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Investigação sobre Aparições de Fátima

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JOSÉ MARÍA ZAVALA
EL CUARTO VIDENTE DE FÁTIMA
El padre Formigão, los pastorcitos y el último secreto
3
Índice
Portada
SINOPSIS
DEDICATORIA
INTRODUCCIÓN. LAS PIEZAS SUELTAS
1. EL SECRETO
Pudor infantil
Todo queda en familia
Crucificada de amor
El orfanato
«Irás a un hospital donde sufrirás mucho»
El «golpe de risa»
De santita, nada
2. LA PROFECÍA
Atmósfera bucólica
Cara de ángel
El cáliz sagrado
El libro del Padre Pío
Conversión o guerra
3. LAS APARICIONES
«¡No tengáis miedo!»
La «correveidile»
««Engaño del demonio»
De las mofas a los hechos
«¡Si la queréis ver, allí está!»
La seducción de las alhajas
4. LA PERSECUCIÓN
«¡Lucía, di algo!»
Maldito infierno
4
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Los dos primeros secretos
Calumnias y chismes
El párroco se defiende
El alcalde masón
Visita inesperada
5. LA CÁRCEL
«¡La primera ya ha muerto!»
Grita libertad
«¡Avisa a Jacinta!»
Sacrificios…
… Y heroísmos
6. EL CUARTO VIDENTE
Las raíces
Segunda visita a Fátima
Con Francisco y Jacinta
Habla Lucía
Sinceros, pero…
¿Autosugestión, treta diabólica…?
7. LA INVESTIGACIÓN
Padre alcohólico
Doña Olimpia
Segundo interrogatorio
De nuevo Jacinta y Francisco
«Chismes inventados y brujerías»
8. EL MILAGRO DEL SOL
Olor de multitud
«¡Dejen pasar a los niños!»
La sexta aparición
«¡Mirad el sol!»
Ver para creer
El brazo a torcer
Testimonios coincidentes
El fenómeno, a distancia
Milagrosas curaciones
9. VOLVER A NACER
La medicina milagrosa
Rendido a la evidencia
5
Beber sin querer
«Revestida de corcho»
«¡Está muerta!»
Angelitos sin alas
Nueva resurrección
10. RUEDA DE INTERROGATORIOS (1)
Pregunta-trampa
«Juicio virtual»
«Lucía me reveló el secreto»
Las impresiones de Formigão
11. RUEDA DE INTERROGATORIOS (2)
La paz o el castigo
El Ángel de Portugal
«Solo Ella podía hacerlo»
Subir al Cielo
12. LA CONGREGACIÓN
La espada de Damocles
Ávido por el secreto
«Jacinta va a morir»
«Nunca he llorado tanto»
La carcajada
Olor de santidad
El dineral
Poderosa contemplación
13. ALMAS GEMELAS
Incorrupta
Segunda exhumación
El documento
El milagro de Jacinta
Confesiones
Siervo de Dios
CRONOLOGÍA DEL «CUARTO VIDENTE DE FÁTIMA»
LOS ACONTECIMIENTOS DE FÁTIMA
I. Las apariciones de Fátima
II. Sanaciones extraordinarias
III. El proyecto de los santuarios
IV. Fechas y datos memorables
6
V. El atentado de Fátima
VI. El escándalo de las tabernas y la venta ambulante
VII. Comisión de investigación
VIII. Preparación para las curaciones
IX. Carácter de las peregrinaciones
X. Informaciones útiles
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
FOTOGRAFÍAS
Notas
Créditos
7
Con motivo del primer centenario de la muerte de santa Jacinta de Fátima, uno de los
tres niños que dijeron haber visto a la Virgen María en Cova da Iria el 13 de mayo de
1917, beatificada por el papa Juan Pablo II y canonizada por el papa Francisco, José
María Zavala vuelve a sorprendernos con otra investigación trepidante sobre las célebres
apariciones marianas.
El autor desvela en estas páginas la eminente figura del canónigo Manuel Nunes
Formigão, también llamado «el cuarto vidente de Fátima», a quien el obispo de Leiria
encomendó en su día la averiguación
de los fenómenos registrados en Cova da Iria.
Parapetado de nuevo en un arsenal de testimonios y documentos inéditos, José María
Zavala reconstruye la crucial indagación llevada a cabo por el sacerdote.
8
A Paloma, Borja e Inés, en recuerdo de nuestros innumerables viajes a Fátima
pertrechados con el arma invencible del Rosario.
9
INTRODUCCIÓN
LAS PIEZAS SUELTAS
Fátima encierra aún hoy, más de un siglo después de las apariciones, personajes y hechos
muy desconocidos, pero cuya trascendencia no debe seguir ignorándose si se pretende
tener una idea cabal de lo que aconteció en aquella aldea de Portugal y, en concreto, en
Cova da Iria. Y no solo sobre lo que allí sucedió, sino, de modo muy especial, en lo que
respecta a las consecuencias de aquellos acontecimientos excepcionales en el presente y,
sobre todo, el futuro de la Humanidad entera y de la Iglesia. Fátima es así clave en el
devenir de los tiempos.
Si en El secreto mejor guardado de Fátima, convertido en el bestseller de
espiritualidad del año 2017 con motivo del centenario de las apariciones marianas,
abordamos el contenido y significado del celebérrimo Tercer Secreto, en esta nueva obra
sacamos a relucir ahora, entre otras muchas cosas, a dos personajes cruciales, por más
que resulten todavía extraños para muchos: la religiosa María da Purificação Godinho y
el canónigo Manuel Nunes Formigão. Sin ellos, la historia de Fátima permanecería
incompleta. Tanto la religiosa como el sacerdote mantuvieron una relación privilegiada
con los tres pastorcitos, en especial con Jacinta, cuyo centenario de su muerte
celebramos, precisamente, el 20 de febrero de 2020. Ellos son las piezas sueltas que aún
restan para completar el fascinante puzle de las apariciones de Fátima.
Con la madre Godinho, la pequeña vidente mantuvo estrecho contacto hasta el mismo
instante de su fallecimiento, sobrevenido en el Hospital de Doña Estefanía, en Lisboa.
Jacinta llamaba «madrina» a la monja, en señal de cariño, desde que esta la acogió,
herida ya de muerte, en su orfanato lisboeta. Y a ella confió innumerables detalles sobre
las apariciones y su protagonista, Nuestra Señora del Rosario, que ahora por fin conocerá
el lector.
¡Y qué decir del padre Formigão! Su apelativo de «El cuarto vidente de Fátima» ya
dice bastante. Fue el primer sacerdote que investigó las apariciones mientras estas
seguían produciéndose en Cova da Iria. Interrogó a los videntes hasta la extenuación y
apuntó de modo escrupuloso todo aquello que le contaron. Formigão llegó muy
escéptico a Fátima para indagar sobre las apariciones por encargo de la autoridad
eclesiástica, observó con detenimiento y creyó finalmente en ellas a pies juntillas.
La historia de Fátima, como la del mundo entero, se escribe con documentos. Hemos
tenido acceso a legajos de suma importancia, como las actas de los interrogatorios
practicados a los videntes por el padre Formigão, o una colección de cartas que hablan
10
por sí solas al desgranar extremos insospechados de las apariciones. El Archivo del
Santuario de Fátima custodia hoy un verdadero tesoro documental, complementado a la
perfección con dos libros insoslayables entre la copiosa bibliografía sobre Fátima: las
Memorias de la hermana Lucía y la Documentación crítica de Fátima, obra cumbre con
legajos que constituyen auténticas pepitas de oro para el investigador celoso y que
abarcan desde el año 1917 a 1930.
Escondido al principio bajo el seudónimo de vizconde de Montelo por deber de
prudencia, cuando las apariciones no habían sido aprobadas aún por la Iglesia, el
canónigo Manuel Nunes Formigão acabó convirtiéndose en su mayor apóstol y firmó así
libros u opúsculos pioneros sobre lo que de verdad sucedió, a su juicio, en Cova da Iria.
El lector tiene acceso ahora, por primera vez en castellano, a su segundo opúsculo
titulado en portugués Os acontecimientos de Fátima y publicado con el citado
sobrenombre el 13 de mayo de 1923, más de siete años antes de la aprobación oficial de
las apariciones marianas.
Además de ser el primer director espiritual de Lucía, según reconocía ella misma, el
padre Formigão se convirtió también en cómplice de numerosas confidencias de Jacinta.
Sin ir más lejos, la niña reclamó la presencia urgente del sacerdote ensu lecho de muerte
para confiarle el último secreto de la Virgen de Fátima que solo él y la madre Godinho
debían conocer entonces y que ahora el lector tendrá ocasión también de saber. El padre
Formigão y Jacinta eran, sin duda, dos almas gemelas recompensadas con la misma
Corona de la Gloria. El sacerdote fue declarado Siervo de Dios por el papa Francisco el
14 de abril de 2018, como paso previo a su beatificación.
«Hombre de Dios» ha sido la expresión utilizada por varios prelados para referirse
también a él, como el patriarca de Lisboa, el arzobispo de Évora, el obispo de Bragança
o el de Leiria. ¿En qué consistía la santidad para el padre Formigão? Él mismo lo
explicaba con una sola frase: «Ser santo es subir por una escalera de cruces sin detenerse
nunca, con una sonrisa en los labios y amor humilde en el corazón».
Jacinta, por su parte, fue canonizada junto con su hermano Francisco por el papa
Francisco, coincidiendo con el primer centenario de las apariciones de Fátima.
Previamente, había sido aprobado el milagro requerido por intercesión de los pastorcitos:
la curación de Lucas, un niño brasileño de tan solo cinco años.
Recorramos ya, sin más preámbulos, este segundo viaje al corazón virginal de Fátima
tras la fascinante aventura emprendida ya con El secreto mejor guardado de Fátima…
JOSÉ MARÍA ZAVALA
Madrid, 13 de junio de 2019,
en el 102 aniversario de la segunda aparición 
de la Virgen de Fátima
11
1
EL SECRETO
Jacinta me hizo llegar el recado de que Nuestra Señora ya le había dicho el día y la hora
en que moriría.
SOR LUCÍA
Tenía las horas contadas. La Virgen de Fátima le había revelado el día exacto de su
muerte, razón por la cual, Jacinta Marto, con tan solo nueve abriles, insistía una y otra
vez en reclamar la presencia urgente junto a su lecho del padre Manuel Nunes Formigão,
la misma noche en que ella iba a fallecer. No en vano, su prima Lucía dejó escrito de su
puño y letra: «Desde Lisboa, Jacinta me hizo llegar el recado de que Nuestra Señora ya
le había dicho el día y la hora en que moriría».
Corría el 20 de febrero de 1920. Era, además, primer viernes de Cuaresma. Y antes de
partir hacia la otra vida, la niña debía confiar a toda costa al probo sacerdote un secreto
recibido de labios de la Señora que nadie más que él, la religiosa María da Purificação
Godinho y la propia vidente podían conocer si querían evitar que males mayores
asolasen a la Humanidad, ya de por sí quebrantada tras la Primera Guerra Mundial. Pero
el tiempo transcurría implacable y el clérigo seguía sin aparecer por el hospital.
Considerado por algunos como «El cuarto vidente de Fátima», el canónigo Manuel
Nunes Formigão era el mayor defensor de las apariciones marianas, pero ¿a qué se debía
ese sobrenombre literario un tanto rimbombante para un humilde clérigo como él, nacido
el 1 de enero de 1883 en el Convento de Cristo, en la aldea de Tomar, distrito de
Santarém?
En octubre de 1917, con treinta y cuatro años cumplidos y por indicación del párroco
de Fátima, el padre Formigão se instaló en Montelo, otra aldea situada al sur de aquella
feligresía, en el concejo de Ourém. Agradecido por la hospitalidad que le brindó la
familia Gonçalves, el sacerdote adoptó ese curioso seudónimo.
Conviene no olvidar que las apariciones de Fátima fueron aprobadas de modo oficial
por la Iglesia con la publicación de la carta pastoral A divina Providencia, escrita y
rubricada por el obispo de Leiria, monseñor José Alves Correia da Silva, y proclamada
12
con toda solemnidad en la Cova da Iria el 13 de octubre de 1930 ante más de cien mil
fieles, trece años justos después de la última aparición.
El lector comprenderá ahora mejor la cautela con que seguía actuando el padre
Formigão al publicar su segundo opúsculo, titulado en portugués Os acontecimientos de
Fátima, bajo el citado sobrenombre, el 13 de mayo de 1923, más de siete años antes de
la aprobación oficial de las apariciones de la Virgen. Opúsculo, por cierto, que
ofrecemos ahora en primicia en versión española en el anexo a estas páginas. Su primer
libro había salido de la imprenta el 10 de junio de 1921, titulado Os episodios
maravilhosos de Fátima.
Formigão pasó así del escepticismo inicial sobre las apariciones a erigirse en su
principal defensor, excepción hecha de los pastorcitos, naturalmente. Fue un hombre que
llegó a Fátima muy reticente para investigar lo sucedido por encargo de la autoridad
eclesiástica, interrogó a los videntes, vio y creyó. De ahí que fuese conocido también por
el apelativo de «El cuarto vidente de Fátima».
«Sin él, Fátima no sería lo que es actualmente», diría más tarde el cardenal Antonio
Ribeiro. ¿Cabe, acaso, mayor elocuencia que la suya? De hecho, los interrogatorios que
hizo a los pastorcitos, sus escritos y su participación en la comisión nombrada el 3 de
mayo de 1922 para el proceso canónico fueron decisivos para la aprobación eclesiástica
de las apariciones.
El arzobispo de Évora, Manuel Mendes da Conceição, declarado Siervo de Dios por
Pablo VI en 1972 y hoy en proceso de beatificación, aseguraba que Formigão era «una
trompeta de Dios». Certera metáfora. Pero ya tendremos tiempo suficiente de volver
sobre nuestro protagonista, quien tampoco le andaba a la zaga al prelado, pues el papa
Francisco le declaró también Siervo de Dios en abril de 2018.
Su causa de beatificación, la denominada Positio, consta nada menos que de seis mil
folios sellados con documentos y testimonios tan desconocidos como elocuentes sobre
su elevado grado de santidad.
13
PUDOR INFANTIL
Entre tanto, Jacinta Marto ya había avisado a la enfermera a las seis de la tarde del día
20 de febrero de 1920, insistiéndola en que como iba a morir esa misma noche deseaba
recibir los últimos sacramentos, pese a haber confesado y comulgado poco antes de su
ingreso en el centro médico.
El padre Pereira dos Reis, párroco de Los Ángeles, le dio la absolución sobre las ocho
de la noche y prometió llevarla la Comunión al día siguiente convencido de que la niña,
por más que repitiese que estaba a punto de fallecer, seguiría aún vivita y coleando para
entonces. El párroco conocía, de hecho, la opinión unánime de los médicos sobre el feliz
desenlace de la operación, pero era evidente que la Virgen sabía mucho más que todos
ellos.
Días antes, el 10 de febrero de 1920, la pequeña había sufrido horrores en manos de
los cirujanos. Su cuerpecito desnudo se sometió indefenso, ante su vergüenza impotente,
al riguroso escalpelo del doctor Leonardo de Castro Freire, médico jefe del hospital y
uno de los más acreditados cirujanos pediatras portugueses, asistido por el doctor Elvas.
La extrema debilidad de Jacinta había impedido al anestesista suministrarle el preceptivo
cloroformo, sustituido finalmente por una sedación local; de modo que la niña debió
padecer resignada la terrible humillación para ella de verse desnuda y observada ante el
gran foco del quirófano por una pareja de extraños enfundados en sendas batas blancas.
La madre Godinho presenció toda la operación y daba fe de esa permanente turbación
que hizo verter muchas lágrimas a la pequeña, mientras permanecía indefensa a merced
de los cirujanos en la mesa de operaciones. Del costado izquierdo le extrajeron dos
costillas; la herida era tan grande que cabía el puño entero para poder palparle las
entrañas.
El diagnóstico de ingreso no era menos edificante: «Pleuresía [inflamación de la
pleura] purulenta, con una gran cavidad al lado izquierdo, fistulosa; y osteítis
[inflamación, generalmente infecciosa] de las costillas séptima y octava del mismo
lado».
La enfermera jubilada Leonor da Assunção, que no era creyente, le refirió luego a su
compañera Mariana Reto Mendes que la vidente sufrió el corte de dos costillas y que le
aplicaron luego unas vendas con una solución de Dakin; esto es, una fórmula diluida de
hipoclorito de sodio y otros ingredientes estabilizadores empleada tradicionalmente
como antiséptico.
Este tipo de vendaje —comentaba la enfermera Reto— quema mucho y es muy doloroso. Pero Jacintanunca
se quejaba. Sufría en silencio sin manifestar dolor alguno. Solo lloraba, eso sí, cuando alguien le retiraba el
asiento: «¡Usted me ha quitado la silla donde estuvo Nuestra Señora!», exclamaba.
14
Carcomida por el bacilo de Koch, la criatura se había convertido en una auténtica
caricatura de sí misma. Nada que ver con el rostro antaño redondeado, de boca pequeña,
labios finos y gracioso mentón con hoyuelo. En poco, o más bien nada, recordaba ahora
la pobre enferma a esa otra descripción que hizo de ella su prima Lucía cuando contaba
seis años:
Bien desarrollada, de natural robusto, más delgada que gruesa, de color tostado por el aire y el sol de la
sierra. Ojos grandes y castaños, muy vivos, protegidos por grandes pestañas y cejas negras; mirada dulce y
tierna y, al mismo tiempo, viva.
El doctor Mendes do Carmo la recordaba con la cabeza envuelta en un pañolón con
ramas de color rojo y las puntas amarradas por detrás. A diferencia de Lucía, destacaban
sus ojos negros, en lugar de castaños, de una vivacidad encantadora y una expresión
angélica.
Pero si había una descripción física de Jacinta fiel a la realidad era, sin duda, la de su
propia madre, que aludía también al singular color de su mirada:
Tenía los ojos claros —manifestaba doña Olimpia—, más vivos que los míos cuando era joven. Caminaba
siempre con el cabello bien arreglado. Yo la peinaba todos los días y así siempre lo llevaba en orden. Una
chaquetilla clara, saya de algodón oscuro y zapatitos era toda su indumentaria.
15
TODO QUEDA EN FAMILIA
Pero la verdadera dimensión de Jacinta no era la exterior, sino la cultivada por dentro.
Era una niña normal, con sus luces y sombras, a la que le encantaba jugar como a
cualquier otra criatura de su edad. Había aprendido sus primeras oraciones de labios de
su madre. Al anochecer, después de terminar las faenas, ella reunía a sus hijos pequeños
y les enseñaba a rezar.
Su hogar se hallaba a la entrada del caserío de Aljustrel y constituía un oasis en la
aridez pedregosa de la sierra, a solo dos kilómetros de Fátima. Era una casa de planta
baja, humilde, con un zócalo de toscas piedras incrustadas en la pared inferior de la
fachada. En esa modesta vivienda vino ella al mundo el 11 de marzo de 1910. Su madre,
Olimpia de Jesús dos Santos, había contraído segundas nupcias con Manuel Pedro Marto
el 17 de febrero de 1897, tras enviudar de José Fernándes Rosa, hermano de la madre de
Lucía.
La madre de Jacinta, de 28 años, y su segundo esposo con cuatro menos, aportaba dos
hijos a su segundo matrimonio: Antonio y Manuel dos Santos Rosa. Ella era, a su vez,
hermana de Antonio dos Santos, padre de Lucía, motejado El Abóbora porque provenía
de una tierra en la que abundaba esta planta de la familia de las cucurbitáceas. Todo
quedaba, pues, en familia.
Del segundo matrimonio de Olimpia nacieron siete hijos: José dos Santos Marto,
Teresa (fallecida con tan solo dos años), Florinda (con diecisiete), Teresa (con dieciséis),
Juan, Francisco y Jacinta. Todos ellos fueron alumbrados en el amplio cuarto frente a la
puerta de entrada a la casa, con un solo ventanuco por donde una persona a duras penas
cabía, a modo de postigo. La pequeña recibió el bautismo ocho días después de nacer, en
plena festividad de San José.
La chiquilla disfrutaba jugando a las chinas (piedrecitas) o a los botones, sentada con
su prima Lucía y Francisco en el pozo tapado con losas que había detrás de la casa, a la
sombra de un olivo y de dos ciruelos. Casi siempre ganaba la pequeña. De hecho, Lucía
recibió más de una reprimenda de su madre al verla llegar a casa con la abotonadura
arrancada y el vestido hecho jirones. Los botones eran para Jacinta como pepitas de oro
que guardaba con sumo celo para el próximo juego, de modo que no le hiciese falta
quitarse los suyos para seguir divirtiéndose. Lucía no tuvo más remedio al final que
amenazar a su prima con no jugar más con ella si persistía en quedárselos. Solo así pudo
coser a tiempo los botones para que su madre no volviese a darse cuenta de su falta.
Otro de sus juegos preferidos era el de las prendas, al término del cual la benjamina
ordenaba a los perdedores hacer lo que a ella le daba la gana. A Jacinta, como recordaba
Lucía, le gustaba que Francisco y su prima corriesen detrás de las mariposas hasta
conseguir atrapar una para entregársela a ella como trofeo, cual reinecita caprichosa de
16
dádivas. Otras veces les enviaba a buscar una flor que ella misma había seleccionado,
como si el campo fuese una enorme floristería y ella su única cliente.
Se deleitaba también escuchando el eco de su voz en las profundidades de los valles.
Sentados en las rocas más altas de las cumbres, los tres pastorcitos se entretenían
pronunciando diversos nombres a voz en grito. Y no por casualidad, el nombre que más
resonaba desde la cima era el de María.
Jacinta —comentaba su prima— recitaba a veces el Avemaría entera, repitiendo la palabra siguiente cuando
el eco de la precedente se apagaba. Sentimos deseos de pensar que tantas veces esta criatura llamó a Nuestra
Señora, que Ella no pudo resistir al final tanta insistencia… y vino.
Admiraba también Jacinta los astros y se complacía contemplando el cielo estrellado
durante la puesta de sol desde una era situada justo enfrente de la casa de Lucía, ávida
por contar las estrellas, sobre las cuales decía:
Son las candelas de los ángeles; y la luna, la candela que alumbra a Nuestra Señora; y el sol, a Nuestro
Señor.
Amaba las flores y elaboraba preciosas guirnaldas con ellas. Las primeras rosas
silvestres le chiflaban.
Recordaba Lucía que a su prima le agradaba mucho acoger a los corderitos blancos en
su regazo para acariciarlos y besarlos con primor, colgándoselos al cuello por la noche
para llevarlos así hasta su casa de modo que no se fatigasen por el camino. Buscaba
siempre los nombres más lindos para cada ovejita: Paloma, Estrella, Mansa, Blanquita…
Cierto día, de regreso al hogar, se introdujo en medio del rebaño. Lucía le preguntó por
qué se comportaba así y ella respondió sin titubeos:
Para hacer lo mismo que Nuestro Señor en aquella estampita [del Buen Pastor] que me regalaron: también Él
está así, en medio de muchas ovejas y con una de ellas en los hombros.
A las ovejas se las ganaban los pastorcitos a fuerza de compartir con ellas su propia
merienda. Por eso, cuando llegaban a las zonas de tierno pasto podían jugar tranquilos,
porque el rebaño no se apartaba de ellos. Previamente, se habían reunido en el Barreiro,
como denominaban a una pequeña laguna al fondo de la sierra, donde decidían el pasto
del día para sus ovejas.
Una tarde, mientras jugaban de nuevo a las prendas en casa de Lucía, esta le indicó a
Jacinta que se acercase hasta donde estaba su hermano para abrazarle y besarle. Aun
habiendo perdido el juego, Jacinta se negó en rotundo y propuso a su prima una
alternativa realmente inspirada:
—¿Por qué no me mandas besar esa imagen de Nuestro Señor que está allí? —sugirió,
señalando un crucifijo clavado en la pared.
Lucía accedió gustosa, indicándole que se subiese a una silla para descolgarlo y poder
llevarlo hasta donde estaba ella para que le diese tres abrazos y tres besos.
—Uno por Francisco, otro por ti y un tercero por mí —dijo ella.
17
Jacinta obedeció sin rechistar y, mientras miraba fijamente a Jesús crucificado,
arrodillada ante Él, preguntó con delicada ingenuidad:
—¿Por qué está el Señor clavado en la Cruz?
Poco después, Lucía le relató la Pasión de Cristo cerca del pozo que había detrás de la
casa. Al escuchar los sufrimientos que el Señor debió soportar para redimir a la
Humanidad, la pequeña se entristeció tanto que rompió a llorar mientras se lamentaba:
—¡Pobrecito Nuestro Señor! ¡Yo no quiero cometer ningún pecado! ¡No quiero que
Jesús sufra más!
18
CRUCIFICADA DE AMOR
Y ahora, Jacinta padecía su propio Gólgota, ingresada desde el día 2 de febrero de
1920, festividad de la Purificación, en el Hospital de Doña Estefanía, fundado el 17 de
julio de 1877 y ubicado hoy, en memoria dela pastorcita, en la calle de Jacinta Marto.
Ocupó la niña al principio la cama número 38, en el servicio número 5, sala inferior.
Días después, tras someterse a la operación que ella consideraba del todo inútil, pese al
criterio contrario de los médicos, fue trasladada a la cama número 60, donde exhalaría su
último suspiro.
La madre Godinho iba a visitarla cada día y, al principio, tuvo que aguantar con
resignación que los médicos y enfermeras la censurasen con severidad por haber acogido
en su casa a una tuberculosa, poniendo en riesgo de contagio a las otras niñas del
orfanato.
—Mi madrina no tiene la culpa —atajó más de una vez Jacinta, en defensa de la
religiosa.
La Virgen ya le había avisado del gran sufrimiento que le aguardaba para salvar
almas. Semanas antes, a Jacinta le había faltado tiempo para sincerarse así con su prima
Lucía:
—Me dijo —explicó ella, en alusión a la Virgen— que iré a Lisboa, a otro hospital; que ya no volveré a
verte, como tampoco a mis padres, y que después de sufrir mucho, moriré solita. Pero añadió que no tenga
miedo, porque Ella vendrá a por mí para llevarme hasta el Cielo.
El 21 de enero, partió Jacinta, en efecto, hacia Lisboa acompañada por su madre y su
hermanastro mayor Antonio, en una carretela tirada por bueyes que les condujo hasta
la estación de Chão de Maçãs, donde tomaron el tren para la capital. Jacinta estaba ya
«muy pálida y demacrada», como la recordaba el doctor Eurico Fernándes Lisboa,
natural de Viana do Castelo, y caminaba con evidente dificultad.
La señora María Cruz Lópes la había encontrado también en un estado deplorable, en
septiembre del año anterior:
La enfermedad minaba aquel cuerpo debilísimo —aseguraba la testigo, compadecida de Jacinta— y, envuelta
en su negra saya de castorina, aquella figurita débil y macilenta recordaba a las avecillas emigrantes [...]. Estaba
solita con un porte modesto y recogido.
Al cabo de un mes, el padre Formigão la halló aún más desmejorada si cabe:
La pequeña está esquelética. Sus brazos presentan una delgadez asombrosa. Desde que salió del Hospital de
Vila Nova de Ourém, donde estuvieron tratándola sin resultado alguno durante dos meses [desde el 1 de julio
hasta el 31 de agosto de 1919], tenía siempre mucha fiebre y su aspecto inspiraba compasión.
19
EL ORFANATO
Tras su paso por el Hospital de San Agustín de Vila Nova de Ourém y una breve
estancia en su casa de Aljustrel, la madre había solicitado una plaza en el Orfanato de
Nuestra Señora de los Milagros de Lisboa, fundado en 1913 por la madre Purificação
Godinho, de la Orden de las Clarisas del Desagravio.
Situado en el número 17 de la calle Estrella, el orfanato acogía entonces a una
veintena de niñas que llamaban «madrina» a la religiosa, en señal de cariño. Jacinta la
denominaría también así hasta su misma muerte. La monja había nacido el 24 de julio de
1877 y contaba entonces cuarenta y dos años.
Antes de hallar la mano tendida de la madre Godinho, la búsqueda de una cama para
Jacinta había constituido un fracasado periplo. El padre Formigão se había desvivido
para conseguir a la niña un alojamiento digno porque aún no había una sola plaza
disponible en el hospital. Así que llamó a la puerta de las mejores familias de Lisboa,
pero no halló más que evasivas ante el temor al contagio, la alteración del ritmo de vida
cotidiano e incluso cierta prevención ante la misma persecución que había acompañado a
las apariciones poco antes. Meras excusas.
Sea como fuere, la madre Godinho evocaba con el mismo afecto aquellos doce días
que pasó allí Jacinta, desde el 22 de enero hasta el 2 de febrero, dejando una huella
indeleble entre sus compañeras antes de su último y definitivo ingreso en el hospital
lisboeta de Doña Estefanía.
Comía poco, jamás jugaba con las otras niñas ni se quejaba de su enfermedad mortal.
Rezaba todos los días el Santo Rosario y no podía soportar que alguien mintiese en su
presencia, apresurándose a corregirla con firmeza. Disfrutaba yendo a la capilla e
invitaba a guardar silencio si alguien osaba hablar en aquel lugar sagrado. En caso de
recibir alguna respuesta airada, la soportaba con paciencia y estoica humildad por amor a
Dios.
La madre Godinho sabía de sobra que Jacinta era una niña muy especial. Recordaba el
día en que una mujer adinerada se acercó a la pequeña mientras aguardaba en el salón
del orfanato para contarle la dolencia que padecía en sus ojos y pedirle oraciones por su
curación. La señora le dio a cambio un billete de dos dólares, pero Jacinta no despegó los
labios y la mujer se marchó triste de allí. A la enfermita le faltó tiempo para entregarle el
dinero a la religiosa, quien le indicó a su vez que se lo diera a su madre.
—De ninguna manera —se negó ella—. Esto es para usted. Demasiados problemas
tiene ya usted conmigo.
Más tarde, la madre Godinho le preguntó por qué había mantenido la boca cerrada con
aquella señora. Y la pastorcita se limitó a responder:
—Querida madre, yo he rezado mucho por ella. Nada le dije entonces porque temía
que el fuerte dolor me hiciese olvidar sus ruegos.
20
Poco después de ingresar en el orfanato, la niña acudió con su madre para confesar
con el párroco de la Basílica del Sagrado Corazón, el cual le llevaría la Comunión los
días en que se hallaba indispuesta.
Cierta mañana en que la niña permanecía extenuada en la cama, con una herida
purulenta abierta en el costado izquierdo, la madre Godinho fue a visitarla. Al entrar en
la habitación, Jacinta le susurró de repente:
—Vuelva más tarde, madrina. Espero a la Santísima Virgen…
Y acto seguido, la chiquilla detuvo su mirada en un lugar determinado.
Jacinta soportaba muchos dolores, sobre todo cuando la movían de cintura para arriba
dos o tres veces al día, a fin de cambiarla de ropa como consecuencia del pus. Hallaba
entonces su único consuelo en Jesús, a quien podía adorar en la Eucaristía. No en vano,
residía bajo el mismo techo que cobijaba a Jesús Sacramentado, pues el orfanato,
contiguo a la capilla de los Milagros, poseía un coro desde el que se divisaba el Sagrario
y podía seguirse la Misa celebrada a diario por un sacerdote mayor y sordo.
Mientras adoraba a Jesús Sacramentado, Jacinta fue testigo de la falta de reverencia de
algunas personas que visitaban la capilla.
—Mi querida madre, no permita usted eso —rogó a la superiora.
Y añadió:
—Todos deben permanecer callados en la iglesia. ¡Si esas pobres personas supieran lo
que les espera…!
21
«IRÁS A UN HOSPITAL DONDE SUFRIRÁS MUCHO»
Su largo y tortuoso calvario había empezado, en realidad, dos años antes, el 23 de
diciembre de 1918, cuando cayó enferma con neumonía, igual que Francisco y el resto
de su familia; salvo el padre, que se libró de milagro de la gripe neumónica.
La víspera, Jacinta se había sentido ya indispuesta con dolor de cabeza y mucha sed,
pero no se quejó. Todo lo contrario:
—No quiero beber para sufrir por los pecadores —dijo.
Tenía ella siempre muy presente al Señor.
—Dile a Jesús escondido que le recuerdo y amo mucho —le encargaba a Lucía.
En una ocasión, doña Olimpia le llevó un tazón de leche, pero ella lo rechazó. Cuando
Lucía estuvo luego a solas con Jacinta, le preguntó por qué había desobedecido a su
madre, en lugar de ofrecerle ese sacrificio a Jesús. La enfermita derramó algunas
lágrimas, que Lucía se apresuró a secar con un pañuelo.
—¡Esta vez no me acordé! —se lamentó Jacinta.
Entonces, la niña avisó a su madre para pedirle perdón y se bebió la leche delante de
ella, como si tal cosa. Poco después, le confió a Lucía:
—¡Si tú supieses cuánto me cuesta tomarla! Pero lo hago sin decir nada, por amor a
Nuestro Señor y al Inmaculado Corazón de María, nuestra Madrecita del Cielo.
—¿Estás mejor? —preguntó su prima.
—Ya sabes que no mejoro. ¡Tengo tanto dolor en el pecho…! Pero no digo nada.
Sufro por la conversión de los pecadores.
Cierto día, Jacinta la interrogó:
—¿Has hecho hoy muchos sacrificios…? —dijo a Lucía.
Y sin que le diese tiempo a responder, Jacinta añadió:
—Yo sí. Mi madre ha salido a la calle y hequerido ir muchas veces a ver a Francisco,
pero me he aguantado.
A esas alturas, la Señora ya se les había aparecido a Jacinta y Francisco para
advertirles sobre sus respectivos calvarios.
Jacinta se lo contó así, una vez más, a Lucía:
—La Virgen ha venido hoy y nos ha dicho que muy pronto se llevará a Francisco al
Cielo. A mí me ha preguntado si quería convertir aún a más pecadores y yo le he
respondido que sí. Nuestra Señora me ha dicho entonces: «Vas a ir a un hospital donde
sufrirás mucho. Ofrécelo por la conversión de los pecadores y en reparación por las
ofensas contra Mi Inmaculado Corazón y por amor a Jesús».
Lucía solía visitar primero a Jacinta en su habitación hasta que un día esta le replicó
muy seria:
—No; quiero que vayas antes a ver cómo está Francisco. Así hago el sacrificio de
estar solita.
22
EL «GOLPE DE RISA»
Francisco había enfermado el mismo día que su hermana.
El padre Formigão, en uno de sus preciados manuscritos, datado el 9 de abril de 1920,
cuando los dos pastorcitos ya habían muerto, recordaba que Francisco permaneció en
cama alrededor de dos semanas completas, hasta principios de enero de 1919.
El chaval solo se quejaba a su madre porque no tenía fuerzas ya para rezar el Rosario.
Doña Olimpia le invitaba entonces a que lo hiciera con el pensamiento. Otras veces, él
aprovechaba para recordarle a ella que recitase la oración enseñada por la Virgen:
—Cuando vaya por el camino, rece, madre: «¡Oh, Jesús mío! Perdonad nuestras
culpas, preservadnos del fuego del infierno, llevad al Cielo a todas las almas y, en
especial, a las más necesitadas de Vuestra Misericordia».
El pequeño acudió aún varias veces a Cova da Iria, aunque ya nunca más recobró la
salud. En ocasiones le decían que estaba mejor, pero él aseguraba que eso no era cierto.
Comentaba que su madrina Teresa de Jesús le propuso un día:
—Si te recuperas, pesaré el trigo para ofrecérselo a Nuestra Señora de la Ortiga.
A lo que él respondió, sereno y resignado:
—Ya no hay tiempo.
La Virgen jamás se equivocaba. El jueves 3 de abril, Francisco recibió el Sagrado
Viático de manos del párroco. La víspera, rogó a su madre que lo dejara en ayunas.
Quiso sentarse en la cama, pero su familia no le dejó. Estaba contento. Solo una cosa le
inquietaba:
—¿Podré volver a comulgar? —repetía a su madre.
El resto del día pidió solo agua y leche. Por la noche, viendo que empeoraba, doña
Olimpia le preguntó cómo se encontraba. Él aseguró que nada le dolía. Murió al día
siguiente, viernes 4, a la edad de diez años.
En el instante de rendir su alma ante el Altísimo, y tras quedarse en paz con Dios, «le
dio un golpe de risa», tal y como recordaba el padre Formigão.
Jacinta se extrañó así, con razón, al ver que sus allegados derramaban lágrimas junto a
su lecho de muerte:
—¿Por qué lloran, si él se reía? —inquirió.
La niña no exteriorizó pena alguna por la muerte de su hermano. «Y si la tenía, no la
demostró», advertía el padre Formigão.
Ni siquiera sollozó durante el entierro. Ella simplemente decía:
—Él no murió, sino que se fue al Cielo.
Antes de su fallecimiento, se había despedido así de él:
—Dale muchos recuerdos de mi parte a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, y diles que
sufriré todo lo que ellos quieran para convertir a los pecadores y reparar el Inmaculado
Corazón de María.
23
DE SANTITA, NADA
Sumida en el lecho del suplicio, Jacinta ya no era ni mucho menos la misma que antes
de ver a la Virgen. Al principio, llegó a sentir verdadera pasión por el baile. Cualquier
instrumento tocado por otros pastores constituía la excusa perfecta para lanzarse a danzar
como una loca. Sentía predilección por seguir los compases del «o vira», baile típico del
país.
—Pese a ser tan pequeña, tenía para eso un arte muy especial —señalaba Lucía.
Su pasión por el baile, entre otras cosas, no la convertía precisamente en un angelito
bajado del cielo, sino en una criatura del mundo, como advertía su prima:
La menor discusión entre niñas, cada vez que jugábamos, era suficiente para mantenerla enfadada en un
rincón. Cogía «el burriño», como nosotras decimos. Y para conseguir que volviese a jugar con nosotros, no
bastaban las más dulces caricias, sino que era necesario dejarla escoger a su antojo el juego y la pareja con que
deseaba ejecutarlo.
Pero una vez que vio a la Virgen, Jacinta aprendió a controlar su fascinación por el
baile y los juegos. De hecho, cuando se acercaban las fiestas de San Juan y del Carnaval,
le dijo a Lucía que ya no bailaría más.
Y añadió:
—Quiero ofrecer este sacrificio a Nuestro Señor.
«Era caprichosa», comentaba su prima, quien iba aún más lejos al afirmar que su
compañía le resultaba a veces «bastante antipática por ser ella tan susceptible».
Le costaba también a Jacinta desprenderse de las cosas materiales, cayendo a veces en
el egoísmo y la avaricia, como en el caso de los botones que anhelaba a toda costa
atesorar. Tampoco era, al principio, un alma de oración, pues le agradaba más divertirse
que rezar. Lucía no tenía, desde luego, pelos en la lengua al recordarlo:
Nos habían mandado rezar el Rosario después de comer, pero como todo el tiempo nos parecía poco para
jugar, ideamos la forma de acabar enseguida. Así que pasábamos las cuentas repitiendo tan solo: «Avemaría,
Avemaría […]». Cuando llegábamos al final de cada misterio añadíamos de forma muy pausada estas palabras:
«Padre Nuestro». Y así, en un abrir y cerrar de ojos, habíamos rezado nuestro Rosario.
Pero, al mismo tiempo, Jacinta era un alma candorosa que formulaba con frecuencia a
Lucía preguntas sobre Jesús. En cierta ocasión, se extrañó mucho de que tantas personas
pudiesen recibir al mismo tiempo a «Jesús escondido», como ella le llamaba.
—¿Es un bocadito para cada uno? —interrogó a su prima, sin malicia alguna.
Y Lucía le respondió a su manera, para que lo entendiese:
—¿No ves que son muchas formas y que en cada una de ellas hay un niño…?
24
2
LA PROFECÍA
Si los hombres no se enmiendan, Nuestra Señora enviará al mundo un castigo como no
se ha visto otro igual, y antes que a los demás países, a España.
JACINTA MARTO
Con apenas siete años, Jacinta se convirtió ya en una linda pastorcita. Hasta entonces,
había permanecido refugiada en el hogar familiar, en estrecho contacto con su madre,
que le inculcaba la fe católica con sencillez y esmero.
Su padre, Manuel Pedro Marto, a quien se refieren a veces las crónicas con el
apelativo de «Tío Marto», era un hombre recio y valeroso como pocos, que había
presenciado en diciembre de 1895 el derrocamiento de Gungunhana, el último monarca
de la dinastía Jamine, apodado El León de Gaza, territorio conocido hoy como
Mozambique. Su fuerte personalidad no le impedía mostrarse tierno, prudente y a la vez
exigente con sus hijos. Primero escuchaba y luego les corregía, si era necesario.
Cierto día —recordaba Manuel Marto—, vino una persona a casa para tratar de un asunto. Los pequeños no
hicieron más que incordiar y hacer ruido. Yo aguanté sin enfadarme. Pero en cuanto el visitante se marchó, me
volví hacia ellos y con gesto amenazante les dije, muy serio: «¡Si esto vuelve a suceder, ateneos a las
consecuencias…!». Bastaron estas palabras para que ellos se calmasen.
Desde entonces, cuando veían aparecer algún invitado adulto por la puerta de entrada,
desaparecían con sigilo. Solo en muy contadas ocasiones, don Manuel recurrió a la
bofetada porque, como él decía, «por una coz que se dé a un burro, no se le corta la
pierna de inmediato». Fallecería el 3 de febrero de 1957.
Su esposa Olimpia de Jesús estaba familiarizada de modo especial con el sufrimiento.
A la muerte prematura de su primera hija Teresa, con tan solo dos primaveras, como ya
sabe el lector, vería partir hacia la eternidad en pocos meses a otros cuatro de sus hijos:
Francisco (4-4-1919), Jacinta (20-2-1920), Florinda (7-5-1920) y la segunda Teresa (3-7-
1921). El último de sus vástagos, Juan, fallecería en abril de 2000, ya muy anciano, días
antes de la beatificación de sus dos hermanos pequeños, el 13 de mayo del mismoaño.
Antes de partir también hacia el Paraíso, el 3 de abril de 1956, doña Olimpia rezaba
con sus hijos pequeños, Francisco y Jacinta, las oraciones de la mañana nada más
25
despuntar el alba. La madre les preparaba luego con cariño el almuerzo, que solía
consistir en una taza caliente de sopa de hortaliza o arroz, con una miaja de aceite y un
poco de pan casero. Luego, ella se marchaba al establo para soltar las ovejas y regresaba
finalmente para hacer la comida con lo que tuviese a mano: pan con aceitunas, bacalao,
sardinas…
26
ATMÓSFERA BUCÓLICA
Los niños anhelaban respirar el aire puro de los campos y saltar, reír o cantar por ellos
junto con sus compañeros de juegos. La pastorcita se apresuraba a enfundarse su falda
oscura con dibujos blancos, que le cubría hasta las rodillas. Una vez ceñida la blusa clara
a la cintura por un fruncido, cuyas mangas eran largas y con puños camiseros, se recogía
el cabello con raya al centro.
Lucía les aguardaba afuera ya con su rebaño. Poco después, reunían los suyos con los
de otros pastorcitos y los llevaban a pastar hasta las inmediaciones de Fátima, por la
parte de Moita y de San Mamés, y en especial por el Cabeço, una colina repleta de
árboles y rica en pastos donde los padres de Lucía poseían un pequeño olivar conocido
como La Prégueira.
En la ladera sur de ese monte estaban los Valinhos (pequeños valles), un terrenito
propiedad de uno de los tíos de Lucía. No es difícil imaginar a los niños corretear por
aquella atmósfera tan bucólica, rodeados de encinas de hojas plateadas por los primeros
rayos del sol, con las agujas de los pinos goteando rocío y enormes piedras cubiertas de
musgo. Las ovejas hallaban allí sus más preciados manjares: malmequieres,
papaveráceas…, todas esas hierbas brotadas en las vertientes de la sierra con las
primeras aguas primaverales.
Teresa Matías era una de las compañeras más habituales de juegos. Recordaba a Lucía
como «muy divertida» y destacaba su personalidad arrolladora:
Era muy amiga de hacernos reír —señalaba ella—, de manera que a todos nos gustaba mucho estar en su
compañía. Además, era muy inteligente, bailaba bien y nos enseñaba canciones. Todos la obedecíamos.
Pasábamos horas enteras cantando y bailando, hasta el punto de olvidarnos de que teníamos que comer.
A mediodía, merendaban y luego rezaban el Rosario. Lucía dejó de llevar en 1916 los
rebaños a pastar con los de Teresa Matías, su hermana María Rosa y María Justino, y se
fue ya sola con sus primos Francisco y Jacinta. Acordaron los tres pastorear desde
entonces en las propiedades familiares para no coincidir en la sierra con sus antiguos
compañeros.
Uno de aquellos días primaverales, a media mañana, guiaron a las ovejas hasta la finca
Chousa Velha, de los padres de Lucía. Sorprendidos por una fina lluvia, ascendieron por
la falda del monte, junto con el rebaño, en busca de un lugar donde guarecerse. Fue
entonces cuando, por primera vez, se refugiaron en una especie de cueva o cavidad en
medio de un olivar que pertenecía al padrino de Lucía. Desde allí se divisaba Aljustrel,
la aldea donde habían nacido los pastorcitos, las casas de sus padres y los lugares de
Casa Velha y Eira da Pedra.
Pasaron el día en la cueva, pese a cesar la llovizna y relucir los rayos del sol.
Merendaron allí y, como tenían por costumbre, volvieron a entonar el rezo del Rosario.
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Pero como estaban deseosos de jugar, hicieron trampas de nuevo limitándose a
pronunciar las palabras «Avemaría» y «Padrenuestro» para terminar cuanto antes y
poder divertirse con las chinas.
28
CARA DE ÁNGEL
De repente, se desató un fuerte viento que sacudió los árboles y sobresaltó a los
pastorcitos, entretenidos hasta entonces con las piedrecitas. Levantaron los tres la mirada
y distinguieron enseguida la figura de una criatura de otro mundo que se aproximaba
hacia ellos por el aire desde el olivar.
Lucía ya lo había visto por primera vez el año anterior, con ocho años, estando en
compañía de sus tres amigas, pero no les había dicho ni una sola palabra a sus primos.
Vieron entonces las niñas, por tres veces y mientras rezaban el Rosario entre los olivos
del Cabeço, una figura humana blanca y luminosa que se desvaneció en completo
silencio justo después de sus plegarias.
Pero ahora, a medida que se acercaba aquella efigie, sus facciones se hicieron más
reconocibles. Se trataba de un joven de entre catorce y quince años, más blanco que la
nieve, cuya silueta se transparentaba como si fuese de cristal por efecto de los rayos del
sol. Embelesadas por su belleza, solo Lucía y Jacinta, pues Francisco, como luego
veremos, no llegó a percibir la voz, escucharon lo que les decía al llegar a su altura, para
tranquilizarlas:
—¡No temáis! Soy el Ángel de la Paz. Rezad conmigo.
Y arrodillándose en tierra, dobló la frente hasta tocar el suelo y les hizo repetir por tres
veces estas mismas palabras:
—¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen,
no adoran, no esperan ni os aman.
Acto seguido, agregó esto mismo incorporándose del suelo:
—Rezad así. Los Corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras
súplicas.
Los primos jamás olvidaron aquellas palabras, repitiéndolas durante muchos días de
rodillas hasta caer rendidos por el cansancio. También hicieron caso a Lucía y no
contaron a nadie lo que habían visto.
¿Fue su arraigada devoción al ángel custodio lo que propició de alguna manera esa
primera aparición? No en vano, cada mañana, después del desayuno, recitaban esta
oración que les habían enseñado sus padres:
En honor a nuestro Ángel de la Guarda,
para que no nos deje ni de noche ni de día,
y vaya siempre en nuestra compañía.
Meses después, a mediados del verano, mientras jugaban junto al pozo llamado
Arneiro en la huerta de la casa de Lucía, volvieron a ver de pronto al mismo ángel junto
a ellos, que esta vez les dijo:
29
—¿Qué hacéis? Rezad, rezad mucho. Los Santísimos Corazones de Jesús y de María
tienen sobre vosotros designios de Misericordia. Ofreced continuamente al Altísimo
oraciones y sacrificios.
Sin salir una vez más de su asombro, Lucía acertó a preguntarle de qué forma podían
sacrificarse ellos. Y la respuesta de la criatura celestial fue de nuevo clara y contundente:
—En todo aquello que podáis. Ofreced a Dios un sacrificio como acto de reparación
por los pecados con que Él es ofendido y como súplica por la conversión de los
pecadores. Atraed así la paz sobre vuestra Patria. Yo soy el Ángel de su Guarda, el
Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con sumisión el sufrimiento que el
Señor os envíe.
Tal y como sucedería meses después durante las apariciones de la Virgen, Francisco
tampoco pudo escuchar esta vez ni una sola palabra del ángel. No tardó así en
preguntarle a Lucía qué les había dicho. Pero esta, impactada aún por lo que acababa de
presenciar, le indicó que esperase hasta el día siguiente o que hablase si no con Jacinta.
Tan inquieto como estaba, el chiquillo optó por la segunda opción, pero Jacinta tampoco
tenía el ánimo suficiente para darle entonces explicaciones, emplazándole también al día
siguiente. Resignado, Francisco no tuvo así más remedio que aguardar. A la mañana
siguiente, nada más despertarse, el pastorcito fue en busca de su prima para preguntarle
si había sido capaz de dormir esa noche. Reconoció que él no había podido conciliar el
sueño pensando en el ángel y en lo que este les habría dicho. Lucía trató en vano de
informarle durante una conversación que ella misma recordaba así:
No entendió [Francisco], al parecer, el significado de las palabras del ángel, pues me preguntó:
—¿Qué es el Altísimo?… ¿Qué quiere decir «los Corazones de Jesús y de María están atentos a vuestras
súplicas»?
Oída la respuesta, él se quedaba pensativo para hacerme a continuación más preguntas. Pero mi espíritu no
estaba libre del todo entonces y le pedí así que volviese a esperar hasta el día siguiente porque aún no podía
hablar.
Jacinta, por su parte, tuvo que atajarle también ante su machaconainsistencia:
—¡Ten cuidado, Francisco! ¡De estas cosas se habla poco!
Tanto Lucía como Jacinta albergaban en su interior una extraña impresión:
—Cuando hablábamos del ángel, no sé lo que sentíamos —admitía Lucía.
Su prima era algo más explícita que ella:
—No sé lo que me pasa. Soy incapaz de hablar ni de jugar; tampoco puedo cantar…
No tengo fuerzas para nada.
—Ni yo —secundaba Francisco.
Más de veinte años después, Lucía trataba de explicar lo que sintió durante la primera
aparición del Ángel de Portugal:
El ambiente sobrenatural que nos rodeaba era tan intenso que no reparamos en nuestra propia existencia
durante mucho tiempo y permanecimos en la misma posición en que nos había dejado el ángel, repitiendo sin
cesar la misma oración.
La presencia de Dios se sentía de manera tan profunda e íntima que no osábamos hablar ni entre nosotros
mismos. Al día siguiente, experimentábamos aún el denso espíritu de aquella atmósfera que solo muy
lentamente desapareció. Nadie pensó en hablar de esta aparición ni en recomendar a los demás que la
mantuviesen en secreto. El silencio se imponía por sí mismo. Era una gracia tan íntima, que no era fácil añadir
sobre ella la menor palabra. Quizás nos produjo tan fuerte impresión porque era la primera vez.
30
EL CÁLIZ SAGRADO
Transcurrido el tiempo, Lucía seguía sin poder precisar cuánto, pues ella misma se
mostraba incapaz de contar los años ni los meses, ni tan siquiera los días de la semana.
Debía de ser otoño, eso sí, a finales de septiembre o incluso octubre, cuando fueron a
pastorear al olivar de La Prégueira. Tras merendar, se dirigieron a rezar a su especie de
gruta secreta, al otro lado del monte. Bordearon la pendiente y debieron ascender por un
roquedal en lo alto del olivar. Las ovejas lograron pasar por allí a duras penas.
Arrodillados en el interior de la oquedad y con los rostros pegados una vez más a la
tierra, empezaron a repetir la oración del Ángel de la Paz:
—¡Dios, mío! Yo creo, adoro, espero y os amo…
Mientras la recitaban una y otra vez, vieron brillar de pronto sobre ellos una luz ya
familiar. Se incorporaron para comprobar lo que sucedía y distinguieron entonces, por
tercera y última vez, al Ángel de Portugal con un cáliz en la mano izquierda, sobre el
cual pendía la Sagrada Forma de la que se derramaban unas gotas de sangre hacia el
interior del recipiente.
El ángel dejó suspendido el cáliz en el aire para arrodillarse junto a los pastorcitos y
hacerles repetir por tres veces:
—Santísima Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo—, os ofrezco el preciosísimo
Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los
sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él
mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del
Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.
A continuación, el personaje celestial se incorporó, tomó el cáliz y la Sagrada Forma
en sus manos, y repartió el primero entre Francisco y Jacinta, mientras que la segunda se
la dio a Lucía. Advirtamos que Francisco y Jacinta aún no habían hecho la Primera
Comunión, de modo que no consideraron aquella como su comunión sacramental. El
Ángel les dijo entonces:
—Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los
hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios.
Y postrándose de nuevo en tierra, repitió tres veces más la misma oración junto con
los pastorcitos, tras lo cual desapareció en un instante. Los chiquillos habían perdido la
noción del tiempo. Cuando quisieron darse cuenta, era ya de noche y emprendieron el
camino de regreso a casa.
Francisco se apresuró entonces a preguntarle a Lucía:
—El ángel te ha dado la Sagrada Comunión pero… ¿y a Jacinta y a mí…?
—Lo mismo: la Sagrada Comunión —se anticipó Jacinta.
Y añadió:
—¿No viste acaso la sangre que goteaba de la Sagrada Forma?
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Francisco asintió con la cabeza, agregando:
—Yo sentía que Dios estaba dentro de mí, pero no sabía de qué manera.
32
EL LIBRO DEL PADRE PÍO
Las tres apariciones del llamado Ángel de la Paz constituían la antesala de la visita por
excelencia de la Virgen de Fátima, que iba a producirse al año siguiente. No se trataba,
en modo alguno, de un cuento infantil, fruto de la imaginación delirante de unos
pastorcitos analfabetos y fabuladores, sino de una realidad insoslayable para la propia
jerarquía eclesiástica.
Advirtamos, si no, que el mismo patriarca de Lisboa entre 1929 y 1977, el cardenal
Manuel Gonçalves Cerejeira, autentificó de modo solemne las apariciones del Ángel de
la Paz durante una homilía pronunciada en Cova da Iria el 13 de mayo de 1942, ante los
millares de fieles que asistieron a la Misa Pontifical.
Por si fuera poco, aquel mismo año se publicó en Roma la cuarta edición italiana de
Le meraviglie di Fàtima (Las maravillas de Fátima), del padre Luis Gonzaga da Fonseca
y Jiménez, en la que se daban a conocer por vez primera al público los relatos que
acabamos de reproducir. Editada por la Tipografía Políglota Vaticana, la obra llevaba el
imprimatur de monseñor Alfonso Camillo de Romanis, vicario general del entonces papa
Pío XI para la Ciudad del Vaticano.
El Padre Pío conservaba a su muerte, acaecida el 23 de septiembre de 1968 en San
Giovanni Rotondo, al sur de Italia, un ejemplar de la valiosa obra del padre Fonseca. La
devoción del santo de los estigmas a la Virgen de Fátima fue siempre proverbial. Uno de
sus hijos espirituales predilectos, el sacerdote diocesano Pierino Galeone, que leyó mi
alma en confesión cuando le visité en su residencia de Tarento para componer mi
primera biografía del santo capuchino en mayo de 2010, me aseguró en alusión al Padre
Pío: «Sabía perfectamente en qué consistía cada uno de los secretos de Fátima».
El don de introspección de conciencias del fraile, que le hacía leer las almas de la
gente, era impresionante. Igual que escrutaba los corazones, el Señor le revelaba también
a veces algunos secretos inconfesables para el común de los mortales, como los de
Fátima.
La Virgen de Fátima curó al Padre Pío de una pleuritis exudativa cuando estaba ya
desahuciado por los médicos. El exorcista oficial del Vaticano, Gabriele Amorth, que
mantuvo estrecho contacto con el capuchino durante veintiséis años consecutivos y del
cual se consideraba también hijo espiritual, me contó a su vez, en su sala de exorcismos
de Roma, en octubre de 2011, el modo en que la Señora sanó al Padre Pío el día que la
talla conservada hoy en el santuario mariano de Portugal viajó en helicóptero hasta San
Giovanni Rotondo:
La mañana del 6 de agosto [de 1959] —me refirió el padre Amorth—, haciendo un esfuerzo ímprobo, el
Padre Pío pudo salir del convento para honrar la estatua de la Virgen de Fátima. La fotografía de él colocando
una corona del Rosario en manos de la Señora, ayudado por un hermano, habla por sí sola. Aquella misma
tarde, el Padre Pío presenció la salida del helicóptero desde la ventana del Coro, en el convento. Y le suplicó a
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la Virgen: «Madre mía, has venido a Italia y estoy enfermo. ¿Ahora te vas y me dejas así…?». En ese preciso
instante sintió un escalofrío por dentro y dijo a sus hermanos: «¡Me he curado!».
El ejemplar de Le meraviglie di Fàtima que pertenecía al Padre Pío presenta aún hoy
señales evidentes no solo del implacable paso del tiempo, con las cubiertas deslucidas y
el papel amarillento aunque sin rastro de polilla, sino sobre todo de haber sido releído
con atención en señal de que se trata de una de las obras más fiables jamás publicadas
sobre las apariciones en Cova da Iria. Y afirmar eso, teniendo en cuenta la abundante
bibliografía sobre los sucesos de Fátima, casi tan numerosa como la de la Segunda
Guerra Mundial, es ya de por sí muy significativo.
Advirtamos, si no, que sobre la cuarta edición conmemorativa del 25 aniversario de
las apariciones y del jubileo episcopal del papa Pío XII, publicada el 13 de mayo de
1942, su propio autor aseguraba que podía considerarse«corregida, anotada y aumentada
por la misma Lucía».
Añadamos que conforme se acercaba el jubileo de las apariciones, el obispo de Leiria,
José Alves Correia da Silva, envió un ejemplar de la traducción de la tercera edición
portuguesa a Sor María de los Dolores, nombre con el que la vidente Lucía emprendió su
vida consagrada. El propósito del prelado era que Lucía anotase cuanto pudiera encontrar
de inexacto y matizable en el libro. En honor a la verdad, Lucía detectó solo «algunos
pequeños detalles», en palabras del padre Fonseca, que se introdujeron de modo
escrupuloso en el texto, junto a varias explicaciones de la vidente recogidas en las notas
a pie de página. La obediencia al mandato del obispo de Leiria constituyó para la
religiosa un duro sacrificio, tal y como ella le daba a entender en esta poco conocida
carta suya, fechada el 8 de diciembre de 1941:
Pienso, Excelentísimo Señor, haber escrito todo lo que hasta ahora Su Excelencia me ha mandado anotar.
Hasta aquí había hecho lo posible por ocultar lo más íntimo de las apariciones de Nuestra Señora en Cova da
Iria.
Al verme forzada a hablar de ellas, procuré siempre referirme de modo ligero para no descubrir lo que tanto
deseaba mantener en secreto. Pero ahora que la obediencia me obliga, ¡aquí lo tiene! Y yo quedo como un
esqueleto despojado de todo, aun de la propia vida, y expuesto como en un museo para recordar a los visitantes
la miseria y la nada de todo lo que pasa [...].
Que el Buen Dios y el Inmaculado Corazón de María acepten estos pobres sacrificios que se han dignado
imponerme para reavivar en las almas el espíritu de fe, la confianza y el amor.
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CONVERSIÓN O GUERRA
El Padre Pío, que veía más allá, otorgó, como queda registrado, su anuencia y crédito
a esta rigurosa obra en cuyo prólogo a la edición española, el padre Facundo Jiménez
glosaba algunos hechos registrados tras el estallido de la Guerra Civil española.
Debemos hacer constar antes que Jacinta, estando ya en Lisboa y sabiendo que iba a
morir, no se cansaba de repetir la seria advertencia de la Virgen, la Reina de los Profetas
(Regina Prophetarum), que la madre Godinho recogió en sus cartas del 19 al 30 de
noviembre de 1937:
Si los hombres no se enmiendan —aseguraba la religiosa, basándose en las palabras de Jacinta de principios
de 1920, escuchadas por esta de labios de la propia Virgen—, Nuestra Señora enviará al mundo un castigo
como no se ha visto otro igual, y antes que a los demás países, a España. La pequeña hablaba también de
grandes acontecimientos que habrían de producirse hacia 1940.
Resultaba obvio que la Virgen de Fátima avisaba ya entonces, a través de la pastorcita,
del peligro de dos grandes conflagraciones que asolarían España y gran parte del planeta
si la Humanidad no se convertía: la Guerra Civil española, seguida casi de inmediato por
la Segunda Guerra Mundial.
En su prólogo a Las maravillas de Fátima, el padre Facundo Jiménez se lamentaba en
julio de 1944 de que ambas profecías se hubiesen cumplido de modo inexorable por
hacer caso omiso a las advertencias de la Señora. En especial, la que atañía a España,
«pues si alguna nación merece el timbre glorioso de apellidarse Pueblo de María, esa es
España», aseguraba el clérigo.
El Padre Pío siguió muy de cerca el desarrollo de la contienda española y, si Dios
quiere, algún día desvelaremos, parapetados en un arsenal de documentos inéditos,
detalles de esta y otras etapas de su biografía tan apasionantes, como todavía
desconocidos.
Curiosamente, la suerte que corrió España por desoír los avisos del Cielo contrastaba
con su larga tradición mariana, convertida en tierra visitada por la propia Virgen en su
aparición en carne mortal al apóstol Santiago, el 2 de enero del año 40, en Zaragoza.
España, sin ir más lejos, tuvo también la gloria de conquistar para las sienes virginales
de María una joya inapreciable, como el dogma de la Inmaculada Concepción. No en
vano, las Cortes españolas acordaron en 1760 por unanimidad adoptar por singular
patrona a la Virgen María en el misterio de su Concepción Inmaculada. ¿Cómo era
posible entonces que una tierra tan mariana como España fuera sacudida de modo tan
implacable por la tempestad del Cielo? Sencillamente, porque el pueblo español,
encabezado por sus gobernantes, había hecho oídos sordos a las reiteradas advertencias
de la Virgen de Fátima.
Todavía hoy se sigue ignorando de forma culpable e irresponsable, en demasiados
casos, el mensaje central de Fátima: «Convertíos o pereceréis». De Fátima no solo
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depende así el pasado del hombre, sino, sobre todo, el presente y futuro de la Iglesia y
del mundo; incluida, por supuesto, España.
Y de distinta forma a como se desoyó entonces la seria advertencia mariana sobre las
guerras entre 1936 y 1945, se hizo caso a la llamada celestial mientras los campos de
batalla seguían tiñéndose de sangre durante la primera gran conflagración mundial. El
pontífice por excelencia de la paz, Benedicto XV, el mismo que calificó al Padre Pío de
«uno de esos hombres extraordinarios que el Señor envía de vez en cuando a la tierra
para convertir a las almas», había recurrido, ya sin éxito, a todos los medios humanos y
divinos a su alcance para acabar con la guerra.
Hasta que Fátima irrumpió en el mundo, cuya existencia casi todos los seres humanos
desconocían entonces. Aparte de Fátima, la hija predilecta de Mahoma fallecida en el
año 632, de quien tomó el nombre la célebre dinastía de los fatimistas en el siglo X, la
localización geográfica de esta pequeña parroquia homónima de Portugal, distante unos
cien kilómetros de Lisboa, era casi un secreto enterrado. La devoción al rezo del Rosario
se propaló desde entonces, convirtiéndose en un «arma» infalible, como lo denominaba
el Padre Pío, contra las guerras. Fue así como la Virgen anunció en Fátima que la
contienda concluiría pronto.
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3
LAS APARICIONES
¡Qué dices! ¿Estás loca…? 
¿Eres tú acaso tan santa como para ver a la Virgen?
OLIMPIA DE JESÚS DOS SANTOS, 
MADRE DE JACINTA
Los pastorcitos no se dejaron seducir por lo extraordinario de las apariciones del Ángel
de la Paz y retomaron, durante los meses invernales y la primavera siguiente, sus
ocupaciones diarias y sus deberes dominicales. El domingo anterior a la festividad de la
Ascensión, el 13 de mayo de 1917, acudieron a Misa en la parroquia antes de apacentar
el ganado. Doña Olimpia seguía troquelando, entre tanto, con la naturalidad de siempre,
el espíritu y la conciencia de sus hijos pequeños Francisco y Jacinta, de nueve y siete
años, respectivamente. Ninguno de los dos sabía leer todavía, pero rezaban con devoción
y aprendían con diligencia las verdades contenidas en el Catecismo. «¡Líbrenos Dios de
dejar pasar un solo domingo sin ir a Misa!», exclamaba la madre. En más de una
ocasión, Olimpia había tenido que llevar a sus hijos a Boleiros, Atouguia o incluso hasta
Santa Catalina, que dista casi dos leguas de Aljustrel, para cumplir con el precepto
dominical. Lloviese o tronase, no recordaba ella haber faltado jamás a una sola
Eucaristía, ni aun teniendo criaturas todavía en mantillas.
Concluida la celebración, Francisco y Jacinta reunieron el rebaño con el de su prima
Lucía para llevarlo a pastar en dirección a Gouveira. Como sucedía siempre, Lucía eligió
el lugar: esta vez irían a una propiedad de sus padres en Cova da Iria, hacia donde se
encaminaron finalmente mientras las ovejas se entretenían rumiando a su paso por el
sendero. Cova da Iria, es decir, «cuenca o valle de Iria», era un nombre alusivo a la
configuración del terreno en forma de enorme anfiteatro de unos quinientos metros de
diámetro, situado a dos kilómetros y medio de Fátima. No era fácil llegar hasta allí, a
causa del terreno pedregoso y a veces erizado de cardos y espinos.
Las campanas de la Iglesia de Fátima, que repicaban para la Misa, les indicaron que
ya era mediodía. Abrieron entonces sus sacos para almorzar algo especial por ser festivo,
se santiguaron y rezaron el Padrenuestro. Nada más terminar, dieron gracias a Diospor
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la comida que les habían preparado sus madres con tanto desvelo y empezaron a pasar
las cuentas del Rosario, arrodillados en el suelo.
Poco después, los tres pastorcitos jugaban en lo alto de la Cova da Iria, a punto de
levantar una pared de piedras alrededor de una mata de retamas. Francisco hacía las
veces de «arquitecto» de aquella especie de choza, mientras Lucía y Jacinta se limitaban
a seguir sus instrucciones al pie de la letra, como vulgares peones de obra. La cabaña se
hallaba muy cerca de la pendiente, en el mismo lugar donde hoy se erige la Basílica
mariana por excelencia de Portugal. Hasta que, de repente, una luz relampagueante
paralizó los trabajos. Los chiquillos se miraron atemorizados. Levantaron la mirada al
cielo, pero comprobaron que lucía un sol espléndido. Lucía temió entonces que la
tormenta proviniese del otro lado de la montaña.
—¡Está relampagueando! —gritó—. Puede venir una tormenta. Es mejor que
regresemos de inmediato a casa…
Empezaron a descender por el cerro, conduciendo a las ovejas por el camino. Pero a
mitad de la pendiente, cerca de una encina, volvió a sorprenderles un fogonazo más
deslumbrante aún que el primero. Avanzaron unos pasos y distinguieron entonces sobre
la copa de la encina una aparición celestial que les mantuvo inmóviles, como estatuas de
sal, envueltos en la intensa luz que de ella fulguraba.
Lucía grabó para siempre aquella prodigiosa imagen en la pantalla de su cerebro:
Vimos sobre la encina a una Señora vestida de blanco, más brillante que el sol, esparciendo luz más clara e
intensa que la de un vaso de cristal lleno de agua cristalina atravesado por los rayos más ardientes del sol.
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«¡NO TENGÁIS MIEDO!»
Lucía recordaba que la Señora aparentaba entre quince y dieciocho años de edad. Tan
cerca estaban de la encina que permanecieron dentro del foco de luz que Ella irradiaba,
apenas a metro y medio de distancia. Era un arbolito de un metro de altura más o menos,
en pleno crecimiento, con las ramas bien desplegadas, tiernas y vistosas. La corta
distancia favorecía la detallada descripción que luego hicieron de la Señora. Su vestido,
blanco como la nieve y ceñido al cuello por un cordón dorado, descendía hasta sus
mismos pies, que apenas acariciaban las hojas más altas de la encina. Un manto, blanco
también y ribeteado en oro, cubría su cabeza y el resto del cuerpo. De las manos,
entrelazadas junto al pecho, en actitud orante, pendía un Rosario de granos tan blancos
como perlas, rematado por una crucecita de plata bruñida. ¡Y qué decir de su rostro…!
Era de rasgos delicadísimos y puros, rodeado de una aureola de sol, pero sombreado por
la tristeza.
La Señora dijo entonces a Lucía y Jacinta, pues recordemos que Francisco seguía sin
poder escucharla:
—¡No tengáis miedo! No quiero haceros daño alguno —alegó Ella con una mueca de
aflicción, como si le doliese su falta de confianza.
Lucía le preguntó con la ingenuidad de una niña de diez años, cumplidos el 28 de
marzo anterior:
—¿De dónde es usted?
—Soy del Cielo —añadió Ella, señalando el firmamento tras el cual se escondía su
morada luminosa.
—¿Y qué es lo que usted quiere de mí?
—Vengo a pediros que acudáis aquí mismo, durante seis meses seguidos, los días 13 y
a esta misma hora. En octubre os diré quién soy y lo que quiero de vosotros.
Lucía quiso satisfacer una vez más su curiosidad:
—¿Iré yo al Cielo? —inquirió, temblorosa.
—Sí, irás —sonrió la Reina del Cielo.
Lucía no cabía en sí de gozo, y enseguida se interesó también por sus primos.
—¿Y Jacinta…? —indagó.
—También ella.
—¿Y Francisco?
La Señora desvió su mirada hacia el chaval, clavándola en él con mezcla de bondad y
maternal reprensión:
—También él, pero antes tiene que rezar muchos Rosarios...
Vinieron a la memoria de Lucía entonces dos amigas y paisanas suyas de Aljustrel que
solían visitar su casa para aprender a tejer con su hermana mayor y que habían fallecido
recientemente.
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—¿Está María de las Nieves en el Cielo? —interrogó.
—Sí —asintió la Virgen.
La muchacha tenía casi dieciséis años cuando murió.
—¿Y su hermana Amelia? —añadió Lucía.
—Estará en el Purgatorio hasta el fin del mundo.
La pobre chica tenía cerca de veinte años cuando le sorprendió la muerte. Los ojos de
Lucía se inundaron de lágrimas. Como una Madre dolorida, la Señora ofreció a los
pastorcitos la oportunidad de ayudarla a salvar almas.
—¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él desee
enviaros como reparación de los pecados con que es ofendido, para alcanzar la
conversión de los pecadores y reparar las blasfemias y todos los demás agravios al
Inmaculado Corazón de María? —preguntó.
Lucía respondió con decisión en su nombre y en el de sus primos:
—¡Sí, queremos!
—Tendréis que sufrir mucho entonces, pero la gracia de Dios os fortalecerá siempre
—advirtió Ella.
Mientras pronunciaba estas últimas palabras, la Virgen separó sus manos por primera
vez, con un ademán que recordaba al del sacerdote cuando proclama Dominus vobiscum,
comunicándoles una luz muy intensa que parecía fluir de sus palmas y penetraba en lo
más íntimo de sus corazones.
Los niños se veían a sí mismos en Dios, gracias a esa luz que irradiaba sus almas, de
forma mucho más clara a como podían contemplarse ante un espejo por esmerilado que
fuese. Movidos entonces por un impulso interior, cayeron los tres de rodillas y repitieron
reconcentrados esta oración:
—¡Oh, Santísima Trinidad, yo os adoro! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Yo os amo en el
Santísimo Sacramento!
Permanecieron así postrados en aquel océano de luz donde la Virgen los había
sumergido. La blanca Señora rompió el sepulcral silencio para darles otro maternal
consejo:
—Rezad el Rosario todos los días para alcanzar la paz del mundo y el fin de la guerra.
Y acto seguido, empezó a elevarse en el aire hacia Oriente hasta desaparecer en la
inmensidad del firmamento. La luz que la circundaba parecía abrirle paso a través de los
astros, razón por la cual los pastorcitos dirían luego que vieron abrirse el Cielo ante sus
propios ojos, de forma parecida a como debió de contemplarlo en su día San Esteban
mientras lo martirizaban en presencia de Saulo de Tarso.
Cuando Ella inició su ascenso, los videntes creyeron ver sus pies inmóviles y
comentaron con ingenuidad:
—¡Sube derecha! ¡Sube derecha...!
Ensimismados en la aparición, los primos descuidaron el rebaño. Francisco reparó
luego en que las ovejas habían invadido un campo de garbanzos, atraídas por las tiernas
plantas. Hizo ademán de echar a correr para sacarlas de allí, pero Lucía le detuvo:
—¡Déjalas estar! La Señora dice que las ovejas no comen garbanzos.
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Y así fue. La aparición duró alrededor de diez minutos, durante los cuales solo Lucía
dialogó con la Señora, mientras Jacinta se limitaba a escucharla y Francisco ni siquiera
podía hacerlo.
Jacinta exclamaría poco después, fascinada por tan sublime belleza:
—¡Ay, qué Señora más linda!
Lucía observó a su prima embelesada y temió que se fuera de la lengua:
—Estoy viendo que todavía se lo vas a contar a alguien… —barruntó.
—No diré nada. Estate tranquila —repuso Jacinta.
Cuando quisieron darse cuenta, era ya casi de noche. Mientras regresaban a casa,
Lucía no cesó de insistir en que mantuviesen la boca cerrada.
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LA «CORREVEIDILE»
Esa misma noche, Lucía cumplió su palabra: cenó, rezó, escuchó el pasaje
correspondiente del Nuevo Testamento y se fue a dormir sin decir ni pío.
A Jacinta, en cambio, le faltó tiempo para contárselo todo a su madre olvidando su
reciente promesa. Sus padres aún no habían vuelto del mercado de Batalha, donde
habían ido a comprar un cerdito. ¿Qué hizo la pequeña? Permaneció de guardia a la
puerta de su casa. En cuanto los vio aparecer, a la madre algo más adelantada que el
padre, entretenido con el marrano, salió a su encuentro.
Doña Olimpia se extrañó al ver que la chiquilla se le agarraba a las piernas, cosa que
muy rara vez hacía.
—¡Madre! —gritó la pastorcita, alborozada—. ¡Hoy he visto a Nuestra Señora en
Cova da Iria!
A lo que ella replicóirónica, persuadida de que era una broma:
—¡Qué dices, niña! ¿Estás loca…? ¿Eres tú tan santa como para ver a la Virgen?
La actitud escéptica de doña Olimpia contrarió a la pequeña, que no se cansaba de
repetir mientras acompañaba a sus padres hacia el interior de la casa:
—¡Pues yo la he visto!
Y comenzó a detallar todo lo ocurrido. Habló a su madre del relámpago, del miedo
que pasaron, de la Señora tan hermosa que Francisco no oía y al principio tampoco veía,
de la intensa luz que a veces les cegaba, del Rosario que debía rezarse todos los días a
modo de reparación por los pecadores…
Pero yo —admitía doña Olimpia— no daba crédito a las palabras de la niña, ni le prestaba la menor atención.
«Eres muy tontiña —le decía—. ¡Ni que Nuestra Señora se te vaya a aparecer a ti!».
Al día siguiente, la lengua de doña Olimpia se convirtió en un torrente desbordado al
extender entre sus vecinas todo lo que su hija le había referido la noche anterior de modo
confidencial. Los hechos eran tan excepcionales que aun tomándolos a chanza, como era
el caso, corrieron de boca en boca por todo Aljustrel. Las habladurías llegaron, cómo no,
a oídos de la hermana mayor de Lucía. El testimonio de María de los Ángeles recreaba a
la perfección el ambiente incierto y chismoso que envolvía la aldea al principio de las
apariciones:
Una vecina vino a decirme —comentaba la hermana de la vidente—, muy de mañana, que la madre de
Jacinta le había dicho que su hija le hizo partícipe de esa increíble novedad. La verdad es que me asusté un
poco con el asunto y fui a ver enseguida a Lucía, que estaba debajo de una higuera haciendo no recuerdo
exactamente qué [...].
La conversación entre las dos hermanas discurrió así:
—Lucía —comentó María de los Ángeles—, he oído decir que habéis visto a Nuestra
Señora en Cova da Iria. ¿Es cierto eso…?
42
—¿Quién te lo ha dicho? —tartamudeó ella, con gesto de espanto.
—He oído decir a las vecinas que la tía Olimpia les había contado todo lo que le dijo
anoche Jacinta.
Lucía permaneció pensativa, hasta exclamar finalmente con pesar:
—¡Por más que yo le supliqué a ella que no se lo dijera a nadie!
—¿Y por qué hiciste eso? —inquirió su hermana.
—Porque no sé con seguridad si era Nuestra Señora... ¡Era, eso sí, una mujercita muy
linda!
—¿Y qué os dijo esa mujercita tan linda?
—Quería que fuésemos seis meses seguidos a Cova da Iria y añadió que solo después
nos diría quién era y lo que deseaba.
—¿No le preguntaste quién era?
—Le pregunté de dónde era y ella me contestó: «Soy del Cielo». Y ya no dijo más.
María de los Ángeles cavilaba poco después sobre el revuelo armado y las
consecuencias que un hecho de semejante trascendencia suscitaba ya entre la propia
familia y en el vecindario:
Me pareció —consignaba ella— que Lucía no deseaba hablar más sobre el asunto. Pero yo le apremié tanto
que acabó contándomelo todo. Nunca la había visto tan triste. Llegó entonces Francisco y acusó a Jacinta de ser
una lenguaraz, añadiendo que en casa todo el mundo ya sabía lo sucedido en Cova da Iria.
Otras personas hablaron con mi madre, la cual no se tomó en serio los rumores al principio, pero cuando yo
le conté mi conversación con Lucía empezó a darle importancia y habló con ella también.
43
«ENGAÑO DEL DEMONIO»
A Lucía, sobre todo, le aguardaba un verdadero calvario. Empezando por el de su
propia madre, María Rosa, quien intentó obligarla a confesar que todo era una burda
mentira. «No perdonó, para ello, cariños, amenazas e incluso la escoba», se lamentaba la
vidente.
María Rosa había nacido en Perulheira, pedanía de São Mamede perteneciente al
municipio de Batalha, el 6 de julio de 1869 y fallecería en Aljustrel, el 16 de julio de
1942. Contaba así cuarenta y ocho años entonces, y su marido Antonio, cincuenta.
El matrimonio tenía seis hijos, de los cuales Lucía era la benjamina: María dos Anjos
(13 de agosto de 1891-26 de agosto de 1986), Teresa de Jesús (22 de mayo de 1893-29
de noviembre de 1972), Manuel dos Santos (22 de agosto de 1895-30 de abril de 1977),
Gloria de Jesús (5 de octubre de 1899-6 de agosto de 1971) y Carolina (17 de octubre de
1902-31 de marzo de 1992).
Lucía había cumplido diez años el 22 de marzo de aquel año, aunque según su propia
declaración efectuada mucho tiempo después, el 23 de febrero de 1989, en realidad vino
al mundo el 28 de marzo de 1907.
Mi padre —explicaba ella— era muy diligente a la hora de llevar a sus hijos a la pila bautismal. Cuando nací
yo, oí contar a mi madre durante una entrevista con el padre Formigão: «Nosotros decimos que Lucía nació el
22 de marzo porque fue registrada así, pero no es cierto. Ella nació en realidad el 28 de marzo. Era Jueves
Santo […]».
Mi padre —proseguía Lucía— intentó que me bautizaran, pues por cuestión de trabajo no le convenía que lo
hiciesen a la semana siguiente. Pero como era obligatorio bautizar a los niños a los ocho días de nacer, ya que
de lo contrario se pagaba una multa, mi padre dijo que yo había nacido el día 22. Fue así como el párroco pudo
bautizarme el Sábado de Aleluya, que era el día 30 [es decir, solo dos días después de nacer, en lugar de los
ocho estipulados].
Con ocho años, Lucía hizo la Primera Comunión. Su madre, como mujer piadosa y
buena ama de casa que era, procuró inspirar siempre a sus hijos el santo temor de Dios y
conducirlos al pleno cumplimiento de sus deberes morales y religiosos. Tal vez por eso
María Rosa pensase que su hija mentía sobre un asunto tan sagrado, cuando además
había sacerdotes que no creían en las apariciones y la Iglesia tampoco se había
pronunciado sobre ellas.
Entre tanto, uno de aquellos días, mientras apacentaban a las ovejas, Francisco le
recriminó a Jacinta:
—¿Lo ves…? Tú tienes la culpa por haberte ido de la lengua.
Su hermana, desolada, se hincó de rodillas con los brazos en alto implorando perdón:
—¡He hecho mal, pero ya nunca más diré nada a nadie! —prometió ella, mientras
lloraba a moco tendido, arrepentida.
La señora María Rosa seguía sin darse por vencida a la hora de arrancar a Lucía una
confesión, razón por la cual no tardó en recurrir al párroco para que hiciese entrar en
razón a su embustera hija.
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Hacía poco tiempo que el padre Pena había dejado la parroquia, sustituido por el padre
Boicinha, cuyo verdadero nombre era Manuel Marques Ferreira.
—En cuanto llegues allí —ordenó María Rosa a su hija, como una generala—, te
pones de rodillas y le dices al señor párroco que has mentido y pides perdón. ¿Me has
entendido…? O confiesas que has mentido, o te encierro en un cuarto donde no podrás
ver la luz del sol…
A Lucía le torturaban entonces aquellas palabras premonitorias de la Virgen:
«Tendréis que sufrir mucho». Y los hechos ponían de manifiesto que Ella decía siempre
la verdad. No en vano, la niña debió escuchar luego la sentencia nada halagüeña del
párroco:
—No me parece una revelación del Cielo —concluyó don Manuel, tras escuchar a la
vidente—. Cuando suceden estas cosas, el Señor manda a esas almas elegidas que den
cuenta de ellas a sus confesores o párrocos. Esto puede ser un engaño del demonio.
Vamos a ver…
Más tarde, mientras se celebraba el interrogatorio oficial de la Comisión Canónica
Diocesana sobre los acontecimientos de Fátima, en verano de 1924, el párroco Marques
Ferreira recibió la visita de cinco mujeres que deseaban conocer a los videntes en su
compañía. Había entre ellas una joven de quince años vestida de blanco. Una vez en casa
de la familia Marto, el sacerdote llamó a la puerta y le abrió Jacinta, sola en aquel
momento.
La niña —manifestaba don Manuel— se espantó con aquella inesperada visita. Tras animarla un poco, le
dije:
—Oye, Jacinta, ¿la Señora que viste en Cova da Iria es una de estas mujeres o se parece a alguna de ellas?
La niña levantó la mirada y las examinó en completo silencio. Acto seguido, comentó:
—No es ninguna de ellas. La otra es mucho más bonita.
Entonces, señalando enseguida a la joven vestida de blanco, inquirí:
—¿Acaso esta señorita no es tan linda como la que tú viste?
—Esta señorita —respondió

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