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En un libro magistral, Jorge Guillén proclama que «poema es lenguaje. No nos convencería esta proposición al revés. Si el valor estético es inheren...

En un libro magistral, Jorge Guillén proclama que «poema es lenguaje. No nos convencería esta proposición al revés. Si el valor estético es inherente a todo lenguaje, no siempre el lenguaje se organiza como poema. ¿Qué hará el artista para convertir las palabras de nuestras conversaciones en un material tan propicio y genuino como lo es el hierro o el mármol a su escultor?». He ahí, planteada con toda sencillez, una cuestión verdaderamente ardua. Quizá de ahí deriven casi todos los problemas teóricos: la literatura no posee un medio propio, sino que, como ha subrayado varias veces Francisco Ayala, ha de utilizar un instrumento cotidiano y significativo que tiene, obviamente, otros usos. Esa es la tarea del escritor, tal como la ve Lawrence Durrell: «¡El lenguaje! ¿En qué consiste la ímproba tarea del escritor sino en una lucha por utilizar con la mayor precisión posible un medio expresivo que reconoce como absolutamente fugitivo 0 incierto?». Claro que, para aceptar esto, hay que admitir un concepto del lenguaje literario que rebasa con mucho los esquematismos del léxico o la sintaxis. Habría que hablar de la forma, en un amplio sentido, que constituye y concreta la obra literaria. Los artistas son muy conscientes a su modo, quizá arbitrario y desordenado, de este problema básico. Cuando Hemingway recuerda su aprendizaje de escritor, no nos habla de la elección de un adjetivo hermoso, pero sí afirma: «Cada día seguía trabajando hasta que una cosa tomaba forma, y siempre me interrumpía cuando veía claro lo que tenía que seguir». Si se prefiere una terminología neoescolástica, diremos, con Stanislas Fumet, que la obra literaria es una encarnación, y eso se traduce no sólo en el lenguaje, entendido en el sentido habitual y limitado, sino también en el tono, la perspectiva, los procedimientos que individualizan la expresión de una vivencia (Carlos Bousoño), la vieja o nueva retórica... En la novela contemporánea, por ejemplo, podemos decir que, hoy, no es el tema el problema fundamental que suele plantearse el novelista al comenzar a trabajar. Ni la forma, entendida como puro estilo, lenguaje más o menos culto o popular. Sí lo es la forma en sentido amplio, como principio configurador de toda la obra: tono y planteamiento estructural, de la arquitectura o composición. Y, quizá sobre todo, elección de una perspectiva para narrar, de un punto de vista desde el cual se enfocará el relato. Con la sencillez del gran creador, nos lo dice Marcel Proust: «El estilo, para el escritor lo mismo que para el pintor, no es una cuestión de técnica, sino de visión». Por muy obvia que sea la observación, no debemos prescindir de ella antes de repensarla un poco: la obra literaria —novela, poesía, drama, ensayo...— es la creación de un hombre. Por ser una obra humana, es ambigua, compleja, se presta a diversas y complementarias interpretaciones. Por suerte o por desgracia, no es como un teorema matemático, en el que dos y dos suman siempre cuatro, sin ningún género de dudas. Sin mitificar demasiado al creador, pensemos que, como cualquier hombre, vuelca en su trabajo su experiencia vital, su capacidad y sus limitaciones; sus ideas, sentimientos, inquietudes, frustraciones, afanes, sueños... Además, mediante muy sutiles mediaciones, la obra refleja el ambiente espiritual de la época, algunos de los problemas que entonces se planteaban y de las visiones del mundo que estaban vigentes. Por eso se suele decir que lo característico de la obra maestra literaria es sobrevivir a la ruina de la ideología y de la circunstancia en que nació; es decir, su capacidad de resistir el paso del tiempo, de ser apreciada en épocas y lugares muy alejados del suyo originario. En cuanto creación humana, la literatura es un fenómeno histórico. Eso no es contradictorio con el hecho —que acabamos de ver—de que la obra lograda resista con éxito la erosión producida por la temporalidad. La obra literaria no es una cosa sino un ser vivo. Se ha llegado a decir que la caracteriza esa capacidad que le permite ser otra, modificarse con el paso del tiempo. Según todo esto, la literatura forma parte, en cierta medida, de la historia general del espíritu humano, expresa la visión del mundo de su autor y de su época, roza con la historia de la filosofía y la historia del arte, es un producto sociológico, nos ofrece la cristalización de mitos colectivos... Y todos estos aspectos, desde luego, no los podremos examinar con detalle, pero tampoco será posible desatenderlos por completo. El mismo punto de partida puede servirnos, quizá, para plantear adecuadamente un difícil problema: ¿es racional la literatura? Como obra humana, sólo en parte. Ante todo, la literatura refleja y expresa la quiebra del racionalismo y su sustitución por un vitalismo que, manifestándose en formas diversas, es una de las claves esenciales de nuestro siglo. Recordemos unas pocas frases significativas. Para Ortega, «la razón pura no puede reemplazar a la vida». Unamuno proclama: «No acepto la razón. Me rebelo contra ella. Todo lo vital es irracional». Y D. H. Lawrence: «En cuanto a mí, yo sé que la vida, la vida sola es la clave del universo... Todo lo demás es secundario». Papini ha anunciado el crepúsculo de los filósofos, para acabar declarando con suficiencia: «Licencio la razón». Y Julio Cortázar, por medio de un personaje que le sirve de portavoz: «No cree Persio que lo que esté sucediendo sea racionalizable; no lo cree así». Téngase en cuenta que el vitalismo de todas estas frases no es ingenuo y elemental, sino que proceden de grandes intelectuales: ellos son los que pueden sentir con más profundidad ese ideal. Todo esto —como he señalado muchas veces— se refleja profundamente en la literatura contemporánea. No sólo en las ideas que expone, sino en sí misma. El mundo aparece en ella, con frecuencia, como algo esencialmente inquietante, inestable, en peligro. La novela, por ejemplo, nos suele dar un enigma, en vez de una lección completa. Hay en ella desorden, complejidad, caos; igual que en la conciencia de sus personajes. Muchos escritores de nuestro siglo sienten que una realidad oscura, contradictoria, exige también ser expresada de una forma oscura y desconcertante. De ahí la dificultad que muchas obras de nuestro siglo presentan para el lector medio. De ahí, también, el interés que, lógicamente, tiene para nosotros la literatura de nuestro tiempo: por los nuevos senderos que explora y porque estas búsquedas no son gratuitas, sino que van unidas a los más hondos problemas del hombre de nuestro tiempo. En el fenómeno humano de la creación literaria —del trabajo creador, en general— se conjugan elementos racionales, fácilmente explicables, con otros irracionales, misteriosos, que hunden sus raíces en el subconsciente y resulta muy difícil aclarar. Por eso repite Mario Vargas Llosa que él escribe relatos para librarse de sus «demonios», y gracias a ellos. Naturalmente, la proporción en que se combinan los dos tipos de elementos varía según los casos concretos: cada autor, cada obra. No es infrecuente el caso de un escritor notable que, personalmente, resulta mucho menos interesante que sus libros; y que, desde luego, es perfectamente incapaz de explicar lo que ha hecho o intentado hacer en su labor creadora. (Exactamente lo mismo sucede con muchos músicos o artistas plásticos.) Pero incluso los creadores más conscientes, los que son también profesores o grandes críticos, reconocen con facilidad que su creación sólo en parte obedece a estímulos racionales. Por eso no tiene nada de raro un fenómeno que suele desconcertar a algunos lectores ingenuos: un crítico literario puede «explicar» o describir una obra mejor que su propio autor. Pero no es capaz de crearla, claro. El crítico tiene la obligación profesional de «comprender» y dispone de un lenguaje adecuado para hacer explícito lo que está en la obra. Incluso puede darse el caso —así lo he comprobado, en la realidad— de que un crítico ilumine al propio autor sobre su obra, porque ésta fue realizada, en gran medida, de un modo intuitivo, irracional; y el crítico, si es certero, puede iluminarla —no sustituirla, claro— de un modo más racional. Por último, esta ambivalencia razón—sinrazón de la creación est

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Introduccion_a_la_literatura_Andres_Amor
140 pag.

Literatura Avancemos Universidad De IbagueAvancemos Universidad De Ibague

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