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Si recordamos la escenografía ritual del galanteo y la comparamos con la que tiene lugar después del matrimonio, observamos que, en el paso de un e...

Si recordamos la escenografía ritual del galanteo y la comparamos con la que tiene lugar después del matrimonio, observamos que, en el paso de un escenario a otro, los papeles que interpretan los personajes de una y otra familia aparecen invertidos. La familia de la muchacha, que durante el noviazgo ocupa un primer plano, tras la boda queda relegada a uno secundario, en tanto que la del joven adquiere un mayor protagonismo, dado que, como hemos visto, llegado el caso, la pareja mantiene la residencia patrivirilocal hasta que puede optar por su propia vivienda. Así, mientras que en el período prematrimonial es el joven el que hace acto de presencia en el territorio familiar de la muchacha, una vez que han contraído matrimonio, es ella la que irrumpe en territorio ajeno. Por otro lado, habida cuenta del carácter de ritual de transición, en su doble dimensión espacio-temporal, mientras dura el período liminal la trama se desenvuelve en los márgenes externos del ámbito familiar de la novia, en donde la acción es protagonizada por los varones (el novio y el cabeza de familia), puesto que de su esfera se trata. Pues bien, la cosa cambia una vez que concluye el passage. Desde que se celebra la boda, las escenas siguientes pasan a tener lugar en el ámbito interior; y como el lugar en el que se desarrolla la acción es el de la familia del marido, el escenario ha de ser compartido por la suegra y la nuera. En cuanto a la relación que mantenían la madre de la novia con el joven pretendiente durante el noviazgo, desde la perspectiva territorial, pasa a ser estructuralmente análoga a la que mantienen posteriormente el suegro con la nuera: tanto entre aquéllos como entre éstos las tensiones son mucho menores, habida cuenta que se mueven en ámbitos distintos. No es sino cuando dos individuos del mismo género e identidad territorial diferente comparten la misma esfera, cuando se produce una tensión latente generadora de conflictos. Porque lo que es preferir, la mujer prefiere no vivir con la suegra, porque es que se matan. Ella (la nuera) con el suegro se lleva bien, es con la suegra con la que no. Las mujeres es que somos de otra manera (...). Hombre, el yerno con la suegra puede tener sus cosillas, claro, pero no es lo mismo, porque como él está casi siempre fuera... Es como los suegros con las nueras, que se ven tan poco al día... Además, los hombres son de otra manera. Lo cierto es que la intrusión de la joven en el dominio de la suegra es fuente de conflicto en la organización interna de la casa. Y siendo la nuera la que, en principio, lleva las de perder, es natural que sea ella, tanto más que el esposo, la interesada en constituir su propio territorio. No resulta difícil comprender, consecuentemente, el rechazo de la nuera a vivir bajo el mismo techo con la madre política, vista la confusión que ello plantea en la jerarquía de valores territoriales establecidos, como lógica es también una actitud similar por parte de la suegra, cuando, viuda ya, tiene que trasladarse a la casa de alguno de sus hijos casados. Yo tengo tres hijos varones y una hembra. Pues mira, yo a mi hija no pienso lo que le pueda pasar el día de mañana; en cambio a mis hijos sí... Aquí había una mujer que cuando ya tenía yo a mi niña me dijo: tú todavía no has sentido el dolor del hijo. Y yo le decía que me daba igual, que lo mismo era una hija que un hijo. Y luego, cuando fui teniendo a los varones he visto que es verdad que duelen más los hijos que las hijas. Ellas están más cerca de la madre. Los hijos son más desgraciados que las hijas, porque a ellas lo más que les puede pasar es que les hagan una barriga, pero es que a ellos se los llevan. Como ya sabemos, el matrimonio provoca la salida de la hija del hogar paterno, pasando al territorio del marido. Sin embargo, los sentimientos expresados en el testimonio precedente parecen contradecir tal aspecto, ya que afirman que los hijos duelen mucho más que las hijas, porque a ellos se los llevan, cuando, en realidad, cabría suponer lo contrario, como de hecho se ponía de manifiesto en el ritual del rapto de la novia. Pero, lo cierto es que ellas están más cerca de la madre, aunque no vivan juntas y cada una tenga su casa. Si su marido es un perdido, pues el que se perjudica es él; ella puede criar a sus hijos y ser tan honrada. Lo malo es al revés, que a un muchacho bueno le pille una pendona, porque lo hará un desgraciado, un tirado, sin una casa en condiciones. El miedo a la soledad del hijo lo encontramos también en boca de una mujer cuando, haciendo referencia a uno suyo, aún soltero y metido en la treintena, me decía: Yo creo que ya va siendo hora de que se recoja, que vaya pensando en casarse. Ya ves tú cómo está, solo, sin nadie que lo sujete. El dice que está muy bien así; pero yo digo que un hombre en condiciones como debe de estar es casado, con su mujer y sus hijos que lo sujeten. Mira tú fulanito (un viejo solterón que vive solo), todo el día por ahí tirado por esos bares, tan dejado de la mano de Dios, sin nadie que lo recoja... Hombre, sí que tiene su casa, pero no es lo mismo. Yo digo que una mujer se puede quedar mocita vieja, pero nunca va a estar sola: que se pone mala, pues no faltará una vecina que la atienda. Un hombre sin mujer en cambio, no, porque si no tiene familia y se pone malo, pues lo pasa peor. No es que no vaya a haber quien le lleve un plato de comida, pero comprenderás que no va a andar entrando y saliendo una mujer extraña en la casa de un hombre solo. Y luego cómo tienen sus casas, que viven como los bichos. Lo malo es cuando un hombre se acostumbra a vivir solo, luego no hay mujer que lo sujete, por eso no conviene que estén sueltos tanto tiempo. El lamento porque al varón se lo llevan, junto con el miedo contradictorio a la soledad del solterón, no refleja otra cosa que la impotencia materna ante la insalvable distancia que se abre entre ambos. Nunca un hijo varón va a estar tan cerca de la madre como durante los primeros años de la vida de aquél. Apenas aprende a andar, sus pasos lo van distanciando cada vez más, acabando por recluir a la madre y al hijo en esferas distintas, excluyentes entre sí, convertidas en universos que, si complementarios, son opuestos, y cuyos muros simbólicos se van solidificando a medida que se consolida la personalidad sexual y social del vástago. Aún mientras éste permanece soltero persiste un lugar de encuentro localizado en las lindes de sus correspondientes esferas dentro del ámbito de la casa. Una vez casado, éste pasa a ocupar los aledaños de otro territorio, cuya esfera íntima es dominio de la esposa. La presencia de ésta obstaculiza la comunicación materno-filial, la interfiere, incluso aunque la pareja continúe viviendo en la morada paterna, porque la distancia entre la madre y el hijo no será en adelante meramente física, sino también, y sobre lodo, es- tructural. Muy distinta se presenta la relación entre madre e hija. Esta puede llegar a casarse y, sin embargo, la comunicación entre ellas apenas sufre variaciones: ambas continúan ocupando ámbitos de igual naturaleza, donde rigen los mismos códigos, donde se habla el mismo lenguaje, y donde difícil- mente puede llegar a interferir el hombre si no quiere ver afectada su propia reputación varonil, porque un hombre no tiene que hacer caso de los asuntos de las mujeres. Pero no solamente las hijas están más cerca que los hijos, sino que, como me decía una abuela: los hijos de las hijas se sienten más de una que los de los hijos. La supervivencia moral de la mujer depende menos del varón que la de éste de la mujer. La integridad moral de ella se fundamenta en la casa. Ambas, mujer y casa, están indisolublemente unidas: son la razón de ser la una de la otra, se significan mutuamente y se simbo- lizan. La naturaleza moral femenina sin el referente de la casa queda incompleta, de igual manera que una casa en la que no vive una mujer pierde sentido y se convierte en un simple edificio. Por su lado, el hombre que habita solo carece de soporte moral, y aun estando casado, si la esposa no responde mínimamente a aquello que como mujer se le exige, quedará a la deriva, abandonado a su suerte. Porque

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La Liturgia del Espacio
188 pag.

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