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El cuerpo es una mercancía, un objeto de consumo y, como tal, debe resignificarse constantemente para embellecerlo, adelgazarlo, fortalecerlo, hace...

El cuerpo es una mercancía, un objeto de consumo y, como tal, debe resignificarse constantemente para embellecerlo, adelgazarlo, fortalecerlo, hacerlo crecer o disminuir (Rivera-Márquez, et al., 2013). En el capitalismo actual el consumo se estimula mediante el establecimiento de una obligatoriedad del goce. Se obliga a las personas a gozar o para decirlo en términos negativos, hay un mandato que castiga a quienes no gozan lo suficiente y el goce se hace a través del cuerpo, particularmente a través del consumo de mercancías y servicios para el cuerpo. De esta forma, el cuerpo se ha convertido en un objeto de salvación, haciendo de la retórica del cuerpo, dirigida por una moral de consumo, el reemplazo de la retórica del alma. Hay un imperativo de goce que se le impone al sujeto, se le obliga a gozar, y como el goce se da a través del consumo, se sobreestima el hedonismo que acompaña las prácticas de consumo siguiendo a un juego de signos. El cuerpo es manipulado al máximo para lograr este goce siempre inacabado, dando paso a un consumo creciente –hiperconsumo– de mercancías para satisfacer tales fines. De esta forma las dietas, que tienen un origen disciplinario, se resignifican como el precio que hay que pagar para conseguir el goce. El cuerpo es la investidura individual y social; es la imagen y la apariencia sobre las que con mucha frecuencia los sujetos disponen de un estrecho margen de maniobra para transformarlo, según las normas sociales vigentes. Los significados del cuerpo se construyen a partir del uso que se hace de él, de sus gestos y movimientos, de su ubicación socioterritorial, de sus interrelaciones con otros cuerpos y objetos de consumo. El cuerpo, su forma y apariencia, así como también los usos que a éste se le dan, constituyen un capital simbólico que los sujetos pueden emplear estratégicamente para dar información sobre sí mismos a los otros (Bourdieu, 1991; Bourdieu, 1993). En consecuencia, el cuerpo adquiere valor la vía de presentación social por excelencia. El sujeto cuida lo que quiere que los otros vean de sí mismo a través de una socialidad basada en la seducción; es decir, en la mirada de los demás (Lipovetsky, 2000), quienes lo juzgan y clasifican socialmente a partir de su cuerpo y también de su alimentación. Se aspira, entonces, a manipular el cuerpo porque de él se extraen beneficios sociales; el sujeto pretende autocontrolarse, opera tecnologías sobre sí mismo, sobre su cuerpo y sus prácticas corporales, así como sobre su alimentación, para ajustarse a los requerimientos de la lucha social simbólica. Asume que las decisiones sobre su cuerpo y alimentación son libres aunque estén mediadas por el “juego social” y, primordialmente, por las leyes del mercado. Sin embargo, no necesariamente llega a tal control y, por tanto, le genera frustración, le deprime, lo aísla, lo insatisface aún más y lo impulsa con mayor fuerza a consumir de forma creciente. El hiperconsumo, siempre acompañado de una invasión publicitaria, renueva continuamente los signos de la apariencia corporal y las prácticas alimentarias, pero de igual forma el sujeto cree que es él en su libertad quien decide qué hacer con su cuerpo o que prácticas alimentarias realizar, cuando ya están significadas de antemano por el marketing. Ha interiorizado el discurso y los mensajes aunque no cuente con las capacidades o insumos para cumplir con las exigencias sociales y las imposiciones del mercado. Los significados del cuerpo y la alimentación ligados al estatus y al ascenso social son aprovechados como motor del consumo (Baudrillard, 1974). Consumir mercancías para transformar al cuerpo se acompaña de signos de “realización” o “pretensión”; se asocia con la “trayectoria social”. En este contexto, el volumen y la figura del cuerpo, así como la compra, preparación y consumo de alimentos, hacen referencia al estatus o a la posición social de su portador. Los significados que los adolescentes asignan y reproducen en torno a sus cuerpos y comportamientos alimentarios sintetizan una compleja red de aspectos no modernos, con modernos y posmodernos. Este híbrido simbólico es resultado de la desestructuración cultural de los sistemas normativos y de los controles sociales que regían tanto las prácticas como las representaciones tradicionales relacionadas con el cuerpo y la alimentación (Contreras, et al., 2005; García, 2012). En las sociedades no modernas, donde la persona se subordinaba al colectivo, el cuerpo no se escindía ni del grupo, ni del hombre, ni de la misma naturaleza (Le Breton, 2002). El hambre era relativamente común, por lo que ante periodos alternativos de abundancia y escasez la glotonería era socialmente aceptada. Poseer un cuerpo robusto o tener cierto grado de adiposidad era, por tanto, señal de belleza y prestigio (Contreras, 2002). En cambio, las sociedades modernas dieron paso a la ideología del individuo libre, autónomo y semejante a los demás; aseguraron desde el discurso la hegemonía del capitalismo y su instauración con una economía libre fundada en el mercado y el empresario independiente. Se debilitaron así los lazos entre los sujetos y fue ganando terreno la vida privada en detrimento de la pública. La asociación entre gordura, salud y prosperidad, propia de las culturas no modernas, empezó a perder importancia en los albores del siglo XX como consecuencia de la disciplina de la acción médica y de las compañías de seguros. Los actuarios definieron estándares de peso y salud, los médicos dictaminaron que la obesidad era un riesgo para la salud y las compañías de seguros usaron el peso como indicador de riesgo (Contreras, 2002). Así, la delgadez es presentada como atractiva, se asocia con éxito, poder y otros atributos altamente valorados, mientras que la adiposidad se considera física y moralmente insana, obscena, propia de perezosos y glotones (Toro, 1996; Rivera-Márquez, et al., 2013). La cultura ha cambiado a la obesidad pero pareciera que la obesidad también ha cambiado a la cultura. Tradicionalmente, la obesidad no se consideraba una enfermedad, sino más bien una condición predisponente para el desarrollo de otros padecimientos, por ello no se le registraba como diagnóstico. Sin embargo, la tendencia actual es reconocerla como una enfermedad crónica que constituye un importante problema de salud pública a escala mundial. La obesidad ha entrado en el ámbito de acción de la medicina y ha tendido hacia su medicalización (Marcos-Daccarett et al., 2007). Se difunde la idea de que la grasa corporal es anormal, lo que cambia las formas en las que los sujetos se relacionan con su propio cuerpo y con el de los demás. La humanidad es testigo de una transición desde una sociedad disciplinaria hacia una sociedad del control; de un capitalismo duro a otro liviano y flexible. La vigilancia de los cuerpos con la finalidad de hacerlos cada vez más útiles y más dóciles, y con ello engranarlos al sistema productivo, ha sido reemplazada por un control de la subjetividad en individuos cada vez más narcisistas e hiperconsumidores. Los nuevos dispositivos de poder sobre los cuerpos y sus prácticas alimentarias, son fluidos y des

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Libro_salud_colectiva_2018 (1)
238 pag.

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