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En la cláusula general del art. 61, T (determinación de la pena dentro de cada grado) se hace referencia a la personalidad, sino sólo a "la mayor o...

En la cláusula general del art. 61, T (determinación de la pena dentro de cada grado) se hace referencia a la personalidad, sino sólo a "la mayor o menor gravedad del mal producido por el delito". Debe insistirse, por último, en el sentido que, con ROXIN, atri­buimos a la función de prevención general propia de la determi­nación judicial de la pena. No se trata de que en ese momento puedan tomarse en cuenta las concretas necesidades de prevención general (p. ej.: la mayor o menor frecuencia del delito en el momen­to de ser juzgado), sino sólo de que la aplicación de la pena con arreglo a las prescripciones de la ley constituye la confirmación de la seriedad de la amenaza abstracta de la pena y, de este modo, condición de eficacia de la prevención general. En este sentido, aplicar la pena según las reglas legales responde a la función de prevención general. Una ulterior concreción de las necesidades de prevención general, según las circunstancias sociales del mo­mento, sería inadmisible, por lo menos en cuanto ello hubiese de suponer la agravación de la pena. Se vulneraría por esta vía el lí­mite de proporcionalidad de pena y delito cometido, utilizándose al delincuente como instrumento al servicio de la utilidad social, más allá de lo que el actual pensamiento jurídico-penal y el propio derecho positivo consienten. Este extremo se examinará en el apar­tado destinado a los límites del derecho penal subjetivo. Baste ahora destacar que el derecho penal español no permite fijar la pena en atención a las concretas necesidades defensistas del momento: los únicos criterios generales de medición judicial de la pena (arts. 61, 4" y 7", y 63) no aluden a ellas. La ejecución de la pena, cumple, para ROXIN, principalmente la función de prevención especial. Ello podrá admitirse sólo con dos reservas importantes. La primera es que la ejecución de la pena sirve en primer lugar a la prevención general, pues, como el pro­nunciamiento de la condena, constituye condición de eficacia de la amenaza legal y de la prevención general, que quedaría en nada si no hubiese de ejecutarse efectivamente la pena. Sólo dentro del marco exigido por la condena pronunciada según las prescripcio­nes legales, cabe atender a la prevención especial. Ello es posible en las penas privativas de libertad distinguien­do entre duración y forma de ejecución: la duración viene asignada por la sentencia y no puede modificarse por virtud de la preven­ción especial, pero la forma de ejecución depende principalmente de esta clase de prevención. Así se desprende del régimen de eje­cución establecido -según autoriza el art. 84 del Código Penal- en el Reglamento General del Servicio de Prisiones de 2 de febrero de 1956, modificado sustancialmente por el decreto de 25 de enero de 1968. Como recuerda el Preámbulo de este último, el art. 1 del Reglamento de 1956 erige en finalidad primordial de las institu­ciones penitenciarias la de realizar sobre los sentenciados "una labor reformadora, con arreglo a los principios y orientaciones de la ciencia penitenciaria". La resocialización es, pues, la función esencial a que debe servir la forma de ejecución de las penas priva­tivas de libertad, como lo confirma el total sistema previsto en la reforma de 1968, que concibe la ejecución como "tratamiento" ba­sado en la orientación científica de la personalidad de cada pena­do (arts. 48 y 49). Pero ello no afecta a la duración de la pena. La segunda reserva que cabe hacer el planteamiento de ROXIN es que las penas no privativas de libertad no tienen prevista en nues­tro derecho una forma de ejecución inspirada de forma particular en la prevención especial: ninguna de ellas se ajusta a un progra­ma resocializador. No pretendo negar, con ello, que toda pena tie­ne como fin impedir que el delincuente vuelva a delinquir, sino sólo que tal fin no se busca en las penas no privativas de libertad a tra­vés de una especial configuración de la forma de ejecución, sino que es sólo una función implícita a la sola realización de la amenaza (intimidación concreta) que suponen. En estas penas la prevención especial acompaña a la prevención general. Así, la pena de muerte persigue antes que nada la función de prevención general y ha de ejecutarse para que se confirme la seriedad de su amenaza, pero su ejecución llevará consigo simultáneamente la más indiscutible prevención especial, pues el ejecutado ya no podrá volver a delin­quir. Salvadas las distancias, el mismo planteamiento es válido pa­ra penas como las restrictivas de libertad o privativas de derechos. En conclusión, la ejecución de la pena posee siempre la función de prevención general, como necesaria confirmación de la serie­dad de la conminación típica y de la sentencia conminatoria, y la función de prevención especial inherente a la intimidación que el condenado sufre en su persona. En las penas privativas de libertad la prevención especial no es esa pura consecuencia del castigo im­puesto, sino que se persigue de forma preferente, a través de una configuración de la forma de ejecución que tiende a la resociali­zación del penado. Pero en cualquier caso -también en las penas privativas de libertad- la prevención especial no puede en nues­tro derecho rebasar los márgenes fijados por la duración de la pena impuesta por el juez en base a las disposiciones de la ley. Resumiendo todo lo anterior, cabe decir que el derecho penal es­pañol sirve a la función de prevención de delitos por razón de su gravedad y peligrosidad, frente a la sociedad en general (preven­ción general) en los tres momentos de conminación típica, determi­nación de la pena y ejecución de la condena, y frente al delincuen­te (prevención especial) tal vez en el momento de determinación judicial de la pena (art. 61, 4°, del Código Penal) y sin duda en la ejecución de la pena, sea como consecuencia implícita a la concre­ta intimidación que supone, sea buscada de forma especial, a tra­vés de un tratamiento resocializador, en las penas privativas de libertad. De legeferenda puede propugnarse una mayor esfera de apli­cación de la prevención especial en el momento de determinación de la pena. Cierto que a ello podría con frecuencia oponerse el derecho penal clásico, y después trasladada al mundo espiritual de los valores (derecho penal neoclásico) o de las estructuras on­tológicas, lógico-objetivas (finalismo), sin que, en cualquier caso, haya solido ubicarse su problemática en el específico terreno del derecho positivo: los sistemas sociales. Desde esta perspectiva, el derecho penal -como todo derecho- aparece como instrumento de mediación en el conjunto de los pro­cesos de interacción que integran los sistemas sociales. Toda nor­ma jurídica incide en las relaciones comunicativas de los destina­tarios, modificando sus expectativas reciprocase. La norma penal interfiere en las expectativas de los

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