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Educação Infantil e Desenvolvimento Social

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P Á G I N A S D E A N I M A C I Ó N A L A L E C T U R A Nº116 JUNIO DE 2021
CELIA AMORÓS 
Para leer: Celia Amorós, Salomón no era sabio, Editorial Fundamentos, Madrid, 2014. 
FOTO: MARY WIGMAN’S DANCE STUDIO
Dame igualdad que ya me encargo yo 
de poner la diferencia. 
 (1944- )
DR. J. ALFONSO ESPARZA ORTIZ
Rector
MTRA. GUADALUPE GRAJALES Y PORRAS
Secretaria General
MTRO. JOSÉ CARLOS BERNAL SUÁREZ
Vicerrector de Extensión y Difusión de la Cultura
Director: Hugo Diego*.
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Concepto: El taller de la bicicleta.
Dirección: 4 Sur 303, 
Centro Histórico, Puebla, C.P. 72000.
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Correo electrónico: leerenbicicleta@msn.com
*Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades
 “Alfonso Vélez Pliego”
LEER EN BICICLETA, Año 11, No. 116, junio de 2021, es 
una publicación mensual, editada por la Benemérita Uni-
versidad Autónoma de Puebla, con domicilio en 4 Sur No. 
104, Colonia Centro, C.P. 72000, Puebla, Pue, y distribuida 
a través de la Dirección de Comunicación Institucional, con 
domicilio en calle 4 sur No. 303, Colonia Centro Histórico, 
C.P. 72000, Puebla, Pue., Tel. (222) 2295500, Ext. 5270 y 
5289, página electrónica: http://www.leerenbicicleta.com, 
correo electrónico: leerenbicicleta@msn.com Editor respon-
sable: Hugo Diego Blanco, correo electrónico: hugodiego@
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021310065900-102, ISSN: (en trámite), ambos otorgados 
por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Con Núme-
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rra No. 13354. Col. San Alfonso, Puebla. Pue. C.P. 72499. 
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Este número se terminó de imprimir en junio de 2021 con un 
tiraje de 10 mil ejemplares. Ejemplar Gratuito.
Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente 
reflejan la postura del editor de la publicación.
Queda estrictamente prohibida la reproducción total o par-
cial de los contenidos e imágenes de la publicación sin pre-
via autorización de la Benemérita Universidad Autónoma de 
Puebla.
www.leerenbicicleta.com
PROHIBIDA SU VENTA
A L F R E D A D L E R 
(1870-1937) 
Tomado del libro de Alfred Adler, El sentido de la vida, 
Editorial Ahimsa, Valencia, 2000. 
U
n niño a quien la madre haya evitado todo esfuerzo desde los comien-
zos de su vida, esto es, un niño mimado, muy raras veces se mostrará 
dispuesto a poner sus cosas en orden por sí solo. Y esto, con otros sín-
tomas paralelos, nos autoriza a decir que el niño en cuestión vive en 
la opinión de que todo deben hacerlo los demás. En este caso […] no 
puede ser emitido un juicio certero sino tras muy amplias comproba-
ciones. En el niño a quien se facilite desde su tierna infancia, ocasión para imponer su volun-
tad a sus padres, no será difícil adivinar el propósito de querer dominar siempre en la vida a 
todos los demás. Mas esta opinión, a tropezar, como suele ocurrir, con experiencias opuestas 
en el mundo exterior, dará lugar a que el niño acuse una actitud vacilante frente al medio 
ambiente […] y a que circunscriba todos sus deseos -a veces incluso sexuales- al recinto de 
su propia familia, sin llevar a cabo la oportuna corrección en el sentido del sentimiento de 
comunidad. Un niño que, desde sus primeros años, sea educado en un amplio espíritu de 
colaboración y en la medida de su capacidad, intentará la solución de todos los problemas 
de la vida de acuerdo con su opinión acerca de la verdadera vida social -siempre que no se 
halle en presencia de tareas sobrehumanas. 
Así podrá ocurrir que una niña cuyo padre sea injusto y descuide a su familia, forme la opi-
nión de que todos los hombres son iguales, sobre todo si se añaden a las vivencias habidas 
con el padre otras análogas, experimentadas en el trato con un hermano, con parientes, veci-
nos o, sencillamente, en la lectura de novelas. Otras experiencias de orden contrario apenas 
tienen ya importancia, si la primera opinión tiene cierto arraigo. Si a un hermano se le destina 
a estudios superiores o a una carrera importante, este solo hecho podrá conducir a la opinión 
de que las niñas son incapaces de recibir una cultura superior, o de que son excluidas de 
participar en ella. Si uno de los niños de una familia se siente postergado o desatendido, esto 
puede conducirle a una intimidación cada vez mayor, como si quisiera decir con su actitud: 
Está visto que siempre tendré que ser el último. Pero puede ocurrir, asimismo, que caiga en 
una enfermiza ambición que le empuje irresistiblemente a superar a los demás y a no permitir 
que nadie sobresalga. Una madre que mime con exceso a su hijo puede dar lugar a que él se 
forme la opinión de que para convertirse en personaje principal le bastará sólo con quererlo, 
sin necesidad de obrar en consecuencia. Si, en cambio, la actitud de la madre frente al niño 
es de constante censura y de inmotivadas reprimendas, quizá acompañadas de la preferencia 
por otro hijo, el niño en cuestión mirará más tarde con desconfianza a todas las mujeres, lo 
cual puede tener innumerables repercusiones. Si un niño es víctima de numerosos accidentes 
o enfermedades, puede ocurrir que desarrolle, sobre la base de tales vivencias, la opinión de 
que el mundo está poblado de peligros y que se conduzca de acuerdo con ella. Lo mismo 
puede suceder, aunque con matices diferentes, si la tradición familiar impone al niño una 
actitud de desconfianza y de miedo frente al mundo.
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A
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FOTO: Henri Cartier-Bresson.
M E L A N I E K L E I N 
(1882-1960) 
Tomado del libro de Melanie Klein, Relato del psicoanálisis 
de un niño, Editorial Paidós, Barcelona, 1991. 
A 
la edad de cuatro años y nueve meses aparecieron pre-
guntas concernientes al nacimiento. Uno se veía obliga-
do a reconocer que coincidía con esto un notable incre-
mento de su necesidad de hacer preguntas en general. 
Quisiera señalar aquí que las preguntas planteadas por 
el pequeño (que en general dirigía a su madre o a mí) eran siempre contes-
tadas con la verdad absoluta, y, cuando era necesario, con una explicación 
científica adaptada a su entendimiento, pero tan breve como fuera posible. 
Nunca se hacían referencias a las preguntas que ya se le hubieran contesta-
do, ni tampoco se introducía un nuevo tema, a menos que él lo repitiera o 
comenzara espontáneamente una nueva pregunta. 
Después que hubo preguntado “¿Dónde estaba yo antes de nacer?”, la pre-
gunta surgió nuevamente en la forma de “¿Cómo se hace una persona?” y 
se repitió casi diariamente en esta forma estereotipada. Era evidente que la 
constante recurrencia de esta pregunta no se debía a falta de inteligencia, 
porque era obvio que comprendía totalmente las explicaciones que se le 
daban sobre el crecimiento en el cuerpo de la madre (la parte representada 
por el padre no se le había explicado porque aún no había preguntado sobre 
ella). Que un cierto “displacer”, una falta de deseo de aceptar la respues-
ta (contra lo que luchaba su anhelo de verdad) era el factor determinante 
de su frecuente repetición de la pregunta, lo demostraba su conducta, su 
comportamiento distraído, incómodo, cuando la conversación apenas había 
comenzado, y sus visibles intentos de abandonar el tema que él mismo había 
iniciado. Por un breve período dejó de preguntarnos esto a su madre y a mí, 
y se dirigió a su niñera […]. Sus respuestas, que la cigüeña traía a los bebés y 
que Dios hacía a la gente, lo satisficieron sin embargo sólo por pocos días, y 
cuando después volvió a su madre otra vez con la misma pregunta “¿Cómo 
se hace una persona?”,parecía al final más dispuesto a aceptar la respuesta 
de la madre como la verdad a la pregunta “¿Cómo se hace una persona?” su 
madre le repitió una vez más la explicación que ya le había dado a menudo. 
Esta vez el niño habló más y contó que la ama de llaves le había dicho (pa-
rece haber oído esto antes también, de alguna otra persona), que la cigüeña 
traía los bebés. “Eso es un cuento”, dijo la madre. -”Los niños L. me dijeron 
que el conejo de Pascua no vino en la Pascua sino que fue la niñera quien 
escondió las cosas en el jardín.” “Tenían razón”, contestó la madre. - “¿No 
hay conejo de Pascua, no es cierto?, ¿es un cuento?” -”Por supuesto.” - “¿Y 
tampoco existe Papá Noel?” -”No, tampoco existe.” -”¿Y quién trae el árbol 
y lo arregla?” -”Los padres.” -”¿Y tampoco hay ángeles, eso también es un 
cuento?” -”No, no hay ángeles, eso también es un cuento.” 
Evidentemente estos conocimientos no fueron fácilmente asimilados, porque 
al final de esta conversación preguntó después de una breve pausa, “¿Pero 
hay cerrajeros, no? ¿Son reales? Porque si no, ¿quién haría las cerraduras?” 
Dos días después ensayó cambiar de padres; anunciando que iba a adoptar 
a la señora L. como madre y a sus hijos como hermanos y hermanas, y se 
quedó en casa de ellos durante toda una tarde. Al atardecer volvió a la casa 
arrepentido. Su pregunta al día siguiente, hecha a su madre inmediatamente 
después del beso de la mañana, “Mamá, dime, ¿cómo viniste tú al mundo?”, 
mostraba que allí había una conexión causal entre su cambio deliberado de 
padres y el previo esclarecimiento que había sido tan difícil de asimilar. 
CURIOSIDAD 
INFANTIL 
FOTO: Robert Doisneau.
H
e decidido escribir un libro de plegarias para ateos. En la penuria de 
nuestra época, he sentido piedad por quienes padecen y deseo ayudar-
los de este modo. 
Soy plenamente consciente de la dificultad de mi tarea. Sé que ni siquie-
ra puedo pronunciar la palabra Dios. Tendré que hablar de él recurrien-
do a otros nombres, por ejemplo, beso, ebriedad o jamón cocido. He elegido como nombre 
supremo el vino. De ahí que este libro se titule La filosofía del vino y de ahí también que eligiera 
el siguiente lema: «Al final quedaron dos, Dios y el vino». 
Las circunstancias me obligan a este truco de prestidigitación. Como es bien sabido, los ateos 
son de una arrogancia digna de compasión. Les basta ver el nombre de Dios para tirar este libro 
al suelo. Sufren un ataque de cólera cada vez que alguien les toca su idea fija. Pero si me sirvo 
de palabras como comida, bebida, tabaco o amor, es decir, si recurro a estos nombres enigmá-
ticos, lograré engañarlos. Porque además de engreídos, también son estúpidos. Por ejemplo. 
no conocen en absoluto este tipo de rezo. Creen que sólo es posible rezar en el templo o mur-
murando palabras sacerdotales. 
Los ateos son nuestros pobres de espíritu, los hijos de nuestra época más necesitados de ayu-
da. Son pobres de espíritu, con la diferencia de que albergan escasas esperanzas de acceder 
al reino de los cielos. Muchos se enfadaron con ellos y lucharon contra ellos en el pasado. 
Considero completamente reprobable ese método. ¿Combatir? ¿Un hombre sano peleando 
con ciegos y cojos? Puesto que son inválidos, conviene acercarse a ellos con buena voluntad. 
Conviene no convencerlos por la fuerza; ni siquiera han de darse cuenta de lo que les ocurre. 
Hay que tratarlos como a niños retrasados en su evolución e incluso de pocas luces, si bien 
en ellos aprecian mucho su inteligencia y creen que el ateísmo es un saber perfecto. ¿Por qué 
se los combatió en el pasado? A mi juicio, en primer lugar, porque el ateísmo, como pobreza 
de entendimiento y como humor híbrido que es, fracasaría en toda regla si no compensara 
esas deficiencias por otro lado. ¿Y en qué consiste la compensación? En la actividad frenética. 
Por eso, el ateísmo conduce necesariamente a la violencia y, puesto que desemboca en ella, 
los ateos necesitan conquistar el poder universal. En efecto, lo han conseguido. Y quienes lu-
chaban contra ellos en el fondo los envidiaban, lo cual es un error en mi opinión. Cuando los 
ateos vieron que eran envidiados se tornaron arrogantes. Yo cambié de táctica. No me resultó 
particularmente difícil. Sólo tenía que restablecer la verdad. Y la verdad es que no hay nada 
que envidiarles. ¿Qué podemos envidiar al tullido, por muy poderoso que sea? ¿Qué podemos 
envidiar a los paralíticos, a los sordos, a los oligofrénicos y a los chiflados? Si los envidiara, 
significaría que les doy la razón; y daría la impresión de desear cuanto ellos poseen. 
Por consiguiente, cambié de táctica. En vez de luchar y de tratar de convertirlos, los compa-
dezco. No se trata de un mero ardid, No quiero quitarles nada, por el contrario, me gustaría 
ofrecerles algo que les falta, algo cuya carencia los vuelve débiles, pobres y, por qué negarlo, 
también ridículos. 
Que se discutiera tanto con ellos tiene además otro motivo. Sin duda, la mayoría creía que los 
ateos son irreligiosos, pero de eso, por supuesto, nada de nada. No existe el hombre irreligioso. 
Los ateos no son irreligiosos, simplemente creen en una religión grotesca.
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PENURIAS
B É L A H A M VA S 
(1897-1968) 
Tomado del libro de Béla Hamvas, La filosofía del vino, Traducción del húngaro de Adan 
kovacsics, Editorial Acantilado, Barcelona, 2014. 
CONTEMPORÁNEAS 
E
l interés hacia los sueños y su contenido simbólico 
viene de la Antigüedad, donde […] se considera ese 
fenómeno como una suerte de mitología personal, 
aun cuando el idioma que utilice en su manifesta-
ción sea tan objetivo como el de los mitos colec-
tivos. Los famosos sueños de la Biblia; el libro de 
Artemidoro de Daldia; los diccionarios interpretativos de origen 
caldeo, egipcio y árabe son testimonios de la atención hacia los 
sueños como portadores de verdades ocultas concernientes a la 
vida profunda de la psique y, más raramente, a hechos exteriores 
y objetivos. El mecanismo de la oniromancia, como el de otras 
técnicas adivinatorias, basadas en la actividad superior del in-
consciente ante ciertos estímulos y en la plasmación automática 
de su conocimiento no percibido en procesos formales que lue-
go se «leían» según principios del simbolismo del número, de la 
orientación, de la forma y del espacio, son fenómenos universa-
les. Ante ellos hemos de volver a destacar el modo como Jung los 
enfrenta. Dice que una «opinión tan antigua y general demuestra 
necesariamente que de algún modo tiene que ser verdadera, esto 
es, psicológicamente verdadera». Explica la verdad psicológica 
como un hecho, no un juicio, por lo cual le basta la mostración 
y la corroboración, sin que sea precisa la demostración. Existien-
do una vasta bibliografía sobre los sueños, no nos hemos pro-
puesto aquí sino recordar que constituyen otro de los ámbitos por 
los cuales se pone el ser humano en contacto con sus aspiracio-
nes profundas, con las leyes del orden geométrico o moral del 
universo, y también con la sorda agitación de lo inferior. Teillard 
señala que en los sueños se revelan todos los estratos de la psique, 
incluso los más hondos. Y de igual modo que el embrión pasa por 
los estadios evolutivos de los animales, así llevamos en nuestro 
interior rastros arcaicos que pueden ser desvelados. […] Respecto 
a la relación del pensamiento del hombre actual con el primitivo, 
es hipótesis dominante que las diferencias afectan sólo a la con-
ciencia, pero que el inconsciente apenas ha sido transformado 
desde los últimos tiempos paleolíticos. Los símbolos oníricos no 
son, pues, en rigor, distintos de los míticos, religiosos, líricos o pri-
mitivos. Sólo que, entre los grandes arquetipos, se mezclan como 
submundo los residuos de imágenes de carácter existencial, que 
pueden carecer de significado simbólico, ser expresiones de lo 
fisiológico, simples recuerdos, o poseertambién simbolismo 
relacionado con el de las formas matrices y primarias de que 
proceden. […] Otro problema que no podemos silenciar es el 
siguiente: no todos los seres humanos se hallan al mismo nivel. 
Aun no aceptando la idea de diferencias radicales, ni el concepto 
de evolución espiritual, que siempre aparece con un matiz orien-
talista y esotérico, es innegable que las diferencias de intensidad 
(pasión, vida interior, generosidad, riqueza de sentimientos y de 
ideas) y de cualidad (formación intelectual y moral auténtica) de-
terminan unos niveles de pensamiento esencialmente distintos, se 
trate de pensamiento lógico o mágico, de especulación racional 
o de elaboración onírica. Ya Havelock Ellis indicó que los sueños 
extraordinarios corresponden sólo a las personalidades geniales 
y, según Jung, los propios primitivos hacen el distingo, pues en la 
tribu de los elgony, en las selvas del Elgón, le explicaron que co-
nocían dos clases de sueños: el sueño ordinario, del hombre sin 
importancia, y la «gran visión», por lo general exclusivo privilegio 
de los hombres relevantes. De ahí que teorías interpretativas de 
la materia simbólica hayan de resultar por entero distintas si se 
forjan de la consulta de sueños de seres más o menos patológicos; 
de la relativa a personas normales; de la concerniente a personas 
extraordinarias, o a mitos colectivos.
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J U A N E D U A R D O C I R L OT 
(1916-1973) 
Tomado del libro de Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Editorial 
Siruela, Madrid, 2007. 
LOS 
SUEÑOS 
FOTO: Tim N. Gidal.
S
e sabe que la vejez, que a menudo olvida una parte sustancial de 
la vida transcurrida, recuerda la infancia con una claridad cada vez 
mayor. Y, dado que se ha dicho que solo a través de la infancia se 
accede al reino de los cielos, parece justo desprenderse de cualquier 
otro bien a cambio de esa sola posesión. Una posesión que tal vez se 
alcanzará con la muerte. El viejo más disperso se reviste del secreto 
de un augur cuando comienza a narrar su niñez. La vida ralentizará su ritmo a su al-
rededor, extraños silencios lo envolverán y ni el niño más inquieto podrá resistírsele. 
Parecerá dotado, en esos instantes, de poder augural. De hecho, le está señalando al 
niño una meta: no ya su propio pasado, sino su futuro, el futuro de su memoria de 
adulto. Ni el uno ni el otro lo saben, si no es por la cualidad numinosa de las pala-
bras, que envuelve tanto al uno como al otro en la misma fascinación. Qué sencillas 
son esas palabras. Y, sin embargo, a menudo se oye al niño interrumpir, querer saber 
más, insistir en la forma de esa hogaza, el tamaño de ese jardín, el color del traje de 
la bisabuela durante aquel paseo o aquella fiesta. Y, si al niño no se le ocurren pre-
guntas semejantes, si no está dotado de atención poética, siempre le preguntará al 
viejo, frunciendo el ceño: «¿Tú cuántos años tenías entonces?». Es su esfuerzo por 
vencer el espacio, el horror del viaje inimaginable que media entre él y ese niño 
pasado a la espera, en el fondo, de su futuro. Niño sin edad, anciano enmascarado, 
como los niños negros de los iconos. «Seis, siete años», dirá el viejo, y casi en un 
responsorio secreto añadirá «como tú, alguno o algunos más que tú». Cábala ciega 
y perfecta que tiene suspendido en torno a ambos, como alrededor del durmiente 
de Proust, el filo de las horas, el orden de los días y de los años. Habrá quien haya 
notado con qué hipnótica lentitud se mueven las pestañas de un niño que escucha a 
un viejo que recuerda; cómo se abren febriles los labios, qué lenta se desliza la saliva 
por la garganta. No es de hilaridad su expresión, mientras todo el cuerpo se aprieta 
contra las antiguas rodillas. Habita en él la tensión inmóvil de los animales que mu-
dan de piel, de los insectos en metamorfosis; quizá sea semejante a los ruiseñores a 
los que en pleno canto, se dice, les aumenta la temperatura y se les eriza el frágil plu-
maje. Este crecimiento en estos instantes está bebiendo con voluptuosidad y temblor 
de la fuente de la memoria: el agua fúlgida y oscura que da vida a la percepción sutil. 
Los objetos que el niño pide ver con tal ansia lo rodean finalmente también a él, los 
tiene al alcance de la mano; y, sin embargo, parece incapaz de establecer relación 
con ellos; nada encuentra común entre las cosas que le cuenta, por ejemplo, su 
abuela —simples hasta asustarlo y tan tentadoras como para que se le escapen con-
tinuamente— y las cosas que él toca y ve cada día, que volverá a tocar y ver dentro 
de poco, terminada o interrumpida la narración. Hay algo brutal, o quizá tan solo 
animal, en la repentinidad con la que un niño regresa a sus juegos después de uno 
de estos instantes en que se ha suspendido sobre su cabeza el movimiento de las 
esferas. Parecía imposible verlo librarse del rapto sin lágrimas ni rebeldía. 
VIAJE 
INIMAGINABLE 
INIMAGINABLE 
VIAJE 
C R I S T I NA CA M P O 
(1923-1977) 
Tomado del libro de Cristina Campo, Los imperdonables, 
Editorial Siruela, Madrid, 2020. 
FOTO: Robert Häusser.
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n 1927, Kermack y McKendrick publicaron un trabajo en el cual 
abordaron el siguiente problema: una persona infecciosa se in-
troduce en una comunidad de personas susceptibles a la en-
fermedad en cuestión. Ésta comienza a propagarse de los afec-
tados a los no afectados por contagio. Cada persona infectada 
eventualmente se recupera, muere o es puesta en cuarentena 
y el número de personas no afectadas por la enfermedad va disminuyendo. 
Finalmente, después de un cierto lapso, podemos decir que la epidemia cesa. 
Entonces, uno se pregunta si ésta se detuvo debido a que no existen indivi-
duos susceptibles o por la interacción de factores como facilidad de transmi-
sión del agente infeccioso, recuperación del huésped y mortalidad, en cuyo 
caso quedan aún muchos individuos susceptibles. 
Este problema es muy difícil de tratar en su forma más general, pero a lo 
largo de este artículo veremos cómo Kermack y McKendrick, a través de mo-
delos matemáticos, dieron una respuesta adecuada en casos particulares. 
Obviamente, Kermack y McKendrick no fueron los primeros interesados en 
desentrañar los mecanismos que permiten que una enfermedad se difunda. 
De hecho, nos atrevemos a decir que el estudio de los brotes epidémicos y 
sus posibles causas es tan viejo como el hombre mismo, lo cual no nos debe 
sorprender, si pensamos que las enfermedades infecciosas han acompaña-
do al hombre a lo largo de toda su historia. Así, Hipócrates (459-377 a. C.) 
en su ensayo sobre Aires, aguas y lugares, escribió que el temperamento de 
una persona, así como sus hábitos y el medio ambiente que los rodea, son 
factores importantes para el desarrollo de una enfermedad, lo cual suena 
razonable aún en estos tiempos. En todas las épocas, las epidemias se han 
atribuido a espíritus malignos, castigo de dioses o conjunción de planetas. 
A este respecto, Alexander Howe (1865), en su Leyes de la peste, menciona que 
el periodo interepidémico está en relación con el periodo lunar. Aún en nuestros 
días, no falta quien mencione que el sida es un castigo divino. 
Podemos decir que el verdadero progreso de la epidemiología teórica empezó 
en la segunda mitad del siglo XIX. Con el desarrollo espectacular de la bacterio-
logía, debido a los trabajos de Pasteur (1822-1895), Koch (1843-1910) y otros, se 
conocieron los mecanismos físicos involucrados en el proceso de transmisión de 
una enfermedad. 
Éste fue quizás el gran paso que permitió el desarrollo de teorías matemáticas 
adecuadas para explicar la propagación de una enfermedad en una comunidad, 
en contraposición con el uso de descripciones puramente empíricas. 
También por esa época ya se había alcanzado algún progreso en el manejo de 
datos estadísticos que mostraban la incidencia de casosde una enfermedad a 
nivel local. A este respecto, es interesante mencionar los trabajos pioneros de 
John Graunt (1620-1674) y William Petty (1623-1687) quienes, en el siglo XVII, 
construyeron las tablas de mortalidad de Londres. Su trabajo es considerado el 
comienzo de las estadísticas vitales y médicas, así como del entendimiento a gran 
escala de los fenómenos que relacionan enfermedad y muerte. 
Sin embargo, en esa época las técnicas matemáticas requeridas estaban aún en 
proceso de desarrollo y no se contaba con hipótesis suficientes acerca del desa-
rrollo de una enfermedad que permitieran expresarlas en términos de ecuaciones. 
Aunque ya por esas fechas se tenía un buen comienzo en la modelación de fe-
nómenos físicos, particularmente en la mecánica y la astronomía, se necesitaron 
alrededor de doscientos años antes de que un verdadero progreso se alcanzara 
en el ámbito biológico. 
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2.
 
Me vio como se mira al través de un cristal 
o del aire 
o de nada. 
 
Y entonces supe: yo no estaba allí 
ni en ninguna otra parte 
ni había estado nunca ni estaría. 
 
Y fui como el que muere en la epidemia, 
sin identificar, y es arrojado 
a la fosa común. 
DESAMOR 
R O S A R I O CA S T E L L A N O S 
(1925-1974) 
Tomado del libro de Rosario Castellanos, 
Poesía no eres tú, FCE, México, 1982. 
FOTO: Roman de la Rose.
M
uchos dicen que los sueños no son más que engaño y 
mentira, pero no siempre ocurre así, pues a veces los 
sueños se revelan como verdaderos; para demostrarlo 
puedo aducir a un autor llamado Macrobio, que con-
siderándolos en serio escribió una obra sobre el sueño 
que tuvo el rey Escipión. Si, a pesar de todo, alguien 
piensa o dice que es locura y necedad creer que sucede lo soñado, que me tenga 
por loco: por mí mismo sé que los sueños advierten a la gente con respecto al 
bien o al mal que les va a ocurrir; y son muchos los que durante la noche sueñan 
cosas oscuras que después se les aparecen con claridad. 
El vigésimo año de mi vida —a la edad en que Amor cobra peaje a los jóvenes—, 
me había acostado una noche y me dormí profundamente. Tuve un sueño hermo-
sísimo, que me gustó mucho: en él no hubo nada que después no haya ocurrido 
tal como se me presentó. 
Quiero ahora contarlo en verso para alegraros los corazones, pues así me lo or-
dena Amor. Por si alguien desea saber cómo quiero que se llame el libro que 
empieza aquí, es el Libro de la Rosa, en el que se contienen todas las artes de 
Amor. El asunto es bueno y nuevo; Dios quiera que lo acepte con gusto aquella 
por quien empiezo esta obra: vale tanto y es tan digna de ser amada, que se debe 
llamar Rosa. 
Me parece que era mayo, hace por lo menos cinco años; era por mayo, tiempo de amor y de gozo, tiempo en que todo 
se alegra: los arbustos y los setos se adornan y cubren de hojas en el mes de mayo; los bosques recobran su verdor, pues 
durante el invierno habían estado secos, y la misma tierra siente orgullo por el rocío que la moja, y olvidando la pobreza 
en que estuvo sumida en el invierno, se hace tan presumida que quiere tener un vestido nuevo: no le resulta difícil hacerse 
elegantes vestimentas, pues tiene cien pares de colores: la hierba y las flores, violetas, azules y de muchos tonos distintos, 
tal es el vestido con el que se embellece la tierra. 
Los pájaros que habían estado callados mientras hacía frío y cuando el tiempo era variable y crudo, en mayo, con el buen 
tiempo, se ponen tan contentos que muestran con su canto el gozo del corazón y se ven impulsados a cantar. El ruiseñor 
se esmera en sus silbos y en dar deleite. El papagayo y la calandria también se esfuerzan cantando. Entonces, los jóvenes 
empiezan a estar contentos y se enamoran gracias al tiempo que es suave. Muy duro debe tener el corazón quien no ama 
en mayo, a pesar de que oye a los pájaros que cantan en las ramas. 
En esa época tan agradable, en la que todo ser vivo se esfuerza en amar, tuve un sueño, durmiendo en mi cama, me pareció 
que era muy temprano. Me levanté de la cama, me calcé y fui a lavarme; luego, tomé una aguja de plata y me dispuse a 
enhebrarla. Pero me vinieron deseos de salir de la ciudad a escuchar los trinos de los pájaros que cantaban en los setos con 
alegría por la nueva estación. Así, mientras me cosía las mangas me deleitaba escuchando a las avecillas que cantaban en 
los jardines que empezaban a florecer. 
ENAMORADO 
G U I L L AU M E D E L O R R I S 
(1200-1238) 
Tomado del libro de Guillaume de Lorris, El libro de la rosa, traducido 
por Carlos Alvar, Editorial El festín de Esopo, Barcelona, 1985. 
H
ablando de cabezas: habría que empe-
zar a explosionar ya. No son necesarias 
tantas explosiones en el Líbano como en 
nuestras cabezas occidentales. El mun-
do sería mejor con cabezas dispuestas a 
albergar una bomba antidogmática con 
efectos colaterales empáticos. Aunque yo no soy nadie para dar 
órdenes, pues tan solo soy una escritora que empieza. Siempre 
seré una escritora que empieza. En el año 2087 seguiré sien-
do esa escritora que empieza, que tiembla, que se arriesga y 
sigue temblando con un tenedor en la mano. Cada cual que 
haga lo que quiera con su cabeza, al fin y al cabo, es todo lo 
que tenemos. Cabezas pensantes. La mía ha estallado y aquí 
lo cuento sin intención de que sea un texto informativo ni de 
autoayuda e intentando con todas mis fuerzas que haya más 
literatura que morbo, más literatura que detalles técnicos, más 
literatura que aquello que no sea literatura. O de forma más es-
quemática: que mi depresión sea tan literaria como lo ha sido 
mi vida desde que empecé a leer. Leer bien, leer con calma, 
leer con asiduidad, leer la línea blanca que viene después de la 
línea escrita y la línea escrita que antecede a la línea blanca, es 
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02
1.
lo mejor que me ha pasado. Leer y visualizar, leer y masticar, leer y medio 
llorar, leer y admirar. Leer y entremezclar luego mis palabras: que sean un 
descoloque sensorial. Al principio, no creía en ello. No creía en la depre-
sión, ni en el término blue, ni en el TOC, ni en los ataques de pánico. Me 
resultaban ajenos. Los consideraba una tontería pasajera. Me han enseña-
do, de toda la vida, que eso «es gente que no espabila» […]. En fin, que 
me ha costado, igual que con todo prejuicio, dinamitarlo en mi cabeza. 
He leído maravillas relacionadas con la caída del cerebro. La fiebre nos 
obliga a crecer: crecemos a base de fiebre y más fiebre. Los buenos libros 
tienen una temperatura alrededor de los 39,5 grados. Es la que te pue-
de dar con el mal de altura. El cuerpo agoniza. El demasiado vértigo. Es 
cuando más nos parecemos al demonio y eso es también la depresión. 
Nos encontramos, de golpe, incendiados y frágiles. Para no caer solo en 
episodios trascendentales —no he padecido ninguna tragedia en los úl-
timos años— que me sucedieron durante la infancia, he escrito sobre mi 
incapacidad para escribir (puesto que a eso me dedico) durante el tiempo 
en que la depresión se manifestó más severa. En muchos casos me dolía 
pensar en la nostalgia de la escritura cuando brotaba a través de mí de 
manera más fácil. Cuando era una escritora con ánimo de serlo. Es atroz 
perder las ganas, es seguramente lo más mortífero que me ha pasado. 
Durante varios meses, creí que jamás —lo juro con solemnidad—, jamás 
de los jamases, volvería a escribir. Hayun mar en la infancia. Está alterado 
por mis recuerdos, por supuesto, pero he tratado de contrastar parte de 
esas memorias con mi hermano y con mi tía Antonina, que están bastante 
de acuerdo conmigo, y con mis padres, que no lo están en absoluto. He 
observado durante más tiempo del normal mis fotos de niña. De cerca, 
con lupa. De lejos, con prismáticos. Con el corazón en la mano, con 
ceniza en la mano. En muy pocas salgo sonriendo. En algunas salgo pre-
guntándome qué hago ahí. ¿Por qué sale una niña en una foto con cara 
de pregunta? 
FOTO: Willian Klein.
H
ace treinta y dos años, un hombre se 
sentó frente a mí en una estrafalaria 
sala de consultas, totalmente circular 
y pintada de gris. El sol del atardecer 
resplandecía sobre nosotros a través 
de un tragaluz mientras charlábamos 
en voz baja. De pronto, el hombre se interrumpió en mitad de 
una frase, su rostro perdió vivacidad, su boca abierta se conge-
ló y sus ojos miraron vacuamente un punto en la pared, detrás 
de mí. Se inmovilizó algunos segundos. Aunque pronuncié su 
nombre, no contestó. Entonces se movió un poco, lamió sus la-
bios, sus ojos miraron la mesa y pareció ver una taza de café 
-sin duda así fue porque cogió la taza y bebió de ella- y un 
florero metálico pequeño. Le hablé nuevamente y nuevamente 
no respondió. Tocó el florero. Pregunté qué sucedía y nada dijo: 
su rostro carecía de expresión. Entonces se irguió y yo me puse 
nervioso, no sabía qué esperar. Dije su nombre, pero no habló. 
¿Cuándo terminaría esto? Luego giró y se dirigió con calma ha-
cia la puerta. Me levanté y lo llamé de nuevo. Se detuvo, me 
miró y alguna expresión volvió a su rostro: parecía perplejo. Le 
hablé otra vez y dijo: 
-¿Que? 
Por un instante, que pareció durar siglos, este individuo padeció 
una desorganización de consciencia. Desde el punto de vista 
neurológico, tuvo una crisis de ausencia seguida de un automa-
tismo de ausencia, dos de entre las muchas manifestaciones de 
la epilepsia, una condición causada por una disfunción cere-
bral. Aunque no era la primera vez que presenciaba un deterioro 
de consciencia, fue la más extraña. Por experiencia propia sabía 
qué era caer en un desvanecimiento imprevisto y retornar a la 
consciencia: me desvanecí una vez, de niño, en un accidente, y 
siendo adolescente me administraron anestesia general. 
FOTO: Herbert List.
A N TO N I O DA M A S I O 
(1944-) 
Tomado del libro de Antonio Damasio, Sentir lo que sucede, 
cuerpo y emoción en la fábrica de la conciencia, Editorial 
Andrés Bello, Santiago de Chile, 2000. 
LA 
M ENTE 
CO N SCIENTE 
Además, había visto personas en coma y observado las características de la 
inconsciencia en otras personas. Sin embargo, en esas oportunidades -así como 
en el dormir o el despertar- la pérdida de consciencia era radical, algo semejante 
a un corte de electricidad. Pero lo que acababa de ver en el cuarto gris y circular 
era más desusado. El paciente no cayó al suelo, comatoso, ni se durmió. Estaba 
y no estaba allí, sin duda despierto, en parte atento, por cierto, comportándose, 
de cuerpo presente, pero indistinto como persona, ausente sin ausentarse. 
El episodio me marcó y fui dichoso el día que fui capaz de interpretarlo. Enton-
ces no sabía, pero ahora sé que había presenciado la afilada transición entre una 
inteligencia consciente y una mente privada de sensación de identidad. Durante 
el episodio, la atención del individuo, su destreza elemental para distinguir ob-
jetos y su capacidad para navegar en el espacio permanecieron intactas. Tal vez 
perduró la esencia de sus procesos mentales, por lo menos en lo tocante a los 
objetos que lo rodeaban, pero cesó su sensación de self y de saber. Quizá, sin 
que yo lo notara, aquel día empezara a perfilarse mi noción de consciencia y, a 
medida que presenciaba casos comparables, creció mi idea acerca de la sensa-
ción de self como parte indispensable de la mente consciente. 
A la vez fascinado por el desafío científico que planteaba la consciencia y repe-
lido por las secuelas humanas de su deterioro en los desórdenes neurológicos, 
al giro de los años conservé el interés en el tema, pero me mantuve a distancia. 
Puesto a elegir, hubiera preferido no presenciar el drama de las situaciones en 
que el daño cerebral causa coma o estados vegetativos persistentes, condiciones 
en que la consciencia sufre un menoscabo radical. Pocas cosas son tan ingra-
tas como observar la súbita y forzosa desaparición de la mente consciente en 
alguien que sigue vivo, y pocas cosas son tan tristes de explicar a los familiares. 
E
l primer libro de guerra que leí, el que más me impre-
sionó, y el que me ha hecho meditar más, fue el libro 
de Historia de la Humanidad Occidental que debí leer 
en el colegio cuando niño. Allí descubrí que la historia 
de la humanidad, relatada como si hubiese comenzado 
sólo hace cuatro o cinco mil años antes de Cristo, era 
una historia de guerras, piratería, conquistas a sangre y fuego, des-
trucción y esclavitud. No quisiera nombrar más libros, bastaría con 
que me refiriese a cualquier clásico de lo mítico o de lo histórico, y 
encontraríamos lo mismo. Pero, lo que más me impresionó entonces, 
fue ver que desde esa historia de la humanidad occidental se extrapo-
laba, como si fuese legítimo, a los orígenes de lo humano hablando 
como si la guerra fuese consubstancial a nuestro ser. Yo nunca creí 
mucho eso. No lo creí porque también podía ver en mi entorno junto 
al abuso, generosidad; junto a la agresión, respeto; junto a la vileza, 
dignidad. Eso me llevó, en el curso de los años, a preguntarme por el 
origen de lo humano, por su biología, y por el fundamento de su ser. 
En este proceso descubrí que el surgimiento de lo humano se produce 
con el origen del lenguaje, y que el origen del lenguaje requiere de la 
convivencia social, y que la emoción que funda lo social es el amor 
como el dominio de las acciones que constituyen al otro como un le-
gítimo otro en la convivencia con uno. Pero, en este proceso también 
descubrí que la guerra, la piratería, el control del otro como modos 
de vida, no son características de lo humano, sino que son, al contra-
rio, enajenaciones de lo humano, propias de la cultura patriarcal que 
invade Europa alrededor de 4.500 años antes de Cristo, dominando y 
subyugando a las culturas matrísticas existentes allí. Esto es aparente 
en los relatos míticos del origen del mundo y la historia, en el Medio 
Oriente, que ponen el comienzo en la lucha entre el bien y el mal. El 
bien es lo patriarcal, la autoridad y la obediencia, la trascendencia de 
lo material hacia lo espiritual, la defensa de lo propio, la competencia, 
la fertilidad vista como procreación sin límites, y el control del mundo 
natural. El mal es lo matrístico, el respeto por la emoción, la legitimi-
dad del otro, la identificación con lo natural sin buscar su control, la 
no competencia, la fertilidad vista como abundancia armónica y la 
conciencia de responsabilidad en el vivir. 
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d.
 LA
 GUERRA
 DE
 CADA
DÍA
También descubrí en este libro de guerras qué es la historia de nuestro mundo 
occidental- que la democracia rompe con el patriarcado porque hace públicos 
los asuntos de la comunidad y restituye el espacio matrístico de la conversa-
ción que hace posible el acuerdo como concordancia o unificación de pro-
pósitos en el respeto mutuo. Es en la democracia cuando los ejércitos pueden 
ser instrumentos de paz, ya que en cualquier otro régimen político sólo son 
instrumentos patriarcales de control y dominación. Pero también es desde la 
democracia desde donde es posible darse cuenta de que la guerra puede ser 
superada con la audacia del acuerdo en la generación de un propósito común 
de convivencia. Este libro de guerras de que hablo muestra también que ella no 
resuelve los conflictos, sino que, a lo más, cambia su carácter. Loque resuelve 
los conflictos es el valor para aceptar un nuevo punto de partida en el que todas 
las partes en disputa participan, no desde el sometimiento, no desde la razón, 
no desde la defensa de sus intereses, sino que desde la cordura en la aceptación 
de un deseo de convivencia. 
H U M B E RTO M AT U R A NA 
(1928-2021) 
Tomado del libro de Humberto Maturana, El sentido de 
lo humano, Dolmen ediciones, Santiago de Chile, 1996. 
FOTO: Matt Forma.
S U E Ñ O S
 
L
a suciedad había cercado la casa de Ayemenem como un ejército me-
dieval que avanzase sobre un castillo enemigo. Tapaba las grietas y se 
aferraba a los cristales de las ventanas. Alrededor de las teteras zumba-
ban moscas enanas. En los floreros vacíos yacían insectos muertos. El 
suelo estaba pegajoso. Las paredes, antaño blancas, se habían vuelto 
de un gris irregular. Las bisagras y los tiradores de latón de las puer-
tas habían perdido el brillo y estaban grasientos. Los enchufes que no se usaban 
con frecuencia estaban atascados por la mugre. Las bombillas estaban cubiertas 
por una película aceitosa. Lo único que relucía eran las cucarachas gigantes, que 
iban raudas de acá para allá como los pasteles en una comedia de tartazos. Bebé 
Kochamma había dejado de notar esas cosas hacía tiempo. Kochu Maria, que lo 
notaba todo, había dejado de preocuparse. La chaise longue en la que se recostaba 
Bebé Kochamma tenía cáscaras de cacahuete incrustadas en los sietes de la raída 
tapicería. En una manifestación inconsciente de democracia, impuesta por la te-
levisión, señora y criada cogían inadvertidamente cacahuetes del mismo cuenco. 
Kochu Maria los engullía. Bebé Kochamma se los llevaba a la boca educadamente. 
En el programa Lo mejor de Donahue el público presente en el estudio estaba vien-
do un reportaje en el que un músico callejero negro cantaba Somewhere Over the 
Rainbow en una estación de metro. Cantaba con convicción, como si realmente se 
creyera la letra de la canción. Bebé Kochamma lo acompañaba con su voz fina y 
trémula espesada por la pasta de los cacahuetes. Sonreía al recordarla letra. Kochu 
Maria la miraba como si se hubiera vuelto loca y cogía más cacahuetes de los que 
le correspondían. Al atacar las notas más altas (el where de somewhere), el músico 
callejero echaba la cabeza hacia atrás y su paladar ondulado de color rosa 
llenaba la pantalla del televisor. Iba tan andrajoso como una estrella de rock, 
pero la falta de dientes y la palidez enfermiza de su piel hablaban claramente 
de una vida de privaciones y sin esperanzas. Cada vez que un tren llegaba o se 
iba, cosa que sucedía a menudo, tenía que dejar de cantar. Luego se encendie-
ron las luces del estudio y Donahue presentó en directo a aquel hombre que, a 
una indicación convenida, retomó la canción exactamente en el mismo punto 
en que la había dejado (por el tren) y logró una conmovedora victoria de la 
Canción frente al Metro. La siguiente interrupción, en mitad de su canción, fue 
cuando Phil Donahue le pasó un brazo por encima y le dijo: «Gracias. Muchas 
gracias.» Ser interrumpido por Phil Donahue era, por supuesto, totalmente dife-
rente a ser interrumpido por el estruendo de un metro. Era un placer. Un honor. 
El público del estudio aplaudió y lo miró con compasión. El músico callejero es-
taba rebosante de Felicidad de Máxima Audiencia, y durante unos instantes las 
privaciones quedaron en segundo plano. Su sueño había sido cantar en el es-
pectáculo de Donahue, dijo, sin darse cuenta de que también eso le había sido 
arrebatado. Hay sueños grandes y sueños pequeños. «Las lámparas son para los 
ricos, y las velas de sebo, para los pobres», solía decir de los sueños un viejo 
culi de Bihar con el que se topaba Estha (indefectiblemente, año tras año) en la 
estación de ferrocarril cuando iba de excursión con el colegio. Las lámparas son 
para los ricos, y las velas de sebo, para los pobres. «Los focos intermitentes son 
para los afortunados, y las estaciones del metro, para los desgraciados», hubiera 
podido decir también. 
A R U N D H AT I R OY 
(1961- ) 
Tomado del libro de Arundhati Roy, El dios de las 
pequeñas cosas, Editorial Anagrama, 2008. Barcelona. 
D
ebieron de formar un grupo melancólico. En el 532 d.C., siete hombres partieron de Atenas lle-
vando consigo poco más que obras de filosofía. Todos eran miembros de la que había sido la más 
famosa de las escuelas de filosofía de Grecia, la Academia. Los filósofos de la institución remon-
taban orgullosamente su historia en una línea ininterrumpida —«una cadena de oro», como la 
llamaban— hasta el propio Platón, casi mil años antes. Ahora, esa cadena se rompía de la manera 
más dramática posible; esos hombres estaban abandonando no solo su escuela sino el propio 
Imperio romano. Atenas, la ciudad que había contemplado el nacimiento de la filosofía occidental, ya no era un lugar 
para filósofos. Su líder, Damascio, debió de servirles de consuelo mientras emprendían ese viaje hacia lo desconocido. 
Era viejo para lo habitual en la época, incluso anciano —casi setenta años cuando empezó el viaje—, pero formidable. 
Damascio era un pensador brillante, densamente sutil, que sazonaba sus escritos con símiles matemáticos y que no 
tenía mucha paciencia con los idiotas. Escribió un mordaz «quién es quién» sobre sus compañeros filósofos, lleno de 
comentarios demoledores sobre cualquiera cuya inteligencia o valentía consideraba insuficientes. En la vida real, podía 
ser tan desmesurado como en sus escritos; en una ocasión casi se ahogó en el río cuando, demasiado impaciente para 
esperar a que un barquero lo llevara, decidió cruzarlo a nado y por poco no lo arrastró la corriente. Las temeridades más 
importantes que realizó Damascio fueron en nombre de su amada filosofía. Para entonces, ya había dado refugio en su 
casa a un filósofo perseguido, se había embarcado en un peligroso viaje de mil quinientos kilómetros hacia lo desco-
nocido y había corrido el riesgo de ser torturado y detenido. Ningún hombre, creía, debía hacer menos. «Los hombres 
suelen concederle el nombre de la virtud a una vida de inactividad —escribió en una ocasión con desdén—. Pero yo 
no estoy de acuerdo [...]. Los sabios, aquellos que se sientan en su esquina y filosofan a fondo de una manera grandi-
locuente sobre la justicia y la moderación, se deshonran a sí mismos si son llamados a actuar». No era momento para 
que los filósofos fueran filosóficos. «El tirano», como lo llamaban ellos, estaba al mando y tenía muchas costumbres in-
quietantes. En la época de Damascio, se entraba en las casas y se buscaban libros y objetos considerados inaceptables. 
Si se encontraba alguno, se confiscaba y se quemaba en triunfantes hogueras en las plazas de las ciudades. La discusión 
sobre cuestiones religiosas en público había pasado a considerarse una «audacia maldita» y estaba prohibida por ley. 
Cualquiera que hiciera sacrificios a los antiguos dioses podía, según esta, ser ejecutado. En todo el imperio, se habían 
asaltado templos antiguos y hermosos, se habían arrancado sus tejados, fundido sus tesoros y destrozado sus estatuas. 
Para asegurarse de que las leyes se respetaban, el Gobierno empezó a emplear espías, funcionarios e informantes para 
que le contaran qué pasaba en las calles, en los mercados y tras las puertas de los hogares. Como afirmó un influyente 
orador cristiano, la congregación debía perseguir a los pecadores y ponerlos en el camino de la salvación con la misma 
constancia con que un cazador persigue a su presa hasta que cae en sus redes. Las consecuencias de la desviación de 
las reglas podían ser graves y la filosofía se había convertido en una actividad peligrosa. El propio hermano de Damas-
cio había sido detenido y torturado para que revelara los nombres de otros filósofos, pero como Damascio recordaba 
con orgullo, había «recibido en silencio y con fortaleza los muchos golpesde la vara que caían sobre su espalda». EL
 F
IN
AL
 D
E 
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N
A
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R
A
 
CAT H E R I N E N I X E Y 
(1980- ) 
Tomado del libro de Catherine Nixey, La edad 
de la penumbra, Editorial Taurus, Madrid, 2018. 
D
urante mucho tiempo me he pregun-
tado contra qué podía rebelarse un 
ángel si todo es perfecto en el Paraíso. 
Hasta el día en que comprendí que 
se rebelaría contra la perfección. La 
existencia de un orden irreprochable 
provocaba en él un sentimiento de no vida. La justicia 
absoluta, al suprimir el aguijoneo de la indignación, le 
entumecía el alma. La orgía de pureza le repugnaba tanto 
como una deshonra. Era pues necesario que ese ángel 
cayera para poner de relieve el orden y la pureza de los 
habitantes del Paraíso. 
CONTRA 
LA PERFECCIÓN 
B O R I S C Y R U L L N I K 
(1937- ) 
Tomado del libro de Boris Cyrullnik, Los patitos feos, 
Editorial Debolsillo, Barcelona, 2013. 
FOTO: Philippe Halsman.

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