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TZVETAN TODOROV 
MEMORIA DEL MAL, 
TENTACIÓN DEL BIEN 
INDAGACIÓN SOBRE EL SIGLO XX 
TRADUCCIÓN DE MANUEL SERRAT CRESPO 
EDICIONES PENÍNSULA 
Barcelona 
 
TZVETAN TODOROV 
MEMORIA DEL MAL, 
TENTACIÓN DEL BIEN 
INDAGACIÓN SOBRE EL SIGLO XX 
TRADUCCIÓN DE MANUEL SERRAT CRESPO 
EDICIONES PENÍNSULA 
Barcelona 
Memoria del mal, tentación del bien fue publicada originalmente bajo el 
título Mémoire dumal, Tentation du bien por Editions Robert Laffont. 
© Editions Robert Laffont, 2000. Licencia 
negociada por Susanna Lea Associates, Paris. 
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita 
de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas 
en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por 
cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía 
y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares 
de ella mediante alquiler o préstamo públicos. 
Primera edición: enero de 2002. 
© de la traducción: Manuel Serrat Crespo, 2002. 
© de esta edición: Ediciones Península s.a., 
Peu de la Creu 4, 08001-Barcelona. 
E-MAIL: correu@grup62.com 
INTERNET: http://www.peninsulaedi.eom 
Fotocompuesto en Víctor Igual s.l., Córsega 237, baixos, 08036-Barcelona. 
Impreso en Hurope s.l., Lima 3, 08030-Barcelona. 
DEPÓSITO LEGAL: B. 48.062-2001. 
ISBN: 84-8307-439-7. 
PARA 
GERMAINE TILLION, 
QUE HA SABIDO ATRAVESAR EL MAL 
SIN TOMARSE POR UNA ENCARNACIÓN DEL BIEN. 
CONTENIDO 
Prólogo: Fin de siglo, 9 
1. EL MAL DEL SIGLO, 15 
Nuestras democracias liberales, 17 — Totalitarismo: el tipo ideal, 25 
Cientificismo y humanismo, 32 — Nacimiento de la doctrina 
totalitaria, 39 — La guerra, verdad de la vida, 45—Ambivalencias 
totalitarias, 53 
EL SIGLO DE VASSILI GROSSMAN, 6l 
2. LA COMPARACIÓN, 91 
Nazismo y comunismo, 93 — Diferencias, 102 —Juicios, 110 
E L SIGLO DE M ARGARETE BUBER -NEUM ANN, I I 3 
3. LA CONSERVACIÓN DEL PASADO, 137 
Controlar la memoria, 139 — Los tres estadios, 146 — Testigos, 
historiadores, conmemoradores, 155 — El juicio moral, 161 
Los grandes relatos, 169 
EL SIGLO DE DAVID ROUSSET, 177 
4. LOS USOS DE LA MEMORIA, 191 
Ni sacralizar ni banalizar, 193—Al servicio del interés, 199 
Vocación de la memoria, 203 
EL SIGLO DE PRIMO LEVI, 213 
5. PASADO PRESENTE, 225 
Lo «moralmente correcto», 227 — Mito e historia, 237 — Justicia 
e historia, 246 
CONTENIDO 
EL SIGLO DE ROMAIN GARY, 255 6. 
LOS PELIGROS DE LA DEMOCRACIA, 273 
Las bombas de Hiroshima y Nagasaki, 275 — Kosovo: el contexto 
político, 284 — La intervención militar, 298 — Lo humanitario 
y lo judicial, 313 — ¿Derecho de injerencia o deber de asistencia?, 322 
EL SIGLO DE GERMAINE TILLION, 341 
Epílogo: Principio de siglo, 363 
PROLOGO 
FIN DE S IGLO 
Recuerdo el 1 de enero de 1950: yo tenía once años y, puesto que la fe-
cha representaba ya una cifra muy redonda, me preguntaba con cierta 
inquietud, sentado a los pies del árbol de Navidad, que por aquel enton-
ces se llamaba árbol de Año Nuevo, si iba a alcanzar esa fecha, mucho 
más redonda aún, que suponía el 1 de enero de 2000. Estaba tan lejos, 
¡había que esperar, todavía, medio siglo! Sin duda moriría antes. Pero 
he aquí que, en un abrir y cerrar de ojos, esa otra fecha ha llegado y me 
incita, como a todo hijo de vecino, a hacerme una pregunta: ¿qué debe-
mos recordar de este siglo? Y digo siglo aunque cambiemos, al mismo 
tiempo, de milenio: éste no se deja aprehender; aquél, sí. El Times Lite-
rary Suplement nos solicita todos los años que distingamos el «libro del 
año»; a finales de 1999 pedía, también, el «libro del milenio». La pre-
gunta me pareció tan fútil que no envié respuesta alguna. El siglo, en 
cambio, da sentido: es nuestra vida y la de nuestros padres, la de nues-
tros abuelos a lo sumo. Un siglo es el tiempo accesible a la memoria de 
los individuos. 
No soy un «especialista» del siglo xx, como pueden serlo un histo-
riador, un sociólogo, un comentarista político; no quiero, ahora, conver-
tirme en ello. Los hechos, al menos en sus líneas generales, son conoci-
dos, se encuentran hoy en todos los buenos manuales, como suele 
decirse. Pero los hechos no revelan, por sí solos, su sentido; y eso es lo 
que me interesa. No quisiera sustituir a los historiadores, que hacen ya su 
trabajo, sino reflexionar sobre la historia que están escribiendo. La mira-
da que fijo en el siglo no es la de un «especialista» sino la de un testigo 
afectado, la del escritor que intenta comprender su tiempo. Mi destino 
personal determina, por una parte, el punto de vista que elijo, y ello por 
partida doble: por las peripecias de mi existencia y por mi profesión. En 
pocas palabras: nací en Bulgaria y viví en este país hasta 1963, mientras 
estaba sometido al régimen comunista; desde entonces, vivo en Francia. 
PRÓLOGO FIN DE SIGLO 
 
Por otra parte, mi trabajo se dirige a los hechos de cultura, de moral, de 
política, y practico, particularmente, la historia de las ideas. 
La elección de lo más importante que ha habido en el siglo, de lo que 
permite, por lo tanto, construir su sentido, depende de la propia identi -
dad. Para un africano, por ejemplo, el acontecimiento político decisivo 
es, sin duda, la colonización y, luego, la descolonización. Pero para un 
europeo—y aquí me ocuparé, esencialmente, del siglo xx europeo, ha-
ciendo sólo breves incursiones en los demás continentes—la elección está 
abierta de par en par. Algunos dirían que el acontecimiento fundamental, 
a largo plazo, es lo que se denomina la «liberación de las mujeres»: su en-
trada en la vida pública, el control de la fecundidad (la pildora) y, al mis-
mo tiempo, la extensión de los valores tradicionalmente «femeninos», los 
del mundo privado, a la vida de ambos sexos. Otros pondrán de relieve la 
drástica disminución de la mortalidad infantil, la prolongación de la vida 
en los países occidentales, los cambios demográficos. Otros podrían pen-
sar, también, que el sentido del siglo está decidido por los grandes pro-
gresos de la técnica: dominio de la energía atómica, desciframiento del 
código genético, circulación electrónica de la información, televisión. 
Estoy de acuerdo con los unos y los otros, pero mi experiencia per-
sonal no me permite enfocar de manera extraordinaria esas cuestiones; 
me orienta más bien hacia una elección distinta. El acontecimiento capi-
tal, para mí, es la aparición de un mal nuevo, de un régimen político iné-
dito, el totalitarismo que, en su apogeo, dominó buena parte del mundo; 
que hoy ha desaparecido de Europa, pero no por completo de los demás 
continentes; y cuyas secuelas siguen presentes entre nosotros. Así pues, 
quisiera examinar primero, aquí, el enfrentamiento entre el totalitarismo 
y su enemigo, la democracia. 
Presentar el siglo como dominado por el combate de estas dos fuer-
zas implica, ya, una distribución de valores que no todos comparten. El 
problema procede de que Europa no conoció un totalitarismo sino dos, 
el comunismo y el fascismo; de que ambos movimientos se opusieron 
violentamente, en el terreno de la ideología y, luego, en el campo de ba-
talla; de que, unas veces uno y otras el otro, se aproximaron a los Estados 
democráticos. Las tres agrupaciones posibles entre esos regímenes fue-
ron todas puestas en práctica, en un momento u otro. Al principio, los 
comunistas relegaron, en bloque, a todos sus enemigos (¡capitalistas to-
dos!), distinguiéndose las democracias liberales y el fascismo como la for- 
ma moderada y la forma extrema del mismo mal. A mediados de los años 
treinta, sin embargo, y más aún durante la Segunda Guerra Mundial, la 
distribución cambia: demócratas y comunistas formaron entonces una 
alianza antifascista. Finalmente, pocos años antes de que estallara la 
guerra y, sobre todo, desde su conclusión, se propusoconsiderar el fas-
cismo y el comunismo como dos subespecies del mismo género, el tota-
litarismo, una palabra reivindicada al principio por los fascistas italianos. 
Volveré más adelante a las definiciones y las delimitaciones; pero queda 
claro ya, por la articulación global que elijo, que esta tercera distribución 
es, para mí, la más ilustradora. 
La elección del acontecimiento capital restringe sensiblemente mi 
tema. No sólo me limitaré, en lo esencial, a un solo continente, el:mío, 
sino que el propio siglo se acorta un poco: su período central va de 1917 
a 1991, aunque sea necesario remontarse hacia atrás y, por otro lado, in-
terrogarse sobre todo su última década. Más importante aún, me limito a 
un solo acontecimiento de la vida pública, dejando en la sombra todos los 
demás, así como la vida privada, las artes, ciencias o técnicas. Pero la bús-
queda de sentido tiene siempre un precio: procede por elección y rela-
ción, que habrían podido ser otras. El sentido que creo entrever no exclu-
ye el de los demás sino que se añade a él, en el mejor de los casos. 
Mi punto de partida, esa doble afirmación según la cual el totalitaris-
mo es la gran innovación política del siglo y que es también un mal ex-
tremo, produce ya una primera consecuencia: hay que renunciar a la idea 
de un progreso continuado, en el que creían algunos grandes ingenios de 
los siglos pasados. El totalitarismo es una novedad, y es peor que lo que 
le precedía. Eso no prueba, tampoco, que la humanidad siga inexorable-
mente cayendo por la pendiente, sólo que la dirección de la historia no 
está sometida a ninguna ley simple ni, tal vez, a ninguna ley a secas. 
El enfrentamiento entre totalitarismo y democracia, como el enfren-
tamiento entre las dos variantes totalitarias, comunismo y nazismo, cons-
tituye el primer tema de mi indagación. El segundo se desprende de éste, 
por el mero hecho de que esos acontecimientos pertenezcan, en lo esen-
cial, al pasado y sólo sobrevivan, entre nosotros, gracias a la memoria. 
Ahora bien, ésta no puede en absoluto asimilarse a una grabación mecá-
nica de lo que acontece; tiene formas y funciones entre las que se impo-
ne elegir, su establecimiento conoce fases cuyas perturbaciones especí-
ficas puede sufrir cada una de ellas, puede ser asumido por protagonistas 
11 
PROLOGO 
distintos y llevar a actitudes morales opuestas. ¿Es la memoria, siempre y 
necesariamente, algo bueno, y el olvido una maldición absoluta? ¿Permi-
te el pasado comprender mejor el presente o sirve, más a menudo, para 
ocultarlo? ¿Son recomendables todos los usos del pasado? Las memorias 
del siglo serán pues, a su vez, sometidas a examen. 
Finalmente, aunque se trate ante todo de reflexionar sobre el sentido 
de este acontecimiento central, me veo obligado a conocer también el 
pasado más inmediato, el posterior a la caída del muro de Berlín, para 
examinarlo a la luz de las enseñanzas que desprende el precedente análi-
sis. Una vez vencido el totalitarismo, ¿ha advenido, acaso, el reinado del 
bien? ¿O nuevos peligros acechan a nuestras democracias liberales? El 
ejemplo que elijo aquí está extraído de la actualidad reciente, puesto que 
se trata de la guerra de Yugoslavia y, más específicamente, de los aconte-
cimientos en Kosovo. El pasado totalitario, el modo como se perpetúa en 
la memoria y, por fin, la luz que arroja sobre el presente formarán, pues, 
los tres tiempos de la indagación que sigue. 
He decidido mezclar con esta reflexión sobre el bien y el mal polí-
ticos del siglo el recuerdo de algunos destinos individuales, fuertemente 
marcados por el totalitarismo pero que supieron resistirse a él. No es 
que los hombres y mujeres de los que hablaré sean por completo distin-
tos de los demás. No son héroes, ni santos, ni siquiera «justos»; son in-
dividuos falibles, como usted y yo. Sin embargo, todos siguieron un iti -
nerario dramático; todos sufrieron en sus carnes y, al mismo tiempo, 
intentaron depositar en sus escritos el fruto de su experiencia. Obligados 
a ver de cerca el mal totalitario, se revelaron más lúcidos que la media y, 
gracias tanto a su talento como a su elocuencia, han sabido transmitirnos 
lo que habían aprendido, sin por ello convertirse nunca en perentorios 
aleccionadores. Estas personas proceden de diversos países—Rusia, Ale-
mania, Francia, Italia—, y sin embargo tienen un aire familiar. El mismo 
sentimiento se encuentra de un autor a otro, aunque haya matices: el de 
un pavor que no conduce a la parálisis; y también un mismo pensamien-
to, para el que encuentro sólo una etiqueta apropiada, la del humanismo 
crítico. Los retratos de Vassili Grossman y de Margarete Buber-Neu-
mann, de David Rousset y Primo Levi, de Romain Gary y Germaine 
Tillion están ahí para ayudarnos a no desesperar. 
¿Cómo será recordado, algún día, este siglo? ¿Se lo llamará el siglo 
de Stalin y Hitler? Eso sería conceder a los tiranos un honor que no me- 
FIN DE SIGLO 
recen: es inútil glorificar a los malhechores. ¿Se le dará el nombre de los 
escritores y pensadores más influyentes en vida, los que suscitaban mayor 
entusiasmo y controversia, aunque se advierta, con posterioridad, que 
casi siempre se equivocaron en sus elecciones y que indujeron a error a 
los millones de lectores que les admiraban? Sería una lástima reproducir 
así, en el presente, los errores del pasado. Por mi parte, preferiría que se 
recordaran, de este siglo sombrío, las luminosas figuras de los pocos in-
dividuos de dramático destino y lucidez implacable que siguieron cre-
yendo, a pesar de todo, que el hombre merece seguir siendo el objetivo 
del hombre.1 
i. El primer germen de la presente obra se encuentra en un breve texto, publicado 
en 1995 con el título de Los abusos de la memoria por la editorial Arléa. 
12 
EL MAL DEL SIGLO 
El mundo entero—toda la inmensidad del Universo—revela la su-
misión pasiva de la materia inanimada, sólo la vida es el milagro de 
la libertad. 
VASSILI GROSSMAN, La Madona sixtina 
NUESTRAS DEMOCRACIAS LIBERALES 
Primera Guerra Mundial: ocho millones y medio de muertos en los fren-
tes, casi diez millones en la población civil, seis millones de inválidos. 
Durante el mismo tiempo: genocidio de los armenios, un millón y medio 
de personas llevadas a la muerte por el poder turco. La Rusia soviética, 
nacida en 1917: cinco millones de muertos a causa de la guerra civil y 
la hambruna de 1922, cuatro millones de víctimas de la represión, seis 
millones de muertos durante la hambruna organizada de 1932-1933. 
Segunda Guerra Mundial: más de treinta y cinco millones de muertos 
sólo en Europa, de ellos al menos veinticinco en la Unión Soviética. Du-
rante la guerra, exterminio de los judíos, los gitanos, los deficientes men-
tales: más de seis millones de víctimas. Bombardeos aliados de la pobla-
ción civil en Alemania y Japón: varios centenares de miles de muertos. 
Sin mencionar las sangrientas guerras llevadas a cabo por las potencias 
europeas en sus colonias, como Francia en Madagascar, en Indochina, en 
Argelia. 
Ésas son las grandes hecatombes del siglo XX, reducidas a fechas, lu-
gares y cifras de las víctimas. El siglo XVIII fue designado por los histo-
riadores como el «siglo de las Luces», ¿acabaremos algún día llamando 
al nuestro el «siglo de las Tinieblas»? Escuchando esa letanía de matan-
zas y sufrimientos, esos números desmesurados que ocultan rostros de 
personas que deberían evocarse, una a una, la primera reacción es la del 
desaliento. Sin embargo, no podemos quedarnos ahí. 
La historia del siglo xx, en Europa, es indisociable de la del totalita-
rismo. El Estado totalitario inaugural, la Rusia soviética, nació durante la 
Primera Guerra Mundial y muestra su huella; la Alemania nazi siguió 
poco después. La Segunda Guerra Mundial se inició cuando los dos Es-
tados totalitarios se habían aliado y prosiguió con una lucha sin cuartel 
entre ambos. Lasegunda mitad del siglo se desarrolló a la sombra de la 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
guerra fría, que opuso Occidente al bando comunista. Los cien años que 
acaban de transcurrir estuvieron dominados por el combate del totalita-
rismo con la democracia o por el de ambas ramas totalitarias entre sí. 
Ahora que los conflictos han terminado, podemos identificar el guión: 
todo ocurrió como si, para curarse de sus anteriores males, los países 
europeos hubieran probado un remedio y, luego, hubiesen advertido que 
era peor que el mal: lo rechazaron. Desde este punto de vista, el siglo 
puede ser considerado como un largo paréntesis; el XXI retoma las cosas 
donde las había dejado el XIX. 
En lo esencial, el totalitarismo pertenece ya al pasado, ese mal en 
particular ha sido vencido. Pero necesitamos comprender lo que ocurrió: 
antes de volver una página, decía el antiguo disidente Yeliu Yelev, que 
fue durante cierto tiempo presidente de Bulgaria, hay que leerla. Y para 
nosotros, que la vivimos, esa necesidad representa una imperiosa 
urgencia personal. «No se prepara el porvenir sin aclarar el pasado», 
escribe Germaine Tillion. Quienes conocen el pasado desde el interior 
tienen el deber de transmitir la lección a quienes la ignoran. Pero ¿cuál es 
esta lección? 
Para empezar a responder la pregunta, es preciso hacer previamente 
otra: ¿qué significan exactamente los términos «totalitarismo» y «demo-
cracia»? 
Se trata ahí, se ve de entrada, de dos instancias de lo que hoy se de-
nomina un «tipo ideal» de régimen político. Esta primera delimitación 
comporta dos elementos. El tipo ideal: así se designa, desde Max Weber, 
la construcción de un modelo destinado a hacer más inteligible lo real, 
sin que por ello sea necesario poder observar su encarnación perfecta en 
la Historia. El tipo ideal indica un horizonte, una perspectiva, una ten-
dencia. Los hechos empíricamente observables lo ilustran en un grado 
más o menos alto, todos sus rasgos constitutivos se encuentran en él, o 
sólo algunos, a lo largo de todo un período histórico o sólo en una de sus 
partes, y así sucesivamente. Hay que insistir en ello, pues algunos histo-
riadores y sociólogos creen poder prescindir de esas construcciones con-
ceptuales, apoyándose en lo que les parece ser un gran sentido común 
empírico. En realidad aceptan, sin darse cuenta y sin poder criticarlos, 
los conceptos y los «tipos ideales» comunicados por el lenguaje común. 
El tipo ideal no es, en sí mismo, verdadero; sólo puede ser más o menos 
útil, sugerente, ilustrador. 
EL MAL DEL SIGLO 
Por otra parte, se trata cada vez de un régimen político, no de una so-
ciedad tomada en su conjunto ni, menos aún, de otra de sus dimensiones, 
como la economía: está muy claro, en particular, que el sistema econó-
mico, que la composición social de los grupos políticos son distintos en 
la Alemania nazi y en la Unión Soviética, y que nada se gana designán-
dolos con un término común. 
La democracia moderna, como tipo ideal, presupone la copresencia 
de dos principios, que se encuentran ya enunciados conjuntamente por 
John Locke en el siglo XVII, pero que fueron articulados con claridad, 
sobre todo, tras la Revolución Francesa, cuando, en suma, los «trabajos 
prácticos» realizados entre tanto obligaron a poner a punto la teoría. Esa 
articulación fue, en particular, obra de Benjamín Constant, en su tratado 
Principios de política (1806). Los dos principios podrían denominarse: au-
tonomía de la colectividad y autonomía del individuo. 
La autonomía de la colectividad es, claro está, una exigencia antigua, 
es la misma que contiene la palabra «democracia» o poder del pueblo. La 
cuestión pertinente aquí es saber, primero, si es el pueblo quien detenta 
el poder o sólo una de sus partes, un único individuo incluso (el rey o el 
tirano), y, luego, si ese poder procede sólo de la voluntad humana o si es 
atribuido por una fuerza sobrehumana, Dios, la propia estructura del 
Universo o las tradiciones. La autonomía política, en este sentido de la 
palabra, consiste en que la colectividad viva bajo unas leyes que ella mis-
ma se ha dado y que puede modificar cuando lo desee. Atenas es, desde 
este punto de vista, una democracia, aunque su definición de «pueblo» 
fuera muy restrictiva, puesto que excluía a las mujeres, los esclavos y los 
extranjeros, es decir, tres cuartas partes de la población. 
Los Estados cristianos, tras la caída del Imperio Romano, no recono-
cían la autonomía política, llamada también soberanía del pueblo: el po-
der tenía entonces su origen en Dios. Sin embargo, ya en el siglo XIV, 
Guillermo de Occam afirmó que Dios no es responsable del orden (o 
el desorden) del mundo; Guillermo reanudaba así con el principio cris-
tiano original (mi reino no es de este mundo). El poder humano, decla-
ró, pertenece sólo a los hombres. Por eso tomó partido por el emperador 
en su conflicto con el Papa, que intentaba acumular poder espiritual y 
poder temporal. Desde esa época, la afirmación de la autonomía política 
adquirió cada vez más fuerza, hasta su triunfo en las revoluciones ameri-
cana y francesa. «Todo gobierno legítimo es republicano», declaraba 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
Rousseau en su Contrato social, y añadía en una nota: «Entiendo por esta 
palabra todo gobierno guiado por la voluntad general que es la ley»;1 la 
propia monarquía puede ser republicana en este sentido. Dicho de otro 
modo: sólo es legítima la república, el régimen gobernado por la volun-
tad general del pueblo. Democracia, autonomía colectiva, soberanía del 
pueblo, voluntad general y república son, desde este punto de vista, tér-
minos emparentados. 
La Revolución Francesa arranca el poder de las manos de los monar-
cas y lo devuelve a las del pueblo (aunque éste siga siendo definido de 
modo restrictivo); sin embargo, el resultado no es brillante: reina el te-
rror en lugar de la libertad. ¿Dónde se equivocaron?, se preguntan los 
grandes ingenios liberales, los que se adhieren a la idea de la soberanía 
popular. Y es que olvidaron limitar el principio de la autonomía colecti -
va con el de la autonomía individual: el uno no se desprende del otro, son 
efectivamente dos. «Nunca debe presumirse—decía sin embargo 
Locke—que el poder de la sociedad se extiende más allá del bien 
común».2 Al día siguiente de la Revolución, los espíritus liberales, 
Siéyes, Condorcet, Benjamin Constant sobre todo, lo advierten: el 
poder ha pasado de las manos del rey a las de los representantes del 
pueblo, pero sigue siendo igual de absoluto (si no más aún). Los 
revolucionarios creen romper con el Antiguo Régimen pero en realidad 
perpetúan uno de sus rasgos más nefastos. Ahora bien, el individuo, no 
menos que la colectividad, aspira a la autonomía; para preservarla, no 
sólo hay que protegerle de los poderes en los que no participa (está 
excluido del derecho divino de los reyes), sino también de los poderes 
del pueblo: éstos deben extenderse hasta cierto límite (el «bien 
común»), pero no más allá. 
Esta conjunción de los dos principios que designa la expresión «de-
mocracia liberal» es la que corresponde a los Estados democráticos mo-
dernos. Podemos también hablar de una vertiente «republicana» y una 
vertiente «liberal» de nuestras democracias; Constant, por su parte, se 
refería a ello como a la «libertad de los antiguos» y la «libertad de los 
modernos». Cada una de ellas pudo existir independientemente de la 
1. II, VI; Oeuvres completes, t. III, Gallimard-Pléiade, 1964, p. 3 80 (salvo indicación 
contraria, el lugar de edición es París). 
2. «Deuxiéme traite du gouvernement civil», 131, en P. Manent, dir. Les Libéraux, 
Hachette-Pluriel, 1.1, 1986, p. 181. 
EL MAL DEL SIGLO 
otra: soberanía del pueblo sin garantías para la libertad del individuo, 
como en la Grecia antigua; regímenes liberales en el seno de una monar-
quía de derecho divino. Su reuniónes la que marca el nacimiento de la 
modernidad política. 
¿Significa eso decir que nuestras democracias son Estados que no co-
nocen nada superior a la expresión de la voluntad, ya sea colectiva o in-
dividual? ¿Podría el crimen hacerse en ellas legítimo porque el pueblo lo 
ha deseado y el individuo lo ha aceptado? No. Algo está por encima tan-
to de la voluntad individual como de la voluntad general, algo que, sin 
embargo, no es la voluntad de Dios: es la propia idea de la justicia. Pero 
esta superioridad no es sólo propia de las democracias liberales, se presu-
pone en toda asociación política legítima, en todo Estado justo. Sea cual 
sea la forma de esta asociación, asamblea tribal, monarquía hereditaria o 
democracia liberal, es preciso, para que sea legítima, que se dé por prin-
cipio el bienestar de sus miembros y la justa regulación de sus relaciones. 
Michael Kohlhaas, en la célebre novela de Kleist, no vive en democracia; 
puede sin embargo rebelarse contra la injusticia de la que es víctima y re-
clamar su justo derecho: lo arbitrario y el reino del interés personal no 
son tolerables en ningún Estado. La democracia, como cualquier Estado 
legítimo, reconoce que la justicia no escrita, la que pone la propia aso-
ciación política al servicio de sus miembros y afirma con ello el respeto 
que les es debido, es superior a la expresión de la voluntad popular o a la 
autonomía personal. Por eso, en efecto, podemos calificar de «crimen» 
lo que las leyes de un país particular autorizan, recomiendan incluso—la 
pena de muerte, por ejemplo—, o de «desastre» una expresión de la vo-
luntad popular (como la que instaló a Hitler en el poder). 
Ése es el «género cercano» de las democracias liberales (son Estados 
legítimos); por lo que se refiere a su «diferencia específica», consiste en 
una doble autonomía, colectiva e individual. En torno a esos dos grandes 
principios se acumulan, por añadidura, varias reglas, que dependen más 
o menos directamente de ellos y que forman, juntas, nuestra imagen de 
la democracia. Así, para la autonomía colectiva, la idea de igualdad de de-
rechos y todo lo que implica. Si el pueblo es soberano, entonces todos 
deben participar en el poder, y por la misma razón unos u otros (como 
partes constitutivas de ese pueblo). En una democracia, pues, las leyes 
son las mismas para todos, sean o no ricos, célebres y poderosos. Pue-
de verse qué imperfectas son, desde este punto de vista, las democracias 
 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
reales, aun siendo conformes a su tipo ideal, puesto que mantienen a ve-
ces marginados a grandes grupos de población (en Francia, a los pobres 
hasta 1848; a las mujeres, hasta 1944). El sufragio realmente universal 
forma parte, para nosotros, de la definición de democracia, por ello el ré-
gimen del apartheid en Sudáfrica estaba excluido de ella. Además, este su-
fragio conduce a la elección de diputados en vez de decidir, directamen-
te, cada cuestión planteada: la democracia liberal es representativa y sólo 
excepcionalmente recurre a la consulta directa o referéndum. 
Por lo que se refiere a la autonomía individual—que nunca es total 
sino que se refiere sólo a un campo previamente delimitado, el de la vida 
privada—, se advirtió que podía asegurarla un medio más que todos los 
otros, hasta el punto de que este medio ha podido convertirse en un si -
nónimo de libertad y ser percibido como un fin en sí mismo: se trata del 
pluralismo. El término se aplica a múltiples facetas de la vida en sociedad, 
pero su sentido y su destino son siempre los mismos: la pluralidad asegura 
la autonomía del individuo. Y eso hace también la propia separación 
entre lo teológico y lo político, lo divino y lo humano, iniciada por Gui-
llermo de Occam. Se trata, advirtámoslo, de una separación y no de una 
victoria de lo uno sobre lo otro. La democracia no exige que sus ciuda-
danos dejen de creer en Dios, sólo les pide que mantengan sus creencias 
encerradas en el espacio de su vida privada y toleren que las del vecino 
sean distintas. La democracia es un régimen laico, no ateo; se niega a fi-
jar la naturaleza del ideal de cada vida particular y se limita a asegurar la 
paz entre esos diversos ideales, a condición, sin embargo, de que no con-
travengan las ideas subyacentes de justicia. 
Las esferas en las que se implica la existencia de cada individuo tam-
bién deben permanecer separadas. La primera separación, aquí, es la de 
lo público y lo privado, lo que prolonga la distinción entre lo colectivo y 
lo individual. Constant lo había advertido ya: estas dos esferas obedecen 
a dos principios distintos. Al igual que la autonomía personal no se des-
prende de la autonomía colectiva, el mundo de las relaciones personales 
no se confunde con el de los contactos que se establecen entre los hom-
bres por el mismo hecho de que viven en sociedad. Esta última parte de 
la existencia humana es la que debe encargarse, de modo más o menos 
perfecto, del Estado; y el ideal de su acción es la justicia. Pero no ocurre 
del mismo modo con las relaciones personales, aquellas en las que los in-
dividuos se convierten en seres únicos, unos con respecto a otros, seres 
 
EL MAL DEL SIGLO 
irreemplazables. Este mundo, en vez de obedecer a los principios de 
igualdad y de justicia, está hecho de preferencias y rechazos; su punto 
culminante es el amor. El Estado democrático, y esto es esencial, no le-
gisla sobre el amor; idealmente, debiera ser lo contrario: «El amor debe 
vigilar siempre a la justicia», escribe Levinas al describir el humanismo 
como filosofía de la democracia.3 Es preciso poder adaptar la ley imper-
sonal al contacto de las personas reales. 
En el propio seno del mundo público se mantiene la separación de lo 
político y lo económico: los poseedores del poder político no deben con-
trolar también, enteramente, la economía. Vemos entonces por qué cierta 
ortodoxia marxista es incompatible con la democracia liberal: la ex-
propiación de los medios de producción pone el poder económico en 
manos de quienes detentan ya el poder político. El mantenimiento de la 
propiedad privada, en la medida en que asegura la autonomía del indivi-
duo, está de acuerdo con el espíritu democrático, aunque no baste para 
hacerlo triunfar. Recíprocamente, una política por completo dictada por 
consideraciones económicas es ajena al espíritu de la democracia liberal, 
diga lo que diga, hoy, un discurso ultraliberal, que pretende resolver to-
dos los problemas sociales gracias a la economía de mercado. 
La propia vida política, en democracia, obedece al principio del plu-
ralismo. Primero, el individuo es protegido por leyes contra toda acción 
procedente de quienes detentan el poder: es un efecto de la famosa sepa-
ración de los poderes ejecutivo y legislativo (y judicial), exigida por 
Montesquieu. Lo que éste denomina la moderación y que constituye su 
ideal de régimen político, sea cual sea, por lo demás, el origen o la 
forma, república o monarquía, es sólo otro nombre para el pluralismo que 
asegura la autonomía del individuo. El derecho y el poder permanecen 
aquí claramente separados, y el primero controla al segundo; la sociedad 
no es sólo un campo de batalla entre las distintas fuerzas que la habitan, 
se constituye en Estado de derecho, regido por un contrato tácito que 
obliga a todos los ciudadanos. 
El mismo principio exige una pluralidad de las organizaciones políti-
cas, llamadas partidos, entre las que el ciudadano puede elegir libremen-
te. Aun cuando, durante las elecciones, uno de los partidos conquiste el 
poder, los partidos vencidos, convertidos en oposición, tienen también 
3. Entre nous, Grasset, 1991, p. 118. 
23 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
derechos; al igual que las minorías, en la propia sociedad, aunque deban 
someterse a la voluntad de la mayoría, no pierden el derecho a organizar 
su vida privada como deseen.Las diversas organizaciones y asociaciones 
públicas tampoco deben pertenecer a una sola tendencia política, ni si -
quiera reivindicar necesariamente una tendencia política cualquiera. Fi-
nalmente, los medios de difusión de la información—prensa, radio y te-
levisión, bibliotecas y demás—siguen siendo también plurales, para 
escapar de una tutela política única. 
Este pluralismo que limita el poder político y asegura la autonomía 
del individuo está, a su vez, limitado. Así, el Estado democrático no ad-
mite pluralismo alguno en el uso legítimo de la violencia: es el único que 
posee un ejército y una policía, y reprime cualquier manifestación priva-
da de esta misma violencia, cualquier incitación, incluso, a tomar ese ca-
mino. Del mismo modo, mientras que el Estado no impone ideal alguno 
de vida buena a sus ciudadanos, excluye algunos que contradicen sus 
principios: castiga, por ejemplo, a quienes predican la violencia o quienes 
practican la discriminación hacia algunos grupos y contradicen así la 
igualdad ante la ley. La negativa del pluralismo puede extenderse a otros 
campos sin por ello poner en cuestión la identidad democrática. De ese 
modo, en Francia, existe sólo una lengua oficial, el francés, y un solo exa-
men de fin de estudios secundarios, el examen de bachillerato. Las formas 
de pluralismo anteriormente enumeradas, en cambio, son indispensables. 
La Revolución Americana y la Revolución Francesa, a finales del 
siglo XVIII, inauguraron la era de las democracias liberales en Europa 
y en América del Norte, aunque el camino de su triunfo estuviese 
sembrado de celadas. El siglo xix dio, indiscutiblemente, una afirmación 
de ese tipo de régimen político. Al mismo tiempo, se acentuó la 
separación entre fe y razón, se autonomizaron progresivamente la Iglesia 
y el Estado. Eso no quiere decir que todos aprobaran esta evolución; en 
Francia, los partidarios del Antiguo Régimen eran numerosos y, a 
menudo, preferían una u otra faceta de la antigua sociedad a lo que 
veían con sus propios ojos. Debe decirse que no todo era perfecto en 
aquel mundo nuevo: la gozosa autonomía personal se paga con la 
pérdida de las orientaciones tradicionales y también con una miseria de 
formas inéditas. 
Dos reproches, en particular, solían dirigir los conservadores (los que 
preferían el pasado al presente) a los demócratas. Ambos reproches co-
rrespondían a características reales de las sociedades nuevas, en las que 
EL MAL DEL SIGLO 
esos críticos sólo ven los efectos nefastos. El primero es el debilitamiento 
del vínculo social: la sociedad democrática es «individualista»; aunque 
asegura la autonomía de las personas, lo hace a costa de lo que constitu-
ye su propia existencia, la interacción social. El espacio público se reduce 
y periclita en beneficio de una esfera privada hipertrofiada, la sociedad se 
ve amenazada por la atomización. Los Estados democráticos, profeti-
zaban los conservadores, se verán poblados de solitarios infelices. La se-
gunda característica es la desaparición de los valores comunes (la socie-
dad democrática es «nihilista»): comenzó disociando el Estado y la 
Iglesia, terminará por privar a los individuos de cualquier orientación co-
mún, pudiendo cada uno de ellos elegir sus propios valores, sin preocu-
parse de los valores de los demás. 
Ambas críticas se reiteraron constantemente a lo largo del siglo xix; 
debemos recordar hasta qué punto quienes nos parecen hoy los mejores 
ingenios de su tiempo—en Francia Baudelaire, Flaubert, Renán y tan-
tos otros—despreciaron y denigraron la democracia. No conducen por 
ello, sin embargo, a una acción política violenta: se trataba más bien de 
la nostalgia de un pasado en parte imaginario. Las cosas cambiaron en la 
segunda mitad del siglo, cuando el ideal fue extraído del pasado y proyec-
tado hacia el porvenir. En este contexto se preparó el proyecto totalitario. 
Retomó, en efecto, las críticas que los conservadores dirigían a la demo-
cracia—destrucción del vínculo social, desaparición de los valores comu-
nes—, y se propuso poner remedio a ello con una acción política radical. 
TOTALITARISMO: EL TIPO IDEAL 
¿Qué entendemos por régimen «totalitario»? Los especialistas en política 
e historiadores del siglo xx, de Hannah Arendt4 a Krzystof Pomian5 
4. Les Origines du totalitarisme, t. I, Sur l'antisémitisme, Seuil, 1984; t. II, 
L'impérialisme, Seuil, 1984; t. III, Le systéme totalitaire, Seuil, 1984. [Hay trad. cast.: Los 
orígenes del totalitarismo, T'auras, 1998.] 
5. «Qu'est-ce que le totalitarisme?», en Vingtieme siécle, 47, 1995, pp- 4-23, parcial-
mente reproducido en M. Ferro, dir., Nazisme et communisme, Hachette-Pluriel, 1999; 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
procuraron descubrir y describir sus distintas características. Lo más sen-
cillo sería cotejar ese nuevo fenómeno con el tipo ideal de democracia 
precedentemente evocado. Ambos grandes principios—autonomía de la 
colectividad, autonomía del individuo—reciben tratamientos distintos. El 
totalitarismo rechaza abiertamente el segundo, que era también objeto de 
crítica por parte de los conservadores. Ya no es el yo de cada individuo lo 
que aquí se valora, sino el nosotros del grupo. Lógicamente, el gran medio 
para asegurar esta autonomía, el pluralismo, es desdeñado a su vez y re-
emplazado por su contrario, el monismo. Desde este punto de vista, el Es-
tado totalitario se opone, punto por punto, al Estado democrático. 
Este monismo (un sinónimo de la propia palabra «totalitario») debe 
entenderse en dos sentidos que, complementarios, no siempre fueron tan 
explotados el uno como el otro. Por una parte, toda la vida del individuo 
se ve reunificada, ya no está dividida en esfera pública con obligaciones y 
esfera privada libre, puesto que el individuo debe hacer que la totalidad 
de su existencia se conforme a la norma pública, incluyendo sus creen-
cias, sus gustos y sus amistades. El mundo personal se disuelve en el or-
den impersonal. El amor no tiene aquí un estatuto aparte, un territorio 
reservado en el que reinar como dueño indiscutido; y menos aún puede 
pretender orientar la propia acción de la justicia. La degradación del in-
dividuo acarrea la de las relaciones interpersonales: Estado totalitario y 
autonomía del amor se excluyen mutuamente. 
Por otra parte, para alcanzar el ideal de unidad, de comunidad, de 
vínculo orgánico, el Estado totalitario impone el monismo en toda la 
vida pública. Restablece la unidad teológico-política, erigiendo un ideal 
único en dogma de Estado, instaurando pues un Estado «virtuoso» y exi-
giendo la adhesión espiritual de sus subditos (es como si, en el más leja-
no pasado, el Papa se hubiera convertido, al mismo tiempo, en empera-
dor). El totalitarismo somete lo económico a lo político, procediendo a 
nacionalizaciones o controlando estrechamente todas las actividades en 
este sector, al tiempo que defiende la teoría según la cual es la economía 
lo que rige la política (en el caso del comunismo). Establece un régimen 
de partido único, lo que supone suprimir los partidos, y somete también 
todas las demás organizaciones o asociaciones. Por esta razón, el poder 
«Post-scriptum sur la notion de totalitarisme», en H. Rousso, ed., Stalinisme et nazisme, 
Bruselas, Complexe, 1999, pp. 371-382. 
26 
EL MAL DEL SIGLO 
totalitario es hostil a las religiones tradicionales (en eso se opone también 
a los conservadurismos), a menos que éstas le hagan un acto de sumisión. 
La unificación condiciona la jerarquía social: las masas están sometidas a 
los miembros del Partido, éstos a los miembros de la nomenklatura (los 
«miembros del personal dirigente»), subordinados a su vez a un peque-
ño grupo de dirigentes, en cuya cima reina el jefe supremo o «guía». El 
régimen controla todos los medios de comunicación y no permite la ex-
presión de ninguna opinión disidente. Mantiene, claro está, los monopo-
liosque se reservaba también el Estado democrático: el de la educación, 
el de la violencia legítima (los términos de «Estado», «Partido» y «poli-
cía» acaban así convirtiéndose en sinónimos). 
Debo precisar aquí que, en la práctica del comunismo, encarnada 
primero por Lenin y Stalin, más tarde por sus discípulos en otros países, 
la ideología no se distingue sólo por su contenido sino también por su es-
tatuto. En efecto, a partir de la Revolución de Octubre, la propia separa-
ción entre ideología y política, fin y medio, comienza a perder su senti -
do. Antaño podía creerse que la revolución, el Partido, el terror eran los 
instrumentos necesarios para desembocar en la sociedad ideal. En ade-
lante, la separación ya no es posible y el monismo característico de los re-
gímenes totalitarios se revela aquí en su plenitud. El propio término de 
«ideocracia» se convierte en un pleonasmo, puesto que la «idea» en 
cuestión no es más que la victoria del poder comunista. No hay verdad 
del comunismo a la que pueda accederse independientemente del Parti -
do; todo ocurre como si la Iglesia se pusiera en el lugar de Dios. 
Este singular estatuto de la ideología hace un poco más inteligible la 
represión que se abate sobre el propio aparato bolchevique entre 1934 y 
1939. A menudo nos hemos preguntado cómo es posible que, durante 
este período, fueran los comunistas más convencidos las víctimas de la 
represión. El mismo enigma vuelve a plantearse después de la guerra en 
la Europa del Este. Las víctimas de las purgas de la época (1949-1953) no 
fueron, en efecto, los moderados o los indecisos sino, precisamente, los 
más combativos entre los dirigentes: Kostov en Bulgaria, Rajk en Hun-
gría, Slansky en Checoslovaquia. Podría creerse que, desde el punto de 
vista del propio comunismo, éstos eran sus mejores servidores y que sus 
desgracias son semejantes, salvando todas las proporciones, a las que 
abrumaron a Job, hombre «perfecto y recto». O pensar también en los 
virtuosos estoicos descritos por Séneca. Dios acosa a quienes favorece, 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
llena de aflicciones a los mejores, pone duramente a prueba las almas ge-
nerosas. ¿Decidió Stalin, Dios en la tierra, actuar del mismo modo? ¿Es 
esta persecución signo de una distinción, el privilegio de la virtud? La 
pregunta merece ser planteada pues, hoy lo sabemos, esos procesos en la 
Europa del Este no fueron independientes los unos de los otros, obede-
cieron a un impulso y a una intención únicas, procedentes de Moscú. 
Podemos entrever ahora las razones de esta política. Si el régimen 
quería que cada cual siguiese su propio camino hacia el ideal, que propu-
siera su propia interpretación, los viejos bolcheviques compañeros de 
Lenin o los dirigentes condenados en la Europa del Este habrían sido los 
mejores candidatos. Pero no era ése el sentido profundo del compromi-
so comunista. Cualquier autonomía individual, de pensamiento o de ac-
ción, es condenable porque sólo el Partido puede tener razón. Si basta-
ba, para ser un buen comunista, con buscar personalmente el mejor 
camino hacia el ideal, se introduciría una brecha en el monismo totalita-
rio, puesto que uno mismo se habría convertido en fuente de la propia le-
gitimidad, en vez de recibirla de las manos del poder, dicho de otro 
modo, del Partido y de su jefe supremo. Esa infracción al monismo hu-
biera sido inadmisible para el guía, que procura pues eliminar o quebrar 
todos los miembros del aparato dirigente sospechosos de querer pensar y 
actuar por sí mismos. La relación entre ideología y poder es comparable 
en la Alemania nazi: también allí Hitler eliminó muy pronto a los 
camaradas de combate cuyo fervor ideológico no estaba, en absoluto, en 
cuestión y exigió la fidelidad absoluta, no a una doctrina nazi 
abstracta—Mi lucha nada tiene, por lo demás, de tratado filosófico—, 
sino al propio poder, encarnado en la persona del Führer. Ese fue en 
particular, y de modo explícito, el compromiso de los SS. La 
concentración y la personalización del poder son semejantes aquí y allá. 
Por lo que se refiere al otro principio de los Estados democráticos, 
la autonomía colectiva, y a sus consecuencias, el Estado totalitario afirma 
que los mantiene; en realidad, los vacía de cualquier contenido. La sobe-
ranía del pueblo se preserva en el papel, pero la «voluntad general» se ve, 
de hecho, alienada en beneficio del grupo dirigente, que ha transforma-
do las elecciones en plebiscito (un único candidato, elegido por el 99 por 
100 de los votantes). Se afirma que todos son iguales ante la ley, pero, en 
realidad, ésta no se aplica a los miembros de la casta superior y no prote-
ge a los adversarios del régimen, que serán perseguidos de un modo ar- 
EL MAL DEL SIGLO 
bitrario. El ideal proclamado es la igualdad; sin embargo, la sociedad to-
talitaria suscita en su seno innumerables jerarquías y privilegios: una ca-
tegoría social tiene derecho a tener pasaporte, a pasar por ciertas calles, a 
aprovisionarse en ciertas tiendas, a enviar a sus hijos a determinada es-
cuela especializada, a pasar sus vacaciones en cierta estación estival; otra 
no. Esa diferencia entre el discurso político y su objeto, este carácter fic-
ticio, ilusorio de la representación del mundo, se convirtió en una de las 
grandes características de la sociedad estalinista. 
Desde este punto de vista, pues, aunque la oposición entre democra-
cia y totalitarismo no sea menos real, está camuflada. En cambio, existe 
cierta continuidad entre ambos tipos de régimen en la política exterior y 
las relaciones entre Estados. Debemos decir que el proyecto de la demo-
cracia liberal se refiere, ante todo, al funcionamiento interno de cada Es-
tado y no especifica realmente la conducción de los asuntos exteriores. 
De hecho, ésta correspondía, en el siglo xix, a lo que los filósofos de los 
siglos precedentes denominaban el «estado natural», es decir, un campo 
de puro enfrentamiento de fuerzas, sin ninguna referencia al derecho. En 
aquella época, las democracias más avanzadas en el plano interior, Gran 
Bretaña y Francia, fueron al mismo tiempo los Estados punteros de la 
política colonial, que aspiraban a una supremacía mundial. En el siglo xx, 
renunciaron a las conquistas militares, pero intentaron asegurarse el 
control económico de un espacio máximo. Los Estados totalitarios no 
actuaron al principio de un modo distinto: cada vez que pudieron, se 
anexionaron territorios y países enteros, al tiempo que cubrían esa polí -
tica imperialista, al igual que los Estados democráticos, con generosas 
declaraciones. Cierto es que el régimen que instalaron, una vez llevada a 
cabo la anexión, fue de tipo distinto: la dictadura totalitaria no se con-
funde con la dominación colonial. 
Ese nuevo tipo de Estado se creó pues, en Europa, en el contexto de 
la Primera Guerra Mundial: primero en Rusia, luego en Italia, por últi-
mo, en 1933, en Alemania. 
Claro está que una presentación de los dos grandes tipos de regíme-
nes, aunque sea tan esquemática como la precedente, revela las preferen-
cias por el régimen democrático del que escribe. Habría que señalar aquí 
otra diferencia significativa entre ambos, que en parte puede explicarse 
porque las opiniones sobre el tema siguen sin embargo divididas. El to-
talitarismo contiene una promesa de plenitud, de vida armoniosa y de fe- 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
licidad. Cierto es que no la cumple, pero la promesa está ahí y siempre 
podemos decirnos que la próxima vez será la buena y estaremos salvados. 
La democracia liberal no comporta semejante promesa; sólo se compro-
mete a permitir que cada cual busque, por sí mismo, felicidad, armonía y 
plenitud. Asegura, en el mejor de los casos, la tranquilidad de los ciuda-
danos, su participación en la conducción de los asuntos públicos, la justi-
cia en sus relaciones entre sí y con el Estado; no promete enabsoluto la 
salvación. La autonomía corresponde al derecho de buscar por sí mismo, 
no a la certidumbre de hallar. Kant parecía creer que al hombre le gusta 
ese Estado que le permite salir «fuera del estado de minoría donde se 
mantiene por su propia falta»;6 pero, a decir verdad, no es seguro que to-
dos prefieran la mayoría a la minoría, la edad adulta a la infancia. 
La promesa de felicidad para todos permite identificar la familia a la 
que pertenece la doctrina totalitaria, contemplada ahora en sí misma y ya 
no en su oposición con la democracia. El totalitarismo teórico es un 
utopismo. A su vez, visto en la perspectiva de la historia europea, el 
utopismo aparece como una forma de milenarismo, a saber, un 
milenarismo ateo. 
¿Qué es el milenarismo? Es un movimiento religioso en el seno del 
cristianismo (una «herejía») que promete a los creyentes la salvación en 
este mundo, y no en el reino de Dios. El mensaje cristiano original exige 
la separación de ambos mundos; por ello, san Pablo pudo proclamar: 
«No hay judío ni griego; no hay esclavo ni hombre libre; no hay varón ni 
hembra, pues todos sois uno en Cristo Jesús»,7 sin por ello poner en 
cuestión el estatuto de dueño y esclavo, por no hablar de otras distincio-
nes: desde este punto de vista, la igualdad y la unidad de los hombres sólo 
se obtendrán en la ciudad de Dios, la religión propone no cambiar nada 
del orden del mundo aquí abajo. Cierto es que el catolicismo, convertido 
en religión del Estado, infringe este principio y se entromete en asuntos 
intramundanos; no por ello promete la salvación en esta vida. 
Ahora bien, eso es lo que predicaron los milenaristas cristianos que 
aparecieron en el siglo XIII. Un tal Segarelli, por ejemplo, anunció la 
proximidad del Juicio Final y, antes, el advenimiento inmediato de un 
milenio, reinado de mil años inaugurado por el regreso del Mesías; sus 
discí- 
6. «Réponse á la question: Qu'est-ce que les Lumiéres?», Oenvres philosophiques, 
Gallimard-Pléiade, t. II, 1985, p. 209. 7. Gal. 3, 28. 
EL MAL DEL SIGLO 
pulos decidieron que era ya hora de despojar a los ricos e instaurar la per-
fecta igualdad sobre la tierra. Los taboritas de Bohemia, una secta radi-
cal, creían a su vez, en el siglo xv, que el regreso de Cristo era inminente 
y, con él, el comienzo del reino milenario marcado por la igualdad y la 
abundancia; era pues hora de prepararse. En el siglo siguiente, Thomas 
Müntzer encabezó una revuelta milenarista en Alemania, condenando 
tanto la riqueza de los príncipes como la de la Iglesia e incitando a los 
campesinos a apoderarse de ella, para acelerar el advenimiento del reino 
celestial en la tierra. 
A diferencia de los milenaristas medievales o protestantes, el 
utopismo consiste en querer construir una sociedad perfecta sólo con el 
esfuerzo de los hombres, sin ninguna referencia a Dios; se desvía pues 
dos grados con respecto a la doctrina cristiana original. El utopismo 
extrae su nombre de la utopía, que es sólo una fabricación intelectual, 
una imagen de la sociedad ideal. Las funciones de la utopía pueden ser 
múltiples, pueden servir para alimentar la reflexión o criticar el mundo 
existente; sólo el utopismo intenta introducir la utopía en el mundo 
real. El utopismo está forzosamente vinculado a la coerción y a la 
violencia (presentes también en los milenarismos cristianos que no se 
limitan a aguardar la acción divina), pues, aun sabiendo que los 
hombres son imperfectos, intenta instaurar la perfección aquí y ahora. 
Por eso, advierte (en 1941) el filósofo religioso ruso Sémion Frank, «el 
utopismo, que presupone la posibilidad de realizar plenamente el bien 
por medio del orden social, tiene una tendencia inmanente al 
despotismo».8 Las doctrinas totalitarias son casos particulares de 
utopismo—los únicos que se conocen en la época moderna—y, por ello 
mismo, de milenarismo, lo que significa que pertenecen (como cualquier 
otra doctrina de salvación) al campo de la religión. No fue una 
casualidad, claro está, que esta religión sin Dios prosperara en un 
contexto de declive del cristianismo. 
La base de ese utopismo es, sin embargo, por completo paradójica 
para una religión. Se trata de una doctrina constituida antes del adveni -
miento de los Estados totalitarios, antes del siglo xx, una doctrina que, a 
primera vista, nada tiene que ver, precisamente, con la religión: es el cien-
tificismo. Ahora, por lo tanto, debemos volvernos hacia él. 
8. «Eres' utopizma», Po tu storonu kvogo ipravogo, Ymca-Press, 1972, p. 92. 
EL MAL DEL SIGLO 
 
CIENTIFICISMO Y HUMANISMO 
El punto de partida del cientificismo es una hipótesis sobre la estructura 
del mundo: éste es por completo coherente. En consecuencia, el mundo 
es como transparente, puede ser conocido completamente por la razón 
humana. La tarea de este conocimiento se confía a una práctica aplicada, 
llamada la ciencia. Ninguna parcela del mundo, material o espiritual, 
animada o inanimada, puede escapar al imperio de la ciencia. 
De este primer postulado se desprende, evidentemente, una conse-
cuencia. Si la ciencia de los hombres consigue desvelar todos los secretos 
de la naturaleza, si permite reconstruir los encadenamientos que llevan a 
cada hecho, a cada ser existente, debiera entonces ser posible modificar 
estos procesos, orientarlos en la dirección deseada. De la ciencia, activi-
dad de conocimiento, se desprende la técnica, actividad de transforma-
ción del mundo. Ese encadenamiento nos resulta a todos familiar: así, ya 
el hombre primitivo, tras haber descubierto el calor del fuego, lo domi-
na y caldea su habitat; el clima «natural» queda transformado. O, mucho 
más tarde, tras haber comprendido que algunas vacas daban más leche 
que otras, o algunas semillas más trigo por hectárea, el hombre moderno 
practica sistemáticamente una «selección artificial», que se añade a la se-
lección natural. No hay, aquí, contradicción alguna entre el 
determinismo integral del mundo, que excluye la libertad, y el 
voluntarismo del sabio-técnico que, por el contrario, la presupone. Si la 
transparencia de lo real se extiende también al mundo humano, nada 
impide pensar en la creación de un hombre nuevo, una especie liberada 
de las imperfecciones de la especie inicial: lo que es lógico para las vacas 
también lo es para los hombres. «La salvación la aporta el saber», resume 
Alain Besancon.9 
Pero ¿en qué dirección debe orientarse esa transformación de la es-
pecie? ¿Quién estará preparado para identificar y analizar el sentido de 
las imperfecciones y, también, la naturaleza de la perfección a la que as-
piramos? La respuesta era simple en los primeros ejemplos: los hombres 
quieren estar calientes y comer cuando tienen hambre; aquí, lo conve-
niente cae por su propio peso. Es bueno a secas lo que es bueno para los 
9. Les Origines intelkctuelles du léninisme, Calmann-Lévy, 1977^. 128. 
32 
hombres. Pero ¿se trata de modificar la especie humana como tal? El 
cientificismo responde: de nuevo será la ciencia la que aporte la solución. 
Los fines del hombre y del mundo son como un producto secundario, un 
efecto automático de la propia labor de conocimiento. Tan automático 
que, a menudo, el cientificista ni siquiera se toma el trabajo de formular-
lo. Marx, en su famosa undécima tesis sobre Feuerbach, se limita a de-
clarar: «Los filósofos, hasta aquí, sólo han dado del mundo distintas in-
terpretaciones; lo que importa es transformarlo».10 Así no sólo la técnica 
(o transformación) sigue inmediatamente a la ciencia (o interpretación), 
sino que, además, la naturaleza de la transformación no merece ser men-
cionada: es producida por el propio conocimiento. Unas décadas más 
tarde, Hippolyte Taine lo dirá con todas sus letras: «La ciencia desem-
boca en la moral buscando sólo la verdad».11 
Que los ideales de la sociedad o del individuo sean producidos por la 
ciencia, como losdemás conocimientos, acarrea a su vez una consecuen-
cia importante. Si los fines postreros fueran sólo efecto de la voluntad, 
todos debieran admitir que su elección podría no coincidir con la del ve-
cino; así pues, habría que practicar cierta tolerancia, buscar compromisos 
y acomodos. Podrían coexistir varias concepciones del bien. Pero no 
ocurre así con los resultados de la ciencia. Aquí lo falso es implacable-
mente apartado y nadie piensa en pedir algo más de tolerancia para las 
hipótesis rechazadas. Como no hay lugar para varias concepciones de lo 
cierto, apelar al pluralismo no es procedente: sólo los errores son múlti -
ples; la verdad, por su parte, es una. Si el ideal es el producto de una de-
mostración y no de una opinión, hay que aceptarlo sin protestar. 
El cientificismo descansa sobre la existencia de la ciencia, pero no es 
en sí mismo científico. Su postulado de partida, la transparencia íntegra 
de lo real, es improbable; y lo mismo ocurre con su punto de llegada, la 
fabricación de los fines últimos por el propio proceso de conocimiento. 
Tanto en la base como en la cima, el cientificismo exige un acto de fe 
(«La fe tiene razón», decía Renán);12 por ello no pertenece a la familia de 
10. «Théses sur Feuerbach», en K. Marx y F. Engels, Etudesphilosopbiques, Éditions 
Sociales, 1947, p. 59. 
11. Derniers essais de critique et d'histoire, 1894, p. 110. 
12. «L'avenir de la science», en Oeuvres completes, t. III, Calmann-Lévy, 1949, 
p. 1.074. 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
las ciencias, sino a la de las religiones. Basta, para convencerse de ello, 
con ver qué actitud adoptan las propiedades totalitarias, que reposan so-
bre premisas cientificistas, ante su propio programa: mientras que la re-
gla corriente de la ciencia es dejar perfecta latitud a la libre crítica, estas 
sociedades exigen que se callen sus objeciones y se practique la sumisión 
ciega, como se hace en las religiones. 
Hay que insistir en ello: el cientificismo no es la ciencia, es más bien 
una concepción del mundo que creció, como una excrecencia, en el cuer-
po de la ciencia. Por esta razón, los regímenes totalitarios pueden adop-
tar el cientificismo sin favorecer, necesariamente, el desarrollo de la 
investigación científica. Y con razón: ésta exige someterse sólo a la bús-
queda de la verdad, no al dogma. Los comunistas, como los nazis, se pro-
hibieron este camino: unos condenaron la «física judía» (y por lo tanto a 
Einstein), los otros la «biología burguesa» (y por tanto a Mendel); en la 
Unión Soviética, discutir la biología de Lyssenko, la psicología de Pavlov 
o la lingüística de Marr podía llevarte a un campo de concentración. Por 
lo tanto, esos países se condenaron al provincianismo científico. Los to-
talitarios tampoco necesitan investigaciones eruditas y punteras para lle-
var a cabo sus grandes hazañas: las armas de fuego, el gas venenoso o los 
golpes no son precisamente un prodigio del espíritu. Sin embargo, la re-
lación con la ciencia está, en efecto, ahí. Se ha producido una mutación: 
se ha hecho «posible» aprehender el Universo en su totalidad e intentar 
mejorarlo de un modo también global. Esta mutación es la que transfor-
ma el mal humano eterno en un inédito mal del siglo. Por ahí se introdu-
ce, también, una novedad radical en la historia de la humanidad. 
El monismo de estos regímenes se desprende de este mismo proyecto: 
puesto que un solo pensamiento racional puede dominar el Universo en-
tero, no hay ya lugar para mantener distinciones ficticias, ni entre grupos 
de la sociedad, ni entre esferas en la vida del individuo ni entre opiniones 
distintas. La verdad es una, el mundo humano debe ser uno también. 
¿Cómo situar el cientificismo en la historia? Si nos atenemos a la tra-
dición francesa, sus premisas se encuentran en Descartes. Éste, es cierto, 
comenzó excluyendo del campo del conocimiento racional todo lo que se 
refiere a Dios; pero, para lo demás, para la parte del mundo «en la que 
no se mezcla la teología»,'3 Descartes considera posible el conocimiento 
13. Principes dephilosophie, I, 76; Oeuvres et lettres, Gallimard-Pléiade, 1953, p. 610. 
EL MAL DEL SIGLO 
íntegro, siempre que se confíe sólo a la razón y a la voluntad. Por consi-
guiente, no está prohibido al hombre pensarse como un dueño de la na-
turaleza y dueño de sí mismo, «en cierto modo semejante a Dios».14 A 
partir de este conocimiento, un «arquitecto» único podría repensar la 
nueva organización de los Estados y de sus ciudadanos (una consecuen-
cia que Descartes considera indeseable aunque posible). Por último, la 
dirección del cambio estará indicada por ese mismo trabajo de conoci-
miento, el bienestar común se desprenderá automáticamente de los tra-
bajos de los sabios: «Las verdades que contienen dispondrán los espíritus 
a la dulzura y a la concordia».'5 
Estas ideas fueron retomadas, ampliadas y sistematizadas por los 
«materialistas» de los siglos XVII y XVIII. Sigamos en todo a la 
naturaleza en vez de cargarnos con reglas morales, dice sonriendo 
Diderot: ello implica, primero, que se conozca esta naturaleza (ahora 
bien, ¿quién podría procurarnos este saber mejor que los científicos?) y, 
luego, que se obedezcan los preceptos que se desprenden 
automáticamente de este conocimiento. Pero fue sobre todo tras la 
Revolución cuando el cientificismo se introdujo en la política, puesto 
que el nuevo Estado, al parecer, no se basaba ya en tradiciones arbitrarias 
sino en las decisiones de la razón. Se desarrolló en el siglo xix entre los 
más variados pensadores, amigos y enemigos de la Revolución, tan 
grande era el prestigio de la ciencia que esperaban poder instalar en lugar 
de la desfalleciente religión. Lo reivindican, en Francia, tanto los 
utopistas y positivistas, como Saint-Simón y Auguste Comte, como los 
conservadores diletantes, como el conde Gobineau o los historiadores 
cultos, directores espirituales de la intelligentsia liberal y críticos de la 
democracia, Renán y Taine. Entonces, también, se dibujaron sus dos 
grandes variantes, el cientificismo histórico, cuyo pensador más 
influyente es Karl Marx; y el cientificismo biológico, al que el nombre 
de Gobineau puede servirle de emblema. 
El cientificismo pertenece, pues, indiscutiblemente a la modernidad, 
si designamos con esta palabra las doctrinas que afirman que las socieda-
des reciben sus leyes no de Dios ni de la tradición, sino de los propios 
hombres; implica también la existencia de la ciencia, un saber que, a su 
vez, es conquistado sólo por la razón humana, más que ser mecánica- 
14. Les Passionsde Páme, p. 152; ibíd, p. 768. 
15. Principes, Prefacio, ibíd, p. 568. 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
mente transmitido de generación en generación. Pero no es por ello, 
como se obstinan en pensar tantos elevados ingenios, la culminación ine-
vitable, la verdad oculta de cualquier modernidad; el totalitarismo, régi-
men inspirado en su principio, no es la propensión secreta y fatal de la 
democracia. Y es que hay más de una familia de pensamiento en el seno 
de la modernidad, y ni el voluntarismo como tal, ni el ideal igualitario, ni 
la exigencia de autonomía, ni el racionalismo conducen automáticamente 
al totalitarismo. La doctrina del cientificismo es combatida, sin cesar, 
por otras doctrinas, que también reivindican, sin embargo, la moderni-
dad, tomada en su sentido amplio. De modo especialmente revelador, 
este conflicto opone los cientificistas a quienes podemos considerar 
como los pensadores de la democracia, a los humanistas. 
Los humanistas discuten el postulado inicial de la total transparencia 
de lo real, la posibilidad, pues, de conocerlo por completo. Montesquieu, 
su representante en la primera mitad del siglo XVIII, formuló una 
doble objeción. En primer lugar, y por lo que se refiere a cualquier 
parcela del Universo, hay que someterse a lo que, a veces, hoy se 
denominael «principio de precaución». El Universo posee, es cierto, 
una coherencia que en principio es cognoscible; pero hay mucha 
distancia del principio a la práctica. Concretamente, las causas de cada 
fenómeno son tan numerosas, tan complejas las interacciones, que nunca 
podemos estar seguros de los resultados de nuestros conocimientos; y, 
mientras subsista la duda, más vale abstenerse de acciones radicales e 
irreversibles (lo que no quiere decir: de toda acción). Más 
fundamentalmente, ningún saber puede jamás afirmarse absoluto y 
definitivo, so pena de dejar de serlo y convertirse en un simple acto de 
fe. Por eso mismo quedan ya arruinadas las ambiciones de cualquier 
utopismo: la ausencia de una transparencia global sólo autoriza unas 
mejoras locales y provisionales. La universalidad que reivindican 
cientificistas y humanistas no es, por consiguiente, la misma: el 
cientificismo se basa en una universalidad de la razón, las soluciones 
halladas por la ciencia convienen, por definición, a todos, aunque 
provoquen el sufrimiento e, incluso, la perdición de algunos. El huma-
nismo, en cambio, postula la universalidad de la humanidad: todos los se-
res humanos tienen los mismos derechos y merecen un igual respeto, 
aunque sus modos de vida sigan siendo distintos. 
Y hay algo más. El mundo humano, más específicamente, no es sólo 
una parte del Universo, tiene también su singularidad. Esta consiste en 
EL MAL DEL SIGLO 
que los hombres tienen una conciencia de sí mismos que les permite des-
prenderse, en cierto modo, de su propio ser y actuar contra las determi-
naciones que sufren. «El hombre, como ser físico, está, al igual que los 
demás cuerpos, gobernado por leyes invariables. Como ser inteligente, 
viola sin cesar las leyes que Dios ha establecido y cambia las que él mis-
mo establece», escribe Montesquieu.16 Tocqueville, por su parte, res-
pondió a su amigo Gobineau, que le explicaba que los individuos obede-
cen a las leyes de su raza: «A mi entender, las sociedades humanas, al 
igual que los individuos, sólo son algo por el uso de la libertad».17 Creer 
que se conoce por completo al hombre es conocerlo mal. Incluso el co-
nocimiento de los animales es imperfecto, y puede suceder que las vacas 
lecheras de hoy se vuelvan mañana estériles. Pero el de los hombres es, 
por principio, inacabable, en la medida en que los hombres son animales 
dotados de libertad. Por eso nunca podrá preverse con certidumbre su 
conducta de mañana. 
Hay, además, un salto lógico acrobático en la pretensión de derivar lo 
que debe ser de lo que es. El mundo de la acción humana revela ante todo, 
al observador, no el derecho sino la fuerza: los más fuertes sobreviven a 
expensas de los más débiles. Pero la fuerza no fundamenta el derecho y 
responderemos con Rousseau a cualquier deducción de este tipo: «Podría 
emplearse un método más consecuente, pero no más favorable a los tira-
nos».18 Para decidir la dirección del cambio, pues, no basta con observar 
y analizar los hechos, algo para lo que la ciencia está especialmente bien 
provista; hay que apelar a objetivos que dependen de una elección volun-
taria, que supone argumentos y contraargumentos. Los ideales no pueden 
ser verdaderos o falsos sino sólo más o menos elevados. 
El conocimiento no produce la moral, los seres cultos no son ne-
cesariamente buenos: ésa es la gran crítica que dirigió Rousseau a sus 
contemporáneos cientificistas y hombres de las Luces (Rousseau pertene-
ce también, claro está, a las Luces, pero en un sentido mucho más pro-
fundo que Voltaire o Helvétius). «Podemos ser hombres sin ser sabios»,19 
dice una de sus frases memorables. Y, regresando a los regímenes políti- 
16. De l'esprit des lois, I, 1, Garnier, 1973, p. 9. 
17. «Lettres á Gobineau», en Oeuvres completes, Gallimard, 1951, t. IX, p. 280. 
18. Du contract social, I, 2; op. cit., p. 353. 
19. Entile, IV; op. cit., t. IV, p. 601. 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
cos: la democracia es la de todos los ciudadanos, no sólo la de las perso-
nas sabias y cultivadas. Su política implica no el conocimiento verdade-
ro, sino la libertad (la autonomía) de la voluntad. Por ello cultiva el plu-
ralismo, no el monismo: no sólo los errores son múltiples, sino también 
los deseos humanos. 
El proyecto democrático, basado en el pensamiento humanista, no 
lleva a la instauración del paraíso en la tierra. No es que ignore el mal en 
el mundo y en el hombre, ni que quiera resignarse a él; pero no postula 
que ese mal pueda ser extirpado radicalmente y de una vez por todas. 
«Los bienes y los males son consustanciales a nuestra vida», escribe 
Montaigne,20 y Rousseau dice: «El bien y el mal brotan de la misma 
fuente».21 Bien y mal son consustanciales a nuestra vida porque resultan 
de la libertad humana, de la posibilidad que tenemos de elegir, en cual-
quier instante, entre varias opciones. Su fuente común es nuestra socia-
bilidad y nuestra inconclusión, que hacen que necesitemos a los demás 
para asegurar el sentimiento de nuestra existencia. Ahora bien, esta ne-
cesidad puede satisfacerse de dos modos opuestos: se quiere a los demás 
y se intenta hacerlos felices; o se los somete y humilla, para gozar del po-
der sobre ellos. Tras haber comprendido este carácter inseparable del 
bien y del mal, los humanistas abandonaron la idea de una solución glo-
bal y definitiva de las dificultades humanas: los hombres sólo podrían ser 
liberados del mal que está en ellos siendo «liberados» de su propia hu-
manidad. Vano es esperar que un régimen político mejorado o que una 
tecnología más efectiva puedan aportar un remedio definitivo a sus sufri-
mientos. 
Por último, cientificismo y humanismo se oponen en su definición 
de los fines de las sociedades humanas. La visión cientificista excluye 
cualquier subjetividad, la contingencia, pues, que constituye la voluntad 
de los individuos. Los fines de la sociedad deben desprenderse de la ob-
servación de procesos impersonales, característicos de la humanidad en-
tera, incluso del Universo en su conjunto. La naturaleza, el mundo, la 
humanidad mandan; los individuos se someten. Para el humanismo, por 
el contrario, los individuos no deben ser reducidos, pura y simplemente, 
20. Les Essais, III, 13; PUF-Quadrige, 1992, pp. 1.089-1.090. 
21. «Lettre sur la vertu, l'individu et la sociéte», en Aúnales de la Société Jean-Jacques 
Rousseau, XLI, 1997, p. 325. 
EL MAL DEL SIGLO 
al papel de medios. Esta reducción, decía Kant, es posible de modo pun-
tual y parcial, con vistas a alcanzar un objetivo intermedio; pero el fin úl-
timo son, siempre, los seres humanos particulares: todos los hombres, 
pero tomados uno a uno. 
NACIMIENTO DE LA DOCTRINA TOTALITARIA 
La violencia como medio para imponer el bien no está intrínsecamente 
vinculada al cientificismo, puesto que existe desde tiempos inmemoria-
les. La Revolución Francesa no necesitó una justificación cientificista 
para legitimar el Terror. Sin embargo, a partir de cierto momento, se 
operó la conjunción de varios elementos que hasta entonces subsistían 
por separado: el espíritu revolucionario que implicaba el recurso a la vio-
lencia; el sueño milenarista de edificar el paraíso terrenal aquí y ahora; y 
por último, la doctrina cientificista, que postula que el conocimiento in-
tegral de la especie humana está al alcance de la mano. Este momento 
corresponde a la partida de nacimiento de la ideología totalitaria. Aun-
que la propia toma del poder se lleve a cabo de modo pacífico (como la 
de Hitler, a diferencia de las de Lenin y Mussolini), el proyecto de crear 
una sociedad nueva, habitada por hombres nuevos, de resolver todos los 
problemas de una vez por todas, un proyecto cuya realización exige una 
revolución, se mantiene en todos los países totalitarios. Es posible ser 
cientificista sin sueño milenarista y sin recurso a la violencia (muchos 
expertos técnicos lo son hoy),como se puede ser revolucionario sin doc-
trina cientificista, como tantos poetas de comienzos de siglo que recla-
maban, con sus votos, el desencadenamiento de los elementos. El totali-
tarismo, por su parte, exige la conjunción de esos tres ingredientes. 
Ni la violencia revolucionaria ni la esperanza milenarista llevan, por 
sí solas, al totalitarismo. Para que se establezcan sus premisas intelectua-
les debe añadirse, además, el proyecto de dominio total del Universo, 
portado por el espíritu científico y, más aún, por el pensamiento cientifi-
cista. Preparado por el radicalismo cartesiano y el materialismo del siglo 
de las Luces, aquél florece en el siglo xix: sólo entonces el proyecto tota-
litario podía nacer. Recuerdo que aquí sólo trataré de las raíces ideológi- 
EL MAL DEL SIGLO 
 
cas del totalitarismo, pues éste, es evidente, tiene también otras: econó-
micas, sociales o estrictamente políticas. 
¿De cuándo datan los primeros esbozos de la sociedad claramente to-
talitaria? Los escritos de Marx, por una parte, y de Gobineau, por la otra, 
fueron publicados a mitad de siglo; ilustran el cientificismo, pero no 
ofrecen un cuadro detallado de la futura sociedad (Gobineau no es en ab-
soluto, por lo demás, un utopista, sólo prevé la decadencia). Los textos 
teóricos y literarios de Nikolai Chernychevski, el gran inspirador de 
Lenin, proceden de los años sesenta del siglo xix: el Principio antropológico 
en filosofía, su manifiesto cientificista, es de 1860; ¿Qué hacer?, su novela 
de tesis, de 1863. El Catecismo revolucionario de Necháiev, que se refiere 
más a la práctica revolucionaria que al proyecto de la sociedad que debe 
crearse, se redactó en 1869 y se hizo público en 1871. Uno de los textos 
más reveladores en este contexto, y al mismo tiempo uno de los menos 
conocidos, es el tercer Diálogo filosófico de Ernest Renán,22 que data de 
1871. Un personaje llamado Théoctiste expone allí, por primera vez al 
parecer, los principios del futuro Estado totalitario. 
En primer lugar, los fines últimos de la sociedad no se deducen de las 
exigencias de los seres individuales, sino de las de toda la especie, inclu-
so de la naturaleza viva en su conjunto. Ahora bien, la gran ley de la vida 
no es sino el «deseo de existir», más poderoso que todas las leyes y con-
venciones humanas; la ley de la vida es el reinado de los más fuertes, la 
derrota y la sumisión de los más débiles. En esta óptica, el destino de los 
individuos no tiene importancia, éstos pueden ser inmolados al servicio 
de un designio superior. «El sacrificio de un ser vivo a un fin deseado por 
la naturaleza es legítimo». Puesto que es preciso seguir en todo las leyes 
de la naturaleza, se impone un trabajo preliminar: el de conocer esas le-
yes. Ésta será pues la tarea de los sabios. Dominando el saber, a éstos les 
será naturalmente atribuido el poder. «La élite de los seres inteligentes, 
dueña de los más importantes secretos de la realidad, dominaría el mun-
do por medio de los potentes medios de acción que estarían en su poder, 
y haría reinar en él el máximo de razón posible». El mundo sería pues di-
rigido no por los reyes filósofos, sino por «tiranos positivistas». Éstos, 
una vez iniciados en el secreto de la marcha natural del Universo, no es-
tarían obligados a respetarla, deberían, por el contrario, al igual que to- 
22. Dialoguesphilosophiques, en Oeuvrescompletes, 1.1, p. 602-624. 
dos los técnicos, prolongar el trabajo de la naturaleza mejorando la espe-
cie. «La ciencia debe encargarse de la obra en el punto donde la ha deja-
do la naturaleza». Hay que perfeccionar la especie, crear un hombre 
nuevo, provisto de capacidades intelectuales y físicas superiores, elimi-
nando si es necesario todos los ejemplares defectuosos de la humanidad. 
El futuro Estado basado en estos principios se opondría, punto por 
punto, a la democracia. Su objetivo, en efecto, no es dar el poder a todos, 
sino reservarlo para los mejores; no cultivar la igualdad sino favorecer el 
desarrollo de los superhombres. La libertad individual, la tolerancia, la 
concertación no tienen papel alguno que desempeñar allí, puesto que 
disponemos de la verdad y ésta es una y exige la sumisión, no el debate. 
«La gran obra se realizará por la ciencia, no por la democracia». De ese 
modo, el nuevo Estado defenderá su eficacia, mucho mayor que la de las 
democracias, las cuales están obligadas, por su parte, a consultar siempre, 
a comprender, a convencer. Esta cuestión, que podría sorprender, es re-
veladora. Ciencia y democracia son hermanas, nacen en el mismo movi-
miento de afirmación de la autonomía, de liberación con respecto a la tu-
tela de las tradiciones. Sin embargo, si la ciencia deja de ser una forma de 
conocimiento del mundo y se transforma en guía de la sociedad, en pro-
ductora de ideales (dicho de otro modo, si la ciencia se convierte en cien-
tificismo), entra en conflicto con la democracia: la búsqueda de la verdad 
no se confunde con la del bien. 
Para asegurar la buena marcha de los asuntos en el interior del país, 
el Estado cientificista tendrá que proveerse de un útil apropiado: el te-
rror. El problema de las antiguas tiranías asociadas a la religión es que 
disponen de una amenaza—¡si desobedecéis iréis al infierno!—demasia-
do frágil, lamentablemente: cuando los hombres no creen ya en el infier-
no ni en los diablos, creen que todo les está permitido. Hay que poner 
remedio a esta carencia creando «no un infierno quimérico, de cuya exis-
tencia no se tengan pruebas, sino un infierno real». La creación de ese 
lugar—de ese campo de la muerte que haría nacer el espanto en todos los 
corazones y produciría la sumisión incondicional de todos—se justifica, 
pues serviría para el bien de la especie. «El ser en posesión de la ciencia 
pondría un terror ilimitado al servicio de la verdad». Para establecer esta 
política de terror, el gobierno científico tendrá a su disposición un cuer-
po especial de individuos bien entrenados, «máquinas obedientes libera-
das de repugnancias morales y dispuestas a todas las ferocidades». En- 
MEMORIA DEL MAL, TENTACIÓN DEL BIEN 
contraremos de nuevo esta exigencia, cincuenta años más tarde, en 
Dzerzhinski, el fundador de la policía política soviética, la Cheka, que 
describió a sus subordinados como «camaradas decididos, duros, 
sólidos, sin estados de ánimo».23 
Por lo que se refiere a la política exterior, prosigue Renán, los cientí-
ficos en el poder deberían encontrar el arma absoluta, la que asegura la 
destrucción inmediata de gran parte de la población enemiga; tras ha-
berlo hecho, tendrían asegurada la dominación universal. «El día en que 
algunos privilegiados de la razón poseyeran el medio de destruir el pla-
neta, su soberanía estaría creada; estos privilegiados reinarían por el po-
der absoluto, puesto que tendrían en sus manos la existencia de todos». 
El poder espiritual llevará así al poder material. 
Éstas son las líneas generales de la utopía de Renán; forzoso es reco-
nocer que los utopismos que comenzaron a implantarse medio siglo más 
tarde se adaptan a ella hasta en los detalles. La proximidad es particular-
mente grande con el nazismo, donde el proyecto de producción de un 
hombre nuevo recibe la misma interpretación biológica. Por lo demás, el 
propio Renán preveía la realización de su utopía no en Francia, donde ha-
bría chocado con otras tradiciones, sino precisamente en Alemania, un 
país «que muestra poca preocupación por la igualdad e incluso por la dig-
nidad de los individuos». Pero la distancia con respecto a la sociedad co-
munista no es mayor, sólo está mejor escondida. Ésta reivindica un ideal 
igualitario, pero, como hemos recordado, no se adecúa a él en absoluto. 
En la práctica, el papel de vanguardia atribuido al Partido y la exigencia, 
en el seno de éste, de sumisión incondicional a los dirigentes revelan, a su 
vez, el culto a los superhombres,

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