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TZVETAN TODOROV MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN INDAGACIÓN SOBRE EL SIGLO XX TRADUCCIÓN DE MANUEL SERRAT CRESPO EDICIONES PENÍNSULA Barcelona TZVETAN TODOROV MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN INDAGACIÓN SOBRE EL SIGLO XX TRADUCCIÓN DE MANUEL SERRAT CRESPO EDICIONES PENÍNSULA Barcelona Memoria del mal, tentación del bien fue publicada originalmente bajo el título Mémoire dumal, Tentation du bien por Editions Robert Laffont. © Editions Robert Laffont, 2000. Licencia negociada por Susanna Lea Associates, Paris. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Primera edición: enero de 2002. © de la traducción: Manuel Serrat Crespo, 2002. © de esta edición: Ediciones Península s.a., Peu de la Creu 4, 08001-Barcelona. E-MAIL: correu@grup62.com INTERNET: http://www.peninsulaedi.eom Fotocompuesto en Víctor Igual s.l., Córsega 237, baixos, 08036-Barcelona. Impreso en Hurope s.l., Lima 3, 08030-Barcelona. DEPÓSITO LEGAL: B. 48.062-2001. ISBN: 84-8307-439-7. PARA GERMAINE TILLION, QUE HA SABIDO ATRAVESAR EL MAL SIN TOMARSE POR UNA ENCARNACIÓN DEL BIEN. CONTENIDO Prólogo: Fin de siglo, 9 1. EL MAL DEL SIGLO, 15 Nuestras democracias liberales, 17 — Totalitarismo: el tipo ideal, 25 Cientificismo y humanismo, 32 — Nacimiento de la doctrina totalitaria, 39 — La guerra, verdad de la vida, 45—Ambivalencias totalitarias, 53 EL SIGLO DE VASSILI GROSSMAN, 6l 2. LA COMPARACIÓN, 91 Nazismo y comunismo, 93 — Diferencias, 102 —Juicios, 110 E L SIGLO DE M ARGARETE BUBER -NEUM ANN, I I 3 3. LA CONSERVACIÓN DEL PASADO, 137 Controlar la memoria, 139 — Los tres estadios, 146 — Testigos, historiadores, conmemoradores, 155 — El juicio moral, 161 Los grandes relatos, 169 EL SIGLO DE DAVID ROUSSET, 177 4. LOS USOS DE LA MEMORIA, 191 Ni sacralizar ni banalizar, 193—Al servicio del interés, 199 Vocación de la memoria, 203 EL SIGLO DE PRIMO LEVI, 213 5. PASADO PRESENTE, 225 Lo «moralmente correcto», 227 — Mito e historia, 237 — Justicia e historia, 246 CONTENIDO EL SIGLO DE ROMAIN GARY, 255 6. LOS PELIGROS DE LA DEMOCRACIA, 273 Las bombas de Hiroshima y Nagasaki, 275 — Kosovo: el contexto político, 284 — La intervención militar, 298 — Lo humanitario y lo judicial, 313 — ¿Derecho de injerencia o deber de asistencia?, 322 EL SIGLO DE GERMAINE TILLION, 341 Epílogo: Principio de siglo, 363 PROLOGO FIN DE S IGLO Recuerdo el 1 de enero de 1950: yo tenía once años y, puesto que la fe- cha representaba ya una cifra muy redonda, me preguntaba con cierta inquietud, sentado a los pies del árbol de Navidad, que por aquel enton- ces se llamaba árbol de Año Nuevo, si iba a alcanzar esa fecha, mucho más redonda aún, que suponía el 1 de enero de 2000. Estaba tan lejos, ¡había que esperar, todavía, medio siglo! Sin duda moriría antes. Pero he aquí que, en un abrir y cerrar de ojos, esa otra fecha ha llegado y me incita, como a todo hijo de vecino, a hacerme una pregunta: ¿qué debe- mos recordar de este siglo? Y digo siglo aunque cambiemos, al mismo tiempo, de milenio: éste no se deja aprehender; aquél, sí. El Times Lite- rary Suplement nos solicita todos los años que distingamos el «libro del año»; a finales de 1999 pedía, también, el «libro del milenio». La pre- gunta me pareció tan fútil que no envié respuesta alguna. El siglo, en cambio, da sentido: es nuestra vida y la de nuestros padres, la de nues- tros abuelos a lo sumo. Un siglo es el tiempo accesible a la memoria de los individuos. No soy un «especialista» del siglo xx, como pueden serlo un histo- riador, un sociólogo, un comentarista político; no quiero, ahora, conver- tirme en ello. Los hechos, al menos en sus líneas generales, son conoci- dos, se encuentran hoy en todos los buenos manuales, como suele decirse. Pero los hechos no revelan, por sí solos, su sentido; y eso es lo que me interesa. No quisiera sustituir a los historiadores, que hacen ya su trabajo, sino reflexionar sobre la historia que están escribiendo. La mira- da que fijo en el siglo no es la de un «especialista» sino la de un testigo afectado, la del escritor que intenta comprender su tiempo. Mi destino personal determina, por una parte, el punto de vista que elijo, y ello por partida doble: por las peripecias de mi existencia y por mi profesión. En pocas palabras: nací en Bulgaria y viví en este país hasta 1963, mientras estaba sometido al régimen comunista; desde entonces, vivo en Francia. PRÓLOGO FIN DE SIGLO Por otra parte, mi trabajo se dirige a los hechos de cultura, de moral, de política, y practico, particularmente, la historia de las ideas. La elección de lo más importante que ha habido en el siglo, de lo que permite, por lo tanto, construir su sentido, depende de la propia identi - dad. Para un africano, por ejemplo, el acontecimiento político decisivo es, sin duda, la colonización y, luego, la descolonización. Pero para un europeo—y aquí me ocuparé, esencialmente, del siglo xx europeo, ha- ciendo sólo breves incursiones en los demás continentes—la elección está abierta de par en par. Algunos dirían que el acontecimiento fundamental, a largo plazo, es lo que se denomina la «liberación de las mujeres»: su en- trada en la vida pública, el control de la fecundidad (la pildora) y, al mis- mo tiempo, la extensión de los valores tradicionalmente «femeninos», los del mundo privado, a la vida de ambos sexos. Otros pondrán de relieve la drástica disminución de la mortalidad infantil, la prolongación de la vida en los países occidentales, los cambios demográficos. Otros podrían pen- sar, también, que el sentido del siglo está decidido por los grandes pro- gresos de la técnica: dominio de la energía atómica, desciframiento del código genético, circulación electrónica de la información, televisión. Estoy de acuerdo con los unos y los otros, pero mi experiencia per- sonal no me permite enfocar de manera extraordinaria esas cuestiones; me orienta más bien hacia una elección distinta. El acontecimiento capi- tal, para mí, es la aparición de un mal nuevo, de un régimen político iné- dito, el totalitarismo que, en su apogeo, dominó buena parte del mundo; que hoy ha desaparecido de Europa, pero no por completo de los demás continentes; y cuyas secuelas siguen presentes entre nosotros. Así pues, quisiera examinar primero, aquí, el enfrentamiento entre el totalitarismo y su enemigo, la democracia. Presentar el siglo como dominado por el combate de estas dos fuer- zas implica, ya, una distribución de valores que no todos comparten. El problema procede de que Europa no conoció un totalitarismo sino dos, el comunismo y el fascismo; de que ambos movimientos se opusieron violentamente, en el terreno de la ideología y, luego, en el campo de ba- talla; de que, unas veces uno y otras el otro, se aproximaron a los Estados democráticos. Las tres agrupaciones posibles entre esos regímenes fue- ron todas puestas en práctica, en un momento u otro. Al principio, los comunistas relegaron, en bloque, a todos sus enemigos (¡capitalistas to- dos!), distinguiéndose las democracias liberales y el fascismo como la for- ma moderada y la forma extrema del mismo mal. A mediados de los años treinta, sin embargo, y más aún durante la Segunda Guerra Mundial, la distribución cambia: demócratas y comunistas formaron entonces una alianza antifascista. Finalmente, pocos años antes de que estallara la guerra y, sobre todo, desde su conclusión, se propusoconsiderar el fas- cismo y el comunismo como dos subespecies del mismo género, el tota- litarismo, una palabra reivindicada al principio por los fascistas italianos. Volveré más adelante a las definiciones y las delimitaciones; pero queda claro ya, por la articulación global que elijo, que esta tercera distribución es, para mí, la más ilustradora. La elección del acontecimiento capital restringe sensiblemente mi tema. No sólo me limitaré, en lo esencial, a un solo continente, el:mío, sino que el propio siglo se acorta un poco: su período central va de 1917 a 1991, aunque sea necesario remontarse hacia atrás y, por otro lado, in- terrogarse sobre todo su última década. Más importante aún, me limito a un solo acontecimiento de la vida pública, dejando en la sombra todos los demás, así como la vida privada, las artes, ciencias o técnicas. Pero la bús- queda de sentido tiene siempre un precio: procede por elección y rela- ción, que habrían podido ser otras. El sentido que creo entrever no exclu- ye el de los demás sino que se añade a él, en el mejor de los casos. Mi punto de partida, esa doble afirmación según la cual el totalitaris- mo es la gran innovación política del siglo y que es también un mal ex- tremo, produce ya una primera consecuencia: hay que renunciar a la idea de un progreso continuado, en el que creían algunos grandes ingenios de los siglos pasados. El totalitarismo es una novedad, y es peor que lo que le precedía. Eso no prueba, tampoco, que la humanidad siga inexorable- mente cayendo por la pendiente, sólo que la dirección de la historia no está sometida a ninguna ley simple ni, tal vez, a ninguna ley a secas. El enfrentamiento entre totalitarismo y democracia, como el enfren- tamiento entre las dos variantes totalitarias, comunismo y nazismo, cons- tituye el primer tema de mi indagación. El segundo se desprende de éste, por el mero hecho de que esos acontecimientos pertenezcan, en lo esen- cial, al pasado y sólo sobrevivan, entre nosotros, gracias a la memoria. Ahora bien, ésta no puede en absoluto asimilarse a una grabación mecá- nica de lo que acontece; tiene formas y funciones entre las que se impo- ne elegir, su establecimiento conoce fases cuyas perturbaciones especí- ficas puede sufrir cada una de ellas, puede ser asumido por protagonistas 11 PROLOGO distintos y llevar a actitudes morales opuestas. ¿Es la memoria, siempre y necesariamente, algo bueno, y el olvido una maldición absoluta? ¿Permi- te el pasado comprender mejor el presente o sirve, más a menudo, para ocultarlo? ¿Son recomendables todos los usos del pasado? Las memorias del siglo serán pues, a su vez, sometidas a examen. Finalmente, aunque se trate ante todo de reflexionar sobre el sentido de este acontecimiento central, me veo obligado a conocer también el pasado más inmediato, el posterior a la caída del muro de Berlín, para examinarlo a la luz de las enseñanzas que desprende el precedente análi- sis. Una vez vencido el totalitarismo, ¿ha advenido, acaso, el reinado del bien? ¿O nuevos peligros acechan a nuestras democracias liberales? El ejemplo que elijo aquí está extraído de la actualidad reciente, puesto que se trata de la guerra de Yugoslavia y, más específicamente, de los aconte- cimientos en Kosovo. El pasado totalitario, el modo como se perpetúa en la memoria y, por fin, la luz que arroja sobre el presente formarán, pues, los tres tiempos de la indagación que sigue. He decidido mezclar con esta reflexión sobre el bien y el mal polí- ticos del siglo el recuerdo de algunos destinos individuales, fuertemente marcados por el totalitarismo pero que supieron resistirse a él. No es que los hombres y mujeres de los que hablaré sean por completo distin- tos de los demás. No son héroes, ni santos, ni siquiera «justos»; son in- dividuos falibles, como usted y yo. Sin embargo, todos siguieron un iti - nerario dramático; todos sufrieron en sus carnes y, al mismo tiempo, intentaron depositar en sus escritos el fruto de su experiencia. Obligados a ver de cerca el mal totalitario, se revelaron más lúcidos que la media y, gracias tanto a su talento como a su elocuencia, han sabido transmitirnos lo que habían aprendido, sin por ello convertirse nunca en perentorios aleccionadores. Estas personas proceden de diversos países—Rusia, Ale- mania, Francia, Italia—, y sin embargo tienen un aire familiar. El mismo sentimiento se encuentra de un autor a otro, aunque haya matices: el de un pavor que no conduce a la parálisis; y también un mismo pensamien- to, para el que encuentro sólo una etiqueta apropiada, la del humanismo crítico. Los retratos de Vassili Grossman y de Margarete Buber-Neu- mann, de David Rousset y Primo Levi, de Romain Gary y Germaine Tillion están ahí para ayudarnos a no desesperar. ¿Cómo será recordado, algún día, este siglo? ¿Se lo llamará el siglo de Stalin y Hitler? Eso sería conceder a los tiranos un honor que no me- FIN DE SIGLO recen: es inútil glorificar a los malhechores. ¿Se le dará el nombre de los escritores y pensadores más influyentes en vida, los que suscitaban mayor entusiasmo y controversia, aunque se advierta, con posterioridad, que casi siempre se equivocaron en sus elecciones y que indujeron a error a los millones de lectores que les admiraban? Sería una lástima reproducir así, en el presente, los errores del pasado. Por mi parte, preferiría que se recordaran, de este siglo sombrío, las luminosas figuras de los pocos in- dividuos de dramático destino y lucidez implacable que siguieron cre- yendo, a pesar de todo, que el hombre merece seguir siendo el objetivo del hombre.1 i. El primer germen de la presente obra se encuentra en un breve texto, publicado en 1995 con el título de Los abusos de la memoria por la editorial Arléa. 12 EL MAL DEL SIGLO El mundo entero—toda la inmensidad del Universo—revela la su- misión pasiva de la materia inanimada, sólo la vida es el milagro de la libertad. VASSILI GROSSMAN, La Madona sixtina NUESTRAS DEMOCRACIAS LIBERALES Primera Guerra Mundial: ocho millones y medio de muertos en los fren- tes, casi diez millones en la población civil, seis millones de inválidos. Durante el mismo tiempo: genocidio de los armenios, un millón y medio de personas llevadas a la muerte por el poder turco. La Rusia soviética, nacida en 1917: cinco millones de muertos a causa de la guerra civil y la hambruna de 1922, cuatro millones de víctimas de la represión, seis millones de muertos durante la hambruna organizada de 1932-1933. Segunda Guerra Mundial: más de treinta y cinco millones de muertos sólo en Europa, de ellos al menos veinticinco en la Unión Soviética. Du- rante la guerra, exterminio de los judíos, los gitanos, los deficientes men- tales: más de seis millones de víctimas. Bombardeos aliados de la pobla- ción civil en Alemania y Japón: varios centenares de miles de muertos. Sin mencionar las sangrientas guerras llevadas a cabo por las potencias europeas en sus colonias, como Francia en Madagascar, en Indochina, en Argelia. Ésas son las grandes hecatombes del siglo XX, reducidas a fechas, lu- gares y cifras de las víctimas. El siglo XVIII fue designado por los histo- riadores como el «siglo de las Luces», ¿acabaremos algún día llamando al nuestro el «siglo de las Tinieblas»? Escuchando esa letanía de matan- zas y sufrimientos, esos números desmesurados que ocultan rostros de personas que deberían evocarse, una a una, la primera reacción es la del desaliento. Sin embargo, no podemos quedarnos ahí. La historia del siglo xx, en Europa, es indisociable de la del totalita- rismo. El Estado totalitario inaugural, la Rusia soviética, nació durante la Primera Guerra Mundial y muestra su huella; la Alemania nazi siguió poco después. La Segunda Guerra Mundial se inició cuando los dos Es- tados totalitarios se habían aliado y prosiguió con una lucha sin cuartel entre ambos. Lasegunda mitad del siglo se desarrolló a la sombra de la MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN guerra fría, que opuso Occidente al bando comunista. Los cien años que acaban de transcurrir estuvieron dominados por el combate del totalita- rismo con la democracia o por el de ambas ramas totalitarias entre sí. Ahora que los conflictos han terminado, podemos identificar el guión: todo ocurrió como si, para curarse de sus anteriores males, los países europeos hubieran probado un remedio y, luego, hubiesen advertido que era peor que el mal: lo rechazaron. Desde este punto de vista, el siglo puede ser considerado como un largo paréntesis; el XXI retoma las cosas donde las había dejado el XIX. En lo esencial, el totalitarismo pertenece ya al pasado, ese mal en particular ha sido vencido. Pero necesitamos comprender lo que ocurrió: antes de volver una página, decía el antiguo disidente Yeliu Yelev, que fue durante cierto tiempo presidente de Bulgaria, hay que leerla. Y para nosotros, que la vivimos, esa necesidad representa una imperiosa urgencia personal. «No se prepara el porvenir sin aclarar el pasado», escribe Germaine Tillion. Quienes conocen el pasado desde el interior tienen el deber de transmitir la lección a quienes la ignoran. Pero ¿cuál es esta lección? Para empezar a responder la pregunta, es preciso hacer previamente otra: ¿qué significan exactamente los términos «totalitarismo» y «demo- cracia»? Se trata ahí, se ve de entrada, de dos instancias de lo que hoy se de- nomina un «tipo ideal» de régimen político. Esta primera delimitación comporta dos elementos. El tipo ideal: así se designa, desde Max Weber, la construcción de un modelo destinado a hacer más inteligible lo real, sin que por ello sea necesario poder observar su encarnación perfecta en la Historia. El tipo ideal indica un horizonte, una perspectiva, una ten- dencia. Los hechos empíricamente observables lo ilustran en un grado más o menos alto, todos sus rasgos constitutivos se encuentran en él, o sólo algunos, a lo largo de todo un período histórico o sólo en una de sus partes, y así sucesivamente. Hay que insistir en ello, pues algunos histo- riadores y sociólogos creen poder prescindir de esas construcciones con- ceptuales, apoyándose en lo que les parece ser un gran sentido común empírico. En realidad aceptan, sin darse cuenta y sin poder criticarlos, los conceptos y los «tipos ideales» comunicados por el lenguaje común. El tipo ideal no es, en sí mismo, verdadero; sólo puede ser más o menos útil, sugerente, ilustrador. EL MAL DEL SIGLO Por otra parte, se trata cada vez de un régimen político, no de una so- ciedad tomada en su conjunto ni, menos aún, de otra de sus dimensiones, como la economía: está muy claro, en particular, que el sistema econó- mico, que la composición social de los grupos políticos son distintos en la Alemania nazi y en la Unión Soviética, y que nada se gana designán- dolos con un término común. La democracia moderna, como tipo ideal, presupone la copresencia de dos principios, que se encuentran ya enunciados conjuntamente por John Locke en el siglo XVII, pero que fueron articulados con claridad, sobre todo, tras la Revolución Francesa, cuando, en suma, los «trabajos prácticos» realizados entre tanto obligaron a poner a punto la teoría. Esa articulación fue, en particular, obra de Benjamín Constant, en su tratado Principios de política (1806). Los dos principios podrían denominarse: au- tonomía de la colectividad y autonomía del individuo. La autonomía de la colectividad es, claro está, una exigencia antigua, es la misma que contiene la palabra «democracia» o poder del pueblo. La cuestión pertinente aquí es saber, primero, si es el pueblo quien detenta el poder o sólo una de sus partes, un único individuo incluso (el rey o el tirano), y, luego, si ese poder procede sólo de la voluntad humana o si es atribuido por una fuerza sobrehumana, Dios, la propia estructura del Universo o las tradiciones. La autonomía política, en este sentido de la palabra, consiste en que la colectividad viva bajo unas leyes que ella mis- ma se ha dado y que puede modificar cuando lo desee. Atenas es, desde este punto de vista, una democracia, aunque su definición de «pueblo» fuera muy restrictiva, puesto que excluía a las mujeres, los esclavos y los extranjeros, es decir, tres cuartas partes de la población. Los Estados cristianos, tras la caída del Imperio Romano, no recono- cían la autonomía política, llamada también soberanía del pueblo: el po- der tenía entonces su origen en Dios. Sin embargo, ya en el siglo XIV, Guillermo de Occam afirmó que Dios no es responsable del orden (o el desorden) del mundo; Guillermo reanudaba así con el principio cris- tiano original (mi reino no es de este mundo). El poder humano, decla- ró, pertenece sólo a los hombres. Por eso tomó partido por el emperador en su conflicto con el Papa, que intentaba acumular poder espiritual y poder temporal. Desde esa época, la afirmación de la autonomía política adquirió cada vez más fuerza, hasta su triunfo en las revoluciones ameri- cana y francesa. «Todo gobierno legítimo es republicano», declaraba MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN Rousseau en su Contrato social, y añadía en una nota: «Entiendo por esta palabra todo gobierno guiado por la voluntad general que es la ley»;1 la propia monarquía puede ser republicana en este sentido. Dicho de otro modo: sólo es legítima la república, el régimen gobernado por la volun- tad general del pueblo. Democracia, autonomía colectiva, soberanía del pueblo, voluntad general y república son, desde este punto de vista, tér- minos emparentados. La Revolución Francesa arranca el poder de las manos de los monar- cas y lo devuelve a las del pueblo (aunque éste siga siendo definido de modo restrictivo); sin embargo, el resultado no es brillante: reina el te- rror en lugar de la libertad. ¿Dónde se equivocaron?, se preguntan los grandes ingenios liberales, los que se adhieren a la idea de la soberanía popular. Y es que olvidaron limitar el principio de la autonomía colecti - va con el de la autonomía individual: el uno no se desprende del otro, son efectivamente dos. «Nunca debe presumirse—decía sin embargo Locke—que el poder de la sociedad se extiende más allá del bien común».2 Al día siguiente de la Revolución, los espíritus liberales, Siéyes, Condorcet, Benjamin Constant sobre todo, lo advierten: el poder ha pasado de las manos del rey a las de los representantes del pueblo, pero sigue siendo igual de absoluto (si no más aún). Los revolucionarios creen romper con el Antiguo Régimen pero en realidad perpetúan uno de sus rasgos más nefastos. Ahora bien, el individuo, no menos que la colectividad, aspira a la autonomía; para preservarla, no sólo hay que protegerle de los poderes en los que no participa (está excluido del derecho divino de los reyes), sino también de los poderes del pueblo: éstos deben extenderse hasta cierto límite (el «bien común»), pero no más allá. Esta conjunción de los dos principios que designa la expresión «de- mocracia liberal» es la que corresponde a los Estados democráticos mo- dernos. Podemos también hablar de una vertiente «republicana» y una vertiente «liberal» de nuestras democracias; Constant, por su parte, se refería a ello como a la «libertad de los antiguos» y la «libertad de los modernos». Cada una de ellas pudo existir independientemente de la 1. II, VI; Oeuvres completes, t. III, Gallimard-Pléiade, 1964, p. 3 80 (salvo indicación contraria, el lugar de edición es París). 2. «Deuxiéme traite du gouvernement civil», 131, en P. Manent, dir. Les Libéraux, Hachette-Pluriel, 1.1, 1986, p. 181. EL MAL DEL SIGLO otra: soberanía del pueblo sin garantías para la libertad del individuo, como en la Grecia antigua; regímenes liberales en el seno de una monar- quía de derecho divino. Su reuniónes la que marca el nacimiento de la modernidad política. ¿Significa eso decir que nuestras democracias son Estados que no co- nocen nada superior a la expresión de la voluntad, ya sea colectiva o in- dividual? ¿Podría el crimen hacerse en ellas legítimo porque el pueblo lo ha deseado y el individuo lo ha aceptado? No. Algo está por encima tan- to de la voluntad individual como de la voluntad general, algo que, sin embargo, no es la voluntad de Dios: es la propia idea de la justicia. Pero esta superioridad no es sólo propia de las democracias liberales, se presu- pone en toda asociación política legítima, en todo Estado justo. Sea cual sea la forma de esta asociación, asamblea tribal, monarquía hereditaria o democracia liberal, es preciso, para que sea legítima, que se dé por prin- cipio el bienestar de sus miembros y la justa regulación de sus relaciones. Michael Kohlhaas, en la célebre novela de Kleist, no vive en democracia; puede sin embargo rebelarse contra la injusticia de la que es víctima y re- clamar su justo derecho: lo arbitrario y el reino del interés personal no son tolerables en ningún Estado. La democracia, como cualquier Estado legítimo, reconoce que la justicia no escrita, la que pone la propia aso- ciación política al servicio de sus miembros y afirma con ello el respeto que les es debido, es superior a la expresión de la voluntad popular o a la autonomía personal. Por eso, en efecto, podemos calificar de «crimen» lo que las leyes de un país particular autorizan, recomiendan incluso—la pena de muerte, por ejemplo—, o de «desastre» una expresión de la vo- luntad popular (como la que instaló a Hitler en el poder). Ése es el «género cercano» de las democracias liberales (son Estados legítimos); por lo que se refiere a su «diferencia específica», consiste en una doble autonomía, colectiva e individual. En torno a esos dos grandes principios se acumulan, por añadidura, varias reglas, que dependen más o menos directamente de ellos y que forman, juntas, nuestra imagen de la democracia. Así, para la autonomía colectiva, la idea de igualdad de de- rechos y todo lo que implica. Si el pueblo es soberano, entonces todos deben participar en el poder, y por la misma razón unos u otros (como partes constitutivas de ese pueblo). En una democracia, pues, las leyes son las mismas para todos, sean o no ricos, célebres y poderosos. Pue- de verse qué imperfectas son, desde este punto de vista, las democracias MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN reales, aun siendo conformes a su tipo ideal, puesto que mantienen a ve- ces marginados a grandes grupos de población (en Francia, a los pobres hasta 1848; a las mujeres, hasta 1944). El sufragio realmente universal forma parte, para nosotros, de la definición de democracia, por ello el ré- gimen del apartheid en Sudáfrica estaba excluido de ella. Además, este su- fragio conduce a la elección de diputados en vez de decidir, directamen- te, cada cuestión planteada: la democracia liberal es representativa y sólo excepcionalmente recurre a la consulta directa o referéndum. Por lo que se refiere a la autonomía individual—que nunca es total sino que se refiere sólo a un campo previamente delimitado, el de la vida privada—, se advirtió que podía asegurarla un medio más que todos los otros, hasta el punto de que este medio ha podido convertirse en un si - nónimo de libertad y ser percibido como un fin en sí mismo: se trata del pluralismo. El término se aplica a múltiples facetas de la vida en sociedad, pero su sentido y su destino son siempre los mismos: la pluralidad asegura la autonomía del individuo. Y eso hace también la propia separación entre lo teológico y lo político, lo divino y lo humano, iniciada por Gui- llermo de Occam. Se trata, advirtámoslo, de una separación y no de una victoria de lo uno sobre lo otro. La democracia no exige que sus ciuda- danos dejen de creer en Dios, sólo les pide que mantengan sus creencias encerradas en el espacio de su vida privada y toleren que las del vecino sean distintas. La democracia es un régimen laico, no ateo; se niega a fi- jar la naturaleza del ideal de cada vida particular y se limita a asegurar la paz entre esos diversos ideales, a condición, sin embargo, de que no con- travengan las ideas subyacentes de justicia. Las esferas en las que se implica la existencia de cada individuo tam- bién deben permanecer separadas. La primera separación, aquí, es la de lo público y lo privado, lo que prolonga la distinción entre lo colectivo y lo individual. Constant lo había advertido ya: estas dos esferas obedecen a dos principios distintos. Al igual que la autonomía personal no se des- prende de la autonomía colectiva, el mundo de las relaciones personales no se confunde con el de los contactos que se establecen entre los hom- bres por el mismo hecho de que viven en sociedad. Esta última parte de la existencia humana es la que debe encargarse, de modo más o menos perfecto, del Estado; y el ideal de su acción es la justicia. Pero no ocurre del mismo modo con las relaciones personales, aquellas en las que los in- dividuos se convierten en seres únicos, unos con respecto a otros, seres EL MAL DEL SIGLO irreemplazables. Este mundo, en vez de obedecer a los principios de igualdad y de justicia, está hecho de preferencias y rechazos; su punto culminante es el amor. El Estado democrático, y esto es esencial, no le- gisla sobre el amor; idealmente, debiera ser lo contrario: «El amor debe vigilar siempre a la justicia», escribe Levinas al describir el humanismo como filosofía de la democracia.3 Es preciso poder adaptar la ley imper- sonal al contacto de las personas reales. En el propio seno del mundo público se mantiene la separación de lo político y lo económico: los poseedores del poder político no deben con- trolar también, enteramente, la economía. Vemos entonces por qué cierta ortodoxia marxista es incompatible con la democracia liberal: la ex- propiación de los medios de producción pone el poder económico en manos de quienes detentan ya el poder político. El mantenimiento de la propiedad privada, en la medida en que asegura la autonomía del indivi- duo, está de acuerdo con el espíritu democrático, aunque no baste para hacerlo triunfar. Recíprocamente, una política por completo dictada por consideraciones económicas es ajena al espíritu de la democracia liberal, diga lo que diga, hoy, un discurso ultraliberal, que pretende resolver to- dos los problemas sociales gracias a la economía de mercado. La propia vida política, en democracia, obedece al principio del plu- ralismo. Primero, el individuo es protegido por leyes contra toda acción procedente de quienes detentan el poder: es un efecto de la famosa sepa- ración de los poderes ejecutivo y legislativo (y judicial), exigida por Montesquieu. Lo que éste denomina la moderación y que constituye su ideal de régimen político, sea cual sea, por lo demás, el origen o la forma, república o monarquía, es sólo otro nombre para el pluralismo que asegura la autonomía del individuo. El derecho y el poder permanecen aquí claramente separados, y el primero controla al segundo; la sociedad no es sólo un campo de batalla entre las distintas fuerzas que la habitan, se constituye en Estado de derecho, regido por un contrato tácito que obliga a todos los ciudadanos. El mismo principio exige una pluralidad de las organizaciones políti- cas, llamadas partidos, entre las que el ciudadano puede elegir libremen- te. Aun cuando, durante las elecciones, uno de los partidos conquiste el poder, los partidos vencidos, convertidos en oposición, tienen también 3. Entre nous, Grasset, 1991, p. 118. 23 MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN derechos; al igual que las minorías, en la propia sociedad, aunque deban someterse a la voluntad de la mayoría, no pierden el derecho a organizar su vida privada como deseen.Las diversas organizaciones y asociaciones públicas tampoco deben pertenecer a una sola tendencia política, ni si - quiera reivindicar necesariamente una tendencia política cualquiera. Fi- nalmente, los medios de difusión de la información—prensa, radio y te- levisión, bibliotecas y demás—siguen siendo también plurales, para escapar de una tutela política única. Este pluralismo que limita el poder político y asegura la autonomía del individuo está, a su vez, limitado. Así, el Estado democrático no ad- mite pluralismo alguno en el uso legítimo de la violencia: es el único que posee un ejército y una policía, y reprime cualquier manifestación priva- da de esta misma violencia, cualquier incitación, incluso, a tomar ese ca- mino. Del mismo modo, mientras que el Estado no impone ideal alguno de vida buena a sus ciudadanos, excluye algunos que contradicen sus principios: castiga, por ejemplo, a quienes predican la violencia o quienes practican la discriminación hacia algunos grupos y contradicen así la igualdad ante la ley. La negativa del pluralismo puede extenderse a otros campos sin por ello poner en cuestión la identidad democrática. De ese modo, en Francia, existe sólo una lengua oficial, el francés, y un solo exa- men de fin de estudios secundarios, el examen de bachillerato. Las formas de pluralismo anteriormente enumeradas, en cambio, son indispensables. La Revolución Americana y la Revolución Francesa, a finales del siglo XVIII, inauguraron la era de las democracias liberales en Europa y en América del Norte, aunque el camino de su triunfo estuviese sembrado de celadas. El siglo xix dio, indiscutiblemente, una afirmación de ese tipo de régimen político. Al mismo tiempo, se acentuó la separación entre fe y razón, se autonomizaron progresivamente la Iglesia y el Estado. Eso no quiere decir que todos aprobaran esta evolución; en Francia, los partidarios del Antiguo Régimen eran numerosos y, a menudo, preferían una u otra faceta de la antigua sociedad a lo que veían con sus propios ojos. Debe decirse que no todo era perfecto en aquel mundo nuevo: la gozosa autonomía personal se paga con la pérdida de las orientaciones tradicionales y también con una miseria de formas inéditas. Dos reproches, en particular, solían dirigir los conservadores (los que preferían el pasado al presente) a los demócratas. Ambos reproches co- rrespondían a características reales de las sociedades nuevas, en las que EL MAL DEL SIGLO esos críticos sólo ven los efectos nefastos. El primero es el debilitamiento del vínculo social: la sociedad democrática es «individualista»; aunque asegura la autonomía de las personas, lo hace a costa de lo que constitu- ye su propia existencia, la interacción social. El espacio público se reduce y periclita en beneficio de una esfera privada hipertrofiada, la sociedad se ve amenazada por la atomización. Los Estados democráticos, profeti- zaban los conservadores, se verán poblados de solitarios infelices. La se- gunda característica es la desaparición de los valores comunes (la socie- dad democrática es «nihilista»): comenzó disociando el Estado y la Iglesia, terminará por privar a los individuos de cualquier orientación co- mún, pudiendo cada uno de ellos elegir sus propios valores, sin preocu- parse de los valores de los demás. Ambas críticas se reiteraron constantemente a lo largo del siglo xix; debemos recordar hasta qué punto quienes nos parecen hoy los mejores ingenios de su tiempo—en Francia Baudelaire, Flaubert, Renán y tan- tos otros—despreciaron y denigraron la democracia. No conducen por ello, sin embargo, a una acción política violenta: se trataba más bien de la nostalgia de un pasado en parte imaginario. Las cosas cambiaron en la segunda mitad del siglo, cuando el ideal fue extraído del pasado y proyec- tado hacia el porvenir. En este contexto se preparó el proyecto totalitario. Retomó, en efecto, las críticas que los conservadores dirigían a la demo- cracia—destrucción del vínculo social, desaparición de los valores comu- nes—, y se propuso poner remedio a ello con una acción política radical. TOTALITARISMO: EL TIPO IDEAL ¿Qué entendemos por régimen «totalitario»? Los especialistas en política e historiadores del siglo xx, de Hannah Arendt4 a Krzystof Pomian5 4. Les Origines du totalitarisme, t. I, Sur l'antisémitisme, Seuil, 1984; t. II, L'impérialisme, Seuil, 1984; t. III, Le systéme totalitaire, Seuil, 1984. [Hay trad. cast.: Los orígenes del totalitarismo, T'auras, 1998.] 5. «Qu'est-ce que le totalitarisme?», en Vingtieme siécle, 47, 1995, pp- 4-23, parcial- mente reproducido en M. Ferro, dir., Nazisme et communisme, Hachette-Pluriel, 1999; MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN procuraron descubrir y describir sus distintas características. Lo más sen- cillo sería cotejar ese nuevo fenómeno con el tipo ideal de democracia precedentemente evocado. Ambos grandes principios—autonomía de la colectividad, autonomía del individuo—reciben tratamientos distintos. El totalitarismo rechaza abiertamente el segundo, que era también objeto de crítica por parte de los conservadores. Ya no es el yo de cada individuo lo que aquí se valora, sino el nosotros del grupo. Lógicamente, el gran medio para asegurar esta autonomía, el pluralismo, es desdeñado a su vez y re- emplazado por su contrario, el monismo. Desde este punto de vista, el Es- tado totalitario se opone, punto por punto, al Estado democrático. Este monismo (un sinónimo de la propia palabra «totalitario») debe entenderse en dos sentidos que, complementarios, no siempre fueron tan explotados el uno como el otro. Por una parte, toda la vida del individuo se ve reunificada, ya no está dividida en esfera pública con obligaciones y esfera privada libre, puesto que el individuo debe hacer que la totalidad de su existencia se conforme a la norma pública, incluyendo sus creen- cias, sus gustos y sus amistades. El mundo personal se disuelve en el or- den impersonal. El amor no tiene aquí un estatuto aparte, un territorio reservado en el que reinar como dueño indiscutido; y menos aún puede pretender orientar la propia acción de la justicia. La degradación del in- dividuo acarrea la de las relaciones interpersonales: Estado totalitario y autonomía del amor se excluyen mutuamente. Por otra parte, para alcanzar el ideal de unidad, de comunidad, de vínculo orgánico, el Estado totalitario impone el monismo en toda la vida pública. Restablece la unidad teológico-política, erigiendo un ideal único en dogma de Estado, instaurando pues un Estado «virtuoso» y exi- giendo la adhesión espiritual de sus subditos (es como si, en el más leja- no pasado, el Papa se hubiera convertido, al mismo tiempo, en empera- dor). El totalitarismo somete lo económico a lo político, procediendo a nacionalizaciones o controlando estrechamente todas las actividades en este sector, al tiempo que defiende la teoría según la cual es la economía lo que rige la política (en el caso del comunismo). Establece un régimen de partido único, lo que supone suprimir los partidos, y somete también todas las demás organizaciones o asociaciones. Por esta razón, el poder «Post-scriptum sur la notion de totalitarisme», en H. Rousso, ed., Stalinisme et nazisme, Bruselas, Complexe, 1999, pp. 371-382. 26 EL MAL DEL SIGLO totalitario es hostil a las religiones tradicionales (en eso se opone también a los conservadurismos), a menos que éstas le hagan un acto de sumisión. La unificación condiciona la jerarquía social: las masas están sometidas a los miembros del Partido, éstos a los miembros de la nomenklatura (los «miembros del personal dirigente»), subordinados a su vez a un peque- ño grupo de dirigentes, en cuya cima reina el jefe supremo o «guía». El régimen controla todos los medios de comunicación y no permite la ex- presión de ninguna opinión disidente. Mantiene, claro está, los monopo- liosque se reservaba también el Estado democrático: el de la educación, el de la violencia legítima (los términos de «Estado», «Partido» y «poli- cía» acaban así convirtiéndose en sinónimos). Debo precisar aquí que, en la práctica del comunismo, encarnada primero por Lenin y Stalin, más tarde por sus discípulos en otros países, la ideología no se distingue sólo por su contenido sino también por su es- tatuto. En efecto, a partir de la Revolución de Octubre, la propia separa- ción entre ideología y política, fin y medio, comienza a perder su senti - do. Antaño podía creerse que la revolución, el Partido, el terror eran los instrumentos necesarios para desembocar en la sociedad ideal. En ade- lante, la separación ya no es posible y el monismo característico de los re- gímenes totalitarios se revela aquí en su plenitud. El propio término de «ideocracia» se convierte en un pleonasmo, puesto que la «idea» en cuestión no es más que la victoria del poder comunista. No hay verdad del comunismo a la que pueda accederse independientemente del Parti - do; todo ocurre como si la Iglesia se pusiera en el lugar de Dios. Este singular estatuto de la ideología hace un poco más inteligible la represión que se abate sobre el propio aparato bolchevique entre 1934 y 1939. A menudo nos hemos preguntado cómo es posible que, durante este período, fueran los comunistas más convencidos las víctimas de la represión. El mismo enigma vuelve a plantearse después de la guerra en la Europa del Este. Las víctimas de las purgas de la época (1949-1953) no fueron, en efecto, los moderados o los indecisos sino, precisamente, los más combativos entre los dirigentes: Kostov en Bulgaria, Rajk en Hun- gría, Slansky en Checoslovaquia. Podría creerse que, desde el punto de vista del propio comunismo, éstos eran sus mejores servidores y que sus desgracias son semejantes, salvando todas las proporciones, a las que abrumaron a Job, hombre «perfecto y recto». O pensar también en los virtuosos estoicos descritos por Séneca. Dios acosa a quienes favorece, MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN llena de aflicciones a los mejores, pone duramente a prueba las almas ge- nerosas. ¿Decidió Stalin, Dios en la tierra, actuar del mismo modo? ¿Es esta persecución signo de una distinción, el privilegio de la virtud? La pregunta merece ser planteada pues, hoy lo sabemos, esos procesos en la Europa del Este no fueron independientes los unos de los otros, obede- cieron a un impulso y a una intención únicas, procedentes de Moscú. Podemos entrever ahora las razones de esta política. Si el régimen quería que cada cual siguiese su propio camino hacia el ideal, que propu- siera su propia interpretación, los viejos bolcheviques compañeros de Lenin o los dirigentes condenados en la Europa del Este habrían sido los mejores candidatos. Pero no era ése el sentido profundo del compromi- so comunista. Cualquier autonomía individual, de pensamiento o de ac- ción, es condenable porque sólo el Partido puede tener razón. Si basta- ba, para ser un buen comunista, con buscar personalmente el mejor camino hacia el ideal, se introduciría una brecha en el monismo totalita- rio, puesto que uno mismo se habría convertido en fuente de la propia le- gitimidad, en vez de recibirla de las manos del poder, dicho de otro modo, del Partido y de su jefe supremo. Esa infracción al monismo hu- biera sido inadmisible para el guía, que procura pues eliminar o quebrar todos los miembros del aparato dirigente sospechosos de querer pensar y actuar por sí mismos. La relación entre ideología y poder es comparable en la Alemania nazi: también allí Hitler eliminó muy pronto a los camaradas de combate cuyo fervor ideológico no estaba, en absoluto, en cuestión y exigió la fidelidad absoluta, no a una doctrina nazi abstracta—Mi lucha nada tiene, por lo demás, de tratado filosófico—, sino al propio poder, encarnado en la persona del Führer. Ese fue en particular, y de modo explícito, el compromiso de los SS. La concentración y la personalización del poder son semejantes aquí y allá. Por lo que se refiere al otro principio de los Estados democráticos, la autonomía colectiva, y a sus consecuencias, el Estado totalitario afirma que los mantiene; en realidad, los vacía de cualquier contenido. La sobe- ranía del pueblo se preserva en el papel, pero la «voluntad general» se ve, de hecho, alienada en beneficio del grupo dirigente, que ha transforma- do las elecciones en plebiscito (un único candidato, elegido por el 99 por 100 de los votantes). Se afirma que todos son iguales ante la ley, pero, en realidad, ésta no se aplica a los miembros de la casta superior y no prote- ge a los adversarios del régimen, que serán perseguidos de un modo ar- EL MAL DEL SIGLO bitrario. El ideal proclamado es la igualdad; sin embargo, la sociedad to- talitaria suscita en su seno innumerables jerarquías y privilegios: una ca- tegoría social tiene derecho a tener pasaporte, a pasar por ciertas calles, a aprovisionarse en ciertas tiendas, a enviar a sus hijos a determinada es- cuela especializada, a pasar sus vacaciones en cierta estación estival; otra no. Esa diferencia entre el discurso político y su objeto, este carácter fic- ticio, ilusorio de la representación del mundo, se convirtió en una de las grandes características de la sociedad estalinista. Desde este punto de vista, pues, aunque la oposición entre democra- cia y totalitarismo no sea menos real, está camuflada. En cambio, existe cierta continuidad entre ambos tipos de régimen en la política exterior y las relaciones entre Estados. Debemos decir que el proyecto de la demo- cracia liberal se refiere, ante todo, al funcionamiento interno de cada Es- tado y no especifica realmente la conducción de los asuntos exteriores. De hecho, ésta correspondía, en el siglo xix, a lo que los filósofos de los siglos precedentes denominaban el «estado natural», es decir, un campo de puro enfrentamiento de fuerzas, sin ninguna referencia al derecho. En aquella época, las democracias más avanzadas en el plano interior, Gran Bretaña y Francia, fueron al mismo tiempo los Estados punteros de la política colonial, que aspiraban a una supremacía mundial. En el siglo xx, renunciaron a las conquistas militares, pero intentaron asegurarse el control económico de un espacio máximo. Los Estados totalitarios no actuaron al principio de un modo distinto: cada vez que pudieron, se anexionaron territorios y países enteros, al tiempo que cubrían esa polí - tica imperialista, al igual que los Estados democráticos, con generosas declaraciones. Cierto es que el régimen que instalaron, una vez llevada a cabo la anexión, fue de tipo distinto: la dictadura totalitaria no se con- funde con la dominación colonial. Ese nuevo tipo de Estado se creó pues, en Europa, en el contexto de la Primera Guerra Mundial: primero en Rusia, luego en Italia, por últi- mo, en 1933, en Alemania. Claro está que una presentación de los dos grandes tipos de regíme- nes, aunque sea tan esquemática como la precedente, revela las preferen- cias por el régimen democrático del que escribe. Habría que señalar aquí otra diferencia significativa entre ambos, que en parte puede explicarse porque las opiniones sobre el tema siguen sin embargo divididas. El to- talitarismo contiene una promesa de plenitud, de vida armoniosa y de fe- MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN licidad. Cierto es que no la cumple, pero la promesa está ahí y siempre podemos decirnos que la próxima vez será la buena y estaremos salvados. La democracia liberal no comporta semejante promesa; sólo se compro- mete a permitir que cada cual busque, por sí mismo, felicidad, armonía y plenitud. Asegura, en el mejor de los casos, la tranquilidad de los ciuda- danos, su participación en la conducción de los asuntos públicos, la justi- cia en sus relaciones entre sí y con el Estado; no promete enabsoluto la salvación. La autonomía corresponde al derecho de buscar por sí mismo, no a la certidumbre de hallar. Kant parecía creer que al hombre le gusta ese Estado que le permite salir «fuera del estado de minoría donde se mantiene por su propia falta»;6 pero, a decir verdad, no es seguro que to- dos prefieran la mayoría a la minoría, la edad adulta a la infancia. La promesa de felicidad para todos permite identificar la familia a la que pertenece la doctrina totalitaria, contemplada ahora en sí misma y ya no en su oposición con la democracia. El totalitarismo teórico es un utopismo. A su vez, visto en la perspectiva de la historia europea, el utopismo aparece como una forma de milenarismo, a saber, un milenarismo ateo. ¿Qué es el milenarismo? Es un movimiento religioso en el seno del cristianismo (una «herejía») que promete a los creyentes la salvación en este mundo, y no en el reino de Dios. El mensaje cristiano original exige la separación de ambos mundos; por ello, san Pablo pudo proclamar: «No hay judío ni griego; no hay esclavo ni hombre libre; no hay varón ni hembra, pues todos sois uno en Cristo Jesús»,7 sin por ello poner en cuestión el estatuto de dueño y esclavo, por no hablar de otras distincio- nes: desde este punto de vista, la igualdad y la unidad de los hombres sólo se obtendrán en la ciudad de Dios, la religión propone no cambiar nada del orden del mundo aquí abajo. Cierto es que el catolicismo, convertido en religión del Estado, infringe este principio y se entromete en asuntos intramundanos; no por ello promete la salvación en esta vida. Ahora bien, eso es lo que predicaron los milenaristas cristianos que aparecieron en el siglo XIII. Un tal Segarelli, por ejemplo, anunció la proximidad del Juicio Final y, antes, el advenimiento inmediato de un milenio, reinado de mil años inaugurado por el regreso del Mesías; sus discí- 6. «Réponse á la question: Qu'est-ce que les Lumiéres?», Oenvres philosophiques, Gallimard-Pléiade, t. II, 1985, p. 209. 7. Gal. 3, 28. EL MAL DEL SIGLO pulos decidieron que era ya hora de despojar a los ricos e instaurar la per- fecta igualdad sobre la tierra. Los taboritas de Bohemia, una secta radi- cal, creían a su vez, en el siglo xv, que el regreso de Cristo era inminente y, con él, el comienzo del reino milenario marcado por la igualdad y la abundancia; era pues hora de prepararse. En el siglo siguiente, Thomas Müntzer encabezó una revuelta milenarista en Alemania, condenando tanto la riqueza de los príncipes como la de la Iglesia e incitando a los campesinos a apoderarse de ella, para acelerar el advenimiento del reino celestial en la tierra. A diferencia de los milenaristas medievales o protestantes, el utopismo consiste en querer construir una sociedad perfecta sólo con el esfuerzo de los hombres, sin ninguna referencia a Dios; se desvía pues dos grados con respecto a la doctrina cristiana original. El utopismo extrae su nombre de la utopía, que es sólo una fabricación intelectual, una imagen de la sociedad ideal. Las funciones de la utopía pueden ser múltiples, pueden servir para alimentar la reflexión o criticar el mundo existente; sólo el utopismo intenta introducir la utopía en el mundo real. El utopismo está forzosamente vinculado a la coerción y a la violencia (presentes también en los milenarismos cristianos que no se limitan a aguardar la acción divina), pues, aun sabiendo que los hombres son imperfectos, intenta instaurar la perfección aquí y ahora. Por eso, advierte (en 1941) el filósofo religioso ruso Sémion Frank, «el utopismo, que presupone la posibilidad de realizar plenamente el bien por medio del orden social, tiene una tendencia inmanente al despotismo».8 Las doctrinas totalitarias son casos particulares de utopismo—los únicos que se conocen en la época moderna—y, por ello mismo, de milenarismo, lo que significa que pertenecen (como cualquier otra doctrina de salvación) al campo de la religión. No fue una casualidad, claro está, que esta religión sin Dios prosperara en un contexto de declive del cristianismo. La base de ese utopismo es, sin embargo, por completo paradójica para una religión. Se trata de una doctrina constituida antes del adveni - miento de los Estados totalitarios, antes del siglo xx, una doctrina que, a primera vista, nada tiene que ver, precisamente, con la religión: es el cien- tificismo. Ahora, por lo tanto, debemos volvernos hacia él. 8. «Eres' utopizma», Po tu storonu kvogo ipravogo, Ymca-Press, 1972, p. 92. EL MAL DEL SIGLO CIENTIFICISMO Y HUMANISMO El punto de partida del cientificismo es una hipótesis sobre la estructura del mundo: éste es por completo coherente. En consecuencia, el mundo es como transparente, puede ser conocido completamente por la razón humana. La tarea de este conocimiento se confía a una práctica aplicada, llamada la ciencia. Ninguna parcela del mundo, material o espiritual, animada o inanimada, puede escapar al imperio de la ciencia. De este primer postulado se desprende, evidentemente, una conse- cuencia. Si la ciencia de los hombres consigue desvelar todos los secretos de la naturaleza, si permite reconstruir los encadenamientos que llevan a cada hecho, a cada ser existente, debiera entonces ser posible modificar estos procesos, orientarlos en la dirección deseada. De la ciencia, activi- dad de conocimiento, se desprende la técnica, actividad de transforma- ción del mundo. Ese encadenamiento nos resulta a todos familiar: así, ya el hombre primitivo, tras haber descubierto el calor del fuego, lo domi- na y caldea su habitat; el clima «natural» queda transformado. O, mucho más tarde, tras haber comprendido que algunas vacas daban más leche que otras, o algunas semillas más trigo por hectárea, el hombre moderno practica sistemáticamente una «selección artificial», que se añade a la se- lección natural. No hay, aquí, contradicción alguna entre el determinismo integral del mundo, que excluye la libertad, y el voluntarismo del sabio-técnico que, por el contrario, la presupone. Si la transparencia de lo real se extiende también al mundo humano, nada impide pensar en la creación de un hombre nuevo, una especie liberada de las imperfecciones de la especie inicial: lo que es lógico para las vacas también lo es para los hombres. «La salvación la aporta el saber», resume Alain Besancon.9 Pero ¿en qué dirección debe orientarse esa transformación de la es- pecie? ¿Quién estará preparado para identificar y analizar el sentido de las imperfecciones y, también, la naturaleza de la perfección a la que as- piramos? La respuesta era simple en los primeros ejemplos: los hombres quieren estar calientes y comer cuando tienen hambre; aquí, lo conve- niente cae por su propio peso. Es bueno a secas lo que es bueno para los 9. Les Origines intelkctuelles du léninisme, Calmann-Lévy, 1977^. 128. 32 hombres. Pero ¿se trata de modificar la especie humana como tal? El cientificismo responde: de nuevo será la ciencia la que aporte la solución. Los fines del hombre y del mundo son como un producto secundario, un efecto automático de la propia labor de conocimiento. Tan automático que, a menudo, el cientificista ni siquiera se toma el trabajo de formular- lo. Marx, en su famosa undécima tesis sobre Feuerbach, se limita a de- clarar: «Los filósofos, hasta aquí, sólo han dado del mundo distintas in- terpretaciones; lo que importa es transformarlo».10 Así no sólo la técnica (o transformación) sigue inmediatamente a la ciencia (o interpretación), sino que, además, la naturaleza de la transformación no merece ser men- cionada: es producida por el propio conocimiento. Unas décadas más tarde, Hippolyte Taine lo dirá con todas sus letras: «La ciencia desem- boca en la moral buscando sólo la verdad».11 Que los ideales de la sociedad o del individuo sean producidos por la ciencia, como losdemás conocimientos, acarrea a su vez una consecuen- cia importante. Si los fines postreros fueran sólo efecto de la voluntad, todos debieran admitir que su elección podría no coincidir con la del ve- cino; así pues, habría que practicar cierta tolerancia, buscar compromisos y acomodos. Podrían coexistir varias concepciones del bien. Pero no ocurre así con los resultados de la ciencia. Aquí lo falso es implacable- mente apartado y nadie piensa en pedir algo más de tolerancia para las hipótesis rechazadas. Como no hay lugar para varias concepciones de lo cierto, apelar al pluralismo no es procedente: sólo los errores son múlti - ples; la verdad, por su parte, es una. Si el ideal es el producto de una de- mostración y no de una opinión, hay que aceptarlo sin protestar. El cientificismo descansa sobre la existencia de la ciencia, pero no es en sí mismo científico. Su postulado de partida, la transparencia íntegra de lo real, es improbable; y lo mismo ocurre con su punto de llegada, la fabricación de los fines últimos por el propio proceso de conocimiento. Tanto en la base como en la cima, el cientificismo exige un acto de fe («La fe tiene razón», decía Renán);12 por ello no pertenece a la familia de 10. «Théses sur Feuerbach», en K. Marx y F. Engels, Etudesphilosopbiques, Éditions Sociales, 1947, p. 59. 11. Derniers essais de critique et d'histoire, 1894, p. 110. 12. «L'avenir de la science», en Oeuvres completes, t. III, Calmann-Lévy, 1949, p. 1.074. MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN las ciencias, sino a la de las religiones. Basta, para convencerse de ello, con ver qué actitud adoptan las propiedades totalitarias, que reposan so- bre premisas cientificistas, ante su propio programa: mientras que la re- gla corriente de la ciencia es dejar perfecta latitud a la libre crítica, estas sociedades exigen que se callen sus objeciones y se practique la sumisión ciega, como se hace en las religiones. Hay que insistir en ello: el cientificismo no es la ciencia, es más bien una concepción del mundo que creció, como una excrecencia, en el cuer- po de la ciencia. Por esta razón, los regímenes totalitarios pueden adop- tar el cientificismo sin favorecer, necesariamente, el desarrollo de la investigación científica. Y con razón: ésta exige someterse sólo a la bús- queda de la verdad, no al dogma. Los comunistas, como los nazis, se pro- hibieron este camino: unos condenaron la «física judía» (y por lo tanto a Einstein), los otros la «biología burguesa» (y por tanto a Mendel); en la Unión Soviética, discutir la biología de Lyssenko, la psicología de Pavlov o la lingüística de Marr podía llevarte a un campo de concentración. Por lo tanto, esos países se condenaron al provincianismo científico. Los to- talitarios tampoco necesitan investigaciones eruditas y punteras para lle- var a cabo sus grandes hazañas: las armas de fuego, el gas venenoso o los golpes no son precisamente un prodigio del espíritu. Sin embargo, la re- lación con la ciencia está, en efecto, ahí. Se ha producido una mutación: se ha hecho «posible» aprehender el Universo en su totalidad e intentar mejorarlo de un modo también global. Esta mutación es la que transfor- ma el mal humano eterno en un inédito mal del siglo. Por ahí se introdu- ce, también, una novedad radical en la historia de la humanidad. El monismo de estos regímenes se desprende de este mismo proyecto: puesto que un solo pensamiento racional puede dominar el Universo en- tero, no hay ya lugar para mantener distinciones ficticias, ni entre grupos de la sociedad, ni entre esferas en la vida del individuo ni entre opiniones distintas. La verdad es una, el mundo humano debe ser uno también. ¿Cómo situar el cientificismo en la historia? Si nos atenemos a la tra- dición francesa, sus premisas se encuentran en Descartes. Éste, es cierto, comenzó excluyendo del campo del conocimiento racional todo lo que se refiere a Dios; pero, para lo demás, para la parte del mundo «en la que no se mezcla la teología»,'3 Descartes considera posible el conocimiento 13. Principes dephilosophie, I, 76; Oeuvres et lettres, Gallimard-Pléiade, 1953, p. 610. EL MAL DEL SIGLO íntegro, siempre que se confíe sólo a la razón y a la voluntad. Por consi- guiente, no está prohibido al hombre pensarse como un dueño de la na- turaleza y dueño de sí mismo, «en cierto modo semejante a Dios».14 A partir de este conocimiento, un «arquitecto» único podría repensar la nueva organización de los Estados y de sus ciudadanos (una consecuen- cia que Descartes considera indeseable aunque posible). Por último, la dirección del cambio estará indicada por ese mismo trabajo de conoci- miento, el bienestar común se desprenderá automáticamente de los tra- bajos de los sabios: «Las verdades que contienen dispondrán los espíritus a la dulzura y a la concordia».'5 Estas ideas fueron retomadas, ampliadas y sistematizadas por los «materialistas» de los siglos XVII y XVIII. Sigamos en todo a la naturaleza en vez de cargarnos con reglas morales, dice sonriendo Diderot: ello implica, primero, que se conozca esta naturaleza (ahora bien, ¿quién podría procurarnos este saber mejor que los científicos?) y, luego, que se obedezcan los preceptos que se desprenden automáticamente de este conocimiento. Pero fue sobre todo tras la Revolución cuando el cientificismo se introdujo en la política, puesto que el nuevo Estado, al parecer, no se basaba ya en tradiciones arbitrarias sino en las decisiones de la razón. Se desarrolló en el siglo xix entre los más variados pensadores, amigos y enemigos de la Revolución, tan grande era el prestigio de la ciencia que esperaban poder instalar en lugar de la desfalleciente religión. Lo reivindican, en Francia, tanto los utopistas y positivistas, como Saint-Simón y Auguste Comte, como los conservadores diletantes, como el conde Gobineau o los historiadores cultos, directores espirituales de la intelligentsia liberal y críticos de la democracia, Renán y Taine. Entonces, también, se dibujaron sus dos grandes variantes, el cientificismo histórico, cuyo pensador más influyente es Karl Marx; y el cientificismo biológico, al que el nombre de Gobineau puede servirle de emblema. El cientificismo pertenece, pues, indiscutiblemente a la modernidad, si designamos con esta palabra las doctrinas que afirman que las socieda- des reciben sus leyes no de Dios ni de la tradición, sino de los propios hombres; implica también la existencia de la ciencia, un saber que, a su vez, es conquistado sólo por la razón humana, más que ser mecánica- 14. Les Passionsde Páme, p. 152; ibíd, p. 768. 15. Principes, Prefacio, ibíd, p. 568. MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN mente transmitido de generación en generación. Pero no es por ello, como se obstinan en pensar tantos elevados ingenios, la culminación ine- vitable, la verdad oculta de cualquier modernidad; el totalitarismo, régi- men inspirado en su principio, no es la propensión secreta y fatal de la democracia. Y es que hay más de una familia de pensamiento en el seno de la modernidad, y ni el voluntarismo como tal, ni el ideal igualitario, ni la exigencia de autonomía, ni el racionalismo conducen automáticamente al totalitarismo. La doctrina del cientificismo es combatida, sin cesar, por otras doctrinas, que también reivindican, sin embargo, la moderni- dad, tomada en su sentido amplio. De modo especialmente revelador, este conflicto opone los cientificistas a quienes podemos considerar como los pensadores de la democracia, a los humanistas. Los humanistas discuten el postulado inicial de la total transparencia de lo real, la posibilidad, pues, de conocerlo por completo. Montesquieu, su representante en la primera mitad del siglo XVIII, formuló una doble objeción. En primer lugar, y por lo que se refiere a cualquier parcela del Universo, hay que someterse a lo que, a veces, hoy se denominael «principio de precaución». El Universo posee, es cierto, una coherencia que en principio es cognoscible; pero hay mucha distancia del principio a la práctica. Concretamente, las causas de cada fenómeno son tan numerosas, tan complejas las interacciones, que nunca podemos estar seguros de los resultados de nuestros conocimientos; y, mientras subsista la duda, más vale abstenerse de acciones radicales e irreversibles (lo que no quiere decir: de toda acción). Más fundamentalmente, ningún saber puede jamás afirmarse absoluto y definitivo, so pena de dejar de serlo y convertirse en un simple acto de fe. Por eso mismo quedan ya arruinadas las ambiciones de cualquier utopismo: la ausencia de una transparencia global sólo autoriza unas mejoras locales y provisionales. La universalidad que reivindican cientificistas y humanistas no es, por consiguiente, la misma: el cientificismo se basa en una universalidad de la razón, las soluciones halladas por la ciencia convienen, por definición, a todos, aunque provoquen el sufrimiento e, incluso, la perdición de algunos. El huma- nismo, en cambio, postula la universalidad de la humanidad: todos los se- res humanos tienen los mismos derechos y merecen un igual respeto, aunque sus modos de vida sigan siendo distintos. Y hay algo más. El mundo humano, más específicamente, no es sólo una parte del Universo, tiene también su singularidad. Esta consiste en EL MAL DEL SIGLO que los hombres tienen una conciencia de sí mismos que les permite des- prenderse, en cierto modo, de su propio ser y actuar contra las determi- naciones que sufren. «El hombre, como ser físico, está, al igual que los demás cuerpos, gobernado por leyes invariables. Como ser inteligente, viola sin cesar las leyes que Dios ha establecido y cambia las que él mis- mo establece», escribe Montesquieu.16 Tocqueville, por su parte, res- pondió a su amigo Gobineau, que le explicaba que los individuos obede- cen a las leyes de su raza: «A mi entender, las sociedades humanas, al igual que los individuos, sólo son algo por el uso de la libertad».17 Creer que se conoce por completo al hombre es conocerlo mal. Incluso el co- nocimiento de los animales es imperfecto, y puede suceder que las vacas lecheras de hoy se vuelvan mañana estériles. Pero el de los hombres es, por principio, inacabable, en la medida en que los hombres son animales dotados de libertad. Por eso nunca podrá preverse con certidumbre su conducta de mañana. Hay, además, un salto lógico acrobático en la pretensión de derivar lo que debe ser de lo que es. El mundo de la acción humana revela ante todo, al observador, no el derecho sino la fuerza: los más fuertes sobreviven a expensas de los más débiles. Pero la fuerza no fundamenta el derecho y responderemos con Rousseau a cualquier deducción de este tipo: «Podría emplearse un método más consecuente, pero no más favorable a los tira- nos».18 Para decidir la dirección del cambio, pues, no basta con observar y analizar los hechos, algo para lo que la ciencia está especialmente bien provista; hay que apelar a objetivos que dependen de una elección volun- taria, que supone argumentos y contraargumentos. Los ideales no pueden ser verdaderos o falsos sino sólo más o menos elevados. El conocimiento no produce la moral, los seres cultos no son ne- cesariamente buenos: ésa es la gran crítica que dirigió Rousseau a sus contemporáneos cientificistas y hombres de las Luces (Rousseau pertene- ce también, claro está, a las Luces, pero en un sentido mucho más pro- fundo que Voltaire o Helvétius). «Podemos ser hombres sin ser sabios»,19 dice una de sus frases memorables. Y, regresando a los regímenes políti- 16. De l'esprit des lois, I, 1, Garnier, 1973, p. 9. 17. «Lettres á Gobineau», en Oeuvres completes, Gallimard, 1951, t. IX, p. 280. 18. Du contract social, I, 2; op. cit., p. 353. 19. Entile, IV; op. cit., t. IV, p. 601. MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN cos: la democracia es la de todos los ciudadanos, no sólo la de las perso- nas sabias y cultivadas. Su política implica no el conocimiento verdade- ro, sino la libertad (la autonomía) de la voluntad. Por ello cultiva el plu- ralismo, no el monismo: no sólo los errores son múltiples, sino también los deseos humanos. El proyecto democrático, basado en el pensamiento humanista, no lleva a la instauración del paraíso en la tierra. No es que ignore el mal en el mundo y en el hombre, ni que quiera resignarse a él; pero no postula que ese mal pueda ser extirpado radicalmente y de una vez por todas. «Los bienes y los males son consustanciales a nuestra vida», escribe Montaigne,20 y Rousseau dice: «El bien y el mal brotan de la misma fuente».21 Bien y mal son consustanciales a nuestra vida porque resultan de la libertad humana, de la posibilidad que tenemos de elegir, en cual- quier instante, entre varias opciones. Su fuente común es nuestra socia- bilidad y nuestra inconclusión, que hacen que necesitemos a los demás para asegurar el sentimiento de nuestra existencia. Ahora bien, esta ne- cesidad puede satisfacerse de dos modos opuestos: se quiere a los demás y se intenta hacerlos felices; o se los somete y humilla, para gozar del po- der sobre ellos. Tras haber comprendido este carácter inseparable del bien y del mal, los humanistas abandonaron la idea de una solución glo- bal y definitiva de las dificultades humanas: los hombres sólo podrían ser liberados del mal que está en ellos siendo «liberados» de su propia hu- manidad. Vano es esperar que un régimen político mejorado o que una tecnología más efectiva puedan aportar un remedio definitivo a sus sufri- mientos. Por último, cientificismo y humanismo se oponen en su definición de los fines de las sociedades humanas. La visión cientificista excluye cualquier subjetividad, la contingencia, pues, que constituye la voluntad de los individuos. Los fines de la sociedad deben desprenderse de la ob- servación de procesos impersonales, característicos de la humanidad en- tera, incluso del Universo en su conjunto. La naturaleza, el mundo, la humanidad mandan; los individuos se someten. Para el humanismo, por el contrario, los individuos no deben ser reducidos, pura y simplemente, 20. Les Essais, III, 13; PUF-Quadrige, 1992, pp. 1.089-1.090. 21. «Lettre sur la vertu, l'individu et la sociéte», en Aúnales de la Société Jean-Jacques Rousseau, XLI, 1997, p. 325. EL MAL DEL SIGLO al papel de medios. Esta reducción, decía Kant, es posible de modo pun- tual y parcial, con vistas a alcanzar un objetivo intermedio; pero el fin úl- timo son, siempre, los seres humanos particulares: todos los hombres, pero tomados uno a uno. NACIMIENTO DE LA DOCTRINA TOTALITARIA La violencia como medio para imponer el bien no está intrínsecamente vinculada al cientificismo, puesto que existe desde tiempos inmemoria- les. La Revolución Francesa no necesitó una justificación cientificista para legitimar el Terror. Sin embargo, a partir de cierto momento, se operó la conjunción de varios elementos que hasta entonces subsistían por separado: el espíritu revolucionario que implicaba el recurso a la vio- lencia; el sueño milenarista de edificar el paraíso terrenal aquí y ahora; y por último, la doctrina cientificista, que postula que el conocimiento in- tegral de la especie humana está al alcance de la mano. Este momento corresponde a la partida de nacimiento de la ideología totalitaria. Aun- que la propia toma del poder se lleve a cabo de modo pacífico (como la de Hitler, a diferencia de las de Lenin y Mussolini), el proyecto de crear una sociedad nueva, habitada por hombres nuevos, de resolver todos los problemas de una vez por todas, un proyecto cuya realización exige una revolución, se mantiene en todos los países totalitarios. Es posible ser cientificista sin sueño milenarista y sin recurso a la violencia (muchos expertos técnicos lo son hoy),como se puede ser revolucionario sin doc- trina cientificista, como tantos poetas de comienzos de siglo que recla- maban, con sus votos, el desencadenamiento de los elementos. El totali- tarismo, por su parte, exige la conjunción de esos tres ingredientes. Ni la violencia revolucionaria ni la esperanza milenarista llevan, por sí solas, al totalitarismo. Para que se establezcan sus premisas intelectua- les debe añadirse, además, el proyecto de dominio total del Universo, portado por el espíritu científico y, más aún, por el pensamiento cientifi- cista. Preparado por el radicalismo cartesiano y el materialismo del siglo de las Luces, aquél florece en el siglo xix: sólo entonces el proyecto tota- litario podía nacer. Recuerdo que aquí sólo trataré de las raíces ideológi- EL MAL DEL SIGLO cas del totalitarismo, pues éste, es evidente, tiene también otras: econó- micas, sociales o estrictamente políticas. ¿De cuándo datan los primeros esbozos de la sociedad claramente to- talitaria? Los escritos de Marx, por una parte, y de Gobineau, por la otra, fueron publicados a mitad de siglo; ilustran el cientificismo, pero no ofrecen un cuadro detallado de la futura sociedad (Gobineau no es en ab- soluto, por lo demás, un utopista, sólo prevé la decadencia). Los textos teóricos y literarios de Nikolai Chernychevski, el gran inspirador de Lenin, proceden de los años sesenta del siglo xix: el Principio antropológico en filosofía, su manifiesto cientificista, es de 1860; ¿Qué hacer?, su novela de tesis, de 1863. El Catecismo revolucionario de Necháiev, que se refiere más a la práctica revolucionaria que al proyecto de la sociedad que debe crearse, se redactó en 1869 y se hizo público en 1871. Uno de los textos más reveladores en este contexto, y al mismo tiempo uno de los menos conocidos, es el tercer Diálogo filosófico de Ernest Renán,22 que data de 1871. Un personaje llamado Théoctiste expone allí, por primera vez al parecer, los principios del futuro Estado totalitario. En primer lugar, los fines últimos de la sociedad no se deducen de las exigencias de los seres individuales, sino de las de toda la especie, inclu- so de la naturaleza viva en su conjunto. Ahora bien, la gran ley de la vida no es sino el «deseo de existir», más poderoso que todas las leyes y con- venciones humanas; la ley de la vida es el reinado de los más fuertes, la derrota y la sumisión de los más débiles. En esta óptica, el destino de los individuos no tiene importancia, éstos pueden ser inmolados al servicio de un designio superior. «El sacrificio de un ser vivo a un fin deseado por la naturaleza es legítimo». Puesto que es preciso seguir en todo las leyes de la naturaleza, se impone un trabajo preliminar: el de conocer esas le- yes. Ésta será pues la tarea de los sabios. Dominando el saber, a éstos les será naturalmente atribuido el poder. «La élite de los seres inteligentes, dueña de los más importantes secretos de la realidad, dominaría el mun- do por medio de los potentes medios de acción que estarían en su poder, y haría reinar en él el máximo de razón posible». El mundo sería pues di- rigido no por los reyes filósofos, sino por «tiranos positivistas». Éstos, una vez iniciados en el secreto de la marcha natural del Universo, no es- tarían obligados a respetarla, deberían, por el contrario, al igual que to- 22. Dialoguesphilosophiques, en Oeuvrescompletes, 1.1, p. 602-624. dos los técnicos, prolongar el trabajo de la naturaleza mejorando la espe- cie. «La ciencia debe encargarse de la obra en el punto donde la ha deja- do la naturaleza». Hay que perfeccionar la especie, crear un hombre nuevo, provisto de capacidades intelectuales y físicas superiores, elimi- nando si es necesario todos los ejemplares defectuosos de la humanidad. El futuro Estado basado en estos principios se opondría, punto por punto, a la democracia. Su objetivo, en efecto, no es dar el poder a todos, sino reservarlo para los mejores; no cultivar la igualdad sino favorecer el desarrollo de los superhombres. La libertad individual, la tolerancia, la concertación no tienen papel alguno que desempeñar allí, puesto que disponemos de la verdad y ésta es una y exige la sumisión, no el debate. «La gran obra se realizará por la ciencia, no por la democracia». De ese modo, el nuevo Estado defenderá su eficacia, mucho mayor que la de las democracias, las cuales están obligadas, por su parte, a consultar siempre, a comprender, a convencer. Esta cuestión, que podría sorprender, es re- veladora. Ciencia y democracia son hermanas, nacen en el mismo movi- miento de afirmación de la autonomía, de liberación con respecto a la tu- tela de las tradiciones. Sin embargo, si la ciencia deja de ser una forma de conocimiento del mundo y se transforma en guía de la sociedad, en pro- ductora de ideales (dicho de otro modo, si la ciencia se convierte en cien- tificismo), entra en conflicto con la democracia: la búsqueda de la verdad no se confunde con la del bien. Para asegurar la buena marcha de los asuntos en el interior del país, el Estado cientificista tendrá que proveerse de un útil apropiado: el te- rror. El problema de las antiguas tiranías asociadas a la religión es que disponen de una amenaza—¡si desobedecéis iréis al infierno!—demasia- do frágil, lamentablemente: cuando los hombres no creen ya en el infier- no ni en los diablos, creen que todo les está permitido. Hay que poner remedio a esta carencia creando «no un infierno quimérico, de cuya exis- tencia no se tengan pruebas, sino un infierno real». La creación de ese lugar—de ese campo de la muerte que haría nacer el espanto en todos los corazones y produciría la sumisión incondicional de todos—se justifica, pues serviría para el bien de la especie. «El ser en posesión de la ciencia pondría un terror ilimitado al servicio de la verdad». Para establecer esta política de terror, el gobierno científico tendrá a su disposición un cuer- po especial de individuos bien entrenados, «máquinas obedientes libera- das de repugnancias morales y dispuestas a todas las ferocidades». En- MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN contraremos de nuevo esta exigencia, cincuenta años más tarde, en Dzerzhinski, el fundador de la policía política soviética, la Cheka, que describió a sus subordinados como «camaradas decididos, duros, sólidos, sin estados de ánimo».23 Por lo que se refiere a la política exterior, prosigue Renán, los cientí- ficos en el poder deberían encontrar el arma absoluta, la que asegura la destrucción inmediata de gran parte de la población enemiga; tras ha- berlo hecho, tendrían asegurada la dominación universal. «El día en que algunos privilegiados de la razón poseyeran el medio de destruir el pla- neta, su soberanía estaría creada; estos privilegiados reinarían por el po- der absoluto, puesto que tendrían en sus manos la existencia de todos». El poder espiritual llevará así al poder material. Éstas son las líneas generales de la utopía de Renán; forzoso es reco- nocer que los utopismos que comenzaron a implantarse medio siglo más tarde se adaptan a ella hasta en los detalles. La proximidad es particular- mente grande con el nazismo, donde el proyecto de producción de un hombre nuevo recibe la misma interpretación biológica. Por lo demás, el propio Renán preveía la realización de su utopía no en Francia, donde ha- bría chocado con otras tradiciones, sino precisamente en Alemania, un país «que muestra poca preocupación por la igualdad e incluso por la dig- nidad de los individuos». Pero la distancia con respecto a la sociedad co- munista no es mayor, sólo está mejor escondida. Ésta reivindica un ideal igualitario, pero, como hemos recordado, no se adecúa a él en absoluto. En la práctica, el papel de vanguardia atribuido al Partido y la exigencia, en el seno de éste, de sumisión incondicional a los dirigentes revelan, a su vez, el culto a los superhombres,
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