Sofía está poseída. Le ocurre a veces. Ha gritado a su madre, y gritará a cualquiera que desafiando a la gripe entre en su habitación. La muerte violenta del desafortunado insecto no la ha afectado; y siente que después de haberle formulado una pregunta trascendental lo menos que puede hacer es apenarse, aunque sólo sea un poco. En lugar de ello sólo piensa que el aplastamiento debe de ser la peor muerte del mundo. Está poseída; el mal humor se ha apropiado de su estado de ánimo. Por eso ha gritado y volverá a hacerlo en cuanto se presente una nueva ocasión; por eso el más pequeño comentario conseguirá enfurecerla sin dificultad. Sabe que este mal humor, esta vez, es suyo. Hay ocasiones en que no es de nadie. Llega, invade una casa, y sus habitantes comienzan a despedazarse verbalmente sin saber ninguno a qué se debe ese tan malo humor. Pero esta vez es suyo. Ella lo ha criado y alimentado glotonamente con toda la suerte de pensamientos oscuros que se agitan en su cabeza. Al menos, sin nadie en el cuarto no podrá contagiarlo. Se levanta intentado evitar que el movimiento afecte a su cabeza y a través de ella a todo el cuarto. Con el cuello estáticamente escayolado por la férrea decisión de no moverlo, camina despacio hasta el reproductor de música. Necesita derramar un poco de música en su interior. Sólo la música tiene alguna posibilidad de ayudarla; de devolver la amabilidad a sus contestaciones; de reducir su aburrimiento; de diluir esa pegajosa hartura en la que, otra vez esta tarde, se ha vuelto a enterrar junto a su familia, su habitación, la casa, y su todavía demasiado simplificada vida. Con la misma lentitud alcanza de nuevo la cama. Apoya la espalda en la almohada, y apresuradamente fija su mirada en la mesa para frenar un leve movimiento que empieza a alterar la habitación. Cuando suenan los primeros compases piensa que debía haber prestado atención a la música que escogía. Esta canción no es una elección acertada.