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Simonetti, J M y Virgolini, E S Criminología, política y mala conciencia Nueva Doctrina Penal

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CRIMINOLOGÍA, POLÍTICA Y MALA CONCIENCIA 
José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini 
I. Castigo criminal y obligación política 
Resulta arduo reflejar las relaciones que existen entre la criminología 
y la política. Diríase que son como una pareja cuyos integrantes no pue- 
den vivir el uno sin el otro y que, sólo en función de esta relación mutua 
encuentran su identidad o su razón de ser, pero que al mismo tiempo, ya 
sea por conveniencia, por vergüenza, por convenciones sociales, o a veces 
por la interferencia de otras relaciones anteriores, se ven forzados a des- 
conocerse y negarse de manera recíproca. 
Desde la criminología, la negación asoma por ese olvido obstinado y 
desdeñoso que intenta profesar respecto de la política cuando escoge sus 
temas centrales. Finge no saber que ésta constituye el marco natural en el 
que se desenvuelven tanto su discurso como las prácticas que ese discur- 
so intenta explicar, orientar y justificar. 
Por lo general, la actividad de la criminología se despliega en torno 
de una especie de ortodoxia confusa, informal -o más bien informe-, en 
la que parece no encontrar un lugar adecuado para la dimensión política 
-o no le encuentra ninguno-, como si se tratara de algo que sucede en 
otro lado y que no afecta al discurso criminológico, que se entretiene en 
determinar las razones generales y abstractamente previsibles por las cua- 
les siempre habrá gente dispuesta a violar la ley, o los motivos por los cua- 
les las agencias de control siempre se dedican a perseguir a determinados 
sujetos sociales, siempre los mismos, ya definidos como peligrosos previa- 
mente a cualquier peligro, en lugar de a los delincuentes, y al margen del 
daño social que en definitiva éstos causan. 
¿De qué hablamos cuando nos referimos a la dimensión política? 
No se trata sólo del reconocimiento de que, tanto en la formulación 
de las definiciones formales e informales de la desviación como en la con- 
figuración de los sistemas punitivos, el poder político -expresado por y a 
través del Estado- interviene de manera decisiva. Admitir esa interven- 
ción, fácil cuando es ostensible, más difícil de rastrear cuando se ejerce co- 
mo una oscura influencia detrás de las bambalinas, es simplemente un 
 
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punto de partida elemental. Pero no dice mucho acerca de las caracterís- 
ticas de la relación que se establece, y mucho menos de algunas de sus 
consecuencias. 
Es que, por lo general, se concibe al discurso criminológico como 
una operación externa, que en un idioma de términos técnicos o cientí- 
ficos llega tardíamente para sumarse a la órbita de un orden construido 
por otros y ya acabado, al cual traduce e intenta interpretar de manera 
especular. 
Esta concepción parte de una operación lógicamente imposible, pero 
que la criminología ha cumplido en los hechos: la de fingir ignorancia o 
desinterés por hacerse cargo de que las prácticas punitivas y los saberes 
que las despliegan proceden del corazón mismo del orden político y ope- 
ran en el mismo lenguaje a través del cual éste es expresado, discutido y 
criticado. No es casual que las reconstrucciones históricas del discurso de 
la criminología hayan develado que los sistemas punitivos y sus explica- 
ciones técnico-científicas guardan una íntima relación con el modo en el 
que se formulan los requerimientos de orden social o, como se ha dado en 
llamar, de control social1. 
Y aquí es donde se encuentra una relación necesaria que condiciona 
la ubicación social de la disciplina en relación a la política, puesto que es 
ésta la que, al precisar los contenidos del orden público, elabora las defi- 
niciones de los crímenes, esto es, de los comportamientos (y a veces de los 
propios actores de esos comportamientos) que por distintas y contingen- 
tes razones desaprobará. La criminología no puede, en consecuencia, ha- 
cerse cargo de definir el crimen, porque ya lo ha hecho la política, uno de 
cuyos objetos es el de determinar las diferencias entre lo tolerable y lo in- 
tolerable, desde el punto de vista de un criterio de bien público. 
Esta determinación de lo bueno y de lo malo social, en suma, de lo 
lícito y de su contracara grosera que es el crimen, se le impone a la crimi- 
nología como un dato lógicamente previo, creado por el poder político. En 
la famosa definición de John LOCKE que afirma que el "poder político es el 
derecho de dictar leyes bajo pena de muerte"2 se encuentran los términos 
 
1 PAVARINI, Massimo, Control y dominación: teorías criminológicas burguesas y proyecto hegemo- 
níaco, Ed. Siglo XXI, México, 1998, ps. 17-18; para citar una de esas reconstrucciones, la más 
reciente, véase MELOSSI, Dario, Stato. controllo sociale, devianza, Ed. Bruno Mondadori, Milano, 
2002. 
2 "el poder político es el derecho de dictar leyes bajo pena de muerte y, en consecuencia, 
de dictar también otras bajo penas menos graves, a fin de regular y preservar la propiedad y am- 
pliar la fuerza de la comunidad en la ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado fren- 
te a injurias extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr el bien público"; LOCKE, 
John, Segundo tratado sobre el gobierno civil, 1, Ed. Alianza, Buenos Aires, 1990, p. 35. 
98 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
que enlazamos. Es la política quien dicta las leyes e impone las penas. Ni 
haría falta hablar de BECCARIA, para quien las leyes son las condiciones con 
arreglo a las cuales los hombres se asocian y la pena es sólo la consecuen- 
cia necesaria de su violación3. 
Realmente se requiere un esfuerzo portentoso para convencerse de 
que cuando se evoca el crimen no se está hablando de política. Pero una 
vez que se logra esto, resultará natural que no se sepa qué es lo que le 
puede quedar a la criminología como objeto, aunque sí habrá seguridad 
de qué es lo que no le queda. 
Queda fuera de la misión y de las posibilidades de la criminología el 
análisis del orden al que el sistema y los discursospunitivos concurren a 
proteger, que se constituye así como un fenómeno espontáneo y externo, 
lógicamente previo a su pretensión científica autónoma. Si invadiera ese 
campo, la criminología renegaría de la especialización técnico-científica 
que le aporta una identidad diferenciada. Esta situación explica porqué la 
criminología termina ubicándose, casi siempre, en una posición de apén- 
dice científico, puesto que, como lo primero parece ser el orden y, por pre- 
tender ser una ciencia del desorden, sólo por aquél se justificará su exis- 
tencia4. 
Pero la prescindencia en el análisis del orden no es una actitud vana, 
ni una demostración de neutralidad, ya que si el orden queda fuera de la 
cuestión, el delito se transforma en un fenómeno cuya naturaleza respon- 
de a leyes dotadas de una lógica propia que, en última instancia, son mar- 
ginales a aquellas constitutivas del orden social; o por lo menos otras y di- 
ferentes. Ello equivale a admitir la espontaneidad del delito y también la 
de sus aparentes soluciones: las penas, las medidas alternativas, los regí- 
 
3 "Las leyes son las condiciones con que hombres independientes y aislados se unieron 
en sociedad, fatigados de vivir en un continuo estado de guerra y de gozar una libertad con- 
vertida en inútil por la incertidumbre de conservarla. Sacrificaron una parte de ella para go- 
zar la restante con seguridad y tranquilidad. La suma de todas estas porciones de libertad sa- 
crificadas al bien de cada uno constituye la soberanía de una nación, y el soberano es et 
legítimo depositario y administrador de ellas. Mas no bastaba con formar este depósito; era 
necesario defenderlo de las usurpaciones privadas de cada hombre en particular, quien trata 
siempre de quitar del depósito no sólo la propia porción, sino también la de los otros. Se re- 
querían motivos sensibles que bastaran para desviar el ánimo despótico de cada hombre de 
su intención de volver a sumergir las leyes de la sociedad en el antiguo caos. Estos motivos 
sensibles son las penas establecidas para los infractores de las leyes..."; BECCARIA, Cesare. De 
los delitos y de las penas. II, Ed. Aguilar, Madrid, 1969, p. 72. 
4 Véase SIMONETTI, José, M., LOS elementos sociales en la construcción de la cuestión criminal. 
El problema del conocimiento y la política, en El ocaso de la virtud, Ed. Universidad Nacional de La 
Plata/Universidad Nacional de Quílmes, 1998. 
Criminología, política y mala conciencia 99 
 
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menes de seguridad, tratamiento, etc. Parafraseando aquel título maravi- 
lloso de HULSMAN, aquellas penas perdidas sólo son un reflejo de la previa 
y correlativa pérdida de una idea del crimen5. 
Este resultado peculiar no es sorprendente, sólo proviene de la resis- 
tencia a admitir que el orden social es una construcción artificial del cual 
las leyes constituyen los términos de la asociación y por lo tanto contie- 
nen un mandato. Perdida esta idea, se pierde la dimensión social de la 
trasgresión. 
Pero esta prelación originaria, que condiciona ciertamente el estatu- 
to epistemológico de la criminología y su propio rol social, no agota lo que 
debe entenderse por dimensión política. 
Desde un punto de vista formal, la definición y el castigo del crimen 
se desenvuelven en el marco de lo que, desde siempre, ha sido señalado 
como el tema central de la obligación política, esto es, el deber de obede- 
cer las leyes. Está claro que el deber de obediencia sólo puede ser enten- 
dido en función de los correlativos poderes de crear y de hacer cumplir las 
leyes y de aplicar las penas, poder que desde la modernidad ha sido asu- 
mido por el Estado de una forma tal que, contemporáneamente, es preci- 
samente la pretensión de exclusividad en el ejercicio de esos poderes lo 
que caracteriza al Estado de la manera más distintiva6. 
Sin embargo, y en este orden de cosas, no hay argumento crimino- 
lógico que haya dejado atrás el principio de la soberanía popular instala- 
do fuertemente a partir del siglo XVII, cuando se afirma en Inglaterra el 
principio de la soberanía del Parlamento. La idea de soberanía reclama 
la de la inexistencia de ningún poder por encima, lo cual no es otra co- 
sa que el reconocimiento de que no puede haber un poder por encima 
del de dictar las leyes. Y desde su reconocimiento explícito por la Revo- 
lución Gloriosa de 1688 en Gran Bretaña, la Americana de 1776 y la 
Francesa de 1789, el principio de la soberanía popular nunca ha perdido 
vigencia. 
5 HULSMAN, Louk y BERNAT DE CELIS, Jacqueline, Peines Perdues, le système penal en ques- 
tion, París, 1982 (trad, española: Sistema penal y seguridad ciudadana, Ed. Ariel); el título fue re- 
tomado por ZAFFARONI. Eugenio R. en En busca de las penas perdidas: deslegitimación y dogmática 
jurídico-penal, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1989. 
6 "Por Estado debe entenderse un instituto político de actividad continuada, cuando y 
en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopo- 
lio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente"; WEBER, Max, Eco- 
nomía y sociedad, Ed. FCE, México, 1996, ps. 43-44. 
100 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
Asimismo y aunque la pretensión del monopolio de la fuerza señala 
el desarrollo de los modernos Estados territoriales, el ejercicio de la facul- 
tad de dictar y aplicar la ley y de imponer las penas corresponde más bien 
a una de las caras del antiguo poder de imperium que, por lo menos des- 
de la Edad Media7, comprendía el derecho del príncipe de reclamar la ri- 
queza o la vida de sus súbditos a través de la recaudación de los impues- 
tos y de la llamada a las armas, y el de constituirse en Juez para resolver 
las diferencias, aplicando la ley e imponiendo las penas8. 
La facultad del ejercicio de la función de juzgar y castigar deriva do- 
blemente del viejo concepto de imperium y del principio de la soberanía 
popular, cuya esencia exquisitamente política difícilmente podrá ser pues- 
ta en duda. Es curioso que muchos criminólogos olviden que la moderna 
pena es un resultado de la expropiación a las víctimas y a su linaje de la 
facultad de castigar, que constituía el núcleo de la venganza privada, para 
devenir en un monopolio estatal que es paralelo y consecuencia del desa- 
rrollo de la función legislativa. Pues si no se tratara de la ley dictada por 
el pueblo: ¿En nombre de qué y de quién se castiga su transgresión?9. 
En relación con ello corresponde agregar aquí que la ley que el prin- 
cipe aplicaba raramente era la suya, en el sentido de provenir de su pro- 
pio acto legislativo. Entre otras razones, principalmente porque los go- 
bernantes feudales raramente legislaban. El orden jurídico medieval 
reconocía en la costumbre, y especialmente en la costumbre judicial, la 
principal fuente del derecho. Así los príncipes aplicaban la ley del país (art. 
39 de la Carta Magna de 1215), que encontraban vigente por la reiterada 
aplicación judicial de sus principios, a la cual juraban explícito acatamien- 
to, como fuera el caso del juramento del "Coronation Oath" a través del 
cual los reyes de Inglaterra se comprometían a cumplir con la ley. De mo- 
do tal, aun en el medioevo era una verdad aceptada, que era el derecho 
el que hacía al rey y no a la inversa10, ya que los reyes también estaban 
 
7 Sin duda que existen antecedentes más antiguos, provenientes del derecho público 
romano; sin embargo, su examen excede los propósitos de este trabajo. 
8 FIORAVANTI, Maurizio, Constitución; de la antigüedad a nuestros días, Ed. Trotta, Madrid,2001. 
9 No es menor este argumento para explicar los motivos por los cuales las dictaduras 
esconden sus crímenes. Una pena que no es aplicada en nombre del pueblo sólo es un crimen 
inconfesable. 
10 Se trata del principio expresado por Henry de BRACTON: Ipse autem rex non debet esse 
sub homine sed sub deo et sub lege, quia lex facit regem. Véase la nota siguiente. 
Criminología, política y mala conciencia 101 
 
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sujetos a la ley, como se desprende con claridad de la doctrina británica 
del "Rule of Law"11. 
II. La coartada de "lo social" 
Pero, sin embargo, el discurso criminológico que se despliega en tor- 
no a esas funciones estatales ha adquirido una autonomía negadora de esa 
esencia, a través de una empeñosa y persistente recurrencia a conceptos 
tomados de las ciencias naturales y sociales, desarrollados para su aplica- 
ción a los problemas de la convivencia social sobre la base de cambiantes 
criterios técnicos y científicos. 
La radical reticencia de la criminología positivista a ocuparse de -si- 
quiera a reconocer- los aspectos políticos involucrados en ella fue segui- 
da por el desarrollo de los estudios sociológicos que pusieron en primer 
plano, sobrepuesto al problema originario de la obediencia política, el di- 
fuso concepto de control social. Y sobre esta base los sistemas punitivos se 
convirtieron en una parte más del abigarrado conjunto de mecanismos so- 
ciales -estatales y no estatales, formales e informales, primarios y secun- 
darios- que confluyen en la creación y en el aseguramiento del consenso, 
ahora más bien llamado conformidad, y en la estigmatización de las for- 
mas desviadas de conducta que pueden, de alguna manera, ser los con- 
ductores del disenso, de la disfuncionalidad o de la incomodidad social. 
Bajo esta perspectiva, la criminología siempre consideró a estos me- 
canismos en función de una serie de parámetros técnicos que expresaban, 
en términos aparentemente neutrales, los binomios de conformidad-des- 
viación, normalidad-anormalidad, salud-enfermedad, igualdad-desigual- 
dad en función de la distribución social de las oportunidades, etc. Y el in- 
dividuo vino a ser considerado una especie de máquina defectuosa, de 
racionalidad disminuida. 
Tal como expresa Hannah ARENDT, refiriéndose sobre todo a la eco- 
nomía con su pretensión de establecer regularidades sobre el comporta- 
miento humano, pero en todo caso también aplicable a las ciencias que en 
un sentido más general han hecho de este comportamiento su objeto pro- 
 
11 Sobre la sumisión del rey a la ley véase Charles HOWARD MCILLWAIN, Costituzionalismo 
antico e moderno; versión castellana del Centro de Estudios Constitucionales (CEC), Madrid, 
1991. En este texto se analiza el desarrollo de este principio, explicitado en el siglo XIII por 
Henry de BRACTON en De I.egibus et Consuetudinibus Angliae, quien distingue entre dos faculta- 
des regias, gobernaculum y la iurisdictio, es decir, la facultad de gobernar y la de declarar la ley 
aplicable a los casos sometidos a su decisión. Este segundo concepto supone que la ley era 
preexistente al acto de juzgar y externa a quien tomaba la decisión. 
102 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
pió, que "sólo pudo adquirir carácter científico cuando los hombres se 
convirtieron en seres sociales y unánimemente siguieron ciertos modelos 
de conducta, de tal modo que quienes no observaban las normas podían 
ser considerados como asociales o anormales"12. 
El déficit de racionalidad constituyó, por lo general, tanto la explica- 
ción del comportamiento desviado, que apuntaló la identidad epistemoló- 
gica de la criminología a lo largo de su no tan dilatada historia, como las 
variadas justificaciones de los sistemas estatales de castigo y de las técni- 
cas empleadas por éstos para superar, neutralizar o gobernar esas caren- 
cias, condicionando la experiencia social y la identidad individual de los 
hombres. Y continúa ARENDT, en relación con la "muy amplia pretensión 
de las ciencias sociales que, como 'ciencias del comportamiento', apuntan 
a reducir al hombre, en todas sus actividades, al nivel de un animal de 
conducta condicionada"13. 
Y de esta forma esos sistemas punitivos han desenvuelto un discurso, 
explicativo, orientador y justificador que, al reducir los problemas del cri- 
men a ciertas formas más o menos definidas o difusas de patologías per- 
sonales o sociales, rehuye enfrentar la dimensión política en la que estas 
"patologías" y sus consecuencias sociales y políticas (además de individua- 
les) se inscriben y se manifiestan. 
Esta autolimitación del discurso en relación a la política puede invo- 
car una coartada casi perfecta: los sistemas penales ejercen sus efectos 
(también) en el plano simbólico, de los valores y de la cultura, y contri- 
buyen a otorgar significados y moralidades a los objetos del universo so- 
cial, a los comportamientos individuales y a las relaciones sociales, a las 
personas y a sus conciencias, a sus impulsos, a sus necesidades y a sus de- 
seos. De esta forma, la dimensión estrictamente política termina opacán- 
dose en relación a la rica y multiforme variedad de significados culturales 
y sociales con las que los sistemas de penalidad estatal interactúan. Esta 
variedad es el objeto de numerosas disciplinas que enraizan en el conoci- 
miento del individuo y de la sociedad (y sobre todo de su economía) y ello 
ha permitido la difusión de una cultura del castigo impregnada de concep- 
tos (y de objetivos) instrumentales, sobre una base técnico-científica des- 
tinada a gobernar el mundo de la desviación, entendido éste como un 
mundo que puede ser conceptualmente diferenciado y aislado de la nor- 
malidad. 
12 ARENDT, Hannah, La condición humana, Ed. Paidós, Barcelona, 1998, p. 53. 
13 ARENDT, La condición humana, cit., p. 55. 
Criminología, política y mala conciencia 103 
 
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Doctrina 
La coartada es casi perfecta. Es cierto que los sistemas punitivos, en- 
tre los que la cárcel juega un papel simbólicamente central, a la vez que 
reflejan las tendencias de significado que la sociedad expresa, también 
contribuyen a construir esos significados, y que por ello, esta dinámica 
puede ser examinada desde distintas perspectivas no necesariamente po- 
líticas: la construcción de sentido, la introyección de los valores, el asegu- 
ramiento de la conformidad, el establecimiento de una disciplina social, la 
viabilidad de un modo de producción, son sólo algunos de los términos 
que expresan esas perspectivas que, en el fondo, se refieren a las diversas 
formas que asume la definición de un orden tolerado y un desorden re- 
primido. 
Una vez desmantelada aquella idea moderna del orden social como 
una creación artificial y conciente de los hombres, sobre la base de las de- 
cisiones colectivas y reiteradas acerca de los contenidos del bien público, 
de la cosa pública, de la cosa del pueblo, del bien común, de la república 
o, en síntesis, del bien; la sociedad de los hombres también se transforma 
en algo espontáneo, librado a leyes propias y casi inaccesibles. Se abre así 
la posibilidad del discurso destinado a discutir sobrelas causas más o me- 
nos generalizadas, pero siempre de raíz individualista, de por qué alguien 
viola las leyes. 
Y a la espontaneidad del delito que se obtuviera mediante su disocia- 
ción del orden social, le sigue como conclusión lógica la correlativa idea 
de la espontaneidad del orden social. 
III. La dimensión política del castigo y sus condiciones 
Y, desde el ángulo que hemos descripto, parece en general sobrea- 
bundante o excesivo el énfasis que ponemos en que tanto las prácticas co- 
mo los discursos del castigo se inscriben en la relación política de mando 
y obediencia, porque ésta parece representar un estuche excesivamente 
formal y consecuentemente limitado para la variedad de significados con- 
tenidos en la idea de castigo. Sin embargo, lo que suele olvidarse -y esta 
clase de olvido nunca puede ser ingenua- es que la relación política por 
la cual el ciudadano (antes el súbdito) debe obedecer y el soberano está 
legitimado a mandar y a castigar la desobediencia requiere dos condicio- 
nes que examinaremos someramente. 
La primera es la creación de sujetos dóciles, esto es, la construcción 
de subjetividades que se encuentren en condiciones de introyectar los pa- 
rámetros de conducta tolerados o favorecidos por el Estado, y que efecti- 
vamente puedan autogobernarse en función de esas pautas14. El poder de 
 
14 Véase MELOSSI, Stato. controllo sociak, devianza, cit., cap. I. 
104 José M. Simonettl y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
mando del soberano carece totalmente de sentido si no encuentra quie- 
nes están dispuestos a la obediencia, y ello significa que esta obediencia es 
voluntaría, proviene de un acto de aceptación de la validez del orden nor- 
mativo que impone el Estado. Aunque la obligación política requiere la 
capacidad de imponer castigos, carece de sentido si ella no se inscribe en 
la existencia (y en la creación) de una masa de sujetos que autocensuran 
su posible desobediencia: esta autocensura es, en el otro extremo, la con- 
dición de posibilidad de cualquier técnica de disciplina social. 
En términos sociológicos es posible hablar de la internalización de las 
pautas de conducta social, o de los procesos de socialización, pero en tér- 
minos políticos de lo que se trata es de la creación y del aseguramiento de 
una masa de ciudadanos dispuestos a transformarse en sus propios vigi- 
lantes: la coerción estatal a través de la pena se convierte en (o debe ser 
sustituida por) una autocoerción a través de la introyección de las reglas 
y los valores culturales, del mandato y de la autoridad de la ley, de los lí- 
mites a la libertad individual y, en general, de la eficacia del sentimiento 
de culpa (o de la conveniencia, según los casos). Se trata, en todo caso, de 
una racionalidad común que configura, más que una cierta capacidad 
subjetiva, una trama de relaciones sociales. 
Desde este punto de vista, los sistemas de penalidad estatal cumplen 
un rol destacado en la creación de la moralidad general y en la generación 
de una cierta disciplina social. Aunque ese rol tenga una valencia simbó- 
lica más que material, aquélla es suficiente para otorgarle un valor signi- 
ficativo en el mantenimiento del statu quo. No debe olvidarse que en las 
grandes transformaciones sociales puestas en marcha desde la Ilustración, 
la difusión de reglas de ascetismo moral y de contracción al trabajo, com- 
binadas con el diferimiento de las gratificaciones en el marco de una éti- 
ca del sacrificio, constituyeron las bases originarias de la construcción de 
las poblaciones útiles para los procesos de mercantilización e industriali- 
zación que extendieron el capitalismo por toda Europa y los Estados Uni- 
dos y que pusieron a la cultura occidental en el lugar que hoy ocupa. 
Y aunque la cárcel no cumplió con las finalidades materiales que de 
manera genérica indicaba su certificado de nacimiento, su presencia y su 
simbolismo fueron ciertamente una parte significativa en la producción de 
individuos capaces de autogobernarse (someterse y resignarse) en rela- 
ción con las necesidades de disciplina impuestas por el sistema de produc- 
ción industrial y los nuevos requerimientos de orden público en las ciu- 
dades de los siglos XVIII y XIX. 
La construcción de subjetividades burguesas por una parte y proleta- 
rias por la otra fue, entonces, una parte del establecimiento del orden po- 
lítico burgués de la Modernidad. Sin ella, el desarrollo y la extensión del 
capitalismo y del liberalismo político no habrían sido posibles. Pero nada 
indica que en la actualidad haya dejado de existir esta relación, aunque el 
orden burgués ya no pueda ser considerado de la misma manera y aun- 
 
Criminología, política y mala conciencia 105 
 
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Doctrina 
que la noción de modernidad se encuentre, hoy, sujeta a viva discusión: 
sigue siendo capital, para la conformación de formas aceptables de convi- 
vencia humana, el establecimiento de modos de relación social que exclu- 
yan de la manera más espontánea posible la perpetración de actos crimi- 
nales o socialmente gravosos. 
Y de esto se sigue que en modo alguno pueda negarse que cuando se 
habla de crimen, aún en función de las dinámicas y transformaciones an- 
tropológicas y culturales en los que los sistemas de penalidad se inscriben, 
se está hablando, inequívocamente, de política. Y la razón es simple: esas 
transformaciones y sus consecuencias en el área social forman parte de un 
proyecto definido o establecido desde el ámbito de lo político, destinado a 
expresar una convivencia posible y a imponer una generalizada conformi- 
dad a las reglas propias de esta convivencia. Y, por lo tanto, aún aprecian- 
do los mecanismos punitivos desde este ángulo, en modo alguno puede 
negarse su pertenencia a la política y su dependencia de las leyes que go- 
biernan a esta última. 
Pero sin esa gigantesca tarea de transformación de los sujetos tampo- 
co habría sido posible la construcción de aquella otra condición del formi- 
dable aparato estatal de los Estados nacionales, que de alguna manera 
(aunque desgastada y en crisis) persiste hasta la actualidad: la legitimidad 
del poder político. 
Como la contracara del autogobierno individual, de la autocensura 
espontánea de la cultura burguesa (y proletaria), el orden que esas nue- 
vas subjetividades debían respetar -las leyes que debían obedecer- debía 
tener el atributo de la legitimidad. La pretensión del ejercicio monopólico 
del poder de castigar, del uso de la fuerza, requiere en todo caso que ésta 
sea legítima y ésto, en palabras sencillas, significa que deben existir moti- 
vos conscientes (que deben compartirse) para que los ciudadanos obedez- 
can las reglas del poder político, expresadas por medio de la ley. 
La legitimidad se funda sobre todo en una creencia15, que se refiere a 
la validez de un orden normativo, que así es incorporado a la experiencia 
individual y social: en suma, se trata de un acto individual y colectivo de 
aceptación. De allí la obediencia política como experiencia social y de allí, 
además, el hecho de que el orden social no repose sólo en la efectividad o 
en el ejercicio material del sistema estatal de castigos puesto a garantía de 
ese orden normativo, sino sobre todo en su presencia mayormente simbó- 
lica. Lo que importa es, justamente, que sea escasa o infrecuente la nece- 
sidad de hacer uso material del poder de coacción estatal. 
15 WEBER, Economía y sociedad, cil., ps. 170 y siguientes. 
106 José M. Simonettl y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
Pero si bien la legitimidad puede ser considerada como una creencia,también es un modo de relación, puesto que la primera proviene de la for- 
ma, de los modos o de las condiciones en las que se establece el orden so- 
cial y se definen las reglas de la convivencia: la legitimidad no atañe sólo 
al contenido de esas reglas, sino también, y quizás en un sentido origina- 
rio, a los modos en las que éstas son consagradas. De allí la conocida tipo- 
logía de las formas legítimas de dominio de Max WEBER, de las cuates, por 
su pertinencia a la sociedad occidental (y también tardo occidental) inte- 
resa la última: el dominio legal racional que, en definitiva, no representa 
otra cosa que la sucesiva e histórica racionalización del fundamento del 
poder político que ya se hallaba en LOCKE: el consenso16. 
Es por eso que, aquí, la legitimidad es un modo de relación que se 
traduce en un presupuesto de la validez, tanto de la pretensión estatal de 
obediencia como del deber ciudadano de obedecer. El sistema de penas 
impuesto por el Estado se encuentra pues sujeto a esta doble condición, 
sobre la que reposa tanto la legitimidad como la efectividad cotidiana de 
ese sistema. 
Y en ambos aspectos se trata de requisitos marcados y determinados 
por la política. De esta manera, el marco natural en el que se desarrolla el 
discurso de la criminología y la operación de los sistemas penales no que- 
da satisfecho solamente con su obvio parentesco con el derecho penal y 
las demás disciplinas que los regulan de manera inmediata, sino que hun- 
de sus raíces en la conformación de la trama de las relaciones políticas y 
en el empleo del derecho como su instrumento. El derecho que le es más 
próximo es, aunque suene raro, el derecho de la Constitución pero, por lo 
general, el discurso de la criminología ignora estos requerimientos, como 
si pertenecieran a un ámbito que le es del todo independiente. 
IV. La (de)construcción de la autonomía científica 
de la criminología 
Aquí podemos adelantar el problema central afrontado en este traba- 
jo, que se ubica en una segunda paradoja que afecta el estatuto epistemo- 
lógico de la disciplina, que al mismo tiempo que hereda un objeto defini- 
do desde la esfera de la política, pretende ignorar las determinaciones de 
la política sobre ese mismo objeto, que giran en torno a los problemas del 
consenso y de la legitimidad. 
16 "Este poder político tiene su origen exclusivo en un pacto o acuerdo establecido por 
mutuo consentimiento entre aquellos que componen la comunidad"; LOCKE, Segundo tratado 
sobre el gobierno civil, cit., p. 174. 
Criminología, política y mala conciencia 107 
 
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Doctrina 
Y por lo tanto desenvuelve un discurso conjeturando que esas deter- 
minaciones de la política relativas a la obligación política -al deber de 
obediencia y al correlativo poder de castigar- le resultan ajenas y están 
privadas de toda consecuencia. Sin duda, en ello influye el impacto deses- 
tabilizador que tiene la cuestión criminal sobre algunas concepciones de 
las ciencias sociales, lo que proviene de una relación antigua y oscura que 
existe entre el crimen y la política. Aquí se encuentran el origen y el fun- 
damento de las visiones fenoménicas de la cuestión criminal, propias de 
los discursos ortodoxos de la criminología. 
En efecto, el nacimiento y el posterior desarrollo de la criminología 
como disciplina con pretensiones de autonomía científica se realizó en el 
compartimentado y hermético marco de una metodología nacida según la 
inspiración y bajo el peso de dos obsesiones persistentes, la etiología y el 
correccionalismo: el crimen constituía un resultado más o menos predeci- 
ble de una o más causas científicamente determinables que, a su vez, po- 
dían ser corregidas o eliminadas a través de una cierta operación a desple- 
gar sobre los individuos portadores. 
Esta obstinación se expresaba en la afirmación, cambiante en las for- 
mas pero permanente en la sustancia, de una cierta mitología del crimen 
o de la desviación, concebidos como una realidad objetivamente distingui- 
ble del mundo de la normalidad (legalidad). Ambas, por lo general, se ex- 
plicaban bajo el modelo del déficit, entendido siempre en clave patológi- 
ca, aunque se lo ubicara, según los casos o las teorías, bien en el individuo, 
bien en la sociedad. 
Y por lo tanto, la etiología recurrió sucesiva o simultáneamente a un 
buen número -en constante crecimiento- de manifestaciones de enfer- 
medad o anormalidad individual o social: déficits radicados en la perso- 
na, expresados en el desarrollo antropológico, en el equilibrio hormonal 
o genético, o en la estructura del cuerpo o de la personalidad, etc.; déficits 
vinculados con el ambiente, reflejados en parámetros varios como la es- 
tructura familiar, la pobreza, la educación, las tensiones, la competencia, 
los incentivos culturales desmedidos, las oportunidades sociales desigual- 
mente desplegadas, etc. De esta forma, el delincuente, ya sea considerado 
en su individualidad o como perteneciente o integrado a diversos grupos, 
ostentaba pruebas objetivamente verificables que lo convertían en un ser 
defectuoso, tanto por estar animado de instintos antisociales, por encon- 
trarse gobernado por un autocontrol insuficiente o por carecer de fortale- 
za para resistir las presiones del entorno. 
Estos postulados fundacionales, desplegados en torno a las categorías 
de la mitología, la etiología, la patología y el correccionalismo, entre otros, 
fueron los que otorgaron a la disciplina una identidad definida hacia fines 
del siglo XIX, en el marco de una metodología y de unas certezas que au- 
guraban quedarse para siempre. Y de manera correlativa, justificaron la 
erección de la imponente arquitectura de los sistemas penal-correcciona- 
 
108 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
les y la creación de una burocracia judicial-penitenciaria gobernada por 
reglas de racionalidad abstracta. 
Para esa época ya se habían alcanzado las condiciones de posibilidad 
de un discurso metodológicamente diferenciable de la política, que había 
ganado una relativa autonomía a través de una concepción científica mo- 
delada según el método de las ciencias naturales: el conocimiento cientí- 
fico, la teoría, podía aspirar a independizarse respecto de la política enten- 
dida como praxis, y por lo tanto ésta quedaba despojada de una dignidad 
que sólo, de allí en más, podía ser adjudicada al conocimiento empírica- 
mente comprobable17. Sólo así, bajo la cobertura de lo causal y científica- 
mente previsible, el discurso científico pudo intentar acompañar o sumar- 
se al gobierno del confuso universo de lo imprevisible, al que desde 
entonces llamaría criminal o desviado. 
Sin embargo, lo que se produjo en los primeros sesenta años del si- 
glo XX, al correr de las sucesivas teorías (especialmente las que abrevaron 
en una fuente decididamente sociológica), fue la paulatina disolución de 
los postulados fundantes de la disciplina, y ello abrió una brecha en la que 
una inicialmente tímida y confusa relevancia de la política se fue instalan- 
do con fuerza en aquel discurso de raíz científica que, paradójicamente, 
en su origen había formado parte de la formidable fundación política del 
Estado de la modernidad. 
Entonces, cuando se ha vuelto imposible insistir en una ontología di- 
ferenciada del crimen y del mundo conformista, del delito económico y de 
las relaciones económicas básicas, del crimen organizado y de la política 
criminal (en el sentido de una alianza entre el crimen y la política), del 
delincuente y del hombre normal, se ha hecho insoslayable hacer referen- 
ciaa la incidencia que la dimensión del poder tiene en esa construcción. 
Y a partir de allí, aunque con bastante timidez, parquedad o cierta 
vergüenza, el discurso de la criminología ha debido ir reconociendo sus 
vínculos con la política o, de una manera aparentemente menos conno- 
tada, con lo que de modo difuso e innominado se ha dado en llamar el 
poder. Este giro se tradujo en la incorporación al discurso de la crimino- 
logía de algunas perspectivas que señalaban la presencia incisiva del po- 
der del Estado o de los grupos dominantes de la sociedad, a lo largo del 
complicado, pero riquísimo derrotero que la disciplina siguió desde los 
años 60. 
Pero, aún admitiendo la presencia de esta nueva dimensión, las refe- 
rencias criminológicas más ortodoxas suelen agotarse en la descripción de 
 
17 HENNJS, Wilhelm, Política y filosofía práctica, Ed. Sur, Buenos Aires, 1973. 
Criminología, política y mala conciencia 109 
 
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Doctrina 
los aspectos fenomenológicos de las situaciones que se estudian, como 
una perspectiva más de los procesos de su formación, y no suelen ser ex- 
ploradas todas las consecuencias que la inmediatez de la política, especial- 
mente aquéllas que se vinculan a las reglas de la legitimación del poder 
político que se expresa en el derecho (y en el derecho penal), pueden te- 
ner sobre el objeto preciso del discurso de la criminología. 
Es evidente, no obstante, la existencia de una preocupación política 
real entre los criminólogos de las últimas décadas18, especialmente en el 
multiforme ámbito de la llamada criminología crítica, que es la que, en 
realidad, ha traído a la luz el problema que denominó como la dimensión 
del poder19. En ese ámbito, asistimos a desarrollos que se encuentran real- 
mente preocupados por una serie de cuestiones que aunque no siempre 
explícitos, necesariamente rozan la política, entre las que sobresale el te- 
ma de la justificación de la pena20. 
Sin embargo, aún desde esta última perspectiva se suelen separar los 
distintos planos que abordan un único fenómeno como si pudieran ubi- 
carse en (o pertenecieran a) dos mundos ajenos: por una parte el de la efi- 
cacia de los sistemas de control social y la crítica técnico-ideológica más o 
menos inmediata a sus distintas modalidades y consecuencias, para lo que 
basta el discurso criminológico que es ahora a medias consciente de las 
implicaciones políticas propias del ámbito en el que se mueven los resor- 
tes del control social, y por la otra el plano más general y fundante de la 
crítica filosófica o política en sentido estricto. 
Y por lo tanto, como los objetos propios de la política han quedado 
fuera del campo para el que la criminología se encuentra habilitada, a 
causa de su propia autolimitacion no se extraen o no pueden extraerse 
 
18 Nos referimos especialmente a la llamada criminología crítica, cuyas líneas académi- 
cas tanto en los países centrales como en América Latina son tan variadas y dinámicas que no 
es posible, aquí, ofrecer un panorama que no caiga en injustas exclusiones. Debe, no obstan- 
te, relevarse la excepcional preocupación política que muchos criminólogos latinoamericanos, 
en el marco de un pensamiento crítico que adoptó Como herramienta metodológica el inte- 
raccionismo simbólico y como modelo interpretativo de la realidad el pensamiento marxista, 
desarrollaron en torno a las condiciones de exclusión social y política de los pueblos de este 
continente, desnudando el rol cumplido por el discurso criminológico habitual en el mante- 
nimiento de las formas de opresión. 
19 Véase, en general, BARATTA, Alessandro, Criminología crítica y critica del derecho penal, 
Ed. Siglo XXI, México. 1986. 
20 ¿A qué otra cosa se debe, por ejemplo, el reflorecimiento de las discusiones sobre la 
justificación del castigo en el marco de los desplazamientos represivos motivados por la crisis 
de seguridad urbana, aun cuando se hayan traducido, por lo general, en clave de estrategias 
de control social? 
110 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolinl 
Doctrina 
conclusiones sobre la medida en la que la crítica (o la crisis) filosófico-po- 
lítica afecta o puede afectar en concreto al sistema punitivo, o cómo debe 
ser definida una crisis de legitimidad o, finalmente, cuáles son las impli- 
caciones que ésta debería o podría tener sobre el discurso o la actuación 
de los criminólogos. 
Y consecuentemente el problema de la legitimidad se suele estibar de 
manera forzada dentro del compartimiento de las teorías sobre la justifi- 
cación de la pena21, o desenvolver alrededor de la búsqueda del referen- 
te material de la criminalidad, como un anclaje desde el cual se pueda juz- 
gar extrasistemáticamente el sistema punitivo. Esta última constituye el 
abordaje más audaz y consistente que se haya hecho para resolver la pri- 
mera de las vinculaciones con la política que más arriba hemos señala- 
do22, procurando suministrar criterios propios para la determinación del 
objeto de la disciplina; sin embargo, y como era de esperar, la corriente 
principal o confusamente ortodoxa de la criminología no ha corrido el 
riesgo de adoptar esa búsqueda como un objetivo prioritario. 
V. El problema de la política criminal 
La tarea de establecer las mediaciones de la política con las ciencias 
del comportamiento criminal y de los castigos ha sido, por lo general, de- 
legada a otra disciplina o, quizá con menor pretensión terminológica, a 
 
21 Encendido en los últimos años (casi solamente) por la controversia provocada por 
las corrientes sistémicas del penalismo alemán. Se trata de la teoría de la prevención general 
positiva, o de prevención-integración, de Günther JAKOBS y las críticas que ella ha desperta- 
do. Véase sobre este punto JAKOBS, Günther, Derecho penal. Parte general, Ed. Marcial Pons, Ma- 
drid, 1995, cap. 1; ZAFFARONI, E. Raúl, Derecho penal. Parte general. Ed. Ediar, Buenos Aires. 
2000, cap. 2. Sin embargo, las cuestiones examinadas en torno a esta discusión son totalmen- 
te ajenas a los problemas de legitimidad política y se desenvuelven en el magro terreno de la 
eficacia, bajo el lenguaje de la racionalidad instrumental; bajo estos términos, un sistema pu- 
nitivo está justificado si: a) los fundamentos de su discurso de justificación son éticamente 
aceptables; b) si actúa de modo congruo con sus objetivos declarados y; c) si no desarrolla cos- 
tos adicionales que comprometen esa ecuación. 
22 véanse BARATTA, Alessandro y PAVARINI, Massimo, La frontiera mobile della penalitá nel 
sistemi di contrallo sociale della seconda meta del ventesimo secólo, en "Dei Delitti e Delle Pene", En 
Scientifiche Italiane, Napoli, 1998, vol. 1, p. 7; y BARATTA, Alessandro, La política crimínale e il 
diritto pénale della costituzione: nuove rifleísioni sul modello intégrato delle scienze penali, en Dei 
Delitti e Delle Pene", Ed. Scientifiche Italiane, Napoli, 1998, vol. J. Buscando un anclaje en 
el concepto de derechos humanos, véase SCHWENDINGER, Herman y Julia, ¿Defensores del orden 
o custodios de los derechos humanos?, en TAYLOR, WALTON y YOUNG, Criminología crítica, Ed. Siglo 
XXI, México, 1985. También, en sentido sociológico, HESS, Henner y SCHEERER, Sebastian, Cri- 
minalitá come provincia di senso; proposte per una teoría genérale, en Dei Delitti e Delle Pene, Ed. 
Scientifiche Italiane, Napoli, 1999, vols. 1-2. 
Criminología, política y mala conciencia 111 
 
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Doctrina 
otro concepto: el de política criminal. De alguna manera superficial, esta 
expresión intenta resolver los incómodos puntos de contacto que se pro- 
ducen entre la política cuando es entendida como técnica y la criminolo- 
gía y el derecho penal, entendidas como las ciencias destinadas a aportar- 
le un contenido. Se construye así una unidad ciertamente precaria, que 
intenta participar de ambas esferas: la de la decisión de las políticas a 
adoptar en relación al material que presuntamente aportarían las ciencias 
vinculadas a la cuestión criminal. 
Pero la superposición de términos no resuelve lo que la autolimita- 
ción del discurso científico había convertido en una contradicción o en un 
enfrentamiento en sentido epistemológico. Este campo es el punto en el 
que se hace evidente el juego de las espontaneidades que identificáramos 
más arriba, porque resulta muy difícil asociar delito y orden social cuan- 
do previamente se ha trabajado para disociarlos. 
Y existe además una contradicción que se mantiene, aunque en otros 
términos; es la que se plantea entre los fines de una política destinada a 
expresarse en reglas de derecho y en prácticas (y en un discurso) encami- 
nadas a reducir la violencia en la sociedad, frente a un derecho, unas prác- 
ticas y unos discursos impregnados de violencia, dada su naturaleza coac- 
tiva. El hecho de que estas últimas expresen la pretensión al monopolio 
estatal de la violencia de una manera inexorable oscurece la relación en- 
tre ambos términos, especialmente por la sospecha de que las ciencias cri- 
minales, que han nacido de su separación de la política, tienen como ob- 
jetivo fortalecer o justificar esa misma separación. 
Dicho de manera concisa, la expresión política criminal designa el 
sector de la política pública que se refiere a la tarea de la definición de los 
delitos y de las situaciones problemáticas, a los procesos de criminaliza- 
ción y a las consecuencias individuales y sociales que ambos producen23. 
Y aunque aquí se determinan los objetos posibles de una tal política 
sectorial, el hecho de que ellos no puedan ser expresados sino a través de 
acciones o programas de gobierno implica admitir una dimensión políti- 
ca en la que estos fenómenos se desenvuelven, lo que no se trata de una 
dimensión sólo formal, sino que es sustancial porque en ella se reiteran 
los principios que dan contenido a la política del Estado y su orientación 
concreta. 
Pero el uso corriente de la expresión política criminal suele limitarse 
a decir, en cambio, que los objetos de una tal política han adquirido una 
dimensión pública, en un sentido general, en razón de su ubicación den- 
tro de la actividad estatal o burocrática, y que las fuentes de las decisiones 
 
23 Cf. BARATTA, La política crimínale e il diritto pénale della costituzione, citado. 
112 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
pertinentes se encuentran en el gobierno. Pero admitir que el derecho pe- 
nal y la criminología tienen relación con el poder político y que esa rela- 
dón se expresa a través de la política criminal, traducida en programas 
oficiales, sin expresar en qué consisten esas relaciones y qué condiciona- 
mientos generan, es decir poco. 
Existe una perspectiva de mayor alcance: la apelación a la política cri- 
minal suele acompañar al reconocimiento de que las prácticas y los dispo- 
sitivos penales derivan de universos de mayor amplitud y que su configu- 
ración y su operación están condicionados por los requerimientos o la 
influencia directa o indirecta de las esferas culturales, económicas y políti- 
cas; en este último caso se cita especialmente la política social encaminada 
a la protección o al control de los sectores socialmente más débiles24. Pero 
decir esto tampoco resuelve nada y sólo conduce a un cierto nuevo funcio- 
nalismo surgido de la discriminación entre las funciones instrumentales y 
no instrumentales de la penalidad25 o, en todo caso, a admitir que los sis- 
temas penales se encuentran gobernados, orientados o configurados hacia 
la satisfacción de intereses o requerimientos que suelen exceder -o hasta 
contradecir- los propósitos declarados de control y gobierno de la crimina- 
lidad. Que desde el ángulo de la política se emitan directivas o provengan 
influencias en ese sentido significa, lo que ya no es poco, que ella es una 
de las fuentes que integran la construcción del problema criminal, pero no 
resuelve la índole de sus relaciones recíprocas, que deben ser establecidas 
en función de los condicionamientos que la política, en sí misma, tiene que 
ejercer respecto de la criminología entendida como teoría. 
24 A propósito de la extensión del intervencionismo del Estado en las sociedades del 
Welfare es posible ubicar una cierta superposición entre los variados mecanismos asistencia- 
les del Estado benefactor y los dispositivos que regulan la formación del consenso. Es a partir 
de esa aparente coincidencia que se expande el concepto de control social, en términos ope- 
rativos, como abarcativo de todos los mecanismos sociales que tienden a producir ese consen- 
so y asegurar la socialización, incluyendo así bajo una misma clave de lectura a instituciones 
tan disímiles como la cárcel y las escuelas. Véase sobre este punto COHEN, Stanley, Visiones de 
control social, Ed. PPU, Barcelona. 1988; sobre las raíces ideológicas y políticas del concenso, 
véanse sobre todo PITCH, Tamur, Resposabilità limítale, Ed. Feltrinelli. Milano, 1989; y MitjBpi, 
Dario, el Estado del control social, Ed. Siglo XXI, México, 1992. 
25 Me refiero, en especial, a la ligazón que en varios sentidos se establece entre los sis- 
temas punitivos o entre algunos de sus institutos, con la esfera moral, la infraestructura eco- 
nómica o las tecnologías del poder, en los célebres relatos de DURKHEIM, de RUSCHE y KIRCHHEI- 
MER y de FOUCAULT, de los cuales GARLAND ha hecho un estudio sugestivo. Véase GARLAND, 
David, Pena e societá moderna, Ed. II Saggiatore, Milano, 1999. 
 
Criminología, política y mala conciencia 113 
 
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Doctrina 
Si por política criminal se entiende, en cambio, la fijación de los me- 
dios técnicamente aptos para alcanzar los fines preventivos o represivos26, 
su papel se reduce a mera táctica operativa y no se puede distinguir de los 
discursos jurídicos del derecho o de los tendencialmente científicos de la 
criminología, cuyo agotamiento en una esfera técnica es evidente. Donde 
por política criminal se entiende simplemente la búsqueda de la eficacia, 
se pierden los contenidos esenciales de la política, que queda reducida a 
técnica instrumental. 
La fijación de los medios supone la determinación previa de los fines, 
pero en la política criminal ellos se encuentran confundidos: la elección 
de los medios aptos para la prevención supone que ésta ha sido determi- 
nada como fin, y sólo de cierta manera y con exclusión de cualquier otra. 
Pero esto, como involucra la determinación de las formas acordadas de 
convivencia, corresponde a la política y no a la política criminal, entendi- 
da en su sentido habitual. 
El objetivo y los alcances de la prevención dependen estrictamente de 
la noción de bien común, y éste constituye el fin de la política, por lo que 
debe ser precisado en esta sede y de acuerdo con las condiciones propias 
de este campo; y estoincluye la determinación, también por la política, de 
la clase genérica de los medios y de sus implicaciones posibles, por lo me- 
nos en un sentido general, puesto que la prevención como fin genérico no 
puede ser procurada a costa del bien común. La relación entre los fines y 
los medios nunca ha sido mejor expresada que por Wilhelm HENNIS, con 
estas palabras: 
"Una ciencia política que pierde de vista los fines no puede por sí misma 
enunciar algo sobre los medios. Pues los medios se refieren a los fines, y só- 
lo cuando se han 'dado' los fines y se ha planteado el problema puede co- 
menzar la máquina científica de cálculo a calcular la relación entre medios 
y fines"27. 
La determinación de los fines arrastra también la de los medios idó- 
neos, y ninguna de ellas puede ser delegada a una esfera de competencia 
técnica, porque así es sustraída a la política y a las condiciones que presiden 
el consenso, y aquí consenso es cosa distinta de la mera conformidad socio- 
 
26 O de contención del disenso o, en una formulación extensiva, los de formación del 
consenso en cuanto conformidad de mercado. Véase ARENDT, La condición humana, cit., ps. 48 
y siguientes. 
27 HENNIS, Política y filosofía práctica, cit., p. 98. 
114 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
lógica. Y no es sobre la mera conformidad sociológicamente entendida o 
técnicamente procurada que reposa la legitimidad de un orden sobre el que 
se asientan las reglas del monopolio de la violencia y el castigo social. 
VI. Autolimitación del discurso y legitimidad 
Y aunque es crucial en la política, el tema de la legitimidad del orde- 
namiento parece carecer de repercusiones sensibles sobre la forma o el 
contenido de una disciplina que, como la criminología, apunta a desple- 
garse sobre las formas de ejercicio del poder de castigar que, justamente, 
es el que pretende garantizar la estabilidad de aquel ordenamiento. 
Es posible que esta independencia aparente entre, por una parte, un 
saber destinado a explicar el crimen y las formas en que éste es castigado 
y, por la otra, el conjunto de los fundamentos, las teorías y las prácticas 
sobre las que reposa el poder de castigar, sea en sustancia una de las con- 
secuencias previsibles del hecho de que este poder se ha rutinizado y na- 
turalizado a través de las formas técnicas cotidianas que asumen los pro- 
cedimientos burocráticos de la policía, los tribunales y las penitenciarías. 
En una especie de confusión entre el poder de castigar y las formas coti- 
dianas en que el castigo es ejercido, el análisis sobre estas formas y sus 
presupuestos inmediatos ha terminado desplazando toda consideración 
sobre el poder que fundamenta el castigo mismo. Y esto hasta un punto 
en que al análisis científico sobre los modos técnicos y los presupuestos 
empíricos del castigo le resultan ajenas, como si fueran especulaciones va- 
namente teóricas y despojadas de todo sentido práctico, las determinacio- 
nes de la política sobre el objeto de la criminología. 
Se trata de una forma -no exclusiva, por otra parte, de la criminolo- 
gía- de oscurecimiento de la política. Existen razones para ello, pero éstas 
suelen parecer, más bien, sutiles coartadas: nadie duda de la obvia dificul- 
tad que entraña la formulación de juicios que suelen ubicarse en un im- 
preciso nivel valorativo y que, por lo tanto, parecen ser extremadamente 
reacios a la verificación empírica; además, siendo la teoría política una 
ciencia práctica, la posibilidad de establecer un parámetro de legitimidad 
de sus consecuencias, sino con validez universal por lo menos de manera 
teóricamente generalizable, es excepcionalmente difícil. 
Pero la inviabilidad de un objetivo no suele arredrar a la criminolo- 
gía, que ya había acometido empresas similares al intentar descubrir, por 
ejemplo, las causas de la criminalidad, considerando al hombre un pro- 
ducto defectuoso cuyo comportamiento social (por lo menos el que es 
considerado enfermo o patológico) podía ser previsto y calculado científi- 
camente y, más aún, al intentar producir una teoría unitaria de las causas 
de la criminalidad. Si la primera era imposible, mas lo era la segunda, es- 
pecialmente dada la esencial heterogeneidad de las situaciones y de los 
comportamientos a examinar y de la inescrutable mediación de subjetivi- 
dades diversas. No obstante todo ello, ambas empresas han sido empren- 
 
Criminología, política y mala conciencia 115 
 
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Doctrina 
didas con empeño e invariable ineficacia por generaciones enteras de crí- 
minólogos y sociólogos de la desviación28. 
Claro que estas empresas imposibles han sido las que otorgaron a la 
criminología su identidad propia, fundada en la persistencia de ciertas ca- 
racterísticas ontológicas (presumidas por sus postulados fundacionales) de 
su objeto y en cierta unidad de su metodología. En cambio, enfrentar la 
tarea de establecer las mediaciones entre la política y la criminología apa- 
reja el peligro de la disolución (de la criminología o de sus oficiantes). Y 
es por esto que ambos campos se desarrollaron de forma independiente, 
a través de discursos cuyos innegables puntos de contacto eran considera- 
dos como si fueran un motivo de vergonzosa y contradictoria confusión. 
El desarrollo de la criminología se efectuó así en torno de una auto- 
limitación, expresada en su separación de la política y en la negación de 
las determinaciones y de las consecuencias que derivan de ésta, aunque 
se encuentren referidas a las relaciones precisas que constituyen el objeto 
de la disciplina. Esta autolimitación fue la que impidió que se hubieran 
explorado mínimamente los efectos que para su discurso y para las prác- 
ticas punitivas deberían o podrían tener las crisis de legitimidad. La visión 
propia "de los sistemas punitivos se ha desplegado, de esta forma, como si 
su operación técnica y el discurso que la anima fueran en general inde- 
pendientes del marco político. 
Pero esta autolimitación se revela como una coartada artificial: exis- 
ten algunas situaciones estrechamente vinculadas con el problema de la 
legitimidad que, aunque proceden de una inicial asunción valorativa, se 
remiten a presupuestos que sí pueden verificarse empíricamente. 
Esa posibilidad proviene del hecho de que la sociedad de los hombres 
es el conjunto de ellos asociados voluntariamente en pos de un objetivo 
común, cambiante en sus contenidos circunstanciales, pero siempre ima- 
ginado como un bien; el bien común. Esa asociación supone que se han 
afrontado y resuelto, por lo menos a grandes trazos, tanto la forma que ha 
de asumir la sociedad como el ejercicio del poder en ella. Estas cuestiones 
son las que indican, de un modo general, cuáles son las condiciones bajo 
las cuales estos hombres se han asociado y se encuentran incluidos en esa 
sociedad. La expresión de esas condiciones se encuentra en las leyes. 
Es pues la ley la que marca los presupuestos bajo los que puede ejer- 
cerse legítimamente la autoridad y, consiguientemente, puede requerirse 
legítimamente el deber de obediencia, pero es un error reducir esa ley só- 
lo a las reglas que de manera formal expresan la pretensión de autoridad 
 
28 Debe hacerse la salvedad de la teoría de la asociación diferencial de Edwin SUTHER- 
LAND, seguramente el más digno y mejor logrado de los intentos de establecer las bases de una 
teoría explicativa unitaria. 
116 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
del Estado o su facultad de castigar. Deben ser comprendidas, sobre y an- 
te todo, las leyes que marcan las condiciones(o más bien los motivos o los 
objetivos) de la inclusión de los ciudadanos dentro de la asociación, y tam- 
bién los de su permanencia. 
En otras palabras, esta idea de la sociedad como un entramado de in- 
clusión requiere atender dos órdenes de problemas. El primero de ellos es 
el relativo al contenido de los fines comunes que, simplificadamente, no 
son otra cosa que el conjunto articulado y sistemático de los intereses in- 
dividuales, contenidos en un tramado básico formado por las condiciones 
mínimas de satisfacción, desarrollo, salud, seguridad, educación y justicia 
que la comunidad y el Estado consideran indispensables para su funcio- 
namiento. El restante consiste en las formas que debe adoptar la convi- 
vencia a lo largo de dicho proceso. Aquí es donde se encuentra el sistema 
de las libertades, limitaciones y vínculos que instituye la ley, que consti- 
tuye el tejido formal de la convivencia. Se establece allí lo prohibido, las 
sanciones y los procedimientos. 
Ambos comparten un eje común, que es la consideración de la ley 
como la definición de las condiciones de inclusión de los ciudadanos en la 
comunidad social y política, en el sentido de que sólo en virtud de rela- 
ciones establecidas, mediadas y reguladas por la ley es posible concebir los 
términos de una convivencia. 
La presencia (subsistencia) y efectividad de la ley en su función de es- 
tablecer y conservar las condiciones de la inclusión, constituye un paráme- 
tro empírico de legitimidad. No nos referimos aquí a la legitimidad que, de 
modo originario, suele predicarse respecto del poder del Estado o, lo que 
es su expresión pública, del derecho del Estado, atendiendo a las formas o 
modalidades de formación del consenso político. En cambio, lo que es tam- 
bién posible es examinar esos mismos atributos en cuanto a los modos sub- 
siguientes de relación de los ciudadanos con la ley o, lo que viene a ser lo 
mismo, con las condiciones o los motivos de la asociación: el punto que se 
propone es que si se deterioran -y esto sí es empíricamente verificable- 
esos modos de relación la legitimidad del sistema entra en crisis29. 
29 La legitimidad se fundamenta, sobre todo, en una especie de creencia en la validez 
o en la fuerza obligatoria de un determinado ordenamiento. Esa creencia, que permite consi- 
derar legítimo o no un orden fundado en el empleo monopólico de la coacción estatal no 
constituye una cara que se distinga netamente de la cara opuesta. Legítimo e ilegítimo no con- 
forman una dicotomía con fronteras netas; su ponderación proviene de proporciones y el 
tránsito entre una y otra es fluido. Pero las condiciones y los presupuestos de una u otra con- 
dición son perceptibles. En este sentido, "La legitimidad de una dominación debe considerar- 
se sólo como una probabilidad, la de ser tratada prácticamente como tal y mantenida en una 
proporción importante" (WEBER, Economía y sociedad, cit„ p. 171). Pero el hecho de que sea 
una probabilidad no excusa la necesidad de concentrarse en mantenerla. 
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Doctrina 
En otros términos, esos presupuestos, marcados por la relación de in- 
clusión que está determinada por la presencia y la efectividad de la ley, 
quedan invalidados por la situación opuesta, que es la de la exclusión, se- 
ñalada por la ausencia o la inefectividad de la ley. 
VII. Exclusión y Estado de derecho 
Y en este marco debemos traer a la reflexión el análisis de algunos 
elementos de los dos procesos paradigmáticos de la particular construc- 
ción de las relaciones sociales y políticas que se dan en América Latina, en 
los que la ley, en lugar de marcar los términos de la inclusión de los ciu- 
dadanos en la sociedad, se transforma en la herramienta o el modo en el 
que la exclusión se alcanza, se manifiesta y se consolida. 
Esos dos procesos son los de la corrupción, especialmente la de las 
instituciones bajo la forma de la ilegalidad del poder, y la exclusión social. 
Debe destacarse, antes que nada, que de ninguna manera es posi- 
ble considerarlos separadamente, como si sólo se tratara de dos fenóme- 
nos que en todo caso o casualmente coinciden en un mismo tiempo y 
espacio. Corrupción y exclusión social son, en cambio, los modos, dis- 
tintos en expresión y modalidades pero homólogos en significación y 
consecuencias, en los que los procesos de utilización privada o particu- 
lar de la ley pública y la correlativa exclusión de la ciudadanía de su 
producción y de sus efectos, se manifiesta en las sociedades latinoame- 
ricanas. 
No viene al caso entrar en análisis fenomenológicos de la corrupción 
y la exclusión, que por otra parte abundan. Pero es importante poner de 
manifiesto un aspecto que resulta común a ambos fenómenos y al que ge- 
neralmente se presta poca atención. La corrupción del funcionario consis- 
te en la utilización del espacio público, del pueblo, o de todos, con una fi- 
nalidad y en beneficio de los intereses de un actor privado, que ha 
corrompido al funcionario para monopolizar el uso de sus funciones y pri- 
var a la colectividad del derecho a su utilización. Más sencillamente: la co- 
rrupción es el acto de ocupar privadamente el espacio público o de usar 
las decisiones públicas en beneficio privado y excluir de estos ámbitos al 
público, es decir, al pueblo soberano. 
De manera invertida, pero concurrente, la exclusión implica un im- 
pedimento insalvable para el ejercicio de los derechos fundamentales, a 
cuyo reconocimiento y preservación está destinado el espacio público. 
En síntesis, así como la corrupción es un modo de ilegalidad del po- 
der destinado a excluir al público del beneficio de la ley, en función de la 
utilización de ésta en beneficio privado, la exclusión consiste en la impo- 
sibilidad generalizada de obtener el reconocimiento de derechos funda- 
mentales por el Estado. 
118 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
Pero esta es una conclusión fragmentaria del universo más general y 
complejo que se pone en movimiento alrededor de los temas de la corrup- 
ción y la exclusión, y que abarca las relaciones entre lo público y lo priva- 
do, la relación entre el Estado y la ciudadanía, el concepto de ley y el de 
equidad. 
En primer lugar y como explica Carl SCHMITT30, el Estado es la uni- 
dad política de un pueblo. Pero éstas son ideas más antiguas; con estos 
mismos conceptos formula CICERÓN su idea de la república: "AFRIC. Así, 
pues, la cosa pública (república) es lo que pertenece al pueblo; pero pue- 
blo no es todo conjunto de hombres reunido de cualquier manera, sino el 
conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho que sirve a to- 
dos por igual (...) Así pues, todo pueblo, que es tal conjunción de multi- 
tud, como he dicho, toda ciudad, que es el establecimiento de un pueblo, 
toda república, que como he dicho es lo que pertenece a un pueblo, debe 
regirse, para poder perdurar, por un gobierno. Este debe servir siempre y 
ante todo a aquella causa que lo es también de la formación de la ciudad; 
luego puede atribuirse a una sola persona o a unas pocas escogidas o pue- 
de dejarse a la muchedumbre de todos"31. O también. Res publica id est res 
populi (Cosa pública es -lo mismo que- la cosa del pueblo)32. 
Se trata de dos elementos mediados entre sí, la utilidad común, el 
bien común -a todos los ciudadanos- o, para decirlo en términos más ac- 
tuales, una comunidad de valores, que se realiza a través del derecho 
compartido (iuris consensus y communio utilitatis)33. Y es oportuno destacar 
la introducción de un término como el deuna multitud "asociada", en el 
sentido de hombres que se hacen socios porque comparten algo, que de- 
berán administrar de un modo común, lo que implica que ese exceso so- 
bre la mera agrupación no es un dato cuantitativo, sino que es una situa- 
ción producida por un acto de voluntad. El Estado, como unidad política 
del pueblo, es así el producto de un acto voluntario del pueblo que lo con- 
forma. 
Esta unidad se plantea actualmente bajo la forma del Estado de dere- 
cho, que se basa sobre dos principios, el de participación, que está referi- 
 
30 Véase SCHMITT, Carl, Teoría de la Constitución, Alianza Editorial, Madrid, 1996. Espe- 
cialmente los capítulos 12, Los principios del Estado burgués de derecho, y 13, El concepto pro-
pio del Estado de derecho. 
31CICERÓN, Tulio M., Sobre la República, I, 24, Ed. Gredos, Madrid, 1984, p. 62. 
32 CICERÓN, Sobre la República, cit.. I, ps. 25-39. 
33Populus autem non omnis hominum coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudi- 
nis iuris consensu et utilitatis communione sociatus", ibidem. 
Criminología, política y mala conciencia 119 
 
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Doctrina 
do a los términos en que todos y cada uno de los ciudadanos participan de 
los derechos fundamentales, y el de la división de poderes. La expresión 
derechos fundamentales no confluye como una referencia simple a dere- 
chos que son muy importantes, sino a aquellos derechos que constituyen 
el fundamento de la participación de los ciudadanos en el Estado o, dicho 
con más claridad, aquellos derechos en función de cuyo reconocimiento y 
defensa vale la pena o es necesario participar, en el sentido de ser partíci- 
pe o parte, de un Estado. Por este motivo son derechos importantes y és- 
te es el eje del concepto de exclusión explicado más arriba. 
Esta exigencia de los fines de la participación implica que el Estado ha 
de contener inexorablemente un elemento específicamente político, a pe- 
sar y más allá de toda su juridicidad o normatividad, en cuanto Estado de 
derecho. O, dicho de otro modo, los ciudadanos integran o participan del 
Estado porque éste tiene como objeto la defensa de sus derechos, que por 
ese motivo son los derechos fundamentales. Para la defensa y promoción 
de estos derechos fundamentales los ciudadanos conforman un Estado. 
¿Cómo se defienden dichos derechos? A través del imperio de la ley. 
Pero no hay ninguna Constitución que sea, puramente y sin residuo, un 
sistema de normas jurídicas para la protección del individuo frente al Esta- 
do. En síntesis, el Estado de derecho, como dice F. STAHL: "no significa fina- 
lidad y contenido del Estado, sino sólo el modo y el carácter de su realiza- 
ción". ¿Cuál es el modo y carácter de su realización? Resulta una paradoja 
que se cumplan ciertos fines sustanciales que parecen estar más allá de la 
ley, sólo a través de su estricto cumplimiento. De modo tal que para que el 
imperio de la ley realice su sustancia política y a la vez conserve su cone- 
xión con el Estado de derecho es necesario introducir en el concepto de ley 
ciertas cualidades. En otras palabras, el Estado de derecho presupone el im- 
perio de la ley, pero entendiendo en ello un concepto determinado de ley, 
dotada de varios requisitos. Uno de ellos es que el legislador quede vincu- 
lado a su propia ley, para que ésta no sea arbitraria. Y la vinculación del le- 
gislador a la ley es posible, sin embargo, sólo en tanto la ley sea una nor- 
ma con ciertas propiedades: rectitud, razonabilidad, justicia, etc. El debate 
ideológico que aquí se abre sólo puede ser obviado teniendo en cuenta que 
todas estas propiedades presuponen y requieren que la ley sea una norma 
general. O, como señalaban los Girondinos, "los caracteres que distinguen 
las leyes son su generalidad y su duración indefinida". Se trata del presu- 
puesto de la igualdad jurídica de los ciudadanos34. 
34 Al respecto es oportuno traer como nota aclaratoria el "fragmento teórico de rara expre- 
sividad" de uno de los primeros glosadores que recoge Paolo GROSSI: "Aequitas es la armonía 
derivada de los hechos conforme a la cual en causas similares se debe aplicar un Derecho si- 
milar" (GROSSI, Paolo, El orden jurídico medieval, Ed. Marcial Pons, Madrid, 1996, p. 180). 
120 José M. Simonetti y Julio E. S. Virgolini 
Doctrina 
Lorenzo VON STEIN señalaba que "La ley surge siempre, según su más 
alta esencia, de la conciencia común de la vida del Estado, y se propone 
por eso alcanzar también siempre dos metas; quiere, por una parte, cap- 
tar lo idéntico en todas las relaciones de hecho, y fijar la voluntad del Es- 
tado precisamente para lo idéntico en todo lo diverso. La ley, pues, tiene 
que "fijar todos sus objetos con unidad y homogeneidad"; la ordenanza 
surge de los hechos y con ellos "de las singularidades y cambio de los mis- 
mos"35. 
En este marco, y poniendo estas conclusiones en sintonía con el con- 
cepto de corrupción, no es posible definirla simplemente como un fenó- 
meno particular del universo criminal, sino además como la exclusión di- 
recta de la ley de unos ciudadanos por y en beneficio de otros, a través de 
su uso monopólico por intereses privados que capturan el Estado por me- 
dio de la corrupción de sus funcionarios. No se trata entonces solamente 
de un eventual perjuicio material, sino que también implica una ruptura 
de los principios del Estado de derecho a través de la privación del carác- 
ter general de la ley. 
La exclusión, por su parte, supone que muchos ciudadanos resultan 
privados de sus derechos fundamentales aunque igualmente siguen aso- 
ciados a un Estado del cual en realidad no participan. Su integración al Es- 
tado resulta meramente nominal, ya que se encuentran excluidos del al- 
cance de la ley. Así, la exclusión consiste en colocar a un ciudadano fuera 
de la ley, entendiéndose esta expresión en el sentido de que ya no es una 
condición, en oposición a lo que decía BECCARIA36, de su asociación al 
cuerpo político. 
Ha sido FERRAJOLI el que, en tiempos recientes, lo ha dicho con ma- 
yor claridad: "Precisamente, en virtud de estos caracteres, los derechos 
fundamentales, a diferencia de los demás derechos, vienen a configurarse 
como otros tantos vínculos sustanciales normativamente impuestos -en 
garantía de intereses y necesidades de todos estipulados como vitales, por 
eso 'fundamentales' (la vida, la libertad, la subsistencia)- tanto a las deci- 
siones de la mayoría como al libre mercado. La forma universal, inaliena- 
ble, indisponible y constitucional de estos derechos se revela, en otras pa- 
labras, como la técnica -o garantía- prevista para la tutela de todo aquello 
que en el pacto constitucional se ha considerado fundamental. Es decir, de 
esas necesidades sustanciales cuya satisfacción es condición de la convi- 
vencia civil y a la vez causa o razón social de ese artificio que es el Estado 
 
35 Citado en SCHMITT, Teoría de la Constitución, cit., p. 151. 
3° Véase la cita de BECCARIA transcripta en la nota 3. 
Criminología, política y mala conciencia 121 
 
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Doctrina 
(...) cuando se quiere garantizar una necesidad o un interés, se les sustrae 
tanto al mercado como a las decisiones de

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