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ruiz de la peña, juan luis - creacion gracia salvacion

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CREACIÓN, 
GRACIA, 
SALVACIÓN 
Colección «ALCANCE» 
46 
Juan Luis Ruiz de la Peña 
CREACIÓN, 
GRACIA; 
SALVACIÓN 
Editorial SAL TERRAE 
Santander 
© 1993 by Editorial Sal Terrae 
Polígono de Raos, Parcela 14-1 
39600 Maliaño (Cantabria) 
Con las debidas licencias 
Impreso en España. Printed in Spain 
ISBN: 84-293-1099-1 
Dep. Legal: BI-1.615-93 
Fotocomposición: 
Didot, S.A. - Bilbao 
Impresión y encuademación: 
Grafo, S.A. - Bilbao 
índice 
Prólogo a una historia de amor 9 
1. Creación: 
un amor que da el ser al mundo 12 
D e G n a Jn 1 15 
La noción teológica de creación 18 
Evaluación de los modelos explicativos .. 22 
a) Dualismo y monismo 23 
b) Fisicalismo 25 
c) Emergentismo 26 
d) El saldo resultante 28 
La creación, misterio de fe 30 
La apropiación laica de la fe en la creación 32 
Fe en la creación y praxis cristiana 34 
a) Una metafísica del amor 34 
b) Una concepción del tiempo 
como historia 36 
c) Una secularización del mundo 38 
d) Una acción fundada en la voluntad 
de entrega libre y gratuita 40 
o Creación, gracia, salvación 
2. El hombre: 
hacia la recomposición de la imagen ... 44 
La antropología teológica 
ante la imagen en fragmentos 45 
El hombre es uno en cuerpo y alma 51 
a) El hombre es cuerpo 51 
b) El hombre es alma 54 
c) El hombre es uno en cuerpo y alma 57 
El hombre es persona 60 
a) La idea de persona 61 
b) La actual crisis 
del carácter personal del hombre .. 62 
c) La imagen de Dios es persona 65 
El hombre es libertad 67 
a) El «no» a la libertad 67 
b) Fe cristiana y libertad 69 
3. Hombre y Dios, libertad y gracia 76 
Breve historia 
del contencioso hombre-Dios 77 
a) Negar a Dios para afirmar al hombre 11 
b) Negar la gracia de Dios 
para afirmar la libertad del hombre 80 
c) Negar la libertad del hombre 
para afirmar la gracia de Dios 84 
El «sí» a la gracia, un acto de libertad ... 85 
a) Qué es la gracia 86 
b) Libertad y gracia 88 
La muerte de Dios, 
¿resurrección del hombre? 94 
a) Un mundo sin Dios 
¿es más inteligible? 95 
índice 7 
b) Una historia sin Dios 
¿es más esperanzada? 96 
c) Un hombre sin Dios 
¿es más humano? 99 
4. Salvación: 
una existencia agraciada 105 
Salvación 107 
a) Salvación: una idea difícil 108 
b) Crisis de la idea cristiana 
de salvación 111 
c) La situación actual 112 
En Jesús está la salvación 115 
a) La vida 115 
b) La muerte 118 
c) La resurrección 120 
Jesús es la salvación 122 
La salvación de Jesucristo 125 
a) El extraño Dios de la fe cristiana .. 125 
b) Ni la cruz sola 
ni la resurrección sola 128 
c) Las dimensiones históricas 
de la salvación 130 
d) La dimensión escatológica 
de la salvación 135 
Epílogo: apostar por la esperanza 138 
Prólogo 
a una historia de amor 
El propósito de estas páginas es simple: se trata 
de mostrar en ellas que la historia de la relación 
hombre-Dios es una historia de amor. Su pro-
tagonista principal es Dios, quien a través del 
acto creador y del don de sí mismo posibilita la 
libertad del hombre, sustenta su dignidad, alien-
ta la implicación en un proyecto de humanidad 
solidaria y avala el sueño utópico de una plenitud 
posible. 
Nuestra historia comienza con la creación, 
que no es una especie de atrio de los gentiles o 
territorio religiosamente neutral, sino (según la 
Biblia) el primero de los gestos de amor que 
Dios irá prodigando en adelante; un amor que 
da el ser al mundo y merced al cual la realidad 
puede ser leída como fruto, no del binomio azar-
necesidad, sino de la libertad, y que por ello va 
a ser escenario de un diálogo de libertades. 
Porque, en efecto, nuestra historia tiene a 
Dios como protagonista principal, pero no úni-
co. También el hombre la protagoniza. Para esto 
10 Creación, gracia, salvación 
ha sido creado como «imagen de Dios»: para 
ser interlocutor suyo y conducir así el diálogo 
de libertades al que acaba de aludirse. 
Sin embargo, y por desgracia, el ser humano 
es hoy una imagen fragmentada. Para recons-
truir sus rasgos constitutivos es preciso respon-
der a tres interrogantes: ¿qué es el hombre?, 
¿quién es el hombre?, ¿cómo es el hombre? Una 
vez que se ha dado respuesta a esta triple pre-
gunta, el sujeto humano recupera su capacidad 
de relación al tú divino. 
Pero ¿será cierto que el hombre posee esa 
capacidad? ¿Es posible una relación interper-
sonal entre el creador y la criatura, el infinito y 
el finito? El ateísmo moderno responde nega-
tivamente y, puesto en el trance de tener que 
elegir entre Dios y el hombre, opta por éste 
frente a aquél. 
Un anticipo de ese planteamiento antinómico 
se dio también intramuros de la Iglesia, cuando 
Pelagio primero y Lutero después estimaron im-
posible la conciliación de la libertad humana y 
la gracia divina. 
Así pues, para que la historia que hemos 
prometido sea viable, deberá mostrarse que el 
hombre y Dios, la libertad y la gracia, lejos de 
oponerse, pueden encontrarse. O, mejor, que se 
han encontrado, de hecho, en Jesucristo. En él 
se revela diáfanamente que la suprema gratuidad 
de Dios es la suprema necesidad del hombre. Él 
Prólogo a una historia de amor 11 
es lo que la fe cristiana llama «gracia» y lo que 
la literatura religiosa en general denomina «sal-
vación»: el ser de Dios dándosenos. 
«Creación», «gracia», «salvación» son, 
pues, las tres categorías clave con las que se 
elabora nuestra historia de amor y a cuya ex-
posición asistiremos a lo largo de las presentes 
páginas. 
Para redactarlas me he servido a menudo de 
trabajos anteriores, particularmente de la trilogía 
que compone mi antropología teológica («Teo-
logía de la creación» - «Imagen de Dios» - «El 
don de Dios»). Los lectores que la conozcan 
encontrarán en los tres primeros capítulos de este 
libro ideas (e incluso párrafos) ya presentes allí, 
pero ahora en forma más condensada y accesible 
(al menos, así lo pretendo y espero). 
Porque de lo que se trata (y pido perdón por 
repetirme) es de contar una historia, y de hacerlo 
lo más sencillamente posible. Ojalá la realiza-
ción no diste mucho del propósito, y el libro 
ayude a sus lectores a mejor comprender «cuál 
es la anchura y la longitud, la altura y la pro-
fundidad» del amor de Dios, tal y como se nos 
ha manifestado en Cristo. 
1 
Creación: un amor 
que da el ser al mundo 
«Amas a todos los seres, y nada de lo que hiciste 
aborreces; si algo odiases, no lo habrías creado. 
¿Y cómo podría subsistir cosa que no hubieses 
querido? ¿Cómo se conservaría si no la hubie-
ses llamado? Mas Tú todo lo perdonas, porque 
todo es tuyo, Señor que amas la vida» (Sb 
11,24-26). 
Cuando se piensa en la doctrina cristiana de 
la creación, el pensamiento se dirige casi au-
tomáticamente al primer capítulo del Génesis, 
que es también la primera página de la Biblia: 
el majestuoso relato-poema que nos narra los 
orígenes de la realidad creada. Y, sin embargo, 
es el bello pasaje sapiencial que acabo de citar, 
más aún que Gn 1, el que suministra con mayor 
nitidez la clave interpretativa del concepto bí-
blico de «creación». 
Creación: un amor que da el ser al mundo 13 
Con este concepto, en efecto, la Biblia no 
se refiere, ni primaria ni exclusivamente, a la 
pregunta por el origen del mundo y de los seres 
que lo habitan. La idea bíblica de «creación» se 
expresa con el verbo bar a, que denota no sólo 
la acción de dar principio a la realidad, sino 
también la acción restauradora (re-creadora) y 
consumadora de esa realidad. Con otras pala-
bras: Dios crea cuando: a) llama a los seres que 
no son para que sean; b) sostiene a las criaturas 
en la existencia, elige a un grupo humano para 
que se convierta en su pueblo y rehace la crea-
ción degradada por el pecado; c) conduce esa 
creación redimida a la plenitud de ser y de sen-
tido que es la salvación. 
En cada una de estas acepciones de la idea 
de creación, un atributo divino se destaca sobre 
cualquier otro: el amor. Dios crea como salva. 
O, mejor: Dios crea para salvar. Y ello significa, 
entonces, que la acción creadorapone de ma-
nifiesto, más que la omnipotencia, la bondad 
irrestricta, la generosidad ilimitada y el amor 
gratuito de un Dios que actúa movido exclusi-
vamente por su libérrima voluntad de comuni-
carse. Es precisamente este rasgo lo que se sub-
raya en Sb 11,24-26: «amas a todos los seres..., 
Señor que amas la vida». Por eso es de lamentar 
que este hermoso texto sea tan poco conocido 
y se asocie tan raramente a la teología bíblica 
de la creación, siendo así que en él se expresa, 
14 Creación, gracia, salvación 
con tanta precisión como sobriedad, lo más es-
pecífico de dicha teología. 
Por otra parte, el texto no nos habla de la 
creación sólo por lo que toca al creador. Nos 
dice algo muy importante que atañe a la criatura: 
ésta subsiste porque Dios quiere, y se conserva 
porque él la ha llamado, de modo que «todo es 
suyo». La idea de creación implica, pues, una 
relación de dependencia absoluta de la criatura 
respecto del creador; la realidad surgida del puro 
y gratuito amor divino no tiene en sí la razón 
de su existencia, no existe por o para sí misma, 
sino por y para ese amor que le dio graciosa-
mente el ser. 
La doctrina de la creación, en suma, más 
que responder a la cuestión de los orígenes, es 
una toma de postura sobre la cuestión del fun-
damento y del sentido último de la entera rea-
lidad mundana. Se recortaría ilegítimamente su 
alcance si se la convirtiera en pura arqueología 
(lógos del arché: pregunta por el comienzo). 
Esta visión reduccionista, centrada en el interés 
arqueológico, se da más bien en las ciencias de 
la naturaleza, no en la teología bíblica. Lo que 
en ésta se pretende es revelar a los creyentes el 
porqué y el para qué de la realidad creada (y no 
el cuándo o el cómo de su emergencia). El por-
qué es el amor divino en cuanto comunicador 
de ser; el para qué es ese mismo amor en cuanto 
salvador y plenificador de todo lo creado. 
Creación: un amor que da el ser al mundo 15 
D e G n l a J n l 
Dicho cuanto antecede, no extrañará que sólo 
en una época relativamente tardía aparezca en 
la Biblia una reflexión explícita sobre la idea de 
creación, y que ésta haya sido precedida por la 
idea —teológica y cronológicamente priorita-
ria— de alianza. Antes de confesar que Dios 
había creado el mundo de la nada, Israel reco-
noció que Dios se había creado un pueblo de la 
nada. Cuando se explicite la tesis creacionista, 
se deberá a una dolorosa circunstancia histórica: 
el exilio en Babilonia, que —reproduciendo la 
situación de esclavitud que el pueblo había pa-
decido en Egipto— pondrá a prueba la fe y la 
esperanza de Israel en Yahvé: ¿acaso se habrá 
olvidado de su promesa? ¿O será que, después 
de todo, su poder es limitado? 
El «libro de la consolación de Israel» (Is 
40ss) responde a estos interrogantes con una 
categórica aserción de la omnipotencia y la fi-
delidad divinas: lo mismo que, en los tiempos 
antiguos, Yahvé se creó un pueblo de la nada y 
lo liberó del poder egipcio, así ahora lo recreará 
de nuevo y lo rescatará de su destierro. Ello es 
posible y cierto, porque él es el todopoderoso, 
el creador de los cielos y la tierra, del mismo 
modo que es el cumplidor de su promesa y el 
sostenedor de la alianza (Is 40,22-28; 42,5-6; 
44,24-26; 51,9-11). 
En la misma circunstancia histórica y con la 
misma intención teológica, surge la cosmogonía 
16 Creación, gracia, salvación 
bíblica de Gn 1,1 — 2,4a. Aquí la creación es 
vista como el punto de arranque de una corriente 
que lleva a la vocación de Abraham (Gn 12): 
los «orígenes» (toledot) del mundo (Gn 2,4a) y 
los de Israel son sendos hitos de un mismo de-
signio histórico-salvífico. Gn 1 no es, pues, un 
fragmento de ciencias naturales destinado a sa-
tisfacer una curiosidad cosmológica; es una pá-
gina —la primera—- de la historia de salvación 
con la que el autor quiere atajar la crisis de fe 
y confianza por la que pasa el pueblo en el exilio, 
revalidando un monoteísmo estricto, desdivi-
nizando y desencantando ciertos elementos 
mundanos (las aguas, la Tierra Madre, los as-
tros, el caos primordial...) que otras cosmogo-
nías identificaban con la divinidad, y —sobre 
todo— subrayando que los seis días de la acción 
creadora tienden hacia el séptimo día; o, lo que 
es lo mismo, que la creación es para la salva-
ción, toda vez que el sábado (el día séptimo) es 
el sacramento de la alianza salvífica (Ex 
31,13.16-17). 
El Nuevo Testamento aporta a la doctrina 
bíblica de la creación la inserción en ella del 
hecho-Cristo, pero sin modificar la perspectiva: 
lo mismo que la fe en Dios creador se explícito 
en el Antiguo Testamento merced a una refle-
xión sobre el Dios salvador, de forma análoga 
el Nuevo Testamento reconocerá a Cristo una 
función creadora como extrapolación de su fun-
ción salvadora. Así pues, también aquí la idea 
Creación: un amor que da el ser al mundo 17 
de creación está teológicamente subordinada a 
la de salvación. 
Que la creación es para la salvación se for-
mula claramente en diversos textos creacionistas 
paulinos, en los que se estipula que la totalidad 
de lo real (tá pánta) ha sido hecha por y para 
Cristo: él está al final de la historia como sal-
vador, porque está en su comienzo como crea-
dor; la causa eficiente y la causa final coinciden 
(1 Co 8,5-6; Col 1,15-20; Ef 1,3-14), de modo 
que el mundo exhibe una neta impronta cristo-
céntrica. 
El prólogo del evangelio de Juan es una re-
lectura de Gn 1 a la luz del acontecimiento-
Cristo; la palabra divina por la que Dios creó y 
se reveló «al principio» se ha encarnado en Je-
sucristo, por quien la creación y la revelación 
de Dios llegan a su plenitud. La secuencia crea-
ción-salvación se enriquece ahora al intercalarse 
entre ambos polos la encarnación del creador-
salvador. El prolijo desarrollo de Gn 1 se con-
densa aquí lacónicamente en una doble oración, 
una de signo asertivo («todo se hizo por el Lo-
gos»), y otra que reitera en negativo la misma 
idea («sin el Logos no se hizo nada de cuanto 
fue hecho»). 
Con esta redacción curiosamente redundante 
(«por él, todo; sin él, nada») se sella el núcleo 
de la fe cristiana en la creación. Si, como se 
advirtió al principio, dicho núcleo consiste, a 
18 Creación, gracia, salvación 
fin de cuentas, en reconocer que la iniciativa 
creadora es la expresión del puro amor gratuito 
de Dios, en ningún lugar mejor que en el prólogo 
de Juan se hace perceptible tal cosa. Porque lo 
que ahí se nos dice, con insuperable concisión 
y justeza, es que Dios creó el mundo para en-
carnarse, se encarnó para salvarnos y nos salva 
comunicándonos generosamente la plenitud de 
su gracia y su fidelidad (Jn 1,14-16). 
La noción teológica de creación 
El primer artículo del Credo confiesa a Dios 
como «Padre todopoderoso» y «creador del cielo 
y de la tierra». Merece notarse que, de los tres 
predicados que se adjudican aquí a Dios, el pri-
mero es el de «Padre»: la paternidad divina es 
la verdad básica que proclama el creyente. Es 
esa cualidad paternal de Dios lo que sirve de 
fundamento a su omnipotencia creadora, y no 
al revés. Lo cual significa que (al igual que 
sucedía ya en la Biblia) la creación es vista, 
sobre todo, como expresión del amor gratuito, 
benevolente, del creador, y no como alarde ex-
hibicionista de su poder. La omnipotencia de 
Dios no es fin en sí misma, sino el medio por 
el que se manifiesta su generosidad comunica-
tiva. 
Pero ¿qué se entiende por crear! Durante 
siglos, la teología operó con un concepto de 
creación que la interpretaba como «producción 
Creación: un amor que da el ser al mundo 19 
de algo a partir de nada». Tal definición era la 
adecuada en el marco de una cosmovisión es-
tática en la que los diversos entes mundanos 
aparecen en su ser respectivo desde el comienzo, 
siempre idénticos a sí mismos. Cuando el mundo 
se concibe como un conjunto de criaturas in-
variables a través del tiempo, la acción de poner 
a dichas criaturas en la existencia sólo puede 
describirse como un producirlas de lanada. 
Ahora bien, las cosas cambian sensiblemen-
te cuando se opera con una cosmovisión evo-
lutiva, en la que todos los seres actualmente 
existentes se prolongan hacia atrás y proceden 
de formas de ser anteriores e inferiores, de las 
que derivan por sucesivas mutaciones. En este 
marco cosmovisivo, la noción clásica de crea-
ción no es aplicable a casi nada de lo existente, 
pues casi todo procede de algo, no de nada; falta 
así la nota específica de la definición tradicional 
(la ausencia de materia preexistente sobre la que 
se ejerce la acción creadora). 
¿Cómo concebir, entonces, la creación en 
un mundo en evolución? Indudablemente, ha 
tenido que haber una «producción de algo desde 
la nada»; al primer ser existente fuera de Dios 
le sigue conviniendo esta noción de creación. 
Pero a partir de ahí entraría en juego otra mo-
dalidad creativa, esto es, otra forma de actuar, 
exclusiva y absolutamente divina, para dar el 
ser a las cosas. Allí donde surge algo inédito, 
cualitativamente distinto, mayor y mejor que lo 
20 Creación, gracia, salvación 
anterior, allí surge algo que, por hipótesis, su-
pera la capacidad operativa de lo ya existente 
y, consiguientemente, demanda otro factor cau-
sal, amén del empíricamente detectable: la ac-
ción creadora de Dios. 
Cuando la teoría de la evolución es pensada 
a fondo y coherentemente, se cae en la cuenta 
de que lo que en ella se afirma es que se da en 
la historia de lo real un proceso de autodesarrollo 
progresivo, un permanente plus-devenir, mer-
ced al cual los seres se autotrascienden, rebasan 
su umbral ontológico, van de menos a más. 
¿Cómo es ello posible? ¿Cómo lo más puede 
salir de lo menos, siendo así que nadie da lo 
que no tiene? La respuesta no puede hallarse en 
la sola causalidad creada, salvo —claro está— 
que se adscriba a la materia misma la facultad 
de auto trascenderse (volveremos sobre esta hi-
pótesis más adelante); tiene que estar en la cau-
salidad divina; una causalidad no inferior en ran-
go ontológico a la de la productio ex nihilo y 
que, por tanto, ha de ser llamada creación. 
Al actuar esa causalidad creativa, Dios opera 
desde dentro de la causalidad creada informán-
dola, potenciándola para hacer factible que ella 
misma traspase su límite. La acción divina no 
interrumpe la secuencia de las causas intramun-
danas, no se intercala en la cadena como un 
eslabón más; de hacerlo así, Dios se degradaría, 
pasando a ser él mismo una causa intramundana 
Creación: un amor que da el ser al mundo 21 
entre otras. La acción de Dios no es perceptible 
—no puede serlo—fenomenológicamente. Sin 
embargo, la suya es una causalidad hasta tal 
punto efectiva que es ella la que posibilita el 
proceso de plus-devenir de lo real, que de otra 
forma quedaría inexplicado, a falta de razón su-
ficiente. 
Estando así las cosas, las ideas de causa 
eficiente y causa final se acercan hasta coincidir 
prácticamente —como se recordará que sucedía 
ya en la teología paulina de la creación—; el 
Dios creador no es sólo el que está en el origen 
de la criatura (causa eficiente, momento alfa del 
proceso); es además el que «tira» de la creación 
hacia adelante, el que la «atrae» o la «mueve» 
(causa final, momento omega del proceso), sus-
citando en ella una incesante dinámica de au-
totrascendimiento. Que Dios sea creador sig-
nifica, pues, dos cosas: a) que da a la criatura 
el ser; b) que introyecta en la criatura la pulsión 
hacia el ser-más. 
Dicho cuanto antecede, es claro que la teoría 
de la evolución no excluye la doctrina de la 
creación. Evolucionismo no se opone a creacio-
nismo; se opone a fixismo. Y el creacionismo 
puede expresarse tanto en términos evolucio-
nistas como en términos fixistas. Cabe incluso 
añadir algo más: con no pocos científicos y fi-
lósofos de la ciencia, conviene recordar que la 
teoría de la evolución es descriptiva, no ex-
22 Creación, gracia, salvación 
plicativa; que no hace inútil, sino que postula, 
una reflexión sobre el cómo y el porqué del 
fenómeno evolutivo; que esta reflexión puede 
desembocar en varios modelos (dualismo, mo-
nismo espiritualista o materialista, creacionis-
mo...); que, en suma, el concepto «creación» 
pertenece al ámbito del discurso explicativo, 
meta-físico (como, por lo demás, los materia-
lismos a los que nos referiremos enseguida), y 
responde a la pregunta sobre el ser (¿por qué es 
algo, y no la nada?), mientras que el concepto 
«evolución» pertenece al ámbito del discurso 
descriptivo, físico, y responde a la pregunta so-
bre el aparecer (¿cuándo y cómo aparecen estas 
cosas y no otras?). 
Evaluación de los modelos explicativos 
Si procedemos a un cotejo entre los diversos 
modelos explicativos antes mencionados, ¿qué 
grado de plausibilidad alcanzaría hoy la idea de 
creación que se acaba de diseñar? El creacio-
nismo no lo tiene, en principio, más difícil que 
cualquier otra cosmovisión alternativa. En prin-
cipio; todo ensayo de respuesta a las últimas 
preguntas será cuestionable siempre para la ra-
cionalidad químicamente pura, al no ser sus-
ceptible de demostración apodíctica o de vali-
dación empírica. Y eso vale no sólo para el 
creacionismo, sino también para las hipótesis 
del dualismo o del monismo. 
Creación: un amor que da el ser al mundo 23 
a) Dualismo y monismo 
Ninguna de estas dos cosmovisiones resulta 
aceptable para la fe cristiana. El cristianismo no 
puede ser dualista; no cree que haya parcelas de 
realidad contaminadas de antemano, impuras 
por naturaleza; no impone la censura previa o 
el veto a ninguna región de lo real; no alberga 
un sentimiento trágico de la realidad, como si 
fuese una magnitud partida en dos hemisferios 
beligerantes. A todo ello se opone el optimismo 
ontológico que hacía decir al autor de Gn 1: 
«...y vio Dios que era bueno...». 
De otro lado, el cristianismo tampoco puede 
ser monista; no cree que todo sea uno y lo mis-
mo, que sólo exista el Gran Uno, el Ser Único; 
no acepta que el mundo sea absoluto, eterno, 
autosuficiente, autogenerado, capaz de cons-
truirse a sí mismo por su propia virtud. 
Pero no es sólo la fe cristiana la que tiene 
motivos para cuestionar la validez de estas dos 
cosmovisiones, frente a las que cabe argüir con 
razones extrateológicas. 
Y así, en cuanto al dualismo, que tan po-
derosa influencia ejerció en otras épocas, es 
obligado constatar su irreparable ocaso. Origi-
nariamente, el dualismo ha nacido de una preo-
cupación no ontológica, sino ética; la pregunta 
que lo ha generado versa, no sobre el origen del 
mundo, sino sobre el origen del mal. El mal, y 
no el ser, es la preocupación básica de la tesis 
24 Creación, gracia, salvación 
dualista. Ante todo, porque es demasiado dis-
tinto del bien para que pueda subsumirse, junto 
con él, en una realidad única y omnicompren-
siva. Además, porque el mal existe en el mundo 
en tal cantidad y calidad, posee tal espesor y 
densidad, que por fuerza tiene que ser producto 
de un principio supremo, tan supremo como el 
que originó el bien. A partir de aquí, el problema 
ético accede al nivel ontológico: hay dos órdenes 
de ser; por tanto, hay dos principios de ser, 
irreductibles y mutuamente hostiles. 
He ahí el flanco vulnerable del dualismo: el 
desgarramiento que impone a la contextura de 
lo real. La realidad dualista es esquizofrénica: 
comprende regiones no sólo diferenciadas, sino 
irreconciliablemente enfrentadas. La inverosi-
militud de esta hipótesis la ha puesto fuera de 
la circulación; el descrédito que actualmente pa-
dece el dualismo es demasiado notorio para pre-
cisar ilustraciones. 
En el otro extremo del espectro ideológico, 
el monismo materialista (su homónimo espiri-
tualista desapareció del mapa ontológico con el 
idealismo alemán) tampoco lo tiene fácil. Sus 
dificultades comienzan por la imposibilidad en 
que se encuentran hoy tanto los físicos como los 
filósofos de la ciencia para ofrecer una defini-
ción no vacua ni trivial ni tautológica del con-
cepto clave del sistema, a saber,el concepto de 
materia. Por lo demás, la vieja y noble estirpe 
materialista conviene en la profesión común de 
Creación: un amor que da el ser al mundo 25 
un monismo de sustancia —sólo hay una sus-
tancia base: la materia; todo lo real es material, 
y sólo lo material es real—; pero a partir de ahí 
los materialismos se bifurcan hoy en dos fa-
milias tan ferozmente enfrentadas como si de 
Capuletos y Mónteseos se tratara: materialismo 
fisicalista — materialismo emergentista. 
b) Fisicalismo 
El materialismo fisicalista preconiza, además 
del monismo de sustancia, un monismo de pro-
piedades: todo lo real es material y todo lo ma-
terial es físico; lo químico, lo biológico y lo 
psíquico no serían sino aspectos de lo físico. Lo 
que resulta de esta triple operación reductiva es 
un universo homogeneizado a la baja, sin des-
niveles ni saltos cualitativos, en el interior del 
cual todo funciona de acuerdo con la misma 
legalidad, todo exhibe la misma textura e idén-
ticas propiedades, desde el átomo de hidrógeno 
hasta el hombre. 
Esta grandiosa visión cuenta a su favor con 
la ventaja de la suma coherencia y ejerce la 
fascinación de lo supremamente simple; de ser 
cierta, se cumpliría con ella el viejo sueño del 
método científico: explicarlo todo con el menor 
número de leyes. 
Pero lo que a primera vista parece una ven-
taja (la simplicidad del sistema, la economía del 
ser) se convierte pronto en un inconveniente. La 
26 Creación, gracia, salvación 
homogeneización de lo real, su reducción a un 
único juego de leyes y propiedades, no da razón 
de la experiencia. El hombre capta su mundo 
como ámbito de lo diverso, no de lo idéntico; 
el fisicalismo, en cambio, nos habla de un mun-
do donde todo es igual a todo, y nada es distinto 
de nada. Contra esta cosmovisión se alza, como 
advierte Popper, el hecho mismo de la evolu-
ción, que supone el surgimiento de novedades 
reales e impredecibles, y no sólo de confor-
maciones diversas de lo mismo. No es posible, 
pues —señala Popper—, ser a la vez fisicalista 
y darwinista; el darwinismo conduce más allá 
del fisicalismo. 
c) Emergentismo 
Por todo ello, el materialismo más cotizado hoy 
no es el fisicalista, sino el emergentista, más 
sofisticado y sutil. El materialismo emergentista 
defiende el monismo de sustancia (por eso es 
materialismo): todo lo real es material. Pero a 
este monismo sustancial le endosa un pluralismo 
de propiedades. La realidad material se articula 
en niveles de ser cualitativamente distintos: lo 
físico, lo químico, lo biológico, lo psíquico... 
Cada uno de estos niveles supone los anteriores, 
pero los supera ontológicamente y es irreduc-
tible a ellos. 
El emergentismo puede así dar cuenta de la 
prodigiosa diversidad de lo real; y puede asi-
mismo —o, más bien, debe— admitir el hecho 
Creación: un amor que da el ser al mundo 27 
de la evolución como plus-devenir, como emer-
gencia de entidades distintas, mayores y mejores 
que lo anterior. 
Pero tampoco este materialismo emergentis-
ta está exento de dificultades. Ante todo, cabe 
preguntarse si sigue siendo todavía un monismo. 
«Si entre ser y ser se dan saltos cualitativos, ¿no 
es esto pluralismo?», arguye con razón el fisi-
calista a su pariente emergentista. La afirmación 
del monismo de sustancia parece más una coar-
tada para esquivar la acusación de herejía on-
tológica que un principio coherentemente inte-
grable en el sistema monista. 
En segundo lugar, el emergentismo afirma 
el hecho de la emergencia de novedad, pero no 
da razón suficiente del mismo. Gustavo Bueno 
formula así la objeción clave al emergentismo: 
«¿Cómo puede emerger algo no prefigurado sin 
ser creado?». O, con otras palabras: ¿cómo lo 
más puede salir de lo menos; cómo algo puede 
dar lo que no tiene? Si se responde que ese plus 
emergente estaba efectivamente precontenido o 
preformado en lo anterior, entonces se involu-
ciona hacia el fisicalismo, a saber, hacia una 
visión de lo real en la que nada surge que sea 
realmente nuevo o cualitativamente diverso. 
Más que de novedad, habrá que hablar entonces 
de epifanía o desvelamiento progresivo de lo 
presente y latente desde siempre, contradiciendo 
así el postulado básico de la evolución. De he-
28 Creación, gracia, salvación 
cho, esto es lo que significa en rigor el término 
emergencia: surgimiento de lo sumergido (de lo 
presente en estado latente). 
d) El saldo resultante 
Hasta aquí, la discusión con las concepciones 
alternativas a la fe en la creación. Con esta su-
maria revisión crítica tan sólo se pretendía con-
firmar algo dicho más arriba: que toda cosmo-
visión implica una metafísica, pertenece al ám-
bito discursivo de la oncología y no puede ser 
convalidada sólo en base al discurso propio de 
las ciencias de la naturaleza. 
Sostener, por tanto, que el materialismo es 
más «científico» que el creacionismo es, lisa y 
llanamente, una necedad. Uno y otro sistema 
habrán de acreditarse desde la razonabilidad y 
la potencia propositivo-explicativa de una op-
ción metacientífica, meta-física. 
Dicho lo cual, es lícito añadir que la noción 
de creación expuesta anteriormente puede tomar 
a su cargo, con rigor y solvencia, el dato no-
vedad emergente; que está habilitada para dar 
razón de la milagrosa riqueza, variedad y di-
versidad de lo real. La idea de creación conten-
dría, pues, un pluralismo emergentista fuerte o 
estricto, sin veleidades monistas ni dualistas, 
dispuesto a aceptar la realidad tal cual es: múl-
tiple, distinta, sinfónica; no única, uniforme, 
monódica. En este sentido, la cosmovisión crea-
Creación: un amor que da el ser al mundo 29 
cionista puede concurrir —sin jactancias, pero 
sin complejos— en el mercado de las lecturas 
de lo real hoy en curso. 
Por lo demás, no se olvide algo que ya avan-
zábamos antes: la doctrina cristiana de la crea-
ción no quiere ser una teoría sobre el origen del 
mundo o las modalidades de sus comienzos; es 
más bien una interpretación religiosa de lo mun-
dano, según la cual el mundo es porque Dios le 
ha conferido el ser. 
Así pues, lo que a la doctrina de la creación 
le importa sostener es que el mundo existe como 
criatura; que no tiene en sí la razón de su exis-
tencia; que no es una magnitud absoluta. Según 
Ja fe creacionista, el ser deJ mundo está im-
pregnado de precariedad e implica una esencial 
relación de dependencia (sin que ello obste, se-
gún se verá más adelante, al reconocimiento 
del valor, bondad, belleza y verdad del orden 
creado). 
Esta fe va, pues, más allá del problema de 
los orígenes; mira más bien al problema de la 
naturaleza de lo real, de su textura ontológica, 
para afirmar que la condición propia del mundo 
es su creaturidad. 
A partir de ahí, lo que se plantea con el 
concepto de «creación» es el tipo de relación 
vigente entre Dios y el mundo, el creador y su 
creación. Supuesto que se trata de una relación 
30 Creación, gracia, salvación 
de dependencia, ¿cómo se modulará, de hecho 
y en concreto, tal relación? 
Al buscar una respuesta a esta pregunta, la 
fe cristiana advierte que la doctrina de la crea-
ción no es un tema filosófico, propio de la on-
tología, la cosmología o la teología natural. Es, 
sobre todo, una doctrina religiosa, una verdad 
de fe. 
La creación, misterio de fe 
La creación —lo hemos visto ya— es la primera 
afirmación del credo cristiano; es, pues, un mis-
terio de fe. Hasta tal punto era cierto esto para 
Lutero que, en su opinión, «el artículo de la 
creatio ex nihilo es más difícil de creer que el 
artículo de la encarnación»; opinión, sin duda, 
hiperbólica, pero significativa en su misma exa-
geración. " 
En todo caso, estando como estamos ante 
un aserto de fe, hay que resistirse a la tentación 
de comprometerlo con una determinada cos-
movisión; la fe no puede estar ligada a tal o cual 
imagen del mundo, sino que ha de conservar 
siempre su libertad frente a cualquier tipo de 
cosmología. El contenido de la palabra revelada 
rebasa siempre toda teoría científicay, en ge-
neral, toda formulación humana. 
Que la idea de creación, en cuanto afirma-
ción de fe, desborda cualquier discurso profano, 
Creación: un amor que da el ser al mundo 31 
para instalarse en la esfera del misterio sólo ac-
cesible por revelación, es algo que se pone de 
manifiesto cuando se pasa del primer artículo 
del credo al segundo y se constata la estrecha 
relación vigente entre ambos; cuando, con otras 
palabras, se lee el artículo de la creación a la 
luz del artículo de la encarnación. Porque es 
entonces, y sólo entonces, cuando se nos desvela 
la esencia verdadera del ser creatural: la criatura 
es lo que el creador ha querido llegar a ser. 
Dios no es sólo el creador de un mundo distinto 
de él; Dios es, él mismo, criatura; la forma de 
existencia definitiva del Dios revelado en Cristo 
es la encarnación. 
En estas formulaciones late la novedad inau-
dita del cristianismo, su carácter decididamente 
escandaloso. Por la encarnación, el Dios Hijo 
(el misterio por antonomasia) ha devenido un 
fragmento de la creación («primogénito de la 
creación», lo llama Pablo en Col 1,15), de su 
historia, de su materialidad. De donde se sigue 
que esa creación es ciertamente misterio de fe, 
al contener a aquel que es, lisa y llanamente, el 
misterio. 
Pero, además, esa fe cristiana en la creación 
no es ya la fe judía: Gn 1 es el estadio inicial e 
incompleto de una doctrina bíblica que culmi-
nará con la revelación de la encarnación del 
creador. Jn 1 —y no Gn 1— es su texto nor-
mativo, pues sólo en Cristo se esclarece el por-
qué y el para qué de las criaturas, y sólo en 
32 Creación, gracia, salvación 
Cristo sabemos finalmente lo que la realidad 
creada es en último análisis: lo infinitamente 
distinto de Dios y, con todo, lo sustancialmente 
asumible en el ser personal de Dios. El valor y 
la dignidad del ser creado son tales que el mis-
mo creador puede devenir criatura. En verdad, 
ninguna cosmovisión, ningún lógos filosófico o 
religioso ha fijado nunca tan alta cotización a lo 
mundano. 
La apropiación laica 
de la fe en la creación 
El misterio de fe que es la creación está siendo 
objeto de una especie de reconversión o reduc-
ción al estado laical. Las nociones de creación, 
creatividad y creador han experimentado un 
proceso creciente de expropiación por parte de 
las cosmovisiones seculares, en virtud del cual 
se transfieren al ser humano, erigido en entidad 
autónoma, las competencias otrora reconocidas 
al poder central divino. Tal operación de trans-
ferencia, iniciada con el Renacimiento, va a ser 
consumada por el ateísmo postulatorio y la fe 
en el progreso de finales del siglo xix. El mar-
xismo es, sin duda, la expresión más acabada 
de la misma. 
La crítica marxista de la idea cristiana de 
creación —que se mantiene incluso en un mar-
xismo tan poco convencional como el de 
Bloch— se basa en un penoso equívoco: el temor 
Creación: un amor que da el ser al mundo 33 
a que una relación de dependencia acabe con la 
consistencia del hombre, liquide la autonomía 
de su libertad y coarte su capacidad operativa. 
Pues bien, ese temor puede estar justificado 
cuando al hombre se le hace depender de una 
divinidad extrabíblica. Zeus y Prometeo —el 
dios y el hombre de la metafísica griega— son 
magnitudes antinómicas; para Prometeo, el he-
cho de depender de Zeus conlleva una situación 
de esclavitud. Pero el modelo bíblico de la re-
lación Dios-hombre no es ése. Yahvé no es 
Zeus; no es el dios celoso de sus prerrogativas, 
sino el Dios de la alianza y la encarnación. Y 
Adán no es Prometeo; no es el rival, sino la 
imagen de Dios. La dependencia del creador no 
conlleva la alienación de la criatura, sino su 
liberación. La actividad de la criatura no es un 
atentado contra la obra del creador; muy al con-
trario, es una prolongación de dicha obra, pre-
vista y querida por el propio creador, el cual 
entrega al hombre el mundo recién surgido a la 
existencia para que aquél, en su calidad de ima-
gen (representación vicaria) de Dios (Gn 
l,26ss), lo conduzca hacia su consumación. 
Esgrimir, pues, la creatividad humana como 
profilaxis contra la creatividad divina es incurrir 
en una colosal mistificación de ambas. La fe en 
la creación no mengua ni la grandeza del hombre 
ni la autenticidad de su compromiso en la cons-
trucción del mundo. 
34 Creación, gracia, salvación 
En realidad, esa fe opera en el sentido con-
trario: lejos de servir como coartada para una 
ideología evasionista y un modelo de salvación 
desencarnado, funciona como estímulo para la 
empresa de edificar el mundo como hogar de la 
gran familia humana. Tendremos ocasión de 
volver sobre estas afirmaciones más adelante. 
Baste, por ahora, con dejar sentado que: a) el 
mundo es creación de Dios; b) es también con-
creación del hombre, imagen de Dios. 
Fe en la creación y praxis cristiana 
La doctrina de la creación no es un mero cons-
tructo teórico, sino que surte efectos en la praxis, 
induce una comprensión específica de la reali-
dad e impone un modo peculiar de instalación 
en esa realidad y de acción sobre ella. En con-
creto, la fe en la creación implica una metafísica 
del amor, una concepción del tiempo como his-
toria, una secularización de la realidad mun-
dana, una acción fundada en la voluntad de en-
trega libre y gratuita. 
a) Una metafísica del amor 
Ya hemos visto cómo, fuera del marco bíblico, 
o bien se concibe la realidad como simple par-
cela de la totalidad única y englobante (pan-
teísmos), o bien se la hace derivar orgánica-
mente, casi biológicamente, de su(s) princi-
pio(s) fontal(es) (dualismos). 
Creación: un amor que da el ser al mundo 35 
Pues bien, en ambos casos la realidad es 
teogonia, génesis del Absoluto. Su canon fun-
dacional es la necesidad, no la libertad: el Gran 
Uno no puede no existir; el/los principio(s) no 
puede(n) no emanar. Pero donde no hay libertad 
tampoco puede haber amor; éste, en efecto, no 
es posible sin alteridad y sin el libre consenti-
miento de las partes. Así pues, si, por hipótesis, 
sólo existe el Ser Único de la cosmovisión pan-
teísta, o si el Ser ha de segregar los seres ne-
cesariamente, como piensa toda cosmovisión 
dualista, el amor queda al margen de la urdimbre 
de la realidad. 
La noción bíblica de creación sustituye, de 
una vez por todas, la necesidad por la libertad. 
La realidad, la historia, surgen del amor; a una 
/eo-logía de la paternidad de Dios («creo en Dios 
Padre... creador») corresponde una oncología de 
la agápe, del puro don amoroso y gratuito. 
A eso apuntaba, en definitiva, la vieja fór-
mula de la creado ex nihilo: nada obliga a Dios, 
en nada se apoya Dios para crear, sino en su 
soberana y libérrima voluntad de comunicación. 
La idea de «creación desde la nada» (que, según 
ha dicho alguien, significa en realidad «creación 
desde la plenitud desbordante») es extraña al 
pensamiento extrabíblico, porque a ese pensa-
miento le es extraña, a su vez, la idea de un 
Dios-Padre. Sólo de un Dios cuyo ser es, pura 
y simplemente, amor (1 Jn 4,8.16) puede pre-
dicarse, no la autogénesis, no la emanación ne-
36 Creación, gracia, salvación 
cesaría, no la producción forzada, sino la crea-
ción, es decir, la puesta en la existencia de lo 
distinto de sí como algo querido libremente y, 
por ende, digno de ser amado en tanto que dis-
tinto. 
Resumiendo: Dios es Padre; Dios es per-
sona; Dios es libre; Dios crea libremente; luego 
crea, única y exclusivamente, por amor. He 
aquí la primera cosa a tener presente cuando uno 
se pregunta por la interpretación cristiana de la 
realidad y de la historia: realidad e historia se 
han originado del puro amor. Veremos pronto 
las consecuencias prácticas de este aserto. 
b) Una concepción del tiempo 
como historia 
A la representación cíclica del tiempo, común 
a las cosmovisiones extrabíblicas, la fe en la 
creación opone la representación lineal y ideo-
lógica. La cultura griega y las civilizaciones 
orientales estaban dominadas por la fascinación 
delcírculo, símbolo de lo inmutable, lo eterno 
y, por ende, lo verdadero. En efecto, en el mo-
vimiento cíclico no hay novedad ni cambio real; 
hay sólo la perpetua recurrencia de lo mismo. 
Así pues, lo circular es lo inmutable; pero lo 
inmutable es lo eterno, y lo eterno es lo ver-
dadero. 
Ahora bien, en esta concepción no hay lugar 
para la novedad, para la revolución, para la 
Creación: un amor que da el ser al mundo 37 
irrupción de lo distinto y mejor; ahí sólo cabe 
lo antiguo repetido, la consagración del status 
quo. No la revolución, sino la circunvolución, 
la rueda girando sobre sí misma en el vacío, es 
lo que entraña la temporalidad cíclica. Venimos 
desde siempre de lo mismo; vamos siempre a lo 
mismo; nihil novum sub solé. 
De esta representación circular del tiempo 
se nutre la tragedia griega, que no es sino una 
desgarradora meditación sobre el poder absoluto 
de la ananké, del destino ciego e inexorable: lo 
que nos vaya a suceder ya está escrito, ha su-
cedido antes, está sucediendo desde siempre y 
para siempre, porque «la historia se repite»... 
Es inútil resistirse: hay que plegarse; hay que 
sufrir el proceso histórico como sino; toda re-
belión acaba en tragedia. 
Pues bien, la fe cristiana afirma que el tiem-
po es irreversible y no da marcha atrás; que 
tiende hacia una meta y progresa hacia ella; que 
mide, no la involución o la regresión, sino el 
crecimiento hacia la plenitud salvífica de todo 
lo existente. El tiempo es historia, y la historia 
es historia de salvación. Así pues, el hechizo 
malsano del círculo vicioso se desvanece cuando 
se contempla la realidad en proceso de creación 
abierta que, porque ha tenido un comienzo, ten-
drá un término consumador. El mundo no es un 
hecho cerrado; es un devenir, cuya iniciativa 
corresponde a Dios, pero cuya gerencia atañe al 
hombre, imagen de Dios. De la resignación es-
.w Creación, gracia, salvación 
tática ante lo inmutable se pasa a la explotación 
dinámica de una realidad en proceso, cuyas po-
sibilidades es preciso extraer para cumplir el 
encargo divino de llevar el mundo al gran sábado 
de la salvación escatológica (Gn l,28ss). 
c) Una secularización del mundo 
Se ha indicado anteriormente que la fe en la 
creación desdiviniza la realidad: ésta no es ni 
una parte de Dios ni un momento de su génesis; 
es, simplemente, su criatura. La realidad des-
divinizada resulta así desdemonizada. El hom-
bre había vivido en un mundo encantado y había 
soportado la atracción magnética de fuerzas cós-
micas que, en su colosal grandeza, se le reve-
laban como teofanías y lo esclavizaban; la na-
turaleza había subyugado a la persona. La doc-
trina de la creación permite al mundo, por 
primera vez, ser mundano, no divino; y permite 
al hombre, por tanto, considerar el mundo como 
gobernable, no intangible. No es casual que la 
civilización científico-técnica se haya desarro-
llado en regiones dominadas por la fe en la crea-
ción, cuyos habitantes le han perdido el temor 
sacro a la naturaleza. 
Decir, con los panteísmos materialistas, que 
la materia es increada, subsistente, autosufi-
ciente y eterna, no es negar a Dios; es convertir 
la materia en Dios, bajar a Dios del cielo a la 
tierra, sacralizar, mitificar la realidad secular. 
Contra tamaña mistificación, la fe cristiana afir-
Creación: un amor que da el ser al mundo 39 
ma que lo real es secular, profano, no divino ni 
sagrado. Y eso es algo que la praxis cristiana 
no debe olvidar; el objetivo de esa praxis no 
puede ser la sacralización del mundo, sino su 
secularización. Dicho de otro modo: la praxis 
cristiana ha de oponerse a todo ensayo de ab-
solutización o divinización de la realidad creada, 
que falsificaría lo mundano y no le dejaría ser 
lo que es. 
Por otro lado, el mundo profano es, justa-
mente en su profanidad, supremamente valioso, 
no sólo porque Dios le ha dado el ser por la 
creación, sino porque ese mismo ser de la rea-
lidad creada ha sido integrado para siempre en 
el ser de la divinidad creadora por la encarna-
ción; la encarnación del creador autentifica y 
avala la creación, la cual no es, no será nunca 
—aunque a veces lo parezca— una causa per-
dida. La realidad es una magnitud fundada, no 
infundada. Es digna de crédito; merece la pena 
comprometerse por ella a fondo, como el propio 
Dios lo ha hecho al encarnarse en ella. 
En suma, la realidad mundana es profana, 
no sagrada; pero, en virtud de la encarnación, 
ostenta una estructura sacramental, es signo 
eficaz de la presencia real del creador en ella. 
Si a esto se une, por una parte, el hecho de que 
Dios es el único Señor de lo creado («de Yahvé 
es la tierra y cuanto hay en ella, el orbe y los 
que en él habitan»: Sal 24,1), ante el que el 
hombre deberá responder de su gerencia, y, por 
40 Creación, gracia, salvación 
otra, que el mundo ha sido puesto en manos del 
hombre como el menor de edad es confiado al 
tutor, no para que lo explote en su provecho, 
sino para que favorezca su crecimiento y haga 
posible su madurez, entonces resulta claro que 
la fe en la creación requiere una praxis que, por 
un lado, salvaguarde esa índole sacramental de 
la realidad creada a la que se acaba de aludir y, 
por otro, haga del mundo el hogar acogedor de 
la entera familia humana. 
La fe en la creación implica, pues, una ética 
ecológica, un modelo de relación hombre-na-
turaleza que permita contemplar ésta como casa 
(oikía) y patria del ser del hombre, como crea-
ción desencantada y, a la vez, sacramentada 
por la real presencia en ella del creador y por 
la encarnación en ella del mediador de la crea-
ción. 
d) Una acción fundada en la voluntad 
de entrega libre y gratuita 
Hemos visto más arriba cómo la realidad se en-
raiza en el amor creador de Dios. Ello significa 
que esa realidad será tanto más auténtica y más 
conforme a su estructura cuanto más vigencia 
tenga en ella aquel amor fundacional. 
La praxis cristiana ha de tender a hacer vi-
sible este principio configurador de la realidad; 
tiene que poner de manifiesto que el mundo no 
se construye sólo con análisis sociopolíticos ni 
Creación: un amor que da el ser al mundo 41 
a golpe de decreto-ley; que no se edifica con 
indiferencia, y mucho menos con odio, sino, 
sobre todo, con amor. Recuérdese, además, que 
el amor creador surge desde la nada, a saber, 
desde la liberalidad de lo supremamente gratui-
to. En el evangelio, los que son como nada, los 
niños, los marginados, los humillados y ofen-
didos..., en suma, los desgraciados, son por 
antonomasia los agraciados, los más amados 
precisamente por ser los menos amables, los que 
tienen menos títulos para exigir o esperar amor. 
De ahí que el amor que estamos postulando 
para la praxis cristiana haya de ser también desde 
la nada; sólo de esta forma reproduce y prolonga 
el gesto creador, edifica la realidad. La comu-
nidad de los creyentes tendría que ser la pre-
sencia viva, institucionalizada, de este amor gra-
tuito que rehace el mundo desde sus cimientos. 
Ninguna otra instancia, ninguna otra praxis pue-
de obrar así, por puro amor, desde la nada. Las 
instituciones seculares no son nunca totalmente 
desinteresadas, ni tienen por qué serlo. Por el 
contrario, la acción cristiana, o es absolutamente 
desprendida, o no tendrá de cristiana más que 
el nombre. De modo que, si los cristianos no 
obramos así, el amor creador permanecerá iné-
dito al interior del proceso histórico, y el mundo 
se quedará sin saber qué es realmente ese amor 
del que procede, que le ha dado origen. 
Naturalmente, si este paradigma de la praxis 
cristiana no quiere quedarse en declamación re-
42 Creación, gracia, salvación 
tórica, habrá de encarnarse (es ésta la intuición 
más válida de los nuevos modelos de teologías 
políticas). Hablar de una acción específicamente 
cristiana no equivale a postular una especie de 
restauracionismo liquidador del carácter secu-
lar, antes defendido, de la realidad. El concepto 
cristiano de «encarnación» significa asumir lo 
otro, lodistinto, dejarse permear por lo diverso. 
El amor cristiano encarnado tendrá, pues, que 
aliarse con aquellos proyectos y programas se-
culares que persiguen la justicia, la libertad, la 
fraternidad, con la clara conciencia de que sólo 
así podrá ser realmente efectivo. 
Ahora bien, también es así como se genera 
una incómoda tensión entre identidad y rele-
vancia. A este respecto, conviene notar que la 
esencia de lo cristiano, su identidad, consiste 
justamente en su aptitud para la enajenación, 
para la entrega de lo propio. Lo cristiano 
—como Cristo— es lo que debería ser dándose. 
Por eso, el dilema identidad-relevancia es un 
falso dilema, pues plantea una falsa alternativa. 
A los creyentes corresponde actuar las obras del 
amor, no detentar su monopolio. Si otros tam-
bién las hacen, o si nosotros las hacemos con 
ellos y son ellos quienes, a la postre, se las 
apropian, nada de ello tendría que resultar trau-
mático; simplemente, se habría verificado por 
enésima vez la parábola del grano que da fruto 
si se entierra y muere. 
Creación: un amor que da el ser al mundo 43 
En todo caso, resulta reconfortante compro-
bar cómo hoy se apela precisamente al amor en 
el marco de un discurso técnico sobre los re-
sortes a los que hay que apelar para afrontar con 
éxito la pavorosa amenaza del colapso ecoló-
gico. Meadows y Randers, en efecto, advierten 
últimamente que sólo «un amor fraternal entre 
la gente» podrá movilizar las voluntades para 
atajar la catástrofe que se cierne sobre la crea-
ción. No otra cosa se decía más arriba, cuando 
se señalaba que la realidad se construirá y sub-
sistirá si en ella opera el amor creado, prolon-
gación del amor creador. 
* * 
Como se ve, tras un largo rodeo por la temática 
de la creación, terminamos donde habíamos co-
menzado: hablando del amor. No podía ser de 
otro modo, toda vez que la fe en la creación no 
es —digámoslo una vez más— una teoría sobre 
el origen del mundo, sino una interpretación 
religiosa de lo mundano en su última raíz y, 
consiguientemente, un modo específico de estar 
y actuar en el seno de la realidad creada. 
Si hemos comprendido esto, comprendere-
mos también por qué dicha fe es el punto de 
partida de nuestro credo y el presupuesto del 
discurso cristiano sobre la salvación. 
2 
El hombre: hacia la 
recomposición de la imagen 
El relato bíblico de la creación (Gn 1) nos hace 
saber que Dios culminó su obra poniendo al 
frente de ella al ser humano, imagen suya, para 
que en su nombre la presida, la gobierne y la 
conduzca hacia la consumación. 
Esta condición icónica del hombre formó 
parte durante siglos de la cultura dominante. Es 
muy cierto que el hombre ha sido siempre pro-
blema para sí mismo, y que en la crónica y 
radical extrañeza que la propia identidad le sus-
cita se emplaza el origen de toda filosofía. La 
pregunta sobre el hombre está dramáticamente 
abierta ya por el mero hecho de la existencia de 
quien la formula, y seguramente ha de seguir 
estándolo. Pues bien, la definición bíblica del 
hombre («imagen de Dios») funcionó como el 
punto de referencia común al que se remitían 
las diversas respuestas y contribuyó decisiva-
mente a la configuración de una lectura huma-
nista de la realidad. 
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 45 
Huelga decir que, de un tiempo a esta parte, 
la unanimidad se ha roto. La imagen íntegra e 
intacta que sucesivas generaciones se fueron 
transmitiendo es, al día de la fecha, una imagen 
en fragmentos. ¿Es posible proceder a su re-
composición, recuperar sus rasgos básicos? Para 
ello será preciso abordar tres cuestiones crucia-
les: a) qué es el hombre; b) quién es el hombre; 
c) cómo es el hombre. A ellas, la fe cristiana 
responde así: a) el hombre es uno en cuerpo y 
alma; b) el hombre es persona; c) el hombre es 
libre. 
La antropología teológica 
ante la imagen en fragmentos 
«¿Qué es el hombre? Muchas son las opiniones 
que el hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. 
Diversas e incluso contradictorias: exaltándose 
a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose 
hasta la desesperación» (Gaudium et Spes, 12). 
En este texto del Vaticano n se recoge con-
cisamente el actual estado de la cuestión antro-
pológica y se mencionan las dos posiciones ex-
tremas de una variada gama de respuestas, 
de las que puede ser útil recordar las más rele-
vantes. 
En la zona baja del espectro, esto es, en el 
arco de las interpretaciones desencantadas, se 
encuentran las siguientes: pasión inútil, ser para 
la muerte, carnívoro agresivo, mono desnudo, 
46 Creación, gracia, salvación 
ser dotado de sinrazón, mecanismo autocons-
ciente programado para la preservación de sus 
genes y equipado con un ordenador locuaz... 
Esta última definición me parece excelente. 
La he acuñado yo mismo, pero sin ninguna pre-
tensión de originalidad; en realidad, es un hí-
brido de dos paradigmas antropológicos muy 
acreditados en ciertas áreas de la actual cultura 
dominante: el que considera al ser humano como 
una entidad física, algo así como un robot op-
timizable, y el que ve en él un animal hiper-
complejo o un mono que ha tenido éxito. «So-
mos autómatas conscientes, ... miembros de la 
gran familia Mecano ..., fabulosa polimáquina 
cuyo centro es el sol y cuyos pseudópodos se 
extienden sobre la tierra y se prolongan en la 
sociedad humana», dirá el antropólogo fisica-
lista. «Somos máquinas de supervivencia, ve-
hículos autómatas programados a ciegas con el 
fin de preservar las egoístas moléculas conoci-
das con el nombre de genes», asevera el socio-
biólogo confeso. 
Pero no todo el mundo piensa hoy así, afor-
tunadamente. En la parte alta de la gama de 
respuestas se emiten mensajes de contenido mu-
cho más esperanzador. Y, así, el último Hei-
degger habla del hombre como «pastor del ser», 
espacio privilegiado de la epifanía del ente. Un 
pensador neomarxista (E. Bloch) sostendrá que 
el hombre no es Dios, como estimaba Feuer-
bach, pero lo será; es, pues, una especie de dios 
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 47 
deviniente, cuya meta es la homoousía —o con-
sustancialidad— con lo divino, proclamada en 
el concilio de Calcedonia y cuya suprema en-
carnación se ha alcanzado, por el momento, en 
un hijo de hombre (Jesús de Nazaret) que osó 
autotitularse «hijo de Dios». Otro filósofo, éste 
cristiano (X. Zubiri), dirá, en fin, que «el hom-
bre es una manera finita de ser Dios real y efec-
tivamente», o que «la persona humana es en 
alguna manera Dios; es Dios humanamente». 
Con todas estas interpretaciones de lo hu-
mano ha de confrontarse hoy la lectura cristiana 
del hombre, lo que en la jerga del oficio se llama 
la antropología teológica. Pero ¿qué es en rea-
lidad esa antropología teológica? 
Como gustaba de repetir Rahner —si bien 
en un sentido diverso del que le daba Feuer-
bach—, la entera teología cristiana es antropo-
logía; el discurso sobre Dios es discurso sobre 
el hombre. Con lo cual no se quiere significar, 
claro está, que la cuestión-D/os haya perdido 
relevancia para los creyentes; lo que se pretende 
decir es que tal cuestión, cristianamente plan-
teada, encubre y conlleva la cuestión-hombre. 
La fe cristiana, en efecto, es la única que se 
ha atrevido a sostener algo tan escandalosamente 
inaudito como que el creador ha devenido, él 
mismo, criatura; que Dios se ha hecho hombre. 
El Dios de los cristianos no es la deidad lejana 
y hermética del pensamiento griego, ni el Poder 
48 Creación, gracia, salvación 
temible e incógnito de la religiosidad pagana. 
El Dios cristiano es Enmanuel, Dios-con-no-
sotros, un Dios con nombre y perfil entrañable-
mente humanos. Porque ha habido un momento 
en la historia en que ver, oir y acoger a un 
hombre era ver, oir y acoger a Dios en persona, 
por eso y desde ese momento la causa de Dios 
se identifica con la causa del hombre, y el hom-
bre es para la fe cristiana lo que Feuerbach y 
Marx decían que debía ser: el ser supremo para 
el hombre. 
Por consiguiente, la antropologíateológica, 
el ensayo de comprensión del fenómeno humano 
desde la fe, no es un sector más de la teología, 
sino que es su sector crucial. Por eso he adver-
tido antes que todas las definiciones reseñadas 
más arriba deben interesar a los creyentes: por-
que en ellas se toca, de uno u otro modo, el 
núcleo de su fe. 
Ahora bien, para ponderar la validez de cada 
una de ellas, los cristianos no contamos con un 
sistema cerrado de respuestas. Contra lo que 
podría pensarse, la teología no posee una teoría 
completa y autosuficiente sobre el hombre. Lo 
que hace la fe es marcar unos mínimos antro-
pológicos. Y ello porque, según el Nuevo Tes-
tamento, lo que define lo humano no es un puro 
quid abstracto, sino una concreta realidad vital; 
no algo, sino alguien, es la explanación con-
sumada de la pregunta que el hombre es para 
sí mismo: «en realidad—dice el concilio Vatica-
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 49 
no II— el misterio del hombre sólo se esclarece 
en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium 
et Spes, 22). De hecho, y como es sabido, las 
primeras tomas de postura de la fe de la Iglesia 
sobre la condición humana se hacen en un con-
texto no antropológico, sino cristológico. 
Así pues, la tarea de una antropología teo-
lógica que no quiera quedarse en simple doblaje 
de la antropología filosófica consistirá en pro-
ferir un discurso tal sobre el hombre que haga 
posible e inteligible el anuncio cristiano de la 
encarnación de Dios. Este discurso deberá mos-
trar la pertinencia de la definición zubiriana an-
tes citada (el hombre, manera finita de ser Dios) 
y de su teorema recíproco: Dios, manera infinita 
de ser hombre. O, con otras palabras, que «hom-
bre es el diminutivo de la divinidad, y la divi-
nidad es el superlativo de hombre» (J. Pépin). 
La categoría bíblica «imagen de Dios», si 
se la contempla complexivamente —no sólo en 
su versión veterotestamentaria, sino también 
desde la lectura que Pablo hace de ella—, for-
mula esta respectividad recíproca Dios-hombre, 
hombre-Dios. Ambos se encuentran frente a 
frente, se tratan de tú a tú y se vinculan final-
mente («de modo indiviso e inseparable», aun-
que también «de modo inconfuso e inmutable», 
decía Calcedonia) en Jesús, el Cristo. 
O, lo que es equivalente: la antropología 
cristiana ha de nutrirse de la «sospecha» cris-
50 Creación, gracia, salvación 
tológica, y la cristología ha de alumbrar el ho-
rizonte de comprensión del discurso antropo-
lógico. 
Así las cosas, ¿cuál sería el cometido más 
urgente de la actual antropología teológica? A 
mi entender, fijar con alguna precisión lo que 
antes he llamado los «mínimos antropológicos», 
aquellos rasgos básicos de lo humano que hacen 
viable la relación hombre-Dios y, por ende, la 
encarnación del propio Dios. La tarea pendiente 
de una lectura cristiana del hombre que quiera 
recoger los retos de las antropologías contem-
poráneas es diseñar las estructuras adámicas que 
hacen posible el destino crístico del ser humano. 
A este propósito, y según se anunció ante-
riormente, dedicaremos nuestra atención en 
cuanto sigue a los tres enunciados en los que 
—a mi juicio— está en juego hoy la suerte de 
la antropología en general (esto es, el lógos ra-
cional sobre lo humano) y de la antropología 
teológica en particular (esto es, la visión cris-
tiana del hombre). 
Durante mucho tiempo, prácticamente hasta 
el siglo pasado, estos tres enunciados fueron 
patrimonio común e indiscutido de la cultura 
occidental. Naturalmente, se entendían de forma 
distinta y se modulaban en tesituras diversas, 
según las variables tendencias y modas filosó-
ficas o teológicas, pero no se cuestionaba su 
tenor literal. Hoy, en cambio, ninguno de los 
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 51 
tres asertos disfruta del privilegio del consenso. 
En torno a cada uno de ellos se registran dis-
crepancias clamorosas, como ponían de mani-
fiesto algunas de las definiciones aducidas más 
arriba. Son —recordémoslo— los siguientes: a) 
el hombre es «uno en cuerpo y alma» (Gaudium 
et Spes, 14); b) el hombre es persona; c) el 
hombre es libertad responsable. 
El hombre es uno en cuerpo y alma 
Con esta formulación, la fe cristiana trata de 
responder a la primera de las tres cuestiones que 
habíamos planteado más arriba, la que versa 
sobre el quid del hombre: ¿qué es, de qué está 
hecho el ser humano, cuáles son sus ingredientes 
básicos? La respuesta contiene tres afirmacio-
nes: a) el hombre es cuerpo; b) el hombre es 
alma; c) el hombre es uno en cuerpo y alma. 
a) El hombre es cuerpo 
La experiencia originaria que el ser humano hace 
de sí mismo no es la del cogito cartesiano, la 
de una conciencia pensante; es la experiencia de 
un yo encarnado. La determinación cristológica 
de la antropología cristiana fue decisiva para 
integrar el cuerpo en la verdad del hombre y 
superar los arraigados tabúes dualistas al res-
pecto. El texto de Jn 1,14, en su crudo laconismo 
(«el Lógos se hizo carne»), fue la instancia de-
cisiva que permitió recuperar la carnalidad (y 
52 Creación, gracia, salvación 
con ella la mundanidad, la temporalidad y la 
historicidad) y rechazar la fortísima tentación 
que los espiritualismos desencarnados han su-
puesto siempre para una adecuada comprensión 
del fenómeno humano. 
En cuanto cuerpo, el hombre (adam) es de 
la tierra {de la adamah), dice el relato yahvista 
de los orígenes (Gn 2); está ligado a ella por 
una doble relación de origen y de destino (de 
ella fue tomado y a ella volverá). Por el cuerpo, 
además, se dice a sí mismo; él es su expresión 
comunicativa, la mediación de todo encuentro, 
como escribía hermosamente G. Marcel. En 
cuanto cuerpo, en fin, el ser humano es cons-
titutivamente mundano (el mundo es su casa, no 
su cárcel, como pensaba Platón) y temporal (esto 
es, obligado a realizarse sucesivamente, histó-
ricamente) . 
Ninguna antropología niega hoy estos datos; 
ninguna considera el cuerpo con la hostilidad 
solapada o declarada que tan frecuente fue en 
otras épocas. Desde el punto de vista teológico, 
por tanto, el cuerpo no es problema hoy porque 
se le ignore o minusvalore. Lo es más bien por 
todo lo contrario. 
Estamos asistiendo, en efecto, a su resacra-
lización neopagana; tras los tiempos del tabú, 
los tiempos del tam-tam. La jerga urbanita del 
momento da fe del proceso de somatización in-
tensiva actualmente en curso; al vecino se le 
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 53 
llama «body» o «tronco»; expresiones como 
«sorber el coco», «ir de cráneo», «tener morro», 
«hacer lo que me pide el cuerpo», amén de otras 
resueltamente irreproducibles, han tomado el re-
levo del vocabulario animista corriente hasta no 
hace mucho en el lenguaje coloquial («alma ben-
dita», «alma candida», «con el alma en un hilo», 
«me duele en el alma», «te quiero con toda el 
alma», etc.). 
A decir verdad, esta pretendida recuperación 
del cuerpo se convierte pronto en una lectura 
selectiva de la corporeidad: no es el cuerpo en 
cuanto tal lo que se valora, sino los cuerpos 
bellos, jóvenes y sanos de la beautiful people 
(la llamada «gente guapa»). Dicha selectividad 
implica, por extraño que parezca, un idealismo 
subrepticio que pugna por obtener la imagen 
arquetípica del cuerpo no respetando la totalidad 
de sus aspectos, sino reteniendo unos y dese-
chando otros. No se acepta el cuerpo en sus 
límites; se le finge atemporal, aséptico, atlético, 
ilimitadamente joven, inmarcesiblemente bello, 
invulnerablemente sano. 
Si bien se mira, lo que late en el fondo de 
estas campañas de rehabilitación del cuerpo 
(apoyadas en la poderosa influencia de los me-
dios audiovisuales) es la patética indigencia de 
las antropologías para las que el hombre es sólo 
cuerpo y que, por consiguiente, sólo pueden 
confiar en el aerobic, la cosmética y los pro-
54 Creación, gracia, salvación 
gresos de la cirugía plástica cuando se interrogan 
acerca del futuro que le aguarda. 
Naturalmente, nada de esto encajaen la sen-
sibilidad cristiana, que no entiende qué sentido 
puede tener rehabilitar algo que está habilitado 
de antemano para la resurrección gloriosa. La 
fe en la resurrección, y no el culto pagano e 
idealista del cuerpo, es la más alta forma de 
fidelidad a éste y el antídoto más efectivo contra 
su devaluación. 
b) El hombre es alma 
Frente a las interpretaciones del hombre como 
cuerpo en sentido exclusivo, la antropología 
cristiana completa esa afirmación con esta otra: 
el hombre es alma. La teología manualística 
preconciliar privilegió desconsideradamente 
este elemento, ofreciéndonos una imagen del 
hombre más propia de una psicología racional 
que de una antropología teológica. Esta situa-
ción era insostenible, y a partir de los años se-
senta se hace ostensible un cambio de rumbo. 
Los teólogos comienzan a ocuparse seriamente 
de la corporeidad en artículos de diccionarios y 
en trabajos monográficos. 
Correlativamente, sin embargo, se tiene la 
impresión de que la temática del alma resulta 
embarazosa; no se sabe muy bien qué hacer con 
ella o cómo hablar de ella. En ciertos casos, se 
produce un reajuste compensatorio, en virtud del 
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 55 
cual se la confina en los ámbitos suburbiales 
hasta entonces habitados por el cuerpo. 
Y, así, las voces alma o espíritu no figuran 
en el índice analítico del célebre Catecismo Ho-
landés de los años sesenta, ni en diccionarios 
como «Conceptos fundamentales de Teología» 
(que sí incluye, en cambio, un excelente artículo 
sobre la «corporalidad» firmado por J.B. Metz). 
Más sorprendente aún resulta la ausencia del 
término Seele (alma) en el nuevo ritual de exe-
quias alemán, habida cuenta del empleo masivo 
que de él se hacía en rituales anteriores. 
De un tiempo a esta parte, sin embargo, las 
perplejidades van despejándose, como lo testi-
fica la aparición en los dos últimos lustros de 
diversas monografías teológicas —no sólo ca-
tólicas, sino también protestantes— sobre el 
alma, en las que leemos frases como éstas: «to-
davía hoy... el alma es irrenunciable para la 
teología»; «la renuncia al concepto de alma o la 
reserva ante él» constituyen «una injustificada 
automutilación de la teología». Al día de la fe-
cha, no conozco a ningún teólogo cristiano, sea 
cual fuere su confesión, que cuestione la exis-
tencia del alma y la necesidad de contar con ella 
para dar razón del fenómeno humano. No hay, 
en suma, una versión, por así decir, des-
almada de la antropología cristiana. 
¿Y cuál es el contenido que Ja teología ad-
judica a la idea de alma? No existe una deter-
56 Creación, gracia, salvación 
minación canónica, vinculante, de la misma. 
Las declaraciones magisteriales acerca de ella 
—por lo demás muy escasas—, o tratan de su 
función (concilio de Vienne) o de alguna de sus 
cualidades (concilio v de Letrán). Pero ninguna 
se pronuncia sobre su estatuto ontológico. 
Así pues, la fe cristiana no exige una on-
tología precisa y rigurosa del alma. En realidad, 
la afirmación de su existencia es de índole más 
axiológica o dialógico-soteriológica que onto-
lógica. Diciendo que el hombre es alma —y no 
sólo cuerpo—, se quiere decir: a) que el hombre 
vale más que cualquier otra realidad mundana 
(afirmación axiológica); b) que es capaz de man-
tener un diálogo salvífico con Dios (afirmación 
dialógico-soteriológica); significativa a este res-
pecto es la definición de Ratzinger: con la idea 
de alma se expresa «la capacidad de referencia 
del hombre a la verdad, al amor eterno». 
Sin embargo, esta concepción axiológica o 
relacional del alma está reclamando, a mi juicio, 
una ulterior fundamentación ontológica, sin la 
cual el propio concepto se revelaría inconsis-
tente a la larga. El plus de valor y de capacidad 
dialógica y operativa demanda un plus de ser. 
En efecto, no es posible soslayar preguntas 
como éstas: ¿por qué el hombre vale más?; ¿por 
qué él, y sólo él, puede escuchar a Dios e incluso 
responderle? Sólo si el hombre es más, tienen 
tales preguntas adecuada respuesta. Así pues, 
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 57 
por alma resulta ineludible entender lo que H. 
Thielicke llama el «momento óntico» especifi-
cativo de lo humano, el co-principio transma-
terial y transorgánico del ser del hombre, irre-
ductible a su dimensión físico-químico-bioló-
gica (aunque ineludiblemente condicionado por 
ella), que avala y tutela la plusvalía del individuo 
humano concreto y su carácter de interlocutor 
de Dios, oyente y respóndeme de su palabra. 
c) El hombre es uno en cuerpo y alma 
Por último, el hombre —que es cuerpo y es 
alma—es también, y sobre todo, «uno en cuerpo 
y alma». Frente a una comprensión dicotómica 
o dualista del ser humano, según la cual éste 
sería dos cosas unidas —cuerpo más alma—, 
la antropología bíblica lo contempla como uni-
dad psicosomática: el hombre entero es, indis-
tintamente, cuerpo animado!alma encarnada. 
Es esta visión unitaria la que subyace al 
modo de entender el origen y el fin del ser hu-
mano: todo el hombre es creado por Dios; todo 
el hombre será salvado en su integridad cor-
póreo-espiritual (resurrección), y no en la su-
perviviencia fraccionaria de una de sus presuntas 
«partes» (inmortalidad del alma sola). 
En fin, la misma economía de la salvación 
está suponiendo esta unidad: lo espiritual no se 
dispensa en una intangible inmaterialidad, sino 
que se ofrece siempre corporalizado. La encar-
58 Creación, gracia, salvación 
nación, la Iglesia y los sacramentos son la con-
creción visible y palpable del don de Dios, que 
ha asumido esa estructura sacramental para así 
hacerse «connatural» a sus destinatarios, ajus-
tándose en su emergencia histórica a la peculiar 
conformación ontológica de los mismos. 
No extrañará, por tanto, que la afirmación 
de la unidad en que el hombre consiste —o, 
mejor, que el hombre es— sea uno de los po-
quísimos requisitos antropológicos que el ma-
gisterio solemne de la Iglesia se ha creído en el 
deber de estipular, desde el concilio de Vienne 
(DS 900-902) hasta el Vaticano n (con la for-
mulación que encabeza este apartado). 
Una vez sentado el hecho como uno de los 
datos irrenunciables de la visión cristiana del 
hombre, corresponde al pensamiento creyente la 
indagación sobre el modo de entenderlo. En la 
historia de la teología se encuentran diversos 
modelos explicativos de la unidad sustancial; los 
teólogos medievales hicieron de este asunto 
tema destacado de su reflexión, aunque (a decir 
verdad) parece corresponder más a la filosofía 
que a la teología. 
En todo caso, lo que debiera quedar claro 
en cualquiera de las explicaciones que se ofrez-
can es que no basta con entender la unidad cuer-
po-alma como mera contigüidad de jacto —se-
gún pensaba Descartes— o como simple unión 
dinámica—al estilo del dualismo interaccionista 
recientemente propuesto por Popper y Eccles. 
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 59 
El hombre, en efecto, no es cuerpo más 
alma, al modo de dos entidades completas que 
preexistieran como tales a la unión y que sólo 
en un segundo momento se adosarían la una a 
la otra. No; el ser humano es «todo entero y al 
mismo tiempo lo uno y lo otro, alma y cuerpo» 
(K. Barth); el hecho de distinguir esos dos mo-
mentos estructurales en el ser único y unitario 
que es el hombre no autoriza a numerarlos como 
si fuesen unidades sumables. 
Últimamente, un teólogo protestante (J. 
Moltmann) y un filósofo católico (X. Zubiri) 
han hecho valiosas sugerencias sobre el modo 
de concebir la unidad corpóreo-espiritual del 
hombre. El esquema hilemórfico, que confería 
una prioridad formal y metafísica al alma/es-
píritu sobre el cuerpo/materia, resulta hoy anti-
cuado; desterrado el hilemorfismo de la onto-
logía en general, no se ve cómo justificar su 
idoneidad en el sector particular de la antropo-
logía. 
Mejor será, por tanto, pensar la unión de los 
dos principios metafísicos espíritu/materia 
como «conformación pericorética»en la que 
ambos se informan recíprocamente (Moltmann) 
o «se co-determinan ex aequo» (Zubiri), sin que 
el alma ostente un rango ontológico superior al 
del cuerpo. 
En cualquier caso —y de esto ya se había 
percatado el genio de Tomás de Aquino—, alma 
60 Creación, gracia, salvación 
y cuerpo, psique y organismo, no denotan en-
tidades adecuadamente distintas; toda la psique 
es orgánica, todo el organismo es psíquico; no 
cabe, en consecuencia, separar quirúrgicamente 
en la realidad físico-concreta lo anímico y lo 
somático, lo psíquico y lo orgánico. 
La visión cristiana del hombre, en suma, no 
es (no puede ser) dualista: tiene que oponerse a 
todo intento de esclarecer la condición humana 
en términos de dos realidades mutuamente ex-
trañas u hostiles, o simplemente yuxtapuestas. 
Y ello, no sólo por razones antropológicas, sino 
también (y muy señaladamente, como advirtió 
el concilio de Vienne) por razones cristológicas. 
¿Cómo, en efecto, sostener la relevancia sote-
riológica de la muerte y la resurrección de Je-
sucristo (eventos corpóreos donde los haya) si 
el cuerpo no pertenece a la verdad del hombre-
Jesús, o es un mero accidente de su realidad 
humana? 
El hombre es persona 
Con este enunciado, la fe cristiana responde a 
la segunda gran pregunta sobre el ser humano: 
la que versa sobre el quién; el hombre no es 
sólo algo, es alguien; no es sólo naturaleza, es 
persona. 
¿Cómo y dónde nació el concepto de per-
sona? La constatación de que el pensamiento 
griego no lo conoció ha sido tan repetida que 
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 61 
ya resulta tópica. Como tópica es también la 
constatación correlativa, a saber, que ese con-
cepto se acuñó en el contexto de los debates 
patrísticos sobre el misterio trinitario. 
Sea como fuere, lo cierto es que la idea de 
persona goza en Occidente de una venerable 
antigüedad. Por ello sorprende comprobar, 
como observa H. Mühlen, que «todavía está por 
hacer una teoría verdadera y completa de la per-
sona». 
a) La idea de persona 
La idea, en efecto, parece condenada a oscilar 
indefinidamente entre los dos polos de un sus-
tancialismo des-relacionado (véanse las defini-
ciones medievales, desde Boecio hasta Escoto) 
y de una relación de-sustanciada (presente en el 
personalismo dialógico de Buber y Ebner y en 
el actualismo puntual de ciertas teologías pro-
testantes). 
El caso es que no se comprende muy bien 
por qué han de plantearse antinómicamente esos 
dos polos. Persona es, por de pronto, el ser que 
dispone de sí. El ser-en-sí, el momento de la 
«subsistencia» (Tomás de Aquino) o de la «sui-
dad» (Zubiri) es la infraestructura óntica indis-
pensable para una atinada comprensión del ser 
personal; pero, por otro lado, dicho momento 
no es el constitutivo formal de la razón de per-
sona; tal constitutivo es la relación, el ser-para, 
62 Creación, gracia, salvación 
no la subsistencia. La persona es aquel ser que 
dispone de sí (subsiste) para hacerse disponible 
(para relacionarse), si bien —claro está— sólo 
puede hacerse disponible (relacionarse) si dis-
pone de sí (si subsiste). 
Subsistencia y relación, pues, lejos de ex-
cluirse, se implican mutuamente. Una subsis-
tencia sin relación conduce derechamente, pri-
mero, al solipsismo (Descartes), y después a la 
negación de la subjetividad concreta (Hume, 
idealismo, marxismo). Pero una relación sin 
subsistencia (Buber, Brunner) termina revelán-
dose insostenible, al faltarle el núcleo generador 
de la relación misma y el centro al que referir 
dicha relación. Como observa Thielicke, si hay 
una historia de la relación y si hay una conti-
nuidad del yo relacionado, ese yo tiene que ser 
algo más que una agregación de actos puntuales 
surgidos —por así decir— ex nihilo sui et su-
biecti. Sin el momento de la subsistencia, apos-
tilla Zubiri, «el yo personal sería un sujeto eva-
nescente». 
b) La actual crisis del carácter 
personal del hombre 
Pero, al margen de esta discusión técnica (en la 
que debiera entender una antropología filosófica 
antes que una antropología teológica), lo que 
más interesa en el actual contexto cultural es la 
crisis que se registra hoy en torno a la realidad 
misma de la persona. 
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 63 
Resulta irónico, en efecto, comprobar cómo, 
en el último tercio del siglo xx, la situación 
parece reeditar el punto de partida del siglo m: 
¿hay realmente una dialéctica naturaleza-per-
sona, objeto-sujeto, o las categorías de persona 
y sujeto son constructos especulativos vacuos, 
sin correspondencia en la realidad? 
La negación estructuralista de esas nociones 
(el hombre es «chose parmi choses», al decir de 
Lévi-Strauss), la reconversión conductista del 
hombre en una caja negra con estímulos de en-
trada y respuestas de salida, la homologación 
fisicalista de la mente humana y el artefacto 
cibernético han llevado, del «yo pienso» carte-
siano, al «se piensa» lévi-straussiano, a la pos-
tulación de la desidentificación o desintegración 
de un self que no sería sino una tarjeta de plástico 
útil para visitar la comisaría del distrito, o «un 
recurso para representar un sistema de respues-
tas funcionalmente unificado» (B.F. Skinner). 
Realmente, si el hombre «es sólo un pequeño 
engranaje en el complejísimo mecanismo uni-
versal» (L. Ruiz de Gopegui); si, como vaticinan 
algunos expertos en cibernética y robótica, la 
máquina «inteligente» (?) está en trance de de-
venir una especie de «sujeto artificial» capaz de 
superar con creces las prestaciones del «sujeto 
natural» que es el ser humano; si no puede man-
tenerse abierta por más tiempo la brecha entre 
natura y cultura, genes e individuo, animal y 
hombre, entonces a éste sólo le resta dimitir de 
64 Creación, gracia, salvación 
su presunta plusvalía, renunciar al sueño de su 
peculiar dignidad y sumergirse beatíficamente 
en el magma panteísta de la pirámide biótica. 
No otra cosa es lo que nos recomienda un 
reputado profesor hispano de filosofía (J. Mos-
terín): «no somos hijos de los dioses; somos 
nietos de los monos arborícolas y primos de los 
chimpancés. Y a mucha honra. No somos el 
ombligo del mundo... Sintámonos inmersos en 
la corriente de la vida y en gozosa comunión 
con el universo entero. En la lucidez incandes-
cente de la conciencia cósmica se esconde la 
promesa de la sabiduría y la felicidad». 
Por si hubiera alguna duda, el mismo pro-
fesor apostilla que «nosotros, los humanes, no 
somos más que una especie animal entre otras... 
Desde luego, un human se parece más a un 
orangután que cualquiera de los dos a una mos-
ca. Es cierto que nosotros somos los parientes 
listos, ricos y poderosos; pero ello no impide 
que pertenezcamos a la misma familia». 
No nos extrañemos, pues, de que un pres-
tigioso psiquiatra (C. Castilla del Pino) sostenga 
que «afirmar en serio "yo soy" es cosa de lo-
cos». O que G. Vattimo, destacado represen-
tante del pensamiento posmoderno, prescriba a 
la antropología, como terapia ineludible, «una 
cura de adelgazamiento del sujeto», equivalente 
en la práctica a su pura y simple extinción. 
Naturalmente, estas manifestaciones las fir-
man ejemplares bien nutridos de Sapiens sa-
El hombre: hacia la recomposición de la imagen 65 
piens, especímenes de la opulenta intelligentza 
del Primer Mundo. ¿A qué clase de «gozosa 
comunión con el universo entero» pueden as-
pirar los parados, los campesinos latinoameri-
canos expropiados de sus tierras, los mineros 
bolivianos, los somalíes que se mueren de ham-
bre, los masacrados del horror inacabable de 
Bosnia...? 
c) La imagen de Dios es persona 
Si a los miserables y desposeídos de este mundo 
se les sustrae incluso el derecho a decir —pese 
a todo— «yo soy», ¿qué es lo que les queda? 
Los que no son nadie, los que, por no tener, no 
tienen ni siquiera un ser que les permita decir 
yo, ¿qué título exhibirán para exigir justicia? La 
aceptación o el rechazo de la idea de persona 
es una cuestión política, no sólo ontológica;

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