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LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
Historia contemporánea: de las revoluciones
burguesas al neoliberalismo
Alberto Lettieri
La civilización en debate
Historia contemporánea: de las revoluciones
burguesas al neoliberalismo
Con la colaboración de Marita González
© Alberto Lettieri, 2004
© De esta edición, Prometeo libros, 2004
Av. Corrientes 1916 (C1045AAO), Buenos Aires
Tel.: (54-11) 4952-4486/8923 | Fax: (54-11) 4953-1165
e-mail: info@prometeolibros.com
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ISBN: 950-9217-70-0
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Derechos reservados
Diseño: CaRol-Go
Impreso en Argentina por CaRol-Go SA
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Telefax: (54-11) 5031-1947
e-mail: carolgo@carolgo.com.ar
Índice
Introducción ................................................................................11
PARTE I: LAS IDEAS
Capítulo 1: Libertad e igualdad ......................................................17
Capítulo 2: El universo de las ideas políticas.
Liberalismo y democracia en el siglo xix .....................................23
Capítulo 3: Libertad de mercado y desigualdad social .......................39
Capítulo 4: La democracia, problema político ..................................53
Capítulo 5: La política y sus transformaciones ..................................71
Capítulo 6: Las ideas del siglo xx ....................................................87
Capítulo 7: La globalización ......................................................... 101
PARTE II: LA POLÍTICA
Capítulo 8: Las revoluciones liberales ............................................ 121
Capítulo 9: Burgueses, aristócratas y radicales ................................ 151
Capítulo 10: La lucha por la hegemonía ........................................ 171
Capítulo 11: La Primera Guerra Mundial ....................................... 193
Capítulo 12: La Revolución Rusa .................................................. 209
Capítulo 13: Los totalitarismos ..................................................... 227
Capítulo 14: ¿“Aislacionismo” o “maquiavelismo”?
La política exterior de los Estados Unidos (1900-1945) .............. 265
Capítulo 15: La Segunda Guerra Mundial ..................................... 295
Capítulo 16: América Latina: una región subalterna ....................... 319
Capítulo 17: La inacabada crisis de dominación ............................. 341
PARTE III: ECONOMÍA Y SOCIEDAD
Capítulo 18: Hacia un mundo industrial ....................................... 365
Capítulo 19: El orden económico burgués (1848-1873) .................. 399
Capítulo 20: Los Estados Unidos en el siglo xix ............................. 419
Capítulo 21: Las sociedades occidentales durante el siglo xix .......... 439
Capítulo 22: Viejos y nuevos imperios .......................................... 459
Capítulo 23: De los años dorados a la Gran Depresión.
Los Estados Unidos entre 1918 y 1945 ...................................... 493
Capítulo 24: La agonía del liberalismo económico .......................... 517
Capítulo 25: La economía a partir de 1945 .................................... 541
Capítulo 26: Cambios sociales en el siglo xx .................................. 563
Conclusión ................................................................................. 585
Bibliografía ................................................................................. 589
Agradecimientos
Para Rosana, Jimena, Alexis, Maximiliano y Agustín.
Alberto
A Raúl y Leandro.
Marita
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LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
Introducción
El hombre es lobo del hombre.
Thomas Hobbes, Leviatán, o la materia, la forma y
el poder de un Estado eclesiástico civil (1651)
En los últimos treinta años la humanidad experimentó una etapa de
aportes científicos sin precedentes. Cotidianamente, los medios de co-
municación nos informan sobre nuevos descubrimientos en la robótica,
la informática y la clonación de organismos vivientes, la medicina y la
geología, la física y las ciencias naturales. A menudo, estos avances son
desplazados del centro de atención pública en cuestión de horas, antes
de que sea posible digerirlos y disfrutarlos, para ser reemplazados por
otros que vendrán a correr con una suerte similar. Sin embargo, esta
dimensión optimista de la realidad, que refleja con fidelidad las inmen-
sas posibilidades creativas de la mente humana, coexiste con otra, mu-
cho más opaca, que tal vez a algunos (los menos) les resulte desconocida,
y a otros (la inmensa mayoría) demasiado familiar.
La imposición de la filosofía neoliberal a lo largo de la década de
1990, con toda su brutalidad e injusticia, ha conseguido que la mayoría
acepte con cierta naturalidad la creciente desigualdad que caracteriza a
las sociedades contemporáneas. Un breve repaso de algunos índices to-
mados al azar permite denunciar la magnitud de esta situación agravian-
te: el 70% de la población mundial es analfabeta, el 6% más rico concen-
tra el 59% de la riqueza mundial y casi todos ellos viven en los Estados
Unidos, el 80% no tiene resuelto el problema de la vivienda, el 50%
padece de desnutrición y sólo el 1% ha accedido a la educación univer-
sitaria o una computadora. Lamentablemente, la oscura definición for-
mulada por Thomas Hobbes en 1651, “el hombre es lobo del hombre”,
mantiene una llamativa actualidad en los tiempos en que nos toca vivir.
¿Seremos capaces de remediar esta desigualdad escandalosa para que
el futuro pueda ser esperado con ilusión no sólo por esos minúsculos
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Alberto Lettieri
porcentajes de privilegiados que tienen resueltos sus problemas sino por
la humanidad en su conjunto?
Este ensayo apunta a ofrecer una contribución en este sentido. Al
decidirnos a redactarlo no nos hemos propuesto difundir conocimientos
fácilmente olvidables, sino estimular la comprensión, la reflexión y el
pensamiento crítico entre sus lectores.
No se trata de un libro para especialistas, sino una obra destinada a
un público amplio ávido de acceder a conocimientos actualizados que
rara vez trascienden los claustros universitarios. Lamentablemente, la eli-
tización de la cultura ha provocado un resultado sumamente nocivo: que
los intelectuales olvidaran algo tan obvio como que los frutos de sus
esfuerzos son polvo lanzado al viento si no tienen como destinataria a la
sociedad que los cobija y con la cual deben labrar su principal compro-
miso.
Por esta razón, el presente es un libro de opinión, plagado de juicios
de valor y de tomas de posición de sus autores, que desmiente la preten-
dida neutralidad científica del saber académico. La razón es sencilla: el
saber histórico puede constituir un arma de emancipación social, un
instrumento de libertad, como también puede ser el orfebre que modela
las cadenas que se imponen a las sociedades humanas. A lo largo de las
siguientes páginas podrá comprobarse que muchas de las preocupacio-
nes que nos aquejan en la actualidad –la libertad, la democracia, la des-
igualdad, el progreso material y espiritual, la calidad de vida, etc.– tam-
bién afectaron a quienes nos precedieron. Cada sociedad histórica elabo-
ró sus propias respuestas para ellos, y muchas de estas soluciones fueron
retomadas y perfeccionadas por quienes las sucedieron.
La aplicación de las enseñanzas del pasado a la resolución de los
problemas presentes fue una estrategia característica del hombre a lo lar-
go de su existencia. Sin embargo, las sociedades contemporáneas pare-
cen determinadas a romper todo vínculo con el pasado. Constantemente
se nos invita a percibir lo sucedido como algo obsoleto e inservible, a
sepultar la memoria colectiva de nuestras sociedades, a adoptar modelos
de vida foráneos que expresan las pautas impuestas por los beneficiarios
de la globalización de la economía, la cultura y las comunicaciones, a
vivir el presente prescindiendo de todo vínculo de solidaridad con nues-
tros semejantes.
Los resultados de esta filosofía están a la vista:la desigualdad, la vio-
lencia, el desánimo, la miseria y las adicciones se multiplican, y todo ello
es presentado como inevitable, posmoderno e inmodificable. La grosería
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LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
de semejante postura salta a la vista, aunque a menudo sea más conve-
niente pasarlo por alto.
Hace casi veinte siglos, los romanos definieron a la historia como “maestra
de la vida”. Ellos no desconocían que si bien las sociedades cambiaban, mu-
chas otras cosas persistían. Por esa razón, si bien las enseñanzas de la historia
no podían ser aplicadas sin más, proveían de valiosos criterios y experiencias
para sus sucesores. Ojalá que el mundo en el que nos ha tocado vivir no sea
demasiado soberbio como para no entender la necesidad de reconciliarse con
el pasado, y que los lectores de esta obra puedan extraer algunas enseñanzas
que nos permitan construir, entre todos, un futuro mejor.
Alberto Lettieri
Buenos Aires, marzo de 2003.
PARTE I
LAS IDEAS
Capítulo 1
Libertad e igualdad
El extenso período que se analiza en este ensayo se inicia con tres
procesos claves dentro de la historia de la humanidad: las revoluciones
liberales que se desarrollaron en Inglaterra, Estados Unidos y Francia
entre mediados del siglo XVII y fines del siglo XVIII. En primer lugar, es
necesario señalar que estas revoluciones impusieron un cambio sustan-
cial a la idea misma de revolución. Hasta entonces se utilizaba esta cate-
goría para denominar a un cambio de un gobierno –o de forma de go-
bierno– como resultado de un levantamiento armado. Por lo tanto, “re-
volución” implicaba principalmente la idea de un cambio de hombres –
o a lo sumo, de régimen político– que no afectaba mayormente a la es-
tructura económico-social. Hoy podríamos denominar a un movimiento
de ese tipo como una revuelta, un golpe de Estado o un levantamiento.
Sin embargo, a partir de la revolución norteamericana y esencialmente a
partir de la Revolución Francesa, el contenido del concepto revolución
cambió drásticamente, ya que comenzó a utilizarse para designar a un
proceso de cambio socioeconómico estructural, acompañado de una
modificación sustantiva en el reparto del poder dentro de una sociedad.
Esto necesariamente implicó la existencia de ganadores y perdedores no
únicamente a nivel individual, sino también de los distintos grupos, cla-
ses y estamentos que daban vida a cada sociedad. De este modo, el pri-
mer componente revolucionario que van presentar estas revoluciones –
fundamentalmente la francesa– va a ser el cambio experimentado por la
propia idea de revolución.
En tanto las revoluciones anteriores implicaban simplemente un gol-
pe de Estado, un acontecimiento puntual, pudieron ser fechadas en un
momento preciso. Por el contrario, en el caso de las revoluciones que se
inician con la Revolución Francesa, el fechado de sus orígenes y de su
duración –es decir, hasta cuándo los procesos fueron verdaderamente
revolucionarios– dio origen a largas disputas políticas, ideológicas e his-
toriográficas, justamente porque los cambios producidos no sólo afecta-
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Alberto Lettieri
ban a los nombres de los titulares del poder, sino también a los grupos,
clases o estamentos, que se beneficiaban de su ejercicio.
Por esta razón, y en tanto buena parte de los valores, prácticas y for-
mas de ver el mundo que caracterizaron a las revoluciones liberales con-
servaron su vigencia durante mucho tiempo –e incluso algunos todavía
lo siguen haciendo hasta la actualidad–, muchas de sus claves pueden
utilizarse para interpretar con fidelidad los procesos históricos contem-
poráneos. No está de más puntualizar que si bien la Revolución Francesa
significó un cambio político y social, también –y esencialmente– significó
un cambio a nivel ideológico, un cambio en la concepción del hombre,
en el equilibrio entre los valores burgueses de libertad y de igualdad que
debían imperar entre los hombres. Antes de la Revolución Francesa, prác-
ticamente en todo el mundo, las sociedades existentes eran de tipo esta-
mental. Eran sociedades en donde los hombres eran ubicados en deter-
minados estadios sociales a partir del lugar en el que habían nacido, a
partir de su cuna, y la posibilidad de ascenso social era una empresa
prácticamente ímproba. Por el contrario, los ideales de igualdad, liber-
tad y fraternidad que trajo consigo la Revolución Francesa implicaron
una nueva concepción del hombre, una concepción revolucionaria del
hombre.
De este modo, esta revolución no fue revolucionaria por haberse sus-
tanciado a través de un movimiento armado, sino que lo fue primordial-
mente por la nueva concepción del hombre que trajo consigo y por su
capacidad de revolucionar al conjunto de las sociedades occidentales a
lo largo del tiempo. En efecto, si bien la Revolución Francesa se inició en
una fecha determinada, la Francia de 1789, como un acto político con-
creto, en tanto momento liminar en la transformación de la concepción
de la idea del hombre, sus orígenes son muy anteriores, y su duración,
ciertamente, mucho más prolongada, al punto que algunos autores sos-
tienen que aún no ha concluido, en la medida en que muchas de sus
ideas y valores fundantes todavía no se han consagrado adecuadamente
en la mayor parte del planeta. En efecto, cuando se observa actualmente
el mapa universal es posible advertir que la igualdad entre los hombres
todavía sigue siendo un ideal bastante lejano, por no hablar ya de valores
mucho más abstractos, como la de fraternidad entre los pueblos, que
constituye lamentablemente una entelequia. Y también se observa que la
idea de libertad –con todo su potencial emancipatorio– todavía no se ha
concretado.
Así, el principal aspecto revolucionario de la Revolución Francesa es
su carácter de revolución, antes que francesa; es decir, aquello que la
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LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
vacía de su componente esencialmente nacional, francés, para convertir-
la en patrimonio de la humanidad. Aun cuando como movimiento polí-
tico la Revolución Francesa puede haber implicado cambios en el perso-
nal político francés y en la estructura social de Francia, su principal
aspecto revolucionario fue justamente esa capacidad de proyección uni-
versal que permitió pensar a los hombres y a las sociedades –y a las rela-
ciones que se establecen entre ellos– de otra forma: de una forma “revo-
lucionaria”.
Estos ideales de los que estaba imbuida la Revolución Francesa se
articulaban sin dificultad con las nuevas ideas económicas de la época,
y en conjunto permitieron crear las condiciones adecuadas para el sur-
gimiento de un nuevo sistema económico: el capitalismo. En el terreno
político, la Revolución Francesa abrió las compuertas para la consagra-
ción de la burguesía como nueva clase hegemónica, en el marco de un
proceso plagado de avances, retrocesos y equilibrios siempre inestables.
Antes de la revolución las sociedades eran estamentales. El mundo en-
tero estaba compuesto por privilegiados y perjudicados, que encontra-
ban la razón de su ubicación social en la cuna en que les había tocado
nacer. Quien nacía noble, moría noble. Quien nacía campesino, moría
campesino. Quien nacía siervo, moría siervo. La burguesía, nueva clase
social nacida a partir de las transformaciones experimentadas por las
sociedades europeas desde el siglo XII –y con mayor nitidez, a partir del
siglo xv–, expresaba una nueva lógica social asentada sobre el indivi-
dualismo, la capacidad de enriquecimiento, el ahorro y la inversión.
Sin embargo, al momento de la revolución esta lógica no había conse-
guido extenderse aún a los demás estamentos sociales, razón por la cual
los poderes político, militar y social continuaban en manos de estructu-
ras arcaicas y aristocráticas, de actores que ejercían sus privilegios y se
aprovechaban de ellos para concentrar las tierras, lucrar, imponer tribu-
tos y obligaciones de diverso tipo al resto.
La Revolución Francesa expresó la determinación de la burguesía de
liquidar esos privilegios. Por esto, uno de los ideales centrales de esta
revoluciónfue la libertad, entendida como la determinación de cons-
truir una sociedad en la cual la cuna no otorgara privilegios que premia-
ran o condenaran a los hombres a lo largo de su vida. Por el contrario, los
burgueses consideraban que cada hombre debía alcanzar el lugar que él
mismo fuese capaz de conseguir. Y el terreno en el cual los hombres
debían dirimir su ubicación en el mundo, su condición de ganadores o
perdedores, no era otro que el mercado.
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Alberto Lettieri
Sin embargo, la burguesía era todavía una clase demasiado débil como
para poder derribar por sí sola a este antiguo y aún poderoso poder
aristocrático, por lo que intentó aglutinar tras de sí a otros grupos socia-
les postergados –fundamentalmente artesanos y campesinos, pequeños
propietarios–. Un segundo ideal, el de igualdad, permitía unificar las
demandas. A diferencia de lo sostenido tradicionalmente por los esta-
mentos privilegiados, las nuevas ideas afirmaban que los hombres debían
nacer libres e iguales, que el lugar de nacimiento de una persona no
debía marcar a fuego su destino. El ideal de igualdad implicaba un fabu-
loso aglutinante, un eslogan, un valor que permitió encuadrar detrás del
liderazgo de esta burguesía en ascenso al resto de las clases sociales pos-
tergadas.
Estos dos ideales –el de libertad y el de igualdad– adquirieron un
papel central en las sociedades occidentales a lo largo de todo el período
estudiado en este libro, pero van a estar en permanente tensión. Porque,
en realidad, a la burguesía no le preocupaba demasiado la suerte de los
demás grupos sociales postergados: sólo le interesaba consagrar la idea de
que los hombres nacían iguales, para que inmediatamente dejaran de
serlo en el terreno del mercado, a partir del uso que hiciesen de su
libertad. Así, la igualdad que concebía la burguesía era una igualdad
para diferenciarse. Esta concepción de la relación entre los ideales de
libertad e igualdad, que subordinaba claramente el segundo al primero,
no coincidía con la interpretación que hacían otros sectores sociales que
consideraban que las nuevas sociedades a construir deberían tener como
eje a la igualdad y como componente subordinado a la libertad. Es decir,
se planteaba que los hombres debían ser solidarios entre sí, que deberían
tener formas de vida y patrimonios similares, y conservar esa equivalencia
a lo largo de sus vidas. Para ellos la igualdad era el principal valor que
caracterizaba a la Revolución Francesa y, para garantizarla, se sostenía
que el Estado debería adquirir una matriz social que le permitiera velar
por la igualdad entre los hombres, poniendo límites a la capacidad de
acumulación individual que acababa por diferenciarlos, por propiciar
situaciones de explotación del hombre por el hombre. A lo largo del
siglo XIX, esta matriz social se desarrolló a partir de dos vertientes: una de
ellas, íntimamente vinculada con la antigua idea comunitaria del cristia-
nismo; la otra, identificada con el socialismo.
Junto con los valores de igualdad y libertad, la Revolución Francesa
aportó un tercer ideal: la fraternidad entre los hombres, que fue levanta-
do en un principio y, en adelante, únicamente de manera intermitente.
Cuando la burguesía revolucionaria planteó la idea de fraternidad lo
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LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
hizo afirmando que el principal deber de los hombres era con los otros
hombres, sus “iguales”, y no con la aristocracia o con la monarquía que
los sojuzgaba, según lo dictaminado por el orden estamental. Esto impli-
caba sostener que los pueblos debían ser fraternales entre ellos en su
lucha de liberación respecto del poder aristocrático, ya que todos en
conjunto formaban parte de una misma especie, la especie humana, que
no admitía privilegios ni dotes excepcionales surgidos de la cuna. Sin
embargo, con el paso del tiempo –y una vez que la burguesía y su forma
de entender el mundo consiguieron adquirir un carácter hegemónico–,
el ideal de fraternidad fue muy cuestionado por los gobernantes y las
burguesías nacionales, ya que permitía definir a un hombre universal, a
un hombre que se encaminaba hacia algún tipo de liberación y para ello
orientaba su acción hacia la destrucción de cualquier tipo de coerción –
incluido, por supuesto, el poder estatal– para dar vida a una sociedad
comunitaria e igualitaria. Y ni qué decir de cómo se daba de bruces este
ideal de fraternidad con el vergonzoso trato que recibían las poblaciones
nativas extracontinentales de parte de las “civilizadas” naciones europeas
en su calidad de metrópolis coloniales. En verdad, ni en el gobierno
doméstico ni en la administración de sus territorios imperiales las clases
dirigentes occidentales se ocuparon seriamente de impulsar la vigencia
de este valor: por el contrario, su interés radicó siempre en dividir a los
hombres para poder gobernarlos con mayor facilidad. Por esta razón,
una vez que la Revolución Francesa consiguió triunfar, el ideal de frater-
nidad entre todos los hombres del mundo fue reemplazado por la idea
nacional, del vínculo cultural y simbólico –y, en muchos casos, genético–
que unía a los miembros de una misma comunidad nacional, y que debía
resultar lo suficientemente sólido como para permitir relativizar las pro-
fundas diferencias de clase que aquejaban al cuerpo social. Por esta ra-
zón, los hombres públicos de las sociedades burguesas plantearán cons-
tantemente que el principal deber del hombre no era con la especie hu-
mana, sino con quienes comparte un mismo destino común.
De este modo, “igualdad-libertad” y “fraternidad-nación” constituyen
los dos principales núcleos de tensión que presentó la Revolución Fran-
cesa. En su momento, estos valores permitieron liquidar el poder aristo-
crático absoluto y poner en marcha procesos de modificación estructu-
ral. Sin embargo, no hay que perder de vista que la Revolución Francesa
fue revolucionaria sólo hasta un punto: aquél hasta el cual la burguesía
estaba dispuesta a ser revolucionaria. En efecto, la burguesía no quería
poner el mundo “patas para arriba”, ya que no quería construir una so-
ciedad de iguales. Su objetivo, a partir de la Revolución Francesa, sim-
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Alberto Lettieri
plemente consistió en generar sociedades en las cuales no existieran más
los privilegios de nacimiento, pero donde las diferencias entre las clases
sociales quedaran marcadas y consolidadas a través de los nuevos valores
e instituciones del liberalismo triunfante. Por esta razón, durante la Re-
volución Francesa, la burguesía fue revolucionaria en su decisión inicial
de acabar con el poder aristocrático, pero cuando advirtió la gestación de
un peligro mayor –es decir, que los pobres, los miembros de las clases
marginales y más desplazadas intentasen llegar a gobernarse por sí mis-
mos, modificar sustancialmente su situación y dar a luz un mundo en el
que la igualdad fuese la pauta, y no ya la libertad– no tuvo inconvenien-
tes en modificar su plan original, y buscar una alianza con una aristocra-
cia ya decrépita y debilitada. Así, con los sectores populares a la izquier-
da y la aristocracia a la derecha, la burguesía pudo presentarse a sí misma
como expresión de equilibrio, del justo medio.
Por este motivo, las expectativas de la burguesía francesa –y de la
internacional en general– a lo largo del siglo XIX dejaron de pasar por
profundizar y llevar la revolución hasta sus últimas instancias, para tren-
zar una alianza con las aristocracias que le permitiesen controlar a las
clases inferiores y explotarlas en beneficio mutuo. Y en esto, precisamen-
te, está situado el límite de la Revolución Francesa: en su carácter de
revolución burguesa, instrumental para los intereses de la burguesía. Esta
afirmación no implica una negación de la existencia de tendencias más
revolucionarias, más igualitarias y más populares, de movimientos que
apuntaban a la construcción de una sociedad socialista o elementos que
de algún modo anticipan el anarquismo. Pero, de hecho, la conducción
de la Revolución Francesa fue esencialmente burguesa durante todo sucurso.
Sin embargo, la existencia de esas otras tendencias serviría como ins-
piración para la acción de numerosos partidos políticos y movimientos
sociales, para la gestación de ideales de hombre y de sociedades, desde
entonces y hasta la actualidad. En tal sentido, el ideario burgués tuvo
que enfrentar a otros dos universos ideológicos que serán estudiados en
detalle en este libro: el socialismo y el anarquismo. En ambos casos apa-
rece un horizonte, un objetivo final: la construcción de una sociedad sin
clases y la liquidación del Estado, considerado como un instrumento de
opresión, de dominación del hombre por el hombre, aunque, por cierto,
las estrategias y los procesos a través de los cuales se proponía esa liqui-
dación del Estado y la construcción de una sociedad de iguales difirie-
ron en ambos casos.
Capítulo 2
El universo de las ideas políticas.
Liberalismo y democracia en el
siglo xix
La existencia actual de regímenes llamados liberal-democráticos o
democracias liberales puede llegar a hacernos creer que el liberalismo y
la democracia son interdependientes. Sin embargo, su relación es por
cierto compleja, ya que un Estado liberal no es por fuerza democrático –
más aún, generalmente se organizó en sociedades donde la participación
en el gobierno estuvo restringida y limitada a las clases pudientes–, ni
tampoco un gobierno democrático generó forzosamente un Estado libe-
ral. Más aún, en muchos casos, el avance de la democratización –pro-
ducto de la ampliación del sufragio universal– planteó graves desafíos, e
incluso la crisis de los Estados liberales.
Para comenzar a desentrañar la relación entre liberalismo y democra-
cia resulta indispensable presentar una definición inicial de ambos con-
ceptos. Por liberalismo se entiende una determinada concepción del Esta-
do, comprendido como ámbito exclusivo de la política con poderes y
funciones limitados, y que cuenta con el monopolio legítimo de la coer-
ción sobre un territorio dado. El término democracia, en tanto, resulta más
problemático para definir, ya que tiene un significado jurídico-institu-
cional y otro ético, que raramente van de la mano. El primero alude a
una de las formas de gobierno positivas consagradas por la teoría política
clásica: aquella en la cual el poder no está en manos de uno (monarquía)
o de unos pocos (aristocracia), sino de la mayor parte; el significado
ético, en tanto, alude al ideal de igualdad.
Entre los siglos XVII y XIX, el liberalismo aportó los principales funda-
mentos ideológicos para la construcción del nuevo sistema legal estatal y
de sus instituciones fundamentales, a través de autores como Hobbes,
Locke, Rousseau o Montesquieu, y, más adelante, como Tocqueville o J.
S. Mill. De este modo, estuvo lejos de constituir un pensamiento estático,
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Alberto Lettieri
ya que las preocupaciones y perspectivas que lo alimentaron estuvieron
estrechamente vinculadas con las transformaciones experimentadas por
las sociedades occidentales, durante el trayecto que permite ligar la crisis
de la sociedad feudal con la consolidación de la sociedad capitalista. Por
ese motivo, es posible distinguir por lo menos tres momentos dentro del
pensamiento liberal clásico. En un primer momento, la burguesía comer-
cial en ascenso necesitó de un soberano poderoso, absoluto, capaz de
garantizar la propiedad privada, fijar barreras arancelarias proteccionis-
tas que los pusieran a salvo de la competencia exterior y consolidar el
mercado interno mediante la fijación de una política económica unifica-
da en todo el territorio; a este momento histórico corresponden la re-
flexiones de Jean Bodin, y, sobre todo, de Thomas Hobbes. Sin embargo,
una vez que estas exigencias estuvieron salvadas, y la propiedad privada
se fue consolidando, en un segundo momento el debate se centró en una
nueva cuestión, que en cierta medida invirtió la perspectiva anterior: la
exigencia de garantías para los individuos frente al ejercicio del poder
absoluto, y de su derecho a participar en el gobierno común. Esta cues-
tión se desarrolló extensamente en las obras clásicas de John Locke, Mon-
tesquieu y Jean-Jacques Rousseau, quienes elaboraron diversas respuestas
fundadas en las nociones de contrato social, separación de poderes y
soberanía popular. Finalmente, en un tercer momento, entre fines del
siglo XVIII y mediados del siglo XIX, la relación entre liberalismo y demo-
cracia, y la eventual fijación de correctivos para las desigualdades genera-
das por el capitalismo se convertirán en eje de la reflexión.
En este capítulo analizaré las características de la relación entre libe-
ralismo y democracia durante la primera mitad del siglo XIX, haciendo
hincapié en las principales cuestiones sometidas a debate, para luego
examinar los lineamientos centrales de dos exponentes característicos
del pensamiento liberal a mediados de la centuria: John Stuart Mill y
Alexis de Tocqueville.
I. El gobierno representativo: la distinción entre la
libertad de los antiguos y la libertad de los modernos
El uso corriente presenta como variedades de la democracia a la demo-
cracia representativa y la democracia directa. Sin embargo, si bien resulta evi-
dente que lo que hoy designamos como democracia representativa tiene
sus orígenes y presenta las huellas de las tres revoluciones modernas –la
inglesa, la norteamericana y la francesa (sobre todo, en el caso norteame-
ricano, donde muchas de las disposiciones de la Constitución de 1787
continúan en vigencia)–, ese régimen no fue concebido por sus creado-
res como una forma de democracia, ya que por tal consideraban al régi-
men imperante en las pequeñas ciudades de la antigüedad clásica. Por el
contrario, para referirse al régimen instituido por ellos, utilizaron los
conceptos “gobierno representativo” o “república”. En efecto, tanto el
norteamericano James Madison como el abate francés Emmanuel Joseph
Sieyès recalcan expresamente que el nuevo régimen prescripto no consti-
tuye una adaptación de la democracia de los antiguos, producto de la
imposibilidad técnica de reunir en asambleas a los pueblos de los gran-
des Estados –como lo había sugerido Rousseau–, sino una forma de go-
bierno sustancialmente diferente y superior.
Este nuevo régimen se sostenía sobre una renovada concepción de la
representación. En el pasado, las sociedades estamentales habían utiliza-
do una concepción “sociológica” de la representación, según la cual los
miembros más destacados de cada uno de los estamentos u órdenes eran
reconocidos como sus representantes naturales; es decir, los representan-
tes “reflejaban” socialmente a sus pares. Por el contrario, la nueva con-
cepción de la representación, esencialmente política, permitía refinar el
tratamiento de los negocios públicos, al designar como representantes
del conjunto de la nación soberana –y no de sus electores particulares– a
un cuerpo electo de ciudadanos, distinguidos por su sabiduría, su pa-
triotismo y su amor por la justicia, y decididos a impedir que las decisio-
nes públicas respondiesen a intereses personales o grupales, tal como
sucedía en el caso del voto imperativo. El sistema representativo, de este
modo, ponía a los gobernantes virtuosos en condiciones de resistir las
pasiones efímeras y desordenadas que imperan en cualquier comunidad,
volviéndolos responsables de sus decisiones.
De tal manera, los cuatro principios fijados para el gobierno repre-
sentativo moderno fueron desde un principio: a) los gobernantes son
elegidos por los gobernados a intervalos regulares; b) los gobernantes
conservan en sus iniciativas un margen de independencia en relación
con los gobernados; c) una opinión pública sobre los temas políticos
puede expresarse fuera del control de los gobernantes, pero no tiene
necesariamente efectos vinculantes inmediatos con la toma de decisiones
políticas; d) la decisión colectiva es tomada al término de la discusión
(el objetivo de las discusiones tiene como objeto producir consentimien-
to, pero no implica que ninguna opinión sea considerada inferiora las
demás).
26
Alberto Lettieri
La antítesis entre liberalismo y democracia, bajo la forma de una con-
traposición entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, fue
enunciada y argumentada por Benjamin Constant, en un discurso pro-
nunciado en el Ateneo Real de París en 1818, en los primeros años de la
restauración borbónica. Según Constant, la finalidad de los antiguos con-
sistía en distribuir el poder político entre todos los ciudadanos de una
misma patria, y a esto llamaban libertad; el fin de los modernos, en tanto,
consistía en limitar el ejercicio del poder por parte del Estado, y llamaban liber-
tad a las garantías acordadas por las instituciones. Para Constant, ambos
fines eran contradictorios, ya que la participación directa de los antiguos
en las decisiones colectivas (o libertad en sentido positivo), terminaba por
someter al individuo a la autoridad del conjunto, en tanto el ciudadano
moderno reclamaba al poder público su libertad como individuo (o liber-
tad en sentido negativo). De este modo, la libertad de los modernos consistía,
fundamentalmente, en el goce efectivo de la independencia privada. El énfasis
puesto por el pensamiento liberal en las garantías jurídicas del individuo
respecto de la acción del poder político implicó una verdadera revolu-
ción copernicana en la teoría del Estado, que dejó de ser enfocada desde
la perspectiva del poder soberano –como lo habían hecho Bodin o Hob-
bes–, siendo reemplazada por la perspectiva de los súbditos.
El planteo de Constant desligaba el disfrute de los derechos civiles –
cuya garantía resultaba indispensable para todos dentro del mundo mo-
derno– de los derechos políticos, que a su juicio no resultaban en modo
alguno necesarios y, más aún, cuya dotación demasiado generosa podía
llevar a nuevas versiones de lo que denominaba “despotismo jacobino”,
por oposición a su ideal de “república representativa”. En este régimen
prescripto por Constant, no sólo los gobernantes sino el conjunto del
cuerpo electoral debían contar con ocio suficiente para interesarse en los
asuntos públicos, y con suficiente independencia para evitar que su voto
se viese libre de toda influencia externa (lo cual, se argumentaba, no
ocurría con la inmensa mayoría de la población). Para Constant sólo
debían tener derecho a voto los propietarios que viviesen de sus propios
recursos, posición que se tradujo en la votación de 1817, que impuso un
censo de 300 francos como requisito para integrar el cuerpo electoral.
Si bien Constant hacía referencia al mundo de los antiguos para jus-
tificar su ideal moderno de libertad, en realidad descargaba su ataque
contra las nociones de igualdad, democracia participativa y de voluntad
general, enunciadas por J.-J. Rousseau. En realidad, la tensión entre los
valores de libertad e igualdad contaba con una larga historia dentro del
pensamiento liberal, que a menudo los había presentado como incompa-
27
LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
tibles. En efecto, cuando la mayoría de los pensadores liberales –Locke,
Montesquieu, Burke, etc.– defendieron la noción de igualdad, lo hicie-
ron únicamente en sentido negativo; es decir, para garantizar el derecho
de todos a desarrollar sus potencialidades y aprovechar oportunidades,
lo cual, ciertamente, no sucedía en la sociedad aristocrática. En realidad,
se trataba de un concepto de igualdad subordinado al concepto de liber-
tad, ya que reclamaba la igualdad para diferenciarse, para explotar las
facultades individuales, para afirmar las diferencias. Hasta mediados del
siglo XIX, la única voz discordante fue la de Rousseau, quien había ante-
puesto la voluntad general a la voluntad individual, subrayado los lími-
tes del ejercicio de la libertad individual, asignando al Estado la función
de hacerlos respetar, y privilegiado las nociones de soberanía popular,
sufragio universal y democracia directa.
Los argumentos de Constant definieron la matriz del régimen político
durante la restauración borbónica en Francia. Asimismo, influyeron de-
cididamente en las tesis de los liberales doctrinarios franceses –Royer-
Collard, Gizot, etc.–, que alcanzaron protagonismo durante el gobierno
de Luis Felipe de Orléans, quienes consideraron que el desafío de la
hora consistía en terminar con la revolución, garantizar el orden e impe-
dir que el principio igualitario –legado principal de la Revolución– con-
dujese a la anulación de la libertad política. Los doctrinarios franceses
sostuvieron las ventajas de un gobierno representativo sustentado sobre
la soberanía de la razón y atento a las evoluciones de la opinión pública,
con sufragio restringido por voto censatario, bajo la forma política de
una monarquía constitucional, y acompañado de una generosa dotación
de derechos civiles para todos los habitantes. Este pensamiento será de-
rrotado entre 1848 y 1851, en el marco de la Segunda República, y revisa-
do durante el Segundo Imperio.
II. La democracia como protección en Inglaterra
Desde John Locke en adelante, el núcleo principal de la tradición
liberal reflejó una aguda tensión entre los valores de libertad e igualdad.
A excepción de la obra de Rousseau, el modelo liberal de sociedad estu-
vo basado en la libertad, a la que se subordinó una igualdad de oportu-
nidades apropiada para diferenciarse en el terreno del mercado. Según
se ha indicado, los liberales de los siglos XVII y XVIII –de Locke a Constant–
no fueron en absoluto demócratas. Sin embargo, en la primera mitad del
siglo XIX comienzan a advertirse, en el caso inglés, algunas preocupacio-
28
Alberto Lettieri
nes aisladas que apuntan a recomponer la relación entre liberalismo y
democracia, cuyos resultados, de todos modos, no habrían de aflorar de
manera inmediata. Entre ellos se destaca el modelo de democracia liberal
propuesto por James Bentham y James Mill, que ha sido denominado
“democracia como protección”. Ambos autores se inscribían en una teo-
ría, el utilitarismo, que consideraba que el único criterio defendible racio-
nalmente del bien social era la felicidad. Esta felicidad era definida como
la cantidad de placer individual una vez restado el dolor. Para medir la
felicidad total de una sociedad había que medir a cada individuo como
unidad. Sin embargo, al sostener que la sociedad es una colección de
individuos que buscan incesantemente el poder sobre, y a expensas de
otros, Bentham aceptaba sin mayores objeciones el capitalismo, socavan-
do simultáneamente su principio igualitario. De hecho, Bentham estaba
creando una sociedad a partir de un modelo de hombre, el empresario
capitalista –o a lo sumo, el empleado cuentapropista–, y reconocía como
una ley de validez universal que “las grandes masas de los ciudadanos no
tendrán más recurso que su industria diaria, y por consiguiente estarán
siempre próximas a la indigencia”. En esta línea de razonamiento, justa-
mente, llegaba a sostener que el hombre tendía naturalmente a maximi-
zar sus bienes materiales, y en consecuencia, sus placeres, a expensas de
los otros, sólo en la medida en que tuviese la seguridad de conservar su
propiedad, por lo cual la búsqueda de ganancias se convertía en un
incentivo para la producción. Esto lo llevaba a concluir que no era posi-
ble la existencia de ninguna sociedad superior a la barbarie, si no existía
la garantía de la propiedad.
¿Qué tipo de Estado –se preguntaba Bentham– hacía falta para esta
sociedad? La pregunta implicaba un problema doble: por un lado, el
sistema político debía producir gobiernos que establecieran y protegieran
una sociedad de mercado libre, y al mismo tiempo, instituciones que
protegieran a los ciudadanos contra la rapacidad de los gobiernos. Pues-
to que a principios del siglo XIX en Inglaterra se daba por descontado el
marco general del gobierno –v.g., la elección periódica de las asambleas
legislativas, y la subordinación de la burocracia a la autoridad de un
gobierno responsable ante el electorado–, tanto Bentham como James Mill
avanzaron sobre la cuestión del sufragio, examinando quiénes tenían
derechode voto y la frecuencia de las elecciones, proponiendo el voto
secreto y la vigencia de una efectiva libertad de prensa, para que el voto
fuera una expresión libre y efectiva de los deseos de los votantes. Aun
cuando sus escritos presentaron marcadas oscilaciones sobre la cuestión
–que incluyeron tesis restrictivas, el voto a los propietarios, y hasta un
29
LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
voto “prácticamente universal” que excluía a menores, analfabetos y mu-
jeres– Bentham no estaba entusiasmado por sostener el voto democráti-
co, aunque lo aceptaba como una consecuencia lógica del proceso histó-
rico. En realidad, su preocupación central era otra: ya que la felicidad en
una sociedad era limitada, había que impedir que el gobierno desposeye-
se al resto, permitiendo que la mayoría pudiese revocar con frecuencia a
los gobernantes, quienes, de este modo, se esforzarían por conseguir que
la gente tuviese toda la felicidad posible.
Partiendo de los supuestos de una sociedad capitalista de mercado,
Bentham y James Mill construyeron un modelo de hombre a medida,
como maximizador de utilidades, y un modelo de sociedad, como suma
de individuos con intereses conflictivos, a los que sumaron un principio
ético –la igualdad para la libertad–, dedujeron la necesidad de un go-
bierno, de las funciones que debería desempeñar, y del modo deseable
para elegir y autorizar a los gobiernos. Por ese motivo, su razonamiento a
favor de la democracia representativa se basaba en consideraciones de
protección contra “la opresión y la depredación” de los malos gobiernos.
El entusiasmo de James Mill respecto de la democracia liberal no era
mayor que el de Bentham, y los fundamentos que lo alentaban no varia-
ban de manera significativa. En 1820, James Mili presentó su argumento
más decisivo a favor del sufragio universal aunque de una manera tan hi-
potética que afectó decisivamente su impacto. Para James Mill, la ley recto-
ra de la naturaleza humana era el egoísmo, afirmando a continuación que
quienes no tenían poder político estarían oprimidos por quienes sí lo
tenían. Todo ciudadano necesitaba contar con un voto para protegerse
del gobierno. Sin embargo, este razonamiento inicial se diluía cuando
comenzaba a barajar otras opciones, restringiendo el voto universal a los
mayores de 40 años –ya que todos tenían una familia detrás–, o bien
imponiendo un voto censatario que excluyera al tercio más pobre de la
población, “así los otros dos tercios sólo conservarían la mitad de su
poder coactivo”.
En realidad, el objetivo de James Mill, tanto como el de Bentham, no
parece haber sido la instauración del sufragio universal, sino la sanción
de una reforma electoral que permitiera socavar los poderosos intereses
dominantes de la exclusiva clase terrateniente y adinerada que controló
el sistema electoral hasta la reforma de 1832. Por ese motivo, alentaba el
fantasma del voto universal, para conseguir una reforma limitada que, de
todos modos, excluyera a los pobres. Si bien James Mill señala su prefe-
rencia por la ampliación del sufragio sólo a las clases medias, no obstan-
te, señala que no cabe temer ningún peligro de las clases bajas –como sí
30
Alberto Lettieri
lo temían los sectores más conservadores–, ya que esas clases se dejaban
guiar siempre por la clase media. El gobierno, aseguraba James Mill, de-
bía ser el negocio de los ricos. Si lo obtienen por las malas, el gobierno
será malo. Si lo obtienen por las buenas, será bueno. El único modo
bueno de obtenerlo, concluía, era a través del sufragio libre del pueblo,
que no sólo protegería a los ciudadanos, sino que incluso mejoraría la
actuación de los ricos como gobernantes.
III. Del gobierno republicano a la república igualitaria:
los Estados Unidos
Durante el siglo XIX, la democracia liberal alcanzó su versión más igua-
litaria en la sociedad norteamericana. Los norteamericanos establecieron
gobiernos cuyos miembros eran elegidos por el pueblo –extendiendo el
derecho a voto hasta un grado desconocido en los tiempos modernos– e
hicieron que los integrantes del pueblo llano participaran en los asuntos
del gobierno, no sólo como votantes sino también como verdaderos diri-
gentes. En el mundo angloamericano del siglo XVIII, el término “democra-
cia” se utilizaba para designar al gobierno del pueblo y por el pueblo (como en
el caso de las ciudades antiguas), y no únicamente al gobierno estableci-
do por el pueblo mediante un proceso electoral, el cual era definido
como una república o gobierno representativo. Sin embargo, hasta en-
tonces la impracticabilidad técnica y la inestabilidad de esta clase de
democracia había llevado a su descrédito. De todos modos, los británicos
de ambos lados del Atlántico consideraban que el pueblo debía desem-
peñar algún papel en el gobierno, a fin de que éste no degenerara en una
tiranía. Su consecuencia fue la sanción de constituciones mixtas, que
combinaban las tres formas de gobierno benignas aceptadas por la teoría polí-
tica clásica: la monarquía, en la figura del rey; la aristocracia, en la de la
Cámara de los Lores, y la democracia, en la de la Cámara de los Comunes
o las Asambleas de Colonos. La representación era el mecanismo que
permitía “sustituir a los muchos por unos pocos” –como afirmaban los
norteamericanos– y, por más que desde un criterio moderno el sufragio
fuera limitado, las asambleas electas de este modo eran los organismos
más populares del mundo.
La mayoría de los revolucionarios norteamericanos de 1776 no tenía
intención alguna de abandonar la fórmula del gobierno mixto o equili-
brado, aunque sí estaban decididos a reemplazar la monarquía por una
república. El gobierno de uno (el rey), debería mantenerse bajo la forma
31
LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
de un Ejecutivo unipersonal (aunque sensiblemente debilitado), el go-
bierno de los pocos (aristocracia) en el Senado, y el de los muchos (de-
mocracia) en las Cámaras de Representantes o Diputados. Sin embargo,
en 1776 los radicales de Pennsylvania denunciaron que esa fórmula im-
plicaba la persistencia de elementos monárquicos y aristocráticos en la
sociedad –que habían sido abolidos por la Revolución–, y establecieron
un gobierno simple, sin gobernador y con una cámara única.
Este argumento tuvo un éxito notable en la época, y obligó al resto de
los Estados a abandonar la teoría del gobierno mixto, y a declarar que
también los gobernadores y senadores –y el resto de funcionarios electos
por voto popular, e incluso los jueces y algunas autoridades policiales–
eran representantes populares, que debían controlarse mutuamente en el
ejercicio de sus funciones. La importancia de este cambio no debe dejar-
se de subrayar, ya que tuvo profundas consecuencias. Por una parte,
convirtió a la elección y al voto en un elemento esencial del sistema
representativo, que tuvo una significativa acogida de parte de una socie-
dad que –desde los tiempos coloniales– sentía una profunda desconfian-
za hacia quienes la dirigían. Esta ampliación del sufragio cambió el con-
cepto de representación implícita que se habían endilgado en el pasado los
miembros de la Cámara de los Comunes inglesa, definida por Edmund
Burke a fines del siglo XVIII –quien afirmó que, por más que la mayor
parte de la población no votaba, se la consideraba representada igual-
mente en los organismos deliberativos–, por vínculos mucho más con-
cretos, fundados en la residencia y la formación de sus representantes.
Asimismo, permitió reemplazar la concepción republicana del liderazgo
político sustentada por los padres fundadores, por otra esencialmente
democrática. En efecto, el perfil del líder político que había poblado las
páginas de El Federalista recomendaba asignar las responsabilidades del
gobierno a quienes poseyeran talento y fuesen virtuosos, es decir, que
estuviesen dispuestos a sacrificar sus intereses particulares en aras del
bien público. Para ello, los representantes tenían que ser independientes
y estar libres de las ocupaciones y de triviales intereses comerciales y
económicos. Tales líderes teníanque contar con el ocio indispensable
para reflexionar sobre los problemas de la sociedad, para lo cual debían
estar liberados de la preocupación por su existencia cotidiana, ya que no
se les permitía recibir salario alguno (su percepción permitía sospechar
de interés particular, y manchaba su virtud). Esta concepción fue atacada
en los inicios del siglo XIX, con el argumento de que ese liderazgo virtual
de la aristocracia sólo podía ser aceptado en una sociedad jerárquica,
pero no en una república igualitaria, donde la diversidad y pluralidad
32
Alberto Lettieri
existentes difícilmente podrían ser evaluadas por una elite, por más ele-
vados que fuesen su virtuosismo o ilustración. De este modo, la tradicio-
nal tesis de la soberanía de la nación enunciada por Sieyès –que sostenía
que, una vez electo, el representante no debía rendir cuenta a sus pro-
pios electores (como sucedía en los regímenes estamentales con voto im-
perativo), sino a la nación en su conjunto– fue reemplazada por otros
argumentos mucho más pragmáticos, que afirmaban que sólo los indivi-
duos que compartían un interés particular podían hablar adecuadamen-
te en su defensa. “Ningún hombre –se sostenía–, ingresa a la sociedad
para promover el bien ajeno, sino el propio”; de este modo, se exigía que
la democracia fuera representativa no sólo en un sentido político –en lo
referido a los orígenes electorales de los mandatos–, sino representativa
también en un sentido sociológico, e incluyera en los cargos de gobierno
a profesionales, comerciantes, mercaderes, industriales, etc. También se
reclamó el pago de un salario u honorario a los representantes, para su
manutención, aunque esta solicitud sólo fue concedida en 1911.
La nueva lógica de la representación, política y sociológica a la vez,
fue reemplazando a la puramente política, en términos de Sieyès, y, por
supuesto, a la representación “virtual” definida por Burke. Para ello re-
sultó necesaria la ampliación del sufragio universal a prácticamente toda
la población blanca, masculina y adulta, en 1825. Los nuevos líderes
norteamericanos que surgieron en el seno de la denominada “democra-
cia jacksoniana” –en referencia a Andrew Jackson, presidente que avaló
los cambios y la concepción crecientemente igualitaria del régimen polí-
tico– fueron personas del común; sin embargo, esto no afectó la estabili-
dad del régimen –como temían los intelectuales liberales europeos– sino
que contribuyó decididamente a consolidarlo. De este modo, el pueblo
norteamericano no gobernaba directamente en ninguna parte, pero sus
representantes –elegidos a través del sufragio universal– poblaban todas
las instituciones del país.
IV. John Stuart Mill y el gobierno representativo
La democracia norteamericana fue la gran excepción dentro de las
sociedades avanzadas de Occidente. Por el contrario, la expansión del
sistema capitalista había producido un espectáculo desolador: grandes
urbes industriales mugrientas y repletas de pobres, marginados y misera-
bles, que, paradójicamente, eran presentadas como el ideal del progreso.
La experiencia histórica estaba demostrando fehacientemente que las re-
33
LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
glas de juego reclamadas por el liberalismo clásico no habían bastado
siquiera para asegurar una igualdad para la libertad. ¿Era posible revertir
esa situación? ¿Por qué el respeto de esos principios no había dado los
resultados esperados? Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill fueron los
dos mayores escritores liberales del siglo XIX, que publicaron la parte cen-
tral de su producción entre 1835 y 1861. Sus obras representan a las dos
mayores tradiciones de pensamiento liberal europeo, la francesa y la in-
glesa, y son exponentes de las dos alas del liberalismo europeo, la conser-
vadora, en el caso de Tocqueville, y la radical, en el de Mill.
John S. Mill, liberal y democrático, consideró al gobierno representa-
tivo –al que denominaba también “gobierno popular”– como el desarro-
llo natural y consecuente de los principios liberales. Así como Tocquevi-
lle fue historiador y escritor político, Mill fue un teórico político y, mu-
cho más, un talentoso reformador, que adhería al utilitarismo de Ben-
tham. La libertad por la que se interesaba Mill era aquella que Benjamin
Constant asignó a los modernos, e Isaiah Berlin definió como libertad
negativa, es decir, la situación en la cual un individuo puede hacer lo
que desea sin estar impedido por una fuerza externa, ni constreñido a
hacer lo que no desea. Para John S. Mill sólo podía ejercerse legítima-
mente un poder sobre cualquier miembro de la sociedad civil contra su
voluntad con fines de protección, para evitar daños a los demás.
Sin embargo, el panorama que ofrecía a mediados del siglo XIX la so-
ciedad inglesa era crítico. La condición de la clase obrera se había vuelto
decididamente inhumana, y eso aumentaba los riesgos para la propie-
dad. Tanto desde una perspectiva moral como económica, una reforma
resultaba indispensable, y el régimen político no podía hacer caso omiso
de esta situación. John S. Mill tenía perfecta conciencia del aumento de
la militancia de la clase obrera. Por otra parte, le habían impresionado
mucho las revoluciones europeas de 1848 y el fenómeno del movimiento
cartista, a fines de los años 30, así como también la creciente alfabetiza-
ción de la clase obrera, la difusión de sus periódicos, y el aumento de su
capacidad organizativa, a través de sindicatos y mutualidades. Mill estaba
convencido de que no se podía seguir excluyendo o reprimiendo a los
pobres durante mucho más tiempo.
John S. Mill consideraba que la mejor forma de gobierno era la demo-
cracia representativa –por lo menos en ciertos países que habían alcanza-
do determinado grado de civilización– ya que consideraba (como Aristó-
teles) que el despotismo era aceptable para los pueblos bárbaros, siempre
que el fin fuese facilitar su progreso: “La participación de todos en los
beneficios de la libertad es el concepto perfecto del gobierno libre”. Para
34
Alberto Lettieri
concretar esta participación, John S. Mill promovía una ampliación del
sufragio en la línea ya transitada por el radicalismo benthamiano en 1832.
John S. Mill afirmaba que el mejor remedio contra la alternativa de una
tiranía de la mayoría que, como veremos, tanto preocupaba a Tocquevi-
lle, era la extensión de la participación electoral, que a su juicio tenía un
gran valor educativo, poniendo como único requisito el pago de una
pequeña cuota. De este modo, el obrero que realizaba una labor repetiti-
va pasaría a comprender mejor la relación entre los acontecimientos leja-
nos y su interés personal, y le permitiría vincularse con ciudadanos dife-
rentes de los que lo rodeaban en su trabajo cotidiano. “En una nación
civilizada y adulta no deberían existir ni parias ni hombres golpeados
por la incapacidad, más que por su propia culpa”.
Sin embargo, John S. Mill estaba todavía lejos del ideal del sufragio
universal, puesto que excluía del derecho a voto a los analfabetos –pre-
veía para ellos la extensión de la enseñanza–, los que vivían de limosnas,
los que estaban en bancarrota y los deudores fraudulentos, aunque era
favorable al sufragio femenino, afirmando que para las mujeres el voto
como protección era más necesario debido a su debilidad. Para mitigar el
impacto de la ampliación del sufragio –y desterrar el peligro de la tiranía
de la mayoría–, Mill proponía cambiar el sistema electoral, adoptando
uno proporcional. Pese a su plena aceptación del principio democrático
y su elogio del gobierno representativo, J. S. Mill se limitaba a prescribir
una democracia liberal escasamente ambiciosa. En efecto, para atenuar el
efecto innovador del sufragio ampliado, propuso la institución del voto
mayoritario, señalando que si bien consideraba justo que todos voten,
nada obligaba a que todos tuviesen un solo voto: los más ricos podrían
tener varios votos, y más aún los instruidos, quienes deberían aprobar
previamente un examen de calificación.
Si bien John S. Millesperaba que en el futuro, la clase obrera sería lo
bastante racional como para dominar las leyes de la economía política
liberal y mejorar su condición, consideraba asimismo que su modelo de
gobierno representativo era un medio necesario, aunque no suficiente,
para garantizarle protección frente al gobierno y promover una gradual
transformación de la sociedad, en sentido más igualitario. Para Mill, la
buena sociedad era aquella que posibilitaba y alentaba el progreso de
todos, y no la que promovía un modelo de individuo egoísta y desapren-
sivo. Para ello, aconsejaba una justa proporción entre remuneración y
trabajo, y una equitativa distribución del producto social. Este modelo
de hombre y de sociedad deseables marcó la clave que iba a prevalecer en
adelante en la teoría democrática liberal hasta mediados del siglo XX.
35
LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
V. Alexis de Tocqueville: la democracia en América
Alexis de Tocqueville fue mucho más liberal que democrático. Estaba
convencido de que la libertad, sobre todo la libertad religiosa y moral
(más que la económica) era el fundamento y el fermento de cualquier
convivencia civil. Pero había entendido que el siglo nacido con la Revo-
lución Francesa corría precipitada e inexorablemente hacia la democra-
cia; era un proceso irreversible. “¿Si la democracia destruyó el feudalis-
mo y destruyó reyes –se preguntaba– retrocederá ante los burgueses y
ricos? De ninguna manera”. En La democracia en América, Tocqueville con-
fesaba que había escrito bajo una especie de terror religioso ante la revo-
lución irresistible que continuaba avanzando a pesar de las ruinas que
producía. Después de su corto viaje a los EE.UU., entre 1830 y 1831,
había tratado de entender las condiciones de una sociedad democrática
en un mundo tan diferente del europeo, del que había tomado la “ima-
gen de la democracia misma”. En ese momento se formuló la pregunta
decisiva: “¿Podrá sobrevivir, y cómo, la libertad en la sociedad democrá-
tica?”.
Tocqueville entendía por democracia tanto una forma de gobierno
donde participaban todos de la cosa pública –lo contrario de la aristocra-
cia–, como una sociedad que se inspiraba en el ideal de igualdad y que,
al extenderse, terminaría por sumergir a las sociedades tradicionales ba-
sadas en un orden jerárquico inamovible. Para él –como también para
John Stuart Mill– la amenaza de la democracia como forma de gobierno era caer
en la tiranía de la mayoría, a la que definía como una forma de soberanía
arbitraria, que arrasaba con los derechos de la minoría. De este modo,
para Tocqueville –fuertemente influido por el pensamiento doctrinario
de la Monarquía de Julio– el peligro que corría la democracia como realización
progresiva del ideal igualitario era la nivelación que termina en el despotismo. Des-
potismo y tiranía de la mayoría eran, a su juicio, dos formas de tiranía
que, en diversa medida, constituían la negación de la libertad.
Examinando el caso francés, Tocqueville consideraba que la revolu-
ción había creado la ficción de que todos los hombres eran libres e igua-
les ante la ley; sin embargo, si bien el concepto de ciudadano significó la
igualdad jurídica, independientemente de su riqueza, también sería el
origen de la tensión inevitable entre igualdad y libertad, ya que la liber-
tad y la igualdad de derechos planteada por la constitución no había
tenido un correlato en las características que iba adquiriendo la sociedad
francesa, en el marco del desarrollo de un capitalismo que generaba cada
vez más desigualdad. Al asumir a la igualdad como una conquista ina-
36
Alberto Lettieri
lienable, las clases subordinadas comenzaron a reclamársela a los Esta-
dos, que se vieron obligados a optar entre proteger la libertad y aceptar la
desigualdad, o limitar la libertad en algún grado para asegurar una me-
nor desigualdad.
Para Norberto Bobbio, Tocqueville se mostraba como un escritor libe-
ral y no democrático cuando consideraba a la democracia no como un
conjunto de instituciones entre las cuales la más característica era la par-
ticipación del pueblo en el poder político, sino como exaltación del
valor de la igualdad no solamente política sino también social, en detri-
mento de la libertad. En tal sentido, no tenía dudas al anteponer la libertad del
individuo a la igualdad social. Tocqueville advertía con desesperación que los
hombres tenían una inclinación natural hacia la igualdad, una pasión
insaciable, que los lleva a querer tenerla en la esclavitud, de no poder
tenerla en la libertad. Estaban dispuestos a soportar la pobreza, pero no
la aristocracia. El principio de la mayoría, apuntaba, es la teoría de la
igualdad aplicada a la inteligencia.
Para Tocqueville, los efectos de la tiranía de la mayoría eran muchos,
y todos ellos muy negativos: la inestabilidad del legislativo, el ejercicio
arbitrario de los funcionarios, el conformismo de las opiniones, la dismi-
nución de hombres confiables en la escena pública. El problema político
por excelencia, sostenía, no es tanto el de quién detentaba el poder –un
rey o un presidente–, sino la manera de limitarlo y controlarlo; a su
juicio, la democracia no ofrecía reaseguros demasiado sólidos.
A través de la obra de Tocqueville se radicaliza la incompatibilidad en
última instancia entre el ideal liberal, para el que cuenta la independencia de
la persona en la esfera moral y sentimental, y el ideal igualitario, que desea
una sociedad compuesta por individuos semejantes en sus aspiraciones, gustos
y condiciones. Para Tocqueville, el gobierno democrático, aunque inevi-
table, encarnaba una nueva forma de despotismo, a causa de su creciente
centralización y omnipresencia. “El pueblo acepta ser tutelado, pensan-
do que ellos mismos seleccionaron a sus tutores. Sale un momento de la
dependencia, designa su amo, y vuelve a entrar en ella”.
De todos modos, Tocqueville sugería algunos correctivos para prote-
ger a la libertad del avance del igualitarismo, como la libertad de prensa,
la libertad de asociación y la práctica del interés bien entendido, es decir,
el interés que llevaba a los propietarios privados a participar del espacio
público, no como realización personal sino para defender sus intereses
de la rapiña del Estado. Sin embargo, esto no le impide concluir afir-
mando que, en general, los derechos del individuo son menospreciados
en el Estado democrático, en nombre del interés colectivo.
37
LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
VI. Conclusiones
Durante la primera mitad del siglo XIX, la relación entre liberalismo y
democracia experimentó una profunda tensión. Desde la perspectiva de
los pensadores liberales europeos, la igualdad siguió considerándose como
un valor subordinado a la libertad, que constituyó el eje y centro de su
reflexión. En tal sentido, el célebre discurso pronunciado por Benjamin
Constant, en 1818, consagró una relación canónica entre ambos princi-
pios, al tiempo que estableció la supremacía del gobierno representativo
y censatario sobre cualquier versión de la democracia ampliada. Si bien
durante la primera mitad del siglo no faltaron las iniciativas reformistas,
a la luz de los grotescos resultados sociales que exponía el proceso de
desarrollo del capitalismo, sus aportes fueron limitados y reflejaron la
contradicción que invadía a los autores más progresistas, como Jeremy
Bentham o James Mill. Si bien era deseable algún tipo de reforma, sobre
todo en lo referido a la ampliación del sufragio, las dudas sobre sus
potenciales efectos sobre el derecho de propiedad los condujo a recortar
sensiblemente su apuesta: era tolerable la extensión del sufragio a la clase
media pero, ¿serían igualmente confiables las clases populares en caso de
gozar de un derecho similar? De este modo, aun cuando la extensión del
sufragio de 1832 pudo celebrarse como un avance cierto en la capacidad
de control de la sociedad sobre eventuales abusos del gobierno, las de-
mandas de los cartistas o los proyectos de cambio social levantados por
los owenistas durante esa misma década, fueron observadoscon evidente
desconfianza y temor por las clases dirigentes, para terminar condenados
al fracaso. Contemporáneamente, en el caso francés, la Monarquía de
Julio mantenía las bases esenciales del régimen borbónico restaurado,
con la diferencia de la sanción de una Constitución que reconocía el
origen contractual de la monarquía de Luis Felipe de Orléans, en tanto
sólo aceptaba el ejercicio de la soberanía por parte de la población “capa-
citada” o “razonable” al momento de designar la composición de las cá-
maras representativas. La posterior ampliación del universo de sufragan-
tes –producto de la disminución del censo exigido–, implicó un cambio
similar al supuesto por el Reform Bill inglés de 1832, aunque no un avan-
ce significativo del principio democrático.
Mientras tanto, del otro lado del Atlántico, los norteamericanos con-
seguían desarrollar un nuevo modelo de sociedad, en la cual la pobreza
no era algo necesario, y el republicanismo igualitario de la democracia
jacksoniana –inspirado de algún modo en el modelo roussoniano– hacía
de la democracia participativa –sostenida en un modelo de gobierno del
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Alberto Lettieri
pueblo, por el pueblo y para el pueblo– una realidad. Los intelectuales
europeos no tardaron en dirigir hacia allí sus miradas: en el caso de
Alexis de Tocqueville, el fenómeno desconocido de una sociedad de-
mocrática le causó escozor, aunque no alteró sus facultades, permitién-
dole elaborar una descripción canónica de la sociedad de los Estados
Unidos. Allí estaba el futuro, aunque no en todas partes ese futuro
habría de ofrecer los mismos resultados. Mientras tanto, en Inglaterra,
su amigo John S. Mill se abocaba a elaborar propuestas reformistas, tra-
tando de compensar las desigualdades provocadas por el capitalismo
sin provocar un cambio demasiado radical, que trajese consigo la temi-
da tiranía de la mayoría. Para entonces, el futuro de la democracia libe-
ral no debía juzgarse necesariamente con pesimismo. En Francia, la
revolución del 48 reinstaló el sufragio universal, que habría de ser man-
tenido en el futuro por el inminente emperador Luis Bonaparte. Los
Estados Unidos constituían el espejo en el que las naciones latinoame-
ricanas y buena parte de los reformistas europeos utilizaban para dise-
ñar su futuro. Finalmente, la concepción ética de un liberalismo equi-
tativo –sostenida por John S. Mill– comenzaba a definir el modelo de
hombre y de sociedad prevalecientes dentro de la teoría democrática
liberal, hasta mediados del siglo XX.
Capítulo 3
Libertad de mercado y
desigualdad social
La construcción de la civilización capitalista fue el producto de una
compleja síntesis entre continuidades y cambios. La comprensión de este
prolongado proceso no es una tarea sencilla, ya que resulta indispensa-
ble transitar por diversos períodos históricos, identificar a los actores que
aparecen, permanecen y abandonan la escena, reconstruir las relaciones
que se establecieron entre ellos, explicitar las ideas a través de las cuales
intentaron justificar sus demandas y pretensiones, etc. Una empresa de
tal envergadura puede resultar infructuosa si no se logran establecer los
vínculos entre los alcances y límites de los ideales de “libertad e igual-
dad” que propiciaron los revolucionarios burgueses y los cambios econó-
micos y sociales que antecedieron y precedieron a la gran transformación.
Si bien las revoluciones liberales se presentaron a sí mismas como un
paso en el camino de la emancipación humana, lejos de adquirir un
carácter universal e igualitario tenían como objetivo refrendar la des-
igualdad de las relaciones sociales que se estaban consolidando con el
ascenso de la burguesía. El proyecto capitalista requería de una sociedad
que se juzgara a sí misma como libre, igual y fraterna, en contraposición
con el Antiguo Régimen. Esta antinomia respecto del pasado inmediato
merece una breve lectura retrospectiva sobre las características de la so-
ciedad previa al siglo XVIII.
El feudalismo, cuyo apogeo se desarrolló entre los siglos IX y XIII, cons-
truyó un tipo de comunidad estamental, donde la economía era esen-
cialmente de subsistencia. La vida se desenvolvía en el campo y las prác-
ticas cotidianas estaban acotadas a la vecindad. La sociedad feudal se
caracterizaba por su rigidez estructural en tanto cada hombre encontraba
prefijado desde su nacimiento su lugar en la organización social. Esa
condición estaba dada por su herencia o sus lazos sanguíneos, de tal
forma que un hombre nacía libre o siervo de acuerdo con sus vínculos o
40
Alberto Lettieri
redes de parentesco. La base de la sociedad estaba compuesta por los
siervos o vasallos, elemento central para la producción rural. Los lazos de
servidumbre unían a los siervos con sus estamentos superiores –señor
feudal, nobleza, clero– y con la cúspide de dicha escala social cuyas
figuras centrales fueron la monarquía y la Iglesia, instituciones entronca-
das por intereses económicos, religiosos y sociales, las cuales perpetua-
ban su poder a lo largo del tiempo. En esta economía por lo general se
consumía todo o casi todo lo que se producía, razón por la cual el comer-
cio era muy marginal; por ello las relaciones económicas internacionales
se limitaban al intercambio de bienes suntuarios. Hasta finales del siglo
XV el planeta tuvo escasa integración económica y la precariedad de las
condiciones de vida de los hombres fue el elemento más sobresaliente de
la época. Estas limitaciones se reflejaron en las problemáticas económicas
abordadas por el pensamiento de la época. Por ejemplo, Santo Tomás de
Aquino circunscribía los estudios económicos al análisis de los fraudes
comerciales, la usura y el denominado “justo salario”.
El régimen de producción feudal a duras penas consiguió convivir
con los profundos cambios en el orden internacional y con su propia
dinámica interna; su desintegración parecía un destino inevitable. Los
estamentos acomodados se resistieron a los cambios con todos los instru-
mentos que tuvieron a su alcance. En efecto, las monarquías de la Euro-
pa occidental desplegaron para su propia supervivencia diversas estrate-
gias de perpetuación: imbricadas alianzas, guerras imperiales intermi-
tentes o indefinidas, expansionismo, absolutismos monárquicos, nego-
ciación o coerción –de acuerdo con la posición de fuerza en cada país–
con las ascendentes clases burguesas, expansión del comercio, intentan-
do adquirir por la fuerza un poder que perdía legitimidad a medida que
iba emergiendo el mundo capitalista.
El largo tránsito a ese nuevo orden tuvo puntos de inflexión que
conjugaban nuevos elementos filosóficos, religiosos, tecnológicos. No fue
menos importante el descubrimiento de América, la expansión hacia los
territorios asiáticos y la lucha de las potencias europeas por la distribu-
ción de esos nuevos espacios geográficos. Un nuevo modelo económico,
el mercantilismo, fue el resultado de estas nuevas áreas con inmensos y
desconocidos recursos naturales y metales preciosos disponibles para su
explotación. El mercantilismo se desarrolló entre los siglos XV y XVII ins-
taurando el comercio a distancia. Las potencias europeas se verían alta-
mente beneficiadas mediante el comercio y el reparto colonial, logrando
una importante acumulación de capital y construyendo los primeros pi-
lares de un novedoso sistema económico mundial: el capitalismo.
41
LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
El florecimiento de las relaciones exteriores de las naciones desarrolló
toda una ingeniería institucional económica donde las cuentas externas
–la balanza comercial– comenzó a definir el estadio de evolución de cada
Estado. Estas vinculaciones no siempre mostraron términos amistosos;
por el contrario, los imperios iniciaron una vertiginosa búsqueda de nuevos
mercados y de espacios “vírgenes” pasibles de ser colonizados o asimila-
dos a las metrópolis. La supremacía marítima y territorial constituyó la
forma en que los imperios midieron sus fuerzas y su capacidad de ejercer
el poder político. De esta forma, Europamaterializó durante todo este
período una lucha imperial, siendo sus protagonistas Inglaterra, España,
Portugal, Francia y Holanda, y su dinámica de funcionamiento, el co-
mercio y la guerra. Sin embargo, este continente no poseía el monopolio
del comercio, existían además otros imperios de gran importancia, quie-
nes controlaban el flujo mercantil de otras regiones. Así el Imperio Turco
se extendía desde el Mediterráneo occidental hasta el océano Índico; el
mundo musulmán gobernaba Oriente Medio, el sudeste asiático y la zona
meridional de éste hasta la India. Sin embargo, el mayor imperio era
controlado por China, pues su soberanía alcanzaba hasta los territorios
del Asia sudoriental.
La vinculación estrecha entre la economía mercantil y el colonialismo
no necesariamente implicaba la gran extensión o importante riqueza de
los territorios adquiridos, también dependía de las estrategias geopolíti-
cas que desplegaran los países para la comercialización de sus productos,
siendo las rutas de ultramar y los canales de acceso a nuevos mercados el
mecanismo adecuado para expandir sus ventas.
Los Países Bajos, territorios que actualmente conocemos como los Es-
tados de Luxemburgo, Holanda y Bélgica, sobresalían en la actividad
mercantil mundial. En este sentido, Holanda, la región más rica del nor-
te, ejercía desde el siglo XV una supremacía comercial sobre las Indias
Orientales. Tempranamente emergieron como centro de distribución en
el comercio global. En este país la agricultura había logrado una moder-
nización importante con capacidad de comercio regional, así como una
amplia red de comunicaciones, un veloz sistema de transporte y empren-
dimientos textiles de pequeña escala. Por este motivo, algunas corrientes
historiográficas concluyen que esta región lograba una combinación ar-
moniosa entre el capitalismo y el espíritu renacentista. Esta visión anali-
zó el gran desarrollo cultural y científico alcanzado por Holanda. Sin
embargo, la economía de los Países Bajos en dicho período está muy lejos
de definirse como capitalismo, por lo menos en un sentido estricto. Efec-
tivamente, Holanda había desarrollado un lucrativo comercio en el Bálti-
42
Alberto Lettieri
co y hacia finales del siglo XVII podía disputarle a Portugal y a España su
control económico en el océano Índico. No obstante, una de las claves
para comprender por qué ni Holanda ni sus vecinos se transformaron en
pioneros de la Revolución Industrial, como sí lo será Inglaterra, es la
decadencia de su hegemonía marítima y la simultánea emergencia de
Gran Bretaña como sucesora del dominio oceánico. Luego de una guerra
de ochenta años que terminó con la Paz de Westfalia en 1648, Holanda
ya no encabezaría la supremacía mercantil, pasando a ocupar un lugar
subordinado.
I. La “mano invisible” del mercado
En el transcurso de los siglos XVII y XVIII se fue conformando un imagi-
nario colectivo según el cual la riqueza era el producto natural del co-
mercio entre las naciones. Bajo esta concepción surgió la economía política,
entendida como una ciencia social cuyo objetivo era el análisis de leyes
inmutables de carácter universal que describieran las formas de circula-
ción de la riqueza. Su antecedente inmediato se conoce como la escuela
fisiócrata puesto que describía la armonía de intereses económicos como
un orden natural. El mayor exponente de este pensamiento fue François
Quesnay, quien estudió cómo se distribuía la riqueza total de una na-
ción. Su análisis determinó que cada país poseía tres clases o grupos
sociales: el productivo, el propietario y el sector estéril; la clase produc-
tiva era la encargada de desarrollar mediante las actividades de cultivo las
riquezas anuales de una nación. Se incluían en dicha esfera todas las
labores y todos los gastos que se efectuaban hasta la venta de los produc-
tos; el comercio ocupaba el rol de redistribución de ingresos al conjunto
de la población. En segundo lugar, se podía ubicar a la clase propietaria,
la cual estaba comprendida por los poseedores de la tierra, pero también
se extendía al sector político. Por último, la clase estéril, constituida por
todos los habitantes que se ocupaban de otros servicios y otras labores,
distintos de la agricultura y cuyos gastos eran pagados por las otras dos
clases. Bajo este modelo estamental, Quesnay consideraba que la prospe-
ridad de una nación se alcanzaba mediante la ampliación de las áreas
cultivables y el más alto grado de libertad de comercio. En el proceso de
circulación de este economista se daba por supuesta la equivalencia real
que se establecía en el mercado al intercambiar mercancías.
Sin embargo, dicha concepción colisionaba con los límites de la ex-
pansión agrícola. Como se explica en el capítulo XVIII, el constante decli-
43
LA CIVILIZACIÓN EN DEBATE
ve de los precios agrícolas en el siglo que transcurre entre 1650 y 1750
sería para algunos historiadores uno de los factores que impulsarán la
revolución tecnológica industrial. El otro elemento que estuvo ausente
del análisis fisiocrático es el valor agregado del trabajo humano. Había
una correlación directa entre el sistema de estructura territorial de la
sociedad feudal respecto del mundo de las ideas económicas y lo que
éstas consideraban la genuina riqueza nacional. Bajo una sociedad esta-
mental y jerárquica, es lógico que no se tomara en cuenta la capacidad
de los hombres para producir ya que la forma de producción se asenta-
ba en la servidumbre, no existiendo un mercado de trabajo libre. La
liberación de los siervos y la eliminación de las regulaciones en las acti-
vidades productivas irían conformando una sociedad civil autónoma
donde los individuos se presentarían como fuerza de trabajo libre para
ser contratada. La libertad y la igualdad burguesa no constituían un
carácter emancipatorio para el individuo, sino más bien un atributo
necesario para el desarrollo de las relaciones capitalistas. Para cuando el
mundo estuviera preparado para el tránsito a una sociedad industrial,
la autonomía del individuo sería la columna vertebral de las corrientes
económicas liberales.
Con la obra de Adam Smith comienza un nuevo ciclo del pensamien-
to de la humanidad. Hasta ese momento –desde Maquiavelo hasta los
fisiócratas– la sociedad era vista como una entidad creada y regulada de
acuerdo con las leyes del Estado, pautando una preeminencia de lo po-
lítico respecto de las dimensiones económica y social. Esta concepción
comenzaría a invertirse a partir de este momento, dejando paso a nuevas
interpretaciones que afirmaron que era el orden económico la estructura
condicionante de las demás esferas de la vida social. Situado en el foco
del proceso de cambio, Smith transitaba esta encrucijada en forma ambi-
valente, otorgando a veces una supremacía a lo político y otras inaugu-
rando el período de preeminencia de lo económico. Expresión de su
época como de sus ideas, Smith cedía en ocasiones a los dictados de la
tradición, aunque ello no le impidió que destellaran en su trabajo las
primeras premisas económicas de la era del capital. Por esta razón, es
considerado el fundador de la ciencia económica, a partir de la publica-
ción de su libro Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las
naciones, editado en 1776. Sin embargo, esta obra no puede ser conside-
rada como la síntesis de su pensamiento, ya que previamente Smith se
había dedicado a la filosofía moral, constituyendo su obra más acabada la
Teoría de los sentimientos morales, editada en 1759. Allí ofrecía una mirada
en la que prevalecía el carácter sociable del individuo y no tanto su com-
44
Alberto Lettieri
ponente egoísta, que sería el elemento central de su obra posterior, hasta
el punto de ser caracterizado universalmente únicamente con esta pers-
pectiva.
Para entender esta aparente contradicción, hay que tener en cuenta
que Smith tenía delante de sus ojos un nuevo tipo de civilización, una
sociedad que él mismo denominó “sociedad comercial”, donde todos los
hombres se habían convertido –en mayor

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