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La Cabalgata en Chapingo

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Revista Mexicana de Ciencias Agrícolas
ISSN: 2007-0934
revista_atm@yahoo.com.mx
Instituto Nacional de Investigaciones
Forestales, Agrícolas y Pecuarias
México
Arellano Briones, Nuria I.
La cabalgata
Revista Mexicana de Ciencias Agrícolas, vol. 2, octubre, 2015, pp. 407-412
Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias
Estado de México, México
Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=263141553055
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Chapingo, Texcoco, Edo. de México 01, 02 y 03 de octubre de 2015 p. 407-412
La cabalgata
Nuria I. Arellano Briones
 
Universidad Autónoma Chapingo (nuris_are@yahoo.com).
-Yo le voy a bajar esos humos de yegua fina. Ya lo verás, 
Isidro, le voy a quitar a golpes esos desplantes de potranca 
sin desbravar-. Isidro sabía que su patrón no estaba jugando 
y que si ya le había echado el ojo a la niña Evangelina, ni el 
mismo demonio lo iba a desanimar. 
La estaban mirando mientras partía plaza, directo de la casa 
de los Frausto en contra esquina de la presidencia municipal, 
y con destino a la misa de siete. Nicolás Duarte la estaba, 
más que mirando, descubriendo. Viéndola como si nunca 
antes la hubiera hecho en el mundo. 
-Mira esas ancas, Chilo, ¿a poco has visto unas igual? 
-No, pos no. La mera verdá no, Don Nico. 
-Camina así porque sabe que la estamos viendo, la muy 
taimada…. ¿Para cuánto te gusta, Chilo? ¿Para dos meses? 
-Ay patrón, ella no es como las otras. ¿A poco cree que a Don 
Juan le va a gustar que usté la ronde? 
-Y a poco crees que yo le voy a pedir permiso. 
-No, pos no. 
Nicolás Duarte no pedía permiso para nada. Tomaba de la 
vida todo lo que le gustaba, a la buena o a la mala. Siempre 
había sido así. Atrabancado, terco, cerrero. Y mientras más 
difícil fuera todo, mejor. Le gustaba el reto, sentir que se 
estaba jugando todo en un momento, sentir que estaba a 
punto de perderlo. Lo había perdido todo varias veces en 
una mesa de juego y todo cuanto tenía lo había ganado de 
igual manera. Incluso su mujer. 
Se había ganado a Conchita Mendizábal en una apuesta. Se la 
había ganado al que ahora era su suegro en una racha fatídica 
que duró de las 12 del mediodía de un miércoles, hasta la 
mañana de un viernes, justo a tiempo para levantarse de la 
mesa de juego e ir a comprar el ajuar de novios para casarse 
el domingo. Y así era todo en su vida. El rancho, sus casas 
en el pueblo, sus amantes, sus amigos. Y esa mañana que 
tomaba café en la lonchería de la plaza, mientras esperaba 
a Conchita que había entrado a misa, ya pensaba la manera 
de hacerse de Evangelina, porque le cuadraba. 
Era día de cabalgata y charreada. Día de fiesta. Cada año, todo 
el pueblo se daba cita en el Cerro Gordo para iniciar el desfile 
y culminarlo en el lienzo charro de la Ganadera. Después, 
los principales daban fiestas privadas en sus ranchos. Pero 
también estaba el lado religioso. La misa temprano, la 
exposición del Santísimo, los rezos de las damas de la Vela 
Perpetua, el Santo Rosario. Nicolás Duarte estaba preparado. 
Tenía días arreglando la fiesta de la tarde. 
Sus mejores caballos estaban listos para la cabalgata y la 
escaramuza que él patrocinaba, se decía, ganaría ese año. 
Él mismo participaría haciendo suertes porque quería los 
premios para su ganadería. Era su manera de legitimar 
su presencia de miedo en ese pueblo. Evangelina Frausto 
también tomaría parte de las fiestas de ese día. Pertenecía a 
una escaramuza formada por todas las 'niñas decentes' del 
pueblo, aquellas que vivían en las casas de las cuatro cuadras 
que rodeaban la plaza. A esas horas, mientras entraba a la 
parroquia, Adela, su nana, ya estaba planchando el vestido 
blanco que usaría su niña en la tarde, igualito al de sus 
amigas, mandado a hacer con la mejor modista de la capital 
del estado, por la buena voluntad de Don Juan Frausto. 
Mientras iba cruzando la placita, Gelita sintió la mirada 
turbia de Nicolás Duarte. Así como él la había visto, ella 
también alcanzó a mirarlo antes de perderse en la protección 
providencial del kiosco central. Había sentido cómo le 
quemaba en el cuerpo la mirada de ese hombre. Si su padre 
fuera con ella, o alguno de sus hermanos, ni ese viejo ni 
408 Chapingo, Texcoco, Edo. de México 01, 02 y 03 de octubre de 2015 Nuria I. Arellano Briones
ningún otro se atrevería a mirarla con esos ojos. Pero ella 
quería ir sola a la iglesia, y ahora se aguantaba. Es que apenas 
un mes antes había cumplido dieciocho y se sentía con ganas 
de andar sola por la plaza, por el kiosco, por la mercería, por 
la nevería… Nomás era un ratito antes de entrar a la misa y 
un ratito al salir y listo. Ojalá ese viejo no estuviera cuando 
saliera. 
Evangelina era la menor y la única mujer de su casa. Tenía 
siete hermanos mayores, cabales y bravos cual ninguno. El 
padre no había vuelto a casarse, aunque tenía los mismos 
años que su hija de viudo. Evangelina era la reina de la casa y 
de la hacienda, la única mujer que tenía plenos poderes sobre 
todos los varones y todos los enseres, a muchas hectáreas a 
la redonda y a ella le gustaba. Pero más allá de la autoridad, 
su vida era cuestión de afectos. Adoraba a su padre. Sentía 
por él una admiración más fuerte que la natural de la sangre, 
porque le parecía terriblemente noble y justo, y entendía 
que no había, ni en la región ni en ningún otro lado, muchos 
patrones tan humanos como su padre. Con sus hermanos 
le pasaba lo mismo. Admiraba en el mayor, Santos, su 
responsabilidad para suplir a su padre cuando no se hallaba 
en el pueblo; de Miguel, el administrador, su honestidad; de 
Pablo, su colmillo para la siembra; de Maclovio, su buen ojo 
para las reses; y así algo de cada uno, pero quería a Cayo, el 
menor, porque además de su hermano era su amigo y habían 
jugado juntos de niños, compartiendo la orfandad de la edad 
en la que más necesitaban la figura de su madre. 
Evangelina se sentía un hombre más en esa familia de 
varones. Le gustaba vestirse con pantalones y meterse a 
la siembra. Le encantaban las vacas y disfrutaba asistir a 
los nacimientos de los becerros como cualquiera de sus 
hermanos. Le pasaba lo mismo con los puercos, tenía una 
habilidad natural para castrar y la mano no le temblaba 
nunca cuando tomaba una navaja. Sabía tirar tan bien 
como cualquiera de los muchachos Frausto y era capaz de 
hacerlo a galope. Era escaramuza porque Don Juan se había 
empeñado en que lo fuera, pero cuando su padre no la miraba, 
Evangelina cruzaba la pierna al otro lado de su yegua y 
montaba como hombre, y hacía piales y suertes con la reata, 
con tanta maestría como los mejores charros de la hacienda. 
Definitivamente se sentía un hombre más. Entendía mejor 
que nadie las pláticas de sus hermanos, cuando hablaban de 
cuentas, de cultivos, de razas para mejorar el hato, de compras, 
de ventas. Le gustaba la vida del rancho. Se sentía sofocada 
los días que su padre decía que ya estaba bueno y que era hora 
de que se fuera para la casa del pueblo para continuar con sus 
clases particulares. Odiaba a la señorita que le daba clases y 
por dos razones: la aburría soberanamente con sus sermones 
de que había cosas que una muchacha decente no podía hacer, 
y le revolvía el estómago que hubiera otra mujer con rango en 
la casa, con sus hermanos paseándose a cualquier hora bajo 
cualquier pretexto y con su padreentrando y saliendo. 
Pero aquel día no importaba nada, fuera de la mirada 
sucia de ese hombre a quien su padre no soportaba, el día 
era maravilloso. Así lo sintió cuando entró a la iglesia. 
Lo corroboró cuando escuchó el sermón del señor cura, 
dedicado especialmente a hacer conciencia de que no 
se cometieran excesos durante las fiestas. Pero se sintió 
satisfecha cuando comulgó, y en un estado de gracia que 
supuso duraría todo el día. 
Era un día perfecto. Por primera vez sus hermanos la dejarían 
marchar con ellos durante el desfile, portando la banderita 
del rancho, con los fierros de nacimiento y de venta bordados 
en la tela brillosa. Su padre los esperaría en el lienzo charro 
y después de competir, irían a celebrar a la casa del rancho 
porque habían venido invitados de la familia desde la capital, 
entre ellos el Gobernador. Cuando salió de la misa de siete 
ahí estaba Don Nicolás, recargado en la reja de la entrada al 
atrio, mesándose el bigote con la izquierda y sosteniendo su 
texana con la derecha. Parado como si esperara. Evangelina 
se detuvo en seco, se dio cuenta que él la estaba mirando con 
esos ojos torvos y que lo hacía descaradamente. Volteó para 
un lado y otro, esperando que aparecieran sus hermanos de 
la nada, como un acto de magia, como siempre lo hacían. 
Pero nada. Ella no quería saludarlo, y mucho menos de 
mano. Pero ahí venía doña Conchita Duarte. Cómo estás 
niña. Bien, gracias. Y tu papá, y tus hermanos. También 
bien, gracias a Dios. Y Adelita... dile que a ver cuándo se da 
una vueltecita al rancho para que me tome las medidas de un 
mantel que quiero. Sí, yo le digo. Mira ahí está mi marido, 
ven a saludarlo, le va a dar mucho gusto. Bueno. 
-Buenas, Gelita, ¿cómo estás? Mira qué grande te has puesto 
muchacha. 
-Bien, gracias. 
-Gracias a Dios- terció Conchita. 
-Lista para ganarle a mis rancheritas… 
-Pues nomás para intentarlo, Don Nicolás. 
-Ta bien. Vámonos Concha. Saludos a tu papá y a tus 
hermanos. Y dile a Santos que tengo yeguas nuevas, por si 
quiere una. Que al cabo sé que le gustan las mismas que a mí. 
-Yo les digo. Hasta luego Conchita. Espero verla en la 
charreada. 
409La cabalgata
Evangelina caminó hacia el otro extremo de la plaza. 
Todavía alcanzó a voltear dos veces antes de que Nicolás 
y su mujer se subieran a su camioneta para perderse entre 
la polvareda normal que esos días de secas se levantaba, 
cambiándole el olor a las mañanas frías. Era temprano 
todavía. Sabía perfectamente que en su casa, sus hermanos 
ya habrían llegado del rancho con todo y sus caballos y su 
yegua. De seguro Adela estaría organizando el almuerzo: 
huevos, frijoles, tortillas de a mano, mucho chile y mucho 
café con leche. Ojalá estuviera ya su padre. Había dicho que 
llegaba temprano de la capital y que le iba a traer un regalo. 
Ella quería que fueran unos aretes, pero si era otra cosa no 
importaba. Ella lo que más quería era ver a su papito. 
Cuando llegó al portón de la casa de su familia, uno de los 
caballerangos se aprestó a abrirle. Ella le agradeció con 
una sonrisa natural, de esas que sólo le salían en su hogar. 
Corrió por el pasillo verde que llevaba desde la entrada hasta 
la cocina y sus pisadas urgidas se confundieron entre sí, 
acompañadas por el eco en desuso en esa casa por lo común 
llena. Cuando entró en la cocina, sus hermanos ya estaban 
sentados. Siete hombrazos de espaldas anchas. Siete varones 
tan parecidos entre sí que costaba trabajo reconocerlos en 
la calle. Los siete suspendieron sus quijadas y sus tortillas 
en el aire, entre los frijoles y sus bocas cuando apareció 
Evangelina a contraluz en el marco de la puerta. La vieron 
como habrían de recordarla siempre, rodeada de sol con su 
cabello rubio al viento. 
De dónde vienes. De misa. Con quién fuiste. Sola. Quién te 
dio permiso. Papá. ¿Papá? Pero cómo. Ajá. Santos, ¿papá te 
dijo algo? No, a ver… Cayo, tú sabías. Te juro que no. Quizá 
Manuel. No, yo no supe nada. ¡Adela! 
-Ya, dejen de hacer tanto grito. Bien mucho hace esta niña 
para que ahora me griten ustedes. 
-Pero, Adela… Evangelina no debe salir sola. 
-Santos… Santos. Pero si ya tengo dieciocho. Julia Esparza 
es más chica que yo y ya va a tener un hijo. 
-Por eso. Porque ya tiene quien la cuide. Pero tú eres hija 
de familia. Ya lo discutiremos con papá. Ahora siéntate a 
desayunar. Adela, sírvele. 
Gelita ocupó su lugar en la mesa. No le gustaban los nopales 
con huevo pero se los comió a la fuerza. Era temprano. A la 
hora de la cabalgata ya se le habría bajado el almuerzo y a las 
5 de la tarde, cuando le tocara montar a la Gitana, se sentiría 
ligerita ligerita. Y luego la cena en la hacienda. 
-Adelita… 
-Qué quieres niña. 
-¿Qué vas a ordenar de cena? 
-Asado de bodas. 
-Y frijoles y arroz y tortillas… ¿Y de dulce? 
-Natillas. 
Evangelina Frausto aún era una niña. Se le notaba en el 
arrebol del rostro cuando hablaba de las cosas simples que la 
emocionaban. Algunas de sus amigas ya estaban casadas, y 
cuando alguien la presionaba por considerarla 'quedándose', 
por sus recién dieciocho y sin pretendiente, ella lo callaba 
simple: yo espero máquina, no cabús. 
Pero sí quería tener a alguien. Soñaba con el hogar que no 
tuvo porque le faltó su madre. Quería su propia familia, 
tener su casa, sus hijos, una vida feliz desde el noviazgo, 
pero le daba miedo no encontrar quién la comprendiera 
así como ella era. Faltaban pocos minutos para las dos de 
la tarde. Evangelina estaba feliz. Ya ocupaba su lugar en la 
comparsa de sus hermanos, con el banderín del rancho de 
su padre en la mano derecha, sonriéndole a todo el mundo 
desde su caballo. No había visto a Don Juan todavía. Ninguno 
de los muchachos Frausto había tenido oportunidad. Todos 
lo hacían ya en la hacienda pero sabían que si no alcanzaba 
a llegar a la cabalgata, se reunirían con él en la charreada. 
Evangelina había conseguido olvidar su disgusto de la 
mañana, pero cuando acordó, ahí estaba Don Nicolás Duarte, 
desnudándola con la mirada, disfrazado de gente decente 
encabezando la cabalgata junto con el presidente municipal y 
la autoridad militar del destacamento enclavado en el pueblo. 
Evangelina sabía que no era un buen hombre, lo había oído 
mentar en las pláticas de sobremesa de sus hermanos y su padre 
y nunca en buenos términos. Además, eran legendarias sus 
correrías por el pueblo, llevándose a las más bonitas a la fuerza y 
realzando su fama con duelos absurdos, con matones a sueldo y 
con injusticias de toda índole. Y no le estaba gustando esa manera 
de mirarla pero no tenía caso decirle nada a sus hermanos. 
Empezó la cabalgata. Evangelina sentía que no cabía en sí de 
gusto. Sus hermanos eran tan guapos y así, vestidos de charro, 
eran los galanes del pueblo. Ella lo notaba divertida. Todas 
las muchachas solteras y en edad de merecer, y algunas que 
no cumplían esos requisitos, estaban ahí viéndolos marchar. 
Gelita canturreaba los sones de la banda. Los conocía 
todos. Muchas veces su padre mandaba pagar varias horas 
de música los días de raya para que todos se alegraran en 
la hacienda. Y como ya se venían los días de esquila, y se 
contrataban muchos hombres ajenos a la hacienda, habrían 
muchas noches de fiesta, aunque ella tuviera que verlos desde 
410 Chapingo, Texcoco, Edo. de México 01, 02 y 03 de octubre de 2015 Nuria I. Arellano Briones
su cuarto. Iban llegando al lienzo de la ganadera. Evangelina 
venía escoltada por sus hermanos, serios ellos, propios como 
siempre, formales. 
Ya quería montar a la Gitana, con ningún otro animal de la 
hacienda se sentía tan bien. Buscaba con los ojos a Don Juan 
pero ya había mucha gente, así que era mejor esperar a que 
él mismo los encontrara en las caballerizas. Los muchachos 
Frausto se le separaron. Iban a cambiar sus caballos por otros 
de refresco, porque para ellos cualquier bestia era igual para 
hacer sus suertes. Evangelina montó a Gitana. Le peinó una 
trenza, como hacía su padre a sus caballos españoles. Le habló 
al oído y la abrazó, igualque cuando practicaban en los lienzos 
de la hacienda de los Frausto. Luego llegaron sus amigas. Las 
ocho amazonas. 
Pasaron las escaramuzas de las ganaderías contrarias. Le tocó 
el turno a la de Evangelina. Ella era la reina. Marchaba en 
medio. Dirigía al grupo atinadamente, marcándoles el paso, 
imponiendo el ritmo. Hacía bailar a los caballos al compás de 
la música, los hacía correr a galope y los paraba en seco. Pero 
Evangelina Frausto aprovechaba sus repliegues a los extremos 
para buscar con la mirada a su padre, aunque sin éxito. 
Cuando Don Juan llegó al lienzo charro con sus invitados, 
su hija ya había participado y sus muchachos estaban en la 
arena haciendo sus suertes. Llegó en el preciso momento en 
que Santos, el mayor, lazaba un becerro precioso, suizo, de 
patas gruesas. Le tocó ver cómo su muchacho lo doblaba y lo 
sometía para luego levantar la mirada y recibir los aplausos 
de la plaza. Y se sintió papá gallo porque sabía que cualquiera 
de sus hijos que hubiera hecho esa suerte, la habría realizado 
igual. Buscó a su niña. La encontró en la caballeriza. Estaba 
de espaldas, abrazando a su Gitana. Entonces se separó del 
grupo que lo acompañaba y corrió a abrazarla. Evangelina se 
sorprendió al sentir los brazos de hombre que la cercaban y 
estuvo a punto de gritar cuando adivinó a su padre por el olor. 
Volteó para abrazarlo y llenarlo de besos y él le correspondió 
con el regalo que había traído para ella. Sí, eran sus aretes. 
Evangelina se quitó las dormilonas que traía y se puso en 
las orejas esas lágrimas de perla con las que había soñado 
desde la Navidad anterior. Y cuando su padre le dijo que no 
había podido llegar a tiempo para verla, ella lo perdonó de 
todo corazón. Don Juan, su hija y sus invitados ocuparon el 
palco de la familia para terminar de ver la charreada. Desde la 
mañana se habían enviado de casa de los Frausto los tapetes 
y los cojines y en el lugar privilegiado que tenían desde 
siempre se aprestaron a observar lo que restaba del programa. 
Al final pasó Don Nico Duarte. Hizo piales a caballo y a 
pie, y el temido paso de la muerte. Cuando todos aplaudían, 
Evangelina vio claramente cómo a su padre se le descomponía 
el semblante. Nicolás Duarte era un buen charro. Lazaba al 
aire y sus nudos eran los mejores y más firmes. Y la yegua que 
montaba, La Colorada, era legendaria, ella sola lo habría hecho 
ganar de todas maneras. La ganadería de los Duarte recibió el 
reconocimiento. Antes de pasar a recibir su premio, Nicolás 
Duarte llamó aparte al presidente de la asociación para 'pedirle' 
un favor. Quiero que me entregue el premio Gelita. ¿Quién, 
Don Nico? Gelita Frausto. Pero… yo no creo que ella… No 
le estoy preguntando qué es lo que usté cree, le estoy pidiendo 
un favor, Don Martín. Está bien, orita mismo lo arreglo. 
Martín Ruiz-Solano nunca había sentido tanta vergüenza. 
Tenía que ir a pedirle a Don Juan permiso para que su Gelita 
entregara el premio, y también tenía que ir a poner su cara 
de baqueta y aguantar duro con los López, porque su hija, 
la reina de la asociación no iba a entregarlo, tal y como 
le correspondía. Primero fue con los López. Les explicó 
rápidamente y aunque la niña lloró y pataleó, los padres 
entendieron que era mejor no meterse en problemas. Luego 
fue con los Frausto. A Don Juan le divirtió la escena y le dijo 
que sí, pero que como dijera su hija. A Evangelina se le hacía 
más difícil explicar su negativa que una aceptación, así que 
accedió. Le repateaba tener que sonreír ante todos y volver 
a estrechar la mano de ese viejo lujurioso que nomás quería 
oportunidades para pegársele. 
Nicolás Duarte estaba ebrio de orgullo. Cuando Evangelina 
se acercó a entregarle su premio, él no se conformó con el 
apretón de manos que ella le ofrecía sino que la atrajo hacia 
sí para que lo besara. En la distancia, desde lo alto de su 
palco de honor, ninguno de los Frausto pudo ver bien lo que 
estaba pasando, así que, aunque los incomodó el gesto, no 
tuvieron una reacción hacia ello. Pero Cayo estaba al mismo 
nivel de la arena. Estaba conversando con unos de los jueces 
en un extremo de las caballerizas y cuando vio el cuadro, 
instintivamente se llevó la mano izquierda hacia la escuadra 
que cargaba al cinto. 
Los vivas de la gente de Nicolás Duarte lo volvieron a la 
realidad. Ni en sueños podría hacer lo que estaba pensando. 
Ya lo habrían matado antes de disparar siquiera una vez 
sobre ese desalmado. Más tarde hablaría con Santos para 
que eso no se volviera a repetir, porque todos sabían, y de 
sobra, cómo se las gastaba el viejo. Evangelina se había 
cambiado su traje blanco por uno más sencillo y se había 
echado encima un rebozo de seda, de esos de San Luis, en 
411La cabalgata
color verde. Se veía muy hermosa. Caminaba de un lado al 
otro, entre los invitados, sorteando las miradas de los amigos 
de sus hermanos y de los invitados de su padre. Quizá fuera 
su última cabalgata. Dudaba mucho de encontrar un marido 
que le permitiera participar con él de los festejos. En el pueblo 
todos eran muy cerrados, con las costumbres arraigadas, y 
eso de escoger a un fuereño a su padre no le iba a gustar. Pero 
bueno, ya tendría tiempo para pensar. 
Era temprano aún. Iban a servir el asado en las mesas que 
habían dispuesto alrededor de la pileta, pero en el otro patio 
estaban haciendo chicharrones y carnitas. Su padre y sus 
amigos del gobierno estaban ahí, tomando mezcal alrededor 
del cazo y arreglando, entre trago y trago, la vida de la región. 
Los muchachos Frausto andaban dando vueltas. Habían 
delegado tareas entre los criados de la hacienda, pero no se 
confiaban. Sabían perfectamente que esos días en los que 
el alcohol corría era más fácil que hubiera violencia. Un 
mariachi amenizaba la fiesta. Alrededor de los jardines varias 
parejas bailaban. Evangelina se dejó llevar por la emoción 
del momento. Corrió a buscar a Cayo y lo encontró en la 
cocina, taqueando. ¿Cómo estuve, Cayo, te gustó? Así, así. 
Leocadio… ¿qué te pasa? No me gustó. ¿No te gustó qué? 
Que ese viejo rabo verde te obligara a besarlo. Le voy a decir 
a Santos. ¡No! ¿Por qué no? Porque para qué quieres que se 
arme. Sí pues, pero alguien tiene que cuidarte. Yo me cuido 
sola… y vengo por ti para ir a bailar. 
Leocadio y Evangelina se tomaron de la mano y salieron al 
patio. Cuando empezaron a bailar todos aplaudieron porque 
Gelita tenía una gracia natural para seguir el ritmo y Cayo 
era un buen acompañante. Los seis muchachos Frausto se 
reunieron en el patio principal para ver a sus hermanos y 
brindar por la suerte de estar reunidos entre amigos. Las 
puertas del casco de la hacienda se quedaron solas. Los 
caballerangos también tenían su fiesta afuera. Adela siempre 
les mandaba cazuelas bien servidas de todo lo que cocinaba 
en la casa grande. Había mandado también una tortillera con 
todo y fogón para que no les faltaran las gordas recién hechas. 
Por su parte, Miguel les había enviado a sus hombres unas 
garrafas de mezcal, de manera que afuera había tanto o más 
ambiente como adentro. 
El mayordomo de la casa grande había pasado revisándolo 
todo, pero en el momento en que los niños Gelita y Cayo 
estaban bailando, le habían ido a avisar que se fuera volado a 
su casa porque su hija estaba a punto de aliviarse, así que sólo 
pasó en volandas a la casa grande a decirle al patrón que la 
Juana iba a parir, para que lo dispensara. Don Juan Frausto ya 
estaba tomado. No era tolerante con el alcohol porque no tenía 
la costumbre, pero ese día estaba muy orgulloso de sus hijos. 
De los ocho. Así que se sentía espléndido y derrochador y a 
todo el mundo le dio permiso de hacer lo que necesitaba. No 
le podía negar a Cruz la dispensa para ir a ver nacer a su nieto. 
Con lo que a él le gustaban los niños. Lástima que ninguno de 
sus gigantes se hubiera casado aún. Así como iban las cosas, 
tal vez Gelita lo hiciera abuelo primero. En fin, que te vaya 
bien Cruz, que nazca bien el muchachito. 
Entonces sonaron balazosy un griterío de locos se desató 
en el primer patio. Don Juan sólo atinó a pedirle a la gente 
del gobernador que se pusiera a salvo en los cuartos del 
segundo patio que siempre estaban abiertos. Y corrió lo más 
rápido que se lo permitieron sus piernas de viejo para ver 
qué estaba pasando. Encontró las mesas volteadas y a sus 
invitados tratando de protegerse del fuego cruzado que se 
estaba dando entre sus muchachos y los provocadores. ¿Qué 
estaba pasando? ¿Quiénes eran? ¿Cómo se atrevían a entrar 
así a su casa? ¿Dónde estaba la niña? ¡Gelita! ¡Hija, dónde 
estás! Evangelina trató de entrar a alguno de los cuartos 
para ponerse a salvo en cuanto escuchó el primer tiro. Jaló a 
Cayo con ella y mientras sus hermanos respondían al fuego 
y organizaban a la gente, ellos se fueron recorriendo uno por 
uno los cuartos del primer patio. Fue inútil, Cruz había dado 
orden desde temprano de que todos se cerraran con llave y 
sólo permanecieran abiertos los sanitarios pero estaban a un 
costado de donde se escupían las balas. 
Evangelina seguía corriendo con la intención de llegar al 
segundo patio y arrastraba consigo a su hermano pero cada 
vez le pesaba más. Se detuvo en seco cuando adivinó la 
razón. Leocadio estaba sangrando de la pierna izquierda. 
Se refugiaron tras una columna. Apenas se dio tiempo de 
enredarle a Cayo su rebozo para evitar que perdiera más sangre 
pero en ese momento él perdió el conocimiento. A Evangelina 
la cegó la rabia. No se dio cuenta que su padre pasaba frente a 
ellos gritando su nombre, buscándola como loco, corriendo 
sin pensar directamente al fuego. No miró cuando Maclovio 
se lanzó sobre él para evitar que siguiera corriendo hacia los 
matones, salvándole la vida. Ella sólo pensaba en que alguien 
tenía que pagar si Cayo moría. Entonces le sacó el arma del 
cinto. Le revisó los tiros para comprobar que estuvieran 
completos y cortó cartucho. 
Caminó entre las mesas tiradas y nadie fue capaz de detenerla 
porque nadie la vio. Se ubicó entre las figuras de sus 
hermanos pero unos pasos más atrás, de manera que ninguno 
412 Chapingo, Texcoco, Edo. de México 01, 02 y 03 de octubre de 2015 Nuria I. Arellano Briones
de ellos reparó en su presencia. Apuntó. Directamente y sin 
que le temblara la mano hacia el autor de esa villanía. Ya lo 
había visto. Reconocible a simple vista para ella. Era Nicolás 
Duarte enredado en un gabán gateado. Resguardándose de 
los Frausto detrás de sus matones a sueldo. Lo ubicó. Él no 
la había visto aún, pero ella sabía que en ese instante, más de 
uno ya la estaba apuntando también. Pero no la iban a matar 
porque la querían viva. Venían por ella. 
Nicolás Duarte había estado emborrachándose en la cantina 
del pueblo después de la charreada. Había estado brindando 
en la copa que Evangelina le había entregado como premio. A 
todo el que pasó por su mesa aquella tarde de llanto le contó 
que estaba tomando para juntar los arrestos que le faltaban 
para ir por una mujer como no había otra en todo el mundo. 
Después había ido a su rancho. Espantó a sus invitados 
echándoles el caballo encima y los corrió a cuerazos porque 
quería estar solo. A ver, Concha, que me traigan tequila. 
Todos sus lugartenientes se sentaron con él a acompañarlo 
y fue entonces cuando les ordenó ir a preparar sus armas, 
porque esa misma noche estaría durmiendo con Evangelina 
Frausto. Así que, Concha, te me vas corriendito a casa de 
tu padre. A ver, Chilo, que se lleven a mi vieja a casa de mi 
señor suegro. 
Preparó a La Colorada. Una reina para una reina. ¿Verdad, 
mi alma? Y aprestó a sus hombres. Vámonos a buscar a la 
niña Gelita. Don Juan la vio apuntar hacia alguien a quien no 
veía. Maclovio lo tenía sujeto con su propio cuerpo pero él 
alcanzó a zafarse mientras le gritaba a su hija por el nombre. 
Evangelina titubeó. Volteó a ver a su padre que se levantaba 
y corría hacia ella y sintió como si fuera el blanco, la bala que 
se le metía a Don Juan en el costado. Los muchachos Frausto 
se replegaron para levantar a su padre, al fin que habían 
llegado ya sus caballerangos armados. Pero no repararon en 
su hermana. Estaba todavía de pie, con el arma en las manos. 
Nicolás Duarte había visto por primera y única vez la cara de 
la muerte. La vio pintada en el rostro de Evangelina cuando 
la descubrió entre sus hermanos y su padre y supo con una 
certeza de cazador, que si no la mataba, ella lo mataría a él. 
Cuando Evangelina volvió a apuntarle, él ya la tenía en 
la mira y antes de que dejara salir el tiro, él le traspasó el 
estómago por la mitad exacta. Evangelina cayó. Nicolás 
Duarte aprovechó la confusión de los Frausto que aún no 
descubrían a su hermana tirada para acercarse a su presa. 
Evangelina no estaba muerta y aún tenía el arma de Cayo en 
su mano derecha. Se acercaba La Colorada. Maldito animal. 
Un tiro a La Colorada. Otro. Otro más. Nicolás ya estaba en 
el piso, tirado, sin entender nada. Evangelina se retorció en 
su sangre un poco nada más y le disparó a matar. Le reventó 
la cabeza de un plomazo certero y despiadado. 
Al día siguiente los deudos se encontraron frente al 
cementerio. Cada familia había velado a su gente. Todos 
los matones de Nicolás Duarte y él mismo, muertos. De los 
Frausto sólo la niña Evangelina. 
Cada familia cargaba a sus muertos. El señor cura esperaba 
en medio, en parte para dirigir el entierro, y en parte para 
evitar más sangre, y los amigos compartidos esperaban 
a lo lejos la definición. Los Duarte se hicieron a un lado 
para que pasaran los Frausto. Pasó Evangelina. Pasaron los 
ocho hombres de su familia levantando una caja que apenas 
pesaba. Cavaron los ocho. Los ocho la depositaron en su 
espacio para siempre. Los ocho la lloraron sin llorar porque 
no sabían, porque no podían. 
Salieron los Frausto. Don Juan se veía más viejo, más triste 
y más solo que nunca. Pasaron los Duarte. Sólo Conchita 
lloraba. Sus ojos tras el velo negro no recriminaban. Cuando 
pasó al lado de los muchachos Frausto, esperó a emparejarse 
con Santos, el pilar de esa familia y le detuvo por el brazo. 
Él paró su paso sorprendido sin atinar a comprender quién 
de la otra familia lo detenía, ni para qué. 
-Gracias- le dijo Conchita Mendizábal, y lo miró con los 
ojos más dulces con los que mujer alguna lo había mirado 
antes. Y lo soltó para seguir caminando al entierro del que 
había sido su esposo hasta el día anterior. 
El cielo se nubló anunciando la primera lluvia que pondría 
fin a esos días de secas.

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