Logo Studenta

Libro Ruptura cap. 1-3 Manuel Castells

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

LA CRISIS DE LEGITIMIDAD POLÍTICA: NO NOS REPRESENTAN
Érase una vez la democracia
Democracia, escribió hace tiempo Robert Escarpit, es cuando llaman a tu puerta a las cinco de la mañana y supones que es el chero. Quienes vivimos el franquismo sabemos el valor de esa visión minimalista de democracia que todavía no se ha alcanzado en la mayor parte del planeta. Pero tras milenios de construcción de instituciones a quienes podamos delegar el poder soberano que, teóricamente, detentamos los ciudadanos, aspiramos a algo más. Y de hecho eso es lo que nos propone el modelo de democracia liberal. A saber: respeto de los derechos básicos de las personas y de los derechos políticos de los ciudadanos, incluidas las libertades de asociación, reunión y expresión, mediante el imperio de la ley protegida por los tribunales; separación de poderes entre ejecutivo, legislativo y judicial; elección libre, periódica y contrastada de quienes ocupan los cargos decisorios en cada uno de los poderes; sumisión del Estado, y todos sus aparatos, a quienes han recibido la delegación del poder de los ciudadanos; posibilidad de revisar y actualizar la Constitución en la que se plasman los principios de las instituciones democráticas. Y, desde luego, exclusión de los poderes económicos o ideológicos en la conducción de los asuntos públicos mediante su influencia oculta en el sistema político. Por sencillo que parezca el modelo, costó siglos de sangre, sudor y lágrimas llegar a su realización en la práctica institucional y en la vida social, aun teniendo en cuenta sus múltiples desviaciones de los principios de representación que aparecen en la letra pequeña de las leyes y en la práctica sesgada de parlamentarios, jueces y gobernantes. Por ejemplo, casi ninguna ley electoral aplica el principio de una persona, un voto en la correspondencia entre el número de votos y el número de escaños. Y la estructura del poder judicial depende indirectamente del sistema político, incluyendo los tribunales que interpretan los principios constitucionales. En realidad, la democracia se construye en torno a las relaciones de poder social que la fundaron y va adaptándose a la evolución de esas relaciones de poder pero privilegiando el poder que ya está cristalizado en las instituciones. Por eso no se puede decir que es representativa a menos que los ciudadanos piensen que están representados. Porque la fuerza y la estabilidad de las instituciones dependen de su vigencia en las mentes de las personas Si se rompe el vínculo subjetivo entre lo que los ciudadanos piensan y quieren y las acciones de aquellos a quienes elegimos y pagamos, se produce lo que llamamos crisis de legitimidad política, a saber, el sentimiento mayoritario de que los actores del sistema político no nos representan. En teoría, ese desajuste se autocorrige en la democracia liberal mediante la pluralidad de opciones y las elecciones periódicas para optar entre dichas opciones. En la práctica, la elección se limita a aquellas opciones que ya están enraizadas en las instituciones y en los intereses creados en la sociedad, con obstáculos de todo tipo para los que intentan acceder a un cotarro bien delimitado. Es más, los actores políticos fundamentales, o sea los partidos, pueden diferir en políticas, pero se acuerdan en mantener el monopolio del poder dentro de un marco de posibilidades preestablecidas por ellos mismos. La política se profesionaliza y los políticos se convierten en un grupo social que defiende sus intereses comunes por encima de los intereses de quienes dicen representar: se forma una clase política, que, con honrosas excepciones, transciende ideologías y cuida su oligopolio. Además, los partidos como tales experimentan un proceso de burocratización interna, predicho por Robert Michels desde la década de los veinte, limitando su renovación a la competición entre sus líderes y apartándose del control y decisión de sus militantes. Es más, una vez realizado el acto de la elección, dominado por el marketing electoral y las estrategias de comunicación, con escaso debate y participación de militantes y electores, el sistema funciona autónomamente con respecto a los ciudadanos. Tan solo tomando el pulso de la opinión, nunca vinculante, mediante encuestas cuyo diseño controlan quienes las encargan. Aun así, los ciudadanos votan, eligen e incluso se movilizan y entusiasman por aquellos en quienes depositan sus esperanzas, cambiando de vez en cuando cuando la esperanza supera el miedo al cambio, que es la táctica emocional básica en el mantenimiento del poder político. Pero la decepción recurrente de esas esperanzas va erosionando la legitimidad, al tiempo que la resignación va dejando paso a la indignación cuando surge lo insoportable. Como cuando en una crisis económica se salva a bancos fraudulentos con el dinero de los contribuyentes mientras se recortan servicios básicos para la vida de las personas. Con la promesa de que las cosas irán mejor si aguantan y siguen tragando y cuando no es así, hay que romper con todo o aguantar todo. Y el romper fuera de las instituciones tiene un alto coste social y personal, demonizado por medios de comunicación que, en último término, están controlados por el dinero o por el Estado, a pesar de la resistencia muchas veces heroica de los periodistas. En situación de crisis económica, social, institucional, moral, lo que era aceptado porque no había otra posibilidad, deja de serlo. Y lo que era un modelo de representación se desploma en la subjetividad de las personas. Solo queda el poder descarnado de que las cosas son así y quien no lo acepte que salga a la calle, donde los espera la policía. Esa es la crisis de la legitimidad.
Y eso es lo que está pasando en España, en Europa y en gran parte del mundo. Más de dos tercios de las personas en el planeta piensan que los políticos no los representan, que los partidos (todos) priorizan sus intereses, que los parlamentos resultantes no son representativos y que los gobiernos son corruptos, injustos, burocráticos y opresivos. En la percepción casi unánime de los ciudadanos la profesión peor consideradas es ser político. Y tanto más cuanto se reproducen eternamente y raramente vuelven a la vida civil mientras puedan medrar entre los vericuetos de la burocracia institucional. Este sentimiento ampliamente mayoritario de rechazo a la política realmente existente varía según países y regiones, pero se da en todas partes. Incluso en países, como Escandinavia, en donde la limpieza democrática ha sido una referencia esperanzadora, la tendencia de la opinión pública va en el mismo sentido desde hace un tiempo. Por eso me tomo la libertad de remitir al lector al compendio estadístico de fuentes fiables que se expone en la web relacionada con este libro para que pueda hacer sus propias constataciones en diversas áreas del mundo. Sin embargo, como el libro se escribe y publica en España, ilustraré el argumento con algunos datos de este país. Si en 2000 el 65% de los ciudadanos no confiaban en los partidos políticos, la desconfianza subió al 88% en 2016. La desconfianza en el parlamento aumentó del 39% en 2001 al 77% en 2016, y en el gobierno, del 39% al 77%. Y subrayo el hecho de que este hundimiento de la confianza se refiere tanto a gobiernos socialistas como populares. De hecho, la mayor caída es un 80% de desconfianza en 2011, precipitando la espantada del gobierno del PSOE con Zapatero. Aun en menor medida, más de mitad de los españoles tampoco confían en el sistema legal (el 54% en 2016, comparado con el 49% en 2001). Mientras las autoridades regionales y locales no salen tampoco bien paradas, aunque en este caso ha habido un descenso de la desconfianza desde su máximo del 79% en 2014 al 62% en 2017 tras la elección de los municipios del cambio (liderados por Podemos y confluencias) en 2014. En fin, la policía es la mejor considerada. Tan solo en 36% de los ciudadanos desconfiaba en 2014 y la tendencia es a la baja: el 24% en 2017. La intervención policial contra la corrupción y el instintode buscar un orden más allá de los políticos parecen favorecer la idea de que los servidores del Estado son más fiables que sus jefes. No es de extrañar, puesto que casi tres cuartas partes de los españoles en 2016 pensaban que “los políticos no se preocupan de la gente como yo” y que “esté quien esté en el poder siempre benefician a sus intereses personales”.
Ahora bien, si las cosas son así en el ámbito mundial, aun salvando las diferencias, tal vez sea ese el sino de cualquier institución humana. También de la democracia liberal. Seguimos refiriéndonos frecuentemente al célebre dictamen de Churchill en 1947, según el cual “la democracia es la peor forma de gobierno excepto todas las otras que se han intentado de vez en cuando”. Tal vez. Pero más allá de un debate metafísico sobre la esencia de la democracia, lo que observo es que cada vez menos gente se cree esta forma de democracia, la democracia liberal, al tiempo que la gran mayoría sigue defendiendo el ideal democrático. Precisamente porque la gente quiere creer en la democracia, el desencanto es aún más profundo en relación con la forma en que la viven. Y de ese desencanto nacen comportamientos sociales y políticos que están transformando las instituciones y las prácticas de gobernanza en todas partes. Eso es lo que creo importante analizar. En cuanto a la inevitabilidad de la perversión del ideal democrático, no creo muy útil filosofar sobre la malhadada naturaleza humana, discurso paralizante justificador de la continuidad de este orden de cosas. Más relevante es investigar algunas de las causas del porqué de la separación entre representantes y representados se ha acentuado en las dos últimas décadas, hasta llegar al punto de ebullición del rechazo popular a los de arriba, sin distinciones. Algo que desde el establishment político y mediático se denomina peyorativamente como populismo porque son comportamientos que no reconocen los sesgados canales institucionales que se ofrecen para el cambio político. En realidad, las emociones colectivas son cono el agua: cuando encuentran un bloqueo en su flujo natural abren nuevas vías, frecuentemente torrenciales, hasta anegar los exclusivos espacios del orden establecido.
Las raíces de la ira
La crisis de la democracia liberal resulta de la conjunción de varios procesos que se refuerzan mutuamente. La globalización de la economía y de la comunicación ha socavado y desestructurado las economías nacionales y limitado la capacidad del Estado nación a responder en su ámbito a problemas que son globales en su origen, tales como las crisis financieras, los derechos humanos, el cambio climático, la economía criminal o el terrorismo. Lo paradójico es que fueron los estados-nación los que estimularon el proceso de globalización, desmantelando regulaciones y fronteras desde la década de los ochenta, en las administraciones de Reagan y Thatcher, los dos países líderes de la economía internacional entonces. Y son esos mismos estados los que están replegando velas en este momento, bajo el impacto político de los sectores populares que en todos los países han sufrido las consecuencias negativas de la globalización. Mientras que las capas profesionales de mayor educación y posibilidades se conectan a través del planeta en una nueva formación de clases sociales, que separa a las élites cosmopolitas creadoras de valor en el mercado mundial de los trabajadores locales devaluados por la deslocalización industrial, desplazados por el cambio tecnológico y desprotegidos por la regulación laboral. La desigualdad social resultante entre valorizadores y devaluados es la más alta de la historia reciente. Es más, la lógica irrestricta del mercado acentúa las diferencias entre capacidades según lo que es útil o no a la redes globales de capital, de producción y de consumo, de modo que además de desigualdad, hay polarización, es decir los ricos son cada vez más ricos, sobre todo en la cúspide de la pirámide, y los pobres cada vez más pobres. Esta dinámica juega a la vez en las economías nacionales y en la economía mundial. De todo que aunque la incorporación de cientos de millones de personas del mundo de nueva industrialización, dinamiza y amplia el mercado mundial, la fragmentación de cada sociedad y entre cada país se acentúa. Pero los gobiernos nacionales, casi sin excepción, hasta ahora, decidieron universo al carro de la globalización para no quedarse fuera de la nueva economía y del nuevo reparto de poder. Y para aumentar la capacidad competitiva de sus países, crearon una nueva forma de Estado: el Estado-red, a partir de la articulación institucional de los estados-nación, que no desaparecen, pero que se convierten en nodos de una red supranacional en la que transfieren soberanía a cambio de su participación en la gestión de la globalización. Este es claramente el caso de la Unión Europea, la construcción más audaz del último medio siglo, como respuesta política a la globalización. Sin embargo, cuanto más se distancia el Etsado-nación de la nación que representa, más se disocian el estado y la nación, con la consiguiente crisis de legitimidad en las mentes de muchos ciudadanos a quienes se mantiene al margen de decisiones esenciales para su vida que se toman más allá de las instituciones de representación directa.
A esa crisis de la representación de intereses se une una crisis identitaria como resultante de la globalización. Cuanto menos control tienen las personas sobre el mercado y sobre su Estado más se repliegan en una identidad propia que no pueda ser disuelta pro el vértigo de los flujos globales. Se refugian en su nación, en su territorio, en su dios. Mientras que las élites triunfantes de la globalización se proclaman ciudadanos del mundo amplios sectores sociales se atrincheran en los espacios culturales en los que se reconocen y en donde su valor depende de su comunidad y no de su cuenta bancaria. A la fractura social se une la fractura cultural. El desprecio de las élites al miedo de la gente de salir de lo local sin garantías de protección se transforma en humillación. Y ahí anidan los gérmenes de la xenofobia y la intolerancia. Con la sospecha creciente de que los políticos se ocupan del mundo pero no de ellos. La identidad política de la ciudadanía, construida desde el estado, va siendo reemplazada por identidades culturales diversas, portadoras de sentido más allá de la política.
Las contradicciones latentes en la economía y la sociedad transformadas por la globalización, la resistencia identitaria y la disociación entre Estado y nación, aparecieron a la luz de la práctica social en la crisis económica de 2008-2010. Porque las crisis son momentos reveladores de las fallas de un sistema y, por tanto, ejercen la mediación entre las tendencias de fondo de una sociedad, la conciencia de los problemas y las practicas que emergen para modificar las tendencias que se perciben como perjudiciales para las personas, aunque sean funcionales para el sistema. En la raíz de la crisis de legitimidad política está la crisis financiera, transformada en crisis económica y del empleo, que explota en Estados Unidos y Europa en el otoño de 2008. Fue en realidad la crisis de un modelo de capitalismo, el capitalismo financiero global, basado en la independencia de los mercados mundiales y en la utilización de tecnologías digitales para el desarrollo de capital virtual especulativo que impuso su dinámica de creación artificial de valor a la capacidad productiva de la economía de bienes y servicios. De hecho, la capital especulativa hizo colapsar a una parte substancial del sistema financiero y estuvo a punto de generar una catástrofe sin precedentes. Al borde del precipicio, los gobiernos, con nuestro dinero, salvaron al capitalismo. Botón de muestra: una de las instituciones literalmente quebrada fue AIG, la aseguradora estadounidense que aseguraba a la mayor parte de los bancos en el mundo. Si hubiese caído como Lehman Brothers, hubiera arrastrado al conjunto del sistema. La salvó el gobierna de Estados Unidos (conel acuerdo de Obama, que era presidente electo) comprando el 80% de sus acciones, una nacionalización de hechos. Y así, país a país, fueron interviniendo los gobiernos, evidenciando la falacia de la ideología neoliberal que argumenta la nocividad de la intervención del Estado en los mercados. De hecho, las arriesgadas prácticas especulativas no asumen ningún riesgo porque saben que las grandes empresas financieras serán rescatadas en caso de necesidad. Y sus ejecutivos seguirán cobrando sus astronómicos bonos, incluido compensaciones multimillonarias por cambias de empleo. Además, incluso en caso de fraude, suelen irse de rositas. Tal y como pensaban en España los ejecutivos de Bankia o de muchas cajas de ahorro hasta que les salpicó la ola de indignación de todo el país.
La crisis económica y las políticas que la gestionaron en Europa fueron un elemento clave en la crisis de legitimidad política. Primero por la magnitud de la crisis de legitimidad política, que de las finanzas se extendió a la industria por el cierre del grifo del crédito, sobre todo para las pymes, las principales empleadoras. Se llegaron a tasas de paro nunca vistas, que afectaron sobre todo a los jóvenes. En España, cientos de miles tuvieron que emigrar y los que al final encontraron trabajo tuvieron que aceptar condiciones de precariedad que prolongaron sus dificultades de vida por tiempo indefinido. Pero aún más dañinas y más reveladoras fueron las políticas de austeridad impuestas por Alemania y la Comisión Europea, con una camisa de fuerza de modelo germánico sin prestar atención a las condiciones de cada país. Ahí se gestó la desconfianza profunda hacia la Unión Europea, que apareció como instrumento de disciplina más que de solidaridad.
El agravio comparativo fue aún mayor porque se taparon agujeros financieros derivados de la especulación y el abuso de sus responsables en el caso de España, con la permisividad del Banco de España, al mismo tiempo que se recortaban severamente los gastos de salud, educación e investigación. De forma que el Estado protector priorizó la protección de los especuladores y defraudadores sobre las necesidades de los ciudadanos golpeados por la crisis y el paro. Y aunque el caso de España es particularmente sangrante, porque Zapatero y Rajoy llegaron a cambiar la sacrosanta Constitución al dictado de Merkel y la Comisión Europea a cambio de que reflotaran a los bancos y a la deuda pública, el mismo tipo de prácticas de austeridad se impuso en toda Europa. No así en Estados Unidos, en donde la Administración de Obama aumentó el gasto público, sobre todo el infraestructura, educación e innovación permitiendo a Estados Unidos salir de la crisis mucho antes que Europa. Mientras que en nuestro entorno la crisis económica se extendió a la crisis del Estado de bienestar, con la participación de la socialdemocracia en las políticas que condujeron a esa crisis. Algo que le pasó factura decisiva en Francia, Alemania, Escandinavia, Reino Unido, Holanda y también en España, en donde las bases socialistas se sintieron traicionadas incrementando la desconfianza política en los partidos tradicionales.
Y precisamente en el momento en que más sacrificios se exigió a los ciudadanos en todos los países para salir de la crisis, en algunos países y en particular en España, empezaron a destaparse una retahíla de casos de corrupción política que acabó por minar de raíz la confianza en los políticos y en los partidos. En buena parte los escándalos se incrementaron en las administraciones del Partido Popular, que llegó al gobierno en noviembre de 2011 y aprovechó su control político de la justicia para intentar detener las investigaciones de corrupción en todos los niveles del Estado. Sin embargo, la profesionalidad de fuerzas policiales, como la Guardia Civil, permitió sacar a la luz al menos una parte importante de la corrupción sistémica que corroe a la política, en las llamadas tramas Gürtel, Púnica, Lezo y muchas otras.
En todos los casos se combinaban la financiación ilegal del PP con el lucro personal de dirigentes e intermediarios, en particular en la Comunidad de Madrid y en la Comunidad Valenciana, que establecieron, según la Guardia Civil, una organización criminal de apropiación de fondos públicos y de coimas de las empresas. Pero la corrupción fue más allá del PP, llegando incluso a la Corona y motivando, en parte, la abdicación del rey Juan Carlos, aunque él no estuvo implicado personalmente. Simultáneamente se reveló la corrupción sistema del partido nacionalista catalán de Jordi Pujol, en el poder durante veintitrés años, y que estableció una coima oculta del 3% al 5% sobre obra pública, para el beneficio del partido y de algunos de sus dirigentes, empezando por la familia presidencial, regida por la autodenominada “Madre Superiora”. Tampoco se salvó de la corrupción el PSOE, en particular en Andalucía, donde su victoriosa maquinaria electoral se engrasó durante años mediante subsidios fraudulentos de empleo y formación en beneficio del partido. El asqueo ciudadano con la corrupción sistémica de la política fue un factor determinante en la falta de confianza en representantes a quienes pagaban los ciudadanos y que, además, se agenciaban un generoso sobresueldo aprovechándose del cargo y expoliando a las empresas.
Aunque la política española es una de las más corruptas de Europa, la corrupción política es un rasgo genérico de casi todos los sistemas políticos, incluidos los Estados Unidos y la Unión Europea, y uno de los factores que más ha contribuido a la crisis de la legitimidad. Porque si los que tienen que aplicas las reglas de convivencia no las siguen ellos mismos, ¿cómo seguir delegando en ellos nuestras atribuciones y pagando nuestros impuestos? Suele argumentarse que se trata solo de algunas manzanas podridas y que eso es normal teniendo en cuenta la naturaleza humana. Pero, con algunas excepciones, como Suiza o Escandinavia (pero no Islandia), la corrupción es un rasgo sistémico de la política actual. Puede ser que lo fuera siempre, pero no supone que la extensión de la democracia liberal debería haberla atenuado en lugar de incrementarla en época reciente como parece ser el caso, según los informes de Transparency Internacional. Po qué es así? En parte se debe al alto coste de la política informacional y mediática, que analizaré unos párrafos más abajo. No hay correspondencia entre la financiación legal de los partidos y el coste de la política profesional. Pero es difícil aumentar las asignaciones del presupuesto público a los partidos había cuenta de la época estima de los ciudadanos. Es el pez que se muerde la cola: no hay que pagar más a los corruptos y, por tanto, los políticos se tienen que hacer corruptos para pagar su actividad y, en algunos casos, hacerse con un peculio por su intermediación. Pero hay algo más profundo. Es la ideología del consumo como valor y del dinero como medida del éxito que acompaña al modelo neoliberal triunfante, centrado en el individuo y su satisfacción inmediata monetizada. En la medida en que las ideologías tradicionales, fuesen las igualitaristas de la izquierda, o del servicio a valores de la derecha clásica, han perdido arraigo, la búsqueda del éxito personal a través de la política tienen relación con la acumulación personal de capital aprovechando el tiempo en que se detentan posiciones del poder. El cinismo de la política como manipulación deriva al cabo del tiempo en un sistema de recompensas que se alinea sobre el mundo de la ganancia empresarial en la medida en que se concibe la política como una empresa. En fin, no hay corruptos sin corruptores, y en todo el mundo la practica de las grandes empresas incluye comprar favores al regulador o al contratador de obra pública. Y como muchos lo hacen, hay que entrar en el juego para poder competir. Así es cómo la separación entre lo económico y lo político se difumina y cómo las proclamadas grandezas de la política suelen servir para disfrazar las miserias de la misma.
La autodestrucción de lalegitimidad institucional por el proceso político
La lucha por el poder en las sociedades democráticas actuales pasa por la política mediática, la política del escándalo y la autonomía comunicativa de los ciudadanos. Por un lado, la digitalización de toda la información y la interconexión modal de los mensajes han creado un universo mediático en el que estamos permanentemente inmersos. Nuestra construcción de la realidad, y por consiguiente nuestro comportamiento y nuestras decisiones, dependende de las señales que recibimos e intercambiamos en ese universo. La política no es una excepción a esa regla básica de la vida en la sociedad red en la que hemos entrado de lleno. En la práctica solo existe la política que se manifiesta en el mundo mediático multimodal que se ha configurado en las dos ultimas décadas. En ese mundo los mensajes mediáticos que forman opinión deben ser extremamente sencillos. Su elaboración es posterior a su impacto. El mensaje más impactante es una imagen. Y la imagen más sintética es un rostro humano, en el que nos proyectamos a partir de una relación de identificación que genera confianza. Porque, como sabemos, aprendiendo de la neurociencia más avanzada, la política es fundamentalmente emocional que por más que les pese a los racionalistas anclados en una ilustración que tiempo ha perdió su lustre. A partir de ese primer reflejo emocional que marca nuestro universo visual emocional procedemos al proceso cognitivo de la elaboración y decisión. La impresión se va haciendo opinión. Y se corrobora o desdice en la elaboración del debate continuo que tiene lugar en las redes sociales en interacción con los medios. La comunicación de masas se modela mediante la auto-comunicación de masas a través de Internet yl as plataformas inalámbricas omnipresentes en nuestra práctica. La dinámica de construcción de un mensaje sencillo y fácilmente debatible en un universo multiforme conduce a la personalización de la política. Porque es un torno al liderazgo posible de una persona que se construye la confianza en la bondad de un proyecto. Siendo así, la forma de lucha política más eficaz es la destrucción de esa confianza a través de la destrucción moral y de imagen de persona que se postula como líder. Los mensajes negativos son cinco veces más eficaces en su influencia que los positivos. Por tanto, se trata de insertar negatividad de contenidos en la imagen de la persona que se quiere destruir para eliminar el vinculo de confianza con los ciudadanos. De ahí la práctica de operadores políticos profesionales de buscar materiales dañinos para líderes políticos determinados, manipulándolos e incluso fabricándolos para aumentar su efecto destructivo. Tal es el origen de la política del escándalo, descrita y teorizada por el sociólogo de Cambridge John Thompson, que aparece en el primer plano de los procesos políticos de nuestro tiempo en todos los países. Y como hay que estar prevenido para ataques insidiosos, todo el mundo acumula munición y, por ofensa o defensa, todos acaban entrando en el juego de la política escandalosa, tras cuya opaca cortina desaparecen los debates de fondo. En realidad, los estudios demuestran que es ya algo tan habitual que las victorias o derrotas de los políticos no siguen necesariamente el curso de los escándalos. Frecuentemente, la gente acaba prefiriendo a “su corrupto” antes que al corrupto de enfrente porque como todos lo son, en la percepción general, eso ya está descontado, salvo los casos de políticos vírgenes a quienes les puede durar la aureola un tiempo. Pero si los efectos de la política del escándalo son indeterminados sobre los políticos específicos, tiene un efecto de segundo orden que es devastador: inspira el sentimiento de desconfianza y reprobación moral sobre el conjunto de los políticos y de la política, contribuyendo así a la crisis de legitimidad. Y como en un mundo de redes digitales en las que todo el mundo puede expresarse no hay otra regla que la de la autonomía y la libertad de expresión, los controles y censuras tradicionales saltan por el aire, los mensajes de todo tipo forman un oleaje bravío y multiforme, los bots multiplican y difunden imágenes y frases lapidarias por miles y por el mundo de la posverdad, del que acaban participando los medios tradicionales, transforma la incertidumbre en la única verdad fiable: la mía, la de cada uno. La fragmentación del mensaje y la ambigüedad de la comunicación remiten a emociones únicas y personales constantemente realimentadas por estrategias de destrucción de la esperanza. Para que todo siga igual. Aunque el principal efecto de esta cacofonía político-informativa es la puesta en cuestión de todo aquello que no podemos verificar personalmente. El vínculo entre lo personal y lo institucional se rompe. El círculo se cierra sobre sí mismo. Mientras, buscamos a tientas una salida que nos devuelva esa democracia mítica que pudo existir en algún lugar, en algún tiempo.
TERRORISMO GLOBAL: LA POLÍTICA DEL MIEDO
El miedo es la más potente de las emociones humanas. Y sobre esa emoción actúa el terrorismo indiscriminado, aquel que mata, mutila, hiere, rapta o enajena en cualquier tiempo y espacio para anidar el miedo en la mente de las personas. Sus efectos sobre la política son profundos porque allí donde hay miedo surge la política del miedo. A saber, la utilización deliberada del obvio deseo de protección de la gente para establecer un estado de emergencia permanente que corroe y últimamente niega en la práctica las libertades civiles y las instituciones democráticas. Aunque terrorismo, miedo y política siempre han formado un siniestro ménage à trois, en las dos últimas décadas han ido ocupando el frontispicio de la vida cotidiana, de forma que, en muchos países, hemos encontrado en un mundo en el que los niños creen en el miedo. Y en el que los ciudadanos aceptan que los vigilen y los controlen electrónicamente, que los cacheen en sus viajes, que los detengan preventivamente, que militaricen su espacio público. Porque estas precauciones son siempre para “los otros”, para aquellos cuya etnia o religión los convierte en sospechosos de ser sospechosos. Paulatinamente, lo que son excepciones por motivos de seguridad se va convirtiendo en la regla que se rige nuestras vidas.
En terrorismo no tiene otra ideología que la exaltación de la muerte, una mentalidad legionaria de múltiples encarnaciones. En España sufrimos el de ETA y los GAL, en Colombia el de guerrilleros y paramilitares, en México el de los carteles criminales y el narcoestado, en Chile el de los sicarios de Pinochet, en Oriente Próximo el de palestinos e israelíes. Y tantos otros. Pero el que se ha instalado en el ámbito global y transformado la vida política es el terrorismo de los estados que han convertido el planeta en un campo de batalla en donde sobre todo mueren civiles y sobre todo mueren musulmanes. En el origen de este terrorismo específico está la humillación de muchos musulmanes, despreciados por la cultura occidental, como explicó magistralmente Edward Said en su libro Orientalismo y oprimidos por dictaduras militares al servicio de los poderes mundiales. Pero su articulación como fuerza combatiente fue el resultado de los aprendices de brujo de la CIA, el Mossad, el ISI pakistaní y la inteligencia saudí en los coletazos del fin de la guerra fría. Para derrotar a la Unión Soviética en Afganistán, Estados Unidos, Pakistán y Arabia Saudí armaron y organizaron los señores de la guerra afganos y reclutaron a miles de voluntarios islámicos dispuestos a morir en la lucha contra el ateísmo comunista. Los concentraron en Pakistán en campos de entrenamiento gestionados por una organización llamada Al Qaeda (la Base), dirigida por un agente de la inteligencia saudí, profundamente religioso y miembro de una familia eminente encargada de la conservación de los lugares sagrados del Islam. Su nombre: Osama Bin Laden. La estrategia funcionó, los soviéticos perdieron su primera guerra en Afganistán, como tantos otros que intentaron conquistarese país, y su influencia y moral sufrieron un rudo golpe. Pero Estados Unidos subestimó la determinación y objetivos de Bin Laden y sus muyahidines. Derrotada la Unión Soviética, tornaron sus armas contra el Gran Satán. Derrotado Estados Unidos, la yahiliya (ignorancia de Dios) sería eliminada del mundo y la umma (comunidad global de los creyentes en el dios verdadero) podría al fin constituirse. Perl a tarea era ardua y a largo plazo, en una confrontación asimétrica en donde el terrorismo era el arma esencial porque, como dijo Bin Laden, los mártires islámicos no tienen miedo a la muerte, mientras que los occidentales nos aferramos a la vida. El punto de inflexión fue el audaz y bárbaro ataque a Estados Unidos el 11-S de 2001. Un día que cambió el mundo para siempre. Bin Laden buscaba infundir a los jóvenes musulmanes el valor de enfrentarse a Estados Unidos mediante la acción ejemplar de atacar sus centros de poder. Y lo consiguió. Pero también intentaba provocar a Estados Unidos para que sus soldados fueron a morir en las arenas del desierto y en las montañas de Afganistán. Y también lo consiguió. Para ello contó con la estúpida colaboración de los estrategas neoconservadores estadounidenses y de las empresas petroleras, que vieron la oportunidad de acabar con Saddam Hussein e imponer su control sobre el Oriente Próximo. No tanto por el petróleo, que tienen asegurado en la Península Arábiga y hubieran podido obtener de Saddam Hussein, sino para asentar definitivamente su poder sobre una región esencial para la economía mundial y para los tratantes de petróleo. Aunque Afganistán fue de donde partió el ataque del 11-S, la respuesta estadounidense se centró en ocupar Iraq, con el pretexto de la escandalosa fabricación de la mentira sobre la existencia de armas de destrucción masiva. Bush, Blair y Aznar pasarán a la historia como los cínicos irresponsables que encendieron la mecha de la guerra en Iraq que se extendió a todo el Oriente Próximo. La invasión desestabilizó a Iraq sin poder dominarlo y acentuó la secular confrontación entre suníes y chiíes, con el paradójico efecto de establecer un gobierno chií aliado a Irán y sostenido pro sus milicias, una vez las tropas estadounidenses tuvieron que replegarse ante la oposición a la guerra que contribuyó a llevar a Obama a presidencia. De las ruinas de Iraq surgió una nueva y temible organización terrorista-militar, el Estado Islámico, que unió a cuadros militares suníes del régimen de Saddam, humillados y encarcelados por Estados Unidos, con los restos de Al Qaeda en Iraq y las tribus suníes sometidas al abuso del gobierno chií. El Estado Islámico se construyó territorialmente, a diferencia de Al Qaeda, aprovechando el vacío de poder en Iraq y más tarde en Siria. En Siria, el movimiento democrático surgido en 2011 contra la dictadura de Assad fue manipulado y fraccionado por distintas potencias. Por un lado, por Arabia Saudí, Jordania y Qatar en su estrategia contra el chiismo y contra Irán. Por otro lado, por Estados Unidos, tratando de derrocar a Assad, aliado de Rusia y de Irán. La violenta represión de Assad, apoyada militarmente por Rusia y la Guardia Revolucionaria iraní, debilitó la resistencia democrática y dejó a los insurgentes a merced de la influencia de diversas milicias islámicas apoyadas por distintos estados y redes islamistas. En medio de esta descomposición, el Estado Islámico, dirigido por Al Baghdadi, un teólogo iraquí torturado por los estadounidenses en la infame prisión de Abu Ghraib, consiguió una serie de victorias militares y estableció en Califato de vocación global, con su capital en la ciudad siria de Raqqa, resistiendo durante largo tiempo el asalto combinado de los bombardeos estadounidenses y rusos, del ejército de Assad, de las milicias sirias y de los peshmergas kurdos, con intervención puntual de Turquía. El ejemplo del poder del Califato y su eficaz campaña de propaganda y reclutamiento por Internet atrajo a miles de candidatos al martirio, jóvenes islámicos de todo el mundo, pero sobre todo de Europa. Y aquí es donde se produjo una conexión clave, que está en la base de la difusión del terrorismo de las sociedades europeas, con efectos decisivos en la política de los países democráticos occidentales. La descomposición de Iraq y Siria, con su secuela de cientos de miles de víctimas y millones de refugiados, se combinó con la explosión de la rabia contenida de jóvenes musulmanes europeos que vieron en la barbarie del Estado Islámico la catarsis purificadora de una existencia marginada y oprimida en la doble negación de su identidad como europeos y como musulmanes. Sus actos destruyeron la convivencia, indujeron el estado de alerta permanente en toda Europa y conllevaron una ola de xenofobia e islamofobia que transformó el escenario político europeo.
Los actos terroristas que se suceden desde 2014 en las principales ciudades europeas (en España desde 2004) surgen de la confluencia de tres fuentes. Por un lado, la situación de marginación y discriminación laboral, educativa, territorial, política y cultural de los casi veinte millones de musulmanes de la Unión Europea, más de la mitad de los cuales son nacidos en Europa. A pesar de lo cual no son reconocidos como tales en la vida cotidiana, al tiempo que su religión es estigmatizada por sus conciudadanos. Por eso la mayoría de los atentados se producen en los países donde tienen mayor peso en la población, como Francia, Bélgica, Alemania o Reino Unido, sin que los otros países sean inmunes a una intensa actividad yihadista: recordemos Barcelona y Cambrils. En segundo lugar, la referencia a una yihad global, antes simbolizada por Al Qaeda, luego por el Estado Islámico, o Boko Haram en África, cuyas imágenes en Internet acompañan, informan, y a veces ponen en contacto a jóvenes musulmanes en busca de sentido, en Europa y en todo el mundo. Pero, en tercer lugar, es esa búsqueda de sentido lo que parece ser la motivación más profunda que conduce a la radicalización, el proceso personal mediante el cual se pasa la rabia y la rebelión al proyecto de martirio y a la práctica terrorista. Una práctica frecuentemente ejecutada de forma individual o con familiares y amigos, pero en general inducida colectivamente en lugares de culto, en el adoctrinamiento de imanes que manipulan a sus discípulos, en chats de Internet, en las cárceles occidentales o en viajes a las tierras prometidas del Islam en lucha. Pero ¿qué es ese sentido? Y ¿de dónde proviene esa necesidad de búsqueda?
El sociólogo Farhad Khosrokhavar, el mejor analista del martirio islámico, ha entrevistado a cientos de jóvenes radicalizados en las cárceles francesas. Y lo que encontró fue una narrativa sistemática sobre el vacío de su vida en las podridas sociedades consumistas de Occidente, en la pobreza de las relaciones humanes, en la lucha cotidiana por sobrevivir en la nada y para nada. En el fondo, una angustia existencial típica de todas las juventudes de sociedades en crisis, pero agravada por una situación específica de no pertenecer a ningún país, a ninguna cultura, hasta encontrarse en ese Islam mítico que abarca todas las promesas de subjetividad en un acto totalizante y en el que el sacrificio de lo humano da sentido a su humanidad. Es más, tal y como señala Michel Wieviorka, esa búsqueda no es exclusiva de los musulmanes, sino que se extiende a muchos jóvenes europeos originalmente no musulmanes que viven existencias igualmente desprovistas de sentido y que piensan encontrarlo en esa mutación a un absoluto religioso purificador. De ahí los miles de europeos de origen, hombres y mujeres que van a morir a Siria y que, si retornan a lo que nunca fue su hogar, continúan en su proyecto islámico y en su radicalización terrorista. Por eso el terrorismo islámico global, con sus manifestaciones aún más violentas en Oriente Próximo, el Magreb, Asia, África, allá donde haya millones de musulmanes, se ha convertido en un rasgo permanente de nuestras sociedades. Y la represión policial, e incluso militar, puede castigarloy atenuarlo, pero no detenerlo. Es más, cuanto más se estigmatice al conjunto de la comunidad musulmana con medidas de prevención, más se alimentará la radicalización de sus jóvenes. Con efectos devastadores en la práctica de la democracia liberal. Porque un estado de emergencia permanente justifica en el imaginario colectivo la restricción sistemática de las libertades civiles y políticas, creando una amplia base social para la islamofobia, la xenofobia y el autoritarismo político. Ta vez ese es el objetivo implícito de la rebelión yihadista: exponer la descarnada realidad discriminatoria y la hipocresía política de la democracia liberal. Para que pueda triunfar la comunidad religiosa planetaria en donde se sublimen las pecaminosas pasiones de la cristiandad colonialista (los cruzados), n un aquelarre de violencia y crueldad del que resurjamos purificados por obra y gracia de los mártires que se sacrificaron para rescatar a la humanidad de su vacío moral. Ese es el sin sentido de esa búsqueda de sentido. Y es así como la democracia liberal, ya debilitada por su propia práctica, va siendo socavada por la negación de sus principios, forzada por el asalto del terrorismo.
LA REBELIÓN DE LAS MASAS Y EL COLAPSO DE UN ORDEN POLÍTICO
El temor a la globalización incita a buscar refugio en la Nación. El miedo al terrorismo predispone a invocar la protección del Estado. La multiculturalidad y la inmigración, dimensiones esenciales de la globalización, inducen el llamamiento a la comunidad identitaria. En ese contexto, la desconfianza en los partidos y en las instituciones, construidos en torno a los valores e intereses de otra época, deriva en una búsqueda de nuevos actores políticos en quienes poder creer. Son, en todas las sociedades, los sectores sociales más vulnerables quienes reaccionan, movidos por el miedo, la más potente de las emociones, y se movilizan en torno a quienes dicen lo que el discurso de las élites no les permite decir. A quienes, sin ambages, articulan un discurso xenófobo y racista. A quienes apelan a la fuerza del Estado como forma de resolver las amenazas. A quienes simplifican los problemas mediante la oposición entre el arriba y el abajo. Y a quienes denuncian la corrupción imperante por doquier, aunque en muchos casos ellos y ellas formen parte de esa misma corrupción.
Es así como la crisis de legitimidad democrática ha ido generando un discurso del miedo y una práctica política que plantea volver a empezar. Volver al Estado como centro de la decisión, por encima de las oligarquías económicas y de las redes globales. Volver a la Nación como comunidad cultural de la que se excluye a quienes no comparten valores definidos como originarios. Volver a la raza, como frontera aparente del derecho ancestral de la etnia mayoritaria. Volver, también, a la familia patriarcal, como institución primera de protección cotidiana frente a un mundo en caos. Volver a Dios como fundamento. Y en ese proceso reconstruir las instituciones de coexistencia en torno a estos pilares heredados de la historia y ahora amenazados por la transformación multidimensional de una economía global, una sociedad de redes, una cultura de mestizaje y una política de burocracias partidarias. La reconstrucción parte de una afirmación encarnada en un líder o una causa que surge en contradicción con las instituciones deslegitimadas. La nueva legitimidad funciona por oposición. Y se construye en torno a un discurso que proyecta un rechazo general al estado de las cosas, prometiendo la salvación mediante la ruptura con ese orden enquistado en las instituciones y con esa cultura de las élites cosmopolitas, sospechosas de desmantelar las ultimas defensas de la tribu frente a la invasión de lo desconocido.
Esa es la raíz común a las diversas manifestaciones que, en distintos países, están transformando el orden político establecido. Es lo que encontramos en la improbable ascensión de un personaje estrambótico, narcisista y grosero como Trump a la presidencia imperial de Estados Unidos. En la impensable secesión del Reino Unido de la Unión Europea. En las tensiones nacionalistas extremas que amenazan la destrucción de esa misma Unión Europea. En la desintegración súbita del sistema político francés, con la destrucción de partidos que habían dominado la escena política francesa y europea durante medio siglo. Y, de forma diferente y con valores contradictorios, también hay elementos de rechazo antisistémico en la transformación del sistema político español heredado de la transición democrática. No confundo todos estos actores en una amalgama malintencionada. La emergencia de nuevos actores políticos con valores progresistas alternativos, como Podemos y sus confluencias en España, a partir de los movimientos sociales contra la crisis y contra el monopolio del Estado por el bipartidismo, se distingue radicalmente de las expresiones xenófobas y ultranacionalistas de otros países. Pero forma parte de un movimiento más amplio y más profundo de rebelión de las masas contra el orden establecido. De ahí la necesidad de analizar esta rebelión en su diversidad, tomando en consideración la especificidad de cada país, al tiempo que detectando los factores comunes que subyacen a la ruptura del orden político liberal.
Trump: los frutos de la ira
¿Cómo pudo ser? ¿Cómo pudo ser elegido a la presidencia más poderosa del mundo un billonario burdo y soez, especulador inmobiliario envuelto en negocios sucios, ignorante de la política internacional, despreciativo de la conservación del planeta, nacionalista radical, abiertamente sexista, homófobo y racista? Pues precisamente por eso. Porque en su discurso y en su persona, trascendiendo a los partidos, se reconocieron millones de personas cuyas voces habían sido apagadas por la “corrección política” de las élites cosmopolitas que habían monopolizado la política, la cultura y la economía del país. Aunque antes de concluir que los estadounidenses son un hatajo de fascistas recordemos que en las dos anteriores elecciones habían elegido un presidente negro y progresista. ¿Qué pasó entonces? ¿Qué cambió en la sociedad y en la política de Estados Unidos? De ahí que el análisis del improbable ascenso de Donald Trump a la cúspide del poder estadounidense, y por ende mundial, es clave para entender la profundidad de la crisis de la democracia liberal y percibir sus consecuencias.
Cómo sucedió: la campaña electoral
Cuando Trump, que había sido del Partido Demócrata, se postuló a las primarias presidenciales del Partido Republicano, pocos lo consideraron un candidato con posibilidades. Para empezar, el partido le era abiertamente hostil y la hostilidad era mutua. Trump se situó desde el principio por encima del establishment político, tanto republicano como demócrata, y se dirigió directamente al pueblo. No necesitaba dinero, lo tenía de sobra. Y el rechazo de su propio partido le ayudó en su estrategia de aparecer libre en ataduras previas. En febrero de 2016, justo antes de empezar la campaña de primarias en Iowa, ni un solo gobernador o congresista le apoyaba. Je Bush, Ted Cruz y Marco Rubio se repartían las simpatías de distintas corrientes republicanas, incluyendo los populistas del Tea Party, que apoyaban a Cruz y a Rubio. En total, 12 candidatos concurrieron a las primarias. Y a todos ellos fue derrotando ampliamente Trump en las votaciones. Y en primer lugar al candidato de la élite republicana, el siguiente de la dinastía Bush, que a pesar de un sustancial apoyo político y financiero tuvo pronto que retirarse de la elección para dejar el terreno al nacionalismo populista y xenófobo repartido entre Trump, Cruz y Rubio con el moderado Kasich como invitado de piedra. Trump les ganó la mano a todos al entrar en la campaña atacando directamente a la inmigración y denunciando a los mexicanos como ladrones, violadores y narcos. Y simbolizó su xenofobia con la promesa de construir un muro infranqueable a lo largo de la frontera con México. Poderosa imagen que enardeció a los temerosos de la inmigración.Es decir: se atrevió a ir hasta el final de la lógica xenófoba, diciendo en voz alta lo que muchos pensaban. Tampoco le templó el pulso al insultar a Carly Fiorina, la única candidata mujer, y ridiculizar a sus oponentes. Y cuando sus ofensivas opiniones sobre las mujeres se hicieron públicas, el fervor de sus seguidores y seguidoras las minimizaron como bromas, al tiempo que, en el machismo imperante en muchos sectores, sonaron a liberación masculina. En fin, Trump identificó a la globalización como enemigo del pueblo, haciéndose eco de un sentir general, sobre todo entre los trabajadores. Y aun tuvo el tupé (nunca mejor dicho) de hacer responsables de la miseria de la gente a sus amigos financieros de Wall Street. Añadiendo a ello un discurso contra la intervención militar en el mundo para no gastar vidas estadounidenses en beneficio de pueblos que no merecen se aproximó paradójicamente al discurso tradicional de la izquierda: antiglobalización y antiguerra. Habiendo tocado todos los registros de insatisfacción popular con la mayor desvergüenza, el 24 de mayo, sin apenas oposición, había obtenido suficientes delegados para ganar la nominación en la Convención Republicana. Incluso entonces el aparato republicano intentó encontrar formas de bloquearla porque temían una catástrofe en la elección general y porque disentían del programa de aislacionismo económico y político. Pero no se atrevieron a enfrentarse a las huestes militantes del trumpismo que para entonces estaban enfervorizadas. Y así fue como llegó el momento de la verdad entre él y Hillary Clinton. El error estratégico de los demócratas fue imponer a otro Clinton, estrechamente ligada al establishment político y financiero, como adversaria de un candidato anti-establishment. Algunos estudios señalan que Bernie Sanders, el senador socialdemócrata de Vermont, que representaba un movimiento anti-establishment por la izquierda, y a quien saboteó abiertamente el aparato demócrata, hubiera obtenido un mejor resultado que Clinton, aupado en la movilización de los jóvenes. Jóvenes que, sin su candidato, se abstuvieron de votar por Hillary en una proporción suficiente para explicar parcialmente su derrota. Incluso las mujeres jóvenes no se vieron representadas por una candidata estrechamente asociada con Wall Street. Pero con todo, al inicio de la campaña de las mujeres y en las minorías étnicas daba a Clinton una clara ventaja. Aun así, Trump no se molestó en establecer oficinas de campaña en cada Estado ni en sumar políticos en su causa. Clinton recaudó mil millones de dólares, el doble que Trump. Y también le dobló en el número de oficinas de campaña. Pero Trump lideró un movimiento. Su relación fue directa con el electorado, en mítines multitudinarios con discursos incendiarios. Y su estrategia fundamental mediática. Entendió, desde las primarias, cómo estar siempre en los medios sin necesidad de pagar. Mediante declaraciones escandalosas y polémicas que las redes sociales amplificaban y que los medios se apresuraban a reportar, generalmente para criticarlas. Trump entendió, por su propia experiencia mediática, que lo esencial es estar en los medios, sobre todo en televisión, aunque sea en negativo. Porque es esa presencia constante lo que monopolizó la discusión en torno a él, su persona, lo que se decía de él y lo que él contestaba. Su personalidad de narcisista patológico consiguió que ya no se hablara de contenidos o incluso de Clinton, sino de él. Toda la campaña giró en torno a Trump, a su mensaje simplificador y a la débil y previsible respuesta de Clinton. Ella ganó los debates en la televisión (en parte por el apoyo de periodistas enfadados con Trump), pero perdió protagonismo en la sociedad. Pero, además, Clinton hizo una pésima campaña, con errores monumentales. Por ejemplo, al calificar a los seguidores de Trump de “deplorables”, que es justo lo que piensa la élite de las clases poco educadas. Y nunca pudo superar el error de haber enviado miles de correos electrónicos desde su cuenta personal cuando era secretaria de Estado. La poco conocida razón es que Hillary solo utilizaba una BlackBerry porque se perdía en redes más sofisticadas y encriptadas. Pero ello es la consecuencia de una actitud de arrogancia que, por segunda vez en una elección, la llevó a considerarse la triunfadora inevitable por su capacidad intelectual. Capacidad que es cierta, pero que se convierte en algo negativo cuando transmite la imagen de superioridad sobre la gente normal. Hasta el punto de que ni siquiera las mujeres blancas la votaron en mayoría. Cierto es que Clinton resultó gravemente perjudicada por el hackeo que el gobierno ruso, mediante intermediarios, realizó de los ordenadores del Partido Demócrata, facilitando información fundamental al yerno de Trump. Asimismo, la decisión del director del FBI, James Comey, de reabrir la investigación contra Clinton poco antes de la elección, tuvo una influencia negativa. Y no se fue una conspiración, sino la honestidad de Comey que no se casó con nadie. Por eso Trump lo despidió a pesar de haberse beneficiado de su investigación a Clinton. Técnicamente hablando, Clinton perdió la elección porque los negros y los jóvenes no votaron por ella en las mismas proporciones que por Obama. Y ello se debió a la actitud ambigua de Clinton en temas tan sensibles como los asesinatos de negros por la policía, apoyando a los uniformados. Aun así, ganó el voto popular por más de dos millones de votos. Pero el obsoleto histórico sistema del Colegio Electoral en Estados Unidos dio un confortable margen de victoria a Trump por la concentración de su apoyo en estados estratégicos del Medio Oeste y Florida, y por su superioridad total en las áreas rurales y en las pequeñas ciudades. Los olvidados del sistema. Trump fue elegido por estos olvidados, los “deplorables” de Hillary.
Quién votó a Trump: la América profunda
Al principio de la campaña electoral, Clinton y Trump eran los candidatos con percepción más negativa en la historia de las elecciones presidenciales. Un tercio de los ciudadanos tenía una percepción desfavorable de Clinton, y un 40%, de Trump. La elección fue resolviéndose por la movilización diferencial en favor de uno y otro candidato a lo largo de la campaña. Así, mientras el apoyo a Clinton era sobre todo una reacción contra Trump, el republicano contó con el apoyo entusiasta de un núcleo del electorado. En primer lugar y sobre todo, los blancos. Clinton perdió el voto blanco frente a Trump por 21 puntos de porcentaje. Obama también perdió, pero por 12 puntos. La tendencia de los demócratas a depender del voto de las minorías se acentuó una elección tras otra y culminó en una auténtica movilización de los blancos de todas clases y edades en favor de Trump. Dicha movilización fue particularmente intensa entre los sectores menos educados (asimilados genéricamente a “clase obrera”), en donde el voto fue del 67% por Trump y del 28% por Clinton. Pero también entre los votantes blancos con educación universitaria ganó trumpo por el 49% contra Clinton, con el 45%. Incluso entre las mujeres blancas, aquellas con bajo nivel de educación votaron por Trump en un 58%. Esta diferencia racial fue decisiva en los estados del Medio Oeste, la clave de la elección, porque ahí reside el 40% del electorado, en donde Trump ganó con una diferencia de 2 a 1. Clinton obtuvo 7 puntos porcentuales menos de voto que Obama en la precedente elección en Pennsylvania, 8 en Wisconsin, 10 en Michigan, 11 en Ohio y 15 en Iowa. Es decir, en el corazón industrial de Estados Unidos, tradicionalmente demócrata. De ahí la interpretación generalizada de que la clase obrera blanca, golpeada por la globalización y resentida con la inmigración, fue el actor de la victoia de Trump. Pero es solo parcialmente cierto. Porque fue el conjunto del voto blanco, trascendiendo clase social, el que se manifestó contra Clinton. Incluso el voto de las mujeres solo se inclinó por Hillary en los sectores sociales más elevados y, sobre todo, entre las minorías. Lasminorías étnicas fueron los únicos grupos en los que perdió Trump claramente. Y aunque la mayoría de los jóvenes votaron a Clinton, no lo hicieron en la misma proporción que con Obama, por su rechazo al establishment representado por la demócrata. Hillary ganó por 13 millones de votos en las cien áreas urbanas más pobladas, con mayor concentración de minorías étnicas; mientras que Trump ganó por 12 millones de votos en los 3000 restantes condados, o sea en la América rural y blanca, en donde obtuvo proporciones de voto por encima del 75%. Por eso el voto demócrata en las grandes ciudades del Medio Oeste no pudo compensar la ola de voto blanco rural, representativo de la población blanca originaria que apoyó al candidato que les daba esperanza de resistir a la invasión de su país por arriba (globalización) y por abajo (inmigración). Fue un voto de los que, en expresión de Arlene Hochschild, se sentían “extranjeros en su propia tierra”. La pertenencia racial fue el indicador clave de esta reacción masiva de los blancos. Parece que la elección de Obama, en lugar de haber apaciguado el racismo, lo incentivó, llevando a Trump el voto del resentimiento racial de los blancos. Particularmente acentuado entre los blancos de menor educación, pero igualmente mayoritario entre los hombres de clase media profesional. Y, sobre todo, los viejos blancos. De hecho, las encuestas mostraron una correlación directa entre actitudes racistas y el voto por Trump. Sin embargo, aunque los racistas votaron por Trump, la mayoría de los que votaron por Trump no son racistas. Son gentes atemorizadas por el rápido cambio económico, tecnológico, étnico y cultural del país. Por eso los viejos blancos apoyaron a Trump para intentar preservar su mundo, un mundo que veían desaparecer por momentos. Y la inmigración era el signo más visible de que sus vecinos ya no eran lo que eran. Pero, además, la clase social definió el voto entre los blancos. Cuanto más educados y de mayor nivel económico, más votaron para Clinton. Mientras que Trump apabulló en el voto de los obreros blancos, de los pobres del campo y de las regiones en crisis. O sea, de los que algunos analistas han llamado de “la basura blanca”, rememorando el epíteto peyorativo frecuentemente utilizado para los blancos pobres a lo largo de la historia. Fue un grito de supervivencia en función de su único asidero: ser ciudadanos estadounidenses y blancos. Confortados por su Biblia, su Nación y su fusil. Así esperaban detener la invasión de los extranjeros y reivindicar sus empleos frente a la rapacidad de multinacionales y banqueros.
En resumen, votaron mayoritariamente por Hillary las mayorías étnicas, los jóvenes, las mujeres educadas y las grandes ciudades. Mientras que votaron masivamente por Trump los sectores blancos de menor educación (hombres y mujeres, jóvenes y viejos), los trabajadores industriales blancos, los hombres blancos educados, las áreas rurales blancas, y todos los territorios de mayoría blanca. Fueron los blancos, en su conjunto, los que eligieron a Trump, con un mensaje explícito de defensa de su identidad y de rechazo de quienes la diluían en la diversidad étnica.
Trump: un movimiento identitario
Se ha relacionado el voto por Trump con la insatisfacción económica inducida por la crisis y el paro, en una analogía con similares reacciones en Europa. Es cierto que los salarios de los trabajadores se redujeron en términos reales, mientras que los de los profesionales se incrementaban sustancialmente. De modo que no fue tanto la crisis como la desigualdad social exacerbada por las políticas de gestión de la crisis. Y también es cierto que la deslocalización industrial ligada a la globalización y la transformación del empleo en función de la automación golpearon a algunos sectores de trabajadores en la industria tradicional, en particular automóvil y siderurgia, concentrada en las regiones del Medio Oeste, así como en la minería del carbón. Desde el 2000 se perdieron 7 millones de empleos industriales mientras se añadían 25 millones en los servicios. Pero aun así, en el momento de la elección, gracias a la política económica expansiva de Obama, la tasa de desempleo era tan solo del 5%, el nivel más bajo desde 2005. Y aunque en las regiones industriales era más alta, se situaba en torno a un 8-9% algo más entre los jóvenes. Aun así, no puede hablarse de una crisis profunda de las condiciones de vida que pudiese haber motivado una movilización reivindicativa tan amplia como la que llevó a Trump al poder. Eso ya había ocurrido con la elección de Obama. En el caso de Trump la explicación parece apuntar más bien a la crisis cultural de sectores populares en desarraigo, empezando por la desintegración social de comunidades obreras tradicionales bajo el efecto de la reestructuración industrial. J. D. Vance, en su emotiva Hilbilly Elegy: A Memoir of a Family and Culture in Crisis (2016), revela su vivencia entre familias disfuncionales, al límite de la supervivencia, en los pueblos de los Apalaches. Y la continuidad de su marginación cuando emigraron a las ciudades industriales en Ohio. El estigma de ignorancia y brutalidad les acompañó. A lo que responden con el orgullo de ser quienes son, frente al desprecio de que son objeto por los grupos profesionales educados que controlan todos los resortes de la sociedad estadounidense. Ese odio a las élites se extiende a los inmigrantes que pueblan el país y que compiten en empleo y asistencia pública. Más aún, frente a la globalización, dirigida por Wall Street y considerada responsable de la pérdida de su trabajo, se afirma la Nación estadounidense, y todos sus atributos, como baluarte indentitario en donde se encuentra refugio y solaz.
Walter Russell Mead, en un extraordinario artículo en Foreign Affairs, de abril de 2017, equipara el movimiento en torno a Trump con la revuelta populista jacksoniana de principios del siglo XIX. Frente a los designios internacionalistas de algunos padres de la nación, como Hamilton, los seguidores del presidente Andrew Jackson proclamaron la prioridad de la defensa de los ciudadanos blancos estadounidenses y de la preservación de los principios comunitarios, de libertad y de igualdad, característicos de la nueva nación. Esa corriente, directamente opuesta al liberalismo y al intervencionismo global, se mantuvo a lo largo de la historia de Estados Unidos y se activó cada vez que las élites financieras y políticas construían un discurso cosmopolita del que los “verdaderos estadounidenses” se sentían excluidos. Ese movimiento latente se expresó en distintas formas, tanto en el ataque a los inmigrantes indocumentados como en la defensa del derecho a llevar armas (para resistir a la eventual tiranía del gobierno) y en el apoyo incondicional a la policía criticada por su represión racista por el movimiento “Black Lives Matter”. Este neo-jacksonismo se articuló con las protestas contra la globalización en una crítica feroz del cosmopolitismo y de la tolerancia intelectual de los influyentes sectores académicos, financieros y mediáticos de las grandes urbes, en particular de California y Nueva York. Y se prolongó en la denuncia de la clase política en Washington, símbolo de gobierno ilegitimo alejado de los ciudadanos corrientes.
Una parte de la explicación de la fuerza del movimiento nacionalista es la importancia que ha cobrado en Estados Unidos, como en el resto del mundo, la política de la identidad. Múltiples grupos étnicos y culturales (afroamericanos, latinos, chicanos, nativos americanos, asiáticos de distintas naciones y etnias, mujeres, lesbianas, gays, transexuales y otros múltiples grupos) han afirmado su identidad especifica y luchado por sus derechos. De repente, los hombres blancos se encontraron con que nadie hablaba de su identidad. Más aún: que las otras identidades se definían como contradictorias con la identidad supuestamente dominante: la identidad patriarcal del hombre blanco. Que por ser la identidad alfa quedó superada y negada como identidad. De ese sentimientode exclusión de las manifestaciones culturales dominantes y de las categorías protegidas en términos de derechos especiales surgió la necesidad de una afirmación de los olvidados de la política identitaria: el hombre blanco.
En ese caldo de cultivo florecieron grupos racistas, neonazistas y antisemitas, que habían quedado en la penumbra y vieron llegar su momento. Se organizaron como alt-right (derecha alternativa) y empezaron a influir en la campaña de Trump a través de su presidencia en medios de comunicación xenófobos con un creciente predicamento entre los nativistas estadounidenses. Uno de estos medios fue Breitbart News. Su director ejecutivo, Steve Bannon, contactó con Trump, y pasó a dirigir la última fase de su campaña desde agosto de 2016. Antes de detenernos obligadamente en este personaje, cabe resaltar que el movimiento nacionalista identitarios en torno a Trump no es en modo alguno un movimiento racista o neonazi aunque integre en su seno a racistas. Ku Klux Klan y otra gente de mal vivir. Tiene raíces profundas en la humillación identitaria y en la marginación social resentida de amplios sectores populares. Una marginación que se inició como desplazamiento laboral por la reestructuración de la economía y que se prolongó, con terribles consecuencias, en una epidemia de medicamentos opiáceos que está devastando el país. La investigadora Melina Sherman, estudiosa del tema, ha mostrado las raíces de esa epidemia en la demanda masiva de personas desesperadas y en la manipulación de los fabricantes farmacéuticos del gigantesco mercado semilegal así creado. Las zonas de mayor intensidad de la epidemia coinciden en buena parte con las áreas de voto por Trump. No hay que concluir que son los drogadictos quienes eligieron a Trump, pero sí que la alienación cultural y la marginación social de sectores populares condujo, a la vez, a desconectar mediante la droga y a reconectar en torno a Trump como salvador providencial.
Sin embargo, aunque la alt-right nunca fue dominante en el más amplio movimiento popular constituido en torno a Trump, algunos de sus líderes jugaron un papel relevante en la ideología y la política del trumpismo mediante una influencia directa sobre Trump. Tal fue el caso en particular de Steve Bannon, exmarine, graduado de Harvard, rico empresario mediático de Hollywood y ejecutivo de radio y televisión. Su visión es crear un movimiento popular capaz de perpetuarse en el poder mediante una política de infraestructuras para proporcionar empleo reservado a la clase obrera blanca, una oposición sistemática a la inmigración y una inslamofobia institucional que ponga la seguridad nacional en el centro de la política, en contraposición a las élites globalizadoras. Llegó a ser consejero especial de Trump en la Casa Blanca, incluso con un puesto relevante en el Consejo de Seguridad Nacional, hasta que sus enfrentamientos con los distintos directores del gabinete presidencial y con la familia Trump provocaron su despido en agosto de 2017. En realidad, el narcisismo de Trump no soportó que se atribuyera a Bannon el calificativo de creador de la estrategia del movimiento. Aun fuera de la Casa Blanca, Bannon y su gente continúan siendo muy influyentes en el movimiento nacional-populista que constituye el núcleo básico del apoyo a Trump.

Continuar navegando