Logo Studenta

estrecha abertura entre las cimas de las colinas señalaba el camino por el cual seguían estas aguas hacia el norte, extendiendo sus amplias y crist...

estrecha abertura entre las cimas de las colinas señalaba el camino por el cual seguían estas aguas hacia el norte, extendiendo sus amplias y cristalinas formas, antes de desembocar en el distante Champlain. Hacia el sur se prolongaba el desfiladero o llanura irregular ya mencionada. Durante varios kilómetros en esa dirección, las montañas parecían resistirse a ceder sus dominios, pero al alcance de la vista se podía comprobar cómo se fundían para dar forma a tierras más niveladas y arenosas, a través de las cuales hemos visto cómo nuestros viajeros se habían desplazado en dos ocasiones. A lo largo de sendas cadenas de colinas que bordeaban los dos lados opuestos del lago y el valle, se alzaban nubes vaporosas en espirales que procedían de los bosques deshabitados, asemejándose a lo que podría ser el humo procedente de cabañas escondidas. Estas nubes también descendían por las pendientes y se entremezclaban con la niebla propia de las tierras bajas. En el cielo del valle flotaba una única y solitaria nube blanca, la cual estaba situada justo por encima del lugar en el que se encontraba el «estanque sangriento». Precisamente en la orilla del lago, más cerca de su margen occidental que del oriental, se emplazaban las extensas fortificaciones y edificios de baja altura que constituían el fuerte William Henry. Dos de los impresionantes bastiones parecían descansar sobre las aguas que bañaban sus bases, mientras que una profunda zanja y abundantes matorrales guardaban el resto de sus flancos y cuadrantes. La tierra alrededor de la fortaleza había sido despojada de todos sus árboles, dentro de una distancia razonable, pero todos los demás elementos que formaban parte del escenario conservaban el color verdoso tan propio del medio natural, salvo por el lugar en el que las aguas claras alteraban el paisaje, o los puntos en los que las grandes rocas surgían del desnivelado terreno con su color negruzco y carentes de vegetación. Frente a la fortaleza podían verse los centinelas, esparcidos en varios puntos defensivos, vigilando contra cualquier posible enemigo. Dentro de sus murallas se podían discernir las figuras cansadas de aquellos que habían estado montando guardia durante la noche. Hacia el sudeste, pero justo al lado del fuerte, había un campamento atrincherado situado sobre un terreno rocoso, ligeramente elevado, que habría sido un emplazamiento mejor para la fortaleza en sí. Ojo de halcón señaló en esa dirección para indicar la presencia de los regimientos auxiliares que recientemente habían dejado el Hudson con ellos. Más hacia el sur, surgían densas y numerosas humaredas del bosque, fáciles de distinguir frente a los blancos vapores de los manantiales; el explorador también las señaló, haciéndole ver a Heyward que las fuerzas enemigas estaban estacionadas en esa dirección. Pero el elemento que más le interesaba al joven soldado era la ribera occidental del lago, en la porción más cercana a su extremo sur. Sobre una franja de tierra que aparentaba ser, desde su punto de observación, demasiado estrecha como para contener a todo un ejército, pero que en realidad suponía una extensión de centenares de metros desde la orilla del Horicano hasta la base de la montaña, podían verse las blancas tiendas de campaña y los aparejos militares de una fuerza de diez mil hombres. Las baterías ya se habían formado al frente y, a pesar de estar tan lejos de las mismas, los espectadores de este mapa a escala real oían cómo los atronadores rugidos de la artillería sonaban desde el fondo del valle hasta las colinas orientales con sus reverberantes ecos. —Aún está amaneciendo para los de allá abajo —dijo el explorador, prudente y meditabundo—. Los que vigilan han conseguido despertar a los que duermen con el ruido de sus cañones. ¡Por sólo unas horas, hemos llegado demasiado tarde! Los malditos iroqueses de Montcalm ya estarán plagando los bosques. —En verdad, la zona está cubierta —le contestó Duncan—. Pero tiene que haber alguna forma de pasar. Ser capturados por militares es infinitamente preferible a caer de nuevo en manos de indios salvajes. —¡Miren! —exclamó el explorador, haciendo que Cora dirigiese su atención hacia las habitaciones de su padre—. ¡Ese disparo ha hecho saltar varias piedras del lateral de la cabaña del comandante jefe! ¡Rayos! Esos franchutes la despedazarán de un modo mucho más rápido del que fue construida, por muy sólida y fuerte que sea. —Heyward, me enferma contemplar una situación de peligro que no puedo soportar —dijo con aplomo la hija del jefe militar, aunque no desprovista de nerviosismo—. Vayámonos a Montcalm y exijámosle refugio; no se atreverá a negárselo a una niña. —No llegarían con la cabellera intacta hasta la tienda de campaña del francés —dijo el explorador tajantemente—. Si pudiera hacerme tan sólo con una de las mil embarcaciones que flotan vacías sobre esa orilla, sería posible. ¡Ajá!, parece que están dejando de disparar, ya que se aproxima una espesa niebla; algo que hace que una flecha india sea más peligrosa que una bala de cañón. Ahora, si están ustedes dispuestos y me siguen, lo intentaremos; que ya tengo ganas de llegar a ese campamento, aunque sólo sea para vapulear a unos cuantos perros mingos que he visto acechando entre las hojas de aquellos matorrales. —Estamos de acuerdo —dijo Cora con firmeza—. Para llegar estamos dispuestos a afrontar cualquier peligro. El explorador la miró con expresión de cordial y satisfecha aprobación, contestándole: —Si sólo tuviera un ejército de mil hombres ágiles y avispados, y que además le tuvieran tan poco miedo a la muerte como tú, enviaría a esos franchutes charlatanes al lugar de donde provienen, como perros asustadizos, en menos de una semana. Pero no perdamos tiempo —añadió, dirigiéndose al resto—, la niebla avanza tan rápidamente que nos dará el tiempo justo de coincidir con ella en la llanura y utilizarla como cobertura. Recuerden, si cualquier cosa me llegara a pasar, manténganse en la dirección según la cual el viento les da en la mejilla izquierda o mejor, sigan a los mohicanos, ya que ellos no perderían el camino, sea de día o de noche. Entonces les hizo la señal de ponerse en marcha y comenzó a bajar por la inclinada pendiente, con cuidado pero sin demora. Heyward ayudó a bajar a las hermanas y en pocos minutos estaban todos al pie de una montaña que les había costado mucho dolor y esfuerzo escalar. La dirección tomada por Ojo de halcón pronto llevó a los viajeros hasta el nivel de la llanura, prácticamente frente por frente a una de las entradas al fuerte por su costado occidental, la cual se encontraba a una distancia de poco menos de un kilómetro del punto en el que se detuvo el cazador para permitirle a Duncan llegar con las muchachas. Gracias a su entusiasmo y a las ventajas de poder desplazarse por terreno regular, se habían anticipado a la niebla, la cual ya se acercaba por la zona del lago, siendo necesario hacer una pausa hasta que los vapores blanquecinos envolviesen con su presencia al campamento enemigo. Los mohicanos aprovecharon la ocasión para inspeccionarlo todo a su alrededor, al salir de la espesura boscosa. Les siguió a corta distancia el explorador, esperando que le informaran de lo que habían observado, para así prepararse en caso de algún contratiempo. A los pocos segundos regresó con el rostro enrojecido por la ira, mientras murmuraba contundentes palabras de desaprobación: —El astuto francés ha situado una patrulla justo en nuestro camino —dijo —. Está compuesto por pieles rojas y blancos; ¡y corremos el riesgo de tropezarnos con ellos en la niebla! —¿No podríamos rodearles avanzando en círculo? —preguntó Heyward —. Volveríamos a caminar en línea recta una vez esquivado el peligro. —En medio de una niebla no es posible enderezar la marcha si uno se desvía; ¡no hay modo de saber cómo ni cuándo se puede hacer! Las nieblas del Horicano no son como el humo de una pipa de la paz, o como el que se forma sobre una hoguera. Aún estaba diciendo esto cuando se oyó un ruido estremecedor; una bola de cañón penetró en la maleza y golpeó el tronco de un árbol joven, antes de rebotar contra el suelo, pero toda su fuerza se había debilitado por la resistencia de la vegetación al entrar en el bosque. Los rodios se dirigieron inmediatamente al lugar en el que había caído el mortífero proyectil, y Uncas comenzó a hablar, con

Esta pregunta también está en el material:

El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

💡 1 Respuesta

User badge image

Ed IA de Studenta Verified user icon

Tienes que crear una nueva pregunta.

0
Dislike0

✏️ Responder

FlechasNegritoItálicoSubrayadaTachadoCitaCódigoLista numeradaLista con viñetasSuscritoSobreDisminuir la sangríaAumentar la sangríaColor de fuenteColor de fondoAlineaciónLimpiarInsertar el linkImagenFórmula

Para escribir su respuesta aquí, Ingresar o Crear una cuenta

User badge image

Otros materiales

Otros materiales