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Revista Mexicana de Ciencias Agrícolas ISSN: 2007-0934 revista_atm@yahoo.com.mx Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias México Arellano Briones, Nuria I. La cabalgata Revista Mexicana de Ciencias Agrícolas, vol. 2, octubre, 2015, pp. 407-412 Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias Estado de México, México Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=263141553055 Cómo citar el artículo Número completo Más información del artículo Página de la revista en redalyc.org Sistema de Información Científica Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto http://www.redalyc.org/revista.oa?id=2631 http://www.redalyc.org/revista.oa?id=2631 http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=263141553055 http://www.redalyc.org/comocitar.oa?id=263141553055 http://www.redalyc.org/fasciculo.oa?id=2631&numero=41553 http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=263141553055 http://www.redalyc.org/revista.oa?id=2631 http://www.redalyc.org Chapingo, Texcoco, Edo. de México 01, 02 y 03 de octubre de 2015 p. 407-412 La cabalgata Nuria I. Arellano Briones Universidad Autónoma Chapingo (nuris_are@yahoo.com). -Yo le voy a bajar esos humos de yegua fina. Ya lo verás, Isidro, le voy a quitar a golpes esos desplantes de potranca sin desbravar-. Isidro sabía que su patrón no estaba jugando y que si ya le había echado el ojo a la niña Evangelina, ni el mismo demonio lo iba a desanimar. La estaban mirando mientras partía plaza, directo de la casa de los Frausto en contra esquina de la presidencia municipal, y con destino a la misa de siete. Nicolás Duarte la estaba, más que mirando, descubriendo. Viéndola como si nunca antes la hubiera hecho en el mundo. -Mira esas ancas, Chilo, ¿a poco has visto unas igual? -No, pos no. La mera verdá no, Don Nico. -Camina así porque sabe que la estamos viendo, la muy taimada…. ¿Para cuánto te gusta, Chilo? ¿Para dos meses? -Ay patrón, ella no es como las otras. ¿A poco cree que a Don Juan le va a gustar que usté la ronde? -Y a poco crees que yo le voy a pedir permiso. -No, pos no. Nicolás Duarte no pedía permiso para nada. Tomaba de la vida todo lo que le gustaba, a la buena o a la mala. Siempre había sido así. Atrabancado, terco, cerrero. Y mientras más difícil fuera todo, mejor. Le gustaba el reto, sentir que se estaba jugando todo en un momento, sentir que estaba a punto de perderlo. Lo había perdido todo varias veces en una mesa de juego y todo cuanto tenía lo había ganado de igual manera. Incluso su mujer. Se había ganado a Conchita Mendizábal en una apuesta. Se la había ganado al que ahora era su suegro en una racha fatídica que duró de las 12 del mediodía de un miércoles, hasta la mañana de un viernes, justo a tiempo para levantarse de la mesa de juego e ir a comprar el ajuar de novios para casarse el domingo. Y así era todo en su vida. El rancho, sus casas en el pueblo, sus amantes, sus amigos. Y esa mañana que tomaba café en la lonchería de la plaza, mientras esperaba a Conchita que había entrado a misa, ya pensaba la manera de hacerse de Evangelina, porque le cuadraba. Era día de cabalgata y charreada. Día de fiesta. Cada año, todo el pueblo se daba cita en el Cerro Gordo para iniciar el desfile y culminarlo en el lienzo charro de la Ganadera. Después, los principales daban fiestas privadas en sus ranchos. Pero también estaba el lado religioso. La misa temprano, la exposición del Santísimo, los rezos de las damas de la Vela Perpetua, el Santo Rosario. Nicolás Duarte estaba preparado. Tenía días arreglando la fiesta de la tarde. Sus mejores caballos estaban listos para la cabalgata y la escaramuza que él patrocinaba, se decía, ganaría ese año. Él mismo participaría haciendo suertes porque quería los premios para su ganadería. Era su manera de legitimar su presencia de miedo en ese pueblo. Evangelina Frausto también tomaría parte de las fiestas de ese día. Pertenecía a una escaramuza formada por todas las 'niñas decentes' del pueblo, aquellas que vivían en las casas de las cuatro cuadras que rodeaban la plaza. A esas horas, mientras entraba a la parroquia, Adela, su nana, ya estaba planchando el vestido blanco que usaría su niña en la tarde, igualito al de sus amigas, mandado a hacer con la mejor modista de la capital del estado, por la buena voluntad de Don Juan Frausto. Mientras iba cruzando la placita, Gelita sintió la mirada turbia de Nicolás Duarte. Así como él la había visto, ella también alcanzó a mirarlo antes de perderse en la protección providencial del kiosco central. Había sentido cómo le quemaba en el cuerpo la mirada de ese hombre. Si su padre fuera con ella, o alguno de sus hermanos, ni ese viejo ni 408 Chapingo, Texcoco, Edo. de México 01, 02 y 03 de octubre de 2015 Nuria I. Arellano Briones ningún otro se atrevería a mirarla con esos ojos. Pero ella quería ir sola a la iglesia, y ahora se aguantaba. Es que apenas un mes antes había cumplido dieciocho y se sentía con ganas de andar sola por la plaza, por el kiosco, por la mercería, por la nevería… Nomás era un ratito antes de entrar a la misa y un ratito al salir y listo. Ojalá ese viejo no estuviera cuando saliera. Evangelina era la menor y la única mujer de su casa. Tenía siete hermanos mayores, cabales y bravos cual ninguno. El padre no había vuelto a casarse, aunque tenía los mismos años que su hija de viudo. Evangelina era la reina de la casa y de la hacienda, la única mujer que tenía plenos poderes sobre todos los varones y todos los enseres, a muchas hectáreas a la redonda y a ella le gustaba. Pero más allá de la autoridad, su vida era cuestión de afectos. Adoraba a su padre. Sentía por él una admiración más fuerte que la natural de la sangre, porque le parecía terriblemente noble y justo, y entendía que no había, ni en la región ni en ningún otro lado, muchos patrones tan humanos como su padre. Con sus hermanos le pasaba lo mismo. Admiraba en el mayor, Santos, su responsabilidad para suplir a su padre cuando no se hallaba en el pueblo; de Miguel, el administrador, su honestidad; de Pablo, su colmillo para la siembra; de Maclovio, su buen ojo para las reses; y así algo de cada uno, pero quería a Cayo, el menor, porque además de su hermano era su amigo y habían jugado juntos de niños, compartiendo la orfandad de la edad en la que más necesitaban la figura de su madre. Evangelina se sentía un hombre más en esa familia de varones. Le gustaba vestirse con pantalones y meterse a la siembra. Le encantaban las vacas y disfrutaba asistir a los nacimientos de los becerros como cualquiera de sus hermanos. Le pasaba lo mismo con los puercos, tenía una habilidad natural para castrar y la mano no le temblaba nunca cuando tomaba una navaja. Sabía tirar tan bien como cualquiera de los muchachos Frausto y era capaz de hacerlo a galope. Era escaramuza porque Don Juan se había empeñado en que lo fuera, pero cuando su padre no la miraba, Evangelina cruzaba la pierna al otro lado de su yegua y montaba como hombre, y hacía piales y suertes con la reata, con tanta maestría como los mejores charros de la hacienda. Definitivamente se sentía un hombre más. Entendía mejor que nadie las pláticas de sus hermanos, cuando hablaban de cuentas, de cultivos, de razas para mejorar el hato, de compras, de ventas. Le gustaba la vida del rancho. Se sentía sofocada los días que su padre decía que ya estaba bueno y que era hora de que se fuera para la casa del pueblo para continuar con sus clases particulares. Odiaba a la señorita que le daba clases y por dos razones: la aburría soberanamente con sus sermones de que había cosas que una muchacha decente no podía hacer, y le revolvía el estómago que hubiera otra mujer con rango en la casa, con sus hermanos paseándose a cualquier hora bajo cualquier pretexto y con su padreentrando y saliendo. Pero aquel día no importaba nada, fuera de la mirada sucia de ese hombre a quien su padre no soportaba, el día era maravilloso. Así lo sintió cuando entró a la iglesia. Lo corroboró cuando escuchó el sermón del señor cura, dedicado especialmente a hacer conciencia de que no se cometieran excesos durante las fiestas. Pero se sintió satisfecha cuando comulgó, y en un estado de gracia que supuso duraría todo el día. Era un día perfecto. Por primera vez sus hermanos la dejarían marchar con ellos durante el desfile, portando la banderita del rancho, con los fierros de nacimiento y de venta bordados en la tela brillosa. Su padre los esperaría en el lienzo charro y después de competir, irían a celebrar a la casa del rancho porque habían venido invitados de la familia desde la capital, entre ellos el Gobernador. Cuando salió de la misa de siete ahí estaba Don Nicolás, recargado en la reja de la entrada al atrio, mesándose el bigote con la izquierda y sosteniendo su texana con la derecha. Parado como si esperara. Evangelina se detuvo en seco, se dio cuenta que él la estaba mirando con esos ojos torvos y que lo hacía descaradamente. Volteó para un lado y otro, esperando que aparecieran sus hermanos de la nada, como un acto de magia, como siempre lo hacían. Pero nada. Ella no quería saludarlo, y mucho menos de mano. Pero ahí venía doña Conchita Duarte. Cómo estás niña. Bien, gracias. Y tu papá, y tus hermanos. También bien, gracias a Dios. Y Adelita... dile que a ver cuándo se da una vueltecita al rancho para que me tome las medidas de un mantel que quiero. Sí, yo le digo. Mira ahí está mi marido, ven a saludarlo, le va a dar mucho gusto. Bueno. -Buenas, Gelita, ¿cómo estás? Mira qué grande te has puesto muchacha. -Bien, gracias. -Gracias a Dios- terció Conchita. -Lista para ganarle a mis rancheritas… -Pues nomás para intentarlo, Don Nicolás. -Ta bien. Vámonos Concha. Saludos a tu papá y a tus hermanos. Y dile a Santos que tengo yeguas nuevas, por si quiere una. Que al cabo sé que le gustan las mismas que a mí. -Yo les digo. Hasta luego Conchita. Espero verla en la charreada. 409La cabalgata Evangelina caminó hacia el otro extremo de la plaza. Todavía alcanzó a voltear dos veces antes de que Nicolás y su mujer se subieran a su camioneta para perderse entre la polvareda normal que esos días de secas se levantaba, cambiándole el olor a las mañanas frías. Era temprano todavía. Sabía perfectamente que en su casa, sus hermanos ya habrían llegado del rancho con todo y sus caballos y su yegua. De seguro Adela estaría organizando el almuerzo: huevos, frijoles, tortillas de a mano, mucho chile y mucho café con leche. Ojalá estuviera ya su padre. Había dicho que llegaba temprano de la capital y que le iba a traer un regalo. Ella quería que fueran unos aretes, pero si era otra cosa no importaba. Ella lo que más quería era ver a su papito. Cuando llegó al portón de la casa de su familia, uno de los caballerangos se aprestó a abrirle. Ella le agradeció con una sonrisa natural, de esas que sólo le salían en su hogar. Corrió por el pasillo verde que llevaba desde la entrada hasta la cocina y sus pisadas urgidas se confundieron entre sí, acompañadas por el eco en desuso en esa casa por lo común llena. Cuando entró en la cocina, sus hermanos ya estaban sentados. Siete hombrazos de espaldas anchas. Siete varones tan parecidos entre sí que costaba trabajo reconocerlos en la calle. Los siete suspendieron sus quijadas y sus tortillas en el aire, entre los frijoles y sus bocas cuando apareció Evangelina a contraluz en el marco de la puerta. La vieron como habrían de recordarla siempre, rodeada de sol con su cabello rubio al viento. De dónde vienes. De misa. Con quién fuiste. Sola. Quién te dio permiso. Papá. ¿Papá? Pero cómo. Ajá. Santos, ¿papá te dijo algo? No, a ver… Cayo, tú sabías. Te juro que no. Quizá Manuel. No, yo no supe nada. ¡Adela! -Ya, dejen de hacer tanto grito. Bien mucho hace esta niña para que ahora me griten ustedes. -Pero, Adela… Evangelina no debe salir sola. -Santos… Santos. Pero si ya tengo dieciocho. Julia Esparza es más chica que yo y ya va a tener un hijo. -Por eso. Porque ya tiene quien la cuide. Pero tú eres hija de familia. Ya lo discutiremos con papá. Ahora siéntate a desayunar. Adela, sírvele. Gelita ocupó su lugar en la mesa. No le gustaban los nopales con huevo pero se los comió a la fuerza. Era temprano. A la hora de la cabalgata ya se le habría bajado el almuerzo y a las 5 de la tarde, cuando le tocara montar a la Gitana, se sentiría ligerita ligerita. Y luego la cena en la hacienda. -Adelita… -Qué quieres niña. -¿Qué vas a ordenar de cena? -Asado de bodas. -Y frijoles y arroz y tortillas… ¿Y de dulce? -Natillas. Evangelina Frausto aún era una niña. Se le notaba en el arrebol del rostro cuando hablaba de las cosas simples que la emocionaban. Algunas de sus amigas ya estaban casadas, y cuando alguien la presionaba por considerarla 'quedándose', por sus recién dieciocho y sin pretendiente, ella lo callaba simple: yo espero máquina, no cabús. Pero sí quería tener a alguien. Soñaba con el hogar que no tuvo porque le faltó su madre. Quería su propia familia, tener su casa, sus hijos, una vida feliz desde el noviazgo, pero le daba miedo no encontrar quién la comprendiera así como ella era. Faltaban pocos minutos para las dos de la tarde. Evangelina estaba feliz. Ya ocupaba su lugar en la comparsa de sus hermanos, con el banderín del rancho de su padre en la mano derecha, sonriéndole a todo el mundo desde su caballo. No había visto a Don Juan todavía. Ninguno de los muchachos Frausto había tenido oportunidad. Todos lo hacían ya en la hacienda pero sabían que si no alcanzaba a llegar a la cabalgata, se reunirían con él en la charreada. Evangelina había conseguido olvidar su disgusto de la mañana, pero cuando acordó, ahí estaba Don Nicolás Duarte, desnudándola con la mirada, disfrazado de gente decente encabezando la cabalgata junto con el presidente municipal y la autoridad militar del destacamento enclavado en el pueblo. Evangelina sabía que no era un buen hombre, lo había oído mentar en las pláticas de sobremesa de sus hermanos y su padre y nunca en buenos términos. Además, eran legendarias sus correrías por el pueblo, llevándose a las más bonitas a la fuerza y realzando su fama con duelos absurdos, con matones a sueldo y con injusticias de toda índole. Y no le estaba gustando esa manera de mirarla pero no tenía caso decirle nada a sus hermanos. Empezó la cabalgata. Evangelina sentía que no cabía en sí de gusto. Sus hermanos eran tan guapos y así, vestidos de charro, eran los galanes del pueblo. Ella lo notaba divertida. Todas las muchachas solteras y en edad de merecer, y algunas que no cumplían esos requisitos, estaban ahí viéndolos marchar. Gelita canturreaba los sones de la banda. Los conocía todos. Muchas veces su padre mandaba pagar varias horas de música los días de raya para que todos se alegraran en la hacienda. Y como ya se venían los días de esquila, y se contrataban muchos hombres ajenos a la hacienda, habrían muchas noches de fiesta, aunque ella tuviera que verlos desde 410 Chapingo, Texcoco, Edo. de México 01, 02 y 03 de octubre de 2015 Nuria I. Arellano Briones su cuarto. Iban llegando al lienzo de la ganadera. Evangelina venía escoltada por sus hermanos, serios ellos, propios como siempre, formales. Ya quería montar a la Gitana, con ningún otro animal de la hacienda se sentía tan bien. Buscaba con los ojos a Don Juan pero ya había mucha gente, así que era mejor esperar a que él mismo los encontrara en las caballerizas. Los muchachos Frausto se le separaron. Iban a cambiar sus caballos por otros de refresco, porque para ellos cualquier bestia era igual para hacer sus suertes. Evangelina montó a Gitana. Le peinó una trenza, como hacía su padre a sus caballos españoles. Le habló al oído y la abrazó, igualque cuando practicaban en los lienzos de la hacienda de los Frausto. Luego llegaron sus amigas. Las ocho amazonas. Pasaron las escaramuzas de las ganaderías contrarias. Le tocó el turno a la de Evangelina. Ella era la reina. Marchaba en medio. Dirigía al grupo atinadamente, marcándoles el paso, imponiendo el ritmo. Hacía bailar a los caballos al compás de la música, los hacía correr a galope y los paraba en seco. Pero Evangelina Frausto aprovechaba sus repliegues a los extremos para buscar con la mirada a su padre, aunque sin éxito. Cuando Don Juan llegó al lienzo charro con sus invitados, su hija ya había participado y sus muchachos estaban en la arena haciendo sus suertes. Llegó en el preciso momento en que Santos, el mayor, lazaba un becerro precioso, suizo, de patas gruesas. Le tocó ver cómo su muchacho lo doblaba y lo sometía para luego levantar la mirada y recibir los aplausos de la plaza. Y se sintió papá gallo porque sabía que cualquiera de sus hijos que hubiera hecho esa suerte, la habría realizado igual. Buscó a su niña. La encontró en la caballeriza. Estaba de espaldas, abrazando a su Gitana. Entonces se separó del grupo que lo acompañaba y corrió a abrazarla. Evangelina se sorprendió al sentir los brazos de hombre que la cercaban y estuvo a punto de gritar cuando adivinó a su padre por el olor. Volteó para abrazarlo y llenarlo de besos y él le correspondió con el regalo que había traído para ella. Sí, eran sus aretes. Evangelina se quitó las dormilonas que traía y se puso en las orejas esas lágrimas de perla con las que había soñado desde la Navidad anterior. Y cuando su padre le dijo que no había podido llegar a tiempo para verla, ella lo perdonó de todo corazón. Don Juan, su hija y sus invitados ocuparon el palco de la familia para terminar de ver la charreada. Desde la mañana se habían enviado de casa de los Frausto los tapetes y los cojines y en el lugar privilegiado que tenían desde siempre se aprestaron a observar lo que restaba del programa. Al final pasó Don Nico Duarte. Hizo piales a caballo y a pie, y el temido paso de la muerte. Cuando todos aplaudían, Evangelina vio claramente cómo a su padre se le descomponía el semblante. Nicolás Duarte era un buen charro. Lazaba al aire y sus nudos eran los mejores y más firmes. Y la yegua que montaba, La Colorada, era legendaria, ella sola lo habría hecho ganar de todas maneras. La ganadería de los Duarte recibió el reconocimiento. Antes de pasar a recibir su premio, Nicolás Duarte llamó aparte al presidente de la asociación para 'pedirle' un favor. Quiero que me entregue el premio Gelita. ¿Quién, Don Nico? Gelita Frausto. Pero… yo no creo que ella… No le estoy preguntando qué es lo que usté cree, le estoy pidiendo un favor, Don Martín. Está bien, orita mismo lo arreglo. Martín Ruiz-Solano nunca había sentido tanta vergüenza. Tenía que ir a pedirle a Don Juan permiso para que su Gelita entregara el premio, y también tenía que ir a poner su cara de baqueta y aguantar duro con los López, porque su hija, la reina de la asociación no iba a entregarlo, tal y como le correspondía. Primero fue con los López. Les explicó rápidamente y aunque la niña lloró y pataleó, los padres entendieron que era mejor no meterse en problemas. Luego fue con los Frausto. A Don Juan le divirtió la escena y le dijo que sí, pero que como dijera su hija. A Evangelina se le hacía más difícil explicar su negativa que una aceptación, así que accedió. Le repateaba tener que sonreír ante todos y volver a estrechar la mano de ese viejo lujurioso que nomás quería oportunidades para pegársele. Nicolás Duarte estaba ebrio de orgullo. Cuando Evangelina se acercó a entregarle su premio, él no se conformó con el apretón de manos que ella le ofrecía sino que la atrajo hacia sí para que lo besara. En la distancia, desde lo alto de su palco de honor, ninguno de los Frausto pudo ver bien lo que estaba pasando, así que, aunque los incomodó el gesto, no tuvieron una reacción hacia ello. Pero Cayo estaba al mismo nivel de la arena. Estaba conversando con unos de los jueces en un extremo de las caballerizas y cuando vio el cuadro, instintivamente se llevó la mano izquierda hacia la escuadra que cargaba al cinto. Los vivas de la gente de Nicolás Duarte lo volvieron a la realidad. Ni en sueños podría hacer lo que estaba pensando. Ya lo habrían matado antes de disparar siquiera una vez sobre ese desalmado. Más tarde hablaría con Santos para que eso no se volviera a repetir, porque todos sabían, y de sobra, cómo se las gastaba el viejo. Evangelina se había cambiado su traje blanco por uno más sencillo y se había echado encima un rebozo de seda, de esos de San Luis, en 411La cabalgata color verde. Se veía muy hermosa. Caminaba de un lado al otro, entre los invitados, sorteando las miradas de los amigos de sus hermanos y de los invitados de su padre. Quizá fuera su última cabalgata. Dudaba mucho de encontrar un marido que le permitiera participar con él de los festejos. En el pueblo todos eran muy cerrados, con las costumbres arraigadas, y eso de escoger a un fuereño a su padre no le iba a gustar. Pero bueno, ya tendría tiempo para pensar. Era temprano aún. Iban a servir el asado en las mesas que habían dispuesto alrededor de la pileta, pero en el otro patio estaban haciendo chicharrones y carnitas. Su padre y sus amigos del gobierno estaban ahí, tomando mezcal alrededor del cazo y arreglando, entre trago y trago, la vida de la región. Los muchachos Frausto andaban dando vueltas. Habían delegado tareas entre los criados de la hacienda, pero no se confiaban. Sabían perfectamente que esos días en los que el alcohol corría era más fácil que hubiera violencia. Un mariachi amenizaba la fiesta. Alrededor de los jardines varias parejas bailaban. Evangelina se dejó llevar por la emoción del momento. Corrió a buscar a Cayo y lo encontró en la cocina, taqueando. ¿Cómo estuve, Cayo, te gustó? Así, así. Leocadio… ¿qué te pasa? No me gustó. ¿No te gustó qué? Que ese viejo rabo verde te obligara a besarlo. Le voy a decir a Santos. ¡No! ¿Por qué no? Porque para qué quieres que se arme. Sí pues, pero alguien tiene que cuidarte. Yo me cuido sola… y vengo por ti para ir a bailar. Leocadio y Evangelina se tomaron de la mano y salieron al patio. Cuando empezaron a bailar todos aplaudieron porque Gelita tenía una gracia natural para seguir el ritmo y Cayo era un buen acompañante. Los seis muchachos Frausto se reunieron en el patio principal para ver a sus hermanos y brindar por la suerte de estar reunidos entre amigos. Las puertas del casco de la hacienda se quedaron solas. Los caballerangos también tenían su fiesta afuera. Adela siempre les mandaba cazuelas bien servidas de todo lo que cocinaba en la casa grande. Había mandado también una tortillera con todo y fogón para que no les faltaran las gordas recién hechas. Por su parte, Miguel les había enviado a sus hombres unas garrafas de mezcal, de manera que afuera había tanto o más ambiente como adentro. El mayordomo de la casa grande había pasado revisándolo todo, pero en el momento en que los niños Gelita y Cayo estaban bailando, le habían ido a avisar que se fuera volado a su casa porque su hija estaba a punto de aliviarse, así que sólo pasó en volandas a la casa grande a decirle al patrón que la Juana iba a parir, para que lo dispensara. Don Juan Frausto ya estaba tomado. No era tolerante con el alcohol porque no tenía la costumbre, pero ese día estaba muy orgulloso de sus hijos. De los ocho. Así que se sentía espléndido y derrochador y a todo el mundo le dio permiso de hacer lo que necesitaba. No le podía negar a Cruz la dispensa para ir a ver nacer a su nieto. Con lo que a él le gustaban los niños. Lástima que ninguno de sus gigantes se hubiera casado aún. Así como iban las cosas, tal vez Gelita lo hiciera abuelo primero. En fin, que te vaya bien Cruz, que nazca bien el muchachito. Entonces sonaron balazosy un griterío de locos se desató en el primer patio. Don Juan sólo atinó a pedirle a la gente del gobernador que se pusiera a salvo en los cuartos del segundo patio que siempre estaban abiertos. Y corrió lo más rápido que se lo permitieron sus piernas de viejo para ver qué estaba pasando. Encontró las mesas volteadas y a sus invitados tratando de protegerse del fuego cruzado que se estaba dando entre sus muchachos y los provocadores. ¿Qué estaba pasando? ¿Quiénes eran? ¿Cómo se atrevían a entrar así a su casa? ¿Dónde estaba la niña? ¡Gelita! ¡Hija, dónde estás! Evangelina trató de entrar a alguno de los cuartos para ponerse a salvo en cuanto escuchó el primer tiro. Jaló a Cayo con ella y mientras sus hermanos respondían al fuego y organizaban a la gente, ellos se fueron recorriendo uno por uno los cuartos del primer patio. Fue inútil, Cruz había dado orden desde temprano de que todos se cerraran con llave y sólo permanecieran abiertos los sanitarios pero estaban a un costado de donde se escupían las balas. Evangelina seguía corriendo con la intención de llegar al segundo patio y arrastraba consigo a su hermano pero cada vez le pesaba más. Se detuvo en seco cuando adivinó la razón. Leocadio estaba sangrando de la pierna izquierda. Se refugiaron tras una columna. Apenas se dio tiempo de enredarle a Cayo su rebozo para evitar que perdiera más sangre pero en ese momento él perdió el conocimiento. A Evangelina la cegó la rabia. No se dio cuenta que su padre pasaba frente a ellos gritando su nombre, buscándola como loco, corriendo sin pensar directamente al fuego. No miró cuando Maclovio se lanzó sobre él para evitar que siguiera corriendo hacia los matones, salvándole la vida. Ella sólo pensaba en que alguien tenía que pagar si Cayo moría. Entonces le sacó el arma del cinto. Le revisó los tiros para comprobar que estuvieran completos y cortó cartucho. Caminó entre las mesas tiradas y nadie fue capaz de detenerla porque nadie la vio. Se ubicó entre las figuras de sus hermanos pero unos pasos más atrás, de manera que ninguno 412 Chapingo, Texcoco, Edo. de México 01, 02 y 03 de octubre de 2015 Nuria I. Arellano Briones de ellos reparó en su presencia. Apuntó. Directamente y sin que le temblara la mano hacia el autor de esa villanía. Ya lo había visto. Reconocible a simple vista para ella. Era Nicolás Duarte enredado en un gabán gateado. Resguardándose de los Frausto detrás de sus matones a sueldo. Lo ubicó. Él no la había visto aún, pero ella sabía que en ese instante, más de uno ya la estaba apuntando también. Pero no la iban a matar porque la querían viva. Venían por ella. Nicolás Duarte había estado emborrachándose en la cantina del pueblo después de la charreada. Había estado brindando en la copa que Evangelina le había entregado como premio. A todo el que pasó por su mesa aquella tarde de llanto le contó que estaba tomando para juntar los arrestos que le faltaban para ir por una mujer como no había otra en todo el mundo. Después había ido a su rancho. Espantó a sus invitados echándoles el caballo encima y los corrió a cuerazos porque quería estar solo. A ver, Concha, que me traigan tequila. Todos sus lugartenientes se sentaron con él a acompañarlo y fue entonces cuando les ordenó ir a preparar sus armas, porque esa misma noche estaría durmiendo con Evangelina Frausto. Así que, Concha, te me vas corriendito a casa de tu padre. A ver, Chilo, que se lleven a mi vieja a casa de mi señor suegro. Preparó a La Colorada. Una reina para una reina. ¿Verdad, mi alma? Y aprestó a sus hombres. Vámonos a buscar a la niña Gelita. Don Juan la vio apuntar hacia alguien a quien no veía. Maclovio lo tenía sujeto con su propio cuerpo pero él alcanzó a zafarse mientras le gritaba a su hija por el nombre. Evangelina titubeó. Volteó a ver a su padre que se levantaba y corría hacia ella y sintió como si fuera el blanco, la bala que se le metía a Don Juan en el costado. Los muchachos Frausto se replegaron para levantar a su padre, al fin que habían llegado ya sus caballerangos armados. Pero no repararon en su hermana. Estaba todavía de pie, con el arma en las manos. Nicolás Duarte había visto por primera y única vez la cara de la muerte. La vio pintada en el rostro de Evangelina cuando la descubrió entre sus hermanos y su padre y supo con una certeza de cazador, que si no la mataba, ella lo mataría a él. Cuando Evangelina volvió a apuntarle, él ya la tenía en la mira y antes de que dejara salir el tiro, él le traspasó el estómago por la mitad exacta. Evangelina cayó. Nicolás Duarte aprovechó la confusión de los Frausto que aún no descubrían a su hermana tirada para acercarse a su presa. Evangelina no estaba muerta y aún tenía el arma de Cayo en su mano derecha. Se acercaba La Colorada. Maldito animal. Un tiro a La Colorada. Otro. Otro más. Nicolás ya estaba en el piso, tirado, sin entender nada. Evangelina se retorció en su sangre un poco nada más y le disparó a matar. Le reventó la cabeza de un plomazo certero y despiadado. Al día siguiente los deudos se encontraron frente al cementerio. Cada familia había velado a su gente. Todos los matones de Nicolás Duarte y él mismo, muertos. De los Frausto sólo la niña Evangelina. Cada familia cargaba a sus muertos. El señor cura esperaba en medio, en parte para dirigir el entierro, y en parte para evitar más sangre, y los amigos compartidos esperaban a lo lejos la definición. Los Duarte se hicieron a un lado para que pasaran los Frausto. Pasó Evangelina. Pasaron los ocho hombres de su familia levantando una caja que apenas pesaba. Cavaron los ocho. Los ocho la depositaron en su espacio para siempre. Los ocho la lloraron sin llorar porque no sabían, porque no podían. Salieron los Frausto. Don Juan se veía más viejo, más triste y más solo que nunca. Pasaron los Duarte. Sólo Conchita lloraba. Sus ojos tras el velo negro no recriminaban. Cuando pasó al lado de los muchachos Frausto, esperó a emparejarse con Santos, el pilar de esa familia y le detuvo por el brazo. Él paró su paso sorprendido sin atinar a comprender quién de la otra familia lo detenía, ni para qué. -Gracias- le dijo Conchita Mendizábal, y lo miró con los ojos más dulces con los que mujer alguna lo había mirado antes. Y lo soltó para seguir caminando al entierro del que había sido su esposo hasta el día anterior. El cielo se nubló anunciando la primera lluvia que pondría fin a esos días de secas.
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