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Carlos Garrido ARTÍCULOS DE PRENSA 2018 LA MIRADA DE PEPE Muchas veces, cuando paseo por la calle del Sindicat, me acuerdo de Pepe. Esta conocida avenida, que fue una de las calles principales de la Palma medieval, es hoy una especie de discoteca al aire libre. No hay tienda que no tenga las puertas abiertas y la música a todo volumen. Pasear por allí es como visitar una feria. Un zoco postmoderno. Es una imagen de esa Palma contemporánea, ruidosa, multicolor y multiturística. Tal vez por ello, siempre me evoca a Pepe. Lo conocí en los años setenta. Era un hombre ya mayor, muy bajito. Completamente calvo y con unos ojos azulísimos. Vivía en Génova, y trasportaba portes a bordo de su Isocarro. Estaba muy orgulloso de haber servido a la familia de Ramón Franco en Calamajor. Solía cruzarme con Pepe justamente en lo que entonces se denominaba Vía Sindicato. Una arteria comercial, lindante con el barrio chino. Bien distinta a la de ahora. Pepe caminaba con aire jovial. Le debía gustar mucho visitar la ciudad. Canturreaba y miraba a un lado y otro. Saludaba a mucha gente. Y si podía, te contaba sus aventuras de cuando hizo la mili en África. Era el prototipo de una población palmesana que gustaba de la vida lenta. De la "xerradeta" fácil, el paseo un poco contemplativo. Clientes de bares y tiendas de siempre. Donde las cosas habían cambiado poco. La degustación de aquella Palma tenía algo de ensaimada. Aromática, densa, llenadora de sentidos. Demandante de tiempo, de paciencia, de ensimismamiento. En la mirada garza de Pepe podía leer el recuerdo de todos sus conocidos. Los que todavía vivían y los que no. De las tardes en algún cafetín. Sus compras en tiendas un poco umbrías con olor a legumbre. Mientras se escuchaban a lo lejos los repiques de algún campanario. Muchas veces me pregunto qué habría pensado Pepe de esta Palma de hoy. Y termino por extraer la conclusión de que muy pronto habría que montar un Museu de la Palma Antiga. Sin ir tampoco muy lejos. Desde Verdaguer a los años 80. Porque muy pocos habitantes de la ciudad de hoy ya pueden entender muchas cosas de aquel mundo. Tan distinto, ya tan lejano. Como el brillo de los ojos de Pepe cuando paseaba por el carrer del Sindicat. AMIGOS Cuando uno piensa en sus amigos, se imagina a la gente más próxima. Aquella con la que tiene una mayor identificación. Del trabajo, de la escuela, de la infancia. En general, es gente con la que has compartido momentos importantes de tu vida. Durante años. Y que desde entonces quedan fijados en tu memoria como personas de referencia. Pero no siempre es así. A veces, hay amistades que te marcan y no provienen de razones tan evidentes. Son personas con las que has compartido algún momento de tu existencia, pero que después se amplifican en la distancia. Te dejan siempre un deseo de volver a verlas, de hablar con ellas. Porque el espacio común que compartes se enraíza en los estratos más profundos. Recuerdo muy a menudo la semana en que estuve ingresado en el antiguo Hospital General. Y compartí habitación con Andreu, un "homo antic" de Llubí. No nos habíamos visto antes ni volveríamos a hacerlo, porque murió poco después. Pero aquella convivencia en la enfermedad, con largas horas de conversación, momentos cómplices, historias contadas en la medianoche, me ha quedado grabada. Siempre he lamentado no haber podido volver a verle. Y cuando pienso en él, no puedo evitar un sentimiento real de amistad. Mezclado con el sabor de aquellas frutas que le traían de su huerto. Tampoco olvidaré nunca las noches transcurridas con Rubén, el vigilante del recinto arqueológico de Empúries. Horas y horas hablando en su pequeño cubículo, paseando después de madrugada por las ruinas. Filosofando, compartiendo los silencios. Como si estuviésemos en otro mundo, muy lejano al cotidiano. No recuerdo una sensación similar. Y aunque ha pasado mucho tiempo sin que le haya vuelto a ver, conservo su amistad como una de las cosas valiosas de la vida. Y es que la amistad tiene mucha literatura y mucho mito. Pero al final, probablemente se reduzca a una cosa bien sencilla. Dos pequeños aerolitos, perdidos en la inmensidad del Universo, que por un breve espacio de tiempo comparten la misma órbita. Flotan sobre el Cosmos como si su vida tuviese sentido. En eso probablemente consisten los amigos. AMOR DE VENTILADOR Estos días convivimos a la fuerza con el ventilador. Incluso los que se han pasado al aire acondicionado acaban, en un momento u otro, enfrente de las aspas volteantes. Sorbiendo el aire. Descansando de la presión de tanto calor. Sin embargo, el ventilador es un personaje complejo. No es fácil mantener buenas relaciones con él. En primer lugar, porque no todos los ventiladores son iguales. Los hay de gran cilindrada, que parecen motores de avión. Potentes, pero al mismo tiempo un poco arrogantes y creídos. Parecen estar diciendo: "Aquí estoy yo" a cada instante. Te lanzan su chorro a toda velocidad. Arrastran los papeles, te dan en la cara. Refrescan, es verdad, pero al mismo tiempo causan el efecto de un pequeño vendaval. Hacerlos propios y amigables es difícil, porque no aceptan término medio. O los aguantas o no hay ventilador. Caso diferente es el de los ventiladores más caseros. Esos de pequeño tamaño, que pueden colocarse en cualquier sitio. Los enciendes y producen más ruido que fresquito. Pero al mismo tiempo son como una compañía agradable. Giran de un extremo a otro como con timidez. Nunca se imponen a la fuerza. Y al final los pones en marcha más para hacerte compañía que para refrigerarte. Son compañeros del verano. Luego están los ventiladores excéntricos. Esos que sacan un chorro imprevisible. Se mueven espasmódicamente. Y nunca sabes exactamente cómo ponerlos. De esos tienes que hacerte amigo. Cultivar ese amor ventilador, que finalmente logrará el milagro de la avenencia. Porque no hay nada peor que un ventilador enemigo. Personalmente, me gustan los ventiladores de techo. Me recuerdan a muchas películas. Y cuando giran lo hacen con la majestad de un águila pescadora. Con un zumbido sordo, solemne. Su aire es leve y sutil, no tan direccional. Y te arrullan como si estuvieses en el trópico. Y es que cada ventilador tiene su corazoncito. BANCOS CALLEJEROS Uno es en cierto modo hijo de los bancos de la calle. Esos asientos de madera, durante tanto tiempo pintados de verde y hoy modernizados. Los "bancs publiques" que cantaba Georges Brassens y que desde siempre han constituido la casa de los que no tienen casa. Las parejas, los ancianos, los niños... Los tiempos actuales ya no son tan propicios para estos asientos de ocasión. Quizás porque la gente prefiere las terrazas. O porque las calles se han convertido en un paisaje demasiado bullicioso y hostil. Ya no inspiran tantas ganas de pasarse allí un largo rato entregado a su contemplación. Recuerdo que, en mi adolescencia, huía siempre que podía de casa de mis padres. Tenía que compartir habitación con mis hermanos y me resultaba difícil encontrar un rincón silencioso y tranquilo donde leer, escribir o simplemente dejar pasar el tiempo. De manera que los bancos callejeros fueron mi refugio. Incluso les ponía nombre. Y escogía según la hora o el tipo de día uno u otro. Aunque en realidad todos fueran iguales. Prefería, eso sí, los de madera a los pétreos. Mucho más cálidos y amigables. Allí el tiempo adquiría otra dimensión. Veías pasar la vida a ras de suelo. Los tipos humanos, las conversaciones. Tomaba ideas y me sentía transportado a otros lugares aunque no me moviera de mi barrio. Aquellos bancos eran una especie de buques del pensamiento y la imaginación. En algunos dejé escrito mi nombre, como una muestra de cariño. Y todavía hoy, cuando paso por el lugar donde estaban, me acuerdo de ellos con afecto. Han aparecido nuevos tipos de bancos, más pequeños o dispuestos de otra manera. Pero uno siempre buscará bancos semejantesa los del pasado. Los encuentras en algunas plazas no modernizadas, o en el agradable edificio universitario de Sa Riera, que es como un refugio del banco antiguo. Si la gente de hoy en día dejara de mirar tanto el móvil y se sentara durante un largo rato en uno de esos bancos. Sin nada que hacer. Solo pensando y observando. Si eso fuera posible, las cosas irían mucho mejor. AMOR DE VENTILADOR Estos días convivimos a la fuerza con el ventilador. Incluso los que se han pasado al aire acondicionado acaban, en un momento u otro, enfrente de las aspas volteantes. Sorbiendo el aire. Descansando de la presión de tanto calor. Sin embargo, el ventilador es un personaje complejo. No es fácil mantener buenas relaciones con él. En primer lugar, porque no todos los ventiladores son iguales. Los hay de gran cilindrada, que parecen motores de avión. Potentes, pero al mismo tiempo un poco arrogantes y creídos. Parecen estar diciendo: "Aquí estoy yo" a cada instante. Te lanzan su chorro a toda velocidad. Arrastran los papeles, te dan en la cara. Refrescan, es verdad, pero al mismo tiempo causan el efecto de un pequeño vendaval. Hacerlos propios y amigables es difícil, porque no aceptan término medio. O los aguantas o no hay ventilador. Caso diferente es el de los ventiladores más caseros. Esos de pequeño tamaño, que pueden colocarse en cualquier sitio. Los enciendes y producen más ruido que fresquito. Pero al mismo tiempo son como una compañía agradable. Giran de un extremo a otro como con timidez. Nunca se imponen a la fuerza. Y al final los pones en marcha más para hacerte compañía que para refrigerarte. Son compañeros del verano. Luego están los ventiladores excéntricos. Esos que sacan un chorro imprevisible. Se mueven espasmódicamente. Y nunca sabes exactamente cómo ponerlos. De esos tienes que hacerte amigo. Cultivar ese amor ventilador, que finalmente logrará el milagro de la avenencia. Porque no hay nada peor que un ventilador enemigo. Personalmente, me gustan los ventiladores de techo. Me recuerdan a muchas películas. Y cuando giran lo hacen con la majestad de un águila pescadora. Con un zumbido sordo, solemne. Su aire es leve y sutil, no tan direccional. Y te arrullan como si estuvieses en el trópico. Y es que cada ventilador tiene su corazoncito. ANTIGUO BARRIO La vida resulta diferente según el historial inmobiliario de cada uno. Mucha gente ha residido siempre en la misma vivienda. "Ca nostra" tiene para ellos un significado único, monolítico, existencial. Desde los años de la infancia hasta la actualidad habitando la misma geografía. Las mismas habitaciones, escaleras. Y sobre todo, el mismo barrio. Pero luego están aquellos a los que la vida ha ido derivando de casa en casa, de barrio en barrio, a veces incluso de ciudad en ciudad. Para ellos, "Ca nostra" tiene un significado mucho más corto. Se refiere solo a la actualidad. Y deja en puntos suspensivos otras "Ca nostras" perdidas en el recuerdo. Son estos últimos los que pueden sentir una emoción bien singular. Bastante triste, pero al mismo tiempo intensa y poética. La vuelta al antiguo barrio. Si la vida va cambiando por sí misma, y nos ofrece todo un catálogo de variaciones y desapariciones vayas donde vayas, en el caso del antiguo barrio la sensación se acentúa aun más. Llegas a él con una unción casi religiosa. Esperando encontrar en todo aquello que dejaste. Las tiendas, los vecinos, la vida callejera... Pero el antiguo barrio se ha trasformado tanto como tú. Muchos de los comercios han cerrado. Han abierto otros bien distintos en su lugar. Algunos vecinos te sorprenden, porque han sobrevivido a las mudanzas. Pero otros muchos tampoco están. Te paseas enumerando todas y cada una de las cosas que formaban parte de tu recuerdo, como si pudieses verlas todavía. Pero no dejan de ser ilusiones fantasmagóricas. Sólo reales en tu imaginación. El antiguo barrio te demuestra una de esas grandes verdades a las que nos solemos resistir. Cada minuto, cada día se lleva algo de lo que conocemos. Empezando por elementos de nuestra propia personalidad. El tiempo jamás pasa en balde. Y es curioso que, frente a ello, siempre nos resistamos. Siempre queramos creer que somos los mismos que en el pasado, y que nuestro mundo también pervive igual. Como el antiguo barrio. BAR DE HOTEL Uno forma parte de la población amante de cafés y bares. Porque una parte importante de tu vida transcurre en ellos. Aunque a primera vista parezca marginal, si acabas sumando el tiempo que estás en estos locales, te das cuenta de su relevancia. Aunque pocas veces teoricemos sobre ello. Un lugar turístico como Palma tiene un recurso muy importante en este terreno. Aparte de los bares de siempre (cada vez más escasos), los cafés modernukis, los locales con nombres en inglés, los de diseño... Además de todos ellos existe una categoría que pocas veces sabemos apreciar: los bares de hotel. Puede pensarse que las cafeterías situadas en un establecimiento hotelero son propias de este. Pero no es cierto. La mayor parte de las veces resultan locales abiertos, accesibles para cualquiera. Allí reside su encanto. Los bares de hotel suelen estar bien cuidados. Es difícil que sean ruidosos o que tengan grupos gritones en su interior. Los aseos están limpísimos. Huelen a desayuno o a buffet. Sus camareros son profesionales y atentos. Y sobre todo, potencian tu ensoñación interior. Me gusta pasar largos ratos en alguno de esos lugares. Porque ves entrar y salir a los clientes. Hombres de negocios, parejas. Al rato, tú también te sientes un poco turista. Recuerdas aquella estancia en el hotelito de Madrid o de París. Experimentas esa ligera ingravidez geográfica que proporciona el encontrarte lejos de tu casa. Aunque no hayas salido de ella. El bar de hotel te remueve los recuerdos. Te provoca ganas de viajar. Te hace simpatizar con los otros clientes, que buscan en ese bar un refugio más o menos conocido en medio de una ciudad en la que se sienten extraños. Y por un rato, puedes imaginarte como ellos. Y compartir la misma sensación de ajenidad y distancia. Cuando por fin acabas tu consumición y pagas, sales respirando hondo. Miras la calle (que puede ser que sea incluso la tuya) y es como si acabases de regresar de un viaje con el Transiberiano. Los bares de hotel renuevan tus neuronas de viaje. Sin necesidad de irse lejos. Y por el sencillo importe de un café solo. BARANDILLAS La ciudad está compuesta por muchos elementos. Algunos resultan evidentes y bien visibles. Como las iglesias, los conventos, los campanarios, los portales, las estatuas... Pero también la realidad urbana está compuesta por elementos más discretos. Que nos pasan muy a menudo inadvertidos. Pero que forman parte de nuestra experiencia ciudadana. Como las barandillas. La exposición "Baranes de Palma", que presenta Luis Moranta en el local de Arca, nos descubre un mundo apasionante. Y que hemos tenido siempre al alcance. Esos forjados que cierran los balcones han conocido diferentes formatos y diseños. Generalmente debidos a la imaginación de los artesanos del hierro forjado. Fustes retorcidos, estriados, con apliques de flores, arqueados, con capiteles... Muchos de nosotros, ni siquiera nos habremos fijado en la barandilla de la ventana. Y cuando tomamos consciencia de ella. Cuando nos damos cuenta de que ahí hay un diseño y una forma. Cuando la comparamos con otras diferentes o similares, es como si descubriésemos un mundo nuevo en nuestro propio espacio. Y a partir de ese momento, no podremos circular por la calle sin mirar furtivamente las barandillas de las casas. Este elemento forma parte del "rostro" de la casa. Lo define de una forma clasicista, sobria, barroca, modernista, alambicada o funcional. Se conjuga con el material de piedra o ladrillo de una forma perfecta. Porque el material de construcción es masivo, uniforme, regular. Mientras que la barandilla parece jugar,bailar. A veces imita las ondulaciones de una llama. O el movimiento de las hojas en los árboles. Lo estable frente a lo ligero. La forma rotunda frente a la forma caprichosa. Estos pequeños detalles, que no son pequeños, necesitan de estudios así. Porque son extremadamente frágiles y desaparecen con facilidad. Y una casa que ha perdido sus barandillas antiguas, que las sustituye por otras más modernas o utilitarias, ya es otra casa. Y nadie valorará el cambio si alguien no ha catalogado previamente las "baranes de Palma". BARBERÍAS Cuando contemplas las cosas con cierta perspectiva, te das cuenta de que la ciudad sufre modas repentinas. Recordamos por ejemplo la edad de oro de los vídeo-clubs. En cualquier rincón se abría un establecimiento de este tipo. Hasta el punto de competir más de uno en un territorio bastante reducido. Llegaron luego las tiendas de empeño de oro. Y también crecieron y se extendieron por amplias zonas. Lo mismo que los locales dedicados a los cigarrillos electrónicos. Son expectativas económicas que trasforman esa parte más cambiante de nuestras calles. Esas tiendas que, frente a otras que son más inmutables, cambian de destino con facilidad. Son metamórficas, metempsicóticas. La última moda, la que arrasa en estos momentos, es la de las barberías. Durante mucho tiempo, las barberías - de público masculino por antonomasia - estaban en extinción. Quedaban unas cuantas, regentadas a veces por peluqueros venerables. De toda la vida. Esos que se sabían todos los chismes del barrio y miraban con melancolía detrás del cristal. Parecía que iban a desaparecer del todo, cuando el negocio se ha rehabilitado repentinamente. Primero fueron los "hipsters". Que con el cuidado de sus luengas barbas necesitaban lugares apropiados para ellos, y al mismo tiempo representaban una demanda de calidad. Pero, en estos momentos, las barberías con sus barras tricolores crecen por doquier. Frente a los precios de los "estilistas", ofrecen unos niveles auténticamente populares. Y son centros de cita para colectivos procedentes de otras nacionalidades. Y también para esos jóvenes que se cuidan primorosamente el corte de pelo, semana tras semana. El veterano barbero de siempre ha dado paso a nuevos barberos latinos, africanos, chinos, magrebíes. Y también a cadenas y franquicias basadas en ese servicio rápido, sencillo y barato. Barberías que se concentran sobre todo en la periferia del centro. Y que constituyen la última ola del comercio en Palma. BARRIO Hay muchas cosas de las que solo eres consciente cuando las pierdes. Durante muchos años, nunca me planteé la noción de barrio. De hecho, he cambiado varias veces de zona. He vivido en el casco antiguo. Calles silenciosas y persianas cerradas. Puertas grandes con patios y placas con los nombres de médicos y abogados. Me saludaba la empleada del colmado de la esquina. Y en el bar de la plaza me sentía un poco como en mi casa. He vivido en Son Armadams y el Terreno. Esas calles con jardines, villas y chalets. Los bares de hoteles, los residentes extranjeros. Me gustaba ir a los mismos bares y cenar de vez en cuando en un pequeño restaurant francés. He vivo en las zonas del Eixample, fuera de las Avingudes. Con sus bares ruidosos, sus tiendas lentas y antiguas. La misma gente paseando cada día. Asomándose al balcón, sacando al perro. Te sentías como uno más, amparado por esa especie de red social invisible que nos unía a todos. Hoy, la vivencia de barrio en la Palma más céntrica está amenazada. Y eres consciente porque de repente piensas en ella. Te das cuenta de que los comercios de siempre ya han cerrado. La mayoría de las tiendas son de ropa, jamonerías, heladerías, souvenirs. "Això és el que tenim", te dicen encogiéndose de hombros. "D'això vivim". Pero en esas calles apenas conozco a nadie. Ni siquiera a esa población forzada de los camareros, que siempre han sido un referente de humanidad. Y que te ayudaban a reconocerte en ese proceso inalterable del paso del tiempo. El concepto de barrio como "pequeño pueblo". Con su plaza central, sus bares emblemáticos, sus tiendas tradicionales. Las personas con las que te cruzas cada día. No sabes quién son pero conoces su vida. Esa complicidad un poco geográfica y un poco social. El barrio con refugio y también como elemento diferenciador. Esos barrios cada vez se van más lejos del centro. Y dejan detrás suyo una ciudad un poco sonámbula. Deshabitada, sin raíces. Si no nos podemos reconocer en nuestro barrio, ¿dónde lo haremos? BORDILLOS Cada vez que paseo por las calles del centro, recuerdo aquella infausta época en que se retiraron las piedras de los bordillos. Como en tantas ocasiones, las protestas fueron en vano. Y los bloques de piedra noble, gastada por los años pero artística y casi partenónica, fueron sustituidos por infames piezas de cemento o por granito. Afortunadamente, se tomaron más tarde medidas para asegurar que, al menos, muchos de esos bloques fueran reutilizados en obras emblemáticas. Y los encontramos en lugares monumentales, acordes con su carácter. Pero si una cosa tiene precisamente esos bordillos históricos es que son solemnes sin necesidad de solemnidad. Es muy fácil apreciar el valor de una pieza que forma parte de una iglesia, un castillo, una muralla. Porque el propio conjunto la realza. Le da valor. Lo difícil es lograr la brillantez y el mérito en algo tan humilde y cotidiano como es el suelo ciudadano. Darle categoría a lo más sencillo. Los bordillos están tallados por el escultor anónimo del tiempo. Se aprecian sus superficies desgastadas, lustrosas. Sus relieves y oquedades calizas. Y ello no es obra de un solo artista o "picapedrer". Sino del paso de miles y miles de personas. Gente anciana, jóvenes, soldados, mujeres con sus bebés, niños jugando, matrimonios, funcionarios... Todos y cada uno de los habitantes de la ciudad a lo largo de muchas generaciones han modelado ese suave relieve. Ese brillo opaco. Esa superficie ligeramente gastada. Y en cierta manera, han dejado algo de ellos en los bordillos. Sus problemas, sus alegrías, sus dolores. Los bordillos de la ciudad antigua son la ciudad en sí misma. Contienen su hálito y su historia, sin la pretenciosidad de los edificios oficiales. Sin el egotismo de un artista genial. Colocados en los sitios más castigados por el viento y la lluvia. Por el paso de los carros, de los coches, los autobuses. Es difícil igualar la belleza de las cosas reales y sencillas. BRIDAS Vivimos la cultura de las bridas. Algo desconocido hasta hace pocos años, pero que hoy se ha convertido en una auténtica necesidad cotidiana. ¿Que un cuadro no se puede enderezar? Brida. ¿Hay que fijar un toldo? Brida. ¿Tienes que colgar algo del techo? Brida. Junto a la cinta americana, las bridas se han convertido en el instrumento de los manitas y maestros del bricolage. El mecanismo es tan sencillo que parece mentira que no se hubiese inventado antes. Una cintilla con un cierre minúsculo. Pero que, una vez activado, no hay manera de deshacer. Claro que los torpes solemos colocar la lengüeta de la brida al revés. De manera que al menor impulso, zas, se abre. Incluso siendo un mecanismo muy simple tiene sus secretos. Pero la brida ha ido adquiriendo rasgos antipáticos a medida que pasa el tiempo. Las vemos utilizadas como esposas, para inmovilizar a las personas. Como instrumentos de tortura. Unos sustitutos postmodernos de las cadenas de toda la vida. Parecen más inocuas, pero no lo son. Bien apretadas cortan como un cuchillo. Se clavan en la piel. ¿Quién no tiene en su casa un manojo de bridas? A veces las contemplas en su envoltorio. Alineadas, inocentes en apariencia. Esperando el destino que les espera. Y piensas que, en realidad, la brida es un recurso de chapuza elevado al máximo nivel. En lugar de los artísticos nudos marineros, de los cuidadosos encolados, de las fijaciones artesanales, las bridas ofrecen una soluciónrápida y concluyente. En realidad, las bridas representan muy bien los valores de esta época que vivimos. Soluciones instantáneas, sencillas, comerciales. Sin complicarse demasiado la vida y con posibilidad de emplearse en diferentes usos. Y una vez amortizadas, un desecho más plastificado de esta cultura del desperdicio que entre todos hemos creado. Yo, la verdad, no me imagino al astuto Ulises atándose con bridas al palo mayor para no escuchar las sirenas. Entre otras razones porque no se hubiera podido desatar nunca. CALLES NO ILUMINADAS La iluminación navideña representa una transformación de la ciudad. Por unas semanas, las calles cambian de aspecto. Se llenan de un reflejo multicolor, una claridad luminiscente que da alegría a los rincones. Como si de repente, cada esquina ciudadana se hubiese convertido en un hogar. Un centro de vida. Una visión acogedora. Ahora bien, ese fenómeno también tiene su otra parte. Recuerdo que el año pasado alguna calle no iluminada colgó unos papeles de los árboles. Con unas bombillas dibujadas. Y una leyenda que decía algo así como "Nosotros también queremos iluminación navideña". Porque es cierto. Directamente proporcional a la alegría que proporcionan esas luces a las calles que las tienen, las otras aparecen tristes y oscuras. Pasar de una vía engalanada a otra desnuda produce un sentimiento de tristeza. Como si el alumbrado festivo fuera en realidad solo una cara de una realidad diferente. Con sus rincones negros, portales cerrados y ventanas apagadas. Naturalmente que no se puede pedir al Ayuntamiento que ponga luces navideñas en toda la ciudad. De manera que es un tema difícilmente resolvible. Seguirá habiendo calles de primera y calles de segunda, en lo que respecta a la iluminación navideña. Pero eso no deja de hacernos suspirar por una visión diferente de la Palma nocturna. Cuando cae la sombra, solo las avenidas con muchos comercios y tiendas lucen alegres. Las más recoletas o peatonales se convierten a veces en una especie de escenario expresionista. Con las sombras de las farolas en el pavimento. Los ajedreces de oscuridad. Y una sensación de vacío creciente a medida que cierran los bares y comercios. Todo ello nos hace pensar en los tiempos en que apenas unas pocas luces cubrían de noche la ciudad. Todo eran sombras de ladrones, contrabandistas y furtivos. Una realidad urbana bien distinta a esa de las calles navideñas. Alegres por la noche, por una vez al año. No en vano la luz ha sido siempre sinónimo de calor de alma y conocimiento. CAMISAS PERDIDAS No sé si le pasa a todo el mundo, pero las camisas se me acaban perdiendo en el abismo de lo desconocido. Mira que se trata de una prenda bien próxima. Convives con ella día a día. La buscas y escoges según las circunstancias. Y así como resulta difícil que recuerdes tu stock de calcetines o de ropa interior, siempre conservas un recuerdo de las camisas de tu vida. ¿Por qué entonces desaparecen? Ocurre cuando miras fotos antiguas. Y te dices: "Ostras, es verdad. Aquella camisa a cuadros tan chula. ¿Dónde fue a parar?". Cuando te cambias de casa, cuando viajas, todo tu ajuar va migrando contigo. Pero no acabas de ser consciente. Y determinadas prendas, como las camisas, viven su propia existencia. Tienen su momento de gloria. Cuando te las pones para una ocasión importante. Cuando te acompañan y convives con sus colores, su forma, su tacto. Pero luego, los avatares de la vida se suceden. Y, la verdad, de lo último de lo que estás pendiente es de las camisas. Vienen otras. Las antiguas se hacen viejas. Las pierdas. Las abandonas. Las olvidas. Hasta ese día en que ves la foto y de repente visualizas toda su historia. "Sí, la compré en aquella tienda de tejanos que había cerca de Cort. Me venía un poco grande pero era muy cómoda. Tenía unos bolsillos grandes. ¿Por qué no la conservo?". Muchas veces he pensado que el guardarropa tiene vida propia. De la misma manera que los calcetines muestran una perversa tendencia por desparejarse y quedarse viudos, las camisas parecen sufrir una tendencia fuguista. Quizás sean muy sensibles y cuando ven que ya no las necesitas ni les haces caso, se ofendan. Y antes de quedar como una presencia inerte en un rincón del armario, prefieren salir sigilosamente una noche. Y sin despedirse, irse a Dios sabe dónde. Quizás al refugio de las camisas olvidadas. Esas camisas perdidas no dejan de ser una metáfora de la cantidad de las cosas que vamos perdiendo y olvidando a lo largo de la vida. CANTORES DE LA MAÑANA Nadie negará que uno de los problemas de la cuidad son los ruidos. Esos sonidos indeseados, que se cuelan dentro de la casa. A veces te denotan retazos de la vida de otras personas. Otras, la actividad mecánica de operarios o máquinas. Cuando no son estruendos, arrastramientos, golpes... Pero también ocurre lo contrario. Lo que te llega de afuera no es agresivo, sino sugeridor. Y en cierta manera se convierte en un complemento enriquecedor. Un plus. Un atractivo inesperado. Recuerdo la época en que viví en la zona de Canavall. En la planta baja, la señora Catalina salía casi cada día a tener la ropa en su patio. Y entonaba canciones de su juventud con buena voz y notable afinación. Yo, que a esas horas generalmente dormía, me despertaba entre letras de cuplé o de copla. "Un pollito que la vio/ para el baile la invitó/ y salieron a bailar..." La presencia de alguien que canta de buena mañana da buen rollo, como se dice ahora. Es algo alegre, desenvuelto. Una invitación a vivir plenamente el día. Últimamente, desde mi ventana escucho a un vecino que sale cada día a pasear a la perra. Y mientras espera que el animal haga sus cosas, va cantando con voz zumbona: "Lo, lo, looo". Si me he acostado tarde, supone una especie de dulce despertador. Una revisitación agradable. Te coloca en el día a día. En esa dimensión un poco intemporal que es la rutina. Las cosas que se repiten cada día. Y que hacen sentir un poco más perdurable, defendido, seguro. Mientras la funesta manía de poner vídeos o música a toda mecha desde el móvil es intrusiva y cabreante, esos desconocidos cantores de la mañana nos devuelven a la esencia misma de la sociedad. A los tiempos en que los hombres y mujeres del campo se acompañaban de canciones y música para emprender el día. Representan una apelación a la humanidad de siempre, y no a las máquinas chillonas. Qué cosa más sencilla para ponerte de buen humor que escuchar a alguien canturreando por la mañana. CARGADORES Hasta ahora, teníamos un ajuar mínimo para los desplazamientos. La muda de ropa interior, el cepillo de dientes, un peine... Pero con la aparición del móvil ha surgido un nuevo personaje. Imprescindible, tiránico. ¡El cargador! Me impresionaron las imágenes de un grupo de refugiados sirios en tierras centroeuropeas. Mientras rechazaban ostensiblemente las botellas de agua que les tendían los sanitarios, se arrojaban sobre los enchufes para conectar los cargadores. Ello significaba el hecho de estar conectados. De hablar con los suyos. Era el último vínculo que les quedaba. De manera que el cargador se ha arrogado una posición de privilegio. En medios de transporte modernos, siempre hay un conector para recargar el móvil. Las habitaciones de hotel han de prever ese enchufe estratégico donde aplicar el cargador. Viajar con el móvil a baja batería es un poco como hacerlo con un bebé. Siempre estás buscando donde recargar. Incluso en los lugares y las circunstancias más inverosímiles. Angustiado. Como si fuera tu vida en ello. Es por esa razón que se han inventado esas baterías portátiles, que al menos solucionan provisionalmente el problema. Pero el hecho es que el hombre del siglo XXI puede emular la célebre frase de Ortega y Gasset. Y afirmar: "Yo soy yo y mi cargador". Como objeto, el cargador es más bien poca cosa. Un cablecillo y un pequeño cabezal. Pero nos acompaña en todos losdesplazamientos. Terminamos por saber para qué aparatos es compatible y para cuales no. A veces, nos obliga incuso a llevar dos al mismo tiempo. Para los diferentes ingenios electrónicos. El cargador es el mejor símbolo de la fragilidad de esa cultura intercomunicada que vivimos. Donde todo se apoya en el convencimiento de que los recursos son inagotables. todo se basa en la obsolescencia programada. En los cambios de modelos. En los trucos para hacerte gastar más. Los datos, el calendario, la agenda, las noticias, los contactos, las películas, los mensajes... Tanta cosa para un simple cablecillo y un enchufe. CASA MULET Algunos rincones de la ciudad significan para ti mucho más que otros. Porque acumulan una historia personal. Y además, su destino resulta emblemático. Representan mucho más de lo que son. He visto cómo las máquinas derribaban la antigua casa Mulet de la Plaça Gomila. Una vivienda sencilla, abandonada desde hace años. Pero que yo conocí bien. Allí vivían las hermanas Mulet, muy conocidas en todo el barrio. Yo fui inquilino de un piso suyo, cuando ya eran mayores. Eran dos señoras encantadoras: Joana y Catalina. Historia viva del Terreno, ya que habían conocido a todo tipo de personajes e historias. Eran muy "terreneras", en el sentido de vivaraces, cosmopolitas, afables. Siempre tenían algo que contar. Cada mes me acercaba a aquella casa para pagar el alquiler. Abría la verja y llamaba a la puerta, en un pequeño jardincillo que por entonces estaba ya bastante pocho. Salían poco de casa. Solo para pasar unas vacaciones en la playa de Muro, donde recogían todo tipo de objetos llegados del mar. Como quien hace colección de objetos valiosos. Un día, un delincuente logró entrar en la casa. Las intimidó para robarles. Y entonces colocaron unas grandes rejas en las ventanas, que hasta hace bien poco todavía estaban. Desde detrás decían con voz lastimera: "Mira por donde. Nos han robado, pero ahora las que estamos en la cárcel somos nosotras". Mientras, la Plaça Gomila iba transformándose, convirtiéndose en un lugar bien diferente. Mucho más bronco, abandonado y triste. Ellas seguían en la ventana. Como testimonio de los tiempos del tranvía del Terreno, de los vecinos que se conocían todos, de las salas de fiestas cosmopolitas. Luego la casa quedó cerrada y abandonada. No supe más de ellas. Pero recuerdo perfectamente la entrada, los muebles, los rincones. Todo lo que ahora una máquina se ha llevado por delante. Probablemente, acabarán levantando allí mismo algún inmueble de lujo. Cuando el Terreno deje de ser una zona olvidada y empiece a cotizarse. Pero no deja de producir tristeza ese ocaso de una barriada amable, llena de jardines y luz, de gente amistosa y locales familiares. La piqueta se ha llevado mucho más que la casa Mulet. Se ha llevado toda una época y una forma de vivir. CELAJES Hemos pasado unos días de grandes celajes. Esos escenarios celestes que se organizan en el lapso de la puesta de sol, y que sumen a la ciudad en una especie de pintura flamenca. Los celajes se tiñen de tonos muy pasteles. Desde el azul claro al rosa, pasando por un amarillo vivo, otro dorado, y algunos retazos incluso de blanco. Y esa riqueza de paleta, lo que hace es contrastar con la realidad de la ciudad. Te colocas por ejemplo en uno de los múltiples puentes que cruzan la Vía de Cintura, lugares por cierto nada idílicos, y el contrate resulta brutal. Ves el cielo enorme, con sus oleajes de nubes, sus fondos áureos, la brillantez de los rojos y los rosas. Y la ciudad se perfila como un recortable negro. Muy denso y oscuro. Salpicado por los alfileres luminosos de las luces. Es la inmensidad de la naturaleza enfrentada a la minusculez de lo inmediato. Las colas de coches con sus luces rojas de posición, sus intermitentes. Cada una de ellas nos está hablando de una historia particular. De un pequeño propósito. Mientras las mareas coloridas del cielo nos transmiten el mensaje inmemorial del Universo. Las luces de los coches se mueven con nerviosismo, como insectos luminiscentes. Los anuncios de los edificios parpadean a lo lejos, con sus colores fosfis y comerciales. Todo es mudanza y rapidez. En los celajes, por el contrario, las mudanzas son lentas. Muy lentas. El rosa se va transformando en un carmín oscuro, hasta pasar a un telón violáceo. La noche entra de puntillas en el cielo. Mientras ser recorta la silueta de Na Burguesa como un observatorio de la mundanidad. Los ciudadanos nos acostumbramos demasiado pronto a estos espectáculos del cielo. Nos mostramos indolentes e insensibles. Cuando son la pintura maestra del Cosmos. Tan llena de matices, de detalles, de intencionalidad oculta. De una belleza absoluta y libre. Y todo ello, contemplado desde un puente donde hacen cola los coches y los buses. Entre tubos de escape y ruidos. Donde la Navidad resuena a lo lejos como un reclamo comercial. Tan ajena a los majestuosos celajes de diciembre. COMPRATERAPIA En los últimos tiempos, uno sospecha que todo funciona por el consumo. De hecho, la razón de vivir parece ser la adquisición constante de diferentes productos. Uno detrás de otro. Cada uno de ellos te promete la felicidad, te ilusiona. Pero si fuese verdad, todo acabaría allí. Con una compra bastaría. De manera que una vez has hecho la compra, el interés mengua. Y aparece otra posible adquisición. Y así ad infinitum... Estas fiestas consisten esencialmente en comprar. Cenas, comidas, regalos, rebajas. Y la verdad es que resulta casi imposible sustraerse a la espiral de deseo consumista. Incluso cuando no tienes dinero, todo cuanto te rodea acaba oor hechizarte, seducirte, despertarte apetencias comerciales de todo tipo. ¿Cómo luchar contra ello? La resistencia pasiva pocas veces da resultado. Por más estoicismo que uno le ponga a su empeño, los anuncios, los amigos, los familiares, los escaparates, las músicas, los catálogos, las webs... No hay manera de que no te inoculen el veneno del deseo comercial. Descartada por lo tanto la negación frontal, sólo cabe una opción: la compraterapia. Aceptemos que todos llevamos dentro un instinto de compra, desde la prehistoria y los fenicios a nuestros días. En lugar de negarlo se trata de sortearlo. Yo recomiendo la terapia dilatada. Cuando se siente la avalancha comercial en toda regla, como estos días, busque un objeto sencillo y barato. Aunque sea tonto y no lo necesite para nada. Por ejemplo, una botellita de plástico de colonia con pulverizador. No valdrá más de un euro. Es un buen objetivo. A continuación hay que mentalizarse durante días. ¡Cuánto la deseo! ¡Qué feliz seré con mi botellita flexible de color rosa! ¡Cuántas cosas podré hacer con ella! El truco reside en dirigir el impulso libidinoso de la compra. Reconducirlo. Focalizarlo en ese objeto barato e intrascendente. Hacer que se impregne de deseo. Para que, cuando pase delante de un televisor enorme de plasma, piense: "Buf, ahora no lo necesito. Tengo la botellita flexible". Deje que pasen unos días, y cuando el impulso comprador ya le esté venciendo, vaya a la perfumería y compre por fin el ansiado frasquito. No hace falta que lo utilice, porque una vez comprado ya no valdrá nada para usted. Lo puede tirar. Lo que ha de hacer inmediatamente es buscar otro objeto placebo. Por ejemplo un cortauñas. Y así, pasar hasta que se acaben las fiestas. CONOCIDOS DESCONOCIDOS A menudo te cruzas con lectores tuyos por la calle. Ellos te comentan los escritos. Incluso te dan buenas ideas. Uno de ellos, con quien coincido muchas veces, me dijo: "Tienes que escribir algo sobre esas personas con las que te encuentras y no recuerdas su nombre. Es un problema". ¡Qué observación más acertada! Los que tenemos una profesión pública, y llevamos ya unos cuantos años ejerciéndola, acabamos por tener en nuestra memoria una sopa de caras conocidas. Vamos por la calle y nos cruzamos con alguien. "A esa señora laconozco", dice tu conciencia. Pero en ese momento, cuando intentas recordar exactamente quién es y de qué la conoces, te sale el fatídico "Error 404 file not found". Ella se detiene. Te saluda. Y mientras tú estás buscando en todos "Tus archivos" la ficha que le corresponde. De una manera a veces angustiosa, como cuando vas con alguien que deberías presentarle. Pero como has olvidado su nombre, eres incapaz de hacerlo. Y se crea una situación de lo más violenta. A veces hay suerte, y el conocido-desconocido te da una pista valiosa. Se enciende entonces la bombillita. Lo recuerdas. Y eres capaz de remediar la situación. Pero ese es un supuesto relativamente infrecuente. Lo más usual es que sigas preguntándote en silencio: "¿Quién es? ¿De qué le conozco?" durante toda la conversación de circunstancias. Hasta que te despides afablemente, para seguir haciéndote la misma pregunta durante un buen rato. A veces, el Inconsciente te da la solución un buen rato después. "¡Claro! ¡La delegada del banco!". Pero en bastantes ocasiones, su nombre y su rostro quedan sepultados en la penumbra de las cosas por dilucidar. Y cuando te vuelves a encontrar con esa persona te sientes un auténtico miserable por no recordar su nombre. El lector que me brindó la idea, trenzó la argumentación de forma impecable. "El otro día iba con mi mujer y no supe cómo presentarle a un conocido, porque no me acordaba de su nombre". Yo me puse contento. "¡Menos mal! Yo no soy el único a quien le pasa". Nos reímos los dos de nuestros errores. Y nos despedimos alegremente. Claro que no me atreví a confesarle que tampoco me acordaba de su nombre CORTINA DE DUCHA Nada tiene más poder que lo oculto. Da mucho más miedo aquello que no ves que lo que resulta evidente y palpable. Tal vez por ello, siempre he tenido un cierto pavor a las cortinas de la ducha. Puede que sea por influencia de la célebre escena de "Psicosis", que inmortalizó para siempre el terror en el plato de ducha. Pero en realidad creo que hay razones mucho más metafísicas detrás. Cuando entro por primera vez en la habitación de un hotel, lo primero que hago es mirar tras la cortina de la ducha. Es un segundo de gran intensidad. Cuando te acercas. Ves la cortina extendida. Imaginas que se mueve ligeramente, a impulsos de una respiración. Y alguna parte de tu mente fabula: "Ahora sale un vampiro. Un zombie. Un cadáver. Un asesino". Descorrer la cortina, zaaaas, y ver que no hay nada supone toda una liberación. De todas formas, cada vez que entres en el cuarto de baño no dejarás de vigilarla con el rabillo del ojo. Por eso suelo dejar siempre las duchas abiertas de par en par. Para que no se cuele ningún espectro indeseado. Pero el encantamiento también funciona a la inversa. Cuando estás en la ducha, el exterior deja de existir. Sólo la cortina y los chorros de agua. De repente imaginas que alguien puede haber entrado en la casa, sin que te hayas percatado. ¿Y si recorre todas las habitaciones mientras tú estás allí enjabonándote el pelo? ¿Y si se acerca? ¿Y si escucha el sonido de la ducha y viene hacia ti con un cuchillo tan grande como el de Norman Bates? Cualquier persona sensible siente esas prevenciones imaginarias. Porque lo oculto proyecta la sombra de todo tipo de fantasmas. Nuestra mente rellena con sus figuraciones las cosas vacías. A veces con tantos detalles que de la figuración se pasa a la pesadilla. Es por ello que las mamparas transparentes han supuesto un gran alivio. Al hacer las cosas visibles, han terminado con las tenebreces de aquello que no se ve. COSAS QUE TE ODIAN En varias ocasiones uno ha escrito sobre las cosas amorosas. Los objetos que nos quieren, nos ayudan, nos hacen sentir mejor. Pero, tal como me recuerda un amigo, también existe la parte contraria. Es decir: las cosas que te odian. Con las que mantienes una relación difícil, tormentosa, a veces nefasta. Como si un destino invisible nos hubiese atado a ellas, pero desde el punto de vista destructivo. Un gran psicólogo como fue Carl Jung saludaba a sus ollas y sartenes al entrar en su torre de Bollingen. Porque sabía que una ausencia prolongada les acababa por enfurecer. Y nada más entrar en la cocina, empezaban a caerse y crearle problemas. No sabemos como explicar nuestra relación con los objetos. Pero existe. Y en caso negativo, se demuestra de una forma bien fehaciente. Hay cosas que gustan de ocultarse. Las buscas desesperadamente y sin resultado alguno. Hasta que a ellas les apetece mostrarse. Y entonces aparecen en un lugar bien visible. Burlándose de forma bien explícita de ti. Otros objetos son hasta peligrosos. Como esos cuchillos con los que siempre te cortas. Tienes la mano llena de sus cicatrices. Y por más precauciones que adoptes, ellos esperan. Y en un instante de descuido, zas, te producen una herida. O esas tijeras que pesan demasiado. Y siempre acaban por caer. Además. no cortan bien. No sabes porqué, pero siempre vuelves a buscarlas. Aunque las odias. Y sabes que ellas también te detestan. Es una sensación enfermiza y prolongada. ¿Qué nos hace odiar determinadas cosas? ¿Es un destino previo a nuestra relación con ellas? ¿Es un mero prejuicio que surge de nuestro interior? ¿Es una provocación por parte de esos seres inanimados? Carecemos de teorías y de explicaciones. Hay plumas que siempre nos manchan los dedos. Botellas que inevitablemente caen. Vasos que se vierten. Y acabas por sentir tanto odio hacia ellos como aparentemente ellos sienten hacia ti. ¿Cómo acabar con esas relaciones tóxicas? La gente creyente las bendice. Los escépticos procuran deshacerse de ellas. Mas en vano. Porque la maldición volverá de la mano de otra cosa. LUNA LLENA EN DEIÀ Deià tiene algo de anfiteatro cósmico. El pueblo se envuelve con las laderas del Teix. A veces, las nubes se enredan en ellas como si fuesen de algodón. En invierno, las chimeneas producen un humo fino, grisáceo, que se pierde en la verticalidad del cielo. En ese semicírculo natural, se advierte enseguida la diversidad de verdes. Claros, luminosos, oscuros o mates. Y se escucha a lo lejos el discurrir del torrente. Pero es en las noches alunadas cuando se despierta un hálito mágico. La luna llena perfila los edificios y los árboles de un nimbo plateado, como si fuesen una pintura. Y reverbera en las piedras de la montaña. Y tal vez, en una ventana, un hombre se asoma para voltear una moneda de plata bajo la luna. Un antiguo conjuro para conseguir fortuna. Robert Graves, que vivió y murió en Deià, fue uno de los grandes teóricos de Deià. Especuló sobre la "influencia magnética" de la montaña en la creatividad de las gentes. Y fabuló acerca de un antiguo templo prehistórico a la luna, situado donde hoy se levantan la iglesia y el cementerio. Luna llena en Deià. El mito es una dimensión distinta de las cosas. Desde el punto de vista cotidiano, somos incapaces de presentirlo. Vivimos nuestra realidad pensando que es lo más normal del mundo. Pero después viene la historia. Lo cambia todo. Y nos damos cuenta que aquello que presenciamos era un hito único. Un episodio para la posteridad. ¡Y no supimos apreciarlo! A cuántas personas no les habrá pasado. Durante los años 80 fui un visitante asiduo de Deià. Casi cada semana pasaba unas horas en el pueblo. Comía en Can Jaume. Tomaba un café en las Palmeras. Me bañaba en la Cala o Llucalcari. Y me parecía lo más normal del mundo. Hoy, cuando visito el cementerio de Deià, me doy cuenta de lo extraordinario de aquel momento. Porque personajes con los que me cruzaba, que estaban en la mesa de al lado, hoy forman parte de la leyenda. Como una extraña comunidad espiritual, perviven en el cementerio bajo la luna llena de Deià. Por supuesto que el gran gurú de aquella Deià fue Robert Graves. Desde Can Alluny ejercía una especie de pontificado. Graves era una presencia tutora. No era fácil encontrarlo, porque en aquellos años ya estaba muy mayor. Pero en los 70 todavíarecuerdo haberle visto pasar con el "uniforme de Deià": sombrero de ala ancha, camisa ancha y "senalla" al hombro. Cuenta su hijo William que, cuando tenía problemas de dinero, salía en luna llena a la ventana. Y daba vueltas a una moneda de plata. Así fue como le funcionó "Yo Claudio". Recuerdo perfectamente la muerte de Graves, en 1985. Me tocó cubrir el entierro para el diario y nunca olvidaré aquella imagen de los familiares cargando el ataúd. La noche fría de diciembre, la luna enmascarada tras las nubes. Los perros aullando. Hoy, la sencilla tumba del autor de "La diosa blanca" y el "Adiós a todo eso" recuerda un poco a los sepulcros de los santones musulmanes. Sencilla, escueta, siempre con flores y ofrendas. Paseo por el cementerio de Deià y me parece imposible que esos nombres que leo sean solo una breve placa. Un recuerdo. Porque se trata de personajes que conocí en la Deià de aquel momento. Como el pintor Joan Miralles, que vivía en el magnífico caserón de Can Fusimany. O Ulrich Leman, creador de un expresionismo extraño y radiante. Murió a los 102 años y lo veías con su sombrero. Callado, esfingítico, recién llegado de su casa de la montaña. Acompañado de su fiel Pepe, que siempre velaba por él. En la mesa de al lado coincidías con Norman Jewison, que hacía dibujos utilizando el poso de su café. Nunca faltaba Kevin Ayers con su pose de estrella del rock. Siempre atento a las mujeres que estaban en las otras mesas. O el gran guitarrista que le acompañaba: Ollie Halsall. Con sus gafas redondas y sus melenas, era un asiduo de las terrazas. Murió muy joven de sobredosis. En la calle de la Amargura número 13 de Madrid. Era difícil no ver a William Waldren, enérgico y entusiasta. Promotor de excavaciones y del Museo de Deià. O a Frederic Grunfeld con su familia. Su biografía sobre Rodin fue una obra maestra. Pero en cierto modo le costó la vida. Murió en el viaje de vuelta de Nueva York. Después de presentarla. Una presencia impresionante era la de Mati Klarwein. Alto e imponente, con su sombrero y la cesta. No podías creer que estuvieses al lado al creador de portadas para Santana o Miles Davis. Dando un paseo con sus hijos antes de volver a su refugio de Son Rullan. Claribel Alegría, la viuda de Cortázar Aurora Bernández, músicos como Mike Oldfield, Eric Burdon o Joan Graves, llenaron las noches de Deià de luz y creación. Era otro mundo, bien distinto al actual. Era otra Deià. Cuando la Luna llena recortaba los perfiles del Teix. Y en alguna ventana, alguien salía para voltear una moneda de plata. LAS DESPEDIDAS Las despedidas siempre son especiales. Pero hay lugares y momentos en que adquieren una dimensión casi metafísica. Te llegan al fondo del alma. Como si te estuviesen enseñando una lección muy importante de la vida. Hace años, se puso de moda largar cintas de papel higiénico cada vez que salía el barco. Era toda una metáfora del cordón umbilical que te une a la tierra. La ruptura lenta, ritual, del lazo antes de emprender el viaje. Una hermosa despedida. Hoy, ya no es posible. También se despedía la gente incluso en el aeropuerto. Cuando el público subía a una terraza y veía a los pasajeros caminar hasta el avión. Daba tiempo a agitar la mano o el pañuelo. ver la pequeña silueta embarcándose hacia la travesía. Las medidas de seguridad y los modernos protocolos hacen más difíciles esas despedidas tan poéticas. Pero todavía se conserva una. La despedida en Cabrera. Cuando sales de la isla, después de recorrer sus parajes. De vivir esa naturaleza intensa, ensimismada y tan llena de imágenes románticas. Cuando te encaminas hacia la civilización habitual, después de vivir por unas horas en una especie de isla fuera del tiempo. Donde todo es diferente. La gente, el sentido del tiempo, la forma de concebir el espacio. Vas hacia la barca, y algunas personas se acercan al muelle a decirte adiós. Y ese es un verdadero adiós. Una despedida real. Porque se rompen dos mundos. La barca enciende motores, y contemplas por última vez las cuatro casas del puerto, el castillo, la vegetación moteada, las rocas, el azul pastoso del agua. Sientes que dejas algo tuyo allí. Mientras algunos curiosos, algunos amigos, se acercan para darte esa despedida que a cada braza es más definitiva. Cuando la barca enfila la bocana, ves como se aleja el microcosmos de Cabrera. Y piensas en la gente que pasará la noche allí. Mientras el faro de Ensiola barre la cumbre del Picamosques y resuenan las olas en el exterior. Te sentirás tan lejos de todo eso, que no podrás evitar una profunda nostalgia. Una pena sutil. En eso consiste una verdadera despedida. DETRÁS DEL VIDRIO Día de lluvia y viento. Días de ventana. El otoño es una estación perfecta para acudir a nuestro café de referencia. Ese local que ya conocemos, y que ha de tener una vidriera más o menos grande. Una pecera desde la que se contemple la calle. Para sentarse allí, soplando sobre el café cortado. Y dejarse embargar por la melancolía. El espectáculo de la lluvia resulta diferente desde un bar. En casa siempre estás temiendo por las persianas, la ropa tendida, las macetas. La lluvia supone siempre una cierta amenaza. Sobre todo cuando cae con furia. Como si fuese a romper los cristales. Pero desde la pecera de un café, qué distinto parece todo. La lluvia se ajeniza. Se convierte en algo más distante, pictórico, cinematográfico. Contemplas como las gotas caen sobre los coches aparcados. Como rompen el espejo de los charcos causando círculos concéntricos. Pequeños mandalas meteorológicos que se repiten en el asfalto, los tejadillos, los alcorques. Esa lluvia convertida en espectáculo opera el gran contraste entre el interior del local, con gente, luz y animación, y el exterior gélido y desabrido. Con gente corriendo, o luchando con el paraguas. Sientes entonces esa hostilidad escondida de los fenómenos naturales, que cuando se desatan te convierten en un ser indefenso y minúsculo. Las otras mesas, las voces, el olor del café, te proporcionan la dosis de humanidad. de solidaridad de especie. De refugio frente a las inclemencias del tiempo y del destino. Qué pena toda esa gente que no hace más que mirar el móvil. Y se pierden la sinfonía de la lluvia y el viento. El espectáculo de la calle como un espacio poco transitable. Mientras dejas pasar el tiempo lentamente, de una manera densa y plena. Sin necesidad de mirar mensajes ni practicar juegos virtuales. Que pena de cultura que necesita de una pantalla para leer la realidad. Detrás del vidrio, está el mundo. Que a veces también es frío, inclemente y amenazador. DICCIONARIOS Poco podía imaginar Leonard Kleinrock, uno de los inventores de Internet, que su descubrimiento iba a atestar un golpe mortal a algo que parecía inmutable: los diccionarios. En los últimos tiempo, si le preguntas a un niño qué es un diccionario te mira con expresión asombrada. "¿Un diccio.. qué?". Nadie busca nada en diccionarios. Todo está en Internet. Sin lugar a dudas, la Red ha supuesto un avance impensable en el conocimiento. Gracias a herramientas como Google o la Wikipedia, buscar datos está chupado. Cuando recuerdo la época en que para saber una fecha de nacimiento o una biografía tenías que recorrer bibliotecas y hemerotecas, me doy cuenta de la revolución. Claro que para la generación actual, es lo más normal del mundo. Y no le dan la menor importancia. El diccionario era, como la enciclopedia, un puntal de la investigación. Debías tener uno bien a mano y consultarlo con frecuencia. Era obligado. Ahora basta con abrir otra pestaña del ordenador. Ahora bien, con ello se ha perdido también una forma de lectura. Porque el diccionario no sólo era una fuente de consultas. También es un paisaje de conocimiento muy especial. Uno siempre fue lector de diccionarios. Por ejemplo, el "Diccionari català-valencià-balear" de Alcover-Moll te ofrece unas posibilidades infinitas. No hace falta que busques nada en concreto. Basta con abriruna página al azar y leer las entradas. Todas están llenas de interés, de curiosidades, de saber popular y literario. Así como una novela o un libro de ensayo te atrapa con una lectura progresiva, lineal, envolvente, el diccionario te ofrece la experiencia corta. Intensa, variada. El mariposeo cultural más absoluto. Puedes abrirlo o cerrarlo en cualquier momento. Ir hacia adelante o hacia atrás sin perderte nada. Es como ir abriendo ventanas sobre el saber, que puedes cerrar cuando quieres. Ahora, de vez en cuando me encuentro diccionarios y enciclopedias tiradas en el contenedor de la basura. Un espectáculo que produce infinita tristeza. Triste civilización la que tira diccionarios y enciclopedias como si fuesen cosas inútiles. LA LLEGADA DEL "DIMONIOS" Este verano no me muevo de Palma. Y con el calor, cuando llega la tarde sientes el impulso irrefrenable de buscar el mar. Una terraza con vista a la bahía, una caña, un poco de cielo. Y es así como he recuperado una práctica que hace muchos años había olvidado. Ver llegar los barcos. He viajado bastantes veces en el "Dimonios". Un ferry que me hace gracia por el nombre, pero que como pasajero me gusta bastante. Tiene algo de los antiguos buques. El olor, la disposición, los espacios exteriores. No te avasalla con músicas, bebidas y televisión. Es deliciosamente monótono durante la travesía. Buscas los rincones para otear delfines. Te sientas en un banco para ver desfilar Sa Dragonera. Es una forma de viajar más plena y más tranquila. Por eso, descubrí que desde la terraza de las tardes puedo ver entrar cada anochecer el "Dimonios" en Palma. Es una sensación extraña. Allí estás tú, sentado en tierra. Y ves desfilar su perfil. Con las lucecitas encendidas, la chimenea blanca y roja. Escuchas incluso la voz de la azafata con la que has hablado tantas veces. Hay días en que el vientecillo te trae ese olor a gasoil y bodega que exhala el barco. Es como un viaje a la inversa. Imaginas la travesía, que tan bien conoces. La salida de Barcelona, con la brumilla y la ciudad perdiéndose al fondo. El cruce con los grandes barcos que van hacia la costa levantina. Las horas de alta mar, con un cielo enorme y las olas con sus plumeros blancos. Y luego la anunciación de la isla como un relieve apenas intuido. Hasta que se dibuja con precisión. Mallorca, llegando desde Barcelona, no ha cambiado mucho desde la prehistoria. No se advierten rastros de poblaciones. Sólo montañas y acantilados. Parece la isla desierta que descubrieron algunos navegantes osados hace ahora quizás unos 5.000 años. La gente ignora el espectáculo de la llegada del barco. Pero tiene gran metafísica. Nos recuerda que somos isla. Nos une espiritualmente con viajes realizados o soñados. Nos coloca en el mundo. Viajas, aunque estés sentado con tu caña. En tierra firme. DISTANCIAS No es del todo verdad que la línea más corta entre dos puntos sea la recta. Muchas veces, un itinerario geográficamente corto se nos hace interminable. Y otro mucho más largo parece transcurrir con más velocidad. La distancia no sólo es física. También posee un componente psíquico importante. Aunque generalmente no lo computemos. Es fácil comprobarlo con la gran diferencia de escalas que ofrecen la ciudad y el campo. Cuando estás entre colinas, caminos, playas, campos de cultivo, los puntos que marcan las distancias parecen alargarse mucho. Miras al otro extremo de un arenal, por ejemplo. Y psicológicamente te parece lejísimos, porque has de atravesar diferentes realidades. Una zona de casas, un puente, unas dunas. El espacio es discontinuo, y a cada transición le otorgas una lejanía mental. En cambio, en la ciudad ocurre todo lo contrario. Al ser una realidad homogénea, que se desarrolla sin apenas interrupciones, las distancias no se te hacen tan largas. Ir de un lado a otro de la playa de Es Trenc, por ejemplo, te parece una heroicidad digna de ser contada a tus amistades. Y eso que son algo más de 3 kilómetros. En cambio, el día en que te despistas vas del Molinar a Portopí sin darte cuenta. Y no dirías que es ninguna aventura, a pesar de que has recorrido prácticamente el doble. La continuidad de los escenarios diluye los cambios y las transiciones. Es un principio psíquico que no hay que olvidar. Tal vez por ello, los que vivimos en espacios insulares acabamos por desarrollar una escala de distancias bien diferente a los peninsulares. Allí, una persona puede salir tranquilamente en coche de Barcelona para ir al sur de Francia sin pensarlo dos veces. Aquí, reflexionamos hondamente si nos hemos de desplazar de Palma a Alcúdia. Nos parece una distancia mucho más inalcanzable. Casi como para quedarse a dormir antes de regresar. La mente nos delimita los espacios y las distancias. En muchas ocasiones hay mirar más el interior de uno mismo que el cuentakilómetros. DOCTOR GOOGLE Internet ha revolucionado muchos hábitos de nuestra vida cotidiana. Desde las relaciones personales al conocimiento. Pasando también por la hipocondría. Antes, cuando a uno le dolía un poco la espalda lo habitual era consultar con algún amigo. "Oye, tengo un pinchazo aquí..." Tu amigo contestaba: "Uf, sí. Yo tuve el año pasado. Es lumbago". Y te quedabas tan pancho. Ahora, sin embargo, casi nadie pregunta a la abuela o los amigos. Todo el mundo se acuerda del doctor Google. Internet se ha convertido en el consultorio médico más consultado de la historia. Y también uno de los más peligrosos. Al primer síntoma, uno tiene la tentación de utilizar el buscador. Basta con poner "dolor de espalda". Y de repente surgen centenares de entradas dándote indicaciones y diagnósticos sobre tu presunto mal. Se despliega el mapa más terrible de males de todo tipo. Con los ojos muy abiertos vas repasando las diferentes hipótesis. Lumbago agudo, desviación de la columna, infección renal, úlcera de estómago, infarto de miocardio, cáncer de huesos... El lector incauto se queda paralizado ante todo ese exceso de información. Hasta el punto que su umbral perceptivo se bloquea y sólo busca las palabras más catastróficas: incurable, causa de muerte, operación, alto riesgo, degenerativo... Es como si su mente, al enfrentarse a tal alud de datos médicos, perdiera los nervios y buscase exprofeso los ítems más alarmantes. Así hasta que cierras el ordenador con un sudor frío. A punto de correr a urgencias. Convencido de que te quedan pocos días de vida. El doctor Google ayuda a mucha gente a comprender mejor los temas sanitarios, pues da acceso a toda una serie de informaciones que antes resultaban inalcanzables. Pero al mismo tiempo puede convertirse en un veneno mortal para todo hipocondríaco. Enganchado a docenas de páginas médicas, consultas de doctores y revistas especializadas, de las cuales solo entiende la mitad. Lo suficiente para aterrorizarse. Crea una peligrosa adicción y contribuye a la aparición de miles de enfermos imaginarios. Al final, la hipocondría termina por convertirse en la enfermedad de los que tienen miedo de caer enfermos. Un círculo fatal. EL ALMA DE LOS ÁRBOLES Acabo de leer una teoría fascinante. Habla de la timidez de los árboles. Al parecer, algunos científicos se han percatado que los grandes árboles, por más cerca que estén, procuran no entremezclar sus ramas. Las mantienen aisladas. Por eso se filtran los rayos de luz entre ellos. De ese fenómeno suponen que los árboles, como seres vivos que son, tienen también sus particularidades. Y que mostrarían una especie de vergonzoso reparo a la promiscuidad con sus congéneres. Manteniéndose discretamente alejados. Con una elegante postura de autocontención y conocimiento. Desde hace años tengo gran reverencia por los árboles. Siempre me han parecido unos grandes sintetizadores cósmicos. Extraen las energías más subterráneas, las procesan y las liberan después hacia el cielo. No hay un símbolo mejor del trabajo espiritual. De hecho, las encinas fueron enla antigüedad semi-dioses. Los autores clásicos cuentan que los iberos realizaban ceremonias en las noches de plenilunio, bajo las plateadas hojas de los encinares. Y de los cultos a los árboles nació la palabra "lucus" o bosque sagrado. De la cual los historiadores derivan topónimos como Lluc, Llucmajor o Llucalcari. Encinas, olivos, pinos copudos, olmos. El hombre ha sido tradicionalmente muy injusto con ellos. Han servido para construir, calentar la casa, fabricar muebles y utensilios... Como si se tratase de seres inanimados. ¿Pueden tener sentimientos los árboles? ¿Ser tímidos? ¿Tienen alma? A veces, en esas noches frías en que el viento los agita y los hace gemir, los sientes más vivos que nunca. parecen hablar entre sí. Quejarse. Susurrar. Como si se contasen unos a otros historias legendarias. Por un mero protocolo de prudencia espiritual, deberíamos respetarlos. Al fin y al cabo, no somos tan superiores a ellos. EL FARO DE NOÉ Algunos días, en el mundo real hace frío. Sopla un viento gélido. Llueve, truena. Entonces, piensas en los refugios. Y ves, allá lejos, la luz tranquila de un faro. Que es como un símbolo de lo estable, lo protegido. Haga la noche que haga, el faro sigue destellando hacia la lejanía. En su torre pintada de blanco. Como la esperanza de la humanidad. Uno de los grandes errores que cometemos es ignorar la sensibilidad infantil. Hemos creado un concepto de adultez que equivale a conocimiento, sabiduría, destreza y verdad. Como si todo lo anterior no tuviera importancia. Fuera incompleto o defectuoso. ¡Cuánto nos equivocamos! ¡Cuánto saben los niños y los adolescentes! Mucho más que nosotros los adultos. Noé solo tiene cinco años. Pero hace ya un tiempo que es propietario de un faro. En el faro guarda sus cosas más preciadas, que no tiene problema alguno en dar o prestar. Allí cobija a sus amigos, y a los que necesitan un abrigo. Desde allí contempla el mundo. Va y viene de su faro para ir a la escuela, convivir con la familia, aprender. Con toda facilidad. Porque su faro es imaginario. ¿Es imaginario? Cuando Noé te dice muy serio: "Sí, de esto yo también tengo en mi faro" está formulando una verdad. Porque su faro existe. Y no solo para él, sino también para todos los que todavía conservan una chispa de la infancia. De la magia, la imaginación, la ternura, la fantasía. El mundo por el que los no-adultos transitan con facilidad. Viajando a países y regiones vedados para los mayores. Como el faro de Noé. He conocido a varios niños creativos, imaginativos. De gran vida interior. Y me recuerdan a los de mi infancia. Siempre marginados por los niños matones, los fuertes, los empollones, los mimados. Aquellos que ya eran mini-adultos antes de serlo. Porque jugaban a favor de un sistema retrógrado con la riqueza espiritual. Los niños fareros son muchas veces incomprendidos. Y muy a menudo sufren por ello. Hasta que encuentran a un amiguito con el que compartir el faro. Entonces por fin dejan de sentirse solos. Alguien debería decirles que no se preocupen. Que el faro de Noé y de tantos otros niños es intemporal. Que, si él quiere, no desaparecerá nunca. Incluso cuando llegue a la adultez y a la vejez. Allá seguirá, con su luz iluminando los nubarrones oscuros. Entonces comprenderá que una de las mayores riquezas es tener, toda la vida, un faro como el de Noé. EL FOTÓGRAFO OCASIONAL Ya se sabe que, como dice la canción, "el vídeo mató a las estrellas de la radio". Del mismo modo que el selfie ha terminado con nuestra labor de fotógrafos accidentales. Durante años, hemos ejercido de foteros de ocasión. Cada vez que pasábamos por S'Hort del Rei o las inmediaciones de la catedral, algún turista - solo o en grupo - te pedía que le hicieses una foto con su cámara. Era casi un reflejo inconsciente. Cogías la cámara, hacías un gesto falsamente profesional. Te agachabas. Procurabas no coger la escena a contraluz. Y que el horizonte no saliera torcido. Contabas: "One, two, three. Cheers....." Y veías por el visor a un grupo de orientales sonriendo con la catedral al fondo. Click. Les devolvías la cámara y ellos te daban las gracias. Así hasta el próximo grupo de turistas. A pesar del pequeño esfuerzo que ello suponía, era una actividad agradecida. A veces, pensabas que en algún lugar - al otro extremo del mundo - aquella gente recordaría su visita a Palma gracias a tu foto. Y que, en cierto modo, tú serías partícipe de aquel pequeño recuerdo. Agradable y sutil. Como han de ser las cosas placenteras. Ahora, por el contrario, todo el mundo va con su palo de selfie. Se hacen instantáneas en los lugares más insospechados. Delante de una alcantarilla, junto a un contenedor. Los turistas se sonríen a sí mismos mientras accionan la varita prodigiosa. Ahora es mucho más difícil adivinar cuál es la secreta intención del selfie. El otro día, en el autobús, una turista no cesaba de hacerse selfies mientras iba cambiando de cara alternativamente. Con toda la gente del bus del Arenal al fondo. Sin ningún paisaje ni monumento que recordar. Resultaba bien difícil adivinar el presunto encanto de esas instantáneas. El selfie ha matado a ese fotógrafo accidental que éramos nosotros los aborígenes. Desde hace mucho tiempo, nadie me pide que le haga una foto. Hemos dejado de ser coadyuvantes en la memoria de los visitantes. Ellos son autónomos. Y no necesitan a nadie que les inmortalice sus vacaciones. Algún día lo recordaremos con nostalgia. Aquellos tiempos en que los turistas nos pedían que les hiciéramos fotos por la calle... EL GRILLO MARINO Viajar en barco enseña muchas cosas. En una de mis últimas travesías, cuando estábamos en alta mar, me sorprendió un sonido familiar. Tardé un rato en identificarlo. Hasta que comprendí que se trataba del canto de un grillo. ¡Un grillo en medio del mar! A saber como llegó el insecto hasta el buque. Seguramente durante un vuelo despistado. Y al encontrar una construcción tan grande y llena de recovecos, le pareció un buen lugar de residencia. Una vez acomodado, comenzó a tocar el violín de sus alas esperando así atraer a las hembras. ¿Pero a qué hembras podrá seducir si está navegando todo el día? No hay ni un grillo ni una grilla a muchas millas a la redonda. A no ser que coincida con el tiempo del desembarco. Durante toda la travesía, el canto del grillo me sumió en hondos pensamientos. Me sugirió las paradojas y crueldades a los que nos somete el destino. No solo a los hombres, sino a todos los seres vivos. Quién sabe si el grillo se acabará muriendo de viejo sin haber conseguido nada. Escondido en uno de los botes salvavidas. Rascando y rascando sus alas frenéticamente. Porque la suerte le colocó en un lugar equivocado. Si en lugar de volar hacia un ferry lo hubiera hecho hacia una casa de campo, allí estaría en su madriguera. Rodeado de atractivas grillas capaces de apreciar sus artes musicales. Se realizaría como grillo. Tendría sus grillitos. Y algún día moriría tranquilo, después de haber cumplido su destino de grillo. Pero no. Lo más probable es que el pobre gríllido se desgañite inútilmente durante su corta vida. Porque fue a parar donde no toca. A cuántas personas no les ocurre lo mismo. Nacen el el lugar inapropiado. O la vida les lleva a un callejón sin salida. Y por más que lo deseen, por más que se esfuercen, no consiguen enderezar su suerte. Dictada por una casualidad, o por una decisión equivocada. Es la gran ingratitud de la vida. La arquitectura injusta del azar. EL GUSANO PRUDENTE Estos días pasados de lluvias, caminaba por una zona de tierra con numerosos charcos. El agua forma un espejo iridiscente, creando formas caprichosas en el fondo de tierra. Tal vez por ello, siempre te sientes tentado a mirar en su interior. En uno de esos charcos, advertí una forma curiosa. Parecía una pequeña rama oscura. Pero se movía de forma ostentosa. Como un acento circunflejo que tuviera vida y avanzara a base de retraerse y expandirse progresivamente.Era digno de ver como aquel gusano iba ganando territorio gracias a su flexibilidad, a su elegancia. A su dominio de la forma. Tanto me cautivó aquel gusano viajero, que me detuve. Me incliné sobre la superficie de agua para admirar el espectáculo. Entonces, el gusano seguramente advirtió mi presencia. Vio una sombra extraña fuera de su refugio acuático. Y en un primer momento, se quedó inmóvil. Simulando ser una brizna de hierba o un fragmento de rama. Pero al ver que yo seguía allí, hizo un rápido quiebro y se enterró en la arena. Desapareció. Al instante, me dije: "Un gusano prudente". Y a medida que retomaba el camino, comencé a pensar. Un gusano prudente, qué maravilla. En este mundo que nos rodea, es todo un fenómeno. Porque si pensamos en la cantidad de humanos, mucho más evolucionados en teoría que los anélidos acuáticos, que demuestran diariamente la falta de prudencia. No dejan de sucederse los ejemplos. Vociferantes, sentenciadores, explicadores de lo que no saben, juzgadores, comentaristas de la nada. Una serie de vicios que nos ha traído la cultura icónica del "todo vale" en la red y en los medios de comunicación. Cuánta ignorancia, cuánta soberbia y cuanta imprudencia. Resulta asombroso que un pequeño gusano de charco, con sus movimientos ondulantes, acabe demostrando mucha más sensatez y prudencia que tanta gente. EL MISTERIO DEL PENDELOQUE ¿Para qué inventar historias cuando la realidad puede ser sumamente novelesca? Ahora está en auge la literatura de misterios y enigmas históricos. Se busca en papiros y santos Griales. Pero a veces los tenemos aquí mismo. Ignorados. Recuerdo mis encuentros con Cristòfol Veny. Misionero de los Sagrados Corazones y muy señalado arqueólogo. Inventarió las cuevas prehistóricas de Mallorca y Menorca. Reunió las inscripciones epigráficas hasta la época musulmana. Y fue una de las personalidades más destacadas en arqueología de su tiempo. Aunque él, discreto y poco hablador, nunca se diera importancia. Le visité para pedir información sobre una pieza que me fascinaba. Un pendeloque o colgante, hallado en Es Fornassos de Caimari. Lo vi reproducido en un libro de Mascaró Passarius. Se distinguían unos monigotes. Un hombre levantando una especie de puñal. Una mujer con un niño. Varias franjas como nubes. Y en lo alto, una estrella muy marcada. ¿Qué historia contenía aquel grafito? ¿Quién la dibujó para la posteridad? ¿Un sacrificio? ¿Un asesinato? Veny la estudió y dibujó. Y dada su rareza, se la envió a Antonio García Bellido, una autoridad en historia antigua de la época. Pero el célebre investigador murió, y el expediente quedó entre sus papeles. Lo envió después al Instituto Alemán de Madrid, responsable de muchas excavaciones. Y se sorprendieron tanto que sospecharon incluso que se tratase de una falsificación. Un día logré que Veny me enseñara la pieza. Fue en el local del carrer de la Pau donde estaba retirado. "Som pocs i vells", decía. Llegó y me arrojó con gesto triunfante una bolsita. Dentro estaba el pendeloque. Más grande que una moneda. Con el dibujo trazado a rasgos muy finos. Un hombre con puñal, una mujer, un niño, una estrella. Una historia. Le hice un montón de fotos. Pero no he logrado encontrarlas. He perdido los archivos. Veny murió en 2007, y su legado pasó a la Real. No tengo ni idea de adónde fue a parar el misterioso pendeloque. La historia enigmática de esa pieza sigue su camino. Como si su predestinación fuese el misterio. EL NOSEÍSMO Las redes sociales han extendido la enfermedad de la opinionitis hasta el infinito. Durante una época, solo la gente considerada como solvente manifestaba su opinión sobre ciertos temas en los medios, fuera prensa o televisión. Después llegó la moda de las tertulias y los foros. Los medios se llenaron de gente de diferente pelaje dispuestos a opinar sobre todo. Incluso sobre lo que no tenían ni idea. El fenómeno ha adquirido proporciones cósmicas con las redes sociales. Ahora, cada usuario es un editorialista en potencia. Un crítico, un experto, un historiador. Abres cualquier página y te encuentras con un montón de comentarios, "memés" y pronunciamientos de todo tipo. Algunos justos y sensatos. Pero la mayoría indocumentados, arrogantes y mendaces. Porque el perfil del opinador por las redes cada vez se parece más a esos comentaristas de las teles amarillas. Tiempos de buscar la sensación, de eso que llaman "posverdad" y no es más que manipulación en busca de resultados. De audiencia. De resultados económicos. Me asombra que nadie haya reivindicado el antídoto a esa plaga. Que sería algo tan fácil como el "noseísmo". Es decir, la aceptación del "no sé" cuando realmente no se sabe. Y no su ocultación retórica con argumentos de todo tipo para no reconocerlo. ¿Qué tiene de malo el no saber? ¿En razón de qué todo el mundo ha de tener profundos conocimientos de economía, historia contemporánea, sanidad? El propio espejo de los medios hace creer a la gente que son expertos y documentados. Pero no es cierto. La mayoría de nosotros no tenemos ni idea de la mayor parte de lo que ocurre en el mundo. De los movimientos profundos. De la razón histórica. Del auténtico significado. Pero como papagayos, todos acaban repitiendo frases falsas de autores que han copiado en Internet. Execrando, pontificando, sobre asuntos que escapan de mucho a nuestra capacidad de análisis. El "noseísmo" sería una especie de movimiento franciscano del conocimiento. La vuelta a la sinceridad original, la humildad y la falta de humos. El "noseísmo" impulsa a buscar las cosas, a relativizarlas, no a los gritos y los panfletos sectarios. Un mundo en el que todo el mundo cree saberlo todo, descalifica y critica, es un mundo peligroso. EL OJO DEL CÍCLOPE En esta época que vivimos, el debate identitario ocupa uno de los primeros lugares. Se reivindica la singularidad, la personalidad, la individualidad. En suma el margen de actuación de que podemos disponer a nivel personal y colectivo. Pero detrás de ese escenario, cada vez se atisba más otra realidad. Bien distinta. Una realidad tentacular, omnipresente, transidentitaria y transpersonal. Un auténtico ojo del Cíclope que domina todo. Que ya no sería Polifemo, sino Policompro. Estoy seguro de que a todos nos ha ocurrido. Entras en una de esas grandes webs de compra, para mirar diferentes productos. Un reproductor de música, por ejemplo. Sólo curioseas. Ni compras ni pides información. Y, misteriosamente, a partir del día siguiente te empiezan a llegar a tu correo electrónico personal ofertas de esa macroempresa. Ofreciéndote diferentes reproductores de música. Un día sí y otro también. Al mismo tiempo, en la página de la red social que frecuentas los recuadros laterales empiezan a llenarse de multitud de reproductores de música, de todos los precios, colores y modelos. Es como si el ojo del Cíclope se hubiera introducido en tu ordenador. Y además de conocer todos tus deseos y tus preferencias, lo llenase todo de ofertas y sugerencias. Ganchos comerciales. ¿Hasta dónde llega en este tiempo tu individualidad, tu singularidad? El Cíclope te introduce en su base de datos. Conoce tu edad, tus cuentas corrientes, tus gustos vacacionales, tus gastos de tarjeta de crédito, tus compras, tu música predilecta, tus lecturas... Y a partir de ahí formas parte de un tejido invisible, atado eso sí con los ligamentos más fuertes e indestructibles: los del deseo de consumo. Uno tiene cada vez más la impresión de vivir en un mundo virtual. Donde las noticias, los debates, las opiniones, surgen en diferentes pantallas. Variadas. Pero que en realidad salen del mismo programador. Que ignoras quién es, ni dónde está. Aunque sabes muy bien lo que pretende: hacerte consumir en su beneficio y poco más. El resto es marketing. Según Homero, el Cíclope vivía en una cueva. En la que entraban los hombres de Ulises. Hoy, los que vivimos en una cueva somos nosotros. Mientras el Cíclope entra
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