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El Seminario de Filosofía y Matemáticas de la Ecole Nórmale Supérieure de París, que viene celebrándose desde hace años bajo la dirección de tres científicos franceses, J. Dieudonné, M. Loi y R. Thom, dedica sus esfuerzos a suscitar y fomentar el debate de ideas que el impetuoso desarrollo de las matemáticas ha provocado en el mundo entero. Matemáticos, lógicos, filósofos, físicos, lingüistas, especialistas en informática, confrontan durante estos seminarios su propia relación de producción, de utilización, de reflexión o de difusión con las matemáticas. Así pues, pese a que, al hojear este libro, el lector no especialista encuentre fórmulas y gráficos aparentemente incomprensibles, no debería asustarse porque, de hecho, de lo que aquí se habla ya forma parte integrante, quiéralo o no, de nuestra cultura y de su propia vida cotidiana. Esta antología de textos, provenientes de las conferencias dictadas y debatidas durante este Seminario, se centra particularmente en la relación crucial de las matemáticas con el lenguaje por una parte y, por otra, con la realidad. Así es cómo estudios filosóficos y análisis históricos van trazando las grandes corrientes del pensamiento matemático. De los doce autores que participan aquí en este debate, todos grandes especialistas en sus propias áreas de estudio e investigación, destacamos en especial a tres, más conocidos internacionalmente, no sólo entre científicos, sino también en el ámbito más amplio de la cultura humanista: B. Mandelbrot, fundador de la teoría de los fractales, ejerce una gran influencia en materias que van desde la geografía hasta la biología; J.-M. Lévy-Leblond, gran divulgador de las matemáticas en un contexto cultural mucho más amplio que el estrictamente especializado; y, finalmente, R. Thom, experto conocido internacionalmente en topología algebraica, Medalla Fields 1958. Jean-Marc Lévy-Leblond & Jean-Pierre Desclés & Benoît Mandelbrot & François de Gandt & Jean-Claude Pont & Maurice Caveing & Jean Dieudonné & Roland Fraïssé & Maurice Loi & Roger Apéry & Paul Gochet & René Thom Pensar la matemática Metatemas - 4 ePub r1.2 Titivillus 16.06.2023 Título original: Penser les mathématiques Jean-Marc Lévy-Leblond & Jean-Pierre Desclés & Benoît Mandelbrot & François de Gandt & Jean-Claude Pont & Maurice Caveing & Jean Dieudonné & Roland Fraïssé & Maurice Loi & Roger Apéry & Paul Gochet & René Thom, 1982 Traducción: Carlos Bidón-Chanal Editor digital: Titivillus Primer editor digital: koothrapali Escaneado: Basabel Retoque de imágenes: mi gatita preferida (de koothrapali) y Piolin ePub base r2.1 Prólogo Maurice Loi Creado en 1972 en la Escuela Normal Superior de la Rué d’Ulm, con el estímulo de la sección de filosofía y a fin de permitir la confrontación de ideas vivas sobre las relaciones entre filosofía y matemáticas, el Seminario de Filosofía y Matemáticas ha experimentado un importante desarrollo. La presente colección de textos propone a la consideración del lector una selección de las conferencias allí pronunciadas durante los últimos años. Esta selección ofrece una imagen adecuada de las actividades del seminario, pese a no contener determinadas conferencias de valor, sea porque no existe texto escrito de las mismas, sea porque su carácter técnico ha impedido su inclusión en un libro destinado a un público lo más amplio posible. Cada año se celebran más de veinte sesiones, a menudo con un centenar de participantes: matemáticos, filósofos, físicos, lógicos, lingüistas, biólogos, cibernéticos, informáticos, profesores y estudiantes de las universidades de París y de provincias, alumnos de las Escuelas normales superiores, etc. Este público eminentemente pluridisciplinario es una de las características principales del seminario, debido probablemente al hecho de que la filosofía está aquí en el núcleo del proyecto. No se trata de una simple yuxtaposición de disciplinas inconexas, ni de un imperialismo matemático que desemboca en la matematización de algún enunciado filosófico o literario, cuyo interés sería a menudo discutible; por el contrario, se trata más bien de tentativas de descubrir la historia oculta en las teorías que empiezan a esbozarse, sin por ello desdeñar los resultados definitivamente alcanzados en las matemáticas del pasado. En un momento en que asistimos a conmociones cada vez más frecuentes, reflexionar sobre las formas del saber y sobre los mecanismos de su producción es una tarea necesaria, y apasionante. De hecho, Wittgenstein se equivocó al pretender que matemáticas y filosofía no tienen ya, en rigor, nada que decirse. Esta posición extrema resulta de combinar un formalismo mezquino con un constructivismo empedernido. Es cierto que la filosofía parece haberse despegado más y más de la ciencia y que ahora, ignorando la antigua tradición de Tales y de Platón, no aprecia en el espíritu de ésta el valor que le corresponde. A finales del siglo XIX, esta tradición conservaba todavía su vigor en Francia, como lo atestigua el primer número de la «Revue de métaphysique et de morale», publicado en 1883; Xavier Léon subrayaba allí la predilección de los filósofos por las ciencias matemáticas, ese gran arte de recursos inagotables, surgido de la inteligencia humana siguiendo el ejemplo de la filosofía. Hoy, sin embargo, esta savia nutricia de la especulación filosófica permanece ignorada por la mayoría de los filósofos, que se han vuelto casi mudos por lo que a ella respecta. Por su parte, los matemáticos se encastillan a menudo en los aspectos técnicos de su arte y desprecian lo que les parece vana palabrería, sin apercibirse de que, cuanto más progresa una ciencia, tanto más necesitada está, para permanecer auténtica, de un campo reflexivo, de una conciencia en el sentido de Husserl. Porque la ciencia no constituye un mundo aparte, como pretenden algunos positivistas contemporáneos; sus raíces se hunden en la cultura de un pueblo a la que nutre en reciprocidad. Aislar una teoría de aquel movimiento de ideas que la ha introducido y de las intenciones que la han acompañado, considerarla únicamente como un cuerpo de teoremas que hay que demostrar, equivale a sustituir un pensamiento vivo y significativo por un pensamiento muerto, ignorando el estremecimiento de la mente que lo concibe. Así, la demostración matemática, ese útil insustituible del pensamiento, corrió pareja con el espíritu lógico de los griegos, con su retórica y su arte. No es extraño, pues, que su pensamiento matemático poseyera un estilo, al igual que la escultura; ni lo es que las estatuas del Partenón daten de un siglo en el que las matemáticas experimentaron un avance sin precedentes. Y ellas, a su vez, contribuyeron al desarrollo de la razón. Quien vive en un mundo pobre en matemáticas no posee la razón formada como la del que vive en contacto con el rigor y la elegancia de los modos de razonamiento matemático. En época más reciente, Albert Lautman pensaba que el amor, la poesía, la contemplación de las obras de arte, las matemáticas, son todas una misma cosa, más real que lo que se cree que es real; no solamente creía en la unidad de las propias matemáticas a través de toda su diversidad, sino también en la unidad de la inteligencia y de la cultura; y esta fe era marca innegable de una vocación filosófica ejemplar. El éxito de nuestro seminario es tanto más interesante cuanto que se sitúa en contra de ideas recientemente difundidas sobre la inutilidad de la filosofía, cuyo papel en los programas y horarios de la enseñanza es cada vez menor. Sin embargo, la historia de las ciencias nos enseña que la filosofía es a menudo el resorte necesario para descubrimientos científicos fundamentales, que se halla en el origen de una nueva teoría, de un nuevo punto de vista o de una revolución del pensamiento. Así, por ejemplo, el descubrimiento de cosas tan «simples» y «fáciles» como las leyes fundamentales del movimiento, que hoy se enseñan a los niños, requirió un esfuerzo considerable, y a menudo infructuoso, por parte de algunas de las inteligenciasmás profundas y poderosas de la humanidad. A éstas, no solamente les correspondió descubrir y establecer dichas leyes, sino que tuvieron primeramente de crear y construir el ambiente mismo que hiciera posible tal descubrimiento. Para empezar, fue necesario producir toda una serie de nuevos conceptos y elaborar una idea nueva de la naturaleza, una nueva concepción de la ciencia, o lo que es igual, una nueva filosofía. Hoy nos resulta casi imposible apreciar en su justo valor los obstáculos que hubieron de superarse para establecer esas leyes, así como las dificultades que las mismas implican y contienen: conocemos demasiado bien los conceptos y principios que constituyen la base de la ciencia moderna; o, dicho más precisamente, estamos demasiado acostumbrados a ellos. Era preciso romper primeramente con la física de Aristóteles, fundamentada en la percepción sensible y resueltamente antimatemática. Esta física se negaba a substituir los hechos de la experiencia y el sentido común por una abstracción geométrica y rechazaba la posibilidad misma de una física matemática al subrayar la incapacidad de las matemáticas para explicar la cualidad y dar cuenta del movimiento. De acuerdo con la física aristotélica, no era posible concebir ni cualidad ni movimiento en términos de esos entes abstractos que son las figuras y los números. Como Alexandre Koyré subrayó con claridad, para avanzar se hacía preciso cambiar de filosofía y desarrollar una concepción matematizable del movimiento en el marco de un nuevo sistema. Seguramente es por ello por lo que Galileo empezó por discutir largo y tendido las objeciones tradicionales de los aristotélicos en suDiálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, persuadido de que era inútil presentar de buenas a primeras pruebas a inteligencias incapaces de captar el alcance de las mismas. Había que comenzar por reeducar a esas inteligencias. Pero Galileo se enfrentaba con adversarios potentes, paladines de la tradición y, sobre todo, defensores del sentido común, el sentido de quienes no están habituados a pensar matemáticamente. Ahora bien: la interpretación matemática de la experiencia constituye el fundamento de la nueva ciencia. Para Galileo, en efecto, el mundo no podía comprenderse más que matemáticamente; y arrebatado por los éxitos primeros de este método—y quizás, también por un afán de provocación— pudo llegar a dar la impresión de que la experimentación no desempeñaba más que un papel secundario, a lo sumo destinada a ilustrar una teoría que era autosuficiente. Esta concepción, de naturaleza esencialmente filosófica, excedía las capacidades científicas de su época (hubo que esperar a Newton para que, con el cálculo infinitesimal, la teoría hiciera su aparición); pero, con todo, señaló el advenimiento de un nuevo espíritu científico. Dicho espíritu puso de nuevo de actualidad a la filosofía platónica (la del Timeo) con objeto de combatir mejor el aristotelismo que animaba a las concepciones de la ciencia por entonces en boga. Según los aristotélicos, las matemáticas constituyen una ciencia auxiliar que se ocupa de abstracciones y que, por lo mismo, posee menos valor que las ciencias que tratan de las cosas reales. Por el contrario, los platónicos conceden un valor supremo a las matemáticas y les otorgan una posición clave en el estudio de la naturaleza. No fue otra la concepción de Einstein: «El principio verdaderamente creador está en las matemáticas. Por consiguiente, en cierto sentido considero como verdadero que el pensamiento puro puede captar la realidad, como soñaron los antiguos»[1]. La audacia de sus posiciones filosóficas desempeñó sin duda un papel nada despreciable en la obra de Einstein como físico, y uno no puedemenos que contraponer sus éxitos a las dificultades con que tropezó Henri Poincaré en ese campo. Este último se encontró en desventaja a causa de los aspectos empíricos y kantianos de su pensamiento, aunque dispuso mucho mejor que Einstein del utillaje matemático necesario para la elaboración de las nuevas teorías físicas. Si Einstein admite comparación con Galileo es por haber conjugado una gran libertad de pensamiento, emancipado de la servidumbre a la tradición, con una confianza absoluta en el sometimiento de la naturaleza a leyes matemáticas. No obstante, la filosofía que había guiado a Einstein en sus fructuosas investigaciones sobre las teorías de la relatividad se volvió contra él con ocasión del desarrollo de la teoría cuántica: Einstein poseía la visión de unmundo determinista y rechazaba, para repetir su expresión, «la idea de un Dios que juega a los dados», es decir, la idea de leyes físicas formuladas en términos de probabilidades. Así pues, no todas las filosofías ayudan al sabio, y hay una labor que es indispensable: la de descubrir aquéllas que, en unas determinadas circunstancias, desempeñan un papel positivo. Tal papel pudieron desempeñarlo en el pasado ideas que ya no comprendemos o que juzgamos erróneas. El sectarismo y el dogmatismo son siempre los principales peligros. Por ello nuestro seminario no es el de una filosofía matemática determinada: en él se presentan y discuten ideas diferentes, incluso opuestas. De alguna manera, nuestra divisa es la de Saint-Exupéry: «Quien difiere de mí me enriquece». Ello nos obliga a permanecer a la escucha de la ciencia en marcha, a mostrarnos preocupados por extraer las ideas puestas en práctica en las teorías, a la manera como lo hicieron Gonseth y Lautman. No ha lugar a una filosofía temerosa ante las matemáticas y ampulosa en sus presupuestos, cuya principal preocupación fuera la de hallar su justificación a posteriori en los fantasmas de una ciencia obsoleta. Desgraciadamente, la solución de continuidad aparecida desde principios de siglo entre filosofía y matemáticas constituye un terreno propicio para ciertas ideas desfavorables a la filosofía. ¿Cuáles son, en 1981, los filósofos que se ocupan siquiera un poco de matemáticas vivas? Es cierto que, inversamente, son numerosos los matemáticos que se niegan a discutir de su especialidad y se encastillan en cuestiones puramente técnicas, ignorantes de todo aquello que amenace con alejarlos de ellas; incluso, so pretexto de subjetividad, dejan de lado en sus enunciados todo lo que no haya recibido la consagración de una formulación axiomática. Cuando esta actitud afilosófica no es fruto de los constreñimientos que conlleva la producción matemática, un examen atento pone a menudo de manifiesto en ella una gran indiferencia, cuando no un singular desprecio, por la filosofía del prójimo, más que por la filosofía en tanto que tal. Porque, a título individual, la mayoría de estos matemáticos posee opiniones más o menos claras y coherentes sobre la naturaleza de los entes matemáticos, sobre la importancia de tal o cual concepto, e incluso sobre las relaciones entre las matemáticas y las disciplinas afines, cosas todas ellas constitutivas de una posición filosófica. Desde el punto de vista de la práctica matemática, una tal actitud quizás no tenga, a corto plazo, consecuencias lamentables; pero, en el caso de que llegara a generalizarse, cabría preguntarse por el devenir de las matemáticas. Pues si desde los griegos las matemáticas han dado el ejemplo de una unidad perfecta, ello ha sido porque, generación tras generación, algunos matemáticos se han preguntado sobre la naturaleza profunda de las matemáticas, sobre sus líneas directrices y fecundantes; y porque han sabido extraer de su reflexión los elementos unificadores. Este trabajo de unificación siempre se ha llevado a término en el sentido de una generalización creciente, aportando sin cesar al matemático nuevos objetos de estudio y, por ello mismo, regenerando el Cuerpo de las matemáticas. Inversamente, las filosofías de las ciencias que han dado pruebas de una mejor adecuación han sido siempre las que se han enfrentado con los trabajos científicos de su época. Ello no significa que la filosofía de las ciencias haya de desdeñar la posibilidad de volver su mirada a las produccionesde los siglos pasados. Al interesarse por la génesis de los conceptos matemáticos de hoy día, el filósofo le proporciona al matemático la ilustración histórica indispensable para una buena comprensión de las grandes corrientes del pensamiento matemático contemporáneo. Éstas son las ideas que han servido de guía a los autores y realizadores — científicos y filósofos— de este libro. En él se encuentran tres tipos de textos: • unos que se interesan por mostrar cómo han surgido conceptos matemáticos tan importantes como el de continuo, la noción de función, o el de infinito; • otros donde se discuten los métodos y las ideas subyacentes en las teorías contemporáneas; • otros, por fin, consagrados a mostrar la diversidad de interacciones existentes, a la vez, en el seno de las matemáticas y con las otras disciplinas. Esperamos convencer así a nuestros lectores de que las matemáticas sin filosofía son ciegas, mientras que la filosofía de la matemática sin matemáticas vivas es vacía. Primera parte De las matemáticas a la realidad Algunas observaciones sobre el trato que recibe el continuo en los Elementos de Euclides y en la Física de Aristóteles Maurice Caveing En la historia del pensamiento científico, la noción de continuo ha hecho su aparición y experimentado transformaciones ya sea en el dominio de las matemáticas, ya sea en el de la física, y a veces de un modo solidario. Sobre este extremo, los antiguos griegos habían alcanzado una concepción que se mantuvo como clásica durante largo tiempo, y que constituye el objeto de las observaciones que siguen. En la actualidad, el matemático dispone de teorías y de métodos que le permiten utilizar dicha noción con seguridad, pero existen ciertos problemas de orden epistemológico, y en particular el siguiente: ¿constituye el continuo un dato primitivo e intuitivo al que los conceptos matemáticos no tendrían sino que determinar progresivamente, de manera cada vez más completa y precisa? Además, las doctrinas filosóficas no son unánimes en cuanto a la naturaleza del pensamiento intuitivo: unas ven en él una evidencia cuya garantía de verdad sería la propia razón; mientras que otras lo consideran la captación inmediata, por medio de los sentidos, de un dato presente en el objeto «real», es decir, en el objeto inductor de la percepción. En el transcurso de esos debates, se ha requerido a la historia de las matemáticas. En especial, se ha afirmado a menudo que la geometría de los griegos era «más cercana a la intuición» que las matemáticas de la época moderna. De acuerdo con este punto de vista, la intuición del continuo sería, por tanto, un dato de base, del cual hubieron de partir los geómetras en los comienzos de la ciencia. ¿Resiste esta tesis un examen histórico preciso? Éste es el punto que quisiéramos discutir, consultando para ello el texto de los Elementos de Euclides. En efecto, puesto que presentan el primer conjunto teórico bien constituido que haya llegado hasta nosotros, parece que ha de resultar instructivo buscar en ellos cuál era el tratamiento que se le daba al continuo en el siglo III antes de nuestra era, para tratar luego de precisar la índole de esta noción en el pensamiento griego. 1. Un certificado de ausencia La primera constatación resulta negativa: si se busca en Euclides el enunciado explícito de un principio de continuidad, no encontramos nada. Por supuesto, nadie espera encontrar enunciados del mismo tipo que el de aquéllos que nosotros, los modernos, debemos aDedekind o a Cantor y que, al dar una definición de los números reales, hacen explícita su estructura de conjunto perfecto y conexo, es decir, de conjunto continuo[2]. En Euclides, la atmósfera es muy distinta; el lenguaje que se habla es el de las «magnitudes», y de lo que se trata es de medirlas sin emplear los números reales, sino tan sólo razones enteras. Uno podría sin embargo figurarse que, a propósito de las magnitudes, o por lo menos de las longitudes, se menciona en algún lugar del tratado un principio análogo al nuestro, que afirme la existencia, en determinadas condiciones, de tal o tal punto de la recta. Por ejemplo, sería de esperar que así sucediera al tratar de la inconmensurabilidad de dos segmentos rectilíneos. En realidad, no hay nada de eso. La ausencia de un tal principio hace culpables de insuficiencia a varias demostraciones del libro I de los Elementos. Es sabido que las demostraciones de existencia de figuras que presentan tal o tal propiedad se suministran mediante construcciones efectivas, por combinación de rectas y de círculos obtenidos merced a los postulados 1, 2 y 3. Pero nada se afirma que concierna a la existencia de los puntos de intersección, a excepción del punto cuya existencia se afirma en el postulado 5 (punto donde se cortan las rectas que forman, con una misma secante y del mismo lado de ésta, ángulos interiores cuya suma es inferior a dos rectos). Las demostraciones deficientes son las de las proposiciones 1 y 22 (intersecciones de dos círculos), y 12 (intersecciones de un círculo y una recta); igual laguna se constata en el libro III. Si se introduce la siguiente proposición: «Si todos los puntos de una línea recta pueden repartirse en dos clases tales que cada punto de la primera clase esté “a la izquierda” de cada punto de la segunda clase, entonces existe un punto y uno sólo que produce esta partición de todos los puntos en dos clases o división de la línea recta en dos partes», proposición que constituye el postulado o axioma de Dedekind[3] para los puntos de la recta, en ese caso es posible demostrar que, por una parte, si una línea recta tiene uno de sus puntos en el interior de un círculo y otro en el exterior, entonces tiene dos puntos en común con él; y, por otra parte, el teorema equivalente para el caso de dos círculos resulta también demostrable. De esta manera, las demostraciones deficientes pueden completarse convenientemente. Por lo común, estos hechos se interpretan diciendo que Euclides se contentó con captar intuitivamente la continuidad y no enunció el principio de continuidad. Sin investigar más a fondo, se admite que el matemático griego confía en la información que le proporcionan las figuras geométricas. Así pues, lo que, bajo el nombre de intuición, le serviría de guía al pensamiento matemático sería, de hecho, una sugerencia de la representación empírica, un elemento exterior. Pero ¿quién nos asegura que una tal representación habría de sugerir necesariamente la continuidad? Una línea trazada en la arena ¿es o no es continua? Y la arena ¿difiere o no fundamentalmente de la arcilla, la pizarra o el mármol? En realidad, hay aquí un nudo entero de hipótesis, que gravitan sobre una interpretación vulgarizada de la matemática griega y que requieren una comprobación cuidadosa. En consecuencia, es preciso considerar las cosas más de cerca. 2. Los postulados explícitos En efecto, si bien el principio de continuidad no está enunciado en los Elementos, el término «continuo» aparece en cambio mencionado, aunque, salvo error, ello sucede una sola vez y en una expresión con valor adverbial. Con todo, como esta mención se produce en una de las proposiciones preliminares, a saber en el postulado 2 mismo, vale la pena detenerse en ello. Recordemos que el postulado 1 requiere que sea posible trazar una «línea recta»[4] desde un punto cualquiera a cualquier otro punto. Aunque a veces se haya creído posible defender que la división de las proposiciones preliminares en definiciones, axiomas y postulados no era de Euclides, subsiste el hecho de que la estructura lingüística de esos enunciados está diferenciada: los postulados vienen precedidos por la fórmula «postúlese que…». Según la teoría desarrollada por Aristóteles, los postulados son hipótesis de un tipo particular, hipótesis controvertibles, es decir, contrarias llegado el caso a la opinión ajena, y en particular a la de quien empieza a estudiar matemáticas. En el presente caso, la controversia sólo puede suscitarla un principiante impregnadode prejuicios empiristas, que pondría en tela de juicio la posibilidad de que existiera alguna otra «recta» además de la trazada materialmente; la cual, naturalmente, no es recta, ni tampoco es, por lo demás, una línea, puesto que ésta, de acuerdo con la definición 2, ha de ser una longitud sin anchura. Parece ser que los sofistas opusieron este tipo de objeciones a los matemáticos. Nótese además que, de acuerdo con la definición 1, un punto es aquello de lo que no existen partes; lo cual, y puesto que la noción de «parte» figura en los axiomas y en el libro V como esencial para la noción de «medida», significa que un punto es un objeto de medida nula según todas las dimensiones. Por consiguiente, el postulado 1 requiere que, de un objeto de medida nula a otro, se pueda trazar una «longitud sin anchura» que, además, sea «recta». No hay que decir que el objeto «recta» es un objeto ideal, cuya existencia no puede ser admitida por el empirista radical. No obstante, si quiere hacer matemáticas, se le pedirá precisamente que la admita en calidad de hipótesis. Determinado por las definiciones 1, 2, 3 y 4, el objeto ve postulada su existencia en el postulado 1: ello está completamente de acuerdo con la doctrina de Aristóteles, que exige que la existencia de los objetos primitivos de la ciencia matemática se afirme en hipótesis preliminares; las definiciones, en efecto, no dicen nada acerca de la existencia del objeto definido. Los resultados precedentes son completamente válidos para el postulado 3, que requiere que, a partir de cualquier centro y a una distancia cualquiera, pueda describirse un círculo, definido en la definición 15, cuya circunferencia sea, también, una línea ideal: se trata por consiguiente de la operación de un compás ideal de la mismamanera en que el postulado 1 suponía una regla ideal, cosa quemuchos olvidan al hablar de «geometría de la regla y el compás». Entre ambos postulados se inserta el postulado 2, que requiere que una recta finita pueda prolongarse en línea recta continuamente, en sentido literal: «según lo continuo» (ϰατά το συνεχής). ¿Cuál es el sentido de este postulado? Los comentaristas insisten por lo general en la idea de que la recta ha de prolongarse de una única manera; es decir que, en cada sentido, la prolongación debe ser única. La unicidad de la prolongación «en línea recta» equivale, pues, a enunciar que dos rectas distintas no pueden tener un segmento común. Este comentario se remonta a Proclo de Licia. En cambio, la expresión «según lo continuo» apenas se comenta. Ahora bien, dicha expresión significa que el extremo del segmento prolongado — cuyo extremo, de acuerdo con la definición 3, es un punto— situado en el lado por el cual se prolonga, es también el extremo del segmento que constituye la prolongación. En Aristóteles, que precede a Euclides aproximadamente en medio siglo, se lee en efecto: «Digo que hay continuidad cuando uno y otro de los extremos por los que dos cosas se tocan no son sino una única y misma cosa y, como el nombre indica, están unidos» (Física, V, 3, 227 a 10-12). El adjetivo neutro del griego corresponde efectivamente al verbo que significa «mantenerse juntos» o «estar unidos con», es decir, «el uno con el otro»; la formación de dicho verbo se encuentra como calcada en el latín contenere, base de continuum, de donde proviene el término castellano. Así pues, la metáfora que sustenta a la semántica del término es la misma. Constatamos así que Euclides emplea la expresión en cuestión sin definirla previamente, como si fuera conocida por otro lado, pero aceptada en matemáticas. Aristóteles había proporcionado efectivamente una definición de la misma; desde luego, dicha definición estaba situada en el nivel de lo físico, pero recordemos que, merced a la teoría de la abstracción[5], las nociones físicas pueden, de acuerdo con Aristóteles, penetrar con forma abstracta en el dominio de la matemática. Precisamente de ello se ocupa el postulado 2; por medio de él, un objeto al que se considera como exterior a las matemáticas queda establecido como paradigma de una operación de geometría: la prolongación de un segmento de recta debe hacerse según lo continuo. Por esta razón el término no se vuelve a mencionar en el resto del tratado: de lo que éste habrá de ocuparse es del objeto «recta» obtenido según este esquema. El postulado 2 se refiere así, en realidad, a tres cosas: • la unicidad de la prolongación; • la «continuidad» según la cual debe hacerse dicha prolongación; es decir, la conexión de la recta resultante de ella; • la naturaleza ilimitada de la recta, obtenida por iteración indefinida de la prolongación, que debe en consecuencia interpretarse no como un infinito actual, sino como un infinito potencial[6], conforme, otra vez, a la doctrina aristotélica. Tomados conjuntamente, los postulados 1 y 2 requieren que se admita en geometría la existencia del objeto «recta ideal potencialmente ilimitada» determinada por todo par de puntos. Dentro del marco limitado de las presentes «Observaciones», es difícil entrar en el detalle de los efectos que estos postulados tienen en el resto del tratado de Euclides. Contentémonos con indicar los dos resultados principales que permiten alcanzar: se trata de la demostración de la existencia de la n-ésima parte y de la magnitud llamada «cuarta proporcional», para los segmentos de recta y las magnitudes que de allí se derivan, a saber las áreas poligonales y los volúmenes paralelepipédicos. Para el resto de las figuras y las magnitudes en general, dichas existencias habrían de postularse explícitamente y añadir los postulados resultantes. La existencia de la n-ésima parte establece la propiedad de divisibilidad simple de una magnitud por un entero. En cuanto a la «cuarta proporcional», recordemos que consiste en lo siguiente: dadas tres magnitudes A, B, C (siendo A y B de la misma especie), se afirma que existe una magnitud X (de igual especie que C) que es a C como B es a A; es decir, que se enuncia la equivalencia entre la razón C/X y la razón A/B, incluso en el caso de que dichas razones no posean expresión numérica (en números enteros para A, B, C). Es fácil darse cuenta de que la afirmación de la existencia de esta magnitud en general constituye un sustituto débil del axioma de continuidad de Dedekind, antes citado. En particular, permite asimismo definir una suma entre las razones de magnitudes. 3. Las postulaciones implícitas El uso de proposiciones no explícitas se descubre principalmente en el funcionamiento del método llamado de «exhaución». Es sabido que se trata de un método para realizar mediciones finas, cuyo principio Euclides se procura en la proposición 1 del libro X y que se utiliza sobre todo en el libro XII, a propósito del área del círculo y de los volúmenes de la pirámide, el cono, el cilindro y la esfera. La existencia de la n-ésima parte y de la «cuarta proporcional» se admiten entonces implícitamente. Además, hay que hacer notar el uso implícito de las dos proposiciones siguientes: • Para dos magnitudes de la misma especie A, B, se da siempre una de las tres situaciones siguientes: A = B, A < B, A > B. • Para dosmagnitudes de lamisma especie A, B, existe un n∈ℕ y nmagnitudes Bi (i = 1, 2, 3, …, n), cada una de ellas igual a B, tales que: B1 + B2 + B3 + … + Bn > A El primer enunciado es el del orden total, que, para nosotros, está relacionado con la idea de compleción desde el punto de vista de la continuidad. Esta propiedad, que Euclides no explicita, está mencionada por Platón (Parménides, 161 D 5-9) y por Aristóteles (Metafísica, X, 5, 1056 a 12, 1056 a 20): ¿constituye ello un indicio de que el principio se consideraba, más bien, como lógico-metafísico? El segundo, es un lema fundamental que más tarde fue enunciado por Arquímedes, quien lo presentó como un postulado utilizado por Eudoxo, uno de los predecesores de Euclides. Por otra parte, parece que Aristóteles, quien conoció a Eudoxo, alude a dicho lema en la Física (VIII, 10, 266 b 1-4). Combinando ellema con la propiedad simple, se demuestra la divisibilidad indefinida o ilimitada de las magnitudes, resultado éste de suma importancia que constituye precisamente el principio del «método de exhaución». Desde el punto de vista moderno, el «axioma de Arquímedes» o «de la medida» puede deducirse del axioma de continuidad de Dedekind. Puesto que Euclides está situado cronológicamente entre Eudoxo y Arquímedes, sería de esperar que encontráramos en su obra el lema debido al primero y que recibe el nombre del segundo. Y, en efecto, se encuentra; pero disimulado, por decirlo así, en la definición de la razón de dos magnitudes, es decir, la definición 4 del libro V: «Entre dos magnitudes A, B (A > B) existe una razón de la una con la otra si y sólo si existen enteros mi, ni, tales que: … > m2A > n2B > m1A > n1B > A». Más adelante, con referencia sin duda a esta definición, se enuncia el lema como cayendo de su peso en el transcurso de la demostración de la proposición X, 1, donde resulta indispensable para establecer la divisibilidad ilimitada que constituye el objeto del teorema. De esta propiedad resulta que una sucesión decreciente de magnitudes de la misma especie, como por ejemplo, longitudes, no posee mínimo. En particular, ese mínimo no puede serlo el punto, puesto que éste no es una magnitud: ello queda reflejado por la definición I, 1, que enuncia que el punto no posee «parte» alguna, es decir, que no puede ser «medido» por nada. Además, está claro que no existe medida común a todas las magnitudes de una misma especie, puesto que tal medida común constituiría un mínimo. De esta manera, uno se ve llevado a la idea de inconmensurabilidad. La proposición X, 2, que se deriva de la anterior, proporciona por lo demás inmediatamente un criterio de inconmensurabilidad para dos segmentos rectilíneos: es necesario y suficiente un algoritmo que, en cada uno de los segmentos, permita descender por debajo de cualquier magnitud prefijada, tan pequeña como se quiera. Este algoritmo es el «algoritmo de Euclides», bien conocido para el caso de los números enteros (proposición VII, 1) y aplicado aquí a las magnitudes. Si la menor de las magnitudes se resta de la mayor tantas veces como sea posible; y si a continuación se hace lo propio con el resto de esta operación y con la menor de las dos magnitudes, y así sucesivamente, cada vez se le resta, a cada magnitud, más de su mitad: si el proceso es ilimitado, nos encontramos en el caso de la proposición X, 1, que utilizaba lamera dicotomía para la división, y resulta posible descender por debajo de cualquier magnitud finita dada de antemano, de donde se sigue la ausencia de medida común. Para que el proceso sea ilimitado, basta con que sea periódico, es decir, que pueda demostrarse que dos restos sucesivos son proporcionales a los segmentos que se comparan: la proporción se reproducirá de nuevo y, en consecuencia, indefinidamente. Ello puede ocurrir si se da una relación entre los segmentos que se comparan; por ejemplo, entre los cuadrados construidos sobre ellos. Los cocientes sucesivos que se obtienen son periódicos y nos encontramos con la fracción continua ilimitada que desarrolla a la raíz cuadrada. El libro II de los Elementos basta para el cálculo de estos cocientes. Por ejemplo, en el caso de la diagonal D de un cuadrado de lado A, las reducidas de la fracción continua, por defecto y por exceso alternativamente, conducen a las siguientes desigualdades: 1D > 1A 3A > 2D 5D > 7A 17A > 12D 29D > 41A Los enteros p, q que intervienen en esas desigualdades son raíces de la ecuación: p2= 2q2 ± 1, p > q, y las fórmulas de recurrencia que permiten formarlas son bien conocidas. Está claro que, buscando los mínimos comunes múltiplos de esos números, puede formarse una sucesión única de desigualdades: … > 7395 D > 10 455 A > 7380 D > 10 332 A > 6888 D > …, que define sin ambigüedad la razón D/A; los números obtenidos no son sino los enteros mi, ni, que requiere la definición 4 del libro V citada anteriormente. Se ve de este modo que dicha definición, así como la siguiente, que define la proporcionalidad por la identidad de dos sucesiones de ese tipo para dos pares de magnitudes, constituyen generalizaciones geniales de esos resultados, merced a la introducción de equimúltiplos cualesquiera para las correspondientes magnitudes de ambos pares. Al mismo tiempo, se comprende de qué manera pudo derivarse el lema de Eudoxo a partir de la base operatoria técnica que constituía el algoritmo de las sustracciones alternadas, proseguidas indefinidamente y con carácter periódico, que sirvió en un principio para hallar aproximaciones de la raíz cuadrada. Y se comprende también cómo se constituye la teoría según una vía regresiva a partir del proceso operatorio, remontándose hacia sus presupuestos; y cómo el enunciado con carácter axiomático, una vez extraído y situado como lógicamente anterior, sirve para justificar la sucesión de enunciados integrada por: def. V, 4, def. V, 5, prop. X, 1, prop. X, 2, y, por fin, el uso del propio algoritmo. 4. Inconmensurabilidad y continuidad Es muy necesario tener presentes las características del resultado obtenido. El razonamiento que lleva a la prueba de la inconmensurabilidad de dos segmentos sólo se basa en los puntos racionales de cada uno de dichos segmentos, puesto que se apoya en la dicotomía reiterada. Pero la parte que se resta en cada etapa es siempre superior a la mitad y, por ello, puesto que los dos segmentos intervienen juntos en un proceso de comparación, el razonamiento concierne a los puntos irracionales. El resultado se basa en los puntos racionales de cada uno de dichos segmentos, no existe un punto racional que corresponda al extremo del menor, supuestos confundidos los otros dos extremos y que el menor se aplica sobre el mayor. No se afirma que exista un punto irracional. Ello es lo que expresa el término, de formación privativa: in- conmensurabilidad. Por esto no es necesario un axioma de continuidad del tipo del de Dedekind. Basta con el «axioma de Arquímedes» y el orden denso de los puntos racionales. En otras palabras, la continuidad no es inaccesible; pero sólo se alcanza a través de la divisibilidad indefinida, es decir, potencialmente. Importa subrayar, por fin, que la inconmensurabilidad de dos segmentos determinados de una figura debe demostrarse en cada caso que se presente, puesto que aquello de lo que se admite la existencia son las figuras construidas mediante los postulados 1, 2 y 3. Cuando se dan dos segmentos inconmensurables, es ciertamente posible demostrar mediante el libro V (teoría de las proporciones) que su razón representa una «cortadura de Dedekind» sobre el conjunto de las razones numéricas cuyas propiedades se establecen en los libros aritméticos; pero la recíproca queda fuera de alcance: constituiría, en efecto, una afirmación de existencia equivalente al principio de continuidad, es decir, a la admisión del infinito actual[7]. El trato que Euclides da al continuo y que, sin duda, le dieron antes que él los matemáticos que, desde el siglo V, hicieron progresar la teoría de la inconmensurabilidad, trae consigo una consecuencia fundamental para el pensamiento griego. Se trata, como fácilmente se comprende, de una cierta dificultad para distinguir con claridad entre el continuo y el infinito, el cual, por supuesto, corresponde a lo numerable sin más. Cabe preguntarse si la teoría del infinito potencial elaborada por Aristóteles corresponde a una expresión de la concepción de los matemáticos en el nivel de una física racional; o si hay que pensar, por el contrario, que fue la concepción aristotélica la que influyó sobre los redactores de los Elementos que precedieron a Euclides, o incluso solamente sobre este último en particular. En las condiciones que impone la documentación disponible, ésta es una de las cuestiones más difíciles de zanjar. De todos modos, se impone una primera conclusión: Euclides hace objeto al continuo de un tratamiento muy complejo que, si bien noposee la simplicidad abstracta de nuestra construcción axiomática del conjunto de los números reales, exige con todo que, bien por parte del matemático, bien en el campo lógico-filosófico, se formulen varios principios (orden denso de los puntos de la recta, orden total entre las magnitudes de la misma especie, existencia de la cuarta proporcional, axioma de la medida); lejos de venir dados de entrada en una intuición única y primitiva, dichos principios se manifiestan por el contrario, uno a uno, a través del análisis regresivo de los requisitos de diversos procedimientos operatorios. Incluso la posibilidad de prolongar un segmento rectilíneo viene requerida por un postulado. Así pues, se reconocerá sin duda que la intuición empírica no tiene que ver con la cuestión. Sin embargo, se dirá, no sucede lo mismo con la intuición «racional», siquiera cuando se trata de la que sirve de base para la noción de recta como línea ideal. Nosotros creemos, por el contrario, que esta noción tan importante se adquirió en el transcurso de los progresos realizados en Grecia sobre una base operatoria. Antes del descubrimiento de la inconmensurabilidad, la recta es todavía un objeto que se confunde con sus modelos físicos: trazo gráfico, remate de un templo, etc. Si es esto lo que se entiende por «objeto de la intuición», se cae de nuevo en lo empírico y nada hay en ello que tenga la categoría de una noción matemática. La verdadera naturaleza del objeto «recta», su esencia ideal, se reveló en la operación de medida; más precisamente, en el proceso de medida de un segmento inconmensurable con la unidad de medida: el carácter ilimitado del proceso, que se ha tratado más arriba a propósito del uso del algoritmo de Euclides, revela la existencia, en el seno mismo de la finitud del segmento, de una infinitud que, aun concebida como potencial, no puede pertenecer más que a un objeto ideal, que resulta definido en tanto que tal por ese propio proceso. (Para un objeto empírico, el umbral de percepción se alcanza en un número finito de etapas). Pero no existe ahí ninguna «intuición racional» que, en una evidencia originaria, ponga de antemano en posesión de las propiedades de un tal objeto: éstas han de descubrirse paso a paso, sin excluir que algunas de ellas puedan haberse puesto de manifiesto ya en el período histórico anterior, cuando la recta se confundía indebidamente con sus modelos empíricos, es decir, con su representación. En cualquier caso, los actos operatorios son los que revelan las propiedades objetivas al recorrer la concatenación de las mediaciones necesarias: no existe visión inmediata que las haga aparecer de golpe. Existe sin duda un esquema de orden práctico, el de la dirección, que guía oscura e implícitamente la sucesión de actos operatorios; pero esto nada tiene que ver ya con esa claridad de la mirada o esa luz de la conciencia que implica el término «intuición». Además, la existencia de dicho esquema no implica en absoluto que el espacio visual o el espacio físico hayan de ser euclidianos. 5. Aristóteles y el continuo físico El estudio precedente pone de manifiesto que el continuo se encuentra más bien en el horizonte de trabajo del matemático griego que en el propio campo matemático. Por lo demás, la noción aparece por vez primera en la obra de Parménides como una determinación puramente lógica del Ser, en un sentido antiguo: el Ser es «de una sola pieza». En el plano físico, no existe ninguna evidencia apremiante: los filósofos griegos se hallan divididos; los atomistas son discontinuistas y admiten el vacío, mientras que Aristóteles lo rechaza: para él, el continuo geométrico, «materia inteligible» de las figuras, se obtiene por abstracción a partir del continuo físico. Pero el análisis de este último debe mucho a los resultados alcanzados por los matemáticos a propósito del primero. Así, Aristóteles, ya al principio de la Física, afirma la solidaridad entre las nociones de continuidad y de divisibilidad hasta el infinito: ya hemos visto las razones matemáticas de ello. «El continuo, dice, es divisible hasta el infinito» (Física, I, 2, 185b 10), o también: «En el continuo, el infinito aparece en primer lugar; por ello las definiciones que se dan del continuo resulta que a menudo utilizan la noción de infinito, por cuanto que el continuo es divisible hasta el infinito» (ibid., III, 1, 200b 18- 20). Esta tesis se repite constantemente, y las citas podríanmultiplicarse; por ejemplo: «Llamo continuo a lo que es divisible en partes siempre divisibles» (ibid., VI, 232b 24-25). En estos textos constatamos el defecto señalado más arriba: la ausencia de una distinción clara entre el continuo y el infinito numerable. En algunos pasajes, la alusión matemática es transparente: en el libro III, 6, 206b 5-12, Aristóteles indica que, si de una magnitud se resta una parte y al resto, luego, se le resta la misma parte de dicho resto, y así sucesivamente, nunca se agotará la magnitud en un número finito de sustracciones, sino que la suma de las partes sustraídas converge hacia la magnitud finita de partida; por el contrario, si se sustrae cada vez lamisma parte del total, lo que equivale a tomar cada vez una partemayor del resto, la magnitud se agotará en un número finito de sustracciones. Se ve claramente que, de cualquier manera, la base del análisis la constituye la infinidad numerable de los puntos racionales. De acuerdo con este texto, resulta verosímil que existiera ya entre los matemáticos contemporáneos de Aristóteles una proposición análoga a la de Euclides (proposición X, 1). Vemos también hasta qué punto resulta poco afortunada la expresión «método de exhaución» inventada en el Renacimiento, puesto que, precisamente, desde el punto de vista griego, la magnitud a la que el método se aplica no se «agota» en absoluto, ya que el paso al límite no se realiza. Por lo demás, es por ello, explica Aristóteles, por lo que el infinito sólo existe «en potencia», puesto que lo es en el sentido de que lo que se sustrae es siempre nuevo; es decir, limitado sin duda, pero distinto cada vez (206a 27-29), a saber la misma parte del resto, que cada vez es una parte del total menor que la precedente (1/2n), de manera que siempre hay algo que queda fuera de la suma de las partes sustraídas, que es por esto ilimitada (206b 33-34). Puesto que el universo físico de Aristóteles está cerrado por la esfera de las estrellas fijas, no existe infinito en acto, sino solamente ese infinito potencial que se pone de manifiesto en la división indefinida de las magnitudes, tanto físicas como geométricas: «El infinito siempre está envuelto en lo finito» (ibid., III, 6, 207a 25); «en el sentido de la disminución se excede cualquier magnitud» (ibid., III, 7, 207b 4- 5). Aristóteles se esfuerza, en fin, en señalar que la doctrina del infinito en potencia no incomoda en absoluto a los matemáticos: «No afecta a la teoría matemática, puesto que los matemáticos no necesitan del infinito ni hacen uso de él, sino tan sólo de magnitudes tan grandes como se quiera, pero finitas; y la división que se realice sobre una magnitud muy grande puede aplicarse en igual razón a otra magnitud cualquiera, de manera que ello no supone diferencia alguna para la demostración» (ibid., III, 7, 207b 27-34). Es éste un texto notable que concentra, en un penetrante resumen, las ideas matemáticas que aparecen en el postulado 2 de Euclides, en el lema de Eudoxo, en el principio de divisibilidad simple (existencia de la n-ésima parte) y en el de la existencia de la «cuarta proporcional»; es decir, todo lo que se necesita para demostrar la divisibilidad ilimitada en Euclides, Elementos, proposición X, 1. Pero, al elaborar una teoría de la «física», es decir, de la naturaleza, Aristóteles está obligado a llegar más lejos que el matemático: este último aferra sus demostraciones en definiciones e hipótesis que, como tales, bastan para su ciencia, ya que ésta se refiere a entes abstractos. Ahora bien, según Aristóteles, la hipótesis fundamental del físico es laexistencia real de la naturaleza; y la teoría de la naturaleza queda, por consiguiente, obligada a dar cuenta de la constitución real del continuo, y no solamente de las operaciones que es posible realizar sobre él. Por esta razón, Aristóteles tratará de elucidar lógicamente la estructura misma del continuo. 6. La estructura del continuo El problema que se plantea entonces es el de la relación entre un continuo y sus partes, pues «no existe ningún continuo sin partes» (ibid., VI, 2, 233b 31); y, por otro lado, entre un continuo de dimensión n y los elementos de dimensión n − 1, o sea, en la práctica, entre una recta y sus puntos. A título de observaciones preliminares, cabe recordar las páginas en que Aristóteles, al tratar del tiempo, que es él mismo continuo, enuncia algunas proposiciones relativas al instante que valen también para el caso del punto situado sobre la línea: «El tiempo es continuo por el instante y divisible según él» (ibid., IV, 11, 220a 4-5); «en cierto modo, esto es consecuencia de lo que sucede para el punto, que hace continua a la longitud y también la limita; pues es, en efecto, el comienzo de una parte y el final de otra» (ibid., 220a 9-11). La idea se repite luego con otra forma: «En cuanto a la definición, el mismo punto no es siempre uno, pues es otro cuando se divide la línea [Aristóteles quiere decir que un punto de división es un punto doble, extremo de uno y otro de los dos segmentos determinados sobre la línea], pero en cuanto se toma como uno, es el mismo en cualquier concepto [es decir, en sí mismo y por su definición] (…): limita y unifica las dos partes» (ibid., IV, 12, 222a 16-19). Euclides expresará esta idea diciendo que los extremos de una línea son puntos (libro I, definición 3), enunciado que explicita la relación entre el punto (definición 1) y la línea (definición 2). La idea tiene como corolario que el punto no es una «parte» de la línea. Con lo que nos encontramos ante la tesis fundamental: «El instante no es parte del tiempo, como tampoco los puntos lo son de la línea; las partes de la línea son líneas» (ibid., IV, 11, 220a 19-21). El camino a seguir para establecer esta tesis fundamental es bastante largo. En primer lugar, Aristóteles tiene que enunciar varias definiciones relativas a las nociones que intervienen en la definición de la continuidad. Lo hace en el libro V de la Física (§ 3, 226b 18-227b 2); en laMetafísica (K, 12, 1068b 26-1069a 14) figura un resumen de dichas definiciones. Éstas hacen referencia, por supuesto, a seres físicos. La continuidad es una especie de contigüidad en la que los extremos de las cosas contiguas constituyen una misma y única cosa y se «mantienen unidos». A su vez, la contigüidad se define mediante la conjunción: la de consecutividad y la de contacto. El contacto queda definido por el hecho de que los extremos están juntos, es decir, no están separados; o también, que coexisten simultáneamente en un mismo lugar. En cuanto a la consecutividad, se dice de las cosas entre las que no se encuentra ningún intermediario del mismo género; es comparable a nuestra noción de sucesor inmediato. Queda por definir la noción de intermediario: para una cosa que cambia o que se mueve de manera continua, es el término que precede al término extremo. Vemos así que esta sucesión de definiciones es circular y que, coherentemente con la doctrina de Aristóteles, el recurso último lo constituye la noción física central: la 1.º 2.º noción de movimiento. En un sistema que ignora la relatividad y en el que el movimiento se opone al reposo en términos absolutos, aquél puede en efecto constituir un término de referencia para la continuidad, mientras que el reposo representa la discontinuidad, la interrupción del movimiento. Por otra parte, en la medida en que está relacionada con un sentido de recorrido de la trayectoria, la idea de movimiento proporciona una noción de orden para los distintos puntos de esta trayectoria. Enunciadas esas definiciones, está claro que todo lo que es continuo está en contacto, y que la recíproca es falsa: ello depende de la distinción entre la idea de que los extremos «están juntos» y la idea de que son «una misma y única cosa y se mantienen unidos». Por otra parte, todo lo que está en contacto es consecutivo, pues no existe ningún intermediario del mismo género entre dos cosas en contacto; y la recíproca es falsa, puesto que existen cosas consecutivas separadas por un intermediario de un género distinto y que, por tanto, no están en contacto. Incluso existen cosas consecutivas que no están separadas por ningún intermediario y no por eso estánmenos separadas, luego no están en contacto: éste es el caso, por ejemplo, de las unidades que constituyen a los números enteros, de acuerdo con la definición de los antiguos (el número de una colección es una pluralidad de unidades). Evidentemente, este tipo de orden de los enteros es el que guía implícitamente la definición de la noción de consecutividad[8]. Provisto de estas nociones, Aristóteles va a establecer la tesis fundamental en el libro VI de la Física, § 1, 231a 17b 18: Tesis: Es imposible la existencia de un continuo a partir de indivisibles. Ejemplo: Si la línea es un continuo y el punto, un indivisible (= un objeto sin partes, cf. Euclides, Elementos, I, definición 1), es imposible que una línea esté «compuesta» por puntos. Demostración: (de orden «métrico»): Si la línea estuviera compuesta por puntos, el continuo sería divisible en indivisibles, si lo compuesto se divide en aquello de lo que está compuesto; pero ningún continuo es divisible en elementos sin partes. En efecto, los elementos sin partes son de medida nula (Euclides enuncia que una magnitud es parte de otra cuando la mide exactamente, libro V, definición 1; un objeto sin partes no podría medirse, por lo tanto, de ningunamanera); así pues, no pueden formar magnitud alguna componiéndose aditivamente; ahora bien, todo continuo posee una determinada magnitud, y «toda magnitud es continua» (ibid., IV, 219 a 11). (de orden «topológico»): No puede afirmarse que los extremos de los puntos sean una misma y única cosa, ni aun que estén juntos (porque lo indivisible no posee extremos, ya que éstos implican la existencia de partes). Aristóteles reelabora y detalla inmediatamente esta demostración de la manera siguiente: el continuo implica contacto y el contacto, consecutividad, como A) a) b) B) a) b) i) ii) hemos visto antes; ahora bien, ni el uno ni la otra son posibles entre los puntos del continuo: el contacto es imposible, puesto que si tiene lugar entre la parte y la parte, es imposible porque lo indivisible no posee partes; si tiene lugar entre el todo y el todo, los puntos en contacto no formarán un continuo (es decir: estarán confundidos), pues el continuo posee partes ajenas las unas a las otras y puede dividirse en partes de manera que algunas de entre ellas estén mutuamente separadas; la consecutividad es imposible, ya que, si dos puntos son distintos, tienen a la línea como intermediario (un intervalo); pero, sin embargo, no es posible que exista entre puntos un intermediario de un género diferente; en efecto, si existe un intermediario, será o indivisible, o divisible, y si es así, entonces será divisible o en indivisibles, o en partes que seguirán siendo divisibles; pero, si se da a) o b) i), el intermediario no será de un género distinto sino del mismo género y, por consiguiente, de acuerdo con la definición, no habrá consecutividad; por otra parte, en la situación b) i) no se puede tener el continuo como intermediario, puesto que el continuo implica contacto, hipótesis rechazada en A) para los indivisibles; por fin, si se da b) ii), el intermediario será el continuo: por consiguiente, entre dos puntos existirá otro, por lo menos, y así sucesivamente, con lo que potencialmente se tiene una infinidad de puntos y ninguna consecutividad. Así pues, si no hay ni contacto ni consecutividad posibles entre los puntos del continuo, ello significa que no está «compuesto»de tales elementos indivisibles, QED. Las partes constitutivas del continuo son segmentos del continuo, consecutivos y en contacto, y por consiguiente contiguos, y con los extremos confundidos. Cabe notar que la parte B) de la demostración equivale a mostrar que el tipo de orden de los enteros no es adecuado para los puntos de la línea. El propio Aristóteles extrae, de algún modo, esta conclusión: «No existe una primera parte en un tiempo, ni en la magnitud, ni en ningún continuo en general, pues todo continuo es divisible hasta el infinito» (ibid., VI, 2, 232a 23-25). Los indivisibles, los puntos, no poseen más que una existencia potencial en el continuo, la cual no se actualiza más que en los extremos de un segmento, o cuando se escoge uno de ellos designándolo distintamente. Los indivisibles son los límites del continuo, pero no sus elementos constituyentes. Por lo demás, desde el punto de vista físico, ¿qué significado podría tener la existencia en acto de un indivisible inextenso en la naturaleza? 7. Física, matemática y filosofía Así queda, pues, justificada física y lógicamente la divisibilidad de las magnitudes hasta el infinito que los matemáticos deducen de sus postulados. Aristóteles sólo puede alcanzar el resultado aferrando, él también, la sucesión de sus definiciones — pues hay que detenerse en algún punto— a una hipótesis inicial, pero que es de orden físico: se trata de la continuidad del movimiento. Por lo demás, cita otros ejemplos de continuidad: el injerto, la sínfisis, en el caso de una unidad orgánica, e incluso da ejemplos de orden técnico como la encoladura. El concepto del continuo elaborado por Aristóteles proporciona una base adecuada para aquello de lo que el matemático afirma la existencia potencial: el sistema de los puntos racionales de la recta. Hemos visto que eso es todo lo que precisa la demostración de inconmensurabilidad, la cual no exige más que la prosecución indefinida de un proceso de división sobre cada uno de los dos segmentos que se comparan, y que no afirma en absoluto la existencia de puntos irracionales. La diferencia entre la concepción antigua y la moderna no reside solamente en la distancia que media entre infinito potencial e infinito actual, sino también en el hecho de que el continuo contiene elementos otros que los que aparecen por el análisis de Aristóteles, limitado a la existencia potencial de un sistema numerable. Los referentes físicos de Aristóteles le imponían, por una parte, una noción de orden que, en su época, poco más podía que venir especificada por el orden de los enteros; y, por otra parte, le imponían la exigencia de la conexión de las partes. Es preciso que los elementos de un continuo se sucedan y se fusionen, a la vez, progresivamente. Una vez demostrado que el tipo de orden de los enteros no es el adecuado para los puntos de la línea, y no pudiendo disponer de otro tipo de orden, Aristóteles se hallaba obligado a negar la existencia actual de dichos puntos, salvo en calidad de límites del segmento. En éste, las partes y los otros puntos sólo tienen una existencia potencial: si se distinguen n puntos distintos entre los extremos, (n + 1) partes distintas y consecutivas alcanzan igualmente la existencia actual, y sus extremos en contacto se fusionan en un solo punto (n veces). El continuo resulta estar representado como una colección bien eslabonada de partes virtualmente separadas por puntos límites; mientras que el punto de vista dual, para el que el continuo sería el conjunto de esos puntos límites virtuales, les estaba reservado a los modernos. Mediante la teoría del infinito potencial, Aristóteles eludía la dificultad de concebir que todo punto de un continuo, aunque posea sucesores, no tiene sin embargo un sucesor inmediato. Sean cuales fueren los argumentos a favor de la existencia del continuo físico que Aristóteles podía extraer de la observación de la naturaleza, es imposible pasar por alto que la demostración rigurosa de la divisibilidad indefinida de las magnitudes sólo se hizo necesaria con objeto de demostrar la inconmensurabilidad, aunque hubiera sido utilizada mucho antes, por ejemplo por Zenón de Elea. Fue la necesidad de acabar lógicamente con la aporía de lo inconmensurable lo que llevó a los matemáticos a precisar sus hipótesis, a perfeccionar sus razonamientos y a elaborar una teoría satisfactoria. Es por tanto más que verosímil que este descubrimiento, sus etapas, sus vicisitudes, sus repercusiones, tengan algo que ver con la convicción expresada por varios filósofos, Aristóteles entre ellos, de que las magnitudes físicas son continuas y sólo en potencia divisibles hasta el infinito. Solamente a costa de ello podían las matemáticas aplicarse a la realidad. Por otra parte, la insistencia con que Aristóteles defiende que el continuo no está compuesto por indivisibles está, quizás, relacionada con la existencia de una tesis de ese tipo en el transcurso de la historia del pensamiento griego. En realidad, pensar conjuntamente el continuo y la divisibilidad era una empresa audaz. Así, en Parménides el continuo aparece por razones exclusivamente de orden lógico-ontológico: la discontinuidad implica la existencia del no-ser, y esta existencia, en sí misma contradictoria, acarrea una serie de contradicciones y, en consecuencia, la imposibilidad de cualquier teoría verdadera. De lo que resulta que el Ser no es susceptible de dividirse, pues ello implicaría que el no-ser pudiera insertarse en él: por lo que, hablando real y verdaderamente, es indivisible. Ante una tal doctrina, se concibe que la divisibilidad de las magnitudes, afirmada por los matemáticos y luego llevada hasta el infinito por la necesidad de concebir la inconmensurabilidad, haya constituido un grave problema. O bien hay que considerar ilusoria a la geometría y rechazarla al mundo de la apariencia, donde todo es sólo opinión, lo que la destruye como verdad científica. O bien hay que establecer una distinción entre una realidad continua indivisible y el universo de los entes matemáticos, lo que equivale a quebrar la univocidad del Ser de Parménides y a internarse en las dificultades de una teoría de las relaciones entre la física y la matemática. Por otra parte, si la tesis de que las magnitudes están constituidas por indivisibles había sido defendida por alguien, por ejemplo por algunos pitagóricos, dicha tesis se hacía insostenible; ya que, según el testimonio de Aristóteles, la doctrina de esa escuela era una ontologia física y, en consecuencia, los indivisibles debían ser «entes», seres reales. También en este caso se revelaba como indispensable la disociación de los sincretismos arcaicos entre la realidad física, la magnitud geométrica y el número entero. Así pues, las matemáticas impusieron a los estudiosos la autonomía de sus campos operatorios y teóricos a causa de las propias exigencias aparecidas en el curso de su progresión. Pero, para los filósofos, subsistía el problema de salvaguardar su aplicabilidad al conocimiento de lo real, de la naturaleza, del cosmos. No es ahora ocasión para entrar en el análisis de las soluciones que, a este respecto, presenta la historia de la filosofía griega y emprender, en particular, el estudio del papel desempeñado por la doctrina platónica de las Ideas con relación a los problemas que el eleatismo o el pitagorismo habían dejado abiertos. Por lo que hace a Aristóteles, puede decirse que tomó en cuenta la exigencia de Parménides al afirmar, tanto en el plano físico como geométrico, solamente una divisibilidad ilimitada potencial, un infinito en potencia; ello le permitió mantener, a la vez, la concepción de los objetos matemáticos como abstraídos de las realidades físicas y, por consiguiente, ideales pero aplicables a lo real, y la de un universo realmente continuo, que no admitía ni vacío ni átomos, y que era finito. Esta breve incursión en problemáticas que se sitúan más allá del dominio matemático nos parece que desemboca de nuevo en la conclusión ya formulada: en esta historia compleja,no se ve en ninguna parte que el continuo haya sido un dato inmediato, una determinación intuitiva simple. Es un producto elaborado de la meditación ontológica y de la conceptualización matemática. Matemáticas y realidad física en el siglo XVII (de la velocidad de Galileo a las fluxiones de Newton) François de Gandt Derivada y velocidad El siglo XVII vio nacer a la vez, poco más o menos entre 1610 y 1690, el cálculo infinitesimal y la ciencia del movimiento. Ambas direcciones de investigación son inseparables; forman parte de un único esfuerzo global por elucidar los fenómenos del movimiento. A menudo, fueron unos mismos personajes quienes enriquecieron, a la vez, la reflexión filosófica, los procedimientos matemáticos y la aprehensión física de la naturaleza. Quisiera mostrar esta imbricación en detalle y recusar un modo demasiado ingenuo de ver las cosas, como sería el siguiente: el físico, que se ocupa de los fenómenos naturales de movimiento, tenía muchas dificultades para estudiar y calcular las velocidades instantáneas; mas, hete aquí que, un buen día, un especialista de otra disciplina, un matemático le suministró los útiles infinitesimales, principalmente, la noción de derivada. De hecho, esta noción nació en el contexto del estudio del movimiento; incluso, en diversos autores la derivada no es sino la propia velocidad. Casi sin exageración, podría decirse que no fue la derivada la que hizo posible definir la velocidad, sino al contrario. En un gran número de textos, la velocidad instantánea es una noción que se da por admitida y que sirve de base para los razonamientos infinitesimales. El ejemplo de Newton es muy claro: su cálculo de «fluxiones» es una comparación entre velocidades de variación. Mi intención aquí es la de seguir ese hilo continuo que va desde la velocidad «física» estudiada por Galileo hasta las fluxiones «matemáticas» de Newton. Elegiré algunas etapas decisivas en el progresivo refinamiento de la noción de velocidad que son asimismo, como es natural, etapas decisivas en el nacimiento del cálculo infinitesimal. Los hombres del siglo XVII manipularon movimientos acelerados y velocidades instantáneas durante bastante tiempo antes de poder precisar qué entendían por ello (cierto que nuestros «pedagogos» de hoy, sobre todo en el campo de las matemáticas, están convencidos de que hay que definir antes quemanipular…). No todos los creadores del análisis infinitesimal pueden vincularse a esa corriente, a esa inspiración cinemática. Ni Fermat ni Leibniz, por ejemplo, razonaron de esa manera; por eso no mencionaremos aquí sus contribuciones. Además, algunos autores rechazaron esta matemática ligada al movimiento. De entre ellos, Descartes es el más importante: su Géométrie representa la reacción de una matemática sumamente estricta, demasiado estrecha en realidad para abarcar el desarrollo de las nociones y problemas de la época, pero que fue fecunda a causa, precisamente, de las limitaciones que impuso. La idea preconcebida que mi presentación ha tenido como guía, y que requeriría que se la precisara y verificara, podría formularse así: en la vida cultural del sigloXVII, la cuestión del movimiento desempeñó un papel primordial, especialmente como introducción natural e intuitiva a los problemas y descubrimientos del cálculo infinitesimal; por supuesto, era también necesario resolver las dificultades lógicas del infinitamente pequeño, de los indivisibles, etc. Pero las especulaciones lógicas no fueron el motor de esta historia: el estudio de los movimientos y de las velocidades constituía un motivo mucho más poderoso, brindándole al razonamiento un soporte físico e imaginativo. 1. La velocidad en los «Discorsi» de Galileo Una noción intuitiva de la velocidad Las investigaciones de Galileo sobre la caída de los cuerpos nos proporcionarán el punto de partida para nuestras indagaciones. En su última obra, los Discursos sobre dos nuevas ciencias (1638, citados abreviadamente como Discorsi), Galileo da la ley del movimiento uniformemente acelerado (el espacio recorrido es proporcional al cuadrado del tiempo y demuestra que los proyectiles han de tener una trayectoria parabólica. Sin embargo, la idea que se forma Galileo de la velocidad es aún bastante vaga e intuitiva. En ninguna parte explica, de un modo preciso, a qué llama velocitas: no aparece ninguna definición de la velocidad instantánea, ni aun de la velocidad uniforme o media. La noción de velocidad interviene de repente en el desarrollo relativamente riguroso de su razonamiento, sin preparación ni justificación, justo en medio de un axioma: «Axioma III: El espacio recorrido en un tiempo dado a mayor velocidad, es mayor que el espacio recorrido, en el mismo tiempo, a menor velocidad» (Discorsi, trad. cast. J. Sádaba, pág. 268). La velocidad es simplemente una cierta cualidad de los cuerpos, susceptible de aumentar y de disminuir eventualmente, cabrá intentar poner en relación velocidades diferentes. En cualquier caso, no es una cantidad propiamente dicha. Así, para afirmar que la velocidad crece proporcionalmente al tiempo, Galileo utiliza una fórmula que marca la diferencia de condición entre la velocidad y el tiempo: «La intensificación de la velocidad se produce de acuerdo con la extensión del tiempo» («intensionem velocitatis fieri juxta temporis extensionem»,Discorsi, trad. cast. retocada, pág. 278). Mientras que el tiempo o la longitud son «extensiones», magnitudes aditivas, la velocidad es una magnitud de otro tipo; es lo que se llama una magnitud «intensiva»: es imposible medirla directamente, como se mediría una longitud, y no se la puede calcular sumando «partes de velocidad». Por lo demás, Galileo no habla de «cantidad de velocidad», sino tan sólo de «grados de velocidad». De hecho, habrá que esperar bastante tiempo para encontrar una definición propiamente dicha, en términos modernos: quizás la primera se encuentre en las comunicaciones de Varignon a la Academia de ciencias francesa en 1700. Incluso Newton se contenta con la siguiente «definición», incluida en un manuscrito de juventud: «La velocidad es la intensidad [¿o la intensificación?] del movimiento» («velocitas est modus intention», Unpublished scientific papers, pág. 115). Es de suponer, además, que los hombres de esa época no sentían la necesidad de definir semejante noción. ¿Cómo comparar velocidades? Para hacer comprender lo que es un grado de velocidad instantánea, definida en cada instante, Galileo acude a la distancia que recorrería el móvil en un tiempo determinado si su velocidad ya no variase, si el grado de velocidad adquirido en un momento dado permaneciese igual (pág. 279). Esta distancia recorrida con un movimiento uniforme proporciona una evaluación, un criterio de comparación; y, sobre todo, permite concebir o representar la noción de que se trata. Pero, desde luego, nunca puede constatarse directamente. Galileo utiliza otro medio para apreciar la velocidad, con objeto de contestar a un reparo que se le hace. Veamos cómo se coordinan las ideas (págs. 279-281): admitamos, por una parte, que la velocidad en cada instante se mide por la distancia que recorrería el móvil si su movimiento fuera uniforme; por otra parte, Galileo afirma que el cuerpo que cae pasa por todos los grados de velocidad, cada vez más lentos si nos remontamos hasta muy cerca del principio de la caída; ello significa, entonces, que el móvil, en las proximidades del principio de su caída, posee una velocidad con la que no conseguiría, en mil años, recorrer ni un palmo, o incluso menos todavía. ¿Cómo imaginar algo semejante? Galileo contesta proponiendo otra manera de medir la velocidad, más directa y sensible: si se considera que una maza actúa con tanta mayor fuerza sobre una estaca cuanto mayor es la velocidad de la maza, hay que admitir que la misma maza puede tener un efecto y, en consecuencia, una velocidad tan pequeños como se quiera, a condición de dejarla caer desde una altura muy pequeña. La lentitud de su movimiento se comprobará por elhundimiento casi nulo de la estaca. De esta manera, Galileo hace concebible la idea de una velocidad muy débil, y consigue que se admita su tesis de que el móvil pasa por todos los grados de velocidad. En este caso, la velocidad se mide por el efecto producido: «Podremos conjeturar sin error cuánta es la velocidad de un grave que cae, por la cualidad y la cantidad del golpe» (pág. 280, trad. cast. retocada; texto: «Quanta sia la velocità d’un grave cadente, lo potremo noi senza errore conietturare dalla qualità e quantità della percossa»). Para alcanzar una realidad tan huidiza como la velocidad, varios caminos valen más que uno. El teorema del grado medio En todo su estudio sobre la caída de los cuerpos, Galileo no manipula directamente velocidades variables; utiliza un artificio para reducir los movimientos uniformemente acelerados a movimientos uniformes. Este artificio es el teorema del grado medio, descubierto en el siglo XIV (por los filósofos del Merton College de Oxford y por Nicolás de Oresme en París); una magnitud intensiva uniformemente variada entre dos grados extremos, produce el mismo «resultado» global que una magnitud intensiva uniforme cuyo grado constante fuera igual al grado medio de la precedente. Los medievales concebían esta equivalencia para todo tipo de variaciones: una llama cuya intensidad variase uniformemente entre dos extremos produciría, en un tiempo dado, los mismos efectos que una llama de intensidad media constante. Nicolás de Oresme representa gráficamente este resultado mediante la igualdad de dos superficies (véase fig. 1). Figura 1: «Teorema» del grado medio Las aplicaciones de este teorema eran muy diversas, rayando a veces con el absurdo. Por su parte, Galileo se limita al movimiento acelerado: un móvil que parte del reposo y acelera uniformemente, recorrerá el mismo espacio, en un tiempo dado, que otro móvil en movimiento uniforme y de velocidad igual a la mitad de la velocidad final del móvil acelerado. La demostración de Galileo es bastante escabrosa: considera «todas» las velocidades por las que pasa el móvil sucesivamente, representadas por los segmentos crecientes hk «contenidos» en la superficie (págs. 292-293). Gracias a este teorema, el estudio de un movimiento acelerado se reduce a un caso más simple, el de un movimiento uniforme (véase fig. 2). Figura 2: El segmento AB representa el transcurso del tiempo de A hacia B; el segmento BE es el mayor (y último) grado de velocidad adquirido en el instante B; la superficie triangular AEB «contiene» todos los grados de velocidad creciente uniformemente desde el instante A (en que la velocidad es nula) hasta el instante B (en que la velocidad es máxima). Ahora bien, si se representa un movimiento uniforme que recorre el mismo intervalo de tiempo AB con una velocidad constante igual a BF, todos los grados de velocidad (constantes) de este movimiento estarán «contenidos» en el rectángulo AGBF. Así pues, existe una cierta equivalencia entre esos dos movimientos. Galileo extrae de ello la conclusión de que el espacio recorrido es el mismo, sin ser perfectamente consciente, en mi opinión, de que el área medida bajo la curva de las velocidades «representa» la distancia. Una confusión de Galileo Con todo, hay un pasaje en el que Galileo razona directamente sobre velocidades que varían en cada instante, y se enreda horriblemente al aplicarle a la velocidad instantánea lo que sólo vale para la velocidad uniforme. Trata de demostrar que la velocidad no puede ser proporcional al espacio recorrido, como élmismo había creído en otro tiempo que lo era (pág. 285). El razonamiento me parece ser el siguiente: • si las velocidades son tanto mayores cuanto más largo es el trayecto, entonces los trayectos se efectuarán todos en el mismo tiempo (pero ello no es cierto más que para velocidades uniformes, cada una sobre un segmento distinto); • ahora bien, en este caso las velocidades serían tanto mayores cuanto más lejos se estuviera del punto de partida (esta vez, se trata de velocidades instantáneas, en diferentes puntos de una misma recta); • así pues, los diferentes puntos del recorrido se alcanzarían todos a la vez, lo cual es imposible. La pretendida refutación deGalileo reposa en una confusión entre velocidad uniforme y velocidad instantánea. Algunos historiadores han tomado el partido de Galileo: Fermat contra Gassendi, Peirce contra Mach, y Bernard Cohen hace veinte años. Para quienes lo consideran aceptable, el razonamiento de Galileo equivaldría a decir que la ecuación no tiene solución no nula si se ha hecho s = 0 para t = 0. Una cosa es cierta, y es que Galileo escribe fórmulas imposibles de admitir desde nuestra perspectiva actual: habla de «la velocidad con que un móvil ha atravesado una distancia de cuatro codos», como si pudiera hablarse de la velocidad sobre una porción finita del recorrido, luego de haber afirmado que la velocidad varía en cada punto. Quizás creyó poder aplicar su teorema del grado medio en el caso en que la velocidad varía en función del espacio. 2. Las curvas mecánicas La herencia de la antigüedad Nuestro universo técnico nos ha acostumbrado a razonar constantemente en términos de velocidad instantánea; por esto nos sorprendemos al constatar que Galileo es tan torpe. En el siglo XVII, se trata verdaderamente de objetos nuevos que los «filósofos de la naturaleza» han de aprender a manejar, y podría considerarse que el intervalo de tiempo que media entre Galileo y Newton corresponde aproximadamente a este aprendizaje. La herencia científica de la antigüedad no incluía nada parecido, salvo una excepción. Lamatemática griega sólo se ocupaba de objetos inmóviles, contemplados en una especie de universo de las ideas. En Euclides no hay movimiento, aparte de la operación ritual, completamente ficticia, consistente en hacer coincidir dos figuras. Incluso, nunca se dice: «Construyamos tal cosa…», sino: «Sea tal cosa construida…». De un modo general, la ciencia antigua no es una ciencia del movimiento. Para Platón y Aristóteles no puede existir una auténtica ciencia que se refiera a los objetos cambiantes de este mundo. Con todo, la tradición matemática clásica, o al menos una corriente particular y marginal de esta tradición, le proporcionó a Galileo con qué alimentar sus métodos de razonamiento. Él mismo lo explica al principio de su exposición sobre el movimiento acelerado, en términos bastante claros, aunque poco comprensibles para un lector actual: «Y en primer lugar, conviene encontrar y explicar una definición que sea exactamente conforme al movimiento acelerado que utiliza la naturaleza. En efecto, nada se opondría a inventar arbitrariamente un cierto tipo de movimiento [latio = transporte], y a que, a continuación, se estudiaran las propiedades que derivan de un tal movimiento (así, los que han imaginado las hélices o las concoides como líneas engendradas por ciertos movimientos, aunque la naturaleza no haga uso de ellos, han hecho maravillas al demostrar las características de esas líneas a partir de su definición enunciada inicialmente); no obstante, y ya que la naturaleza se sirve de un determinado tipo de aceleración para el descenso de los cuerpos pesados, hemos decidido estudiar las propiedades de esos cuerpos […]» (Discorsi, pág. 275, trad. cast. modificada). Precisemos primero que, en esa época, la palabra latina hélix designa la espiral, incluso digamos la espiral de Arquímedes, la única conocida. ¿Qué relación puede existir entre el estudio de la caída y el de las espirales y las concoides? Galileo parece decir: de entre todas las composiciones de movimientos que pueden imaginar los matemáticos, restringiré mi interés a la que es adecuada para describir la caída de los cuerpos (o más exactamente: a la que realmente utiliza la naturaleza para hacer caer los cuerpos). Uno se pregunta entonces: ¿dónde demonios ve Galileo una composición demovimientos en el descenso de un cuerpo pesado? Es difícil contestar a esa pregunta; pero podemos sustituirla por esta
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