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La trai oculta cion Hannah Arendt Título original: Die verborgene Tradition Publicado en alemán, en 2000, por Jüdischer Verlag, Francfort del Main Traducción de R.S. Carbó (“Dedicatoria a Karl Jaspers”; “Sobre el imperialismo”; “Culpa organizada”; y “La tradición oculta) y Vicente Gómez Ibáñez, (“Los judíos en el mundo de ayer”; “Franz Kafka”; “La Ilustración y la cuestión judia ; y El sionismo. Una retrospectiva”). Cubierta de Mario Eskenazi 844 Arendt, Hanna CDD La tradición oculta.- I a ed. 2- reimp.- Buenos Aires : Paidós, 2005. 176 p. ; 22x16 cm.- (Paidós Básica) Traducción de R. S. Carbó y Vicente Gómez Ibáñez ISBN 950-12-6800-4 1. Ensayo Francés - I. Título I a edición en España, 2004 I a edición en Argentina, 2004 I a reimpresión, 2004 2“ reimpresión, 2005 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. © Harcourt Brace New York © 1976 de la presente compilación Suhrkamp Verlag, Francfort del Main © 2004 de la traducción, R.S. Carbó y Vicente Gómez Ibáñez © 2004 de todas las ediciones en castellano Ediciones Paidós Ibérica SA Mariano Cubí 92, Barcelona © 2004 de esta edición para Argentina y Uruguay Editorial Paidós SAICF Defensa 599, 1° piso, Buenos Aires e-mail: literaria@editorialpaidos.com.ar www.paidosargentina.com.ar Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 Impreso en Argentina - Printed in Argentina Impreso en Primera Clase, California 1231, Ciudad de Buenos Aires, en septiembre de 2005 Tirada: 1000 ejemplares ISBN 950-12-6800-4 Edición para comercializar exclusivamente en Argentina y Uruguay SUMARIO Dedicatoria a Karl J a s p e rs ................ ....................................... 9 Sobre el im p e r ia lism o ............................................................... 15 Culpa o rg a n iz a d a ......................... 35 La tradición oculta ................................................................... 49 Observación inicial ............................................................... 49 I. Heinrich Heine: Schlem ihl y el Señor del m undo de los sueños ........................................................................ 51 II. Bernard Lazare: el paria c o n sc ie n te ................ 58 III. Charlie Chaplin: el so sp ech o so ................................... 61 IV. Franz Kafka: el hom bre de buena v o lu n ta d ........... 64 Observación final ................................................................. 73 Los judíos en el m undo de a y e r .............................................. 75 Franz K a f k a ................................................................................. 89 La Ilustración y la cuestión jud ía .......................................... 109 El sionismo. Una re tro sp e c tiv a .............................................. 129 N ota ed ito ria l 171 mailto:literaria@editorialpaidos.com.ar http://www.paidosargentina.com.ar DEDICATORIA A KARL JASPERS Querido y respetado señor: Gracias por perm itir que le dedicara este libro y le dijera lo que tengo que decir con m otivo de la aparición del m ism o en Alemania. A un judío no le resulta fácil publicar hoy en Alemania, por m ucho que sea un judío de habla alem ana. La verdad es que, viendo lo que ha pasado, la tentación de poder escribir o tra vez en la lengua propia no com pensa, aunque éste sea el único re greso del exilio que uno nunca consigue d este rrar del todo de sus sueños. Pero nosotros, judíos, no somos —o ya no— exilia dos y difícilmente tenemos derecho a tales sueños. Si bien nues tra expulsión se encuadra y entiende en el m arco de la h istoria alem ana o europea, el hecho mism o de la expulsión no hace si no rem itirnos a nuestra propia historia, en la que no represen ta un hecho único o singular, sino algo bien conocido y re ite rado. Sin embargo, resulta que al final esto tam bién es una ilusión, pues los últim os años nos han traído cosas cuya repetición no podríam os docum entar en nuestra historia. Nunca antes nos habíam os enfrentado a un intento decidido de exterm inio ni, por supuesto, contado seriam ente con una posibilidad tal. Com paradas con la aniquilación de una tercera parte del pueblo ju dío existente en el m undo y de casi tres cuartas partes de los judíos europeos, las catástrofes profetizadas por los sionistas anteriores a H itler parecen torm entas en un vaso de agua. H acer que una publicación como la de este libro se entienda m ejor o con más facilidad no es conveniente en absoluto. Para mí está claro que será difícil que la m ayoría, tan to del pueblo alem án como del judío, considere o tra cosa que un canalla o 10 LA TRADICIÓN OCULTA un insensato a un ju d ío que, en A lem ania, qu iera h ab la r de es ta m a n era a los a lem anes o, com o es m i caso, a los eu ropeos. Lo que digo aú n no tiene n ad a que ver con la cuestión de la cu l pa o la respo n sab ilid ad . H ablo sim p lem en te de los hechos ta l com o se me presentan, porque uno nunca puede alejarse de ellos sin sab er qué hace y p o r qué lo hace. N inguno de los a rtícu lo s sigu ien tes está escrito —espero— sin ser conscien te de los hechos de n u estro tiem po y del d es ti no de los judíos en nuestro siglo, pero en n inguno —creo y espe ro— m e he quedado aquí, en n inguno he aceptado que el m undo creado p o r estos hechos fu era algo necesario e ind estru c tib le . A hora b ien , no h u b ie ra pod ido p e rm itirm e ju z g a r con ta l im p a rc ia lid ad ni d is tan c ia rm e ta n co n sc ien tem en te de todos los fan a tism o s —p o r te n ta d o r que p u d ie ra serlo y p o r esp an to sa que p u d ie ra re su lta r la so ledad consigu ien te en todos los sen ti dos— sin su filosofía y sin su ex istencia , que, en los largos años en que las violentas c ircunstancias nos h an m an ten ido to ta lm en te alejados, m e h an resu ltad o m ucho m ás n ítid as que antes. Lo que aprendí de usted —y me ha ayudado a lo largo de los años a orientarm e en la realidad sin entregarm e a ella como an tes vendía uno su alm a al diablo— es que sólo im porta la ver dad, y no las form as de ver el m undo; que hay que vivir y pen sar en libertad, y no en una «cápsula» (por bien acondicionada que esté); que la necesidad en cualquiera de sus figuras sólo es un fantasm a que quiere inducirnos a representar un papel en lugar de in ten tar ser, de una m anera u otra, seres hum anos. Personalm ente, nunca he olvidado la actitud que adoptaba al escuchar, tan difícil de describir, ni su tolerancia, constante mente presta a la crítica y alejada tanto del escepticism o como del fanatism o (una tolerancia que no es en definitiva sino la constatación de que todos los seres hum anos tienen una tazón y de que no hay ser hum ano cuya razón sea infalible). H ubo veces en que in ten té im ita rle incluso en su adem án al hab lar, pues p a ra m í s im bo lizaba al h o m b re de tra to d irec to , al hom bre sin segundas in tenciones. Por aquel en tonces no po día saber lo difícil que sería encon trar seres hum anos sin segun DEDICATORIA A KARL JASPERS 11 das intenciones, ni que vendría un tiem po en el que p recisa m ente lo que tan evidentem ente dictaban la razón y una consi deración lúcida e ilum inadora parecería expresión de un op ti mismo tem erario y perverso. Pues de los hechos, del m undo en que vivimos hoy, form a parte esa desconfianza básica entre los pueblos y los individuos que no ha desaparecido ni podía desa parecer con la desaparición de los nazis porque puede apoyarse y escudarse en el abrum ador m aterial sum inistrado por la ex periencia. Así pues, para nosotros, judíos, es casi imposibleque cuando se nos acerca un alem án no le esperem os con esta p re gunta: ¿qué hiciste en esos doce años que van de 1933 a 1945? Y detrás de esta pregunta hay dos cosas: un m alestar torturante por exigir a un ser hum ano algo tan inhum ano como la justifi cación de su existencia y la recelosa sospecha de estar frente a alguien que o bien prestaba sus servicios en una fábrica de la m uerte o bien, cuando se enteraba de alguna m onstruosidad del régimen, decía: no se hacen tortillas sin rom per huevos. Que, en el prim er caso, no hiciera falta ser ningún asesino nato y, en el segundo, ningún cómplice conchabado o ni siquiera un nazi convencido es precisam ente lo inquietante y provocador que con tanta facilidad induce a generalizaciones. Éste es aproxim adam ente el aspecto que tienen los hechos a que se enfrentan am bos pueblos. Por un lado, la com plicidad del conjunto del pueblo alem án, que los nazis tram aron e im pulsaron conscientem ente; por el otro, el odio ciego, engendra do en las cám aras de gas, de la to talidad del pueblo judío. Un judío será tan incapaz de sustraerse a este odio fanático como un alem án de rehu ir la com plicidad que le im pusieron los n a zis; al menos m ientras am bos no se decidan a alejarse de la ba se que form an tales hechos. La decisión de hacerlo com pletam ente y no preocuparse de las leyes que quieren dictarles cómo actuar es una decisión di fícil, fruto de com prender que en el pasado sucedió algo que no es que fuera sim plem ente m alo o injusto o brutal, sino algo que no hubiera tenido que pasar bajo n inguna circunstancia. La cosa fue diferente m ientras el dom inio nazi se atuvo a c ier tos límites y se pudo adoptar, como judío, un com portam iento 12 LA TRADICIÓN OCULTA acorde con las reglas vigentes en unas condiciones de hostili dad entre pueblos habitual y conocida. Entonces aún podía uno atenerse a los hechos sin ser por ello inhum ano. Un judío po día defenderse como judío porque se le atacaba como tal. Los conceptos y las filiaciones nacionales aún tenían un sentido, aún eran elem entos prim ordiales de una realidad en la que era posible moverse. En un m undo así, intacto a pesar de la hostili dad, la com unicación posible entre los pueblos y los individuos no se in terrum pe sin m ás y no surge ese odio eterno y m udo que nos posee irresistiblem ente cuando nos enfrentam os a las consecuencias de la realidad creada por los nazis. Ahora bien, la fabricación de cadáveres ya no tiene nada que ver con la hostilidad y no puede com prenderse m ediante cate gorías políticas. En Auschwitz, la solidez de los hechos se ha convertido en un abism o que a rrastrará a su in terior a quienes in tenten poner el pie en él. En este punto la realidad de los po líticos realistas, por los que la m ayoría de los pueblos se deja fascinar siem pre y naturalm ente, es una m onstruosidad que sólo podría em pujarnos a seguir aniquilando (como se fabrica ban cadáveres en Auschwitz). Cuando la solidez de los hechos se ha convertido en un abis mo, el espacio al que uno accede al alejarse de él es, por así de cir, un espacio vacío en el que no hay naciones y pueblos, sino sólo hom bres y m ujeres aislados para los que no es relevante lo que piensa la m ayoría de los seres hum anos o siquiera la m a yoría de su propia gente. Puesto que es necesario que estos in dividuos —que hay hoy en todos los pueblos y naciones de la Tierra— se entiendan entre ellos, es im portan te que aprendan a no aferrarse obstinadam ente a sus respectivos pasados n a cionales (pasados que no explican absolutam ente nada, pues ni la h istoria alem ana ni la judía explican Auschwitz); que no ol viden que sólo son supervivientes casuales de un diluvio que de una form a u otra puede volver a caer sobre nosotros cualquier día (y que por eso podrían com pararse a Noé y su arca); que, finalm ente, no cedan a la tentación de la desesperación o del desprecio a la hum anidad sino que agradezcan que aún haya relativam ente m uchos Noé que navegan por los mares del m un DEDICATORIA A KARL JASPERS 13 do in ten tando m antener sus respectivas arcas lo m ás cercanas posible entre sí. «Vivimos —como usted dijo en G inebra— como si estuviéra mos llam ando a puertas aún cerradas. Quizás hasta hoy sólo suceda en to tal intim idad algo que aún no funda m undo algu no y sólo se da al individuo p articu la r pero que quizá fundará un m undo cuando deje de estar disperso.» Son esta esperanza y esta voluntad las que me parecen ju s ti ficar to ta lm ente la publicación en A lem ania de este libro. En cualquier caso, en usted (en su existencia y en su filosofía) se perfila el m odelo de un com portam iento que perm ite que los seres hum anos hablen entre sí aunque el Diluvio se abata so bre ellos. H a n n a h A r e n d t Nueva York, mayo de 1947 SOBRE EL IMPERIALISMO I Si se con tem plan las causas y los m otivos inm ediatos que a finales del siglo p recedente condujeron al «scram ble for Afri ca»* y con ello a la época im perialista en que aún vivimos, fá cilm ente se llega a la conclusión de que, p a ra burla de los pueblos y escarn io del ser hum ano, se p a rían toperas y nació un elefante.** En efecto, com parada con el resu ltado final de la devastación de todos los países europeos, del d e rru m b a m iento de todas las tradiciones occidentales, de la am enazada existencia de todos los pueblos europeos y de la desolación m oral de una gran parte de la hum anidad occidental, la exis tencia de un a pequeña clase de cap ita lis tas cuya riqueza y capacidad productiva d inam itaron la estructu ra social y el sis tem a económ ico de sus respectivos países y cuyos ojos busca ron ávidam ente por todo el globo terrestre inversiones prove chosas para sus excedentes de capital, es verdaderam ente una bagatela. Esta fatal discrepancia entre causa y efecto es la base históri ca y m aterial de la absurdidad inhum ana de nuestro tiem po y estam pa el sello del espectáculo sangriento y de la desfigura ción caricaturesca sobre m uchos acontecim ientos im portantes de nuestra historia. Cuanto más sangriento sea el final del es pectáculo —que empezó en Francia con el caso Dreyfus casi co mo una com edia—, más hiriente será para la conciencia de la * «Pelea por África.» (N . del t.) ** Arendt alude, invirtiendo su significado, al dicho alemán «parirán montañas pero sólo nacerán ridículos ratones» (utilizado cuando las grandes palabras o fatigas sólo obtienen resultados pobres), cita a su vez de la Ars poética de Horacio (parturient montes, nascetur ridiculus m us). (N. del t.) 16 LA TRADICIÓN OCULTA dignidad del ser hum ano. Es una vergüenza que hiciera falta una guerra m undial para acabar con Hitler, sobre todo porque tam bién es cómico. Los historiadores de nuestro tiem po siem pre han intentado esconder, bo rrar este elemento de insensatez sangrienta (cosa bastante comprensible) y dar a los sucesos una cierta grandeza o dignidad que no tenían, pero que los hacía hu m anam ente más llevaderos. No hay duda de que es una gran tentación no hablar de la fase actual del im perialism o y el deli rio racial y sí, en cambio, hacerlo de imperios en general, de Ale jandro Magno, del Im perio Rom ano o de lo favorable que ha sido el im perialism o británico para m uchos países de la Tierra (precisam ente por no poder adm inistrarlos de m anera exclusi vamente im perialista y tener que com partir su control con el Parlamento y la opinión pública de Inglaterra). Más difícil es en tender a aquellos que siguen creyendo en el «factor económico» y en su necesaria «progresividad», conceptos a los que se rem i tían los im perialistas cada vez que se veían obligados a suprim ir uno de los diez m andam ientos. Algunas veces se consolaban con Marx, quien a su vez se había consolado con Goethe: ¿Por qué lamentar este desmán si aumenta nuestros placeres? ¿No aplastómiles de seres en su reinado Tamerlán?* Sólo que podría excusarse a Marx diciendo que él solam ente conocía imperios, pueblos conquistadores y pueblos conquista dos, pero no el im perialism o, es decir, razas superiores y razas inferiores. Desde Cartago, la hum anidad occidental sólo ha co nocido una doctrina que exija y practique sacrificios de sangre y sacrificio, intellectus hum illantes: el im perialism o, cosa difícil d r im aginar cuando éste —todavía con piel de cordero— predi- ( .iIm rl nuevo ídolo de los muy ricos —el beneficio— o apelaba mu 11 viejo ídolo de los dem asiado pobres —la felicidad. |i> I i» i ........I. ...... lio • Aii Sulcik.i que forma parte del libro West-óstlicher Di- i iin I N ilt>l t | SOBRE EL IMPERIALISMO 17 En los años seten ta y ochenta, cuando se descubrieron los filones de d iam antes y oro en Sudáfrica, esta nueva voluntad de beneficio a cualquier precio y aquel viejo ir a la caza de la felicidad se unieron por p rim era vez. Codo con codo con el ca pital, los buscadores de oro, los aventureros y la chusm a salieron de las grandes ciudades de los países industria lm ente d esarro llados para ir al continente negro. A p artir de ese m om ento, la chusm a, engendrada por la inm ensa acum ulación de capital que se produjo duran te el siglo xix, acom pañó a aquellos que la hab ían creado a aventureros viajes de descubrim iento (en los que lo único que se descubría era la posibilidad de inver siones rentables). En algunos países, sobre todo en Inglaterra , esta alianza inédita entre los muy ricos y los muy pobres se c ir cunscribió a las posesiones u ltram arinas. En otros, sobre todo en aquellos que hab ían hecho peor negocio en el reparto del p laneta (como Alemania y Francia) o en aquellos a los que no les había tocado nada de nada (como Austria), la alianza se es tableció enseguida dentro del mism o territorio nacional, con el fin de in ic iar así lo que se denom inó una política colonial. El París de los antidreyfusianos, el Berlín del m ovim iento de Stócker y Ahlwardt, la Viena de Schónerer y Lueger, los pana- lem anes en Prusia, los pangerm anistas en Austria, los panesla vistas en Rusia, todos trasladaron directam ente las nuevas po sibilidades políticas generadas por esta alianza a la política in terio r de sus respectivos países. Lo que entre los partidarios de los «pan»-movimientos se consideraba prim acía de la políti ca exterior era en realidad el p rim er in ten to (aunque tím ido) de im perializar la nación, de reorganizarla y convertirla en un instrum ento para la conquista a rrasadora de territo rios ex tranjeros y el exterm inio represivo de otros pueblos. Toda política im perialista consecuente se basa en la alianza entre capital y chusm a. Las dos grandes fuerzas que al com ien zo parecían obstaculizarla —la tradición del Estado nacional y el m ovim iento obrero— al final se revelaron to talm ente ino fensivas. Es verdad que hubo Estados nacionales cuyos esta distas m antuvieron duran te m ucho tiem po una desconfianza instintiva hacia la política colonial, desconfianza a la que sólo 18 LA TRADICIÓN OCULTA Robespierre dio expresión política consciente con su «Péris- sent les colonies: elles nous en coütent l'honneur, la liberté».* Bism arck rechazó la oferta francesa de aceptar como indem ni zación por Alsacia-Lorena las posesiones de Francia en África y, veinte años m ás tarde, cam bió Helgoland por Uganda, Zan zíbar y W itu («Una bañera por dos reinos», como dijeron des pectivam ente los im perialistas alem anes); en Francia, Clemen- ceau se quejó en los años ochenta del dom inio del «partido de los pudientes», que sólo pensaban en la seguridad de su capital y exigían una expedición m ilitar contra Inglaterra en Egipto e involucrar a la R epública en aventuras u ltram arinas (m ás de tre in ta años después cedió sin el m enor pesar los yacim ientos petrolíferos de Mosul a Inglaterra). Pero esta sabia lim itación de la política nacional parece an ticuada ante los nuevos p ro blem as de alcance m undial que el im perialism o puede —o al menos eso pretende— solucionar. La lucha de los movimientos obreros europeos, por su parte, interesados exclusivamente en la política interior, tam bién que dó a trapada en la nación, a pesar de todas las «Internaciona les». Padecían de desprecio crónico por los partidos im peria listas. Algunos avisos ocasionales sobre el lumpenproletariat y la posibilidad de que se sobornase a sectores del proletariado prom etiéndoles partic ipar de los beneficios del im perialism o, no consiguieron hacer ver que esta alianza —antinatu ra l en el sentido del m arxism o y el dogm a de la lucha de clases— entre chusm a y capital constitu ía una nueva fuerza política. Sin du da hay que agradecer que teóricos socialistas como Hobson en Inglaterra, H ilferding en Alemania y Lenin en Rusia nos des cubrieran y explicaran pronto que las fuerzas m otrices del im perialismo eran puram ente económicas, pero la estructura polí tica del mismo, el intento de dividir a la hum anidad en señores y esclavos, in higher and lower breeds,** en negros y blancos, en citoyens y una forcé noire que los p ro teja , y de organ izar las naciones según el modelo de las tribus salvajes (aunque do tán * «Mueran las colonias: nos cuestan el honor, la libertad.» (N . del t.) ** «Casias superiores e inferiores.» (N. del t.) SOBRE EL IMPERIALISMO 19 dolas al m ism o tiem po de la superioridad técnica de pueblos a ltam ente civilizados), m ás que explicarla, las agudas investi gaciones de sus causas económ icas la ocultaron. Sin em bargo, de lo que se tra ta aún hoy es de la estructu ra política de los im perialism os, así com o de d estru ir las doctri nas im perialistas capaces de m ovilizar a la gente p a ra defen derlos o construirlos. Hace m ucho que la política im perialista ha abandonado las vías de la legalidad económ ica. Hace m u cho que el factor económ ico se ha sacrificado al im perial. Sólo algunos viejos señores de los altos círculos financieros de todo el m undo creen todavía en los derechos inalienables de las cuo tas de beneficios, y si la chusm a —que sólo cree en la raza— aún los tolera es porque ha visto que en caso de necesidad pue de con tar con la ayuda m aterial y financiera de estos creyentes del beneficio, incluso en el caso de que sea evidente que ya no queda nada de lo que beneficiarse exceptuando, quizá, salvar los restos de antiguas fortunas. Está claro, pues, que en la alianza entre chusm a y capital la iniciativa ha pasado a la chusm a: su creencia en la raza ha vencido a la tem eraria esperanza de be neficios ultraterrenales, su cínica resistencia a cualquier valor racional y m oral ha sacudido, y en parte ha destruido, la h ipo cresía, el fundam ento del sistem a capitalista. Ahora bien, como la hipocresía aún hace agasajo de la v ir tud, es en el m om ento en que no funciona cuando aparece el peligro real. En el lenguaje de la política esto significa que será difícil m antener el acreditado sistem a inglés, que separa abso lu ta y radicalm ente la política colonial de la política exterior e in te rio r norm al; que el único sistem a que había atenuado el efecto bum erán del im perialism o sobre la nación y, por lo tan to, m antenido sana la esencia del pueblo y en cierta m anera in tactos los cim ientos del E stado nacional está anticuado. En efecto, m uy pronto será evidente que la organización racial, verdadero núcleo del fascism o, es la consecuencia ineluctable de la política im perialista. La chusm a, reacia a som eterse a n inguna organización propia del Estado nacional, se organiza de hecho y se pone en m ovim iento de una form a nueva: como raza, com o hom bre blanco (o negro o am arillo o de tez oscu 20 LA TRADICIÓN OCULTA ra). Después de que tantos alemanes se trasform aran en «arios», lo que antes era un inglés puede acabar siendo definitivamente un «hombre blanco». Que el in tento alem án saliera mal no sig nifica de n ingún m odo que estem os seguros de que no habrá otros pueblos y naciones que se conviertan en razas o sucum ban a ellas. Inglaterra conoce perfectam ente el peligro con que los «hom bres blancos» que regresan de servir al im perio am e nazan su condición fundam entalm ente dem ocrática, y hasta sus teóricos e historiadores im perialistas han lanzado num ero sas advertencias al respecto. El hecho de que hoy se sacudan los pilares de los im perios m ás antiguos, de que las doctrinas racistas tam bién em piecen a envenenar a los pueblos de color, indignados con el «hom bre blanco», insinúa form as de dom i nio que, al igualar resueltam ente la política in terio r y la exte rior, con tro larán toda oposición y serán capaces de alcanzar sin contratiem pos unos niveles de productiv idad adm in istra dora desconocidos hasta la fecha. II Que el sistem a social y productivo del capitalism o genera ba chusm a es un fenóm eno que ya se observó tem p ran am en te y todos los h is to riadores serios del siglo xix tom aron cu i dadosa y preocupada nota de él. El pesim ism o histórico desde B urckhardt hasta Spengler se basa esencialm ente en tales ob servaciones. Pero lo que los h istoriadores, entristecidos y ab sorbidos por el puro fenómeno, no vieron fue esto: que la chusma no podía identificarse con el creciente pro letariado industrial ni, de ningún modo, con el pueblo, pues la form aban sobras de todas las clases sociales. De ahí precisam ente que pud iera pa recer que en ella se habían suprim ido las diferencias de clase y que —m ás allá de la nación, dividida en clases era el pueblo (la «com unidad del pueblo» en el lenguaje de los nazis), cuan do en verdad era su negativo y su caricatura. Los pesim istas h is tóricos com prendieron la irresponsabilidad de esta nueva capa soc ia l y previeron acertadam ente, aleccionados por los ejem- SOBRE EL IMPERIALISMO 21 píos que les servía la h istoria , la posibilidad de que la dem o cracia se convirtiera repentinam ente en un despotism o cuyos m andatarios procederían de la chusm a y se apoyarían en ella. Pero no com prendieron que la chusm a no sólo era las sobras, si no tam bién producto de la sociedad, que fue ésta quien la creó d irectam ente y por eso nunca podría deshacerse to talm ente de ella. O m itieron tom ar nota de la creciente adm iración de la buena sociedad por el subm undo (verdadero hilo conductor que recorre todo el siglo xix), de su pau latina dejadez en todas las cuestiones m orales, de su creciente predilección por el an ár quico cinism o de su cria tura (hasta que en la Francia de finales del siglo xix, con el caso Dreyfus, el subm undo y la buena so ciedad se unieron por un m om ento tan estrecham ente que fue difícil definir con precisión a los «héroes» del caso: eran buena sociedad y subm undo a la vez). Este sentim iento de pertenencia que une al creador con su cria tura —sentim iento que ya había encontrado una expresión clásica en las novelas de Balzac— es an terio r a todas las consi deraciones de conveniencia económica, política y social que al final han movido a la buena sociedad alem ana de nuestro tiem po a quitarse la m áscara de la hipocresía, a reconocer clara m ente la existencia de la chusm a y a declararla explícitam ente adalid de sus intereses económicos. No es desde luego ninguna casualidad que esto sucediera precisam ente en Alemania. M ientras en Inglaterra y H olanda el desarrollo de la sociedad burguesa transcu rrió con relativa tranqu ilidad y la burguesía de estos países vivió segura y sin tem or du ran te siglos, la h is to ria de su nacim iento en Francia fue acom pañada de una gran revolución popular que nunca la ha dejado d isfru tar tra n quilam ente de su suprem acía. En Alemania, donde la burgue sía no se desarrolló plenam ente hasta m ediados y finales del siglo xix, su dom inio fue acom pañado desde el com ienzo por el crecim iento de un m ovim iento obrero revolucionario de tra dición tan larga como la m ism a burguesía. La sim patía de la buena sociedad por la chusm a se m anifestó antes en Francia que en Alemania, pero al final fue igualm ente fuerte en am bos países, sólo que Francia, debido a la tradición de la Revolución 22 LA TRADICIÓN OCULTA francesa y a la deficiente industrialización del país, generó muy poca chusm a. Cuanto m ás insegura se siente una sociedad m e nos puede resistirse a la tentación de desem barazarse del pesa do fardo de la hipocresía. Sea cual sea la explicación que se dé a cada uno de estos procesos puram ente condicionados por la h isto ria (y que son en el fondo m ucho más evidentes de lo que parece hoy, cuando los h istoriadores se han convertido, en pleno fragor bélico, en acusadores o defensores de las naciones), políticam ente ha blando la visión del m undo que tiene la chusm a, tal como se refleja en tan tas ideologías im perialistas contem poráneas, es asombrosamente afín a la visión del mundo que tiene la sociedad burguesa. Depurada de toda hipocresía, libre aún de la obliga ción de hacer concesiones tem porales a la trad ición cristiana (algo que tendrá que hacer posteriorm ente), dicha visión ya fue esbozada y form ulada hace casi trescientos años por Hob- bes, el represen tan te más grande que haya tenido nunca la burguesía. La filosofía hobbesiana desarrolla con una franque za sin par, con una consecuencia absolutam ente apabullante, los principios que duran te m ucho tiem po la nueva clase no tu vo la valentía de hacer valer cuando se veía obligada de form a suficientem ente explícita a las acciones correspondientes. Lo que en épocas m ás recientes ha hecho tan sugestiva —tam bién en el plano intelectual— a esta nueva clase la visión del m undo de la chusm a es una afinidad básica con ésta m ucho más an ti gua incluso que el nacim iento de la misma. Si consideram os la visión del m undo de la chusm a (o sea, la de la burguesía depurada de hipocresías) en los únicos concep tos puram ente filosóficos que ha encontrado hasta ahora, sus axiomas esenciales son los siguientes: 1. El valor del ser hum ano es su precio, determ inado por el com prador, no por el vendedor. El valor es lo que an teriorm ente se había llam ado virtud; lo fija la «aprecia ción de los otros», esto es, la m ayoría de los que, consti- I u¡dos como sociedad, deciden los precios en la opinión publica según la ley de la oferta y la dem anda. SOBRE EL IMPERIALISMO 23 2. El poder es el dom inio acum ulado sobre la opinión p ú blica, que perm ite que los precios se fijen y la oferta y la dem anda se regulen de tal m anera que redunden en be neficio del individuo que detenta el poder. La relación en tre individuo y sociedad se entiende de m odo que el ind i viduo, en la m inoría absoluta de su aislam iento, puede darse cuenta de qtié le conviene pero sólo puede perse guirlo y hacerlo realidad con la ayuda de la m ayoría. Por eso la voluntad de poder es la pasión fundam ental del ser hum ano. Es ella la que regula la relación entre individuo y sociedad, es a ella a la que se reducen las dem ás am bi ciones (de riqueza, saber, honor). 3. Todos los seres hum anos son iguales en su aspiración y en su capacidad inicial de poder, pues su igualdad se ba sa en que cada uno de ellos tiene por naturaleza suficien te poder como para m atar al otro. La debilidad puede com pensarse con la astucia. La igualdad de los asesinos potenciales los sitúa a todos en la m ism a inseguridad. De ahí surge la necesidad de fundar Estados. La base del Es tado es la necesidad de seguridad del ser hum ano, que se siente am enazado principalm ente por su igual. 4. El Estado surge de la delegación de poder (¡no de dere chos!). Detenta el m onopolio de la capacidad de m atar y como com pensación ofrece una garantía condicionada contra el riesgo de ser víctim a mortal. La seguridad es producto de la ley, que em ana directam ente del m onopo lio de poder del E stado (y no de seres hum anos gu ia dos por los criterios hum anos de lo justo y lo injusto). Y puesto que la ley es em anación del poder absoluto, re presenta, para quien vive bajo ella, una necesidad abso luta. Frente a la ley del Estado, esto es, frente al poder de la sociedad acum ulado y m onopolizado por el E sta do, la cuestión de lo justo e injusto no existe; sólo queda la obediencia, el ciego conform ism o del m undo burgués. 5. El individuo desprovisto de derechos políticos, ante el que la vida estatal-pública adopta el aspecto de la nece sidad, cobra un interés nuevo y más intenso por su vida 24 LA TRADICIÓN OCULTA y su destino privados. Con la pérd ida de su función en la adm inistración de los asuntos públicos com unes a to dos los ciudadanos, el individuo pierde el puesto que le correspondía en la sociedad y el fundam ento objetivo de su relación con sus congéneres. Para juzgar su existen cia individual privada le queda com parar su destino con el de otros individuos, y el referente de relación con el prójim o dentro de la sociedad es la com petencia. Una vez que el Estado adopta el aspecto de la necesidad pa ra regular el curso de los asuntos públicos, la vida social de los que com piten —cuya vida privada depende en gran m edida de esos poderes extrahum anos llam ados suerte y desgracia— adopta el aspecto de la casualidad. En una sociedad de individuos donde todos están dotados por natu raleza de la m ism a capacidad de poder y donde el Estado asegura a todos la m ism a seguridad frente a to dos, sólo la casualidad puede escoger a los triunfadores y encum brar a los afo rtunados/ 6. De la com petencia (que es en lo que consiste la vida de la sociedad) quedan segregados de form a autom ática los to talm ente desgraciados y los totalm ente fracasados. Suerte y honor, por un lado, y desgracia y vergüenza, por otro, devienen idénticos. Al ceder sus derechos polí ticos el individuo tam bién delega al Estado sus deberes sociales, le exige que lo libre de la preocupación por los pobres exactam ente en el m ism o sentido que exige que lo p ro teja de los crim inales. La diferencia entre pobres 1. Con la elevación de la casualidad a criterio máximo del sentido o sinsentido de la propia vida, surge el concepto burgués de destino, que adquiere pleno desarrollo en el siglo xix. A él se debe el surgimiento de un nuevo género, la novela (apta para ex presar la diversidad de destinos), y la decadencia del drama (que ya no tiene nada que contar en un mundo sin acción donde sólo actúan los que están sometidos a la necesi dad o los que se benefician de la casualidad). La novela, en cambio, en la que hasta las mismas pasiones (exentas de virtud y de vicio) se presentan desde Balzac como un des lino venido del exterior, podía transmitir ese amor sentimental por el propio destino que, sobre todo desde Nietzsche, ha desempeñado un papel tan importante en la inte lectualidad y que era un intento de escapar a la inhumanidad del veredicto de la ea- '.n.ilutad para recuperar la capacidad de sufrimiento y comprensión del ser humano (el i nal, va que no podía ser otra cosa, debía al menos ser una víctima consciente). SOBRE EL IMPERIALISMO 25 y crim inales se borra: am bos están al m argen de la so ciedad. El fracasado es despojado de la virtud de los an tiguos y el desgraciado ya no puede apelar a la concien cia de los cristianos. 7. Los individuos segregados de la sociedad —fracasados, infelices, canallas— quedan asim ism o libres de todos sus deberes para con ella y con el Estado, pues el E sta do ya no se ocupa de ellos. Se ven arro jados de nuevo al estado de natu ra leza y nada les im pide obedecer el im pulso básico de poder, aprovecharse de su capacidad fundam ental de m atar, y de esta m anera, despreocupán dose de los m andam ientos m orales, restab lecer aquella igualdad prim ordial de los seres hum anos que la socie dad ha ocultado sólo por conveniencia. Y puesto que el estado de naturaleza del ser hum ano se ha definido co m o guerra de todos con tra todos, se insinúa —por así decir a priori— la posible socialización de los desclasa- dos en una banda de asesinos. 8. La libertad , el derecho, el sum m um bonum, que se h a b ían revelado fundam entales en las diversas etapas de form ación del Estado occidental —la polis griega, la re pública rom ana, la m onarquía cristiana—, se tildan ex plícitam ente de absurdos y se desdeñan. Los teóricos m ás im portantes de la nueva sociedad proponen de for m a explícita que ésta rom pa con la tradición occidental. El nuevo Estado debe descansar sim plem ente sobre los cim ientos del poder acum ulado de todos los súbditos, que, absolu tam ente im potentes y relativam ente segu ros, se doblegan ante el m onopolio de poder del Estado. 9. Dado que el poder es en esencia sólo un m edio y no un fin, la quietud de la estabilidad no puede sino provocar la desin tegración de toda com unidad basada en el po der. Es precisam ente la seguridad por com pleto o rdena da lo que delata que está construida sobre la arena. Si el Estado quiere m antener su poder, tiene que pugnar por adquirir m ás poder, pues sólo aum entándolo, acum ulán dolo, puede m antenerse estable. Un edificio titubean te 26 LA TRADICIÓN OCULTA siem pre tiene necesidad de recibir apoyos del exterior, a no ser que quiera derrum barse de la noche a la m añana en la nada carente de fines y de principios de la que p ro cede. Políticam ente, esta necesidad se refleja en la teo ría del estado de naturaleza, en el que los Estados esta rían enfrentados en una guerra de todos contra todos y el increm ento perm anente de poder sólo sería posible a costa de otros Estados. 10. La m ism a necesidad de inestabilidad de toda com uni dad fundada sobre el poder se expresa filosóficam ente en el concepto de progresión infinita. De form a análoga al poder que crece necesaria y perm anentem ente, esta progresión tiene que com portarse como un proceso en el que los individuos, los pueblos y en últim o térm ino la hum anidad (hasta la creación del Estado m undial, hoy tan en boga) estén irrevocablem ente atrapados, sea pa ra su salvación o para su desastre. III De la absolutización del poder surge consecuentem ente esa acum ulación progresiva e incalculable del mism o que caracte riza la ideología del progreso del extinto siglo xix, esa ideolo gía del m ás y más grande, del m ás y m ás lejos, del m ás y más poderoso que tam bién acom paña el nacim iento del im perialis mo. El concepto de progreso del siglo x v i i i , tal como se conci bió en la Francia prerrevolucionaria, quería criticar el pasado para adueñarse del presente y poder decidir el futuro; el p ro greso se consideraba unido a la m ayoría de edad del ser hum a no. Este concepto está relacionado con el de la progresión infi nita de la sociedad burguesa, ya que se confunde con él, se disuelve en él. En efecto, si es esencial a la progresión infinita la necesidad de progresar, lo son al concepto de progreso del siglo xvi i i la libertad y la autonom ía del ser hum ano, al que di i lio concepto quiere liberar de toda necesidad (aparente) para que se rija por leyes creadas por él m ismo. SOBRE EL IMPERIALISMO 27 E sta p rogresión absurda, infin ita, forzosam ente expansiva, que la filosofía de Hobbes previo con tan fría consecuencia y que caracteriza la filosofía del siglo xix, genera de form a espontá nea la m egalom anía del hom bre de negocios im perialista, que se enfada con las estrellas porque no puede anexionárselas. Po líticam ente, la consecuencia de la acum ulación necesaria de poder es que «la expansión lo es todo»; económ icam ente, que no se puede poner lím ite a la acum ulación p u ra de capital; so cialm ente: la carrera infin ita del parvenú. De hecho, todo el siglo xix se caracterizópor un optim ism o basado en esta ideología del progreso infinito, optim ism o que se m antuvo incluso en las p rim eras fases del im perialism o y duró hasta el estallido de la P rim era G uerra M undial. Ahora bien, para nosotros es m ás esencial la gran m elancolía que se m anifestó de form a re iterada duran te el siglo xix, esa tristeza que lo oscureció y a la que, desde la m uerte de Goethe, casi todos los poetas europeos dedicaron cantos verdaderam ente inm orta les. Por boca de ellos, de Baudelaire, de Swinburne, de Nietzsche —y no por boca de los ideólogos entusiastas del progreso, de los hom bres de negocios ávidos de expansión o de los arrib istas recalcitran tes—, habla el tem ple fundam ental de la época, esa desesperación básica que vislum bró, m ucho antes de Kipling, que «el gran juego sólo acabará cuando todos estem os m u er tos». M edia generación antes de Kipling, toda una generación antes de las teorías de Spengler sobre el llegar y pasar necesa rios por natu ra leza de las cu lturas, Sw inburne cantó la deca dencia del género hum ano. R efractario a las teorías, el poeta que aboga por los «niños del m undo» tiene que com prom eter se con el transcurso real del mismo. Si el m undo se entrega a la obligatoriedad de sus propias leyes m ateriales, no recibe la influencia de la fuerza legisladora del ser hum ano y sólo resta esa m elancolía general que desde los salm os de Salomón cons tituye la sabiduría de este m undo. Si el ser hum ano acepta esta m archa forzosa como ley suprem a y se pone a su disposición, no está sino preparando la decadencia del género hum ano. Una vez que se produzca ésta, la m archa forzosa del m undo se con vertirá —sin m ás im pedim entos y sin que lo am enace la líber- 28 LA TRADICIÓN OCULTA tad hum ana— en un «eterno retorno», en la ley de una n a tu ra leza que el ser hum ano no m anipulará, pero en la que tam poco encon trará un hogar, pues no puede vivir en la na tu ra leza sin transform arla . La canción de la «decadencia germ ana» sólo es la vulgarización del anhelo de m uerte en que caen todos aque llos que habían confiado en la progresión forzosa del m undo. El m undo que Hobbes analizó anticipadam ente fue el del si glo xix (y no el del suyo propio o el del siglo xvm). La filosofía de Hobbes, a ctiya cruda brutalidad no ha osado recu rrir la éli te de la burguesía hasta nuestro tiem po, no hace sino plasm ar lo que ya se insinuaba claram ente desde el principio. No llegó a ser válida porque la p reparación y advenim iento de la Revo lución francesa —que form uló e idealizó al ser hum ano como legislador, com o citoyen— casi había m inado el terreno a la progresión «forzosa». Sólo después de las ú ltim as revoluciones europeas insp iradas por la francesa, después de la m asacre de los communards (1871), la burguesía se sintió lo bastan te se gura com o para pensar en adop tar las propuestas de la filoso fía hobbesiana y fundar el Estado proyectado por Hobbes. En la era im perialista, la filosofía del poder de Hobbes se convierte en la filosofía de la élite, que ya ha visto y adm itido que la form a m ás radical de dom inio y posesión es la aniquila ción. Este es el fundam ento vivo del nihilism o de nuestro tiem po, en el que la superstición del progreso es sustitu ida por la superstición —igualm ente simplista— de la decadencia, y los fa náticos del progreso autom ático se transform an, por así decir de la noche a la m añana, en fanáticos de la aniquilación au tom á tica. Hoy sabem os que si los m aterialistas estaban tan alegres sólo era por estupidez. Que el m aterialism o científico —que «prueba» el origen del ser hum ano de la nada, o sea, de la m a teria (que para el esp íritu es la nada)— sólo puede llevar al nihilism o, a una ideología que presagia la aniquilación del ser hum ano, es algo que hubiera tenido que saber cualquiera que se hubiera atenido a la filosofía europea (que desde los griegos identificaba el origen con la esencia), algo que hub iera tenido que p resen tir cualquiera que hubiera leído aten tam en te a los p o d a s de la época, en vez de ocuparse de los aburridos d iscur SOBRE EL IMPERIALISMO 29 sos de los positivistas, de los científicos y de los políticos con tem poráneos. Es verdad que la filosofía de Hobbes aún no sabía n ada de las doctrinas raciales modernas, que además de entusiasm ar a la chusm a diseñan form as muy concretas de organización con las que la hum anidad podría aniquilarse a sí m ism a. Sin embargo, su teoría del Estado no sólo abandona la po lítica exterior a la arb itra riedad y el vacío de derecho —ya que al exigir que los pueblos persistan necesariam ente en el estado de naturaleza de la guerra de todos contra todos excluye de principio la idea de la hum anidad (único princip io regulativo de un posible derecho in ternacional)—, sino que ofrece los m ejores fundam entos teó ricos posibles a todos aquellos teorem as naturalistas en los que los pueblos aparecen com o tribus, separados po r na tu ra leza los unos de los otros, sin que los una nada, ni siquiera un o ri gen com ún, que nada saben de la so lidaridad del género h u m ano y que sólo tienen en com ún ese im pulso de autoconser- vación que com parten con el m undo anim al. Si la idea de la hum anidad, cuyo símbolo clave es el origen único del género h u m ano, ya no es válida, los pueblos —que en realidad agradecen su existencia a la capacidad de organización política del ser hum ano en convivencia— se convierten en razas, en unidades natural-orgánicas (con lo que, de hecho, no se ve por qué no podrían provenir los pueblos de tez oscura o am arillos o ne gros de un prim er simio distin to al de los blancos y estar todos ellos destinados por naturaleza a luchar eternam ente entre sí). En todo caso, no hay nada que im pida al im perialism o —que en su form a m ás benigna sustituye el derecho por la a rb itrarie dad de los burócratas, el gobierno por la adm in istración y la ley por el decreto— llevar sus principios en m ateria de política exterior a su m áxim a consecuencia y decidirse al exterm inio sistem ático de pueblos enteros, a «adm inistrar el asesinato en masa» de los mismos. 30 LA TRADICIÓN OCULTA IV Los nuevos tiem pos nos han enseñado a con tar con tres va riedades de nihilistas: prim ero, los que creen, científicam ente o no, en la nada. Éstos son locos inofensivos, pues no saben de qué hablan. Entre ellos se encuen tran la m ayoría de nuestros eruditos, que son los m ás inofensivos de todos porque ni si quiera saben que creen en la nada. A continuación están los que dicen haber experim entado la nada alguna vez. Éstos tam bién son inofensivos, pero no están locos, ya que al menos saben de qué hablan. Poetas y charlatanes de la sociedad burguesa (ra ram ente algún filósofo), nadie les tom a en serio, ni siquiera cuando hablan de una m anera tan franca y unívoca como Law- rence de Arabia (hasta hoy el m ás grande de todos ellos). Des pués, viene la tercera variedad: la gente que se ha propuesto producir la nada. No hay duda de que éstos, al igual que los creyentes de la nada, tam bién están locos —pues nadie puede producir la nada—, pero se encuen tran muy lejos de ser ino fensivos. En su esfuerzo vano por p roducir la nada, m ás bien acum ulan aniquilación sobre aniquilación. Lo hacen jaleados por los gritos adm irativos y el aplauso de colegas menos do ta dos o menos escrupulosos que ya ven hechos realidad sus sue ños secretos o sus experiencias m ás privadas. La aniquilación es, pues, la form a más radical tanto del do m inio como de la posesión, cosa que, después de Hobbes, n in gún adorador del poder que fundara filosóficam ente la igual dad de los seres hum anos en la capacidad de m atar ha osado volver a expresar con la m ism a apabullan te despreocupación. Un sistem a social basado fundam entalm ente en la posesión nopodía evolucionar sino hacia la aniquilación final de toda po sesión; pues sólo tengo definitivam ente, y poseo realm ente pa ra siem pre, lo que aniquilo. Y sólo lo que poseo de esta m anera aniquiladora puedo en realidad dom inar definitivam ente. Para su fortuna y la de todos nosotros, la burguesía no reconoció es te últim o secreto del poder ni lo asum ió realm ente, al menos tal como lo presentó Hobbes. Éste es el sentido de su hipocresía, esa hipocresía tan extraordinariam ente racional y benéfica a la SOBRE EL IMPERIALISMO 31 que su c ria tu ra , la chusm a, puso fin. A esta hipocresía, a esta benéfica falta de consecuencia —así como a la fortaleza de la trad ición occidental, que se im puso con la Revolución france sa duran te un siglo entero—, hay que agradecerle que los acon tecim ientos no siguieran el curso de que hoy som os testigos hasta tres siglos después de las in tuiciones fundam entales de H obbes sobre la estructu ra fundam ental del entonces nuevo orden social. La d isparidad de causa y efecto que distingue el nacim iento del im perialism o no es, pues, n inguna casualidad. Su m otivo fue el capital excedente nacido de la oversaving* que necesita ba a la chusm a para invertirse con seguridad y ren tab ilidad y que puso en m ovim iento una palanca que, cobijada y d isim u lada por las m ejores tradiciones, siem pre ha sido inherente a la estru c tu ra fundam ental de la sociedad burguesa. La política del poder, depurada de todos los principios, sólo podía im po nerse, adem ás, si contaba con una m asa de gente carente de principios y cuyo núm ero hubiera crecido tan to que rebasara la actividad y capacidad asistencial del Estado. Que esta chusm a no haya podido ser organizada hasta ahora sino por políticos im peria listas y que haya sentido entusiasm o sólo po r doc tri nas raciales suscita la fatal im presión de que el im perialism o puede so lucionar los graves problem as de política interior, so ciales y económ icos de nuestro tiempo. En la alianza entre chusm a y capital, cuanto m ás recaía la iniciativa en la chusm a, más cristalizaba la ideología im peria lista en torno al antisem itism o. Cierto que la cuestión judía ya hab ía ten ido alguna im portancia en la evolución de los pue blos como Estados nacionales, pero para la gran política seguía siendo de un interés absolutam ente secundario. La chusm a, ex cluida por definición tan to del sistem a de clases sociales de la sociedad como de la constitución nacional de los Estados, cen tró desde un principio su atención llena de odio sobre aquellos que estaban tam bién fuera de la sociedad y sólo de m anera muy incom pleta dentro del Estado nacional: los judíos. * «Ahorros sobrantes.» (N. del t.) 32 LA TRADICIÓN OCULTA La chusm a m iraba con envidia a los judíos, los veía como com petidores m ás afortunados y exitosos. Con una consecuen cia doctrinaria sin par, indiferentes a la cuestión de si los ju díos eran lo bastante im portan tes como para hacer de ellos el centro de una ideología política, los líderes de la chusm a descu brieron muy pronto que se tra taba de un grupo de gente que, a pesar de haberse integrado aparentem ente en el Estado nacio nal, se organizaba en realidad in ternacionalm ente y se m ante nía unida sobre todo por lazos de sangre, como era obvio. De ahí que esa falsedad chapucera, los «Protocolos de los sabios de Sión» (que enseñaría a acabar con organism os estatales y sistem as sociales), tuviera m ás influencia en la táctica política del fascism o que todos los predicadores del poder e incluso las ideologías raciales claram ente im perialistas. El baluarte hasta ahora más fuerte contra el dom inio ilim i tado de la sociedad burguesa, contra la tom a del poder por parte de la chusm a y la introducción de la política im perialista en la estructu ra de los Estados occidentales ha sido el Estado nacional. Su soberanía, que antaño debía expresar la soberanía del pueblo m ism o, está hoy am enazada desde todos los flan cos. A la hostilidad genuina que la chusm a siente con tra él se une la desconfianza no m enos genuina que inspira en el pue blo mismo, que ya no siente que el Estado le represente ni ase gure su existencia. Este sentim iento básico de inseguridad fue el aliado más fuerte que H itler encontró al em pezar la guerra en E uropa y no desaparecerá sin m ás con la victoria sobre la Alemania hitleriana. Tan explicable es que la decadencia del Estado nacional, en asociación con el imperialismo, haya engendrado como quien di ce au tom áticam ente ese Leviatán cuya estru c tu ra fundam en tal trazó tan m agistralm ente Hobbes, como grande sigue sien do el peligro de que la chusm a transform e la decadencia de esta form a de organización política de los pueblos occidentales en una decadencia de Occidente, y com o grandes parecen ser de nuevo hoy las oportunidades de que los m ism os pueblos que duran te tan to tiem po m iraron con m ayor o m enor apatía la descom posición de su cuerpo político acaben con dicho pe SOBRE EL IMPERIALISMO 33 ligro. No sólo porque la inestabilidad de esta figura fundada únicam ente en el poder se ha evidenciado con m ucha m ás ra pidez de lo que nadie hub iera podido prever, sino sobre todo porqtie tam bién se ha constatado que no es posible transfo r m ar a todos los pueblos en chusm a. Para ello sería necesario que el im perialism o, cuyo núcleo es la doctrina racial y el p ro ceso de expansión infinita, calara en los pueblos en la m ism a m edida y los m ovilizara en el mism o grado, com o antaño el patrio tism o y, más tarde, la form a pervertida del mismo: el na cionalism o. De m om ento esto sólo le ha sucedido a una peque ña ram a de un pueblo europeo, los afrikaner, que, llevados por un destino nefasto a vivir en medio de tribus africanas, tienen especialm ente a m ano la salida de evadirse de todas las dificul tades con u n a organización racial blanca. Aparte de este caso, se consta ta en todas partes que los im perialism os, los ya exis tentes y los que están gestándose, son construcciones artificiales y vacías, carentes del m otor in terio r que tan to tiem po ha m an tenido vivo al Estado nacional: la m ovilización del pueblo. El Estado nacional, sin em bargo, ya no puede restaurarse , al me nos en E uropa, ni el patrio tism o en su an tigua form a volver a ser el corazón de una organización política. De m odo que se ha creado un vacío que no puede elim inarse ni colm arse con la m era v ictoria sobre la m ayor am enaza del m undo occidental: el fascism o hitleriano. Los intentos de restauración sólo harán este vacío m ás llamativo e inducirán a experimentos form alm en te sim ilares que apenas se diferenciarán del nacionalsocialis mo, ya que todos acabarán in ten tando por igual organizar a la chusm a y a terro rizar al pueblo. Si a pesar de las perspectivas, de las justificadas esperanzas en la v italidad de los pueblos europeos y de las pruebas de la im posibilidad de transform arlos a todos en chusm a se confir m ara algún día que estam os realm ente al com ienzo de esa p ro gresión in fin ita de la que habla Hobbes y que necesariam ente sólo puede llevarnos a la decadencia, está claro que esta deca dencia real de Occidente tendría lugar m ediante la transform a ción de los pueblos en razas: hasta que del pueblo alem án sólo quedasen «eslavos», del inglés sólo «hom bres blancos» y del 34 LA TRADICIÓN OCULTA francés sólo «mestizos bastardos». Ésta, y no otra, sería la de cadencia de Occidente. En efecto, políticam ente hablando, la raza es —digan lo que digan los eruditos de las facultades científicas e históricas— no el comienzo, sino el final de la hum anidad; no el origen del pue blo, sino su decadencia; no el nacim iento natural del ser hum a no, sino su m uerte antinatural. CULPA ORGANIZADA1 I Cuanto mayores son las derrotas militares del ejército alemán enel cam po de batalla, con m ás fuerza se hace sentir la victoria de la estrategia política de los nazis, que a m enudo se ha identifi cado equivocadamente con la m era propaganda. La tesis central de dicha estrategia, dirigida igual al «frente interior» —el propio pueblo alem án— que a sus enemigos, es que no hay ninguna di ferencia entre nazis y alemanes, que el pueblo cierra filas detrás de su gobierno, que todas las esperanzas aliadas en una parte del pueblo ideológicamente no infectada, todas las apelaciones a una Alemania dem ocrática del futuro, son ilusorias. La consecuencia de esta tesis es, naturalm ente, que no habrá un reparto de la res ponsabilidad, que la derrota afectará por igual a los antifascistas alem anes y a los fascistas alemanes y que las distinciones que hi cieron los aliados cuando empezó la guerra sólo obedecían a fi nes propagandísticos. Otra consecuencia es que las disposiciones aliadas sobre el castigo de los crim inales de guerra se revelarán am enazas vacías porque no se podrá encontrar a nadie que no responda a la definición de criminal de guerra. En los últim os años, todos hem os visto con horror que estas afirmaciones no eran m era propaganda sino que tenían una base muy concreta, que se rem itían a una terrible realidad. Las for m aciones que sem braban el terro r —que en origen estaban es trictam ente separadas de la m asa del pueblo y sólo aceptaban a gente que podía acreditar ser criminal o estar dispuesta a serlo— 1 1. Este artículo se escribió en Estados Unidos en noviembre de 1944 y se publicó traducido al inglés en enero de 1945 en la revista Jewish Frontier. La que aquí presen tamos es la traducción de la versión original. 36 LA TRADICIÓN OCULTA han ido engrosándose perm anentem ente. La prohibición de filia ción política im puesta a los m iem bros del ejército se sustituyó por una orden general que sometía a todos los soldados al parti do. M ientras que antes los crímenes, que eran parte de la rutina diaria de los campos de concentración desde el comienzo del ré gimen, eran un monopolio de las SS y de la Gestapo celosamente protegido, hoy los asesinatos masivos se encom iendan a m iem bros cualesquiera de la Wehrmacht. Los informes de estos críme nes, que al principio se m antenían en el máximo secreto posible y cuya publicidad se penalizaba com o «propaganda d ifam ato ria», se han ido difundiendo a través de una propaganda de ru mores instrum entada por los propios nazis, que hoy los adm iten abiertam ente como m edidas de liquidación destinadas a que los «compatriotas» no incorporados a la «comunidad del pueblo» del crimen por motivos organizativos se vieran al menos im peli dos a hacer el papel de consentidores y cómplices. La moviliza ción total ha comportado la complicidad total del pueblo alemán. Para evaluar de una form a adecuada cuál es la transform a ción política de las condiciones que provoca la propaganda nazi desde la pérdida de la batalla de Inglaterra y que al final ha pro vocado la renuncia de los aliados a distinguir entre alem anes y nazis, hay que tener presente que hasta el estallido de la guerra (o incluso hasta el inicio de las derrotas m ilitares) sólo había grupos relativam ente pequeños de nazis activos —a los que no pertenecían el gran núm ero de sim patizantes— y una cifra tam bién pequeña de antifascistas activos que estuvieran realm ente al corriente de lo que ocurría. Todos los dem ás —alem anes o no— tenían la comprensible tendencia a creer antes a un gobier no oficial, reconocido por todas las potencias, que a los refugia dos (que por el hecho de ser judíos o socialistas ya eran sospe chosos). A su vez, sólo un porcentaje relativam ente pequeño de estos últimos conocía toda la verdad y, como es natural, todavía era más pequeña la fracción de los dispuestos a cargar con el odio de la im popularidad de decirla. M ientras los nazis creyeron en la vil loría, las formaciones que sem braban el te rro r perm a- iii . i> i<ni apartadas del pueblo (y esto, en guerra, significa del .■¡i H iin) Al r¡ói rito no le atraía el terror y las tropas de las SS se CULPA ORGANIZADA 37 reclutaban sobre todo entre gente puesta a prueba, fuera cual fuera su nacionalidad. Si el nuevo orden de Europa, tristem ente célebre, hubiera salido bien, habríam os vivido el dom inio de una organización internacional del te rro r dirigida por alem anes en la que habrían colaborado —si bien clasificados jerárqu ica m ente según la raza de los distintos países— m iem bros de todas las nacionalidades europeas (excepto judíos). El pueblo alem án tam poco se hubiera librado, por supuesto. H im m ler siem pre fue de la opinión que el dom inio de Europa le correspondía a una élite racial encam ada en las tropas de las SS y sin vínculos na cionales. Sólo las derro tas han obligado a los nazis a ab an d o n ar es te proyecto para regresar aparentem ente a viejos eslóganes n a cionalistas. De ahí la identificación activa del pueblo entero con los nazis. La posibilidad de una fu tura clandestin idad depende de que nadie sea capaz de saber quién es un nazi y quién no, de que no haya distintivos visibles exteriormente, sobre todo de que los vencedores estén convencidos de que no hay diferencias entre alem anes. A tal efecto es necesario, na turalm ente, in ten sificar el te rro r en Alemania, un te rro r que, a ser posible, no deje con vida a nadie cuyo pasado o popularidad puedan acre d ita r su antifascism o. M ientras que en los prim eros años de guerra la «generosidad» del régim en respecto a los adversarios de aquellos m om entos y del pasado fue notable —siem pre que se estuvieran quietos—, recien tem ente se ha ejecutado a m u cha gente que, p rivada de lib e rtad desde hacía años, no p o día rep resen tar n ingún peligro inm ediato para el régim en. Por o tra parte, previendo sabiam ente que, a pesar de todas las m e didas de prevención contra las declaraciones de antiguos p r i sioneros de guerra o trabajadores extranjeros y de las penas de prisión o reclusión en cam pos de concentración, aún pudiera encontrarse a algunos centenares de personas en cada ciudad con un pasado antifascista intachable, los nazis facilitaron a su gente de confianza todos los papeles necesarios, certificados de m oralidad, etc., para evitar que se d iera crédito a declara ciones sem ejantes. A los reclusos de los cam pos de concen tra ción, cuyo núm ero nadie conoce exactam ente pero que puede 38 LA TRADICION OCULTA estim arse en varios m illones, se les puede «liquidar» o soltar (en el caso im probable de que sobrevivan tam poco se les reco nocerá con precisión). Quién es un nazi o un antinazi en Alemania sólo podrá ave riguarlo quien sea capaz de ver el corazón hum ano (en el que, como es sabido, no hay ojo hum ano que penetre). La carrera de un organizador de un m ovim iento clandestino —y de eso tam bién hay en Alemania, por supuesto— se acabaría ráp id a mente si no actuara de palabra y hecho como un nazi. Cosa na da fácil en un país en el que llam a la atención cualquiera que no m ate siguiendo órdenes o m anifieste una satisfecha com pli cidad con los asesinos. Así, incluso el eslogan más extremo que esta guerra ha inspirado a nuestro bando (que sólo es bueno el «alem án m uerto») se basa en circunstancias reales: sólo si los nazis cuelgan a alguien, podem os saber que estaba realm ente contra ellos. O tra prueba no hay. II II Éstas son las circunstancias políticas objetivas en las que se basa la afirm ación de una culpa colectiva del pueblo alemán. Son resultado de una política sin patria, a- y antinacional, ple nam ente consecuente en su obstinación de que el único pueblo alem án posible es el que está en poder de los que ahora gobier nan, unos gobernantes cuya gran victoria, que celebrarían con maliciosa complacencia, sería que la caída de los nazis conlleva ra la aniquilación física del pueblo. La política total,que ha des truido totalm ente la atm ósfera de neutralidad en que transcurre la vida cotidiana de la gente, ha conseguido que la existencia privada de cada individuo sobre suelo alem án dependa de si co mete crímenes o es cómplice de los mismos. En comparación, el éxito de la propaganda nazi en los países aliados, tal como se ex presa en lo que se ha calificado com únm ente de vansitarismo,* l)<- Rnhert Gilbert Vansittart, miembro del gobierno británico durante la Segun- ln i iim'i i Mundial al que se debe la frase «El único alemán bueno es el alemán muer CULPA ORGANIZADA 39 es del todo secundario . Es esencialm ente p ropaganda de gue rra, por lo que ni siquiera se aproxim a al fenóm eno político verdadera y específicam ente m oderno. Los escritos en que se basa, ju n to con su dem ostración pseudohistórica, pod rían ser plagios inocentes de la lite ra tu ra francesa de la guerra p rece dente. En este sentido, es irrelevante que algunos de los au to res que hace veinticinco años pusieron en m archa las ro ta ti vas con la «pérfida Albión» se hayan visto obligados esta vez a poner su experiencia al servicio de los aliados. Asimismo, las discusiones m ás serias en tre los abogados de los alem anes «buenos» y los fiscales de los alem anes «malos» no sólo pasan por alto el fondo de la cuestión, sino que es evi dente que apenas dan una idea de las d im ensiones del desas tre. O bien se las com prim e en una declaración general sobre buenas y m alas personas y en una sobrevaloración fan tasiosa de la «educación» o bien parten sin m ás reflexión de las teorías raciales de los nazis y les dan la vuelta. Sólo que en esta ú ltim a operación corren un cierto peligro, ya que los aliados, al ne garse desde la célebre declaración de Churchill a hacer una guerra «ideológica», han dado sin saberlo ven taja a los nazis —que organizan ideológicam ente la derrota despreocupándose de Churchill— y una oportun idad de supervivencia a todos los teorem as raciales. De hecho, de lo que se tra ta no es ni de probar lo evidente—a saber, que los alem anes no son nazis latentes desde los tiem pos de Tácito— ni de dem ostrar lo im posible —que todos los ale m anes tienen una m entalidad nazi—, sino de pensar qué ac ti tud adoptar, cómo enfren tarse a un pueblo en el que la línea que separa a los crim inales de la gente norm al, a los culpables de los inocentes, se ha borrado con tan ta eficacia que m añana nadie sabrá en Alemania si tiene delante a un héroe secreto o a un antiguo asesino de m asas. De una situación así no nos saca rá ni defin ir quiénes son los responsables ni detener a los «cri m inales de guerra». Dejemos aparte a los culpables principa- to» (citada por Arendt más arriba]. Defendió una política muy dura respecto a Alema nia, tanto en la guerra como después del armisticio. (N. del t.) 40 LA TRADICIÓN OCULTA les, que adem ás de asum ir la responsabilidad han escenificado todo este infierno: los responsables en un sentido am plio no es tán entre ellos. Pues los responsables en un sentido am plio son todos aquellos que sim patizaron —en Alemania y en el extran jero— con H itler m ientras pudieron, im pulsaron su subida al poder y afianzaron su renom bre dentro y fuera de Alemania. Y ¿quién se atrevería a tildar públicam ente de crim inales de gue rra a todos los señores de la buena sociedad? En realidad no lo son. Sin duda han dem ostrado su incapacidad para juzgar las agrupaciones políticas m odernas: los unos por considerar que los principios en política son un m ero absurdo m oralizante, los otros por sentir una rom ántica predilección por unos gángsters que habían confundido con «piratas». La m ayoría de los res ponsables en sentido am plio no se hicieron culpables en sen ti do estricto. Fueron los prim eros cóm plices de los nazis y sus m ejores acólitos, pero verdaderam ente no sabían lo que hacían ni con quién trataban. La gran irritación que acom ete a la gente de buena volun tad cuando se habla de A lem ania no es fru to ni de la existen cia de responsables irresponsables, a los que seguram ente sólo juzgará la h istoria, ni de los propios crím enes de los nazis. Su causa es m ás bien esa m onstruosa m áquina, esa «adm inistra ción del asesinato en masa», a cuyo servicio se pudo poner y se puso no a miles, no a decenas de miles de asesinos seleccio nados, sino a todo un pueblo. En el dispositivo que H im m ler ha organizado p ara la derro ta sigue habiendo ejecutores, víc tim as y m arionetas que con tinúan desfilando sobre los cadá veres de sus cam aradas (que antes podían salir de cualqu ier co lum na de las SS y hoy de cualqu ier un idad m ilitar u o tra form ación). Lo espantoso es que en esta m áquina de la m uer te todos están obligados a ocupar un puesto, aunque no sean d irectam ente activos en los cam pos de exterm inio. El asesina to m asivo sistem ático, concreción en nuestro tiem po de las teorías raciales y las ideologías del «derecho del m ás fuerte», no sólo hace estallar la capacidad de com prensión de la gente sino tam bién el m arco y las categorías del pensam iento y la acción políticos. Se presente como se presente, el fu turo desti- CltLPA ORGANIZADA 41 no de A lem ania sólo podrá consistir en las desdichadas conse cuencias de una guerra perdida. Y consecuencias así son, por na tu ia leza , tem porales. En todo caso, no hay respuesta po líti ca a estos crím enes, ya que ex term inar a 70 u 80 m illones de alem anes o dejarlos m o rir de ham bre —algo en lo que, n a tu ralm ente , no p iensan sino unos pocos fanáticos psicó ticos__ sólo significaría que la ideología de los nazis hab ía vencido aunque fueran o tros pueblos los que d e ten ta ran el poder y el «derecho del m ás fuerte» a ejercerlo. Así como el entendim iento político de la gente se queda para lizado ante la «adm inistración del asesinato en masa», la movili zación total es para él la frustración de la necesidad hum ana de justicia. Cuando todos son culpables, nadie puede juzgar de ver dad, ya que a esta culpa tam bién se la ha despojado de la m era apaiiencia, de la m era hipocresía de la responsabilidad.2 En la m edida en que el castigo es el derecho del crim inal —y en este axioma se basa el sentim iento de la justicia y del derecho de la hum anidad occidental desde hace más de dos mil años—, la con ciencia de ser culpable es parte de la culpa y la convicción de la capacidad hum ana de responsabilizarse, parte del castigo. Cuál es el prom edio de esta conciencia lo describe un corresponsal norteam ericano en una historia cuyo juego de preguntas y res puestas no desm erecería la im aginación y la inventiva de un gran poeta: Q. Did you kill people in the camp? A. Yes. Q. Did you poison them with gas? A. Yes. Q. Did you bury them alive? A. It sometimes happened. Q. Were the victims picked from all over Europe? A. I suppose so. Q. Did you personally help kill people? A. Absolutely not. I was only paymaster in the camp. 2. Naturalmente, no es mérito de los que —teniendo la suerte de ser judíos o haber sido oportunamente perseguidos por la Gestapo— huyeron de Alemania que queden li bres de culpa. Como lo saben y com o aún les atenaza el horror ante lo que pueda pa sar, sacan en todas las discusiones posibles ese insoportable elemento de autojustifica- ción que, al final, sobre todo en el caso de los judíos, sólo puede acabar —y ya lo ha hecho en la reversión de las doctrinas nazis sobre sí mismos. 42 LA TRADICIÓN OCULTA Q. W hat did you think of what was going on? A. It was bad at first, but we got used to it. Q. Do you know the Russians will hang you? A. (Bursting into tears) Why should they? What have I done? (Pm, Sunday, Nov. 12, 1944.)* Efectivam ente, no había hecho nada, sólo cum plir órdenes. ¿Y desde cuándo es un crim en cum plir órdenes? ¿Desde cuán do es una virtud rebelarse? ¿Desde cuándo sólo se puede ser honrado yendo auna m uerte segura? ¿Qué había hecho él? En su obra de teatro Los últimos días de la humanidad, en la que recreaba los sucesos de la an terio r guerra, Karl K raus ha cía caer el telón después de que Guillermo II exclamara: «Esto no es lo que yo quería». Y lo cóm ico-espantoso es que, de he cho, era verdad. Esta vez, cuando caiga el telón, tendrem os que oír a un coro entero de pequeñoburgueses exclam ando: «No hem os sido nosotros». Y aunque m ientras tan to se nos hayan pasado las ganas de reír, lo espantoso volverá a ser que, de he cho, será verdad. III Para saber qué resortes del corazón hum ano hubo que acti var para que la gente se incorporara a la m áquina del asesina to masivo, de poco nos servirán las especulaciones sobre la his to ria alem ana y lo que se ha denom inado el carácter nacional alem án (de cuyas potencialidades los m ejores conocedores de * P.: ¿Mataban ustedes a gente en el campo? R.: Sí. P.: ¿La envenenaban con gas? R.: Sí. P.: ¿La enterraban viva? R.: Pasaba a veces. P: ¿La traían de toda Europa? R.: Supongo que sí. P.: ¿Ayudó usted personalmente a matar gente? R.: Jamás. Sólo era el tesorero del campo. P.: ¿Qué pensaba usted de lo que estaba pasando? R.: Al principio nos parecía mal, pero nos acostumbramos. P.: ¿Sabe usted que los rusos van a colgarlo? R. (echándose a llorar): ¿Por qué ten dí mu que hacerlo? ¿Qué he hecho yo? CULPA ORGANIZADA 43 Alemania no ten ían la m enor idea hace quince años). M ucho m ás reveladora es la figura peculiar de quien se vanagloria de ser el genio organizador del asesinato: H einrich H im m ler no es de aquellos intelectuales procedentes de la oscura Tierra de n a die que se extiende en tre la existencia del bohem io y la del so plón y cuya im portancia en la form ación de la élite nazi se des taca ú ltim am ente. No es ni un bohem io com o G oebbels n i Ltn crim inal sexual como Streicher ni un fanático pervertido como H itler ni un aventurero como Goring; es un pequeñoburgués con toda la apariencia de respetabilidad, con todas las costum bres del buen padre de familia que no engaña a su m ujer y quie re asegurar un fu turo decente para sus hijos. Ha organizado y difundido conscientem ente el te rro r por todo el país convenci do de que la m ayoría de la gente no es bohem ia ni fanática ni aventurera ni sádica sino en prim er lugar jobholders* y buenos padres de familia. Creo que fue Péguy quien llamó al padre de fam ilia el «grand aventurier du 20iéme siécle». Murió dem asiado pron to para verlo como el gran crim inal del siglo. Estábam os tan acostum brados a adm irar o rid icu lizar la bondadosa preocupación del padre de fam ilia, su seria concentración en el b ienestar de la familia, su solem ne decisión de consagrar su vida a su m ujer y a sus hijos, que apenas percibim os cómo el fiel padre de fam i lia, que no se preocupaba sino de la seguridad, se transfo rm a ba contra su voluntad y bajo la presión de las caóticas condi ciones económ icas de nuestro tiem po en un aventurero que nunca podía sentirse seguro ante las preocupaciones del día si guiente. Su docilidad ya qtiedó dem ostrada en la unan im idad reinante a com ienzos del régim en, cuando este padre de fam i lia dem ostró que estaba com pletam ente d ispuesto a dejarse a rreb a ta r sus ideas, su honor y su dignidad hum ana por una pensión, una vida segura y la existencia asegurada de su m ujer y sus hijos. Sólo hizo fa lta la diabólica gen ialidad de H im m ler para descubrir que, después de esta degradación, dicho pa dre de fam ilia estaba literalm ente dispuesto a todo si se jugaba Empleados.» (N. del t.) 44 LA TRADICIÓN OCULTA fuerte y la existencia básica de la fam ilia sufría alguna am ena za. La única condición que puso fue que se le absolviera rad i calm ente de la responsabilidad de sus actos. Aquel alem án m e dio que los nazis con toda su propaganda delirante no pudieron conseguir durante años que m atara por propia iniciativa a n in gún judío (a pesar de que estuviera bien claro que dicho asesi nato quedaría im pune) es el m ism o que hoy sirve sin p ro testar a la m aquinaria de la aniquilación. A diferencia de los prim eros efectivos de las SS y la Gestapo, la organización him m leriana no cuenta ni con fanáticos ni con asesinos sexuales ni con sádi cos; cuenta única y exclusivam ente con la norm alidad de la gente de la índole del señor Heinrich Himmler. Que no se requiere n ingún carác te r nacional especial para que la nueva clase de funcionarios se ponga en funcionam ien to es algo que no necesita ni m encionarse después de las tristes noticias que nos llegan de la presencia de letones, lituanos, po lacos e incluso judíos en la m ortífera organización de H im m ler. N inguno de ellos es por naturaleza un asesino o un delator perverso. Ni siquiera es seguro que hub ieran funcionado si lo único que hubiera estado en juego hubiera sido su propia vida y su propia existencia. Como ya no tem ían a Dios, como el ca rác ter funcional de sus acciones les había arrebatado su con ciencia, sólo se sentían responsables de su familia. La transfor mación del padre de familia (de m iem bro responsable de la sociedad interesado en los asuntos públicos a pequeñoburgués pendiente únicam ente de su existencia privada e ignorante de la virtud pública) es un fenómeno internacional moderno. Las cala midades de nuestro tiem po —«pensad en el ham bre y en el frío riguroso de este valle donde atruenan los lamentos» (Brecht)— pueden convertirlo en cualquier m om ento en juguete de la lo cura y la crueldad. Cada vez que la sociedad deja sin m edios de subsistencia al hom bre pequeño, m ata el funcionam iento norm al y el au torrespeto norm al del m ism o y lo p repara para aquella ú ltim a etapa en la que estará dispuesto a asum ir cual quier función, incluido el job de verdugo. Al ser liberado de Buchenwald, un judío reconoció entre los m iem bros de las SS que le entregaban sus docum entos de hom bre libre a un an ti CULPA ORGANIZADA 45 guo com pañero de colegio al que no increpó, aunque sí se le quedó m irando. El observado dijo m uy espontáneam ente: tie nes que entenderlo, a rrastrab a cinco años de paro a m is espal das. Podían hacer conm igo lo que quisieran. Es verdad que este tipo m oderno de ser hum ano que a falta de un nom bre m ejor hem os caracterizado con una palabra ya existente —pequeñoburgués [Spiesser]— tenía en suelo alem án una oportun idad especialm ente buena p ara florecer y desarro llarse. Sería difícil encontrar un país occidental sobre cuya cul tu ra hayan influido menos las virtudes clásicas de la vida públi ca y no hay ninguno en el que la vida y la existencia privadas hayan desem peñado un papel m ás im portan te . Éste es un he cho que, en tiem pos de penuria nacional, los alem anes siem pre han ocultado muy eficazm ente, pero no cam biado. Detrás de la fachada de las «virtudes nacionales» reafirm adas y propagadas —como el «am or a la patria» , el «arrojo alem án», la «lealtad alem ana», etc.— se ocultan los vicios nacionales correlativos, éstos sí reales. Sería difícil en con trar otro lugar donde la m e dia de patrio tism o sea inferior a la de precisam ente Alemania, donde detrás de la p retensión chovinista de «lealtad» y «arro jo» se esconde una tendencia nefasta a la deslealtad y a la de nuncia oportunista. Pero el del pequeñoburgués es un fenóm eno in ternacional y haríam os bien en no caer en la tentación de confiar ciegam en te en que sólo el pequeñoburgués alem án es capaz de semejantes actos horribles. El pequeñoburgués es el hom bre-m asa m oder no visto no en sus exaltados m om entos m asa, sino en el seguro refugio (hoy m ás bien inseguro) de sus cuatro paredes. Ha lle vado tan lejos la escisión de lo privado y lo público, de la p ro fesión y la familia, que no puede encontrar una conexión entre am bos ni siquiera en su propia identidad personal.
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