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su abuela mejoría de la muerte, planeaba amenazadora en su imaginación sobre cualquiera de los convalecientes. Sofía abre los ojos pero no intenta ...

su abuela mejoría de la muerte, planeaba amenazadora en su imaginación sobre cualquiera de los convalecientes. Sofía abre los ojos pero no intenta levantarse. ¿Y si esto no es sólo una gripe? ¿y si va a morir y no se lo han dicho? Lo niega con la cabeza, y se arrepiente del gesto; el mareo se le agudiza. Sergio está en su habitación. Su pensamiento y sentidos, como casi siempre, los atrapa un libro. Descubrió muy pronto que las formas alineadas en las hojas de los libros contaban historias. Y a lo mejor por eso aprendió a leer tan pronto. Durante mucho tiempo deseó ser como los niños de los libros que leía. Pero él nunca había tenido misterios que resolver, nada que explorar; en su ciudad nunca habían existido brujos, ni minas abandonadas, ni viejos faros perdidos en la soledad de una isla; nunca había tenido perro; ni siquiera había aprendido a montar en bicicleta. Pese a todo, aquellos niños de libro, en apariencia tan distintos a él, habían sido sus amigos. Ahora todos ellos reposan ordenados y olvidados en la estantería de la habitación. Había pasado tiempo desde sus últimos juegos juntos, pero le habían legado la incontenible costumbre, o el incontrolable vicio, de devorar casi cualquier libro. La señorita Ángela recuerda a sus alumnos que es el día de la vacuna. Quién iba a olvidarlo. Aurora, Sergio y sobre todo Sofía no han podido pensar otra cosa desde el desayuno. Lo más adecuado para un día como éste habría sido una despreocupada actividad de plastilina, sin embargo las tijeras de punta cuadrada deben recortar cada curva de una espiral complicada. Las manos de Sofía tiritan. Intenta respetar las gruesas líneas negras, pero sus temblonas tijeras las ignoran. Mira alrededor, los demás niños no tardarán en terminar. Aspira con profundidad, y percibe el aroma de colonia infantil inundando la clase. Busca a la madre Margarita. Otra vez, no está. Nada podrá evitar que la señorita Ángela se acerque a su mesa. Quiere recortar más aprisa pero los catastróficos resultados la obligan a parar. Una vez más volverá a ser la última. Aunque no mira, sabe que se acerca. —Como siempre hemos estado perdiendo el tiempo ¿no? Sofía ni siquiera se atreve a levantar la cabeza. La señorita Ángela arrebata el papel a su alumna. —Esto está mal recortado. No te puedes salir de la línea. ¿Entiendes? Esto está mal, muy mal. Algunos niños comienzan a reír. Sofía siente un extraño calor en las orejas, en el rostro. Sergio y Aurora la miran. Sofía se ha vuelto de color rojo. No tienen idea de qué le ocurre. Sergio se imagina a sí mismo mordiendo a la fea señorita Ángela. Sofía entierra la mirada en una esquina de la mesa. Una caricia fría la ampara de pronto. La madre Margarita ha llegado. A Sofía se le escapan lágrimas enormes sin que pueda hacer nada por evitarlo. —Y ahora la señorita se pone a llorar. No se llora por todo. —Yo me ocupo de ella —la monja se ha hecho con la espiral fatídica. Entre lágrimas observa a la madre Margarita: Es muy buena y muy guapa. Aurora y Sergio, más tranquilos, comprueban que su amiga vuelve a ser de color normal. Cuando los colocan en fila, saben que el momento ha llegado. Caminan por el pasillo. La puerta de la enfermería se abre. Una enfermera gigante sin sonrisa los observa por encima de las gafas. —Que entre el primero. Sergio se esfuerza por imaginar el caramelo prometido que obtendrá quien no llore. Pero con la proximidad de la aguja ni siquiera un caramelo de limón le parece recompensa suficiente. Cuando le llega el turno no puede evitarlo. Se desprende de las manos que lo sujetan, se tira al suelo y comienza a girar vertiginosamente repartiendo gritos y patadas a su más cercano alrededor. —¡Vamos Sergio! ¡cálmate! Si no duele —exclama sin resultados la madre Margarita. —¡Si no te callas inmediatamente no tendrás caramelo! —aúlla la señorita Ángela. A excepción de sus padres pocas personas se aventuran a poner fin a las escenas de Sergio introduciéndose valientemente en el enrabietado círculo a su alrededor. Como no está en casa, le sorprende verse recogido del suelo e inmovilizado. Comienzan a hacerle daño. La señorita Ángela lo deposita junto a la enfermera, y sin que pueda impedirlo le remangan el jersey. Ve la aguja acercándose a él. La garganta le escuece. Aún así vuelve a gritar. —¡Mamá! ¡Mami! Pero Mamá no está allí. En clase la señorita Ángela le mira. —Para ti no hay caramelo —le entrega este comentario en sustitución del dulce. Aurora mira otra vez la foto. A su lado, Sergio está triste. Recuerda que minutos después de esa fotografía se había sabido que estaba malo. La vacuna además de un disgusto le había dado reacción. En la caja grande seguramente había una foto para cada día de sus vidas. El abuelo Hugo había sentido la necesidad de inmortalizar todo; de atrapar momentos y forzarlos a ser inolvidables. Coge otra foto. Es ella. Pero no la recuerda. No identifica ni el día en que se la hicieron ni el momento que contiene. De pronto piensa en Sofía. Su amiga odia las fotografías. Sobre todo las extraviadas, las que no tienen historia, las que no se recuerdan. Según Sofía, esas fotos son las que mejor sirven para ver a través de ellas un poco del futuro. Y a Sofía no le gusta pensar en el futuro; lo imagina repleto de catástrofes. Sofía tiene demasiadas ideas raras. Aurora hunde la foto en lo más profundo de la caja. A lo mejor tampoco a ella le gustan ese tipo de fotografías. El aire estrella gotas de agua contra el cristal. Recuerda la ropa tendida en el patio, y se encamina a recogerla. Julio escucha el movimiento gruñón de las cuerdas de la ropa. Se dirige a la ventana y aparta la cortina. Su hermana le sonríe. Él iza la cabeza como respuesta. Por lo general la lluvia hace más fácil estudiar. Hoy sin embargo nada parece capaz de simplificarlo… Sofía abre los ojos. Es evidente que cada vez se encuentra peor. Vuelve a pensar que no es gripe lo que tiene. Puede ser un virus; uno nuevo y apuesta a que mortal. Una tos en la otra habitación interrumpe sus pensamientos. Inmóvil espía nuevos ruidos. No llegan. Se incorpora, y olvidando el estallido en su cabeza grita llamando a su madre. —¿Qué pasa? —Vete a ver a Rober; me ha parecido oírle. Roberto sonríe en su cuna. Levanta unos brazos regordetes, y parece pedir que lo cojan. Cuando alcanza la altura suficiente atrapa con fuerza un mechón de su madre. Sofía desde la otra habitación la escucha exagerando el tono de voz como suele hacer en sus conversaciones con el bebé. Se tranquiliza. No se ha ahogado. Rober está bien. No tenía que haber leído ese dichoso artículo sobre la muerte súbita de los bebés. La señorita Ángela llama la atención de su clase. Hay que devolver los juguetes a las estanterías; toca cambio de actividad. Sofía, Sergio y Aurora una vez más miran el inalcanzable rompecabezas de los Siete Enanos. Solo unos pocos; los elegidos, los predilectos de la señorita Ángela pueden tocarlo. Los más avispados del resto tienen la impresión de no ser suficientemente buenos para el juguete. En ocasiones surgen pequeños brotes de rebeldía. Pero estos aislados motines son fácilmente sofocados por la profesora. Colocan el papel sobre la esponja. Hay que recortar el dibujo de un cuadrado con el punzón de plástico. Sofía sonríe. Es fácil. Se rodea la figura de diminutas perforaciones, y casi se desprende sola. Opina que todo debería recortarse de este modo estupendo. Otro grupo de niños se emplea a fondo en sus dibujos. Aurora introduce el dedo en el bote de pintura, y lo presiona sobre la hoja llenándola de irregulares manchas del tamaño de su índice. No duda en limpiarse al babi. Sumerge la mano en otro color. Aurora deja las fotos y se acerca a la ventana. En la caja sonríe de pequeña sin preocuparle la enorme mancha mult

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107 pag.

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