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Sociedad y sensatez 
Frank J. Sheed 
 
 
Indice 
 
 
o 1. Sensatez ante todo 
 
 El hombre 
o 2. El hombre esencial 
o 3. Reverencia 
o 4. El hombre existencial 
o 5. Realismo 
o 6. La ley 
o 7. El amor 
 Matrimonio y familia 
o 8. La naturaleza del sexo y el matrimonio 
o 9. El matrimonio y la ley de Dios 
o 10. El matrimonio existencial 
 Sociedad y estado 
o 11. La sociedad y la naturaleza del hombre 
o 12. Hecho social y orden político 
o 13. El César y los ciudadanos 
o 14. Libertad, igualdad, personalidad 
o 15. La personalidad en eclipse 
o 16. Vitalidad 
 
1. Sensatez ante todo 
Nuestro modo de tratar una cosa depende en última instancia del juicio que nos 
hayamos formado sobre ella. De distinta manera tratamos, por ejemplo, a las personas 
y a los gatos, porque es diferente la idea que tenemos de lo que es una persona y de lo 
que es un gato. Todas nuestras instituciones —la familia, la escuela, los sindicatos, el 
gobierno, las leyes, las costumbres y todo lo demás— brotaron de la idea que tenían 
del hombre los que las crearon. Si queremos comprenderlas profundamente, debemos 
penetrar en la idea que expresan del hombre. En la historia humana hay períodos en 
los que no hay necesidad inmediata y obvia de hacer esta clase de investigación 
profunda. Cuando las instituciones profundamente arraigadas funcionan normalmente y 
contribuyen a la felicidad, la gran masa de los hombres puede limitarse a vivir 
sencillamente con ellas sin plantearse ningún problema. Pero cuando algo no está en 
regla en alguna institución —de modo que se tenga que considerar la oportunidad de 
corregirla (y, dado que sí, en qué forma) o si debe suprimirse (y, en tal caso, con qué 
se ha de sustituir)—, entonces la pregunta acerca de lo que es el hombre resulta no 
sólo práctica, sino más práctica que ninguna otra. 
Y esto por dos razones. Una de ellas es vital, aunque muy negada en nuestros días; la 
otra vital también pero no tan fácil de negar. La primera razón es que todos los órdenes 
sociales han sido hechos por los hombres y deben examinarse en función de su aptitud 
para los hombres. No faltarán quienes sonrían ante esta razón. Por el momento no 
queremos discutirla con ellos. Preferimos polar directamente a la segunda, a saber, que 
todos los órdenes sociales están constituidos por hombres. Los que fabrican maquinas 
estudian el acero, los que fabrican estatuas estudian el mármol, los que ordenan 
sistemas sociales han de estudiar al hombre, puesto que el hombre es la materia prima 
de los sistemas sociales», como el acero es la materia prima de las máquinas y el 
mármol lo es de las estatuas. Ahora bien, mientras no todos nos dedicamos a hacer 
máquinas o estatuas, todos estamos implicados en la construcción de sistemas 
sociales, desde los más pequeños, como la familia, hasta los más grandes, como el 
Estado al que pertenecemos. 
Toda nuestra vida consiste en tratar con otros seres humanos. Por eso, en nuestras 
relaciones personales todo el problema está en saber cómo se han de tratar los 
hombres; en el orden político la cuestión es exactamente la misma. Pero no es posible 
decidir inteligentemente cómo se debe tratar una cosa antes de haber visto claramente 
qué es la cosa. No podremos saber cómo se ha de tratar a los hombres sin haber visto 
con toda claridad qué es el hombre. 
Esta es la razón por la que hemos puesto la palabra sensatez en el título del libro. 
Sensatez significa ver las cosas como son, vivir en la realidad de las cosas. Si uno ve 
lo que no es —si ve culebras serpenteando por el empapelado de su habitación, por 
ejemplo, o se considera a sí mismo como Napoleón—, no es sensato. La dificultad está 
en que no siempre sabemos si la gente ve lo que no es o no ve lo que es. Esto puede 
suceder en forma menos patente que en los ejemplos que acabamos de aducir, pero el 
principio es siempre el mismo: tomar lo que no es por lo que es, es señal de 
insensatez. Por ejemplo, hacerse ilusiones afectivamente, tomando los propios deseos 
por realidades, es un defecto mental; lo mismo se diga de tomar las propias 
aprensiones por realidad, en una palabra, tomar por realidad lo que no lo es. Hacerse 
ilusiones es la cosa más corriente; en sociología y en política es un fenómeno casi 
universal. Es la cosa más fácil del mundo. Nos concentramos en la cosa que deseamos 
—una organización particular de la sociedad, por ejemplo—, de modo que el asunto va 
tomando más y más cuerpo en nuestra mente; consideramos, naturalmente, los 
obstáculos con desazón e impaciencia, no experimentamos ningún gusto en mirarlos, 
cada vez los miramos menos y al fin acabamos por no mirarlos: los obstáculos siguen 
estando presentes, pero ya no lo están para nosotros: sólo nuestro deseo es real. Es 
posible que todavía hagamos alusión a los obstáculos, pero sólo lo hacemos para 
asegurar a nuestros oyentes, para confirmarnos a nosotros mismos de lo sólidamente 
que estamos apoyados en la realidad. Quienes se hacen ilusiones son muy aficionados 
a emplear, los slogans más realistas. Si oímos a un orador que exclama: «Los hechos, 
señores, los hechos son inexorables», ya podemos prepararnos para hacer una gira 
por el reino de Utopia. 
En todos los terrenos el test de sensatez consiste en preguntar: ¿Qué es?; en las 
relaciones humanas será preguntar: ¿Qué es el hombre? Aquí es donde efectivamente 
debe tener sus raíces la sociología. De otra manera, ninguna escrupulosidad de 
investigación ni ningún peso de pruebas científicas en las etapas subsiguientes podrá 
sanar este defecto radical. 
I 
Ahora bien, en el conjunto de nuestra vida social se pasa por alto al hombre. Se toma 
sencillamente al hombre como una palabra, como la etiqueta de una especie particular 
de seres (la especie a la que también nosotros pertenecemos) y nadie se decide a 
considerar en serio lo que significa el término. Pasamos inmediatamente a examinar el 
modo de hacer feliz a la criatura sin detenernos a preguntar qué es la criatura. Sin 
embargo, habría que seguir exactamente el camino contrario. Al proyectarse un nuevo 
plan que afecte la vida de los hombres, nuestra primera reacción es siempre preguntar: 
Hará a los hombres más felices? Sin embargo, ésta debiera ser la segunda pregunta, 
no la primera. La primera debería ser: ¿Responde esto a la naturaleza del hombre? La 
vida moderna se ha olvidado totalmente de este problema. En la educación tenemos un 
ejemplo tan perfecto que resulta casi ridículo. En casi todo el mundo occidental se 
considera al Estado como el educador nato. Las escuelas no dirigidas por el Estado se 
miran como algo anormal y en la mayoría de los países llevan sólo una existencia 
precaria. Esta situación parece la cosa más natural, siendo así que en realidad no deja 
de ser grotesca. Hay centenares de definiciones de la educación. Pero tomemos como 
definición un mínimum que sea aceptado prácticamente por todos, por ejemplo, que la 
educación consiste en preparar al hombre para la vida. Supongamos ahora que uno 
escribe al ministerio de educación de su propio país poco más o menos en estos 
términos: «Veo que ustedes se ocupan de preparar al hombre para la vida. ¿Podrían 
decirme qué es el hombre?» La única respuesta que posiblemente nos dieran sería: 
que vivimos en una democracia liberal: cada cual tiene derecho a profesar la religión o 
la filosofía que más le guste y conforme a sus enseñanzas mantener sus propios 
puntos de vista: que el hombre es materia o espíritu, o ambas cosas a la vez, o ninguna 
de ellas. Eso no le interesa al Estado, que es completamente neutral, no sabe lo que es 
el hombre. Si se les volviera a escribir preguntando: «Veo que en cuanto Estado no 
saben ustedes qué es el hombre. ¿Podrían decirme para qué se vive?», la respuesta 
sería exactamente la misma: que eso es asunto de cada ciudadano, que el Estadoes 
neutral y no sabe nada de eso. He llamado a esto grotesco y todavía he sido 
demasiado indulgente. Preparar a los hombres para la vida no sólo sin saber lo que es 
el hombre ni lo que es la vida, sino incluso sin dar importancia a estas cuestiones, en 
realidad sin habérselas planteado nunca, es la cosa más extraña que se pueda 
imaginar. Sin embargo, a la gente no le impresiona. El que hasta tal punto deje de 
extrañarles indica lo poco que se piensa en las cosas más fundamentales. 
Pero la gente no sólo no ve lo extraño que es esto, sino que ni siquiera hay manera de 
podérselo mostrar. Si se insiste en este punto, sencillamente se cambia la definición de 
la educación. Las escuelas, dicen, dan a sus alumnos una cantidad de informaciones 
útiles y los adiestran en ciertas técnicas de modo que puedan ganarse la vida, 
integrarse con sus semejantes y hacer las cosas que el Estado exige de los 
ciudadanos. Pero esto es sencillamente tomar lo extraño del problema del sistema 
escolar y trasladarlo a la vida de la sociedad entera mostrando cuán sólidamente 
arraigado está en ella. 
¿Para qué sirve la información? ¿Cómo podemos integrarnos con nuestros semejantes 
si ellos mismos no están integrados? y ¿cómo sabemos que lo están? Y, vistas las 
cosas tan raras que algunos Estados exigen a sus ciudadanos, ¿cómo sabemos que 
nuestro propio Estado no nos exige cosas que nos perjudican como a hombres? 
Ninguno de estos interrogantes se puede responder sin saber de antemano qué es el 
hombre. Una información es útil si nos ayuda a alcanzar mayor plenitud y riqueza 
humana; un hombre está integrado si todos los elementos de su naturaleza están 
debidamente relacionados entre sí y con el fin de la vida; el Estado no puede exigir a 
sus ciudadanos nada que, por mucho que aumente la eficiencia o el bienestar material, 
los ha de disminuir como hombres. En tales circunstancias, no sólo en la educación, 
sino en toda la vida de la sociedad, el trato que se dan los hombres entre sí y que les 
da el Estado, debe examinarse en función de la pregunta: ¿qué es el hombre? Pero 
esto nunca se pregunta. El Estado no sabe qué es el hombre y cada día ejerce más 
control sobre la vida humana. 
En Karl Marx se observa esta ignorancia del hombre en su estado puro. Las 
democracias occidentales no saben lo que es el hombre, o no se cuidan de ello. Con 
todo, tienen alguna noción de lo que desean los hombres y de cuáles serán 
probablemente sus reacciones. Marx, no. Tanto los que están de acuerdo con él como 
los que discrepan convienen en llamarle sociólogo. Pero Marx no era de ninguna 
manera un sociólogo. Era sencillamente un matemático. Examinemos este problema de 
aritmética: si un muchacho puede segar un campo en dos horas, ¿en cuánto tiempo lo 
segarán dos? La respuesta es, naturalmente, en una hora, pues dos muchachos 
emplearán la mitad del tiempo que emplea uno. Pero esto son matemáticas. En 
realidad los dos muchachos comenzarán a charlar, a discutir, hasta se pelearán; 
dejarán irremediablemente enredadas las segadoras y se marcharán a nadar, y ya no 
volverán. Esto es sociología. Y este es el sentido en el que decía yo que Marx era un 
matemático y no un sociólogo. Resolvía todos los problemas sociales sin tener en 
cuenta el elemento humano. Le hubiera bastado observar al primer hombre que 
encontrara para convencerse de que la sociedad sin clases no podía formarse con 
seres humanos. Pero no observó. Tenía su propia teoría sobre lo que es el hombre y 
¡no tenía necesidad de mirar más! 
Su más célebre seguidor, Lenin, se tomó por lo menos la molestia de mirar: vio que lo 
sociedad sin clases no se adaptaba al hombre, pero eso no le preocupó: «Los grandes 
socialistas, al prever el advenimiento [de la sociedad sin clases] presuponen un ser 
distinto del hombre corriente actual» [1]. En otras palabras, en esa época los hombres 
serán diferentes. El hombre es, naturalmente, la pesadilla del sociólogo. Le gustaría 
poder elegantemente prescindir de él. Le estaba reservado a Bernard Shaw, en esto, 
como en otras muchas cosas, ir hasta el extremo del asunto. También él vio lo que vio 
Lenin y que no había visto Marx. Su solución tiene un especial encanto: «Si la raza 
humana no sirve, la naturaleza tiene que intentar otra experiencia.» En otras palabras, 
la sociedad sin clases es un fin en sí: si el hombre no es apropiado para ella, la 
naturaleza misma debe descubrir alguna criatura que lo sea. Pero nuestro problema 
consiste en construir instituciones sociales para nosotros, no para alguna raza 
desconocida que todavía no ha asomado en el horizonte, y con el material disponible, 
es decir, con los hombres tal como son en realidad, con sus reales posibilidades de 
mejoramiento, aunque un sociólogo sensato nunca exagerará esas posibilidades. Esto 
es precisamente sensatez, negarse constantemente a perder el contacto con la 
realidad. 
II 
La cuestión ignorada surge todos los días, respecto al comportamiento del hombre 
consigo mismo y a su modo de proceder con los demás, en los más pequeños asuntos 
personales, como en los nacionales de mayor envergadura. 
Supongamos un asunto en el que discrepan las opiniones. ¿Es admisible el divorcio o 
el amor libre? Las golondrinas no se juntan —macho y hembra— para toda la vida; los 
gatos callejeros viven promiscuamente. El puritano más rígido no lo ve mal ni en las 
golondrinas ni en los gatos. Pero evidentemente volvemos a la pregunta sobre qué es 
el hombre. Tenemos que dejar esto bien sentado antes de dar una respuesta a esta o a 
otras cuestiones de moralidad personal. Sería una extraña coincidencia si las 
respuestas fueran las mismas en el caso en que el hombre fuera un ser afín a los 
ángeles o un animal que ha hecho mejor uso de sus oportunidades que los otros 
animales, o sencillamente una colección de electrones y protones, una fórmula 
química, una cosa para que el doctor pueda expedir una receta. 
Sólo quien tenga muy poco conocimiento del mundo podrá decir que los asuntos como 
el divorcio o el amor libre son personales y se pueden dejar sin dificultad para que el 
individuo en particular los resuelva como le plazca. Tomemos alguna cuestión más 
general que no se pueda despachar como ésta. ¿Es justo tratar a los hombres 
únicamente según nuestro propio interés? A los animales los ponemos a nuestro 
servicio pensando únicamente en nuestras necesidades, no considerando para nada 
sus preferencias. Nuestros médicos se sirven de los animales para sus experimentos, 
inoculándoles enfermedades espantosas, practicando su vivisección. ¿Está mal 
convertir a los hombres en esclavos o en conejillos de Indias y en hacerles la 
vivisección? «Ciertamente está mal», se responderá. «No se puede tratar a los 
hombres como a los animales.» Personalmente estoy de acuerdo en que no se puede, 
pero sólo porque sabiendo lo que es el hombre sé en qué difiere de los otros animales 
y qué diferencia constituyen esas diferencias. Lo cual sólo quiere decir que para 
responder inteligentemente a la pregunta formulada hay que dejar asentado qué es el 
hombre. No basta decir que el hombre sufriría al verse esclavizado o contagiado con 
enfermedades o cortado en lonjas. Tampoco a los animales les gusta ninguna de estas 
cosas. Pues, por qué hemos de tener consideración con los sentimientos de un hombre 
y no con los de un potro o los de un perro? Naturalmente esto depende de la idea que 
tenemos de lo que es el hombre. Se pensará que mis ejemplos son imaginarios, que 
bastará con responder a este tipo de preguntas cuando se presenten. Pues, ¿quién 
piensa en tratar así a los hombres? Quien así hablara habría olvidado los campos de 
trabajos forzados en la Rusia de hoy, los experimentos científicos en hombres vivos 
realizados en los campos de concentración de los nazis hace unos años. 
Personalmente es posible que no encontremos nunca a un solo individuo que defienda 
estas cosas, aunquenuestra civilización esté amenazada por un sistema semejante. 
Pero si nos encontráramos con tal persona, no nos hallaremos en condiciones de 
refutar sus argumentos a no ser que podamos establecer, y demostrar, una idea del 
hombre que las haga insostenibles. 
No quiero detenerme en multiplicar ejemplos a cual más evidente. Si nos damos cuenta 
de lo que supone esta línea de pensamiento nos parecerá claro que toda sociología 
inteligente tenga que atenerse a ella. Atribuimos, por ejemplo, inmenso valor a la 
igualdad humana. Todos los hombres, decimos, son iguales. Pero iguales ¿en qué? No 
hay ni una sola cualidad en la que todos los hombres sean iguales, ni siquiera hay una 
en la que dos hombres sean iguales. ¿La frase carece de sentido? Sólo tiene sentido 
con una condición, una condición que no cumplen la mayoría de los que la usan. Todos 
los hombres son iguales en cuanto que son igualmente hombres, de la misma manera 
que todos los triángulos son triángulos o que todos los elefantes son elefantes. Es 
decir, que todos los hombres son iguales entre sí en todo lo que implica el hecho de ser 
hombres. Pero no sabremos qué es lo que implica el hecho de ser hombres mientras 
no sepamos qué es el hombre. 
En realidad, lo que entra en juego es, más que la igualdad de los hombres, una cosa 
mucho más práctica, a saber, los derechos humanos. La expresión «derechos del 
hombre» significa con mucha frecuencia lo que es bueno, humano o sencillamente útil 
concederle. Pero las concesiones, por muy liberales que sean, no son todavía 
derechos. Derechos son lo que corresponde legítimamente al hombre, no lo que la 
sociedad está dispuesta a otorgarle. Corresponden al hombre porque es hombre y son 
valederos a pesar de la sociedad y aun contra la sociedad. Si no son esto, no son 
derechos en modo alguno, sino algo que se puede esperar de la benevolencia de la 
sociedad. Pero ¿tiene el hombre derechos? La respuesta depende, naturalmente, de lo 
que es el hombre. 
Vuelvo a repetir que en tiempos tranquilos, en los que las costumbres arraigadas 
siguen su camino sin perturbaciones, cuestiones como ésta pueden dejarse sin 
dificultad a los filósofos. Pero en nuestros días no hay ni una sola institución humana 
que no esté en tela de juicio. Todo problema en disensión, toda idea revolucionaria y 
toda reacción conservadora, todo se condensa en la pregunta sobre el modo cómo se 
ha de tratar al hombre y sólo podremos contestarla conforme a la idea que tengamos 
de lo que es el hombre. Ninguna sociedad se puede unificar si no está unida acerca de 
esta idea fundamental. De este modo no están unidos ni el Reino Unido, ni los Estados 
Unidos ni las Naciones Unidas. La cosa no es tan grave en los dos primeros casos, 
puesto que las dos naciones han heredado ciertos modos de vida y de acción en 
común establecidos por antepasados que estaban de acuerdo acerca de lo que es el 
hombre. Las Naciones Unidas no tienen tal pasado común. No hay ni un acuerdo actual 
en los principios acerca de cómo se debe tratar al hombre ni ningún acuerdo en la 
práctica que provenga de un pasado remoto, ya que las Naciones Unidas no tienen 
pasado y los miembros que las constituyen no han heredado ninguna actitud común 
con respecto al hombre. Pero tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos la 
situación es sólo ligeramente mejor. No podremos estar indefinidamente de acuerdo en 
la acción práctica si llega a desaparecer todo acuerdo acerca de la .realidad implicada 
en ella. 
III 
Mi experiencia personal me ha enseñado que es sumamente difícil inducir a alguien a 
sujetarse a estas líneas de pensamiento. La primera reacción es generalmente de tipo 
rudo y sincero. Quizá se cite incluso la famosa frase de Robert Burns. A manis a man 
for a' that. Este verso en dialecto escocés no contribuye a aclarar nada, pues viene a 
decir que un hombre es un hombre. ¡Fantástico! Pero ¿qué es un hombre? Persistir en 
tales argumentos resulta irritante. El interlocutor nos dice que todo el mundo sabe lo 
que es el hombre y que es una necedad perder el tiempo en cosas que todo el mundo 
sabe. Pero de hecho no todos lo saben, puesto que no todos están de acuerdo, y en 
esta „materia son tan graves las divergencias que, en el mejor de los casos, habrá uno 
que tenga razón, pero los demás estarán equivocados. 
Ante esta salvedad, nuestro hombre jugará su última carta. En un esfuerzo 
desesperado por evitar el tormento de tener que pensar en el problema, se acogerá al 
expediente práctico de cómo debe tratarse al hombre, acerca de lo cual nuestros 
antepasados, más inteligentes, ya se pusieron de acuerdo. Dirá que hemos llegado a 
una idea sumamente práctica de cómo debe tratarse a las personas y que no 
necesitamos perder el tiempo en construir teorías. Todo el mundo, dirá —caldeándose 
con este tema—, sabe perfectamente cuál es el modo bueno y el malo de tratar a los 
hombres. Lo malo es, aunque tenemos pocas esperanzas de hacérselo ver a nuestro 
hombre, que lo que todos saben, nadie lo sabe verdaderamente a fondo. Como todos 
lo saben, todos lo dan por supuesto, lo cual quiere decir que no se piensa en ello. 
Existe una absoluta inercia sobre esas cuestiones que nadie se plantea porque todos 
saben la respuesta, pero que si se plantean, nadie tiene una respuesta pronta. Lo único 
que se puede hacer es ruborizarse. 
Esto es precisamente lo que está sucediendo ahora que nos hallamos en pugna con 
los dirigentes soviéticos de Rusia, que tratan a los hombres en una forma que nos 
parece intolerable. Somos absolutamente incapaces de tener una discusión razonada 
con ellos sobre el particular. Porque esto equivaldría a mostrarles que nuestro modo de 
tratar a los hombres es correcto y que el de ellos no lo es, lo cual sólo se puede hacer 
mostrándoles que nuestra idea del hombre es verdadera y que la de ellos es falsa. 
Pero esto no lo podemos hacer porque no sabemos cuál es nuestra idea del hombre. 
Todo lo que podemos hacer en estas desdichadas circunstancias es decir a los rusos 
que desaprobamos y hallamos de hecho indignante su modo de tratar a los hombres. 
Pero esto no es un argumento. Ellos establecen el género de trato que creen ser 
conveniente y nosotros respondemos con el género de trato que nosotros tenemos por 
bueno. En otras palabras, les informamos sencillamente de nuestro prejuicio o reacción 
emocional en este particular. No es posible allanar las diferencias con una discusión, 
dado que no tocamos el problema fundamental, sin lo cual es imposible la discusión. 
Todas las frases que empleamos muestran que no nos hemos hecho cargo de nuestra 
insuficiencia. Recuerdo que una vez se me urgía para que votase por un partido 
determinado porque se había de entender bien con los Soviets: «hablamos su 
lenguaje». La verdad es que no hablamos ningún lenguaje. Lo que hacemos es 
irritamos y parlotear. Nuestra falta de claridad acerca de la palabra elemental «hombre» 
muestra que ninguna de las palabras sucesivas tiene un significado claro. 
Los dirigentes rusos, nótese bien, no se hallan en este atolladero. Ellos saben lo que 
entienden por hombre. Se equivocan, habiendo tomado su idea del hombre de Marx, 
que no prestó atención al hombre; pero son perfectamente claros en su idea y con ello 
pueden justificar el trato que dan al hombre. Esto les da una enorme ventaja en toda 
discusión con Occidente. Ningún ruso ha alegado nunca como título para algún cargo 
que hablaba nuestro propio lenguaje. De hecho todo buen comunista se desdeñaría de 
hacer valer tal título. En efecto, él habla un lenguaje, cosa que no hacen nuestros 
hombres representativos. Por eso es tan humillante todo intercambio entre nosotros y 
los dirigentes rusos. Por ejemplo, durante la guerra existía la pretensión de que ellos y 
nosotros estábamos asociados en una cruzada, una pretensión que, para hacerles 
justicia, apenas si se permitieron formular ellos: nos dejaronmentir, pues sabían que ni 
éramos ni podíamos ser asociados, precisamente porque no teníamos las mismas 
ideas acerca de lo que es el hombre ni podíamos tener las mismas ideas acerca de 
cómo hay que tratar al hombre. La disparidad durará mientras no aprendamos a ser tan 
claros acerca de nuestros fundamentos como lo son ellos acerca de los suyos. Sólo 
entonces podríamos entablar con ellos una discusión seria. Mientras no lo hagamos no 
habrá en definitiva más que una salida. En la imposibilidad de discutir, sólo seremos 
capaces de lanzarnos mutuamente poderosos explosivos. El que haya guardado para 
el final el más poderoso explosivo ese habrá ganado la guerra; pero no habremos 
ganado la discusión ni siquiera habrá habido discusión: un intercambio de prejuicios no 
es más razón que un intercambio de poderosos explosivos. 
Así que nuestro acuerdo práctico dentro de nuestra propia nación acerca de cómo 
hemos de tratar a los hombres —a saber, que se les debe tratar amablemente— no 
nos lleva a ninguna parte cuando nos enfrentamos con quien no piensa como nosotros. 
¿Hasta qué punto nos sirve dentro de nuestra propia sociedad nacional? La tendencia 
entre nosotros es: 1) a no inquirir acerca de lo que es el hombre, 2) a no imponer al 
hombre nada contra lo que sabemos por experiencia que ha de reaccionar 
violentamente, y así a ocultar a nuestros ojos los resultados ciertamente desastrosos 
de no haber hecho esta investigación inicial. Nuestra norma de ser con todos tan 
amables como lo permiten las circunstancias, es una norma bien intencionada que nos 
acredita, aunque acredita más a nuestros corazones que a nuestras cabezas, puesto 
que es una norma ciega. El primero de los derechos del hombre no es el derecho a ser 
tratado amablemente, sino el derecho a ser tratado justamente, a ser tratado como lo 
que es. La amabilidad puede destruir a un hombre no menos que la crueldad. La 
Revolución Francesa nos ofrece una anécdota significativa. El ministro del rey, Foulon, 
al oir que el pueblo no tenía pan, replicó: «¡Que coma hierba!»; la esposa del rey, María 
Antonieta, dijo: «¿Por qué no comen pasteles?» Foulon era cruel y María Antonieta 
amable [2]. La Revolución Francesa los mató a ambos, lo cual fue una tremenda forma 
de justicia, que lo mismo se puede morir de un régimen de pasteles que de un régimen 
de hierba. La cuestión principal no es de amabilidad o de crueldad, sino de justicia o de 
injusticia. Cuando un doctor trata el cuerpo humano, la amabilidad no sustituye a la 
rectitud. Esto se puede decir de cualquiera y de cualquier cosa que haga, pero sobre 
todo se aplica al orden social. El primero de todos los derechos del hombre es el 
derecho a ser tratado como lo que es. ¿Qué es, pues, el hombre? 
 
 
El hombre 
2. El hombre esencial 
I 
Nuestra civilización, que solía llamarse cristiana y que ahora se llama occidental, se 
basa en la idea que nuestros antepasados tenían de lo que es el hombre. Esta idea era 
clara, vigorosa y universalmente aceptada. Se llegó a ella escuchando a Dios más que 
considerando al mismo hombre. 
En suma era ésta: 
El hombre es una criatura de Dios, que vive en un universo creado por Dios. Pero se 
diferencia de todos los otros seres del mundo porque Dios lo hizo a su propia imagen. 
Esta especial semejanza del hombre con Dios no reside en el cuerpo, por el que se 
asemeja a los animales, sino en su alma, que es espiritual, inmortal y está destinada a 
la unión eterna con Dios. 
El hombre, oponiendo su voluntad a la de Dios, se dañó a sí mismo y perdió la unión 
con Dios. Dios se hizo hombre y murió para salvar a todos los hombres de aquella 
condición desesperada. 
En estas tres ideas —imagen de Dios, espíritu inmortal, redimido por Cristo— tenemos 
los elementos dominantes del concepto del hombre, que vino a construir nuestra 
civilización. 
A muchos les podrá parecer esto pura fantasía, residuo de un mito de aquel mundo 
más sencillo, que en forma curiosa ha logrado sobrevivir o, mejor dicho, no ha podido 
morir completamente en un mundo que ya no lo necesita. Y aun entre los mismos que 
todavía consideran esta concepción del hombre como valedera, en todo, o por lo 
menos en gran parte, muchos pensarán que no se puede aducir en una discusión 
práctica sobre los problemas actuales, que no es ésta la manera de pensar de los 
sociólogos; modernos. Pero, si bien se mira, esto no es un argumento contra ella. 
Teniendo en cuenta la tremenda confusión en que se halla el mundo —dos 
hecatombes sangrientas en medio siglo y otra que amenaza siniestramente en el 
horizonte—, no se puede prestar homenaje, de reverencia ciega al modo de pensar de 
los sociólogos modernos. El que una teoría discrepe del modo de pensar de los 
tiempos modernos, difícilmente será un argumento contra ella. Pero por el momento no 
quiero urgir esta antigua concepción del hombre, como algo inmediatamente práctico y 
utilizable, si bien creo, y trataré de mostrarlo más adelante, que es la única que tiene 
estos dos caracteres. Lo único que digo es que sobre ella se basó una gran civilización, 
que esta civilización está ahora en agonía —dolores de muerte quizás o quizá dolores 
de parto, pero dolores sin género de duda—, que para hacer algo por esta civilización 
es necesario comprenderla y que no se la puede comprender prescindiendo de la idea 
del hombre que trataba de expresar. Vamos, pues, a examinarla un poco más en 
detalle. Nunca una idea ha sido tan dinámica, tan revolucionaria y tan poderosa para 
construir una forma de vida. Incluso quien no la profese debe reconocer que es 
menester intentar comprenderla. 
II 
Comencemos por la primera frase: el hombre fue hecho a imagen de Dios. Esto puede 
tener muy diferente sentido según la idea de Dios que implique. Un hombre hecho a 
imagen del dios Moloc, al que los cartagineses sacrificaban los niños, sería una criatura 
horrible, y de hecho bastantes hombres han tratado de rehacerse a sí mismos según 
esta imagen. Pero nuestros antepasados cristianos conocían la verdad acerca de Dios. 
Dios es omnipotente, omnisciente y todo amor. El hombre, hecho a su imagen, tiene 
también estos atributos, pero en forma limitada. El hombre tiene poder, pero no todo el 
poder, tiene conocimiento, pero no todo el conocimiento, tiene amor, pero no un amor 
infi nito. Dios es el absoluto, el hombre es la imagen. Pero la imagen no ha de ser 
necesariamente estática. Puede deteriorarse hasta quedar apenas indentificable. Pero 
también puede desarrollarse. El hombre puede crecer en poder, en conocimiento y en 
amor; en otras palabras, en semejanza con Dios. Dios no teme que sus criaturas le 
igualen, el infinito no puede temer a lo finito: es totalmente conforme con la voluntad de 
Dios que en todo hombre vaya creciendo más y más la semejanza original. 
La clave para comprender a Dios y al hombre es el concepto de espíritu. Dios es 
espíritu infinito y uno de los elementos del hombre es espíritu también, y precisamente 
en esto consiste la semejanza. Lo que constituye la esencia del espíritu es la 
permanencia, sin lo cual no sería espíritu, y, por eso, debe estar presente, tanto en el 
espíritu infinito como en el finito, cualesquiera que sean las diferencias en el modo. El 
espíritu está compuesto de partes como la materia, y por lo tanto no puede disgregarse 
ni se lo puede descomponer o recomponer interiormente. Un ser espiritual sólo puede 
ser él mismo, no se lo puede convertir en otro, su característica es la inmortalidad. 
Como la permanencia es la característica de la existencia del espíritu, así la libertad es 
la característica de su actividad vital: en sus dobles funciones de conocimiento y de 
amor consiste su vida; lo que ame es decisivo para esta vida, y la facultad con la que 
ama, la voluntad, es libre. 
El hombre fue hecho por Dios para la unión con El mismo. El espíritu finito está 
destinado a la unión total con el espíritu infinito,en el que la facultad humana de 
conocimiento estará en contacto inmediato, indestructible, con la verdad infinita, y la 
facultad humana de amor estará en contacto no menos íntimo con la bondad infinita. Y 
en este contacto seguirá siendo él mismo, sin perder su identidad en la realidad más 
potente, sino permaneciendo consciente de Dios y consciente de sí mismo, una vez 
que por fin haya llegado a ser su perfecta imagen. 
Ninguna de las religiones que se centran tan totalmente en el espíritu que llegan hasta 
despreciar la materia nunca ha glorificado tanto el espíritu del hombre, ya que todas 
ellas consideran como su fin supremo únicamente la extinción, o en todo caso la 
extinción de la conciencia personal. Y como ninguna de las religiones del espíritu puro 
glorifica al espíritu tanto como el cristianismo, que ve en el hombre un espíritu unido a 
la materia, de la misma manera ninguna de las filosofías que desechan el espíritu y 
afincan totalmente en la materia glorifica tanto al cuerpo como el cristianismo. Para el 
cristianismo el cuerpo es sagrado, ya que por su íntima unión con el alma es elevado 
por encima de la condición puramente terrestre y participa en el destino eterno del 
hombre. Difícilmente se le puede reprochar al materialista el que no reconozca el 
carácter sagrado del cuerpo, ya que el materialismo carece de este concepto por no 
conocer sino lo profano. Pero tampoco puede otorgarle al cuerpo todas aquellas cosas 
que el mismo cuerpo puede concebir y aun desear ardientemente, como el dominio 
sobre la muerte o algún fundamentó para asegurar la dignidad humana. Para el 
cristiano el cuerpo, tras la disolución total por la muerte, volverá a reunirse con el alma 
del hombre y participará en su destino para siempre. Entre todas las religiones, sólo el 
cristianismo acepta el cuerpo plenamente y de buena gana. Lo coloca en los lugares 
más sagrados de la religión, incluso en el santo de los santos, la Eucaristía misma, en 
la que Cristo entra en el hombre para ser el alimento de su vida y el lazo de unión entre 
los que se nutren de este alimento. Es una fórmula básica de sociología cristiana que si 
el espíritu tiene la primacía, el cuerpo tiene su propio carácter sagrado. Si se pierde 
uno de los elementos de esta fórmula, queda destruido el equilibrio total. 
El hombre, imagen de Dios —juntando por su propia naturaleza espiritual y material las 
esferas opuestas del espíritu y la materia en la unión de un universo que a pesar de 
esa unión mantiene siempre sus partes distintas—, vive bajo una ley. El mundo 
material tiene sus leyes dadas por Dios, y la salud corporal del hombre consiste en 
descubrirlas y en vivir conforme a ellas. Pero también el mundo espiritual tiene sus 
leyes dadas por el mismo Dios, y la salud espiritual del hombre consiste en descubrirlas 
y en vivir conforme a ellas. 
Esto nos lleva a un elemento que todavía hay que considerar en la imagen cristiana del 
hombre. La voluntad del hombre es libre, libre para aceptar, pero libre también para 
rehusar la cooperación con la voluntad de Dios en general o con algún detalle de la ley 
de Dios en particular. El hombre, tanto la humanidad en general como cada hombre en 
particular, ha rehusado parcial o totalmente esa cooperación. El hombre se lanzó 
contra las leyes de Dios y fue herido por ellas. La mayor herida, resultante de la 
negativa del hombre como humanidad total, fue sanada por Cristo, que murió por los 
hombres e hizo posible para todos los hombres la unión total y definitiva con Dios. Pero 
todo hombre debe operar su propia salvación, para lo cual cuenta con una naturaleza 
bastante deteriorada por el pecado. En definitiva, a él le toca hacer la elección. Puede 
elegir a Dios o a sí mismo sin Dios, el cielo o el infierno. Lo que elija al final de su vida 
en la tierra, lo elige vara toda la eternidad. En otras palabras, el destino eterno del 
hombre depende de su propia elección. La responsabilidad forma parte de la esencia 
del hombre. 
III 
Hemos dicho que nuestros antepasados llegaron a esta concepción del hombre 
escuchando a Dios más que analizando al hombre. Sin embargo, a mi parecer, se 
pueden alcanzar muchos de los elementos de esta concepción, y toda ella se puede 
con. firmar, analizando al hombre. En otras palabras, la razón puede trazar las líneas 
principales de esta concepción y la experiencia Puede verificarlas. 
Vamos, pues, a analizar al hombre. Este método es mucho más desalentador que el 
otro, pues Dios ve los elementos de nobleza que hay en su criatura con mucha más 
facilidad que nosotros, con nuestra perspectiva trastornada y nuestro hábito inveterado 
de considerar como más grande lo que está más cerca. Y a la vez este segundo 
método es también más arduo porque el hombre pasa fácilmente por alto algunos 
elementos existente en él mismo, cosa que no hace su Creador. 
En realidad los hombres no se han distinguido nunca por ve al hombre como conviene, 
y, repito, esto no porque no estén di acuerdo con mi modo de ver, sino porque no lo 
están entre sí de tal manera que si uno tuviera razón la mayoría estaría equivocada. 
Las personas a que hemos aludido en el capítulo primero, que piensan que nuestra 
investigación es ociosa porque todos los hombres están de acuerdo en la práctica 
acerca de lo que es el hombre, no parece que hayan viajado mucho en la actualidad ni 
que hayan leído mucho del pasado. En esta materia es evidente que no podemos 
lograr nada con un plebiscito general. Dejando a un lado —aunque en un plebiscito no 
habría derecho a hacerlo— a los que defienden (o por lo menos dicen) que no existe 
nada en absoluto, a los que sostienen (o por lo menos dicen) que no existe nada más 
que ellos mismos y a los que no han pensado nunca en el asunto ni es posible 
inducirlos a ello, aún nos quedan grandes diferencias. 
Existen tres grandes grupos: los que reconocen al hombre como un compuesto de 
materia y espíritu, los que piensan que el hombre es sólo su cuerpo y los que piensan 
que el hombre es esencialmente sólo su alma. Estos últimos se pueden subdividir 
todavía en los que sostienen que el cuerpo no existe en absoluto y que nuestra 
percepción del cuerpo no es sino una especie de ilusión psicológica de la que hay que 
curarse, y los que piensan que el cuerpo existe realmente, pero que no debe existir y 
que el modo de desarrollar la personalidad consiste en liberarse del cuerpo. estos a su 
vez se subdividen según las razones que aducen para explicar el que el hombre esté 
agobiado con la desdichada herencia del cuerpo. Los que admiten el alma difieren 
sobre si es libre o no y sobre si el entendimiento conoce con certeza y sobre si la 
expresión «conocer con certeza» tiene sentido o no y si lo tiene, cuál es. Los que 
niegan o rebajan el cuerpo discrepan en las consecuencias prácticas de su opinión: 
algunos dicen que al cuerpo se le debe ignorar, creyendo que si no se le hace caso 
desaparecerá; otros dicen que se lo debe maltratar con extremo ascetismo para 
aniquilarlo; otros que, como el cuerpo no tiene importancia, tampoco tiene importancia 
lo que hagamos con él y así puede permitirse el hombre toda suerte de deleites 
corporales sin detrimento de su pureza. 
Sería insensato pensar que hombres tan divididos respecto a lo que es el hombre sean 
capaces de ponerse de acuerdo en las líneas generales sobre el modo como se debe 
tratar al hombre. El que sostenga que tal acuerdo es posible, es porque piensa que los 
hombres estarán dispuestos a aceptar la opinión que él mismo defiende. 
Pero si los hombres discrepan tan grandemente unos de otros sobre la interpretación 
de lo que es tan evidente en el hombre, por lo menos no discrepan sobre los mismos 
datos evidentes. Todos los hombres ven que los hombres hacen las mismas cosas, 
sufren las mismas cosas y reaccionan de la misma manera. Pero en la interpretación 
de esto que es evidente, todos cometen prácticamenteel mismo error: tratan 
separadamente la parte que les parece más accesible, como si esta parte fuera el todo. 
Todo lo demás, menos accesible, lo dejan de lado. Esto equivale a descartar 
numerosas experiencias humanas considerándolas ilusorias: una práctica que se 
insinúa por pereza y acaba por paralizar. El materialista explica como ilusión toda la 
universal experiencia espiritual, por no hablar de la mística; el idealista descarta como 
ilusoria toda la evidencia sensible. Únicamente el cristianismo no descarta ninguna 
experiencia humana. Acepta la evidencia total. 
Como acabamos de decir, no hay discrepancia acerca de lo que es evidente. 
Comoquiera que expliquen el hecho, todos ven que el hombre tiene cuerpo, que el 
cuerpo ocupa espacio, todos ven las múltiples formas de sus relaciones con el universo 
material, incluso el hecho de su transitoriedad, es decir, que las cosas materiales 
poseen su propia naturaleza precariamente, inseguramente, siempre en peligro de 
cesar de ser lo que son y de convertirse en otra cosa. Todos ven que la materia es así 
y que también el cuerpo humano es así. 
Y de la misma manera todos los hombres, comoquiera que expliquen el hecho, son 
conscientes de que piensan. Ni siquiera hay verdadera discrepancia acerca del modo 
como experimentamos nuestros pensamientos. Incluso los materialistas más 
convencidos admitirán que una idea no tiene largura, altura ni anchura, ni peso, color, 
resistencia al tacto o aptitud para ser olida con el olfato o gustada con el paladar. (Una 
idea puede ir acompañada de modificaciones en la estructura del cerebro, pero esas 
modificaciones no son la idea misma, como se puede demostrar con lin momento de 
reflexión.) La idea no tiene tampoco el «hic et mine» particular de la materia: un árbol 
sólo puede existir como tal o cual árbol particular, mientras que la idea «árbol» puede 
aplicarse a todo árbol que ha existido, existirá o pueda existir. Pero el hombre produce 
constantemente estas cosas, cosas que en sí mismas no tienen una sola cualidad en 
común con la materia del cuerpo humano. Sería sin duda una hazaña heroica pedirle al 
cuerpo humano que produjese cosas que no tienen la mínima cualidad en común con 
él. «El cerebro segrega pensamiento, como el hígado segrega bilis», ha dicho, sin 
embargo, uno de esos héroes. Pero la bilis tiene mucho en común con el hígado que la 
produce, ocupa espacio, tiene peso, dimensiones y color, es esta bilis particular y no un 
concepto universal de bilis. El pensamiento, en cambio, no tiene ninguna cualidad en 
común con el cerebro. Repito: es algo arriesgado afirmar parentesco alguno ante esta 
total disimilitud. 
Atento a la evidencia, el cristiano lo acepta todo. Existe el cuerpo, real, semejante al 
universo total de la materia. Pero el cuerpo no es lo único. Si se ha de dar razón de los 
elementos totalmente incorpóreos en la operación humana, en la constitución del 
hombre tiene que haber un elemento totalmente incorpóreo. Ahora bien, el hombre no 
es sólo, uno de esos elementos, ni una yuxtaposición casual de los mismos, sino un 
compuesto orgánico de ellos. El cristiano observa esta extraña unión de lo corpóreo y 
de lo incorpóreo, del espíritu y de la materia, y se ve a sí mismo no como dos seres, 
sino como un ser, ve que su espíritu influye en el cuerpo y es afectado por él, ve que su 
cuerpo influye en su espíritu y le responde. Además, pensando en el espíritu ve algo 
distinto. El pensamiento y, por tanto, el elemento espiritual que en el hombre engendra 
el pensamiento, no tiene ninguna cualidad en común con el cuerpo humano. Ve que la 
desintegración del cuerpo que significa la muerte, proviene de esos elementos del 
cuerpo de los que carece en absoluto el alma. No hay absolutamente nada que indique 
que el alma haya de acabar cuando se desintegre el cuerpo, y la razón se pregunta 
incluso cómo podría acabar. No ocupa espacio, no está compuesta de partes. ¿Cómo 
podrá. pues, descomponerse? Si la religión dice que el alma no muere, es difícil de 
comprender cómo puede haber alguien que pretenda probar que la religión se 
equivoca. 
Así pues, considerando al hombre con la prontitud necesaria para aceptar toda la 
evidencia y negándonos a desechar como ilusoria las cosas evidentes que nos resultan 
difíciles de explicar, lo vemos como una unión de materia y espíritu, como un animal, 
por tanto, pero racional; y vemos su parte espiritual como algo inmortal, con un destino, 
por consiguiente, más allá de esta vida. El hombre es, pues, un ser que no está 
circunscrito por los límites de este mundo. El hombre camina, no está parado, camina 
hacia algún término, dice el cristiano; camina, pero hacia ningún término, dice el 
materialista, pero todos convenimos en que camina: la vida es un camino, no un lugar 
de reposo. 
Forma también parte de la evidencia que el hombre no es causa de sí mismo y mucho 
menos del universo. El hombre no se ha hecho a sí mismo ni ha hecho el universo en 
que se halla. Por el momento es una gran simplificación, pero que conduce a enormes 
complicaciones después, ignorar estos hechos tan vastos y obvios y comenzar con el 
hombre y el universo tal como los hallamos ahora. Pero comenzar en la mitad de la 
historia no es el mejor modo de comprenderla. Cualquiera que sea la explicación que 
se dé del mero hecho de la existencia del hombre y del universo, ha de estar en 
profunda relación con el devenir de los mismos. Le fue sumamente sencillo afirmar a 
Marx que nuestro trabajo no consiste en comprender el mundo, sino en cambiarlo. La 
experiencia nos enseña que si queremos cambiar alguna cosa sin comprenderla, lo que 
haremos será destruirla y posiblemente a nosotros mismos con ella. Para quien se 
decida a afrontar esta cuestión inicial —cómo se explica la existencia de las cosas— 
sólo hay dos soluciones posibles: que alguna inteligencia haya dado el ser a las cosas 
o que todo sea puro azar. Con otras palabras: al principio de todas las cosas nos 
hallamos con Dios o con algo que sucede al azar. Los hombres han adoptado una de 
estas dos opiniones. Los que produjeron nuestra civilización creían que el universo fue 
creado por Dios. Pensando así daban por supuesto que hay que contar con los planes 
de Dios. Era inconcebible —para ellos, para mí y se puede creer que para cualquiera— 
que si Dios optó por hacer al hombre, no se preocupara de lo que haría el hombre de la 
existencia que le otorgaba. Todavía se puede concebir menos que carece de 
importancia lo que Dios quiera. En todo caso, lo cierto es que toda la estructura de la 
civilización que conocemos fue construida sobre las bases de la creencia en la 
existencia de Dios y de la importancia de su voluntad para la acción humana. Estas 
bases se han demolido en gran manera, en parte negándolas, pero sobre todo por 
mero descuido. Y no se ha tratado de sentar nuevas bases. 
Ya hemos dicho que los hombres han adoptado una de las dos respuestas. Pero no en 
la misma proporción. Creo que se puede decir que en una forma o en otra la respuesta 
teísta es la que ha dado la razón humana, entendiendo por este término el 
pensamiento actual de la humanidad. Y la razón —usando ahora el término para 
significar la actividad de la mente con la lógica más estricta— da la misma respuesta. 
Una breve revista de la reacción humana prácticamente universal mostrará cuán 
razonable ha sido en esto la razón humana. Mirando al universo se ha percatado el 
hombre de una amplia estructura ordenada. Hay grandes zonas que no ha 
comprendido, así como elementos que no sabía cómo encajar en la estructura general. 
Pero éstos eran problemas que invitaban a ulteriores investigaciones, mientras que la 
estructura era un hecho que, se imponía por sí mismo, de modo que no exigía arduas 
tareas de, investigación para establecerlo. Que hay orden, y por cierto un orden 
magnífico, eso lo ha visto siempre el hombre. Ahora bien, la razónhumana rechaza el 
azar como explicación aun del caso más sencillo de orden. Por ejemplo, al que viera 
cuatro palos de igual longitud en el suelo, dispuestos entre sí en ángulos rectos, sería 
inútil ,decirle que al soplar el viento los había dejado de aquella manera. Cuando 
Robinson Crusoe vio en la arena la huella de un pie humano, comprendió que alguna 
persona había caminado por allí; no se le ocurrió pensar que esta explicación era sólo 
más probable que el que la arena se hubiese abierto por casualidad en aquella forma. 
Simplemente conoció la verdad. 
El hombre, contemplando el orden inmensamente complejo del universo ha 
considerado como la cosa más natural que lo haya dispuesto una inteligencia y una 
voluntad. En efecto, puesto que hay en el mundo un orden que impresiona a la 
inteligencia del hombre, la explicación obvia parece ser que ha sido causado por una 
inteligencia incomparablemente mayor que la inteligencia humana, una inteligencia de 
la que el hombre es imagen, pero pura imagen y nada más. Al que afirme que un orden 
tan total y multiforme se ha producido por puro azar, no le extrañará que se le exijan las 
pruebas de una afirmación tan inaudita. Pero en este asunto, como en el del elemento 
espiritual del hombre, el materialista ha realizado un extraordinario juego de 
prestidigitación y el teísta le ha dejado con frecuencia continuar hasta el fin. El 
materialista, explicando con la sonrisa en los labios que este orden tan complejo se ha 
producido sencillamente de esta manera, ha hecho el papel del rústico que corta con el 
cuchillo del sentido común el absurdo que significa un orden producido por una 
inteligencia... 
Cuando el materialista pone verdadero empeño en explicar cómo el azar puede 
producir orden, llega a los límites de la fantasía, pero sin perder el aire de quien razona 
tranquilamente. No hay más que recordar el ejemplo de Huxley, del mono con la 
máquina de escribir: un mono tecleando sin cesar a lo largo de las edades en una 
máquina de escribir, acabaría por producir todas las combinaciones de letras, incluso la 
combinación de letras a la que denominamos Hamlet. Análogamente, los átomos de 
que se compone el universo, con sólo golpear a diestro y siniestro en un espacio 
ilimitado, acabarían por disponerse en todas las combinaciones posibles, incluso en la 
combinación que llamamos nuestro universo. Pero es el caso que Huxley no fue el 
inventor de este gracioso donaire. Los griegos lo conocieron, claro que sin la máquina 
de escribir, en el siglo V antes de J. C. y se gloriaban de haber comprendido a través 
de él. Los romanos lo aplicaban a los poemas de Ennio y lo hallaban tremendamente 
gracioso. Como lo es en realidad. Pero entre el hombre que, leyendo a Hamlet, supone 
que fue escrito por alguien, y el que piensa que no fue ni más ni menos que una de 
tantas combinaciones de palabras producidas por un mono con toda la eternidad a su 
disposición, no es difícil decir cuál de los dos es el normal y cuál el visionario. 
Una vez que llegamos a ver que Dios existe, sea siguiendo una línea como la que 
hemos indicado, con los profundos razonamientos de los filósofos, es difícil 
desentenderse de la idea de que Dios tiene una voluntad respecto de la humanidad y 
de que le da alguna indicación sobre la misma. De aquí a pensar que Dios habrá 
expresado al hombre los modos de proceder que son buenos para él y los que son 
malos, no hay más que un paso. Dando este paso llegamos a la ley moral. 
Al comienzo de esta sección hemos dicho que la razón establece la mayor parte de la 
concepción cristiana del hombre y que la confirma toda entera. En el resto de este libro 
nos ocuparemos ampliamente de este gran asunto de confirmar la concepción cristiana 
del hombre mediante la reflexión sobre la experiencia humana. 
Es una gran verdad que nada de lo que suceda puede hacer dudar al que realmente ha 
aprendido lo que Cristo ha enseñado acerca de la naturaleza del hombre. Esta visión 
del hombre es suficientemente amplia como para abarcar toda la experiencia humana. 
IV 
Nos hallamos ahora en una posición que nos permite volver a considerar los derechos 
del hombre. Ahora sabemos que el hombre tiene derechos, derechos reales, no meras 
concesiones, puesto que radican no en la idea que tiene la sociedad del mejor modo de 
tratar a sus miembros, sino en la naturaleza misma que Dios ha dado al hombre. Dios 
lo ha constituido en una especie particular de ser y así quiere que sea tratado como tal, 
por los otros y por él mismo. 
«Los hombres», dice la Declaración de la Independencia de América del norte, «han 
sido investidos por su Creador de ciertos derechos inalienables.» Y comenzamos a ver 
cuáles son esos derechos. 
Hemos visto que el primero de los derechos del hombre es el derecho a ser tratado 
como lo que es, y ahora ya sabemos lo que es. Tiene derecho a obrar como lo que es, 
a tender al fin para el que ha sido creado: si se niega uno u otro de estos derechos, se 
viola el orden de la realidad. Es un compuesto de cuerpo y espíritu y tiene derecho a su 
integridad corporal y al desarrollo normal de sus potencias corporales, por tanto, a 
alimentarse, a albergarse, a vestirse y a curarse; tiene derecho a su integridad 
espiritual y al desarrollo normal de las potencias de su alma. Tiene derecho a la vida, 
puesto que su vida en la tierra le sirve para decidir lo que ha de ser su destino eterno. 
Tiene además derecho a ser tratado conforme a la ley moral. Tiene derecho a entrar en 
relación con Dios, a progresar en la unión con Dios en esta vida, en vista de la unión 
perfecta que tendrá lugar después. Considerando los derechos del hombre 
descubrimos otros elementos. Más adelante trataremos del primero de éstos, el efecto 
que produce en los derechos del hombre el orden social, que es también querido por 
Dios y lleva consigo nuevos derechos y un complejo de deberes. El segundo es el 
efecto producido en el hombre por el pecado: un hombre que se comporta en forma 
prohibida por la ley moral puede perder sus derechos. Los derechos del hombre no son 
alienables por otra persona que no sea él, pero él puede alienarlos. 
Estos derechos provienen de la concepción cristiana del hombre. ¿Qué derechos 
provienen de otras concepciones? Aquí no se trata de una cuestión académica. Desde 
el punto de vista sociológico esta cuestión ha venido a ser en nuestro siglo la cuestión 
de las cuestiones. Cada cual debería examinarse muy atentamente en este particular. 
Tomemos dos de los derechos más fundamentales del hombre. ¿Tiene el hombre 
derecho a la vida? ¿Tiene derecho a la libertad? Sí, respondemos con energía y hasta 
violentamente: estamos ciertos de estos dos derechos y dispuestos a luchar por ellos. 
Pero la energía, la violencia, la certeza y la disposición para luchar no constituyen 
ninguna prueba de la verdad; con muchísima frecuencia estas cualidades han 
acompañado al error. ¿Tiene el hombre efectivamente estos dos derechos? Si nos 
hallamos con alguien que discuta uno u otro de estos derechos, ¿cómo le mostraremos 
que -el hombre los posee ambos? Nos veremos en gran apuro para demostrarlo si no 
atendemos a lo que es el hombre: sería una posición sumamente mística sostener que 
el hombre tiene estos derechos independientemente de lo que él es: si es una fórmula 
química tiene derecho a la vida y a la libertad; si es un animal diferente de los otros 
sólo en el grado de su desarrollo, tiene derecho a la vida y a la libertad... Ninguna otra 
fórmula química tiene tales derechos, como tampoco los tiene ningún otro animal. 
Uno se acuerda del monólogo de Shylock en El mercader de Venecia: 
«Yo soy judío. ¿No tiene ojos un judío? ¿Un judío no tiene miembros, órganos, 
dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se nutre con los mismos alimentos, no 
es herido con las mismas armas, no está sujeto a las mismas enfermedades y se cura 
con los mismos medios, no secalienta y se enfría con el mismo verano y el mismo 
invierno que el cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, 
¿no reímos? Si nos envenenáis, ¿no morimos?» 
Es magnífico, pero chocante. Se hubiese esperado que ShyTock arguyera que el judío 
es hombre como el cristiano; en cambio, arguye que el judío es un animal como el 
cristiano. Si hubiese defendido la causa de un mono en lugar de la suya propia, apenas 
si hubiese tenido necesidad de cambiar una palabra. «¿No tiene ojos un mono...?» 
¿Cuál es, pues, la fuerza del argumento? ¿Que el judío tiene los mismos derechos 
humanos que el cristiano? Ciertamente no, puesto que no se especifica nada 
propiamente humano y Shylock tiene demasiada inteligencia para cometer un error 
semejante de lógica. Del argumento sólo deduce una cosa: ((Si sois injustos con 
nosotros, ¿no nos hemos de vengar?), Esto es todo lo que se podría deducir. En la 
semejanza con los animales no se pueden basar los derechos humanos. 
Usarnos de los animales para satisfacer nuestras necesidades, los obligamos al 
trabajo, disponemos su acoplamiento y su procreación conforme a nuestros intereses, 
no conforme a los suyos, les quitamos algo de lo que tienen porque queremos, los 
sacrificamos para nuestra alimentación o porque están enfermos, o porque son 
demasiados, es decir, más de los que a nosotros nos parece conveniente. La sociedad 
los protege contra malos tratos inconsiderados infligidos por dureza o por brutalidad. 
Pero sería ridículo decir que los animales tienen derecho a la vida y a la libertad. En 
cambio, nos parecería intolerable el que se negara que el hombre lo tiene. ¿Qué tiene, 
pues, el hombre que no tenga el animal y que sirva como fundamento de sus 
derechos? Tiene que ser un elemento específicamente diferente, no una mera 
diferencia de grado o de desarrollo. De lo contrario no podría servir de base. 
La concepción cristiana del hombre propone este elemento. No es fácil decir lo mismo 
de ninguna otra concepción del hombre. No decimos que quien rechace la concepción 
cristiana no pueda creer apasionadamente en los derechos del hombre; tales personas 
creen así con frecuencia y hasta más eficazmente que muchos cristianos, porque 
mientras los cristianos tienen buenos principios, estos otros tienen sólo buenos 
instintos y los instintos pueden estar más despiertos y ser más activos, mientras que 
los principios del cristiano pueden estar arrumbados en su espíritu sin ejercer influjo en 
la acción. Pero el hombre que tiene sólo buenos instintos y nada más no puede mostrar 
lo bien fundado de su creencia. A ésta la hemos llamado mística, y así es en realidad: 
el sentido de un misterio último en el hombre por el que difiere de todas las demás 
criaturas de la tierra y que se siente más profundamente de lo que se puede formular. 
Pero el concepto informulado de los derechos del hombre no se puede defender contra 
los ataques, y en todas partes está expuesto a ataques por parte de los que tratan a los 
hombres, punto por punto (excepto el comérselos), como nosotros tratamos a los 
animales. La concepción cristiana los formula y así hace posible su defensa. No pocas 
veces se ha acusado a la Iglesia de negar o disminuir alguno de los derechos del 
hombre; pero lo cierto es que sólo en la concepción del hombre que enseña la Iglesia 
se halla el fundamento de cualquier derecho. 
Hay que notar que los derechos del hombre, tal como los hemos esbozado, dimanan 
del hecho de ser el hombre no sólo materia, sino también espíritu. Su vigor se acentúa 
por el hecho (le la inmortalidad: el hombre es responsable de las opciones de las que 
depende su futuro sin fin; quien viole los derechos del hombre de modo que le impida el 
uso personal de sus facultades para alcanzar su propio fin, lo maltrata y puede 
perjudicarle para siempre. 
Notemos también que se pueden establecer los derechos del hombre sin recurrir a 
Jesucristo. El hecho de ser el hombre imagen de Dios, libre, responsable e inmortal, es 
un fundamento suficiente de esta gran estructura. Quien vea así las cosas debe 
considerar al hombre como sagrado. El ojo que así lo contempla es capaz de ver cada 
vez mayores horizontes que lo conducirán más allá de lo que se ve, hasta lo infinito y 
eterno. En la época en que el cristianismo comenzó su marcha a través del mundo, el 
pensamiento pagano en su apogeo había llegado muy cerca de este concepto, 
barruntando su carácter sagrado, y así Séneca formuló esta gran sentencia: Homo 
sacra res homini, el hombre debe ser objeto sagrado para el hombre. Sin embargo, 
este concepto no pasó de ser teórico, sin la suficiente intensidad ni apremio para 
producir ni siquiera en los filósofos una nueva actitud para con el hombre, y mucho 
menos para irradiar de los filósofos a la multitud y producir una nueva civilización. Sólo 
una vez que sabemos que Dios se hizo hombre y murió por los hombres, cobran vida y 
fuerza estas otras verdades. Más de una persona a quien no harán gran impresión las 
consideraciones filosóficas de espiritualidad, responsabilidad y semejanza con Dios, 
experimenta una saludable sacudida que le abre los ojos cuando se entera de la 
extrema prueba del amor de Dios a los hombres. En realidad de verdad, el Calvario ha 
hecho lo que no hubiera podido hacer la filosofía, introduciendo en el mundo una nueva 
actitud no sólo para con Dios, que así amó a los hombres, sino también- para con los 
hombres que así han sido amados por Dios. 
3. Reverencia 
I 
Por muy poco interés que despierte esta concepción del hombre, no se la debe 
abandonar a la ligera. La primera razón para fijarnos en ella es que tal concepción 
constituye la base de nuestra civilización. Pero hay una razón todavía más poderosa. 
Es la única concepción del hombre sobre la que se puede construir una verdadera 
civilización humana. En efecto, es la única concepción que hace al hombre en cuanto 
tal objeto de valor. 
Esta idea puede parecer filantrópica, sí, pero académica. Nada de eso. Es la raíz de 
toda práctica. Si el hombre en cuanto tal no es objeto de valor —de modo que todo 
hombre sea apreciable por el mero hecho de ser hombre—, no se puede pensar en un 
orden social humanamente viable. No es suficiente apreciar a los hombres fuertes 
porque son fuertes, a los hombres brillantes porque son brillantes, a los hombres 
buenos porque son buenos. Debemos apreciar a todo hombre porque es hombre, a 
todo hombre, incluso al débil, al estúpido, al vicioso, no sólo al promedio pasable, sino 
hasta al peor y al más oscuro. Y esto no lo podremos hacer a menos que nuestra 
concepción de lo que es el hombre lo haga objeto de estima. 
«Hay que aprender a respetarse unos a otros», decía recientemente un político inglés. 
¡Cuánta verdad es esto! Y ¡qué impresionante! ¿En qué escuela aprenderán los 
hombres a respetarse mutuamente, con qué pedagogía y con qué clases de lecciones? 
Si el hombre es sólo un animal más inteligente que los demás, ningún elemento 
específico diferente, ¿qué hay en él que sea digno de respeto? Si el hombre es sólo 
una fórmula química, ¿cómo se aprenderá a respetar a electrones y quién reparará en 
protones? Sería nefasta una escuela en la que el maestro dijera a los discípulos: 
«Entre nosotros: el hombre no es objeto de respeto: aprendamos a respetarlo. 
Supongamos que el hombre es lo que no es y fundemos en esta doctrina nuestras 
relaciones sociales.» Tal pretensión es insensata. 
El cristiano no se halla en esta degradante contingencia. El cristianismo enseña desde 
los principios que todo hombre, cualquier hombre, es hecho a imagen de Dios, que 
tiene un espíritu inmortal y que Cristo murió por él. Así no hay que hacerse violencia 
para afirmar que el hombre merece respeto, puesto que es evidente que lo merece. 
Esta es la verdad que con más dificultades tuvo la Iglesia que inculcar a los hombres 
para que la creyeran: que todo hombre tiene un valorsencillamente por ser hombre. 
Era difícil en primer lugar porque la humanidad no estaba acostumbrada a ello. Hasta 
un pensador de la categoría de Aristóteles relegaba a los esclavos a una posición no 
muy diferente de la de los animales. El labrador, decía, tiene tres clases de 
instrumentos, inanimados (arados, etc.), semianimados (bueyes) y animados 
(esclavos). Platón critica al hombre que es cruel con los esclavos, pero suponiendo 
siempre que la actitud correcta para con ellos es el desprecio. En efecto, Platón no 
reconocía absolutamente valor al hombre por el mero hecho de ser hombre: así no 
debe conservarse en vida a los hombres enfermos, los hijos ilegítimos deben 
sacrificarse en el seno mismo y si llegan a nacer no debe permitirse que vivan (éstas, 
decía Glauco, son proposiciones ciertamente razonables); y hay algo que repele en el 
supuesto, latente a lo largo de toda la República, de que el trato debido a los animales 
es el trato que se debe dar a los hombres: por ejemplo, porque las perras luchan lo 
mismo que los perros, las mujeres deben ir a la guerra lo mismo que los hombres. 
A la primera dificultad de que la humanidad no estaba acostumbrada a atribuir valor al 
hombre simplemente por ser hombre, se añade una segunda, a saber, que mucha 
gente parece ser una negación de este principio. A primera vista, los hombres no pa 
recen tener gran valor: somos tan numerosos y formamos tal mezcolanza... El 
cristianismo no ha cesado de inculcar la verdad de que el hombre, cualquiera que sea 
su apariencia, ha sido hecho a imagen de Dios, que tiene espíritu inmortal y que Cristo 
ha muerto por él: cada hombre no sólo es objeto de valor, sino de valor eterno. Se ha 
podido dañar, deformar hasta quedar desconocido, por sus pecados o por la injusticia 
de los otros. Pero la cosa que ha sido dañada era una obra maestra que rebasa la 
capacidad creadora de cualquier artista; y en presencia de la obra maestra mutilada, 
todo instinto humano debería reclamar su restauración. Es intolerable que una obra 
maestra haya de quedar mutilada, si por un acto nuestro se la puede restaurar. 
Ésta es, decimos, la única concepción que hace al hombre objeto de respeto. En 
realidad lo hace objeto de reverencia. Y si no es así, el orden social será inhumano. En 
efecto, los hombres han mostrado bien a las claras que profanan las cosas que no 
reverencian. Si no reverencian al hombre, lo profanarán. Profanarán a los otros y se 
profanarán a sí mismos. Esta es la profanación a la que casi todos los hombres están 
mórbidamente inclinados. Y es inútil que insistamos en que cesen, si no les damos una 
razón que justifique esa reverencia. 
El respeto del hombre es esencial para un orden social sano. Casi tan esencial como el 
sentido de la igualdad humana. Hoy día la mayor parte de los hombres dan por 
supuesto que todos los hombres son iguales, y aun los políticos más cínicos se ven 
obligados a reconocerlo, al menos de palabra. Pero esta frase debe ser analizada para 
ver lo que significa. De lo contrario, morirá de abandono, como otras muchas cosas en 
la sociedad. En el capítulo primero hemos sugerido la cuestión. Vamos ahora a 
examinarla. 
Desde luego, los hombres no son iguales —ni todos los hombres, ni dos siquiera— en 
una sola cualidad humana. No todos los hombres son igualmente buenos, ni 
igualmente inteligentes, bien parecidos o ingeniosos. ¿Qué significa, pues, la frase? 
¿Es sencillamente una ficción legal? ¿Significa solamente que la ley no debe inclinar la 
balanza contra uno en favor de otro? Si es sólo una ficción, no sobrevivirá. Si 
pretendemos solemnemente que todos los hombres son iguales sabiendo que no lo 
son, llegará un día en que la pretensión no pueda mantenerse. 
La frase tiene, evidentemente, sentido. Significa que si bien todos los hombres son 
desiguales en todas las cualidades humanas individuales, todos son igualmente 
hombres. Lo que decimos es que este sentido es con frecuencia inexistente, pues 
depende de lo que entendemos por ser hombre, cosa que la mayoría de la gente ignora 
y ni siquiera piensa en ello. El hecho de ser hombre, en el que todos somos iguales, es 
tan importante como las cualidades en que son desiguales los hombres? 
Tomemos una comparación vulgar. Un anillo puede estar hecho de platino y otro de 
masilla. Los dos son igualmente circulares pero nadie podrá decir que el uno es tan 
bueno como el otro. La diferencia entre el platino y la masilla tiene más peso que la 
semejanza en la forma. En otras palabras, la cualidad en que son iguales tiene poca 
importancia. De poco sirve decir que son iguales. El hecho de ser hombres, en el que 
todos son iguales, ¿tiene más importancia que la diferencia entre genio y estupidez, 
entre diligencia e indolencia? Desde luego, tratándose de hombres. En la concepción 
cristiana ser hombre es en sí una cosa tan grande, que en su comparación las 
desigualdades son una bagatela. En la concepción cristiana y sólo en ella. 
Nadie que se haga cargo de lo que significan las palabras podrá decir: «Este hombre 
está hecho a la imagen de Dios, como yo, pero yo soy más rico que él.» Una frase tan 
ridícula moriría antes de pronunciarse. Lo mismo sucedería si se dijera: «Este hombre 
es un espíritu inmortal, como yo, pero yo soy más culto.» O también: «Cristo murió por 
este hombre lo mismo que por mí, pero mi tez tiene mejor color que la suya.» En cada 
uno de estos casos es abrumadora la semejanza y es tan insignificante la superioridad 
alegada en su comparación que nadie que se percate de lo que significan las palabras 
se atreverá a proferirlas y ni siquiera a pensarlas. 
Nadie diría nada de esto si supiera lo que estaba diciendo. Sin embargo, hay cristianos 
que dicen tales cosas y muchas otras no menos estúpidas, y hasta muchos de nosotros 
que no nos atreveríamos nunca a decirlas, procedemos en muchos casos como si las 
creyéramos. Esto se debe, naturalmente, a que no nos damos cuenta de las enormes 
realidades significadas. La mayoría de nosotros piensa poco en lo que es Dios o en lo 
que significa ser su imagen, en lo que es el espíritu o en lo que significa su 
inmortalidad, en la redención o en Cristo que nos ha redimido. Conocemos estas 
cosas, pero muy de lejos. Incluso las creemos tan firmemente que estamos dispuestos 
a morir por ellas, pero no las creemos con tanta precisión y claridad que vivamos 
conforme a ellas. No pocas veces parecemos traicionarlas, mientras que en realidad 
nunca nos hemos fijado propiamente en ellas. Hay que lamentar la inercia creada por la 
costumbre y la rutina que nos hacen ver las cosas a que estamos acostumbrados como 
si formaran parte del orden de la naturaleza. Las desigualdades entre los hombres son 
muy visibles; las realidades espirituales que constituyen a todo hombre están ocultas, 
excepto para la inteligencia que está preparada para pensar en ellas, para concentrar 
en ellas toda su mirada, de modo que no sean sólo ideas conocidas y aceptadas como 
verdades en las que se fija uno cuando es necesario, sino que formen parte de la 
verdadera vida del espíritu como hechos permanentes de conciencia, cosas de que no 
puede uno menos de percatarse siempre como de algo esencial. 
Este es el ideal tremendamente difícil. Podemos comprobar si lo hemos logrado 
plenamente cada vez que nos encontramos con un extraño. Si nuestra primera 
reacción es: Este es un hombre, ¡perfectamente! Pero si nuestra primera reacción es: 
Este es un taxista, o un doctor, o un carnicero, un francés o un negro, entonces damos 
más importancia a cosas que la tienen menos. Me he referido al ideal. Es evidente que 
en toda su plenitud no lo alcanzará nadie, ni yo mismo, probablemente. Quizá sólo el 
santo tiene tal sensatez, pues de sensatez se trata, ya que sensatez significa ver las 
cosas como son, vivir en la realidad de las cosas. Y en esta realidad un espíritu 
inmortal redimido por Cristo está por encimade todas las cualidades naturales en las 
que acá abajo un espíritu inmortal puede diferir de otro. Si es demasiado pedir que todo 
hombre se percate tan vivamente de las cosas que se refieren al hombre, por lo menos 
todo hombre debería aprender a tomarlas en serio. Debemos tomar en serio, si ya no 
las verdades más filosóficas, por lo menos el hecho de que todo hombre es amado por 
Dios y que Nuestro Señor murió por todos, de modo que al tomar nuestras principales 
decisiones en nuestra vida personal y política les demos toda su importancia. 
Ni siquiera esto es fácil. Pero nadie que esté en sus cabales pretenderá que construir y 
mantener un buen orden social es cosa tan fácil. Tantee molis eral Romanam condene 
gentem, dice Virgilio. La fundación del pueblo romano fue una gran empresa. Crear un 
orden social es una gran empresa, y que no se puede realizar de una vez para 
siempre, sino que se debe renovar constantemente. Sólo viendo, y no perdiendo nunca 
de vista, la realidad por la que el hombre es objeto de valor, se puede organizar una 
sociedad sana. Dejar esto aparte para aceptar alguna fórmula sociológica más fácil que 
no ha de producir una sociedad sana, es locura, es desechar la sensatez. Sobre todo 
no se debe dejar aparte sin inquirir cuidadosamente cómo se pueden de otra manera 
responder las mismas preguntas fundamentales, ¿cuál es el valor del hombre y qué 
significa la igualdad humana? 
II 
Una breve ojeada a las actitudes de los hombres entre sí, desde el comportamiento en 
las cosas más pequeñas hasta en las más grandes, nos hará ver qué lejos estamos de 
la reverencia ideal a que hemos aludido y aun del más débil conato por alcanzarla. En 
las cosas grandes como en las pequeñas tratamos a los hombres casi 
automáticamente como cosas, no como personas, a menos que algo en su propia 
personalidad nos haga darnos cuenta de que son personas. Podemos comenzar por 
observar algo tan insignificante y de todos los días como nuestra actitud con un 
camarero. Es probable que nos limitemos a mirarle, a no ser que se dé el caso de tener 
que llamarlo, y entonces nos damos cuenta de que no tenemos la menor idea de lo que 
es. No es más que una pieza de mobiliario que puede recibir órdenes. Las «muchas 
gracias» que susurramos al final son un indicio de buenas maneras más que de 
verdadera gratitud. 
Se agolpan en la mente muchos otros ejemplos de esto mismo en un nivel más grave. 
Lo que tiene de especialmente degradante la prostitución, y la distingue de un amor 
ilícito, es que no implica las mínimas relaciones Personales. Ninguna de las dos partes 
desea a la otra como tal persona concreta. El hombre busca expansión física. La mujer 
busca dinero. Cada uno es una oportunidad para el otro. No sólo no hay deseo de tal 
persona, sino de ninguna persona en absoluto: es sencillamente relación de órganos 
corporales. El que cada uno lo desee, no es justificación de esta especie de contrato, 
como no lo sería de un pacto de suicidio: de hecho es una especie de pacto de suicidio. 
Lo mismo se observa con otra modalidad en las relaciones corrientes entre patronos y 
obreros. Lo especialmente terrible de la revolución industrial fue que el patrono, 
sacando partido de máquinas y hombres, se incapacitó absolutamente para pensar en 
unas y en otros desde diferente punto de vista. Resultó que no tenía más relación 
personal con los hombres que con las máquinas. Pensaba en los hombres y hablaba 
de ellos no como de personas, sino como mano de obra, por ser las manos la única 
parte de los obreros que le servía y despertaba su interés. Que los trabajadores le 
miraran en la misma forma impersonal es cosa que se comprende perfectamente, 
aunque no por eso sea menos trágica. No podía menos de resultar la situación que ha 
resultado efectivamente. Patronos y obreros se enfrentan ahora como dos fuerzas 
masivas, que sólo se reconocen como personas cuando un líder de una u otra parte se 
hace particularmente odioso, ya que el odio es algo que no se dirige a las máquinas, 
sino a las personas. Ya es algo que se haya dado este tributo a la persona, pero es 
trágico que no se le haya dado un tributo más noble. 
Hasta qué punto ha desaparecido la reverencia que debería ser instintiva se ve también 
en lo que se podría llamar la actitud frente a los mecanismos, entendiendo con esta 
palabra no sólo las máquinas, sino también los procedimientos. Parece que todavía no 
nos hemos hecho cargo de que la norma no es si con tal procedimiento se hace mejor 
el trabajo, sino si es mejor para los hombres que se haga así el trabajo. Parecemos 
incapaces de rechazar un nuevo invento o al menos de someterlo a crítica. La máquina 
sumadora nos ofrece un ejemplo fácil de esto. La máquina sumadora significa que 
todas las sumas son correctas y que el hombre ha perdido la capacidad de sumar una 
columna de números. Desde luego, esto no supone una enorme capacidad mental, 
pero al fin y al cabo era cierta capacidad: ha desaparecido y no se ha reemplazado. 
Este pequeño ejemplo no es en sí muy importante, pero el principio se extiende a toda 
la sociedad. No se ha dejado en nosotros un instinto que salga en defensa de la 
persona asaltada ni ánimos que nos inciten siquiera a darnos cuenta del asalto. 
Los ejemplos que hemos aducido no implican necesariamente malicia o maltratamiento 
deliberado de otros seres humanos. El consumidor dará quizá buena propina al 
camarero, el mujeriego tiene la sensación de que su asunto con la prostituta ayuda a 
ésta a vivir, el patrono puede ser una persona amable: todos estos casos no significan 
necesariamente más que una falta de atención a lo que debiera ser lo primero en 
considerarse. Pero el hombre es capaz de cosas peores que éstas en relación con sus 
semejantes, cosas que implican un directo, consciente y deliberado abuso de los 
demás en favor de su propio interés, lo cual es una de las mayores profanaciones. Usar 
el nombre de Dios sin reverencia es normalmente una profanación menor en 
comparación con la de usar la imagen de Dios sin reverencia [3]. Dios es más 
vulnerable en el hombre vivo hecho a su imagen que en el sonido que ha escogido el 
hombre para nombrarle. 
Parte de la semejanza del hombre con Dios consiste en que tiene inteligencia con la 
cual puede ver la verdad y expresar la verdad como la ve. Forzar al hombre a decir lo 
que no ve es la mayor irreverencia con el hombre y con Dios. Esto embota el sentido 
que tiene el hombre del valor de la verdad, le hace usar torcidamente su propia facultad 
de expresión. Impedir que el hombre diga lo que cree es una ligera intromisión 
totalmente distinta de obligarle a decir lo que no cree. No se presta el menor servicio a 
una doctrina, verdadera o falsa, forzando al hombre a expresarla contra su voluntad. 
Sólo se logra desprestigiarla. Si se trata de una doctrina religiosa, es una forma de usar 
el nombre de Dios en vano. 
Sin embargo, ésta no es la peor violación de la persona humana. Es grave forzar a uno 
a decir lo que no ve, pero forzarle a ver lo que no ve es el colmo de la profanación. 
Para esto se multiplican las técnicas modernas: a esta cosa terrible se la llama 
«condicionar». La inteligencia humana está destinada a ver en un orden de visión, 
como el ojo está destinado a ver en otro. Decir a la inteligencia humana: «Ve lo que 
digo yo», es en gran parte lo mismo que decírselo al ojo. Desgraciadamente la 
diferencia está en que con esto se puede perjudicar a la inteligencia, mientras que al 
ojo no. Al ojo se lo puede únicamente destruir. Pero en este caso el hombre sabe que 
está ciego, mientras que en el otro el hombre cree que ve. El hombre parece sobrevivir 
como hombre integral, pero sólo es una parte de hombre. Sea que los anunciantes 
traten de aturdir a los hombres con reclamos y slogans o que los tiranos introduzcan 
slogans en la trama misma de la vida que hay que vivir, en ambos casos se usa del 
hombre

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