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ardines, blancas gargantas, mejillas sonrosadas, he aquí lo que nos procura el sabio. El Emperador. No me he convencido más de lo que lo estaba ant...

ardines, blancas gargantas, mejillas sonrosadas, he aquí lo que nos procura el sabio. El Emperador. No me he convencido más de lo que lo estaba antes. Murmullos. ¿Qué importa? Si todo es farsa, charlatanismo, alquimia. Y aun cuando por semejantes medios se nos procurarse algo, sería en perjuicio nuestro. Mefistófeles. ¡Así son todos! Se asombran y se niegan a creer en el nuevo descubrimiento. Apostemos ahora a que pronto van a empezar a gritar contra el brujo desde que sientan comezón en los pies o empiecen los tropiezos. Todos vosotros sentís la ebullición secreta de la naturaleza eternamente activa, y que la vida serpentea hacia el sol desde el fondo de las profundidades subterráneas; así que, cuando experimentéis cierta inquietud en todos vuestros miembros, cuando no podáis teneros en pie sin tambalearos, cavad resueltamente y hallaréis oculto mi tesoro. Murmullos. Tengo los pies de plomo. Siento calambres en los brazos. Sufro un ataque de gota. Mi pulgar se crispa. A tales señales, debemos cavar la tierra que pisamos, sin duda riquísima en tesoros. El Emperador. ¡Manos a la obra!... No te queda ya subterfugio alguno, pruébanos tus vanas palabras y enséñanos esas ricas minas. Estoy pronto a deponer mi cetro y mi espada y a ser el primero en empezar la obra por mis reales manos o a mandarte al infierno caso de que nos engañes. Mefistófeles. No creo que nadie tuviese que indicarme el camino, pero no puedo menos que repetiros que hay tesoros ocultos en todas partes. El labrador que abre un surco, remueve con el terrón un jarro lleno de oro y ve llenas de oro aquellas manos que la necesidad había endurecido. No hay cueva, abismo ni cantera, aunque confinen con los mundos subterráneos, donde no penetre el que siente el instinto del oro. En grandes cuevas perfectamente guardadas ve dispuesta una vajilla en el mayor orden, sin que falten antiguas copas guarnecidas de rubíes. El Emperador. Vamos, pues; empuja tu arado y haz de suerte que brille a la luz ese oro oculto en las tinieblas. Mefistófeles. Toma el azadón y la pala y empieza tú mismo a cavar, pues el trabajo del labrador te ennoblecerá y veras salir del seno de la tierra una manada de becerros de oro. Entonces podréis sin vacilar adornaros, tú y la mujer que adoras, porque una brillante diadema da realce a la belleza. El Emperador. ¡Comencemos a trabajar! ¿Cuánto va a durar? El Astrólogo. Señor, modera tus ardientes deseos. Es mejor que deliberemos antes con calma. Hagámonos dignos de una parte por alcanzar el todo. El Emperador. Pues bien, pasemos en la alegría el tiempo que nos queda hasta que llegue el miércoles de ceniza. Entre tanto, celebraremos aún más alegremente que hasta aquí el fogoso carnaval. (Suenan clarines.) Jardín. Sol de la mañana. El Emperador y su Corte, hombres y mujeres, Fausto, Mefistófeles vestido decentemente según el gusto de la época; ambos se arrodillan. Fausto. ¿Perdonas, señor, el incendio de carnaval? El Emperador, (indicándoles que se levanten.) Mucho me gustan las bromas de este genero. Por un momento me vi en medio de una esfera ardiente y casi me creí ser Plutón. Un abismo de tinieblas y carbón se inflamó de pronto y sólo vi ya desde entonces en los abismos millares de raras llamas que se unían formando una bóveda, y cuyas puntas destruían una sublime cúpula siempre en pie y siempre desmoronándose. A través de las columnas de fuego veía agitarse a lo lejos numerosos pueblos, que daban vuelta rindiéndome el homenaje que me han impuesto siempre. Conocí a más de uno de mi corte y me parecía rey de las salamandras. Mefistófeles. Y en efecto lo eres, señor, puesto que cada elemento reconoce tu omnipotencia. Acabas de experimentar que la llama es tu esclava; arrójate ahora al mar donde bramen sus olas con más furor, y apenas habrás puesto el pie en su suelo sembrado de perlas, verás formarse en torno tuyo un círculo espléndido. Verás hincharse olas verdes, ágiles y cubiertas de rojiza espuma que con vistosos juegos embellecerán tu morada. A cada uno de tus pasos brotará un palacio. Los monstruos marinos se agrupan para presenciar aquel espectáculo tan nuevo como hermoso; ya empiezan a aparecer dragones de escamas de oro, y muge el tiburón, mientras tú te ríes de él en sus hocicos. Cualquiera que sea el espectáculo que ofrezca tu corte, nunca habrás contemplado una multitud igual. Tampoco faltarán en cambio rostros agradables; las Nereidas curiosas se acercarán al magnífico palacio situado en el seno de la eterna frescura; las más jóvenes de entre ellas son tímidas y lascivas como los peces. El Emperador. ¿Qué feliz fortuna la que trae aquí sin transición de las Mil y una Noches? Si te pareces en la abundancia a Scheherazada te prometo que el mundo uniforme me sea insoportable, como sucede muchas veces. El Mariscal, (se adelanta precipitadamente.) Gracioso soberano, nunca habría creído poder darte en mi vida tan fausta noticia como la que me transporta de alegría en tu presencia: la deuda está liquidada, hemos dejado de ser víctimas de los usureros y heme aquí libre de los tormentos del infierno. El Gran Maestre del Ejército, (se presenta a su vez.) Todos los soldados han sido pagados puntualmente; se reengancha el ejército entero. El Emperador. ¡Cómo desaparece el ceño que surcaba vuestra frente! ¿De qué procede la precipitación con que obráis? El Tesorero. Preguntad a los que han dado cumplimiento a la empresa. Fausto. Es el canciller quien debe explicar este asunto. El Canciller, (adelantándose a paso lento.) ¡Qué dicha en mis últimos años! Al menos podré morir satisfecho. Prestadme atento oído y mirad la gran página del destino que acaba de convertir en mal el bien. (Lee). “Se participa al que desee saberlo, que vale ese papel mil coronas; se ha dado en garantía un gran número de bienes que habían desaparecido del imperio. Han sido adoptadas todas las medidas para que el rico tesoro, una vez reconquistado, sirva para la extinción del crédito.” El Emperador. Adivino hay aquí algún delito, algún monstruoso engaño. ¿Quién ha falsificado mi firma imperial? ¿Ha podido quedar impune tan grande crimen? El Tesorero. Tú mismo lo has firmado esta noche; el canciller y yo te hemos hablado en estos términos: “Consagra en el placer de esta fiesta al bienestar del pueblo algún rasgo de tu pluma”, y lo has hecho claramente. Luego miles de operarios los han reproducido instantáneamente a millares, a fin de que el beneficio fuese desde luego provechoso a todos, hemos timbrado en seguida documentos de toda clase de diez, de treinta, de cincuenta y de ciento. No podéis figuraros lo beneficioso que es para el pueblo; ved si no vuestra ciudad, poco ha desolada y en brazos de la muerte, cómo recobra la vida y se estremece de placer. Hace mucho tiempo labra tu nombre la dicha del mundo, pero nunca había pronunciado con tanto amor como ahora. El Emperador. ¿Reconocen mis súbditos en ello el valor del oro puro? ¿El ejército y la corte aceptan que se dé por paga? En este caso permitiré su circulación. El Mariscal. Imposible sería detener el papel en su vuelo, pues tiene la velocidad del rayo. La tienda de los cambistas está abierta de par en par y se cambia el documento en oro o en plata mediante alguna rebaja, encaminándose todos desde allí al mercado, a las panaderías y a las fondas. La gente no piensa más que en festines, se pavonea con vestidos nuevos, y el tendedero corta y el sastre cose. El vino corre a torrentes en las tabernas a los gritos de: ¡Viva el emperador! Y las ollas humean, y los asadores dan vueltas, y los platos resuenan. Mefistófeles. No habrá ya necesidad de cargarse de bolsas y de sacos, porque una pequeña hoja de papel se lleva fácilmente en el pecho y hasta puede juntarse con las cartas de amor. El sacerdote la lleva piadosamente en su breviario y el soldado, para que

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Fausto de J. W. Goethe
131 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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