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de cabeza por los acantilados de la isleta. —¡Ahora, Uncas! —gritó el explorador, sus ojos encendidos de furia mientras extraía su largo cuchillo—....

de cabeza por los acantilados de la isleta. —¡Ahora, Uncas! —gritó el explorador, sus ojos encendidos de furia mientras extraía su largo cuchillo—. ¡Encárgate del último de esos ruidosos demonios; nosotros ya nos entenderemos con los otros dos! Uncas le obedeció, quedando así sólo dos enemigos a batir. Heyward le había dado una de sus pistolas a Ojo de halcón, y juntos avanzaron rápidamente por una pequeña pendiente hasta donde se encontraban sus enemigos; ambos dispararon a la vez, e igualmente a ambos les fallaron sus piezas. —¡Lo suponía! ¡Ya se lo advertí! —refunfuñó el explorador, lanzando el pequeño implemento a las aguas con desdeñoso desprecio—. ¡Vamos, malditos perros del infierno! ¡Os enfrentáis a un hombre de pura raza! Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando se encontró con un salvaje de gigantesca estatura y mirada feroz. Al mismo tiempo, Duncan también se había enzarzado con el otro indio, iniciando una lucha de cuerpo a cuerpo. Con gran destreza, tanto Ojo de halcón como su contendiente se habían aferrado uno al brazo del otro, bloqueándose entre sí, ya que ambos portaban mortíferos cuchillos. Durante todo un minuto sus miradas se enfrentaban, mientras los músculos de cada uno se esforzaban hasta el límite para poder dominar a su adversario. Poco a poco, los curtidos miembros del hombre blanco prevalecieron sobre los menos experimentados del nativo. El brazo del segundo sucumbía lentamente a la cada vez más desbordante fuerza del explorador, quien logró zafarse del abrazo de su enemigo, liberando su mano armada y hundiendo el cuchillo en el pecho desnudo del indio para atravesarle el corazón. Mientras tanto, Heyward se encontraba en unas circunstancias aún más desesperadas. Su frágil sable se partió al iniciarse el enfrentamiento. Dado que se encontraba desprovisto de cualquier otro medio de defensa, su seguridad dependía ahora exclusivamente de su habilidad y su fuerza física. Aunque estaba algo carente en tales aspectos, se había encontrado con un contrincante de iguales características. Afortunadamente, consiguió desarmar a su adversario de una forma rápida, haciendo que el cuchillo se le cayera al suelo; desde ese momento empezó una intensa lucha en la cual el propósito de cada uno era el de lograr despeñar al otro, lanzándole por uno de los precipicios cavernosos de las cataratas. Cada empujón les llevaba más cerca del borde, percatándose Duncan de que un esfuerzo culminante se hacía a todas luces imprescindible. Tanto un combatiente como el otro concentraron todas sus energías en ese empeño, con el resultado de que ambos se encontraron a punto de caer por el precipicio. Heyward sintió la presión de la mano del otro en su garganta y vio cómo sonreía de forma malvada el salvaje, como si esperase arrastrar a su enemigo consigo, hacia una muerte certera. El joven sintió cómo su cuerpo cedía lentamente frente a una fuerza física superior, experimentando con toda intensidad la terrible agonía de ese momento. Justo en ese instante de extremado peligro, apareció ante él una mano oscura, empuñando un cuchillo centelleante; y el indio soltó su presa a medida que la sangre fluía abundantemente de los tendones seccionados de su muñeca. Mientras Duncan recibía el firme apoyo del brazo de Uncas, sus agradecidos ojos no pudieron apartarse de la expresión decepcionada del rostro de su adversario, quien se precipitaba al vacío como si fuera de plomo. —¡A cubierto! ¡A cubierto! —gritó Ojo de halcón, habiendo vencido a su enemigo en ese momento—. ¡Por vuestras vidas, a cubierto! ¡Aún queda la otra mitad de la tarea! El joven mohicano emitió un grito de triunfo y, seguido por Duncan, avanzó rápidamente hacia arriba por la misma pendiente que había bajado para luchar, buscando el inapreciable cobijo de las rocas y los arbustos. Capítulo VIII Aún esperan, los vengadores de la tierra nativa. Gray. La llamada de advertencia del explorador no fue en vano. Durante el feroz combate que se acaba de relatar el rugir de las cataratas no se vio acompañado de ningún sonido de origen humano. Era como si el eventual resultado de la contienda hubiera mantenido en compás de espera a los nativos apostados en ambas riberas, aparte de que los movimientos rápidos de los combatientes y sus constantes cambios de posición imposibilitaban cualquier intento de disparar sin poner en peligro a un miembro de su propio bando. No obstante, nada más concluir la pelea, un alarido alimentado por los más fieros y salvajes deseos de venganza pudo oírse por todo el contorno. A continuación, se produjeron sin demora las ráfagas de las carabinas, enviando nubes enteras de mensajeros de plomo por encima de las rocas y encarnando así la furibunda impotencia sufrida ante el insatisfactorio final del combate. Una respuesta firme, aunque innecesaria, provino del fusil de Chingachgook, quien había permanecido en su puesto durante el enfrentamiento, sin dejarse llevar por pasión alguna. Cuando llegó a sus oídos el grito triunfante de Uncas, el padre contestó con agrado mediante un solo grito de respuesta; tras esto, su arma fue la única en confirmar que aún vigilaba incansable desde su posición. De este modo, transcurrieron incontables minutos con la rapidez de un rayo: los fusiles de los asaltantes hablaron, unas veces con el estruendo acumulativo de ser disparados todos a la vez, otras veces de manera individual y esparcida. A pesar de que los disparos perforaban y astillaban incontables rocas, árboles y ramas a su alrededor, los asaltados se encontraban tan sumamente protegidos por sus posiciones de cobertura que David había sido el único herido del grupo hasta aquel momento. —Déjales que quemen pólvora —dijo el explorador con gran regocijo, a medida que una bala tras otra rozaba el lugar donde yacía—. ¡Habrá una buena capa de plomo en el lugar cuando terminen, y supongo que los diablos se cansarán antes de que estas piedras clamen misericordia! Uncas, muchacho, malgastas munición al cargar más de la necesaria; y una carabina con demasiado retroceso nunca dispara con precisión. Te dije que le dieras a ese bribón por debajo de su raya de pintura blanca y tu bala se desvió cuatro centímetros por encima. Con todo, la vida de un mingo merece poca consideración y resulta perfectamente humano el querer acabar rápidamente con semejantes serpientes. Una sonrisa silenciosa brotó en el rostro fibroso del joven mohicano, delatando su conocimiento de la lengua inglesa y de lo que quería decir el otro; pero dejó correr el asunto sin dar réplica alguna. —No puedo permitir que acuse a Uncas de carecer de buen juicio y habilidad —dijo Duncan—. Me salvó la vida de un modo que demuestra su gran templanza y preparación, y en mí tendrá un amigo que jamás olvidará lo mucho que le debe. Uncas se incorporó ofreciendo su mano a Heyward, quien le correspondió. Con este gesto amistoso, ambos jóvenes se reconocieron mutuamente sus respectivas inteligencias y Duncan llegó a olvidar tanto el carácter como la condición salvaje de su compañero de armas. Mientras tanto, Ojo de halcón, observando esta manifestación de entusiasmo juvenil con distanciamiento, aunque complacido, hizo la siguiente afirmación: —La vida es una obligación que se deben entre sí los amigos cuando se encuentran en tierra salvaje. Me atrevo a decir que ha habido ocasiones parecidas entre Uncas y yo en el pasado, y recuerdo bien que se ha interpuesto entre la muerte y mi persona en cinco ocasiones diferentes: tres contra los mingos, una al cruzar el Horicano, y… —¡Esa bala se disparó con más precisión de lo que normalmente se esperaría! —exclamó Duncan, estremeciéndose ante el ruido de impacto y rebote de un proyectil a su lado. Ojo de halcón tomó el trozo de plomo deformado e hizo un gesto de desacuerdo al examinarlo, diciendo: —¡El plomo que cae nunca se aplasta, a no ser que sea un disparo procedente de las nubes! Acto seguido, Uncas señaló hacia arriba con su fusil para hacer ver a sus compañeros dónde estaba la respuesta al misterio. Un viejo roble situado en la orilla derecha del río, casi frente por frente a la posición que ocupaban, había desarrollado tanto sus ramas que una de ellas se extendía por encima del agua en el punto más próximo a ese lugar. Entre las hojas más altas, que apenas dis

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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