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CREACIÓN, GRACIA, SALVACIÓN Colección «ALCANCE» 46 Juan Luis Ruiz de la Peña CREACIÓN, GRACIA; SALVACIÓN Editorial SAL TERRAE Santander © 1993 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-1099-1 Dep. Legal: BI-1.615-93 Fotocomposición: Didot, S.A. - Bilbao Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao índice Prólogo a una historia de amor 9 1. Creación: un amor que da el ser al mundo 12 D e G n a Jn 1 15 La noción teológica de creación 18 Evaluación de los modelos explicativos .. 22 a) Dualismo y monismo 23 b) Fisicalismo 25 c) Emergentismo 26 d) El saldo resultante 28 La creación, misterio de fe 30 La apropiación laica de la fe en la creación 32 Fe en la creación y praxis cristiana 34 a) Una metafísica del amor 34 b) Una concepción del tiempo como historia 36 c) Una secularización del mundo 38 d) Una acción fundada en la voluntad de entrega libre y gratuita 40 o Creación, gracia, salvación 2. El hombre: hacia la recomposición de la imagen ... 44 La antropología teológica ante la imagen en fragmentos 45 El hombre es uno en cuerpo y alma 51 a) El hombre es cuerpo 51 b) El hombre es alma 54 c) El hombre es uno en cuerpo y alma 57 El hombre es persona 60 a) La idea de persona 61 b) La actual crisis del carácter personal del hombre .. 62 c) La imagen de Dios es persona 65 El hombre es libertad 67 a) El «no» a la libertad 67 b) Fe cristiana y libertad 69 3. Hombre y Dios, libertad y gracia 76 Breve historia del contencioso hombre-Dios 77 a) Negar a Dios para afirmar al hombre 11 b) Negar la gracia de Dios para afirmar la libertad del hombre 80 c) Negar la libertad del hombre para afirmar la gracia de Dios 84 El «sí» a la gracia, un acto de libertad ... 85 a) Qué es la gracia 86 b) Libertad y gracia 88 La muerte de Dios, ¿resurrección del hombre? 94 a) Un mundo sin Dios ¿es más inteligible? 95 índice 7 b) Una historia sin Dios ¿es más esperanzada? 96 c) Un hombre sin Dios ¿es más humano? 99 4. Salvación: una existencia agraciada 105 Salvación 107 a) Salvación: una idea difícil 108 b) Crisis de la idea cristiana de salvación 111 c) La situación actual 112 En Jesús está la salvación 115 a) La vida 115 b) La muerte 118 c) La resurrección 120 Jesús es la salvación 122 La salvación de Jesucristo 125 a) El extraño Dios de la fe cristiana .. 125 b) Ni la cruz sola ni la resurrección sola 128 c) Las dimensiones históricas de la salvación 130 d) La dimensión escatológica de la salvación 135 Epílogo: apostar por la esperanza 138 Prólogo a una historia de amor El propósito de estas páginas es simple: se trata de mostrar en ellas que la historia de la relación hombre-Dios es una historia de amor. Su pro- tagonista principal es Dios, quien a través del acto creador y del don de sí mismo posibilita la libertad del hombre, sustenta su dignidad, alien- ta la implicación en un proyecto de humanidad solidaria y avala el sueño utópico de una plenitud posible. Nuestra historia comienza con la creación, que no es una especie de atrio de los gentiles o territorio religiosamente neutral, sino (según la Biblia) el primero de los gestos de amor que Dios irá prodigando en adelante; un amor que da el ser al mundo y merced al cual la realidad puede ser leída como fruto, no del binomio azar- necesidad, sino de la libertad, y que por ello va a ser escenario de un diálogo de libertades. Porque, en efecto, nuestra historia tiene a Dios como protagonista principal, pero no úni- co. También el hombre la protagoniza. Para esto 10 Creación, gracia, salvación ha sido creado como «imagen de Dios»: para ser interlocutor suyo y conducir así el diálogo de libertades al que acaba de aludirse. Sin embargo, y por desgracia, el ser humano es hoy una imagen fragmentada. Para recons- truir sus rasgos constitutivos es preciso respon- der a tres interrogantes: ¿qué es el hombre?, ¿quién es el hombre?, ¿cómo es el hombre? Una vez que se ha dado respuesta a esta triple pre- gunta, el sujeto humano recupera su capacidad de relación al tú divino. Pero ¿será cierto que el hombre posee esa capacidad? ¿Es posible una relación interper- sonal entre el creador y la criatura, el infinito y el finito? El ateísmo moderno responde nega- tivamente y, puesto en el trance de tener que elegir entre Dios y el hombre, opta por éste frente a aquél. Un anticipo de ese planteamiento antinómico se dio también intramuros de la Iglesia, cuando Pelagio primero y Lutero después estimaron im- posible la conciliación de la libertad humana y la gracia divina. Así pues, para que la historia que hemos prometido sea viable, deberá mostrarse que el hombre y Dios, la libertad y la gracia, lejos de oponerse, pueden encontrarse. O, mejor, que se han encontrado, de hecho, en Jesucristo. En él se revela diáfanamente que la suprema gratuidad de Dios es la suprema necesidad del hombre. Él Prólogo a una historia de amor 11 es lo que la fe cristiana llama «gracia» y lo que la literatura religiosa en general denomina «sal- vación»: el ser de Dios dándosenos. «Creación», «gracia», «salvación» son, pues, las tres categorías clave con las que se elabora nuestra historia de amor y a cuya ex- posición asistiremos a lo largo de las presentes páginas. Para redactarlas me he servido a menudo de trabajos anteriores, particularmente de la trilogía que compone mi antropología teológica («Teo- logía de la creación» - «Imagen de Dios» - «El don de Dios»). Los lectores que la conozcan encontrarán en los tres primeros capítulos de este libro ideas (e incluso párrafos) ya presentes allí, pero ahora en forma más condensada y accesible (al menos, así lo pretendo y espero). Porque de lo que se trata (y pido perdón por repetirme) es de contar una historia, y de hacerlo lo más sencillamente posible. Ojalá la realiza- ción no diste mucho del propósito, y el libro ayude a sus lectores a mejor comprender «cuál es la anchura y la longitud, la altura y la pro- fundidad» del amor de Dios, tal y como se nos ha manifestado en Cristo. 1 Creación: un amor que da el ser al mundo «Amas a todos los seres, y nada de lo que hiciste aborreces; si algo odiases, no lo habrías creado. ¿Y cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no la hubie- ses llamado? Mas Tú todo lo perdonas, porque todo es tuyo, Señor que amas la vida» (Sb 11,24-26). Cuando se piensa en la doctrina cristiana de la creación, el pensamiento se dirige casi au- tomáticamente al primer capítulo del Génesis, que es también la primera página de la Biblia: el majestuoso relato-poema que nos narra los orígenes de la realidad creada. Y, sin embargo, es el bello pasaje sapiencial que acabo de citar, más aún que Gn 1, el que suministra con mayor nitidez la clave interpretativa del concepto bí- blico de «creación». Creación: un amor que da el ser al mundo 13 Con este concepto, en efecto, la Biblia no se refiere, ni primaria ni exclusivamente, a la pregunta por el origen del mundo y de los seres que lo habitan. La idea bíblica de «creación» se expresa con el verbo bar a, que denota no sólo la acción de dar principio a la realidad, sino también la acción restauradora (re-creadora) y consumadora de esa realidad. Con otras pala- bras: Dios crea cuando: a) llama a los seres que no son para que sean; b) sostiene a las criaturas en la existencia, elige a un grupo humano para que se convierta en su pueblo y rehace la crea- ción degradada por el pecado; c) conduce esa creación redimida a la plenitud de ser y de sen- tido que es la salvación. En cada una de estas acepciones de la idea de creación, un atributo divino se destaca sobre cualquier otro: el amor. Dios crea como salva. O, mejor: Dios crea para salvar. Y ello significa, entonces, que la acción creadorapone de ma- nifiesto, más que la omnipotencia, la bondad irrestricta, la generosidad ilimitada y el amor gratuito de un Dios que actúa movido exclusi- vamente por su libérrima voluntad de comuni- carse. Es precisamente este rasgo lo que se sub- raya en Sb 11,24-26: «amas a todos los seres..., Señor que amas la vida». Por eso es de lamentar que este hermoso texto sea tan poco conocido y se asocie tan raramente a la teología bíblica de la creación, siendo así que en él se expresa, 14 Creación, gracia, salvación con tanta precisión como sobriedad, lo más es- pecífico de dicha teología. Por otra parte, el texto no nos habla de la creación sólo por lo que toca al creador. Nos dice algo muy importante que atañe a la criatura: ésta subsiste porque Dios quiere, y se conserva porque él la ha llamado, de modo que «todo es suyo». La idea de creación implica, pues, una relación de dependencia absoluta de la criatura respecto del creador; la realidad surgida del puro y gratuito amor divino no tiene en sí la razón de su existencia, no existe por o para sí misma, sino por y para ese amor que le dio graciosa- mente el ser. La doctrina de la creación, en suma, más que responder a la cuestión de los orígenes, es una toma de postura sobre la cuestión del fun- damento y del sentido último de la entera rea- lidad mundana. Se recortaría ilegítimamente su alcance si se la convirtiera en pura arqueología (lógos del arché: pregunta por el comienzo). Esta visión reduccionista, centrada en el interés arqueológico, se da más bien en las ciencias de la naturaleza, no en la teología bíblica. Lo que en ésta se pretende es revelar a los creyentes el porqué y el para qué de la realidad creada (y no el cuándo o el cómo de su emergencia). El por- qué es el amor divino en cuanto comunicador de ser; el para qué es ese mismo amor en cuanto salvador y plenificador de todo lo creado. Creación: un amor que da el ser al mundo 15 D e G n l a J n l Dicho cuanto antecede, no extrañará que sólo en una época relativamente tardía aparezca en la Biblia una reflexión explícita sobre la idea de creación, y que ésta haya sido precedida por la idea —teológica y cronológicamente priorita- ria— de alianza. Antes de confesar que Dios había creado el mundo de la nada, Israel reco- noció que Dios se había creado un pueblo de la nada. Cuando se explicite la tesis creacionista, se deberá a una dolorosa circunstancia histórica: el exilio en Babilonia, que —reproduciendo la situación de esclavitud que el pueblo había pa- decido en Egipto— pondrá a prueba la fe y la esperanza de Israel en Yahvé: ¿acaso se habrá olvidado de su promesa? ¿O será que, después de todo, su poder es limitado? El «libro de la consolación de Israel» (Is 40ss) responde a estos interrogantes con una categórica aserción de la omnipotencia y la fi- delidad divinas: lo mismo que, en los tiempos antiguos, Yahvé se creó un pueblo de la nada y lo liberó del poder egipcio, así ahora lo recreará de nuevo y lo rescatará de su destierro. Ello es posible y cierto, porque él es el todopoderoso, el creador de los cielos y la tierra, del mismo modo que es el cumplidor de su promesa y el sostenedor de la alianza (Is 40,22-28; 42,5-6; 44,24-26; 51,9-11). En la misma circunstancia histórica y con la misma intención teológica, surge la cosmogonía 16 Creación, gracia, salvación bíblica de Gn 1,1 — 2,4a. Aquí la creación es vista como el punto de arranque de una corriente que lleva a la vocación de Abraham (Gn 12): los «orígenes» (toledot) del mundo (Gn 2,4a) y los de Israel son sendos hitos de un mismo de- signio histórico-salvífico. Gn 1 no es, pues, un fragmento de ciencias naturales destinado a sa- tisfacer una curiosidad cosmológica; es una pá- gina —la primera—- de la historia de salvación con la que el autor quiere atajar la crisis de fe y confianza por la que pasa el pueblo en el exilio, revalidando un monoteísmo estricto, desdivi- nizando y desencantando ciertos elementos mundanos (las aguas, la Tierra Madre, los as- tros, el caos primordial...) que otras cosmogo- nías identificaban con la divinidad, y —sobre todo— subrayando que los seis días de la acción creadora tienden hacia el séptimo día; o, lo que es lo mismo, que la creación es para la salva- ción, toda vez que el sábado (el día séptimo) es el sacramento de la alianza salvífica (Ex 31,13.16-17). El Nuevo Testamento aporta a la doctrina bíblica de la creación la inserción en ella del hecho-Cristo, pero sin modificar la perspectiva: lo mismo que la fe en Dios creador se explícito en el Antiguo Testamento merced a una refle- xión sobre el Dios salvador, de forma análoga el Nuevo Testamento reconocerá a Cristo una función creadora como extrapolación de su fun- ción salvadora. Así pues, también aquí la idea Creación: un amor que da el ser al mundo 17 de creación está teológicamente subordinada a la de salvación. Que la creación es para la salvación se for- mula claramente en diversos textos creacionistas paulinos, en los que se estipula que la totalidad de lo real (tá pánta) ha sido hecha por y para Cristo: él está al final de la historia como sal- vador, porque está en su comienzo como crea- dor; la causa eficiente y la causa final coinciden (1 Co 8,5-6; Col 1,15-20; Ef 1,3-14), de modo que el mundo exhibe una neta impronta cristo- céntrica. El prólogo del evangelio de Juan es una re- lectura de Gn 1 a la luz del acontecimiento- Cristo; la palabra divina por la que Dios creó y se reveló «al principio» se ha encarnado en Je- sucristo, por quien la creación y la revelación de Dios llegan a su plenitud. La secuencia crea- ción-salvación se enriquece ahora al intercalarse entre ambos polos la encarnación del creador- salvador. El prolijo desarrollo de Gn 1 se con- densa aquí lacónicamente en una doble oración, una de signo asertivo («todo se hizo por el Lo- gos»), y otra que reitera en negativo la misma idea («sin el Logos no se hizo nada de cuanto fue hecho»). Con esta redacción curiosamente redundante («por él, todo; sin él, nada») se sella el núcleo de la fe cristiana en la creación. Si, como se advirtió al principio, dicho núcleo consiste, a 18 Creación, gracia, salvación fin de cuentas, en reconocer que la iniciativa creadora es la expresión del puro amor gratuito de Dios, en ningún lugar mejor que en el prólogo de Juan se hace perceptible tal cosa. Porque lo que ahí se nos dice, con insuperable concisión y justeza, es que Dios creó el mundo para en- carnarse, se encarnó para salvarnos y nos salva comunicándonos generosamente la plenitud de su gracia y su fidelidad (Jn 1,14-16). La noción teológica de creación El primer artículo del Credo confiesa a Dios como «Padre todopoderoso» y «creador del cielo y de la tierra». Merece notarse que, de los tres predicados que se adjudican aquí a Dios, el pri- mero es el de «Padre»: la paternidad divina es la verdad básica que proclama el creyente. Es esa cualidad paternal de Dios lo que sirve de fundamento a su omnipotencia creadora, y no al revés. Lo cual significa que (al igual que sucedía ya en la Biblia) la creación es vista, sobre todo, como expresión del amor gratuito, benevolente, del creador, y no como alarde ex- hibicionista de su poder. La omnipotencia de Dios no es fin en sí misma, sino el medio por el que se manifiesta su generosidad comunica- tiva. Pero ¿qué se entiende por crear! Durante siglos, la teología operó con un concepto de creación que la interpretaba como «producción Creación: un amor que da el ser al mundo 19 de algo a partir de nada». Tal definición era la adecuada en el marco de una cosmovisión es- tática en la que los diversos entes mundanos aparecen en su ser respectivo desde el comienzo, siempre idénticos a sí mismos. Cuando el mundo se concibe como un conjunto de criaturas in- variables a través del tiempo, la acción de poner a dichas criaturas en la existencia sólo puede describirse como un producirlas de lanada. Ahora bien, las cosas cambian sensiblemen- te cuando se opera con una cosmovisión evo- lutiva, en la que todos los seres actualmente existentes se prolongan hacia atrás y proceden de formas de ser anteriores e inferiores, de las que derivan por sucesivas mutaciones. En este marco cosmovisivo, la noción clásica de crea- ción no es aplicable a casi nada de lo existente, pues casi todo procede de algo, no de nada; falta así la nota específica de la definición tradicional (la ausencia de materia preexistente sobre la que se ejerce la acción creadora). ¿Cómo concebir, entonces, la creación en un mundo en evolución? Indudablemente, ha tenido que haber una «producción de algo desde la nada»; al primer ser existente fuera de Dios le sigue conviniendo esta noción de creación. Pero a partir de ahí entraría en juego otra mo- dalidad creativa, esto es, otra forma de actuar, exclusiva y absolutamente divina, para dar el ser a las cosas. Allí donde surge algo inédito, cualitativamente distinto, mayor y mejor que lo 20 Creación, gracia, salvación anterior, allí surge algo que, por hipótesis, su- pera la capacidad operativa de lo ya existente y, consiguientemente, demanda otro factor cau- sal, amén del empíricamente detectable: la ac- ción creadora de Dios. Cuando la teoría de la evolución es pensada a fondo y coherentemente, se cae en la cuenta de que lo que en ella se afirma es que se da en la historia de lo real un proceso de autodesarrollo progresivo, un permanente plus-devenir, mer- ced al cual los seres se autotrascienden, rebasan su umbral ontológico, van de menos a más. ¿Cómo es ello posible? ¿Cómo lo más puede salir de lo menos, siendo así que nadie da lo que no tiene? La respuesta no puede hallarse en la sola causalidad creada, salvo —claro está— que se adscriba a la materia misma la facultad de auto trascenderse (volveremos sobre esta hi- pótesis más adelante); tiene que estar en la cau- salidad divina; una causalidad no inferior en ran- go ontológico a la de la productio ex nihilo y que, por tanto, ha de ser llamada creación. Al actuar esa causalidad creativa, Dios opera desde dentro de la causalidad creada informán- dola, potenciándola para hacer factible que ella misma traspase su límite. La acción divina no interrumpe la secuencia de las causas intramun- danas, no se intercala en la cadena como un eslabón más; de hacerlo así, Dios se degradaría, pasando a ser él mismo una causa intramundana Creación: un amor que da el ser al mundo 21 entre otras. La acción de Dios no es perceptible —no puede serlo—fenomenológicamente. Sin embargo, la suya es una causalidad hasta tal punto efectiva que es ella la que posibilita el proceso de plus-devenir de lo real, que de otra forma quedaría inexplicado, a falta de razón su- ficiente. Estando así las cosas, las ideas de causa eficiente y causa final se acercan hasta coincidir prácticamente —como se recordará que sucedía ya en la teología paulina de la creación—; el Dios creador no es sólo el que está en el origen de la criatura (causa eficiente, momento alfa del proceso); es además el que «tira» de la creación hacia adelante, el que la «atrae» o la «mueve» (causa final, momento omega del proceso), sus- citando en ella una incesante dinámica de au- totrascendimiento. Que Dios sea creador sig- nifica, pues, dos cosas: a) que da a la criatura el ser; b) que introyecta en la criatura la pulsión hacia el ser-más. Dicho cuanto antecede, es claro que la teoría de la evolución no excluye la doctrina de la creación. Evolucionismo no se opone a creacio- nismo; se opone a fixismo. Y el creacionismo puede expresarse tanto en términos evolucio- nistas como en términos fixistas. Cabe incluso añadir algo más: con no pocos científicos y fi- lósofos de la ciencia, conviene recordar que la teoría de la evolución es descriptiva, no ex- 22 Creación, gracia, salvación plicativa; que no hace inútil, sino que postula, una reflexión sobre el cómo y el porqué del fenómeno evolutivo; que esta reflexión puede desembocar en varios modelos (dualismo, mo- nismo espiritualista o materialista, creacionis- mo...); que, en suma, el concepto «creación» pertenece al ámbito del discurso explicativo, meta-físico (como, por lo demás, los materia- lismos a los que nos referiremos enseguida), y responde a la pregunta sobre el ser (¿por qué es algo, y no la nada?), mientras que el concepto «evolución» pertenece al ámbito del discurso descriptivo, físico, y responde a la pregunta so- bre el aparecer (¿cuándo y cómo aparecen estas cosas y no otras?). Evaluación de los modelos explicativos Si procedemos a un cotejo entre los diversos modelos explicativos antes mencionados, ¿qué grado de plausibilidad alcanzaría hoy la idea de creación que se acaba de diseñar? El creacio- nismo no lo tiene, en principio, más difícil que cualquier otra cosmovisión alternativa. En prin- cipio; todo ensayo de respuesta a las últimas preguntas será cuestionable siempre para la ra- cionalidad químicamente pura, al no ser sus- ceptible de demostración apodíctica o de vali- dación empírica. Y eso vale no sólo para el creacionismo, sino también para las hipótesis del dualismo o del monismo. Creación: un amor que da el ser al mundo 23 a) Dualismo y monismo Ninguna de estas dos cosmovisiones resulta aceptable para la fe cristiana. El cristianismo no puede ser dualista; no cree que haya parcelas de realidad contaminadas de antemano, impuras por naturaleza; no impone la censura previa o el veto a ninguna región de lo real; no alberga un sentimiento trágico de la realidad, como si fuese una magnitud partida en dos hemisferios beligerantes. A todo ello se opone el optimismo ontológico que hacía decir al autor de Gn 1: «...y vio Dios que era bueno...». De otro lado, el cristianismo tampoco puede ser monista; no cree que todo sea uno y lo mis- mo, que sólo exista el Gran Uno, el Ser Único; no acepta que el mundo sea absoluto, eterno, autosuficiente, autogenerado, capaz de cons- truirse a sí mismo por su propia virtud. Pero no es sólo la fe cristiana la que tiene motivos para cuestionar la validez de estas dos cosmovisiones, frente a las que cabe argüir con razones extrateológicas. Y así, en cuanto al dualismo, que tan po- derosa influencia ejerció en otras épocas, es obligado constatar su irreparable ocaso. Origi- nariamente, el dualismo ha nacido de una preo- cupación no ontológica, sino ética; la pregunta que lo ha generado versa, no sobre el origen del mundo, sino sobre el origen del mal. El mal, y no el ser, es la preocupación básica de la tesis 24 Creación, gracia, salvación dualista. Ante todo, porque es demasiado dis- tinto del bien para que pueda subsumirse, junto con él, en una realidad única y omnicompren- siva. Además, porque el mal existe en el mundo en tal cantidad y calidad, posee tal espesor y densidad, que por fuerza tiene que ser producto de un principio supremo, tan supremo como el que originó el bien. A partir de aquí, el problema ético accede al nivel ontológico: hay dos órdenes de ser; por tanto, hay dos principios de ser, irreductibles y mutuamente hostiles. He ahí el flanco vulnerable del dualismo: el desgarramiento que impone a la contextura de lo real. La realidad dualista es esquizofrénica: comprende regiones no sólo diferenciadas, sino irreconciliablemente enfrentadas. La inverosi- militud de esta hipótesis la ha puesto fuera de la circulación; el descrédito que actualmente pa- dece el dualismo es demasiado notorio para pre- cisar ilustraciones. En el otro extremo del espectro ideológico, el monismo materialista (su homónimo espiri- tualista desapareció del mapa ontológico con el idealismo alemán) tampoco lo tiene fácil. Sus dificultades comienzan por la imposibilidad en que se encuentran hoy tanto los físicos como los filósofos de la ciencia para ofrecer una defini- ción no vacua ni trivial ni tautológica del con- cepto clave del sistema, a saber,el concepto de materia. Por lo demás, la vieja y noble estirpe materialista conviene en la profesión común de Creación: un amor que da el ser al mundo 25 un monismo de sustancia —sólo hay una sus- tancia base: la materia; todo lo real es material, y sólo lo material es real—; pero a partir de ahí los materialismos se bifurcan hoy en dos fa- milias tan ferozmente enfrentadas como si de Capuletos y Mónteseos se tratara: materialismo fisicalista — materialismo emergentista. b) Fisicalismo El materialismo fisicalista preconiza, además del monismo de sustancia, un monismo de pro- piedades: todo lo real es material y todo lo ma- terial es físico; lo químico, lo biológico y lo psíquico no serían sino aspectos de lo físico. Lo que resulta de esta triple operación reductiva es un universo homogeneizado a la baja, sin des- niveles ni saltos cualitativos, en el interior del cual todo funciona de acuerdo con la misma legalidad, todo exhibe la misma textura e idén- ticas propiedades, desde el átomo de hidrógeno hasta el hombre. Esta grandiosa visión cuenta a su favor con la ventaja de la suma coherencia y ejerce la fascinación de lo supremamente simple; de ser cierta, se cumpliría con ella el viejo sueño del método científico: explicarlo todo con el menor número de leyes. Pero lo que a primera vista parece una ven- taja (la simplicidad del sistema, la economía del ser) se convierte pronto en un inconveniente. La 26 Creación, gracia, salvación homogeneización de lo real, su reducción a un único juego de leyes y propiedades, no da razón de la experiencia. El hombre capta su mundo como ámbito de lo diverso, no de lo idéntico; el fisicalismo, en cambio, nos habla de un mun- do donde todo es igual a todo, y nada es distinto de nada. Contra esta cosmovisión se alza, como advierte Popper, el hecho mismo de la evolu- ción, que supone el surgimiento de novedades reales e impredecibles, y no sólo de confor- maciones diversas de lo mismo. No es posible, pues —señala Popper—, ser a la vez fisicalista y darwinista; el darwinismo conduce más allá del fisicalismo. c) Emergentismo Por todo ello, el materialismo más cotizado hoy no es el fisicalista, sino el emergentista, más sofisticado y sutil. El materialismo emergentista defiende el monismo de sustancia (por eso es materialismo): todo lo real es material. Pero a este monismo sustancial le endosa un pluralismo de propiedades. La realidad material se articula en niveles de ser cualitativamente distintos: lo físico, lo químico, lo biológico, lo psíquico... Cada uno de estos niveles supone los anteriores, pero los supera ontológicamente y es irreduc- tible a ellos. El emergentismo puede así dar cuenta de la prodigiosa diversidad de lo real; y puede asi- mismo —o, más bien, debe— admitir el hecho Creación: un amor que da el ser al mundo 27 de la evolución como plus-devenir, como emer- gencia de entidades distintas, mayores y mejores que lo anterior. Pero tampoco este materialismo emergentis- ta está exento de dificultades. Ante todo, cabe preguntarse si sigue siendo todavía un monismo. «Si entre ser y ser se dan saltos cualitativos, ¿no es esto pluralismo?», arguye con razón el fisi- calista a su pariente emergentista. La afirmación del monismo de sustancia parece más una coar- tada para esquivar la acusación de herejía on- tológica que un principio coherentemente inte- grable en el sistema monista. En segundo lugar, el emergentismo afirma el hecho de la emergencia de novedad, pero no da razón suficiente del mismo. Gustavo Bueno formula así la objeción clave al emergentismo: «¿Cómo puede emerger algo no prefigurado sin ser creado?». O, con otras palabras: ¿cómo lo más puede salir de lo menos; cómo algo puede dar lo que no tiene? Si se responde que ese plus emergente estaba efectivamente precontenido o preformado en lo anterior, entonces se involu- ciona hacia el fisicalismo, a saber, hacia una visión de lo real en la que nada surge que sea realmente nuevo o cualitativamente diverso. Más que de novedad, habrá que hablar entonces de epifanía o desvelamiento progresivo de lo presente y latente desde siempre, contradiciendo así el postulado básico de la evolución. De he- 28 Creación, gracia, salvación cho, esto es lo que significa en rigor el término emergencia: surgimiento de lo sumergido (de lo presente en estado latente). d) El saldo resultante Hasta aquí, la discusión con las concepciones alternativas a la fe en la creación. Con esta su- maria revisión crítica tan sólo se pretendía con- firmar algo dicho más arriba: que toda cosmo- visión implica una metafísica, pertenece al ám- bito discursivo de la oncología y no puede ser convalidada sólo en base al discurso propio de las ciencias de la naturaleza. Sostener, por tanto, que el materialismo es más «científico» que el creacionismo es, lisa y llanamente, una necedad. Uno y otro sistema habrán de acreditarse desde la razonabilidad y la potencia propositivo-explicativa de una op- ción metacientífica, meta-física. Dicho lo cual, es lícito añadir que la noción de creación expuesta anteriormente puede tomar a su cargo, con rigor y solvencia, el dato no- vedad emergente; que está habilitada para dar razón de la milagrosa riqueza, variedad y di- versidad de lo real. La idea de creación conten- dría, pues, un pluralismo emergentista fuerte o estricto, sin veleidades monistas ni dualistas, dispuesto a aceptar la realidad tal cual es: múl- tiple, distinta, sinfónica; no única, uniforme, monódica. En este sentido, la cosmovisión crea- Creación: un amor que da el ser al mundo 29 cionista puede concurrir —sin jactancias, pero sin complejos— en el mercado de las lecturas de lo real hoy en curso. Por lo demás, no se olvide algo que ya avan- zábamos antes: la doctrina cristiana de la crea- ción no quiere ser una teoría sobre el origen del mundo o las modalidades de sus comienzos; es más bien una interpretación religiosa de lo mun- dano, según la cual el mundo es porque Dios le ha conferido el ser. Así pues, lo que a la doctrina de la creación le importa sostener es que el mundo existe como criatura; que no tiene en sí la razón de su exis- tencia; que no es una magnitud absoluta. Según Ja fe creacionista, el ser deJ mundo está im- pregnado de precariedad e implica una esencial relación de dependencia (sin que ello obste, se- gún se verá más adelante, al reconocimiento del valor, bondad, belleza y verdad del orden creado). Esta fe va, pues, más allá del problema de los orígenes; mira más bien al problema de la naturaleza de lo real, de su textura ontológica, para afirmar que la condición propia del mundo es su creaturidad. A partir de ahí, lo que se plantea con el concepto de «creación» es el tipo de relación vigente entre Dios y el mundo, el creador y su creación. Supuesto que se trata de una relación 30 Creación, gracia, salvación de dependencia, ¿cómo se modulará, de hecho y en concreto, tal relación? Al buscar una respuesta a esta pregunta, la fe cristiana advierte que la doctrina de la crea- ción no es un tema filosófico, propio de la on- tología, la cosmología o la teología natural. Es, sobre todo, una doctrina religiosa, una verdad de fe. La creación, misterio de fe La creación —lo hemos visto ya— es la primera afirmación del credo cristiano; es, pues, un mis- terio de fe. Hasta tal punto era cierto esto para Lutero que, en su opinión, «el artículo de la creatio ex nihilo es más difícil de creer que el artículo de la encarnación»; opinión, sin duda, hiperbólica, pero significativa en su misma exa- geración. " En todo caso, estando como estamos ante un aserto de fe, hay que resistirse a la tentación de comprometerlo con una determinada cos- movisión; la fe no puede estar ligada a tal o cual imagen del mundo, sino que ha de conservar siempre su libertad frente a cualquier tipo de cosmología. El contenido de la palabra revelada rebasa siempre toda teoría científicay, en ge- neral, toda formulación humana. Que la idea de creación, en cuanto afirma- ción de fe, desborda cualquier discurso profano, Creación: un amor que da el ser al mundo 31 para instalarse en la esfera del misterio sólo ac- cesible por revelación, es algo que se pone de manifiesto cuando se pasa del primer artículo del credo al segundo y se constata la estrecha relación vigente entre ambos; cuando, con otras palabras, se lee el artículo de la creación a la luz del artículo de la encarnación. Porque es entonces, y sólo entonces, cuando se nos desvela la esencia verdadera del ser creatural: la criatura es lo que el creador ha querido llegar a ser. Dios no es sólo el creador de un mundo distinto de él; Dios es, él mismo, criatura; la forma de existencia definitiva del Dios revelado en Cristo es la encarnación. En estas formulaciones late la novedad inau- dita del cristianismo, su carácter decididamente escandaloso. Por la encarnación, el Dios Hijo (el misterio por antonomasia) ha devenido un fragmento de la creación («primogénito de la creación», lo llama Pablo en Col 1,15), de su historia, de su materialidad. De donde se sigue que esa creación es ciertamente misterio de fe, al contener a aquel que es, lisa y llanamente, el misterio. Pero, además, esa fe cristiana en la creación no es ya la fe judía: Gn 1 es el estadio inicial e incompleto de una doctrina bíblica que culmi- nará con la revelación de la encarnación del creador. Jn 1 —y no Gn 1— es su texto nor- mativo, pues sólo en Cristo se esclarece el por- qué y el para qué de las criaturas, y sólo en 32 Creación, gracia, salvación Cristo sabemos finalmente lo que la realidad creada es en último análisis: lo infinitamente distinto de Dios y, con todo, lo sustancialmente asumible en el ser personal de Dios. El valor y la dignidad del ser creado son tales que el mis- mo creador puede devenir criatura. En verdad, ninguna cosmovisión, ningún lógos filosófico o religioso ha fijado nunca tan alta cotización a lo mundano. La apropiación laica de la fe en la creación El misterio de fe que es la creación está siendo objeto de una especie de reconversión o reduc- ción al estado laical. Las nociones de creación, creatividad y creador han experimentado un proceso creciente de expropiación por parte de las cosmovisiones seculares, en virtud del cual se transfieren al ser humano, erigido en entidad autónoma, las competencias otrora reconocidas al poder central divino. Tal operación de trans- ferencia, iniciada con el Renacimiento, va a ser consumada por el ateísmo postulatorio y la fe en el progreso de finales del siglo xix. El mar- xismo es, sin duda, la expresión más acabada de la misma. La crítica marxista de la idea cristiana de creación —que se mantiene incluso en un mar- xismo tan poco convencional como el de Bloch— se basa en un penoso equívoco: el temor Creación: un amor que da el ser al mundo 33 a que una relación de dependencia acabe con la consistencia del hombre, liquide la autonomía de su libertad y coarte su capacidad operativa. Pues bien, ese temor puede estar justificado cuando al hombre se le hace depender de una divinidad extrabíblica. Zeus y Prometeo —el dios y el hombre de la metafísica griega— son magnitudes antinómicas; para Prometeo, el he- cho de depender de Zeus conlleva una situación de esclavitud. Pero el modelo bíblico de la re- lación Dios-hombre no es ése. Yahvé no es Zeus; no es el dios celoso de sus prerrogativas, sino el Dios de la alianza y la encarnación. Y Adán no es Prometeo; no es el rival, sino la imagen de Dios. La dependencia del creador no conlleva la alienación de la criatura, sino su liberación. La actividad de la criatura no es un atentado contra la obra del creador; muy al con- trario, es una prolongación de dicha obra, pre- vista y querida por el propio creador, el cual entrega al hombre el mundo recién surgido a la existencia para que aquél, en su calidad de ima- gen (representación vicaria) de Dios (Gn l,26ss), lo conduzca hacia su consumación. Esgrimir, pues, la creatividad humana como profilaxis contra la creatividad divina es incurrir en una colosal mistificación de ambas. La fe en la creación no mengua ni la grandeza del hombre ni la autenticidad de su compromiso en la cons- trucción del mundo. 34 Creación, gracia, salvación En realidad, esa fe opera en el sentido con- trario: lejos de servir como coartada para una ideología evasionista y un modelo de salvación desencarnado, funciona como estímulo para la empresa de edificar el mundo como hogar de la gran familia humana. Tendremos ocasión de volver sobre estas afirmaciones más adelante. Baste, por ahora, con dejar sentado que: a) el mundo es creación de Dios; b) es también con- creación del hombre, imagen de Dios. Fe en la creación y praxis cristiana La doctrina de la creación no es un mero cons- tructo teórico, sino que surte efectos en la praxis, induce una comprensión específica de la reali- dad e impone un modo peculiar de instalación en esa realidad y de acción sobre ella. En con- creto, la fe en la creación implica una metafísica del amor, una concepción del tiempo como his- toria, una secularización de la realidad mun- dana, una acción fundada en la voluntad de en- trega libre y gratuita. a) Una metafísica del amor Ya hemos visto cómo, fuera del marco bíblico, o bien se concibe la realidad como simple par- cela de la totalidad única y englobante (pan- teísmos), o bien se la hace derivar orgánica- mente, casi biológicamente, de su(s) princi- pio(s) fontal(es) (dualismos). Creación: un amor que da el ser al mundo 35 Pues bien, en ambos casos la realidad es teogonia, génesis del Absoluto. Su canon fun- dacional es la necesidad, no la libertad: el Gran Uno no puede no existir; el/los principio(s) no puede(n) no emanar. Pero donde no hay libertad tampoco puede haber amor; éste, en efecto, no es posible sin alteridad y sin el libre consenti- miento de las partes. Así pues, si, por hipótesis, sólo existe el Ser Único de la cosmovisión pan- teísta, o si el Ser ha de segregar los seres ne- cesariamente, como piensa toda cosmovisión dualista, el amor queda al margen de la urdimbre de la realidad. La noción bíblica de creación sustituye, de una vez por todas, la necesidad por la libertad. La realidad, la historia, surgen del amor; a una /eo-logía de la paternidad de Dios («creo en Dios Padre... creador») corresponde una oncología de la agápe, del puro don amoroso y gratuito. A eso apuntaba, en definitiva, la vieja fór- mula de la creado ex nihilo: nada obliga a Dios, en nada se apoya Dios para crear, sino en su soberana y libérrima voluntad de comunicación. La idea de «creación desde la nada» (que, según ha dicho alguien, significa en realidad «creación desde la plenitud desbordante») es extraña al pensamiento extrabíblico, porque a ese pensa- miento le es extraña, a su vez, la idea de un Dios-Padre. Sólo de un Dios cuyo ser es, pura y simplemente, amor (1 Jn 4,8.16) puede pre- dicarse, no la autogénesis, no la emanación ne- 36 Creación, gracia, salvación cesaría, no la producción forzada, sino la crea- ción, es decir, la puesta en la existencia de lo distinto de sí como algo querido libremente y, por ende, digno de ser amado en tanto que dis- tinto. Resumiendo: Dios es Padre; Dios es per- sona; Dios es libre; Dios crea libremente; luego crea, única y exclusivamente, por amor. He aquí la primera cosa a tener presente cuando uno se pregunta por la interpretación cristiana de la realidad y de la historia: realidad e historia se han originado del puro amor. Veremos pronto las consecuencias prácticas de este aserto. b) Una concepción del tiempo como historia A la representación cíclica del tiempo, común a las cosmovisiones extrabíblicas, la fe en la creación opone la representación lineal y ideo- lógica. La cultura griega y las civilizaciones orientales estaban dominadas por la fascinación delcírculo, símbolo de lo inmutable, lo eterno y, por ende, lo verdadero. En efecto, en el mo- vimiento cíclico no hay novedad ni cambio real; hay sólo la perpetua recurrencia de lo mismo. Así pues, lo circular es lo inmutable; pero lo inmutable es lo eterno, y lo eterno es lo ver- dadero. Ahora bien, en esta concepción no hay lugar para la novedad, para la revolución, para la Creación: un amor que da el ser al mundo 37 irrupción de lo distinto y mejor; ahí sólo cabe lo antiguo repetido, la consagración del status quo. No la revolución, sino la circunvolución, la rueda girando sobre sí misma en el vacío, es lo que entraña la temporalidad cíclica. Venimos desde siempre de lo mismo; vamos siempre a lo mismo; nihil novum sub solé. De esta representación circular del tiempo se nutre la tragedia griega, que no es sino una desgarradora meditación sobre el poder absoluto de la ananké, del destino ciego e inexorable: lo que nos vaya a suceder ya está escrito, ha su- cedido antes, está sucediendo desde siempre y para siempre, porque «la historia se repite»... Es inútil resistirse: hay que plegarse; hay que sufrir el proceso histórico como sino; toda re- belión acaba en tragedia. Pues bien, la fe cristiana afirma que el tiem- po es irreversible y no da marcha atrás; que tiende hacia una meta y progresa hacia ella; que mide, no la involución o la regresión, sino el crecimiento hacia la plenitud salvífica de todo lo existente. El tiempo es historia, y la historia es historia de salvación. Así pues, el hechizo malsano del círculo vicioso se desvanece cuando se contempla la realidad en proceso de creación abierta que, porque ha tenido un comienzo, ten- drá un término consumador. El mundo no es un hecho cerrado; es un devenir, cuya iniciativa corresponde a Dios, pero cuya gerencia atañe al hombre, imagen de Dios. De la resignación es- .w Creación, gracia, salvación tática ante lo inmutable se pasa a la explotación dinámica de una realidad en proceso, cuyas po- sibilidades es preciso extraer para cumplir el encargo divino de llevar el mundo al gran sábado de la salvación escatológica (Gn l,28ss). c) Una secularización del mundo Se ha indicado anteriormente que la fe en la creación desdiviniza la realidad: ésta no es ni una parte de Dios ni un momento de su génesis; es, simplemente, su criatura. La realidad des- divinizada resulta así desdemonizada. El hom- bre había vivido en un mundo encantado y había soportado la atracción magnética de fuerzas cós- micas que, en su colosal grandeza, se le reve- laban como teofanías y lo esclavizaban; la na- turaleza había subyugado a la persona. La doc- trina de la creación permite al mundo, por primera vez, ser mundano, no divino; y permite al hombre, por tanto, considerar el mundo como gobernable, no intangible. No es casual que la civilización científico-técnica se haya desarro- llado en regiones dominadas por la fe en la crea- ción, cuyos habitantes le han perdido el temor sacro a la naturaleza. Decir, con los panteísmos materialistas, que la materia es increada, subsistente, autosufi- ciente y eterna, no es negar a Dios; es convertir la materia en Dios, bajar a Dios del cielo a la tierra, sacralizar, mitificar la realidad secular. Contra tamaña mistificación, la fe cristiana afir- Creación: un amor que da el ser al mundo 39 ma que lo real es secular, profano, no divino ni sagrado. Y eso es algo que la praxis cristiana no debe olvidar; el objetivo de esa praxis no puede ser la sacralización del mundo, sino su secularización. Dicho de otro modo: la praxis cristiana ha de oponerse a todo ensayo de ab- solutización o divinización de la realidad creada, que falsificaría lo mundano y no le dejaría ser lo que es. Por otro lado, el mundo profano es, justa- mente en su profanidad, supremamente valioso, no sólo porque Dios le ha dado el ser por la creación, sino porque ese mismo ser de la rea- lidad creada ha sido integrado para siempre en el ser de la divinidad creadora por la encarna- ción; la encarnación del creador autentifica y avala la creación, la cual no es, no será nunca —aunque a veces lo parezca— una causa per- dida. La realidad es una magnitud fundada, no infundada. Es digna de crédito; merece la pena comprometerse por ella a fondo, como el propio Dios lo ha hecho al encarnarse en ella. En suma, la realidad mundana es profana, no sagrada; pero, en virtud de la encarnación, ostenta una estructura sacramental, es signo eficaz de la presencia real del creador en ella. Si a esto se une, por una parte, el hecho de que Dios es el único Señor de lo creado («de Yahvé es la tierra y cuanto hay en ella, el orbe y los que en él habitan»: Sal 24,1), ante el que el hombre deberá responder de su gerencia, y, por 40 Creación, gracia, salvación otra, que el mundo ha sido puesto en manos del hombre como el menor de edad es confiado al tutor, no para que lo explote en su provecho, sino para que favorezca su crecimiento y haga posible su madurez, entonces resulta claro que la fe en la creación requiere una praxis que, por un lado, salvaguarde esa índole sacramental de la realidad creada a la que se acaba de aludir y, por otro, haga del mundo el hogar acogedor de la entera familia humana. La fe en la creación implica, pues, una ética ecológica, un modelo de relación hombre-na- turaleza que permita contemplar ésta como casa (oikía) y patria del ser del hombre, como crea- ción desencantada y, a la vez, sacramentada por la real presencia en ella del creador y por la encarnación en ella del mediador de la crea- ción. d) Una acción fundada en la voluntad de entrega libre y gratuita Hemos visto más arriba cómo la realidad se en- raiza en el amor creador de Dios. Ello significa que esa realidad será tanto más auténtica y más conforme a su estructura cuanto más vigencia tenga en ella aquel amor fundacional. La praxis cristiana ha de tender a hacer vi- sible este principio configurador de la realidad; tiene que poner de manifiesto que el mundo no se construye sólo con análisis sociopolíticos ni Creación: un amor que da el ser al mundo 41 a golpe de decreto-ley; que no se edifica con indiferencia, y mucho menos con odio, sino, sobre todo, con amor. Recuérdese, además, que el amor creador surge desde la nada, a saber, desde la liberalidad de lo supremamente gratui- to. En el evangelio, los que son como nada, los niños, los marginados, los humillados y ofen- didos..., en suma, los desgraciados, son por antonomasia los agraciados, los más amados precisamente por ser los menos amables, los que tienen menos títulos para exigir o esperar amor. De ahí que el amor que estamos postulando para la praxis cristiana haya de ser también desde la nada; sólo de esta forma reproduce y prolonga el gesto creador, edifica la realidad. La comu- nidad de los creyentes tendría que ser la pre- sencia viva, institucionalizada, de este amor gra- tuito que rehace el mundo desde sus cimientos. Ninguna otra instancia, ninguna otra praxis pue- de obrar así, por puro amor, desde la nada. Las instituciones seculares no son nunca totalmente desinteresadas, ni tienen por qué serlo. Por el contrario, la acción cristiana, o es absolutamente desprendida, o no tendrá de cristiana más que el nombre. De modo que, si los cristianos no obramos así, el amor creador permanecerá iné- dito al interior del proceso histórico, y el mundo se quedará sin saber qué es realmente ese amor del que procede, que le ha dado origen. Naturalmente, si este paradigma de la praxis cristiana no quiere quedarse en declamación re- 42 Creación, gracia, salvación tórica, habrá de encarnarse (es ésta la intuición más válida de los nuevos modelos de teologías políticas). Hablar de una acción específicamente cristiana no equivale a postular una especie de restauracionismo liquidador del carácter secu- lar, antes defendido, de la realidad. El concepto cristiano de «encarnación» significa asumir lo otro, lodistinto, dejarse permear por lo diverso. El amor cristiano encarnado tendrá, pues, que aliarse con aquellos proyectos y programas se- culares que persiguen la justicia, la libertad, la fraternidad, con la clara conciencia de que sólo así podrá ser realmente efectivo. Ahora bien, también es así como se genera una incómoda tensión entre identidad y rele- vancia. A este respecto, conviene notar que la esencia de lo cristiano, su identidad, consiste justamente en su aptitud para la enajenación, para la entrega de lo propio. Lo cristiano —como Cristo— es lo que debería ser dándose. Por eso, el dilema identidad-relevancia es un falso dilema, pues plantea una falsa alternativa. A los creyentes corresponde actuar las obras del amor, no detentar su monopolio. Si otros tam- bién las hacen, o si nosotros las hacemos con ellos y son ellos quienes, a la postre, se las apropian, nada de ello tendría que resultar trau- mático; simplemente, se habría verificado por enésima vez la parábola del grano que da fruto si se entierra y muere. Creación: un amor que da el ser al mundo 43 En todo caso, resulta reconfortante compro- bar cómo hoy se apela precisamente al amor en el marco de un discurso técnico sobre los re- sortes a los que hay que apelar para afrontar con éxito la pavorosa amenaza del colapso ecoló- gico. Meadows y Randers, en efecto, advierten últimamente que sólo «un amor fraternal entre la gente» podrá movilizar las voluntades para atajar la catástrofe que se cierne sobre la crea- ción. No otra cosa se decía más arriba, cuando se señalaba que la realidad se construirá y sub- sistirá si en ella opera el amor creado, prolon- gación del amor creador. * * Como se ve, tras un largo rodeo por la temática de la creación, terminamos donde habíamos co- menzado: hablando del amor. No podía ser de otro modo, toda vez que la fe en la creación no es —digámoslo una vez más— una teoría sobre el origen del mundo, sino una interpretación religiosa de lo mundano en su última raíz y, consiguientemente, un modo específico de estar y actuar en el seno de la realidad creada. Si hemos comprendido esto, comprendere- mos también por qué dicha fe es el punto de partida de nuestro credo y el presupuesto del discurso cristiano sobre la salvación. 2 El hombre: hacia la recomposición de la imagen El relato bíblico de la creación (Gn 1) nos hace saber que Dios culminó su obra poniendo al frente de ella al ser humano, imagen suya, para que en su nombre la presida, la gobierne y la conduzca hacia la consumación. Esta condición icónica del hombre formó parte durante siglos de la cultura dominante. Es muy cierto que el hombre ha sido siempre pro- blema para sí mismo, y que en la crónica y radical extrañeza que la propia identidad le sus- cita se emplaza el origen de toda filosofía. La pregunta sobre el hombre está dramáticamente abierta ya por el mero hecho de la existencia de quien la formula, y seguramente ha de seguir estándolo. Pues bien, la definición bíblica del hombre («imagen de Dios») funcionó como el punto de referencia común al que se remitían las diversas respuestas y contribuyó decisiva- mente a la configuración de una lectura huma- nista de la realidad. El hombre: hacia la recomposición de la imagen 45 Huelga decir que, de un tiempo a esta parte, la unanimidad se ha roto. La imagen íntegra e intacta que sucesivas generaciones se fueron transmitiendo es, al día de la fecha, una imagen en fragmentos. ¿Es posible proceder a su re- composición, recuperar sus rasgos básicos? Para ello será preciso abordar tres cuestiones crucia- les: a) qué es el hombre; b) quién es el hombre; c) cómo es el hombre. A ellas, la fe cristiana responde así: a) el hombre es uno en cuerpo y alma; b) el hombre es persona; c) el hombre es libre. La antropología teológica ante la imagen en fragmentos «¿Qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias: exaltándose a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose hasta la desesperación» (Gaudium et Spes, 12). En este texto del Vaticano n se recoge con- cisamente el actual estado de la cuestión antro- pológica y se mencionan las dos posiciones ex- tremas de una variada gama de respuestas, de las que puede ser útil recordar las más rele- vantes. En la zona baja del espectro, esto es, en el arco de las interpretaciones desencantadas, se encuentran las siguientes: pasión inútil, ser para la muerte, carnívoro agresivo, mono desnudo, 46 Creación, gracia, salvación ser dotado de sinrazón, mecanismo autocons- ciente programado para la preservación de sus genes y equipado con un ordenador locuaz... Esta última definición me parece excelente. La he acuñado yo mismo, pero sin ninguna pre- tensión de originalidad; en realidad, es un hí- brido de dos paradigmas antropológicos muy acreditados en ciertas áreas de la actual cultura dominante: el que considera al ser humano como una entidad física, algo así como un robot op- timizable, y el que ve en él un animal hiper- complejo o un mono que ha tenido éxito. «So- mos autómatas conscientes, ... miembros de la gran familia Mecano ..., fabulosa polimáquina cuyo centro es el sol y cuyos pseudópodos se extienden sobre la tierra y se prolongan en la sociedad humana», dirá el antropólogo fisica- lista. «Somos máquinas de supervivencia, ve- hículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conoci- das con el nombre de genes», asevera el socio- biólogo confeso. Pero no todo el mundo piensa hoy así, afor- tunadamente. En la parte alta de la gama de respuestas se emiten mensajes de contenido mu- cho más esperanzador. Y, así, el último Hei- degger habla del hombre como «pastor del ser», espacio privilegiado de la epifanía del ente. Un pensador neomarxista (E. Bloch) sostendrá que el hombre no es Dios, como estimaba Feuer- bach, pero lo será; es, pues, una especie de dios El hombre: hacia la recomposición de la imagen 47 deviniente, cuya meta es la homoousía —o con- sustancialidad— con lo divino, proclamada en el concilio de Calcedonia y cuya suprema en- carnación se ha alcanzado, por el momento, en un hijo de hombre (Jesús de Nazaret) que osó autotitularse «hijo de Dios». Otro filósofo, éste cristiano (X. Zubiri), dirá, en fin, que «el hom- bre es una manera finita de ser Dios real y efec- tivamente», o que «la persona humana es en alguna manera Dios; es Dios humanamente». Con todas estas interpretaciones de lo hu- mano ha de confrontarse hoy la lectura cristiana del hombre, lo que en la jerga del oficio se llama la antropología teológica. Pero ¿qué es en rea- lidad esa antropología teológica? Como gustaba de repetir Rahner —si bien en un sentido diverso del que le daba Feuer- bach—, la entera teología cristiana es antropo- logía; el discurso sobre Dios es discurso sobre el hombre. Con lo cual no se quiere significar, claro está, que la cuestión-D/os haya perdido relevancia para los creyentes; lo que se pretende decir es que tal cuestión, cristianamente plan- teada, encubre y conlleva la cuestión-hombre. La fe cristiana, en efecto, es la única que se ha atrevido a sostener algo tan escandalosamente inaudito como que el creador ha devenido, él mismo, criatura; que Dios se ha hecho hombre. El Dios de los cristianos no es la deidad lejana y hermética del pensamiento griego, ni el Poder 48 Creación, gracia, salvación temible e incógnito de la religiosidad pagana. El Dios cristiano es Enmanuel, Dios-con-no- sotros, un Dios con nombre y perfil entrañable- mente humanos. Porque ha habido un momento en la historia en que ver, oir y acoger a un hombre era ver, oir y acoger a Dios en persona, por eso y desde ese momento la causa de Dios se identifica con la causa del hombre, y el hom- bre es para la fe cristiana lo que Feuerbach y Marx decían que debía ser: el ser supremo para el hombre. Por consiguiente, la antropologíateológica, el ensayo de comprensión del fenómeno humano desde la fe, no es un sector más de la teología, sino que es su sector crucial. Por eso he adver- tido antes que todas las definiciones reseñadas más arriba deben interesar a los creyentes: por- que en ellas se toca, de uno u otro modo, el núcleo de su fe. Ahora bien, para ponderar la validez de cada una de ellas, los cristianos no contamos con un sistema cerrado de respuestas. Contra lo que podría pensarse, la teología no posee una teoría completa y autosuficiente sobre el hombre. Lo que hace la fe es marcar unos mínimos antro- pológicos. Y ello porque, según el Nuevo Tes- tamento, lo que define lo humano no es un puro quid abstracto, sino una concreta realidad vital; no algo, sino alguien, es la explanación con- sumada de la pregunta que el hombre es para sí mismo: «en realidad—dice el concilio Vatica- El hombre: hacia la recomposición de la imagen 49 no II— el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et Spes, 22). De hecho, y como es sabido, las primeras tomas de postura de la fe de la Iglesia sobre la condición humana se hacen en un con- texto no antropológico, sino cristológico. Así pues, la tarea de una antropología teo- lógica que no quiera quedarse en simple doblaje de la antropología filosófica consistirá en pro- ferir un discurso tal sobre el hombre que haga posible e inteligible el anuncio cristiano de la encarnación de Dios. Este discurso deberá mos- trar la pertinencia de la definición zubiriana an- tes citada (el hombre, manera finita de ser Dios) y de su teorema recíproco: Dios, manera infinita de ser hombre. O, con otras palabras, que «hom- bre es el diminutivo de la divinidad, y la divi- nidad es el superlativo de hombre» (J. Pépin). La categoría bíblica «imagen de Dios», si se la contempla complexivamente —no sólo en su versión veterotestamentaria, sino también desde la lectura que Pablo hace de ella—, for- mula esta respectividad recíproca Dios-hombre, hombre-Dios. Ambos se encuentran frente a frente, se tratan de tú a tú y se vinculan final- mente («de modo indiviso e inseparable», aun- que también «de modo inconfuso e inmutable», decía Calcedonia) en Jesús, el Cristo. O, lo que es equivalente: la antropología cristiana ha de nutrirse de la «sospecha» cris- 50 Creación, gracia, salvación tológica, y la cristología ha de alumbrar el ho- rizonte de comprensión del discurso antropo- lógico. Así las cosas, ¿cuál sería el cometido más urgente de la actual antropología teológica? A mi entender, fijar con alguna precisión lo que antes he llamado los «mínimos antropológicos», aquellos rasgos básicos de lo humano que hacen viable la relación hombre-Dios y, por ende, la encarnación del propio Dios. La tarea pendiente de una lectura cristiana del hombre que quiera recoger los retos de las antropologías contem- poráneas es diseñar las estructuras adámicas que hacen posible el destino crístico del ser humano. A este propósito, y según se anunció ante- riormente, dedicaremos nuestra atención en cuanto sigue a los tres enunciados en los que —a mi juicio— está en juego hoy la suerte de la antropología en general (esto es, el lógos ra- cional sobre lo humano) y de la antropología teológica en particular (esto es, la visión cris- tiana del hombre). Durante mucho tiempo, prácticamente hasta el siglo pasado, estos tres enunciados fueron patrimonio común e indiscutido de la cultura occidental. Naturalmente, se entendían de forma distinta y se modulaban en tesituras diversas, según las variables tendencias y modas filosó- ficas o teológicas, pero no se cuestionaba su tenor literal. Hoy, en cambio, ninguno de los El hombre: hacia la recomposición de la imagen 51 tres asertos disfruta del privilegio del consenso. En torno a cada uno de ellos se registran dis- crepancias clamorosas, como ponían de mani- fiesto algunas de las definiciones aducidas más arriba. Son —recordémoslo— los siguientes: a) el hombre es «uno en cuerpo y alma» (Gaudium et Spes, 14); b) el hombre es persona; c) el hombre es libertad responsable. El hombre es uno en cuerpo y alma Con esta formulación, la fe cristiana trata de responder a la primera de las tres cuestiones que habíamos planteado más arriba, la que versa sobre el quid del hombre: ¿qué es, de qué está hecho el ser humano, cuáles son sus ingredientes básicos? La respuesta contiene tres afirmacio- nes: a) el hombre es cuerpo; b) el hombre es alma; c) el hombre es uno en cuerpo y alma. a) El hombre es cuerpo La experiencia originaria que el ser humano hace de sí mismo no es la del cogito cartesiano, la de una conciencia pensante; es la experiencia de un yo encarnado. La determinación cristológica de la antropología cristiana fue decisiva para integrar el cuerpo en la verdad del hombre y superar los arraigados tabúes dualistas al res- pecto. El texto de Jn 1,14, en su crudo laconismo («el Lógos se hizo carne»), fue la instancia de- cisiva que permitió recuperar la carnalidad (y 52 Creación, gracia, salvación con ella la mundanidad, la temporalidad y la historicidad) y rechazar la fortísima tentación que los espiritualismos desencarnados han su- puesto siempre para una adecuada comprensión del fenómeno humano. En cuanto cuerpo, el hombre (adam) es de la tierra {de la adamah), dice el relato yahvista de los orígenes (Gn 2); está ligado a ella por una doble relación de origen y de destino (de ella fue tomado y a ella volverá). Por el cuerpo, además, se dice a sí mismo; él es su expresión comunicativa, la mediación de todo encuentro, como escribía hermosamente G. Marcel. En cuanto cuerpo, en fin, el ser humano es cons- titutivamente mundano (el mundo es su casa, no su cárcel, como pensaba Platón) y temporal (esto es, obligado a realizarse sucesivamente, histó- ricamente) . Ninguna antropología niega hoy estos datos; ninguna considera el cuerpo con la hostilidad solapada o declarada que tan frecuente fue en otras épocas. Desde el punto de vista teológico, por tanto, el cuerpo no es problema hoy porque se le ignore o minusvalore. Lo es más bien por todo lo contrario. Estamos asistiendo, en efecto, a su resacra- lización neopagana; tras los tiempos del tabú, los tiempos del tam-tam. La jerga urbanita del momento da fe del proceso de somatización in- tensiva actualmente en curso; al vecino se le El hombre: hacia la recomposición de la imagen 53 llama «body» o «tronco»; expresiones como «sorber el coco», «ir de cráneo», «tener morro», «hacer lo que me pide el cuerpo», amén de otras resueltamente irreproducibles, han tomado el re- levo del vocabulario animista corriente hasta no hace mucho en el lenguaje coloquial («alma ben- dita», «alma candida», «con el alma en un hilo», «me duele en el alma», «te quiero con toda el alma», etc.). A decir verdad, esta pretendida recuperación del cuerpo se convierte pronto en una lectura selectiva de la corporeidad: no es el cuerpo en cuanto tal lo que se valora, sino los cuerpos bellos, jóvenes y sanos de la beautiful people (la llamada «gente guapa»). Dicha selectividad implica, por extraño que parezca, un idealismo subrepticio que pugna por obtener la imagen arquetípica del cuerpo no respetando la totalidad de sus aspectos, sino reteniendo unos y dese- chando otros. No se acepta el cuerpo en sus límites; se le finge atemporal, aséptico, atlético, ilimitadamente joven, inmarcesiblemente bello, invulnerablemente sano. Si bien se mira, lo que late en el fondo de estas campañas de rehabilitación del cuerpo (apoyadas en la poderosa influencia de los me- dios audiovisuales) es la patética indigencia de las antropologías para las que el hombre es sólo cuerpo y que, por consiguiente, sólo pueden confiar en el aerobic, la cosmética y los pro- 54 Creación, gracia, salvación gresos de la cirugía plástica cuando se interrogan acerca del futuro que le aguarda. Naturalmente, nada de esto encajaen la sen- sibilidad cristiana, que no entiende qué sentido puede tener rehabilitar algo que está habilitado de antemano para la resurrección gloriosa. La fe en la resurrección, y no el culto pagano e idealista del cuerpo, es la más alta forma de fidelidad a éste y el antídoto más efectivo contra su devaluación. b) El hombre es alma Frente a las interpretaciones del hombre como cuerpo en sentido exclusivo, la antropología cristiana completa esa afirmación con esta otra: el hombre es alma. La teología manualística preconciliar privilegió desconsideradamente este elemento, ofreciéndonos una imagen del hombre más propia de una psicología racional que de una antropología teológica. Esta situa- ción era insostenible, y a partir de los años se- senta se hace ostensible un cambio de rumbo. Los teólogos comienzan a ocuparse seriamente de la corporeidad en artículos de diccionarios y en trabajos monográficos. Correlativamente, sin embargo, se tiene la impresión de que la temática del alma resulta embarazosa; no se sabe muy bien qué hacer con ella o cómo hablar de ella. En ciertos casos, se produce un reajuste compensatorio, en virtud del El hombre: hacia la recomposición de la imagen 55 cual se la confina en los ámbitos suburbiales hasta entonces habitados por el cuerpo. Y, así, las voces alma o espíritu no figuran en el índice analítico del célebre Catecismo Ho- landés de los años sesenta, ni en diccionarios como «Conceptos fundamentales de Teología» (que sí incluye, en cambio, un excelente artículo sobre la «corporalidad» firmado por J.B. Metz). Más sorprendente aún resulta la ausencia del término Seele (alma) en el nuevo ritual de exe- quias alemán, habida cuenta del empleo masivo que de él se hacía en rituales anteriores. De un tiempo a esta parte, sin embargo, las perplejidades van despejándose, como lo testi- fica la aparición en los dos últimos lustros de diversas monografías teológicas —no sólo ca- tólicas, sino también protestantes— sobre el alma, en las que leemos frases como éstas: «to- davía hoy... el alma es irrenunciable para la teología»; «la renuncia al concepto de alma o la reserva ante él» constituyen «una injustificada automutilación de la teología». Al día de la fe- cha, no conozco a ningún teólogo cristiano, sea cual fuere su confesión, que cuestione la exis- tencia del alma y la necesidad de contar con ella para dar razón del fenómeno humano. No hay, en suma, una versión, por así decir, des- almada de la antropología cristiana. ¿Y cuál es el contenido que Ja teología ad- judica a la idea de alma? No existe una deter- 56 Creación, gracia, salvación minación canónica, vinculante, de la misma. Las declaraciones magisteriales acerca de ella —por lo demás muy escasas—, o tratan de su función (concilio de Vienne) o de alguna de sus cualidades (concilio v de Letrán). Pero ninguna se pronuncia sobre su estatuto ontológico. Así pues, la fe cristiana no exige una on- tología precisa y rigurosa del alma. En realidad, la afirmación de su existencia es de índole más axiológica o dialógico-soteriológica que onto- lógica. Diciendo que el hombre es alma —y no sólo cuerpo—, se quiere decir: a) que el hombre vale más que cualquier otra realidad mundana (afirmación axiológica); b) que es capaz de man- tener un diálogo salvífico con Dios (afirmación dialógico-soteriológica); significativa a este res- pecto es la definición de Ratzinger: con la idea de alma se expresa «la capacidad de referencia del hombre a la verdad, al amor eterno». Sin embargo, esta concepción axiológica o relacional del alma está reclamando, a mi juicio, una ulterior fundamentación ontológica, sin la cual el propio concepto se revelaría inconsis- tente a la larga. El plus de valor y de capacidad dialógica y operativa demanda un plus de ser. En efecto, no es posible soslayar preguntas como éstas: ¿por qué el hombre vale más?; ¿por qué él, y sólo él, puede escuchar a Dios e incluso responderle? Sólo si el hombre es más, tienen tales preguntas adecuada respuesta. Así pues, El hombre: hacia la recomposición de la imagen 57 por alma resulta ineludible entender lo que H. Thielicke llama el «momento óntico» especifi- cativo de lo humano, el co-principio transma- terial y transorgánico del ser del hombre, irre- ductible a su dimensión físico-químico-bioló- gica (aunque ineludiblemente condicionado por ella), que avala y tutela la plusvalía del individuo humano concreto y su carácter de interlocutor de Dios, oyente y respóndeme de su palabra. c) El hombre es uno en cuerpo y alma Por último, el hombre —que es cuerpo y es alma—es también, y sobre todo, «uno en cuerpo y alma». Frente a una comprensión dicotómica o dualista del ser humano, según la cual éste sería dos cosas unidas —cuerpo más alma—, la antropología bíblica lo contempla como uni- dad psicosomática: el hombre entero es, indis- tintamente, cuerpo animado!alma encarnada. Es esta visión unitaria la que subyace al modo de entender el origen y el fin del ser hu- mano: todo el hombre es creado por Dios; todo el hombre será salvado en su integridad cor- póreo-espiritual (resurrección), y no en la su- perviviencia fraccionaria de una de sus presuntas «partes» (inmortalidad del alma sola). En fin, la misma economía de la salvación está suponiendo esta unidad: lo espiritual no se dispensa en una intangible inmaterialidad, sino que se ofrece siempre corporalizado. La encar- 58 Creación, gracia, salvación nación, la Iglesia y los sacramentos son la con- creción visible y palpable del don de Dios, que ha asumido esa estructura sacramental para así hacerse «connatural» a sus destinatarios, ajus- tándose en su emergencia histórica a la peculiar conformación ontológica de los mismos. No extrañará, por tanto, que la afirmación de la unidad en que el hombre consiste —o, mejor, que el hombre es— sea uno de los po- quísimos requisitos antropológicos que el ma- gisterio solemne de la Iglesia se ha creído en el deber de estipular, desde el concilio de Vienne (DS 900-902) hasta el Vaticano n (con la for- mulación que encabeza este apartado). Una vez sentado el hecho como uno de los datos irrenunciables de la visión cristiana del hombre, corresponde al pensamiento creyente la indagación sobre el modo de entenderlo. En la historia de la teología se encuentran diversos modelos explicativos de la unidad sustancial; los teólogos medievales hicieron de este asunto tema destacado de su reflexión, aunque (a decir verdad) parece corresponder más a la filosofía que a la teología. En todo caso, lo que debiera quedar claro en cualquiera de las explicaciones que se ofrez- can es que no basta con entender la unidad cuer- po-alma como mera contigüidad de jacto —se- gún pensaba Descartes— o como simple unión dinámica—al estilo del dualismo interaccionista recientemente propuesto por Popper y Eccles. El hombre: hacia la recomposición de la imagen 59 El hombre, en efecto, no es cuerpo más alma, al modo de dos entidades completas que preexistieran como tales a la unión y que sólo en un segundo momento se adosarían la una a la otra. No; el ser humano es «todo entero y al mismo tiempo lo uno y lo otro, alma y cuerpo» (K. Barth); el hecho de distinguir esos dos mo- mentos estructurales en el ser único y unitario que es el hombre no autoriza a numerarlos como si fuesen unidades sumables. Últimamente, un teólogo protestante (J. Moltmann) y un filósofo católico (X. Zubiri) han hecho valiosas sugerencias sobre el modo de concebir la unidad corpóreo-espiritual del hombre. El esquema hilemórfico, que confería una prioridad formal y metafísica al alma/es- píritu sobre el cuerpo/materia, resulta hoy anti- cuado; desterrado el hilemorfismo de la onto- logía en general, no se ve cómo justificar su idoneidad en el sector particular de la antropo- logía. Mejor será, por tanto, pensar la unión de los dos principios metafísicos espíritu/materia como «conformación pericorética»en la que ambos se informan recíprocamente (Moltmann) o «se co-determinan ex aequo» (Zubiri), sin que el alma ostente un rango ontológico superior al del cuerpo. En cualquier caso —y de esto ya se había percatado el genio de Tomás de Aquino—, alma 60 Creación, gracia, salvación y cuerpo, psique y organismo, no denotan en- tidades adecuadamente distintas; toda la psique es orgánica, todo el organismo es psíquico; no cabe, en consecuencia, separar quirúrgicamente en la realidad físico-concreta lo anímico y lo somático, lo psíquico y lo orgánico. La visión cristiana del hombre, en suma, no es (no puede ser) dualista: tiene que oponerse a todo intento de esclarecer la condición humana en términos de dos realidades mutuamente ex- trañas u hostiles, o simplemente yuxtapuestas. Y ello, no sólo por razones antropológicas, sino también (y muy señaladamente, como advirtió el concilio de Vienne) por razones cristológicas. ¿Cómo, en efecto, sostener la relevancia sote- riológica de la muerte y la resurrección de Je- sucristo (eventos corpóreos donde los haya) si el cuerpo no pertenece a la verdad del hombre- Jesús, o es un mero accidente de su realidad humana? El hombre es persona Con este enunciado, la fe cristiana responde a la segunda gran pregunta sobre el ser humano: la que versa sobre el quién; el hombre no es sólo algo, es alguien; no es sólo naturaleza, es persona. ¿Cómo y dónde nació el concepto de per- sona? La constatación de que el pensamiento griego no lo conoció ha sido tan repetida que El hombre: hacia la recomposición de la imagen 61 ya resulta tópica. Como tópica es también la constatación correlativa, a saber, que ese con- cepto se acuñó en el contexto de los debates patrísticos sobre el misterio trinitario. Sea como fuere, lo cierto es que la idea de persona goza en Occidente de una venerable antigüedad. Por ello sorprende comprobar, como observa H. Mühlen, que «todavía está por hacer una teoría verdadera y completa de la per- sona». a) La idea de persona La idea, en efecto, parece condenada a oscilar indefinidamente entre los dos polos de un sus- tancialismo des-relacionado (véanse las defini- ciones medievales, desde Boecio hasta Escoto) y de una relación de-sustanciada (presente en el personalismo dialógico de Buber y Ebner y en el actualismo puntual de ciertas teologías pro- testantes). El caso es que no se comprende muy bien por qué han de plantearse antinómicamente esos dos polos. Persona es, por de pronto, el ser que dispone de sí. El ser-en-sí, el momento de la «subsistencia» (Tomás de Aquino) o de la «sui- dad» (Zubiri) es la infraestructura óntica indis- pensable para una atinada comprensión del ser personal; pero, por otro lado, dicho momento no es el constitutivo formal de la razón de per- sona; tal constitutivo es la relación, el ser-para, 62 Creación, gracia, salvación no la subsistencia. La persona es aquel ser que dispone de sí (subsiste) para hacerse disponible (para relacionarse), si bien —claro está— sólo puede hacerse disponible (relacionarse) si dis- pone de sí (si subsiste). Subsistencia y relación, pues, lejos de ex- cluirse, se implican mutuamente. Una subsis- tencia sin relación conduce derechamente, pri- mero, al solipsismo (Descartes), y después a la negación de la subjetividad concreta (Hume, idealismo, marxismo). Pero una relación sin subsistencia (Buber, Brunner) termina revelán- dose insostenible, al faltarle el núcleo generador de la relación misma y el centro al que referir dicha relación. Como observa Thielicke, si hay una historia de la relación y si hay una conti- nuidad del yo relacionado, ese yo tiene que ser algo más que una agregación de actos puntuales surgidos —por así decir— ex nihilo sui et su- biecti. Sin el momento de la subsistencia, apos- tilla Zubiri, «el yo personal sería un sujeto eva- nescente». b) La actual crisis del carácter personal del hombre Pero, al margen de esta discusión técnica (en la que debiera entender una antropología filosófica antes que una antropología teológica), lo que más interesa en el actual contexto cultural es la crisis que se registra hoy en torno a la realidad misma de la persona. El hombre: hacia la recomposición de la imagen 63 Resulta irónico, en efecto, comprobar cómo, en el último tercio del siglo xx, la situación parece reeditar el punto de partida del siglo m: ¿hay realmente una dialéctica naturaleza-per- sona, objeto-sujeto, o las categorías de persona y sujeto son constructos especulativos vacuos, sin correspondencia en la realidad? La negación estructuralista de esas nociones (el hombre es «chose parmi choses», al decir de Lévi-Strauss), la reconversión conductista del hombre en una caja negra con estímulos de en- trada y respuestas de salida, la homologación fisicalista de la mente humana y el artefacto cibernético han llevado, del «yo pienso» carte- siano, al «se piensa» lévi-straussiano, a la pos- tulación de la desidentificación o desintegración de un self que no sería sino una tarjeta de plástico útil para visitar la comisaría del distrito, o «un recurso para representar un sistema de respues- tas funcionalmente unificado» (B.F. Skinner). Realmente, si el hombre «es sólo un pequeño engranaje en el complejísimo mecanismo uni- versal» (L. Ruiz de Gopegui); si, como vaticinan algunos expertos en cibernética y robótica, la máquina «inteligente» (?) está en trance de de- venir una especie de «sujeto artificial» capaz de superar con creces las prestaciones del «sujeto natural» que es el ser humano; si no puede man- tenerse abierta por más tiempo la brecha entre natura y cultura, genes e individuo, animal y hombre, entonces a éste sólo le resta dimitir de 64 Creación, gracia, salvación su presunta plusvalía, renunciar al sueño de su peculiar dignidad y sumergirse beatíficamente en el magma panteísta de la pirámide biótica. No otra cosa es lo que nos recomienda un reputado profesor hispano de filosofía (J. Mos- terín): «no somos hijos de los dioses; somos nietos de los monos arborícolas y primos de los chimpancés. Y a mucha honra. No somos el ombligo del mundo... Sintámonos inmersos en la corriente de la vida y en gozosa comunión con el universo entero. En la lucidez incandes- cente de la conciencia cósmica se esconde la promesa de la sabiduría y la felicidad». Por si hubiera alguna duda, el mismo pro- fesor apostilla que «nosotros, los humanes, no somos más que una especie animal entre otras... Desde luego, un human se parece más a un orangután que cualquiera de los dos a una mos- ca. Es cierto que nosotros somos los parientes listos, ricos y poderosos; pero ello no impide que pertenezcamos a la misma familia». No nos extrañemos, pues, de que un pres- tigioso psiquiatra (C. Castilla del Pino) sostenga que «afirmar en serio "yo soy" es cosa de lo- cos». O que G. Vattimo, destacado represen- tante del pensamiento posmoderno, prescriba a la antropología, como terapia ineludible, «una cura de adelgazamiento del sujeto», equivalente en la práctica a su pura y simple extinción. Naturalmente, estas manifestaciones las fir- man ejemplares bien nutridos de Sapiens sa- El hombre: hacia la recomposición de la imagen 65 piens, especímenes de la opulenta intelligentza del Primer Mundo. ¿A qué clase de «gozosa comunión con el universo entero» pueden as- pirar los parados, los campesinos latinoameri- canos expropiados de sus tierras, los mineros bolivianos, los somalíes que se mueren de ham- bre, los masacrados del horror inacabable de Bosnia...? c) La imagen de Dios es persona Si a los miserables y desposeídos de este mundo se les sustrae incluso el derecho a decir —pese a todo— «yo soy», ¿qué es lo que les queda? Los que no son nadie, los que, por no tener, no tienen ni siquiera un ser que les permita decir yo, ¿qué título exhibirán para exigir justicia? La aceptación o el rechazo de la idea de persona es una cuestión política, no sólo ontológica;
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