchos miles de años, se razonaba diciendo: «El muerto sigue vivo porque se aparece a los vivos en sueños». 22 6. El espíritu de la ciencia es poderoso en la parte, pero no en el todo. Los campos menores y diferenciados de la ciencia son abordados de un modo puramente objetivo; las grandes ciencias generales, en cambio, consideradas como un todo se plantean la cuestión puramente ideal de por qué y con qué utilidad. A consecuencia de esta preocupación por la utilidad, las ciencias son tratadas en su conjunto, menos impersonalmente que en sus partes. Ahora bien, como la filosofía ocupa la cúspide de la pirámide de las ciencias, se ve involuntariamente impulsada a plantear el problema de la utilidad del conocimiento en general. Y toda filosofía se siente forzada a concederle la utilidad más noble. Esta es la razón de que en todas las filosofías haya tenido tanta preponderancia la metafísica y se haya temido tanto a las respuestas de la física, que parecen insignificantes, porque la importancia del conocimiento para la vida debe resultar tan grande como sea posible. De ahí el antagonismo entre los campos concretos de la ciencia y la filosofía. Esta última pretende lo mismo que el arte: conceder a la vida y a la acción la mayor profundidad y significado posible: En los primeros se busca el conocimiento y nada más, como algo que ha de brotar de ellos. Hasta ahora no ha existido un filósofo para quien la filosofía no haya sido una apología del conocimiento. Al menos en este punto todos son optimistas: hay que atribuiral conocimiento la máxima utilidad. Todos han sido tiranizados por la lógica y esta es en esencia una forma de optimismo. 23 7. El aguafiestas de la ciencia. La filosofía se separó de la ciencia cuando se hizo la pregunta: ¿con qué conocimiento del mundo y de la vida vive el hombre más feliz? Esto se hizo ya en las escuelas socráticas: mediante la consideración de la felicidad se estranguló las venas de la investigación científica, y hoy se sigue haciendo lo mismo. 24 8. Explicación neumática de la naturaleza. La metafísica hace una explicación neumática del libro de naturaleza, como la que hicieron antaño de la Biblia la Iglesia y sus sabios. Se requiere mucha capacidad de comprensión para aplicar a la naturaleza el mismo género de explicación estricta que han establecido ahora los filólogos para todos los libros: limitarse a entender simplemente lo que quiere decir el texto, sin buscar un doble sentido, ni suponerlo siquiera. Pero lo mismo que en lo referente a los libros no se ha superado aún del todo la forma mala de explicar y hasta en la sociedad más culta encontramos a cada paso restos de explicación alegórica y mística, igualmente ocurre respecto a la naturaleza y todavía peor. 25 9. El mundo metafísico. Podría existir, ciertamente, un mundo metafísico; apenas puede negarse su posibilidad absoluta. Lo consideramos todo con un cerebro humano y no podemos extirpar ese cerebro. Con todo, siempre queda en pie la cuestión de saber qué sería el mundo si extirpáramos aquél. Éste es un problema meramente científico y no muy propio para que preocupe a los hombres. Pero todo lo que hasta ahora les ha hecho considerar que las hipótesis metafísicas son valiosas, temibles o agradables, lo que las ha creado, es pasión error y autoengaño. Los métodos cognoscitivos que nos han enseñado a creer en tales hipótesis no sólo no son los mejores, sino que son los peores. Desde que estos métodos se revelaron como fundamento de todas las religiones y metafísicas existentes, quedaron refutados. Pese a ello subsiste semejante posibilidad, aunque no podemos conseguir nada de ella y menos aún hacer que la felicidad, la salud y la vida dependan de la telaraña de dicha posibilidad. En última instancia, sólo podríamos explicar el mundo metafísico con atributos negativos, puesto que es diferente de nosotros y esa diferencia nos resulta inaccesible e incomprensible. Aunque se demostrase la existencia de ese mundo de la manera mejor, quedaría probado también que su conocimiento es para nosotros el más indiferente, más, aún de lo que es para quien navega en medio de una tempestad conocer el análisis químico del agua. 26 10. Inocuidad de la metafísica en el futuro. Desde el momento en que describamos el origen de la religión, del arte y de la moral, de forma que puedan explicarse enteramente, sin recurrir a conceptos metafísicos ni en su principio ni en su trayectoria, desaparecerá el interés que se atribuía al problema meramente teórico de la «cosa en sí» y de la «apariencia». Porque, en cualquier caso, con la religión, el arte y la moral no alcanzamos el «ser en sí del mundo». Estamos en el terreno de la representación y ninguna «intuición» puede hacernos avanzar. Con toda tranquilidad abandonaremos el problema de saber cómo es posible que nuestra imagen del mundo, difiera tan radicalmente de la naturaleza del mundo que deduce el razonamiento en el terreno de la fisiología y de la historia de la evolución de los organismos y de las ideas. 27 11. El lenguaje como presunta ciencia. La importancia del lenguaje para el desarrollo de la civilización se debe a que el hombre ha colocado en él, un mundo propio al lado del otro, habiendo considerado que esta posición era lo bastante sólida para, desde ella, sacar de sus goznes el resto del mundo y adueñarse de él. Como durante dilatados espacios de tiempo el hombre ha creído que las ideas y los nombres de las cosas eran verdades eternas, surgió en él un orgullo que lo hizo situarse por encima del animal: creía realmente que el lenguaje equivalía al conocimiento del mundo. El creador de palabras no era lo bastante modesto como para comprender que no estaba haciendo más que dando nombres a las cosas, y, por el contrario, se figuraba que mediante las palabras expresaba la ciencia suprema de las cosas; de hecho, el lenguaje es el primer grado del esfuerzo que hay que hacer para llegar a la ciencia, También en este caso la fe en la verdad descubierta, fue el punto de partida del que derivó la fuente más poderosa de fuerza. Mucho después, prácticamente en nuestros días, los hombres empezaron a vislumbrar que han estado extendiendo un error monstruoso al creer en el lenguaje. Afortunadamente, ya es demasiado tarde para que esto produzca un retroceso en la evolución de la razón que se basa en esa creencia. La lógica se basa también en postulados que no tienen correspondencia alguna en el mundo real: por ejemplo, en el postulado de la igualdad de las cosas, de la identidad de una cosa consigo misma en diferentes momentos; pero esta ciencia surgió de la creencia opuesta (que existían ciertamente cosas de este género en el mundo real). Lo mismo ocurre con las matemáticas, que seguramente no hubiesen nacido, de haberse sabido antes que en la naturaleza no existen ni líneas exactamente rectas, ni auténticos círculos, ni dimensiones absolutas. 28 12. El sueño y la civilización. La función cerebral que más alterada resulta mientras soñamos es la memoria: no es que se paralice por entero, pero queda reducida a un estado de imperfección similar al que debió tener en todo hombre durante el día y la vigilia en los primeros tiempos de la humanidad. Arbitraria y confusa como es, confunde continuamente las cosas en virtud de las más leves similitudes. Sin embargo, con idénticos arbitrio y confusión idearon los hombres sus mitologías. Todavía hoy los viajeros suelen observar que el salvaje tiende a olvidar, que su espíritu empieza a titubear tras un breve esfuerzo de memoria, y que comienza a decir mentiras y cosas absurdas por puro cansancio. Ahora bien, cuando soñamos todos nos parecemos a ese salvaje; el reconocimiento imperfecto y la asimilación equivocada son causa del mal razonamiento en que incurrimos cuando soñamos; hasta el punto de que ante la clara representación de un sueño, tenemos miedo de nosotros mismos, de ocultar en nosotros tanta locura. La perfecta claridad de todas las representaciones en un sueño, que se basa en la absoluta creencia en su realidad, nos recuerda estados anteriores de la humanidad en que la alucinación afectaba, de vez en cuando y al mismo tiempo, a comunidades enteras, a pueblos enteros. Así al dormir y al soñar rehacemos una vez más la tarea de la humanidad anterior. 29 13. La lógica del sueño. Durante el sueño, nuestro sistema nervioso está continuamente excitado por múltiples causas internas; casi todos los órganos se separan y están en actividad: la sangre lleva a cabo con ímpetu su revolución, la postura del que duerme comprime ciertos miembros, la ropa de cama afecta a la sensación de distintas formas, el estómago digiere y agita con sus movimientos a otros órganos, los intestinos se retuercen, la posición de la cabeza produce estados musculares inusuales, los pies descalzos, al no pisar con sus plantas el suelo, experimentan un sentimiento inhabitual, lo mismo que la ropa diferente de todo el cuerpo; todo esto según su grado de cambio y de cotidianeidad, excita por su carácter extraordinario a todo el sistema nervioso hasta en la función del cerebro; y, de este modo, hay mil motivos para que el espíritu se asombre y busque las razones de esa excitación: porque soñar es investigar y representarse las causas de las impresiones así suscitadas, es decir, de las causas supuestas. Quien, por ejemplo, se envuelve los pies con dos vendas puede soñar que tiene dos serpientes enroscadas a ellos: se trata primero de una hipótesis, luegode una creencia acompañada de una representación y de una invención de forma. El espíritu del que duerme juzga de la siguiente manera: «Estas serpientes deben ser la causa de esta impresión que yo que estoy durmiendo, tengo». La imaginación excitada le presenta este pasado inmediato, descubierto mediante un razonamiento. Todos sabemos por experiencia con qué rapidez introduce quien sueña un sonido fuerte que llega hasta él, por ejemplo, unas campanadas, unos cañonazos, en la trama de su sueño, es decir, deduce su explicación al revés, de manera que cree experimentar primero las circunstancias que lo ocasionan y luego el correspondiente sonido. Ahora bien, ¿cómo es posible que el espíritu del que sueña incurra siempre en una falsedad, hasta el punto de que le baste la primera hipótesis que le venga a la cabeza en orden a explicar una sensación, para creer de inmediato en su verdad, pese a que ese mismo espíritu, durante la vigilia, suele ser tan reservado, prudente y escéptico ante las hipótesis? 30 Porque mientras soñamos creemos en nuestro sueño como si fuera una realidad, es decir, consideramos nuestra hipótesis totalmente demostrada. Creo que, del mismo modo como razona hoy el hombre cuando sueña, razonaba la humanidad incluso durante la vigilia a lo largo de muchos miles de años. Le bastaba y consideraba verdadera la primera «causa» que se le presentaba a su espíritu para explicar algo que requería explicación. Es lo que hacen todavía hoy los salvajes, según los relatos de viajeros. Durante el sueño sigue actuando en nosotros ese residuo muy antiguo de humanidad, porque sobre esa base se desarrolló la razón superior y se desarrolla todavía en cada hombre: el sueño nos conduce a lejanos estados de la civilización humana y pone en nuestras manos un medio de entenderlos. Si hoy nos resulta tan fácil pensar mientras soñamos es, precisamente, porque durante larguísimos períodos de la evolución humana, hemos sido adiestrados en esa forma de explicación fantástica y gratuita mediante la primera idea que aparece. Así, entonces el sueño es un recreo para el cerebro que, durante el día, tiene que responder a las severas exigencias del pensamiento tal como han sido establecidas por la cultura superior. Hay un fenómeno afín que podemos considerar en la inteligencia despierta como pórtico y vestíbulo del sueño. Cuando cerramos los ojos, el cerebro produce una multitud de sensaciones de luz y de color, posiblemente como una especie de resonancia y de eco de todos los fenómenos luminosos que durante el día actúan sobre él. Más aún, la inteligencia, de acuerdo con la imaginación, convierte al instante esos juegos de colores, que son informes en sí, en figuras concretas, personajes, paisajes, grupos animados. El fenómeno particular que acompaña a este hecho es también una especie de conclusión del efecto a la causa: mientras el espíritu pregunta de dónde provienen dichas sensaciones de luz y de color, supone como causas esas figuras y esos personajes: desempeñan para él el papel de ocasión de esos colores y de esas luces, porque, cuando es de día y tiene los ojos abiertos, está habituado a encontrar una causa ocasional para cada color y para cada impresión de luz. En este caso, pues, la imaginación suministra constantemente imágenes que recoge, para reproducirlas, de las impresiones visuales del día. Esto es precisamente lo que hace la imaginación cuando soñamos; lo cual significa que la presunta causa se deduce del efecto y se presupone después de éste y todo ello con suma rapidez, de forma que, como cuando vemos actuar a un prestidigitador, 31 puede surgir un juicio confundido, al interpretarse una sucesión como algo simultáneo o como una sucesión en sentido contrario. De estos fenómenos cabe deducir lo muy tarde que se desarrolló el pensamiento lógico con una cierta precisión y con una investigación estricta de la causa y el efecto, cuando todavía hoy nuestras funciones intelectuales y racionales retroceden a las formas primitivas de razonamiento y vivimos en este estado casi la mitad de nuestra vida. También el poeta, el artista, atribuye supuestas causas a sus estados que no son plenamente verdaderas, recordando con esto a la humanidad arcaica y ayudándonos a entenderla. 32 14. Resonancia. Todas las disposiciones anímicas algo fuertes implican una resonancia de impresiones y de estados análogos; y excitan igualmente la memoria. Con motivo de ellas, se despierta en nosotros el recuerdo de algo y la conciencia de estados similares y del origen de éstos. De este modo se forman rápidas asociaciones habituales de sentimientos y de ideas que, finalmente, cuando se suceden con la rapidez del relámpago, ya no se perciben como complejidades, sino como unidades. En este sentido, se habla del sentimiento moral y del sentimiento religioso como si fuesen puras unidades, cuando en realidad son ríos con cien manantiales y afluentes. También aquí, como ocurre tan frecuentemente, la unidad de la palabra no garantiza la unidad de la cosa. 33 15. En el mundo no hay un fuera ni un dentro. Al igual que Demócrito aplicaba los conceptos de arriba y abajo al espacio infinito, en los que no tienen sentido, los filósofos en general han aplicado los conceptos de dentro y de fuera a la esencia y a la apariencia del mundo; piensan que mediante sentimientos profundos puede penetrarse en el interior, acercarse al corazón de la naturaleza. Ahora bien éstos son sólo profundos en el sentido de que con ellos se excitan por lo regular, de un modo apenas sensible, ciertos grupos complejos de pensamiento que llamamos profundos: Un sentimiento es profundo en la medida que consideremos que lo son los pensamientos que lo acompañaron. No obstante, el pensamiento profundo puede estar muy lejos de la realidad, como sucede, por ejemplo, con todo pensamiento metafísico; si quitamos al sentimiento profundo los elementos del pensamiento que están mezclados con él, quedará el sentimiento fuerte, y éste no asegura respecto al conocimiento nada más que a sí mismo, de igual modo precisamente que la creencia fuerte sólo prueba su fuerza, pero no la verdad de lo que se cree. 34 16. La apariencia y la cosa en sí. Los filósofos suelen situarse ante la vida y la experiencia, ante lo que ellos llaman el mundo de la experiencia, como ante un cuadro pintado de una vez para siempre, que reprodujera la misma escena de un modo inevitable e invariable; piensan que dicha escena ha de ser bien interpretada para poder deducir así el ser que produjo el cuadro: de este modo pasan de este efecto a la causa, es decir, a lo incondicionado, a lo que siempre se consideró la razón suficiente del mundo de la apariencia. En contra de esta idea, entendiendo lo metafísico como lo incondicionado y, por consiguiente, también como lo incondicionante, debemos negar en sentido contrario toda dependencia entre lo incondicionado (el mundo metafísico) y el mundo que conocemos, de forma que en modo alguno incluya la apariencia a la cosa en sí y que sea rechazable todo intento de deducir la una de la otra. Por un lado no se tiene en cuenta el hecho de que tal cuadro, lo que los hombres llamamos actualmente vida y apariencia, ha llegado a ser lo que es paulatinamente, ya que incluso se encuentra todavía totalmente en trance de devenir, por lo que no puede tomarse por una dimensión estable, de la que se pudiera deducir legítimamente o por lo menos concluir algo respecto al creador (la causa suficiente). Como desde hace miles de años hemos estado mirando el mundo con pretensiones morales, estéticas, religiosas, con una tendencia ciega, con pasión o con miedo, embriagándonos de las impertinencias del pensamiento lógico, este mundo se ha ido volviendo poco a poco tan admirablemente abigarrado, terrible y lleno de sentido profundo y de alma. Ha sido pintado, ciertamente, ¡pero por nosotros! La inteligencia humana, en virtud de los apetitos y de las afecciones humanas,ha hecho que surja esta apariencia y ha proyectado en las cosas sus concepciones erróneas fundamentales. Después, mucho después, se ha puesto a reflexionar: y entonces le han resultado tan extraordinariamente distintos y separados el mundo de la apariencia y la cosa en sí, que ha rechazado la posibilidad de deducir ésta de aquél, o ha exigido, con espantosos aires de misterio, que abdique nuestra inteligencia, nuestra voluntad personal, para llegar a la esencia esencializándose ella misma 35 . Inversamente otros recogieron todos los rasgos característicos de nuestro mundo de la apariencia, esto es de la representación del mundo surgida de los errores intelectuales, que nos ha llegado por herencia y, en vez de culpar a la inteligencia, han responsabilizado a la esencia de las cosas, a título de causa de ese carácter real tan inquietante del mundo y han predicado la emancipación del ser. El constante y penoso avance de la ciencia logrará su mayor triunfo sobre estas concepciones, en una historia de la génesis del pensamiento, cuyo resultado podría llevar a esta proposición: lo que actualmente llamamos mundo es el resultado de múltiples errores y fantasías, que han ido surgiendo paulatinamente en la evolución del conjunto de los seres organizados, que se entremezclaron al crecer, llegando a nosotros por herencia como un tesoro acumulado a lo largo del pasado. Y digo tesoro porque el valor de nuestra humanidad radica en él. Ahora bien, la ciencia estricta realmente sólo puede liberarnos de ese mundo de la apariencia en una medida mínima, aunque, por otra parte, no sea deseable que lo haga, dado que no puede eliminar de raíz la fuerza de los hábitos antiguos de la sensibilidad, pero puede iluminar progresivamente y paso a paso la historia de la génesis de este mundo como representación, y elevarnos, por unos instantes al menos, por encima de toda la serie de hechos. Quizás reconozcamos entonces que la cosa en sí es digna de una risa homérica, ya que parecía ser mucho, incluso serlo todo, pero en realidad «es» algo vacío, especialmente algo vacío de sentido. 36 17. Las explicaciones metafísicas. El joven acepta las explicaciones metafísicas porque le muestran algo que encierra gran interés, en cosas que consideraba desagradables o despreciables: y si está descontento de sí mismo, fomenta este sentimiento cuando en lo que tanto desaprueba de sí mismo reconoce el enigma íntimo del mundo o la miseria del mundo. Sentirse más irresponsable y encontrar a la vez las cosas más interesantes representa para él un doble beneficio que debe a la metafísica. Por supuesto que más tarde desconfiará de todas estas formas de explicación metafísica, y se dará cuenta quizás de que se pueden lograr estos mismos efectos igualmente bien y de un modo más científico, por otro camino que las explicaciones físicas e históricas proporcionan, igualmente bien al menos, sentimientos de alivio personal; y que ese interés por la vida y sus problemas adquiere tal vez más fuerza todavía. 37 18. Las cuestiones fundamentales de la metafísica. Una vez que se haya escrito la historia de la génesis del pensamiento, adquirirá una luz nueva la siguiente frase de un eminente lógico: «La Ley general originaria del sujeto cognoscente consiste en la necesidad interior de reconocer todo objeto en sí, en su esencia propia, como un objeto idéntico a sí mismo que por lo tanto, existe por sí mismo y que en el fondo permanece siempre semejante a sí mismo e inmóvil; en suma, como una sustancia». Incluso esta Ley que aquí se considera «originaria» es el resultado de un devenir: un día se verá claramente que esta tendencia surge poco a poco en los organismos inferiores, que los débiles ojos de topo de esos organismos sólo ven al principio lo idéntico, cómo después, cuando se hacen más intensas las diversas sensaciones de placer y de dolor, se van distinguiendo paulatinamente distintas sustancias, pero cada una con un solo atributo, es decir, en una relación única con tal organismo. El primer grado de la lógica es el juicio, cuya esencia, según la afirmación de los lógicos más notables, es la creencia. Toda creencia se basa en la sensación agradable o dolorosa respecto al sujeto que la experimenta. Una tercera sensación nueva, resultado de dos sensaciones anteriores aisladas, constituye el juicio en su forma más inferior. A los seres organizados sólo nos interesa del origen de una cosa: la relación que guarda con nosotros respecto al placer y al dolor. Entre los momentos en que adquirimos conciencia de esta relación, entre los estados en que tenemos sensaciones, hay momentos de reposo, de no sensación; entonces carecen de interés para nosotros, el mundo y todas las cosas. No apreciamos en ellos modificación alguna (de igual forma que ahora un hombre que esté muy interesado por algo no se da cuenta de que alguien pasa cerca de él). Para las plantas, todas las cosas son por lo general inmóviles y eternas, y cada cosa es idéntica a sí misma. De su período como organismo inferior, el hombre ha heredado la creencia de que hay cosas idénticas (sólo la experiencia formada por la ciencia más avanzada 38 contradice esta proposición). Al principio, la creencia de todo ser orgánico es tal vez incluso que todo el resto del mundo es uno e inmóvil. Nada hay más lejano de este grado primitivo de la lógica que la idea de causalidad: cuando el individuo que siente se observa a sí mismo, considera toda sensación, toda modificación, como algo aislado, es decir incondicionado, independiente: surge de nosotros sin vínculo alguno con lo anterior o lo posterior. Tenemos hambre, pero al principio no pensamos que el organismo necesita alimentarse, sino que parece experimentarse esta sensación sin razón ni finalidad, aislada y como arbitraria. Del mismo modo, la creencia en la libertad de la voluntad es un error originario de todo ser orgánico, que se remonta al momento en que existen en él tendencias lógicas; también es un error antiguo de todo ser orgánico la creencia en sustancias incondicionadas y en cosas idénticas. Así, entonces, como toda metafísica se ha ocupado principalmente de las sustancias y de la libertad de la voluntad, puede ser definida como la ciencia que trata de los errores fundamentales del hombre, pero como si fueran verdades fundamentales. 39 19. El número. El descubrimiento de las leyes numéricas se hizo basándose en el error, que ya imperaba originariamente, de que hay muchas cosas idénticas (aunque de hecho no haya nada idéntico) o, al menos, de que existen cosas (aunque no existan «cosas»). La mera noción de pluralidad supone ya que hay algo que se presenta repetidas veces: y aquí precisamente se da ya el error, porque estamos imaginando entidades y unidades inexistentes. Nuestras percepciones del tiempo y del espacio son falsas, porque, si las examinamos consecuentemente, conducen a contradicciones lógicas. En todas las afirmaciones científicas utilizamos inevitablemente dimensiones falsas, pero como estas dimensiones son por lo menos constantes (como nuestra percepción del tiempo y del espacio, por ejemplo), no por eso dejan de ser totalmente exactos y seguros los resultados científicos en sus relaciones mutuas; podemos seguir utilizándolos hasta llegar a ese punto final en el que los supuestos fundamentales erróneos, esos errores constantes, entran en contradicción con los resultados, como en la teoría atómica, por ejemplo. Entonces nos vemos obligados a aceptar una «cosa» o un «sustrato» material, que recibe el movimiento mientras que todo el procedimiento científico se ha impuesto precisamente la tarea de reducir a movimiento todo lo que tiene un carácter de cosa (lo material): también aquí separamos con nuestra sensación el motor y lo movido, sin salimos de ese círculo, ya que la creencia en cosas se encuentra incorporada a nuestro ser desde la antigüedad. Cuando Kant dijo: «La razón no recibe sus leyes de la naturaleza,sino que se las prescribe a ésta», afirmó algo totalmente cierto respecto al concepto de naturaleza, que estamos obligados a ligar a aquélla (naturaleza: mundo como representación, es decir, como error), pero que es la suma total de una multitud de errores de la inteligencia. A un mundo que no fuese una representación nuestra, no se le podrían aplicar enteramente las leyes numéricas: éstas sólo sirven en el terreno humano. 40 20. Algunos escalones hacia atrás. Cuando el hombre supera las ideas y las preocupaciones supersticiosas y religiosas, y, por ejemplo, no cree ya en el ángel de la guarda ni en el pecado original, habiendo dejado incluso de hablar de la salvación de las almas, alcanza un grado muy elevado de cultura: una vez obtenido ese grado de liberación, ha de triunfar todavía sobre la metafísica, merced a los mayores esfuerzos de su inteligencia. Pero entonces es necesario un movimiento de retroceso; es preciso que se considere la justificación histórica e incluso psicológica de tales representaciones y que se reconozca que se debe a ellas el mayor provecho de la humanidad. Que sin ese movimiento de retroceso, nos veríamos privados de los mejores resultados que ha obtenido la humanidad hasta hoy. Respecto a la metafísica filosófica, observo que actualmente cada vez hay más hombres que tienden a adoptar una actitud negativa (señalando que toda metafísica positiva es un error), pero que hay también unos pocos que retroceden unos cuantos escalones; conviene en efecto, superar con la mirada el último grado de la escala, pero no tratar de limitarse a ello. Los más ilustrados llegan precisamente lo bastante lejos para librarse de la metafísica y lanzar sobre ella una mirada por encima del hombro con aire de superioridad, pero aquí como en un hipódromo, hay que dar la vuelta para acabar la carrera. 41 21. Presunta victoria del escepticismo. Aceptemos por un instante el punto de partida escéptico: supongamos que no existe otro mundo metafísico y que todas las explicaciones que nos proporciona la metafísica del único mundo que conocemos nos resultan inútiles. ¿Con qué mirada contemplaríamos a los hombres y a las cosas? Podemos pensar que ello es útil aún en el caso de que se descartara la cuestión de saber si Kant y Schopenhauer demostraron científicamente alguna cuestión metafísica. Así, ateniéndonos a la verosimilitud histórica, es muy posible que la mayoría de los hombres lleguen un día a ser escépticos en relación a esto; entonces se plantea esta pregunta: ¿cómo actuará la raza humana bajo la influencia de esta convicción? Tal vez resulte tan difícil la demostración científica de un mundo metafísico cualquiera, sea el que sea, que la humanidad no logre desechar cierta desconfianza respecto a ella. Y si desconfiamos de la metafísica, llegaremos a las mismas consecuencias que si fuera refutada directamente y no tuviéramos ya derecho a creer en ella. La cuestión histórica relativa a una convicción no metafísica de la humanidad sigue siendo igual en ambos casos. 42 22. Incredulidad en el monumentum aere perennius. Un importante inconveniente que acarrea la desaparición de opiniones metafísicas consiste en que el individuo limita demasiado su mirada a su corta existencia y no experimenta ya fuertes impulsos para crear instituciones duraderas, establecidas para siglos enteros; quiere recoger él mismo los frutos del árbol que planta y por tanto no planta ya árboles que requieran un cultivo regular durante siglos y que estén destinados a dar sombra a largas series de generaciones. Y es que las opiniones metafísicas suministran la creencia de que en ellas se encuentra la base definitiva y válida sobre la cual hay que establecer y construir en adelante todo el futuro de la humanidad; el individuo se procura la salvación cuando, por ejemplo, funda una iglesia o un monasterio: «esto me será tenido en cuenta, piensa, y puesto en mi haber en la existencia eterna de las almas, porque es trabajar por la salvación eterna de las almas». ¿Puede la ciencia suscitar una creencia semejante en sus resultados? En realidad, sus dos colaboradoras más fieles son la duda y la desconfianza: pero con el tiempo la suma de verdades intangibles, es decir, que sobrevivan a todas las tormentas del escepticismo, a todos los análisis, puede llegar a ser lo suficientemente grande (por ejemplo, en la higiene de la salud) como para que alguien se decida a fundar obras «eternas». Mientras tanto, el contraste de nuestra efímera existencia agitada con el reposo de largo aliento de las épocas metafísicas, es todavía demasiado fuerte, dado que ambas épocas están aún demasiado cerca entre sí: el mismo individuo ha de atravesar hoy demasiadas evoluciones interiores y exteriores para atreverse a establecer algo duradero y de una vez para siempre, tan sólo para su existencia personal. Un hombre enteramente moderno que quiere, por ejemplo, construirse una casa experimenta en este sentido el mismo sentimiento que si fuera a emparedarse en vida dentro de un mausoleo. 43 23. La época de la comparación. Cuanto menos encadenados están los hombres por la tradición, mayor es el movimiento interior de sus motivos, mayor a su vez por correspondencia, la agitación exterior, la compenetración recíproca de los hombres, la polifonía de los esfuerzos. ¿Por qué sigue existiendo hoy la obligación estricta de vincularse un hombre y su descendencia a una localidad? ¿Por qué siguen existiendo, en general, lazos estrechos? Del mismo modo que todos los estilos artísticos son imitados los unos de los otros, igualmente ocurre con todos los grados y géneros de moralidad, de costumbres y de culturas. Semejante época extrae su significado del hecho de que en ella pueden compararse y vivirse unas junto a otras concepciones del mundo, costumbres y culturas diferentes, cosa que no era posible antaño, en la época en que cada cultura se hallaba siempre delimitada a un lugar, debido a la vinculación de todos los géneros del estilo artístico a un espacio y a una época. Hoy un aumento del sentimiento estético decidirá definitivamente entre las múltiples formas que se ofrecen a la comparación, dejando perecer a la mayoría, es decir, a todas las que sean rechazadas por dicho sentimiento. Del mismo modo se produce hoy una selección en las tomas y costumbres de la moral superior, cuyo fin no puede ser sino el aniquilamiento de las morales inferiores. ¡Es la época de la comparación! Éste es su orgullo, pero precisamente también su desgracia. ¡Qué no nos asuste esa desgracia! Convirtamos más bien, el deber que nos impone esta época en la idea más elevada que podamos: así nos bendecirá la posteridad que se considerará por encima tanto de las culturas originales de pueblos cerrados en sí mismos, como de la cultura de la comparación, pero que mirará con gratitud estas dos clases de cultura como antigüedades respetables. 44 24. Posibilidad del progreso. Cuando un sabio de la cultura antigua promete no tratar con quienes creen en el progreso, no le falta razón. Como la cultura antigua tiene tras de sí su grandeza y su virtud y la educación histórica obliga al individuo a reconocer que nunca recuperará su frescura, se requiere una obcecación intolerable o un prejuicio insoportable para negarlo. Pero los hombres pueden decidir con plena conciencia desarrollarse en lo sucesivo de acuerdo con una cultura nueva. Mientras antes se desarrollaban inconscientemente y al azar: actualmente pueden producir mejores condiciones para la generación de hombres, su alimentación, su educación, su instrucción, organizar económicamente toda la tierra, medir y equilibrar las fuerzas de los individuos en general unas respecto a otras. Esta nueva cultura consciente mata a la antigua que considerada en conjunto, vivió una vida inconsciente de animal y de vegetal: mata también la desconfianza hacia el progreso, éste es posible. Quiero decir que es un juicio precipitado y casi carentede sentido creer que el progreso ha de realizarse necesariamente, pero ¿cómo podría negarse que es posible? En cambio, ni siquiera es concebible un progreso en el sentido y por la vía de la cultura antigua. A la fantasía romántica le agrada utilizar continuamente la palabra «progreso», cuando habla de sus fines (por ejemplo, de las culturas originales y determinadas de los pueblos). En todo caso ha tomado su imagen del pasado, su pensamiento y su concepción carecen en este campo de toda originalidad. 45 25. Moral privada y moral universal. Desde que dejó de creerse que un dios dirige plenamente los destinos del mundo y que a pesar de todas las sinuosidades del camino de la humanidad, los conduce como señor hasta su final, los hombres deben proponerse fines ecuménicos, que abarquen toda la tierra. La antigua moral, entre otras la de Kant, exige de todo individuo actos que desearía que realizaran todos los hombres; lo cual es una hermosa ingenuidad: ¡cómo si cada uno supiera, sin más qué tipo de acción garantizaría el bienestar al conjunto de la humanidad y, por consiguiente, qué actos merecen ser deseados de forma general! Esta teoría es análoga a la del librecambio, la cual determina en principio que la armonía general ha de producirse por sí misma, conforme a leyes innatas de perfeccionamiento. Tal vez una mirada al futuro respecto a las necesidades de la humanidad, lo ponga enteramente de relieve y que resulte deseable que todos los hombres realicen actos similares; quizás, en interés de fines ecuménicos para toda la humanidad, se debería mejor proponer deberes especiales e incluso, en determinadas circunstancias, malos. En cualquier caso, si la humanidad no ha de caminar hacia su perdición y ha de gobernarse de un modo autoconsciente es preciso, ante todo que llegue a conocer las condiciones de una cultura superior a todos los grados alcanzados hasta hoy. En esto consiste el inmenso deber de los grandes espíritus del próximo siglo. 46 26. La reacción como progreso. A veces surgen hombres bruscos, violentos y atractivos, aunque pese a todo retrógrados, que evocan nuevamente una fase superada de la humanidad: sirven para probar que las nuevas tendencias contra las que se alzan no son todavía lo suficientemente fuertes, que carecen de algo, porque de lo contrario, se enfrentarían con mayor energía a tales evocadores. Así la Reforma de Lutero testimonia, por ejemplo, que los sentimientos que surgían en su época en favor de la libertad de espíritu eran todavía poco seguros, demasiado inmaduros y juveniles; la ciencia no podía aún levantar cabeza. A decir verdad, todo el Renacimiento parece como una temprana primavera que podía volver a desaparecer. Pero también en el presente siglo la metafísica de Schopenhauer ha demostrado que todavía hoy no es lo bastante fuerte el espíritu científico; de ahí que con la teoría de Schopenhauer, se haya podido resucitar una vez más la concepción del mundo y del hombre cristiana y medieval, pese a haber quedado aniquilados desde hace mucho tiempo todos los dogmas cristianos. En su teoría se apela mucho a la ciencia, pero lo que en ella impera no es otra cosa que la tan conocida y antigua «necesidad metafísica». Seguramente uno de los mayores e inapreciables beneficios que obtenemos de Schopenhauer es que obliga a nuestra sensibilidad a retroceder por algún tiempo a concepciones del mundo y del hombre anticuadas y poderosas, a las que no podríamos llegar tan fácilmente por ninguna otra vía, por lo que representa un enorme provecho para la historia y para la justicia. Creo que, sin la ayuda de Schopenhauer, nadie conseguiría fácilmente hoy hacer justicia al Cristianismo y a sus hermanos cristianos asiáticos, lo cual, como otras tantas cosas, es actualmente imposible en el campo del Cristianismo que todavía subsiste. Sólo después del gran éxito de Injusticia que supone haber corregido la concepción histórica mantenida por la Ilustración en un punto tan esencial, hemos podido volver a enarbolar la bandera de la Ilustración, una bandera que lleva tres nombres: Petrarca, Erasmo y Voltaire. Hemos convertido la reacción en un progreso. 47 48 27. Sucedáneo de la religión. Se cree honrar a la filosofía cuando se la presenta como un sucedáneo de la religión para el pueblo. De hecho, para la economía espiritual, se requiere a veces un orden de pensamiento intermedio; así, el tránsito de la religión a la concepción científica es un salto brusco, peligroso y nada aconsejable. Sin embargo, ha de entenderse también que las necesidades que satisface la religión y que ahora ha de satisfacer la filosofía no son inmutables; es más, por medio de ésta podemos debilitarlas y extirparlas. Pensemos, por ejemplo, en la miseria del alma cristiana, en los lamentos por la corrupción interior, en la inquietud por la salvación; problemas todos ellos que sólo se deben a errores de la razón y que no merecen en modo alguno resolverse sino descartarse. Una filosofía puede servir o para satisfacer también esas necesidades o para desarraigarlas, ya que son necesidades adquiridas y limitadas en el tiempo que se basan en hipótesis contrarias a las de la ciencia. Para facilitar la transición es mejor recurrir en este caso al arte para aliviar a la conciencia saturada de sentimientos, dado que mediante él se fomentarán menos esas concepciones que utilizando la filosofía metafísica. Del arte se puede pasar más fácilmente a una ciencia filosófica verdaderamente liberadora. 49 28. Palabras con mala reputación. ¡Abajo esas palabras tan excesivamente empleadas de optimismo y pesimismo, porque cada día hay menos motivos para su uso y sólo a los charlatanes les siguen siendo imprescindibles! Así, ¿qué razón puede haber hoy para ser optimista, si ya no hay que hacer la apología de un dios que debía crear el mejor de los mundos, dado que él es bueno y perfecto? ¿Qué ser pensante necesita todavía la hipótesis de un dios? Ahora bien, tampoco tenemos ya motivo alguno para hacer una profesión de fe pesimista, si no pretendemos vejar a los abogados de ese dios, a los teólogos o a los filósofos teológicos, ni afirmar con fuerza lo contrario: que el mal impera, que el dolor es mayor que el placer, que el mundo es una chapuza, la aparición en la vida de una voluntad malvada. Pero ¿quién se preocupa ya de los teólogos de no ser los propios teólogos? Abstracción hecha de toda teología y de todo intento de combatirla, huelga decir que el mundo no es ni bueno ni malo, que dista de ser el mejor o el peor, y que las ideas de «bueno» y de «malo» sólo tienen sentido para el pensamiento humano, aunque ni siquiera en él resultan justificables dada la forma como se emplean. En cualquier caso, hemos de renunciar a una concepción injuriosa o laudatorio del mundo. 50 29. Embriagado por el perfume de las flores. Se piensa que la nave de la humanidad tiene mayor calado cuanto más carga transporta. Se cree que cuanto más profundo es el pensamiento del hombre, más tiernos son sus sentimientos, más elevada la valoración que hace de sí mismo y mayor su distanciamiento de los demás animales; que cuanto más parece al genio de los animales, más se acerca a la esencia real del mundo y del conocimiento. Esto lo consigue realmente mediante la ciencia, pero cree lograrlo más aún mediante las religiones y las artes. Estas son, ciertamente, una floración del mundo, pero no está en modo alguno más cerca de la raíz del mundo que el tallo: no se puede extraer de ellas un mejor entendimiento de la esencia de las cosas, aunque casi todos lo crean así. El error ha hecho al hombre lo bastante profundo, tierno y creador como para hacer que se produjese esa floración que son las religiones y las artes. El simple conocimiento no hubiese podido lograrlo. Quien nos revelase la esencia del mundo, nos produciría a todos la mayor desilusión. Lo que se encuentra tan rico de sentido, lo que resulta tan profundo, tan maravilloso, tan
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