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3 libros sobre la vida Marsilio FIcino

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MARSILIO FICINO
TRES LIBROS SOBRE LA VIDA
LUIGI CORNARO
DE LA VIDA SOBRIA
ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE NEUROPSIQUIATRIA 
MADRID 
2006
Titulos originales: Libri de vita triplici
Trattato della vita sobria
Traducción: Marciano Villanueva Salas
© Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2006 
Derechos: Asociación Española de Neuropsiquiatría
O Villanueva, 11.28001 - Madrid Telf. y Fax: (91) 431 49 11
ISBN: 84-95287-28-5 
Depósito Legal: VA. 966.-2005 
Impreso en España. Unión Europea
Detalle de la sobrecubierta: Tiziano, Retrato, 1516
Grabado interior: Rafael, fragmento de la Sacra conversación, 1514
Introducción y notas: Mauricio Jalón
Impresión: Gráficas Andrés Martín, S. L. Paraíso, 8. 47003 Valladolid 
Distribución: LATORRE LITERARIA. Camino Boca Alta, 8-9. Polígono El Malvar 
28500 Arganda del Rey (Madrid)
Colaboración técnica: GlaxoSmithKline
Directores de la edición: Femando Colina y Mauricio Jalón
El inicio de la visión moderna: 
entre Ficino y Comaro
I. Parece indudable que el Renacimiento fue una época de eferves­
cencia vital y cultural en toda la escala de la indagación, desde la ciencia 
exacta hasta el conocimiento del individuo. El impulso renovador alcanzó 
tal extremo que vino, por añadidura, a significar un insólito quiebro de las 
mentes cultivadas; y si tal situación vino a acrecentarse en unos tiempos 
críticos como los de finales del siglo XV, más se complicó todavía a medi­
da que avanzaba la centuria siguiente. Fue de hecho en estas décadas ini­
ciales de la modernidad cuando se difundió la obra de los dos autores ita­
lianos que aparecen juntos en este volumen.
Marsilio Ficino nació en 1433, cerca de Florencia, en Figline 
Valdamo. Era hijo de un médico famoso, Diotifeci, y fue luego discípulo 
de un asimismo médico y filósofo peripatético, Niccolò Tignosi, así que su 
pasión temprana por los textos antiguos, por la lengua griega, prosiguió 
todavía cuando estudiaba medicina en Bolonia y Pisa, por influjo de su 
padre; y este médico del cuerpo va a pasar a ser un médico de almas, aun­
que estuviese también preocupado por la física de cada individuo, por la 
curación de su organismo.
Ficino era enclenque y menudo, tartamudeaba un poco, era algo 
supersticioso y disfórico. Muy sensible al paisaje, encontraba equilibrio 
con la naturaleza y con sus atributos sensibles. Pero sobre todo -como lec­
tor impenitente, gran trabajador y excelente analista- utilizaba su podero­
sa inteligencia para compensar esas debilidades con un estudio continuado 
y amplísimo; se interesó por la fisiología y la física (se centró, de joven, 
en la óptica), así como por la música, además de por los estudios filosófi­
cos y eruditos, que emprendió siempre con imaginación. El busto que le 
hizo Andrea Ferrucci, en 1525, nos muestra a un hombre agudo con ojos 
muy abiertos que miran hacia arriba hasta el punto de tener la frente arru­
gada; tiene levemente abierta su boca algo triste pero burlona; su pose es 
teatral, débil, chispeante y segura a la vez. Está en la catedral de Florencia: 
el filósofo sostiene un infolio cuyas hojas se abren hacia nosotros, de modo 
tal que sus manos parecen estar tocando las cuerdas de un instrumento.
7
Tan afanoso como encendido, Ficino encabezó la Academia florenti­
na, creada por Cosme de Médicis (1389-1464). Este inventivo mercader y 
admirador del conocimiento había comprado manuscritos griegos, tras la 
caída de Bizancio, y se los dio a traducir. De su mecenas, esa figura capi­
tal para el Humanismo, nace asimismo el juego entre ‘Médicis’ y ‘medi­
cus’ que alguna vez hizo, también válido para su sucesor en el patrocinio, 
Lorenzo el Magnífico.
Ficino vivió en un momento de entrada masiva del pensamiento anti­
guo, en la que su acción su decisiva: la concepción unitaria de la filosofía 
se acentuó con este gran renacimiento de las letras que él mismo propició. 
Ficino leyó a todos, también a materialistas como Lucrecio; se interesó por 
todos, incluyendo a Epicuro, en apariencia lejano de él, pero que le sirvió 
para moderar la oposición platónica entre laetitia y voluptas. En fin, fue un 
pensador de curiosidad ambiciosa, arrebatado por la unidad de la naturale­
za. Había perfeccionado su griego antes de los veinte años, y era un idio­
ma en el que trabajaba ya desde 1453 (con Homero, Hesiodo, Orfeo, 
Proclo). Fue traduciendo el Corpus hermeticum, falsamente egipcio, y este 
legado alejandrino fue crucial para su propia «revelación» interna* 1. Luego, 
hizo lo propio con la obra de Platón, desde 1462, y el resultado fue tan 
memorable como su versión posterior de Plotino; además apadrinó y pro­
logó Sobre la edificación de L.B. Alberti; y tradujo, por añadidura, un 
texto tan cristiano como la Carta a los romanos de Pablo de Tarso.
Por entonces ya estaba naciendo su obra personal. Así su excelente 
comentario al Banquete, escrito en latín entre 1469 y 1474, luego vertido 
por él mismo al italiano2. El éxito de este libro es incomparable con cual­
quiera de los de su tiempo: su influjo se percibe en todos los campos no 
filosóficos -de las letras y las artes a la medicina- durante más de un siglo. 
A través de él se difunde una filosofía amorosa dominada por cierta catar­
sis interna, que tendrá gran peso en la cultura del siglo XVI, en la poesía 
y la narración, en la pintura y la escultura; de inmediato, en los Libros del 
amor de Francesco Cattani da Diacetto, su discípulo muerto en 1522; 
luego, en otros ensayos como el famoso Libro de la naturaleza del amor, 
1525, de Mario Equicola, o los Diálogos de amor, 1535, del filósofo 
creador León Hebreo, entusiasta también y lleno de ideas universalistas.
1 Como recordaba en 1489 en una cana, lee compulsivamente a Agustín, Boecio, Apuleyo, 
Calcidio. Macrobio, Avicena, Besarión y Nicolás de Cusa. Y se sumerge, por añadidura, en trata­
dos neopitagórtcos y neoplatónicos. Los analiza racionalmente, pero en parte facilita la recupera­
ción individual de la antigua adivinación, una singular mezcolanza de racionalismo y mitología, 
de matemática y augurios proféticos, A.Warburg, La rinascita del paganísima antico. Florencia. 
La Nuova Italia. 1980, p. 321.
1 M. Ficino, De amore. Madrid. Tecnos, 1986. Destaca entre sus comentarios a otros diálo­
gos de Platón.
8
Además, Ficino dio una visión propia, revitalizadora y singular, de 
todo el platonismo, lo trastoca e impurifica, logrando una síntesis de ideas 
rara pero muy fructífera, con la cual se creará un «vasto telón de fondo 
para interpretar el mundo» en el siglo XVI, alternativo al galenismo y aris­
totelismo tradicionales. Su mirada ayudó a establecer una especie de filo­
sofía primera generalizada3, como se ve bien en su importantísima serie 
titulada Teología platónica, entre 1469 y 1474, que giran en tomo al ser, al 
proceso del pensamiento, a las ideas de perfección y de alma, tan influ­
yentes en la filosofía, literatura, medicina y artes del siglo XVI.
Finalmente, escribió Tres libros sobre la vida, que algunos han llama­
do su Medicina platónica, en paralelo con la anterior. Su Libri de vita tri­
plici, está formado por los libros De vita sana. De vita longa. De vita cae­
litus comparanda, que publica en un largo intervalo de casi nueve años4. 
En esta obra, triplemente famosa, incorpora nociones platónicas tardías y 
mágicas —Apolonio de liana aparece notablemente en el tercero-, y así 
reelabora aspectos diversos de la astrologia helenística, entre ellos la idea 
alejandrina de que el cielo es un gigantesco ser con vida, provisto de un 
alma con la que se comunica cualquier alma viviente. Para entender seme­
jante amalgama teórica, hay que considerar, de entrada, la curiosidad que 
el círculo florentino tuvo por las ciencias naturales, por la cosmografía y 
las matemáticas; y él mismo -como médico y astrólogo interesado por las 
ciencias de la naturaleza- abordó en este libro problemas de fisiología y de 
dietética, combinando su discurso medicinal con consideraciones astroló­
gicas5, propias de muchos de los sabios anteriores(o los de su siglo y del 
siguiente). Era inevitable, en su época, que un tratado médico como éste se 
sirviese de argumentos astrológicos comunes, especialmente entrecruza­
dos con la tradición hermética -una filosofía primigenia y simbólica, una 
gnosis, un energismo global- que él mismo había difundido6. -i
En Ficino, pues, aunque retenga componentes aristotélicas mani­
fiestas, pesa de un modo determinante su mixtura neoplatónica y ‘neo-
’ C. Schmitt, Ansióte et la Renaissance, París. PUF, 1992, pp.109-110. El historiador de la 
ciencia recordaba que conviene hablar de arisiotelismos en el Renacimiento, pues en su mayoría 
fueron también eclécticos, tocados por estoicismo, platonismo o atomismo.
‘ Apareció en 1489, a la par que su traducción y comentarios a Plotino. El libro I. de 1480, 
es más bien de dietética, y se remite a Platón, Leyes. X; los libros II y III, redactados seguramen­
te hacia 1489, tienen un carácter más metafisico y cosmológico, más extraño para nosotros. El II 
está en parte inspirado por nuestro Amau de Vilanova, muerto en 1311, gran médico, químico 
dotado de rasgos proféticos; el III remite a Plotino, Enéadas, IV, 4 y II. 3. y a todo el neoplato­
nismo. Pero el texto es deudor de Aristóteles, de los Tratados hipocráticos, de los galenismos anti­
guos o los de Constantino el Africano, Avicena y Pietro d 'Abano.
5 Aspecto destacado por A. Chastel, Morsile Ficin et Vari, Ginebra, Droz, 1997,p. 13.
1 Véase, sobre todo. F. Yates. G. Bruno y la tradición hermética. Barcelona, Ariel 1983, cap. 
IV, «La magia natura] de Ficino».
9
egipcia’ basada en Plotino, Proclo, Sinesio de Cirene o Jámblico. Él reto­
ma esa cadena de especulaciones difundidas desde el siglo II de nuestra 
era; pero él es tanto un racionalista, que reconoce preferir la medicina a 
cualquier especulación sobre imágenes, como un iluminado, un hombre 
religioso (se ordenó sacerdote, aunque tardíamente, manteniendo mucha 
independencia filosófica). Con su reflexión y su meditación, con su 
razón y su fe personal busca una doctrina especulativa que favorezca la 
unión entre los cristianos así como, sobre todo, entre las distintas filoso­
fías; que remita a la idea de inmortalidad anímica (reflejo ésta de la divi­
nidad) para devolverla a cada vida individual; que integre su presente en 
una especulación más vasta, más universal. Así Ficino habla, una y otra 
vez, del proceso de divinización del alma, y asimismo de la idea de que 
el cosmos está penetrado de la divinidad (son sus ideas más hiperbólicas, 
que criticará Leibniz); pero al mismo tiempo desciende sobre los huma­
nos y toma en consideración, por un lado, las teorías sobre el valor de las 
ideas innatas y el peso de la reminiscencia en nuestro modo de acceder 
al conocimiento, por otro y especialmente, las circunstancias concretas 
de cada individuo.
Entre estos dos polos se desarrolla su discusión filosófica. La prime­
ra corresponde a su visión del universo como un organismo animado bien 
enlazado por efectivas correspondencias, capaz de vincular a todos los 
seres mediante intercambios de fuerzas: el universo está inseminado con 
esa energía capaz de eslabonar seres vivos y cosas (León Hebreo hablará 
incluso de un verdadero esperma pangenésico del mundo)7. Hay, para él, 
una cosmicidad que afecta a lo orgánico y a lo inorgánico por obra del cir­
cuitus espiritualis, esa corriente ininterrumpida y circular que todo lo atra­
viesa y condiciona8. Así que su pensamiento, en este punto simbólico, 
intenta leer en cierta imagen que él aísla los atributos propios del elemen­
to original correspondiente, dada la ligadura entre las cosas, sean físicas o 
no9. En conjunto, refuerza el universo de conexiones entre los estratos del 
mundo (el circuito del macrocosmos), entrevé una ordenación espacial y 
piensa que podría en cierta medida controlarse10.
’ León Hebreo, Diálogos de amor, Madrid, Tecnos-Alianza, 2002, II, p. 101.
• E. Panofsky, Estudios sobre iconología, Madrid, Alianza. 1973, cap. 5.
9 Pedro Mexía, Silva de varia lección, I, 3, elige precisamente este aspecto de Tres libros 
sóbrela vida. Cita Mexía a su autor seis veces en su libro de 1547, que tuvo enorme difusión inter­
nacional. En cualquier caso facilitó el conocimiento de Ficino en España, del que sólo se tradujo, 
en 1568, una recopilación suya: Grandes avisos y grandes secretos.
Iu P. O. Kristeller, Il pensiero filosofico di Marcilio Ficino, Florencia, Sansoni, 1953.1. cap. 
5. Véase las ideas fundamentales de E. Cassirer. El problema del conocimiento en la filosofía y en 
Ut ciencia modernas, México, FCE, 1974, t. I, pp. 118-132. éste fue quien recuperó a Ficino, a 
principios del siglo XX, y lo situó en la cabeza de la problemática filosófica europea moderna.
10
En segundo lugar, la conciencia interior (que sería una zona especial, 
apartada del mundo empírico y ajena al mundo trascendental) es una expe­
riencia muy moderna, casi existencialista. Podría verse como el objeto de 
una psicología empática que ahondase en la vida humana, al reconocer que 
es presa del dolor y de la inquietud, en todos sus grados11. Ella le facilita­
ría su comprensión de las tensiones y conflictos agudos, muy concretos, 
que hubo poco antes y no mucho después de 1500; fuesen éstos religiosos, 
políticos o culturales, todo parece teñirse de inseguridad.
Gracias al aquellos vínculos, el ámbito de lo humano se enlaza con el 
mundo divinizado, lo que justificaría una cadena de reflexiones sobre la 
totalidad y el individuo, que van desde lo más teórico hasta lo más con­
creto de la condición humana. En efecto, él tiene un modo singular de 
abordar ese espejo y resumen del universo que es el hombre concebido 
como microcosmos, más allá de las inveteradas metáforas energéticas y 
metafóricas de la luz y de la visión; él no las olvida12, pero intenta especi­
ficar los fundamentos astrológicos del edificio de la medicina, y para ello 
se apoya en una filiación planetaria, un horizonte simbólico-mítico electi­
vo, sin negar, en absoluto, que exista una autonomía individual del com­
portamiento1'.
Por otra parte, el influjo de Ficino y su entorno será decisivo para esa 
edad de oro de la melancolía que es el Renacimiento avanzado. Su con­
centración en ese estado anímico -su formulación del modo de ser satur­
nino, del universo de la tristeza-, tuvo un peso extrañísimo en el ocaso del 
Renacimiento o, mejor, en el paso del Manierismo al Barroco14. Pero si él 
fue quien dio forma a la conjetura sobre el vínculo entre genio y melanco­
lía, también fue quien por vez primera engarzó esta idea, que aparecía en 
los Problemas llamados aristotélicos, con la del «furor» divino que había 
desarrollado Platón, ese entusiasmo inspirador que las Musas insuflan en 
el poeta. Ficino, pues, amplió la intuición de que tal desazón es caracterís­
tica del filósofo o del hombre creativo: no sólo los saturninos son los dota-
11 P. O. Krisieller, Il pensiero filosofico di Marcilio Ficino, II, cap. 1. esp. pp. 223-234.
Los acentos que dieron a esta imagen renacentistas como Bovelies, León Hebreo o 
Paracelso, ofrecen una idea de actividad humana individualizada y dinámica, más allá del reflejo 
y pasivo del gran cosmos ese temperamento se nos muestra como un privilegio del poeta (por 
extensión del artista), de todo verdadero filósofo, del buen gobernante.
E. Cassirer, Individu el cosmos dans la philosophie de la Renaissance, Parts, Minuit, 
1983. pp. 141-147. Ficino era el mejor médico de Italia, según Paracelso, por ese motivo.
14 Más o menos en su estela, inundaron España, Francia. Inglaterra varios autores: 
Velázquez y su Libro de la melancolía de 1385, Brighi y su Tratado de la melancolía de 1386, 
Santa Cruz y su Diagnóstico y curación de las afecciones melancólicas de 1591. Du Laurens y 
sus Discursos sobre la melancolía de 1597. Guibelet y su De l’bimeur mélancotique de 1603, 
Ferrand y su Melancolía erótica de 1610. Burton y su Anatomía de la melancolía de 1621.
11
dos para el mundo intelectual, sinoque todo trabajo mental -abstraído, ais­
lado- sitúa a cualquiera, por afinidad, bajo el mandato de Saturno, el pla­
neta más lejano y más lento del sistema solar, el más hostil, en consecuen­
cia, a la vida. n
Ficino había nacido bajo el signo de Saturno; era melancólico él mismo, 
y un curador de saudades15. Y los Tres libros sobre la vida nos ofrecen un 
arte de vivir que está destinado sobre todo a los intelectuales, ya que les 
enseña a sacar partido del influjo favorable del humor oscuro. Para revisar­
lo, hay que evocar otro circuito, el del microcosmos, con sus conexiones 
intemas; y es que en la antropología que se desarrolló desde inicios del siglo 
XV, y que relanza Ficino, hay un elemento mediador entre el cuerpo y el 
alma, es el espíritu humano o vital, que hace de cópula o vínculo entre nues­
tro todo. Ese spiritus -compendio del general espíritu vital estoico y del 
anima mundi neoplatónico16-, era un fluido sutil, generado por la sangre y 
activo sólo en el cerebro; era el instrumento del alma17 * para realizar todas sus 
acciones, era «un lazo común o medio entre el cuerpo y el alma», dirá Robert 
Burton. En el macrocosmos, el homólogo spiritus (mundano) tendrá su posi­
bilidad de ajuste o de desajuste con ese spiritus (humano); pero la idea de su 
influjo irá atenuándose progresivamente en un siglo"*, justo cuando nuevos 
médicos u otros sabios retomen entre 1585 y 1621 el discurso fíciniano y lo 
orienten sistemáticamente en la dirección de una enciclopedia melancólica 
menos lastrada por especulaciones astrológicas, no del todo ausentes pero 
reducidas cada vez más a meros adornos.
Ahora bien, bajo el peso estoico y neoplatónico, Ficino distingue tres 
facultades anímicas: imaginación, razón discursiva y razón intuitiva. La 
distinción se aparta de la topología usual de la mente, basada en la terna 
imaginación, razón y memoria (que, por cierto, recuperarán Huarte de San 
Juan o Bacon, y tras ellos el movimiento ilustrado). Tales facultades fun­
damentales, para Ficino -y sobre todo la razón intuitiva (o mens)- permi­
tían la libertad individual; mientras que las inferiores estarían más someti­
das al mundo necesario, encadenado, de la physis. De esta idea19, Ficino 
extrae no sin muchas paradojas cierto sistema que renueva y abraza nove-
15 A. Corsini. «II De vira di Marsilio Ficino», Riv. di noria critica delle scienze mediche e 
naturali, X. 1919, pp. 5-13.
P. Zambelli, L’ambigua natura della magia, Venecia, Marsilio. 1996, p. 24.
" Velázquez, Libro de la melancholia, Sevilla, 1585, f. 4lr: «los espíritus vitales son pro­
pios instrumentos del alma; todos los movimientos y afectos del alma se representan, y los veni­
mos a entender, por el movimiento de estos espíritus».
'* Véase todavía en la Controversias médicas ( 1556) de nuestro F. Valles, el apartado sobre 
si en los días críticos hay una fuerza de origen celeste.
Iv Seguimos a R. Klibansky, E. Panoísky, F. Saxl, Saturno y la melancolía, Madrid, Alianza, 
1991, 250-267, esp. p. 259 y ss.
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dosamente una terapia inveterada y confusa sobre la congoja, que tenía una 
forma imprecisa, mal constituida.
A su juicio, hay primero una causa celeste de la tristeza, debida a que 
un apesadumbrado se pierde en la indagación, en esa apertura al mundo 
superior que fue tan importante desde los antiguos hasta el Renacimiento. 
En segundo lugar, hay una causa natural: es debida a que ese desanimado 
se recoge de la periferia de las cosas, se reconcentra, se vuelca hacia den­
tro, hacia la tierra que es su imagen especular, hacia la misma bilis terro­
sa, la bilis negra, lenta y pastosa -carbón humoral o una especie de alqui­
trán espeso que le domina-20, y ello provoca su desconsuelo; es la bilis 
patológica un residuo de la combustión de nuestra máquina, pero asimis­
mo susceptible de nueva inflamación, de quemarse por vez segunda. La 
causa humana de la pena, finalmente, remite a una fisiología carente de 
fluidez, desvitalizada, que provoca cierto abatimiento, bien por una sangre 
que espesa en exceso, bien por un cerebro que pierde su humedad caracte­
rística según la medicina antigua, bien por una digestión pesada, lenta, tor­
turante. Lo último ocurre tanto en la vejez como en quienes son muy 
sedentarios; y los hombres de letras en particular, además de ser poco acti­
vos tienen el peligro de flaquear, derivado de las otras dos primeras causas.
El tratamiento terapéutico que propone será físico, en buena parte, ya 
que las causas son, cómo vemos, más bien físicas; y él lo destaca como 
médico, de ahí que hable en principio de régimen, de los remedios que per­
miten la refrigeración o el calentamiento corporales; pero ello se repetirá 
o matizará en los médicos posteriores, ya citados, que apelarán extensa­
mente a la evacuación, sangría, desviación: a todo tipo de flujos. Sin 
embargo, nada es simple en tales discusiones, pues hay una libertad indi­
vidual a la que no renuncian ni él ni éstos, de modo que «las causas más 
remotas residen en gran parte en el comportamiento del individuo; y el 
proceso de tratamiento reclama, a menudo de forma insistente, la partici­
pación de la voluntad y de la iniciativa razonable del paciente»; en suma, 
una psicoterapia viene asociada de inmediato a un tratamiento que estaba 
dirigido antes hacia causas puramente somáticas21. Los pacientes habrán 
de estar bien templados, físicamente, pero habrán de tener lumbre y res-> 
plandor natural pasados por una mente que ilumine el cuerpo.
El afligido puede ver paliados sus males con el goce de la naturaleza, 
su equilibrio natural y, sobre todo, con sus efluvios: colores cuidados22,
20 Cf. Galeno, De locis patientibus, c. 8: «el color de la bilis negra, que oscurece la morada 
de la mente a modo de (inieblas, provoca temor».
21 J. Starobinski, Historia del tratamiento de la melancolía, Basilea, Geigy, 1962, p. 15.
22 Pues «el color de la bilis negra hace que la morada de la mente sea semejante a las tinie­
blas y causa del temor»: F. Valles, Controversias, Madrid, CS1C, 1988, p. 332.
13
levemente encendidos pero no excitantes; ciertos olores supremos, sutiles 
pero enriquecidos; sustancias espirituosas (como el vino), que hay que 
medir escrupulosamente; limitación de las pasiones violentas, tensas, ago­
tadoras, pues Ficino se muestra muy ascético con la física amorosa (algo 
que ni la hoy recuperada Hildegarda de Bingen, en el Medievo, ni muchos 
médicos del siglo XVI sostienen). En paralelo, además, Ficino nos va mos­
trando sus perspectivas sobre ese mundo animal, ese cosmos que los anti­
guos habían expuesto, esas ideas sobre la cohesión entre las cosas que el 
neoplatonismo había desarrollado, ese análisis de la fuerza de las imáge­
nes presentada por Jámblico, o ese análisis de estados de duermevela que 
Sinesio tan bien había expuesto cuando Roma se derrumbaba. Es el sus­
trato teórico de sus paralelismos naturales y, al mismo tiempo, es -en el 
caso del terreno imaginativo o de los ensueños- un territorio psicológico o 
simbólico fundamental.
Por otra parte, el apenado habría de responder a un tratamiento astral, 
correctivo del mal influjo de los astros. Ficino da una buena muestra de las 
convicciones astrológicas del siglo XV y que van a acrecer en el siglo XVI 
todavía, en una búsqueda infructuosa por restablecer buenas relaciones 
con el todo a través de la suposición de dependencias, correspondencias, 
simetrías entre lo celeste y lo terrestre, los astros y las piedras, la anima­
ción celeste y la de todos los seres vivos. Ello le valió un fuerte reproche 
de su gran amigo Pico della Mirandola, por considerarlo demasiado deter­
minista; lo cual ha venido recordándose desde entonces como base para la 
crítica de este trasfondo astral de nuestra cultura, poco comprensible ya 
dada nuestra ruptura con el cosmos.
El futuro fracaso de esta visión no impide que el libro sea testimonio, 
muy bello, de un conjunto de teorías astronómico-psíquicosomáticas que 
habían tenido vigencia durante muchos siglos y siguieronteniéndola toda­
vía. En todo caso, esas consideraciones astrológicas están mezclándose ya 
con una idea de genio individual naciente, pues para Ficino hay unos cuer­
pos astrales del alma (aethera corpa), que se adaptarían a los diferentes 
cerebros, influyéndolos y marcando un genio personalizado; éste encon­
trará mayor autonomía en su colega Pico della Mirandola, en Castiglione 
y, de otro modo, en Erasmo, en Cardano, así como más tarde en persona­
jes de Shakespeare o de Cervantes23.
En cualquier caso esto nos conduce a un punto central: el citado 
correctivo supondría una nueva carga de spiritus, de energía sustancial, 
que exige a Ficino fundir filosofía, magia, medicina, astrologia y, por 
añadidura, música. La contribución de la música, en su libro III, es de
° E. Zilsel, Le géme. Paris, Minuit. 1993, pp. 244-254.
14
herencia pitagórica pero, asimismo, procede de la coherencia de su sis­
tema: la armonía del mundo ha de penetrar en el desencajado melancó­
lico, y el sonido -aire movido, purificado, medido y sometido a unos 
números que revelan la estructura del mundo (también el celeste)-, es 
capaz de incorporarse sutilmente al cuerpo-alma del sufriente, de hacer 
de spiritus materializado levemente como aire armónico o como len­
guaje simbólico que emplea el aire para aparecer, remover, hacer olvi­
dar las ideas estancadas, para ser el mejor ejemplo de esa movilidad que 
la brea de la tristeza hace imposible. Y este hallazgo va a durar hasta 
hoy, incluso tras las embestidas de la psiquiatría positivista del siglo 
XIX24.
II. Muy distinto valor y significado tiene el breve escrito de Luigi 
Comaro. De este veneciano afortunado hay que decir, antes de nada, que 
si su fecha de fallecimiento es segura, el 8 de mayo de 1566 -poco después 
de publicarse en Padua esa suma de reflexiones domésticas que es De la 
vida sobria-, en cambio, de su nacimiento se estima tan sólo que tuvo 
lugar entre 1457 y 1467: es sobre todo una vida prolongada, en parte gra­
cias a un poderoso autocontrol.
En fin, Luigi o Alvise Comaro era hijo de un hostelero paduano, si 
bien le gustaba que citasen su ascendencia veneciana; es verdad que des­
cendía lejanamente del dogo Marco Comaro (nacido en 1286), pero ni 
tenía bienes ni las autoridades de Venecia le reconocieron esas raíces. Su 
matrimonio, ya maduro, con Veronica Agugia, en 1517, le satisfará en este 
punto años después, cuando logre al fin que su hija Chiara se case con un 
descendiente de la rama poderosa del apellido que él llevaba, Giovanni 
Comaro. Ese afán nobiliario, ese deseo de excelencia patricia, no deja de 
percibirse en su escrito.
Gracias a una herencia y posiblemente a su habilidad constructora de 
varios edificios y de espléndidas villas había logrado un ascenso social. Por 
su contacto con hombres del poder, concretamente con Juan Pablo I, cuan­
do fue patriarca de Venecia, se conservan cartas recibidas de éste, y noticias 
de sus relaciones. Se sabe, sobre todo, que estudió hidráulica, arquitectura 
y agricultura, y que de hecho escribió un tratado sobre las aguas y otro 
sobre temas arquitectónicos (Ficino, recordemos, había escrito sobre 
Alberti). Por añadidura de su vida activa civil se benefició especialmente la 
zona véneta: construcción de diques, control del agua y extensión de zonas 
cultivables por desecaciones sucesivas, diseño de un famoso odeón padua­
no, idea de un teatro en el gran canal veneciano (sobre una isla artificial),
u J. Starobinski, Historia del tratamiento de la melancolía, pp. 74-83.
15
apoyo continuo a literatos, artistas y arquitectos, incluyendo al joven genio 
Andrea Paladio.
Pero a Comaro se le recuerda sobre todo por De la vida sobria, donde 
revisa secamente algunos de esos episodios de su propia vida al captar los 
excesos y la falsedad social. Preocupado por los graves efectos de su vida 
disoluta y de sus desórdenes alimenticios, antes de los cuarenta decidió 
que la única vía para vivir sin zozobras era la sobriedad. Mucho después, 
haciendo un balance del equilibrio alcanzado, escribió un tratadillo publi­
cado por vez primera en Padua, en 1558, al que siguieron tres obrillas simi­
lares en los años 1561, 1563 y 1565, que adjuntó; pero en los distintos 
apanados del volumen que resulta va diciendo sorprendentemente el autor 
que tiene 81, 83, 86 y 95 años. Pues a medida que envejecía le placía 
aumentar su edad, acaso por vanidad: Tintoretto lo retrata por esos años, 
hierático, calvo y seco, de manos afiladas; el cuadro se halla en el floren­
tino Palacio Pitti.
Pues bien. De la vida sobria tuvo un reconocimiento importante en 
Europa. Formó parte de la cultura italiana desde su aparición, y un 
Cardano lo alababa a menudo, cuando todavía estaba vivo su autor25. Se 
editó muchas veces en la Francia de los siglos XVII y XVIII, y su traduc­
tor, el jesuíta Léonard Lessius, de Anvers, publicó incluso un texto com­
plementario, en 1613. Más aún fue una obra reconocida en Inglaterra por 
el célebre Addison, a principios del siglo de las Luces, que alabó su exce­
lente humor, su sentido común y su naturalismo en The Spectator 
(n.° 195); y más tarde el médico suizo Tissot, en 1775, lo destacó en su 
escrito Sobre la salud de los hombres de letras26. Más notable aún es que 
el eco del tratado de Comaro llegara hasta el siglo XIX: así en Nietzsche, 
seguramente por influjo de Burckhardt.
Pues bien, en La cultura del Renacimiento en Italia este ensalzador de 
la cultura clásica, griega o italiana, dedica unas páginas notables a la auto­
biografía, la de Cellini, la de Cardano, y copia largos párrafos del libro de 
Comaro, hombre «tan estimable como feliz»2’; le alalia por su vejez pru­
dente y activa (siguió sirviendo a la República veneciana hasta el final), 
por sus trabajos encauzadores de la naturaleza, por ser un moderado y efi­
caz homo faber. Para Burckhardt, este curioso, pero no excepcional, escri-
15 En Proxeneta (XLIII), Theonoston {libro TI) y De sanitale tuenda (I. 9): N. Siraisi. The 
Clock and thè Mirrar: Girolamo Cardano and Renaissance Medicine. Princeton, N.J., Princeton 
Univ.. 1997. pp. 79-85.
“ S.A. Tissot. De la samé des gens de lettres. Paris. La diffirence, 1991. pp. 119-120. Pues 
todas sus normas apuntan hacia el ideal saludable, gracias a la sencillez de costumbres.
11 I. Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona, Iberia, 1979, 
pp. 249-251.
16
tor ha de integrarse en todo un conjunto de descubrimientos -viajes rela­
tados, ampliación de las ciencias naturales, conciencia intensa del paisaje, 
descripciones psicológicas, retrato de ciudades y ciudadanos, atención a 
los rasgos extemos, crecientes protecciones internas, concentración en la 
escritura- que se unen en un ideal de vida activa, impulsada por Lorenzo 
el Magnífico y los hombres que le rodearon.
El texto sería un ejemplo singular, indirecto pues, del nuevo mode­
lo civilizador y social (el empuje de cierta burguesía facilitó la distinción 
de formas, el nuevo ideal del cortesano); como dice Norbert Elias, al 
diferenciarse mejor las funciones ciudadanas y al generarse nuevas 
dependencias sociales se exigió cada vez más un ajuste del comporta­
miento individual; hubo un reacomodo intemo (entre racional e irracio­
nal) que determina las formas de actuación: «el individuo se ve obligado 
a organizar su comportamiento de modo cada vez más diferenciado, más 
regular y más estable»28.
Pero volvamos a su escrito. Dice Comaro: «reparo en la belleza de 
los lugares y de los paisajes que atravieso, ya sean llanuras cercanas o 
montañas lejanas, ríos o fuentes, con muchos bellos edificios y jardines 
en su entorno. Y ninguno de estos placeres y deleites pierde ni un ápice 
de su dulzura o de su atractivo por merma de mis facultades, pues dis­
tingo bien las tonalidades de la luz, oigo sin dificultad lo que se me dice 
y todos los restantes sentidos están en perfecto estado, y más en especial 
el del gusto, que con más satisfacción disfruto ahora de los sencillos ali­
mentos que consumo».Todo es resultado de una doma de la naturaleza y 
de los deseos, pero está enunciado de un modo menos incisivo que su 
coetáneo Erasmo, menos sabroso que Montaigne, nacido en 1533, quien 
planteará ya una nueva autarquía, basada en la acumulación, la concen­
tración y la vigilancia29.
De la vida sobria es el retrato de un individuo tranquilo, de mediados 
de siglo XVI. que se sitúa en un remanso vital: está muy lejos de la inten­
sificación del ‘entusiasmo ficiniano', el que expresará el complejo senti­
miento interior de tantos sabios, desde Cardano hasta Bruno y Campanella. 
Además, a la hora de pensar en la salud y la longevidad, Comaro, como 
hombre técnico, procura rechazar las referencias alquímicas o mágicas, 
incluso intenta lo propio con las astrológicas (sin lograrlo del todo). Hay 
un leve aire platónico renovado en muchos pasajes de su texto; puede reso­
nar incluso un eco del Cortesano de Castiglione, que había sido amigo del
:s N. Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, 
México, FCE. 1989. p. 451.
w J. Starobinski, Montaigne en mouvement, París. Gallimard, 1982, pp. 148-152.
17
ficiniano Cattani da Diacetto. Pero no mucho más hay en esa línea. La 
exaltación individual ha pasado a un plano más interiorizado; no se ve esa 
enorme tensión intelectual, situada entre una captación sensible del mundo 
y una intelección racional, que antecede al modo moderno de pensar.
En cambio, sí destaca un humoralismo equilibrado; una evitación de 
la melancolía, ese desarreglo tan temido, por medio de una existencia 
regulada; una gradación de lo que ha de presentarse ante los sentidos para 
que vivir sea un lento disfrutar. En las páginas de Cornaro parece definir­
se ese sustituto de la inmortalidad que sería la conservación prolongada de 
latidos regulares, la vida guardada casi entre sus propias manos, con pocos 
añadidos visibles (si dejamos de lado los bienes materiales, que él da por 
supuestos). De la vida sobria es un tratado naturalista a la vez tradicional, 
hipocrático-galénico, y precientífico, dado que este famoso longevo se 
esforzó ante todo por emanciparse de las ideas supersticiosas sobre la 
salud con argumentos simples, directos, tomados de la experiencia inme­
diata.
Muchos otros, en el futuro, sólo verán en su texto una curiosa refle­
xión, literaria, sobre la alimentación sana o la vida bien temperada. Pero 
los ilustrados, como Tissot, insistirán más en su moderno hipocratismo, al 
tratar los problemas de la gente dedicada a la lectura y la escritura, esos 
estudiosos conflictivos que, significativamente, habían sido el punto de 
partida para Tres libros sobre la vida de Ficino. Los contemporáneos, una 
vez caído el Antiguo Régimen -y una vez caídos los humores y la melan­
colía del reino médico-, miran a Comaro como un modelo algo ingenuo y, 
sin embargo, todavía atractivo.
III. Entre la vida de Marsilio Ficino (1433-1499), que tiene lugar 
en la cúspide humanística, y el final de la existencia de Luigi Comaro 
(c.1467-1566), tan prolongada, mediaron muchos y profundos cambios. 
El arranque de la exploración y dominio del oeste, la conjunción entre 
comercio y aventura, entre navegación, geografía y astronomía, la victo­
ria de la imprenta en la recuperación de la Antigüedad se unieron en el 
nacimiento de un mundo cada vez más medido -cuantificar las cosas dia­
rias, el paso del tiempo, los hechos mínimos, será tan decisivo para la 
ciencia como clasificar plantas, diseccionar cuerpos, observar trayectorias 
o diseñar máquinas nuevas-, al tiempo qué la literatura crecía y la bio­
grafía ganaba autonomía, con todo lo que ello supuso para la definición 
del individuo moderno, de su intimidad, de su posible encierro interior.
El apogeo del Renacimiento puede situarse entre 1490 y 1530, preci­
samente cuando finalizaba la trayectoria vital ficiniana. Por contraste, para 
algunos, desde 1530 se inicia su declive, o para otros, una rica fase de tran-
18
sición («manierista»), que dura hasta 1630. En todo caso, fueron momen­
tos bastante dispares. Y los dos textos aquí presentados lo son también: 
ambos pueden ser representativos de dos formas de situarse en las letras y 
de dos estilos de vida diversos: uno, meditativo e intelectual; el otro, acti­
vo en la vida pública. Sin embargo, ambos autores, apoyados vigorosa­
mente en los antiguos, son padres del modo de ser moderno', aunque sus 
preocupaciones sean en buena parte divergentes, están orientados por cier­
tos rasgos comunes: el control del cuerpo, el diseño de su propia vida a 
partir de los clásicos, participando en buena parte de un mundo común, 
hoy desaparecido -ideas, naturaleza, orden social-, entre ellos.
Además, dada su dedicación a las letras, cabe recordar que los huma­
nistas prefieren a los clásicos frente a los medievales no porque éstos tra­
bajen con términos y cálculos muy abstractos, sino sobre todo «porque sus 
abstracciones jamás se incorporan al reino de la realidad y no ayudan ni a 
su control ni a su comprensión»30. Por ello, como también afirmaba Garin, 
al concluirse esos años intensos se produjo un verdadero cambio de equi­
librio en la cultura, de modo que humanistas, artesanos, artistas y hombres 
de acción se alejaron de los callejones sin salida del Medievo, buscaron 
«nuevos estímulos, nuevos impulsos, nuevos fermentos culturales», de 
suerte que, frente a ciertas preguntas que carecían de respuesta, «surgieron 
posibilidades nuevas e impensadas»31.
La figura de Marsilio Ficino se encuentra en la génesis, todavía con­
fusa, de esta revolución cultural. Ciertos estudios científicos y filosóficos 
que nos parecen poco cercanos a nuestra sensibilidad, ciertas teorías y 
prácticas artísticas de altura, pero demasiado elevadas para la actualidad, 
incluso determinadas actuaciones extrañas, imaginativas o «mágicas» -las 
propugnadas o realizadas en un plano superior por muchos sabios- se 
entremezclaron en esos años de modo novedoso en muchos autores, gra­
cias al inicial impulso ficiniano, de sus seguidores y de sus detractores. Le 
sucedió una Europa perturbada por inquietudes individuales y colectivas, 
por situaciones políticas muy complicadas y desgarradoras, por crisis reli­
giosas y geopolíticas o por enormes mutaciones en el árbol de los saberes 
matemáticos o medicinales, esto es, los relativos al propio cuerpo, a la con­
servación de la salud, física o mental, un problema que empezó a preocu­
par obsesivamente a los estudiosos y a muchos ciudadanos.
La trascendencia intelectual de las figuras surgidas entre el nacimien­
to de Ficino y la muerte de Cornaro es decisiva no sólo por su repercusión
w E. Garin, «Los humanistas y la ciencia». La revolución cultural del Renacimiento, 
Barcelona. Crítica, 1984. p. 255.
11 E. Garin. Ciencia y vida civil en el Renacimiento italiano, Madrid, Taurus, 1982, p. 12.
19.
entre sus contemporáneos y sus inmediatos sucesores sino también porque 
preparó el terreno para la revolución científica del siglo XVII, al propiciar 
la disolución de temas secularmente arraigados. Distintas figuras del 
Quinientos, bien afectadas por el aristotelismo, bien contrarias a su legado 
-que envejecerá en terrenos como la física y la medicina-, buscaron siste­
mas cosmológicos nuevos y distintas interpretaciones naturalistas, abando­
nando un buen número de conceptos y sobre todo de prejuicios32. En ese 
momento de mezcolanza radical, las teorías alquímicas, lumínicas, vita- 
listas, criptográficas y numéricas se conjugaron entre sí y ayudaron quizá 
a liquidar la idea cósmica anterior (aunque la astrologia fuese un recipien­
te estático del pensamiento).
En conjunto esa expansión de la vida se combinó ya con el rigor mate­
mático, la explosión de fuerzas individuales se combinó con la busca de un 
orden distinto en el pensamiento y en la naturaleza, de modo que la biolo­
gía se verá tocada por el número, del mismo modo que una medicina más 
natural e inmediata -cuerpo, alimento, apetitos- se verá dobladapor la 
idea de mecanismo, por el artificio. Todo será sustituido por un mundo 
autónomo, desvitalizado y geometrizable, desgajado de un ser humano que 
se sintió de inmediato, por ello mismo, más aislado, menos arropado que 
antes.
M. J.
P. O. Kristeller, El pensamiento renacentista y sus fuentes, México, FCE, 1982, pp. 69-70.
MARSILIO FIC1NO
TRES LIBROS SOBRE LA VIDA
I
Sobre los cuidados de la salud 
de quienes se dedican al estudio de las letras
La vida sana
Marsilio Ficino de Florencia saluda a Giorgio Antonio Vespucci y a 
Giovanni Battista Boninsegni1. A menudo en estos tiempos, mientras pa­
seábamos, según la costumbre de los filósofos peripatéticos, he hablado con 
vosotros acerca de los cuidados de la salud de quienes se dedican con ahín­
co al estudio de las letras. Ahora, en fin, he tomado la decisión de resumir 
los argumentos de aquellas conversaciones en un breve compendio y de 
presentarlo, antes que a nadie, a vosotros. No daré mi aprobación a este li- 
brito hasta tanto no sepa que lo aprobáis también vosotros, hombres y ami­
gos fidelísimos, ni permitiré que sea sometido al severo juicio de nuestro 
Lorenzo de Médicis2, cuya buena salud se propone, de hecho y ante todo, 
tutelar, si llega el caso. Pues en verdad, difícilmente podría ser útil a los li­
teratos de nuestro tiempo, y más en especial a los de nuestra ciudad, si no 
lo ha sido primero para su protector y mecenas. Leedlo, pues, con atención 
y poned la máxima diligencia en el cuidado de vuestra salud. Si ésta falta, 
nunca conseguiremos ni llegar tan siquiera a las excelsas puertas de las Mu­
sas, y en vano llamaremos a ellas, a menos que nos conduzca hasta allí y 
nos las abra, con su intervención extraordinaria. Dios todopoderoso.
Deseamos, en efecto, que esta nuestra disertación médica tome en 
consideración como tema particular lo siguiente: que si es evidente que 
para adquirir la sabiduría se debe buscar con empeño la salud del cuer­
po, más aún ha de buscarse la de la mente, que es la única que puede al­
canzar y poseer la sabiduría. Por lo demás, todos cuantos intentan con­
seguir la sabiduría con una mente no sana, buscan la ciencia de una 
manera bastante errada. La salud del cuerpo la promete Hipócrates; la del 
alma, Sócrates. Pero la verdadera salud de ambos, la del cuerpo y la del 
alma, sólo la asegura aquel que exclama: «Venid a mí todos los que es­
táis rendidos y agobiados por el trabajo, que yo os daré descanso. Yo soy 
el camino, la verdad y la vida»3.
23
A todo el que camina por aquel difícil, arduo y largo sendero que con 
constante y perseverante esfuerzo conduce al templo excelso de las nue­
ve Musas le parece que para avanzar por esta senda necesita nueve guías. 
De ellas, las tres primeras están en el cielo, las tres siguientes en el alma 
y las tres últimas en la tierra. De las del cielo, es Mercurio el primero que 
nos incita y nos exhorta a emprender la búsqueda del camino de las Mu­
sas, porque es a él precisamente a quien se le atribuye la tarea de toda in­
vestigación. Luego, Febo mismo ilumina con fecundo esplendor tanto los 
espíritus que indagan como las realidades indagadas, de modo que poda­
mos fácilmente encontrar lo que buscamos. Se acerca a continuación la 
bellísima Venus, madre de las Gracias4, que custodia y ornamenta todas 
las cosas con aquellos rayos suyos que dan vida y alegría. De este modo, 
todo cuanto ha sido indagado a instancias de Mercurio, encontrado luego 
gracias a las indicaciones de Febo y circundado por la maravillosa y sa­
lutífera belleza de Venus, aporta siempre placer y utilidad.
Vienen luego las tres guías de este camino que tienen su sede en el al-* 
ma, a saber, la voluntad ardiente y constante, el ingenio agudo, la memo­
ria tenaz. Y tres son asimismo las guías en la tierra: un padre de familia 
prudente, un preceptor excelente, un médico experimentado. Sin estas nue­
ve guías nadie puede ni podrá nunca acceder al templo de las nueve Mu­
sas. Las seis primeras nos las asignan, desde el principio, principalmente 
Dios omnipotente y la naturaleza, mientras que las tres últimas nos la pro­
cura nuestra diligencia. De los preceptos y los deberes que atañen al padre 
de familia y al preceptor en lo concerniente al estudio de las letras diserta­
ron de hecho muy a menudo muchos sabios antiguos, acá y allá, en sus tra­
tados, y más en especial, en sus libros de la República y las Leyes, nuestro 
Platón. Luego, lo trataron también, de magnífica manera, Aristóteles en la 
Política. Plutarco y Quintiliano. Por tanto, a los estudiosos de las letras 
ahora sólo les falta un médico que tienda la mano durante el camino y ayu­
de con consejos saludables y con medicinas a quienes no han sido aban­
donados ni por el cielo ni por su espíritu ni por el padre de familia ni por 
el preceptor. Así pues, compadecido de la suerte llena de afanes de aque­
llos que recorren el difícil camino de Minerva que disminuye las fuerzas, 
me acerco, como médico, en primer lugar a los débiles y enfermizos, y 
quiera el cielo que mi capacidad sea tan íntegra y tan eficaz como es bien 
intencionada mi voluntad. Levantaos con presteza, adolescentes, bajo la 
guía de Dios. Levantaos, jóvenes y hombres en la madurez de la edad, in­
flamados por un amor a Minerva demasiado ardiente. Acercaos con buen 
ánimo al médico que, iluminado y sostenido por Dios, os prodigará conse­
jos y remedios saludables para llevar a cabo vuestro propósito.
Los que se dedican al estudio de las letras deben cuidar, ante todo, 
el cerebro, el corazón, el hígado y el estómago con el mismo esmero con
24
que los corredores cuidan sus piernas, los atletas los brazos, los cantan­
tes la voz. Deben, incluso, poner mayor cuidado, en la medida en que 
aquellas partes del cuerpo son más importantes que éstas segundas y es­
tos miembros son utilizados más a menudo y para cuestiones de mayor 
importancia. De igual modo, todo artesano diligente dedica los máximos 
cuidados a sus instrumentos: el pintor a los pinceles, el herrero a los yun­
ques y martillos, el soldado a los caballos y las armas, el cazador a los 
perros y las aves de cetrería, el citarista a la cítara, y cada uno a los ins­
trumentos de su oficio.
En realidad, sólo los sacerdotes de Minerva, solamente quienes van en 
busca del sumo bien y de la verdad son tan negligentes, oh infamia, y tan 
desventurados que se diría que descuidan por completo aquella herra­
mienta con la que podrían, en cierto modo, medir y abarcar el universo en­
tero. Herramienta de esta guisa es, propiamente, el espíritu5, que los médi­
cos han definido como vapor de la sangre, puro, sutil, cálido y claro. 
Generado por el calor mismo del corazón, que lo extrae de la parte más su­
til de la sangre, vuela al cerebro y allí se sirve de él sin descanso el alma 
para mover los sentidos, tanto los internos como los externos. Y por este 
motivo, la sangre sirve al espíritu, el espíritu a los sentidos y los sentidos, 
en fin, a la razón. La sangre es producida, a su vez, por una energía natu­
ral que actúa en el hígado y en el estómago. La parte más sutil de la san­
gre fluye hasta la fuente del corazón, donde actúa la energía vital. Allí, 
pues, se generan los espíritus y de allí suben al cerebro y (por así decirlo) 
a la acrópolis de Paladio, donde domina la fuerza animal, es decir, la ca­
pacidad de sentir y de moverse. Y así, la contemplación es de ordinario de 
la misma índole que la condescendencia del sentido, y el sentido es tal co­
mo es el espíritu, y el espíritu es, de hecho, tal como es la sangre y como 
son las tres fuerzas que hemos dicho, a saber, la natural, la vital y la ani­
mal, de las que, por las que y en las que son generados, nacen y se nutren 
los espíritus.
De aquí se sigue que los hombres amantes de las letras no sólo deben 
cuidar con gran diligencia los miembros, las fuerzas y los espíritus que he­
mos mencionado, sino que deben evitar, además, con la máxima cautela, 
la pituita y la bilis negra, al modo como los navegantes evitan Escila yCa- 
ribdis. Pues, en efecto, mientras el resto de su cuerpo se mantiene ocioso, 
desarrollan una gran actividad cerebral y mental y por eso son propensos 
a producir pituita y bilis negra que los griegos llaman, respectivamente, 
flegma y melancolía. La primera a menudo debilita y sofoca el ingenio, la 
segunda, por el contrario, si es demasiado abundante y se inflama, ator­
menta el alma con una inquietud continua y delirios frecuentes y perturba 
la capacidad de juicio hasta tal punto que puede afirmarse, y no sin razón, 
que los hombres de letras gozarían de singular salud si no se vieran a ve­
25
ces perturbados por la pituita y que serían los más felices y sabios de to­
dos los hombres si la imperfección de la bilis negra no les indujera con fre­
cuencia a entristecerse y llegar a veces hasta el desvarío.
Las causas que hacen que los hombres de letras sean melancólicos son 
de tres tipos principales: la primera celeste, la segunda natural, la tercera 
humana. Celeste porque, según dicen los astrónomos. Mercurio, que nos 
invita a buscar las ciencias y las artes, y Saturno, que hace que seamos per­
severantes en esta búsqueda y que, una vez alcanzadas, las conservemos, 
son en cierto modo fríos y secos -o si por acaso Mercurio no es frío, la pro­
ximidad del Sol hace que sea a menudo sumamente seco- y precisamente 
así (es decir, fría y seca), es, según los médicos, la naturaleza melancólica. 
Y de esta misma naturaleza hacen partícipes, en principio, Mercurio y Sa­
turno a los estudiosos de las letras y a sus seguidores y se la conserven y 
aumenten día tras día.
La causa natural parece consistir en el hecho de que para adquirir el 
conocimiento de las ciencias, sobre todo de las difíciles, es necesario que 
el alma se recoja del exterior al interior como desde la periferia al centro 
y que, mientras especula, se mantenga firmemente asentada en el centro, 
por así decirlo, del hombre. Ahora bien, recogerse de la periferia al cen­
tro y mantenerse fijo en él es propio sobre todo de la tierra, con la que tie­
ne bastante parecido la bilis negra. Por consiguiente, esta bilis negra esti­
mula continuamente al espíritu a recogerse en unidad, a afirmarse en ella 
y a consagrarse a la contemplación. Y ella misma, en cuanto que es se­
mejante al centro del mundo, incita a indagar el centro de todas y de ca­
da una de las cosas y eleva hasta la comprensión de las realidades más su­
blimes, pues se encuentra en armonía máxima con Saturno, que es el más 
elevado de los planetas. Y la contemplación misma adquiere, a su vez, co­
mo mediante una concentración continua y una cuasi-comprensión, una 
naturaleza muy parecida a la de la bilis negra.
La causa humana, es decir, la que depende de nosotros, es ésta: da­
do que la actividad frecuente de la mente reseca bastante el cerebro, se 
sigue que, consumido en gran parte el humor, que es el sustento del ca­
lor natural, de ordinario se extingue también el calor mismo, de tal suer­
te que la naturaleza del cerebro se torna seca y fría, que es de hecho una 
cualidad terrestre y melancólica. Además, por el movimiento continuo de 
la búsqueda, también los espíritus, movidos sin tregua, se disuelven. Es, 
pues, necesario restablecer estos espíritus disueltos, tomándolos de la 
parte más sutil de la sangre. Y por eso, consumidas a menudo las partes 
más sutiles y limpias de la sangre, la sangre restante es necesariamente 
densa, seca y negra. A todo ello se añade que la naturaleza, enteramente 
volcada durante la contemplación en el cerebro y el corazón, abandona 
el estómago y el hígado. Y por eso, como los alimentos, sobre todo los
26
demasiado suculentos o demasiado duros, están mal digeridos, la sangre 
se torna fría, densa y negra. Y, en fin, a causa del ocio excesivo de los 
miembros, no se expulsa lo superfluo ni se exhalan los vapores densos y 
oscuros. Todas estas circunstancias suelen tomar al espíritu melancólico 
y al ánimo triste y medroso, pues las tinieblas interiores llenan de triste­
za y de terror el alma mucho más que las exteriores. Pero de entre todos 
los hombres de letras, están sobre todo oprimidos por la bilis negra aque­
llos que, entregados con pasión a la filosofía, apartan su mente del cuer­
po y de las cosas corpóreas y la unen a las incorpóreas, ya sea porque una 
ocupación demasiado absorbente exige a su vez una mayor concentra­
ción de la mente o porque durante todo el espacio de tiempo que unen la 
mente a la verdad incorpórea se ven forzados a separarla del cuerpo. Y 
así, su cuerpo se vuelve a veces exánime y melancólico. A esto es a lo 
que alude nuestro Platón, en el Timeo, cuando dice que el alma, al con­
templar con gran frecuencia e intensidad las cosas divinas, hasta tal pun­
to crece y se fortalece con tales alimentos que se eleva por encima de su 
cuerpo mucho más de cuanto la naturaleza corpórea puede soportar y ella 
misma, agitándose con gran violencia, parece como que se escapa y hu­
ye y como que desmorona el cuerpo6.
Baste hasta aquí con haber señalado a qué es debido que los sacer­
dotes de las Musas o son melancólicos desde el principio o se tornan así 
a consecuencia del estudio, por razones en primer lugar celestes, en se­
gundo lugar naturales y en tercer lugar humanas. Así lo afirma el propio 
Aristóteles en el libro de los Problemas7. Dice, en efecto, que todos los 
hombres que sobresalen en cualquier materia han sido melancólicos, co­
rroborando así la opinión que expone Platón en su libro Sobre la ciencia 
o Teeteto, a saber, que todos los hombres geniales han solido ser bastante 
excitables y sometidos al poder del furor8. También Demócrito dice que 
sólo los que están sacudidos por una especie de gran furor pueden ser 
hombres de gran ingenio9. Y en esta materia mantiene, al parecer, el mis­
mo punto de vista nuestro Platón, cuando dice en Fedro que en vano se 
llama a las puertas de la poesía si el furor no nos arrebata10. Y aunque tal 
vez aquí se refiere al furor divino, con todo, según los médicos, ningún 
otro, salvo los melancólicos, es excitado por un furor de este género.
Llegados a este punto, debemos ya exponer las razones por las que 
Demócrito, Platón y Aristóteles afirman que algunos melancólicos supe­
ran a veces en ingenio a todos los demás hombres en un grado tal que más 
parecen divinos que humanos. Así lo declaran, sin sombra de duda, los 
mencionados Demócrito, Platón y Aristóteles, pero sin explicar, al pare­
cer, con suficiente claridad las razones de un hecho tan notable. Debe, 
pues, tenerse el valor necesario para investigar, con la ayuda de Dios, es­
tas causas. La melancolía, es decir, la bilis negra, es de dos clases. A una
27
de ellas la llaman los médicos natural, mientras que la otra surge en vir­
tud de un recalentamiento. La melancolía natural no es otra cosa que la 
parte más densa y más seca de la sangre". La, por así decirlo, recalenta­
da, se divide en cuatro especies. Se deriva, en efecto, de la combustión o 
de melancolía natural, o de una parte más pura de la sangre, o de la bilis, 
o de la pituita salada. En todo caso, la melancolía que nace de un reca­
lentamiento es perjudicial para la capacidad de juicio y para la sabiduría. 
Pues, en efecto, cuando el humor se enciende y arde, suele producir aque­
lla excitación o aquel delirio que los griegos llaman manía y nosotros fu ­
ror. Pero cuando se extingue, porque las partes más sutiles y más limpias 
se han disuelto y sólo queda un negro hollín, provoca aturdimiento y en­
tontecimiento. Y a esta disposición del ánimo se la llama propiamente 
melancolía, demencia o locura.
Así pues, sólo aquella otra bilis negra que hemos llamado natural nos 
resulta provechosa para la adquisición del juicio y de la sabiduría, y aun 
entonces no siempre. Si está sola, con su masa negra y densa ofusca el es­
píritu, aterroriza el ánimo, embota el ingenio. Si mezcla con la simple pi­
tuita, se sitúa sangre fría alrededor del corazón sangre fría, y como conse­
cuencia de esta frígida densidad se genera indolencia yentorpecimiento. 
De acuerdo con la naturaleza de todas las cosas lo bastante densas, cuan­
do la melancolía de esta índole se enfria, tiende a llegar al frió máximo. Y 
en esta situación no se espera nada, se teme todo y hasta la contemplación 
de la bóveda celeste provoca tedio’2. Si la bilis negra, ya sea sola o mez­
clada con algún otro humor, se corrompe, provoca fiebres cuartanas, hin­
chazón del bazo y otras muchas dolencias de este género. Cuando es de­
masiado sobreabundante, sea sola o unida a la pituita, hace a los espíritus 
más densos y más fríos, aflige al alma con un hastío permanente, embota 
la agudeza de la mente y la sangre no se eleva en torno al corazón de los 
arcadios13. La bilis negra no ha de ser ni tan poca que no consiga regular 
la sangre, la bilis y el espíritu, y ocurra entonces que el ingenio sea in­
constante y la memoria frágil, ni tampoco, por el lado contrario, tan abun­
dante que, cargados con un peso excesivo, parezcamos estar somnolientos 
y necesitar espuelas. Es, pues, preciso que la melancolía sea todo lo sutil 
que permita su naturaleza. Si se consigue llegar al grado más sutil compa­
tible con su naturaleza, podría tal vez ser también abundante sin llegar a 
ser nociva, incluso hasta el punto de equipararse a la bilis amarilla, al me­
nos en lo relativo al peso.
Abunde, pues, la bilis negra, a condición de que sea sutilísima. Que 
no cese de circundarse del humor de la pituita más sutil, para que no se re­
seque del todo y se haga durísima. Pero que no se mezcle enteramente con 
la pituita, sobre todo si ésta es más bien fría y abundante, para no enfriar­
se. Mézclese con la bilis amarilla y con la sangre de tal modo que de estos
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tres humores resulte un solo cuerpo en cuya composición la proporción de 
la sangre sea el doble que las otras dos juntas. Sean, por ejemplo, ocho par­
tes de sangre, dos de bilis amarilla y otras dos de bilis negra. Que la bilis 
negra sea un tanto inflamada por los otros dos humores y, encendida, res­
plandezca, pero no arda, para que no ocurra lo que le acontece de ordina­
rio a una materia algo dura que, cuando es demasiado ardiente, se consu­
me y desbarata con demasiada violencia; y, de modo análogo, cuando se 
enfría, llega a helarse. A imitación del hierro, la bilis negra, cuando tiende 
mucho al frió, se hace sumamente fría, mientras que cuando tiende mucho 
al calor se calienta en grado máximo. No debe parecer extraño que la bilis 
negra pueda encenderse fácilmente y, una vez encendida, arda con excesi­
va violencia; vemos, en efecto, que de modo parecido a ella, la cal, rodea­
da de agua, súbitamente arde y se incendia. Tanta es la fuerza con que la 
melancolía tiende a estos dos extremos opuestos en virtud de una cierta 
unidad de su naturaleza estable y fija. Esta tendencia a los extremos no 
aparece en los otros humores. Y así, cuando la melancolía es sumamente 
cálida, confiere audacia máxima y hasta fiereza. Cuando, por el contrario, 
es extremadamente fría, hace a los hombres cobardes y sumamente pere­
zosos. En cambio, cuando se encuentra en los grados intermedios entre el 
frío y el calor, produce diferentes estados de ánimo, no de manera distinta 
a lo que ocurre con el vino, sobre todo con el que es puro y fuerte, que sue­
le generar diversos estados de animo en quien lo bebe hasta embriagarse o 
sin la debida moderación.
Es, pues, necesario que la bilis negra esté convenientemente templada. 
Cuando está moderada, como hemos dicho, y mezclada con la bilis y la san­
gre, al ser por un lado, y en virtud de su propia esencia, seca, y convertirse, 
por otro lado, en sutilísima hasta donde lo permite su naturaleza, es fácil­
mente encendida por los otros dos humores. Y como es sólida y compacta, 
una vez encendida arde durante bastante tiempo. Dado que a consecuencia 
de la unión de la sequedad con la densidad posee muchísima energía, se ca­
lienta con gran intensidad. Ocurre exactamente como cuando se encienden 
juntas la leña y la paja, que arden y resplandecen más y durante más tiem­
po. Y de un calor prolongado y fuerte se derivan un gran resplandor y un 
movimiento asimismo prolongado y fuerte. A esto se refiere aquella sen­
tencia de Heráclito: «Una luz seca, un alma sapientísima»14.
Alguno podría tal vez preguntarse cómo es el cuerpo de aquel humor 
que se deriva de la composición de los tres humores en la proporción que 
ya hemos señalado. Cuanto al color, este cuerpo es como el oro, aunque 
con cierta tendencia al púrpura. Y cuando se enciende, ya sea por el calor 
natural o por un movimiento del cuerpo o del alma, arde y resplandece ca­
si como el oro incandescente y rojeante mezclado con púrpura y, como Iris, 
saca varios colores de su corazón ardiente.
29
Habrá también quien se pregunte cómo ayuda al ingenio un humor 
compuesto de esta guisa. En realidad, los espíritus que nacen de este hu­
mor son, en primer lugar, verdaderamente sutiles, no de diferente manera 
a la del agua que se llama «agua de la vida» o «de la vid», y también «agua 
ardiente», que se obtiene, de ordinario, de la parte más densa del vino pu­
ro mediante una destilación cerca del fuego. De hecho, los espíritus, com­
primidos en los estrechos pasajes de la bilis negra, adelgazan mucho a cau­
sa del calor fortísimo derivado de la unión y, empujados a través de 
conductos más angostos, se tornan aún más sutiles. En segundo lugar, por 
la misma razón, son más cálidos y asimismo más puros. En tercer lugar, 
son de movimientos ágiles y de actuaciones harto impetuosas. En cuarto 
lugar, al proceder directamente de un humor denso y estable, mantienen 
durante muchísimo tiempo la actividad intelectual. Confiando, pues, en es­
te servicio, nuestra alma busca con ardor y persevera más en la búsqueda. 
Encuentra con facilidad lo que ha buscado, lo analiza con esmero, lo juz­
ga con claridad; y, una vez juzgado, lo recuerda durante largo tiempo.
Añádase que, como hemos explicado más arriba, el alma, mediante un 
instrumento o estímulo de este género, que en cierto modo está en armo­
nía con el centro del mundo y que, por así decirlo, recoge al espíritu en su 
centro, busca siempre el centro y penetra hasta en los rincones más recón­
ditos de todas las cosas. Está también en armonía con Mercurio y Saturno. 
Este segundo planeta, que es el más encumbrado de todos15, eleva a quien 
le busca a la contemplación de las cosas más sublimes. Por este motivo, 
los filósofos finalizan con el ser singular, especialmente cuando su alma, 
así alejada de los movimientos externos y del propio cuerpo, se acerca lo 
máximo posible a las cosas divinas y se convierte casi en su instrumento. 
Henchida, pues, de lo alto con oráculos e influjos divinos, piensa cons­
tantemente cosas nuevas e inusuales y predice el futuro. Así lo afirman no 
sólo Demócrito y Platón sino también Aristóteles en el libro de los Pro­
blemas y Avicena en los libros De las cosas divinas y Sobre el alma16.
¿Con qué finalidad hemos hablado tan por extenso del humor de la bi­
lis negra? Para recordar hasta qué punto debemos buscar y alimentar la 
otra bilis, la cándida17, como la mejor, y que en esa misma medida debe­
mos evitar, como la peor, la que es su contraria, como hemos dicho. De he­
cho, ésta segunda es tan funesta que Serapión dijo que su ímpetu está pro­
vocado por un demonio malvado18, y el sabio Avicena no ha contradicho 
esta afirmación19.
Retomando al punto en que nos hemos desviado para esta digresión 
ya excesivamente larga, larguísimo es el camino que lleva a la verdad y 
a la sabiduría y está repleto de pesadas fatigas por tierra y mar. Así pues, 
todo aquel que avanza por esa senda afronta a menudo, como diría el 
poeta, peligros terrestres y marítimos. Pues en efecto, si navega por un
30
mar, se ve continuamente agitado por las olas, es decir, entre los dos hu­
mores, precisamente la pituita y la melancolía nociva, como entre Escila 
y Caribdis. Si, en cambio, elige (por así decirlo) el camino por tierra, le 
salen al instante al paso tres monstruos.El primero está alimentado por 
la Venus terrestre y por Príapo, el segundo por Baco y Ceres, en el ter­
cero se le opone a menudo la nocturna Hécate. Necesita, por tanto, invo­
car con frecuencia al Apolo del cielo, al Neptuno del mar y al Hércules 
de la tierra, para que estos tres monstruos enemigos de Palas sean atra­
vesados por las flechas de Apolo, domados por el tridente de Neptuno y 
abatidos por la clava de Hércules.
El primer monstruo es el coito al que incita Venus, sobre todo cuando 
desborda, aunque sea por poco, las propias fuerzas211. En este caso, en efec­
to, seca inmediatamente los espíritus, sobre todo ios más sutiles, debilita el 
cerebro y daña el estómago y las partes situadas en tomo al corazón. Y na­
da puede ser más nocivo para el ingenio que este mal. ¿Por qué, si no, en­
tendió Hipócrates que el coito era comparable a la epilepsia2' , sino porque 
afecta a la mente, que es sagrada? Este mal es tan nocivo que, en su libro 
Sobre los animales, Avicena escribió: «Si durante el coito alguien derrama 
más esperma de lo que soporta la naturaleza, esto le daña más que si per­
diera una cantidad de sangre cuarenta veces superior»22. Y por eso querían 
los antiguos, con razón, que las Musas y Minerva fueran vírgenes. A esto 
se refiere aquello que narran Platón: cuando Venus amenazó a las Musas 
con armar y dirigir contra ellas a su hijo si no veneraban y cultivaban los 
ritos sacros del amor, las Musas replicaron: «Dirige, Venus, esta amenaza 
a Marte, porque tu Cupido no vuela tras de nosotras»23. Y, en fin, no hay 
ningún sentido tan alejado de la inteligencia por su propia naturaleza co­
mo el del tacto.
El segundo monstruo es el hartazgo de vino y comida. Si el vino24 es 
excesivo o fuerte y de muchos grados llenará sin ninguna duda la cabeza 
de pésimos humores y vapores. Dejo aparte el hecho de que la embriaguez 
convierte a los hombres en locos y desatinados. Cuando se come en de­
masía, la digestión reclama toda la fuerza natural de que dispone el estó­
mago, de donde se sigue que ésta no puede dirigirse al mismo tiempo a la 
cabeza y a la especulación. En segundo lugar, las malas digestiones ofus­
can la agudeza y la vivacidad de la mente con muchos y diversos vapores 
y humores. E incluso en el caso de que se haya digerido de forma sufi­
ciente, incluso entonces, como dice Galeno, «el alma sofocada por la gra­
sa y la sangre no puede percibir nada que sea celeste»25.
El tercer monstruo, en fin, es prolongar con frecuencia las vigilias 
hasta altas horas de la noche, sobre todo después de la cena, de modo que 
luego se hace preciso dormir hasta mucho después de la salida del Sol. Co­
mo quiera que en esto yerran y se engañan muchísimos estudiosos, expli-
31
care con mayor detenimiento hasta qué punto este comportamiento es no­
civo para el ingenio. Aduciré para ello siete razones principales. La pri­
mera se encuentra en el cielo mismo; la segunda en los elementos, la ter­
cera en los humores, la cuarta en el orden de las cosas, la quinta en la 
naturaleza del estómago, la sexta en los espíritus, la séptima en la fantasía.
En primer lugar, son tres los planetas que, como hemos dicho antes, 
ayudan de modo especial a la contemplación y a la elocuencia: el Sol, Ve­
nus y Mercurio. Ahora bien, dado que estos planetas se desplazan juntos 
con un movimiento regular y casi igual, nos abandonan cuando se inicia la 
noche y resurgen y vuelven a visitamos cuando se avecina o está surgien­
do el día. Tras la salida del Sol, estos planetas son empujados hacia la duo­
décima región del cielo que los astrónomos asignan a la cárcel y las tinie­
blas. Por consiguiente, especulan con gran agudeza y componen y escriben 
con orden y con gran eficacia todo lo que han descubierto no aquellos que 
se dedican a estas actividades por la noche, cuando estos planetas se nos 
escapan, o de día después de la salida del Sol, cuando entran en la casa de 
la cárcel o de las tinieblas, sino aquellos otros que, cuando estos planetas 
están a punto de surgir o ya surgiendo, se levantan para dedicarse a la con­
templación y la escritura.
La segunda razón, es decir, la extraída de los elementos, es como si­
gue: cuando sale el Sol, el aire se mueve, se hace más sutil y transparente, 
mientras que cuando se pone ocurre lo contrario. La sangre y el espíritu se 
ven necesariamente impulsados a seguir el movimiento y la calidad del ai­
re que los envuelve y que tiene una naturaleza parecida a la de ellos.
La tercera razón, que se toma de los humores, es del siguiente tenor: 
con la llegada de la aurora, la sangre se mueve, predomina y se hace sutil, 
cálida y transparente; los espíritus están habituados a seguir y a imitar a la 
sangre. Cuando luego sobreviene la noche, se alzan con el predominio la 
melancolía más densa y más fría y la pituita, que toman sin duda a los es­
píritus totalmente inadaptados para la especulación.
La cuarta razón, tomada del orden de las cosas, es como sigue: el día 
está dedicado a la vigilia, la noche al sueño, porque cuando el Sol se acer­
ca a nuestro hemisferio o pasa por encima de él, abre con sus rayos los pa­
sajes del cuerpo y difunde los humores y los espíritus desde el centro a la 
periferia y esto incita y ayuda a velar y actuar. Luego, cuando se aleja, 
acontece lo contrario: todas las cosas se restringen, lo que, en virtud de un 
cierto orden natural, invita al sueño, sobre todo después de la tercera o la 
cuarta parte de la noche. Por consiguiente, quien duerme por la mañana, 
cuando el Sol y el mundo despiertan, y está en cambio en vela hasta avan­
zada la noche, cuando naturaleza ordena dormir y recuperarse de las fati­
gas, éste tal entra en discordia con el orden del universo y consigo mismo 
y es perturbado y arrastrado en direcciones contrarias por movimientos
32
opuestos. Pues, en efecto, mientras el universo le empuja hacia las cosas 
externas, él, al contrario, se mueve hacia el interior. Y al revés: cuando el 
universo le arrastra hacia el interior, él se mueve hacia las cosas exterio­
res. Por tanto, un orden desconcertado y movimientos contrarios entre sí 
sacuden y perturban por un lado todo el cuerpo y por otro a los espíritus y 
el ingenio.
En quinto lugar, a partir de la naturaleza del estómago se argumenta 
del siguiente modo: el estómago, en virtud de la acción continua del aire 
diurno, al abrirse los poros, experimenta una notable dilatación y así, al 
alejarse volando los espíritus, al final acaba harto debilitado. Por tanto, 
cuando sobreviene la noche necesita de nuevo una cierta abundancia de es­
píritus que lo sostengan. Ésta es la razón de que todo aquel que en estos 
momentos se enfrenta a reflexiones largas y difíciles tiende a atraer hacia 
su cabeza a los espíritus. Pero éstos, arrastrados en direcciones contrarias, 
no alcanzan a satisfacer ni al estómago ni a la cabeza. Resulta, pues, más 
nocivo que nunca mantenerse largo tiempo en vela después de la cena y 
dedicamos con empeño a tales estudios, justo en el momento en que, para 
digerir los alimentos, el estómago necesita de más espíritus y de mucho 
más calor. La vigilia y el estudio hacen que, por el contrario, tanto los pri­
meros como el segundo sean desviados y dirigidos a la cabeza, y así ocu­
rre que no son suficientes ni para el cerebro ni para el estómago. Añade 
que la cabeza, en virtud de un movimiento de este género, se llena de los 
vapores, más densos, de la comida y que el alimento, abandonado en el es­
tómago por el calor y por los espíritus, no es digerido y se corrompe, lle­
nando de nuevo y dañando a la cabeza. Finalmente, en las horas matutinas, 
cuando hay que levantarse para liberar a cada una de las partes del cuerpo 
de todas las escorias acumuladas y retenidas durante el sueño, justamente 
entonces -y esto es lo peor- quien, habiéndose mantenido en vela durante 
la noche, había interrumpido totalmente la digestión, para dormir después 
por la mañana, se ve obligado a impedir durante más tiempo la expulsión 
de los excrementos. Todos losmédicos están de acuerdo en que esto es 
muy nocivo tanto para la inteligencia como para el cuerpo. Con razón, 
pues, aquellos que, en contra de la naturaleza, utilizan, como los mochue­
los, la noche como si fuese día y, a la inversa, el día como noche, también 
en esto imitan, aun sin quererlo, a los mochuelos y así como a éstos la luz 
del sol les ofusca los ojos, también en aquellos la agudeza de la mente se 
ofusca ante el esplendor de la verdad.
En sexto lugar, se llega a la misma conclusión a partir de los espíri­
tus. Éstos, sobre todo los más sutiles, acaban por disolverse a consecuen­
cia de las grandes fatigas diurnas. Por la noche quedan pocos y tan densos 
que son totalmente inadecuados para el estudio de las letras, de modo que 
la inteligencia que se confía a sus débiles y mutiladas alas no puede volar
33
sino como vuelan los murciélagos y las lechuzas. Por la mañana, al con­
trario, después del sueño, los espíritus están restablecidos y los miembros 
vigorizados hasta el punto de que sólo necesitan una ayuda mínima por 
parte de los espíritus. Son, por consiguiente, muchos los espíritus sutiles 
dispuestos a servir al cerebro y capacitados para obedecer sin la menor di­
ficultad, porque no les exige mucho esfuerzo la tarea de sostener y guiar a 
los otros miembros.
La séptima razón, en fin, se formula del siguiente modo, a partir de la 
naturaleza de la fantasía: la fantasía, o la imaginación, o el pensamiento o 
como quiera llamárselo, durante la vigilia está distraída y perturbada por 
muchas y prolongadas imágenes, consideraciones o pensamientos opues­
tos entre sí. Y esta distracción y esta perturbación son muy contrarias a una 
contemplación sostenida, para la que se requiere una mente tranquila y se­
rena. Sólo la quietud nocturna consigue finalmente calmar y apaciguar 
aquella agitación. De donde se sigue que, al caer la noche, nos dedicamos 
a los estudios siempre con la mente turbada, mientras que cuando nace el 
día lo hacemos con el espíritu sosegado. Ahora bien, cuantos intentan juz­
gar las cosas con la mente agitada piensan, no de distinto modo a quienes 
sufren vértigos, que giran todos los demás (como dice Platón), cuando la 
verdad es que son ellos los que giran. Y justamente por este motivo, Aris­
tóteles, en su Económicos, establece que hay que levantarse antes de la pri­
mera luz y afirma que esto sirve de grandísima ayuda tanto para la salud 
del cuerpo como para los estudios de filosofía26. Esta afirmación debe en­
tenderse en el sentido de que con una cena rápida y moderada debemos 
procurar con la máxima diligencia tener ya hecha la digestión por la ma­
ñana. Recordaremos, por último, que el sagrado poeta David, trompeta de 
Dios omnipotente, dice que para cantar a su Dios con la cítara y los salmos 
nunca se levanta por la tarde, sino por la mañana, cuando nace el día27. De­
bemos levantamos, pues, sin más, sólo en aquella hora en que podemos 
hacerlo con comodidad y sin molestias ni para la mente ni para el cuerpo.
De cuanto hemos argumentado más arriba se deduce ya con suficien­
te claridad que es conveniente que nuestros estudios se inicien al salir el 
Sol o una hora, o dos como máximo, después de haber salido. Pero antes 
de abandonar el lecho, fricciona primero ligeramente, con las palmas de 
las manos, todo el cuerpo, y luego, con las uñas, la cabeza, esto segundo 
con mayor delicadeza. Sigue en estas acciones las sugerencias de Hipó­
crates. Dice, en efecto, que las fricciones, si son enérgicas, endurecen el 
cuerpo; si son ligeras, lo reblandecen; si son muchas, lo dañan; si pocas, lo 
refuerzan. Una vez ya levantado de la cama, no te dediques de inmediato 
a la lectura y a la meditación, sino concede al menos media hora a la hi­
giene corporal. Y entrégate luego con celo a la meditación, que prolonga­
rás, según tus fuerzas, cerca de una hora. Afloja luego, durante un breve
34
espacio de tiempo, la concentración de la mente y de vez en cuando peina 
con cuidado y elegancia la cabeza con un peine de marfil, desde la frente 
hacia la nuca, cuarenta veces. Fricciona luego la nuca con un paño más 
bien áspero. Vuelve, en fin, a la meditación, dedícate al estudio otras dos 
horas, o una al menos. De hecho, algunas veces pueden prolongarse los es­
tudios, pero con algunas interrupciones, hasta el mediodía. Y hay incluso 
ocasiones, aunque muy raras, en las que pueden mantenerse hasta dos ho­
ras después del mediodía, si mientras tanto no nos vemos precisados a to­
mar alimentos. El Sol es, en efecto, poderoso cuando surge y lo es también 
cuando se encuentra en medio del cielo. En la zona celeste que sigue in­
mediatamente a la central, y que los astrónomos llaman nona o novena y 
casa de la sabiduría, el Sol disfruta más que en ningún otro lugar. Y como 
todos los poetas quieren que Febo sea cabeza y guía de las Musas y de las 
ciencias, es razonable que cuando deba meditarse algún asunto particular­
mente elevado, sean éstas las horas más adecuadas. Si han de buscarse las 
Musas, búsqueselas en estas mismas horas, bajo la guía de Febo. Los res­
tantes momentos del día son aptos para la lectura de las cosas antiguas y 
de otras, más que para la contemplación y el descubrimiento, por uno mis­
mo, de cosas nuevas. Pero debemos recordar siempre que en cualquier ho­
ra es necesario aligerar un poco la concentración, pues los espíritus, al con­
centrarse, se debilitan y quien permanece siempre concentrado acaba por 
tomarse flojo. Descanse tu cuerpo, mientras tu alma se fatiga. Es dañoso 
el cansancio del cuerpo, y más aún el del alma, pero el de ambos juntos es 
el peor de todos, porque agita al hombre con movimientos que son, a un 
mismo tiempo, opuestos y de direcciones contrarias, y dispersa la vida. 
Que, en fin, la meditación no se prolongue hasta el punto de que llegue al 
desagrado, sino que debe abandonarse antes de llegar a este extremo.
Es oportuno, a mi entender, recordar aquí brevemente cuáles son las co­
sas de las que hemos dicho que son nocivas para los hombres de letras y se­
ñalar los remedios para cada una de ellas. Por tanto, para que la pituita no 
aumente demasiado, es necesario hacer ejercicios dos veces al día, con el es­
tómago casi vacío, pero sin fatigarlo, para que no vengan a faltar los espíri­
tus agudos28. Es preciso, además, liberar con la máxima diligencia todos los 
pasajes de los excrementos y de las escorias y se debe también eliminar to­
da la suciedad de la piel de todo el cuerpo, sobre todo de la cabeza, con lo­
ciones y fricciones. Deben evitarse los alimentos demasiado fríos y, si no se 
opone la bilis negra, también los húmedos y los totalmente grasos, suculen­
tos, viscosos, pringosos y gelatinosos y los que suelen corromperse con fa­
cilidad. Si el estómago está frío, sea por la naturaleza o por la edad, es pre­
ciso eliminar o al menos disminuir el agua como bebida. Se exige que la 
cantidad de los alimentos sólidos sea moderada, y más aún la de los líqui­
dos. La habitación ha de estar en un lugar elevado y alejado del aire pesado
35
y nebuloso. Debe evitarse la humedad, ya sea con el fuego o con fragancias 
cálidas. Debe mantenerse la cabeza, sobre todo la parte de la nuca, y los pies, 
alejados del frío, porque es muy nocivo para la inteligencia. En los alimen­
tos más fríos, es provechoso un uso moderado de las especias, en especial de 
la nuez moscada, la canela y el azafrán, y también el jengibre condimenta­
do, por la mañana y con el estómago vacío, cosa que ayuda bastante también 
a los sentidos y a la memoria.
Las cosas que hacen que aumenten en nosotros la pésima y dañosa bi­
lis negra, y sobre las que ya hemos puesto en guardia en los capítulos pre­
cedentes, son las siguientes: el vino denso y turbio, sobre todo el tinto; los 
alimentos duros, secos, salados, acres, ácidos, viejos, a la brasa, a la parri­
lla, fritos29. La carne de buey y de liebre, el queso envejecido, las salsas, 
las legumbres, en particular las habas, las lentejas, la berenjena, el jarama- 
go, la berza, la mostaza,

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