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Mi receta contra en acoso escolar - Raúl Rodrigo Rubio

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© Raúl Rodrigo Rubio, 2020
© Portada: QTZ Marketing, 2020
© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2020
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A Raquel Santiso, 
por envolverme en Tierra Fértil.
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El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear
peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar
la vida, porque acaba siendo verdad.
Ana María Matute (1925-2014).
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1.
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Presentación
Si vamos a compartir una fracción de vida, por pequeña que esta sea, bien merece que
me presente, que te cuente quién soy.
Mi nombre es Raúl Rodrigo y aunque en los treinta y seis años que llevo vivo me han
sucedido muchas más cosas, la mayor parte de ellas maravillosas, el motivo que nos une
es que yo también sufrí acoso escolar; en mi caso en el instituto.
No soy psicólogo ni trabajador social, de hecho mi profesión actual dista mucho de
estas disciplinas: soy auditor. Por tanto, no me presento ante ti como experto en nada.
Me presento como un superviviente que lamenta que el acoso escolar siga siendo un
problema. Pero la realidad es que lo es. Y ante un problema, uno solo tiene dos opciones:
ignorarlo o enfrentarse a él. A mí, la experiencia me demuestra que ignorar los
problemas acaba trayendo consecuencias desastrosas. De modo que creo que es el
momento de actuar, de que cada uno haga su parte para curarnos de esta epidemia que
asola nuestra sociedad.
Mi parte comenzó hace algo más de dos años cuando una mañana, al despertar,
comprendí que todo lo que yo había vivido, todo mi sufrimiento, no podía ser en
vano. Me levanté, y sin perder un segundo en desayunar o ducharme, me senté frente al
ordenador y escribí un montón de mensajes que me gustaría decirle a un chaval o a una
chavala que estuviera sufriendo acoso si tuviera la oportunidad de estar con él o con ella.
Las cosas que me gustaría contarte a ti. Y, como todo lo que deseamos con fuerza,
como todo lo que pedimos con el corazón, esa oportunidad llegó un año más tarde. La
prueba final de un curso de oratoria consistía en una charla de veinte minutos ante un
público desconocido. ¿Temática? Libre. Rescaté esas notas que llevaban un año
guardadas en mi ordenador y preparé una ponencia con las ideas más importantes que
contaría a un público de adolescentes, fueran o no personas acosadas. Lo que ocurrió a
partir de ese momento fue maravilloso. Entre los asistentes, una antigua profesora a la
que pedí que viniera para darme su parecer sobre lo que quería transmitir: Ana Rosa.
Quedó encantada. Me abrió la puerta a una asamblea de mediadores en la que
participaban más de trescientos alumnos y catorce institutos. Conté lo que quería contar
y a partir de ahí surgió la oportunidad de compartir mi experiencia en decenas de
institutos.
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Y mi parte continúa con este libro. Actualmente me resulta inviable dedicarme en
exclusiva a contar mi vivencia en centros educativos. Sin embargo, cada vez veo más
urgente actuar. Escribo este libro con el propósito de llegar a cuantas más personas sea
posible, para que mis palabras de esperanza se queden a vivir en tu corazón.
Si mi relato, si confesarte cómo fueron aquellas duras mañanas y, sobre todo,
compartir contigo mi trabajo emocional posterior siembra una semilla de esperanza en ti,
lo que yo viví, este libro y el tiempo que pasemos juntos habrán merecido la pena.
Pero antes de seguir me veo en la obligación de aclarar algo. A este libro es bienvenido
todo el mundo. Lo es aquel que esté sufriendo acoso, lo es quien lo sufrió, lo es quien lo
está provocando y lo son, por supuesto, los padres y los profesores de unos y otros. Pero
escribo este libro como si frente a mí tuviera un auditorio lleno de chavales adolescentes.
Ellos, vosotros, tú, eres el verdadero protagonista. Ahora bien, como ocurre en mis
charlas, también hay padres y profesores que se pueden sentar a escuchar, a formar parte
de esta lucha activa. Y también, como ocurre en mis charlas, es probable que en algunos
capítulos desvíe mi mirada hacia esos padres o profesores que, sentados en la última fila,
deben cobrar un especial protagonismo. Pero, salvo contadas excepciones, esta será mi
voz narrativa a lo largo del libro. Una conversación de tú a tú con un joven, a veces
acosado, a veces acosador, a veces cómplice.
Hechas las presentaciones, toca entrar en materia. Y en primer lugar me corresponde
decirte qué vas a encontrar en el libro. Al margen de los diferentes asuntos que iremos
abordando y que has podido, o puedes, ver en el índice, lo que encontrarás son tres ejes
centrales.
¿Qué vas a encontrar en este libro?
1. Todos somos responsables
2. No estás solo, no estás sola
3. Hay esperanza
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Los diferentes capítulos se circunscribirán en torno a estas tres ideas principales. En la
primera, Todos somos responsables, alzaremos la mirada para llamar la atención de
aquellos que no están asumiendo su parte en esta contienda. Más adelante lo
desarrollaremos. En los capítulos dedicados a reforzar la idea de que No estás solo, no
estás sola, te invitaré a pedir ayuda, a reflexionar sobre la necesidad de hacerlo o por qué
no te atreves a alzar la voz. Finalmente, Hay esperanza. No dudes que la hay. Yo soy un
ejemplo de ello, pero como yo hay miles de personas que han sobrevivido al acoso, han
sanado sus heridas y ahora disfrutan de la vida con plenitud. Eso es cierto. Pero no lo es
menos que el sufrimiento no sirve de nada y que el acoso escolar pasa una importante
factura emocional. Por tanto, pongámonos manos a la obra para que si estás sufriendo
acoso salgas de ahí cuanto antes y si lo estás provocando o permitiendo, salgas también
de ahí cuanto antes.
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2.
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Normas de convivencia
Tras presentarme, en mis charlas, pongo unas sencillas reglas. Pido que en el rato que
vamos a pasar juntos respetemos ciertas normas de convivencia. Aquí carece de toda
lógica. Sin embargo, me permito rescatar algunas de ellas para invitarte a hacer algunas
reflexiones.
Llevamos poco tiempo juntos, quizá no el suficiente para que te hayas podido percatar
de algo: a mí no me gusta hablar de bullying. Yo trato de utilizar siempre la palabra
castellana: acoso, acoso escolar. Libre eres de usar el término que más te guste, ¡faltaría
más! Pero te invito a pensar si la palabra bullying no es un eufemismo. ¿Sabes lo que es
un eufemismo? Algunos de los chavales con los que he hablado antes no lo sabían, de
modo que abro un breve paréntesis para aclarártelo. Se trata de una palabra que
utilizamos para no decir otra, que es la correcta, pero que nos parece políticamente
inapropiada o malsonante. Por ejemplo, decir que un hombre es de color es un
eufemismo de la palabra negro. O que alguien está grueso es un eufemismo de gordo.
No hay nada peyorativo en la palabra negro o gordo, el desprecio no reside en los
términos sino en la intención de quien los usa. Así pues, a mí bullying me resulta un
eufemismo de la palabra acoso. Hemos importado una palabra del inglés porque nos
suena menos dolorosa, pero corremos el riesgo que se nos olvide la gravedad del
término. Esto es acoso, y en algunos casos maltrato. Sí, nos duela o no el reflejo que
vemos en el espejo, esto es lo que somos y en esto nos hemos convertido como sociedad.
Por tanto, como digo, libre eres de usar el término que te plazca, pero dejo jugueteando
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entre tus neuronas esta primera reflexión.
Precisamente porla gravedad del asunto que nos traemos entre manos, debemos ser
extremadamente cautos. Debemos hacer un ejercicio de responsabilidad y reflexión.
Es muy difícil definir qué es el acoso escolar. Se considera que estamos ante una
situación de acoso escolar cuando se produce una vejación, aislamiento y/o maltrato
físico –entre otros–, continuados en el tiempo. Como fuere, quien lo sufre sabe
reconocerlo. Si has llegado hasta aquí es porque lo sufres, lo has sufrido o lo sufre un ser
cercano. Lo que me interesa destacar en este punto es el hecho de que la mayoría de los
expertos –a los que me sumo no como experto, sino como emisor del mismo mensaje–,
coinciden en que, para poder hablar de acoso, lo fundamental es que se trate de una
situación prolongada en el tiempo. Donde quiero llegar, y lo digo sin paños calientes, es
a que no debemos banalizar este asunto. No debemos confundir un desencuentro con
un compañero, una pelea con una compañera, un cambio de grupo en el que paso unos
días desubicado o desubicada, con una situación de acoso escolar. ¡Ojo! No justifico ni
consiento la violencia, no considero que nadie deba aceptar ni una sola falta de respeto,
pero decir que alguien nos está acosando es una acusación seria y debe ser
meridianamente cierta. Por muchos motivos. Se me ocurren algunos que te pueden
ayudar a entenderlo:
Algunas razones para no banalizar en este asunto:
• Estaríamos acusando a alguien injustamente de algo muy grave.
• Estaríamos frivolizando con algo muy serio.
• Estaríamos faltando al respeto a aquellos que sí están sufriendo acoso
escolar.
• Corremos el riesgo de que la sociedad deje de tomarnos en serio.
Alzo en este punto la mirada, la dirijo a esos padres sentados en la última fila. Apelo a
ellos, apelo a vosotros, por dos cuestiones:
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La visión de un adulto
Vosotros sois adultos, contáis con todos los recursos personales necesarios para guiar a
vuestros hijos, para evaluar lo que está ocurriendo con objetividad. Y si no podéis
hacerlo solos, tenéis a vuestro alcance a profesionales que os pueden ayudar. ¿De
verdad está sufriendo acoso mi hijo? ¡Cuidado! No invito a cuestionar el testimonio
del menor, no digo que haya un gran número de casos de acusaciones infundadas, lo que
propongo es que antes de entrar en cólera y aparecer en el colegio o en casa de otro
padre hecho un basilisco, respiremos. Respiremos y abordemos este asunto con calma.
Una vez escuchado el testimonio del menor, el siguiente paso debería ser concertar una
reunión con el tutor (más adelante dedicaremos un apartado a las pautas de actuación). A
partir de ese momento, estableced las medidas oportunas y por supuesto sed críticos con
todo lo que escuchéis. No vamos a hacerle ningún favor a nuestro hijo, a nuestra
hija, si reaccionamos de manera visceral, tanto si se trata de una situación grave y
peligrosa como si se trata de un relato infundado. He asistido a situaciones en las que
profesoras entregadas a esta causa, comprometidas, sensibles y empáticas,
recomendaban con todo el respeto del mundo ayudar a los hijos a desarrollar habilidades
sociales ante la negativa continua de los padres. Casos en los que el motivo por el que
nadie quería sentarse con un chaval era una cuestión de higiene, pero los padres se
negaban a aceptarlo, a reconocer que dicho problema existía. No se trataba de una
situación de acoso premeditado y orquestado, se trataba de que al resto de compañeros, y
a los profesores, les resultaba imposible estar al lado de una persona con escasa higiene.
Por eso es mi obligación levantar la mano en este punto, por eso debo apelar a vuestro
sentido crítico, a vuestra capacidad para desprenderos del egocentrismo y el victimismo.
Quizá no sea el discurso que alguien esperaría encontrar en un libro como este, pero
considero que obviar esta realidad sería faltar a la verdad e incumplir mi compromiso de
servicio a la sociedad.
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¿Predico con el ejemplo?
Para desarrollar este punto me ayudaré de un ejemplo absolutamente ilustrativo.
Hace unos meses, cuando Andrea Janeiro, la hija de Belén Esteban y Jesulín de
Ubrique cumplió la mayoría de edad, este país la convirtió en #TT a nivel mundial. ¿Por
qué? Por su aspecto físico. De todas las cosas que se podrían haber elegido, se optó por
su apariencia física. Da igual si Andrea Janeiro es buena o mala persona, si trata bien o
no a sus amigos, si es o no una buena estudiante –que al parecer lo es, algo que, a tenor
de sus vivencias, en mi opinión debería ser el motivo por el que convertirla en #TT–.
Todo eso dio igual. Lo único que importó fue su aspecto físico. ¿Retuiteaste esa imagen?
¿Compartiste ese chiste fácil con su cara por Whatsapp? ¿Le diste Me gusta a la
publicación de Facebook? Entonces, ¿qué les estás enseñando a tus hijos?
Y podemos ir más allá, en el silencio y la intimidad que nos permite la lectura,
podemos aprovechar y plantearnos otras cuestiones. ¿Cómo le hablas a tu pareja delante
de tus hijos? ¿Cómo permites que te hable tu pareja delante de ellos? ¿Cómo te diriges a
tu propio hijo? ¿Cómo resuelves los conflictos familiares? ¿Los resuelves? ¿Cómo te
comportas en el grupo de Whatsapp del colegio? ¿Cómo hablas de los profesores de tu
hijo en su presencia? Ahí lo dejo, repiqueteando por tu cabeza…
También hay normas para mí. En el mismo instante que supe que quería compartir mi
vivencia contigo, entendí que bajo ningún concepto iba a contarte el cuento del patito
feo. ¿Lo conoces? Es la historia de una mamá pata que empollaba varios huevos y para
su sorpresa, y la del resto de animales de la granja, de uno de los huevos salió un pato
totalmente diferente al resto. Era grande y feo, y no parecía un pato. El resto de los
animales del corral comenzaron a reírse de él y a llamarle feo: el patito feo. Tales fueron
las burlas que la propia mamá pata acabó repudiando a la criatura y le invitó a marcharse
de allí. Después de varios periplos, que omito para ahorrarte la crueldad del relato, el
pato creció y resultó ser un cisne, un bello y elegante cisne. Sí, el final es el que
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imaginas. El patito feo regresó a la granja convertido en cisne y saboreó las mieles de la
admiración y la vergüenza de todos aquellos que un día se rieron de él.
No me gusta. Es una historia revanchista, llena de prejuicios y que nos genera unas
expectativas que no siempre tienen por qué cumplirse y por lo tanto puede llevarnos a la
frustración. Las cosas no son así, ni deben serlo.
No me detendré mucho en este punto porque confío en ser capaz de ir desgranando
estos argumentos a lo largo del libro. De hecho, en parte estos podrían ser los axiomas
fundamentales de esta obra. Pero sí aclararé algunos asuntos. Nadie sufre acoso por ser
el patito feo. No hay razones que justifiquen una situación de acoso escolar –ni laboral,
ni por supuesto de maltrato físico entre adultos–. Por tanto, explicar lo que le ocurre al
patito desde su fealdad es el primer gran error que desgraciadamente seguimos
cometiendo cuando tratamos de entender por qué una persona es maltratada o
apartada. Lo desarrollaremos más adelante. En segundo lugar, esperar, o proponer, que
la situación remita cuando la víctima se convierta en alguien que cumple con todos los
rasgos –o incluso los supera– del acosador, es un atentado a la autoestima, a la ética y a
los valores que deberíamos tener. Nadie debe cambiar para ser aceptado. Nadie debe
cambiar para intentar agradar a nadie. También lo desarrollaremos más tarde. En tercer
lugar, porque yo me he propuesto transmitirte esperanza, pero esperanza hoy, no
esperanza en el futuro. Y, finalmente, porque sentiría una gran satisfacción si al finalizar
este libro –y después de hacer el trabajo personal que necesites–, fueras capaz de
regresar a la granja sin sentir rencor por nadie ni necesidad de paladear el sabor de la
revancha.
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3.
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Las mañanas frías y oscuras
Esta es una historia sencilla, pero no es fácil de contar. Como en
una fábula, hay dolor, y como una fábula, está llena de maravillas
y felicidad.
La vida es bellaNo es fácil contar una historia cuando hay dolor, cuando hubo dolor –afortunadamente
en mí ya no lo hay–. Pero es necesario hacerlo.
Es necesario que te hable de mis días más oscuros, que te cuente cómo eran mis
noches de domingo, que te narre mi soledad.
Porque si no, nada de lo que te diga después, ninguno de mis mensajes de esperanza te
resultará convincente. Solo convirtiéndome en protagonista del dolor, solo haciéndote
partícipe de mi pasado, solo enseñándote las cicatrices de mis heridas, me creerás
cuando te diga que se puede ser un superviviente de esta tormenta.
Asistí a un congreso sobre acoso escolar en el que un escritor nos hablaba de cómo
desfiguramos la realidad a medida que esta se va convirtiendo en recuerdos, a medida
que pasa el tiempo. Nadie parecía cuestionar su tesis –que, por otra parte, ha sido
refutada por numerosos expertos en psicología, psiquiatría o neurología– hasta que una
asistente levantó la mano y preguntó: ¿Y lo que sentiste? ¿Se puede distorsionar el
recuerdo de la emoción, de lo que aquellas vivencias te hicieron sentir? Touché. El
escritor se adentró en un bosque de explicaciones y yo grité en silencio: ¡Bravo! ¡Bravo
por esa locuaz asistente! Bravo, porque eso es precisamente lo que me ocurre a mí ahora.
He olvidado infinidad de detalles, apenas recuerdo hechos concretos –entre otras cosas
porque he perdonado y porque he descubierto que no soy rencoroso– pero no tengo la
menor duda de lo que sentí aquellos años.
De aquellos dos años recuerdo soledad, vergüenza y angustia.
Mi historia es una más de entre tantas, y al contarla seguramente te resultará familiar
porque, al final, casi todas tienen la misma esencia.
Tuve la suerte de vivir una infancia normal, como considero que debe ser la de
cualquier niño. Nací y crecí en un pequeño pueblo de Teruel, Burbáguena, justo a mitad
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de camino entre dos pueblos más grandes: Calamocha y Daroca. Parte de mis años
escolares los cursé en Daroca. Mis padres nos pusieron a salvo de la maestra cruel y
despiadada que impartía las clases en Burbáguena y nos cambiaron de colegio. Nos
llevaron, como digo, a Daroca. Cuento esto porque más tarde será importante para
comprender que mis padres habrían hecho lo que fuera necesario para protegerme de lo
que viví años más tarde en el instituto en Calamocha. El problema es que mis padres
nunca supieron nada, porque no se lo conté. Desarrollaré este asunto en capítulos
posteriores. Prosigo. Como decía, mi infancia fue feliz, especialmente en Daroca. Gocé
de los amigos, de un colegio comprometido con la sociedad, de unas maestras y
Hermanas cariñosas y entregadas. Me sentí querido, valorado y disfruté de aquellos
años. La línea temporal que vino a atravesar mi destino fue una cuestión administrativa.
A Burbáguena le correspondía el instituto de Calamocha. De modo que, cuando llegó el
momento de comenzar el instituto, con catorce años, actual tercero de la ESO, tuve
necesariamente que continuar en Calamocha. Como yo no pertenecía a la circunscripción
de Daroca, no existía transporte escolar desde Burbáguena a Daroca y el transporte
público, que usaba hasta entonces, ya no me servía porque todos los días habría llegado
al instituto una hora tarde.
Acepté los hechos con resignación y llegué a mi nuevo instituto en Calamocha con la
misma ilusión y entrega con la que había ido cada mañana a Daroca.
Sin embargo, sin saber cómo ni por qué, a las pocas semanas de comenzar las clases
mis mañanas se habían convertido en un lugar gris, frío y solitario. Sobre todo solitario.
Cada día, cuando se acercaba la hora del recreo, me invadía una angustia inmensurable.
La angustia tenía que ver con que al llegar el descanso me descubría buscando a alguien
que me permitiera formar parte de su grupo, y así salvar otra jornada sin que nadie
reparara en mi soledad. Yo no entendía nada. Había pasado de estar feliz en un colegio a
llegar a un instituto donde la gente me despreciaba e ignoraba. Tenía que mendigar que
alguien quisiera dejarme formar parte de su grupo. Pero esto, no siempre ocurría. A
menudo nadie quería que me acercara a su grupo. No había conflicto aparente ni eran
precisas las negativas expresas: a estas alturas ya sabes que hay muchas formas de
apartar a una persona sin mediar palabra, de ignorarle, de excluirle, de golpearle sin ni
siquiera rozarle...
Así que muchos días acababa deambulando solo durante el recreo, obligado a la
soledad y, lo que es peor, a la humillación de tener que mostrarla ante todo el que
quisiera mirar. Si lo has vivido lo sabes, si no, yo te lo cuento. Te aseguro que más
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doloroso que la soledad, es el hecho de tener que mostrarla ante quien quiera mirar. Es
humillante, denigrante. Es el maltrato silencioso, la crueldad contra la que no se
puede luchar, el triunfo del mal: porque quien lo provoca sabe que ante eso no
tienes armas para pelear. Si te pegan puedes acudir al director y tendrá consecuencias
pero, ¿si te ignoran? ¿Qué haces si el maltrato consiste en aislarte e ignorarte? A nadie se
le puede obligar a estar al lado de quien no quiere estar. Ningún docente se encontrará
con recursos para solventar una situación así de manera inmediata.
De modo que recuerdo esa soledad punzante y fría, esa espada de Damocles sobre mi
espalda durante los treinta minutos que duraba el recreo. Y sí, recuerdo las miradas
triunfales. Los ojos destellantes de los que habían orquestado todo aquello. Recuerdo
cómo me dedicaban una fracción de segundo. Como siempre, recreo tras recreo y a pesar
de su empeño en ignorarme, me miraban. Un segundo, quizá menos. Lo suficiente para
regodearse, para disfrutar de su triunfo, para saborear la cosecha de su plan urdido con
nocturnidad y alevosía. Me miraban y hablábamos sin articular palabra. En esa fracción
minúscula de tiempo nos decíamos infinidad de cosas con la mirada, que se resumían en
una pregunta y una respuesta: «Entiendes que esto es un desafío, ¿verdad?» «Lo
entiendo». Necesitaban comprobar que yo sabía que nada era casual, que aquello era su
obra maestra. De hecho, si no hubiéramos compartido una lucidez similar –porque los
que a mí me acosaron eran tremendamente inteligentes, de eso hablaremos más adelante,
en un capítulo dedicado a la envida–, si yo hubiera tenido peores entendederas, el
conflicto se hubiera librado en otros términos –más físicos, más agresivos, aunque
también los hubo–. Porque de nada les habría servido aislarme si el dolor no hubiera sido
tan profundo, si yo no hubiera comprendido de qué se trataba todo aquello.
Como he dicho antes, he olvidado la mayor parte de las anécdotas, pero respecto a la
soledad recuerdo que para mí era un calvario lo que para los demás era una fiesta: las
clases de educación física, los trabajos en grupo y las excursiones. Temía todo aquello
porque suponía situaciones incontrolables para mí –más tarde hablaremos de patologías
derivadas del acoso, la necesidad de controlarlo todo es una de ellas– y por tanto
susceptibles de convertirse en un foco de burlas y ofensas. Si en las clases de educación
física se formaban equipos, yo siempre era el último en ser elegido –de nuevo, la
soledad–, en las excursiones en autobús solo encontraba chicas con las que sentarme –las
chicas que me rodearon fueron más sensibles y valientes que los chicos–, lo cual no
hacía sino acrecentar el problema de exclusión y burla. Si los trabajos por equipos los
fijaba el profesor o se hacían por sorteo, parecía que yo era una especie de apestado con
quien casi nadie quería estar –a pesar de mi excelencia académica–. Me escapo un
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instante de mi relato para decir en este punto que tengo la sensación que los profesores,
actualmente, cuidan mucho este tipo de cosas y no permiten que se den situaciones
similares. Esto es algo que me congratula y que si no es así debería llevar a la reflexión.
Todos y cada uno de los días que fui al instituto durante 3º y 4º de la ESO soñaba con
volverme invisible y desaparecer.
Durante dos años de mi vida, de lunes a viernes, pasaba media mañana sufriendoporque iba a llegar el recreo, sufriendo porque llegaba, sufriendo por los cambios de
clases que suponían tener que atravesar medio instituto, sufriendo porque llegara el
martes –eso no lo he olvidado, las clases de educación física eran los martes–, sufriendo
porque al día siguiente era lunes… Durante aquellos años, anhelaba que el tiempo pasara
deprisa, sobre todo el tiempo del recreo para regresar a mi pupitre, protegido de las
burlas y ofensas. A salvo, bajo la vigilancia de mis profesores –a los que tan agradecido
estoy, por otra parte–. Porque también las hubo. No solo hubo ignorancia y aislamiento.
También hubo burlas, ofensas y golpes.
Odiaba las clases de tecnología, de música, de plástica y de educación física. De
hecho, no creo que fuera casual que en ninguna de estas asignaturas llegara nunca a ser
brillante. Las de educación física ya he explicado por qué, aunque añadiré algo más.
Alzo la vista en este punto a los adultos que puedan estar escuchando, leyendo. Os pido
que penséis en vuestros pudores, en vuestros complejos, en la relación que mantenéis
con vuestro cuerpo. Y ahora, os pido que imaginéis que cada semana os obligaran a
ducharos desnudos con las personas que os maltratan y desprecian. Un hombre desnudo,
una mujer desnuda, se siente vulnerable, frágil, débil. Imaginad un chaval de catorce
años repudiado y vilipendiado por sus compañeros. Lo dejo ahí.
Las otras tres las odiaba porque eran las únicas que se daban fuera del aula habitual y,
por tanto, suponían tener que salir de clase y atravesar pasillos atestados de gente,
atestados de manos susceptibles de convertirse en puños, de piernas dispuestas a
cruzarse con las mías, de gargantas preparadas para soltar el insulto más doloroso jamás
dicho. Eso era para mí ir a clase de música, de plástica o de tecnología: atravesar un
campo de minas antipersona. A veces, las menos, no pasaba nada. A veces, las más,
era un ligero susurro al entrar al aula y una carcajada después. A veces, un sonido
gutural, un insulto en alto delante de todo el instituto y su posterior orquesta de risas y
vítores. A veces formaban un pasillo por el que yo necesariamente tenía que pasar para
entrar en clase; unas veces con el mero propósito de hacérmelo pasar mal, otras me
golpeaban de un lado a otro, como si fuera una pelota. Yo jamás dije nada, trataba de
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evitarlo, me servía de mi inteligencia para pasar a la vez que otra persona a la que sabía
que jamás golpearían o esperaba al momento exacto en el que aparecía el profesor por el
pasillo. Vivía en continua alerta, jamás podía relajarme.
Y no solo en el instituto. Esa opresión me acompañaba en casi todos los momentos. Si
alguna tarde, fuera del instituto, iba con mi madre por la calle, o con mis hermanas –
mayores que yo–, y me cruzaba con alguno de ellos, sentía pánico de que algo ocurriera.
Sufría por la vergüenza de que mi familia viera que había fracasado en lo único que
tenía que hacer: tener amigos. Y sufría por imaginar su dolor. Rogaba al cielo que nada
ocurriera cuando esos encuentros se daban: no por mí, por ellas –mi padre tenía poco
tiempo para dedicar al ocio, pero el sentimiento era el mismo–.
¡Es delirante! Tú eres el que sufres acoso, tú eres a quien los demás están tratando de
arruinar la vida y, sin embargo, eres tú quien siente vergüenza. Y como sientes
vergüenza, callas. Vivía pensando que, un día, todo aquello igual que había llegado
se iría, y no decía nada.
Y como no dices nada, ocurre que una mañana estás sentado en tu pupitre mientras
esperas a que llegue el siguiente profesor, Don Pascual Diarte, lo recuerdo como si fuera
hoy, y escuchas cómo un enjambre de chavales se precipita hacia ti, y sin que hayas
tenido tiempo si quiera de comprender qué está ocurriendo, sientes que los ojos te arden,
te abrasan, te rasgan por dentro y te dejan el alma hecha jirones al tiempo que
comprendes que te los han rociado con colonia. Vinieron a echarme colonia a los ojos y
se rieron por ello.
Pusieron en riesgo mi salud, mi visión. Podrían haber causado una lesión ocular de por
vida y, sin embargo, ¿sabes lo único que a mí me preocupaba? Que nada de aquello
transcendiera. En cierto modo, incluso pensaba en ellos, en que no tuviera
consecuencias para ellos. Si por mí hubiera sido, no habría accedido ni siquiera a ir al
centro médico. Me llevó uno de los profesores, Juan Fermín. Recuerdo la charla tan dura
y enérgica que dio después Javier –gracias–. Pero como digo, yo no quería ir porque
sabía lo que iba a pasar a partir de ese momento. Ir al médico supuso que todos los
profesores se alarmaran, supuso tener que hablar con la Jefa de estudios, Patro. Y supuso
que mis padres se enteraran. Pero yo era listo, o mejor dicho, me creía muy listo. Y
como estaba muerto de miedo, me serví de todas las artimañas que encontré para
convencer a la Jefa de estudios que no había visto nada, que no sabía quién me había
echado la colonia en los ojos –veinte años después sería capaz de describir sus rostros y
recordar sus nombres– y que aquello era un hecho puntual. Creo que no se creyó ni una
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palabra de lo que le dije, pero no le quedó más remedio que aceptarlas, no podía hacer
nada si yo no le daba nombres. A mis padres les conté que había sido un accidente, una
cosa de críos. Y a mí mismo que aquello, no enfrentarme, era lo más inteligente que
podía hacer. Que lo contrario sería muy peligroso para mí.
No tuvo consecuencias para ellos y hoy sé que no actué bien.
No me juzgo, me he perdonado no haber tenido la valentía de denunciarlo, de contar la
verdad, de contarle a todo el mundo que estaba pasando un infierno, pero hoy sé que no
hice lo correcto. Me hubiera hecho un favor a mí mismo y se lo hubiera hecho a ellos
también. Pero de eso te hablaré más adelante.
He comenzado explicando que recuerdo pocas cosas concretas. No porque no
ocurrieran, creo que no miento si digo que en los dos años que duró aquello no hubo un
día en el que yo fuera con paz y serenidad a clase, sino porque he perdonado. Porque no
soy rencoroso, porque he hecho mi trabajo emocional y porque nuestra mente nos pone a
salvo y nos ayuda a sanar. Pero he dicho que sí recordaba la soledad, la vergüenza y la
angustia.
La angustia era la consecuencia de todo lo explicado. La palabra angustia tiene su
raíz etimológica en el latín, angutia, “angostura”, “dificultad”. La palabra angustia
hace referencia a lo angosto, a lo estrecho, a aquello que nos oprime, que nos asfixia, a
lo que no tiene salida. Nadie debería sentir angustia a los catorce años. Nadie debería
sentirla todas y cada una de las mañanas de su vida.
La angustia y la claustrofobia han sido mis compañeras de viaje durante más de veinte
años. Tras dos años viviendo en continua tensión, haciendo quiebros por la calle para
evitar cruzarme con quien pudiera atacarme, atento a cada sonido que ocurría a mi
alrededor, a cada palabra, a cada movimiento. Tras dos años alerta, urdiendo un plan B a
la velocidad de la luz, planeando una reacción inteligente que disipara un insulto –si se
producía–, evitando un golpe –si lo veía llegar–, anticipándome a cualquier tipo de
situación incómoda en un reparto de grupos o roles en clase para no volver a ser el foco
de burlas y ofensas, de algún modo creí que aquella manera de enfrentarme a la vida, a
fin de cuentas, funcionaba. Al menos, seguía adelante. Y aquella forma de vida se quedó
a vivir en la memoria de mi piel.
Mis cicatrices más profundas no están en ese ojo al que me echaron colonia. Los
moratones de los golpes no tardaron en irse. Pero las marcas de la soledad, las
cicatrices de lo no vivido y no compartido en la adolescencia, duraron muchos años.
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La falta de confianza en los demás y en la vida misma se convirtió en un monstruo con el
que he luchado cada noche, hasta hace bien poco tiempo.
23
4.
24
Huir también es una opción
Fue duro. Fue muy duro. Es cierto que aprendí de ello y crecí con la vivencia. Es
verdad que buena parte de las cosas que hoy soy, de las cosas buenas que hoy soy, se
forjaron enaquellas vivencias. Pero, en mi opinión, se puede aprender y crecer
personalmente sin sufrir. Por eso estoy aquí. Porque si lo que yo viví y, sobre todo, mi
trabajo emocional posterior, puede ayudarte a recuperar la esperanza y a encontrar la
fuerza que te falta, todo aquel sufrimiento no habrá sido en vano.
A partir de este punto todo mi empeño va a consistir en darte herramientas para poner
fin a lo que estás viviendo. Regresaré de vez en cuando a mis vivencias, pero solo para
ilustrar o reforzar mis teorías, no para ahondar en el dolor.
Si recuerdas, dije que a partir de este momento todo versaría en torno a tres ideas. Las
siguientes:
¿Qué vas a encontrar en este libro?
1. Todos somos responsables
2. No estás solo, no estás sola
3. Hay esperanza
Pero antes quiero abrir un paréntesis. Llevo dadas decenas de charlas, he asistido a
numerosos foros, y siempre me ocurre lo mismo. Siempre dudo de si debo o no dar el
mensaje que daré a continuación. Pero después siempre ocurre algo, una noticia en
prensa, una información que me llega a través de algún amigo… que me hace
reafirmarme en la necesidad de decir lo siguiente:
Si dudo en decirlo es por dos motivos. El primero, porque no es políticamente
25
correcto, desarrollo esta idea a continuación. El segundo, porque me da miedo abordar
cuestiones delicadas con menores, también lo desarrollaré enseguida.
No es políticamente correcto decirle a un adolescente que está sufriendo acoso escolar
que huya. Lo correcto es decirle que luche, que pelee, que reivindique su lugar. Cierto.
No me excusaré, porque si sigues leyendo este libro hasta el final comprobarás que si
algo quiero es eso: quiero que te conviertas en un tipo (¿se puede decir una tipa?)
fuerte y poderoso, poderosa. Pero, si bien es cierto que ese es el motivo por el que
estoy aquí, no lo es menos que a veces la situación es tan dramática, tan peligrosa, que la
única salida es la huida.
Si te encuentras en ese peligroso abismo, si tienes que huir, solo lo sabes tú. El miedo
es una moneda de dos caras. La parte negativa del miedo es que nos paraliza, nos
acobarda, nos limita. ¿Sabes cuál es la parte positiva? El miedo, cuando es una emoción
sana, pura, tiene la función de alejarnos del peligro. ¿Qué hacían nuestros antepasados,
aquellos que vivían en cuevas, cuando estaban en peligro? ¡Correr! ¡Huir!
Te contaré un secreto. Llevas guardada en el corazón la brújula que debe guiar tus
pasos. Tu corazón nunca se va a equivocar. Si le preguntas, su respuesta siempre será la
correcta. De modo que si sientes que estás en peligro, que la situación que estás viviendo
tiene visos de convertirse en un asunto peligroso para tu vida: huye. Habla con tus padres
y con tus profesores y activad todos los mecanismos que sean necesarios: cambio de
centro educativo y cambio de residencia si fuera necesario. ¡Nada es más importante
que tú! Ni el dinero, ni el trabajo de tus padres, ni la familia que dejéis atrás. Todo eso
se podrá reparar, tu vida no.
Y si decides huir, si decides ponerte a salvo: ¡queda prohibido sentir que has
fracasado! Fracasar sería lo contrario, fracasar sería poner en riesgo tu vida o tu
integridad emocional. Te aseguro que lo contrario es triunfar. Vivimos tiempos en los
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que la resistencia está sobrevalorada. Nos hemos convencido –o nos han convencido– de
que todos podemos con todo, de que la capacidad de superación del ser humano es
infinita, de que no hay reto que se nos resista. Hemos hecho de esto una forma de vida,
uno de los rasgos que identifican a nuestra sociedad. Y como no cumplir con este
precepto supone estar al margen de la comunidad actual, hemos confundido la fortaleza
con el masoquismo. No hay nada que denote mayor inteligencia, sabiduría y salud
emocional que saber cuándo nos toca replegarnos, ponernos a salvo o rendirnos.
Alzo en este punto la vista, miro a las últimas filas, las de los padres y profesores. El
mensaje es claro. Si vuestro hijo, si vuestro alumno, os pide que le cambiéis de
centro, ¡hacedlo sin pestañear! Más adelante veremos que no es lo habitual que alguien
que sufre acoso lo diga y mucho menos que pida ayuda, por tanto, si se ha atrevido a
pediros algo tan drástico como un cambio de centro, es que la situación es dramática. No
dejéis que pase ni un día más en ese lugar. Si no hay otros centros educativos porque
vivís en un entorno rural –como me sucedió a mí– plantead un cambio de residencia.
Buscad opciones. Desplazaos parte de la familia a una ciudad hasta que la otra parte lo
pueda hacer. Hablad con familiares y amigos en busca de salidas. Pero no dejéis pasar el
tiempo esperando que las cosas se solucionen solas. Sé que hablo de palabras mayores:
soy adulto, tengo hipoteca y cargas económicas ante las que responder. Pero todo eso
son cuestiones que con ingenio, voluntad y paciencia se solventan. ¿Es preciso que te
diga cuál puede ser el final de no hacer nada? ¿Es preciso que lo escriba? Si lo es lo
haré: el suicidio.
Y sí, me asusta hablar de esto con menores. Pero no por ti, yo sé que tienes la madurez
suficiente para que hablemos. Sé que te llega el amor desde el que te lo digo. Sé que
sabes que si algo soy es optimista y vital. Me preocupa por tus padres, por tus
profesores. Por la interpretación que puedan hacer de estas palabras, porque puedan
pensar que lanzo mensajes catastrofistas o muestro una realidad demasiado cruel para tu
tierna existencia. Os miro a vosotros de nuevo. Si queréis protegerlos de verdad, no los
metáis en una urna de cristal. No les neguéis una parte de la realidad, porque les estaréis
privando de un valioso recurso: conocer la sombra, valorar la luz por haberla visto al
lado de la oscuridad, saber elegir un camino por ser conscientes que otros conducen a los
abismos. Los abismos existen, si se los negamos, si los borramos del mapa de su vida,
andarán sin cuidado de un lado para otro y entonces sí, entonces puede que un día, de
repente, sin saber cómo, se encuentren con un pie suspendido sobre un precipicio
infinito.
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Termino el capítulo con un regusto amargo. Me invade la culpa y las dudas de si he
hecho lo correcto. Sin embargo, pienso en los que ya no están: ojalá alguien les
hubiera animado a huir.
Pero si recuerdas, dije que este capítulo era una especie de paréntesis. De modo que
como yo quiero que nadie tenga que huir, cerramos el paréntesis y vamos a trabajar para
que te conviertas en ese ser poderoso y lleno de vida.
28
5.
29
Todos somos responsables
En un asunto como este es muy fácil caer en la obviedad de considerar que el único
responsable de la situación es el acosador. Nada más lejos de la realidad.
Qué duda cabe que el acosador es uno de los principales protagonistas de esta historia,
de esta dramática película, pero no es el único. De hecho hay ocasiones en las que,
siguiendo con el símil cinematográfico, el acosador no tendría plató, ni cámaras, ni
atrezo de no ser por toda una serie de cómplices que le rodean y colaboran activa o
pasivamente.
En mis charlas, comienzo este apartado preguntando a los chavales si están nerviosos.
Les digo que no es preciso que respondan. Es más, les pido que no lo hagan, pero sí que
dediquen un minuto a reflexionar sobre ello. Insisto en que se pregunten si están
nerviosos, si lo estuvieron cuando les anunciaron que iban a asistir a una jornada sobre
acoso escolar. Sus caras los delatan. Algunos bajan la mirada, otros niegan expresamente
con la cabeza, los hay que mascullan entre ellos medio sorprendidos, medio tensos.
Pasados unos segundos les explico por qué hago esta pregunta. «Si estás nervioso es
que de algún modo eres protagonista de esta historia», les digo por fin tras un
silencio que se les hace gélido y eterno. Descansan por fin, se relajan, alguno incluso
suspira. Entonces, algunos se atreven a decir en alto que no lo son, que ellos no tienen
ningún papel asignado en esta película. Y es ahí cuando intervengo de nuevo: «Os
demostraré que aunque no estéis nerviosos, aunque no lo creáis, también sois
protagonistas de este drama».Para ello vamos a repasar los principales agentes que intervienen en una situación de
acoso escolar.
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Agentes que intervienen en una situación de acoso escolar:
1. Acosado
2. Acosador
3. Cómplices
De entre las muchas técnicas que se utilizan en investigación científica, una de ellas
consiste en ir separando y aislando los elementos o partículas que intervienen en una
composición y observar cómo se comportan. Algo así haremos a continuación. Es una
buena idea que vayamos desgranando uno a uno los participantes de la situación de
acoso.
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Acosado
Quien sufre acoso lo sabe. Si estás aquí es porque tú, o un ser cercano, lo sufres o
sufriste. Nada más que añadir.
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Acosador
Si quien sufre acoso lo sabe, si un chaval o una chavala maltratado o maltratada por
sus compañeros es una verdad incuestionable, cuando hablamos del acosador las
definiciones empiezan a desdibujarse. Y para acotarlas, para continuar con mi ejercicio
de aislar cada variable de esta ecuación, me valdré de dos términos que yo mismo he
acuñado: Acosador evidente y Acosador silencioso. Y es que podemos distinguir dos
perfiles de acosadores.
Acosador evidente
Los llamaremos así porque hay un tipo de acosadores cuya conducta es absolutamente
evidente. La forma en que maltratan y hieren se basa en los insultos, las vejaciones
y la violencia física –sin que se tengan que dar necesariamente las tres a la vez–. Por
tanto, resulta relativamente sencillo identificarlos y retratar sus actuaciones. Habrá otros
compañeros que puedan atestiguar lo ocurrido, en ocasiones incluso los propios
profesores –no es de extrañar que haya perfiles que no se escondan ni siquiera de los
profesores–.
No es tarea sencilla lidiar con este asunto ni mucho menos demostrar los hechos si
llega el caso, pero se comprenderá a continuación que resulta más sencilla de gestionar.
Ante este tipo de prácticas, el docente se encuentra con más herramientas para movilizar
al resto del alumnado, para llamar a la reflexión, para apelar a la bondad. Los propios
compañeros no pueden negar la realidad que se muestra ante ellos y aunque no tomen
partido en una lucha activa, al menos no pueden jugar a no ser conscientes de lo que
ocurre. Y los padres tienen hechos objetivos a los que agarrarse.
Acosador silencioso
Hay un perfil de acosador, de acosadora, que se disfraza de buen tipo, de buena chica.
Son chavales y chavalas que sacan buenas notas, que se comportan bien en casa,
que se comportan bien en clase. Entonces, ¿cómo acosan? Tú ya sabes la respuesta,
no hace falta que te la diga, pero quizá tus padres o tus profesores, que también están
leyendo, sí necesiten mi ayuda. Acosan mediante el aislamiento.
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Utilizan su liderazgo para aislar y apartar del grupo a todos aquellos y aquellas que
no les caen bien, que no son de su agrado.
Son perfiles de adolescentes muy inteligentes y maduros, es un maltrato premeditado y
orquestado; requiere de intelecto y planificación.
Todo el mundo se quedó con la barbarie de la colonia sobre mis
ojos y, sin embargo, lo que a mí me abrasó durante años fue la
soledad.
Y es el más doloroso. Si lo has sufrido sabes que no falto a la verdad. Yo no recuerdo
ni uno solo de los golpes. Sé que los hubo, pero los he olvidado. Sin embargo, jamás
podré olvidar la soledad. Te aseguro que mis heridas más profundas no están en la piel.
Los moratones, si los hubo, se fueron en un par de semanas. Pero las cicatrices del
aislamiento todavía perduran. Hoy ya no duelen, hoy me sirven como el mapa de mi
pasado. Hoy las miro y sonrío con cariño, me ayudan a seguir caminando, a dibujar el
sendero por el que quiero continuar, pero durante mucho tiempo, muchos años,
quemaron a rabiar. Todo el mundo se quedó con la barbarie de la colonia en los ojos y
sin embargo, lo que a mí me abrasó durante casi veinte años fue la soledad.
Para los docentes, los padres, incluso para ti, luchar contra este tipo de acoso es harto
difícil. Si ambos tipos de acoso son complejos de solucionar –de no ser así no estaríamos
ahora juntos–, el silencioso es, en mi opinión, el que se lleva la palma. Y la complejidad
radica en que no es sencillo identificarlo, y si uno no diagnostica un problema
difícilmente podrá ponerle remedio. Pero también radica en las malas artes de quien lo
ejecuta. Como ya te he explicado –y es bueno que lo sepas– este tipo de acosador es una
persona inteligente y con recursos. Finalmente, no hay que obviar el hecho de que, como
esta agresión es pasiva, es muy difícil que como adultos, como profesores o padres
podamos gestionarla. ¿Se puede obligar a un adolescente a que acepte entre sus amigos a
otro? Definitivamente no. Hablo en términos reales, prácticos, operativos. Desde el
punto de vista moral y ético, por supuesto que debemos tratar de ejercer nuestra
autoridad como adultos –padres o docentes– e intentar que ese chaval o esa chavala
considere que debe hacernos caso y abra su mundo al de la víctima del aislamiento. Pero
desde el punto de vista práctico, ¿cómo se hace? Podemos obligarle incluso a que pase
los recreos junto a él o ella, podemos ponernos a su lado en el patio para asegurarnos que
no se separan pero, ¿tiene algo que ver estar físicamente al lado de una persona con la
amistad, con el amor, con el respeto? Absolutamente nada.
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No voy a dejar de recordarte que este libro tiene como propósito devolverte la
esperanza. Lo que acabas de leer no tiene por objetivo desmoralizarte, sino saber con
quién nos estamos jugando los cuartos. Necesitamos entender lo que está ocurriendo
para poder actuar, seas víctima de acoso, padre o profesor. Más adelante hablaremos de
la necesidad de contarlo, de pedir ayuda, de qué puedes hacer tú de manera activa, pero
permíteme que ahora te dé una breve pincelada.
Si eres tú quien está sufriendo este tipo de acoso te daré una mala pero retadora
noticia: te va a tocar ser tremendamente creativo, creativa. Vas a tener que ser más
inteligente que él, que ella, y te vas a tener que servir de la ayuda de los profesores.
Vais a tener que trabajar de la mano para romper esas dinámicas, para favorecer que
surjan nuevos grupos, para conseguir que tus compañeros te conozcan y descubran lo
maravilloso que eres, lo maravillosa que eres. Lo retomamos en los siguientes capítulos.
Y como soy tremendamente optimista, si resulta que eres uno de ellos, si eres uno de
esos acosadores silenciosos: sigue leyendo. Lee todo este libro, por favor. Espero que
con eso baste para hacerte reflexionar, para tomar consciencia de que tus actos, y la
ausencia de los mismos, están ocasionando un dolor inmensurable en otra persona, que
estás maltratando a un ser humano. No te juzgo, no te juzgamos, solo te pido que pienses
en ello y que sigas leyendo.
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Cómplices
Déjame que te plantee una escena. Imagina a dos de tus profesores, ¿los tienes? Es
importante que sean dos en concreto, no importa quiénes, pero que sean reales, que
existan, que tengan nombre y apellidos, que sepas cómo visten, cómo caminan, cómo se
comportan. Supongamos que están en la sala de profesores durante la hora del recreo y
que yo me encuentro allí con ellos pero a unos metros de distancia, entretenido con mi
teléfono móvil. Pensemos que ocurre lo siguiente. Tu profesor A siente la necesidad de ir
al baño, deja su taza de café sobre la mesa y abandona la sala. En ese momento, tu
profesor B, alza la vista para asegurarse de que no le miro. Parece que no veo lo que está
haciendo, pero de soslayo soy capaz de ver que saca un bote de una sustancia trasparente
que vierte en la taza de café de tu profesor A. Este regresa del baño y sigue bebiendo de
su café con normalidad. A los pocos segundos comienza a sentirse mal, le falta el aire,
no consigue hablar, se retuerce de dolor y cae al suelo fulminado. Era veneno. Yo lo vi.
Vi como vertía un líquido sospechoso en su taza y no hice nada para impedirlo, tampoco
le alerté cuando regresó. ¿Soy responsable de esa muerte?
Sin lugar a dudas sí.
El cómplice de un asesinato es tan responsable como el que lo ejecutó,porque si
pudo evitarlo y no lo hizo, buscaba el mismo final.
Hay muchas –por no decir prácticamente todas– situaciones de acoso que tienen lugar
porque hay cómplices que las consienten. El acosador se acaba sintiendo respaldado por
ese beneplácito velado que existe en todos aquellos que no se pronuncian, que no toman
partido. Es más, comprendería que si se sometiera a juicio a un acosador o acosadora
delante de todos sus compañeros, profesores y padres, pudiera alzar la mirada y sonrojar
a todos los asistentes con una sencilla pregunta: «¿Y vosotros, qué hicisteis para
impedirlo? Me visteis despreciar día tras día a fulanito o menganita y mirasteis hacia
otro lado. ¿Qué debía pensar?, ¿que os parecía mal? No era eso lo que decían vuestros
actos».
El acosador se acaba sintiendo respaldado por ese consentimiento
velado que existe en todos aquellos que no se pronuncian, que no
toman partido.
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A continuación vamos a seguir desgranando. Para que nadie mire hacia otro lado, para
que si eres un padre cómplice, un profesor cómplice, un compañero cómplice, no puedas
rehuirme la mirada. También para ti que sufres acoso, esto es importante, debes saber
quiénes son esos cómplices, después te digo por qué. Veamos algunos tipos.
Tipos de cómplices:
1. Líderes pasivos
2. Aterrados
3. Profesores que miran hacia otro lado
4. Padres que miran hacia otro lado
Cómplice tipo 1: Líderes pasivos
Hay adolescentes que son líderes innatos. Chicos o chicas que consiguen captar la
atención de sus compañeros, que consiguen, sin pretenderlo, que sus opiniones sean
consideradas, que su forma de vestir o de comportarse sea imitada, que son admirados y
con los que todos sus compañeros quieren estar. Estos a quienes me refiero, no acosan ni
maltratan a sus compañeros.
Pero tampoco hacen nada para evitarlo.
¿Te reconoces? ¿Reconoces a tu hijo o a tu hija entre ellos?
No hay nada negativo en ser un líder. La figura del líder está denostada porque la
historia está llena de personajes que han usado su liderazgo para sembrar el terror y
propagar el mal. Pero también los hay que usaron su liderazgo, su carisma, para hacer el
bien, para hacer de este mundo un lugar mejor: Gandhi, Nelson Mandela o la Madre
Teresa de Calcuta, por citar algunos ejemplos. Por tanto, el problema no está en lo que
haces, en lo que hacen, el problema está en lo que no haces.
Si eres uno de ellos –si tu hijo o tu alumno es uno de ellos–, debes comprender que
tienes una responsabilidad con tus compañeros y con la sociedad. Tu magnetismo te fue
dado para ser usado, para ponerlo al servicio de los demás. Si permaneces inmóvil, si
no coges todo eso que posees y lo conviertes en algo mejor, en algo más grande, estás
siendo igual de responsable que el que insulta, pega, maltrata o aísla.
Actúa. Tu poder es incuestionable. Si tú te posicionas, muchos de tus compañeros
se posicionarán. Aquellos que están aterrados –no hablo de acosados sino de otro tipo
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de cómplices–, que no les gusta lo que ven pero que se sienten vulnerables y por eso no
actúan, te necesitan, necesitan que les des fuerza, que los acompañes. Necesitan que
alces la voz, que grites «¡Basta ya!». Que lo digas tú para después decirlo ellos, decirlo
ellas. Te seguirán. Tu liderazgo es innato, sabes que es a tu lado donde los demás
quieren estar.
Cómplices tipo 2: Aterrados
Hay personas que detestan lo que ven, que sufren por las humillaciones a las que te ves
sometido pero tampoco hacen nada para evitarlas. Debes comprenderlas. Están muertos
de miedo.
¿Eres uno de ellos, una de ellas? Si es así, acabas de leer que te comprendo, pero te
invito a que te hagas una pregunta. ¿Cuántos sois? ¡Uníos!
Te contaré una historia real.
El poder del grupo
Hace unos meses di por casualidad con una secuencia de cinco imágenes
–puedes encontrarlas en mi cuenta de Instagram @elfarodelmar, el
fotógrafo Radiaga Studios me permitió usarlas desinteresadamente–, que
me inspiraron una reflexión que ilustra lo que quiero transmitirte. En las
fotografías, se puede observar cómo un grupo de grullas que come
plácidamente comienzan a gruir despavoridas mirando al cielo. Gruyen
para alertarse las unas a las otras del peligro: un águila real se dispone a
atacarlas. En cuestión de segundos forman una piña, un hermético
búnker sin más pared que sus propias plumas. Una se queda a la zaga y
parece que va a ser el blanco del depredador. Por fortuna, en el último
instante consigue unirse a sus compañeras. El águila se reconoce incapaz
de completar su empresa y acaba por retirarse.
Podemos extraer al menos dos aprendizajes de este suceso.
El primero es que el miedo nos pone a salvo –ya lo hemos hablado en
este libro–. Vivimos tiempos en los que el miedo está subestimado. Lo
ignoramos, lo silenciamos, miramos hacia otro lado por temor –qué
paradoja– a sentir, y porque la sociedad se ha encargado de hacernos
creer que el miedo es sinónimo de debilidad. Y nos estamos perdiendo
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valiosísimas señales para escoger nuestro camino, nuestro futuro.
El segundo mensaje, y el que quiero que tú, cómplice temeroso,
comprendas, es el poder del grupo. La necesidad de unirnos para salir
adelante, para sobrevivir. Nunca hemos tenido más herramientas para
tejer redes y nunca hemos estado más desconectados. Es esencial que
recuperemos la tribu, el grupo, la manada y que nos valgamos de ella.
Solo así se sale adelante en los tiempos difíciles. Así salieron adelante
nuestros abuelos, tus bisabuelos. Porque nunca les faltó un vecino que
les prestara un macho para ir a sembrar o una vecina que les fiara un
trozo de abadejo con el que apañar las patatas. Por eso pudieron
sobrevivir y ser supervivientes de las guerras, del hambre y de la miseria.
Hoy vivimos otra realidad, tú te enfrentas a otra realidad, pero la esencia
es la misma: juntos sí podemos.
Me encantaría que vieras las instantáneas y te dejaras grabadas esas imágenes para
siempre. Si comprendéis en lo más profundo de vuestro ser que si os unís nada ni nadie
podrá con vosotros, seréis capaces de lidiar con todo lo que esté por llegar.
Si recuerdas, nos encontramos analizando algunos tipos de cómplices. De momento
hemos hablado de los líderes pasivos y de los aterrados. Pero antes de seguir con el resto
me gustaría hacer una llamada de atención, dos en realidad. A los líderes pasivos y a los
aterrados, me gustaría hablarles del poder de los pequeños gestos. A ti, que sufres acoso,
te hablaré después de la importancia de hacer responsables de esta situación a dichos
cómplices.
Sit with us
Quizás penséis que quien sufre acoso necesita de grandes cosas, que
ayudarle pasa por una labor complicada, incluso que necesariamente la
única manera de ayudarle es convirtiéndoos en su amigo –algo a lo que
quizá no estáis dispuestos porque no compartís gustos ni aficiones–. No
es cierto. Lo que necesita de manera urgente quien sufre acoso es: 1)
acudir al instituto sin miedo y 2) poder compartir el día a día con sus
compañeros, no estar solo y aislado.
Para ayudaros a entender el poder de un pequeño gesto, me valdré de
una historia que ha dado la vuelta al mundo.
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Natalie Hampton es una estudiante estadounidense que durante un largo
tiempo sufrió acoso y aislamiento, fue agredida de diferentes maneras y
sometida a una de las torturas más dolorosas: la soledad. Relata que una
de las cosas más crueles que vivió fue tener que comer todos y cada uno
de los días del curso sola.
Cuando cambió de centro educativo tuvo la suerte de encontrarse en un
entorno más amable y allí comenzó a ofrecer su mesa para comer a todo
aquel a quien veía solo y aislado. No quería que nadie tuviera que pasar
por lo que ella pasó. Entonces comprendió la importancia de ese pequeño
gesto, el de ofrecer a alguien que coma contigo y decidió crear una App:
Sit with us. A través de la App, los estudiantes embajadores pueden
indicar que en su mesa las personas que estén solas son bien recibidas.
Así, dichas personas no tienen que pasar por la vergüenza de ir mesa por
mesa esperando que alguien les hagaun hueco, saben a cuáles pueden
acudir porque serán bien recibidas. Y todo ello de manera anónima y
discreta.
Mi propio sit with us
En mi instituto no hubo ninguna Natalie Hampton, ojalá la hubiera habido
–por supuesto que hubo compañeras, sobre todo compañeras, amigas,
que velaron porque no estuviera solo, que hicieron todo lo que pudieron
por ayudarme–. Pero viví una situación que creo que te puede ayudar, si
eres uno de esos cómplices pasivos, a entender el poder de un gesto.
Junio de 1998. Han pasado exactamente veinte años, y sin embargo
podría recordar hasta el último detalle de aquella noche. Celebrábamos el
final de curso. Habíamos organizado una cena en uno de los restaurantes
del pueblo para despedir el año académico.
Me atreví a ir, me atreví a asistir porque ese año los profesores
propiciaron un cambio muy importante que contaré después y que me dio
mucha fuerza –eso lo comprendo ahora–. La cena transcurrió con
normalidad –incluso bien, diría–, ya que no recuerdo haber padecido
angustia. Pero lo extraordinario sucedió después. Una vez hubimos
devorado la comida, nos fuimos de fiesta. He olvidado si fuimos a varios
locales o directamente al Zona. Ya solo puedo recordar el Zona. Yo
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estaba bebiendo algo con una de mis amigas, imagino que
comentábamos las cosas que sucedían a nuestro alrededor, los idilios de
nuestros compañeros, supongo que nos movíamos al ritmo de la música
sin grandes aspavientos –nosotros no podíamos llamar la atención, eso
estaba destinado a otros, a otras– cuando uno de mis compañeros de
clase, uno de los líderes pasivos se acercó a mí. El corazón se me aceleró
y el estómago se me hizo diminuto. Durante dos años, ninguno de los
chicos del instituto se había acercado a hablar conmigo jamás, mucho
menos de noche, de fiesta. Y aquel viernes de junio de 1998, uno de los
líderes del curso venía hasta mí sin importarle lo que los demás pudieran
decir o pensar. No recuerdo como comenzó su conversación, no sé si
justificó su acercamiento, lo único que sé es que de repente escuché
«Raúl, tú vales mucho». ¿Lo estaba escuchando bien? ¿Había dicho lo
que había dicho? Como si hubiera sido capaz de leer mi mente insistió
«Lo estaba hablando ahora con Juan –diremos que se llamaba Juan–,
que eres muy buen tío». No sé qué dije. Imagino que no acerté ni a decir
gracias, imagino que sonreí y bajé la mirada.
Nunca llegamos a ser amigos, nunca me invitó a formar parte de su
grupo o a ir a una fiesta con él, pero aquellas palabras fueron un bote
salvavidas en medio de una tormenta, fueron un lugar al que agarrarme
cuando comencé a reconstruirme.
El poder de un gesto minúsculo. En un mundo ideal lo deseable hubiera
sido que mi compañero hubiera dicho aquello a principio de curso, un
martes, por ejemplo, a plena luz del día y delante de todos. Que me
hubiera invitado a formar parte de su grupo o de su vida, si de verdad
creía que yo valía, que era un buen tipo. Pero lo que hizo fue muy valioso
para mí. Aquellas palabras dichas con nocturnidad, con la salvaguarda de
unos bafles emitiendo música a tope de decibelios, con la seguridad de
que nadie más las escuchaba, aquellas decenas de sílabas que habrá
quien pueda tildar incluso de cobardes, jamás las olvidaré.
No es preciso que hagas gestos épicos, no es necesario que conviertas tu vida en la
dedicación absoluta a los demás, a esta causa, es bastante con que hagas tu parte.
A tu edad la bondad se confunde con la debilidad. Pero la bondad es la ausencia de
maldad. La bondad es la luz y la maldad es la oscuridad. La bondad es el blanco y la
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maldad es el negro. Y aquí no hay grises. Cuando la vida nos sitúa ante una injusticia se
ponen a examen nuestros valores y nuestra bondad. Nunca tendrás mejor oportunidad
que una injusticia, como es esta, para examinar tus valores y tu bondad.
Hay una cuestión trasversal a unos y a otros, a cómplices aterrados y a
cómplices por pasividad: el miedo a abrazar la diferencia.
En ocasiones ocurre que la complicidad se explica en el temor a situarnos
al lado del diferente por no ser catalogados de aquello que les diferencia
de la generalidad. En otras palabras: tememos que nos tilden de aquello
que caracteriza al acosado. Nos asusta que se pongan en cuestión
nuestras habilidades sociales o los rasgos que nos identifican. Nos
paraliza pensar que si nos situamos al lado de un compañero gay, nos
tachen de homosexuales sin serlo, que piensen que somos unos
empollones si comenzamos a prestarle atención al empollón de la clase,
perder todas nuestras amistades por brindar la mano a compañeros de
otras etnias o con problemas económicos.
Y yo os pregunto, ¿qué cuenta eso de vosotros?, ¿qué valiosa
información nos revela vuestro temor a ser asociados con lo que no sois?,
¿de qué habla vuestro miedo?
De falta de autoestima. Sí, así es. Por muy fuertes y valientes que os
consideréis, si os asusta abrazar al diferente es que no lo sois tanto. Si lo
fuerais, si tuvierais absolutamente claro lo que sois, no temeríais ser
encasillados en lo que no os corresponde. Si yo voy por la calle y alguien
me grita: “¡Ladrón! ¡Estafador!”, no me giraré, porque sé que no lo soy.
Piensa en ello. Como he dicho, cuando la vida nos sitúa ante una
injusticia se someten a examen nuestros valores y lo que verdaderamente
somos frente a lo que creíamos ser: Esta es una gran oportunidad de
crecimiento personal.
También tengo un mensaje para ti. Si eres uno de los padres de la última fila, si eres
uno de los profesores de la última fila, también tú tienes responsabilidad en esto. Si tu
hijo, si tu alumna, es uno de esos líderes innatos o uno de esos chavales aterrados,
trabaja con él, con ella. Hazle comprender la importancia de sus gestos, sus palabras y
sus silencios. Y sé ocurrente. Piensa en cómo puedes conseguir que las cosas cambien.
Estoy seguro de que tienes muchos más recursos de los que crees.
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No me he olvidado de ti. Tú eres el verdadero protagonista, la verdadera protagonista,
lo dije al principio y así es. Pero tengo la esperanza de que hayan llegado hasta aquí
muchos otros compañeros, padres y profesores, y su papel es crucial para ayudarte, para
ayudarnos. Te diré algo que probablemente no te guste.
Al respecto de los cómplices, hay algo que es probable que no hayas pensado o no
quieras pensar, porque duele: los cómplices son tan responsables de tu dolor como el
acosador. Es importante que también los responsabilices a ellos. Es importante que
comprendas que ellos tampoco se están portando bien contigo. Sé que es duro, casi
desgarrador. Reconocer esta verdad es casi tanto como reconocer que hay toda una
inmensidad de personas a un abismo de ti, que tu soledad es inmensurable. Sí y no.
Muchos de los que no toman partido están a tu lado emocionalmente, piensan en ti a
diario y querrían ayudarte, pero se mueren de miedo. Por tanto, no es del todo cierto que
tu soledad sea absoluta. Pero sí es verdad que muchas más personas además del acosador
son responsables de lo que te ocurre. ¿Y por qué te lo cuento?, ¿por qué quiero que
tomes consciencia de ello? Porque si los responsabilizas les estarás haciendo un favor y
te lo harás también a ti. Si coges esta bola de vergüenza y humillación que pesa sobre tus
espaldas y se la pones encima a ellos, la responsabilidad estará en el lugar adecuado. Y
solo si sienten el peso enorme de las circunstancias es posible que comiencen a
cambiar sus patrones de comportamiento. Confía en mí, aunque te cueste creerlo,
funcionará. Los seres humanos somos así.
Te contaré una cosa sobre la responsabilidad.
Hace un tiempo asistí a una sesión de coaching organizada por la empresa en la que
trabajo. La ponente era formidable –lástima que no recuerde su nombre– y nos planteó
un ejercicio muy sencillo pero tremendamente ilustrativo sobre la responsabilidad. Pidió
un voluntario para dibujar con ella, con sus cuerpos, un arco de medio punto. ¿Sabes lo
que es un arco de medio punto? Es el que forman dos columnas que se encuentra entre sí
tras dibujar un cuarto de circunferencia cadauna de ellas, el que se usaba
tradicionalmente para dar forma a los portones de iglesias y palacios. Puedes buscarlo en
la red. Bueno, pues al voluntario le pidió que simulara con su cuerpo ser una columna
cuyas manos se encontraban en lo alto con las suyas –las de la ponente– y crear una
tensión entre ambos para mantener el equilibrio. Es decir, la figura que habían dibujado
se parecía más a un triángulo –cuyos lados eran la ponente, el voluntario y el suelo– que
a un arco de medio punto, pero se entenderá mejor lo que pretendo ilustrar. Ella hizo que
la tensión de sus cuerpos fuera tal que si uno de los dos rompía la figura sin avisar, el
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otro se caía al suelo. Y así, en esa posición, nos explicó que en toda relación personal la
responsabilidad es al 50% de cada uno de los dos. Fue una de las lecciones más valiosas
y sencillas que he aprendido jamás. Ver esa figura me ayudó sobremanera a cambiar mi
perspectiva sobre todas mis relaciones. Las cosas funcionan o no funcionan debido a
dos personas, nunca una de las dos, por sí sola, puede sostener la totalidad de la
relación. Lo que ocurre entre tú y cualquiera que te rodea, se debe y explica por ambos al
50%. Mira de nuevo la imagen de un arco de medio punto. Si el lado derecho se
desmorona, se desmorona también el izquierdo. Ambos son necesarios y ningún por sí
solo puede sostener las toneladas y siglos de historia que hay sobre él.
Pretendes cargar con el peso tú solo, tú sola. Les estás exculpando y lo haces por
no sentir más dolor. Porque te encuentras tan solo y asustado que aceptarías cualquier
migaja de amistad. Lo comprendo. Yo he hecho lo mismo, pero no es el camino, te lo
aseguro. Ya sientes dolor, ya estás solo, por tanto, reivindica tu lugar con todos y cada
uno de aquellos que no están haciendo bien su parte. ¿Cómo? Cuando algo suceda,
mírales también a ellos, mantenles la mirada, diles con los ojos que ellos también te
están haciendo daño con su silencio. Habla con tus profesores, explícales que
Menganito te insulta pero que todos los demás callan. Exprésalo en voz alta siempre que
sea posible. Hazles saber, cuando tengas la oportunidad, que sus complicidades te
duelen.
Cómplices tipo 3: profesores que miran hacia otro lado
Cuando somos niños y adolescentes los maestros y profesores nos parecen seres
superiores; una especie de superhéroes con fortalezas y capacidades inmensurables. Los
endiosamos porque se sitúan a una gran distancia del lugar en el que nosotros creemos
estar. Pero son adultos con miedos, problemas y miserias. Y esos miedos, esos
problemas y esas miserias, se hacen a veces monstruos tan grandes que consiguen
asustarlos tanto que ya no son capaces ni de enfrentarse a los problemas de su aula. Hay
profesores que miran hacia otro lado.
Nos cueste o no creerlo, es así. Basta con mirar las noticias cada día para descubrir un
nuevo caso de profesores que niegan que en su centro haya acoso escolar o incluso, y
esto ya sí que es delirante, para descubrir profesores que maltratan a los alumnos.
Son los menos, pero existen. Por tanto, y aquí me dirijo a padres y profesores, es
vuestra responsabilidad velar por la integridad moral y física de vuestros menores y
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denunciar cualquier actitud reprobable de un docente.
También en esto la vida me ha permitido ver los dos lados de una misma moneda. Te
los cuento.
Una maestra maltratadora
Sí, maltratadora emocional, pero maltratadora. La sufrí yo, y la sufrieron
todos mis compañeros de escuela durante muchos años.
Como he contado hace unos capítulos, nací en un pueblo muy pequeño
donde todos los niños, sin importar la edad, íbamos juntos a clase en una
única aula: escuela unitaria. Un único maestro o maestra para todos
nosotros. Con seis años, 1º de E.G.B. de mi época, nos dejó el anterior
maestro y vino una nueva señorita –ese fue el primer cambio, a ella no
podíamos llamarla maestra sino señorita y de usted, a pesar de tener
veintiséis años–. Los primeros meses no fueron del todo malos. Con las
peculiaridades de tener que acostumbrarnos a hablarle de usted, a esas
distancias que nunca habíamos sufrido, era soportable. Pero poco a poco
comenzó a agriarse su carácter y las clases se convirtieron en un lugar
inhóspito. Comenzó a mandarnos tanta tarea para casa que nadie podía
jugar por las tardes, el pueblo era un lugar desierto de niños porque
todos estábamos sobrecargados de tarea, nadie lograba acabar el trabajo
antes de la hora de la cena, algunos tenían que seguir incluso después.
Niños y niñas de siete u ocho años haciendo tareas hasta las once de la
noche, muertos de angustia. Acudíamos a la escuela con miedo. Algunos
llegaban incluso a vomitar la comida antes de entrar por el terror de lo
que podía suponer no saberse la lección –y no porque no hubieran
estudiado, sino porque recitar cualquier cosa ante ella era una labor
titánica–. Despreciaba el trabajo que hacíamos, nada estaba bien nunca.
Nos auguraba un futuro lamentable. Se reía, literalmente, del físico de
algunos niños. Recuerdo un día en el que se dedicó a decirnos la estatura
que íbamos a alcanzar en función de nuestras manos, recuerdo cómo a
mi hermana y a otro niño les dijo: «A vosotros ni os miro, para qué, vais
a ser retacos». Castigó sin motivo a una niña, buena como no había otra,
el día de su cumpleaños. Recuerdo estar todos en su casa esperando a
que ella saliera del colegio. Cuando a la señorita –insisto, así era como
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ella quería ser llamada– se le antojo, la dejó salir, pero ya se había
evaporado la mitad de su tarde. Podría enumerar cientos de anécdotas
así de crueles.
He de decir, en honor a la verdad, que yo no fui de los que más sufrió.
Directamente a mí nunca me insultó, pero padecí cosas como regresar de
las vacaciones de Semana Santa, en las que había sido un suplicio hacer
todas la tareas que nos había mandado, llegar agotado y angustiado a
presentarle todo lo que me había mandado –no exagero si digo que
podrían ser unas veinte láminas dibujadas y otras tantas en resúmenes
de lecturas, y ejercicios varios, con ocho años–, y cómo cogió todo mi
trabajo de dos semanas y sin mirarlo ni pestañear lo rompió en pedazos y
lo tiró a la papelera. Esta escena se repitió con todos y cada uno de los
alumnos.
¿Por qué lo cuento? Porque aquello nos minó la autoestima. Y porque
nuestros padres no hicieron nada. Bueno, los míos cambiarnos de centro
y de pueblo –con el consiguiente esfuerzo económico y el riesgo de
ponernos en la carretera cada día–. Algún otro fue a la escuela a hablar
con ella alguna vez. Pero deberían haberla denunciado, porque sufrimos
maltrato y a todos nos dejó secuelas emocionales y académicas durante
años. Eran otros tiempos y nuestros padres se situaban a un abismo
académico de ella, se sentían pequeños a su lado. Creo que tanto yo
como mis compañeros los entendemos hoy y nada les reprochamos, pero
deberían haberla denunciado.
Siguió trabajando, sigue trabajando de hecho. El sistema educativo
permite cosas así porque los adultos las permitimos, porque esa bola
pesada de responsabilidad de la que te hablaba, no se la cargamos a la
persona que le corresponde, nos la quedamos para nosotros.
La consecuencia es el sufrimiento de multitud de menores indefensos.
Unos profesores con sensibilidad
En 1996 nadie hablaba de acoso escolar. Absolutamente nadie. De hecho,
creo que en aquel entonces me hubiera costado definir qué era lo que yo
sufría cada mañana. No existían protocolos de actuación, no había
asociaciones a las que acudir, ni, por supuesto, los profesores habían
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asistido jamás a un congreso o a una formación sobre el asunto.
Pero el sentido común y la sensibilidad son cuestiones universales que
transcienden a la terminología y a cualquier circunstancia a la que se
enfrente la sociedad. Yo me encontré con unos profesores sensibles.
Septiembre de 1997. Primer día de 4º de la ESO. El tiempo ha
desdibujado muchos de los trazos del relato y he olvidado cómo me
enteré de cuál iba a ser mi nueva clase. No recuerdo si figuraban las
listas colgadas en el tablónde anuncios o si cada tutor iba anunciando los
nombres de sus alumnos. Lo que sí recuerdo es la luz y la armonía de esa
clase de 4º A, al final del pasillo este del segundo piso. En la primera fila,
Raúl Rodrigo, en la única mesa que quedaba impar, no importa. En las
antípodas de la clase, Marco Franco y Hugo Lain –diremos que así se
llaman–. Todo lo demás: 24 chicas. Dos líderes pasivos –de hecho, uno
de ellos es el que se me acercó a final de curso a decirme aquello de
«Raúl, tú vales mucho»–, 24 chicas y yo.
Siempre hay maneras de ayudar a un menor que sufre acoso si existe
voluntad.
Mi primer año de instituto fue un infierno, no lo conté, no se lo dije a mis
padres ni hablé jamás con mis profesores pero ellos lo vieron. Y en lugar
de quedarse de brazos cruzados, cuando les tocó decidir las clases para
el siguiente año, hicieron una clase ad hoc para mí. Hicieron un grupo en
el que solo había dos chicos más, chicos que jamás se habían metido
conmigo, jamás se habían reído de mí y jamás lo llegaron a hacer.
Yo lo sufrí entre 1996 y 1998 en un medio rural, en un tiempo en el que
no había protocolos educativos al respecto y en el que nadie hablábamos
de esto. Pero mis profesores tuvieron la sensibilidad suficiente para
observar que algo pasaba y tratar de ponerme a salvo. Nunca nadie me
confirmó que esto fuera así, que hubiera sido algo orquestado. Tampoco
lo pregunté. Pero estoy seguro.
Alguna vez, alumnos de otras clases se quejaban de que habían agrupado
en nuestra clase a los mejores expedientes, que eso era un menosprecio
a los demás grupos. Siempre argumentaron que había sido fruto de la
casualidad, que ahí no estaban los mejores estudiantes del curso –y la
realidad era que había otros chicos con mejores expedientes que Marcos
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y Hugo en otras clases–. Lo hicieron por mí y siempre estaré agradecido.
Porque aunque en los pasillos la vida seguía igual de dura –de hecho, ese
curso fue el que me rociaron los ojos con colonia–, en clase yo me sentía
a salvo.
Cada una de estas historias es un lado de la misma moneda. Sé, estoy plenamente
convencido de ello, que las señoritas como la primera son las menos. Por fortuna, lo que
abundan son los maestros –a los que les enorgullece que les llamen así– y profesores
comprometidos y bondadosos. ¡Dichosa labor la de los docentes! Los de aquellos años
hicieron lo que estuvo en sus manos. Los de estos tiempos hacen más de lo que
pueden. He trabajado con profesoras, profesores, maestras y maestros que se dejan la
vida por sus alumnos, que perdonan una comida por llegar a un congreso, que para poder
hacer una actividad sobre acoso pagan el material de su bolsillo porque la
Administración Pública no tiene fondos. Docentes que asisten en fin de semana, previo
pago, a congresos para formarse, que sacan adelante actividades trabajando hasta la
madrugada y a los que no se les reconoce absolutamente nada.
Merecen que reivindiquemos para ellos lo que es justo: poder hacer esta tarea sin robar
horas a su tiempo personal, a sus familias, y sin llegar al abuso de tener que poner dinero
de sus bolsillos.
Cómplices tipo 4: padres que miran hacia otro lado
Si te cuento que hay padres de niños acosadores que miran hacia otro lado, seguro que
no te sorprende. Pero, ¿y si te digo que hay padres de niños acosados que miran
hacia otra parte y niegan la realidad? ¿Sorprendido? Pues los hay.
Por mucho que nos cueste creerlo hay adultos, personas hechas y derechas, que ante
una situación de este tipo escurren el bulto y adoptan la equivocada actitud del “ya
pasará”.
¿Cuál es la razón? El miedo al conflicto.
Del mismo modo que te decía que los profesores no son seres todopoderosos, que
tienen sus miedos como tú, los adultos que te rodean tampoco. Ni siquiera tus padres.
Los adultos tenemos nuestros temores y nuestros monstruos. Algunas noches, de vez en
cuando, tampoco queremos que se apague la luz porque nos asusta lo que pueda traer la
oscuridad o lo que nos espera al día siguiente.
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Por eso hay padres de acosadores o acosados que miran hacia otro lado. Porque el
conflicto es su monstruo, ese al que temen cuando se apaga la luz. Y claro, si llegamos
nosotros y se lo podemos delante de las narices, van a hacer lo posible por evitarlo, por
salir corriendo.
¿Qué podemos hacer?
Pues depende. Depende de quiénes somos en esta historia.
Si eres el acosado
No me cansaré de recordarte que eres el protagonista de este libro, así que comienzo
por ti. Si son tus padres los que miran hacia otro lado, debes seguir pidiendo ayuda.
Insiste, hazles ver por lo que estás pasando, explícales que necesitas de su ayuda. Pero si,
por miedo, tus padres no son capaces de afrontar la situación, debes buscar otro adulto
que te ayude. Mira a tu alrededor. Si crees que uno de tus familiares no se asustará ante
esto, si crees que sabrá lidiar con ello e incluso que conseguirá dar apoyo a tus padres:
cuéntaselo a él o a ella. A un profesor, a un amigo de la familia, al voluntario de una
asociación… a quien sea necesario. Porque si tienes la mala fortuna de no ser escuchado,
debes seguir alzando la voz.
Si son los padres del acosador los que miran hacia otro lado, esa guerra no te
corresponde. Les corresponde a tus padres y a tus profesores. Eso sí, repito lo mismo que
en el párrafo anterior. Si no te escuchan, si no se enfrentan al problema, sigue pidiendo
ayuda.
Si eres padre
¿Pero qué ocurre si soy padre, mi hijo sufre acoso y el padre del acosador mira
hacia otro lado, si lo niega todo?
El primer paso, el mayor logro, será conseguir un encuentro. No siempre es fácil. Hay
padres que reniegan de la vida académica de sus hijos o de los problemas en general. De
modo que, en primer lugar, centrad vuestros esfuerzos –junto con el personal docente–
para conseguir un encuentro.
Te sugiero que te sirvas del centro educativo como terreno neutral y que te valgas
del tutor y algún profesor más como mediadores –siempre es positivo que haya perfiles
distintos entre los profesores que mediarán, ayuda a generar empatías con unos y otros–.
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Yo descartaría cualquier actuación individual, descartaría ponerte en contacto a título
privado con los padres del acosador y mucho menos acudir a su domicilio. Por buenas
que sean tus intenciones, se van a sentir atacados e intimidados. Nuestro hogar es nuestro
templo y el mayor reflejo de lo que somos, de lo que tenemos y de lo que no tenemos.
No les dejes sin esa protección antes de comenzar, no les obligues a mostrar cosas que
quizá no quieren mostrar y que pueden ser la raíz de todo el problema.
Prepara los encuentros con empatía y diplomacia. Es muy importante que no se sientan
atacados ni juzgados, y sobre todo que en ningún momento parezca que lo que ocurre es
debido a que ellos han fallado como padres. Tampoco debéis achantaros, que no
confundan vuestra buena educación con vulnerabilidad. Tendréis que mantener un
equilibrio justo entre la comprensión y la reivindicación de vuestro lugar y los derechos
de vuestro hijo o hija. Os dejo algunas pautas que os pueden funcionar si os encontráis
ante un perfil de padres que niegan que su hijo sea un acosador.
1. Preparad la reunión con el personal docente, pero que bajo ningún concepto
intuyan que antes habéis estado reunidos, más allá de para manifestar vuestra
preocupación.
2. Es importante que se expongan hechos objetivos, lo más objetivos posible. Hechos
contrastables, a poder ser con aportación de pruebas o testigos. Ante esto les será
más difícil negar la realidad.
3. Es una buena idea que sea el personal docente quien los exponga. Vosotros sois
solo una parte más del conflicto a resolver.
4. Que el personal docente no muestre simpatía hacia vosotros. Será difícil pero es
importante.
5. Tratad de intervenir poco y cuando lo hagáis hablad de hechos objetivos siempre
que sea posible. Los sentimientos también son hechos objetivos, se puede hablar de
cómo se siente la víctima, de las cosas que le están ocurriendo, pero estableciendo un
orden inteligente de acciones y consecuencias.
6. Jamásentréis en conjeturas personales. La negociación habrá acabado si vosotros
o el profesorado insinúa algo sobre la vida personal del acosador o de los padres
como causa de la situación.
7. Si acusan a vuestro hijo de no portarse bien con el agresor no lo neguéis. Os costará,
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pero no lo neguéis, puede que sea cierto, pero aunque no lo sea, favorecerá la
negociación si simplemente decís que hablaréis con él o con ella.
8. Salid con un compromiso de su parte. La negociación, el encuentro, no habrá
servido de nada si os marcháis del centro sin un compromiso por parte de los padres
del acosador o acosadora. Ahí es fundamental el papel del profesor que ejerza de
mediador.
9. Recordad que el compromiso debe nacer de ellos. Si no es así será una
imposición, y lo más probable es que no la cumplan. El éxito del encuentro radicará
en que los padres del acosador, ante una simple pregunta por parte del mediador,
«¿Qué se os ocurre que podemos hacer, que podéis hacer?», sean capaces de adquirir
un compromiso.
10. Probablemente será más sencilla la negociación si vosotros también adquirís
algún tipo de compromiso.
He usado un tono amable porque doy por hecho que si has llegado hasta aquí es porque
eres un padre comprometido. Pero no hay que dar nada por hecho. Lo diré alto y claro, si
tu hijo sufre acoso escolar: ¡Actúa! Y hazlo ya.
Las historias reales las encontramos en los lugares más inverosímiles: en la consulta de
mi fisioterapeuta, por ejemplo. Excalibur –la llamaré así en este relato–, mi gurú en
materia de salud y bienestar corporal, sabe de mi labor de divulgación y lucha contra el
acoso escolar y nuestra relación es tan estrecha que hace unos meses se atrevió a pedirme
que hablara con una de sus pacientes, madre de un adolescente víctima de acoso. Le dije
que podía darle mi teléfono sin problema y además le di el de la presidenta de una
asociación que está trabajando de manera impecable en Zaragoza. Excalibur, que igual
que es mi gurú lo es de mucha otra gente porque tiene un don para guiar y encaminar a
las personas, le sugirió a aquella madre que llamase a los contactos dados y que se
pusiera manos a la obra para organizar charlas y tallares en el centro educativo –además
de atajar su caso concreto con los docentes–. No hizo ni lo uno ni lo otro. ¿Sabéis cómo
termina esta historia? Con una paliza a su hijo unos días antes de acabar el curso que
puso en riesgo su salud: pudo perder el bazo y el globo ocular. Por fortuna, no los ha
perdido. Pero para terminar de sazonar este guiso putrefacto, la madre en cuestión fue
incapaz de informar a los padres de los agresores en la fiesta de fin de cursos –varios
días después–. ¿Cuál es el mensaje que se le ha dado a ese niño? ¿Cómo va a enfrentarse
en su vida adulta a los conflictos que le toque lidiar si sus padres, sus referentes, se han
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escondido ante el suyo? ¿Qué sensación de desamparo puede tener un menor al que otros
menores maltratan y no ve que sus progenitores salgan como bestias a defenderlo?
¿Cómo esperan que recupere la autoestima y la valentía? ¿Qué milagro quieren que
suceda durante el verano para que a la vuelta, en septiembre, el conflicto cese?
Si eres el docente
¡Cuántas tareas te encomiendo! ¿Verdad? Sí, pero lo primero que debes saber es que
ante una situación de acoso escolar complicada, si no te sientes con los recursos
necesarios o no estás en un buen momento personal, debes pedir ayuda. Sí, también
tú puedes pedir ayuda. Somos adultos, no seres de titanio, y a veces no podemos. Pero,
afortunadamente, hay otros que sí pueden. No tenemos que poder lidiar con todo en
todos los momentos de nuestras vidas. Y esta es una cuestión compleja que puede
requerir de mucha energía y entereza. Si no crees que seas capaz en este momento, habla
con tus superiores y pide que otra persona se haga cargo. Ya ayudarás tú en otros
momentos cuando sí tengas fuerza, cuando hayas pasado tus propios baches. No debes
sentirte mal por ello, al contrario, tu manera de ayudar en este instante es, precisamente,
hacerte a un lado.
Pero, si te atreves con esta encomienda, puede que te encuentres con dos tipos de
padres. Los padres de niños o niñas acosados que miran hacia otro lado y los de
acosadores que miran hacia otro lado.
El primer caso será más sencillo de manejar. Lo sabrás si el alumno te lo manifiesta
expresamente o si tú eres conocedor de los hechos –intentas contactar con ellos y
rehúsan reunirse contigo–. Si actúan así, será por miedo al conflicto, por nada más. De
modo que deberás tratar de darles confianza, ofrecerles hablar sin intervención de la otra
parte, asegurarles que no contactaréis con los otros padres si ellos no quieren. Crear para
ellos un entorno amable donde se sientan seguros, en otras palabras: ganaos su
confianza. Podéis comenzar por organizar alguna jornada para padres, cuestiones
grupales donde ellos se sientan uno más y no los protagonistas del conflicto, ir poco a
poco.
Ni que decir tiene que si la situación fuera urgente, grave, y los padres no atendieran a
vuestras llamadas, deberíais tomar medidas más contundentes.
El segundo caso es el más complejo. Los padres del acosador que no quieren reconocer
que su hijo acosa o maltrata son complicados, pueden incluso llegar a ser peligrosos.
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1. Mi primera recomendación es que no actúes solo, sola. Todo el cuerpo docente
debe estar al tanto. El equipo directivo debe conocer tus actuaciones y las decisiones
deben tomarse de manera conjunta. No cargues de manera unilateral con una
responsabilidad tan importante. Y esta recomendación la extiendo a cualquier caso
de acoso con el que te encuentres, con independencia de si los padres se muestran
colaboradores o no.
2. Sed siempre un mínimo de dos personas en las reuniones. Para que haya testigos y
porque es más fácil que con al menos uno de los dos surjan las simpatías. Tratad de
ser dos perfiles diferentes para favorecer la empatía.
3. Si el equipo directivo no se involucra, recuérdale que puede haber consecuencias
legales importantes para el centro y para el director en caso de denuncia de los
padres. Infórmate de tus derechos y asegúrate de no dar ningún paso incorrecto –
insisto, solo en caso de no contar con apoyo del equipo directivo–.
4. Sigue las pautas de negociación que propongo en el apartado anterior.
5. A este respecto de la negociación, puede ser una buena estrategia que el equipo
directivo no esté presente en las primeras fases. Por dos motivos. El primero, porque
ayudará a que el clima de las reuniones sea más distendido. El segundo, porque
puede ser un cartucho en la recámara por si hiciera falta más adelante.
6. Practica la escucha activa. No lo hacemos. Estamos tan llenos de prejuicios que
vamos en automático con nuestro Manual para usar la vida, con el relato de lo
ocurrido creado de antemano, incluso sin haberlo vivido. Escuchad a los padres, a
unos y a otros. Pero no solo lo que tengan que contaros de lo sucedido, también de
todo lo demás. Ahí estará la clave. La clave estará siempre en casa, en todos los
casos. Escuchad hasta el más mínimo detalle. ¿Qué necesitan esos padres de
vosotros? ¿Y de los otros padres?
7. Insisto, salid con un acuerdo.
8. Apoyaos en personal mediador experto e independiente al centro si es preciso.
9. Sabed retiraros si llega el caso. Si veis que con alguno de los, al menos dos,
profesores, algún padre no tiene ningún tipo de sintonía, que le sustituya otro
compañero.
10. Si la situación adquiere tintes peligrosos, acude a las autoridades.
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Ha sido un capítulo muy extenso en el que hemos abordado muchas cuestiones en
torno a la figura de los cómplices, a la responsabilidad de todos los agentes involucrados
en una situación de acoso. Quizás haya momentos en los que has pensado que me había
olvidado de ti porque mis interpelaciones a padres y profesores, e incluso a tus
compañeros, han sido constantes. Pero eran necesarias. ¡Veamos lo que hemos
aprendido!
¿Qué hemos aprendido en el capítulo 5?
1. Lo primero es que todos somos responsables:
• Acosador• Acosado
• Cómplices
2. Que algunos de tus compañeros son cómplices porque:
• Están aterrados porque no conocen el poder del grupo
• Son líderes innatos que no utilizan su liderazgo para ayudarte
3. Que es labor de todos hacer que compañeros, padres y profesores
asuman su parte de responsabilidad.
4. Perder el miedo a abrazar la diferencia.
5. Sit with us: El poder de los pequeños gestos.
6. Si tus padres o profesores miran hacia otro lado:
¡Sigue pidiendo ayuda!
7. Una buena gestión del conflicto en el centro educativo es fundamental
y determinante.
8. Nunca tendrás mejor oportunidad que una injusticia, como es esta,
para poner a examen tus valores y tu bondad.
54
6.
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Pedir ayuda es cosa de valientes
A lo largo de mi vida he tenido diversos sueños recurrentes según la etapa en la que
me he encontrado. Algunos más evidentes que otros: casas hermosas a las que me iba a
trasladar a vivir pero que siempre albergaban una habitación tenebrosa, discusiones con
determinadas personas de mi entorno en las que la mandíbula se me atascaba y, por más
que lo intentaba, no podía articular palabra, dientes que se caían… Los de aquellos años
eran de lo más elocuentes. Se presentaban ante mí sin trampa ni cartón: soñaba que me
trasladaban a vivir y estudiar a Zaragoza. En esa nueva andadura me acompañaba
Joaquín, un antiguo compañero del colegio de Daroca, el lugar donde tan feliz fui,
imagino que Joaquín simbolizaba todo aquello que yo anhelaba recuperar. Al menos una
vez, al regresar del instituto, recuerdo habérselo contado a mi madre, que me escuchaba
y asentía. Si la vida fuera como una serie de televisión, ahora los guionistas narrarían la
misma secuencia desde la perspectiva de mi madre. El espectador podría ver a una mujer
de mediana edad a la carrera entre el trabajo y la casa, con tres hijos –dos de ellos
adolescentes y una tercera recién titulada en la Universidad–, sacando la vida adelante.
Una casa humilde en la efervescencia de la vida. Una vida que discurre según lo
esperado. Unos hijos que lo inundan todo de anécdotas, sueños y alocadas peticiones. Un
hijo que le cuenta, mientras limpia unas judías en cinco minutos que no tiene, lo que ha
soñado esa noche. Ella no tiene tiempo ni para soñar, pero agradece que su hijo lo haga
por los dos, forma parte de ese burbujeo propio de la pubertad a la que asiste la familia y
que sabe que más pronto que tarde terminará.
Mi madre no supo lo que yo sufrí hasta hace poco más de un año. Porque, aquel
día, no le expliqué nada más. A mi madre el guionista no le mostró las tomas que se
habían grabado para mis secuencias, así que para ella aquel sueño debió de ser las ínfulas
de un adolescente que quiere adelantar la llegada de su vida adulta. Y tuvieron que pasar
años para que entendiera todo a lo que fui sometido. Un día, tras escucharme en una
entrevista en la radio, me llamó y me dijo que ella no había sido consciente de nada. Para
ella, para ellos, todo se resumía en la anécdota de la colonia sobre mis ojos, algo que,
por otra parte, yo me había empeñado en convencerles de que era cosa de críos.
Durante dos años, en lugar de soñar que volaba, que era el mejor futbolista del mundo
o que Menganito o Fulanita me declaraban su amor, soñaba que lograba encontrar una
salida a mi desesperación. No llegué a contar estos sueños porque creía que el cartel
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luminoso que pensaba portaba en la cabeza con el rótulo «Adolescente sufriendo acoso»,
sería suficiente. Como veía que no lo era, discurrí otras opciones. Un día presenté a mi
madre –dueña y señora de los planes de casa, dueña y señora del dinero familiar– mi
nueva hoja de ruta. Terminaría la ESO y pasaría a estudiar un módulo de grado medio de
administración y finanzas. Después haría el grado superior y de ahí pasaría a la carrera.
La respuesta de mi madre estuvo escasos segundos suspendida en el aire: «Si lo que
quieres es estudiar Económicas, qué sentido tiene dar toda esa vuelta para llegar al
mismo sitio.» No pude refutarle porque sabía que tenía razón. Yo era un buen estudiante,
no tenía que temer al Bachillerato ni a la Selectividad, lo que estaba proponiendo carecía
de toda lógica –desde el punto de vista académico–. Salvo por un asunto menor –se
apreciará la ironía–: eso suponía tener que dejar Calamocha y marcharme a Teruel o a
Zaragoza. Una vez más, volvía a demandar salir de allí, pero no lo expresaba con
claridad y rotundidad, ni mucho menos contaba por qué.
Mis padres me habrían llevado a vivir a otro lugar si lo hubiera pedido, si hubieran
sido conscientes de lo que yo estaba pasando. Del mismo modo que nos sacaron de las
garras de aquella maestra despiadada y nos llevaron a estudiar a Daroca, si mis padres
hubieran sabido lo que yo estaba viviendo habrían hecho todo lo que hubiera estado en
su mano por facilitarme una vida en otra ciudad. Pero les impedí ayudarme.
Viví un infierno y nadie se enteró. Porque no lo conté.
Yo creía que todo mi entorno era consciente de lo que yo sufría. De hecho, vivía
avergonzado por ello, sentía que había fallado a todos, que les había obligado a un
sufrimiento que no merecían. Ya lo he contado, si alguna vez iba con mis padres o mis
hermanas mayores por la calle y me cruzaba con alguno de ellos, sentía pánico de que
nada ocurriera, pero no sufría por mí, sufría por ellos. No quería someterlos a aquella
humillación, a que padecieran dolor y vergüenza por mí culpa.
¡Cuéntalo! Porque te sorprendería comprobar cuántas personas de tu alrededor no
tienen la menor idea de tu sufrimiento. Incluso tus propios compañeros pueden no ser
conscientes de todo tu dolor. ¿Sabes por qué? Por dos motivos. El primero, porque una
de las cosas que más duele es el rechazo y la soledad, y estos no siempre son evidentes a
ojos de todo el mundo. Y el segundo, porque para ver hay que mirar. Trascribo el
mensaje que recibí de una, entonces, compañera de instituto que me ha autorizado a
compartir.
¡Hola Raúl!
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Escuché tu relato en la radio de Calamocha hace algunos meses y me ayudó
mucho a entender algunas cosas... como que para ver hay que mirar...
nunca imaginé que en mi instituto pudiera pasar algo así... Creo que no
llegamos a hablar, pero sí coincidimos en el tiempo. En fin... enhorabuena
por el trabajo personal que hiciste y por el trabajo que estás haciendo
ahora... ¡te aplaudo! Decirte que soy enfermera y lucho cada día porque a
todo el mundo se le trate por igual. Es difícil, pero de otro modo no tendría
sentido. Un día, hablando con un chico de unos 18 años que acudió a
urgencias por ansiedad, rascando un poquito me explicó con otras palabras
el relato que había escuchado en la radio de Calamocha hacía algunos
meses, casi casi en el mismo orden. Era pasado ya, pero todavía lo tenía
súper presente, y le hablé de ti y del trabajo que estás realizando ahora y a
que no sabes qué dijo: que a él también le gustaría hacer esto... le
recomendé tu blog y le invité a que te escribiera, pues quizás tú le podrías
dar otra perspectiva. Bueno, solo saludarte y mandarte un beso de
admiración.
Cris
Para ver hay que mirar, y hay personas que no miran. Una de las cosas que más me
ha sorprendido en este proceso de compartir mi experiencia son los compañeros que se
han acercado a mí para decirme que no fueron conscientes de nada. No lo digo por Cris,
en absoluto, ella y yo ni siquiera íbamos al mismo curso y su mensaje demuestra una
sensibilidad y una empatía sobresalientes. Lo digo por todos aquellos que, estando en mi
curso, algunos en mi clase, afirman no haber sido conscientes. Habrá de todo: los que no
lo recuerdan, los que no lo quieren recordar, los que no lo vivieron como algo injusto
porque para ellos no lo era –los valores y el umbral de lo decente es personal e
intransferible– y los que no lo vieron porque no supieron mirar.
Los golpes y los insultos son evidentes. Son perceptibles a los ojos y a los oídos de
todos. Sin embargo, la soledad y el aislamiento no. Y como ya he dicho y no me
cansaré de repetir: esa es una forma de maltrato devastadora y cruel.¡Cuéntalo! Porque entre tus compañeros habrá para quien, lo que te ocurre, es
simplemente que te insultan de vez en cuando, que algún día se ríen de ti: «Pero no es
para tanto, no es todos los días, ni le pegan, ni le meten la cabeza en el baño», dirán.
Habrá quien estará convencido de que eso es todo. Y lo que no saben es que: primero,
eso no es todo. Y segundo, eso es mucho. Ya lo he dicho: eso no es todo porque se le
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debe añadir la soledad y el aislamiento, la mendicidad, tener que mendigar la compañía
en los recreos y en las clases, ¡eso es tortura! Y es mucho, porque lo que para los demás
es anecdótico, si se produce durante dos años, de anécdota tiene poco, por más que se
espacie en el tiempo.
Han pasado 13 días sin insultos en el recreo, 9 si somos exactos y no
tenemos en cuenta el sábado y el domingo. 9 días en los que los treinta
minutos del recreo se han ido sucediendo uno tras otro sin que nada
ocurriera. Nada evidente, nada aparente, está claro. Ha habido miradas, ha
habido centésimas de segundos en los que me han buscado para resarcirse,
para comprobar que estaba solo o estaba con algún grupo de chicas. Estos
días me han acogido las de 1º de Bachillerato: Ana Lucas, Cristina Esteban,
Marta la de San Martín y las demás. Así es como me siento, acogido. No son
mis amigas, no les corresponde serlo. Paso el recreo con ellas porque son
buenas y maduras, eso lo capto. Hablo con ellas, me cuentan cosas, me
tratan como a uno más. Pero no son mis amigas, no es lo que me
corresponde. Estoy aquí porque no puedo estar en otro lugar. En cualquier
caso me basta. Salvo los treinta minutos de recreo y me voy a clase
agradecido de que nada más haya sucedido, de que las miradas
endemoniadas no hayan sido el preludio de un insulto. Así me basta.
Día 14. Hoy he visto que Ana y las demás no están en la pista, han debido
de ir al centro del pueblo. Me siento perdido, desamparado, como un niño
que pierde a sus padres en unos grandes almacenes y ve a la gente pasar a
su lado a la carrera, solo ve perneras y zapatos y una frenética algarabía.
Veo a lo lejos a Belén y Elena y me agarro a ellas como si fueran el guarda
de seguridad al que mis padres me han avisado que debo acudir si alguna
vez me pierdo. También van al centro del pueblo. Una va a echar la quiniela
a su padre y la otra a comprar la revista de cocina de su madre. Me sumo.
Ellas sí son mis amigas, pero con ellas no estoy a salvo. Avanzamos por la
calle del instituto en un torrente de adolescencia, unos cien chavales van
por delante de nosotros y otros tantos deben de ir por detrás. Los tengo
ubicados. Están a unos cuarenta pasos. Estoy tenso, como siempre,
preparado para que pueda ocurrir lo peor, para tener que volver a empezar
de cero. No quiero que pase nada. Quiero que este sea el día 14 sin
insultos, el que preceda al 15, al 16, al 3.456.
Maricón!!! Ja, ja, ja!!!.
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Vuelta e empezar. Día cero de nuevo.
No llevé un diario en aquellos años pero, si lo hubiera llevado, este fragmento podría
formar parte de él. Lo que para los demás es un insulto más, para alguien que sufre acoso
es la evidencia de que el acoso sigue, de que los insultos siguen, de que la incertidumbre
sigue. El nuevo insulto, no hace sino recordar que nada ha acabado, que el instituto sigue
siendo la misma tierra hostil. Así que sí, es todo y es mucho. Odio las comparaciones
pero, a veces, con las personas cortas de miras son necesarias. A esos, a los cortos de
miras, invitémosles a imaginar que a una mujer víctima de violencia de género le
dijéramos que lo que ha vivido, lo que vive, no es para tanto, no es exactamente
violencia de genero. Imaginemos que argumentáramos nuestras palabras en el hecho de
que «solo» le pegó dos veces y, después, la insultaba de vez en cuando, cada dos
semanas más o menos, eso sí, en su lugar de trabajo, delante de todos sus compañeros y
a voz en grito.
¿Qué? ¿Sirve la comparación?
Hay que ser muy valiente para pedir ayuda, pero hay que serlo
todavía más para aceptarla.
Almudena Grandes
Pero, estrechos de miras y compañeros que no quieran mirar aparte, cuando estamos
sufriendo una situación complicada –también como adultos– creemos que vamos con un
cartel luminoso sobre nuestras cabezas que anuncia nuestro dolor. Nada más lejos de la
realidad. Nadie sabe de nuestros desvelos si no los contamos. Porque, como escribe
Almudena Grandes en su libro “Los besos en el pan”: Hay que ser muy valiente para
pedir ayuda, pero que hay que serlo todavía más para aceptarla.
Pedir ayuda es cosa de valientes. ¿No me crees? Te haré una pregunta; varias, en
realidad.
¿Qué haces con tu ropa preferida, con la que más te gusta?, ¿pides en casa que se lave
con delicadeza o la dejas tirada en cualquier lugar? ¿Estás pendiente de saber si estará
limpia para tal día o tal otro? ¡Seguro que sí! ¿Qué haces con el balón de fútbol?, ¿con
las botas?, ¿con los patines? ¿Los dejas en cualquier sitio donde te los puedan robar?,
¿en la puerta del instituto a la espera de que estén allí cuando salgas? ¿Tienes móvil?
¿Lo dejas en la encimera mientras tus padres preparan la cena?, ¿te da igual si puede
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caerle agua hirviendo y estropearse? ¡Seguro que no! Y lo mismo ocurre con las
personas. ¿A qué amigo es al que más cuidas?, ¿por quién no te importa quedarte una
tarde hasta última hora repasando un examen?, ¿dudarías en ir a llevar unos apuntes a tu
mejor amigo, a tu mejor amiga, un domingo por la tarde?, ¿sentirías que es un fastidio
tener que escuchar las cosas que le preocupan?, ¿querrías saber si hay algo que le duele o
le angustia? ¡Por supuesto que sí!
¿Sabes por qué? Porque te importa. ¡Porque cuidamos a los que más queremos!
Y si eso es así, ¿por qué nos cuesta tanto cuidarnos a nosotros mismos? ¿Por qué
nos cuesta tanto pedir ayuda cuando se trata de nosotros mismos?
Si salimos sin dudarlo a ayudar a quien nos necesita, ¿por qué nos cuesta tanto pedir
ayuda? ¡Silencio! Deja tu mente en blanco y rebobina estas últimas líneas.
¡Exacto!
¡Porque pensamos que no merecemos esa ayuda!
Eso es lo que nos decimos sin decir nada: que no merecemos que nadie se desvíe ni un
segundo del camino por nosotros. Si cuidamos lo que más queremos pero no nos
cuidamos a nosotros mismos, lo que nos estamos diciendo –con hechos incuestionables–
es que no nos queremos, que no tenemos valía suficiente para merecer ciertas atenciones.
Duro. Muy duro. Una auténtica barbaridad, un escupitajo dialéctico vertido contra
nosotros mismos. De modo que amigo, amiga, el primer paso es empezar a quererse.
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¿Cómo empiezo a quererme?
¿Cómo empiezo a quererme? ¿Cómo salgo de la dinámica en la que llevo instalado
tantos años? ¿Cómo se mejora la autoestima?
En primer lugar, siendo consciente de ello. Saber que no te quieres lo suficiente es el
punto de partida. Si lo sabes, podrás interesarte por libros, talleres o documentales que te
ayudarán. Si no lo sabes, seguirás anclado, anclada, en el mismo lugar.
Este no es un libro dedicado a la recuperación o construcción de la autoestima, te
animo a que investigues y completes esta lectura con algún buen manual. Pero puedo
compartir contigo algunas cosas que a mí me han funcionado.
Truco 1: A veces los trucos más evidentes son los más eficaces. Lo aprendí de mi
terapeuta. Piensa en alguien a quien quieras mucho, alguien a quien quieras de verdad y
con quien, a poder ser, compartas una relación de igual a igual: un amigo. ¿Ya lo tienes?
De acuerdo, pues ahora grábate esta pregunta a fuego: ¿Qué le dirías a ese mejor amigo
si…? ¿Qué le dirías a tu mejor amigo si te contara que se le rompió el preservativo en
una relación sexual? ¿Qué le dirías a tu mejor amiga si no supiera si seguir estudiando?
¿Qué le dirías a tu mejor amigo si te dijera que ha dejado de desayunar porque se ve
gordo? ¿Qué le dirías a tu mejor amiga si estuviera sufriendo acoso escolar?...
¡Aquello que le dirías a tu mejor amigo, dítelo a ti mismo, a ti misma!
¡Puedes usarla para lo que quieras! Ese es el primer truco, no te digas a ti mismo nada
que no le diríasa ese amigo que tanto quieres y dite lo mismo que le dirías a él, a ella.
No escatimes en elogios, en piropos ni en muestras de afecto. Si él, ella, los merece, tú
también.
Truco 2: Mírate al espejo. Hazlo al menos durante veinte segundos. Dime qué pasa.
¡Exacto! Sí, no puedes evitar sonreírte. Toma consciencia de ti mismo, de ti misma.
Emplea tiempo en mirarte, en sonreírte, en acariciar tus piernas, tus brazos. Toma fotos
de ti mismo y míralas como mirarías las de ese amigo. No como un acto de vanidad, sino
como un acto de reencuentro justo contigo mismo.
Truco 3: Descompón tu cuerpo. En la adolescencia, gran parte de nuestros
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complejos, de nuestras faltas de autoestima, radican en lo físico. Si es así, te invito a
descomponer tu cuerpo mentalmente, a pensar en tus piernas, en tus brazos, en tu pelo,
como entes independientes pero con vida, con existencia –no es ningún disparate, si no
estuvieran llenos de vida se gangrenarían en cuestión de horas–. Cuando uno es capaz de
ver sus piernas, sus brazos, sus caderas, como pequeños seres animados, ya no puede ser
tan cruel en sus comentarios. Si entendemos que son un regalo, que están vivos pero que
podrían estar muertos, el reproche pasa a ser gratitud. ¿Cómo podemos pedir a nuestras
piernas algo más que que nos sostengan y permitan caminar? ¿Cómo a nuestras caderas
que articulen nuestros movimientos y unan nuestras extremidades inferiores con el
tronco? ¿Cómo a nuestros pechos que sean algo más que la fuente que alimentará y
criará a nuestros hijos? Nos hemos vuelto locos. Todos. La sociedad al completo. Hemos
olvidado el sentido de las cosas. Alguien, con el único propósito de vender y
enriquecerse, nos ha hecho creer que las piernas deben ser delgadas y tersas en el caso de
las mujeres, musculosas e imponentes en el de los hombres, que esa es su función. Que
los pechos deben tener el tamaño apropiado para lucir los escotes que dictamina la moda
y que las caderas, a partir de ciertas medidas, imposibilitan vestir ciertas prendas. ¡No!
Ese no es el sentido de las piernas, de los pechos o de las caderas. Y como lo hemos
olvidado, como hemos dejado que nos engañen, que nos convenzan de que su función es
la belleza, les exigimos cosas que no debemos exigirles. ¡Es cruel! A nuestro propio
cuerpo le estamos exigiendo según unos parámetros inventados por una sociedad
capitalista a la que solo le preocupa vender. Nada más. La aberración es tal como si
hubiéramos puesto a animales terrestres a concursar en vuelos de altura. ¿Puedes
imaginarlo? Un cervatillo siendo juzgado por su capacidad para volar. El disparate es el
mismo.
¡Sal de ahí! No será fácil, porque van a estar machacándote constantemente con
anuncios e imágenes, pero a partir de ahora, cada vez que veas unas piernas, unos
pechos, unos brazos, pregúntate: ¿cuál es su función?, ¿su verdadera función? ¿Para qué
le fue dado?, ¿para qué nos fue dado?
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Denuncia
Sé que si has llegado por ti mismo a este libro, si lo estás leyendo porque sufres acoso
y nadie lo sabe, tras leer «¡Denuncia!», se te eriza la piel, se te encoge el estómago y te
sudan las manos: te mueres de miedo. Lo sé, he estado donde tú estás.
Cuando digo que denuncies no digo que vayas a la Policía a abrir un parte –que
podrías hacerlo y comprobarías que no tiene ninguna consecuencia negativa para ti–,
digo que lo cuentes. Debes contarlo. Esta situación es muy compleja y peligrosa como
para que tú solo, tú sola, lidies con ella. Necesitas de la visión de alguien externo al
problema, y adulto, que te ayude a ver las cosas con perspectiva y a tomar
decisiones desde la confianza y no desde el miedo.
Cuéntaselo a tus padres, a tu hermano, a un profesor, al orientador, a un amigo de la
familia, a tu primo, contacta con una asociación de apoyo… A quien sea, pero cuéntalo.
Cuéntalo a quien te pueda ayudar, cuéntalo incluso si no quieres que nadie haga nada.
Pero que alguien lo sepa, que alguien te pueda guiar. Tú solo no puedes. Nadie puede, de
hecho. ¿Recuerdas las imágenes de las grullas?, ¿recuerdas lo que te conté sobre el poder
del grupo? ¿Acaso crees que los adultos no nos ayudamos entre nosotros? Por supuesto
que sí. Nos toca vivir cosas que sería imposible librarlas solos. Y somos adultos.
Tenemos recursos emocionales y económicos, somos dueños de nuestro futuro, podemos
tomar decisiones sobre un cambio de residencia o de trabajo, y aun así pedimos ayuda a
nuestros amigos y familiares. ¿No vas a hacerlo tú?
Confía en mí. Es el camino, te lo aseguro. No cometas el error que yo cometí y que
han cometido miles de chicos y chicas más. En este punto del libro te pido un acto de fe.
Lo sé. Tienes tanto miedo que ahora no cuentas con todos los instrumentos emocionales
necesarios para entender que contarlo, denunciar lo que está ocurriendo, ponerle
nombre y apellidos, es el camino. ¿Recuerdas que hablamos del miedo, que dijimos
que hay dos tipos de miedo, el que nos ayuda y el que nos obstaculiza? Este es el
segundo. El miedo que estás sintiendo no es el sano, no es el que te ayudará. Por eso te
pido que confíes en mí, que hagas un acto de fe, que te dejes llevar en este punto. Estoy
totalmente convencido que si nos encontramos dentro de unos años me dirás: «Tenías
razón».
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Cambios en los patrones de conducta
Levanto ahora la vista hacia esas últimas filas, las que ocupan padres y profesores.
Retomo la cita de Almudena Grandes –Hay que ser muy valiente para pedir ayuda–,
para invitaros a la siguiente reflexión: ¿Cómo podemos esperar que alguien que está
sufriendo acoso, que está muerto de miedo, pida ayuda?
No lo hará. En la mayor parte de los casos, vuestros hijos, vuestras alumnas, no os
pedirán ayuda. O, si lo hacen, será cuando no puedan más, cuando lleven tantos meses
viviendo un infierno que las llamas les devoren y asfixien. De modo que es nuestra
responsabilidad, como adultos, actuar en dos direcciones comunes.
De una parte, es fundamental ofrecer a los adolescentes o niños un entorno de
confianza y seguridad total. Que en casa y en el centro educativo se sientan a salvo
para contar lo que quieran contar. No se trata que nos convirtamos en esos padres
idílicos que nos muestra Hollywood, que hablan con sus hijos con solemnidad y les
preguntan cosas que solo suenan bien en las cabezas de los guionistas, se trata de que se
sientan queridos, que palpen el amor y que ese amor les haga sentir que pueden contar
con vosotros.
De la otra, observar los cambios en los patrones de comportamiento. Algunas de
las conductas que se alteran cuando alguien sufre acoso escolar y que pueden ser indicios
de un problema, y por tanto nos deben poner alerta, son:
1. Comportamiento irascible con hermanos menores o mascotas. Si nos
observáramos un poco más a nosotros mismos, nos convertiríamos en grandes
psicólogos. Cada uno de nosotros alberga todas y cada una de las emociones que
dibujan el mapa de la personalidad. Los patrones de conducta que nosotros mismos
hemos perfilado en el pasado, podemos observarlos ahora en nuestros hijos, en
nuestros alumnos, para salvarles. ¿Nunca has tenido un desaire con tu perro?
¿Cuándo ha ocurrido?, ¿cuando estabas bien y relajado o cuando has regresado
desquiciado del trabajo? ¿Cuándo has sido injusta con tus hijos?, ¿la noche del día en
el que todo había ido rodado? ¡Seguro que no! A ellos les ocurre lo mismo. Sus hijos
son sus hermanos pequeños y sus mascotas. Si observas que comienzan a tratarlos
mal: ¡Ponte alerta!
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A mí me ocurrió. Teníamos un perro llamado Yako. Estaba abandonado por el
pueblo y una de mis hermanas lo rescató. Tuve que verlo morir para tener un ápice
de humanidad con él. Lo ignoré y lo desprecié durante varios años. Cada vez que se
acercaba a mostrarme su cariño le respondía con la hosquedad y le invitaba a
marcharse de mi lado. Hasta que no supe que se moría, no le mostré el más mínimo
afecto. Estaba enfadado con el mundo y él era el único con quien podía pagarlo.
Todos los demás eran más fuertes que yo. Yo era más fuerte que el perro. Así de
sencillo. Injusto,pero lógico. Años después he sido capaz de amar a otros animales
como si se tratara de personas, pero no lo fui mientras estuve herido.
2. Alteraciones en los hábitos alimenticios. A lo largo de los años, como todos, he
leído cosas sobre la anorexia y he vivido de cerca casos de mayor o menor gravedad.
De entre todo lo leído y observado, hay un diagnostico que me impactó en su
momento por encima de los demás y que a día de hoy sigue acompañándome hasta el
punto de traerlo a este libro. En algunos enfermos y enfermas de anorexia se observa
el deseo –no sé si es la palabra acertada– de controlar la comida como único
elemento que sienten que pueden controlar. Es decir, ante una vida que se les
presenta compleja y dolorosa y que no pueden hacer nada por cambiar, encuentran
que sí pueden manejar a su antojo lo que ingieren y el efecto en su cuerpo y
apariencia. Creo que me impactó porque algo de esto hubo en mí. Por fortuna no
sufrí anorexia, pero durante muchos años hice bastantes barbaridades con la comida
y ahora sé que lo que había, más allá de querer adelgazar, era mostrarme el patrón de
mi barco. No quisiera que pareciera que simplifico el mensaje hasta límites pueriles,
lo que pretendo es llamar la atención de padres y docentes. La pérdida excesiva y
rápida de peso siempre nos debe alertar incluso si en nuestra presencia la ingesta de
alimentos es la apropiada, pero además puede ser el síntoma de una situación de
acoso escolar. Pero no solo por defecto, también por exceso. La ansiedad y la rabia
derivadas de un proceso de acoso pueden desencadenar ingestas compulsivas. Si
únicamente nos preocupamos por el peso o la apariencia física de nuestro hijo, de
nuestra hija, sin preguntarnos si hay algún motivo que explique el cambio de
comportamiento, estaremos empeorando el problema.
A este respecto, y también con el objetivo de identificar posibles lesiones, es
saludable mantener una educación sexual abierta, que permita observar el cuerpo del
menor desnudo.
3. Alteraciones del sueño. No suele ser frecuente en edades tan tempranas, pero
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también puede ocurrir. Las alteraciones del sueño pueden ser otro indicativo de que
las cosas no marchan bien.
4. Adicciones. Incluso las que nos parezcan de lo más inofensivas: televisivas, de ocio,
redes sociales, etc. pueden ser el indicador de que hay un problema. En este sentido,
debemos tener especial cuidado con el control del dinero en los chavales y chavalas
especialmente responsables. Dado que se comportan bien y cumplen con sus
cometidos académicos, solemos ser muy permisivos en lo económico y confiamos en
el uso que hagan de la paga semanal. Cierta supervisión siempre es positiva, incluso
aunque creamos que no es necesaria. Podemos descubrir que el dinero se gasta en
tabaco, en alcohol o en apuestas –cada vez más frecuente–.
5. Enfermedades. El cuerpo enferma como mecanismo de autodefensa. Esto es algo
que hace unos años pocos se atrevían a decir y mucho menos a publicar. Por fortuna
hemos cambiado, hemos evolucionado, y hoy no nos asusta reconocer que se observa
cómo el cuerpo físico responde a las situaciones de estrés, de ansiedad o de exceso
de trabajo para ponernos a salvo. Nos para cuando nosotros no queremos parar. Si tu
hijo comienza a encadenar enfermedades, sean o no comunes, no descartes que sean
el resultado de un shock traumático causado por el acoso escolar.
6. Variaciones extremas en el rendimiento académico. No solo debe asustarnos una
caída en las notas de un buen estudiante, también lo contrario. Una de mis
compañeras, víctima de burlas y aislamiento durante todo el instituto, comenzó en
los dos últimos años un ascenso académico meteórico. Comenzó a sacar notas
extraordinarias incluso en las asignaturas más complejas. No lo vimos venir. Unos
meses más tarde, su pérdida de peso era escalofriante. Sufrió anorexia con una
gravedad y consecuencias que todavía hoy me duele recordar.
Podríamos enumerar muchos más, pero en definitiva, todos estos factores podrían
resumirse en un único mensaje: prestemos atención a los cambios de comportamiento
injustificados.
Alzo la vista de nuevo, esta vez la dirijo a los profesores. Todo esto también os aplica.
La mayor parte de estos cambios también los podéis observar en el aula. Pero en vuestro
caso, podéis hacer algo más.
Como decía antes, el chaval aterrado no pedirá ayuda. Se la debemos brindar o al
menos generar un clima en el que se sienta confiado.
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La labor del docente puede ser determinante, sobre todo en aquellos casos en los que el
acosador es uno de esos que hemos convenido en llamar acosador silencioso.
Recordemos. Los acosadores silenciosos son los que no insultan, no vejan, no pegan,
pero utilizan su liderazgo para maltratar a través del aislamiento y la exclusión;
condenan a la soledad a quien no es de su agrado.
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¿Qué puede hacer el docente?
Propiciar los cambios continuos de grupos en clase y en los trabajos por equipos.
Mucho ha cambiado la educación desde que yo estudié la ESO. Me consta que ahora ya
hay muchos centros en los que las aulas se disponen por mesas grupales y no de dos, en
los que se fomentan la rotación y el intercambio. Yo solo viví las bondades de
encontrarme una clase, en 4º de la ESO, hecha para mí, ya lo he contado. Y te aseguro
que fue como regalar una burbuja de oxígeno a alguien que se ahoga a 100 metros bajo
el nivel del mar y sabe que no tiene apnea suficiente para llegar a la superficie.
En los diferentes congresos a los que he asistido, me ha esperanzado comprobar como
ahora muchos docentes implementan planes de acción preventivos. Un ejemplo.
Recuerdo el caso de una profesora que narró el protocolo que se siguió para acoger a una
niña transexual. Todo se acordó con ella, se siguieron sus ritmos y decisiones, y se hizo
coincidir su cambio de apariencia con el paso de la escuela primaria al instituto –que
además al ser un entorno rural estaba en un pueblo diferente–. Adicionalmente, se
estudiaron los perfiles de todos los alumnos que iban a ser sus compañeros para
proporcionarle una clase donde pudiera sentirse lo más comprendida e integrada posible.
De tal modo, terminó el curso en un centro con una apariencia que no la representaba y
comenzó el instituto en otro con la apariencia de la adolescente que era. Fue un éxito. Su
integración, según contaba la responsable del centro, fue total.
Proponer deportes y juegos alternativos. Tuve un profesor de educación física, en la
época en la que todavía estudiaba en la escuela unitaria en mi pueblo, mucho antes del
acoso, que me hizo entender la capacidad de unión de algunos deportes y de la diversión.
Nos enseñó a jugar a béisbol y a hockey. En un pueblo de poco más de trescientos
habitantes, en los años noventa, puedes imaginar que jamás habíamos cogido un bate o
un palo de hockey. Él nos enseñó y nos unió. Como fueron deportes que aprendimos
todos a la vez, chicos y chicas, todos estábamos en el mismo nivel y todos sentíamos la
misma pasión. Recuerdo cómo por las tardes nos buscábamos los unos a los otros para ir
a jugar. Los recreos pueden ser lugares muy hostiles, pero también pueden convertirse en
paraísos. Con voluntad del cuerpo docente y del equipo directivo, se pueden lograr cosas
maravillosas.
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El estigma de la terapia psicológica
¿Sabes lo que se pregunta la gente en EE.UU. cuando, tras conocer a alguien, piensan
que es una persona feliz? «¿Quién es tu psicólogo?» ¡Qué suerte! En España, la terapia
psicológica o psiquiátrica está estigmatizada. Los que acudimos, evitamos decirlo. Y los
que no acuden, recelan de quien lo hace. Se asocia con la locura en el peor de los casos,
con la debilidad en el mejor. Hemos cambiado. Cada vez más personas comprenden la
importancia de contar con un profesional cuando es preciso, pero nos queda un gran
camino por recorrer. En una situación de acoso pueden ser muchas las personas que
precisen de la ayuda de un profesional. El acosado y el acosador, es evidente. Pero es
altamente probable que lo ocurrido sea la punta de un iceberg y que pongade manifiesto
la realidad de que, padres de una y otra parte, necesitan de terapia.
¡No temas! No estás loco, no estás loca. No creas que un psicólogo te hará sufrir más,
ni abrirá la caja de Pandora. Nada más lejos de la realidad. Un psicólogo, un buen
psicólogo –también en esto debes escuchar a tu guía interna– solo te dará las
herramientas para poder vivir sin miedos, con ilusión y esperanza. Nada más que eso. No
te prives, no prives a tu hijo, de volver a morder una manzana sin sentir dolor por miedo
a pasar por el dentista.
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7.
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Cicatrices
Este es un libro optimista y esperanzador, porque su autor también lo es. Pero su autor,
yo, es a su vez una persona realista que considera que negar lo evidente no trae nada
positivo. La infancia y la adolescencia son dos etapas fundamentales en el desarrollo
de nuestra personalidad. Lo vivido, y lo no vivido, en nuestros primeros años, marcará
el devenir de nuestros pasos. No quiere decir esto que no podamos volver a ser felices:
yo lo soy. Lo que quiere decir es que pasa una factura. En este capítulo analizaremos
algunas de las consecuencias emocionales que provoca una situación de acoso: miedo a
la soledad, miedo al abandono, miedo al compromiso, baja autoestima, ansiedad…
Terminé bachillerato en junio de 2000 y en septiembre de ese mismo año comencé la
carrera de Economía en la facultad de Zaragoza. Por fin llegaba mi ansiado traslado a la
ciudad, por fin dejaba atrás todas aquellas mañanas solitarias, frías y oscuras.
Y quedaron atrás, es cierto. Pero los ecos de aquellas jornadas traumáticas tardaron
muchos años en dejar de escucharse. Literalmente. Durante mis dos o tres primeros
años de facultad, es decir, entre mis dieciocho y veintiún años –ya una persona adulta–,
cuatro o cinco después de que acabaran los peores momentos en el instituto, si algún
grupo de chavales gritaba algo por la calle, yo siempre pensaba que me estaban
increpando a mí. Siempre. Recuerdo cómo mi cuerpo se tensionaba, cómo el vello de la
nuca se me erizaban, también los de los brazos, cómo daba un pequeño respingo,
continuaba andando, pero lo hacía mucho más erguido y defensivo, preparado para que
cualquier cosa pudiera ocurrir. Era así, lo prometo. Imagino que nadie se acordará de
esto, pero recuerdo haber compartido con mis amigos en alguna ocasión esa
preocupación: «¿Nos han dicho algo?, ¿era a nosotros?» y sus caras de extrañeza.
Recuerdo un día caminando con mi prima Bea por los alrededores del Parque Pignatelli
que ocurrió exactamente lo que acabo de contar, un grupo de chavales gritó algo. Miré a
nuestro alrededor, no había nadie más, tenía que ser a nosotros –pensaba mi mente
temerosa–. Le confesé a mi prima que estaba asustado. Recuerdo que me respondió
incrédula que no se estaban dirigiendo a nosotros, que eran gritos entre ellos. Imagino
que no podía entender mi falta de raciocinio, cómo era capaz de distorsionar los sonidos
hasta considerar que eran para nosotros cuando eran claramente entre ellos. Lo que ella
no sabía era que en mi cabeza seguían retumbando los ecos de todas aquellas
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vejaciones que tuve que escuchar a voz en grito en presencia de medio instituto. Intuyo,
incluso, que puede que en muchos momentos llegaran a pensar que era un egocéntrico,
obstinado en que el mundo giraba alrededor de mi existencia.
Puede resultar inverosímil para alguien que no haya pasado por una situación
traumática parecida –violencia de género, pérdidas traumáticas, accidentes de tráfico...–.
Puede ser incluso inverosímil para ti que ahora lees este relato, víctima de lo mismo que
yo sufrí. Es probable que creas que lo que a mí me ocurrió, la dificultad para olvidar o
superar lo ocurrido, se deba a que yo viví algo más duro que lo que tú estás viviendo o a
rasgos propios de mi personalidad. Siento decirte que ni lo uno ni lo otro. Ni tengo un
carácter obsesivo ni me caracteriza la vulnerabilidad. Por otra parte, lo que yo viví no fue
especialmente más grave que lo que tú vives. Lo que ocurre es que la memoria
emocional es infinitamente más profunda que la racional. Es altamente probable que
lo que estás sufriendo se haya colado hasta las capas más profundas de tu existencia y
dentro de unos años se presente ante ti en forma de baja autoestima, miedos o complejos.
No pretendo asustarte, solo contarte la verdad. Por eso estoy aquí, porque cuanto
antes salgas de esto, menor será la herida y menores las cicatrices. Te contaré algunos de
los patrones de comportamiento que me acompañaron los años posteriores a sufrir acoso
y de los que me ha costado mucho trabajo desprenderme.
Para comprenderlos, he de explicar que lo que a mí me faltó en la adolescencia fueron
amigos chicos, varones. Fueron los que me dieron de lado, me insultaron y aislaron en el
instituto. Años fundamentales en el desarrollo de la personalidad y en los que yo solo
tuve compañeras, algunas además amigas, de clase: ni un solo amigo varón en el
instituto.
La primera (1ª) consecuencia que observé cuando comencé a tener amigos de mi
mismo sexo en la facultad es que no sabía relacionarme con ellos. No sabía. Carecía de
habilidades sociales para relacionarme con ellos. A los trece años me despedí de mis
últimos amigos chicos en Daroca, y hasta los diecinueve o veinte –más o menos– no me
presentaron a los que serían mis nuevos amigos. ¿Cómo se hace? ¿Se chocan las palmas
cuando te ves? ¿Se levanta la cabeza y ya está? ¿Y si te apetece verte?, ¿se dice sin
más?, ¿se puede llamar y proponer tomar una cerveza? Yo me había perdido todo
aquello y de repente tenía que actuar como si lo hubiera estado haciendo los últimos
años. No tenía la menor idea. Y además temía que mis muestras de afecto fueran
interpretadas como algo más, que mis gestos espontáneos –más cercanos a los que las
chicas tienen entre sí– resultaran incómodos. Por tanto, me sentía paralizado, bloqueado.
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Y al final, la consecuencia era que los demás hacían y yo aceptaba. Es decir, el mero
hecho de tener amigos me valía. Ahora los chicos son más afectivos entre ellos. Me
alegra ver que hay amigos que comienzan a darse besos en la mejilla cuando se
despiden. Hace quince años, en una facultad como la de Economía, era impensable. Pero
es que tampoco hubiera sido capaz de algo así, es solo que estaba herido, bloqueado. Lo
imagino como un perro que ha sido apaleado durante años, cuando da con una buena
familia y durante mucho tiempo cada vez que alguien se le acerca a acariciarle baja la
cabeza y cierra los ojos esperando ser golpeado.
La segunda (2ª) consecuencia: me disfracé. Como no tenía referencias inventé unas.
No lo hice premeditadamente, claro está. Esto lo veo hoy, lo entiendo hoy. Echo la vista
atrás y es fácil seguir el mapa que dibujaron mis pasos en aquel tiempo. Entonces no,
entonces me guiaban mis miedos, mis complejos y mi niño herido. Y todos ellos me
invitaron a disfrazarme. Tenía miedo a pasar por lo mismo y sobre todo, a perderlos. Por
fin los rozaba con las puntas de los dedos, como un niño que alcanza el cordón de un
globo que casi se le escapa, yo tampoco estaba dispuesto a perderlos. No es que me
inventara alguien que no era, pero es cierto que simulé ser cosas que no era –aunque
entonces creía serlo–. Empecé a preocuparme por mi aspecto físico, por la ropa que
llevaba, por elegir determinada apariencia. Ahora, con la perspectiva que dan los años,
puedo ver que los dos primeros años de facultad –en los que todavía no tenía un grupo
de amigos, chicos, claramente definido– me liberé: empecé a dejarme el pelo un poco
largo, me puse mechas –que entonces estaban de moda–, hice mis probatinas
estilísticas… Cuando conocí a los que hoy todavía son mis amigos, viré hacia una
imagen más correcta, más parecida a la que ellos tenían: el perfil de las personas
socialmente mejor aceptadas y valoradas. Tenía pánico a ser tachado de perdedor, de
fracasado, de nota discordante de nuevo. Insisto, esto lo he comprendido hoy, hace un
rato apenas.
Puede que esto ya te esté ocurriendo a ti ahora, puede que ya te hayas sumido en elsiniestro juego de ser otro. En unos capítulos te hablaré de ello, de los riesgos de jugar a
ser quien no eres. Ahora solo te diré, para que puedas ir reflexionando, que nos
disfrazamos porque necesitamos amor. Lo hacemos todo el tiempo, de niños
sonreímos para que digan que somos amables, o lloramos para que nos consuelen, de
adolescentes vivimos dando portazos para que venga detrás nuestra madre a gritarnos y
amenazarnos con mandarnos a un internado y de adultos nos quejamos del trabajo, de
que nuestro padre haya enfermado o del egoísmo de nuestro hermano. Pero nada de ello
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nos importa en realidad, esa no es la cuestión a resolver. La cuestión es encontrar el
motivo por el que demandamos amor. Tú tienes suerte, ya lo sabes, al menos uno de los
motivos por los que demandas amor: te lo han negado tus compañeros en clase.
Poco a poco el miedo fue desapareciendo. Imagino que el paso del tiempo fue
haciendo que comenzara a confiar. Como ese perro apaleado comprende poco a poco
que nadie le volverá a pegar. Y dio paso a la tercera y cuarta consecuencias.
La tercera (3ª) fue que me obsesioné, y la cuarta (4ª), relacionada, que siempre
sentí que no merecía todo aquello. Mis amigos se convirtieron en todo. Intuyo que a
esa edad, que a tu edad, los amigos lo son todo. Es cierto. Pero reconozco que en mí
había un punto obsesivo. Algo que nunca había tenido me fue dado y por tanto mi vida
comenzó a girar en torno a ello. Era una especie de ensoñación, no podía creer que algo
tan bueno me estuviera pasando, de modo que hice todo lo posible por conservarlo. Y
me di por completo. Recuerdo a la perfección que en aquella época siempre sentía que
era yo quien debía pagar las rondas cuando tomábamos algo, no siempre, pero si cada
vez que no habíamos puesto un bote o que eran unos cafés, algo asumible. También
recuerdo estar pendiente de facilitar apuntes que no habían sido pedidos, de preocuparme
de guardar sitios en la biblioteca, de ofrecer mi casa para celebrar fiestas: de dar siempre
más que los demás. Sentía que no merecía todo lo que me estaba pasando, sentía que
estaba en deuda, que tenía que ser agradecido porque aquella gente hubiera aceptado ser
mis amigos. Por si no se advierte, sentir que no merecía aquellos amigos era la quinta
(5ª) consecuencia: falta de autoestima. Costaría creerlo a algunas de las personas con
las que compartí la vida en aquella época, porque otro de los disfraces que adopté tan
pronto salí de los peores años del instituto fue el de león enfurecido. Mostraba una
agresividad evidente, no física, verbal. En la facultad dejaba ver claramente mi ambición
académica y hacía escuchar mi voz –en clase, en la parte donde yo me sentía seguro, en
lo académico–. Me preciaba de no temer a responder a las preguntas más complejas
delante de más de cien compañeros. Así que sí, puede que algunos de mis compañeros
no se crean lo que digo: tenía falta de autoestima. Cimenté mi amor propio sobre un
único pilar: lo académico e intelectual, y me valí de él para tapar el resto de carencias,
pero las había y muchas.
La sexta (6ª) consecuencia llegó cuando la amistad ya estaba tan arraigada que lo que
más me asustaba era perderla: miedo al abandono. Espero que después de haber leído
este libro hayas podido construir una imagen más o menos acertada de mí: soy una
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persona sensata. Lo prometo. Y lo era también durante mis años de facultad. Si pudieras
verme en un documental, verías que fui mucho más que un muchacho obsesivo y
temeroso. De hecho, insisto, la mayor parte de los que me conocieron dirían que era
cabal, sensato, disciplinado, perseverante, alegre… Te cuento esto para ponerlo en
contexto de las tres anécdotas que te contaré a continuación. Todas ellas tienen que ver
con el miedo a perderlos, a ser abandonado.
No las recuerdo en orden cronológico, pero sé que las tres sucedieron entre el verano
de tercero y cuarto de carrera y el propio cuarto curso. La primera ocurrió una tarde de
junio o julio, no recuerdo con exactitud. No sé muy bien por qué, me enteré de que el
resto de los chicos, varones, del grupo habían ido de compras. Sin mí. Se habían ido a
comprar ropa y no me habían avisado. Quise morirme. Imagina si me afectó, que hoy,
unos quince años más tarde, lo recuerdo. Lo más probable es que surgiera con
naturalidad, que estuvieran ellos juntos por el motivo que fuera, y lo pensaran. Es
incluso probable que se acordaran de mí pero creyeran que yo tenía otro plan. No lo sé.
Lo que sí sé es que no habían dejado de quererme –hoy seguimos siendo amigos– pero
entonces es lo que sentí. Sentí aquello como una declaración expresa de que entre ellos y
yo había un abismo, de que nuestra amistad no era tal y se sustentaba vaya usted a saber
en qué. Fue doloroso. Y carece de toda lógica. Nadie con todos sus recursos emocionales
en forma habría vivido aquello como un drama. Lo que ocurrió aquella tarde no fue una
traición por parte de mis amigos, lo que ocurrió es que se abrió una herida que no estaba
curada.
La segunda es incluso más pueril. Me da incluso pudor contarla. Si no fuera porque sé
lo importante de compartir todas mis vivencias para ayudarte, no lo haría. Sucedió en el
viaje de fin de curso, en Tenerife. Habíamos cenado y nos encontrábamos en una de las
habitaciones de las chicas bebiendo antes de salir de fiesta. Ellas aprovechaban para ir
vistiéndose y maquillándose a la vez. No sé cómo ocurrió pero comenzaron a pintar los
labios a todos los chicos. A todos menos a mí. Me sentí rechazado, olvidado y
despreciado. Tanto, fue tan doloroso, que no pude evitar salir de aquella habitación e
irme a la mía a estar solo. Solo se dio cuenta Marta, vino tras mis pasos. Recuerdo que se
acusó de lo ocurrido, que intentó consolarme argumentando que había sido por cómo ella
había actuado que yo me hubiera quedado desplazado. No era cierto. Pero da igual. Una
vez más, lo que sucedió fue una auténtica estupidez. Fue la mayor tontería pero yo la
sufrí como un drama.
La tercera anécdota tiene lugar una noche de fiesta durante el cuarto curso de carrera.
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Recuerdo que este último año yo creía haber alcanzado la cima de mis propósitos
personales y sociales: mis notas estaban entre las mejores de la promoción, mis amigos
ya estaban afianzados y me sentía orgulloso de mi grupo –éramos socialmente
destacados–, había adelgazado bastante y vestía con bastante clase. Lo que menos
esperaba era que una noche cualquiera, seis años después de mi infierno personal, un
amigo de uno de mis amigos viniera a recordarme los días más oscuros. En aquel tiempo
aún se podía fumar en los bares. Marta y yo fumábamos, él también. Saqué un cigarro
del paquete, ofrecí y me encendí el cigarro. A los pocos segundos pude leer en los labios
del amigo de mi amigo: «Este tío es maricón». Se refería a mí, está claro. No pude ni
siquiera disimular, no pude aguantar ni un solo segundo. Cogí mi chaqueta y me largué
corriendo. Marta y Vanessa vinieron tras de mí. Estuvimos un rato sentados sobre el
capó de un coche. Intentaron consolarme, intentaron quitarle importancia, argumentar
que lo que saliera por la boca de ese tío no merecía mi atención. Lo que ellas no sabían
era que con sus palabras había conseguido despertar a un monstruo que llevaba años
dormido.
En las tres, el miedo fue el mismo: miedo a perderlos, a ser abandonado, a no ser
importante para ellos. Y en las tres, lo que se puso de manifiesto es que ese tipo que
fingía comerse el mundo a base de sobresalientes y matrículas de honor, que organizaba
los viajes y las fiestas del grupo, por dentro estaba hecho jirones todavía.
Algo que yo no sufrí, pero que merece la pena destacar porque es una posible
consecuencia del acoso escolar más que factible, es el fracaso académico. No costará
entender que alguien que esté pasando por tal infierno evite asistir a clase y en el
momento que pueda, elija no continuar. Tampoco costará comprender que afecte a la
capacidad de concentración y que aunque su responsabilidad le impida faltar a clase, su
rendimiento se vea menoscabadohasta el punto de poner en peligro su camino
académico. Yo tuve suerte, a mí me salvó la ambición. No me avergüenza contarlo
porque fue mi salvación. Hubo otros factores que más tarde te contaré, pero uno de ellos
fue la determinación y la lucha por el lugar al que quería llegar académicamente. Para mí
los estudios han sido una prueba conmigo mismo, una competición interior –al menos en
los años del instituto así era–. Siempre me ha gustado medirme, saber cómo de capaz
era. Cuando comencé el instituto descubrí que existía un premio para el mejor
expediente académico de Bachillerato. Aquella persona que obtuviera de media más de 9
sobre 10, y a su vez, tuviera la mejor nota media, era galardonada con el Premio
Extraordinario de Bachillerato. No se lo conté a nadie, pero me dije que yo tenía que
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conseguirlo. Lo conseguí. Y tener tan claro mi objetivo me hizo seguir adelante. Te
cuento esto porque da igual cuál sea tu motivación, pero si hay un rescoldo de ilusión
que te hace seguir adelante, aliméntalo, avívalo y agárrate a ello como el salvavidas
que es.
Pero puede que no sea tu caso. Si el acoso escolar está afectando a tu rendimiento
académico, debes actuar: ¡YA! Sí, en mayúsculas. Es tu futuro. Tu formación es tu
salvoconducto a una vida mejor, a la vida que quieres vivir, al futuro que será tu presente
para muchos, muchos años. No lo estropees, no dejes que nadie lo estropee. Hay
decisiones que marcan el resto de nuestra vida. Muchas tienen remedio, la mayoría, pero
otras no. Continúa estudiando, continúa construyendo ese puente que te llevará al otro
lado: al lugar en el que se puede elegir. Si alcanzas un nivel mínimo de estudios, podrás
decidir en el futuro y podrás cambiar de opinión, podrás reconducir tu vida profesional
aunque seas adulto. Pero si abandonas demasiado pronto, no habrá opciones. Siguiendo
con el símil del puente, imagina que te sitúas en una isla, bonita, pero una isla. La
separan de un gran continente exactamente trescientos metros de mar. Tú, y solo tú,
debes ir construyendo un puente que te lleve al otro lado. La cosa funciona así:
construyes el primer metro, y desde ahí, el segundo, y desde el segundo el tercero… Da
igual que lleves doscientos metros construidos, doscientos cincuenta o doscientos
noventa y ocho, mientras no construyas trescientos metros, no podrás cruzar. Una vez
construidos, podrás volver a la isla si quieres y no salir de ella, podrás quedarte al otro
lado del puente sin explorar el continente, podrás explorar la mitad, ir, volver o devorar
el mundo entero… Lo que quieras, pero tendrás opciones. No te quedes a unos metros
de tener opciones, no porque alguien haya decidido joderte la vida.
De tal modo, de mi propia mi experiencia vital podemos extraer las siguientes heridas
emocionales –corroboradas como generalizadas en muchos estudios profesionales– que
aflorarán en la vida adulta:
Heridas emocionales provocadas por el acoso escolar:
1. Falta de habilidades sociales
2. Falta de personalidad
3. Conductas obsesivas
4. Miedo a no merecer
5. Falta de autoestima
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6. Miedo al abandono
7. Fracaso escolar y limitación de opciones de futuro
De modo que ¡lucha! No me voy a cansar de repetírtelo. Lucha, no solo por tu
presente, también por tu futuro.
Y, ya lo he dicho muchas veces, este libro es para ti que sufres acoso, pero te pido que
seas generoso, generosa, de nuevo y me permitas que lo compartamos. Esta vez con el
acosador.
También para el acosador todo esto tendrá un precio, un gran precio.
El acosador se enfrenta a varios riesgos, y si eres uno de ellos, o eres un padre o un
profesor con capacidad de influir sobre el acosador, te contaré lo siguiente.
El principal riesgo al que se enfrenta el acosador es quedarse sin puentes. ¿Qué quiere
decir esto? Lo que quiere decir es que la adolescencia es el tiempo en el que construimos
ese puente que nos lleva a la edad adulta y si no lo construimos nos quedamos para
siempre a vivir en una isla. Es decir, el acosador corre el riesgo de hacer de esta afrenta
la forma de pasar sus años de instituto, descuidar sus estudios y verse condenado de por
vida a un destino. ¡Ojo! Esto no quiere decir que quien no realiza estudios superiores,
grados de formación o carreras, no puede ser feliz: nada más lejos de la realidad. Lo
único que esto quiere decir, es que alcanzar un nivel mínimo de formación nos garantiza
poder optar a un gran abanico de posibilidades formativas y profesionales. Y después,
somos libres de elegir lo que mejor nos convenga, pero no estaremos limitados, ni con
dieciocho, ni con veinte, ni con cuarenta años. El siguiente riesgo es alimentar en exceso
al lobo malvado. Hay un cuento, un relato –que por cierto nunca he encontrado a su
autor, de modo que me veo incapaz de citarlo pero en cualquier caso dejo claro que no
me corresponde su autoría– que dice así:
El cuento de la hoguera
Una noche, al calor de la hoguera, un anciano le contó a su nieto acerca
de una batalla que ocurre en el interior de los seres humanos.
—Hijo, en todos nosotros, en nuestro interior, se libra una batalla entre
dos lobos. Uno es malvado; es ira, envidia, celos, tristeza, avaricia,
arrogancia, culpa, resentimiento, soberbia, mentiras, superioridad… El
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otro es bueno; es alegría, paz, amor, esperanza, serenidad, humildad,
bondad, amistad, generosidad, verdad, compasión... La misma batalla
ocurre dentro de ti, también.
El nieto escuchó, meditó en silencio observando el fuego y luego
preguntó a su abuelo:
—¿Qué lobo gana?
A lo que el viejo sabio respondió:
—Aquel al que tú alimentes.
En todos nosotros habita la luz y la oscuridad, la sombra y la claridad, la bondad y la
maldad. Depende de nosotros alimentar a una o a otra, a un lobo o a otro. Y cuanto más
alimentemos a uno, más fuerte y poderoso se hará y mayor control ejercerá sobre el otro.
De modo que el acosador –seas tú, sea tu hijo o sea tu alumno– corre el riesgo de que,
para cuando quiera darse cuenta, su lobo malvado sea extremadamente grande y se
apodere de su luz. El acosador corre el riesgo de convertirse en un adulto violento y
peligroso.
El tercer riesgo suele darse cuando el acosador termina por derrotar a su lobo malvado,
por alimentar a su lobo bueno y salir de la dinámica del acoso y el maltrato. Entonces,
cuando eso ocurre, aparece el sentimiento de culpa y la búsqueda insaciable del perdón.
El problema es que ese sentimiento de culpa y esa búsqueda incansable del perdón
pueden alargarse durante toda su vida.
80
8.
81
Afrontar una crisis cuando siento que no puedo más
Soy consciente de que las recomendaciones de este libro, aunque muy valiosas, son
técnicas cuyos frutos se recogerán en el medio y largo plazo. Sin embargo, tú sufres hoy,
sufres ahora, y necesitas algo que te alivie ya. Te diré que desconfío de las soluciones
inmediatas y sin esfuerzo. No en esto, en todo. Creo que los procesos emocionales, las
situaciones complejas de la vida, requieren de un trabajo interior, de un aprendizaje, de
limpiar muchas malas hierbas antes de que pueda florecer un hermoso jardín. Hoy,
apresados todos en una dinámica de vida caótica, demandamos técnicas milagrosas,
terapias que en tres sesiones fumiguen toda la maleza y nos dejen solo la cara amable de
la vida –en el mejor de los casos–, pastillas que nos alivien los miedos, la tristeza o la
ansiedad –en el peor de los casos–. No lo comparto. No digo que no tengan su utilidad,
tanto las unas como las otras, simplemente, según mi experiencia –insisto, este libro solo
habla de lo que yo he vivido– cuidar el jardín de nuestras emociones requiere de un
trabajo único, personal e intransferible cuyos resultados no se disfrutan de un día para
otro. Si bien esto es cierto, no lo es menos que no tenemos por qué vivir en el dolor
absoluto, ni por qué hacer del dolor nuestra forma de vida. Mientras las semillas que
estamos plantando con este libro se convierten en hermosas flores, podemos vivir de
manera serena y sosegada esta etapa que la vida nos ha puesto delante y que tenemos
claroque queremos dejar atrás.
En este capítulo voy a tratar de recopilar algunas de las cosas que a mí me funcionan
cuando necesito reequilibrar mi energía, recuperar la confianza y la ilusión. Porque sí, yo
también tengo días en los que el ánimo parece convertirse en el pececillo que uno tenía
en las manos y que consigue deslizarse entre los dedos y se escapa, para regresar al agua
y huir muy lejos de mí. La vida nos sitúa frente a cuestiones complejas y dolorosas de
vez en cuando pero, cuando ya hemos limpiado el jardín, enfrentarse a ellas es
relativamente sencillo.
Creo que algunas de estas recomendaciones pueden serte de utilidad mientras el resto
de las semillas que vamos a plantar con este libro dan sus frutos.
También a vosotros, a los de las últimas filas, padres y profesores, os servirán.
1. Salir a pasear por el campo. El poder terapéutico de la naturaleza es indiscutible.
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Un paseo entre árboles o junto al mar, alivia y serena. Busca un lugar al que puedas
acceder de manera cotidiana, cuanto más alejado de la ciudad mejor, cuanto más
virgen mejor. Sé que no siempre será posible, pero al menos entre semana desplázate
hasta un gran parque evitando el exceso de gente. El fin de semana, trata de hacer
excursiones al campo. Si no tienes edad para ir solo pide a tus padres que vayan
contigo, también tus hermanos. Os sentará bien a todos. Una vez allí, si lo necesitas,
pídeles unos minutos de intimidad, poder disfrutar de cierta soledad.
2. Contarlo. Espero que a estas alturas ya hayas comprendido la importancia de pedir
ayuda y hayas contado lo que te sucede. De modo que, a partir de ahora, cada mal
día, cuéntalo. Compártelo con algún amigo, con alguna amiga. Con tu madre, con tu
padre, con tu hermano. Con quien sea, pero no te vayas a dormir sin haber sacado
todo el dolor que llevas ahí dentro. Si hoy te han hecho daño, si hoy estás asustado,
cuéntalo. Llóralo. Somos seres tan perfectos que fuimos dotados de un mecanismo
de desahogo de total precisión: el llanto. Llora si lo necesitas, no te guardes ni una
sola lágrima por dentro. O escríbelo. Escribir es terapéutico. Sentarte frente a un
folio en blanco y conversar contigo mismo es sanador. Escribe lo que sientas, lo que
necesites. No importa la forma ni a quién vaya dirigido, solo deja que fluya lo que
hay dentro de ti. Pero sácalo. Somos seres vivos compuestos de muchas cosas, y de
emociones. Las emociones negativas nos intoxican. Sácalas.
3. Hacer algo creativo con tu dolor. No debemos negar el dolor, no debemos
esconderlo ni fingir que no existe porque nos está ayudando, nos está alertando de
que algo va mal. Pero podemos coger toda esa energía que nos da y canalizarla:
pinta, canta, toca la guitarra, vete a jugar a baloncesto o a correr. Convierte todo ese
dolor en algo a tu servicio, en algo constructivo. En cierta manera, esta también es
una forma de contar lo que te está ocurriendo.
4. Conectarnos con la Tierra para saber esperar. Convivo con un hombre que
cuando está mal tiende a ser impaciente. Ese hombre soy yo.
Si algo he aprendido de mi viaje emocional, de mi trabajo de limpieza de mi jardín,
es que tiendo a la impaciencia. No era así en el pasado, no he sido siempre así,
después te hablaré de ello, pero ciertos acontecimientos y mi actual profesión han
hecho que la impaciencia cobre una fuerza excesiva en mí. Tengo que ponerla a dieta
muy a menudo para que no le gane la batalla a la serenidad, a la espera. ¿Cómo?
¿Cómo se consigue serenar un impaciente? –Porque te aseguro que cuando entras en
la terrible dinámica de quererlo todo para ya, no hay argumento ni conversación
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interior que valga–. La Tierra ha sido mi aliada, la naturaleza.
Siempre he estado conectado a la Tierra y al mundo rural. Crecí en un pueblo al
que jamás he dejado de ir. Siempre he salido a pasear por el campo y he disfrutado
absolutamente de la experiencia. Sin embargo, desde hace un tiempo, vivo más
consciente de esa realidad, más conectado a la Tierra. Ahora, cuando voy al pueblo y
paseo por los campos de trigo y los veo verdear en primavera o tornarse amarillos en
verano, comprendo que formamos parte de la Tierra y que estamos sometidos a
sus ciclos, a sus tiempos. Hay un tiempo para todo y para todos. Y del mismo modo
que el pan que comemos, antes de convertirse en harina fue un campo yermo,
después un mar verde y frondoso y finalmente miles de espigas de oro, llegará
nuestro tiempo. Porque somos parte de la Tierra. Así recupero yo al Raúl sereno, así
comprendo, en lo más profundo de mis células que mis planes, mis proyectos, mis
ilusiones, tendrán su momento, llegarán, pero que ahora toca sembrar, o arar, o
simplemente estar en barbecho. ¡Pruébalo! De verdad, inténtalo. Sal a pensar y mira
a tu alrededor pensando que eres como ese árbol que deja caer sus hojas para que
sean alimento de las lombrices que oxigenarán la tierra, como esa flor o como esa
mariposa. No somos ni más ni menos, pero como no somos menos, la Tierra será
igual de generosa con nosotros. Somos sus hijos pero lo hemos olvidado porque nos
hemos alejado de ella. Vivimos desconectados de la Tierra y se nos olvida que
formamos parte de ese hermoso engranaje, como lo forman los trigos, las mariposas,
las abejas, las aves o los buitres. Para ellos hay un tiempo y un lugar, siempre.
También lo habrá para nosotros.
No quiere decir esto que la Madre Tierra quiera esto para ti, que te castigue con el
sufrimiento. Lo que quiere decir es que si comienzas a conversar con ella, si
comprendes que eres un habitante más de este maravilloso milagro, ella te ayudará a
entender que eres una criatura deseada, que estás aquí porque tenías que venir, y que
esto pasará, como pasa todo, y dará lugar a algo muy hermoso.
5. Conectarnos con la Tierra para entender nuestro cometido divino. Otra de las
lecciones valiosas que me ha regalado la naturaleza, y que me ha dado gran
confianza en la vida y en el futuro, es que todos y cada uno hemos venido a hacer
nuestra parte. Formamos parte de un plan divino y cada uno de nosotros tiene una
valiosa función. No importa que lo descubramos hoy o con sesenta años, que
nuestro cometido cobre todo su sentido mañana o en los días venideros, pero así será.
Un día estaba en la huerta de mi padre, esperando a que recogiera sus cosas para ir
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a comer a casa, cuando el zumbido de decenas de abejas, en el árbol que recibe a
quien entra por la entrada principal, llamó mi atención. Era casi mediodía de una
mañana calurosa de primavera, yo estaba cansado y deseoso de llegar a casa a comer,
sin embargo, las abejas trabajaban afanosas sin descanso. Estoy seguro de que si
hubiera podido entablar una conversación con ellas, si les hubiera podido preguntar
si no estaban cansadas, si no preferían otra alternativa mejor, me habrían mirado
extrañadas, habrían pensado que estaba loco y habrían seguido con su cometido.
Porque aquellas abejas estaban llevando a cabo un plan divino. Lo que hacían esa
mañana en la que yo ansiaba que mi padre acelerara sus pasos para regresar a casa,
era hacer girar el gran engranaje que lo mueve y lo explica todo. Sin ellas, no solo no
habría miel, es que no se daría la floración de muchas de las especies que hoy
conocemos, desaparecerían ciertos alimentos naturales o las plantas que forman parte
de algunos de los compuestos medicinales más importantes. Forman parte de un plan
universal, de un gran engranaje, de un gran plan. Tú también. Pero si lo lees aquí, lo
racionalizarás. Sal, observa a tu alrededor, observa los ríos y los mares, el agua que
baja de las montañas y un instante después ya es mar, observa las aves que viajan a
la otra punta del mundo para sobrevivir, la resignación de los seres más diminutos, el
equilibrio entre las especies… Si sales del lugar en el que te encuentras, si te
adentras en la naturaleza y la vives –de verdad–, lo interiorizarás en cada una de tus
células: comenzarás a sentir una paz y una confianza que no tienen parangón.
6. Conectarnos con la Tierra para descubrir si estamos en el lugar adecuado.
Haceun tiempo paseaba por el campo y unas preciosas amapolas me llevaron a una
reflexión que compartí en mi cuenta de Instagram. Trato de describirte la instantánea
y a continuación el texto que la acompaña. Una docena de amapolas rojas toma el
primer plano de la fotografía, a su alrededor un prado verde y al fondo un cielo azul
salpicado de nubes grisáceas. El texto dice así: «La belleza de estas amapolas
también reside en el lienzo que las rodea. Si no ocupas tu lugar, jamás darás tu mejor
versión». No podemos florecer si no nos encontramos en el lugar adecuado. No te
preocupe si ahora no lo estás. En cuanto encuentres tu lugar, tus tallos crecerán
fuertes, vigorosos, directos al sol.
7. Revisar los éxitos pasados. Me fascina la publicidad. Siempre me he sentido
atraído por ella. Los publicistas son capaces de conjugar casi todas las disciplinas
artísticas en 20 segundos: hay literatura, hay música, hay cine, hay danza… Y hay
psicología. No vamos a negar lo evidente, el principal objetivo de un anuncio es
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conseguir que el producto sea comprado. Dando esto por sentado, cada vez hay más
anuncios que lo hacen apelando a importantes valores e invitándonos a reflexiones
de lo más valiosas y enriquecedoras. Traigo aquí una campaña que te podrá servir
para los días complicados, para los momentos de desánimo.
Anuncio de Campofrío, Navidad 2012/2013. Te invito a que lo veas en Youtube y
después sigas leyendo. Si no tienes oportunidad de verlo ahora, te lo transcribo en el
siguiente párrafo.
El anuncio comienza con la imagen de Fofito –un famoso payaso de hace varias
décadas– cabizbajo, caminando por Madrid mientras reflexiona. Cuenta que hace
unos días leyó que nunca se habían vendido tantos antidepresivos como ahora a
causa de la falta de trabajo y de las noticias que hablan de lo malos que somos –
como país–. Y dice: «Así, es normal que uno piense que no sirve para nada». Y tras
un silencio, agarra una hoja en blanco, una máquina de escribir y dice la frase que
quiero que te grabes a fuego: «Una amiga me dijo que lo mejor que puedes hacer
cuando estás desanimado es mirar lo que has conseguido, porque ya lo hiciste».
Continúa al tiempo que comienza a escribir el CV de todos los españoles, nuestros
logros como nación: «El estado de ánimo es capaz de borrar de nuestra memoria
hasta siete premios Nobel, o que somos únicos donando órganos, siete Oscar de
Hollywood…». El anuncio concluye con las misma idea del principio, la tan valiosa:
«Nada como repasar lo que un día hiciste para levantar el ánimo y reír hasta del
mayor de los desatinos. Se te olvida que eres más listo de lo que crees, más fuerte de
lo que piensas; incluso más guapo. Y cuando te das cuenta es como tener
superpoderes. Que nada ni nadie nos quite nuestra manera de disfrutar de la vida».
Magnífico anuncio, maravilloso. Mira hacia atrás y repasa todo lo que ya lograste,
todas las cosas buenas que atesoras. Puedes ponerlas por escrito si quieres, como en
el anuncio, puedes pedir a los demás que te ayuden a elaborar esa lista. Te
sorprenderás, y todo ello te dará fuerzas para lidiar con esto hoy.
8. Rememorar tu esencia. Si recuerdas, hace unas líneas te he contado que, desde
hace unos años, el monstruo de la impaciencia se ha hecho grande en mí y que tengo
que ser muy severo para que no le gane la batalla a la serenidad. Sin embargo, no he
dicho que yo sea impaciente, porque sé que no lo soy, sé que esa no es la esencia con
la que vine al mundo. Todo lo contrario. Fui un niño tremendamente sereno,
tranquilo y confiado. ¿Que cómo lo sé? Muy sencillo: por las fotografías. Las
fotografías son testigos gráficos de nuestro caminar. Contienen valiosa información
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que podemos utilizar para, precisamente, recordar quiénes éramos y qué queremos
recuperar. Es probable que no hayas caído en la cuenta de la valiosa fuente de
información que tienes guardada en los estantes de tu casa o en el PC de tus padres.
Yo tampoco lo sabía, fue mi terapeuta la que me descubrió este tesoro que hoy
quiero, con su permiso, compartir contigo. Recopila las de los primeros años, desde
que eras un bebé hasta que a ti te apetezca, pero céntrate en los primeros años. ¿Qué
ves? ¿Serenidad? ¿Espontaneidad? ¿Alegría? ¿Curiosidad? ¿Bondad? Pues esa eres
tú, ese eres tú. Esta es tu esencia. Con esto viniste al mundo. Esto es lo real. Eras un
lienzo con unas policromías preciosas, armónicas, perfectas. Pero alguien se empeñó
en ir tapándolas y dibujando sobre ellas otras cosas. Se trata de quitar esas capas de
pintura y recuperar la versión original. Te aseguro que se puede conseguir. Yo lo he
conseguido. ¿Te doy otro truco que aprendí en terapia? Me enmarqué varias de
aquellas fotos y ahora las tengo en el lugar donde más horas paso de mi casa, junto a
la mesa donde escribo. Así, cada vez que me giro a la derecha –ahora acabo de
hacerlo–, me encuentro con un niño rebosante de paz y serenidad que juega con un
martillo de goma y él me recuerda quién soy yo en realidad.
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9.
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Protégete con un escudo de vida
Apuesto a que tienes a mano un dispositivo móvil o un ordenador. Si es así, te pediré
un favor. Teclea en el buscador León y ve a imágenes. Quiero que te quedes con la
imagen de cualquiera de esos leones que aparecen serenos, tumbados, observando el
horizonte con tranquilidad.
Ahora te haré una pregunta. ¿Sabes lo que es un buitre? Sí, ¿verdad? ¿Y sabes de qué
se alimentan los buitres? ¡Exacto! De carroña, de animales muertos, a punto de morir e
incluso de crías indefensas. Regresa a la imagen del león, vuelve a mirarlo y ahora
escucha: ¿Crees que un buitre se atrevería con un león poderoso y lleno de vida como
este?
¡Jamás! Jamás un buitre se atrevería con un león fuerte y poderoso. Por tanto, ¿dónde
radica la fortaleza del buitre?, ¿en sus garras o en la debilidad de su presa?
Sin lugar a dudas, en la debilidad de su presa.
En las charlas hago esta misma secuencia de preguntas tras mostrar a chavales como tú
la imagen de un león majestuoso. Y les pido, como te pido a ti, que te grabes a fuego esa
imagen para siempre. En la vida tenemos que ser leones, tan poderosos que nuestra
sola presencia sirva para que a nadie se le pase por la cabeza posar sus garras sobre
nosotros.
No te he pedido que buscaras un león peleando, sino un león sosegado y tranquilo. Y,
sin embargo, a ese león nadie se atrevería a atacarle. Ese debe ser nuestro objetivo en la
vida. Porque da igual si ahora sufres acoso o no, si eres padre o profesor. En la vida nos
tendremos que enfrentar a buitres carroñeros –unas veces se presentarán en forma de
persona y otras en forma de circunstancias adversas y golpes de mala suerte–. Seamos
desde ya leones.
¿Cómo? ¿Cómo, yo, que me siento débil y vulnerable puedo pasar a ser ese león
al que nadie se plantearía atacar?
En los próximos capítulos te contaré cómo empoderarte en lo que respecta a una
situación de acoso, cómo convertirte en ese león. Pero a continuación me gustaría darte
unas breves pinceladas sobre la consecución de nuestros objetivos, en este caso el de
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convertirnos en los reyes de la sabana. Ten en cuenta que estas pautas puedes aplicarlas a
cualquier otro objetivo que te marques.
1. Tener claro qué quieres alcanzar. Tener un propósito. Es fundamental que tengas
claro cuál es tu objetivo, cuál es tu propósito. Y si no lo tienes claro, ese es el primer
paso. Aprovecho este punto para plantearte dos cosas:
• El propósito tiene que nacer de ti. Es decir, yo te he invitado a convertirte en un
león poderoso, pero si ese no es tu propósito, de nada servirá que yo pretenda que
lo consigas. Nuestros objetivos, nuestras metas, solo se cumplirán si nacen de
nosotros mismos, si nos las marcamos nosotros y no otra persona –por mucho que
nos quiera–.
• Formúlalo en positivo. Tendemos a fijarnos metas tales como «Ir al instituto sin
miedo» No está mal. ¿Pero qué te parece si lo formulamos así?: «Ir al instituto
confiado, sereno y tranquilo». ¿Cambia, verdad? Sea cual sea tu propósito,
formúlalo en positivo. No enfermar → Tenersalud. No suspender → Aprobar. No
tener miedo a volar en avión → Disfrutar del vuelo. No hacerme mayor solo →
Que la vida me regale una pareja amorosa y entregada. No tener complejos →
Aceptarme tal y como soy… ¿Sigo? Seguro que no es necesario, que ya lo tienes
perfectamente claro. Ya estás en disposición de emitir tu objetivo en positivo.
Hazlo.
2. Escríbelo. Tendrás que confiar en mí. No puedo apoyar mi teoría con datos
científicos, pero las cosas que escribimos cobran mayor fuerza. Las heridas sanan
antes si las escribimos y los propósitos se consiguen con mayor grado de éxito si los
escribimos. Lo siento, solo puedo decirte que confíes en mí. Los años te harán ver
que no te miento.
3. ¿Para qué? Piensa para qué quieres conseguir aquello que acabas de escribir. ¿Para
disfrutar de una vida plena? ¿Para vivir sin restricciones? ¿Para tener opciones?
¿Para alcanzar la estabilidad económica que deseas? Esta pregunta te ayudará en los
momentos en los que desfallezcas y te cueste seguir. Porque los habrá, siempre los
hay. Por eso es fundamental tener claro para qué emprendemos este viaje.
También merece la pena que escribas la respuesta y la tengas a mano para esos
momentos de flaqueza. Me gustaría advertirte de algo en este punto. Puede ocurrir –
no será el caso si tu objetivo es convertirte en ese león poderoso o acudir al instituto
sereno–, que al preguntarte el para qué te des cuenta que lo que creías un objetivo es
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en realidad una fantasía y que no merece la pena luchar por ello. Esto suele
ocurrirnos a los adultos. Al poner en orden nuestros supuestos anhelos, a veces nos
sorprendemos.
4. ¿Es medible y alcanzable? Si no es medible ni alcanzable, no es un objetivo.
• No es una buena idea plantearnos cosas que no podemos lograr, solo nos generará
frustración y perdernos muchas otras que sí podríamos haber disfrutado. Te pondré
un ejemplo. A mí puede gustarme mucho el baloncesto y puedo desear ser jugador
profesional, pero resulta que tengo treinta y seis años y mido 1,75 m. Nunca
conseguiría ese objetivo por más que lo escribiera, que lo deseara y que lo pidiera
con fuerza cada noche.
• Del mismo modo, debemos establecer retos que tengamos forma de comprobar su
grado de consecución. Hay cimas muy elevadas que cuesta mucho tiempo coronar,
que a veces incluso nunca se coronan, pero no debemos sentir que hemos fracasado
si hemos sido capaces de ascender cien, doscientos o dos mil metros. Por eso es
importante que podamos, de vez en cuando, pararnos, mirar atrás, comprobar
cuánto hemos recorrido y felicitarnos por ello.
5. ¿Depende de ti? Porque si no depende de ti, lo dejamos aquí. Un ejemplo de lo más
ilustrativo: «Quiero que el número de lotería que yo tengo sea el premiado» Vamos a
repasar los puntos anteriores. ¿Lo he formulado en positivo? Sí. ¿Lo he escrito? Sí
¿Para qué? Para vivir holgadamente, para no preocuparme por la hipoteca y para dar
la vuelta al mundo: Sí, respondida. ¿Es medible? Ya lo creo que sí, en euros. ¿Es
alcanzable? Sí. Ahora bien, ¿depende absolutamente de mí? No. Todo lo que yo
puedo hacer es comprar un boleto. A partir de ahí, que salga mi número en la lotería
no depende de mí. Hay objetivos que dependen de nosotros parcialmente. Tener
salud, por ejemplo. De nosotros depende una parte muy importante, pero todos
sabemos que hay enfermedades que no dependen de los cuidados que hayamos
tenido a lo largo de la vida. De modo que en este punto se trata de comprender en
qué medida nuestro propósito depende o no de nosotros para responsabilizarnos al
100% de la parte que nos corresponda, pero comprender la posibilidad de
incumplimiento por lo que no sea de nuestra competencia.
6. ¿Qué estás dispuesto a sacrificar para conseguirlo? Muchas personas desean
tener cosas, estados emocionales, económicos o personales, pero no están dispuestas
a sacrificar nada para conseguirlos. Vamos a explicar esto. No quiere decir que en la
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vida todo tenga un precio y si quiero, por ejemplo, una pareja, tengo que renunciar a
algo de lo que tengo a modo de intercambio, de sacrificio –en el término bíblico de
la expresión–. En absoluto. Lo que quiero decir lo ilustraré con un ejemplo. Mi
objetivo puede ser aprobar todo en junio para tener el verano libre. La pregunta es:
¿estoy dispuesto a sacrificar las tardes en el parque con mis amigos para estudiar y
así alcanzarlo? Quiero estar más moreno. ¿Estoy dispuesto a pasar calor cada tarde al
sol? Quiero tener una relación amable con mis compañeros de trabajo. ¿Estoy
dispuesto a renunciar a juzgar su actitud ante la vida? Quiero tener una vida social
más amplia. ¿Estoy dispuesto a renunciar a parte de mis actividades actuales para
dedicarlas a mis nuevas amistades?
7. Visualízate. Yo lo he hecho desde siempre. Todo lo que he querido conseguir me he
imaginado lográndolo. Y creo que todo ello se ha cumplido. Mucho antes de que
ningún terapeuta o coach me hablara de las técnicas de visualización, antes de leer
nada sobre que creamos el futuro desde nuestros pensamientos y palabras, yo ya lo
hacía. ¡Y funciona! Visualízate cada día como ese chico sereno, tranquilo y confiado
que quieres ser. Visualízate alegre, rodeada de amigas, riendo a carcajadas.
Imagínate rodeado de gente –si eso es lo que deseas– en días inundados de luz.
Recrea todos los detalles del que quieres que sea tu futuro. Hazlo cada día, cada
tiempo muerto, cada rato perdido. Y hazlo, al menos, una vez al día, a poder ser a la
misma hora –antes de dormir es una buena idea–.
8. Fíngelo hasta que lo seas. Una de las estrategias del coaching es esta. Finge ser esa
persona que te has propuesto ser hasta que lo seas. No se trata de ser un fraude para
los demás, no se trata de mostrarte quien no eres, se trata de actuar como actuaría la
persona en la que te quieres convertir. A veces, también funciona tomar el referente
de alguien a quien conozcas bien y admires. ¿Cómo reaccionaría él o ella ante este
comentario? ¿Cómo asumiría este nuevo reto? ¿Qué pensaría ante esta o aquella
cuestión? ¿Cómo caminaría cada mañana al entrar en el instituto? ¿Qué ropa se
pondría? ¿Cuál sería su forma de peinarse? Todo, hasta el más mínimo detalle, es
importante. Porque al final, de tanto comportarse como si…, se acaba siendo.
9. Hazte responsable de tus propósitos, hazte responsable de tu felicidad. Deja que
te cuente una historia que me fascinó.
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Hazte responsable de tu felicidad
Escuché hace un tiempo una entrevista a Lucía Bosé que me maravilló, porque me
pareció el ejemplo vivo de una mujer que un día decidió hacerse responsable de su
propia felicidad, que decidió que iba a ser feliz a pesar de lo que la vida tuviera
preparado para ella. De entre todo lo que contó, relató un episodio que resulta
especialmente ilustrativo de su actitud ante la vida.
La II Guerra Mundial se encontró con una Lucía adolescente que crecía en una casa de
campo a las afueras de una ciudad italiana. Algo ocurrió que hizo que su familia y otras
familias tuvieran que abandonar aquel lugar –no recuerdo si los bombardeos o el riesgo
de ataques–. Su madre le pidió que se estuviera sentada en un determinado lugar
mientras ellos preparaban los carruajes. Por primera vez, contaba Lucía, le hizo caso y se
quedó quieta a la espera de que todo estuviera preparado y marcharan de allí. Para
cuando quiso darse cuenta, los carros partían, su familia y las demás familias se alejaban
sin ella. Entre el caos y el miedo, se olvidaron de Lucía. Por un instante dudó en si debía
seguir cumpliendo el mandato de su madre, pero cuando vio que se alejaban
irremediablemente, echó a correr hasta alcanzar uno de aquellos carros y se subió de un
brinco. «Entonces –le dijo al entrevistador, palabra arriba, palabra abajo–, comprendí
dos cosas: que a la vida tienes que subirte y agarrarte con dos manos, y que en la
vida o te salvas tú o no te salva ni tu madre».
Estoy seguro que a Lucía Bosé no le han faltado amigos y familiares con los que llevar
los buenos y los malos momentos de la vida. No me cabe la menor duda de que, como
yo,piensa que entre todos las cosas se llevan mejor. Solo hace falta ver su forma de
sonreír y su energía vital para comprobar que es una persona absolutamente optimista.
Por tanto, lo que Lucía pretende decir con esta frase tan lapidaria –o al menos es mi
interpretación– es que la felicidad, en última instancia, depende de ti. Y que solo tú
puedes dar el salto y subirte a ese carro, al carro de la vida.
La felicidad, en última instancia, depende de ti. Solo tú puedes
dar el salto y subirte a ese carro, al carro de la vida.
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10.
94
Mi receta secreta
Tenemos claro nuestro objetivo, hemos dedicado un capítulo entero a ello:
convertirnos en un león poderoso y lleno de vida.
En el capítulo anterior hemos dedicado varias secciones a revisar pautas que nos
pueden ayudar a conseguir nuestros objetivos, cualesquiera que sean. A continuación, en
el presente capítulo, te entregaré mi receta secreta. Compartiré contigo los ingredientes y
los pasos que a mí me sirvieron para poner fin al acoso y al rencor. Coge papel y boli,
que empiezo.
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No busques un porqué
Estoy seguro que llevas ya unas cuantas páginas esperando encontrar la respuesta a
una pregunta que revolotea como un pájaro inquieto de un lado a otro de tu cabeza. Pero
no, no aparece. Nuevo capítulo, nuevas ideas, nuevas herramientas, pero ni rastro de lo
que estás esperando encontrar. A estas alturas el libro está más cerca del final que del
principio y yo todavía no te he contado por qué creo que sufrí acoso.
Ni lo voy a hacer.
¿Te decepciona? Tiene una explicación, una buena explicación, a decir verdad.
Si quieres salir de esta situación, lo primero que debes hacer es salir de la espiral
perniciosa de buscar un porqué. Porque si lo buscas, lo que estás haciendo es
responsabilizarte, incluso culpabilizarte de lo que ocurre. Es así. Si yo te dijera que sufrí
acoso por ser gordo, o listo, o pobre, o rico, o gay o negro, estaría justificando lo que
sufrí, lo que me hicieron, en mi gordura, en mi inteligencia, en mi pobreza, en mi
riqueza, en mi orientación sexual o en el color de mi piel. Sería tanto como decir que
yo provoqué que me acosaran por estar gordo, ser gay o inmigrante. Que me lo busqué,
que podría haberlo evitado, que yo no fui la víctima sino el detonante.
Nada justifica una situación de acoso escolar. No hay ningún hecho que desencadene
una secuencia de reacciones lógicas y justas que deriven en el acoso y el maltrato. Por
tanto, el primer paso que debes dar es dejar de buscar un porqué, una razón. Porque
cuando lo haces, te estás culpabilizando. Debes salir de esa espiral macabra de intentar
comprender. Sé que es difícil, pero cada vez que te descubras pensando en los porqués,
para; sal de ahí, utiliza esa energía para pensar en cómo salir, cómo hacerte grande y
poderoso, cómo recuperar la confianza y la serenidad.
El único responsable es aquel o aquella que acosa. E incluso esta afirmación
necesita importantes matices. Te contaré un secreto:
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El acosador es una persona herida
Pocas personas te hablarán de ello y, sin embargo, es un valioso secreto. Algunos
porque están obcecados en su dolor y les resulta imposible ver más allá, otros porque les
resulta más cómodo catalogar el mundo entre el blanco y el negro, entre los buenos y los
malos, que hacer el esfuerzo de encajar ciertas cosas en un sinfín de tonalidades de
grises. El caso es que poca gente da con la verdadera razón de un conflicto escolar
extremo, convertido en acoso o maltrato.
Pero es así, no te quepa la menor duda: el acosador es una persona herida, una
víctima en otro lugar. Muy, muy probablemente, ese lugar es su casa. El acosador está
viendo cosas que no quiere ver. Está asistiendo a situaciones complicadas y dolorosas:
puede que haya perdido a uno de sus padres, puede que esté viviendo una separación que
no acepta, puede que esté sufriendo las consecuencias de una pérdida de empleo, de
problemas económicos. Puede que sea testigo de violencia en el hogar. Y puede, incluso,
que él mismo, que ella misma, sea víctima de esa violencia.
Las paredes que rodean su existencia cuando no está en el colegio, son una casa,
pero no un hogar. El búnker que para todos nosotros deberían ser nuestros padres en la
infancia y la adolescencia, esas paredes intangibles pero todopoderosas que no deberían
derribarse hasta que no somos adultos y contamos con los recursos suficientes para
enfrentarnos a la vida, para el acosador se han hecho añicos convirtiendo la palabra
hogar en un hierro incandescente imposible de agarrar con las manos.
Puede ocurrir, también, que la ira y la rabia que emanan contra ti nazcan de un
asunto íntimo y personal. Puede que tu acosador, tu acosadora, se enfrente al
descubrimiento de su orientación sexual. Y puede que no le haya gustado descubrir lo
que siente. U otras cuestiones como tener que admitir que tiene algún tipo de patología
que le impide rendir en los estudios o brillar en los deportes que tanto adora.
Puede que ocurran otras cosas que yo no alcanzo a imaginar, pero de lo que no tengo la
menor duda es de que ninguna persona sana y feliz se dedica a amargar la vida a los
demás. Tiene heridas y dolor.
Te he dicho que te iba a contar un valioso secreto, que te iba a desvelar el mapa de un
gran tesoro, de un enigma sin resolver. Y sin embargo, puede que pienses que lo único
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que he hecho es justificar a tu acosador. De modo que, ¿qué tipo de secreto es este si no
te interesa? –pensarás–. Te interesa:
Desde ahora, el acosador ya no es un monstruo tan grande. En
adelante, cuando te cruces por el pasillo con él, con ella, ya no
será una bestia enorme. Le mirarás y será imposible no pensar en
sus heridas, en ese lugar en el que él o ella es frágil y vulnerable,
y comprenderás que su fortaleza no es tal, que la grandeza que
aparenta es un espejismo, no es real.
Si esto es así, si todos mis supuestos son ciertos, el acosador necesita de nuestra
ayuda.
Me vas a permitir que haga otro alto en el camino, que levante la mirada hacia el fondo
de la sala, que apele a padres y profesores, y también al resto de tus compañeros.
A los primeros, a padres y profesores, os pediré que no dejéis de lado al acosador: nos
necesita. Hace unos años nadie hablaba de acoso. Después se diagnosticó el problema,
pero se ponían pocas soluciones. Ahora ya trabajamos en ello pero solo nos enfocamos
en la víctima. Debemos dar un paso más y abordar esta cuestión desde un enfoque
global. Debemos hacerlo porque el acosador está pidiendo a gritos ayuda y porque solo
así solucionaremos el problema.
A los segundos, a los compañeros, os pediremos –hablo en plural porque estoy seguro
que padres y profesores se suman– que nos ayudéis. Vosotros tenéis acceso a
información que para los adultos resulta imposible de obtener. Contadnos cualquier cosa
que nos pueda dar una pista de cómo ayudar al acosador. Os necesita.
Sí, nos necesitas. Necesitas ayuda. ¡Pídela! Alza la voz y grita que tienes miedo, que
tienes dolor, que tu vida se resquebraja. No temas mostrar tus heridas, eso te curará. Da
igual lo que hayas hecho hasta ahora. Olvídalo como nosotros sabremos olvidarlo, como
aquellos a los que has hecho daño sabrán olvidar. Tiempo habrá para el perdón y para las
explicaciones. Todos obramos mal alguna vez, muchas de hecho. Yo he hecho daño a
seres queridos a lo largo de mi vida por acción y por omisión, y no me siento orgulloso
de ello; pero tampoco me fustigo, forma parte de mi pasado, lo que cuenta es el futuro y
el presente. Y ahora lo único urgente es que salgas del lugar oscuro y siniestro en el que
te encuentras. Estás a tiempo de salvarte, de poner tu vida a buen recaudo, de trazar ese
puente que te lleve a tierra firme, al lugar de las oportunidades. Hoy aún es presente, hoy
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aún es el momento.
Regresa al capítulo 6. Quizá lo saltaste o lo leíste de soslayo porque pensabas que
estaba dedicado al acosado. No, también te pertenece a ti. Regresa a él y encuentra el
modo de pedir ayuda. Siempre hay alguien a nuestro alrededor dispuesto a tendernosla
mano. Si somos lo suficientemente valientes para tragarnos nuestro orgullo y pedir
ayuda, siempre la encontraremos. Sigue tu intuición. ¿A quién te lleva? ¿A un profesor?
Acude a él. ¿A un familiar? Escríbele un Whatsapp. ¿Al padre de un amigo? Ve a verle.
No te dejaremos en la estacada. Sálvate.
El camino del perdón pasa, necesariamente, por una estación
llamada comprensión.
Regreso a ti. Te dije en el capítulo 7 que para perdonar hay que comprender, pero no te
dije qué: esto, lo que acabo de contarte.
Para poder perdonar a quien te ha herido debes comprender que es una persona llena
de dolor; una persona que sufre y se desgarra por dentro cada día, como sufres tú. Para
perdonar hay que comprender.
Este es un valioso mensaje que no mucha gente conoce –solo así se explica que no lo
compartan–.
Pero debes comprenderlo tú, debes ser capaz de asimilar sus miserias como si fueran
tuyas para alumbrar el perdón. Es un proceso complejo y misterioso del que solo puedo
darte los ingredientes y la receta, pero que debes cocinar tú.
En mi caso ocurrió al contrario. Yo no perdoné porque tomara consciencia de que
debía comprender lo que había ocurrido a mis acosadores para perdonarles. Perdoné y,
después, por un hecho que ocurrió en las redes sociales hace un tiempo, comprendí que
había perdonado, y comprendí cuál había sido el camino. Te lo cuento.
El camino del perdón
Hace unos meses, quizás ya algo más de un año, se hizo viral un texto que escribió, o
al menos compartió, un famoso actor. En él se escribía una carta desde la voz de los que
fuimos víctimas de acoso escolar a los que fueron acosadores. Y venía a decir, en
resumen, jodeos, jodeos porque ahora somos nosotros los que tenemos voz, somos
nosotros los que escribimos las películas y los libros que leen millones de personas; los
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que estamos sobre los escenarios y tras las cámaras; nosotros que tuvimos que callar
tantos años somos hoy los que hablamos…
Me lo mandó mucha gente, pensaban que me iba a gustar. A todo el mundo le gustaba,
todo el mundo lo aplaudía y lo compartía. Se sumaban a esa voz los que fueron víctimas.
Y yo sentí una profunda tristeza. Solo podía pensar: ¡No! Un no derrotado, un no
resignado.
No han perdonado, pensé cuando pude meditar sobre todo aquello que había sucedido
en las redes sociales.
Fue casi como una revelación.
Y, también, sentí orgullo de mí mismo. Sí, no me avergüenza reconocerlo. Me sentí
orgulloso de no guardar rencor, de tener un buen corazón, un corazón que sabe perdonar
porque sabe comprender. Pensé incluso en mis padres y en los padres de mis padres, en
la bondad que me dejaron en herencia.
Y, finalmente, entendí que si había perdonado, si en mí no habitaba ese rencor que se
leía en aquel texto, era porque había pasado por la estación de la comprensión.
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El acosador te envidia
¿Sorprendido? ¿Sorprendida?
Otro secreto que nadie más te contará, pero que es absolutamente cierto. Te lo
demostraré.
La palabra envidia tiene su raíz etimológica en el latín. Invidire. Y si siguiéramos
desgranando, llegaríamos a que Invidire nos lleva a aquello sobre lo que tengo la mirada
puesto, lo que no puedo dejar de mirar, pero que a su vez no soporto mirar.
Invidire: lo que no soporto mirar.
¿Necesitas que te demuestre lo que acabas de leer? Lo haré con un sencillo juego de
palabras.
Dejemos aparcada la idea de que envidia es sinónimo de no poder ver. Y ahora
pensemos en otros sinónimos cualesquiera. Un sinónimo es una palabra que puede ser
sustituida por otra sin que cambie el sentido de la oración. Por ejemplo, yo puedo decir
que los trozos de pizza eran pocos o puedo decir que los trozos de pizza eran escasos.
Dado que poco y escaso son sinónimos, no ha cambiado el sentido de la oración.
Veamos ahora qué ocurre con envidia. Yo puedo decir, por ejemplo, que Juan no soporta
a Pedro. Podría sustituirlo por un sinónimo: Juan no puede ver a Pedro. ¿Cambia el
sentido? No. Y ahora, dado lo explicado con anterioridad, podría sustituir no puede ver
por…: Juan envidia a Pedro. ¡Eureka! Hemos partido de que Juan no soportaba a Pedro –
lo cual se podría aplicar a cualquier situación de acoso– y hemos demostrado que es
sinónimo de que Juan envidia a Pedro. ¿Sorprendido?
«Vale, te compro el juego de palabras» –pensarás–. «¿Pero qué envidian de mí? Algo
debe de fallar en tu demostración porque yo dudo de que nadie envidie nada de mí.»
¿Seguro?
¿No puede ser que envidien tu libertad? Sí, tu libertad para mostrar tu opción
sexual. Quizá él, o ella, desea tener la misma libertad –en su casa o entre sus amigos–
para reconocer su sexualidad. ¿O tu valentía? ¿O ambas a la vez?
Puede, también, que envidie o envidien el amor de tus padres. Sí, puede que tu
agresor no se sienta querido en casa y envidie lo que ve en la tuya, una familia amorosa
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y bien estructurada.
Tu inteligencia. Puede que juegue a reírse de tus notas, de tus buenas aptitudes para
los estudios, pero que detrás de esa máscara haya un profundo deseo de tener mayor
capacidad de comprensión, el reconocimiento de alguna limitación que no acepta.
O puede que no soporte tu tenacidad. En mi caso creo que hubo algo de esto. Algunos
de los que orquestaron mi acoso eran tipos absolutamente inteligentes, mentes despiertas
y brillantes que podrían haber hecho grandes carreras intelectuales. Pero no tenían mi
tenacidad, les faltaba mi capacidad de esfuerzo, mi perseverancia.
También mis circunstancias familiares favorables y mi meta. Lo segundo se explica
rápido. A pesar de todo, yo siempre tuve una meta muy clara: formarme, estudiar, llegar
a la universidad, hacer una carrera profesional basada en mis capacidades cognitivas.
Como yo veía lo que me estaba ocurriendo, era como en la película La historia
interminable, en la que hay un momento en el que el protagonista tiene que atravesar un
camino secundado por dos efigies que si detectan el miedo lanzan bolas de fuego desde
los ojos y le destruyen. Yo veía así mi destino. Tenía que atravesar aquellos pasillos,
aquel camino secundado de efigies porque tenía que llegar adonde me había propuesto.
Y después estaban mis circunstancias familiares. Mi casa no era una casa idílica.
Pasaban cosas, como en todas. Pero es cierto que para mis padres la absoluta prioridad
de toda su existencia era que nosotros tuviéramos todo lo que fuera preciso para alcanzar
nuestras metas académicas. Esto puede parecer un objetivo normal en cualquier padre,
pero una vez más debo contextualizar mi historia. Yo crecí en los años noventa en el
medio rural. Allí había muchos padres que por supuesto deseaban que sus hijos
estudiaran, que fueran a la universidad –algo que ellos no habían podido hacer–, pero no
estaban dispuestos a sacrificar muchas cosas para que eso sucediera. Así, muchos de los
que me acosaban eran chavales que por las tardes tenían que ir a trabajar en el campo o
en las granjas familiares. En lugar de poder estudiar y disfrutar de sus amigos –ellos, que
sí los tenían–, debían ayudar en casa. Y no porque faltara el dinero, sino por una cuestión
cultural. Eso les generaba enfado y frustración, además de que imposibilitaba su buen
desarrollo académico. Como digo, muchos de ellos no eran menos inteligentes que yo,
pero no tuvieron el apoyo familiar que yo sí tuve. Hoy, desde la perspectiva de los años,
comprendo que esto –mis tardes libres sin más ocupación que estudiar y descansar– era
algo que no podían ver en mí, que les abrasaba los ojos al mirar.
Así que puede que también enviden que tú tienes unas circunstancias familiares y una
meta.
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Tú físico, ¿por qué no? Incluso lo que menos puedas imaginar. A tu edad estamos
llenos de complejos e inseguridades físicas, todos. E incluso quien creas que no puede
tenerlos, los tiene. Y puede que envidie de ti cosas insospechadas. Mi hermana mayor
sufrió el desprecio de las niñas del pueblo por estar delgada. Algo que hoy nos parecería
impensable, le ocurrió. Se burlaban de su delgadez y argumentaban que estaba insana,
porque en aquella época mis padres eran vegetarianos.Era una niña sana y su delgadez
innata y normal. La envidia viaja en direcciones insospechadas, no des por hecho que no
eres objeto de ella.
De modo que sí, tu acosador, tu acosadora, te envidia. Y este es otro grandísimo
secreto que te va a ayudar a poner fin a este horror que vives cada día. Ahora te toca a ti
descubrir por qué.
No es muy complicado. Solo debes dejarte guiar por tu intuición. Después de leer
esto, ¿qué es lo primero que te ha venido a la mente?, ¿en qué has pensado? Pues muy
probablemente sea eso. Mírate desde fuera, haz un ejercicio de objetividad, dedica
tiempo a pensar qué puede estar envidiando, pregunta a tus padres qué creen que puede
ser. Porque cuando des con ello, tendrás una valiosísima herramienta para poner fin a lo
que te ocurre.
103
Solo funciona ser uno mismo
Recordemos que estamos en la búsqueda de lo que nos haga fuertes y valerosos como
ese león. Pues bien, en dicha búsqueda solo funciona ser uno mismo. De lo contrario,
jamás te convertirás en un ser poderoso. Quizá aparentes serlo, pero no lo serás.
Siempre que nos sentimos excluidos tendemos a hacernos responsables de lo que
ocurre, o al menos a pensar que la única solución pasa por adaptarnos a los usos y
maneras de los más populares: disfrazarnos de otra persona.
Sufres acoso, es un infierno, y sé que harías lo que fuera por ponerle fin, por ser
aceptado. Entonces, corres el riesgo de intentar emular lo que poseen los líderes y los
socialmente aceptados.
Hay un capítulo de Los Simpson que refleja esto a la perfección. Se llama Un verano
de ocho y medio –o en su versión en inglés Summer for Lisa–. Lisa, al acabar el curso, se
da cuenta de que nadie ha firmado en su anuario, bueno, ha firmado Ralph, lo cual a ella
no le complace. Regresa a casa muy triste y le dice a su madre que no tiene amigos. Su
madre le aconseja que sea ella misma, y que siendo ella misma los tendrá. Lisa piensa:
Llevo ocho años siendo yo misma y no funciona. Y como se van de vacaciones, decide
inventarse un personaje para ese nuevo lugar. Se disfraza de una niña moderna,
deportista, despreocupada y traviesa; quizá la versión femenina de su hermano. No
tardan en aparecer esos amigos que tanto deseaba y vemos cómo disfruta de las
vacaciones como nunca. Pero, ¿qué ocurre? Que su hermano, para variar, le sabotea el
plan y muestra a esos nuevos amigos de Lisa su anuario, para que vean sus notas,
comprueben que es una empollona y que no es popular. Lisa se enfada, se pone muy
triste, se va a casa avergonzada porque piensa que no van a querer saber nada más de ella
y se escucha cómo su voz interior dice: Ser yo misma no funciona, ser otra persona no
funciona. Entonces, ¿qué funciona?
¿Qué sucede entonces? Lo que ocurre es algo que Lisa no espera. Cuando regresa a
casa la noche anterior a su regreso a Springfield, sus amigos le han llenado el coche de
conchas, de esas conchas que ella les ha enseñado a apreciar y han escrito con ellas: Lisa
Rules. También le han llenado el anuario de frases preciosas. Frases en las que lo que le
vienen a decir es que la Lisa a la que ellos han querido es la que les ha enseñado a
apreciar las conchas, la que les ha contado cosas del mar que no sabían, la que les ha
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hablado de naturaleza y de libros. La verdadera Lisa, no el disfraz. La moraleja: Al final
solo funciona ser uno mismo.
Solo funciona ser uno mismo. Porque si no, ni gustarás a quienes pretendes gustar, ni
gustarás a los que debes gustar –porque son los que están llamados a ser tus amigos–, y
lo que es peor, no te gustarás a ti mismo.
Es fácil caer en la búsqueda de atajos cuando uno sufre acoso escolar. Miramos a
nuestro alrededor y sacamos conclusiones absurdas, tales como las siguientes. Como
pienso, torpemente, que las chicas más populares son las más delgadas, empiezo a
adelgazar. Los chicos que se disfrazan de adultos son los más aclamados, así que
comienzo a fumar y a beber. Todos apuestan en juegos online, pues yo también. El sexo
ocupa todas sus conversaciones, me ofrezco como el juguete sexual que desean y así
pasaré a ser su protegida.
El problema es que adelgazo tanto que acabo con anorexia, que bebo tanto que
acabo con problemas de alcohol, de juego, con una enfermedad sexual con
consecuencias para toda la vida, con un video practicando sexo difundido por todas
las redes sociales…
¡Cuidado! Por favor, mucho cuidado. Son juegos siniestros y peligrosos. No entres en
ellos. Las consecuencias son muy graves y en algunos casos irreparables a lo largo de la
vida. Y no creas que tú estás a salvo. No te creas más listo que yo, más lista que yo.
Todos hemos dicho lo mismo: a mí no me va a pasar, yo lo controlo. Ninguna persona
con anorexia, por poner un ejemplo, te dirá que tiene un problema.
Yo lo hice. Comencé a cuidar mi apariencia física, algo que si está bien en sí mismo,
es peligroso si se lleva al extremo, a la obsesión. Comencé a beber y a fumar. Bebía
mucho los fines de semana. Ingestas compulsivas cada vez que salía de fiesta. Quería
mostrarles que yo podía sacar muy buenas notas pero que no era un friki, que sabía
pasármelo bien y disfrutar. Pedía ropa más cara, un teléfono móvil –fui uno de los
primeros de todo el instituto en tenerlo–, viajes o conciertos que los demás no hacían.
Toda una serie de cosas que lo único que pretendían era que me aceptaran.
¿Y sabes qué pasó? Que jamás me aceptaron. No hice nada más que el gilipollas y
puse en riesgo mi salud física y mental. Mis verdaderos amigos llegaron cuando dejé de
pretenderlo, cuando fui yo mismo, y a esos les importó bien poco si estaba gordo o
delgado, si bebía o no y si mi ropa era de marca o del mercadillo.
105
Constrúyete un mundo fuera de ahí
Si solo tuviera treinta segundos para hablar contigo, con alguien que sufre una
situación de maltrato, sea del tipo de sea, le diría: pide ayuda y constrúyete un mundo
que te haga fuerte fuera de ahí.
El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear
peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar
la vida, porque acaba siendo verdad.
Ana María Matute (1925-2014)
Cómo inventar la vida, cómo crear esos peldaños, dependerá de la edad que tengamos
y de las circunstancias que estemos viviendo, pero siempre será el camino.
En el caso concreto que nos ocupa, para ti que sufres acoso escolar en el instituto, para
tu hijo o tu alumno que lo sufren, esto es lo que yo puedo contarte:
Aceptación. En el proceso de poner fin a la situación de acoso, también debe haber
espacio para la aceptación, para admitir lo que la vida nos ha hecho vivir. ¡Ojo!
¡Aceptación no es sinónimo de resignación! No sugiero que debamos asumir lo que
nos ocurre porque la vida es así, porque forme parte de un plan divino o universal. En
absoluto. Al instituto debes ir sereno y en paz, con ilusión y alegría. Estamos aquí para
conquistar eso de nuevo. Este libro nace por mi empeño de que sea así. Ahora bien,
también te resultará muy beneficioso que comprendas que en la vida hay cosas que no
dependerán de ti. Y en este caso, esas cosas son el caer bien o no a determinadas
personas.
Es muy común que quienes sufrimos acoso, cuando lo sufrimos, soñemos con que un
día llegamos al instituto y aquellos que nos acosan –normalmente algunos de los más
populares y seguidos– nos acogen en su grupo y nos convertimos en sus mejores amigos.
Sí, es así. Por extraño que parezca, a pesar de todo el dolor que nos han causado, en la
mayoría de los casos existe el deseo profundo de que lo que ocurra sea precisamente lo
que acabo de relatar: convertirnos en el mejor amigo, la mejor amiga, del agresor o
agresora.
Sin entrar en las razones emocionales que nos conducen a este deseo y, por supuesto,
106
sin juzgar tal actitud –yo mismo reconozco haberlo deseado con todas mis fuerzas–, te
diré que no va a pasar. No ocurrirá y eso es lo que hay que aceptar.
Ríndete. Toda esa rabia que tienes por dentro –más que justificada– cógela y
úsala para construir otro mundo, un mundo donde tú puedas ser tú y te quieran tal
y como eres.
Un mundo dondeseas feliz.
Serás puesta a prueba en cada paso del camino. Debes tener fe
en ti misma.
De la película Un pliegue en el tiempo
¿Cómo?
1. Si en el instituto no consigues construir un grupo de amigos tan íntimos como me
gustaría –insisto, sí debes tener compañeros y sí debes poder ir tranquilo y sereno–,
bucea en tus gustos y aficiones. ¿Qué te gusta hacer? ¿Con qué disfrutas? ¿Jugando
a fútbol, a baloncesto?, ¿bailando? ¿Te gusta el teatro, la equitación, el ajedrez?
2. Apúntate a una de esas actividades que tanto te gusta. Pero hazlo en un lugar de
la ciudad en el que nadie te conozca. En la otra punta del lugar donde esté tu
instituto, a poder ser. Un lugar nuevo, una hoja en blanco en tu vida. Vas a
comprobar que con esas personas, como mínimo, te une una gran afición, pero no me
equivocaré si te digo que seguro te van a unir miles de cosas más –no es casual, dado
que compartís una gran afición–.
Yo no tuve esa suerte, yo crecí en un pueblo de unos trescientos habitantes e iba al
instituto a un lugar donde solo había un centro. Me hubiera apuntado a lo que me
hubiera apuntado, me habría encontrado con las mismas personas. Tú tienes más
recursos de los que tuve yo. Incluso si vives en un pueblo, como yo, hoy tienes un
mundo al otro lado de tu ordenador. Internet puede ser tu salvavidas. Además, si lo
hablas con tus padres seguro que encontráis la manera de ir, al menos una vez por
semana, a la ciudad más cercana. Hazlo por ti, y si quieres hasta por mí, por respeto
a los que no pudimos o incluso a los que hoy tienen menos opciones que tú.
3. Los puntos 1 y 2 se podrían sustituir por otro paralelo, la salida podría pasar por otra
opción: entra por la puerta que se te abre. Siempre hay una puerta que se abre, el
107
problema es que a veces no la sabemos, o no la queremos, ver. A veces estamos tan
obsesionados deseando que la situación cambie, que en el instituto me acepten, que
esos que me maltratan se conviertan en mis mejores amigos, que no queremos saber
nada de otras personas que nos brindan su amistad: amigos de amigos, primos, hijos
de amigos de nuestros padres… Deja a un lado la obsesión por ser popular, por
formar parte de los grupos carismáticos y agarra con las dos manos la amistad y el
amor de quien te lo brinda.
Yo también caí en eso. Recuerdo que durante los dos primeros años, el primero
especialmente, no quise ver que tenía tres amigas en el instituto –muchas más a decir
verdad, pero ellas especialmente–: Belén, Cristina y Elena. El problema es que eran
chicas, y situarme a su lado, en mi caso, me estigmatizaba todavía más. Con los años
vencí esa barrera y supe disfrutar de su amistad.
4. A ese nuevo lugar o a ese nuevo grupo, llega como un libro en blanco. ¿Qué quiere
decir esto? Que en ese nuevo lugar, a esas nuevas personas que estás conociendo, por
el momento, no les cuentes nada de lo que ocurre en el instituto. ¿Por qué? Porque
corres el riesgo de arrastrar contigo el papel de víctima. No te hará ningún bien llevar
el papel de víctima a otros lugares. ¿Qué aporta? Nada. Además no es necesario si en
ese nuevo grupo eres bien tratado, por qué mostrarte como una víctima, ni siquiera es
justo para ellos. Cuando sean tus íntimos amigos ya habrá tiempo de confesiones,
pero no al principio, no hasta que seas capaz de construir una relación nueva en la
que tú tengas un nuevo rol alejado del que se te ha impuesto en el instituto.
En unas pocas semanas vas a empezar a saborear los frutos de este trabajo personal.
Comprobarás varias cosas. De una parte tu alegría aumentará, también la seguridad en ti
misma, en ti mismo, y empezarán a desaparecer la angustia y el miedo. Porque, al crear
una nueva realidad en la que eres feliz, te va a dar menos miedo renunciar a la que
te hace infeliz. Y a su vez, como tienes ese nuevo mundo, empiezas a estar más fuerte y
eso se percibe en el instituto y te empiezan a respetar. Porque cuando uno tiene una
fortaleza, la que sea, y la pone en valor, incluso si se trata de algo que normalmente no
es socialmente lo más deseado, incluso en cosas que a priori los otros no admiran –la
música, la equitación, el baile…–, los demás comienzan a respetar. Recordamos: a un
ave de rapiña jamás se le ocurriría atacar a un león poderoso y lleno de vida porque
donde habita la vida no hay lugar para la carroña. Nadie conseguirá matarte por dentro si
te proteges con un escudo de vida.
108
Aquellos que te acosan se dan cuenta de que eres otro: otro más alegre, más vital y más
fuerte. Y, poco a poco, comienzan a retirarse y a dejarte en paz. Y tú no has tenido
siquiera que enfrentarte, solo has tenido que ser feliz en otro lugar. Es casi cosa de
magia.
Levanto la mirada, la dirijo a padres y profesores. Es fundamental este punto. Tenéis
que velar por vuestros hijos y adolescentes y tenéis que aseguraros de que encuentren el
lugar donde puedan ser ellos mismos –al menos durante unas horas a la semana– y ser
felices. Nos empeñamos en hacer crecer rosas en el desierto en lugar de enseñar a
esas semillas a tomar los vientos que les lleven a tierras más prósperas, donde
puedan regalar al mundo su mejor versión.
¿Cuál fue mi nuevo mundo?
Mi nuevo mundo se llamó José Manuel, José, Alejandro, Elena de Barcelona, Elena de
Casetas y Elena rural. Violeta, Cristina, Marta, Belén, Natalia, José Ramón, Juan Ma e
Inma –y los que injustamente me dejaré–. Mi nuevo mundo fue un balón de oxígeno en
forma de nombres propios.
Justo el verano anterior al comienzo del curso más cruel y duro de mi vida, se había
plantado la semilla de una amistad entre un grupo de chavales que venían a veranear a
Burbáguena. Prosperó y resultó ser mi tabla de salvación, el flotador que la vida tenía
preparado para mí, para que me agarrara fuerte a él durante los años que durara la
tormenta.
En su mayoría, vivían en Zaragoza y Barcelona, es decir fuera de Burbáguena y por
supuesto no asistían al mismo instituto que yo. Por tanto, en el mejor de los casos los
veía de fin de semana en fin de semana; y en el peor de los casos, en Semana Santa y
verano. Pero estaban. Y ahí, entre ellos, yo era querido y respetado. Fue un bálsamo sin
el cual no sé si habría podido soportar todo aquello.
Recuerdo cómo vivía con dolor cada domingo cuando los veía marchar, cómo
esperaba impaciente que llegara el viernes para poder estar junto a ellos y cómo el
verano suponía un auténtico oasis. Recuerdo el dolor, real y profundo, que sentía la
mañana del domingo de las fiestas de verano: ese día se marchaban todos y el pueblo se
quedaba vacío, desierto, como si un huracán de vida hubiera pasado sobre mí y después
me dejara desolado. Durante años padecí un auténtico duelo cada final de verano. No era
solo decir adiós al periodo de vacaciones, era decir adiós a mis amigos, a los únicos que
109
tenía. Se iban y regresaba la soledad.
Teníamos las cartas. Ni siquiera las llamadas telefónicas. No en todas las casas se
permitían las conferencias entre provincias distintas –eran tarifas carísimas que se
pagaban por segundos–, así que escribíamos. Cartas de folios y folios. Nos grabábamos
casetes con nuestra voz y nos la enviábamos. Tus audios instantáneos, cuando yo tenía tu
edad, tardaban días en llegar a su destino. Tu doble check azul, para mí era una carta que
llegaba en forma de respuesta semanas después. Pero era bonito, romántico incluso. Creo
que hacía que valoráramos todavía más aquella amistad compleja, separada por la
distancia. La luz de la tarde en la que al llegar del instituto había carta desde Barcelona –
esas nunca faltaban–, era dorada y cálida; y así la conservo en mi memoria.
Todo aquello a lo que me aferré con las dos manos, con desesperación en muchos
casos y creo que incluso resulté absorbente y asfixiante en algunos momentos, se fue
haciendo cada vez más intenso y robusto con el paso de los años. Aquel grupo llegó a ser
un verdadero grupo de amigos con grandes valores que vivió grandes cosas juntos. Y eso
me hizo fuerte.
Y esa fortaleza se fue reflejando en el instituto, también. El segundo añode instituto
fue duro, pero ya no tanto como el primero. Y el tercero no tuvo nada que ver –para
bien–.
He dicho antes que cuando uno tiene una fortaleza o un talento, los demás acaban por
respetarte. Yo pude comprobar esto.
En mi último año de instituto tuve la oportunidad de participar en un concurso de
debate a nivel nacional. Beatriz, José Carlos, Rosana y yo, ganamos la fase provincial.
Cuando regresamos, todo el instituto aclamó nuestro logro. Fue tan brillante nuestra
actuación que nadie dejo de felicitarnos –a pesar de lo friki que puede resultar para un
adolescente que un compañero se dedique a competir en un concurso de debate–. Pero
ese era mi lugar, eso era lo que yo sabía hacer bien y además, lo más importante, yo ya
era otro, yo había construido un lugar fuera de aquel instituto donde me había sentido
querido y me había hecho fuerte.
También ocurrió que, como estaba más fuerte, comencé a disfrutar de la amistad que
me brindaban las chicas del instituto: Elena, Cristina y Belén –por supuesto–. Rosana,
Esther, Raquel Fuertes, Antonia… Hasta entonces no había podido hacerlo, ya lo he
explicado antes, aquello implicaba diferenciarme todavía más de lo que se suponía que
tenía que ser un chico de catorce años en 1996; eso perfilaba todavía más mis diferencias
110
y yo creía que iba a provocar más ataques. No fue así. Al estar más fuerte, a pesar de mi
relación con ellas, los ataques fueron siendo cada vez menores.
Hay que hacer responsable de sus actos a aquellos que no obran como es debido, pero
hay que saber coger las riendas de nuestra vida y si no existe el lugar en el que queremos
habitar, construirlo. Déjame que te escriba el trozo de una canción.
Hay una luz tras los que vienen y van, 
y hay una sombra en los que buscan guarida.
Pedro Guerra
Y la canción también dice que la lluvia nunca vuelve hacia arriba. Es decir, que el
tiempo pasa. Así que sal de la madriguera y ponte a buscar qué te hace feliz. Tendrás
manos amigas que te ayudarán a salir a la luz, pero eres tú quien debe levantarse y dar el
primer paso.
111
Protege tu nuevo mundo
Ese nuevo mundo que te hace feliz, que te va a hacer fuerte y poderoso, protégelo
como una hiena. Con uñas y dientes, ponlo a salvo de tus acosadores. Porque si quien te
acosa es un verdadero hijo de puta –y lo siento por la expresión–, va a tratar de ir a
arruinarte –por no volver a usar una palabra malsonante– tu nuevo mundo.
De modo que protégelo.
¿Y cuál es el modo de protegerlo? Escondiéndolo de las garras de los buitres. Que
no lo vean. No lo cuentes, no hables de ello en el instituto.
Sé que será difícil, que te costará horrores no contar que en otro lugar hay un grupo de
gente que te quiere y aprecia, contar que juegas a fútbol o a baloncesto con otra gente,
que sales con ellos… Es normal que te apetezca compartirlo, incluso alardear de ello –es
humano después de lo que has pasado–, pero lo más inteligente es que no lo hagas. Por
lo que te he dicho, porque corres el riesgo de que se inmiscuya, que vaya allí, que te
insulte delante de tus nuevos amigos, que les cuente cosas que no son ciertas, que
siembre dudas sobre ti… Lo más inteligente que puedes hacer es obviar esa nueva vida.
Al menos hasta que tu relación sea tan fuerte que no te quepa la menor duda de que no la
pondrá en peligro.
Esto sí supe hacerlo bien. Casi todas las cosas que te he contado las he comprendido
con los años, y te las cuento para allanarte el camino, para ahorrarte parte de lo que yo
sufrí. Sin embargo, hubo algo que sí supe hacer en aquel momento: proteger mi nuevo
mundo, mis nuevos amigos.
Como te he contado, esos nuevos amigos nos reuníamos en Burbáguena, un pueblo
muy pequeño. De modo que si queríamos salir de fiesta teníamos que ir necesariamente
a Calamocha, el lugar donde yo estudiaba. Lo evité hasta que sentí que mis amigos lo
eran tanto como para no salir corriendo si veían que yo era repudiado en el instituto.
Pero, incluso así, cuando comencé a atreverme a salir de fiesta con ellos por los mismos
lugares por los que salían mis agresores, fueron noches muy complicadas, muy tensas.
Recuerdo la angustia de que nada ocurriera, que no me insultaran delante de ellos.
Mi única obsesión era que no hubiera ningún insulto que pusiera de manifiesto lo que yo
vivía en el instituto. La angustia se mezclaba con la humillación y el dolor. Como creía
que mis amigos sí sabían o intuían lo que pasaba, sufría por ellos, por tener que
112
condenarles a ser los marcados de los locales, los que iban con el excluido. Era como si
por haber elegido ir conmigo se apearan de la posibilidad de ser tratados bien por todos
los demás. A esa edad, todos queremos ser populares y todos queremos situarnos al
lado de los líderes de cualquier lugar, evento o fiesta.
Y a su vez me sentía un fraude. ¿Qué artimañas había empleado para que fueran mis
amigos? Probablemente creía que la artimaña era no ser franco. Imagino que pensaba
que si lo hubiera sido, si les hubiera contado que era un ser repudiado, también ellos me
habrían repudiado. Sentía que no estaba jugando limpio y por eso vivía cada noche de
fiesta en absoluta tensión de que nada ocurriera. Bebía, pero aun así era capaz de vigilar
todo lo que sucedía a mi alrededor, de anticipar los movimientos de unos y otros, de
elegir los lugares apropiados y proponer los cambios de local en los momentos
oportunos. Por fortuna no ocurrió. Solo una cosa, muy sutil, pero muy ilustrativa.
Una noche estábamos en el Cine más copas –antiguo cine convertido en local de
copas– mi amigo José Manuel y yo. No recuerdo dónde estaban los demás, quizá habían
ido a por bebida a algún sito más barato. Nos salimos a la puerta no sé muy bien a qué.
Yo estaba muy borracho y me tumbé en la acera, frente a la puerta del local. Algunos de
mis compañeros de instituto –no los más agresivos conmigo, pero sí los cómplices de
todo aquello–, vinieron. Y empezaron a bromear con la escena principal de una película
muy de moda entre los adolescentes en aquel tiempo: Historias del Kronen. Comenzaron
a intentar recrear dicha escena. Yo seguía tirado en el suelo, con los ojos medio cerrados
y escuchaba cómo el que estaba más cerca de mí pedía bebida a los demás para darme
más, para que siguiera bebiendo: como en la película. Bebí, bebí durante el tiempo
suficiente para hacerles creer que estaban jugando conmigo. Hasta que abrí los ojos y les
dije que yo no era diabético, y volví a coger el vaso que me ofrecían y me lo llevé a la
boca de nuevo.
En la película, de la que bromeaban estar replicando una escena, uno de los integrantes
del grupo de amigos es diabético, por eso no bebe nunca. De modo que es, porque así
somos de gilipollas en la adolescencia, débil socialmente y, además, todos sospechan o
bromean con la idea de que sea gay. El día de la fiesta de su propio cumpleaños lo
maniatan y le obligan a beber wisky directamente de la botella; a él, que es diabético. Lo
graban con una cámara y le hacen beber sin dejarle apenas respirar. Entra en coma y
muere. Por eso bebí yo. Por eso les dije que no era diabético. Porque con esa sutileza les
estaba diciendo muchas, muchas, cosas.
Tuve la lucidez de responderles que yo no era diabético –como el chaval de la
113
película–. Les respondí con lo único que podía: mi inteligencia. Mi jugada era mostrarles
que incluso borracho era capaz de ser locuaz y mordaz, que ellos serían atléticos y
fuertes, que podrían darme una paliza si querían, pero que mi inteligencia era un bólido
capaz de dejarles boquiabiertos, aunque no lo reconocieran. Lo reconocieron, de hecho.
Con sus gestos, con sus caras de sorpresa, con sus frases escuetas mostraron su absoluta
sorpresa a mi respuesta. Creo que incluso les resultó respetable, porque se fueron.
Bebí porque sabía que no iba a morir. Y ellos no querían matarme. Por supuesto que
no. No tengo la menor duda de que aquello formaba parte de una broma, una broma de
mal gusto, pero una broma. Ahora bien, ocurre que hay bromas que se acaban yendo de
las manos, y ocurre que hay heridasque se hacen en lugares muy profundos y difíciles
de ver desde fuera, pero ahí están y ahí quedan. Y para un chaval de quince o dieciséis
años, vivir una escena como aquella en la que sus compañeros de clase bromean con
total impunidad y despreocupación con la idea de que corras la misma suerte que el
personaje de una película que acaba muerto, es cuando menos desgarrador.
Ni que decir tiene que si hablamos de proteger tu nuevo mundo, mención espacial
requieren las redes sociales. Poco puedo contarte que tú no sepas. Aquí tú me das un
máster a mí. Lo que puedo es recordarte sus peligros y algo que es una obviedad pero
que todos olvidamos –también los adultos–: las redes sociales tienen que ser una
herramienta a tu servicio, no un yugo para ti. Por tanto, si durante un tiempo de tu vida
tienes que renunciar a tener redes sociales, renuncia; porque no hay nada más importante
que tu bienestar emocional. O, al menos, haz una gestión de ellas a tu favor: perfiles
privados, perfiles que nadie pueda encontrar si tú no quieres… Se trata de cerrar esa
puerta a los acosadores. No les pongas las cosas fáciles.
114
11.
115
Esperanza
Un cuento chino narra la historia de un emperador que pidió a los sabios de su corte un
mensaje que sirviera para los momentos de desesperación total, pero tenía que ser un
mensaje corto, sencillo; tenía que caber dentro del nuevo anillo que había mandado
ornamentar.
Ningún sabio daba con el mensaje, todo lo que alumbraban eran grandes tratados que
no cabían en la joya. Cansado de que pasaran las semanas sin que su empresa llegara a
buen puerto, accedió a escuchar a uno de sus siervos que decía tener aquel mensaje.
Aquel criado le dijo que conocía esas palabras que andaba buscando, que a él se las
regaló un sabio que pasó hacía muchos años por palacio, agradecido de sus servicios.
Las escribió en un minúsculo trozo de papel, lo dobló y se lo dio. Una vez que el
emperador comprobó que efectivamente cabía dentro del anillo, se dispuso a desplegar el
papel.
—¡No, Señor! –Interrumpió el siervo.
—¿Qué ocurre? –Obedeció el emperador, temeroso de que se produjera algún tipo de
maleficio.
—El mensaje debe leerlo únicamente cuando se encuentre ante una situación
verdaderamente angustiosa, cuando su vida esté en un callejón sin salida.
Aceptó las indicaciones del anciano y el mensaje permaneció guardado en el anillo
durante años. Hasta que una noche, en una cruenta batalla, el emperador sintió que
perdía su imperio. Llevaban meses en guerra y aquellos que pretendían invadirlo esta vez
parecían ser más y más experimentados. Habían conseguido arrinconarle en el bosque; si
el emperador moría, el imperio quedaría en sus manos. Con el sonido de las tropas
enemigas cada vez más cerca, el emperador sintió que había llegado el momento de abrir
el anillo y leer aquel mensaje que le había regalado el anciano. Desplegó el papel y pudo
leer tres palabras: Esto también pasará.
En una última y desesperada maniobra, se adentró en el bosque y galopó como nunca
antes. Pasadas unas horas, comprobó que se había librado de las tropas enemigas, y no
solo eso, que sus hombres habían conseguido doblegarlas.
116
Tan feliz estaba el emperador de haber ganado la guerra y recuperado sus tierras, que
mandó organizar la mayor fiesta jamás celebrada en el reino. La gente comía y bebía,
bailaba, cantaba y felicitaba al emperador por su proeza. Entonces, el anciano se acercó
al emperador y le dijo:
—Ahora, Señor, también es momento de que lea usted el mensaje.
—¿Ahora? Pero si estoy viviendo un gran momento, estoy feliz y exultante.
—Por eso Señor, para recordar que esto también pasará.
Todo pasa. Lo malo pasa y lo bueno no dura para siempre. En la vida lo único cierto es
el cambio. Saber que nada perdura nos hace disfrutar más de los buenos momentos y
sobrellevar con menos dramatismo los malos.
Todo pasa. Y si bien es cierto que el objetivo de este libro es infundir esperanza,
empoderar, invitar a la lucha y a la búsqueda de la felicidad, no es menos cierto que esa
lucha a la que invito tarda tiempo en dar sus frutos –porque las cosas que se hacen
bien requieren de buenos cimientos, de profundas raíces– y, mientras tanto, ayuda saber
y pensar que también esto pasará.
Pasará para ti, como pasó para mí y hoy tengo una vida plena. Hoy, tengo tantos
amigos que a veces siento que no puedo dedicarles todo el tiempo y la atención que me
gustaría. Tengo trabajo, pareja, familia, una vida social enriquecedora. Viajo, leo,
escribo, voy a conciertos, al cine... Miro al futuro sin miedo, con esperanza y confianza;
y lo más importante, miro al pasado sin dolor.
Vas a aprender mucho de todo esto, vas a llenar tu mochila de recursos muy
valiosos para el resto de tu vida:
• Tendrás una gran capacidad de sacrificio y superación que podrás llevar a todas las
facetas de tu vida.
• Sabrás velar por los más desfavorecidos.
• La humildad será tu compañera de viaje.
• Serás capaz de identificar las injusticias mucho antes que los demás y encontrarás
herramientas para luchar contra ellas.
• Tendrás una gran capacidad de liderazgo porque sabrás lo que necesitan los
excluidos.
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• Sabrás evitar que haya a tu alrededor personas excluidas.
• Entenderás las emociones de aquellos con los que tengas que relacionarte.
• Disfrutarás de la vida y de la amistad con una intensidad absoluta, porque habrás
conocido el lugar en el que no quieres habitar.
• Sabrás manejar tus propias emociones con total maestría, porque esta experiencia te
habrá ayudado a conocerte.
• Distinguirás a la perfección lo que quieres de lo que no, para tu vida. Algo que a
muchos adultos les costará media vida, tú ya lo tienes conquistado.
• No juzgarás alegremente los comportamientos de los demás, porque sabrás que
pueden estar atravesando situaciones complejas.
118
12.
119
Recapitulemos juntos
Hemos llegado al final. Nuestro viaje juntos termina, al menos de momento. Espero,
de todo corazón, que lo que he compartido contigo te sirva, te haya devuelto la esperanza
y sea la receta que te lleve a una vida plena, armoniosa, alegre y confiada. Reitero las
palabras del principio: lo que yo viví habrá valido la pena si he conseguido mostrarte un
camino o una luz hacia la que dirigirte.
A continuación me gustaría que hiciéramos un breve resumen de las cosas más
importantes que hemos ido descubriendo a lo largo del libro. Una suerte de esquema que
puedas utilizar de manera rápida e ilustrativa para ubicarte cuando lo necesites, una
especie de mapa del tesoro que en un solo golpe de vista nos permite recordar cuál es
nuestro objetivo y no perdernos en terrenos pantanosos.
120
121
He de ser sincero, me cuesta despedirme de ti, escribir el último punto. Pero es preciso,
122
ya tienes los ingredientes y la receta, ahora te toca a ti ponerte a cocinar, ponerte a andar.
Te he contado muchas cosas, quizá demasiadas. He compartido contigo algunas de las
reflexiones que a mí me han ayudado a vivir, pero soy consciente de que cada uno de
nosotros solo puede explicar la vida –la nuestra y lo poco que alcanzamos a comprender
de la de los demás– desde el camino que ha recorrido.
Ahora es tu momento. Es el momento de que eches a andar. Y para andar, uno necesita
tres cosas: querer hacerlo, un lugar adonde llegar y una brújula que guíe nuestros pasos.
La tuya, la brújula que ha de guiar tus pasos, la llevas guardada en el corazón. Úsala
cada día, en cada decisión que debas tomar: cuando te sientas perdido, cuando no sepas
hacia dónde encaminar tus intentos, cuando dudes, cuando no sepas si ese es el lugar
adecuado, si es la persona adecuada, si te equivocas tú o se equivocan los demás, si es
correcto lo que vas a hacer, si te hará bien, si te hará daño, si harás daño...
No dejes de preguntarle, porque jamás errarás si vas donde el corazón te lleve.
123
Acerca dela autor
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125
Raúl Rodrigo Rubio es Licenciado en Economía y Censor Jurado de Cuentas.
Compatibiliza su profesión como auditor con la divulgación y la escritura. Desdehace
unos años comparte en centros educativos y foros especializados su experiencia, y
aprendizaje, como víctima de acoso escolar. En sus redes sociales podemos encontrar
emotivos relatos inspirados en la vida real, palabras que invitan al crecimiento personal y
a la conexión con nuestro corazón más sano y poderoso.
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Otros libros
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Adquiera todos nuestros ebooks en 
www.ebooks.edesclee.com
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135
136
Educar en las redes sociales
Programa preventivo PRIRES
José María Avilés
ISBN: 978-84-330-2965-2
www.edesclee.com
El Programa PRIRES es una propuesta de intervención en contextos educativos
que aborda los procesos cognitivos, emocionales, sociales y morales que
conducen las decisiones que los y las adolescentes toman cuando, por ejemplo,
suben una foto a su red social o envían un mensaje en su móvil al chatear con
sus iguales.
A través de 57 sesiones, busca potenciar lo que de positivo tienen las redes
sociales e Internet, la construcción de relaciones saludables y el aprendizaje de
procedimientos para la toma de decisiones acertadas.
No es un programa de capacitación técnica, sino de prevención educativa.
Pretende:
• Proteger los contenidos que afectan a la privacidad
• Fomentar el cuidado de la identidad digital
• Ofrecer pautas y códigos de práctica comunicativa
• Gestionar con empatía las emociones virtuales
• Aplicar el pensamiento consecuencial en contextos online
• Fortalecer la resiliencia mediante la autorregulación
• Usar respuestas constructivas en escenarios virtuales
En definitiva, ofrecer herramientas para la construcción positiva y creativa de
respuestas en la ciberconvivencia, gestionando sus riesgos de forma acertada,
potenciando en las personas las oportunidades que ofrece la Red y estimulando
los posicionamientos de perfil moral que conlleva una ciudadanía digital
responsable.
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139
El convivenciario
Cuentos con valor
Juan Lucas Onieva
ISBN: 978-84-330-2961-4
www.edesclee.com
El Convivenciario. Cuentos con valor, es un diccionario didáctico y lúdico con el
que aprenderemos a convivir mejor, tanto en casa como en la escuela, a través
de 25 valores. Cada uno de ellos va acompañado por un cuento, una ilustración,
una breve definición y cinco actividades.
Durante su lectura o al realizar algunas de sus actividades se recomienda que el
joven lector lo haga en compañía de sus padres, maestros, hermanos o abuelos.
De esta manera, no solo se conocerán mejor sino que podrán ayudarse a
fomentar dichos valores al compartir experiencias, pensamientos y emociones.
Este recurso educativo, de gran utilidad para padres y docentes, pretende que
niños y jóvenes conozcan y pongan en práctica aquellos valores que son
esenciales para mejorar la convivencia, y así aprender a ser personas más
respetuosas, tolerantes y dispuestas a ayudar a los demás.
140
https://www.edesclee.com/colecciones/amae/el-convivenciario
141
142
Prevención del acoso escolar en educación
emocional
Con la obra de teatro Postdata
Rafael Bisquerra
ISBN: 978-84-330-2992-7
www.edesclee.com
Este libro sobre la prevención del acoso escolar (bullying) presenta varias
novedades. Por una parte es un enfoque desde la educación emocional en el
que se proponen actividades para la toma de conciencia del alumnado de la
importancia de atender a estos aspectos y ejercicios de regulación de la ira para
la prevención de la violencia.
Por otra parte, se presenta una obra de teatro de unos veinte minutos de
duración para ensayar en clase de tutoría como estrategia para la prevención
del acoso escolar y de la violencia en general. Esta obra de teatro se acompaña
de una guía didáctica que puede servir de orientación para otras actividades en
el mismo sentido. Además se aportan reflexiones, estrategias, técnicas,
actividades y propuestas para la prevención. También se presentan
instrumentos de evaluación que permitan conocer la situación en los centros
educativos y evaluar cómo puede cambiar a través de la intervención
preventiva.
El conjunto es un material eminentemente práctico, con ejercicios y actividades
que deberían formar parte del desarrollo integral del alumnado de todos los
centros educativos. Estas actividades tienen en la tutoría su espacio ideal, pero
también se pueden incluir en materias como lenguaje, ciencias sociales o
expresión artística.
Relación de autores:
Rafael Bisquerra, Carlos Colau, Pablo Colau, Jordi Collel, Carme Escudé, Núria
Pérez, Rosario Ortega, José Mª Avilés
143
https://www.edesclee.com/tematicas/crecimiento-personal/prevencion-del-acoso-escolar-con-educacion-emocional-con-la-obra-de-teatro-postdata-detail
144
145
Mi diario de las emociones en clase
Juan Lucas Onieva
ISBN: 978-84-330-3040-5
www.edesclee.com
Investigaciones neurológicas recientes han evidenciado que las emociones
juegan un papel crucial en nuestras vidas, y que todo lo que se aprende con
emoción queda grabado para siempre en nuestro cerebro. Por ello, es
fundamental que desde la infancia seamos conscientes de nuestras emociones
para entenderlas, expresarlas y gestionarlas.
Mi diario de las emociones en clase es un nuevo recurso educativo muy práctico
con el que podremos reconocer y expresar nuestras emociones de forma
creativa a través del dibujo, la escritura y el color.
Este manual tiene un total de 187 actividades repartidas en seis emociones
primarias (alegría, ira, miedo, sorpresa, tristeza y asco), dos secundarias (calma
y vergüenza) y el apartado Conócete un poco más. A través de ellas podemos
experimentar, reflexionar y analizar nuestras emociones con libertad,
originalidad y sentido del humor.
146
https://www.edesclee.com/colecciones/aprender-a-ser/mi-diario-de-las-emopciones-en-clase
147
148
El diario de la convivencia en clase
Más de 300 actividades para desarrollar la inteligencia interpersonal e
intrapersonal
Juan Lucas Onieva
ISBN: 978-84-330-2866-2
www.edesclee.com
El Diario de la Convivencia en Clase es un excelente recurso para el
autoconocimiento y la prevención de conflictos entre iguales. Sus más de 300
actividades y juegos están dirigidos a estudiantes de primaria y pueden
realizarse individualmente, por parejas, en pequeños grupos o toda la clase.
Tal y como afirma Ángel Pérez Gómez, es fundamental que en las escuelas se
fomenten cualidades como aprender a vivir, convivir, cooperar o aprender de los
demás con respeto. Este diario quiere poner su granito de arena y se ha
propuesto como objetivo ayudar a los jóvenes a conocerse mejor, a ser más
comunicativos, creativos, sinceros y solidarios. Con su uso frecuente hemos
comprobado que los estudiantes no solo aprenden a compartir sus emociones,
sino también valores como la generosidad, el respeto, la paciencia, la
solidaridad, el agradecimiento y la empatía.
149
https://www.edesclee.com/colecciones/aprender-a-ser/el-diario-de-la-convivencia-en-clase
150
151
La enseñanza basada en el apego
Crear un aula tribal
Louis Cozolino
ISBN: 978-84-330-3031-3
www.edesclee.com
“Si deseas lo mejor para tu hijo o para tus alumnos, ¡debes leer este libro!”.
– Erik Perkowski, California Scholarship Federation.
“Al abordar cuestiones clave en nuestras escuelas y en nuestras aulas, Cozolino
es capaz de informar, de inspirar, de ilustrar y de suscitar modos realistas de
mejorar la educación y de afectar a las vidas de una nueva generación”.
– Sam Crowell, Doctor en Educación
“Lectura obligada para todos los profesores actuales y futuros. Lee este libro y
te sentirás desafiado y transformado, lo que te convertirá en un mejor profesor.
Tómate algo de tiempo para reflexionar sobre las ideas del doctor Cozolino y
desafía tus propias creencias, y te convertirás también en un mejor alumno”.
– David Stevens, Pepperdine University
Los cerebros humanos son sociales, y la capacidad de un alumno para aprender
está influenciada profundamentepor la calidad de su apego a los profesores y a
los compañeros. Las relaciones de apego seguro no solo garantizan nuestro
bienestar general, sino que también optimizan el aprendizaje al mejorar la
motivación, regular la ansiedad y dar lugar a la neuroplasticidad. Este libro
presenta un modelo de apego seguro en el aula, explorando el modo en que la
relación profesor-alumno resulta fundamental para crear clases y comunidades
escolares comprensivas y «tribales».
152
https://www.edesclee.com/colecciones/aprender-a-ser/el-diario-de-la-convivencia-en-clase
153
Director de la colección: Cruz Pérez
La formación del profesorado en educación en valores. Propuesta y materiales,
por Mª Rosa Buxarrais
Educación en valores para una sociedad abierta y plural: Aproximación
conceptual, por Montserrat Payá Sánchez
Programas de educación intercultural, por Mª Auxiliadora Sales Ciges y Rafaela
García López
Jugando con videojuegos: Educación y entretenimiento, por Begoña Gros
(Coord.)
Educar para el futuro: Temas Transversales del currículum, por José Palos
Rodríguez
Individuo, cultura y crisis, por Héctor Salinas
Ciudadanía sin fronteras, por Santiago Sánchez Torrado
El contrato moral del profesorado. Condiciones para una nueva escuela, por
Miquel Martínez
Crecimiento moral y filosofía para niños, por Félix García Moriyón (Ed.)
Educación en derechos humanos: Hacia una perspectiva global, por José Tuvilla
Rayo
Educación para la construcción personal. Un enfoque de autorregulación en la
formación de profesores y alumnos, por Jesús de la Fuente
Diálogos sobre educación moral, por John Wilson y Barbara Cowell
Modelos y medios de comunicación de masas. Propuestas educativas en
educación en valores, por Agustí Corominas i Casals
Educación infantil y valores, por Ester Casals y Otília Defis (Coord.)
El educador como gestor de conflictos, por Marta Burguet Arfelis
Educando en valores a través de “ciencia, tecnología y sociedad”, por Roberto
Méndez Stingl y Àlbar Álvarez Revilla
La escuela de la ciudadanía. Educación, ética y política, por Fernando Bárcena,
Fernando Gil y Gonzalo Jover
El diálogo. Procedimiento para la educación en valores, por Ginés Navarro
Inteligencia moral, por Vicent Gozálvez
Historia de la educación en valores. Volumen I, por Conrad Vilanou, Eulàlia
Collelldemont (Coords.)
La herencia de Aristóteles y Kant en la educación moral, por Ana María Salmerón
Castro
La educación cívico-social en el segundo ciclo de la educación infantil. (Análisis
comparado de las propuestas administrativas y formación del profesorado),
por Fernando Gil Cantero
Aprender a ser personas y a convivir: un programa para secundaria, por Mª
154
Victoria Trianes Torres y Carmen Fernández-Figarés Morales
Educación integral. Una educación holística para el siglo xxi. Tomo I, por Rafael
Yus Ramos
Racismo en tiempos de globalización: una propuesta desde la educación moral,
por Enric Prats
Historia de la educación en valores. Volumen II, por Conrad Vilanou, Eulàlia
Collelldemont (Coords.)
Educar en la sociedad de la información, por Manuel Area Moreira (Coord.)
Educarción para la tolerancia. Programa de prevención de conductas agresivas y
violentas en el aula, por Ángel Latorre Latorre y Encarnación Muñoz Grau
El niño y sus valores. Algunas orientaciones para padres, maestros y
educadores, por Carme Travé i Ferrer
El libro de las virtudes de siempre. Ética para profesores, por Ramiro Marques
Construir los valores. Currículum con aprendizaje cooperativo, por Mª Pilar
Vinuesa
Formación ética básica para docentes de secundaria. Propuestas didácticas, por
Gustavo Schujman
La educación intercultural ante los retos del siglo xxi, por Marta Sabariego Puig
La mediación: un reto para el futuro. Actualización y prospectiva, por Juan José
Sarrado Soldevila y Marta Ferrer Ventura
La convivencia en los centros de secundaria. Estrategias para abordar el
conflicto, por Miquel Martínez Martín y Amèlia Tey Teijón (Coords.)
Mi querida educación en valores. Cartas entre docentes e investigadores, por
Francisco Esteban Bara (Coord.)
Cómo orientar hacia la construcción del proyecto profesional. Autonomía
individual, sistema de valores e identidad laboral de los jóvenes, por María
Luisa Rodríguez Moreno
Jóvenes entre culturas. La construcción de la identidad en contextos
multiculturales, por Mª. Inés Massot Lafon
Estrategias para filosofar en el aula. Relatos breves para la reflexión, por Isabel
Agüera Espejo-Saavedra
La dimensión moral en la educación, por Larry P. Nucci
Excelentes profesionales y comprometidos ciudadanos. Un cambio de mirada
desde la universidad, por Francisco Esteban Bara
La familia, un valor cultural. Tradiciones y educación en valores democráticos,
por María del Pilar Zeledón Ruiz y María Rosa Buxarrais Estrada (Coords.)
Cultura de paz. Fundamentos y claves educativas, por José Tuvilla Rayo
Pantallas, juegos y educación. La alfabetización digital en la escuela, por Begoña
Gros (Coord.)
Conflictos, tutoría y construcción democrática de las normas, por Mª Luz
155
Lorenzo
Mensajes a padres. Los hijos como valor, por Isabel Agüera
Educar con “co-razón”, por José María Toro
¡Quiero chuches! Los 9 hábitos que causan la obesidad infantil, por Isaac Amigo
y José Errasti
Convivir en Paz: La metodología apreciativa. Aproximación a una herramienta
para la transformación creativa de la convivencia en Centros Educativos, por
Salvador Auberbi
La educación ética en la familia, por Rafaela García López, Cruz Pérez Pérez y
Juan Escámez Sánchez
El poder de las palabras. El uso de la PNL para mejorar la comunicación, el
aprendizaje y la conducta, por Terry Mahony
Camino hacia la madurez personal, por Mª Ángeles Almacellas
Enseñar competencias sobre la religión. Hacía un currículo de Religión por
competencias, por Rafael Artacho López
La educación de calle. Trabajo socioeducativo en medio abierto, por Jesús D.
Fernández Solís y Andrés G. Castillo Sanz
El valor pedagógico del humor en la educación social, por Jesús D. Fernández
Solís y Juan García Cerrada
Programa Taldeka para la convivencia escolar, por Luis de la Herrán Gascón
La decisión correcta. El aprendizaje de valores morales en la toma de decisiones,
por Marta López-Jurado Puig
Enseñar a los hijos a convivir. Guía práctica para dinamizar escuelas de padres y
abuelos, por Manuel Segura y Juani Mesa
Ser madre, saberse madre, sentirse madre, por Pepa Horno Goicoechea
Educación para el siglo XXI, por Marta López-Jurado Puig (Coord.)
Educación emocional. Propuestas para educadores y familias, por Rafael
Bisquerra (Coord.)
Conjugar el verbo leer, por Seve Calleja
La responsabilidad por un mundo sostenible, por Pilar Aznar Minguet (Coord.) y
Mª Ángeles Ull Solís
Veintitrés maestros, de corazón. Un salto cuántico en la enseñanza, por Carlos
González Pérez
Practicando la escritura terapéutica. 79 ejercicios, por Reyes Adorna Castro
Prevención del acoso escolar con educación emocional. Con la obra de teatro
Postdata, por Rafael Bisquerra (Coord.)
Familia y Escuela - Escuela y Familia. Guía para que padres y docentes nos
entendamos, por Óscar González
Cinco llaves para educar en el siglo xxi. Aprendizaje, corazón, talento, diálogo y
solidaridad, por Jerónimo García Ugarte - César García-Rincón de Castro
156
Las dificultades de la educación. Orientaciones educativas para el ámbito
familiar, por Ana Balanzá
Cómo amanso a mis fieras. Estrategias para mejorar la convivencia en clase
utilizando la música, por Almudena Ocaña Arias
La empatía es posible. Educación emocional para una sociedad empática, por
Anna Carpena
El diario de la convivencia en clase. Más de 300 actividades para desarrollar la
inteligencia interpersonal e intrapersonal, por Juan Lucas Onieva
Educación en valores para la ciudadanía. Estrategias y técnicas de aprendizaje,
por Cruz Pérez
El maestro atento. Gestión consciente del aula, por Luis López
Programa RETO, Respeto, Empatía y Tolerancia. Actividades de educación
emocional para niños de tres a doce años, por Eva Solaz
Educaren las redes sociales. Programa preventivo PRIRES, por José María Avilés
Una mirada femenina de la educación moral, por María Rosa Buxarrais e Isabel
Vilafranca (Coords.)
¡Juguemos a sentir! Una innovadora pedagogía a través de juegos didácticos de
sensaciones, para desarrollar y armonizar las dos áreas del cerebro del niño: la
que piensa y la que siente, por Carles Bayod Serafini
Escuelas que meditan. Cómo programar mindfulness en los centros educativos,
por Luis López Gonzalez
La enseñanza basada en el apego. Crear un aula tribal, por Louis Cozolino
Alma de profesor, por María Rosa Espot y Jaime Nubiola
Mi diario de las emociones en clase, por Juan Lucas Onieva
Mi receta contra el acoso escolar, por Raúl Rodrigo Rubio
Encuentros con tu propia sabiduría. Semillas de sabiduría para nacer a ti mismo
(su fruto es diferente para cada persona), por Carlos González Pérez
Mastermind. Técnicas para revolucionar el estudio y el aprendizaje, por Federica
Trombetta
La edad invisible. Crianza consciente en la primera infancia, por Joaquín Ortega
Niños felices, alumnos capaces. Ideas de enriquecimiento para alumnos con
Altas Capacidades Intelectuales, por Inmaculada Espinosa Quintana
157
Índice
Portada 2
Créditos 3
Cita 5
1. Presentación 6
2. Normas de convivencia 10
La visión de un adulto 13
¿Predico con el ejemplo? 14
3. Las mañanas frías y oscuras 16
4. Huir también es una opción 24
5. Todos somos responsables 29
Acosado 32
Acosador 33
Cómplices 36
6. Pedir ayuda es cosa de valientes 55
¿Cómo empiezo a quererme? 62
Denuncia 64
Cambios en los patrones de conducta 65
¿Qué puede hacer el docente? 69
El estigma de la terapia psicológica 70
7. Cicatrices 71
8. Afrontar una crisis cuando siento que no puedo más 81
9. Protégete con un escudo de vida 88
Hazte responsable de tu felicidad 93
10. Mi receta secreta 94
No busques un porqué 96
El acosador es una persona herida 97
El acosador te envidia 101
Solo funciona ser uno mismo 104
Constrúyete un mundo fuera de ahí 106
Protege tu nuevo mundo 112
11. Esperanza 115
158
12. Recapitulemos juntos 119
Acerca dela autor 124
Otros libros 127
Educar en las redes sociales 135
El convivenciario 138
Prevención del acoso escolar en educación emocional 141
Mi diario de las emociones en clase 144
El diario de la convivencia en clase 147
La enseñanza basada en el apego 150
Colección Aprender a ser 153
159
	Portada
	Créditos
	Cita
	1. Presentación
	2. Normas de convivencia
	La visión de un adulto
	¿Predico con el ejemplo?
	3. Las mañanas frías y oscuras
	4. Huir también es una opción
	5. Todos somos responsables
	Acosado
	Acosador
	Cómplices
	6. Pedir ayuda es cosa de valientes
	¿Cómo empiezo a quererme?
	Denuncia
	Cambios en los patrones de conducta
	¿Qué puede hacer el docente?
	El estigma de la terapia psicológica
	7. Cicatrices
	8. Afrontar una crisis cuando siento que no puedo más
	9. Protégete con un escudo de vida
	Hazte responsable de tu felicidad
	10. Mi receta secreta
	No busques un porqué
	El acosador es una persona herida
	El acosador te envidia
	Solo funciona ser uno mismo
	Constrúyete un mundo fuera de ahí
	Protege tu nuevo mundo
	11. Esperanza
	12. Recapitulemos juntos
	Acerca dela autor
	Otros libros
	Educar en las redes sociales
	El convivenciario
	Prevención del acoso escolar en educación emocional
	Mi diario de las emociones en clase
	El diario de la convivencia en clase
	La enseñanza basada en el apego
	Colección Aprender a ser