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Ordinario y extraordinario 
 Publicado en: Arte ¿? Diseño. Barcelona, Editorial Gustavo Gili, ( 2003 ). (ISBN 84-252-1543-9) 
 
El diseño, ¿es arte? La pregunta quiere una posición al respecto; presupone un sí o un no. 
La cuestión produce un sesgo. En su formulación reúne como separables dos esferas de 
actividad en mucho similares. ¿Es qué serán opuestos complementarios, es decir: 
manifestaciones de un mismo hecho, excluyentes sólo en apariencia? La pregunta induce 
la disyunción. 
La pregunta es admisible porque un sistema compartido de creencias e 
instituciones —el nuestro— permite formularla. Es pertinente, puesto que es posible 
dentro del paradigma en uso (nociones, teorías, modelos y verosímiles construidos para 
explicar y establecer vinculaciones entre los hechos, a efecto de sostener la congruencia 
de una cosmovisión hegemónica, y a expensas de inhibir interpretaciones distintas). 
En otra época, o para otras comunidades, confrontar arte y diseño, con sus 
procesos comunes y productos variados, sería simplemente impensable. 
 
 
 
El transmisor que Javier carga en su automóvil, además de las obvias características 
funcionales, le parece a él muy “bonito”. Lo usa, como otros taxistas, para prestar un 
servicio adicional: “Por el radio me hablan, profe, cuando se necesita que vayamos a 
recoger gente hasta su casa”. El “profe” —una forma gentil de nombrar al maestro— soy 
yo. Cuando me pide una opinión respecto del artefacto le digo: “Sí, es práctico; pero se 
ve un poco maltratado” —que es una manera gentil de decirle que me parece, además de 
descuidado, sin chiste. “Es que con el uso… Pero viera que cuando lo compramos estaba 
nuevo y bien bonito. Aquí traigo todavía su caja”. (Cuando incorporamos algo a nuestro 
repertorio de patrimonios, este algo nos parece siempre reivindicar su dignidad prístina; 
la impresión primera —ahora re-presentada por una noble nostalgia— disimula la 
apariencia que con el tiempo y el uso ese algo ha adquirido.) 
 2 
 
 
 
Al llegar frente a la puerta de mi casa Javier baja conmigo y se dirige rápidamente 
a la cajuela del automóvil, de donde saca el empaque (también un poco maltratado). 
Apuntando su dedo a la imagen impresa del objeto —una etiqueta con la fotografía a 
colores del radio como flotando en la nada—, me la muestra orgulloso. “Ve, profe, está 
bonito […] y es bien potente”. (La valoración de la belleza de un objeto suele 
acompañarse de un comentario que reivindica algún atributo del uso del objeto, del 
proceso de su creación o de su estima en el mercado. El comentario intenta complementar 
con un verosímil —simple de cuantificar— la ambigüedad de un tema tan abstracto como 
la belleza. La belleza, entre nosotros, está comprometida con su utilidad.) 
Como nombrar algo bonito o feo me evoca cálculos de orden estético, y puesto 
que me han pedido escribir un ensayo —éste— al respecto, aprovecho la ocasión para 
preguntarle a Javier si considera ese objeto, su radio y la imagen en la caja, “como de 
arte”. Con asombro y fascinación por la pregunta, que por el uso del término “arte” 
infunde a la respuesta cierta gravedad y reflexión, me dice: “Bueno, arte, arte, como el 
del museo, o las pinturas de la iglesia, tal vez no; […] esas son cosas de los antiguos […] 
y son para todos”. Entonces pregunto: “¿Y las modernas, las que hacen hoy los artistas?” 
“Bueno —contesta—, esas también son de arte porque para algunos son bonitas… 
Alguna utilidad tendrán, ¿no? […]. El arte debe ser bueno […] y se hace para que sirva 
de algo; así me enseñaron […]. Cuando íbamos al museo, el profe nos decía que todas 
 3 
esas cosas eran útiles para quienes las hicieron, y que estaban ahí porque eran arte […]. 
En la iglesia, cuando el padre nos enseña las imágenes, dice que sirven para recordarnos a 
los Santos y seguir su ejemplo […]. Yo a mis hijos les digo que todo lo bueno que 
tenemos hay que tratarlo con cariño, porque costó mucho trabajo que lo tuviéramos y 
tenemos que conservarlo […]”. Mientras Javier me daba su explicación seguramente 
pensaba algo similar a: “¿Cómo le explico a este señor lo que siento?”; entre tanto yo me 
decía: “¿Cómo le explico a este hombre lo que los académicos pensamos al respecto?”. 
Me habría gustado tener cerca a los diseñadores que concibieron el artefacto en 
cuestión, y preguntarles si su radio transmisor era arte; seguramente, animados por el 
rumbo de la respuesta de Javier, alguno podría haber dicho que sí, que la intención fue 
crear un diseño, además de útil, bello. Es decir, un objeto eficiente para el propósito que 
se le destina, y además capaz de conmovernos en su contemplación (gracias al conjunto 
en armonía o tensión que nos ofrecen sus proporciones, colores, texturas, etcétera). El 
diseñador diría que por implicar una intencionalidad estética, podríamos ubicar al objeto 
en la esfera del arte; tal vez como un arte menor. 
“Pero, Javier, las obras de arte a veces no nos gustan; y a veces, ni nos llaman la 
atención. Una obra de arte debe ser algo más que bonita o fea, o porque así nos enseñan; 
debe ser algo que, además de bien hecho y que nos guste…” Interrumpiendo mi 
argumentación (que comenzaba a tomar vuelos académicos), me dice: “¡Ya ve, me está 
dando la razón: mi radio está bien hecho y a mi me gusta.” 
Para fortuna de ambos, la radio en cuestión comenzaba a proferir un intenso y 
característico siseo; a través de la voz entrecortada y resonante de una jovencita se 
escuchaba la clave que tiene asignada Javier en la empresa. Dejó el empaque en la 
cajuela, cerró las puertas, y tomando camino me dijo: “Hasta luego, profe, que descanse. 
Ahí mañana me cuenta qué es arte”. “Y qué es el diseño”, pensé yo. 
 
En los diccionarios, los significados más antiguos de las palabras arte y diseño dan razón 
de cosas muy sencillas y directas, relacionadas con un hacer, con una acción. El 
significado original es fácil de comprender y compartir, de ubicar como un proceso 
(conjunto de fases sucesivas de una operación). La significación dada a las palabras 
 4 
antiguamente no es puntual respecto al estado final, al producto en sí; no se ocupa de los 
resultados (que el proceso evidenciará), sino de los transcursos. 
Arte es un conjunto de preceptos (normas, pautas, recomendaciones) para hacer 
bien las cosas: es habilidad y destrezas; es una agrupación de indicadores para calificar 
un proceso. Y diseño es trazar, marcar, dibujar; una acción que en sí no implica el logro y 
la calidad de los resultados. Un objeto de diseño (lo correcto sería decir: “un objeto 
producto de diseñar”) es aquel que ha sido bosquejado en alguna fase de su creación o 
muestra la apariencia final de un dibujo. Por su parte, un objeto de arte sería el resultado 
de aplicar cabalmente una estrategia que incluya alguna praxis conforme a las reglas de la 
comunidad, un conjunto de programas e instrumentos —eficientes como técnicas 
(techne)— y una visión (theoría) que puede ya sea seguir los preceptos (que parecen 
garantizar los resultados), o bien hacer algo diferente durante el proceso, al combinar, 
agregar o prescindir de ciertas componentes, para alcanzar los propósitos haciendo aún 
mejor las cosas. Aunque es obvio que el camino aspira a una meta, arte y diseño no son 
productos sino procesos. 
Los usos originales de los términos arte y diseño siguen resonando entre nosotros; 
son parte de un saber con el que aprendemos y comprendemos el mundo. Sin embargo, 
en las acepciones y los usos ocurren dos tránsitos: primero, las palabras arte y diseño se 
acompañan cada vez más de la nominación de los oficios que dan lugar a productos 
específicos, y de términos que les otorgan cierta estima o califican el grado de 
profesionalización que demuestran sus autores (arte poética, arte militar, arte plumaria, 
diseño industrial, diseño artesanal, arte vernácula, bella arte o arte noble, arte menor, arte 
mayor, etc.). Con el apellido,“las artes” y “los diseños” atraen la atención hacia su 
alcurnia; el proceso ya no parece el mismo para cada linaje. El segundo tránsito ocurre 
cuando de nuevo arte y diseño pierden el apellido —no entre las definiciones que aún 
aparecen en los diccionarios, sino en el uso y sentido de las palabras a nivel popular— 
para denotar con arte a lo bello, y con diseño a lo útil (lo que sirve para algo de 
provecho). 
En el primer tránsito no se habla de la estrategia que es común a todo arte (se da 
por un hecho) ni de la especificidad técnica del diseño, sino se enfatiza la diversidad de 
los autores y el valor (entre ciertos cánones) que exhiben los productos. En el segundo 
 5 
tránsito, las palabras arte y diseño no dan tampoco razón del proceso; más bien parecen 
un conjuro para establecer cuál es el carácter práctico y cuál el sentido probable de las 
cosas. 
 
Además de los significados en el habla y el sentido común, ¿qué han dicho los 
especialistas? Entre los muchos tratados y ensayos sobre lo qué son el arte y el diseño 
ocurre algo semejante a lo que sucede con los diccionarios: hacia atrás en la historia las 
definiciones y argumentos se ocupan mayormente de los preceptos necesarios para 
alcanzar el propósito; pero al alba de la modernidad las definiciones comienzan a ser 
puntuales y muestran una preocupación mayor por el objeto, el diseñador y el artista 
concretos, el oficio responsable de este o aquel resultados. Surge una atención desmedida 
por la obra. Los preceptos para hacer bien las cosas (arte) y cualquier diseño pertenecen 
cada vez más al autor, la cofradía, la empresa, el individuo “genial” o el grupo 
distinguido, que parecen ser los únicos autorizados para conocer el devenir del proceso y 
definir los propósitos; el resto, como espectadores, debemos solamente esperar los 
resultados. 
Construimos así, poco a poco —al menos en Occidente (que ya es decir mucho), 
una estima desmesurada por los productos y, con ella, un gran repertorio de necesidades; 
todo a la par de hacer cada vez más difícil el acceso a los recursos y compartimentar, más 
y más, las soluciones. Nos hicimos proclives al atractivo de los efectos (el efectismo) y 
los resultados a corto plazo, de la certidumbre por lo tangible y las definiciones 
concluyentes. Se mitificó la figura del inventor, el artista, la empresa, el creador 
reconocido; del que firma y cobra. El progreso se interpretó como objeto y resultado 
inmediato; se ocultaron los procesos de transformación y a quienes colaboran en la 
manufactura de las cosas; se apartaron de la vista los mecanismos sociales que articulan, 
someten y manipulan el rumbo del hacer y juzgar los objetos. Arte y diseño, así, no 
parecen ser procesos; son, más bien, mojones que marcan territorios. 
Apartados del hacer y deslumbrados por lo hecho, la mayoría de las personas 
oímos respecto del arte y el diseño cosas que nos gusta creer, que se manifiestan 
coherentes con el paradigma y los hechos cotidianos interpretados por autoridades y 
medios de información. Con ingredientes de realidad y fantasía, de unos cuantos hechos 
 6 
verificables y muchas conjeturas, de un poco de verdad y otro tanto de mentira, de algo 
que informa y algo que desinforma, hemos construido una letanía que reza (con más o 
menos variantes) así: “La obra de arte refleja las creencias y la visión de una cultura; el 
diseño, su nivel tecnológico y progreso. El diseño facilita la vida; el arte la enaltece. El 
arte es para los sentidos y alimenta el espíritu; el diseño es una extensión mecánica de 
nuestro cuerpo y facilita nuestras tareas. El arte no obedece a reglas (su ámbito es el de la 
imaginación); el diseño sí (su empeño es la certeza). El artista es caprichoso; el 
diseñador, disciplinado. El arte es trabajo individual; el diseño es colectivo; etcétera”. 
En síntesis: un discurso que confunde, un discurso que separa. 
 
Hoy, entre las sensaciones y los pensamientos que suscitan los hechos y cosas llamadas 
“de arte” y “de diseño”, resuenan todos los significados dados a las palabras (según los 
escenarios y los interlocutores; de acuerdo con los conocimientos; con énfasis por las 
creencias). Sin embargo, ante la imprecisión de los significados, y la necesidad de ubicar 
la acción y sus productos, surge otra manera de entender el arte y el diseño, no tanto por 
lo que respecto a ellos se pueda decir como procesos o como resultados, sino a partir de 
ubicarlos como protocolos de eventos ordinarios o extraordinarios. 
 
Intentemos distinguir y asociar, sin fragmentar ni reducir. 
Como procesos, hacer arte o hacer diseño implican el despliegue de tareas 
semejantes; y como productos, un objeto de arte o uno de diseño permiten reacciones 
equivalentes a quien puede ver en ellos la expresión de sus creencias. 
En la creación —el camino de ser— de un objeto (el que éste sea: un mueble, un 
puente, una plaza o una catedral, un cartel, una prenda de vestir o un radio transmisor), y 
en la creación de una obra calificada de arte (la que ésta sea: una escultura o una 
composición musical, una película o un poema, un platillo delicioso o una instalación), 
dos actividades son centrales: proyectar y diseñar. ¿Qué entiendo por una y otra? Cito a 
continuación algunas líneas desarrolladas en otro trabajo:* 
 
* Fernando Martín J., Contribuciones para una antropología del diseño, Gedisa, 
Barcelona, 2002, pp. 152-153. 
 7 
 
 
El proyecto es un atisbo del mundo, una teoría. […] Es una visión 
peculiar que presume posible una solución más allá de los recursos y las 
tecnologías disponibles, aunque se apoye en ellos. […] Es una 
interpretación que nace de la comunidad de referencia y los paradigmas 
que la caracterizan. Es percepción que modela y carga de sentido [las 
cosas] más allá de sus connotaciones y significados corrientes, aunque 
surja de ellos […]. El proyecto depende del estado de ánimo del creativo y 
la comunidad […]. Este ánimo matiza el proceso de exploración de 
relaciones y transformaciones posibles —y el descubrimiento de órdenes 
nuevos […]. 
El diseño, por su parte, es un gran catálogo de recursos para hacer 
real el proyecto: un índice de opciones que se derivan de los materiales, la 
tecnología, los medios de producción, los estilos formales, las 
características antropométricas, los hábitos y las pautas de organización —
temporal y espacial— que caracterizan a una comunidad concreta. El 
diseño intenta materializar una idealización: hacer efectiva —real, 
 8 
verdadera— y concreta la idea, el propósito, la visión. Mientras el proyecto 
genera un propósito dentro del espacio —siempre amplio— de lo posible, 
el diseño calcula y concierta dicho propósito en los límites de lo probable. 
[…] 
El proyecto es el dominio de las causas finales. El diseño es el 
dominio de las causas eficientes o físicas. […] El diseño es con lo que se 
cuenta, lo que se conoce y se practica; es fórmula, receta: es el cómo hacer. 
Proyectar es el cómo pensar; más aún: es el por qué y el para qué pensar en 
un problema y una solución. Por ello, el proyecto es siempre una estrategia: 
considera las reglas de transición, [está sujeto a] las regularidades 
probabilísticas, el azar y el ruido; en tanto que el diseño es un programa: 
reglas, límites —más o menos definidos—, preceptos y normas. 
 
Como procesos, hacer arte o hacer diseño —en cualquiera de sus múltiples 
oficios— implican el despliegue de las dos actividades: proyectar y diseñar. Una y otra 
serán subsidiarias de alguna moral comunitaria a la que se subscriban los autores; mismos 
que, inconsciente o deliberadamente, serán parte de un proyecto político. 
Entonces: ¿qué hace diferente al Guernica de una máquina de guerra, o a una 
pintura rupestre de un radio transmisor? En tanto procesos, nada. 
 
¿Qué podríamos decir de los productos? Éstos, tantoel objeto que nombramos de arte 
como el de diseño, pueden pertenecer, o permanecer temporalmente, en uno de dos 
circuitos diferentes: el de lo extraordinario y el de lo ordinario (que solemos llamar 
también “lo cotidiano”). Inscribirse en un circuito significa moverse dentro de él; es 
otorgarle al objeto cualidades y estatus peculiares que éste debe ser capaz de sobrellevar. 
El propósito general de lo que reconocemos como una obra de arte es permanecer 
en el circuito de lo extraordinario. El propósito general de lo que solemos llamar un 
producto de diseño es pertenecer al circuito de lo ordinario. Sin embargo, nada garantiza, 
como ocurre con cualquier creación cultural (producto de transformar la materia o de 
asignar a ésta un sentido), su estabilidad como significado y su conservación como un 
uso. Todo objeto es “bueno para usar” y es “bueno para pensar”; cualquier objeto, 
 9 
además de ser una prótesis, es una colección de metáforas. Como tal, un producto cultural 
está expuesto a la re-significación contextual y oportunista; a la interpretación desde otros 
sistemas de creencias que seguramente omitirán, torcerán o enfatizarán el sentido de las 
metáforas y el modo de manipular las prótesis (recuérdense las Torres Gemelas de Nueva 
York o los Budas afganos de Bamiyan). 
En el circuito de lo ordinario, por ejemplo, una estancia temporal y cotidiana en 
una obra considerada de arte, como una catedral —a efecto, por ejemplo, de celebrar la 
misa diaria vespertina—, no resta valor estético a la obra, simplemente no lo advierte. Lo 
mismo ocurre con el tránsito frecuente —por vivir en ella— dentro de una ciudad 
calificada como Patrimonio de la Humanidad: su uso, como ciudad, no disminuye su 
valoración histórica, simplemente no la considera. En el circuito de lo ordinario las cosas 
están para usarse; la contemplación no es el propósito primero; las cosas son, diríamos, 
profanas. 
En cambio, en el circuito de lo extraordinario, por ejemplo, para el pintor rupestre 
(y su comunidad), el contemplar los muros de la cueva ilustrada significaba 
probablemente consumar un ritual que evocaba a veces un mito y otras un logro; era una 
manera de confirmar o aprender una visión verosímil del cosmos; una ocasión para 
distinguirse como miembro de esa comunidad. Para un visitante moderno, la pintura 
rupestre tanto como una exhibición de la obra de Robert Mapplethorpe significan la 
oportunidad de participar también en un ritual, de confrontar una visión posible de lo 
humano, de distinguirse entre otros y ser uno más entre los suyos. Algo similar nos 
ocurre cuando participamos en la presentación “estelar” de los nuevos modelos de una 
marca de automóviles, o en el evento que “lanza al mercado” diseños novedosos de lo 
que sea. 
Lo sagrado es, precisamente, la característica central del circuito de lo 
extraordinario. Cuando un producto cultural, cualquiera, es colocado en el régimen de lo 
extraordinario, lo sagrado se activa: con sus distinciones, su dialógica entre lo tangible e 
intangible, lo inmortal y lo perecedero, las razones y los sentimientos; con su 
preservación de creencias y visiones del mundo, de los hechos dignos de veneración y 
respeto. 
 10 
Cualquier objeto de diseño puede ser colocado en el circuito de lo extraordinario; 
cualquier obra de arte puede ser tan sólo parte de una escenografía cotidiana. Unos y 
otras pueden formar parte de un uso y un discurso ajenos a los creadores y sus propósitos 
originales, y participar, por ejemplo, de los propósitos de un discurso político. Un caso 
conocido es el de gran cantidad de temas y cosas que hoy consideramos patrimonio. Para 
que estos productos, y los procesos que los han hecho posibles, se distingan entre sus 
semejantes ordinarios, es necesario vincularlos con eventos especiales, con hitos y 
referencias a una historia “oficial” que ha de pretenderse normativa y perpetua. Es 
imprescindible referirse a ellos, e interpretarlos, desde un lenguaje peculiar que los 
articule con otros objetos ya calificados por la moral del grupo (sus tradiciones y 
costumbres, su cosmovisión y rituales). Este lenguaje, aunque pretende las definiciones y 
alcanzar los acuerdos, no puede más que indicar gradientes, es decir, posturas relativas a 
cómo ver las cosas, no a las cosas mismas. 
 
Para lo extraordinario, para lo sagrado, elaboramos un lenguaje inconfundible, aunque 
indeterminado por sus pretensiones de universalizar. A través de él componemos las 
series discursivas, nociones y definiciones que guían el pensamiento y modelan los 
sentimientos respecto a lo extraordinario. 
El mundo de lo ordinario es analógico; el uso de las cosas es coloquial, corriente. 
El mundo de lo extraordinario es digital y es alegórico; la “belleza” de las cosas es un 
refinamiento que implica conocer un sistema de signos y de reglas que permita 
formularla y comprenderla. En una comunidad específica o entre un grupo de iniciados, 
la comprensión del trabajo extraordinario está garantizada: el lenguaje para su lectura es 
por todos conocido. 
Las instrucciones para la operación, para el uso de un objeto (aun cuando puedan 
ser muy especializadas), no son códigos elaborados más allá de la prótesis misma, del 
manejo técnico de sus componentes funcionales. En cambio, los códigos de la belleza son 
consensos relativos a muchos objetos, a muchas cosas que aun siendo diferentes pueden 
por igual sostener el acuerdo (un estilo, el que éste sea, puede encontrar —y busca— 
representación por igual en la arquitectura o en la pintura, las máquinas o las 
composiciones musicales, la poesía o la gastronomía). Los códigos para referirnos a la 
 11 
belleza (de entre las diversas formas que puede asumir la belleza) son metáforas 
compartidas entre muchas cosas, generalmente coterráneas y contemporáneas. En su 
lectura se expresan textos y contextos que acompañan a los objetos más allá de sus 
utilidades específicas. 
Cuando nos referimos a la belleza de una cosa que no está presente recurrimos a 
palabras que puedan evocar sensaciones equivalentes; el objeto es entonces algo más allá 
de su descripción posible y su utilidad. La simple mención de algunos de los códigos 
consensuados de belleza basta como referencia para calificar al producto ausente. Si 
contamos con una alegoría o una expresión que incluya un significado equivalente 
(expresado en términos de emociones) el objeto garantiza su circulación entre nosotros; y 
aunque su uso sea un misterio o su utilidad nos parezca innecesaria, el objeto puede 
formar parte del repertorio de cosas que consideramos bellas y nos conmueven. 
Cuando nos referimos a la utilidad, al uso de un objeto, solemos decir: “es 
como…” y describimos a continuación otro objeto con características funcionales 
similares. Para hacer referencia a la utilidad, al manejo, al uso de una cosa, no basta la 
mención de las metáforas que de suyo esa utilidad nos pueda evocar; es necesario tener a 
la mano —o en la cabeza— alguna cosa que funcione de manera similar. Si nunca hemos 
sabido de cierto uso, de ciertas cosas, de nada nos sirven las descripciones, menos aún las 
analogías que no encuentran entre nosotros objeto con función equivalente. Recuerde el 
lector, por ejemplo, las dificultades de los colonizadores europeos en Mesoamérica 
cuando intentaban reunir a los nativos en el interior de las iglesias. Los pueblos originales 
de estas tierras realizaban sus ceremonias y vivían gran parte del tiempo a cielo abierto 
(plazas, pirámides, calles, etc.); meterse en un recinto cerrado para dialogar con lo 
sobrenatural, aunque existieran metáforas equivalentes, era difícil de aceptar; no había un 
objeto de manufactura humana análogo (masivo, público y, sobre todo, cotidiano) para 
ese uso. Cuando se inventaron las capillas abiertas se resolvió el contrasentido. 
Los códigos de uso y los de la belleza son desarrollados durante el proceso decreación, pero no se realizan sino cuando el objeto, ya alejado del proceso, se encuentra 
en las etapas de circulación, consumo y uso. Allí, sometido a vinculaciones con otros 
objetos reales, a contextos que nunca fueron imaginados, a sujetos que sienten, piensan y 
mudan de parecer, es donde se pone a prueba si el producto es capaz de sobrellevar las 
 12 
cualidades y el estatus pretendidos durante el proceso. Nadie garantiza la comprensión, ni 
al paso del tiempo la permanencia y valoración, ni el rumbo de los desvaríos que el 
discurso hegemónico pueda dar al objeto o la obra en cuestión. 
El objeto, sin embargo, puede siempre ser reprocesado; podemos intervenirlo de 
nuevo, resignificándolo. De ello se encargan el autor o sus seguidores por medio de 
variantes en el diseño (lo que he llamado diseño en el proceso); pero también de ello se 
encargan el restaurador, el arqueólogo o el historiador, por ejemplo. Éstos, sin embargo, 
no sólo realizan transformaciones sobre el objeto (como podría hacerlo el autor), sino 
sobre el discurso contenido en el objeto y en el contexto donde éste va a ser leído ahora; 
es decir, tienen que interpretar lo que fuera el proyecto (lo que he llamado proyecto en el 
proceso), y modificar otros objetos (otros textos) para crear nuevos consensos y 
metáforas que expliquen, que hagan comprensible, la presencia de aquello reprocesado y 
resignificado entre todos los otros patrimonios. La restitución corre los riesgos de la 
hermenéutica: favorecer o disminuir ciertos rasgos de lo que en su momento era el 
proyecto. 
Los que nos dedicamos a los diversos oficios relacionados con la producción de 
las cosas y sus sentidos (desde el artista, el diseñador y el fabricante, hasta los 
educadores, los comerciantes y algunos políticos) podemos reconocer, sin demasiada 
dificultad, algunos de los usos posibles de cierta cosa, y el lenguaje probable con el que 
una comunidad se puede referir a ella en la terminología propia de los circuitos de lo 
ordinario y lo extraordinario. Podemos crear y recrear las cosas, aderezarlas, organizar 
escenarios donde se vinculen con otros objetos y sujetos; sin embargo, lo haremos de 
acuerdo con lo que el paradigma acepta cabalmente o dentro de los límites de lo que 
tolera (a regañadientes) en tanto le sea útil para afirmar su cosmovisión y alcanzar sus 
propósitos de organización (del orden o del desorden). Con todo y ello, siempre habrá 
accidentes y sesgos (a veces afortunados) provocados por la influencia de otros 
paradigmas —que nos permiten creer en otras explicaciones, practicar otros modelos, 
aspirar a otros caminos—, y por el “ruido” que, cuando no se induce como un propósito, 
simplemente surge (como el azar) de la puesta en juego de un número cada vez mayor de 
variables. 
 13 
Los objetivos particulares y la cosmovisión cambian; tarde o temprano, 
descubrimos nuevas relaciones en las cuales pensar y se activan otras emociones, de 
manera que siempre tendremos a mano algo “bueno para usarse” y “bueno para 
pensarse”. Habrá entre lo que nos rodea productos cuya manufactura o propósitos sean 
sobresalientes; habrá también los de hechura inferior o de provecho limitado; no faltarán 
los de utilidad o belleza restringidas a una pequeña comunidad, ni los que pasarán 
inadvertidos entre lo cotidiano hasta que un pensamiento o un sentimiento chatos, o bien 
una idea o una sensación plausibles, los coloquen en el circuito de lo extraordinario. 
 
Las ideas y sentimientos que se tienen respecto a un hecho provienen de dos fuentes 
acopladas: el pensamiento —logos—, que intenta definir, y las sensaciones —pathos—, 
que intentan compartir. Las definiciones (más o menos abiertas) a las que somos 
proclives los miembros de la especie, son una manera eficiente de limitar y nombrar las 
cosas para utilizarlas y establecer un consenso en la comunicación. Llegar a ellas, usando 
los recursos técnicos e intelectuales disponibles, satisface una buena parte de nuestra 
curiosidad y propósitos. Las definiciones se manifiestan como re-presentaciones de los 
hechos en un discurso lineal, secuenciado, de gestos, palabras o signos. Las definiciones, 
aunque útiles, fragmentan, separan, reducen. 
 14 
Las sensaciones, por su parte, confrontan el hecho, en primera instancia, sin los 
desmembramientos que conllevan las argumentaciones. A través de las sensaciones los 
hechos son algo más que aquello que nuestras re-presentaciones puedan luego conjugar 
(aunque siempre nuestros pensamientos son capaces de reunir algo más que lo que los 
hechos nos presentaron). Las sensaciones —los sentimientos— nos ligan temporalmente, 
sin intermediación de discursos conscientes, aquí y ahora, con las vinculaciones 
complejas entre las cosas y entre nosotros. 
El sentimiento arranca con una percepción tácita, aunque rápidamente se matiza 
con las argumentaciones —pensamientos— que el hecho nos evoca. Esa primera 
percepción tácita —intuición—, inconsciente, se construye con los recursos sensibles y 
perceptivos que hemos desarrollado como seres bioculturales, y se matiza con el material 
de las experiencias y verosímiles —interiorizados a través de los años— que nos 
suministran las comunidades a las que pertenecemos. 
Aunque pensamiento y sensaciones se retroalimentan y anidan en ciclos que 
sustentan nuestra comprensión y compromisos, se manifiestan como procesos distintos, 
identificables, temporalmente discernibles. Al asumir la segregación (que resulta de 
definir) no se interrumpe el sentimiento (que intenta compartir), pero este sentimiento, 
ahora, se combina con elaboraciones discursivas peculiares. Las recomendaciones y 
argumentos del discurso lineal, las normas que nos dictan un comportamiento ante los 
hechos, las voces del discurso, nos alejan del hecho mismo; van poniendo distancia entre 
el sentimiento original y el compromiso que el rumbo del pensamiento elige de entre el 
repertorio de definiciones del paradigma. 
Las argumentaciones que siguen a la sensación original se reconstruyen sutil o 
abruptamente al retroalimentarse con los nuevos elementos que del hecho podemos 
percibir; así, nunca las cosas “son” iguales. Sin embargo, en función de la fortaleza de 
nuestros conocimientos e ignorancias, durante este proceso de percepción (sensaciones-
pensamientos), el peso que damos a las retroalimentaciones y el peso que concedemos a 
las argumentaciones del paradigma serán diferentes: podremos conceder a los hechos la 
posibilidad de modificar nuestro conocimiento (seremos “sensibles”), o lo sabido inhibirá 
el sentimiento original, inclinándolo hacia las argumentaciones elaboradas por el 
paradigma. 
 15 
Al cuestionarnos respecto a un objeto surge la tensión entre los sentimientos que 
éste evoca y las peripecias en las argumentaciones que dan razón de él. Generalmente 
optamos por el silencio o una respuesta sin compromisos; sin embargo, el pensamiento 
evocado por los sentimientos, y las sensaciones matizadas por lo que sabemos, nos dejan 
saber, aunque no lo logremos expresar, una postura emanada de teorías, modelos, 
analogías, metáforas y representaciones validadas por las creencias de alguna de las 
comunidades a las que pertenecemos y el paradigma dominante que las atraviesa a todas. 
En esta dialógica de pensamientos y sentimientos, lo tangible (sensible y simultáneo), 
tiene mayor atracción que los intangibles que sostienen al discurso (argumentos lineales y 
sucesivos). Sobre este atractivo de lo sensible se sostiene nuestra predilección por los 
procesos (lo que se manipula en cada paso y se transforma con un fin) y los productos. 
Ahora bien, en el paradigma dominante se decidió colocar a los productos por encima de 
los procesos: con el desarrollo del modo de producción capitalista, la reformulación de 
los Estados-Nación y la Reforma religiosa, la expansión del modelo económico hacia 
todo el orbe —la globalización—, la visiónpositivista del mundo y nuestras relaciones, la 
construcción de las metodologías de las ciencias a través del modelo mecanicista, las 
nociones respecto al arte y el diseño —elaboradas, como toda noción, durante años (y 
generaciones) a través de un aprendizaje silencioso, de pensamientos tácitos, de 
sobreentendidos, de sensaciones vinculadas con hechos que eran probables en el 
ambiente habitado y entre las creencias compartidas— comenzaron a cambiar en todo el 
mundo. La modernidad trastocó los hechos probables, y matizó las creencias a efecto de 
enfatizar al objeto (el producto) y a su productor (el artista, el diseñador), ocultando los 
procesos. Hacerlo era consecuente y facilitaba la reproducción del camino abierto. Se 
elaboraron discursos que, además de inhibir las sensaciones originales, se adjudicaron la 
racionalidad (lo verosímil) de las argumentaciones, sesgándolas, por si fuera poco, al 
servicio de ideas como que el arte (lo extraordinario, lo sagrado) es retardatario, 
superfluo, inasible, en síntesis: prescindible; y el diseño (lo ordinario) es práctico, 
comprensible, neutral (sin compromisos): lo indispensable. 
Las argumentaciones, que con el tiempo se simplifican y por lo general son 
mutiladas, finalmente se convierten en el llamado “sentido común”, que realimenta las 
sensaciones posibles y nuestra percepción de las cosas. Mientras no cambien demasiado 
 16 
los hechos, el sentido común puede ejercerse. Un cambio paulatino permite adaptaciones: 
las cosas se van haciendo a nosotros y nosotros a ellas; todo transcurre —lo ordinario y lo 
extraordinario— a través de ajustes continuos, comprensibles; si algo no encaja se 
corrige, se hacen los arreglos o se omite sin sobresaltos. Pero si ocurre un hecho para el 
que carecemos de ideas o elementos que nos permitan amortiguar su impacto; un hecho 
que pone en crisis severa algunas de nuestras creencias e instituciones, o una parte de 
nuestra salud y naturaleza, solemos entonces alternar entre la resistencia y la huida. La 
resistencia hace uso de varios recursos activos y pasivos: busca no confrontar; acecha; 
hace los arreglos necesarios para que el tiempo aporte las ideas y las cosas que integrará a 
su estrategia de pervivencia (continuidad), de comprensión de lo que finalmente es igual 
y aquello que realmente cambió. La resistencia utiliza la memoria, encontrando los 
vínculos de cada una de las cosas en los nuevos hechos con sus creencias más 
entrañables; resiste con dignidad. La huida, en cambio, es el olvido, la mera 
sobrevivencia; un disgusto, ante la frustración, convertido en negación de aquello y 
aquéllos de los que se era parte; una gran intolerancia por lo nuevo y extraño. La huida se 
sobrelleva con oportunismo y el abuso sobre aquéllos aún más desprovistos. En la huida, 
a diferencia de la resistencia, que se apoya en lo que considera lo mejor de su moral, se 
aprende a manipular y moverse entre los espacios, los resquicios, de la nueva normativa. 
Esto ha ocurrido a toda comunidad (o persona) cuando se encuentra con alguna 
otra que piensa y siente muy distinto, o niega, por ignorancia, la validez de otras formas 
de percepción del mundo. Uno de los impactos más violentos, por su extensión y 
velocidad de propagación, que han sufrido las comunidades de todo el planeta es lo que 
llamamos Occidente: con todos sus beneficios y potencial, con todos sus hallazgos y 
mejoras, quebrantó desde el inicio el ritmo de adaptación de las comunidades, 
colonizadas y colonizadoras. El vértigo que provocan sus hechos no tiene precedente; 
tampoco el número de seres humanos, y otras especies, que resisten o huyen. 
 
 
 17 
 
 
 
Javier siente, cuando contempla la propaganda o mira por el escaparate, mientras sostiene 
el empaque entre sus manos, desenvuelve y sopesa el objeto, o luego cuando lo muestra a 
otros, que ese artefacto representa bien lo que él considera lo bueno, lo adecuado para un 
propósito. Él intuye (comprende sin razonamiento, sin necesidad de que medie 
argumentación alguna) que aquello está bien hecho y presentado; aprecia que puede ser 
entrañable y conveniente, puesto que le sirve y puede usarlo. Le sirve porque sus 
habilidades (de orden cognitivo) y sus destrezas (de orden psicomotor) han sido educadas 
para comprender y manipular las funciones (al menos las más sobresalientes) de otras 
cosas de usos similares y significados equivalentes. ¿Equivalentes en qué? En que son 
cosas, entre tantas otras, calificadas por su comunidad como manifestaciones adecuadas 
de conceptos que, más allá de función o forma alguna, expresan ideas como: lo bueno, lo 
bello, lo que vale la pena, etc. 
Javier, además de sentir, piensa que nada (económico, legal, como miembro de 
una clase social, etc.) le limita el acceso a ese objeto. Él piensa, también, que si algo es 
abiertamente recomendado por autoridades como el profesor o el cura, los amigos más 
informados o los adultos de la familia, la escuela o la televisión, es porque se trata de un 
algo valioso (bien hecho en tanto proceso, y bien logrado en tanto producto). Javier siente 
que aquello que le gusta, lo que le agrada, puede pensarse que es bonito, puede estar 
dotado de hermosura. Si lo que siente y piensa de un objeto es que le resulta útil, que le 
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gusta, que puede obtenerlo (o ser participe de su usufructo) y que le es provechoso para 
un propósito que comprende y acepta; y si además, ese objeto es validado por quienes 
considera autoridades o piensan como él, entonces ese objeto, que es bueno (y es 
“bello”), es comparable con cualquier otra cosa que satisfaga sensaciones y pensamientos 
similares. Para Javier, una escultura de la iglesia, las montañas que venera, los objetos 
propios de una celebración religiosa, las piezas en exhibición del museo, etc., son objetos 
extraordinarios (en los que reconoce ciertos límites de usufructo); objetos únicos tal vez 
y, por lo mismo, “cosas para todos” como me dijo. Su uso como portadores de sentido o 
su manufactura especial, el modo como sostienen o sintetizan una cosmovisión, su 
propósito como trabajos artísticos, no los distingue de otros objetos, de cualquier otro 
diseño que, como ellos, esté bien elaborado y lo conmueva. Javier comprende que los 
objetos extraordinarios ocupan su lugar gracias a acuerdos comunitarios (de su 
comunidad o de cualquier otra que actúe como autoridad), y no hay motivos para dudar 
de ellos, ni contrasentidos manifiestos al respecto. Javier no tiene necesidad de reconocer 
como separables o excluyentes eventos y objetos que se manifiestan, a su entendimiento 
y sensibilidad, de manera similar. 
Javier actúa como un usuario conforme con el paradigma de la modernidad 
(practica sus influjos sin mayor conciencia): lo que las cosas pueden significar no es algo 
maliciosa o bondadosamente incorporado en cualquier fase posterior a su proceso de 
creación; existe en ellas de por sí y por voluntad de sus creadores. Todo —incluidos el 
arte y el diseño— tiene un propósito de progreso y está sujeto a la competencia, el éxito 
económico y la distinción. Para Javier, la innovación y el “rediseño” siempre producen 
mejoría y el crecimiento de la civilización. 
Como miembro de comunidades en las que opera aún el paradigma de la 
tradición, conserva la idea de que las cosas se hacen con arte, con mayor o menor 
esfuerzo, pero siempre bien hechas y buscando en ellas la perfección y la belleza (la 
magnitud de dineros y tiempo invertidos se compensan por el servicio al que se destinan). 
Lo ordinario y lo extraordinario, lo cotidiano y lo sagrado, se realizan sin 
sobresaltos; no hay tensión aparente entre la modernidad y la tradición: los paradigmas se 
acoplan. Javier ejerce sus creencias, dentro de las comunidades a las que pertenece, sin 
que una teoría u otra se contrapongan, un modelo u otro se estorben demasiado. El 
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conjunto de verosímiles le invita a creer que susaspiraciones pueden consumarse. Las 
cosas (de arte o de diseño) tienen sus análogos y concuerdan con las alegorías; pueden 
ser, por él, usufructuadas. 
Sin embargo, si ocurre un hecho que hace vulnerable sus prácticas o aspiraciones, 
o se acumulan situaciones que ponen en crisis alguna de sus creencias, instituciones, 
forma de vida o usufructos, tiende a vacilar entre dos estados posibles: la resistencia y la 
huida. En la primera, reconoce —sin conformismo— la dignidad de sus cosas, el valor de 
sus empeños, la moral (tradiciones y costumbres) de la comunidad con la que se siente 
solidario, y se ocupa de reivindicar los méritos de lo que con él resiste, y un su lugar en el 
futuro. En la segunda, como los que huyen, simplemente trata de imitar (una caricatura es 
lo que resulta) las maneras, opiniones y formas de posesión de las cosas de quienes 
recela. 
Nuestros sentimientos y pensamientos respecto al arte y el diseño se manifiestan 
desde este terreno lleno de contrasentidos. Se manufacturan arte y diseño diversos para 
todos los personajes que somos. 
 
Las cosas, esos distintos productos preparados o dispuestos para una finalidad y que 
comparten un proceso similar (lo que he descrito como proyecto y diseño), cuando llegan 
a nuestras mentes o están en nuestras manos no pueden ser más que objetos ordinarios o 
extraordinarios. Esta distinción entre lo ordinario y lo extraordinario facilita la 
comprensión del lugar que estamos ocupando, del ritual del que formamos parte o de la 
práctica cotidiana que estamos ejerciendo; nos ayuda a distinguir eventos diferenciados, y 
comportarnos, sentir y pensar de manera diferente. Esta reubicación espacio-temporal de 
las cosas nos permite hacer uso de series discursivas —argumentaciones— que cuadran 
mejor con nuestras creencias, y ejercer (compartiendo) sentimientos entrañables que nos 
vinculan con nosotros, con otros y otras cosas. Es un recurso muy útil para la vida en 
sociedad, una manera saludable de reactivar las emociones, una forma práctica de 
conservar lo que nos importa e incorporar lo que nos agrada. 
 
Días después de nuestra conversación interrumpida por el siseo (ordinario) del transmisor 
(extraordinario), me preguntó Javier si había llegado a alguna conclusión de “lo que era 
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arte”. “Arte —le dije— es algo que valoramos porque nos hace pensar y sentir cosas que 
nos parecen importantes.” “¿Y entonces, mi radio qué es?” “Su radio, ¿qué le recuerda?” 
Pensó un poco y me dijo: “Pues… me recuerda mis obligaciones.” “¿Entonces?”, volví a 
preguntar. “No, pues visto así, no es arte… pero cuando lo compré me parecía.” 
 
 
 
 
Fernando Martín Juez. 
Abril de 2002. Tepoztlán, Morelos, México. 
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Ilustraciones 
 
 
Primera Ilustración. Radio transmisor. 
 
 
 
Segunda Ilustración. 
 
Robert Mapplethorpe. 
Ken Moody and Robert Sherman, 1984. 
 
The Robert Mapplethorpe Foundation, Inc. 
Copyright © 2001 The Estate of Robert Mapplethorpe. All Rights Reserved. 
http://www.mapplethorpe.org 
 
 
 
Tercera Ilustración. 
 
Pintura rupestre. 
Cueva de las Manos, Argentina. 
 
Fotografía tomada por Daniel Mortara y Denise Fernández. 
http://www.rupestre.com.ar/ 
 
 
 
Cuarta Ilustración. Figura de Lladro.

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