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Sociedad y sensatez Frank J. Sheed Indice o 1. Sensatez ante todo El hombre o 2. El hombre esencial o 3. Reverencia o 4. El hombre existencial o 5. Realismo o 6. La ley o 7. El amor Matrimonio y familia o 8. La naturaleza del sexo y el matrimonio o 9. El matrimonio y la ley de Dios o 10. El matrimonio existencial Sociedad y estado o 11. La sociedad y la naturaleza del hombre o 12. Hecho social y orden político o 13. El César y los ciudadanos o 14. Libertad, igualdad, personalidad o 15. La personalidad en eclipse o 16. Vitalidad 1. Sensatez ante todo Nuestro modo de tratar una cosa depende en última instancia del juicio que nos hayamos formado sobre ella. De distinta manera tratamos, por ejemplo, a las personas y a los gatos, porque es diferente la idea que tenemos de lo que es una persona y de lo que es un gato. Todas nuestras instituciones —la familia, la escuela, los sindicatos, el gobierno, las leyes, las costumbres y todo lo demás— brotaron de la idea que tenían del hombre los que las crearon. Si queremos comprenderlas profundamente, debemos penetrar en la idea que expresan del hombre. En la historia humana hay períodos en los que no hay necesidad inmediata y obvia de hacer esta clase de investigación profunda. Cuando las instituciones profundamente arraigadas funcionan normalmente y contribuyen a la felicidad, la gran masa de los hombres puede limitarse a vivir sencillamente con ellas sin plantearse ningún problema. Pero cuando algo no está en regla en alguna institución —de modo que se tenga que considerar la oportunidad de corregirla (y, dado que sí, en qué forma) o si debe suprimirse (y, en tal caso, con qué se ha de sustituir)—, entonces la pregunta acerca de lo que es el hombre resulta no sólo práctica, sino más práctica que ninguna otra. Y esto por dos razones. Una de ellas es vital, aunque muy negada en nuestros días; la otra vital también pero no tan fácil de negar. La primera razón es que todos los órdenes sociales han sido hechos por los hombres y deben examinarse en función de su aptitud para los hombres. No faltarán quienes sonrían ante esta razón. Por el momento no queremos discutirla con ellos. Preferimos polar directamente a la segunda, a saber, que todos los órdenes sociales están constituidos por hombres. Los que fabrican maquinas estudian el acero, los que fabrican estatuas estudian el mármol, los que ordenan sistemas sociales han de estudiar al hombre, puesto que el hombre es la materia prima de los sistemas sociales», como el acero es la materia prima de las máquinas y el mármol lo es de las estatuas. Ahora bien, mientras no todos nos dedicamos a hacer máquinas o estatuas, todos estamos implicados en la construcción de sistemas sociales, desde los más pequeños, como la familia, hasta los más grandes, como el Estado al que pertenecemos. Toda nuestra vida consiste en tratar con otros seres humanos. Por eso, en nuestras relaciones personales todo el problema está en saber cómo se han de tratar los hombres; en el orden político la cuestión es exactamente la misma. Pero no es posible decidir inteligentemente cómo se debe tratar una cosa antes de haber visto claramente qué es la cosa. No podremos saber cómo se ha de tratar a los hombres sin haber visto con toda claridad qué es el hombre. Esta es la razón por la que hemos puesto la palabra sensatez en el título del libro. Sensatez significa ver las cosas como son, vivir en la realidad de las cosas. Si uno ve lo que no es —si ve culebras serpenteando por el empapelado de su habitación, por ejemplo, o se considera a sí mismo como Napoleón—, no es sensato. La dificultad está en que no siempre sabemos si la gente ve lo que no es o no ve lo que es. Esto puede suceder en forma menos patente que en los ejemplos que acabamos de aducir, pero el principio es siempre el mismo: tomar lo que no es por lo que es, es señal de insensatez. Por ejemplo, hacerse ilusiones afectivamente, tomando los propios deseos por realidades, es un defecto mental; lo mismo se diga de tomar las propias aprensiones por realidad, en una palabra, tomar por realidad lo que no lo es. Hacerse ilusiones es la cosa más corriente; en sociología y en política es un fenómeno casi universal. Es la cosa más fácil del mundo. Nos concentramos en la cosa que deseamos —una organización particular de la sociedad, por ejemplo—, de modo que el asunto va tomando más y más cuerpo en nuestra mente; consideramos, naturalmente, los obstáculos con desazón e impaciencia, no experimentamos ningún gusto en mirarlos, cada vez los miramos menos y al fin acabamos por no mirarlos: los obstáculos siguen estando presentes, pero ya no lo están para nosotros: sólo nuestro deseo es real. Es posible que todavía hagamos alusión a los obstáculos, pero sólo lo hacemos para asegurar a nuestros oyentes, para confirmarnos a nosotros mismos de lo sólidamente que estamos apoyados en la realidad. Quienes se hacen ilusiones son muy aficionados a emplear, los slogans más realistas. Si oímos a un orador que exclama: «Los hechos, señores, los hechos son inexorables», ya podemos prepararnos para hacer una gira por el reino de Utopia. En todos los terrenos el test de sensatez consiste en preguntar: ¿Qué es?; en las relaciones humanas será preguntar: ¿Qué es el hombre? Aquí es donde efectivamente debe tener sus raíces la sociología. De otra manera, ninguna escrupulosidad de investigación ni ningún peso de pruebas científicas en las etapas subsiguientes podrá sanar este defecto radical. I Ahora bien, en el conjunto de nuestra vida social se pasa por alto al hombre. Se toma sencillamente al hombre como una palabra, como la etiqueta de una especie particular de seres (la especie a la que también nosotros pertenecemos) y nadie se decide a considerar en serio lo que significa el término. Pasamos inmediatamente a examinar el modo de hacer feliz a la criatura sin detenernos a preguntar qué es la criatura. Sin embargo, habría que seguir exactamente el camino contrario. Al proyectarse un nuevo plan que afecte la vida de los hombres, nuestra primera reacción es siempre preguntar: Hará a los hombres más felices? Sin embargo, ésta debiera ser la segunda pregunta, no la primera. La primera debería ser: ¿Responde esto a la naturaleza del hombre? La vida moderna se ha olvidado totalmente de este problema. En la educación tenemos un ejemplo tan perfecto que resulta casi ridículo. En casi todo el mundo occidental se considera al Estado como el educador nato. Las escuelas no dirigidas por el Estado se miran como algo anormal y en la mayoría de los países llevan sólo una existencia precaria. Esta situación parece la cosa más natural, siendo así que en realidad no deja de ser grotesca. Hay centenares de definiciones de la educación. Pero tomemos como definición un mínimum que sea aceptado prácticamente por todos, por ejemplo, que la educación consiste en preparar al hombre para la vida. Supongamos ahora que uno escribe al ministerio de educación de su propio país poco más o menos en estos términos: «Veo que ustedes se ocupan de preparar al hombre para la vida. ¿Podrían decirme qué es el hombre?» La única respuesta que posiblemente nos dieran sería: que vivimos en una democracia liberal: cada cual tiene derecho a profesar la religión o la filosofía que más le guste y conforme a sus enseñanzas mantener sus propios puntos de vista: que el hombre es materia o espíritu, o ambas cosas a la vez, o ninguna de ellas. Eso no le interesa al Estado, que es completamente neutral, no sabe lo que es el hombre. Si se les volviera a escribir preguntando: «Veo que en cuanto Estado no saben ustedes qué es el hombre. ¿Podrían decirme para qué se vive?», la respuesta sería exactamente la misma: que eso es asunto de cada ciudadano, que el Estadoes neutral y no sabe nada de eso. He llamado a esto grotesco y todavía he sido demasiado indulgente. Preparar a los hombres para la vida no sólo sin saber lo que es el hombre ni lo que es la vida, sino incluso sin dar importancia a estas cuestiones, en realidad sin habérselas planteado nunca, es la cosa más extraña que se pueda imaginar. Sin embargo, a la gente no le impresiona. El que hasta tal punto deje de extrañarles indica lo poco que se piensa en las cosas más fundamentales. Pero la gente no sólo no ve lo extraño que es esto, sino que ni siquiera hay manera de podérselo mostrar. Si se insiste en este punto, sencillamente se cambia la definición de la educación. Las escuelas, dicen, dan a sus alumnos una cantidad de informaciones útiles y los adiestran en ciertas técnicas de modo que puedan ganarse la vida, integrarse con sus semejantes y hacer las cosas que el Estado exige de los ciudadanos. Pero esto es sencillamente tomar lo extraño del problema del sistema escolar y trasladarlo a la vida de la sociedad entera mostrando cuán sólidamente arraigado está en ella. ¿Para qué sirve la información? ¿Cómo podemos integrarnos con nuestros semejantes si ellos mismos no están integrados? y ¿cómo sabemos que lo están? Y, vistas las cosas tan raras que algunos Estados exigen a sus ciudadanos, ¿cómo sabemos que nuestro propio Estado no nos exige cosas que nos perjudican como a hombres? Ninguno de estos interrogantes se puede responder sin saber de antemano qué es el hombre. Una información es útil si nos ayuda a alcanzar mayor plenitud y riqueza humana; un hombre está integrado si todos los elementos de su naturaleza están debidamente relacionados entre sí y con el fin de la vida; el Estado no puede exigir a sus ciudadanos nada que, por mucho que aumente la eficiencia o el bienestar material, los ha de disminuir como hombres. En tales circunstancias, no sólo en la educación, sino en toda la vida de la sociedad, el trato que se dan los hombres entre sí y que les da el Estado, debe examinarse en función de la pregunta: ¿qué es el hombre? Pero esto nunca se pregunta. El Estado no sabe qué es el hombre y cada día ejerce más control sobre la vida humana. En Karl Marx se observa esta ignorancia del hombre en su estado puro. Las democracias occidentales no saben lo que es el hombre, o no se cuidan de ello. Con todo, tienen alguna noción de lo que desean los hombres y de cuáles serán probablemente sus reacciones. Marx, no. Tanto los que están de acuerdo con él como los que discrepan convienen en llamarle sociólogo. Pero Marx no era de ninguna manera un sociólogo. Era sencillamente un matemático. Examinemos este problema de aritmética: si un muchacho puede segar un campo en dos horas, ¿en cuánto tiempo lo segarán dos? La respuesta es, naturalmente, en una hora, pues dos muchachos emplearán la mitad del tiempo que emplea uno. Pero esto son matemáticas. En realidad los dos muchachos comenzarán a charlar, a discutir, hasta se pelearán; dejarán irremediablemente enredadas las segadoras y se marcharán a nadar, y ya no volverán. Esto es sociología. Y este es el sentido en el que decía yo que Marx era un matemático y no un sociólogo. Resolvía todos los problemas sociales sin tener en cuenta el elemento humano. Le hubiera bastado observar al primer hombre que encontrara para convencerse de que la sociedad sin clases no podía formarse con seres humanos. Pero no observó. Tenía su propia teoría sobre lo que es el hombre y ¡no tenía necesidad de mirar más! Su más célebre seguidor, Lenin, se tomó por lo menos la molestia de mirar: vio que lo sociedad sin clases no se adaptaba al hombre, pero eso no le preocupó: «Los grandes socialistas, al prever el advenimiento [de la sociedad sin clases] presuponen un ser distinto del hombre corriente actual» [1]. En otras palabras, en esa época los hombres serán diferentes. El hombre es, naturalmente, la pesadilla del sociólogo. Le gustaría poder elegantemente prescindir de él. Le estaba reservado a Bernard Shaw, en esto, como en otras muchas cosas, ir hasta el extremo del asunto. También él vio lo que vio Lenin y que no había visto Marx. Su solución tiene un especial encanto: «Si la raza humana no sirve, la naturaleza tiene que intentar otra experiencia.» En otras palabras, la sociedad sin clases es un fin en sí: si el hombre no es apropiado para ella, la naturaleza misma debe descubrir alguna criatura que lo sea. Pero nuestro problema consiste en construir instituciones sociales para nosotros, no para alguna raza desconocida que todavía no ha asomado en el horizonte, y con el material disponible, es decir, con los hombres tal como son en realidad, con sus reales posibilidades de mejoramiento, aunque un sociólogo sensato nunca exagerará esas posibilidades. Esto es precisamente sensatez, negarse constantemente a perder el contacto con la realidad. II La cuestión ignorada surge todos los días, respecto al comportamiento del hombre consigo mismo y a su modo de proceder con los demás, en los más pequeños asuntos personales, como en los nacionales de mayor envergadura. Supongamos un asunto en el que discrepan las opiniones. ¿Es admisible el divorcio o el amor libre? Las golondrinas no se juntan —macho y hembra— para toda la vida; los gatos callejeros viven promiscuamente. El puritano más rígido no lo ve mal ni en las golondrinas ni en los gatos. Pero evidentemente volvemos a la pregunta sobre qué es el hombre. Tenemos que dejar esto bien sentado antes de dar una respuesta a esta o a otras cuestiones de moralidad personal. Sería una extraña coincidencia si las respuestas fueran las mismas en el caso en que el hombre fuera un ser afín a los ángeles o un animal que ha hecho mejor uso de sus oportunidades que los otros animales, o sencillamente una colección de electrones y protones, una fórmula química, una cosa para que el doctor pueda expedir una receta. Sólo quien tenga muy poco conocimiento del mundo podrá decir que los asuntos como el divorcio o el amor libre son personales y se pueden dejar sin dificultad para que el individuo en particular los resuelva como le plazca. Tomemos alguna cuestión más general que no se pueda despachar como ésta. ¿Es justo tratar a los hombres únicamente según nuestro propio interés? A los animales los ponemos a nuestro servicio pensando únicamente en nuestras necesidades, no considerando para nada sus preferencias. Nuestros médicos se sirven de los animales para sus experimentos, inoculándoles enfermedades espantosas, practicando su vivisección. ¿Está mal convertir a los hombres en esclavos o en conejillos de Indias y en hacerles la vivisección? «Ciertamente está mal», se responderá. «No se puede tratar a los hombres como a los animales.» Personalmente estoy de acuerdo en que no se puede, pero sólo porque sabiendo lo que es el hombre sé en qué difiere de los otros animales y qué diferencia constituyen esas diferencias. Lo cual sólo quiere decir que para responder inteligentemente a la pregunta formulada hay que dejar asentado qué es el hombre. No basta decir que el hombre sufriría al verse esclavizado o contagiado con enfermedades o cortado en lonjas. Tampoco a los animales les gusta ninguna de estas cosas. Pues, por qué hemos de tener consideración con los sentimientos de un hombre y no con los de un potro o los de un perro? Naturalmente esto depende de la idea que tenemos de lo que es el hombre. Se pensará que mis ejemplos son imaginarios, que bastará con responder a este tipo de preguntas cuando se presenten. Pues, ¿quién piensa en tratar así a los hombres? Quien así hablara habría olvidado los campos de trabajos forzados en la Rusia de hoy, los experimentos científicos en hombres vivos realizados en los campos de concentración de los nazis hace unos años. Personalmente es posible que no encontremos nunca a un solo individuo que defienda estas cosas, aunquenuestra civilización esté amenazada por un sistema semejante. Pero si nos encontráramos con tal persona, no nos hallaremos en condiciones de refutar sus argumentos a no ser que podamos establecer, y demostrar, una idea del hombre que las haga insostenibles. No quiero detenerme en multiplicar ejemplos a cual más evidente. Si nos damos cuenta de lo que supone esta línea de pensamiento nos parecerá claro que toda sociología inteligente tenga que atenerse a ella. Atribuimos, por ejemplo, inmenso valor a la igualdad humana. Todos los hombres, decimos, son iguales. Pero iguales ¿en qué? No hay ni una sola cualidad en la que todos los hombres sean iguales, ni siquiera hay una en la que dos hombres sean iguales. ¿La frase carece de sentido? Sólo tiene sentido con una condición, una condición que no cumplen la mayoría de los que la usan. Todos los hombres son iguales en cuanto que son igualmente hombres, de la misma manera que todos los triángulos son triángulos o que todos los elefantes son elefantes. Es decir, que todos los hombres son iguales entre sí en todo lo que implica el hecho de ser hombres. Pero no sabremos qué es lo que implica el hecho de ser hombres mientras no sepamos qué es el hombre. En realidad, lo que entra en juego es, más que la igualdad de los hombres, una cosa mucho más práctica, a saber, los derechos humanos. La expresión «derechos del hombre» significa con mucha frecuencia lo que es bueno, humano o sencillamente útil concederle. Pero las concesiones, por muy liberales que sean, no son todavía derechos. Derechos son lo que corresponde legítimamente al hombre, no lo que la sociedad está dispuesta a otorgarle. Corresponden al hombre porque es hombre y son valederos a pesar de la sociedad y aun contra la sociedad. Si no son esto, no son derechos en modo alguno, sino algo que se puede esperar de la benevolencia de la sociedad. Pero ¿tiene el hombre derechos? La respuesta depende, naturalmente, de lo que es el hombre. Vuelvo a repetir que en tiempos tranquilos, en los que las costumbres arraigadas siguen su camino sin perturbaciones, cuestiones como ésta pueden dejarse sin dificultad a los filósofos. Pero en nuestros días no hay ni una sola institución humana que no esté en tela de juicio. Todo problema en disensión, toda idea revolucionaria y toda reacción conservadora, todo se condensa en la pregunta sobre el modo cómo se ha de tratar al hombre y sólo podremos contestarla conforme a la idea que tengamos de lo que es el hombre. Ninguna sociedad se puede unificar si no está unida acerca de esta idea fundamental. De este modo no están unidos ni el Reino Unido, ni los Estados Unidos ni las Naciones Unidas. La cosa no es tan grave en los dos primeros casos, puesto que las dos naciones han heredado ciertos modos de vida y de acción en común establecidos por antepasados que estaban de acuerdo acerca de lo que es el hombre. Las Naciones Unidas no tienen tal pasado común. No hay ni un acuerdo actual en los principios acerca de cómo se debe tratar al hombre ni ningún acuerdo en la práctica que provenga de un pasado remoto, ya que las Naciones Unidas no tienen pasado y los miembros que las constituyen no han heredado ninguna actitud común con respecto al hombre. Pero tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos la situación es sólo ligeramente mejor. No podremos estar indefinidamente de acuerdo en la acción práctica si llega a desaparecer todo acuerdo acerca de la .realidad implicada en ella. III Mi experiencia personal me ha enseñado que es sumamente difícil inducir a alguien a sujetarse a estas líneas de pensamiento. La primera reacción es generalmente de tipo rudo y sincero. Quizá se cite incluso la famosa frase de Robert Burns. A manis a man for a' that. Este verso en dialecto escocés no contribuye a aclarar nada, pues viene a decir que un hombre es un hombre. ¡Fantástico! Pero ¿qué es un hombre? Persistir en tales argumentos resulta irritante. El interlocutor nos dice que todo el mundo sabe lo que es el hombre y que es una necedad perder el tiempo en cosas que todo el mundo sabe. Pero de hecho no todos lo saben, puesto que no todos están de acuerdo, y en esta „materia son tan graves las divergencias que, en el mejor de los casos, habrá uno que tenga razón, pero los demás estarán equivocados. Ante esta salvedad, nuestro hombre jugará su última carta. En un esfuerzo desesperado por evitar el tormento de tener que pensar en el problema, se acogerá al expediente práctico de cómo debe tratarse al hombre, acerca de lo cual nuestros antepasados, más inteligentes, ya se pusieron de acuerdo. Dirá que hemos llegado a una idea sumamente práctica de cómo debe tratarse a las personas y que no necesitamos perder el tiempo en construir teorías. Todo el mundo, dirá —caldeándose con este tema—, sabe perfectamente cuál es el modo bueno y el malo de tratar a los hombres. Lo malo es, aunque tenemos pocas esperanzas de hacérselo ver a nuestro hombre, que lo que todos saben, nadie lo sabe verdaderamente a fondo. Como todos lo saben, todos lo dan por supuesto, lo cual quiere decir que no se piensa en ello. Existe una absoluta inercia sobre esas cuestiones que nadie se plantea porque todos saben la respuesta, pero que si se plantean, nadie tiene una respuesta pronta. Lo único que se puede hacer es ruborizarse. Esto es precisamente lo que está sucediendo ahora que nos hallamos en pugna con los dirigentes soviéticos de Rusia, que tratan a los hombres en una forma que nos parece intolerable. Somos absolutamente incapaces de tener una discusión razonada con ellos sobre el particular. Porque esto equivaldría a mostrarles que nuestro modo de tratar a los hombres es correcto y que el de ellos no lo es, lo cual sólo se puede hacer mostrándoles que nuestra idea del hombre es verdadera y que la de ellos es falsa. Pero esto no lo podemos hacer porque no sabemos cuál es nuestra idea del hombre. Todo lo que podemos hacer en estas desdichadas circunstancias es decir a los rusos que desaprobamos y hallamos de hecho indignante su modo de tratar a los hombres. Pero esto no es un argumento. Ellos establecen el género de trato que creen ser conveniente y nosotros respondemos con el género de trato que nosotros tenemos por bueno. En otras palabras, les informamos sencillamente de nuestro prejuicio o reacción emocional en este particular. No es posible allanar las diferencias con una discusión, dado que no tocamos el problema fundamental, sin lo cual es imposible la discusión. Todas las frases que empleamos muestran que no nos hemos hecho cargo de nuestra insuficiencia. Recuerdo que una vez se me urgía para que votase por un partido determinado porque se había de entender bien con los Soviets: «hablamos su lenguaje». La verdad es que no hablamos ningún lenguaje. Lo que hacemos es irritamos y parlotear. Nuestra falta de claridad acerca de la palabra elemental «hombre» muestra que ninguna de las palabras sucesivas tiene un significado claro. Los dirigentes rusos, nótese bien, no se hallan en este atolladero. Ellos saben lo que entienden por hombre. Se equivocan, habiendo tomado su idea del hombre de Marx, que no prestó atención al hombre; pero son perfectamente claros en su idea y con ello pueden justificar el trato que dan al hombre. Esto les da una enorme ventaja en toda discusión con Occidente. Ningún ruso ha alegado nunca como título para algún cargo que hablaba nuestro propio lenguaje. De hecho todo buen comunista se desdeñaría de hacer valer tal título. En efecto, él habla un lenguaje, cosa que no hacen nuestros hombres representativos. Por eso es tan humillante todo intercambio entre nosotros y los dirigentes rusos. Por ejemplo, durante la guerra existía la pretensión de que ellos y nosotros estábamos asociados en una cruzada, una pretensión que, para hacerles justicia, apenas si se permitieron formular ellos: nos dejaronmentir, pues sabían que ni éramos ni podíamos ser asociados, precisamente porque no teníamos las mismas ideas acerca de lo que es el hombre ni podíamos tener las mismas ideas acerca de cómo hay que tratar al hombre. La disparidad durará mientras no aprendamos a ser tan claros acerca de nuestros fundamentos como lo son ellos acerca de los suyos. Sólo entonces podríamos entablar con ellos una discusión seria. Mientras no lo hagamos no habrá en definitiva más que una salida. En la imposibilidad de discutir, sólo seremos capaces de lanzarnos mutuamente poderosos explosivos. El que haya guardado para el final el más poderoso explosivo ese habrá ganado la guerra; pero no habremos ganado la discusión ni siquiera habrá habido discusión: un intercambio de prejuicios no es más razón que un intercambio de poderosos explosivos. Así que nuestro acuerdo práctico dentro de nuestra propia nación acerca de cómo hemos de tratar a los hombres —a saber, que se les debe tratar amablemente— no nos lleva a ninguna parte cuando nos enfrentamos con quien no piensa como nosotros. ¿Hasta qué punto nos sirve dentro de nuestra propia sociedad nacional? La tendencia entre nosotros es: 1) a no inquirir acerca de lo que es el hombre, 2) a no imponer al hombre nada contra lo que sabemos por experiencia que ha de reaccionar violentamente, y así a ocultar a nuestros ojos los resultados ciertamente desastrosos de no haber hecho esta investigación inicial. Nuestra norma de ser con todos tan amables como lo permiten las circunstancias, es una norma bien intencionada que nos acredita, aunque acredita más a nuestros corazones que a nuestras cabezas, puesto que es una norma ciega. El primero de los derechos del hombre no es el derecho a ser tratado amablemente, sino el derecho a ser tratado justamente, a ser tratado como lo que es. La amabilidad puede destruir a un hombre no menos que la crueldad. La Revolución Francesa nos ofrece una anécdota significativa. El ministro del rey, Foulon, al oir que el pueblo no tenía pan, replicó: «¡Que coma hierba!»; la esposa del rey, María Antonieta, dijo: «¿Por qué no comen pasteles?» Foulon era cruel y María Antonieta amable [2]. La Revolución Francesa los mató a ambos, lo cual fue una tremenda forma de justicia, que lo mismo se puede morir de un régimen de pasteles que de un régimen de hierba. La cuestión principal no es de amabilidad o de crueldad, sino de justicia o de injusticia. Cuando un doctor trata el cuerpo humano, la amabilidad no sustituye a la rectitud. Esto se puede decir de cualquiera y de cualquier cosa que haga, pero sobre todo se aplica al orden social. El primero de todos los derechos del hombre es el derecho a ser tratado como lo que es. ¿Qué es, pues, el hombre? El hombre 2. El hombre esencial I Nuestra civilización, que solía llamarse cristiana y que ahora se llama occidental, se basa en la idea que nuestros antepasados tenían de lo que es el hombre. Esta idea era clara, vigorosa y universalmente aceptada. Se llegó a ella escuchando a Dios más que considerando al mismo hombre. En suma era ésta: El hombre es una criatura de Dios, que vive en un universo creado por Dios. Pero se diferencia de todos los otros seres del mundo porque Dios lo hizo a su propia imagen. Esta especial semejanza del hombre con Dios no reside en el cuerpo, por el que se asemeja a los animales, sino en su alma, que es espiritual, inmortal y está destinada a la unión eterna con Dios. El hombre, oponiendo su voluntad a la de Dios, se dañó a sí mismo y perdió la unión con Dios. Dios se hizo hombre y murió para salvar a todos los hombres de aquella condición desesperada. En estas tres ideas —imagen de Dios, espíritu inmortal, redimido por Cristo— tenemos los elementos dominantes del concepto del hombre, que vino a construir nuestra civilización. A muchos les podrá parecer esto pura fantasía, residuo de un mito de aquel mundo más sencillo, que en forma curiosa ha logrado sobrevivir o, mejor dicho, no ha podido morir completamente en un mundo que ya no lo necesita. Y aun entre los mismos que todavía consideran esta concepción del hombre como valedera, en todo, o por lo menos en gran parte, muchos pensarán que no se puede aducir en una discusión práctica sobre los problemas actuales, que no es ésta la manera de pensar de los sociólogos; modernos. Pero, si bien se mira, esto no es un argumento contra ella. Teniendo en cuenta la tremenda confusión en que se halla el mundo —dos hecatombes sangrientas en medio siglo y otra que amenaza siniestramente en el horizonte—, no se puede prestar homenaje, de reverencia ciega al modo de pensar de los sociólogos modernos. El que una teoría discrepe del modo de pensar de los tiempos modernos, difícilmente será un argumento contra ella. Pero por el momento no quiero urgir esta antigua concepción del hombre, como algo inmediatamente práctico y utilizable, si bien creo, y trataré de mostrarlo más adelante, que es la única que tiene estos dos caracteres. Lo único que digo es que sobre ella se basó una gran civilización, que esta civilización está ahora en agonía —dolores de muerte quizás o quizá dolores de parto, pero dolores sin género de duda—, que para hacer algo por esta civilización es necesario comprenderla y que no se la puede comprender prescindiendo de la idea del hombre que trataba de expresar. Vamos, pues, a examinarla un poco más en detalle. Nunca una idea ha sido tan dinámica, tan revolucionaria y tan poderosa para construir una forma de vida. Incluso quien no la profese debe reconocer que es menester intentar comprenderla. II Comencemos por la primera frase: el hombre fue hecho a imagen de Dios. Esto puede tener muy diferente sentido según la idea de Dios que implique. Un hombre hecho a imagen del dios Moloc, al que los cartagineses sacrificaban los niños, sería una criatura horrible, y de hecho bastantes hombres han tratado de rehacerse a sí mismos según esta imagen. Pero nuestros antepasados cristianos conocían la verdad acerca de Dios. Dios es omnipotente, omnisciente y todo amor. El hombre, hecho a su imagen, tiene también estos atributos, pero en forma limitada. El hombre tiene poder, pero no todo el poder, tiene conocimiento, pero no todo el conocimiento, tiene amor, pero no un amor infi nito. Dios es el absoluto, el hombre es la imagen. Pero la imagen no ha de ser necesariamente estática. Puede deteriorarse hasta quedar apenas indentificable. Pero también puede desarrollarse. El hombre puede crecer en poder, en conocimiento y en amor; en otras palabras, en semejanza con Dios. Dios no teme que sus criaturas le igualen, el infinito no puede temer a lo finito: es totalmente conforme con la voluntad de Dios que en todo hombre vaya creciendo más y más la semejanza original. La clave para comprender a Dios y al hombre es el concepto de espíritu. Dios es espíritu infinito y uno de los elementos del hombre es espíritu también, y precisamente en esto consiste la semejanza. Lo que constituye la esencia del espíritu es la permanencia, sin lo cual no sería espíritu, y, por eso, debe estar presente, tanto en el espíritu infinito como en el finito, cualesquiera que sean las diferencias en el modo. El espíritu está compuesto de partes como la materia, y por lo tanto no puede disgregarse ni se lo puede descomponer o recomponer interiormente. Un ser espiritual sólo puede ser él mismo, no se lo puede convertir en otro, su característica es la inmortalidad. Como la permanencia es la característica de la existencia del espíritu, así la libertad es la característica de su actividad vital: en sus dobles funciones de conocimiento y de amor consiste su vida; lo que ame es decisivo para esta vida, y la facultad con la que ama, la voluntad, es libre. El hombre fue hecho por Dios para la unión con El mismo. El espíritu finito está destinado a la unión total con el espíritu infinito,en el que la facultad humana de conocimiento estará en contacto inmediato, indestructible, con la verdad infinita, y la facultad humana de amor estará en contacto no menos íntimo con la bondad infinita. Y en este contacto seguirá siendo él mismo, sin perder su identidad en la realidad más potente, sino permaneciendo consciente de Dios y consciente de sí mismo, una vez que por fin haya llegado a ser su perfecta imagen. Ninguna de las religiones que se centran tan totalmente en el espíritu que llegan hasta despreciar la materia nunca ha glorificado tanto el espíritu del hombre, ya que todas ellas consideran como su fin supremo únicamente la extinción, o en todo caso la extinción de la conciencia personal. Y como ninguna de las religiones del espíritu puro glorifica al espíritu tanto como el cristianismo, que ve en el hombre un espíritu unido a la materia, de la misma manera ninguna de las filosofías que desechan el espíritu y afincan totalmente en la materia glorifica tanto al cuerpo como el cristianismo. Para el cristianismo el cuerpo es sagrado, ya que por su íntima unión con el alma es elevado por encima de la condición puramente terrestre y participa en el destino eterno del hombre. Difícilmente se le puede reprochar al materialista el que no reconozca el carácter sagrado del cuerpo, ya que el materialismo carece de este concepto por no conocer sino lo profano. Pero tampoco puede otorgarle al cuerpo todas aquellas cosas que el mismo cuerpo puede concebir y aun desear ardientemente, como el dominio sobre la muerte o algún fundamentó para asegurar la dignidad humana. Para el cristiano el cuerpo, tras la disolución total por la muerte, volverá a reunirse con el alma del hombre y participará en su destino para siempre. Entre todas las religiones, sólo el cristianismo acepta el cuerpo plenamente y de buena gana. Lo coloca en los lugares más sagrados de la religión, incluso en el santo de los santos, la Eucaristía misma, en la que Cristo entra en el hombre para ser el alimento de su vida y el lazo de unión entre los que se nutren de este alimento. Es una fórmula básica de sociología cristiana que si el espíritu tiene la primacía, el cuerpo tiene su propio carácter sagrado. Si se pierde uno de los elementos de esta fórmula, queda destruido el equilibrio total. El hombre, imagen de Dios —juntando por su propia naturaleza espiritual y material las esferas opuestas del espíritu y la materia en la unión de un universo que a pesar de esa unión mantiene siempre sus partes distintas—, vive bajo una ley. El mundo material tiene sus leyes dadas por Dios, y la salud corporal del hombre consiste en descubrirlas y en vivir conforme a ellas. Pero también el mundo espiritual tiene sus leyes dadas por el mismo Dios, y la salud espiritual del hombre consiste en descubrirlas y en vivir conforme a ellas. Esto nos lleva a un elemento que todavía hay que considerar en la imagen cristiana del hombre. La voluntad del hombre es libre, libre para aceptar, pero libre también para rehusar la cooperación con la voluntad de Dios en general o con algún detalle de la ley de Dios en particular. El hombre, tanto la humanidad en general como cada hombre en particular, ha rehusado parcial o totalmente esa cooperación. El hombre se lanzó contra las leyes de Dios y fue herido por ellas. La mayor herida, resultante de la negativa del hombre como humanidad total, fue sanada por Cristo, que murió por los hombres e hizo posible para todos los hombres la unión total y definitiva con Dios. Pero todo hombre debe operar su propia salvación, para lo cual cuenta con una naturaleza bastante deteriorada por el pecado. En definitiva, a él le toca hacer la elección. Puede elegir a Dios o a sí mismo sin Dios, el cielo o el infierno. Lo que elija al final de su vida en la tierra, lo elige vara toda la eternidad. En otras palabras, el destino eterno del hombre depende de su propia elección. La responsabilidad forma parte de la esencia del hombre. III Hemos dicho que nuestros antepasados llegaron a esta concepción del hombre escuchando a Dios más que analizando al hombre. Sin embargo, a mi parecer, se pueden alcanzar muchos de los elementos de esta concepción, y toda ella se puede con. firmar, analizando al hombre. En otras palabras, la razón puede trazar las líneas principales de esta concepción y la experiencia Puede verificarlas. Vamos, pues, a analizar al hombre. Este método es mucho más desalentador que el otro, pues Dios ve los elementos de nobleza que hay en su criatura con mucha más facilidad que nosotros, con nuestra perspectiva trastornada y nuestro hábito inveterado de considerar como más grande lo que está más cerca. Y a la vez este segundo método es también más arduo porque el hombre pasa fácilmente por alto algunos elementos existente en él mismo, cosa que no hace su Creador. En realidad los hombres no se han distinguido nunca por ve al hombre como conviene, y, repito, esto no porque no estén di acuerdo con mi modo de ver, sino porque no lo están entre sí de tal manera que si uno tuviera razón la mayoría estaría equivocada. Las personas a que hemos aludido en el capítulo primero, que piensan que nuestra investigación es ociosa porque todos los hombres están de acuerdo en la práctica acerca de lo que es el hombre, no parece que hayan viajado mucho en la actualidad ni que hayan leído mucho del pasado. En esta materia es evidente que no podemos lograr nada con un plebiscito general. Dejando a un lado —aunque en un plebiscito no habría derecho a hacerlo— a los que defienden (o por lo menos dicen) que no existe nada en absoluto, a los que sostienen (o por lo menos dicen) que no existe nada más que ellos mismos y a los que no han pensado nunca en el asunto ni es posible inducirlos a ello, aún nos quedan grandes diferencias. Existen tres grandes grupos: los que reconocen al hombre como un compuesto de materia y espíritu, los que piensan que el hombre es sólo su cuerpo y los que piensan que el hombre es esencialmente sólo su alma. Estos últimos se pueden subdividir todavía en los que sostienen que el cuerpo no existe en absoluto y que nuestra percepción del cuerpo no es sino una especie de ilusión psicológica de la que hay que curarse, y los que piensan que el cuerpo existe realmente, pero que no debe existir y que el modo de desarrollar la personalidad consiste en liberarse del cuerpo. estos a su vez se subdividen según las razones que aducen para explicar el que el hombre esté agobiado con la desdichada herencia del cuerpo. Los que admiten el alma difieren sobre si es libre o no y sobre si el entendimiento conoce con certeza y sobre si la expresión «conocer con certeza» tiene sentido o no y si lo tiene, cuál es. Los que niegan o rebajan el cuerpo discrepan en las consecuencias prácticas de su opinión: algunos dicen que al cuerpo se le debe ignorar, creyendo que si no se le hace caso desaparecerá; otros dicen que se lo debe maltratar con extremo ascetismo para aniquilarlo; otros que, como el cuerpo no tiene importancia, tampoco tiene importancia lo que hagamos con él y así puede permitirse el hombre toda suerte de deleites corporales sin detrimento de su pureza. Sería insensato pensar que hombres tan divididos respecto a lo que es el hombre sean capaces de ponerse de acuerdo en las líneas generales sobre el modo como se debe tratar al hombre. El que sostenga que tal acuerdo es posible, es porque piensa que los hombres estarán dispuestos a aceptar la opinión que él mismo defiende. Pero si los hombres discrepan tan grandemente unos de otros sobre la interpretación de lo que es tan evidente en el hombre, por lo menos no discrepan sobre los mismos datos evidentes. Todos los hombres ven que los hombres hacen las mismas cosas, sufren las mismas cosas y reaccionan de la misma manera. Pero en la interpretación de esto que es evidente, todos cometen prácticamenteel mismo error: tratan separadamente la parte que les parece más accesible, como si esta parte fuera el todo. Todo lo demás, menos accesible, lo dejan de lado. Esto equivale a descartar numerosas experiencias humanas considerándolas ilusorias: una práctica que se insinúa por pereza y acaba por paralizar. El materialista explica como ilusión toda la universal experiencia espiritual, por no hablar de la mística; el idealista descarta como ilusoria toda la evidencia sensible. Únicamente el cristianismo no descarta ninguna experiencia humana. Acepta la evidencia total. Como acabamos de decir, no hay discrepancia acerca de lo que es evidente. Comoquiera que expliquen el hecho, todos ven que el hombre tiene cuerpo, que el cuerpo ocupa espacio, todos ven las múltiples formas de sus relaciones con el universo material, incluso el hecho de su transitoriedad, es decir, que las cosas materiales poseen su propia naturaleza precariamente, inseguramente, siempre en peligro de cesar de ser lo que son y de convertirse en otra cosa. Todos ven que la materia es así y que también el cuerpo humano es así. Y de la misma manera todos los hombres, comoquiera que expliquen el hecho, son conscientes de que piensan. Ni siquiera hay verdadera discrepancia acerca del modo como experimentamos nuestros pensamientos. Incluso los materialistas más convencidos admitirán que una idea no tiene largura, altura ni anchura, ni peso, color, resistencia al tacto o aptitud para ser olida con el olfato o gustada con el paladar. (Una idea puede ir acompañada de modificaciones en la estructura del cerebro, pero esas modificaciones no son la idea misma, como se puede demostrar con lin momento de reflexión.) La idea no tiene tampoco el «hic et mine» particular de la materia: un árbol sólo puede existir como tal o cual árbol particular, mientras que la idea «árbol» puede aplicarse a todo árbol que ha existido, existirá o pueda existir. Pero el hombre produce constantemente estas cosas, cosas que en sí mismas no tienen una sola cualidad en común con la materia del cuerpo humano. Sería sin duda una hazaña heroica pedirle al cuerpo humano que produjese cosas que no tienen la mínima cualidad en común con él. «El cerebro segrega pensamiento, como el hígado segrega bilis», ha dicho, sin embargo, uno de esos héroes. Pero la bilis tiene mucho en común con el hígado que la produce, ocupa espacio, tiene peso, dimensiones y color, es esta bilis particular y no un concepto universal de bilis. El pensamiento, en cambio, no tiene ninguna cualidad en común con el cerebro. Repito: es algo arriesgado afirmar parentesco alguno ante esta total disimilitud. Atento a la evidencia, el cristiano lo acepta todo. Existe el cuerpo, real, semejante al universo total de la materia. Pero el cuerpo no es lo único. Si se ha de dar razón de los elementos totalmente incorpóreos en la operación humana, en la constitución del hombre tiene que haber un elemento totalmente incorpóreo. Ahora bien, el hombre no es sólo, uno de esos elementos, ni una yuxtaposición casual de los mismos, sino un compuesto orgánico de ellos. El cristiano observa esta extraña unión de lo corpóreo y de lo incorpóreo, del espíritu y de la materia, y se ve a sí mismo no como dos seres, sino como un ser, ve que su espíritu influye en el cuerpo y es afectado por él, ve que su cuerpo influye en su espíritu y le responde. Además, pensando en el espíritu ve algo distinto. El pensamiento y, por tanto, el elemento espiritual que en el hombre engendra el pensamiento, no tiene ninguna cualidad en común con el cuerpo humano. Ve que la desintegración del cuerpo que significa la muerte, proviene de esos elementos del cuerpo de los que carece en absoluto el alma. No hay absolutamente nada que indique que el alma haya de acabar cuando se desintegre el cuerpo, y la razón se pregunta incluso cómo podría acabar. No ocupa espacio, no está compuesta de partes. ¿Cómo podrá. pues, descomponerse? Si la religión dice que el alma no muere, es difícil de comprender cómo puede haber alguien que pretenda probar que la religión se equivoca. Así pues, considerando al hombre con la prontitud necesaria para aceptar toda la evidencia y negándonos a desechar como ilusoria las cosas evidentes que nos resultan difíciles de explicar, lo vemos como una unión de materia y espíritu, como un animal, por tanto, pero racional; y vemos su parte espiritual como algo inmortal, con un destino, por consiguiente, más allá de esta vida. El hombre es, pues, un ser que no está circunscrito por los límites de este mundo. El hombre camina, no está parado, camina hacia algún término, dice el cristiano; camina, pero hacia ningún término, dice el materialista, pero todos convenimos en que camina: la vida es un camino, no un lugar de reposo. Forma también parte de la evidencia que el hombre no es causa de sí mismo y mucho menos del universo. El hombre no se ha hecho a sí mismo ni ha hecho el universo en que se halla. Por el momento es una gran simplificación, pero que conduce a enormes complicaciones después, ignorar estos hechos tan vastos y obvios y comenzar con el hombre y el universo tal como los hallamos ahora. Pero comenzar en la mitad de la historia no es el mejor modo de comprenderla. Cualquiera que sea la explicación que se dé del mero hecho de la existencia del hombre y del universo, ha de estar en profunda relación con el devenir de los mismos. Le fue sumamente sencillo afirmar a Marx que nuestro trabajo no consiste en comprender el mundo, sino en cambiarlo. La experiencia nos enseña que si queremos cambiar alguna cosa sin comprenderla, lo que haremos será destruirla y posiblemente a nosotros mismos con ella. Para quien se decida a afrontar esta cuestión inicial —cómo se explica la existencia de las cosas— sólo hay dos soluciones posibles: que alguna inteligencia haya dado el ser a las cosas o que todo sea puro azar. Con otras palabras: al principio de todas las cosas nos hallamos con Dios o con algo que sucede al azar. Los hombres han adoptado una de estas dos opiniones. Los que produjeron nuestra civilización creían que el universo fue creado por Dios. Pensando así daban por supuesto que hay que contar con los planes de Dios. Era inconcebible —para ellos, para mí y se puede creer que para cualquiera— que si Dios optó por hacer al hombre, no se preocupara de lo que haría el hombre de la existencia que le otorgaba. Todavía se puede concebir menos que carece de importancia lo que Dios quiera. En todo caso, lo cierto es que toda la estructura de la civilización que conocemos fue construida sobre las bases de la creencia en la existencia de Dios y de la importancia de su voluntad para la acción humana. Estas bases se han demolido en gran manera, en parte negándolas, pero sobre todo por mero descuido. Y no se ha tratado de sentar nuevas bases. Ya hemos dicho que los hombres han adoptado una de las dos respuestas. Pero no en la misma proporción. Creo que se puede decir que en una forma o en otra la respuesta teísta es la que ha dado la razón humana, entendiendo por este término el pensamiento actual de la humanidad. Y la razón —usando ahora el término para significar la actividad de la mente con la lógica más estricta— da la misma respuesta. Una breve revista de la reacción humana prácticamente universal mostrará cuán razonable ha sido en esto la razón humana. Mirando al universo se ha percatado el hombre de una amplia estructura ordenada. Hay grandes zonas que no ha comprendido, así como elementos que no sabía cómo encajar en la estructura general. Pero éstos eran problemas que invitaban a ulteriores investigaciones, mientras que la estructura era un hecho que, se imponía por sí mismo, de modo que no exigía arduas tareas de, investigación para establecerlo. Que hay orden, y por cierto un orden magnífico, eso lo ha visto siempre el hombre. Ahora bien, la razónhumana rechaza el azar como explicación aun del caso más sencillo de orden. Por ejemplo, al que viera cuatro palos de igual longitud en el suelo, dispuestos entre sí en ángulos rectos, sería inútil ,decirle que al soplar el viento los había dejado de aquella manera. Cuando Robinson Crusoe vio en la arena la huella de un pie humano, comprendió que alguna persona había caminado por allí; no se le ocurrió pensar que esta explicación era sólo más probable que el que la arena se hubiese abierto por casualidad en aquella forma. Simplemente conoció la verdad. El hombre, contemplando el orden inmensamente complejo del universo ha considerado como la cosa más natural que lo haya dispuesto una inteligencia y una voluntad. En efecto, puesto que hay en el mundo un orden que impresiona a la inteligencia del hombre, la explicación obvia parece ser que ha sido causado por una inteligencia incomparablemente mayor que la inteligencia humana, una inteligencia de la que el hombre es imagen, pero pura imagen y nada más. Al que afirme que un orden tan total y multiforme se ha producido por puro azar, no le extrañará que se le exijan las pruebas de una afirmación tan inaudita. Pero en este asunto, como en el del elemento espiritual del hombre, el materialista ha realizado un extraordinario juego de prestidigitación y el teísta le ha dejado con frecuencia continuar hasta el fin. El materialista, explicando con la sonrisa en los labios que este orden tan complejo se ha producido sencillamente de esta manera, ha hecho el papel del rústico que corta con el cuchillo del sentido común el absurdo que significa un orden producido por una inteligencia... Cuando el materialista pone verdadero empeño en explicar cómo el azar puede producir orden, llega a los límites de la fantasía, pero sin perder el aire de quien razona tranquilamente. No hay más que recordar el ejemplo de Huxley, del mono con la máquina de escribir: un mono tecleando sin cesar a lo largo de las edades en una máquina de escribir, acabaría por producir todas las combinaciones de letras, incluso la combinación de letras a la que denominamos Hamlet. Análogamente, los átomos de que se compone el universo, con sólo golpear a diestro y siniestro en un espacio ilimitado, acabarían por disponerse en todas las combinaciones posibles, incluso en la combinación que llamamos nuestro universo. Pero es el caso que Huxley no fue el inventor de este gracioso donaire. Los griegos lo conocieron, claro que sin la máquina de escribir, en el siglo V antes de J. C. y se gloriaban de haber comprendido a través de él. Los romanos lo aplicaban a los poemas de Ennio y lo hallaban tremendamente gracioso. Como lo es en realidad. Pero entre el hombre que, leyendo a Hamlet, supone que fue escrito por alguien, y el que piensa que no fue ni más ni menos que una de tantas combinaciones de palabras producidas por un mono con toda la eternidad a su disposición, no es difícil decir cuál de los dos es el normal y cuál el visionario. Una vez que llegamos a ver que Dios existe, sea siguiendo una línea como la que hemos indicado, con los profundos razonamientos de los filósofos, es difícil desentenderse de la idea de que Dios tiene una voluntad respecto de la humanidad y de que le da alguna indicación sobre la misma. De aquí a pensar que Dios habrá expresado al hombre los modos de proceder que son buenos para él y los que son malos, no hay más que un paso. Dando este paso llegamos a la ley moral. Al comienzo de esta sección hemos dicho que la razón establece la mayor parte de la concepción cristiana del hombre y que la confirma toda entera. En el resto de este libro nos ocuparemos ampliamente de este gran asunto de confirmar la concepción cristiana del hombre mediante la reflexión sobre la experiencia humana. Es una gran verdad que nada de lo que suceda puede hacer dudar al que realmente ha aprendido lo que Cristo ha enseñado acerca de la naturaleza del hombre. Esta visión del hombre es suficientemente amplia como para abarcar toda la experiencia humana. IV Nos hallamos ahora en una posición que nos permite volver a considerar los derechos del hombre. Ahora sabemos que el hombre tiene derechos, derechos reales, no meras concesiones, puesto que radican no en la idea que tiene la sociedad del mejor modo de tratar a sus miembros, sino en la naturaleza misma que Dios ha dado al hombre. Dios lo ha constituido en una especie particular de ser y así quiere que sea tratado como tal, por los otros y por él mismo. «Los hombres», dice la Declaración de la Independencia de América del norte, «han sido investidos por su Creador de ciertos derechos inalienables.» Y comenzamos a ver cuáles son esos derechos. Hemos visto que el primero de los derechos del hombre es el derecho a ser tratado como lo que es, y ahora ya sabemos lo que es. Tiene derecho a obrar como lo que es, a tender al fin para el que ha sido creado: si se niega uno u otro de estos derechos, se viola el orden de la realidad. Es un compuesto de cuerpo y espíritu y tiene derecho a su integridad corporal y al desarrollo normal de sus potencias corporales, por tanto, a alimentarse, a albergarse, a vestirse y a curarse; tiene derecho a su integridad espiritual y al desarrollo normal de las potencias de su alma. Tiene derecho a la vida, puesto que su vida en la tierra le sirve para decidir lo que ha de ser su destino eterno. Tiene además derecho a ser tratado conforme a la ley moral. Tiene derecho a entrar en relación con Dios, a progresar en la unión con Dios en esta vida, en vista de la unión perfecta que tendrá lugar después. Considerando los derechos del hombre descubrimos otros elementos. Más adelante trataremos del primero de éstos, el efecto que produce en los derechos del hombre el orden social, que es también querido por Dios y lleva consigo nuevos derechos y un complejo de deberes. El segundo es el efecto producido en el hombre por el pecado: un hombre que se comporta en forma prohibida por la ley moral puede perder sus derechos. Los derechos del hombre no son alienables por otra persona que no sea él, pero él puede alienarlos. Estos derechos provienen de la concepción cristiana del hombre. ¿Qué derechos provienen de otras concepciones? Aquí no se trata de una cuestión académica. Desde el punto de vista sociológico esta cuestión ha venido a ser en nuestro siglo la cuestión de las cuestiones. Cada cual debería examinarse muy atentamente en este particular. Tomemos dos de los derechos más fundamentales del hombre. ¿Tiene el hombre derecho a la vida? ¿Tiene derecho a la libertad? Sí, respondemos con energía y hasta violentamente: estamos ciertos de estos dos derechos y dispuestos a luchar por ellos. Pero la energía, la violencia, la certeza y la disposición para luchar no constituyen ninguna prueba de la verdad; con muchísima frecuencia estas cualidades han acompañado al error. ¿Tiene el hombre efectivamente estos dos derechos? Si nos hallamos con alguien que discuta uno u otro de estos derechos, ¿cómo le mostraremos que -el hombre los posee ambos? Nos veremos en gran apuro para demostrarlo si no atendemos a lo que es el hombre: sería una posición sumamente mística sostener que el hombre tiene estos derechos independientemente de lo que él es: si es una fórmula química tiene derecho a la vida y a la libertad; si es un animal diferente de los otros sólo en el grado de su desarrollo, tiene derecho a la vida y a la libertad... Ninguna otra fórmula química tiene tales derechos, como tampoco los tiene ningún otro animal. Uno se acuerda del monólogo de Shylock en El mercader de Venecia: «Yo soy judío. ¿No tiene ojos un judío? ¿Un judío no tiene miembros, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se nutre con los mismos alimentos, no es herido con las mismas armas, no está sujeto a las mismas enfermedades y se cura con los mismos medios, no secalienta y se enfría con el mismo verano y el mismo invierno que el cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no reímos? Si nos envenenáis, ¿no morimos?» Es magnífico, pero chocante. Se hubiese esperado que ShyTock arguyera que el judío es hombre como el cristiano; en cambio, arguye que el judío es un animal como el cristiano. Si hubiese defendido la causa de un mono en lugar de la suya propia, apenas si hubiese tenido necesidad de cambiar una palabra. «¿No tiene ojos un mono...?» ¿Cuál es, pues, la fuerza del argumento? ¿Que el judío tiene los mismos derechos humanos que el cristiano? Ciertamente no, puesto que no se especifica nada propiamente humano y Shylock tiene demasiada inteligencia para cometer un error semejante de lógica. Del argumento sólo deduce una cosa: ((Si sois injustos con nosotros, ¿no nos hemos de vengar?), Esto es todo lo que se podría deducir. En la semejanza con los animales no se pueden basar los derechos humanos. Usarnos de los animales para satisfacer nuestras necesidades, los obligamos al trabajo, disponemos su acoplamiento y su procreación conforme a nuestros intereses, no conforme a los suyos, les quitamos algo de lo que tienen porque queremos, los sacrificamos para nuestra alimentación o porque están enfermos, o porque son demasiados, es decir, más de los que a nosotros nos parece conveniente. La sociedad los protege contra malos tratos inconsiderados infligidos por dureza o por brutalidad. Pero sería ridículo decir que los animales tienen derecho a la vida y a la libertad. En cambio, nos parecería intolerable el que se negara que el hombre lo tiene. ¿Qué tiene, pues, el hombre que no tenga el animal y que sirva como fundamento de sus derechos? Tiene que ser un elemento específicamente diferente, no una mera diferencia de grado o de desarrollo. De lo contrario no podría servir de base. La concepción cristiana del hombre propone este elemento. No es fácil decir lo mismo de ninguna otra concepción del hombre. No decimos que quien rechace la concepción cristiana no pueda creer apasionadamente en los derechos del hombre; tales personas creen así con frecuencia y hasta más eficazmente que muchos cristianos, porque mientras los cristianos tienen buenos principios, estos otros tienen sólo buenos instintos y los instintos pueden estar más despiertos y ser más activos, mientras que los principios del cristiano pueden estar arrumbados en su espíritu sin ejercer influjo en la acción. Pero el hombre que tiene sólo buenos instintos y nada más no puede mostrar lo bien fundado de su creencia. A ésta la hemos llamado mística, y así es en realidad: el sentido de un misterio último en el hombre por el que difiere de todas las demás criaturas de la tierra y que se siente más profundamente de lo que se puede formular. Pero el concepto informulado de los derechos del hombre no se puede defender contra los ataques, y en todas partes está expuesto a ataques por parte de los que tratan a los hombres, punto por punto (excepto el comérselos), como nosotros tratamos a los animales. La concepción cristiana los formula y así hace posible su defensa. No pocas veces se ha acusado a la Iglesia de negar o disminuir alguno de los derechos del hombre; pero lo cierto es que sólo en la concepción del hombre que enseña la Iglesia se halla el fundamento de cualquier derecho. Hay que notar que los derechos del hombre, tal como los hemos esbozado, dimanan del hecho de ser el hombre no sólo materia, sino también espíritu. Su vigor se acentúa por el hecho (le la inmortalidad: el hombre es responsable de las opciones de las que depende su futuro sin fin; quien viole los derechos del hombre de modo que le impida el uso personal de sus facultades para alcanzar su propio fin, lo maltrata y puede perjudicarle para siempre. Notemos también que se pueden establecer los derechos del hombre sin recurrir a Jesucristo. El hecho de ser el hombre imagen de Dios, libre, responsable e inmortal, es un fundamento suficiente de esta gran estructura. Quien vea así las cosas debe considerar al hombre como sagrado. El ojo que así lo contempla es capaz de ver cada vez mayores horizontes que lo conducirán más allá de lo que se ve, hasta lo infinito y eterno. En la época en que el cristianismo comenzó su marcha a través del mundo, el pensamiento pagano en su apogeo había llegado muy cerca de este concepto, barruntando su carácter sagrado, y así Séneca formuló esta gran sentencia: Homo sacra res homini, el hombre debe ser objeto sagrado para el hombre. Sin embargo, este concepto no pasó de ser teórico, sin la suficiente intensidad ni apremio para producir ni siquiera en los filósofos una nueva actitud para con el hombre, y mucho menos para irradiar de los filósofos a la multitud y producir una nueva civilización. Sólo una vez que sabemos que Dios se hizo hombre y murió por los hombres, cobran vida y fuerza estas otras verdades. Más de una persona a quien no harán gran impresión las consideraciones filosóficas de espiritualidad, responsabilidad y semejanza con Dios, experimenta una saludable sacudida que le abre los ojos cuando se entera de la extrema prueba del amor de Dios a los hombres. En realidad de verdad, el Calvario ha hecho lo que no hubiera podido hacer la filosofía, introduciendo en el mundo una nueva actitud no sólo para con Dios, que así amó a los hombres, sino también- para con los hombres que así han sido amados por Dios. 3. Reverencia I Por muy poco interés que despierte esta concepción del hombre, no se la debe abandonar a la ligera. La primera razón para fijarnos en ella es que tal concepción constituye la base de nuestra civilización. Pero hay una razón todavía más poderosa. Es la única concepción del hombre sobre la que se puede construir una verdadera civilización humana. En efecto, es la única concepción que hace al hombre en cuanto tal objeto de valor. Esta idea puede parecer filantrópica, sí, pero académica. Nada de eso. Es la raíz de toda práctica. Si el hombre en cuanto tal no es objeto de valor —de modo que todo hombre sea apreciable por el mero hecho de ser hombre—, no se puede pensar en un orden social humanamente viable. No es suficiente apreciar a los hombres fuertes porque son fuertes, a los hombres brillantes porque son brillantes, a los hombres buenos porque son buenos. Debemos apreciar a todo hombre porque es hombre, a todo hombre, incluso al débil, al estúpido, al vicioso, no sólo al promedio pasable, sino hasta al peor y al más oscuro. Y esto no lo podremos hacer a menos que nuestra concepción de lo que es el hombre lo haga objeto de estima. «Hay que aprender a respetarse unos a otros», decía recientemente un político inglés. ¡Cuánta verdad es esto! Y ¡qué impresionante! ¿En qué escuela aprenderán los hombres a respetarse mutuamente, con qué pedagogía y con qué clases de lecciones? Si el hombre es sólo un animal más inteligente que los demás, ningún elemento específico diferente, ¿qué hay en él que sea digno de respeto? Si el hombre es sólo una fórmula química, ¿cómo se aprenderá a respetar a electrones y quién reparará en protones? Sería nefasta una escuela en la que el maestro dijera a los discípulos: «Entre nosotros: el hombre no es objeto de respeto: aprendamos a respetarlo. Supongamos que el hombre es lo que no es y fundemos en esta doctrina nuestras relaciones sociales.» Tal pretensión es insensata. El cristiano no se halla en esta degradante contingencia. El cristianismo enseña desde los principios que todo hombre, cualquier hombre, es hecho a imagen de Dios, que tiene un espíritu inmortal y que Cristo murió por él. Así no hay que hacerse violencia para afirmar que el hombre merece respeto, puesto que es evidente que lo merece. Esta es la verdad que con más dificultades tuvo la Iglesia que inculcar a los hombres para que la creyeran: que todo hombre tiene un valorsencillamente por ser hombre. Era difícil en primer lugar porque la humanidad no estaba acostumbrada a ello. Hasta un pensador de la categoría de Aristóteles relegaba a los esclavos a una posición no muy diferente de la de los animales. El labrador, decía, tiene tres clases de instrumentos, inanimados (arados, etc.), semianimados (bueyes) y animados (esclavos). Platón critica al hombre que es cruel con los esclavos, pero suponiendo siempre que la actitud correcta para con ellos es el desprecio. En efecto, Platón no reconocía absolutamente valor al hombre por el mero hecho de ser hombre: así no debe conservarse en vida a los hombres enfermos, los hijos ilegítimos deben sacrificarse en el seno mismo y si llegan a nacer no debe permitirse que vivan (éstas, decía Glauco, son proposiciones ciertamente razonables); y hay algo que repele en el supuesto, latente a lo largo de toda la República, de que el trato debido a los animales es el trato que se debe dar a los hombres: por ejemplo, porque las perras luchan lo mismo que los perros, las mujeres deben ir a la guerra lo mismo que los hombres. A la primera dificultad de que la humanidad no estaba acostumbrada a atribuir valor al hombre simplemente por ser hombre, se añade una segunda, a saber, que mucha gente parece ser una negación de este principio. A primera vista, los hombres no pa recen tener gran valor: somos tan numerosos y formamos tal mezcolanza... El cristianismo no ha cesado de inculcar la verdad de que el hombre, cualquiera que sea su apariencia, ha sido hecho a imagen de Dios, que tiene espíritu inmortal y que Cristo ha muerto por él: cada hombre no sólo es objeto de valor, sino de valor eterno. Se ha podido dañar, deformar hasta quedar desconocido, por sus pecados o por la injusticia de los otros. Pero la cosa que ha sido dañada era una obra maestra que rebasa la capacidad creadora de cualquier artista; y en presencia de la obra maestra mutilada, todo instinto humano debería reclamar su restauración. Es intolerable que una obra maestra haya de quedar mutilada, si por un acto nuestro se la puede restaurar. Ésta es, decimos, la única concepción que hace al hombre objeto de respeto. En realidad lo hace objeto de reverencia. Y si no es así, el orden social será inhumano. En efecto, los hombres han mostrado bien a las claras que profanan las cosas que no reverencian. Si no reverencian al hombre, lo profanarán. Profanarán a los otros y se profanarán a sí mismos. Esta es la profanación a la que casi todos los hombres están mórbidamente inclinados. Y es inútil que insistamos en que cesen, si no les damos una razón que justifique esa reverencia. El respeto del hombre es esencial para un orden social sano. Casi tan esencial como el sentido de la igualdad humana. Hoy día la mayor parte de los hombres dan por supuesto que todos los hombres son iguales, y aun los políticos más cínicos se ven obligados a reconocerlo, al menos de palabra. Pero esta frase debe ser analizada para ver lo que significa. De lo contrario, morirá de abandono, como otras muchas cosas en la sociedad. En el capítulo primero hemos sugerido la cuestión. Vamos ahora a examinarla. Desde luego, los hombres no son iguales —ni todos los hombres, ni dos siquiera— en una sola cualidad humana. No todos los hombres son igualmente buenos, ni igualmente inteligentes, bien parecidos o ingeniosos. ¿Qué significa, pues, la frase? ¿Es sencillamente una ficción legal? ¿Significa solamente que la ley no debe inclinar la balanza contra uno en favor de otro? Si es sólo una ficción, no sobrevivirá. Si pretendemos solemnemente que todos los hombres son iguales sabiendo que no lo son, llegará un día en que la pretensión no pueda mantenerse. La frase tiene, evidentemente, sentido. Significa que si bien todos los hombres son desiguales en todas las cualidades humanas individuales, todos son igualmente hombres. Lo que decimos es que este sentido es con frecuencia inexistente, pues depende de lo que entendemos por ser hombre, cosa que la mayoría de la gente ignora y ni siquiera piensa en ello. El hecho de ser hombre, en el que todos somos iguales, es tan importante como las cualidades en que son desiguales los hombres? Tomemos una comparación vulgar. Un anillo puede estar hecho de platino y otro de masilla. Los dos son igualmente circulares pero nadie podrá decir que el uno es tan bueno como el otro. La diferencia entre el platino y la masilla tiene más peso que la semejanza en la forma. En otras palabras, la cualidad en que son iguales tiene poca importancia. De poco sirve decir que son iguales. El hecho de ser hombres, en el que todos son iguales, ¿tiene más importancia que la diferencia entre genio y estupidez, entre diligencia e indolencia? Desde luego, tratándose de hombres. En la concepción cristiana ser hombre es en sí una cosa tan grande, que en su comparación las desigualdades son una bagatela. En la concepción cristiana y sólo en ella. Nadie que se haga cargo de lo que significan las palabras podrá decir: «Este hombre está hecho a la imagen de Dios, como yo, pero yo soy más rico que él.» Una frase tan ridícula moriría antes de pronunciarse. Lo mismo sucedería si se dijera: «Este hombre es un espíritu inmortal, como yo, pero yo soy más culto.» O también: «Cristo murió por este hombre lo mismo que por mí, pero mi tez tiene mejor color que la suya.» En cada uno de estos casos es abrumadora la semejanza y es tan insignificante la superioridad alegada en su comparación que nadie que se percate de lo que significan las palabras se atreverá a proferirlas y ni siquiera a pensarlas. Nadie diría nada de esto si supiera lo que estaba diciendo. Sin embargo, hay cristianos que dicen tales cosas y muchas otras no menos estúpidas, y hasta muchos de nosotros que no nos atreveríamos nunca a decirlas, procedemos en muchos casos como si las creyéramos. Esto se debe, naturalmente, a que no nos damos cuenta de las enormes realidades significadas. La mayoría de nosotros piensa poco en lo que es Dios o en lo que significa ser su imagen, en lo que es el espíritu o en lo que significa su inmortalidad, en la redención o en Cristo que nos ha redimido. Conocemos estas cosas, pero muy de lejos. Incluso las creemos tan firmemente que estamos dispuestos a morir por ellas, pero no las creemos con tanta precisión y claridad que vivamos conforme a ellas. No pocas veces parecemos traicionarlas, mientras que en realidad nunca nos hemos fijado propiamente en ellas. Hay que lamentar la inercia creada por la costumbre y la rutina que nos hacen ver las cosas a que estamos acostumbrados como si formaran parte del orden de la naturaleza. Las desigualdades entre los hombres son muy visibles; las realidades espirituales que constituyen a todo hombre están ocultas, excepto para la inteligencia que está preparada para pensar en ellas, para concentrar en ellas toda su mirada, de modo que no sean sólo ideas conocidas y aceptadas como verdades en las que se fija uno cuando es necesario, sino que formen parte de la verdadera vida del espíritu como hechos permanentes de conciencia, cosas de que no puede uno menos de percatarse siempre como de algo esencial. Este es el ideal tremendamente difícil. Podemos comprobar si lo hemos logrado plenamente cada vez que nos encontramos con un extraño. Si nuestra primera reacción es: Este es un hombre, ¡perfectamente! Pero si nuestra primera reacción es: Este es un taxista, o un doctor, o un carnicero, un francés o un negro, entonces damos más importancia a cosas que la tienen menos. Me he referido al ideal. Es evidente que en toda su plenitud no lo alcanzará nadie, ni yo mismo, probablemente. Quizá sólo el santo tiene tal sensatez, pues de sensatez se trata, ya que sensatez significa ver las cosas como son, vivir en la realidad de las cosas. Y en esta realidad un espíritu inmortal redimido por Cristo está por encimade todas las cualidades naturales en las que acá abajo un espíritu inmortal puede diferir de otro. Si es demasiado pedir que todo hombre se percate tan vivamente de las cosas que se refieren al hombre, por lo menos todo hombre debería aprender a tomarlas en serio. Debemos tomar en serio, si ya no las verdades más filosóficas, por lo menos el hecho de que todo hombre es amado por Dios y que Nuestro Señor murió por todos, de modo que al tomar nuestras principales decisiones en nuestra vida personal y política les demos toda su importancia. Ni siquiera esto es fácil. Pero nadie que esté en sus cabales pretenderá que construir y mantener un buen orden social es cosa tan fácil. Tantee molis eral Romanam condene gentem, dice Virgilio. La fundación del pueblo romano fue una gran empresa. Crear un orden social es una gran empresa, y que no se puede realizar de una vez para siempre, sino que se debe renovar constantemente. Sólo viendo, y no perdiendo nunca de vista, la realidad por la que el hombre es objeto de valor, se puede organizar una sociedad sana. Dejar esto aparte para aceptar alguna fórmula sociológica más fácil que no ha de producir una sociedad sana, es locura, es desechar la sensatez. Sobre todo no se debe dejar aparte sin inquirir cuidadosamente cómo se pueden de otra manera responder las mismas preguntas fundamentales, ¿cuál es el valor del hombre y qué significa la igualdad humana? II Una breve ojeada a las actitudes de los hombres entre sí, desde el comportamiento en las cosas más pequeñas hasta en las más grandes, nos hará ver qué lejos estamos de la reverencia ideal a que hemos aludido y aun del más débil conato por alcanzarla. En las cosas grandes como en las pequeñas tratamos a los hombres casi automáticamente como cosas, no como personas, a menos que algo en su propia personalidad nos haga darnos cuenta de que son personas. Podemos comenzar por observar algo tan insignificante y de todos los días como nuestra actitud con un camarero. Es probable que nos limitemos a mirarle, a no ser que se dé el caso de tener que llamarlo, y entonces nos damos cuenta de que no tenemos la menor idea de lo que es. No es más que una pieza de mobiliario que puede recibir órdenes. Las «muchas gracias» que susurramos al final son un indicio de buenas maneras más que de verdadera gratitud. Se agolpan en la mente muchos otros ejemplos de esto mismo en un nivel más grave. Lo que tiene de especialmente degradante la prostitución, y la distingue de un amor ilícito, es que no implica las mínimas relaciones Personales. Ninguna de las dos partes desea a la otra como tal persona concreta. El hombre busca expansión física. La mujer busca dinero. Cada uno es una oportunidad para el otro. No sólo no hay deseo de tal persona, sino de ninguna persona en absoluto: es sencillamente relación de órganos corporales. El que cada uno lo desee, no es justificación de esta especie de contrato, como no lo sería de un pacto de suicidio: de hecho es una especie de pacto de suicidio. Lo mismo se observa con otra modalidad en las relaciones corrientes entre patronos y obreros. Lo especialmente terrible de la revolución industrial fue que el patrono, sacando partido de máquinas y hombres, se incapacitó absolutamente para pensar en unas y en otros desde diferente punto de vista. Resultó que no tenía más relación personal con los hombres que con las máquinas. Pensaba en los hombres y hablaba de ellos no como de personas, sino como mano de obra, por ser las manos la única parte de los obreros que le servía y despertaba su interés. Que los trabajadores le miraran en la misma forma impersonal es cosa que se comprende perfectamente, aunque no por eso sea menos trágica. No podía menos de resultar la situación que ha resultado efectivamente. Patronos y obreros se enfrentan ahora como dos fuerzas masivas, que sólo se reconocen como personas cuando un líder de una u otra parte se hace particularmente odioso, ya que el odio es algo que no se dirige a las máquinas, sino a las personas. Ya es algo que se haya dado este tributo a la persona, pero es trágico que no se le haya dado un tributo más noble. Hasta qué punto ha desaparecido la reverencia que debería ser instintiva se ve también en lo que se podría llamar la actitud frente a los mecanismos, entendiendo con esta palabra no sólo las máquinas, sino también los procedimientos. Parece que todavía no nos hemos hecho cargo de que la norma no es si con tal procedimiento se hace mejor el trabajo, sino si es mejor para los hombres que se haga así el trabajo. Parecemos incapaces de rechazar un nuevo invento o al menos de someterlo a crítica. La máquina sumadora nos ofrece un ejemplo fácil de esto. La máquina sumadora significa que todas las sumas son correctas y que el hombre ha perdido la capacidad de sumar una columna de números. Desde luego, esto no supone una enorme capacidad mental, pero al fin y al cabo era cierta capacidad: ha desaparecido y no se ha reemplazado. Este pequeño ejemplo no es en sí muy importante, pero el principio se extiende a toda la sociedad. No se ha dejado en nosotros un instinto que salga en defensa de la persona asaltada ni ánimos que nos inciten siquiera a darnos cuenta del asalto. Los ejemplos que hemos aducido no implican necesariamente malicia o maltratamiento deliberado de otros seres humanos. El consumidor dará quizá buena propina al camarero, el mujeriego tiene la sensación de que su asunto con la prostituta ayuda a ésta a vivir, el patrono puede ser una persona amable: todos estos casos no significan necesariamente más que una falta de atención a lo que debiera ser lo primero en considerarse. Pero el hombre es capaz de cosas peores que éstas en relación con sus semejantes, cosas que implican un directo, consciente y deliberado abuso de los demás en favor de su propio interés, lo cual es una de las mayores profanaciones. Usar el nombre de Dios sin reverencia es normalmente una profanación menor en comparación con la de usar la imagen de Dios sin reverencia [3]. Dios es más vulnerable en el hombre vivo hecho a su imagen que en el sonido que ha escogido el hombre para nombrarle. Parte de la semejanza del hombre con Dios consiste en que tiene inteligencia con la cual puede ver la verdad y expresar la verdad como la ve. Forzar al hombre a decir lo que no ve es la mayor irreverencia con el hombre y con Dios. Esto embota el sentido que tiene el hombre del valor de la verdad, le hace usar torcidamente su propia facultad de expresión. Impedir que el hombre diga lo que cree es una ligera intromisión totalmente distinta de obligarle a decir lo que no cree. No se presta el menor servicio a una doctrina, verdadera o falsa, forzando al hombre a expresarla contra su voluntad. Sólo se logra desprestigiarla. Si se trata de una doctrina religiosa, es una forma de usar el nombre de Dios en vano. Sin embargo, ésta no es la peor violación de la persona humana. Es grave forzar a uno a decir lo que no ve, pero forzarle a ver lo que no ve es el colmo de la profanación. Para esto se multiplican las técnicas modernas: a esta cosa terrible se la llama «condicionar». La inteligencia humana está destinada a ver en un orden de visión, como el ojo está destinado a ver en otro. Decir a la inteligencia humana: «Ve lo que digo yo», es en gran parte lo mismo que decírselo al ojo. Desgraciadamente la diferencia está en que con esto se puede perjudicar a la inteligencia, mientras que al ojo no. Al ojo se lo puede únicamente destruir. Pero en este caso el hombre sabe que está ciego, mientras que en el otro el hombre cree que ve. El hombre parece sobrevivir como hombre integral, pero sólo es una parte de hombre. Sea que los anunciantes traten de aturdir a los hombres con reclamos y slogans o que los tiranos introduzcan slogans en la trama misma de la vida que hay que vivir, en ambos casos se usa del hombre
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