arró y no dejaba de
encogerse y volver a estirarse, de modo que poco fue lo que pudo hacer Alicia por sostenerlo
en los primeros momentos.
En cuan...
arró y no dejaba de encogerse y volver a estirarse, de modo que poco fue lo que pudo hacer Alicia por sostenerlo en los primeros momentos.
En cuanto encontró el modo correcto de tenerlo en brazos (que consistía en retorcerlo en una especie de nudo y en sostenerle luego la oreja derecha y el pie izquierdo para evitar que se desatase) lo sacó al aire libre.
«Si no me llevo a este chico conmigo —pensó Alicia—, en un par de días más lo matan».
—¿No sería un crimen abandonarlo?
Estas últimas palabras las había pronunciado en voz alta y el pobrecito gruñó por toda respuesta (ya había dejado de estornudar).
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—No gruñas —dijo Alicia—; ese no es modo de expresarse.
El bebé volvió a gruñir y Alicia miró con gran ansiedad su cara para ver qué le sucedía. No cabía duda de que tenía una nariz sumamente respingada, más parecida a un hocico que a una nariz de verdad; y los ojos, por otra parte, se le estaban poniendo demasiado pequeños para ser los de un bebé. En general Alicia prefería no mirarlo.
«Tal vez sólo esté sollozando», pensó, y volvió a mirarle los ojos para ver si había lágrimas en ellos.
No, no había lágrimas.
—Si piensas convertirte en un marrano, querido mío —dijo Alicia con toda seriedad—, no pienso tener nada más que ver contigo. Así que ¡cuidadito!
El pobrecito volvió a sollozar (o a gruñir, no se podía saber con certeza) y siguieron en silencio un rato más.
Alicia estaba empezando a preguntarse qué iba a hacer con esa criatura al llegar a su casa cuando la criatura volvió a gruñir, y tan fuerte que Alicia le miró la cara con cierta alarma. Esta vez no podía caber la menor duda: no era ni más ni menos que un marrano, y Alicia pensó que era ridículo seguir llevándolo con ella.
De modo que depositó a la criaturita en el suelo y se sintió bastante aliviada cuando la vio trotar tranquilamente hacia el bosque.
—Al crecer se habría convertido en un chico espantosamente feo, pero creo que como cerdito es bastante lindo.
Y empezó a pasar revista a otros chicos que ella conocía y que estarían muy bien como marranos y se decía:
—Con tal que uno supiese cómo transformarlos… —cuando se sobresaltó un poco al ver al Gato de Cheshire sentado en una rama de un árbol que estaba a pocos metros de allí.
El Gato no hizo más que sonreír cuando la vio a Alicia.
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«Parece bonachón», pensó Alicia.
Pero no dejaba de tener uñas muy largas y una enorme cantidad de dientes, de modo que pensó que había que tratarlo con respeto.
—Michifús de Cheshire —empezó a decir con timidez, ya que no sabía si le gustaría ese nombre. Pero el Gato no hizo más que ensanchar su sonrisa.
«Bueno, por ahora está contento», pensó Alicia, y siguió:
—Por favor, podría decirme por dónde tengo que ir.
—Eso depende en buena medida de adónde quieras llegar —dijo el Gato.
—No importa demasiado adónde… —dijo Alicia.
—Entonces no importa por dónde vayas.
—… siempre que llegue a alguna parte —agregó Alicia como explicación.
—Oh, eso es casi seguro —dijo el Gato—, si caminas lo suficiente.
Alicia reconoció que eso era innegable, de modo que intentó otra pregunta.
—¿Qué clase de gente vive por acá?
—En esa dirección —dijo el Gato señalando vagamente con la pata— vive un Sombrerero y en aquella —señalando con la otra pata— vive una Liebre de Marzo. Puedes visitar a cualquiera: los dos están locos.[25]
—Pero yo no quiero ir adonde hay locos —dijo Alicia.
—Oh, eso es inevitable —dijo el Gato—; aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
—¿Y usted cómo sabe que yo estoy loca? —preguntó Alicia.
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—Tienes que estarlo —dijo el Gato—; si no, no habrías venido aquí.
Alicia no pensaba que eso probase nada pero de todos modos siguió preguntando:
—¿Y cómo sabe que usted está loco?
—Para empezar —dijo el Gato— digamos que un perro no está loco ¿de acuerdo?
—Supongo que no —dijo Alicia.
—Bueno, entonces —siguió diciendo el Gato—, el perro gruñe cuando está enojado y mueve la cola cuando está contento. Bueno, yo en cambio gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando estoy enojado. De modo que estoy loco.
—Yo llamo a eso ronronear, no gruñir —dijo Alicia.
—Llámalo hache —dijo el Gato—. ¿Vas a ir a jugar al croquet con la Reina hoy?
—Me encantaría —dijo Alicia—, pero todavía no me invitaron.
—Ya me verás allí —dijo el Gato, y se desvaneció en el aire.
Alicia no se sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba a que sucediesen cosas raras, y no había apartado aún los ojos del sitio donde había estado el Gato cuando este volvió a aparecer de golpe.
—Hablando de todo un poco ¿qué se hizo del bebé? —preguntó—. Casi me olvidaba de preguntarte.
—Se convirtió en un marrano —respondió Alicia con toda tranquilidad, como si el Gato hubiese vuelto de una manera natural.
—Eso es lo que me imaginé —dijo el Gato, y volvió a desaparecer.
Alicia esperó un poco, con la esperanza de volver a verlo, pero no volvió a aparecer y momentos después ella se alejó en dirección a donde le habían dicho que vivía la Liebre de
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Marzo.
—A los sombrereros ya los conozco —se dijo—; la Liebre de Marzo va a ser mucho más interesante y tal vez, como estamos en mayo, no esté tan loca de atar… al menos no tanto como en marzo.
A decir esto levantó la vista y allí estaba nuevamente el Gato, sentado en la rama.
—¿Dijiste «marrano» o «malcriado»? [26]
—Dije «marrano» —dijo Alicia—, y me gustaría que no anduviese usted apareciendo y desapareciendo tan de golpe: ¡me aturde!
—Muy bien —dijo el Gato, y esta vez se desvaneció lentamente, empezando por la punta de la cola y terminando con la sonrisa, que permaneció un rato más cuando el resto ya había desaparecido.
«¡Bueno! Vi muchos gatos sin sonrisa —pensó Alicia—, pero ¡una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que vi en mi vida!».
No se había alejado mucho cuando vio la casa de la Liebre de Marzo: pensó que sería esa porque las chimeneas tenían forma de orejas y el techo estaba cubierto de piel. Era una casa tan grande que no quiso acercarse a ella sin antes mordisquear un pedacito del hongo de la mano izquierda y alcanzar la altura de dos pies, y aun así se acercó con cierta timidez diciéndose:
—¿Y qué va a pasar si está loca de atar después de todo? ¡Casi me arrepiento de no haber ido a visitar al Sombrerero!
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VII - Una merienda de locos
Había una mesa servida bajo un árbol, frente a la casa, y la Liebre de Marzo y el Sombrerero[28] estaban tomando el té. Sentado entre ambos[29] un Lirón dormía profundamente. La Liebre y el Sombrerero lo usaban de almohadón, para apoyar los codos, y conversaban por encima de su cabeza.
«¡Qué incómodo para el Lirón! —pensó Alicia—. Claro que, como está dormido, supongo que no le importa».
La mesa era grande pero los tres estaban apiñados en una punta.
—¡No hay lugar! ¡No hay lugar! —gritaron cuando la vieron llegar a Alicia.
—¡Hay muchísimo lugar! —dijo Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón en un extremo de la mesa.
—Sírvete un poco de vino —dijo la Liebre de Marzo animándola.
Alicia recorrió la mesa con los ojos pero no vio más que té en ella.
—No veo que haya vino —señaló.
—No lo hay —dijo la Liebre de Marzo.
—Entonces fue sumamente incorrecto de su parte ofrecérmelo —dijo Alicia enojada.
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