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ANALISIS INSTITUCIONAL 2 (UNIDAD1) - Roberta Blanco Muñoz

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La Bisagra
UNIVERSIDAD NACIONAL DE CORDOBA
FACULTAD DE CIENCIAS DE LA COMUNICACION
Centro de Estudiantes FCC
@cecc_fcc @arcillalabisagra
@ArcillaBisagra
ANALISIS INSTITUCIONAL
CARIM
Texto tecleado
ii
CARIM
Texto tecleado
unidad 1
CARIM
Texto tecleado
eje temático 1
Otra forma de demostrar esta proposición. Conjetura sobre el carácter esencial de la moralidad 
que se induce de las clasificaciones precedentes. La moral es el conjunto de las condiciones de la 
solidaridad social. La división del trabajo presenta ese criterio. . .. 
 
II. La división del trabajo no disminuye la personalidad individual: 1.° ¿Por qué ha de ser 
conforme a la lógica de nuestra naturaleza el desenvolvernos superficialmente y no en el sentido 
de la profundidad? 2.° Es más, la personalidad individual no progresa sino bajo la influencia de 
las causas que determinan la división del trabajo. 
 
El ideal de la fraternidad humana no puede realizarse como la división del trabajo no progrese al 
mismo tiempo. Hállase, pues, ligada a toda nuestra vida moral.............................. 
 
III. Pero la división del trabajo no da origen a la solidaridad como no produzca, al mismo tiempo, 
un derecho y una moral. Error de los economistas en este punto. Carácter de esta moral: más 
humana, menos transcendente. Más justicia. Consideraciones sobre la crisis actual de la 
moral.............................. 
 
 
 
 
PREFACIO DE LA SEGUNDA EDICIÓN 
 
 
Algunas observaciones sobre las agrupaciones profesionales. 
 
Al editar de nuevo esta obra nos hemos prohibido modificar su primera economía. Un 
libro tiene una individualidad que debe conservar. Es conveniente dejarle la fisonomía 
bajo la cual se ha dado a conocer (1). 
 
Pero existe una idea que ha permanecido en la penumbra desde la primera edición y que 
nos parece útil desenvolver y determinar más, pues aclarará ciertas partes del presente 
trabajo e incluso de aquellos que después hemos publicado (2). Se trata del papel que las 
agrupaciones profesionales están destinadas a llenar en la organización social de los 
pueblos contemporáneos. Si en un principio nos habíamos limitado a aludir al problema 
sin tratarlo a fondo (3), es porque contábamos volver a abordarlo y dedicarle un estudio 
especial. Como han sobrevenido otras ocupaciones que nos han desviado de este 
proyecto, y como no vemos cuándo nos será posible continuarle, queríamos 
aprovecharnos de esta segunda edición para mostrar hasta qué punto esa cuestión se liga a 
la materia tratada en la obra que sigue, para indicar en qué términos se plantea, y, sobre 
todo, para procurar alejar las razones que impiden todavía a muchos espíritus comprender 
bien su urgencia y su alcance. Tal será el objeto del nuevo prefacio. 
 
 
I 
 
Varias veces insistimos en el curso de este libro sobre el estado de falta de regulación 
(anomia) jurídica y moral en que se encuentra actualmente la vida económica (4). En este 
orden de funciones, en efecto, la moral profesional no existe verdaderamente sino en 
estado rudimentario. Hay una moral profesional del abogado y del magistrado, del 
soldado y del profesor, del médico y del sacerdote, etc. Pero si se intenta fijar en un 
lenguaje un poco definido las ideas reinantes sobre lo que deben ser las relaciones del 
patrono con el empleado, del obrero con el jefe de empresa, de los industriales en 
competencia unos con otros o con el público, ¡qué fórmulas más vagas se obtendrían! 
Algunas generalidades sin precisión sobre la fidelidad y abnegación que los asalariados 
de todas clases deben hacia aquellos que los emplean, sobre la moderación con que estos 
últimos deben usar de su preponderancia económica, una cierta reprobación por toda 
concurrencia muy manifiestamente desleal, por toda explotación excesiva del 
consumidor; he aquí, sobre poco más o menos, todo lo que contiene la conciencia moral 
de esas profesiones. Además, la mayor parte de esas prescripciones están desprovistas de 
todo carácter jurídico; sólo la opinión las sanciona y no la ley, y sabido es hasta qué punto 
la opinión se muestra indulgente por la manera como se cumplen esas vagas obligaciones. 
Los actos más censurables son con tanta frecuencia absueltos por el éxito, que el limite 
entre lo que está permitido y lo que está prohibido, de lo que es justo y de lo que no lo es, 
no tiene nada de fijo, sino que casi parece poder variarse arbitrariamente por los 
individuos. Una moral tan imprecisa y tan inconsistente no debería constituir una 
disciplina. Resulta de ello que toda esta esfera de la vida colectiva está, en gran parte, 
sustraída a la acción moderadora de la regla. 
 
A este estado de anomia deben atribuirse, como luego mostraremos, los conflictos que 
renacen sin cesar y los desórdenes de todas clases cuyo triste espectáculo nos da el mundo 
económico. Pues como nada contiene a las fuerzas en presencia y no se les asignan 
límites que estén obligados a respetar, tienden a desenvolverse sin limitación y vienen a 
chocar unas con otras para rechazarse y reducirse mutuamente. Sin duda que las de mayor 
intensidad llegan a aplastar a las más débiles, o a subordinarlas. Pero, aun cuando el 
vencido pueda resignarse durante algún tiempo a una subordinación que está obligado a 
sufrir, no consiente en ella y, por tanto, no puede constituir un equilibrio estable (5). Las 
treguas impuestas por la violencia siempre son provisorias y no pacifican a los espíritus. 
Las pasiones humanas no se contienen sino ante un poder moral que respeten. Si falta 
toda autoridad de este género, la ley del más fuerte es la que reina y, latente o agudo, el 
estado de guerra se hace necesariamente crónico. 
 
Que una tal anarquía constituye un fenómeno morboso es de toda evidencia, puesto que 
va contra el fin mismo de toda sociedad, que es el de suprimir, o cuando menos moderar, 
la guerra entre los hombres, subordinando la ley física del más fuerte a una ley más 
elevada. En vano, para justificar este estado de irreglamentación, se hace valer que 
favorece la expansión de la libertad individual. Nada más falso que este antagonismo que 
con mucha frecuencia se ha querido establecer entre la autoridad de la regla y la libertad 
del individuo. Por el contrario, la libertad (nos referimos a la libertad justa, a la que tiene 
la sociedad el deber de hacer respetar) es ella misma el producto de una reglamentación. 
Mi libertad llega sólo al límite pasado el cual puede otro aprovechar la superioridad física, 
económica o de otra clase, de que dispone para someter mi libertad, y únicamente a la 
regla social es posible poner un obstáculo a estos abusos de poder. Ahora es cuando 
sabemos qué complicada reglamentación es necesaria para asegurar a los individuos la 
independencia económica, sin la cual su libertad no es más que nominal. 
 
Pero lo que hoy en particular hace que sea excepcionalmente grave ese estado, es el 
desenvolvimiento, desconocido hasta el presente, que han tomado, desde hace 
próximamente dos siglos, las funciones económicas. Mientras antes no desempeñaron 
más que un papel secundario, encuéntranse ahora en primera línea. Estamos muy alejados 
de los tiempos en que se hallaban desdeñosamente abandonadas a las clases inferiores. 
Ante ellas vemos cómo retroceden cada vez más las funciones militares, administrativas, 
religiosas. Sólo las funciones científicas se encuentran en disposición de disputarles el 
lugar; y la ciencia actualmente no tiene prestigio sino en la medida en que puede servir a 
la práctica, es decir, en gran parte a las profesiones económicas. Por eso ha podido 
decirse, no sin alguna razón, de nuestras sociedades que son o tienden a ser esencialmente 
industriales. Una forma de actividad que se ha apoderado de un lugar semejante en el 
conjunto de la vida social, no puede, evidentemente, permanecer hasta ese punto 
careciendo de una reglamentación, sin que se produzcan las perturbaciones más 
profundas. Sería especialmente una fuente de desmoralización general, pues, 
precisamenteporque las funciones económicas absorben hoy día el mayor número de los 
ciudadanos, existe una multitud de individuos en los que la vida pasa, casi toda ella, 
dentro del medio industrial y comercial; de donde se sigue que, como ese medio no está 
sino débilmente impregnado de moralidad, la mayor parte de la existencia de los que en él 
viven corre fuera de toda acción moral. Ahora bien, para que el sentimiento del deber se 
fije fuertemente en nosotros, es preciso que las circunstancias mismas en que vivimos lo 
tengan constantemente alerta. Por naturaleza, no nos sentimos inclinados a molestarnos y 
contradecirnos; si, pues, no somos invitados a cada instante a ejercer sobre nosotros esa 
presión sin la cual no existe moral, ¿cómo adquiriremos la costumbre? Si en las 
ocupaciones que llenan casi todo nuestro tiempo no seguimos otra regla que la de nuestro 
interés bien entendido, ¿cómo vamos a tomar el gusto al desinterés, al olvido de sí mismo, 
al sacrificio? Así, la ausencia de toda disciplina económica no puede dejar de extender sus 
efectos más allá del mundo económico mismo y de llevar tras de sí un descenso de la 
moralidad pública. 
 
Mas, comprobado el mal, ¿cuál es la causa y cuál puede ser el remedio? 
 
En el curso de la obra nos hemos dedicado, sobre todo, a hacer ver que a la división del 
trabajo no se la podía hacer responsable, como a veces injustamente se la ha acusado; que 
no produce por necesidad la dispersión ni la incoherencia, sino que las funciones, cuando 
se encuentran suficientemente en contacto las unas con las otras, tienden ellas mismas a 
equilibrarse y a reglamentarse. Pero esta explicación es incompleta, pues, si bien es 
verdad que las funciones sociales buscan espontáneamente adaptarse unas a otras, 
siempre y cuando se hallen de una manera regular en mutuas relaciones, por otra parte, 
esa forma de adaptación no se convierte en una regla de conducta como un grupo no la 
consagre con su autoridad. Una regla, en efecto, no es sólo una manera de obrar habitual; 
es, ante todo, una manera de obrar obligatoria, es decir, sustraída, en cierta medida, al 
libre arbitrio individual. Ahora bien, sólo una sociedad constituida goza de la supremacía 
moral y material indispensable para crear la ley a los individuos, pues la única 
personalidad moral que se encuentra por encima de las personalidades particulares, es la 
que forma la colectividad. Sólo ella también tiene la continuidad e incluso la permanencia 
necesaria para mantener la regla por encima y más allá de las relaciones efímeras que 
diariamente la encarnan. Hay más, su función no se limita simplemente a erigir en 
preceptos imperativos los resultados más generales de los contratos particulares, sino que 
interviene de una manera activa y positiva en la formación de toda regla. En primer lugar, 
es el árbitro designado por modo natural para solucionar los conflictos de intereses y 
asignar a cada uno de éstos los límites que convengan. En segundo lugar, es la primera 
interesada en que reinen el orden y la paz; si la anomia es un mal, lo es, ante todo, porque 
la sociedad la sufre, no pudiendo prescindir, para vivir, de cohesión y regularidad. Una 
reglamentación moral o jurídica expresa, pues, esencialmente, necesidades sociales que 
sólo la sociedad puede conocer; descansa sobre un estado de opinión y toda opinión es 
cosa colectiva, producto de una elaboración colectiva. Para que la anomia termine es 
preciso, pues, que exista, que se forme un grupo en el cual pueda constituirse el sistema 
de reglas que por el momento falta. 
 
Ni la sociedad política en toda su totalidad, ni el Estado, pueden, evidentemente, 
sustraerse a esta función; la vida económica, por ser muy especializada y por 
especializarse más cada día, escapa a su competencia y a su acción (6). La actividad de 
una profesión no puede reglamentarse eficazmente sino por un grupo muy próximo a esta 
profesión, incluso para conocer bien el funcionamiento, a fin de sentir todas las 
necesidades y poder seguir todas sus variaciones. El único que responde a esas 
condiciones es el que formarían todos los agentes de una misma industria reunidos y 
organizados en un mismo cuerpo. Tal es lo que se llama la corporación o el grupo 
profesional. 
 
Ahora bien, en el orden económico el grupo profesional no existe, como no existe la 
moral profesional. Después que, no sin razón, el siglo último ha suprimido las antiguas 
corporaciones, no se han hecho más que tentativas fragmentarias e incompletas para 
reconstituirlos sobre bases nuevas. Sin duda, los individuos que se dedican a una misma 
profesión se hallan en relaciones los unos con los otros por el hecho de sus ocupaciones 
similares. Su concurrencia misma los pone en relaciones. Pero esas relaciones nada tienen 
de regulares; dependen del azar de los encuentros y tienen, con mucha frecuencia, un 
carácter por completo individual. Es tal industrial que se encuentra en contacto con tal 
otro; no es el cuerpo industrial de tal o cual especialidad que se reúne para actuar en 
común. Por excepción puede verse a todos los miembros de una misma profesión reunirse 
en congreso para tratar algunas cuestiones de interés general; pero esos congresos no 
duran nunca más que un momento; no sobreviven a las circunstancias particulares que los 
han suscitado, y, por consiguiente, la vida colectiva a que han dado lugar se extingue, más 
o menos completamente, con ellos. 
 
Los únicos grupos que tienen una cierta permanencia son los llamados hoy día sindicatos, 
bien de patronos, bien de obreros. Seguramente tenemos ahí un comienzo de organización 
profesional, pero todavía muy informe y rudimentario, pues, en primer lugar, un sindicato 
es una asociación privada sin autoridad legal, desprovisto, por consiguiente, de todo poder 
reglamentario. El número es en él teóricamente ilimitado, incluso dentro de una misma 
categoría industrial; y como cada uno de ellos es independiente de los demás, si no se 
federan y no se unifican, nada hay en los mismos que exprese la unidad de la profesión en 
su conjunto. En fin, no sólo los sindicatos de patronos y los sindicatos de empleados son 
distintos unos de otros, lo que es legítimo y necesario, sino que entre ellos no hay 
contactos regulares. 
 
No existe organización común que los aproxime sin hacerlos perder su individualidad y 
en la que puedan elaborar en común una reglamentación que, fijando sus mutuas 
relaciones, se imponga a los unos y a los otros con la misma autoridad; por consiguiente, 
es siempre la ley del más fuerte la que resuelve los conflictos y el estado de guerra 
subsiste por completo. Salvo para aquellos de sus actos que dependen de la moral común, 
patronos y obreros se hallan, los unos con relación a los otros, en la misma situación que 
dos Estados autónomos, pero de fuerza desigual. Pueden, como hacen los pueblos por 
intermedio de sus Gobiernos, formalizar contratos entre sí. Pero esos contratos no 
expresan más que el estado respectivo de las fuerzas económicas en presencia, como los 
tratados que concluyen dos beligerantes no hacen más que manifestar el estado respectivo 
de sus fuerzas militares. Consagran un estado de hecho; no podrían convertirlo en un 
estado de derecho. 
 
Para que una moral y un derecho profesionales puedan ser establecidos en las diferentes 
profesiones económicas, es preciso, pues, que la corporación, en lugar de seguir siendo un 
agregado confuso y sin unidad, se convierta, o más bien vuelva a convertirse, en un grupo 
definido, organizado, en una palabra, en una institución pública. Pero todo proyecto de 
este carácter viene a chocar con un cierto número de prejuicios que es necesario prevenir 
o disipar. 
 
 
II 
 
En primer lugar, la corporación tiene en contra suya su pasado histórico. Aparece, en 
efecto, teniendo una estrecha solidaridad con nuestro antiguo régimen y, por consiguiente, 
no pudiendo sobrevivirle. Reclamar para la industria y el comercio una organización 
corporativa, parece como si se quisieraremontar el curso de la Historia; ahora bien, tales 
regresiones son justamente miradas, o como imposibles , o como anormales. 
 
El argumento tendría valor si se propusiera resucitar artificialmente la vieja corporación, 
tal como existía en la Edad Media. Pero no es así como la cuestión se plantea. No se trata 
de saber si la institución medieval puede convenir también a nuestras sociedades 
contemporáneas, sino de ver si las necesidades a que respondía son de todos los tiempos, 
aunque deba, para satisfacerlas, transformarse con arreglo al medio. 
 
Ahora bien, lo que no permite ver en las corporaciones una organización temporal, buena 
tan sólo para una época y una civilización determinada, es, a la vez, su remota antigüedad 
y la manera como se han desenvuelto en la Historia. Si dataran únicamente de la Edad 
Media, podría creerse, en efecto, que, nacidas con un sistema político, deberían 
necesariamente desaparecer con él. Pero, en realidad, tienen un origen bastante más 
antiguo. En general, aparecen desde que hay oficios, es decir, desde que la industria deja 
de ser puramente agrícola. Si, como parece, no han sido conocidas en Grecia, al menos 
hasta la época de la conquista romana, es que los oficios eran en ella despreciados, los 
ejercían casi exclusivamente los extranjeros y se encontraban, por eso mismo, fuera de la 
organización legal de la ciudad (7). Mas en Roma existen, por lo menos desde los 
primeros tiempos de la República; una tradición atribuía incluso su fundación al rey 
Numa (8). Es verdad que durante mucho tiempo debieron llevar una existencia bastante 
humilde, pues los historiadores y los monumentos no hablan de ellas sino muy rara vez; 
por eso sabemos mal cómo estaban organizadas. Pero, desde la época de Cicerón, su 
número se hizo considerable y comenzaron a desempeñar un papel. Desde ese momento, 
dice Waltzing, "todas las clases trabajadoras parecen poseídas del deseo de multiplicar las 
asociaciones profesionales". El movimiento ascensional continúa en seguida, hasta 
alcanzar, bajo el Imperio, «una extensión que no ha sido quizá después superada, si se 
tienen en cuenta las diferencias económicas» (9). Todas las categorías de obreros, que 
eran muy numerosas, terminaron, parece, por constituirse en colegios y lo mismo ocurrió 
con las gentes que vivían del comercio. Al mismo tiempo, el carácter de esos grupos se 
modificó. Terminaron por ser verdaderos engranajes de la administración. Llenaban 
funciones oficiales; toda profesión era considerada como un servicio público, cuyo peso y 
responsabilidad frente al Estado sostenía la corporación correspondiente (10). 
 
Esa fue la ruina de la institución, pues esta dependencia frente al Estado no tardó en 
degenerar en servidumbre intolerable que los emperadores no pudieron mantener sino por 
la coacción. Toda clase de procedimientos fueron empleados para impedir a los 
trabajadores sustraerse a las pesadas obligaciones que para ellos resultaban de su 
profesión misma: se llegó a recurrir incluso al reclutamiento e inscripción forzosa. Un tal 
sistema sólo podía durar, evidentemente, mientras el poder político era lo bastante fuerte 
para imponerlo. Por eso no sobrevivió a la disolución del Imperio. Además, las guerras 
civiles y las invasiones habían destruido el comercio y la industria; los artesanos 
aprovecharon estas circunstancias para huir de las ciudades y dispersarse en los campos. 
Así, los primeros siglos de nuestra era vieron producirse un fenómeno, que debía 
reproducirse idéntico a fines del siglo XVIII: la vida corporativa se extinguió casi por 
completo. Apenas si quedaron algunos restos en las ciudades de origen romano de las 
Galias y de Germania. Si un teórico, pues, hubiera en ese momento tenido conciencia de 
la situación, habría seguramente llegado a la conclusión, como más tarde hicieron los 
economistas, de que las corporaciones no tenían, al menos, no tenían ya, razón de ser: que 
habían desaparecido para no volver; y, sin duda alguna, habría tratado de retrógrada e 
irrealizable toda tentativa para reconstruirlas. Pero pronto los acontecimientos 
desmentirían una profecía semejante. 
 
En efecto, después de un eclipse temporal, las corporaciones recomenzaron una nueva 
existencia en todas las sociedades europeas. Debieron renacer por los siglos XI y XII. 
Desde ese momento, dice M. Levasseur, «los artesanos comienzan a sentir la necesidad 
de unirse y forman sus primeras asociaciones» (11). En todo caso, en el siglo XIII se ha-
llan de nuevo florecientes y se desenvuelven hasta el día en que comienza para ellas una 
nueva decadencia. Una institución tan persistente no debería depender de una particulari-
dad contingente y accidental; mucho menos todavía admitir que haya sido el producto de 
no sé qué aberración colectiva. Si, desde los orígenes de la ciudad hasta el apogeo del 
Imperio, desde el comienzo de las sociedades cristianas hasta los tiempos modernos, han 
sido necesarias, es que responden a necesidades permanentes. Sobre todo, el hecho mismo 
de que, después de haber desaparecido una primera vez, se hayan reconstituido ellas 
mismas y bajo una forma nueva, resta todo valor al argumento que presenta su 
desaparición violenta a fines del siglo último como una prueba de que no están ya en 
armonía con las nuevas condiciones de la existencia colectiva. Por lo demás, la necesidad 
que hoy día vuelven a sentir todas las grandes sociedades civilizadas de traerlas 
nuevamente a la vida, es el síntoma más seguro de que esta supresión radical no constituía 
un remedio, y que la reforma de Turgot exigía otra que no podría retardarse 
indefinidamente. 
 
 
III 
 
Pero si toda organización corporativa no es necesariamente un anacronismo histórico, 
¿hay motivo para creer que algún día se la pueda llamar a desempeñar, en nuestras 
sociedades contemporáneas, la importante función que le atribuimos? Si la juzgamos 
indispensable, es a causa, no de los servicios económicos que podría proporcionar, sino 
de la influencia moral que podría tener. Lo que ante todo vemos en el grupo profesional 
es un poder moral capaz de contener los egoísmos individuales, de mantener en el 
corazón de los trabajadores un sentimiento más vivo de su solidaridad común, de impedir 
aplicarse tan brutalmente la ley del más fuerte a las relaciones industriales y comerciales. 
Ahora bien, pasa por impropia para desempeñar una tal función. Por haber nacido con 
ocasión de intereses temporales, parece que no pudiera servir más que a fines utilitarios, y 
los recuerdos que han dejado las corporaciones del antiguo régimen no hacen más que 
confirmar esta impresión. Se las representan en el porvenir tal como eran durante los 
últimos tiempos de su existencia, ocupadas, ante todo, en mantener o en aumentar sus 
privilegios y sus monopolios, y no se comprende cómo preocupaciones tan estrechamente 
profesionales hayan podido ejercer una acción favorable sobre la moralidad del cuerpo de 
sus miembros. 
 
Mas es preciso tener cuidado con extender a todo el régimen corporativo lo que ha podido 
ser cierto con relación a algunas corporaciones y durante un período muy corto de su 
desenvolvimiento. Por muy lejos que haya llegado a atacarle una especie de enfermedad 
moral, debido a su constitución misma, ha sido, sobre todo, una función moral la que ha 
desempeñado durante la mayor parte de su historia. Y esto es particularmente evidente de 
las corporaciones romanas. "Las corporaciones de artesanos, dice Waltzing, estaban muy 
lejos de tener entre los romanos un carácter profesional tan pronunciado como en la Edad 
Media: no se encuentra en ellas ni reglamentación sobre los métodos, ni aprendizaje 
impuesto, ni monopolio; su fin no era tampoco reunir los fondos necesarios para explotar 
una industrias" (12). Sin duda que la asociación les daba más fuerzas para defender, en 
caso de necesidad, sus intereses comunes. Pero ésta sólo era una de las ventajas útiles que 
producía la institución; no constituía la razón de ser, la funciónprincipal. Ante todo, la 
corporación era un collegium religioso. Tenía cada una su dios particular, cuyo culto, 
cuando disponía de recursos, se celebraba en un templo especial. Lo mismo que cada 
familia tenía su Lar familiaris, cada ciudad su Genius publicus, cada collegium tenía su 
dios tutelar, Genius collegii. Naturalmente, ese culto profesional no carecía de fiestas, que 
se celebraban en común con sacrificios y banquetes. Toda clase de circunstancias servía, 
además, de ocasión para reuniones alegres; por otra parte, distribuciones de víveres o de 
dinero tenían con frecuencia lugar a expensas de la comunidad. Se ha preguntado si la 
corporación poseía una caja de socorros, si prestaba con regularidad asistencia a aquellos 
de sus miembros que se hallaban necesitados, y las opiniones sobre este punto están 
divididas (13). Lo que quita a la discusión una parte de su interés y de su alcance es que 
esos banquetes comunes, más o menos periódicos, y las distribuciones que los 
acompañaban, tenían con frecuencia carácter de socorros y desempeñaban la función de 
una asistencia indirecta. De todas maneras, los desgraciados sabían que podían contar con 
esta subvención disimulada.—Como corolario de ese carácter religioso, el collegium de 
artesanos era, al mismo tiempo, una asociación funeraria. Unidos, como los Gentiles, en 
un mismo culto durante su vida, los miembros de la corporación querían, como aquéllos 
también, dormir juntos su último sueño. Las corporaciones que eran suficientemente ricas 
tenían un columbarium colectivo o, cuando el collegium carecía de medios para adquirir 
una propiedad funeraria, cuando menos aseguraban a sus miembros honrosos funerales a 
expensas de la caja común. 
 
Un culto común, banquetes comunes, fiestas comunes, un cementerio común, ¿no 
constituyen, en conjunto, los caracteres distintivos de la organización doméstica entre los 
romanos? Así ha podido decirse que la corporación romana era una "gran familia". "No 
hay palabra, dice Waltzing, que indique mejor la naturaleza de las relaciones que unían a 
los cofrades, y muchos indicios prueban que una gran fraternidad reinaba en su seno" 
(14). La comunidad de intereses ocupaba el lugar de los lazos de la sangre. Los miembros 
hasta tal punto se miraban como hermanos, que a veces se daban entre ellos este nombre." 
La expresión más ordinaria es verdad que era la de sodales; pero esta palabra misma 
expresa un parentesco espiritual que implica una estrecha confraternidad. El protector y la 
protectora del collegium tomaban con frecuencia el título de padre y madre. "Una prueba 
de la abnegación que los cofrades tenían por su colegio la encontramos en los legados y 
donaciones que le hacían. También lo son esos monumentos funerarios en los que leemos: 
Pius in collegio, fue piadoso con su colegio, como cuando se decía, Pius in suoss" (15). 
 
Esta vida familiar hallábase hasta tal punto desenvuelta, que M. Boissier hace de ella el 
fin principal de todas las corporaciones romanas. "Incluso en las corporaciones obreras, 
dice, se asociaban, ante todo, por el placer de vivir juntos, para encontrar fuera de sus 
casas distracción a sus fatigas y a sus tedios, para constituirse una intimidad menos 
limitada que la familiar, menos extensa que la de la ciudad, y hacerse así la vida más fácil 
y más agradable. (16). 
 
Como las sociedades cristianas corresponden a un tipo social muy diferente de la ciudad, 
las corporaciones de la Edad Media no eran exactamente iguales a las corporaciones 
romanas, pero también constituían para sus miembros medios morales. «La corporación, 
dice M. Levasseur, unía con lazos estrechos a las gentes de un mismo oficio. Con mucha 
frecuencia establecíase aquélla en la parroquia o en una capilla particular y se colocaba 
bajo la advocación de un santo, que se convertía en patrono de toda la comunidad.... Allí 
era donde se reunía, donde asistía con gran ceremonia a las misas solemnes, después de 
las cuales los miembros de las cofradías iban, todos juntos, a terminar la jornada en alegre 
festín. Bajo ese aspecto, las corporaciones en la Edad Media se parecían mucho a las de la 
época romana» (17). La corporación, además, consagraba con frecuencia una parte de los 
fondos que alimentaban su presupuesto a obras de beneficencia (18). 
 
Por otra parte, reglas precisas fijaban, para cada oficio, los deberes respectivos de los 
patronos y de los obreros, así como los deberes de los patronos entre sí. Es verdad que 
hay reglamentos que pueden no estar acordes con nuestras ideas actuales; pero hay que 
juzgarlos con arreglo a la moral de los tiempos, pues a ella es a la que tratan de dar 
expresión. Lo indudable es que todos se hallan inspirados por el éxito, no de tales o cuales 
intereses individuales, sino del interés corporativo, bien o mal comprendido, eso no 
importa. Ahora bien, la subordinación de la utilidad privada a la utilidad común, 
cualquiera que ella sea, tiene siempre un carácter moral, pues implica necesariamente un 
cierto espíritu de sacrificio y de abnegación. Por otra parte, muchas de sus prescripciones 
procedían de sentimientos morales que son todavía los nuestros. El servidor estaba 
protegido contra los caprichos del amo, que no podía despedirlo cuando quería. Es verdad 
que la obligación era reciproca; pero, aparte de que esta reciprocidad es por sí misma 
justa, todavía se justifica mejor a consecuencia de los importantes privilegios de que 
entonces gozaba el obrero. Así, estaba prohibido a los maestros frustrarle su derecho al 
trabajo haciéndose asistir por sus vecinos o incluso por sus mujeres. En una palabra, dice 
M. Levasseur, "sus reglamentos sobre aprendices y obreros estaban muy lejos de merecer 
que los despreciara el historiador y el economista. No constituyen la obra de un siglo de 
barbarie. Llevan el sello de un espíritu de continuidad y de un cierto buen sentido, que 
son, sin duda alguna, dignos de notarse". (19). En fin, una reglamentación completa 
estaba destinada a garantizar la probidad profesional. "Toda clase de precauciones estaban 
tomadas para impedir al comerciante o al artesano que engañara al comprador, para 
obligarle a hacer obra buena y leal" (20). Sin duda que vino un momento en que las reglas 
llegaron a ser hasta tal punto complicadas, que los maestros se preocuparon mucho más 
de defender sus privilegios que de velar por el buen nombre de la profesión y por la 
honestidad de sus miembros. Pero no hay institución que, en un momento dado, no 
degenere, bien porque no sepa evolucionar a tiempo y se inmovilice, o bien porque se 
desenvuelva en un sentido unilateral extremando algunas de sus propiedades, lo que la 
hace poco adecuada para proporcionar los mismos servicios que tiene a su cargo. Esta 
puede ser una razón para buscar la manera de reformarla, mas no para declararla inútil 
para siempre y destruirla. 
 
Sea lo que fuere, los hechos que preceden bastan para probar que el grupo profesional no 
se halla en manera alguna incapacitado para ejercer una acción moral. El lugar tan 
considerable que la religión ocupaba en su vida, en Roma como en la Edad Media, pone 
particularmente de manifiesto la verdadera naturaleza de sus funciones, pues toda 
comunidad religiosa constituía entonces un medio moral, lo mismo que toda disciplina 
moral tendía forzosamente a tomar una forma religiosa. Y, por otra parte, ese carácter de 
la organización corporativa es debido a la acción de causas muy generales que pueden 
verse actuar en otras circunstancias. Desde el momento que, en el seno de una sociedad 
política, un cierto número de individuos encuentran que tienen ideas comunes, intereses, 
sentimientos, ocupaciones que el resto de la población no comparte con ellos, es 
inevitable que, bajo el influjo de esas semejanzas, se sientan atraídos los unos por los 
otros, se busquen, entren en relaciones, se asocien, y que así se forme poco a poco un 
grupo limitado, con su fisonomía especial, dentro de la sociedad general. Pero, una vezque el grupo se forma, despréndese de él una vida moral que lleva, como es natural, el 
sello de las condiciones particulares en que se ha elaborado, pues es imposible que los 
hombres vivan reunidos, sostengan un comercio regular, sin que adquieran el sentimiento 
del todo que forman con su unión, sin que se liguen a ese todo, se preocupen de sus 
intereses y los tengan en cuenta en su conducta. Ahora bien, esta unión a una cosa que 
sobrepasa al individuo, esta subordinación de los intereses particulares al interés general, 
es la fuente misma de toda actividad moral. Que ese sentimiento se precise y se 
determine, que al aplicarse a las circunstancias más ordinarias y más importantes de la 
vida se traduzca en fórmulas definidas, y he ahí un código de reglas morales en vías de 
constitución. 
 
Al mismo tiempo que ese resultado se produce por sí mismo y por la fuerza de las cosas, 
es útil, y el sentimiento de su utilidad contribuye a confirmarlo. La sociedad no es la 
única interesada en que esos grupos especiales se formen para regular la actividad que se 
desenvuelve en los mismos y que, de otra manera, se haría anárquica; el individuo, por su 
parte, encuentra en ello una fuente de goces, pues la anarquía le resulta dolorosa. También 
él sufre con las sacudidas y desórdenes que se producen siempre que las relaciones 
interindividuales no se encuentran sometidas a alguna influencia reguladora. Para el 
hombre no es bueno vivir así, en pie de guerra, en medio de sus compañeros inmediatos. 
Esta sensación de hostilidad general, la desconfianza mutua que de ella resulta, la tensión 
que exige, da lugar a estados penosos cuando son crónicos; si amamos la guerra, amamos 
también las alegrías de la paz, y tienen estas últimas tanto más valor para los hombres 
cuanto más profundamente socializados se encuentran, es decir (pues las dos palabras son 
equivalentes), más profundamente civilizados. La vida en común es atrayente al mismo 
tiempo que coercitiva. Sin duda que la coacción es necesaria para conducir al hombre a 
superarse a sí mismo, a añadir a su naturaleza física otra naturaleza; pero, a medida que 
aprende a saborear los encantos de esta nueva existencia, siente su necesidad y no hay 
orden de actividad en que no la busque apasionadamente. He aquí por qué cuando los 
individuos, que encuentran que tienen intereses comunes, se asocian, no lo hacen sólo por 
defender esos intereses, sino por asociarse, por no sentirse más perdidos en medio de sus 
adversarios, por tener el placer de comunicarse, de constituir una unidad con la variedad, 
en suma, por llevar juntos una misma vida moral. 
 
No se ha formado de otra manera la moral doméstica. A causa del prestigio que a nuestros 
ojos conserva la familia, nos parece que, si ha sido y si siempre es una escuela de 
abnegación y de sacrificio, el hogar por excelencia de la moralidad, ello se debe a 
características completamente particulares cuyo privilegio tiene, y que no se encontrarían 
en parte alguna en medida semejante. Hay quien se complace en creer que existe en la 
consanguinidad una causa excepcional muy fuerte de aproximación moral. Pero hemos 
tenido frecuente ocasión de mostrar (21) que la consanguinidad no posee, en modo 
alguno, la eficacia extraordinaria que se le atribuye. La prueba es que, en muchas 
sociedades, los no consanguíneos se encuentran en abundancia en el seno de la familia: el 
parentesco llamado artificial se contrata entonces con una gran facilidad y surte todos los 
efectos del parentesco natural. A la inversa, ocurre con frecuencia que consanguíneos 
muy próximos son, moral y jurídicamente, extraños los unos para los otros; tal es, por 
ejemplo, el caso de los cognados en la familia romana. La familia, pues, no debe sus 
virtudes a la unidad de descendencia: es simplemente un grupo de individuos que se 
encuentran aproximados unos a otros, en el seno de la sociedad política, por una 
comunidad más particularmente íntima de ideas, de sentimientos y de intereses. La 
consanguinidad ha podido facilitar esta concentración, pues produce, como es natural, el 
efecto de inclinar las conciencias unas hacia otras. Pero intervienen muchos otros 
factores: la vecindad material, la solidaridad de intereses, la necesidad de unirse para 
luchar contra un peligro común, o simplemente para unirse, han sido también causas 
potentes de aproximación. 
 
Ahora bien, no son especiales de la familia, sino que se vuelven a encontrar, aunque bajo 
otras formas, en la corporación. Si, pues, el primero de los grupos ha desempeñado un 
papel tan considerable en la historia moral de la Humanidad, ¿por qué el segundo había 
de hallarse incapacitado para ello? Sin duda que habrá siempre entre ambos la diferencia 
de que los miembros de la familia ponen en común la totalidad de su existencia, y los 
miembros de la corporación sólo sus preocupaciones profesionales. La familia es una 
especie de sociedad completa, cuya acción se extiende tanto sobre nuestra actividad 
económica como sobre nuestra actividad religiosa, política, científica, etc., etc. Todo lo 
que hacemos que tenga un poco de importancia, incluso fuera de la casa, tiene en ella su 
eco y provoca reacciones apropiadas. La esfera de influencia de la corporación es, en 
cierto sentido, más restringida. No hay, sin embargo, que perder de vista el lugar, cada 
vez más importante, que la profesión adquiere en la vida a medida que aumenta la 
división del trabajo, pues el campo de cada actividad individual tiende cada vez más a 
encerrarse en los límites señalados por las funciones de que el individuo está 
especialmente encargado. Además, si la acción de la familia se extiende a todo, no puede 
ser muy general: el detalle se le escapa. En fin, y sobre todo, la familia, al perder su 
unidad y su individualidad de otras veces, ha perdido, al mismo tiempo, una gran parte de 
su eficacia. Como hoy día, a cada generación, se dispersa, el hombre pasa una gran parte 
de su existencia lejos de toda influencia doméstica (22). La corporación no tiene esas 
intermitencias, es continua como la vida. La inferioridad que pueda presentar en ciertos 
aspectos, en relación con la familia, no deja de estar compensada. 
 
Si hemos creído que debíamos comparar, en la forma que lo hemos hecho, la familia y la 
corporación, no es simplemente por establecer entre ellas un paralelo instructivo, sino 
porque esas dos instituciones no dejan de tener entre sí algunas relaciones de parentesco. 
Tal es lo que especialmente pone de manifiesto la historia de las corporaciones romanas. 
Hemos visto, en efecto, que se han formado según el modelo de la sociedad doméstica, de 
la que, en un principio, no fueron más que una nueva forma y de mayor tamaño. Ahora 
bien, el grupo profesional no recordaría hasta ese punto al grupo familiar si no hubiera 
entre ellos algún lazo de filiación. Y, en efecto, la corporación ha sido, en un sentido, la 
heredera de la familia. Mientras la industria es exclusivamente agrícola, tiene en la 
familia y en la aldea, que en sí misma no es más que una especie de gran familia, su 
órgano inmediato, y no necesita de otro. Como el cambio no existe, o está poco 
desenvuelto, la vida del agricultor no impulsa fuera del círculo familiar. Careciendo de 
repercusión la vida económica fuera de la casa, la familia se basta para regularla y de esa 
manera sirve ella misma de grupo profesional. Pero no ocurre lo mismo desde el 
momento que existen profesiones, pues, para vivir de una profesión, son necesarios 
clientes, y es preciso salir de casa para buscarlos; es preciso salir también para entrar en 
relaciones con los concurrentes, luchar con ellos, entenderse con ellos. Por lo demás, las 
profesiones suponen más o menos directamente las ciudades, y las ciudades siempre se 
han formado y reclutado principalmente por medio de emigrantes, es decir, de individuos 
que han abandonado su medio natal. Así se ha constituido, pues, una nueva forma de 
actividad desbordada del viejo cuadro familiar.Para que no permaneciera en estado de 
desorganización, era preciso que se creara un nuevo cuadro que le fuera propio; dicho de 
otra manera, era necesario que un grupo secundario de un nuevo género se formara. De 
esta manera ha nacido la corporación: sustituyó a la familia en el ejercicio de una función 
que en un principio fue doméstica, pero que ya no podía conservar ese carácter. Un origen 
tal no permite atribuirle esta especie de amoralidad constitucional que gratuitamente se le 
concede. Del mismo modo que la familia ha constituido el medio en cuyo seno se han 
elaborado la moral y el derecho domésticos, la corporación es el medio natural en cuyo 
seno deben elaborarse la moral y el derecho profesionales. 
 
 
IV 
 
Mas, para disipar todas las prevenciones, para demostrar bien que el sistema corporativo 
no es sólo una institución del pasado, sería necesario hacer ver qué transformaciones debe 
y puede sufrir para adaptarse a las sociedades modernas, pues es evidente que no puede 
ser hoy lo que era en la Edad Media. 
 
Para poder tratar con método esta cuestión sería preciso establecer previamente de qué 
manera el régimen corporativo ha evolucionado en el pasado y cuáles son las causas que 
han determinado las principales variaciones que ha sufrido. Se podría entonces prejuzgar, 
con alguna certidumbre, lo que está llamado a ser, dadas las condiciones en que las 
sociedades europeas se encuentran colocadas en la actualidad. Mas para eso serían 
necesarios estudios comparativos que no se han hecho, y que nosotros no podemos hacer 
al paso. Quizá, por consiguiente, no fuera imposible percibir desde ahora, aun cuando tan 
sólo en sus líneas más generales, lo que ha sido ese desenvolvimiento. 
 
De lo que precede resulta ya que la corporación no fue en Roma lo que llegó a ser más 
tarde en las sociedades cristianas. No sólo difiere por su carácter más religioso y menos 
profesional, sino por el lugar que ocupa en la sociedad. Fue, en efecto, al menos en el 
origen, una institución extrasocial. El historiador que intenta reducir a sus elementos la 
organización política de los romanos no encuentra, en el curso de su análisis, hecho 
alguno que pueda advertirle de la existencia de las corporaciones. No entraban, en calidad 
de unidades definidas y reconocidas, en la constitución romana. En ninguna de las 
asambleas electorales, en ninguna de las reuniones del ejército, se juntaban los artesanos 
por colegios; en parte alguna el grupo profesional participaba, como tal, en la vida 
pública, sea en corporación, sea por intermedio de sus representantes regulares. Cuando 
más cabe, tal vez, plantear la cuestión con motivo de tres o cuatro colegios que se ha 
creído poder identificar con algunas centurias formadas por Servius Tullius (tignarii, 
oerarii, tibicines, cornicines); pero el hecho no ha sido todavía bien puesto en claro (23). 
En cuanto a las demás corporaciones, estaban, indudablemente, fuera de la organización 
oficial del pueblo romano (24). 
 
Esta situación, en cierto modo excéntrica, se explica por las mismas condiciones en que 
se habían formado. Aparecen en el momento mismo en que las profesiones comienzan a 
desenvolverse. Ahora bien, durante mucho tiempo las profesiones no constituyeron más 
que una forma accesoria y secundaria de la actividad social de los romanos. Roma era, 
esencialmente, una sociedad agrícola y guerrera. Como sociedad agrícola estaba dividida 
en gentes y en curias: la asamblea por centurias reflejaba más bien la organización militar. 
En cuanto a las funciones industriales, eran muy rudimentarias para afectar a la estructura 
política de la ciudad (25). Por lo demás, hasta un momento muy adelantado de la historia 
romana, las profesiones han gozado de un descrédito moral que no les permitía ocupar un 
lugar en el Estado. Sin duda que llega un tiempo en que su condición social mejora. Pero 
la manera como esta mejora fue obtenida es en sí misma muy significativa. Para hacer 
que se respetaran sus intereses y desempeñar un papel en la vida pública, debieron los 
artesanos recurrir a procedimientos irregulares y extralegales. No triunfaron del abandono 
de que eran objeto sino por medio de intrigas, de complots, de agitaciones clandestinas 
(26). Es ésta la mejor prueba de que la sociedad romana por propio impulso no les fue 
abierta. Y si más tarde terminaron por integrarse en el Estado para convertirse en ruedas 
de la máquina administrativa, esta situación no constituyó para ellas una conquista 
gloriosa, sino una penosa dependencia; si entonces penetraron en el Estado, no fue para 
ocupar en él el lugar a que sus servicios sociales podían darles derecho, sino simplemente 
para que pudieran ser vigiladas en forma eficaz por el poder gubernamental. «La 
corporación, dice Levasseur, vino a ser la cadena que las sometió a cautiverio y que la 
mano imperial apretó tanto más cuanto su trabajo era más penoso y más necesario al 
Estado» (27). 
 
Otro es el lugar que ocupan en las sociedades de la Edad Media. Desde que la corporación 
aparece, inmediatamente se presenta como el marco normal de esa parte de la población 
llamada a desempeñar en el Estado una función tan importante: de la burguesía o el tercer 
estado. En efecto, durante mucho tiempo, burgués y hombre de oficio son una misma 
persona. "La burguesía en el siglo XIII, dice Levasseur, estaba exclusivamente compuesta 
de gentes de oficio. La clase de los magistrados y de los legistas comenzaba apenas a 
formarse; los hombres de estudio pertenecían todavía al clero; el número de rentistas era 
muy restringido porque la propiedad territorial estaba entonces casi toda en manos de los 
nobles; no quedaba a los plebeyos otro trabajo que el del taller o el del escritorio, y fue 
por medio de la industria o del comercio como conquistaron un rango en el reino» (28). 
Lo mismo ocurrió en Alemania. Burgués y ciudadano eran términos sinónimos y, por otra 
parte, sabemos que las ciudades alemanas se han formado alrededor de mercados 
permanentes, abiertos por un señor sobre un lugar de sus dominios (29). La población que 
venía a agruparse alrededor de esos mercados, y que llegó a ser la población urbana, 
estaba casi exclusivamente compuesta de artesanos y de mercaderes. Por eso las palabras 
forenses o mercatores servían indiferentemente para designar a los habitantes de las 
ciudades, y al jus civile o derecho urbano con frecuencia se le llama jus fori o derecho del 
lugar. La organización de los oficios y del comercio parece, pues, indudable que ha sido 
la organización primitiva de la burguesía europea. 
 
Así, pues, cuando las ciudades se libertan de la tutela señorial, cuando el municipio se 
forma, el conjunto de los oficios, que había iniciado y preparado el movimiento, vino a 
ser la base de la constitución comunal. En efecto, «en casi todos los municipios, el 
sistema político y la elección de los magistrados se fundan en la división de los 
ciudadanos por grupos profesionales» (30). Con frecuencia se votaba por grupos 
profesionales, y se escogían al mismo tiempo los jefes de la corporación y del municipio. 
«En Amiens, por ejemplo, los artesanos se reunían todos los años para elegir los jefes de 
cada corporación o bandera; los jefes elegidos nombraban en seguida doce escabinos, los 
cuales nombraban a otros doce; y todos juntos presentaban a su vez a los jefes de las 
corporaciones tres personas, entre las que éstos escogían al alcalde del municipio... En 
algunas ciudades la elección aún era más complicada, pero en todas ellas la organización 
política y municipal se hallaba estrechamente ligada a la organización del trabajo» (31). A 
la inversa, de igual manera que el municipio constituía un agregado de grupos de oficios, 
cada uno de éstos era un municipio en pequeño, pues habían sido el modelo del que la 
institución municipal nos ofrecía una forma mayor y más desenvuelta. 
 
Ahora bien, sabemos lo que el municipio ha sido en la historia de nuestras sociedades, en 
las cuales ha constituido,con el tiempo, la piedra angular. Por consecuencia, si el 
municipio lo ha integrado una reunión de corporaciones y se ha formado según el tipo de 
la corporación, es ésta, en último análisis, la que ha servido de base a todo el sistema 
político surgido del movimiento municipal. Vemos de paso que ha crecido singularmente 
en importancia y en dignidad. Mientras en Roma ha comenzado por hallarse casi fuera de 
las organizaciones normales, ha servido, por el contrario, a nuestras sociedades actuales 
de marco elemental. He aquí una nueva razón por la que nos negamos a ver en ella una 
especie de institución arcaica, destinada a desaparecer de la Historia, pues si en el pasado 
la función desempeñada se ha hecho más vital a medida que el comercio y la industria se 
desenvolvían, es completamente inconcebible que los nuevos progresos económicos 
puedan tener por efecto negarle toda razón de ser. La hipótesis contraria tendría mayor 
justificación (32). 
 
Mas otras enseñanzas se desprenden del rápido cuadro que acaba de ser trazado. 
 
En primer lugar, permite entrever cómo la corporación ha caído pasajeramente en 
descrédito desde hace unos dos siglos y, por consecuencia, lo que debe de llegar a ser 
para poder ocupar de nuevo su rango entre nuestras instituciones públicas. Acabamos de 
ver, en efecto, que, bajo la forma que tenía en la Edad Media, hallábase estrechamente 
ligada a la organización municipal. Esta solidaridad no produjo inconvenientes mientras 
los oficios mismos tuvieron un carácter municipal. En tanto que, en principio, artesanos y 
comerciantes tuvieron más o menos exclusivamente por clientes sólo a los habitantes de 
la ciudad o de los alrededores inmediatos, es decir, en tanto que el mercado fue 
principalmente local, el conjunto de los oficios, con su organización municipal, bastó para 
todas las necesidades. Pero ya no sucedió lo mismo una vez que la gran industria hubo 
nacido; como no tiene nada de especialmente urbano, no podía someterse a un sistema 
que no había sido creado para ella. En primer lugar, no tiene por necesidad su asiento en 
una ciudad; puede establecerse incluso fuera de toda aglomeración rural o urbana 
preexistente. Busca tan sólo el punto del territorio en que mejor se pueda alimentar y 
desde el que con mayor facilidad pueda irradiar. Además su campo de acción no se limita 
a región determinada alguna, su clientela se recluta en todas partes. Una institución tan 
absolutamente compenetrada con el municipio como lo estaba la vieja corporación, no 
podía servir, pues, para encuadrar y regular una forma de actividad colectiva tan 
completamente extraña a la vida municipal. 
 
Y, en efecto, desde que apareció la gran industria, se encontró, naturalmente, fuera del 
régimen corporativo, y ello fue, claro es, lo que hizo que los organismos profesionales se 
esforzaran, utilizando todos los medios, en impedir sus progresos. Sin embargo, no por 
eso se vio libre de toda reglamentación; durante los primeros tiempos el Estado 
desempeñó directamente, cerca de ella, un papel análogo al que las corporaciones 
desempeñaban cerca del pequeño comercio y de los oficios urbanos. A la vez que el poder 
real concedía a las manufacturas ciertos privilegios, las sometía, a cambio de ello, a su 
inspección, y es, precisamente, lo que quiere decir el título de reales industrias que se les 
concedía. Mas ya sabemos hasta qué punto el Estado es impropio para desempeñar tal 
función; esa tutela directa no podía dejar de llegar a ser comprensiva. Llegó incluso a ser 
imposible, desde el momento en que la gran industria alcanza un cierto grado de 
desarrollo y de diversidad; por eso los economistas clásicos reclamaron, y con razón, la 
supresión. Pero si la corporación, tal como entonces existía, no podía adaptarse a esta 
nueva forma de la industria, y si el Estado no podía reemplazar la antigua disciplina 
corporativa, no se deduce de ello el que toda disciplina fuera, desde entonces, inútil; lo 
único cierto era que la antigua corporación debía transformarse para continuar 
desempeñando su papel dentro de las nuevas condiciones de la vida económica. 
Desgraciadamente, no tuvo bastante flexibilidad para reformarse a tiempo; por esa razón 
fue destruida. Por no saber asimilarse la nueva vida que se desenvolvía, la vida se fue de 
ella y llegó a ser lo que fue en vísperas de la Revolución, una especie de substancia 
muerta, de cuerpo extraño, que sólo se mantenía en el organismo social por una fuerza de 
inercia. No es, pues, sorprendente que llegara un momento en que violentamente se la 
expulsara. Pero el destruirla no era un medio de dar satisfacción a las necesidades que no 
había sabido satisfacer. Y por eso la cuestión continúa todavía ante nosotros, más 
agudizada por un siglo de tanteos y experiencias infructuosas. 
 
La obra del sociólogo no es la del hombre de Estado. No tenemos, pues, que exponer con 
detalle en qué debería consistir esta reforma. Nos bastará con indicar los principios 
generales tal como parecen resurgir de los hechos que preceden. 
 
Lo que, ante todo, demuestra la experiencia del pasado es que los cuadros del grupo 
profesional deben siempre hallarse en relación con los de la vida económica; por haber 
faltado a esta condición ha desaparecido el régimen corporativo. Puesto que el mercado, 
de municipal que era, se ha convertido en nacional e internacional, la corporación ha 
debido tomar la misma extensión. En lugar de limitarse únicamente a los artesanos de una 
ciudad, ha debido de agrandarse en forma que comprendiera a todos los miembros de la 
profesión dispersos en toda la extensión del territorio (33), pues, sea cual fuere la región 
en que se encuentren, que habiten en la ciudad o en el campo, todos son solidarios unos 
de otros y participan en una vida económica. Puesto que esta vida común es, en ciertos 
aspectos, independiente de toda determinación territorial, es preciso que se cree un órgano 
apropiado que le dé expresión y que regularice el funcionamiento. En razón a sus 
dimensiones, un órgano semejante hallaríase necesariamente en contacto y en relaciones 
directas con el órgano central de la vida colectiva, pues acontecimientos que tienen 
importancia como para interesar toda una categoría de empresas industriales en un país, 
necesariamente producen repercusiones muy generales a las que el Estado no puede 
manifestarse extraño; esto le lleva a intervenir. Por eso no carece de fundamento el que el 
poder real, instintivamente, tendiera a no dejar fuera de su acción a la gran industria, en 
cuanto la misma aparece. Era imposible que se desinteresara de una forma de actividad 
que, por su misma naturaleza, es siempre susceptible de afectar al conjunto de la 
sociedad. Pero esta acción reguladora, si es necesaria, no debe degenerar en una estrecha 
subordinación, como ocurrió en los siglos XVII y XVIII. Los dos órganos en relación 
deben permanecer distintos y autónomos: cada uno tiene sus funciones, que sólo él propio 
puede desempeñar. Si corresponde a las asambleas de gobierno fijar los principios 
generales de la legislación industrial, esas mismas asambleas son incapaces de 
diversificarlos con arreglo a las diferentes clases de industrias. Esta diversificación es la 
que constituye la principal misión de la corporación (34). Tal organización unitaria para 
el conjunto de un país no excluye, en manera alguna, la formación de órganos 
secundarios, comprendiendo trabajadores similares de una misma región o de una misma 
localidad, y cuyo papel sería el de especializar más aún la reglamentación profesional 
según las necesidades locales o regionales. La vida económica podría reglamentarse y 
determinarse sin perder nada de su diversidad. 
 
Por esto mismo, el régimen corporativo hallaríase protegido contra esa inclinación a la 
inmovilización que con frecuencia y justicia se le ha reprochado en el pasado, pues era un 
defecto que le venía del carácter estrechamente comunal de la corporación. Mientras se 
encontrara limitada alrecinto mismo de la ciudad, era inevitable que deviniera prisionera 
de la tradición, lo mismo que la ciudad. Como en un grupo tan restringido las condiciones 
de vida son casi invariables, el hábito ejerce sobre las gentes y sobre las cosas un imperio 
sin contrapeso, y las novedades terminan incluso por inspirar temor. El tradicionalismo de 
las corporaciones no constituía, pues, más que un aspecto del tradicionalismo comunal y 
obedecía a las mismas razones de ser. Después, una vez que fue introducido en las 
costumbres, sobrevivió a las causas que le habían dado origen y que primitivamente le 
justificaban. Por eso, cuando la concentración material y moral del país y la gran 
industria, que fue su consecuencia, abrieron los espíritus a nuevos deseos, despertaron 
nuevas necesidades, introdujeron en los gustos y en las modas una movilidad hasta 
entonces desconocida, la corporación, obstinadamente ligada a sus viejas costumbres, se 
encontró incapacitada para responder a esas nuevas exigencias. Pero las corporaciones 
nacionales, en razón misma a su dimensión y a su complejidad, no se hallarían expuestas 
a ese peligro. Muchos espíritus diferentes encontraríanse en ella en actividad, para que 
pudiera establecerse en la misma una uniformidad estacionaria. En un grupo formado de 
elementos numerosos y diversos, prodúcense sin cesar nuevos arreglos que constituyen 
otras tantas fuentes de novedades (35). El equilibrio de una tal organización no tendría, 
pues, nada de rígido, y, por consiguiente, se encontraría por modo natural en armonía con 
el equilibrio movible de las necesidades y de las ideas. 
 
Es preciso, por lo demás, tener cuidado con creer que todo el papel de la corporación debe 
consistir en establecer reglas y aplicarlas. Sin duda que, doquier se forma un grupo, 
fórmase también una disciplina moral. Pero la institución de esa disciplina sólo es una de 
las numerosas maneras de manifestarse toda actividad colectiva. Un grupo no es única-
mente una autoridad moral que regenta la vida de sus miembros, es también una fuente de 
vida sui generis. Despréndese de él un calor que calienta y reanima los corazones, que les 
abre a la simpatía, que hunde los egoísmos. Así, la familia ha sido en el pasado la 
legisladora de un derecho y de una moral en los que la severidad ha llegado con 
frecuencia hasta la rudeza extrema, al mismo tiempo que el medio donde los hombres han 
aprendido por vez primera, a gustar las efusiones del sentimiento. Hemos visto 
igualmente cómo la corporación, tanto en Roma como en la Edad Media, despertó esas 
mismas necesidades y buscó el satisfacerlas. Las corporaciones del porvenir tendrán una 
complejidad de atribuciones todavía más grande, en razón al aumento de su amplitud. 
Alrededor de sus funciones propiamente profesionales vendrán a agruparse otras que 
actualmente corresponden a los municipios o a sociedades privadas. Tales son las 
funciones de asistencia, que, para desempeñarse bien, suponen entre los que asisten y los 
asistidos sentimientos de solidaridad, una cierta homogeneidad intelectual y moral, como 
fácilmente resulta de la práctica de una misma profesión. Muchas de las obras de 
educación (enseñanzas técnicas, enseñanzas de adultos, etc.) parece que deben encontrar 
en la corporación su medio natural. Lo mismo ocurre con alguna manifestación de la vida 
estética, pues parece conforme a la naturaleza de las cosas que esta forma noble del juego 
y de la recreación se desenvuelva a la vez que la vida seria, a la que debe servir de 
contrapeso y de reparación. En la práctica, vemos ya a sindicatos que son al mismo 
tiempo sociedades de socorros mutuos, a otros que fundan centros sociales en los que se 
organizan cursos, conciertos, representaciones dramáticas. La actividad corporativa 
puede, pues, ejercerse bajo las formas más variadas. 
 
Hay incluso motivo para suponer que la corporación está llamada a convertirse en la base 
o una de las bases esenciales de nuestra organización política. Hemos visto, en efecto, 
que, si comienza produciéndose por fuera del sistema social, tiende a introducirse cada 
vez más profundamente en él, a medida que la vida económica se desenvuelve. Todo 
permite, pues, prever que, continuando realizándose el progreso en el mismo sentido, 
llegará a ocupar en la sociedad un lugar cada día más central y más preponderante. Fue en 
otro tiempo la división elemental de la organización comunal. Ahora que el municipio, de 
organismo autónomo que antes era, ha venido a perderse en el Estado, como el mercado 
local en el mercado nacional, ¿no es legítimo pensar que la corporación deberá también 
sufrir la transformación correspondiente y llegar a constituir la división elemental del 
Estado, la unidad política fundamental? La sociedad, en lugar de seguir siendo lo que hoy 
todavía es, un agregado de distritos territoriales yuxtapuestos, se convertirá en un vasto 
sistema de corporaciones nacionales. De partes muy diversas reclaman que los colegios 
electorales sean formados por profesiones y no por circunscripciones territoriales, y no 
cabe duda que, de esta manera, las asambleas políticas expresarían más exactamente la 
diversidad de los intereses sociales y sus relaciones; constituirían un resumen más fiel de 
la vida social en su conjunto. Pero decir que el país, para adquirir conciencia de sí mismo, 
debe agruparse por profesiones, ¿no es reconocer que la profesión organizada o la 
corporación debería constituir el órgano esencial de la vida pública? 
 
Rellenaríase de esta manera la grave laguna que más lejos señalamos en la estructura de 
las sociedades europeas, de la nuestra en particular (36). Veremos, en efecto, cómo, a 
medida que se avanza en la Historia, la organización que tiene por base agrupaciones 
territoriales (aldea o ciudad, distrito, provincia, etc. ) se va, cada vez más, borrando. Sin 
duda que cada uno de nosotros pertenece a un municipio, a un departamento, pero los 
lazos que a ellos nos unen devienen a más frágiles y débiles. Esas divisiones geográficas 
son, en su mayoría, artificiales y no despiertan ya en nosotros sentimientos profundos. El 
espíritu provincial ha desaparecido para no volver; el patriotismo de campanario ha 
llegado a constituir un arcaísmo que no es posible restaurar. Los asuntos municipales o 
provinciales no nos afectan y no nos apasionan ya, sino en la medida en que coinciden 
con nuestros asuntos profesionales. Nuestra actividad se extiende bastante más allá de 
esos grupos, excesivamente limitados para ella, y, por otra parte, mucho de lo que en ellos 
sucede nos deja indiferentes. Hase de esta manera producido como un hundimiento 
espontáneo de la vieja estructura social. Ahora bien, no es posible que esta organización 
interna desaparezca sin nada que la reemplace. Una sociedad compuesta de una polvareda 
infinita de individuos inorganizados, que un Estado hipertrofiado se esfuerza en encerrar 
y retener, constituye una verdadera monstruosidad sociológica. La actividad colectiva es 
siempre muy compleja para que pueda expresarse por el solo y único órgano del Estado; 
además, el Estado está muy lejos de los individuos, tiene con ellos relaciones muy 
externas e intermitentes para que le sea posible penetrar bien, dentro de las conciencias 
individuales y socializarlas interiormente. Por eso, donde quiera que el Estado sea el 
único medio de formación de los hombres en la práctica de la vida común, es inevitable 
que se desprendan de él, se desliguen los unos de los otros, y que, en igual medida, se 
disgregue la sociedad. Una nación no puede mantenerse como no se intercale, entre el 
Estado y los particulares, toda una serie de grupos secundarios que se encuentren lo 
bastante próximos de los individuos para atraerlos fuertemente a su esfera de acción y 
conducirlos así en el torrente general de la vida social. Acabamos de mostrar cómo los 
grupos profesionales son aptos para desempeñar esta función, y cómo todo les destina a 
ello. Concíbese, pues, hasta qué punto importaque, sobre todo en el orden económico, 
salgan de ese estado de inconsciencia y de inorganización en que desde hace siglos han 
permanecido, dado que las profesiones de esta clase absorben hoy día a la mayor parte de 
las fuerzas colectivas (37). 
 
Tal vez estemos ahora en mejor disposición de explicar las conclusiones a que hemos 
llegado al final de nuestro libro sobre El Suicidio (38). Presentamos ya en él una fuerte 
organización corporativa como medio de remediar un mal, del que el progreso del 
suicidio, unido, por lo demás, a otros muchos síntomas, atestigua la existencia. Ciertas 
críticas han encontrado que el remedio no era proporcionado a la extensión del mal. Pero 
es que se equivocan sobre la verdadera naturaleza de la corporación, sobre el lugar que le 
corresponde en el conjunto de nuestra vida colectiva, y sobre la grave anomalía que 
resulta de su desaparición. No han visto en ella más que una asociación utilitaria, cuyo 
efecto se limitaría a un mejor arreglo de los intereses económicos, cuando, en realidad, 
debería ser el elemento esencial de nuestra estructura social. La ausencia de toda 
institución corporativa crea, pues, en la organización de un pueblo como el nuestro, un 
vacío cuya importancia es difícil exagerar. Es todo un sistema de órganos necesarios al 
funcionamiento normal de la vida común, el que nos falta. Un vicio tal de constitución no 
es, evidentemente, un mal local, limitado a una región de la sociedad; es una enfermedad 
totius substantiœ que afecta a todo el organismo, y, por consiguiente, la empresa que 
tenga por objeto ponerle término no puede dejar de producir las consecuencias más 
amplias. Es la salud general del cuerpo social la que está interesada. 
 
No quiere esto, sin embargo, decir que la corporación sea una especie de panacea que 
pueda servir para todo. La crisis que sufrimos no obedece a una sola y única causa. Para 
que cese no basta que se establezca una reglamentación cualquiera allí donde es 
necesaria; es preciso, además, que sea lo que deba ser, es decir, justa. Ahora bien, como 
más adelante diremos, "mientras haya ricos y pobres de nacimiento no podrá haber 
contrato justo", ni una justa distribución de las condiciones sociales (39). Mas si la 
reforma corporativa no nos exime de otras reformas, es siempre la condición primera de 
su eficacia. Imaginemos, en efecto, que al fin sea realizada la condición primordial de la 
justicia ideal; supongamos que los hombres entran en la vida en un estado de perfecta 
igualdad económica, es decir, que la riqueza haya dejado por completo de ser hereditaria. 
Los problemas en medio de los cuales debatimos no serían por eso resueltos. En efecto, 
siempre habrá un artefacto económico y agentes diversos que colaborarán a su 
funcionamiento; sería preciso, pues, determinar sus derechos y sus deberes, y ello para 
cada forma de industria. Se necesitará que en cada profesión se constituya un conjunto de 
reglas que fije la cantidad de trabajo, la remuneración justa de los diferentes funcionarios, 
su deber unos frente a otros y frente a la comunidad, etc. Y se estará entonces, no menos 
que ahora, en presencia de una tabla rasa. Porque la riqueza no se transmitiera en adelante 
con arreglo a los mismos principios de hoy, el estado de anarquía no habría desaparecido, 
pues no depende sólo de que las cosas estén aquí más bien que allí, en tales manos más 
que en tales otras, sino de que la actividad a que dan ocasión o son el instrumento, no está 
regulada; y no se reglamentará por encantamiento, desde el momento que sea útil, si las 
fuerzas necesarias para establecer esta reglamentación no han sido previamente suscitadas 
y organizadas. 
 
Hay más; dificultades nuevas surgirían entonces que resultarían insolubles sin una 
organización corporativa. Hasta ahora, en efecto, era la familia la que, sea por la 
institución de la propiedad, sea por la institución de la herencia, aseguraba la continuidad 
de la vida económica; o bien poseía y explotaba los bienes de una manera indivisa, o bien, 
desde el momento en que el viejo comunismo familiar hubo sido roto, era ella quien los 
recibía, representada por los parientes más próximos, a la muerte del propietario (40). En 
el primer caso, no había ni siquiera cambio por causa de muerte, y las relaciones de las 
cosas a las personas seguían siendo las que eran, sin modificarse siquiera por la 
renovación de las generaciones; en el segundo, el cambio se hacía automáticamente y no 
existía momento perceptible en que los bienes quedasen vacantes, sin manos que los 
utilizasen. Mas si la sociedad doméstica no debe ya desempeñar esa función, es necesario 
que otro órgano social la reemplace en el indispensable ejercicio de la misma, pues no 
hay más que un medio para impedir que el funcionamiento de las cosas se suspenda 
periódicamente, y es que un grupo perpetuo como la familia las posea y explote él mismo, 
o las reciba en cada defunción para transmitirlas, si hay lugar, a algún otro poseedor 
individual que les dé valor. Pero ya hemos dicho, y lo repetimos, hasta qué punto el 
Estado carece de condiciones para estas tareas económicas, harto especiales para él. Sólo 
hay, pues, el grupo profesional que pueda dedicarse a ellas útilmente. Responde, en 
efecto, a los dos requisitos necesarios: está tan interesado en la vida económica que no 
puede menos de sentir todas las necesidades; y, al mismo tiempo, tiene una permanencia 
por lo menos como la de la familia. Mas para desempeñar esta misión, es preciso todavía 
que exista y que incluso haya adquirido bastante consistencia y madurez, a fin de estar a 
la altura del nuevo y complejo papel que le habría de incumbir. 
 
Si, pues, el problema de las corporaciones no es el único que se impone a la atención 
pública, no hay otro, sin embargo, que requiera más urgencia: no podrán abordarse los 
demás sino después de resolver éste. Ninguna modificación un poco importante podrá 
introducirse en el orden jurídico si no se comienza por crear el órgano necesario para el 
establecimiento del nuevo derecho. Resulta por eso vano inclusive perder el tiempo 
investigando, con precisión excesiva, sobre lo que deberá ser ese derecho, pues, en el 
estado actual de nuestros conocimientos científicos, no podemos anticiparlo sino con 
groseras y siempre dudosas aproximaciones ¡Cuánto más importa poner en seguida manos 
a la obra para constituir las fuerzas morales, únicas que podrán determinarlo al realizarlo! 
 
NOTAS 
 
 
(1) Nos hemos limitado a suprimir en la antigua introducción una treintena de páginas 
que en la actualidad nos han parecido inútiles. Explicamos, por lo demás, esta supresión 
en el lugar mismo en que se ha efectuado. 
 
(2) Véase Le Suicide, conclusión. 
 
(3) Ver más adelante, lib. 1, cap. VI, párrafo II, y cap. VII, párrafo III. 
 
(4) Véase más adelante, lib. I, cap. VII, párrafo III. 
 
(5) Ver lib. III, cap. I, párrafo 3. 
 
(6) Más adelante insistiremos sobre este punto. 
 
(7) Véase Herrmann, Lehrbuch der griechischen Antiquitaten, vol: IV, 3.a ed., pág. 398. 
A veces el artesano incluso se hallaba, en virtud de la profesión, privado del derecho de 
ciudadanía (Id., pig 392)— Queda por saber si, a falta de una organización legal y oficial, 
no existía en forma clandestina. Lo seguro es que habría corporaciones de comerciantes. 
Véase Francotte, L´Industrie dans la Gréce antique, tomo l, págs. 204 y siguientes.) 
 
(8) Plutarco, Numa, XVII; Plinio, Hist. nat., XXXIV. No es, sin duda, más que una 
leyenda; pero prueba que los romanos veían en sus corporaciones una de sus instituciones 
más antiguas. 
 
(9) Etude historique sur les corporations professionnelles chez les Romains, tomo I, págs. 
56-57. 
 
(10) Ciertos historiadores creen que, desde un principio, las corporaciones estuvieron en 
relaciones con el Estado. Pero es indudable, en todo caso, que su carácter oficial se 
desenvolvió de una manera diferente bajo el Imperio. 
 
(11) Les Classes ouvrières en France jusqu 'à la Révolution, I, 194. 
 
(12) Ob. cit., I, 194. 
 
(13) La mayor parte de los historiadores estiman que algunos colegios eran más o menos 
sociedades de socorros mutuos. 
 
(14) Ob. cit, I, 330. 
 
(15) Ob. cit., I, pág. 331. 
 
(16) La Religion romaine, II, págs. 287-288. 
 
(17) Ob. cit , I, págs. 217-218. 
 
(18) Ob. cit., I, pág. 221.—Véase sobre el mismo carácter moral de la corporación para 
Alemania, Gierke, Das Deutsche Genossenschaftswesen, tomo I, pág. 384; para 
Inglaterra, Ashley, Hist. des Doctrines économiques, tomo I, pag.101. 
 
(19) Ob.cit., pág. 238. 
 
(20) Ob. cit., págs. 240-261. 
 
(21) Ver especialmente Année seciologique, I, págs. 313 y sigs. 
 
(22) Esta idea la hemos desenvuelto en Le Suicide, pág. 433. 
 
(23) Parece más probable que las centurias así denominadas no contenían a todos los 
carpinteros, todos los herreros, sino sólo a aquellos que fabricaban o reparaban las armas 
y las máquinas de guerra. Dionisio de Halicarnaso nos dice formalmente que los obreros 
así agrupados tenían una función puramente militar, no eran, pues, colegios propiamente 
dichos, sino divisiones del Ejército para la guerra. 
 
(24) Todo lo que decimos sobre la situación de las corporaciones deja intacta la cuestión 
controvertida de saber si el Estado, desde un principio, ha intervenido en su formación. 
Aun cuando hubieran estado desde un comienzo bajo la dependencia del Estado (lo que 
no parece probable), es un hecho que no afectaban a la estructura política. Tal es lo que 
nos importa. 
 
(25) Si se desciende un grado en la evolución, su situación todavía es más excéntrica. En 
Atenas, no sólo son extrasociales, sino casi extralegales. 
 
(26) Waltzing, ob. cit., I, pág. 85 y sigs. 
 
(27) Ob. cit., I, 31. 
 
(28) Ob cit., I, 191. 
 
(29) Ver Rietschel, Markt und Stadt in ihrem rechtlichen Verhältnss, Leipzig, 1897, 
passim, y todos los trabajos de Sohm sobre el particular. 
 
(30) Rietschel, ob. cit., I, 193. 
 
(31) 0b. cit., I, 183. 
 
(32) Es verdad que, cuando los oficios se organizan en castas, ocurre que, rápidamente, 
ocupan un lugar visible en la constitución social; tal es el caso de las sociedades de la 
India. Pero la casta no es la corporación Es esencialmente un grupo familiar y religioso, 
no un grupo profesional. Tiene cada una su grado propio de religiosidad. Y como la 
sociedad se encuentra organizada religiosamente, esta religiosidad, que depende de causas 
diversas, asigna a cada casta un rango determinado en el conjunto del sistema social. Mas 
su función económica nada significa en esta situación oficial. (Consultar Bouglé, 
Remarques sur le régime des castes, Année sociologique, IV.) 
 
(33) No hablamos de la organización internacional, la que, a consecuencia del carácter 
internacional del mercado, se desenvolvería necesariamente por encima de esta 
organización nacional, única que puede actualmente constituir una institución jurídica. La 
primera, en el estado presente del derecho europeo, no puede resultar más que de arreglos 
libres efectuados entre corporaciones nacionales. 
 
(34) Esta especialización no podría hacerse sin ayuda de asambleas electivas encargadas 
de representar a la corporación. En el estado actual de la industria, esas asambleas, así 
como los tribunales encargados de aplicar la reglamentación profesional, deberían, 
evidentemente, comprender a los representantes de los asalariados y a los representantes 
de los empresarios, como ya ocurre en los tribunales de prud'hommes; y ello en propor-
ción a la importancia respectiva, atribuida por la opinión a esos dos factores de la 
producción. Pero, si es necesario que unos y otros se encuentren en los consejos 
directivos de la corporación, no es menos indispensable que, en la base de la organización 
corporativa, formen grupos distintos e independientes, pues sus intereses son con mucha 
frecuencia rivales y antagónicos. Para que puedan libremente tener conciencia, es preciso 
que la adquieran por separado. Los dos grupos así constituidos podrían después designar 
sus representantes a las asambleas comunes. 
 
(35) Ver más adelante I, II, cap. III, párrafo 4. 
 
(36) Ver más adelante, lib. I, cap. VII, párrafo 3.° 
 
(37) No queremos, sin embargo, decir que las circunscripciones territoriales estén 
destinadas a desaparecer por completo, sino tan sólo que pasarán a un segundo plano. Las 
instituciones antiguas jamás se desvanecen ante las instituciones nuevas, hasta el punto de 
no dejar rastro. Persisten, no sólo porque sobrevivan, sino también por persistir algo de 
las necesidades a que respondían. La vecindad material constituirá siempre un lazo entre 
los hombres; por consiguiente, la organización política y social a base territorial subsistirá 
ciertamente. Sólo que no tendrá ya su actual preponderancia, precisamente porque ese 
lazo pierde fuerza. Por lo demás, antes hemos demostrado que, incluso en la base de la 
corporación, se encuentran siempre divisiones geográficas. Además, entre las diversas 
corporaciones de una misma localidad o de una misma región, habrá necesariamente 
relaciones especiales de solidaridad que reclamarán, en todo tiempo, una organización 
apropiada. 
 
(38) Le Suicide, págs. 434 y sigs. 
 
(39) Ver más adelante, I, III, cap. II. 
 
(40) Es verdad que, allí donde el testamento existe, el propietario puede, por sí mismo, 
determinar la transmisión de sus bienes. Pero el testamento no es otra cosa que la facultad 
de derogar la regla del derecho sucesorio; y esta regla es la que constituye la norma con 
arreglo a la cual se efectúan las transmisiones Estas derogaciones, por lo demás, 
generalmente son muy limitadas y son siempre la excepción. 
 
 
 
 
DE LA DIVISIÓN DEL TRABAJO SOCIAL 
 
INTRODUCCIÓN 
 
El problema. 
 
Aunque la división del trabajo no sea cosa que date de ayer, sin embargo, solamente a 
finales del siglo último es cuando las sociedades han comenzado a tener conciencia de 
esta ley, cuyos efectos sentían casi sin darse cuenta. Sin duda que en la antigüedad 
muchos pensadores se apercibieron de su importancia; pero Adam Smith es el primero 
que ha ensayado hacer la teoría. Es él, además, quien creó este nombre que la ciencia 
social proporcionó más tarde a la Biología. 
 
Hoy día se ha generalizado ese fenómeno hasta un punto tal que salta a la vista de todos. 
No hay que hacerse ya ilusiones sobre las tendencias de nuestra industria moderna; se 
inclina cada vez más a los mecanismos poderosos, a las grandes agrupaciones de fuerzas 
y de capitales, y, por consecuencia, a la extrema división del trabajo. No solamente en el 
interior de las fábricas se han separado y especializado las ocupaciones hasta el infinito, 
sino que cada industria es ella misma una especialidad que supone otras especialidades. 
Adam Smith y Stuart Mill todavía esperaban que al menos la agricultura seria una 
excepción a la regla, y en ella veían el último asilo de la pequeña propiedad. Aun cuando 
en semejante materia convenga guardarse de generalizar con exceso, sin embargo, 
parécenos hoy difícil poner en duda que las principales ramas de la industria agrícola se 
encuentran cada vez más arrastradas en el movimiento general (1). En fin, el mismo 
comercio se ingenia en seguir y reflejar, en todos sus matices, la diversidad infinita de las 
empresas industriales, y mientras esta evolución se realiza con una espontaneidad 
irreflexiva, los economistas que escrutan las causas y aprecian los resultados, lejos de 
condenarla y combatirla, proclaman su necesidad. Ven en ella la ley superior de las 
sociedades humanas y la condición del progreso. 
 
Pero la división del trabajo no es especial al mundo económico; se puede observar su 
influencia creciente en las regiones más diferentes de la sociedad. Las funciones políticas, 
administrativas, judiciales, se especializan cada vez más. Lo mismo ocurre con las 
funciones artísticas y científicas. Estamos lejos del tiempo en que la Filosofía era la 
ciencia única; se ha fragmentado en una multitud de disciplinas especiales, cada una con

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