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Seguí, L Sobre la responsabilidad criminal psicoanálisis y criminología

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SECCIÓN DE OBRAS DE PSIQUIATRÍA, PSICOLOGÍA, PSICOANÁLISIS 
SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
Psicoanálisis y Criminología 
'-J 
LUIS SEGUÍ 
SOBRE LA 
RESPONSABILIDAD 
CRIMINAL 
Psicoanálisis y criminología 
Epílogo 
GUSTAVO DESSAL 
~ 
'-.___,> 
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA 
Primera edición, 2012 
Seguí, Luis 
Sobre la responsabilidad criminal. Psicoanálisis y criminolo-
gía/ Luis Seguí; epílogo de Gustavo Dessal. - Madrid: FCE, 2012 
255 p.; 21 x 14 cm - (Colee. Psiquiatría, Psicología y Psi-
coanálisis) 
ISBN 978-84-375-0683-8 
1. Psicoanálisis - Derecho 2. Criminología 
l. Dessal, Gustavo, epílogo II. Ser. III. t. 
LC HV6080 Dewey 364.3 S757s 
© 2012, Luis Seguí 
© 2012, del epílogo, Gustavo Dessa l 
D. R.© 2012, FONDO DE CUlTURA ECONÓM ICA DE ESPAÑA, S.L. 
Vía de los Poblados, 17, 4° - J 5 
28033 Madrid 
www.fondodeculturaeconomica.es 
editor@fondodeculturaeconomica.es 
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA 
Carretera de Picacho-Ajusco, 227 
14200 México, D. F. 
www.fondodeculturaeconomica.com 
Diseño de portada: Leo G. Navarro 
Fotocomposición: Anormi, S.L. 
Impresión: Afan ias, S.L. 
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra 
-incluido el diseño tipográfico y de portada- , 
sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, 
sin el consentimiento por escrito del editor. 
ISBN: 978-84-375-0683-8 
Depósito legal: M-35066-2012 
Impreso en España 
ÍNDICE 
Exordio .... ...... .. ........................... .. .............. . . 
1. De la medicina del alma a la concepción sanitaria de 
la penología ...... . ............................ ... .. .... ...... . 
2. El derecho, o la impotencia para regular el goce .... .... . 
3. Agresividad y violencia ..................................... . 
4. Patologías del acto ........................................... . 
11 
19 
31 
55 
75 
5. El mundo psi en el planeta judicial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95 
6. Los crímenes de la gente corriente......................... 113 
-· 7. El caso Hildegart o la ferocidad del superyó............ .. 127 
··8. Los crímenes inmotivados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149 
·9. Historia sin sujeto, sujeto sin palabra ...... ... ............. l 157 
10. Los semblantes burocráticos del mal absoluto . . . . . . . . . . . 177 
11. La pulsión de muerte en estado puro...................... 195 
12. Poder y responsabilidad........................ . ............ 211 
Epílogo, por Gustavo Dessal............................ . .... 249 
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7 
EXORDIO 
« [ ... ] la responsabilidad, es decir, el castigo, es una carac-
terística esencial de la idea del hombre que prevalece en 
una sociedad dada». 
Jacques LACAN y Michel CÉNAC 
La relación entre el derecho y el psicoanálisis-discursos ambos atra-
vesados por la filosofía, la ética y la moral- se remonta a finales del 
siglo XIX, nada más comenzar a difundirse en el ámbito académico 
los primeros escritos de Sigmund Freud. Esa relación, no exenta de 
fuertes controversias, viene impuesta no solo porque el sujeto del 
derecho es el mismo que el sujeto del psicoanálisis, sino porque cier-
tas actuaciones de esos sujetos producen consecuencias que merecen 
la atención de ambos discursos, especialmente cuando las acciones 
trascienden del ámbito privado para situarse en el terreno del delito 
y el crimen. Sostener que ambos discursos se refieren a un mismo 
sujeto, sin embargo, no implica desconocer una diferencia radical: 
mientras que para el derecho el inconsciente no existe en el momen-
to de juzgar un acto, el psicoanálisis no concibe al sujeto sino como 
sujeto del inconsciente, con las consiguientes diferencias en cuanto 
al criterio de responsabilidad. Dado que estas páginas están dedica-
das a explorar los encuentros y desencuentros de los sujetos con la 
ley en sus dos vertientes -como ordenamiento jurídico y como 
interdictora estructural-, así como las diferentes respuestas que reci-
be desde uno y otro ámbito al mismo tiempo que se confronta con 
sus efectos, el enfoque de la cuestión se centra en las conductas 
transgresoras de las leyes penales, que afectan directamente al llama-
do orden público, por oposición a los conflictos de intereses parti-
culares que merecen la atención de otras ramas del derecho. 
Aunque la psiquiatría se ocupó tempranamente de la relación 
entre la locura y el crimen -la relación entre médicos alienistas y 
11 
12 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
juristas se inició en la primera mitad del siglo XIX- dando origen a 
la especialidad de la psiquiatría criminal, la aparición del psicoaná-
lisis actuó como un revulsivo en el ámbito de la psiquiatría clásica. 
Freud se interesó acerca de las motivaciones e impulsos de los sujetos 
delincuentes y su relación con el inconsciente ya en 1906, cuando 
pronunció en Viena -invitado por el profesor de jurisprudencia 
Alex Loffler- la conferencia editada después con el título de «La 
indagatoria forense y el psicoanálisis»; un tema que volvería a abor-
dar en textos posteriores. Jacques Lacan daría testimonio del mismo 
interés a partir de su tesis -De la psicosis paranoica en sus relaciones 
con la personalidad-, de sus comentarios de la misma época en 
torno a los crímenes de las hermanas Papin, y después, en 1948 
y 1950 respectivamente, en La agresividad en psicoanálisis y en la 
ponencia presentada con Michel Cénac, «Introducción teórica a las 
funciones del psicoanálisis en criminología». 
La condición humana no predispone a los hombres a la suje-
ción voluntaria de sus instintos. De ahí que para ser capturado por 
el discurso de la ley, un discurso -dice Lacan en Las psicosis- «que 
le es ajeno, y con el que, como animal, nada tiene que ver», Freud 
construyó el mito del asesinato del padre y el consiguiente pacto 
entre los hermanos parricidas; a partir de aquel crimen primor-
dial, el sujeto deberá comparecer como culpable para responder 
por esa deuda simbólica, «que no cesa de pagar cada vez más en su 
neurosis». Con el relato sustancial del mito desplegado en Tótem y 
tabú -retomado después en numerosos textos-, Sigmund Freud se 
adscribe a una variante de las teorías contractualistas, a las que se 
sumaban también Althusius, Hobbes, Spinoza, Pufendorf, Locke, 
Kant, y más recientemente John Rawls, cuya característica común 
para explicar el origen de la organización social, del poder y por lo 
tanto del derecho -en suma, el paso del estado de naturaleza a la 
cultura-, es la suposición de un hipotético pactum societatis por el 
que los hombres aceptan convivir sin asesinarse unos a otros, 
seguido del pactum subjectionis, por el que ceden el monopolio de 
la violencia a una autoridad investida de poder. 
Es necesario, sin embargo, separar el cuestionable contenido 
mitológico de la narración, en cualquier caso imposible de verifi-
car históricamente, de la más probable hipótesis sobre el origen del 
EXORDIO 13 
derecho: inventando el mito del asesinato del padre, Freud señala 
el momento histórico indeterminado a partir del cual surge la ley 
en sus dos vertientes, la del derecho, y esa otra no escrita «con la 
que cada sujeto se castiga en nombre de una deuda simbólica que 
paga cada vez más en su neurosis», al decir de Lacan. O, dicho de 
otro modo, es el precio a pagar por el sujeto a cambio de una 
renuncia a las pulsiones asesinas e incestuosas, y la inevitable 
adscripción al malestar. 
El hecho constitutivo del malestar característico de la relación 
del sujeto con la ley es la existencia misma de la ley, que se le impo-
ne de una parte como un fenómeno estructural -la zona oscura, 
generalmente desatendida por el discurso jurídico- y, de la otra, 
como la encarnación simbólica del discurso del amo. El orden jurí-
dico emerge como un intento de evitar el exterminio recíproco 
sumando fuerzas en contra de aquellos que seatreven a romper el 
pacto, al tiempo que ahoga las propias pulsiones asesinas a través 
de la venganza ejercida en nombre de la ley. Ahí identificaba Freud 
uno de los «principios fundamentales del orden penal humano», 
donde se mezclan los deseos reprimidos en el criminal con las pul-
siones propias de los ejecutores de la ley. 
Constantemente, se comprueba la actitud ambivalente del suje-
to con respecto a la ley, considerada en su versión más visible y 
cotidiana, como es el corpus jurídico en el que se sostiene el Estado, 
esto es, la institución a través de la cual el amo moderno se expre-
sa y que pone en acto -respaldado por la capacidad para emplear 
la fuerza- para hacer que la cosa funcione. El peso de las identifi-
caciones de un lado, y la coerción acompañada de la amenaza de 
castigo de otro, consiguen que la mayor parte de los sujetos que 
integran el cuerpo social se contenga ante la tentación de dar rienda 
suelta a sus impulsos más primarios; y aun de modo inconsciente, 
también porque, al reprimir aquella tentación, reclama la presencia 
de un Otro que castigue a aquellos en quienes ha fracasado la pro-
hibición, obteniendo una doble respuesta satisfactoria: encuentra 
una justificación noble a la represión de sus deseos, y los realiza por 
medio de aquellos investidos de poder encargados de «vengar a la 
sociedad ultrajada», en palabras de Freud. Para este, «la acentua-
ción del mandamiento "No matarás" nos ofrece la seguridad de que 
14 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos 
que llevaban el placer de matar, quizás como nosotros mismos, en 
la masa de la sangre». 
La persistencia de la violencia y el crimen, a lo largo de la his-
toria, no es más que una proyección colectiva de las patologías 
individuales; la pulsión de muerte desatada a escala global. Los 
asesinatos masivos, las guerras en general, más crueles cuanto más 
familiarmente próximos son los bandos implicados, como prueba 
de la ambivalente relación entre lo familiar, lo más próximo -Heim-
lich- y lo siniestro -Unheimlich-, los actos de genocidio ampara-
dos en pretextos de «limpieza étnica», son parte de aquello que 
Lacan incluía en lo que llamó una clínica de la civilización, cuya 
naturaleza merece también ser interrogada a la luz de la responsa-
bilidad objetiva y subjetiva. La pulsión de muerte en estado puro 
que se desata en las guerras, durante las cuales el sujeto suele 
encontrar la ocasión para liberar sus impulsos homicidas, es abor-
dada en los últimos dos capítulos. Si el crimen, cuando abarca un 
gran número de víctimas -como ha señalado Jacques-Alain 
Miller-, pasa de ser un asunto jurídico a convertirse en una cues-
tión política, entonces la responsabilidad y el castigo dejan de estar 
guiados por criterios de justicia para someterse a la conveniencia 
de quien tiene el poder de administrarla. 
El primer derecho parece haber sido el resultado de lo que Walter 
Benjamin denominó «violencia fundadora», generadora del pacto 
por el que los hombres acordaron normativizar su conducta futura 
para asegurar la continuidad de la especie, mediante la instaura-
ción de una forma elemental de autoridad cuya misión principal 
consistía en mantener una paz siempre precaria y relativa, sirvién-
dose para ello de lo que el mismo Benjamin llamó «violencia 
conservadora». Ese hipotético contrato destinado a imponer un 
cierto orden en el primitivo lazo social, fue seguramente más obe-
diente a la necesidad que a consideraciones morales, como el mismo 
Kant se vería obligado a reconocer al abordar la cuestión de la paz. 
Todas las elaboraciones racionales y las justificaciones morales en 
las que se sostiene cualquier orden jurídico -y las instituciones 
edificadas para conservarlo y defenderlo- se han ido desarrollando 
en paralelo con la mayor complejidad de las diversas sociedades 
EXORDIO 15 
humanas, hasta formar un corpus donde el derecho aparece 
como un conjunto de normas, la mayor parte de ellas incom-
prensibles para los legos, con las que se rellenan las es-
tructuras jurídico-institucionales, produciendo así un efecto de 
ficción. 
El amo es un significante, pero un significante que se encarna 
en instituciones, y estas se corporizan en sujetos que representan a 
ese Gran Otro de la ley: hermeneutas de los textos a través de los 
que el discurso del amo se hace presente para regular las diversas 
modalidades del vínculo social, garantizar su funcionamiento, 
y resolver los conflictos individuales y colectivos manteniendo 
el control social. Y si bien, en tiempos de hegemonía planetaria del 
discurso capitalista, se constata un declive del discurso del amo, 
el significante amo continúa vigente en tanto es el inconsciente: 
determina la castración, promueve las identificaciones y las dife-
rencias, funda los grupos, homogeneiza, segrega los goces. Para 
obtener obediencia, el amo debe hacer semblante de proveedor de 
certezas, y es función del discurso proporcionarlas. 
Así pues, cuando se habla del derecho, de la ley positiva, se está 
haciendo comparecer dos elementos inseparables: el discurso del 
amo y el poder -para los que el semblante cumple la función de 
ocultar la falta-, que sitúan la cuestión simultáneamente en el 
ámbito de lo político y de la política. 
La ley, que representa el orden simbólico por excelencia, manda 
y censura, ordena y prohíbe, marca los límites que no deben ser 
traspasados. Pero mientras que, en el campo jurídico, la vulnera-
ción del orden normativo acarrea un castigo -no hay derecho si no 
va acompañado de poder coactivo-, ejecutado por uaj~uez en fun-
ción del grado de culpa imputable al transgresor y a la responsabi-
lidad que se le atribuya, el psicoanálisis asigna al sujeto el rol de 
juez de sí mismo. Y en tanto que un juez puede desresponsabilizar 
a un sujeto -incluso siendo culpable-, para el psicoanálisis aquel 
siempre es responsable desde su ingreso en la lengua. Es preciso 
señalar, sin embargo, que la relación que establecía Lacan en 1950 
-«La responsabilidad, es decir, el castigo ... »-, bien que referida al 
ámbito jurídico, no es automática: una declaración legal de res-
ponsabilidad no conlleva necesariamente el castigo. 
16 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
Para el derecho, el loco no es responsable. No puede, por 
lo tanto, responder, hacerse cargo de las consecuencias de sus 
actos. Para el psicoanálisis, negar a un sujeto la posibilidad de 
asumir el resultado de sus acciones equivale a expulsarlo del 
mundo, de la cultura: convertirlo en un no-sujeto. Un juez puede 
absolver a un acusado aun siendo culpable por falta de pruebas 
que le incriminen - o bien porque no ha cometido realmente el 
delito- , declarándole inocente, porque no es tarea de los jueces 
pronunciarse acerca de la condición estructural de la culpa, 
sobre la que los psicoanalistas y los sujetos concernidos sí saben, 
o pueden saber. 
La aspiración de los juristas es que la ley, el corpus juris, hable 
con una sola voz y que los textos lo contengan todo: hacer del dere-
cho una ciencia cuya coherencia normativa contemple todas las 
hipótesis y prevea todas las respuestas. Pero si la verdad no puede 
ser dicha toda, si el lenguaje es insuficiente, impreciso, si entre el 
enunciado y la enunciación puede mediar un abismo, y la letra 
impresa - «Ese soporte material que el discurso concreto toma del 
lenguaje», en palabras de Lacan- pone en evidencia el vacío por-
que escribir es mostrar la falta, entonces hay que concluir que a la 
justicia, como a la mujer, solo se puede mal-decirla. 
Responsabilidad-un concepto «transclínico», según Serge Cottet-
es una expresión común al derecho y al psicoanálisis -como culpa, 
demanda, represión, prohibición, forclusión-preclusión, entre otros-
cuya homofonía puede inducir a error pero que tienen distintos 
significados según el contexto. El derecho penal y la criminología 
de un lado, y el psicoanálisis de otro, están necesariamente abona-
dos al interés por lasllamadas patologías del acto, aunque sus res-
pectivas miradas se orientan en diferentes direcciones. Sin embargo, 
parece pertinente interrogarse acerca de la posible intersección 
donde coexistan espacios de intervención en relación con los anti-
guos y nuevos malestares. Hay que preguntarse si, además de aquellas 
situaciones límite en las que emergen la violencia y los diferentes 
modos de pasaje al acto, opera en el discurso jurídico el plus de goce 
propio del fracaso de las exigencias superyoicas que se manifiestan, 
cotidianamente, en la conflictiva relación de los sujetos con la ley. 
En una realidad social como la actual, en la que se evidencia una 
EXORDIO 17 
tendencia a la desresponsabilización e infantilización del sujeto, y 
a dejar en manos de los especialistas psi el tratamiento de la enfer-
medad mental como un desajuste yoico que en ocasiones coincide 
con el acto criminal, el psicoanálisis está sobradamente legitimado 
para hacerse oír. 
) 
l. DE LA MEDICINA DEL ALMA A LA CONCEPCIÓN 
SANITARIA DE LA PENOLOGÍA 
«En nombre de sus pretensiones periciales el discurso 
médico se convertirá en el arma de lo arbitrario». 
Jean-Claude M ILNER 
1 
A finales del siglo XVII I, una etapa caracterizada por el despliegue 
de lo que Gaston Bachelard definió como «el estado científico», 1 la 
psiquiatría sustituyó a los medievales juicios de Dios en un contex-
to en el que la cultura occidental experimentaba la eclosión de la 
modernidad, y parecía confirmarse el triunfo inapelable del pensa-
miento ilustrado. El racionalismo - fundado en el derecho natural 
o bien en el positivismo- se presentaba como un conjunto de ver-
dades establecidas, en tanto el romanticismo antirracionalista y el 
tradicionalismo parecían derrotados, definitivamente, después de 
la caída del Antiguo Régimen y fracasados los posteriores intentos 
restauracionistas. Los descubrimientos científicos y sus aplicacio-
nes técnicas dominaban una escena en la que la condena de la 
democracia y la modernidad por parte del Vaticano -iniciada con 
el Syllabus del papa Pío IX y reiteradas por sus sucesores hasta las 
vísperas de la Segunda Guerra Mundial- se mostraba impotente 
para contener los cambios culturales y políticos propiciados por lo 
que se llamó la era liberal. A partir de la Revolución Francesa -el 
hecho simbólico fundante de la modernidad-, la exaltación del 
individuo se unió a la preocupación por lo social, propiciando la 
emergencia de nuevas disciplinas agrupadas en las que se denomi-
1 BACHELARD, Gaston (1987): La formación del espíritu científico. México: 
Siglo xx1, p. 9. 
19 
) 
20 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
narían ciencias humanas, como la sociología -así nombrada por 
primera vez en 1837 por Auguste Comte-, aunque su autonomía y 
los progresos en sus investigaciones estuvieron durante décadas 
lastrados por la influencia del positivismo, su apego a los concep-
tos y métodos de las ciencias físico-matemáticas o la pretensión de 
explicar los comportamientos individuales y colectivos en base a 
supuestas leyes naturales. Otro tanto ocurrió con la criminología, 
en su origen más interesada por el crimen y qué hacer con los 
autores -una etapa en la que es determinante Jeremy Bentham y su 
proyecto del panóptico- que en estudiar las causas del delito y al 
sujeto delincuente mismo; un enfoque que llegaría a partir de la 
segunda mitad del siglo xrx con la «Scuola Positiva» de Lombroso, 
Ferri y Garófalo. 
Si bien el interés por las patologías psíquicas y la enfermedad 
mental en sus diversas modalidades -la enfermedad invisible, 
como la llamó Paracelso- y los primeros intentos clasificatorios 
se remiten al menos al siglo XVI, es a partir de las primeras déca-
das del XIX cuando se cruzan el incipiente saber médico-psi-
quiátrico y el orden jurídico. En 1764, Cesare Beccaria publicó 
De los delitos y las penas -libro que la Iglesia católica incluyó 
inmediatamente en el Índex-, obra emblemática del derecho 
penal de la modernidad basado en los axiomas que sostienen 
que «no puede aplicarse a un sujeto una pena si el hecho del 
que se le acusa no ha sido antes tipificado como delito; que un 
acto es punible solo si ha violado una ley», y que «debe ser pro-
bada la existencia del acto criminal y la relación causal con el 
sujeto acusado». Se dio, además, un paso extremadamente 
importante en el camino de la secularización de la sociedad, al 
afirmar el principio de que el pensamiento no delinque (cogni-
tationis poenam nemo patitur), equivalente al pleno reconoci-
miento de la libertad de conciencia -«La peor cosa del mundo», 
según el papa Clemente VIII- y un claro desafío al dogmatismo 
eclesiástico, que no reconocía como válida ninguna ley que no 
fuera conforme a la moral cristiana. 
En el campo de la medicina, la psiquiatría alcanzó su autono-
mía como especialidad en las primeras décadas del siglo xrx. En 
1810, el médico anatomista vienés e inventor de la frenopatía, 
DE LA MEDICINA DEL ALMA A LA CONCEPCIÓN SANITARIA 21 
Franz Joseph Gall, editó De Craneologia,2 un texto en el que de-
sarrollaba una teoría tendente a explicar los comportamientos cri-
minales como originados en malformaciones cerebrales. En los 
mismos años, Pinel hizo los primeros diagnósticos diferenciando 
el comportamiento de los criminales del de los enfermos mentales. 
Su discípulo Jean-Étienne-Dominique Esquirol, el gran teórico de 
la psiquiatría del siglo XIX, fue el primero en intentar establecer 
una distinción clasificatoria de los síntomas y cuadros clínicos3 
contemporáneamente a la promulgación del Código Penal francés 
de 1810, en cuyo artículo 64 se decía que «no hay crimen ni delito 
cuando el imputado actúa en estado de demencia en el momento 
de la acción», inaugurando la calificación de inimputable -aunque 
en el texto no se utiliza todavía esta expresión-, dando estatuto 
legal a los cambios operados en la consideración de la locura y de 
los locos -y de los actos de estos contrarios a la ley- iniciados en 
las últimas décadas del siglo XVIII. En 1835, Esquirol, junto con 
otros colegas, tuvo ocasión de emitir dictamen pericial sobre el 
estado mental de Pierre Riviere, quien ese mismo año había asesi-
nado a su madre, a su hermana y a su hermano.4 Al diagnosticar 
que Riviere había dado signos de alienación mental desde los cua-
tro años de edad, y que sus crímenes se debieron únicamente al 
delirio que padecía, Esquirol y sus colegas proporcionaron argu-
mentos para que el rey Luis Felipe conmutara la pena de muerte a 
la que el reo había sido condenado, aunque el acusado, sustituyén-
dola por la conmutación propició un efecto indeseado: cerrado el 
camino expiatorio de la guillotina, abandonado sin posibilidad -si 
es que la había- de subjetivación de sus crímenes, Pierre Riviere se 
2 Se podría interpretar como una involuntar ia contribución al desarro llo de 
la psiq uiatría el hecho de que a Gall se le prohibiera, en Viena, continuar con sus 
trabajos «porque sus doctrinas eran fuente de ateísmo». Emigró a Francia, donde 
obtuvo la nacionalidad y siguió investigando. 
3 SAUVAGNAT, Frarn;:ois (2004): «Diabolus in Psychopathologia o crimen, perver-
sidad y locura», en: ÁLVAREZ MARTÍNEZ, José M." y ESTEBAN ARNÁIZ, Ramón (comps.) : 
Crimen y locura. Valladolid: Asociación Española de Neuropsiquiatría, p. 207 y ss. En 
este artículo, hay un interesante examen de los debates sobre las monomanías, la teo-
ría de Lombroso y la polémica entre los alienistas. 
4 FoUCAUlT, Michel (2001): Yo, Pierre Riviere ... Un caso de parricidio del siglo 
XIX. Barcelona: Tusquets. 
22 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
ahorcó en su celda. Su caso sirvió, sin embargo, para impulsar la 
cadena perpetua, y al mismo tiempo favoreció el desarrollo de 
la investigación acerca de las causas, la naturaleza y la clasificación 
de las diversas patologías psiquiátricas. Aquel dictamen también 
supuso la introducción de un concepto fundamental tanto para el 
saber médico-psiquiátrico como para el psicoanálisis,y de ambos 
con el ordenamiento jurídico: la responsabilidad del sujeto criminal. 5 
En La recepción del psicoanálisis en España, Thomas F. Glick 
atribuye al doctor Luis Simarro, que había estudiado psiquiatría 
con Charcot en París, una cierta «intuición psicoanalítica» en sus 
trabajos de investigación y en las clases que dictaba. Simarro había 
fundado en 1894 el Laboratorio de Antropología Pedagógica, y 
había adquirido gran notoriedad por su participación como peri-
to en el «caso Galeote» -un sacerdote que, en 1886, había asesina-
do a su obispo de tres disparos-, aunque a tenor del contenido de 
su dictamen sobre la personalidad del homicida no resulta fácil 
confirmar tal intuición. El diagnóstico que hizo Simarro del cura 
Cayetano Galeote -secundado por su colega Escuder- le acercan 
más a las tesis de la antropología criminal, ya que se basaba más 
bien en las teorías degeneracionistas y somaticistas que, por enton-
ces, se habían impuesto sobre las monomanías. 6 
Sin embargo, e independientemente del mayor o menor radica-
lismo de las posiciones respectivas, la intervención de los psiquia-
tras en el juicio -tanto los propuestos por la defensa del acusado 
como por el fiscal-, el informe que el mismo tribunal solicitó a una 
comisión de médicos forenses cuando ya se había pronunciado 
la condena a mu~rte de Galeote, y la opinión final de la Real Aca-
demia de Medicina, significaron en conjunto un rotundo éxito 
5 Como señala Manuel Cruz en su artículo «Razón y responsabi lidad», 
incluido en la citada compi lación de Álvarez Martínez y Esteban Arnáiz, Crim.en 
y locura, (2004), p. 207, el sustantivo responsab il idad es relativamente reciente, 
probablemente del siglo x1x. Aunque el dictamen de 1835 no lo emplea, el con-
cepto está implícito en su contenido y conclusiones. 
6 En «Crimen y locura: el caso Galeote ( 1886-1887)» (en: ÁLVAREZ MARTfNEZ 
y ESTEBAN ARNÁIZ, op. cit.). En las p. 35 y ss., Ricardo Campos hace un excelente 
resumen de las diversas posiciones que sostenían los alienistas de la época y de los 
esfuerzos de los psiquiatras para obtener legitimación social y ante los tribunales. 
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1 ~'f't. . l 
1 
DE LA MEDICINA DEL ALMA A LA CONCEPCIÓN SANITARIA 23 
para el saber médico-psiquiátrico: pese a la observación del fiscal 
acerca de las limitaciones de «la ciencia frenopática» para adoptar 
«un criterio aceptado por todos para distinguir los caracteres posi-
tivos de la locura» , los juristas deberían en el futuro contar con los 
alienistas a la hora de determinar el grado de responsabilidad de 
los sujetos criminales.7 La interpretación y aplicación del artículo 
8.0 del Código Penal de la época, que establecía que «están exentos 
de responsabilidad el imbécil y el loco, a no ser que hubieran obra-
do en un intervalo de razón» , continuaba principalmente en 
manos de los jueces, pero estos no podrían prescindir de la opi-
nión médica para determinar cuánto de imbécil y de loco era el 
sujeto al que juzgaban. 
2 
Es sabido que, en España, los primeros escritos de Freud se iban 
conociendo al poco tiempo de ser publicados en original, y si bien 
sus obras completas no serían editadas en castellano hasta 1922, 
puede decirse que el psicoanálisis tuvo una presencia relevante -y 
muy polémica-, tanto en el ámbito de las distintas especialidades 
de la medicina como entre los juristas, desde los primeros años del 
siglo xx. En el artículo antes citado, Thomas F. Glick reseña las 
diferentes actitudes adoptadas por los principales neurólogos y 
psiquiatras de la época, en la que la psicología estaba «bajo el 
encantamiento de la experimentación y del fisiologismo». Escribe 
lo siguiente: «La psiquiatría se atiene a criterios organicistas [ ... ] 
se basa en criterios morales o vagas normas higiénicas. No hay tra-
dición ni interés por la psicoterapia». Y a esa «actitud previa de 
falta de expectativas» atribuye el hecho de la falta de interés por la 
teoría y los resultados de los progresos que llegan de Viena o 
7 Pese a la condena a muerte, Galeote no fue ejecutado. Una comisión médi-
ca le declaró loco y murió en el manicomio de Leganés, donde Simarro era direc-
tor. Por otro lado, los informes de la comisión de forenses y de la Real Academia 
de Medicina se fundaron en descripciones psicologistas y no en las teorías dege-
neracionistas. 
24 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
Zúrich. Si bien existían opiniones más matizadas, como las de 
Ortega y Gasset, o ciertamente escépticas, como las de Nicolás 
Achúcarro, podían leerse críticas como las de Miguel Gayarre, 
para quien las teorías de Freud no tenían futuro en España por-
que «a su juicio no hay material adecuado para el psicoanálisis, 
que es cosa de judíos y consanguíneos, que acumulan neuropa-
tías sexuales hasta estigmas degenerativos».8 O el rechazo sin 
paliativos de Enrique Fernández Sanz, quien sostenía que «como 
método terapéutico, el psicoanálisis debe desecharse por ser ya 
no inútil, sino además perjudicial».9 Hay que señalar que, a pesar 
de la presunta falta de interés por las teorías y los progresos que 
se hacían en Viena o Zúrich -y también en Múnich, donde ense-
ñaba Emil Krapelin-, que Glick atribuye a la «falta de expec-
tativas» y a la hegemonía del fisiologismo, paulatinamente iba 
abriéndose paso también en España un pensamiento y una prác-
tica renovadoras, a pesar de la resistencia ofrecida por los secto-
res vinculados a la tradición médica más conservadora. Si bien es 
cierto que, a inicios de los años treinta, se comenzó a enseñar la 
psiquiatría como una disciplina independiente, algunos médicos 
españoles se habían especializado acudiendo a cátedras extranje-
ras, como Manuel Sacristán -discípulo de Krapelin-, director del 
Manicomio de Mujeres de Ciempozuelos, que habría de desem-
peñar un papel relevante en el juicio de la parricida Aurora 
Rodríguez Carballeira como perito de la defensa. A la misma 
generación de psiquiatras abiertos a las nuevas teorías pertene-
cían Ángel Garma, Gonzalo Rodríguez Lafora y Julia Corominas, 
por mencionar a los más destacados. 
En 1940, se editó en Buenos Aires el libro Psicoanálisis criminal, 
del jurista español Luis Jiménez de Asúa, un meritorio intento de 
aplicar las teorías psicoanalíticas a casos criminales. Jiménez de 
Asúa, catedrático de Derecho Penal y formado en el pensamiento 
freudiano, había tenido un destacado papel como abogado y dipu-
8 
Citado por GLICK, Thomas F. (1981): «La recepción del psicoanálisis en 
España», en: revista Estudios de Historia Social, p. 30. 
9 
Glick señala, no obstante, que años después Fernández Sanz matizaría 
mucho esas críticas. 
DE LA MEDICINA DEL ALMA A LA CONCEPCIÓN SANITARIA 25 
tado socialista en las Cortes Constituyentes españolas, donde pre-
sidió la comisión parlamentaria que redactó la Constitución repu-
blicana, y participó activamente en las discusiones sobre la ley del 
divorcio, el aborto o el sufragio femenino. 10 Jiménez de Asúa se 
había interesado tempranamente en la obra de Freud, convencido 
de los fecundos resultados que podían obtenerse de su aplicación 
en el derecho en general, y en el derecho penal en particular. No 
fue el único jurista interesado en vincular su disciplina con la salud 
mental; Saldaña, Ruiz-Maya y Rodríguez Lafora, entre otros, tam-
bién publicaron en esos años artículos, comentarios y libros en los 
que abordaban la relación entre crimen y locura. A partir de la 
publicación en castellano de sus obras completas, la teoría psicoa-
nalítica había obtenido un estatuto de respeto y disfrutado de una 
creciente influencia intelectual entre médicos de prestigio como 
Gregario Marañón -aunque con ciertas reservas-, César Juarros y 
José Sanchís Banús -estos más decididamente freudianos-, quie-
nes además, junto con Jiménez de Asúa en las Cortes, encabezaron 
el activismo en pro del reconocimiento de los derechos de la mujer 
y la «liberación sexual» .' 1 La obra legislativa de la Segunda Repú-
blica en materia de sanidad fue ingente, comenzandopor la reno-
vación del Consejo Nacional de Sanidad que habría de redactar la 
nueva Ley Orgánica de Sanidad. Se creó una Comisión Perma-
nente de Investigaciones Sanitarias y, en noviembre de 1931, el 
Consejo Superior Psiquiátrico. Gracias al impulso de muchos pro-
fesionales comprometidos con las reformas, en 1932 se fundó el 
Patronato de Asistencia Social Psiquiátrica, que recogió las expe-
10 El 12 de marzo de 1936, cuatro meses antes de la sublevación franquista, 
unos pistoleros falangistas intentaron asesinar a Jiménez de Asúa, que sobrevivió, 
aunque su escolta resultó muerto. Exiliado en Argentina, donde fue catedrático 
de Derecho Penal y Criminología en la Universidad de Buenos Aires, Jiménez de 
Asúa renunció a su cátedra en 1966 como protesta por la intervención de la po-
licía en los claustros en la llamada «Noche de los bastones largos» durante la 
dictadura del general Onganía. 
11 Thomas F. Glick, en su artículo «Psicoanálisis, reforma sexual y política en 
la España de entreguerras» (1981), revista Estudios de Historia Social, p. 10, sos-
tiene que «antes de la vuelta de Ángel Garma de Berlín no había ningún médico 
español que se declarase freudiano». 
26 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
riencias desarrolladas desde finales de la década anterior por la 
Liga de Higiene Mental, incorporando criterios renovadores en 
la asistencia a los enfermos mentales. Asimismo, hay que tener en 
cuenta que hasta entonces la psiquiatría ocupaba un lugar muy 
secundario en los programas de estudios de la carrera de Medicina, 
por lo que los esfuerzos para proporcionar a la especialidad un 
estatuto científico se correspondía con las ideas de una generación 
de profesionales que encontraron en el nuevo régimen el terreno 
propicio para aplicarlas. La derrota de la República en la Guerra 
Civil puso fin a aquella experiencia, y durante la dictadura fran-
quista los programas de estudio de la especialidad fueron expurga-
dos, y la práctica de la psiquiatría puesta en los centros públicos y 
privados bajo el control de los «psiquiatras oficiales» del régimen. 
En 1938, el psiquiatra y militar Antonio Vallejo Nájera, que era el 
jefe de los Servicios Psiquiátricos Militares, le propuso al general 
Franco crear un Gabinete de Investigaciones Psicológicas cuya fi-
nalidad sería investigar las raíces psicofísicas del marxismo. 
Recibida la autorización, Vallejo Nájera se aplicó a demostrar «la 
inferioridad mental de los partidarios de la igualdad social y polí-
tica», y «la perversidad de los regímenes democráticos favorecedores 
del resentimiento que promocionan a los fracasados sociales con 
políticas públicas, a diferencia de lo que sucede con los regímenes 
aristocráticos donde solo triunfan socialmente los mejores». La 
psiquiatría española de la posguerra estuvo bajo la influencia de 
este hombre, que en 1950 llegó a presidir el Primer Congreso 
Internacional de Psiquiatría, celebrado en París. Toda una genera-
ción de psiquiatras, con o sin formación psicoanalítica, debieron 
exiliarse, como Ángel Garma, Julia Corominas y muchos otros. 
Hubo casos excepcionales, como el de Carlos Castilla del Pino, que 
continuó con su trabajo profesional en las durísimas condiciones 
de la España de la posguerra y contribuyó a la formación de nume-
rosos colegas, y otros que también, en plena época franquista, 
fundaron las primeras asociaciones psicoanalíticas españolas en 
los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, vinculadas a la 
Asociación Psicoanalítica Internacional. La siguiente generación 
-la que pudo hacer estudios complementarios en el extranjero, e 
incluso participar en diversas experiencias «antipsiquiátricas» en 
DE LA MEDICINA DEL ALMA A LA CONCEPCIÓN SANITARIA 27 
otros países- fue la que encontró en la transición democrática la 
ocasión de tomar el testigo de sus antecesores en un contexto polí-
tico, social y cultural más receptivo, y participar en la renovación 
institucional en defensa de una psiquiatría pública. También, en los 
comienzos de la etapa democrática posfranquista, el desembarco en 
España de muchos psicoanalistas oriundos de Latinoamérica, espe-
cialmente de Argentina -el nombre de Óscar Masotta ocupa un 
sitio relevante entre los pioneros del psicoanálisis lacaniano-, ha 
contribuido decisivamente al impulso de la enseñanza y la prácti-
ca del psicoanálisis. 
El permanente interés de Luis Jiménez de Asúa por el psicoaná-
lisis le llevó a participar, en 1950, en la XIII Conferencia de Psico-
analistas de Lengua Francesa. En un anexo del libro Psicoanálisis 
criminal, el investigador dejó constancia de que «la ponencia de los 
doctores Cénac y Lacan -"Introducción teórica a las funciones del 
psicoanálisis en criminología" - es de suma importancia filosófica. 
Sus autores construyeron una valiosa contribución a los funda-
mentos del psicoanálisis criminal» .' Muchos juristas en diversos 
países advirtieron enseguida que la teoría -en especial, la filosofía 
del derecho-y la práctica jurídica podían verse notablemente enri-
quecidas con la incorporación del psicoanálisis, y ello con inde-
pendencia del mayor o menor rigor con el que fuera interpretada 
y aplicada la invención freudiana. 12 
El hecho de que, desde el principio, hayan sido los especialistas 
en derecho penal y criminología los más decididos partidarios de 
servirse del psicoanálisis en sus respectivas áreas de trabajo no 
debería sorprender, en tanto su trabajo se dirige a las denominadas 
patologías del acto. Tales patologías existieron siempre, pero el 
renovado interés por ellas de parte de la medicina y la jurispruden-
cia, a las que sumaron la sociología y la criminología, estaba en 
relación directa con la preocupación del amo moderno por man-
tener el control social. 
12 Resultaría imposible de enumerar, y no solo en el campo del derecho, la 
cantidad y variedad de tergiversaciones y lecturas sesgadas de la obra de Freud, 
efectuadas desde los más diversos posicionamientos ideológicos. 
28 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
3 
Con su comportamiento a-normal, es decir, al margen de las nor-
mas -sean estas normas leyes de obligado cumplimiento bajo la 
amenaza de coacción de los dispositivos institucionales, sean usos 
convencionales cuya transgresión es castigada con el rechazo social 
y la exclusión-, los locos y los criminales cuestionan el orden social 
y dejan en evidencia al poder desnudando su falta, mostrando que 
«hay algo que no funciona». Enviar a los criminales a galeras, a las 
colonias o al patíbulo son recursos que encuentran límites objeti-
vos: a mediados del siglo xrx, la segunda Revolución Industrial 
impulsa el desplazamiento de grandes masas de población del 
campo a las ciudades, y la concentración urbana es acompañada 
por un notable incremento de la criminalidad y de las denominadas 
conductas desviadas. 13 También por una más decidida interven-
ción del Estado en la regulación de los comportamientos indivi-
duales y colectivos, y las políticas destinadas a poner la psicología, 
la sociología y la criminología al servicio de lo que Michael 
Foucault definió como la sociedad disciplinaria, 14 un modelo que 
arranca a finales del siglo xvm y que desde entonces no ha cesado 
de perfeccionar sus técnicas y ampliar sus objetivos. 
Véronique Voruz15 describe muy bien cómo se ha impuesto-en 
particular en Inglaterra, pero con vocación de extenderse a otros 
países tradicionalmente menos pragmáticos- la política de la «go-
bernanza del riesgo», que pone a la criminología al servicio de las 
prácticas de control de los sujetos resto, simultáneamente con la 
utilización de la farmacología conjunta o alternativamente con 
la terapia cognitivo-conductual. El empleo de las teorías cogniti-
vas-conductuales -TCC- ha sido recomendado por el National 
Institute for Medica! Excellence y aconsejado por expertos selec-
13 
TAYLOR, l., WALTON, P. y YOUNG, J. (1990): La nueva criminología. Contri-
bución a una teoría social de la conducta desviada. Buenos Aires: Amorrortu.14 
FoucAULT, Michel (1995): La verdad y las formas jurídicas. Barcelona: 
Gedisa, p. 91. Se trata de cinco conferencias dictadas en la Universidad de Río de 
Janeiro en 1973. 
15 
VORUZ, Véronique (2009) : «Psicoanálisis y criminología: estrategias de 
resistencia», en: Las ciencias inhumanas. Madrid: Gredas. 
DE LA MEDICINA DEL ALMA A LA CONCEPCIÓN SANITARIA 29 
cionados por el Gobierno británico de cara a la reorganización del 
sistema de salud mental, porque se trataría de «terapias psicológicas 
basadas en la evidencia». Se presentan, explica Voruz, «como el mejor 
medio para reinsertar a los enfermos mentales», y el fin no es la cura-
ción sino obtener un cierto grado de estabilización que les permita 
hacerse cargo de sí mismos y contribuir al crecimiento del PNB. 
El concepto de sociedad de riesgo no solo tiene que ver con el 
aumento de la criminalidad y la mayor presencia de la violencia en 
la vida cotidiana -especialmente urbana-, sino con la percepción 
inducida interesadamente con fines de manipulación política, de 
que existen amenazas reales contra la seguridad de las personas, 
de los bienes e incluso del conjunto de la sociedad. Es obvio que 
ese estado de paranoia generalizada en las sociedades occidentales 
se ha visto potenciado a partir de los atentados que sacudieron al 
mundo en septiembre de 2001, a los que han seguido otros en 
diversos lugares, menos espectaculares pero siempre mortíferos, y 
constantemente incrementada desde entonces. Por lo que se refie-
re al primero de los aspectos señalados, el riesgo al que se ven cons-
treñidos a temer el conjunto de los ciudadanos provendría de 
aquellos sujetos que, como los locos y los criminales, representan 
un peligro real por sus acciones transgresoras, o un peligro poten-
cial estimado según las más modernas técnicas predictivas. En el 
primer caso, los dispositivos institucionales operan penalizando a 
los sujetos en función de la gravedad de los hechos cometidos (con 
frecuencia, aislándolos del resto de la sociedad mediante la reclu-
sión); y en cuanto a los que aún no se les pueden imputar delitos 
pero acerca de los cuales las autoridades ya saben que existe un alto 
porcentaje de probabilidad de que los cometan, los mismos dispo-
sitivos delegan su tratamiento en los expertos que han de estimar 
«los factores de riesgo [ ... ] e identificar los puntos de intervención 
posibles para remediarlos mediante las terapias cognitivo-con-
ductuales: una reeducación determinada. El sujeto es identificado 
como una máquina mal programada que se trata de reparar para 
prevenir la perturbación social» .16 
16 VORUZ, op. cit., p. 260. 
30 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
El discurso capitalista esbozado por Jacques Lacan, y cuya esen-
cia es la circularidad, funciona produciendo un efecto tiovivo: a 
mayor velocidad de circulación, aquellos sujetos que no disponen 
de un algún asidero son despedidos, expulsados del sistema, arro-
jados a las tinieblas de la desinserción en todas sus dramáticas 
modalidades. La exclusión y la precariedad se solapan: parados, 
jóvenes, adictos, inmigrantes, enfermos mentales, criminales; 
todos ellos, en mayor o menor grado, desechos de los que, sin 
embargo, los gobiernos no pueden desentenderse completamente. 
Hay una presión social para que el Gran Otro de la ley proteja a los 
buenos ciudadanos, a las personas normales, de los riesgos reales o 
potenciales que vienen o pueden venir de ese Otro que está fuera, 
al. margen, pero cuya presencia es inquietante. La demanda dirigida 
a las autoridades choca con la imposibilidad material de garantizar 
una seguridad completa, y la fantasía orwelliana de una sociedad 
transparente -versión actualizada del panóptico- opera de modo 
perverso en una doble dirección: por un lado, el amo no puede 
reconocer su impotencia, y se ve impelido a prometer soluciones; 
y por otro, las propuestas se orientan hacia un mayor control social 
generalizado a toda la población que se traduce en limitaciones y 
recortes de las libertades civiles al amparo de la forzada elección 
entre seguridad y libertad. La «gobernanza del riesgo» se sirve de 
la criminología, convertida en ciencia predictiva, para determinar 
el nivel de peligrosidad potencial de los sujetos sometidos a exa-
men, y, a expensas de la calificación -riesgo alto, medio o bajo-, 
adoptar las medidas políticas para proteger a la sociedad. Como 
lo ha~expresado un profesor de Derecho Penal y Criminología, en 
lo que se refiere al tratamiento del delito, «es hora de que las togas 
negras dejen paso a las batas blancas». 17 El malestar social ha sido 
sustituido por la enfermedad social, donde la concepción sanitaria 
de la penología tiene la palabra. 
17 
GARC!A PABLOS, Antonio (2009, junio): «Declaraciones al diario». El País. 
2. EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR 
EL GOCE 
«Quizás los jueces, los abogados, los profesores de dere-
cho, saben ellos más que nadie que no hay justicia. El dere-
cho no es la justicia. Sería muy peligroso que creyeran en 
la justicia, eso sería un delirio suyo, creer en la justicia». 
Jacques-Alain MILLER 
1 
Admitiendo que el derecho surgió para evitar el exterminio recí-
proco mediante la regulación de los lazos sociales, no debe olvidar-
se que su finalidad última -en lo que coinciden todas las escuelas 
jurídicas- es la de plasmar a través de la ley el ideal de justicia, el 
cual, como el de la felicidad o la verdad absoluta, integra ese orden 
utópico-imaginario al que la condición humana legítimamente 
aspira. No importa que nadie haya podido nunca definir lo que es 
la justicia sin incurrir en generalizaciones, tautologías o redundan-
cias: para Aristóteles, era «la cualidad moral que obliga a los hom-
bres a practicar cosas justas»; para Platón, la justicia se identificaba 
con el Bien Absoluto, al que se podía acceder tan solo mediante 
una experiencia mística; y los juristas romanos decían que la justi-
cia consistía en «dar a cada uno lo suyo». Incluso si se renuncia a 
la pretensión de definir_ la justicia en términos filosóficos en aras 
del positivismo y el pragmatismo, como hizo Hans Kelsen al carac-
terizarla como «la que se da en aquel orden social bajo cuya pro-
tección puede progresar la búsqueda de la verdad», la abstracción 
filosófica se resiste a ser expulsada: ¿quién determina en qué con-
siste la verdad? Sin embargo, y a pesar de lo inalcanzable de su 
objetivo, la persistencia del ideal de justicia resulta imprescindible 
para afirmar el carácter simbólico de la ley, de la que no basta con 
sostener que es el vehículo a través del cual el amo habla, se hace 
31 
32 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
obedecer y pone a los sujetos en fila. Todo sistema jurídico se basa 
en unos principios éticos, en unos valores y en unos presupuestos 
morales que, desde el punto de vista teórico, son materia propia 
de la filosofía del derecho pero que, en la práctica, constituyen el 
fundamento legitimador del sistema en su conjunto. O dicho de 
otro modo, la mayor o menor fidelidad con la que esos principios 
y valores se recojan no solo en la letra de la ley, sino especialmen-
te en su aplicación, será determinante para advertir si se está en 
presencia de un derecho justo, cuyas normas son acordes con la 
llamada moralidad positiva -es decir, con la moral dominante en 
una sociedad y un tiempo determinados, y a cuyos principios 
ajustan su conducta la mayoría de los miembros del grupo-, o si, 
por el contrario, la percepción subjetiva imperante en la comu-
nidad sanciona como injusta esa ley. Esta no es una cuestión 
meramente académica en la medida en que conduce a formularse 
interrogantes de cuya respuesta pueden derivarse importantes 
consecuencias: ¿por qué hay que obedecer a la ley?; ¿hay que obe-
decer cualquier ley por el hecho de serlo?; ¿está justificada la 
desobediencia a una ley injusta? Estos interrogantes adquieren 
la mayor relevancia en relación con la ley penal, que es el ámbito 
donde la acción humana se confronta conla culpa, la responsabi-
lidad y el castigo. 
En 1847, el procurador real de Prusia, Julius von Kirchmann, 
pronunció en Berlín una conferencia cuyo título -«La falta de 
valor de la jurisprudencia como ciencia»-, y especialmente su con-
tenido, convulsionó los ámbitos jurídicos y políticos más allá de las 
fronteras germanas. En un momento histórico de crisis política y 
de cierto vacío filosófico, en particular en la filosofía del derecho, 
cuestionada la Escuela Histórica del Derecho y en retroceso el 
derecho natural, la tesis de Kirchmann encontró el campo abona-
do en medio del escepticismo y el desprestigio del idealismo, y 
también muchas reacciones adversas. En síntesis, venía a argumen-
tar que la jurisprudencia, entonces sinónimo de ciencia del dere-
cho, carecía de los requisitos fundamentales para obtener estatuto 
científico: no se podía denominar ciencia, argumentaba, una disci-
plina que se alimenta de las imperfecciones de su objeto, un obje-
to fragmentario, cambiante y confuso. El dictamen lapidario de 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 33 
Kirchmann fue que «tres palabras rectificadoras del legislador y 
bibliotecas enteras se convierten en basura». Hijo de su tiempo, 
y en consecuencia tributario de los conceptos científicos de la 
época, el jurista alemán no hacía sino recoger los testimonios que 
desde el Renacimiento, pasando por Petrarca, Erasmo o Luis Vives, 
mostraron su aversión hacia la ciencia del derecho incluyendo, 
como señala Legaz y Lacambra en su Filosofía del Derecho,1 las iro-
nías y las burlas acerca de los juristas, desde Rabelais y Montaigne 
hasta el escepticismo de Pascal, hacia la justicia humana. Cuando 
Kirchmann dictó su conferencia, estaba en pleno auge ese «espíri-
tu científico» caracterizado por la fe en las ilimitadas posibilidades 
del conocimiento: una ciencia que descubre, con éxito irrefutable, 
las eternas e inmutables verdades encerradas en la naturaleza. Sin 
embargo, Kirchmann iba más allá de la crítica del derecho como 
carente de valor científico; proponía politizar la jurisprudencia 
limitando al mínimo las leyes positivas supremas, para que la solu-
ción de las cuestiones derivadas, menores, quedaran en manos del 
pueblo que, haciendo oír su voz, realizara el derecho en su forma 
pura y auténtica. Independientemente del candor que hoy se 
pueda atribuir a semejante propuesta, es imposible desvincularla 
de la situación política y social que entonces prevalecía en los esta-
dos germanos -que muy poco tiempo después se constituirían en 
un Estado unificado-, de efervescencia del patriotismo liberal y de 
aspiraciones reformadoras mezcladas con el Volksgeist hegeliano 
(un concepto peligroso que el nacionalsocialismo llevó hasta sus 
últimas consecuencias: el ideólogo nazi Alfred Rosenberg afirmó 
que «derecho es aquello que el hombre ario considera justo»). 
Más radicales aún que Kirchmann, en la primera mitad del 
siglo XX los suecos de la Escuela de Upsala llegaron a profesar una 
especie de nihilismo jurídico que no solo negaba cientificidad a la 
jurisprudencia, sino que cuestionaba la existencia misma del de-
recho. La pretendida ciencia del derecho, según Andrea Wilhem 
Lundstedt, no era más que irrealidad y superstición, una construc-
ción ficticia que confundía causa y efecto y que pretendía otorgar 
1 LEGAZ Y LACAMBRA, Luis ( 1978): Filosofía del Derecho. Barcelona: Bosch, p. 220. 
34 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
racionalidad a aquello que es esencialmente irracional: la concien-
cia jurídica. La naturaleza presuntamente racional del hombre no 
era, para Lundstedt, más que una fase avanzada de la evolución, y 
todo lo que la conciencia jurídica se representa acerca de la justicia 
y la equidad no es el fundamento de las leyes, sino al revés: las leyes 
son las que crean esa conciencia jurídica. Si el «mecanismo jurídi-
co», como lo denominaba Lundstedt, dejara de funcionar, la con-
ciencia se derrumbaría y los hombres caerían en la pura y simple 
lucha egoísta e insolidaria, en contra del bien común, por lo que 
los juristas deberían limitarse a elaborar lo que él definía como una 
«construcción jurídica» orientada a beneficiar a la sociedad par-
tiendo de la realidad física y psíquica de los miembros de una 
comunidad dada, y a interpretar las leyes de modo que sirvieran 
para alcanzar sus aspiraciones y los medios para alcanzarlos. Otros 
representantes de la Escuela de Upsala, como Alf Ross y Carl 
Olivecrona, aunque manteniendo opiniones más templadas, coin-
cidían sin embargo en el rechazo del normativismo y en asignar a 
la jurisprudencia una función esencialmente práctica, dirigida al 
conocimiento de los hechos; en lugar de sesudas elucubraciones 
filosófico-jurídicas tendentes a legitimar el carácter científico de la 
jurisprudencia y a reivindicar su lugar entre las demás ciencias, 
estos juristas, siguiendo la estela del realismo jurídico y del prag-
matismo filosófico norteamericano de finales del siglo xrx, consi-
deraban al derecho un instrumento destinado a resolver conflictos 
como antes lo había hecho en sus orígenes la cultura grecolatina, 
de la que emergieron los principios fundamentales del pensamien-
to jurídico occidental.2 
La expresión jurisprudencia como sinónimo de ciencia del de-
recho o dogmática jurídica había entrado en desuso, cuando la 
rescató a partir de la mitad del siglo pasado el filósofo y jurista 
Norberto Bobbio, para diferenciarla de la teoría general del dere-
2 Coexisten muchas otras teorías acerca de la esencia del derecho. Para Niklas 
Luhman, por ejemplo, siguiendo la huella de Habermas y su teoría de la acción 
comunicativa, «las unidades básicas de un sistema jurídico no son ni las normas, 
ni los actores o las organizaciones [ ... ] sino que son los procesos comunicativos: 
el derecho es un sistema de comunicaciones» . 
~' .• <*'':' . ' " ,\ 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 35 
cho. Mientras que la primera tendría como objeto el estudio de los 
contenidos específicos del ordenamiento jurídico, la teoría general 
del derecho se dedicaría al estudio de la estructura de ese ordena-
miento: es una disciplina formal, sin dejar de ser un estudio cientí-
fico o, lo que es lo mismo, una teoría del derecho positivo válida 
para un sistema determinado. La esencia de esta diferencia reside en 
que la experiencia jurídica se presenta como un conjunto de reglas 
de comportamiento, y que tales comportamientos están regulados. 
«La investigación sobre los comportamientos -escribe Bobbio- no 
puede dejar de remitir continuamente al estudio de la regla en 
la que están colocados y que ese estudio es [ ... ] un aspecto del 
conjunto del trabajo del jurista. Pero se entiende también que la 
investigación sobre la regla, dentro de la que se comprenden los 
comportamientos concretos, es algo esencialmente distinto del estu-
dio de los propios comportamientos comprendidos en la regla».3 
Como ha escrito el mismo Bobbio, la jurisprudencia nunca ha 
podido reconocerse a sí misma plenamente en la definición de 
«ciencia» que ha sido formulada por las diversas teorías, y aunque 
rechaza la objeción de Kirchmann, asume las dificultades que pre-
senta el hecho de que la jurisprudencia trata con hechos de la 
experiencia social, y que «todos los elementos constitutivos de una 
definición general de la regla jurídica son empíricos». Un pensador 
tan inteligente y sutil como Norberto Bobbio no podía ignorar 
-y no lo hizo- que los argumentos para cuestionar el carácter cien-
tífico del derecho no son irrelevantes, y que, de hecho, mantienen 
su vigencia. El recurso dialéctico del que se sirve para sortear esta 
dificultad y, así, elevar el derecho a la dignidad (supuesta) de la 
ciencia, consiste en apelar a un equivalente de las tesis falsables de 
Popper, esto es, a citar en su auxilio a los metodólogos que sostie-
nen que las proposiciones científicas no son incondicionalmente 
verdaderas, en el sentido de que reproduzcan una propuesta, sino 
que «elacento ha pasado de la verdad al rigor [ ... ] la cientificidad 
de un discurso no consiste en la verdad, es decir en la correspon-
dencia de la enunciación con una realidad objetiva, sino en el rigor 
3 BOBBIO, Norberto (1990): Contribución a la Teoría del Derecho. Madrid: 
Debate, p. 77. 
36 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
de su lenguaje [ . .. ] en la coherencia de un enunciado con todos 
los demás enunciados que forman un sistema con aquel».4 
2 
Aun admitiendo provisionalmente que el derecho es una ciencia 
-en realidad, no se trata aquí de terciar en esa polémica ni de 
juzgar sobre las razones que puedan alegarse en uno u otro senti-
do-, la cuestión de fondo es bien distinta y se refiere a la naturale-
za y al contenido mismo del derecho, a su materialización en lo 
que llamamos la ley, a la mayor o menor eficacia con la que sirve 
al objetivo declarado de plasmar la justicia, y a la posición del sujeto 
como resultante de la intersección del discurso jurídico con el dis-
curso psicoanalítico. Las reglas de comportamiento -las normas-, 
cuyo estudio ha dado lugar a una especialidad que es la lógica 
deóntica, se sirve de un lenguaje propio que constituye la lengua 
del legislador y cuyo contenido debe ser interpretado por los jue-
ces encargados de aplicar la ley. Aunque la lógica jurídica se esfuer-
za por proporcionar reglas cuya coherencia garantice la coherencia 
estructural del conjunto del sistema, sus principales impulsores 
reconocen -y lamentan- que la llamada ciencia jurídica no haya 
avanzado en la utilización de las herramientas conceptuales de las 
que se sirven matemáticos y físicos para fundamentar sus respecti-
vas disciplinas. Siguiendo la estela de Georg von Wrigth, los ar-
gentinos Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin5 emprendieron, a 
partir de 1960, la tarea de aplicar la lógica deóntica al estudio no 
solo de las normas, que son prescriptivas, sino también de las pro-
posiciones normativas, que son descriptivas, mediante la aplica-
ción de cálculos formales que permitían explicar racionalmente el 
proceso de sistematización del derecho eliminando las contradic-
ciones, asegurando su coherencia interna, la completud y la inde-
pendencia. Hay que señalar que una -si no la principal- causa de 
4 BOBBIO, op. cit., p. 180. 
5 ALCHOURRÓN, Carlos y BULYGIN, Eugenio (1991): Análisis lógico y Derecho. 
Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 37 
desvelo de los juristas es la pretendida plenitud hermética del dere-
cho, es decir, que no existan las llamadas lagunas normativas, y 
que, si existen hechos o situaciones no regulados por el legislador, 
ello se deba a una decisión consciente de este. Se trata de una polé-
mica que atraviesa el discurso jurídico y que es abordada median-
te diversas estrategias según las tendencias, pero que siempre acaba 
en lo que Norberto Bobbio define como «la parte crítica común e 
indispensable a toda ciencia [ ... ] el análisis del lenguaje, en espe-
cial aquella parte del mismo que atañe específicamente a la ley, y 
que es el lenguaje del legislador». Bobbio coincide con los lógicos 
en que el derecho no es una ciencia experimental, susceptible de 
verificar comportamientos empíricamente constatados del univer-
so de la física o de la naturaleza, sino que se trata de regular com-
portamientos futuros de sujetos; además, disiente al rechazar que la 
jurisprudencia pueda ser equiparable a una ciencia formal como 
las matemáticas o la lógica, ya que aquella tiene como objeto «un 
contenido determinado de un determinado discurso, el del legisla-
dor o de las leyes», y no la forma de cualquier posible discurso.6 
La tal plenitud hermética del derecho no es sino una construc-
ción imaginaria propia de los hacedores de leyes, que, poseídos por 
el horror vacui, pretenden encerrar en la letra de la ley todas las 
alternativas e hipótesis imaginables relativas a los comportamien-
tos de los sujetos en sociedad y a las consecuencias jurídicas que 
habrían de generar aquellos. Es inevitable vincular esta actitud 
característica de los codificadores -y también, como se verá, de 
otros sujetos que operan en las instituciones- con la neurosis obse-
siva, e igualmente inevitable es señalar la estrecha relación existente 
entre la exigencia de completud del orden normativo, como con-
trapartida especular a la evidencia de la división subjetiva: así, la 
Verleugnung funciona como barrera protectora contra la duda, 
la inseguridad y la incerteza que amenazan aquello que el discurso 
jurídico se atribuye como proveedor de sentido y garante del orden 
social. Sin embargo, el lenguaje del legislador adolece de falta de 
rigor, es necesariamente incompleto, y la multiplicación y solapa-
6 BOBBIO, op. cit., p. 183. 
38 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
miento de reglas - en muchas ocasiones, contradictorias entre sí-
requieren la intervención posterior, cuando hay que aplicar las 
normas, de una tarea de interpretación dirigida a tapar la falta ori-
ginal de aquello que ha de devenir como la palabra de la ley.7 La 
labor de los intérpretes -otros legisladores, los jueces al tiempo de 
aplicar la ley-, tal y como la define Norberto Bobbio, comienza por 
algo que este autor percibe que está «más allá del lenguaje» y que 
se trata «del espíritu, voluntad, pensamiento, intención del legisla-
dor», y agrega que «lo que yo llamo voluntad, pensamiento, espíri-
tu, intención, es aferrable solo en el momento en que se expresa en 
palabras o en todo caso en signos, es decir cuando comienza su 
vida en el mundo de la comunicación intersubjetiva». E insiste: 
«Por interpretación de la intención [ ... ] se debe entender el uso de 
todos aquellos medios para establecer el significado de una palabra 
o grupo de palabras usadas: pero todos estos medios, recuérdese, 
son lingüísticos». 8 ¿Comunicación intersubjetiva? ¿Interpretación 
de la intención? Los textos dicen lo que dicen, y no deben ser inter-
pretados ni glosados, sostenía la escuela de la exégesis, y el comenta-
rio que hizo Napoleón Bonaparte al respecto es suficientemente 
ilustrativo: «Se han cargado mi código», dijo, refiriéndose a los 
comentaristas. Sin embargo, y con ciertas licencias, a la letra de los 
textos también podría aplicarse el célebre apotegma lacaniano: «(lo) 
que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se oye ... ». 
Resultaría difícil hallar un mejor ejemplo para ilustrar los efec-
tos de esa hiancia9 en el discurso jurídico, que solo podría ser sutu-
rada desde y por el discurso psicoanalítico, y es conmovedor el 
7 De ahí que cada ley deba ser complementada con un reglamento, que pres-
cribe el modo de aplicarla, y modificada la misma ley periódicamente en un 
(vano) intento de aprehender lo real. 
8 BOBBIO, op. cit., p. 188. 
9 Aunque no lo recoge el D iccionario de la Real Academia Española y tampoco 
el María Moliner, «hiancia» se trata de un barbarismo derivado de hiato emplea-
do para traducir la expresión francesa béance, que significa abertura, separación, 
oquedad. Lacan lo utiliza abundantamente en su obra. La hiancia se refiere al espa-
cio existente entre dos significantes y que la teoría lacaniana postula como el espa-
cio que da lugar a la emergencia del sujeto del inconsciente. En este sentido, el 
inconsciente mismo puede ser considerado como una hiancia en la autoconcien-
cia de sí, una falla, oquedad o agujero en la conciencia. Por otra parte el concepto de 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 39 
esfuerzo intelectual de Bobbio cuando parece percibir que no hay 
metalenguaje, al insistir en que la intención o el pensamiento del 
legislador solamente produce efectos cuando se plasma en pala-
bras «o en todo caso en signos»; y no obstante se contradice fla -
grantemente con respecto a su anterior convicción de que ese 
«algo» que cita -espíritu, voluntad, pensamiento, intención- «está 
más allá del lenguaje». Intuye que no todo se puede decir, que no 
todo encuentra cabida enla lengua, y pese a ello mantiene la espe-
ranza: «Lo que importa establecer es que el lenguaje del legislador 
es, en este sentido específico de falta de plenitud, incompleto, y que, 
como cualquier lenguaje que se va haciendo cada vez más riguro-
so, pueda ser completado», escribe. 10 
A finales del siglo XVIII, Jeremy Bentham irrumpió en la filoso-
fía jurídica y en la teoría del lenguaje intentando conciliar los con-
ceptos de claridad, verdad y certeza, desde la óptica del utilitarismo 
y con vistas a su aplicación tanto en el ámbito de la justicia como 
de la propia lingüística. 11 Inspirado en las tesis iluministas de Hume 
y Locke, en un contexto histórico fuertemente influenciado por las 
ideas de la Revolución Francesa, y en medio de una crisis de la eco-
nomía mercantilista, la doctrina utilitarista se fundó en el axioma: 
«La mayor felicidad para el mayor número». Asociado al positivis-
mo, el utilitarismo se impuso como único criterio de lo bueno y de 
lo malo, de lo justo y de lo injusto, de los juicios morales y de las 
opciones jurídico-políticas durante la modernidad, frente a quie-
nes lo combatían desde una óptica claramente kantiana, como 
hizo John Rawls en su ya clásica Teoría de la justicia, donde plan-
tea cuál debería ser el modelo justo de sociedad. Sin embargo, y 
hiancia remite a la teoría laca niana sobre la causalidad psíquica, al hecho, regis-
trado por la experiencia de la cura, de que entre un efecto y su causa no existe una 
relación de continuidad y determinación absoluta, sino un espacio de indetermi-
nación. La hiancia juega aquí un papel decisivo en la consideración de la estruc-
tura subjetiva, puesto que dicha indeterminació n tiene consecuencias, no so lo clí-
nicas, sino fundamentalmente éticas, en la medida en que para Lacan la acción 
inconsciente no exime al sujeto del deber de asumir la responsabilidad de su 
acció n. (Nota redactada por Gustavo Dessal). 
IO Jbíd. , p. 189. 
11 
BENTHAM, Jeremy (2005): Teoría de las ficciones. Madrid: Marcial Pons. 
40 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
pese a las críticas que puedan dirigirse tanto a sus excesos como a 
sus carencias, ¿la concepción utilitarista no refleja con mayor fide-
lidad la condición humana real que el idealismo kantiano? Los 
filósofos argentinos del derecho de la escuela de la Teoría Crítica, 
dirigida por Enrique Marí, y estudiosos del pensamiento bentha-
miano, rescataron, en la década de los años setenta del siglo pasa-
do, la importancia de sus teorías no solo en relación con el orden 
jurídico, sino también en cuanto puede extenderse a la política y su 
relación con el psicoanálisis. 12 En su primera versión de la teoría de 
las ficciones -«Una ficción es una falsedad arbitraria emitida por 
un juez para dar a la injusticia el color de la justicia»-, Bentham 
obvia las diferencias entre los errores producidos por simple igno-
rancia, las ficciones legales necesarias para resolver situaciones de 
hecho y las falsedades intencionadas con fines prevaricadores; 
el radicalismo de esa posición original puede explicarse por las 
mismas razones políticas que impulsaban a Bentham a enfrentar-
se con el jurista inglés más importante de la época, William 
Blackstone. Sin embargo, la evolución del pensamiento bentha-
miano ha de llevarle a una articulación mucho más fina de su teo-
ría del lenguaje con las ficciones; estas ya no son rechazadas de 
plano, sino que se reconocen como necesarias para el funciona-
miento del conjunto del sistema, y esta aceptación se deriva de la 
existencia de <<nombres de entidades reales y de nombres de enti-
dades ficticias», 13 designando los primeros objetos reales median-
te conceptos simples, y los segundos designando indirectamente a 
los primeros, clasificándose como términos ficticios de primero, 
segundo y tercer grado. No son las ficciones lo que ahora denuncia 
Bentham, sino su mal uso, asumiendo que ningún lenguaje puede 
prescindir de ellas; el uso incorrecto se produce cuando se toma 
el nombre de «entidades ficticias» por «entidades reales». «No es 
indispensable [ . .. ] la necesidad que pueda haber en establecer una 
ficción: basta el hecho de que esta sea real y universalmente estable-
12 MARI, Enrique (1987): «La teoría de las ficciones en Jeremy Benthan1», en: 
Derecho y psicoanálisis. Teoría de las ficciones y función dogmática. Buenos Aires: 
Hachette, pp. 16-56. 
13 Ibíd., p. 39. 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 41 
cicla y que esté tan firmemente injertada en cada lenguaje que es 
ahora imposible continuar el discurso sin ella», escribe. 
Fue santo Tomás, siguiendo a san Agustín, quien empleó la 
expresión fictio figura verúatis -la ficción es una figura de la ver-
dad-, y los canonistas, en su búsqueda de la palabra verdadera, los 
primeros en reconocer la utilidad de las ficciones y su carácter ins-
trumental, al tiempo que fundaron un método para alcanzar su 
objetivo: las notas y comentarios marginales, la glosa, como crea-
doras del derecho. La escolástica perfecciona el procedimiento en 
el que la lectio, la expositio y la sententia, junto con el examen de las 
quaestiones mediante la disputatio, garantizaban unas rectas conclu-
siones para dilucidar intrincados problemas filosóficos, teológicos y 
jurídicos. El axioma fictio figura veritatis revela que los doctores de 
la Iglesia sabían que, para que la palabra fuera aceptada como ver-
dadera, y por lo tanto inducir a la creencia y a la obediencia, debía 
ir acompañada de un efecto simbólico que complementase las 
insuficiencias del lenguaje: la palabra que dice la ley debe ser vero 
símil, similar a la verdad. Percibieron mejor que el utilitarismo el 
hecho de que las ficciones son algo más que instrumentos nece-
sarios para el funcionamiento de las instituciones y del poder. 
Son imprescindibles para los sujetos en su cotidianeidad porque 
-Lacan dixit- el hombre solo encuentra placer en las ficciones. 
La pretensión de encajar el derecho en la lengua -y de hacer 
sinónimos verdad y coherencia- ha sido siempre un desafío para 
los juristas. El fundador de la Sociedad Kantiana, Hans Vahinger, 
formuló hacia 1920 una teoría que combinaba idealismo y positi-
vismo denominada «ficcionalismo», también conocida como «teo-
ría del como si», un intento de combinar el idealismo con el posi-
tivismo, diferenciando las hipótesis de las ficciones que, según 
Vahinger, eran frecuentemente confundidas. Mientras que las hi-
pótesis estaban «dirigidas a la realidad en forma directa, con la 
esperanza de que la propuesta coincida con la percepción>>, las 
ficciones son construcciones arbitrarias sin reclamo de realidad, 
«invenciones que no pretenden afirmar un hecho real, sino un 
medio a través del cual la realidad puede ser abordada y asida». 14 
14 Ibíd., p. 43. 
42 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
Resulta evidente que el derecho no podría funcionar como encar-
nación del discurso del amo sin las ficciones y las presunciones, apli-
cables tanto a las normas superiores como a las inferiores que se 
derivan de aquellas, atravesando la denominada pirámide jerárquica 
en cuya cúspide está la ley suprema del Estado, llámese Constitución 
o Ley Fundamental. En estos tiempos de hegemonía planetaria del 
discurso capitalista, la encarnación estatal del amo puede revestir 
formas democráticas, autoritarias o abiertamente totalitarias: de lo 
que se trata es de que la cosa funcione. 15 Pierre Legendre sostiene 
que el derecho no es la palabra de un sujeto 16 sino una avalancha de 
textos con los que se rellenan las estructuras jurídico-institucionales, 
produciendo un efecto de ficción: el como si las instituciones habla-
ran. El derecho devendría así un «texto sin sujeto» en un doble 
aspecto. De una parte, parece como si detrás de las instituciones no 
hubiera nadie, que son los mismos códigos los que tienen vida, aun-
que al tiempo de ser aplicada, la ley se encarna en el ius dicere, el que 
está investido del poder de decir el derecho; y de otra parte, ese textose dirige a todos y a ninguno, pretende tener validez universal y, sin 
embargo, al aplicarse al caso concreto se singulariza: es entonces 
cuando, como en el psicoanálisis, opera uno por uno. 
De las arbitrariedades legales podría deducirse que el ordena-
miento jurídico es un orden(a)miento, un orden que miente, y en 
cuyo texto esa (a) sustraída y entendida como falta representaría 
aquello que está ausente: la justicia, no ya como mera abstracción, 
sino como plasmación de la ley. La justicia, como la verdad, no 
puede ser dicha toda -si es que algo se puede decir-, y la afirma-
ción de Lacan de que la verdad tiene estructura de ficción alcanza 
su auténtica dimensión cuando se relaciona con la verdad profun-
da que encierra el mito, una vez separada de las adherencias que lo 
adornan, invenciones de los sujetos para poder soportar aquello 
que de insoportable trae la verdad. Porque el discurso jurídico 
vigente en un espacio determinado tiene vocación de univer-
15 Aunque para los sujetos no es en absoluto indiferente vivir en un régimen 
democrático o en uno que no lo es. Tampoco para la práctica del psicoanálisis. 
16 Citado por Koz1cK1, Enrique (1982): El discurso jurídico. Perspectivas psico-
analíticas y otros abordajes epistemológicos. Buenos Aires: Hachette, p. 24. 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 43 
salidad, le es presentado a aquellos a quienes ha de aplicarse con 
el enunciado: «Todos iguales ante la ley», o «La ley es igual para 
todos», axiomas que encuentran en el normativismo liberal y 
democrático de Hans Kelsen su fundamento teórico, y que Jacques-
Alain Miller ha señalado 17 por oposición al decisionismo de Carl 
Schmitt, que exalta precisamente al que no es para todos, al menos 
uno que hace excepción, y que dio sustento jurídico al nacionalso-
cialismo. Y es que, en efecto, aunque la ley sea la misma, es en su 
aplicación donde residen las diferencias. La constatación de que 
mediante sutilezas de procedimiento y de interpretaciones diferen-
tes, los tribunales adoptan decisiones distintas -y a veces contradic-
torias entre sí- para juzgar situaciones aparentemente similares, 
pone en entredicho la eficacia de las instituciones destinadas a 
administrar justicia, así como la ecuanimidad que se le supone al 
juez. La gente acude a los tribunales en busca de justicia, y con lo 
que se encuentran es con la ley. ¿Y qué dice la ley? La ley dice lo que 
los jueces dicen que dice la ley: a esa percepción que tiene el común 
de la gente se le llama justicia subjetiva. 
3 
Interrogarse acerca de por qué los sujetos obedecen a la autoridad 
conduce a preguntarse por el modo en el que las instituciones se 
inscriben en la subjetividad, más allá de aquello que Étienne de la 
Boétie denominara, en el siglo XV I, «la servidumbre voluntaria». En 
1933, Sigmund Freud, respondiendo al requerimiento formulado 
por Albert Einstein, escribió que <<Una comunidad humana se man-
tiene unida merced a dos factores: el imperio de la violencia y los 
lazos afectivos, técnicamente llamados identificaciones, que ligan a 
sus miembros». 18 Muchos años antes, en 1909, el mismo Freud 
había percibido que «la credulidad en el amor constituyó [ . .. ] una 
17 M ILLER, Jacques-Alain (2002): De la naturaleza de los semblantes. Buenos 
Aires: Paidós, p. 60. 
18 FREUD, Sigmund (1997): ¿Por qué la guerra? Buenos Aires: Amorrortu, p. 
191. 
44 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
fuente importante, si no la primitiva, de la autoridad» .19 La ley 
debe ser percibida como una manifestación de amor de la que el 
amo-dispensador espera reciprocidad: ese amo que, además de ser 
obedecido, desea ser amado -es decir, reconocido- por los sujetos 
que se enlazan entre sí, un mecanismo combinado de identifica-
ciones vertical e identificación horizontal que Freud describió en 
1920, anticipándose a los grandes movimientos totalitarios de 
masas.20 El amo moderno ha heredado del antiguo un saber: el 
saber acerca de la eficacia del orden simbólico y de su funcionali-
dad social, tendente a reforzar las identificaciones para evitar tener 
que recurrir a la violencia como medio para mantener unida a la 
comunidad a través de aquello que Walter Benjamín definió como 
«violencia conservadora».21 
Cinco siglos antes, Nicolás Maquiavelo había advertido en El 
Príncipe que la naturaleza voluble del pueblo permite convencerle 
de una cosa, pero que la misma volubilidad hace difícil mante-
nerle convencido, por lo que recomendaba organizarse para que, 
cuando el pueblo ya no crea, se le pueda obligar a creer a la fuerza. 
No obstante, el florentino percibió - varios decenios antes que La 
Boétie, de quien bien podría considerarse la antítesis- que solo es 
duradero el dominio que se sostiene sobre la voluntad de los 
dominados. Y es que el derecho es, esencialmente, fuerza, aunque 
el monopolio de su ejercicio por el poder -monopolio al menos 
teórico, uno de los requisitos para constituir un Estado moderno, 
según Max Weber- esté reglado y limitado. Siguiendo a Bobbio, el 
uso de la fuerza coactiva por el Estado puede asumir cuatro for-
mas: a) el poder de constreñir a la fuerza a quienes no hacen lo que 
deberían hacer; b) el poder de impedir, por la fuerza, a quienes 
hacen lo que no deberían hacer; c) el poder de sustituir con la fuer-
za a quienes no han hecho lo que deberían hacer; y d) el poder de 
19 FREVD, Sigmund (2008): Tres ensayos sobre una teoría sexual. Buenos Aires: 
Amorrortu, p. 137. 
2° FREVD, Sigmund (1999a): Psicología de las masas y análisis del yo. Buenos 
Aires: Amorrortu. 
21 BENJAMIN, Walter (1995): Para una crítica de la violencia. Buenos Aires: 
Leviatán, p. 47. 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 45 
castigar con la fuerza a quienes han hecho lo que no deberían 
hacer.22 
Si antes de recurrir a la fuerza el amo aspira a ser voluntaria-
mente obedecido, ¿de dónde habría de emerger esa voluntad, tanto 
para obedecer como para no hacerlo, sino de la elección del propio 
sujeto? ¿Y cómo evitar, si es que se puede, retornar una y otra vez 
al discurso del amo cada vez que se somete a norma? 
A diferencia de las ciencias duras, en las llamadas humanas o 
sociales, y más recientemente conjeturales, tanto los investigadores 
como el objeto de su trabajo son sujetos, lo que permitiría abrigar 
la esperanza de que la subjetividad no quedara excluida. 23 Lacan 
denunció que, detrás de la pretendida asepsia científica, se oculta 
la ideología de la supresión del sujeto que, cabalgando a lomos de 
las tecnociencias, avanza sobre el campo del goce. Curiosamente, a 
pesar de ignorar la existencia del inconsciente, el derecho da cuen-
ta -sin saberlo y sin llamarlo por su nombre- de la presencia del 
goce. En el derecho romano antiguo, la Ley de las XII Tablas auto-
rizaba a los acreedores de un deudor insolvente o rebelde a matarlo, 
así como a repartirse los fragmentos de su cuerpo en proporción 
a sus respectivos créditos; hasta mediados del siglo XIX, incluso en 
la civilizada Europa, los reos eran ejecutados públicamente, para 
regocijo del público y de los propios verdugos. Ya Freud había 
advertido que, cuando un individuo había cometido una transgre-
sión, el castigo impuesto no se dirigía tan solo a impedir compor-
tamientos similares, sino también a expiar los impulsos asesinos de 
los demás miembros de la comunidad, bajo el amparo de la ley: la 
muerte impuesta por la colectividad se revistió entonces de justi-
cia, es decir, de venganza legal. 
Al comienzo de su seminario El reverso del psicoanálisis, dice 
Jacques Lacan: «Puesto que este año se trata de tomar al psicoaná-
22 BOBBlO, op. cit., p. 331. 
23 Al inicio de la informatización, ciertos juristas programaron ordenado-
res proveyéndolos de datos sobre casos-tipo, a fin de anticipar el contenido de 
las sentencias, prescindiendo de la intervención humana. También los juristas 
formalistas han intentado desarrollar una lógica jurídica que culmine en una 
axiomatización de la ciencia del derecho, unproyecto de desubjetivación con el 
argumento de «acercar el derecho a la neutralidad de la ciencia». 
\_ 
46 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
lisis del revés y, precisamente, darle su estatuto, el sentido del tér-
mino que suele llamarse jurídico. Esto, en todo caso, siempre ha 
tenido relación, y en el mayor grado, con la estructura del discur-
so. Si no es así, si no es en el derecho donde se palpa de qué modo 
el discurso estructura lo real, ¿dónde va a ser?»24 Esta es una afir-
mación y al mismo tiempo un interrogante provocador, por otra 
parte muy del estilo de Lacan: ¿el derecho estructura el mundo real 
en su discurso? Digamos que lo intenta, y naturalmente fracasa, en 
la medida en que lo real carece de ley, no tiene orden. Porque una 
cosa es la realidad -a la que Lacan parece referirse en este texto-y 
muy otra lo real de cada sujeto. Los juristas l~tinos lo sabían cuan-
do enunciaron el axioma necessitatis legem non habet (la necesidad 
no tiene ley). 
También en las primeras páginas de Aún había aludido Lacan 
al derecho, relacionando el derecho con el goce a través del ejem-
plo del concepto jurídico de usufructo. «El usufructo -dice- reúne 
en una palabra lo que ya evoqué en mi seminario sobre la ética, es 
decir la diferencia que hay entre lo útil y el goce [ ... ]. El usufructo 
quiere decir que se puede gozar de sus medios pero que no hay que 
despilfarrados. Cuando uno tiene el usufructo de una herencia se 
puede gozar de ella a condición de no usarla demasiado. Allí resi-
de la esencia del derecho: repartir, distribuir, retribuir, lo que toca 
al goce.25 
En este poner límites, con el fin de evitar que una invasión de 
goce sumerja a la sociedad en el caos -porque el horror que tiene 
el derecho al vacío expresa el miedo del amo a perder el con-
trol-, también se aprecia -de forma oculta para la mayoría- la 
razón por la cual el ideal de justicia es inalcanzable: porque no 
se puede garantizar un goce igual para todos. A cambio, como ya 
advirtió Freud al estudiar la psicología de las masas, el sujeto 
tiene que renunciar a su parte de goce para que los demás 
renuncien igualmente. 
Aquí es donde puede verse, en todo su alcance, el peso del 
orden simbólico, su importancia como regulador de las conductas; 
24 LACAN, Jacques (1991): El reverso del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós, p. 16. 
25 LACAN, Jacques (1989a): Aún. Buenos Aires: Paidós, p. 11. 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 47 
un orden que, como señala Lacan,26 «es más que una ley, es tam-
bién una acumulación, y además numerada. Es un ordenamiento». 
Y todo ordenamiento, para que cumpla su función -que no es otra 
que ordenar la vida de los sujetos a él sometidos- , requiere de unos 
rituales revestidos de una envoltura formal destinada a hacer creer 
que por su boca habla la palabra verdadera, un esfuerzo tanto 
mayor en cuanto que los legisladores son perfectamente conscien-
tes de que autorictas non veritas facet legem: es la autoridad, no la 
verdad, la que dicta la ley. E independientemente del reconoci-
miento teórico del principio de separación de los poderes del 
Estado, lo cierto es que, en mayor o menor medida según los paí-
ses, la justicia es tributaria de la política.27 Más tributaria cuanto 
más altas son las instancias decisorias. 
Y dado que lo real hace obstáculo a la simbolización, el signifi-
cante amo ha de esforzarse para promover las identificaciones, 
destacar las diferencias, homogeneizar y «repartir, distribuir, retri-
buir lo que toca al goce». La instauración de un superyó que encar-
ne el principio de autoridad para cada miembro de la comunidad 
depende del grado de eficacia de esa tarea, que consiste en hacer 
creer. Su fracaso abre la válvula de la violencia conservadora. 
El psicoanálisis es la página ausente en el discurso jurídico, 
aunque en ocasiones parece que el inconsciente emerge en la letra 
impresa: «Ese soporte material que el discurso concreto toma del 
lenguaje», en palabras de Lacan. El axioma res iudicata pro veritate 
habetur -la cosa juzgada se tiene por verdad-, además de una 
presunción tendente a evitar la prolongación indefinida de los 
pleitos, ¿no es un reconocimiento implícito de que, aquí también, 
la verdad tiene estructura de ficción? ¿Y no es acaso significativo 
que la parte resolutiva de las sentencias judiciales se denomine 
fallo? 
26 LACAN, Jacques (2008): De un Otro al otro. Buenos Aires: Paidós, p. 269. 
27 En el caso español, basta con observar el descaro con el que las diferen-
tes fuerzas políticas pugnan por colocar a jueces y magistrados ideológicamen-
te afines en los máximos órganos judiciales del Estado, e incluso en tribunales 
inferiores. \ 
48 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
4 
«Fiat iustitia et pereat mundi» . 
Un paradigma muy ilustrativo del carácter tributario que tiene la 
justicia con respecto al poder político, encarnado en la versión ins-
titucional del discurso del amo, lo constituyen los tres procesos 
penales a los que ha sido sometido el juez Baltasar Garzón por el 
Tribunal Supremo de España a partir del año 2010, y que han cul-
minado a comienzos de 2012 con una condena que lo expulsa de 
la carrera judicial. Titular durante más de veinte años de uno de los 
Juzgados de Instrucción de la Audiencia Nacional - un tribunal que 
tiene atribuciones para instruir y juzgar casos de especial trascen-
dencia penal, entre otros asuntos-, Garzón alcanzó notoriedad 
internacional como iniciador del encauzamiento del exdictador 
Augusto Pinochet, así como de otros imputados de diferentes países 
acusados de crímenes contra la humanidad, los derechos humanos, 
genocidio, torturas y desapariciones forzadas. Paralelamente a 
estas actuaciones de trascendencia internacional, el juez contribuyó 
muy eficazmente a la derrota del terrorismo de ETA, e investigó y 
envió a la cárcel a quienes consideró responsables de las acciones 
antiterroristas organizadas desde el aparato del Estado durante los 
gobiernos socialistas, poco después de que él mismo viera frustra-
das sus ambiciones políticas en su breve paso por las filas del PSOE 
como candidato independiente. De personalidad polémica y con-
trovertida, capaz de suscitar las más incondicionales adhesiones y 
los rencores más fervientes, Garzón se situó en el ojo del huracán 
del que se servirían sus muchos enemigos a diestra y siniestra para 
destruirlo profesionalmente, en el momento en que atravesó las 
líneas rojas políticas e ideológicas marcadas por un Partido 
Popular gravemente comprometido con la corrupción y cerrado a 
cualquier intento de revisión del pasado dictatorial franquista, y 
ante un Tribunal Supremo bien dispuesto a servirle en bandeja la 
cabeza del juez. 
Las tres querellas criminales contra Garzón fueron iniciadas 
por particulares, sin que los fiscales se sumaran a las mismas al 
considerar que las actuaciones del juez no incurrían en ningún 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 49 
tipo penal, por lo que ni siquiera deberían haber sido admitidas. La 
primera querella, impulsada por un sedicente sindicato llamado 
Manos Limpias - un grupúsculo fascista nostálgico de la dictadu-
ra-, le acusaba de prevaricación por haberse declarado competente 
para investigar los crímenes del franquismo, considerados por el 
juez como parte de un plan sistemático de exterminio de la oposi-
ción. La segunda, también por prevaricación, la inició un exfiscal y 
enemigo jurado de Garzón, en representación de los implicados en 
la trama Gürtel, una red de corrupción vinculada a numerosos 
cargos políticos del Partido Popular, que Garzón había investigado 
y desarticulado en el año 2009, por haber ordenado la intervención 
de las comunicaciones de los detenidos con sus abogados. Y final-
mente, se admitió otra querella por presunta prevaricación, estafa 
y cohecho, delitos en los que el juez habría incurrido aprovechán-
dose de unos cursos académicos en los que participó invitado por 
la Universidad de Nueva York entre los años 2005 y2006, un asunto 
que fue finalmente archivado por prescripción, no sin antes haber 
dejado constancia el instructor de que los delitos existían. El 
Tribunal Supremo dispuso que se celebrase primero el juicio por 
las escuchas telefónicas -a pesar de que cronológicamente le hu-
biera correspondido iniciar la serie al referido a los crímenes del 
franquismo- , una causa en la que la defensa de Garzón ofrecía 
varios flancos débiles que permitieron al Tribunal sustentar una 
sentencia condenatoria técnicamente inobjetable, suscrita por una-
nimidad de los siete magistrados del Tribunal, con la que quedó 
consumada la expulsión de Baltasar Garzón de la judicatura. 
Conseguido el principal objetivo de sus enemigos -políticos y 
personales-, es ya jurídicamente irrelevante que en el juicio si-
guiente haya sido absuelto de la acusación de prevaricación por 
incoar la causa por los crímenes del franquismo no siendo compe-
tente para ello, aunque desde luego nada irrelevante políticamente, 
dada la repercusión nacional e internacional que hubiera provocado 
una condena. De hecho, Garzón había admitido la incompetencia 
de su juzgado inhibiéndose en favor de los jueces en cuya juris-
dicción se hallasen las fosas de las víctimas, con lo que el asunto 
quedaría limitado a unas tareas de exhumación sin consecuencias 
para los verdugos, a menos que la voluntad indagatoria de Garzón 
\ 
50 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
encuentre continuidad en jueces de otros países, tan decididos 
como él a aplicar los principios de justicia universal. 
La condena por prevaricar -un delito que ejecutado por un 
juez consiste en dictar a sabiendas una resolución injusta- impues-
ta a Baltasar Garzón se basa en una interpretación rigurosa del 
derecho de defensa que asiste a todo imputado en un proceso 
penal, garantizando la privacidad de las comunicaciones con sus 
abogados, el respeto a la intimidad y el secreto profesional. 
Durante la instrucción del caso Gürtel, Garzón ordenó intervenir 
las comunicaciones que mantenían en la prisión los principales 
acusados con sus respectivos abogados, por considerar que existían 
indicios de que la relación profesional excedía el derecho de defen-
sa, en la medida en que los letrados actuaban como una correa de 
transmisión de instrucciones dirigidas a dar continuidad a las acti-
vidades criminales. Las cintas con las conversaciones transcritas 
por la policía eran entregadas en el juzgado, donde por orden del 
juez eran expurgados y eliminados los fragmentos ajenos al asun-
to investigado para «preservar el derecho de defensa», según orde-
nó verbalmente Garzón. Estas intervenciones no fueron objetadas 
en su momento por el ministerio fiscal. Sin embargo, cuando los 
detenidos sustituyeron a sus abogados por otros, el juez ordenó 
prorrogar la intervención de las comunicaciones sin motivar su 
decisión y sin que existieran indicios de que los nuevos letrados 
actuaran como cómplices de sus defendidos. Acerca de esta pró-
rroga, el ministerio fiscal se pronunció manifestando que no se 
oponía a la intervención «si bien con expresa exclusión de las 
comunicaciones mantenidas con los letrados que representan a 
cada uno de los imputados y, en todo caso, con rigurosa salvaguar-
da del derecho de defensa». 
Dado que la prevaricación es un delito de resultado formal, 
para cuya consumación no es necesario que la resolución injusta 
tenga una influencia real en el proceso, el solo hecho de intervenir 
las comunicaciones entre clientes y abogados sin motivo fundado 
hizo que el juez incurriera en dolo, ya que el hecho mismo de escu-
char las grabaciones efectuadas -aunque fuere con el pretexto de 
expurgarlas- permite al instructor disponer de una información 
obtenida ilícitamente aunque esta no sea posteriormente utilizada. 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 51 
Tales son, muy resumidos, los argumentos desplegados por el 
Tribunal Supremo para condenar al juez, reforzados con citas 
jurisprudenciales del mismo Tribunal, del Tribunal Constitucional 
y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, todas ellas referi-
das al derecho de defensa y las garantías destinadas a protegerlo. 
Sin duda, el Tribunal podría haber hecho una interpretación 
menos rigurosa de la actuación de Garzón, teniendo en cuenta que 
-tal y como se defendió el juez acusado- no aparece en las diligencias 
instruidas ninguna decisión que se hubiera adoptado en perjuicio de 
la defensa aprovechándose de la información recogida en las gra-
baciones. Y podría haber tenido en cuenta a favor de la absolución 
otros casos en los que también se han interceptado conversaciones 
entre clientes y abogados, sin que se acusase de prevaricación a los 
jueces que las ordenaron. Podría también haber excluido la inten-
ción dolosa amparándose en la orden verbal del juez a los policías 
y a los funcionarios de su juzgado, que confirmaron haberla reci-
bido, de que debían preservar el derecho de defensa al transcribir 
el contenido de las grabaciones, y utilizar la imprecisión y el vacío 
legal en la regulación de la intervención de la comunicación de los 
detenidos para eliminar tanto la responsabilidad objetiva como la 
subjetiva en las decisiones que adoptó el juez acusado. Y podría, 
finalmente, haber dictado una sentencia absolutoria apoyándose 
en la reiterada negativa del ministerio fiscal a sostener la acusa-
ción contra Garzón. El Tribunal no tomó en cuenta ninguna de 
esas circunstancias, así como ignoró las recusaciones formuladas 
por el acusado contra algunos de los magistrados que le juzgaban 
al estar contaminados por su intervención en el proceso de ins-
trucción de esta y otras causas. Y al carecer de dudas acerca de la 
intencionalidad dolosa, los siete magistrados firmaron un fallo en 
el que quedaba igualmente excluida la aplicación del principio in 
dubio pro reo. 
La sentencia que expulsó definitivamente a Baltasar Garzón de 
la judicatura es, a pesar de su aparente escrupulosidad técnica -y 
acaso tal escrupulosidad, así como la rapidez para redactar setenta 
folios y la fulminante velocidad para hacerla conocer, podría suge-
rir que ha sido una resolución decidida de antemano-, una prueba 
más de que la transición política española se detuvo a las puertas de 
52 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
los tribunales de justicia. La jubilación de unos cuantos jueces y la 
incorporación a la judicatura de muchos otros salidos en los últi-
mos años de la Escuela Judicial no han alterado el sesgo tradicio-
nalmente conservador de la institución, caracterizada por un 
cerrado corporativismo que encuentra su máxima expresión en el 
Consejo General del Poder Judicial, un órgano que a tenor de lo 
anunciado por el actual Gobierno estará integrado en el futuro 
exclusivamente por miembros de la carrera judicial. Teniendo en 
cuenta la estructura fuertemente jerárquica de la carrera y que los 
méritos -y deméritos- acreditados por cada uno influirán decisi-
vamente en las probabilidades de promoción, se explica que quie-
nes manifiestan públicamente su solidaridad con Garzón sean una 
exigua minoría, mientras que muchos otros, por envidia, resenti-
miento, diferencias ideológicas o afrentas reales o imaginarias, han 
colaborado en la campaña dirigida contra aquel. Si a esto se agrega 
la inquina de los numerosos enemigos políticos de casi todas las 
tendencias cosechados por el juez a lo largo de su ahora interrum-
pido ejercicio profesional, el dictamen del Tribunal Supremo no 
debería sorprender demasiado. 
Baltasar Garzón conocía sobradamente que todos sus enemigos 
esperaban el momento y las circunstancias propicias para ponerle 
al pie de los caballos. ¿Por qué, si lo sabía, cometió un error proce-
sal impropio de su experiencia y de su saber jurídico, ordenando 
una prórroga de las escuchas sin motivación alguna, que afectaban 
además a unos abogados defensores contra los que no había ningún 
indicio de complicidad-y si los había no los invocó ni razonó- con 
los imputados? A la vista delo ocurrido no parece impropio inter-
pretar su falta de prudencia como un auténtico acto fallido dirigido 
al Otro - a ese Otro que recogió ese pensamiento inconsciente que 
emergió en el sujeto Garzón empujándole a hacer otra cosa más 
allá de la intención manifiesta- para fundar en él la sentencia con-
denatoria. Poseído por el discurso de la ley, que él creyó encarnar 
-y con no poca arrogancia- identificó con la verdad y la justicia, el 
juez que adoptó como divisa el axioma fiat iustitia et pereat mundi 
-que se haga justicia aunque el mundo se hunda- se comportó 
como un fundamentalista al que su superyó le exigía profundizar 
más y más en el goce de la ley, aparentemente sin advertir que hay 
EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE 53 
un límite a partir del cual el apego a la norma, que en principio 
apuntala el discurso del amo, podía volverse contra él. Abonado a 
lo que Max Weber definió como ética de la convicción, ignoró que 
a la justicia solo se puede mal-decirla, y que ya los creadores del 
derecho latino sabían que no es la verdad la que dicta la ley, sino la 
autoridad. Es decir, el poder. 
3. AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA 
«Solo es posible engañar a la violencia en la medida en que 
no se la prive de cualquier salida, o se le ofrezca algo que 
llevarse a la boca». 
René GIRARD 
1 
A pesar de que, en la opinión pública y en los medios de comuni-
cación, se emplean como si fueran sinónimos, agresividad y vio-
lencia son cosas diferentes, y en ocasiones el límite que separa la 
una de la otra es difuso. Si bien puede afirmarse que la agresividad 
es estructural al sujeto, ¿se podría sostener que la violencia es siem-
pre contingente? A veces, la agresividad verbal precede al pasaje al 
acto violento casi sin solución de continuidad; otras, la violencia llega 
después de una etapa más o menos prolongada de insultos, amena-
zas o manifestaciones de lo que se define (incorrectamente) como 
«violencia psicológica». Y, desde luego, existen situaciones en las que 
no se produce el pasaje al acto, aunque las víctimas padezcan un 
ambiente en el que la agresividad verbal es constante. La agresividad es 
común a todos los seres vivos; en lo que se refiere al sujeto, se trata de 
una encrucijada estructural, como <mna tendencia correlativa de un 
modo de identificación que llamamos narcisista», dice Lacan en su 
informe de 1948 «La agresividad en psicoanálisis». 1 Esa configuración 
imaginaria de la agresividad no llevará necesariamente a la violencia 
si -como tendencia- es eficazmente reconducida para que el sujeto 
1 LACAN, Jacques (1989b): La agresividad en psicoanálisis, en: Escritos J. Mé-
xico: Siglo XX I, p. 102. En el «Seminario I» -LACAN, Jacques (1990): Los escritos 
técnicos de Freud. Buenos Aires: Paidós, p. 263-, escribe que «se cree que la agre-
sividad es la agresión. Sin embargo no tienen nada que ver la una con la otra. Solo 
en su límite [ ... ] la agresividad se resuelve en agresión». 
55 
56 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
pueda incluirse en el lazo social normal, un espacio donde el males-
tar, que siempre existirá, no desemboque en la perversión o en el 
abismo sin fondo de la psicosis. 
Pero la violencia es otra cosa. La historia de las sociedades 
humanas -es decir, desde que existen sujetos hablantes y lazos 
sociales- muestra que la violencia no se puede eliminar por 
completo. Es imposible erradicarla, como es igualmente imposi-
ble acabar con el mal, lo cual no significa que haya que renunciar 
a combatirlos; se trataría de un combate cotidiano e intermina-
ble en el que se deberían conjugar el compromiso individual y la 
voluntad política. Nuestro mundo se caracteriza por producir 
más malestar del que puede consumir; o sea, más malestar del 
que los sujetos pueden asimilar sin que el padecimiento desbor-
de los cauces de lo que se podrían llamar neurosis ordinarias. El 
malestar no desemboca necesariamente en violencia, a menos 
que alcance una masa crítica que desborde la capacidad indivi-
dual o colectiva para evitar que la agresividad -esa «disposición 
pulsional autónoma, primaria y recíproca»- se convierta en 
pasajes al acto violentos. Es obvio que el malestar y la violencia 
han existido siempre, pero las características contemporáneas de 
ambos fenómenos, aunque muchas de sus manifestaciones res-
ponden a la peculiaridad de cada cultura, sugieren que la violencia 
aparece como el común denominador del máximo e insoporta-
ble malestar. Sigmund Freud identificaba tres fuentes principales 
de padecimiento para los sujetos: la hiperpotencia de la natura-
leza, la fragilidad del hombre, y las limitaciones de las normas 
reguladoras de las relaciones entre los individuos, con la fami-
lia, el Estado y la sociedad. Acerca de las dos primeras cons-
tataba la impotencia del sujeto para dominarlas, e incluso se 
anticipa a la constatación, hoy generalizada, de que los avances 
científicos y tecnológicos no han hecho a los hombres más feli-
ces; en cuanto a la insuficiencia de las normas jurídicas para 
controlar y sublimar las pulsiones, también apunta como «un 
factor de desengaño» el hecho de que «el prójimo no es sola-
mente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación 
para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de traba-
jo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, 
AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA 57 
desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, mar-
tirizarle y asesinarle». 2 
La desoladora conclusión freudiana que, partiendo del mito del 
asesinato del padre, sostiene que los hombres de hoy son descen-
dientes de una «larguísima serie de generaciones de asesinos que 
llevaban el placer de matar, quizás como nosotros mismos, en la 
masa de la sangre»,3 se basa en su convicción de que «lo anímico 
primitivo es absolutamente imperecedero».4 Estas citas, que co-
rresponden a dos textos de Freud de la misma época, exhiben un 
hilo conductor en sus reflexiones que bien podría responder 
-especialmente Guerra y muerte ... - a un arrebato sentimental, ori-
ginado en el hecho de que sus hijos estaban en 1915 en el frente, 
luchando por un país al que su padre idealizaba como un faro de 
la cultura, de no ser porque continuaría afirmando casi veinte años 
ese mismo convencimiento acerca de la condición humana. Ni la 
educación, ni la cultura -y mucho menos la amenaza de castigo-
pueden contra «las malas inclinaciones del hombre», le dirá Freud 
a Albert Einstein, en respuesta a la angustiosa pregunta que este le 
dirigiera en nombre de la Liga de las Naciones: ¿qué se puede hacer 
para evitar la guerra? 
Por motivos similares por los que no se debe renunciar a com-
batir la violencia, tampoco se debería condenar como estéril cual-
quier intento de reconducir los conflictos por la vía del diálogo y la 
negociación. El diálogo per se como medio de evitar la violencia 
carece de los efectos taumatúrgicos que se le atribuyen, en ocasio-
nes con candor y en otras con hipocresía, a pesar del prestigio inte-
lectual que lo acompaña desde Sócrates. Lacan lo advierte en su 
informe de 1948: «El diálogo parece en sí mismo constituir una 
renuncia a la agresividad; la filosofía de Sócrates ha puesto siempre 
en él su esperanza de hacer triunfar la vía racional».5 El sombrío 
2 FREUD, Sigmund (1999b): El malestar en la cultura. Buenos Aires: Amo-
rrortu, p. 85. 
3 FREUD, Sigmund (2000a): De guerra y muerte. Temas de actualidad. Buenos 
Aires: Arnorrortu, p. 297. 
4 Ibíd., p. 287. 
5 LACAN (1989b): op. cit., p. 99. 
58 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
diagnóstico de Freud continúa vigente, aunque ha cambiado el 
contexto en el que las pulsiones hablan y el malestar se expone. La 
globalización - que otros denominan posmodernidad, moderni-
dad tardía, segunda modernidad e incluso hipermodernidad-, es 
decir, la imposición del discurso capitalista, se caracteriza por un 
estado de incertidumbre generalizado, una situación donde la 
supresión de determinadas barreras va acompañada del trazado de 
nuevasreglas de juego que deja a los sujetos inermes ante fuerzas 
sobre las que no pueden ejercer el menor control, y que suponen 
amenazas colectivas muy reales configurando lo que Ulrich Beck 
ha definido como «la sociedad del riesgo global».6 Este siglo emer-
gió como la consagración del discurso científico, dirigido a con-
vencer de que nada es imposible, que la felicidad está al alcance de 
la mano, aunque al precio de la desubjetivación del vínculo social, 
una arrogancia que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 puso 
en evidencia: ni la ciencia, ni la tecnología ni el poder que las 
sustenta y cuyo monopolio ejerce, pueden garantizar a los sujetos 
su seguridad y evitarles el desamparo. La seguridad deviene al 
mismo tiempo una obsesión y una ficción. Esta paradoja desnuda 
la impotencia del discurso capitalista y también del discurso de la 
ciencia, en la medida en que, ante la soberbia del nada es imposible 
y no hay límite al goce, emerge el horror de lo imprevisible que 
muestra, a cada paso, la radical vulnerabilidad de los individuos y 
de la comunidad. Las políticas gubernamentales dirigidas a obtu-
rar esa hiancia se orientan más y más -dada la imposibilidad de 
prometer la seguridad absoluta, un compromiso demagógico que 
quedaría desbaratado con la siguiente catástrofe- hacia el recorte 
de las libertades individuales de todos, y en particular, con especial 
furor represivo, contra comunidades enteras señaladas como fuentes 
potenciales de riesgo por el origen étnico, las convicciones religio-
sas, las opiniones políticas, las opciones ideológicas, la pertenencia 
social e incluso la localización geográfica de sus miembros.7 
6 BECK, Ulrich (2002): La sociedad del riesgo global. Madrid: Siglo xxr. 
7 La penúltima expresión de la paranoia en la que inevitablemente desemboca 
la pretensión de «gobernar el riesgo» por parte de los gobiernos occidentales, se 
ha manifestado con la implantación de los escáneres corporales en los aeropuertos. 
AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA 59 
Las características que asumen los nuevos malestares vienen 
dadas por el solapamiento de dos fenómenos: los desplazamientos 
que se operan en los significantes amo, y los nuevos síntomas deri-
vados de tales desplazamientos. Dicho de otro modo, el discurso 
capitalista es el que exige definir las diversas formas en que se pre-
senta el síntoma, y el síntoma en nuestras sociedades se denomina 
precariedad, un concepto que engloba a los excluidos a quienes el 
cinismo del poder define como socialmente inviables: inmigran-
tes, parados de larga duración, toxicómanos, enfermos mentales, 
jóvenes sin estudios y sin trabajo, en fin, transgresores sociales y en 
ocasiones también criminales. El Estado y su lógica de «buena con-
ciencia» trata de encerrar el malestar social en los protocolos de la 
enfermedad social, unas normas de actuación en las que los médi-
cos -especialmente los psiquiatras-, psicólogos conductistas y asis-
tentes sociales sirven como auxiliares de los aparatos estatales en 
un programa dirigido a proteger a la sociedad sana, un modelo 
cuya aplicación en Gran Bretaña ha descrito con elocuencia Vé-
ronique Voruz8 y que está siendo imitado por las autoridades de otros 
países. Mientras que el psicoanálisis opera sobre la singularidad del 
paciente -una singularidad que exige al analista trabajar sobre el sín-
toma específico del sujeto-, el discurso científico -cooperador nece-
sario del discurso capitalista- procura universalizar un diagnóstico 
mediante la localización de la causa acudiendo al biologismo, la 
genética y las neurociencias. Todo se evalúa, programa, estudia y cla-
sifica para que el individuo generalizado pierda su singularidad de 
sujeto y se integre como un objeto entre los otros, porque tranquili-
za identificar a los objetos claramente en la medida en que las socie-
dades modernas tienden hacia la uniformidad de los goces. 
La desagregación familiar y de los lazos comunitarios fomen-
tan, paradójicamente, una suerte de comunitarismo identitario y, 
al mismo tiempo, su contracara: la,exclusión. Junto a la preponde-
Además de constituir una vulneración de derechos fundamentales, cuando quede 
demostrada su ineficacia para evitar atentados se inventarán nuevas técni-
cas de control, cuya aplicación supondrá mayores restricciones al ejercicio de los 
derechos. 
8 VORUZ, op. cit. 
60 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
rancia del mercado, se yergue la infantilización del sujeto. Con-
sumir gadgets es un modo de gozar, y quienes no pueden hacerlo 
agreden, violentan, se inventan un modo de sostenerse atentando 
contra lo real-corporal. La violencia emerge, así, como una forma 
perversa de lazo social, tanto entre quienes la practican como entre 
estos y el conjunto social, un fenómeno que encuentra antece-
dentes históricos que se remontan a la Edad Media y que obliga a 
examinar el concepto de convivencia a la luz de aquellos antece-
dentes. Como destaca J. H. Elliott en La Europa dividida (1559-
1598), la violencia era el modo de vida normal a comienzos del 
Medievo, y no era considerada como un hecho excepcional sino 
todo lo contrario. Por su parte, David Nierenberg ha estudiado en 
profundidad las relaciones existentes entre las minorías judía y 
musulmana en un contexto mayoritariamente cristiano -el de la 
Corona de Aragón en el siglo XIV-, mostrando cómo la violencia 
intracomunitaria y extracomunitaria cumplía una función estabi-
lizadora que garantizaba la convivencia entre los grupos, bajo el 
control del poder político.9 La convivencia no tiene por qué ser 
armónica, aunque el uso de esta expresión, a la que se atribuye un 
efecto taumatúrgico en consonancia con la citada «buena concien-
cia» del Estado, es tan discutible corno el de la igualmente bende-
cida tolerancia. En un texto clásico, René Girard ha explicado muy 
bien la relación entre la violencia y lo sagrado en las sociedades 
primitivas, y la función del sacrificio en aras de atemperar las con-
secuencias de la violencia descontrolada, mediante el recurso al 
desplazamiento corno medio para evitar el encadenamiento inter-
minable de venganzas personales. La «catarsis sacrificial» persigue 
impedir la propagación desordenada de la violencia al precio de 
soportarla en cierto grado, porque «la violencia siempre pide algo 
que llevarse a la boca». 1º 
9 
N IER ENllERG, David (2001): Comunidades de violencia. La persecución de 
las minorías en la Edad M edia. Barcelona: Península. El autor analiza exhausti-
vamente el papel estabilizador de la violencia y las formas que adoptaba según 
los casos. 
10 
GmARD, René (1972): La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama, 
p. 12. 
AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA 61 
2 
Erradicar por completo la violencia es imposible por el simple 
hecho de que, para combatirla, ha de emplearse la violencia, con lo 
cual esta se realimenta a sí misma y el proceso se convierte en inter-
minable. Que la violencia empleada por las autoridades se revista 
de legitimidad no impide que esa violencia sea vista como una 
forma de venganza, aunque sustraída a los particulares. No otro 
sentido tiene el concepto de violencia conservadora. Conservadora 
del orden establecido, es decir, del poder, lo que la realimenta cons-
tantemente. Sin embargo, examinar más de cerca la cuestión de la 
violencia exige un rigor que va más allá de los lugares comunes y las 
simplificaciones, todas ellas finalmente al servicio del discurso del 
amo; de ahí que las exhortaciones a acabar con la violencia hechas 
desde la moral y los buenos sentimientos -en el mejor de los casos-, 
o por quienes desean monopolizarla en su beneficio, alimentan la 
ignorancia acerca de la verdadera condición humana al tiempo que 
eluden una reflexión crítica sobre la violencia misma. La persistencia 
de la violencia -corno la del mal, un concepto este esencialmente 
moral que se manifiesta en la acción, pero que a la vez la trascien-
de- deja en evidencia constantemente los límites del derecho para 
operar como dique de contenciónde las tendencias homicidas. 
Todas las sociedades la padecen, unas más que otras, como es tam-
bién diferente la voluntad política de combatirla, pero es impres-
cindible apelar a la pulsión de muerte y al sentido de la expresión 
lacaniana de goce para intentar comprender por qué los sujetos 
actúan contra sí mismos y contra los otros en un ejercicio sin fin, 
de retorno a lo que Freud definió como lo «anímico primitivo». 
En línea con la aludida reflexión crítica, y para abordar un terna tan 
amplio y lleno de matices, conviene dejar sentadas ciertas premisas. 
Primera: no solo es imposible eliminar por completo la violencia, 
sino que en ciertas circunstancias es inevitable e incluso necesaria: lo 
importante es determinar quién la ejerce, en qué condiciones, en qué 
proporción y contra quién, y esto vale tanto para la violencia individual 
como para la colectiva, tanto para la privada como para la institucional. 
Segunda: identificar la violencia con el terrorismo es un error y 
una manipulación, instrumentada ideológicamente por la potencia 
62 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
hegemónica -que es a la vez la representante más destacada del 
discurso capitalista- y sus aliados en todo el mundo. Todo terro-
rismo es violento, pero no toda violencia es terrorista. 
Tercera: cuando los actos de violencia alcanzan, en una socie-
dad determinada, una masa crítica susceptible de generar una cri-
sis institucional, entonces la violencia deviene una protesta social: 
deja de ser un problema policial y judicial para convertirse en un 
asunto político. Y la responsabilidad objetiva y subjetiva de sus 
protagonistas no es la misma en tales circunstancias. 
Cuarta: la definición tradicional de la guerra como el enfrenta-
miento militar entre Estados o coaliciones de Estados, aplicable 
también al ámbito interno de las naciones en la modalidad de 
guerra civil, exige ser revisada y actualizada -como las doctrinas en 
las que se basa y los medios de los que se sirve- si se quiere com-
prender adecuadamente la funcionalidad que tiene como parte del 
discurso capitalista a escala planetaria. 
Quinta: existen, y cada vez más, evidencias de una clara tenden-
cia hacia la privatización de la violencia. El monopolio estatal de la 
violencia legítima, que Max Weber caracterizaba como uno de los 
atributos imprescindibles de la modernidad, viene siendo cuestio-
nado en los hechos, en gran medida debido a la magnitud y exten-
sión de las organizaciones criminales, pero también merced a un 
fenómeno que en los últimos años ha crecido exponencialmente: 
la práctica, por parte de algunos Estados, de contratar o subcontra-
tar empresas privadas en las que delegar el uso de la violencia. 
Además de la llamada violencia subjetiva, aquella que inunda 
de actos criminales la vida cotidiana en todo el mundo, y que los 
sujetos perciben como algo casi rutinario, Slavoj Ziiek ha destaca-
do la presencia de dos modalidades de lo que denomina violencia 
objetiva: la simbólica, encarnada en el lenguaje -la imposición a 
través de él de un «universo de sentido», además de las muy obvias 
manipulaciones discursivas-, y la «sistémica, que son las conse-
cuencias a menudo catastróficas del funcionamiento homogéneo 
de nuestros sistemas económico y político». 11 Ninguna sociedad, 
11 
Zr2EK, Slavoj (2009): Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Buenos 
Aires: Paidós, p. 10. 
AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA 63 
ningún país escapa, en el período del discurso capitalista, a esta 
ominosa presencia de la violencia en sus diversas formas. Los su-
jetos se agreden y matan entre sí no porque sean animales, sino, 
precisamente, porque no lo son. La pulsión de muerte y el goce 
mortal que les empuja a actuar así vienen dados, precisamente, 
«porque hablan», 12 y porque lo que se llama la Historia - con 
mayúsculas, como si estas le garantizaran mayor trascendencia-
no es sino ese lugar en el que lo reprimido retorna una y otra vez. 
Condenar por principio toda violencia responde a los intereses 
del discurso del amo, en cuanto oculta que de ese toda están exclui-
das la fuerza y la coacción ejercida por sus representantes -oficiales 
o extraoficiales-, mientras que se atribuye a sí mismo el derecho de 
legitimar determinados actos de violencia, incluida la guerra, cen-
surando y castigando aquellos que juzga contrarios a su poder 
hegemónico. No se trata aquí de los crímenes llamados comunes 
tipificados en las respectivas leyes penales estatales, que en cual-
quier sociedad en la que reina un (relativo) control de las pulsio-
nes -aunque la amenaza del castigo siempre está presente- son 
transgresiones que ponen en riesgo las vidas o los bienes indivi-
duales o colectivos; incluso en este marco, ciertos actos de violen-
cia particular están justificados y no son castigados, como aquellos 
que responden a la legítima defensa ante un ataque no provocado. 
La violencia sistémica puede estar respaldada en la ley y ser, sin 
embargo, ilegítima; y el ejercicio de la violencia está en ocasiones 
legitimado, aunque sea ilegal, porque la legalidad remite a lo jurí-
dico y la legitimidad tiene que ver con lo político. El monopolio de 
la fuerza por el Estado sitúa la cuestión en el ámbito de la filosofía 
del derecho y de la vinculación entre moral y derecho. O dicho de 
) 
12 Ibíd., p. 79. La inclinación a llamar monstruos a los autores de crímenes 
especialmente horrendos - sea por la condición de las víctimas, o por la crueldad 
puesta de manifiesto por el criminal-, negándoles su condición humana y expul-
sándoles del resto del cuerpo social sano, cumple la finalidad de tranquilizar las 
conciencias y reforzar la (auto) convicción de que la condición humana nada 
tiene que ver con esos productos contrarios al orden de la naturaleza. TENDLARZ, 
Silvia y GARC!A, Carlos Dante (2008): ¿A quién mata el asesino? Buenos Aires: 
Grama, p. 18, hacen una buena síntesis del recorrido a través de las diversas épo-
cas del concepto jurídico de monstruo. 
/ 64 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
otro modo, ¿por qué hay que obedecer la ley?; ¿hay que obedecer 
toda ley por el hecho de serlo?, y finalmente, ¿en qué argumentos 
debe fundarse una ley para que sea admitida como justa por aque-
llos a quienes ha de aplicarse? 
Con frecuencia, la primera violencia emerge de las propias ins-
tituciones. A este respecto, conviene distinguir el terrorismo, gene-
ralmente utilizado por quienes son el factor más débil de la lucha 
política, del terror, que es un recurso empleado por el poder en 
determinadas circunstancias y que puede tener un carácter siste-
mático durante un tiempo más o menos prolongado. Como la 
Época del Terror se bautizó el corto pero extremadamente san-
griento período de la Revolución Francesa durante la cual el 
Comité de Salud Pública impuso su dictadura, y existen otros múl-
tiples ejemplos contemporáneos: el bombardeo de ciudades 
durante la Segunda Guerra Mundial -tanto por los alemanes como 
por los aliados- o los ejecutados por los Estados Unidos sobre 
Vietnam del Norte en los años setenta, o en Irak a partir de 2003, 
entre otros. Cuando los encargados de aplicar la ley la emplean 
abusivamente contra los ciudadanos, o los encargados de legislar 
sancionan leyes consideradas injustas o gravemente arbitrarias, 
están alimentando situaciones proclives al desencadenamiento de 
respuestas violentas por quienes se sienten agraviados. Si la exis-
tencia misma de la ley llama a la transgresión, aquella que es per-
cibida como un atentado contra los derechos y libertades de la 
mayoría animan a la desobediencia y a la resistencia, sea esta 
espontánea u organizada, individual o colectiva. El tiranicidio 
como forma extrema de combatir los abusos y la arbitrariedad 
encuentra su origen en la antigua Grecia, aunque su teorización 
filosófica, teológica y política es posterior. Santo Tomás lo aborda 
con cierta ambigüedad en la Suma Teológica, pero a finales del siglo 
XVI Juan de Mariana lo defiende abiertamente, como lohacen 
actualmente fanáticos de distintas tendencias, desde los Estados 
Unidos hasta Irán. ¿Hay que recordar que el derecho de resistencia 
a la opresión se remonta a la Carta Magna inglesa de 1215, y que 
la Declaración de Derechos de Virginia de 1776, así como la 
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano sancio-
nada en Francia en 1789 lo reconocen expresamente? Si bien esta 
1 
ir. ·,. ,r_ " 
AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA 65 
reivindicación se corresponde en su origen con el empuje de las 
grandes revoluciones burguesas, decididas a acabar por la fuerza 
con unas relaciones de producción feudales o semifeudales, y con 
las instituciones en las que aquellas se sostenían, también ha sido 
invocada legítimamente por todos los movimientos anticolonia-
listas que se enfrentaron a sus respectivas metrópolis desde los 
comienzos del siglo xrx hasta finales del xx. Y aun admitiendo que 
el recurso a la violencia como método para alcanzar el poder pare-
ce cosa del pasado, al menos en aquellos países en los que rigen sis-
temas democráticos -incluso con ciertas limitaciones-y las luchas 
políticas se encauzan por vías relativamente pacíficas, la violencia 
nunca está ausente del todo. Aunque Max Weber hablaba del 
monopolio de la violencia como una especificidad de lo que llama-
ba «comunidades políticas plenamente desarrolladas» -eufemismo 
por occidentales y por oposición a las sociedades primitivas-, es 
decir, aquellas en las que el poder está lo suficientemente centrali-
zado como para ejercerse con eficacia, tampoco en estas, que según 
el canon occidental se consideran a sí mismas más civilizadas, el 
monopolio estatal de la violencia es absoluto. 
Hay la violencia abierta, pero también existen situaciones o 
estados de violencia que, en ocasiones, preceden o anuncian des-
encadenamientos violentos. Son situaciones que incluso se man-
tienen como una amenaza latente cuando la violencia directa que 
los precedió ha cesado, característica de las sociedades donde la 
extrema desigualdad o la persistencia de la arbitrariedad del 
poder -o ambos a la vez- sustraen del ámbito de lo excepcional 
para convertirlo en realidad cotidiana. Cuando se instala con 
carácter permanente lo que vulgarmente se define como un clima 
de violencia, ello da cuenta de un malestar social que anuncia una 
reformulación de los lazos sociales, sean sus agentes conscientes o 
no de ello. 13 
13 Sin embargo, esto no se debe confundir con una cultura de la violencia, 
que está en el origen mismo de la organización social y las instituciones de cier-
tos países, fundada en razones históricas y muy arraigadas en la tradición popu-
lar, de tal modo que dirimir los conflictos individuales o colectivos por la fuerza 
no se considera anormal. 
11' 
66 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
Inmediatamente después de ocurridos los atentados del año 
2001 en los Estados Unidos, el entonces presidente George W. Bush 
declaró que su país estaba en «guerra contra el terrorismo». Aun-
que tanto terrorismo como terrorista son palabras que vienen de 
antiguo, aquellos hechos potenciaron su utilización como parte 
de una campaña de manipulación ideológica tendente a justificar 
la guerra misma -con todas sus consecuencias-, al tiempo que 
para deslegitimar moral y jurídicamente cualquier acción violenta 
ejecutada por fuera de lo que se podría llamar el canon occidental. 
Dado que aún no existe una definición mínimamente consensuada 
de lo que es el terrorismo, esa indefinición conduce inevitable-
mente a adoptar opiniones muy diferentes al tiempo de calificar 
determinados fenómenos de violencia: lo que para unos es terro-
rismo, para otros es una forma legítima de hacer la guerra; de ahí 
que, como se ha señalado, sea más fácil identificar los actos terro-
ristas que determinar lo que es el terrorismo. Y no podría ser de 
otro modo, en la medida en que no se trata de hallar un encaje 
jurídico a una cuestión que es, esencialmente, política. Tradicio-
nalmente, los politólogos caracterizan como terrorismo aquellas 
acciones violentas ejecutadas por agentes no estatales que tienen 
motivaciones políticas y que, al atacar deliberadamente a no com-
batientes, trata de generar miedo en el conjunto de la población. 14 
La afirmación de que el terrorismo ejecuta acciones violentas con 
fines políticos es unánimemente aceptada, aunque en conjunto la 
definición se muestra claramente insuficiente. 15 La experiencia 
14 BELLAMY, Alex J. (2009): Guerras justas. De Cicerón a Iraq. Madrid: Fondo 
de Cultura Económica, p. 213. Para un análisis en profundidad del terrorismo en 
sus diversas modalidades, así como sus implicaciones morales y políticas, el capí-
tulo VII de esta obra es extremadamente ilustrativo. 
15 De ahí la contradicción de quienes insisten en deslegitimar los fines políti-
cos de organizaciones que utilizan el terrorismo, insistiendo en que son simples 
delincuentes. Si lo fueran, sin más, y sus acciones carecieran de intencionalidad 
política, no serían objeto de negociaciones que muchas veces acaban en leyes de 
amnistía, indultos y otras formas de compensación a cambio del abandono de la 
violencia. En España es paradigmático el caso de la organización abertzale ETA, 
que ha desplegado sus acciones terroristas durante cuatro décadas en España y 
Francia. El carácter terrorista de esas acciones no ofrece dudas: sus atentados no 
solo se han dirigido hacia los representantes del Estado, sino que han afectado a 
AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA 67 
histórica muestra que no solo es empleado por «agentes no estata-
les», sino por los propios Estados, cuando sirve a sus fines. Y por lo 
que respecta a los «no combatientes», se trata igualmente de una 
caracterización ambigua, dado que depende a su vez de lo que cada 
bando considera tales. El terrorismo, tanto si se trata de actos 
puntuales como cuando se utiliza de modo sistemático, ha sido 
y es empleado por muy diversos movimientos anticolonialistas y 
antiimperialistas junto con otros medios propios de la lucha arma-
da en su sentido amplio, y también por agentes estatales. 
3 
Lo que ha puesto de actualidad el terrorismo no es su mera exis-
tencia, tan antigua como las demás formas de violencia política, 
sino la emergencia de nuevas modalidades de ejecución; esto, y 
la manipulación operada principalmente por Occidente, dirigida a 
identificarlo con el mal absoluto, con todas las connotaciones más 
o menos subliminales que tienen que ver con la xenofobia, el racismo 
y, especialmente, la islamofobia sin matices que confunde delibe-
radamente yihadismo e islam. Es evidente que el fundamentalismo 
y el fanatismo no son patrimonio exclusivo de los islamistas radi-
cales. Tanto el fundamentalismo religioso como el laico potencian 
el odio al Otro-diferente y justifican el empleo de la violencia en 
nombre de la verdad. La acción política, cuando se reivindica a tra-
vés de la violencia sagrada, no es diferente de la que ejercen otros 
que rechazan cualquier motivación religiosa: tanto la una como la 
periodistas, empresarios, políticos de diversas tendencias y ciudadanos en general 
y es igualmente evidente que los fines que persigue son políticos: un País Vasco 
independiente y socialista, que incluiría a las tres provincias vascas, Navarra e 
incluso parte del suroeste de Francia. La negativa oficial a reconocer la existencia 
de un conflicto político y la insistencia en que se trata de una banda criminal no 
han impedido a los sucesivos gobiernos democráticos intentar alcanzar un acuer-
do con ETA para poner fin a la violencia, hasta el punto de que no hace muchos 
años el expresidente del Gobierno, José María Aznar, se refirió a la organización 
como el «Movimiento de Liberación Nacional Vasco», una denominación que 
difícilmente puede atribuirse a un lapsus. 
68 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
otra comparten su carácter sacrificial y siguen un ritual en cumpli-
miento de una voluntad otra, donde la relación culpa-responsabi-
lidad queda opacada o anulada porun mandato que legitima la 
acción. En ambos tipos de violencia está presente una cierta des-
personalización del autor directo de la violencia, en cuanto que 
entre el agente ejecutor y la víctima -o víctimas- no hay nada per-
sonal. La víctima, simplemente, representa también -de este lado 
del espejo- el Mal al que hay que exorcizar en tanto es la encarna-
ción del infiel, enemigo de la palabra de Dios, o porque es un 
explotador, o un Estado opresor, y en los militantes -creyentes en 
realidad- la asunción de la responsabilidad jurídica y subjetiva por 
las consecuencias de sus acciones aparecen frecuentemente diso-
ciadas. En cualquier caso, nada tiene esto que ver con el pretendi-
do nihilismo como motor de la acción terrorista -incluida la· sui-
cida-, una explicación que comparten tanto Bernard-Henri Lévy 
como Hans Magnus Enzerberger, y que parece más bien una coar-
tada para no indagar más a fondo acerca de las causas profundas 
de este fenómeno. Interpretar la furia homicida que provoca múl-
tiples víctimas indiscriminadas como producto de una actitud 
nihilista es una simplificación; el fin del terrorista es, precisamente, 
sembrar el terror, y el efecto multiplicador se consigue mostrando 
que nadie, por inocente que sea, está excluido de convertirse en 
víctima. 
En ocasión de los sucesos del Mayo del 68, Jacques Lacan recor-
dó a su auditorio que, además de la connotación subversiva que 
habitualmente se le atribuye, revolución quiere decir «giro o vuelta 
que da una pieza sobre su eje», lo que equivale a retornar a su posi-
ción original. Pero este principio de las leyes de la física no es, sin 
más, aplicable a la realidad social. Aunque pueda constatarse una y 
otra vez a lo largo de la historia que aún los más radicales movi-
mientos revolucionarios sustituyen un amo por otro, toda revolu-
ción está precedida -y seguida- de alteraciones estructurales con 
sus correspondientes consecuencias en la subjetividad, que hacen 
literalmente imposible un retorno a la posición de partida. Y ello a 
pesar de que los fantasmas que impulsan a los más feroces comba-
tientes revolucionarios encuentran su correlato en los que animan 
a sus enemigos, lo que explica por qué, cuando se alzan con el 
AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA 69 
poder, actúan en demasiadas ocasiones del modo en que lo hacían 
los antiguos opresores. 16 
Cuando son los diversos Estados quienes ejecutan actos terro-
ristas dirigidos a quienes consideran enemigos internos o externos, 
la determinación de la responsabilidad objetiva -y sus eventuales 
consecuencias jurídicas- tropieza con mayores dificultades. El des-
arrollo en los últimos años del Derecho Internacional de los 
Derechos Humanos ha permitido identificar a muchos responsa-
bles directos y ejecutores de crímenes que, como los denominados 
«contra la humanidad», son imprescriptibles, y pueden ser perse-
guidos por cualquier tribunal de otro Estado en el caso de que 
aquel en el que se han cometido se inhiba de actuar. Si bien unos 
cuantos responsables de crímenes con miles e incluso cientos de 
miles de víctimas han podido ser procesados y condenados, el 
examen riguroso de los casos, el contrxto y lugar en el que se pro-
dujeron los crímenes, de quiénes han sido los agentes y quiénes las 
víctimas, así como del momento en el que se han empezado a per-
seguir, induce a creer que, también aquí, la justicia universal es una 
cuestión de oportunidad política y de la correlación de fuerzas 
existente entre los protagonistas. Terrorismo, terrorismo de Es-
tado, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, genoci-
dio ... La línea que los separa es en muchos casos difusa, y es preci-
so analizar caso por caso. La cuestión de la responsabilidad subje-
tiva, sin embargo, es esencialmente la misma que se plantea en los 
casos de la violencia puesta en acto como consecuencia de patolo-
gías individuales, ajenas a cualquier intencionalidad política. Unos 
y otros criminales apelan a recursos dialécticos similares para elu-
dir el castigo. Con todo, es más probable que, con el transcurso del 
tiempo, un asesino de los llamados comunes asuma la responsabi-
lidad subjetiva por su acto que que lo haga alguno de los grandes 
16 André Malraux lo expresó muy bien en la página 64 de su novela Los con-
quistadores ( 1980, Barcelona: Argos Vergara): «Los prefiero [dice un revoluciona-
rio profesional refiriéndose a sus camaradas] pero únicamente porque son los 
vencidos. Sí, en conjunto tienen más corazón, más humanidad que los otros; vir-
tudes de vencidos ... Lo que es seguro es que siento un odio asqueado por la bur-
guesía de la que procedo. Pero en lo que respecta a los otros, sé muy bien que se 
volverán abyectos tan pronto como hayamos triunfado juntos ... ». 
70 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
criminales políticos: generalmente, estos apelan a los más nobles 
objetivos para justificarse. 
La oportunista consigna «guerra contra el terrorismo» inaugu-
ró, en la práctica, un concepto nuevo que obliga a revisar la visión 
clásica de la guerra como un conflicto entre Estados, o dentro de 
estos cuando se trata de un enfrentamiento civil. Aunque aquella 
etiqueta se haya dejado de utilizar en el discurso oficial del Go-
bierno de Obama, al menos públicamente, la doctrina militar en la 
que se funda sigue vigente, 17 como lo demuestra la aprobación por 
el Senado de los Estados Unidos de la Ley de Autorización de 
Defensa Nacional en 2012, por la que cualquier ciudadano esta-
dounidense sospechoso de terrorismo puede ser detenido por las 
autoridades militares por tiempo indefinido, una norma clara-
mente inconstitucional que viene a complementar las decisi0nes 
antes adoptadas por Bush con respecto a los «combatientes extran-
jeros» recluidos en Guantánamo. Para los estrategas norteamericanos 
se trata de una guerra en la que el enemigo es ubicuo, deslocaliza-
do, una guerra cuyos frentes son lábiles, que abarca el planeta ente-
ro, y de duración imprecisa. Una guerra que se solapa, además, con 
otros conflictos -algunos cronificados- en diversos escenarios, 
con estallidos puntuales de violencia o cuyo potencial explosivo 
está siempre latente. La dificultad para identificar al enemigo, y así 
poder enfrentarlo y eliminarlo, ha generado un estilo de gobierno 
paranoico -un rasgo que Richard Hofstadter señaló como propio de 
la política estadounidense en general-, especialmente en las (antes) 
satisfechas sociedades occidentales, al que contribuyen los medios 
más extremistas y ciertos formadores de opinión que apoyan sin 
17 Un alto mando mil itar del Pentágono ha dicho que ya no es posible distin-
guir los tiempos de guerra de los tiempos de paz, lo que sugiere que las leyes de la 
guerra y los actos que estas amparan estarán por encima del derecho internacional, 
si esto conviene al más fuerte. Bush declaró, en 2003, que «los Estados Unidos no 
necesitan pedir permiso a nadie para defenderse». Con esta arrogancia, cargada de 
desprecio hacia la ONU, pretendía justificar la aplicación de la preempción - doctrina 
de la «defensa anticipada», o «ataque preventivo»- en la invasión de Irak. Al no exis-
tir realmente una amenaza inminente o un ataque en curso por parte de Irak, úni-
cas situaciones en las que el derecho internacional autoriza el ataque preventivo, se 
inventó la amenaza de las inexistentes armas de destrucción masiva. 
AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA 71 
recato el empleo de la tortura, los asesinatos selectivos, los bom-
bardeos indiscriminados y otras formas de guerra sucia, amparán-
dose, paradójicamente, en una supuesta superioridad moral. 
Como ha señalado Yves Michaud, la seguridad se ha convertido al 
mismo tiempo en una obsesión y en una ficción, pero al amparo 
del gobierno del miedo se ha instalado en la sociedad una suerte de 
estado de excepción permanente. 
En estos tiempos de economía globalizada, la violencia también 
se ha internacionalizado. Los grupos criminales que ejercen una 
violencia que se podría denominar privada son los protagonistasmás visibles de este fenómeno, aunque no los únicos. Estas organi-
zaciones se han convertido en multinacionales para sobrevivir a la 
competencia y a la represión, y, gracias a los recursos materiales de 
que disponen, son en muchos países auténticos poderes fácticos, 
insertados en una gigantesca trama de corrupción política y com-
plicidades empresariales e institucionales. La extensión y magni-
tud de esta criminalidad hace que la violencia que ejercita, aunque 
no sea política por sus fines, constituya un problema político en la 
medida en que pone doblemente en entredicho el monopolio esta-
tal de la coacción. En muchos países dohde el Estado se ve im-
potente para combatir eficazmente la criminalidad, cede parte de 
sus atribuciones a verdaderos ejércitos privados cuya función es 
proteger a aquellos que se lo pueden permitir económicamente. 
Incluso en los países desarrollados, la ausencia de cualquier consi-
deración ética y la exaltación del éxito a cualquier precio parece 
haber inaugurado una suerte de nuevo derecho, a una forma per-
versa de derecho: el derecho a transgredir sin temor a las conse-
cuencias, dado que el castigo jurídico -si llega a plasmarse- es 
mucho menos importante que la absolución social, lo que evidencia 
al mismo tiempo una cierta ambigüedad moral en una parte con-
siderable de la ciudadanía. 
El poder político, independientemente del régimen y de las for-
mas de gobierno, ha utilizado históricamente a criminales comu-
nes y a organizaciones delictivas como ejecutores subcontratados 
para llevar a cabo acciones ilegales, eufemísticamente denomina-
das «operaciones encubiertas». Sin embargo, en los últimos años se 
ha incrementado una modalidad de outsourcing a mayor escala y 
72 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
sin disimulo, protagonizado por empresas privadas a las que se 
confía una parte de las operaciones militares sobre el terreno, 
inicialmente como fuerzas auxiliares pero cada vez más como pro-
tagonistas principales. Con la cobertura legal de «empresas de se-
guridad», multinacionales como Academi -antes Blackwater-, 
SGSI Group, Military Professional Resources Inc. (MPRI) y mu-
chas otras contratan mercenarios de diversas nacionalidades para 
ejecutar, por cuenta de los Estados, operaciones militares que van 
desde el entrenamiento de ejércitos «amigos» hasta la participa-
ción en combates. Esta subcontratación supone un negocio esti-
mado en 100.000 millones de dólares anuales, y tiene para los 
gobiernos una doble ventaja: les permite eludir el impopular reclu-
tamiento forzoso de soldados entre sus ciudadanos y, al mismo 
tiempo, evitan contabilizar como propias las bajas en combate. 18 
Al camerunés Achille Mbembe -Necropolítica, Editorial Melu-
sina- se debe el neologismo necropolítica, del que se sirve, junto 
con su teoría del gobierno privado indirecto, para analizar la reali-
dad poscolonial de África y el papel que juega en ella la violencia 
como factor determinante en las relaciones de poder, desde el 
Estado hasta la sociedad civil. Para Mbembe, la necropolítica es 
el modo de ejercer el poder dando muerte a los adversarios 
mediante el empleo de organizaciones paraestatales en las que el 
Estado delega el empleo de la fuerza coactiva. De ahí la denomina-
ción de gobierno privado indirecto con la que este autor define lo 
que en la práctica es una cesión de la soberanía estatal, que pasa a 
las manos privadas de quienes se han constituido en la verdadera 
18 Antes de cambiar su denominación , Blackwater llegó a tener entre 20.000 
y 30.000 mercenarios operando en tareas de «seguridad» en Irak por cuenta del 
Gobierno norteamericano, y algunos analistas cifran en 160.000 el total de «con-
tratistas» que actuaron en ese país en el momento culminante de la guerra. El ase-
sinato en 2007 de 17 ciudadanos iraquíes y las heridas ocasionadas a otros 23 por 
empleados de Blackwater pusieron en evidencia el descontrol con el que operan. 
De hecho, o bien fracasó la supervisión que los oficiales de la ClA y el Pentágono 
debían hacer de las actuaciones de Blackwater, o bien les dejaron hacer intencio-
nadamente. Las ventajas aparentes de esta experiencia eran dos: permitía evitar 
acudir al impopular reclutamiento forzoso de soldados, y las eventuales bajas de 
estos mercenarios no engrosarían las cifras oficiales. 
1 ~""·" '\ \ 
AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA 73 
fuente de poder frente a estados débilmente estructurados, que 
para sobrevivir han cedido sus competencias a grupos de interés 
que acaban controlando la economía, poniéndola a su servicio. 
La opción de asumir la responsabilidad subjetiva aparece, en 
la generalidad de los casos, como inversamente proporcional a la 
magnitud del crimen, y muy condicionada por el contexto social y 
cultural del que han salido los autores. No es necesario acudir a los 
numerosos casos de sociedades guerreras que se han dado a lo 
largo de la historia para encontrar ejemplos; tampoco salir del 
marco de los que presumen de ser los países más desarrollados y 
civilizados del hemisferio occidental, para ilustrar hasta qué punto 
la barbarie es una elección al alcance de cualquiera. En unas pági-
nas llenas de desazón y perplejidad, Sigmund Freud constataba, en 
1915, que la guerra en curso entre «las grandes naciones de raza 
blanca, dominadoras del mundo y en las que ha recaído la con-
ducción del género humano [ ... ] trajo a la luz un fenómeno casi 
inconcebible: los pueblos cultos se conocen tan poco entre sí, que 
pueden mirarse con odio y con horror». 19 En efecto, el continen-
te europeo, habitado por esos pueblos cultos, ha sido el escenario 
l. 
de los más sangrientos enfrentamientos a través de los tiempos, 
hasta culminar en las dos guerras mundiales del siglo XX, cuyos 
efectos mortíferos no son ajenos al desarrollo de la ciencia y la téc-
nica, como bien percibió el propio Freud en 1938 cuando descri-
bió la situación prebélica europea como una alianza del progreso 
con la barbarie. 
19 FREUD (2000a) : op. cit., p. 281. Estas páginas revelan el desgarro personal entre 
el eurocentrista ilustrado que era Freud y el lúcido investigador que, ya en Tótem y 
tabú, había explicado a través del mito que los hombres llevan en la sangre el placer 
de matar. 
-') 
4. PATOLOGÍAS DEL ACTO 
« [ ... ] la sociedad es esencialmente criminal; si no fuera 
así, no existiría». 
Joseph CONRAD 
1 
La criminología clásica, tributaria del pensamiento racionalista 
ilustrado, consideraba la transgresión criminal como una vulnera-
ción del contrato social originario, aquel por el que los hombres 
habrían pactado unas reglas de convivencia elementales para evi-
tar el exterminio recíproco. Al romper la norma, un sujeto dueño 
de su voluntad y, en consecuencia, responsable, no tenía excusa de 
ninguna clase. Naturalmente, de semejante concepción solo po-
día derivarse un castigo exclusivamente retributivo o expiatorio, 
destinado a que el transgresor pagara su delito sin detenerse en la 
condición personal del autor o en las circunstancias del hecho. 
La doctrina clásica se fundaba en tres supuestos: el primero, que la 
distribución de los bienes se asienta en un consenso entre los hom-
bres, guiados por la racionalidad y moralmente justificado e inmu-
table; el segundo, que en una sociedad fundada en el contrato 
social, los actos contrarios a la ley son comportamientos patológi-
cos e irracionales y que sus protagonistas son indignos de participar 
en la vida social; y finalmente, que los criterios de utilidad son los 
que permiten determinar la racionalidad o irracionalidad de un 
comportamiento. Se comprende que Jeremy Bentham se propusie-
ra desarrollar una «aritmética moral» que, siguiendo un modelo 
matemático, permitiese hacer el cálculo de los placeres y dolores a 
partir del cual establecer el carácter positivo o negativo de una 
determinada acción; considerando el valor de una acción con 
capacidad de producir placer o dolor en relación· con un individuo, 
75 
76 SOBRE LA RESPONSABILIDADCRIMINAL 
y comparando la tabla de placeres, por un lado, con la de los dolo-
res, por el otro, se podría concluir que, siendo la suma de los pri-
meros más relevante que la de los dolores, la acción en cuestión 
redundaría en beneficio del sujeto. Desde la óptica utilitarista, 
la aplicación de este procedimiento también facilitaría juzgar el 
alcance social positivo o negativo de una acción. 
La revisión de la teoría utilitarista por los neoclásicos abrió la 
puerta a un rápido desarrollo de la criminología, puesto que aun 
coincidiendo en que la sociedad está compuesta por individuos 
adultos y libres, es decir, plenamente responsables de sus actos, 
debían de tenerse en cuenta las circunstancias personales de aque-
llos: con la excepción de los niños, los ancianos y los afectados por 
una enfermedad mental manifiesta, todos los demás habrían de ser 
considerados responsables y asumir las consecuencias de sus actos. 
Al introducir los factores circunstanciales en el examen de los he-
chos, la escuela neoclásica introdujo también, en el ámbito de los 
tribunales, a los expertos no jurídicos, en particular a los psiquia-
tras, al tiempo que varió el criterio acerca de la finalidad del castigo: 
la concepción meramente retributiva y expiatoria fue moderada con 
la incorporación de medidas rehabilitadoras tendentes a la reinser-
ción social de los condenados. 
A la escuela positivista se le atribuye la superación de la etapa 
precientífica de la criminología. Sus principales figuras -Garófalo, 
Ferri, Lombroso- adoptaron las premisas que en su tiempo eran 
tenidas por válidas para estudiar la naturaleza y el mundo físico, 
para aplicarlas al estudio de la sociedad y los individuos; como 
corolario a la presunción de que la conducta criminal estaba 
sujeta a leyes causales inteligibles, los positivistas rechazaban el 
postulado clásico de que la sociedad está integrada por individuos 
libres y racionales. Para ellos, el comportamiento delictivo está 
(pre)determinado en cada individuo, y el castigo carece de sentido 
al aplicarse a personas carentes de la posibilidad de optar. 
A mediados de los años sesenta del siglo pasado se puso en 
boga, como una variante del positivismo biológico, la teoría de la 
combinación cromosómica XYY, cuyo antecedente se remontaba al 
«síndrome de Kinefeltern. Los partidarios de esta teoría tenían 
la intención de identificar la base genética de la predisposición a la 
, 
PATOLOGÍAS DEL ACTO 77 
delincuencia, aunque se reveló incapaz de establecer una relación 
causal entre las circunstancias propias del sujeto y el tipo penal 
vulnerado. Otros positivistas biológicos, como Eysenck y Trasler, 
ensayaron explicaciones en las que se mezclaban generalizaciones 
acerca de la naturaleza humana, con explicaciones pseudopsicoló-
gicas -sostenían la existencia en los individuos de una especie de 
«policía interior» que operaría como un reflejo condicionado-, sin 
rechazar la influencia de la educación y el factor ambiental. Por 
poco consistentes que pudieran parecer, las proposiciones de 
Eysenck y Tasler fueron recibidas con entusiasmo en las institucio-
nes ocupadas del fenómeno criminal dado que, al poner énfasis en 
la prevención ambiental y en la posibilidad de condicionar las con-
ductas de los potenciales delincuentes, proporcionaban un amplio 
campo de trabajo a un ejército de educadores, psiquiatras, psicólo-
gos, asistentes sociales y policías, más la extensa red burocrática de 
apoyo. 
Émile Durkheim, que fue un crítico certero del positivismo, al 
que se le vincula habitualmente, así como de la teoría criminológica 
clásica, rechazaba la teoría del contrato social, que consideraba de 
imposible cumplimiento al involucrar a sujetos desiguales, y con-
tradecía igualmente la opinión de Comte en cuanto este afirmaba 
que el delito es la consecuencia de un atraso en la internalización de 
las pautas culturales. Para Durkheim, la pretendida armonía social 
era una ficción, en tanto los intereses de los individuos y los de la 
sociedad eran diferentes, quedando a cargo de los primeros hacer 
sacrificios y renuncias costosas que estaban en el origen de las con-
ductas transgresoras, por lo que el delito debía ser considerado 
como un hecho ordinario y normal. En su opinión, tan solo podría 
excluirse por completo el delito en una sociedad en la que a los 
individuos se les asignaran roles acordes con su naturaleza. 
Las teorías de Durkheim tuvieron mucha influencia en la socio-
logía norteamericana de la primera mitad del siglo XX, donde la 
Escuela de Chicago desarrolló una metodología empírica en la 
que la preocupación por explicar las «conductas desviadas» estaba 
acompañada por la crítica al funcionamiento social y, en particular, 
a la estructura urbana como «ecosistema delictivo». Para autores 
como Robert Merton, Cloward y Ohlin -fundadores de la crimi-
78 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
nología estructural-funcionalista y que habían retomado y des-
arrollado el concepto de Durkheim de «anomia»-, las frustracio-
nes generadas por la desigualdad de oportunidades, y la también 
desigual recompensa al esfuerzo individual, eran factores determi-
nantes en el incremento de la criminalidad. 
El profesor Antonio García-Pablos cita en su texto Criminología, 
una introducción a sus fundamentos teóricos para juristas, 1 los tres 
grandes modelos que orientan las investigaciones criminológicas 
-biologicista, psicologista y sociologista- y las diferentes teorías 
que se inscriben en cada uno de los citados. Se advierte que los 
diversos intentos de explicar el fenómeno criminal para prevenirlo, 
combatirlo, reducirlo e incluso suprimirlo muestran la predi-
lección por las posiciones dicotómicas: responsabilidad social y 
responsabilidad individual; causa externa y elección del sujeto; 
valores sociales y cultura de la transgresión; derecho de la sociedad 
a defenderse; y límites y eficacia del castigo. En suma, modalidades 
de abordar la cuestión en las que el psicoanálisis no tiene apenas 
encaje. Muy atrás quedaron los intentos de Franz Alexander y 
Hugo Staub en la Alemania de los años treinta del pasado siglo 
para desarrollar una auténtica «criminología psicoanalítica» -en 
rigor, freudiana-, o la que hubiera deseado poner en práctica 
en España Jiménez de Asúa. De hecho, los diversos autores -sean 
juristas, sociólogos o del campo psi- que se dedican a esta discipli-
na tan solo hacen menciones de pasada al psicoanálisis como una 
más de tantas teorías que se interesan por la problemática de la 
criminalidad, limitándose a citarlo - y a desechar sin mucho dete-
nimiento las posibles aportaciones- y, en alguna ocasión, a no 
hacerle el menor caso. Con ser cierto que el psicoanálisis no ha 
desarrollado una teoría sistemática en criminología, probablemen-
te por estar más aplicado al uno por uno y rehuir -con toda razón-
de la tentación de hacer sociología, es perceptible, en los últimos 
años, el incremento de trabajos dedicados al tema, en paralelo 
con la multiplicación y variedad de pasajes al acto y su relación con 
la responsabilidad. En este sentido, hay que mencionar la edición 
1 Valencia: Tirant Lo Blanc, p. 130, 1996. 
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'J 
PATOLOGÍAS DEL ACTO 79 
del volumen La sociedad de la vigilancia y sus criminales,2 compila-
do por lván Ruiz Acero, que reúne veintitrés trabajos de autores 
pertenecientes al ámbito del psicoanálisis lacaniano. Se trataría de 
retomar las reflexiones y comentarios de Freud sobre la delincuencia 
y sus protagonistas, y especialmente las aportaciones teóricas de 
Lacan entre 1932 y 1950, desarrollándolas y confrontándolas con 
las evidencias empíricas que proporcionan los casos concretos. 
2 
Como ha señalado Irene Greiser,3 las denominadas patologías del acto 
se corresponden con una descripción fenoménica ajena a las clasifica-
ciones psicoanalíticas, lo que no impide que sean operativamente útiles 
en la medida en que sirven para examinar ciertas formas de violencia 
cada vez más generalizadas ennuestras sociedades, así como de deter-
minadas modalidades del pasaje al acto, y de sus consecuencias sobre 
la subjetividad. Se trata, en apariencia, de un viaje de ida y vuelta: la 
subjetividad de nuestra época es proclive a la multiplicación de las dis-
tintas formas de violencia, y el ejercicio de esta influye sobre la posi-
ción subjetiva de los sujetos y también del conjunto social. 
El enunciado anterior invita a interrogarse sobre la relación 
existente entre la declinación de la figura paterna -individual- y el 
declive del discurso del amo y su fracaso para entronizarse como 
padre social. Sin olvidar que una cosa es ese discurso y otra la 
vigencia del significante amo en cada sujeto. Los efectos de uno y 
otro no son necesariamente equiparables, toda vez que si bien se 
puede comprobar aquella declinación, en la cada vez mayor in-
creencia en las instituciones que lo encarnan por parte de los 
gobernados, el inconsciente (salvaje) sigue perteneciendo al amo. 
También es preciso examinar las diferencias perceptibles entre 
lo que, en tiempos, se definía como marginalidad social con el 
fenómeno que hoy se describe, eufemísticamente, como precariedad 
2 Madrid: Gredos, 2011. 
3 GREISER, Irene (2009): Delito y transgresión. Un abordaje psicoanalítico de la 
relación del sujeto con la ley. Buenos Aires: Grama, p. 81. 
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/ 
80 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
y que el psicoanálisis llama desinserción. Independientemente del 
término, en uno y otro caso la cuestión clave se encuentra en las 
diversas modalidades de hacer, o no, lazo social. 
Freud denominó «angustia social» la generada por la amenaza de 
castigo por parte del Otro social, tan solo mitigada por la presencia 
de un superyó capaz de interiorizar el principio de autoridad en 
cada miembro de la comunidad (otra cosa es el modo cruel y la fero-
cidad con la que ese superyó se cobra su deuda con cada sujeto). 
El propio Freud advirtió, sin embargo, que ni la amenaza de castigo 
ni el reproche social eran suficientes para evitar que los hombres 
dieran rienda suelta a esa «hostilidad primaria y recíproca» más 
próxima a la concepción hobbesiana que a cualquier idealización 
humanista. No obstante, cuando el inventor del psicoanálisis hacía 
este diagnóstico de la condición humana, la crisis del discurso del 
amo que ahora se observa en toda su agudeza era aún incipiente. 
El siglo XX ha estado acompañado de un radical cuestionamiento de 
las instituciones, por medio de las cuales el amo alimentaba la obe-
diencia y el sometimiento a los valores sobre los que fundaba su 
dominio: la familia, la Iglesia, la escuela, las estructuras jurídico-ins-
titucionales y, finalmente, la coacción representada por los organis-
mos encargados de utilizar el monopolio de la violencia. El siglo XXI 
aparece como la consagración del triunfo del discurso universitario, 
que se garantiza a sí mismo esgrimiendo los emblemas de la ciencia 
y sus aplicaciones técnicas, al precio de la desubjetivación del lazo 
social. La percepción de una cierta ausencia de ley equivale a una 
suerte de coexistencia salvaje de múltiples leyes; el orden jerárquico-
patriarcal de las religiones del Libro, portador del mandamiento 
feroz de una sola ley, encontró en el estado moderno el brazo secu-
lar que operaba como guardián de la obediencia al padre y a quienes 
comparecen como sus sustitutos institucionales. Por momentos, en 
estos tiempos de hegemonía del discurso capitalista, en ciertas situa-
ciones críticas el Estado y lo que él representa parece desvanecerse en 
una especie de afanisis de lo colectivo: la sociedad se psicotiza y emer-
ge una sensación de desamparo que genera angustia, y cuando la 
angustia alcanza una masa crítica, se convierte en pánico: la «angus-
tia pánica», en expresión de Freud, ejemplificándola con la situación 
de un ejército en desbandada. 
º) 
PATOLOGÍAS DEL ACTO 81 
La multiplicación de conductas violentas protagonizadas por 
niños y adolescentes -un concepto este que no fue utilizado por 
Freud, que viene impuesto desde otras disciplinas y, sobre todo, 
con una vocación clasificatoria, acentuada desde el Otro social- es 
un fenómeno cada vez más frecuente. Las crónicas de sucesos que 
se nutrían tradicionalmente de crímenes cometidos por adultos 
celosos, codiciosos o vengativos muestran ahora a chicos y chicas 
que, antes de haber alcanzado la mayoría de edad, emplean la vio-
lencia con una naturalidad que asusta. Se agrede o se mata en 
muchos casos sin pasar antes por la palabra; se asesina por un 
gadget, por una desafección imaginaria, por la rivalidad para atraer 
la mirada del otro, o para «ver qué se siente».4 Pasajes al acto 
aparentemente vacíos de significación, seguidos a posteriori por 
pueriles intentos de resignificación por parte de los autores, expli-
caciones carentes de cualquier posibilidad de interpretación lógica 
para las autoridades, los especialistas, para el entorno social. Por 
ello, resulta pertinente interrogarse si «la progresiva extensión de 
la violencia [ ... ] es correlativa de alguna especificidad de la subje-
tividad de la época, o se trata más bien de una estructura particular 
que se manifiesta en forma diferente, de acuerdo a los distintos 
períodos de la historia humana».5 
Transgresores infantiles y juveniles los ha habido siempre, y no 
es necesariamente incompatible asociar sus actos con la especifici-
dad de la subjetividad imperante en su tiempo, con una estructura 
particular que subyace en los sujetos y que tiene más que ver con 
esa «hostilidad primaria y recíproca» percibida por Freud, y que en 
cada época de la historia humana se presenta con sus propias 
modalidades. Hasta mediados del siglo XX, los niños -en particular, 
en las zonas rurales, donde se concentraba la mayoría de la po-
blación- nacían y crecían en el seno de un grupo familiar am-
pliado, abarcador de varias generaciones y parientes que habitaban 
bajo el mismo techo; el destino de los hijos era incorporarse cuan-
4 Así lo expresaron, en el año 2000, dos chicas de dieciséis y diecisiete años de 
San Fernando (Cádiz), que asesinaron a puñaladas a una conocida de dieciséis. 
5 TENDLARZ y GARCIA, op. cit., p. 15. 
82 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
to antes al trabajo para, a su vez, formar otra familia, procrear y 
continuar un ciclo tan monótono y previsible como las cosechas. 
El traslado masivo desde el campo a los núcleos urbanos, la incor-
poración de muchos niños y jóvenes al trabajo en las fábricas y la 
exclusión de otros muchos lanzados a las calles -un cuadro magis-
tralmente novelado por Dickens- impulsaron un incremento de la 
delincuencia protagonizada por esos «chicos de la calle» que aten-
taban contra la propiedad y amenazaban el orden público. Los 
primeros tribunales de menores se crearon en el estado norteame-
ricano de Illinois en 1899, iniciándose una acción coordinada 
entre las autoridades policiales y judiciales con movimientos cívi-
cos que, con un discurso redentorista, colaboraban con aquellas 
para controlar la vida de los menores y tenerlos bajo control, y que 
en la realidad expresaban «un esfuerzo punitivo, romántico e 
intrusivo para fiscalizar la vida de los adolescentes urbanos de clase 
baja y mantenerlos en su estatus de dependencia».6 En los hechos, 
supuso un impulso decisivo para el desarrollo de la criminología 
positivista, que buscaba explicar la criminalidad en causas bioló-
gicas, psicológicas o sociales, seguida, a partir de mediados del si-
glo XX, por las diversas escuelas funcionalistas, las sociologías del 
delito, el naturalismo y las fenomenologías norteamericanas, 
hasta el advenimiento de la que se autodenominó «nueva teoría 
de la desviación».7 A comienzos de los años setenta, apareció la 
obra ya clásica de Walton, Taylor y Young, que significó una reno-
vación de la criminología crítica y de la crítica del derecho penal 
claramente influida por el marxismo -y de la que está práctica-
mente excluida cualquier aproximación psicoanalítica alfenómeno 
6 PLATT, Anthony (1988) : Los salvadores del niño o la invención de la delin-
cuencia. México: Siglo XXI, p. 87. 
7 La noción de «comportamiento desviado» se trasladó desde la sociología 
criminal a la criminología, y describe una amplísima gama de conductas, tanto 
delictivas como meramente contrarias a los usos sociales. Es claro que quien 
determina lo que constituye una desviación lo hace desde el discurso normati-
vo dominante, que define los paradigmas. Sin embargo, los sociólogos ingleses 
que desarrollaron esta teoría lo hicieron desde una perspectiva ideológica de 
izquierdas, para combatir el positivismo, criticar el papel de los órganos de con-
trol social y la práctica del labelling approach. 
J 
PATOLOGÍAS DEL ACTO 83 
criminal-8, en la misma medida en que la cuestión de la responsa-
bilidad se desplaza de los sujetos a las estructuras socioeconómicas; 
y aunque hay un cierto reconocimiento de que, en determinadas 
circunstancias, la «conducta desviada» constituye una elección y que 
sus protagonistas se reconocen en ella buscando una identidad, la 
responsabilidad última del crimen radica en un ordenamiento social 
injusto. En el período transcurrido desde que el estructural-funcio-
nalismo pierde influencia, y hasta la emergencia de la corriente de la 
<<nueva criminología», cobró fuerza, en la década de los años sesenta, 
la teoría del labelling approach, que etiqueta ciertos comportamien-
tos como delictivos, estigmatizando a los supuestos autores, que a 
partir de ese momento son identificados con el significante criminal. 
Los representantes de esta corriente, inspirados por el llamado 
«interaccionismo simbólico», sostenían que la calificación de ciertos 
hechos como delitos y a sus autores como delincuentes no dependía 
del hecho en sí, sino del significado que le venía atribuido por quie-
nes hacían la ley; de este modo, para la imposición social de deter-
minados valores, como «dominar los símbolos -el lenguaje-, ser 
capaz de establecer definiciones, es una forma de controlar las acti-
tudes igual que otras formas de control, pero más sutiles».9 
3 
Independientemente de que el poder para etiquetar los hechos 
- tipificar, en el lenguaje jurídico- es un atributo del amo ac-
tualmente devenido en auténtica manía clasificatoria, los efectos 
perversos del etiquetamiento, por cuanto se refiere a los sujetos 
8 T1WLOR, P., WAlTON, I., y YouNG, J. , op. cit. Los autores sostienen, asum ien-
do la premisa de que la sociedad es injusta y desigual, que «el delito es siempre ese 
comportamiento que se considera problemático en el marco de esos ordenamien-
tos sociales; para que el delito sea abolido, entonces, esos mismos ordenamientos 
deben ser objeto de un cambio socia l fundamental». Y concluyen: «Lo imperioso 
es crear una sociedad en la que la realidad de la diversidad humana [ ... ] no esté 
sometida al poder de criminalizar». 
9 H . Becker, citado por LARRAURI, Elena (1991): La herencia de la criminología 
crítica. Madrid: Siglo XX I, p. 103. 
84 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
concernidos por la etiqueta de delincuentes o criminales, operan 
en un doble aspecto: el sujeto es estigmatizado por el entorno 
social e institucional, dado que lleva consigo la etiqueta de delin -
cuente donde quiera que vaya, aun esforzándose para exhibir su 
obediente retorno a la disciplina socio-normativa, o bien se reco-
noce en su situación y la utiliza para reforzar su identidad, inte-
grándose en el grupo con el que comparte la etiqueta. Lo que sig-
nifica, en una palabra, identificarse con su síntoma, en este caso en 
relación con el goce que le proporciona la transgresión. 
Si el etiquetamiento que se realiza desde los significantes amo a 
través de los aparatos jurídico-institucionales, incluida la familia, 
produce los resultados indicados, su efecto deletéreo se multiplica 
cuando se aplica a los niños y jóvenes transgresores. 'º La Ley 
Orgánica «reguladora de la responsabilidad penal de los menores» 
aprobada en España en el año 2000 -y modificada seis años des-
pués para endurecer los castigos- eliminó la calificación de delin-
cuentes sustituyéndola por la de infractores penales, expresando 
que la norma «tiene una naturaleza formalmente penal pero 
materialmente sancionadora-educativa del procedimiento y de 
las medidas aplicables a los infractores menores de edad». La Ley 
es aplicable a los menores que cometen delitos a partir de los 
catorce años y hasta los dieciocho. Para los delitos más graves 
cometidos por menores de catorce y quince años (homicidios, 
asesinatos, violaciones, terrorismo y pertenencia a bandas arma-
das), la sanción será de internamiento en régimen cerrado de 
uno a cinco años; si los hechos son cometidos por un menor de 
dieciséis o diecisiete años, la sanción será de internamiento en ré-
gimen cerrado de uno a ocho años, aunque el internamiento 
en régimen cerrado puede alcanzar los diez años para los mayo-
res de dieciséis y de seis para los menores de dieciséis años si exis-
10 La Convención sobre los Derechos del Niño, suscrita en Nueva York en 
1989, establece que «para los efectos de la presente Convención se entiende por 
niño a todo ser humano menor de dieciocho años de edad». ¿Niños hasta los 
dieciocho años, en plena era de la globalización, con la extensión de las redes 
y todos sus contenidos al alcance? Esta es, si cabe, una evidencia más de que la ley 
va por detrás de la realidad social. 
PATOLOGÍAS DEL ACTO 85 
tiera más de un delito y alguno de ellos fuera de los más graves. 11 
En la exposición de motivos de la Ley se declara que «en el De-
recho Penal de menores ha de primar [ ... ] el interés superior del 
menor. Interés que ha de ser valorado con criterios técnicos y no 
formalistas por equipos de profesionales especializados en el ámbi-
to de las ciencias no jurídicas». La respuesta a los interrogantes de 
cuáles son esas «ciencias no jurídicas», y quiénes los «profesionales 
especializados» encargados de resocializar a los menores delincuen-
tes, revela con meridiana claridad la orientación de la Ley: las medi-
das sancionadoras deben perseguir «la concreta finalidad que las 
ciencias de la conducta exigem>, lo que significa que los llamados 
«equipos técnicos» que han de informar al ministerio fiscal sobre 
«la situación psicológica, educativa y familiar del menor>> actuarán 
siguiendo las teorías y técnicas cognitivas-conductuales. 
Hasta bien entrado el siglo XIX se condenaba a muerte -y se 
ejecutaba públicamente- a niños en más de un país occidental. 
Y si los Estados Unidos de América no ha ratificado hasta hoy la 
Convención de 1989 se debe a que, en ciertos Estados, las leyes 
permiten juzgar, condenar y ejecutar a menores o a quienes, sien-
do mayores de edad, cometieron su delito siendo menores, o 
recluirles de por vida, dado que la citada Convención establece que 
«no se impondrá la pena capital ni la de prisión perpetua sin posi-
bilidad de excarcelación por delitos cometidos por menores de 
dieciocho años de edad». El texto anima a los firmantes a fijar una 
edad mínima antes de la cual se presumirá que los niños no tienen 
capacidad para infringir las leyes penales, lo que constituye en sí 
mismo un criterio dudoso, porque mezcla conceptos que no admi-
ten confusión. El concepto jurídico que fija la minoría de edad no 
es necesariamente equivalente a la madurez o inmadurez personal 
de cada sujeto concernido; ni la mayoría de edad penal garantiza la 
11 Además del internamiento en régimen cerrado para los casos más graves, 
la Ley establece una numerosa serie de castigos menos graves: amonestación; 
internamiento en régimen semiabierto; internamiento en régimen abierto; inter-
namiento terapéutico; asistencia a un centro de día; libertad vigilada; tareas 
socioeducativas; tratamiento ambulatorio; permanencia de fin de semana, y la 
convivencia obligada con una persona, familia o grupo educativo. 
86 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
vigencia de una autonomía de la voluntad -signifiquelo que signi-
fique esta expresión- que a su vez exima o no al sujeto de hacerse 
cargo de las consecuencias de sus actos. 
La inmensa mayoría de los comportamientos transgresores 
protagonizados por menores no tienen trascendencia penal, 
incluidos los que son en realidad delitos y que, por diversas razo-
nes, quedan impunes, bien porque se los considera simples trave-
suras, bien porque se les aplica, por parte de los adultos, un trato 
benevolente y paternalista que confunde represión -una expresión 
con muy mala prensa- con ausencia de límites, bien porque los 
autores son penalmente inimputables por ser menores de catorce 
años. Sin embargo, todo esto, incluidas las normas jurídicas ten-
dentes a regular esas conductas, permanece en la superficie de las 
cosas. Se ignora aquello que configura una clave fundamental en el 
abordaje de las conductas adolescentes, «que como categoría social 
es la forma en que se sintomatiza la pubertad. Se refiere al momen-
to donde el sujeto se enfrenta con la falta de un saber sobre la re-
lación entre los sexos bajo el imperio de un real que empuja al 
encuentro y donde algo debe inventarn .12 La serie niño-púber-
adolescente describe a esos sujetos que, de pronto, se vuelven tor-
pones, que tropiezan con los muebles -y con otros sujetos, unos 
extraños llamados adultos-, porque hay un cuerpo en transforma-
ción del que no se sabe y una economía libidinal que busca un 
camino del que tampoco se sabe. La crisis de la familia y la caída 
de las referencias ideales tradicionales, en particular la desvaloriza-
ción de la figura paterna, alientan la instauración de referentes sus-
titutivos ante los que la desorientación de los adultos provoca 
auténticos estragos. La sociedad adolescente, caracterizada por la 
inmadurez, la ignorancia y una des-responsabilización generaliza-
da, delega en el amo por excelencia -el Otro de la ley, encarnado 
en la policía, los jueces, los reformatorios, el mundo psi- el supues-
to saber hacer con aquello que se ha renunciado a entender. La 
imposición del axioma de que nada es imposible, que todo está al 
12 T 1z10, Hebe (2008): «El enigma de la adolescencia», en RECALDE, Marina 
(comp.): Púberes y adolescentes - Lecturas Lacanianas. Buenos Aires: Grama, p. 12. 
1
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PATOLOGÍAS DEL ACTO 87 
alcance y que la satisfacción debe ser inmediatamente colmada, a 
cuyo servicio está la invasión de los gadgets, los juegos virtuales, 
objetos en suma con los que muchos padres tratan de combatir la 
angustia de castración y que les son ofrecidos-ofrendados a los 
hijos antes aún de que estos manifiesten sus deseos, está en rela-
ción proporcional a la frustración que provoca el no saber, el no 
tener. La mayoría de los niños y jóvenes consiguen superar este 
magma, caracterizado por la ausencia de límites, por la carencia de 
referencias identificatorias, o por ambas. Sin embargo, las conduc-
tas de imitación, superada la fase infantil durante la cual perdura 
la confusión entre la realidad y la ficción, parecen haber encontra-
do un terreno fértil debido, entre otros factores, al fácil acceso a 
contenidos violentos -incluidos los referidos a agresiones sexua-
les- sin ningún control. La función de transmisión de valores indi-
viduales y sociales, antes depositada en los padres, la escuela y, cada 
vez menos, en la parroquia, viene siendo cuestionada por el con-
sumo constante de mensajes que llegan desde el escenario virtual 
y que exhiben una banalización de la violencia y la muerte. Que 
ciertas instituciones han dimitido de su responsabilidad en este 
asunto lo demuestra el hecho de que, en España, se estima que el 
24% de los alumnos de la escuela primaria son víctimas del acoso 
por parte de sus compañeros, según datos de la OMS corrobora-
dos por estudios extraoficiales. En ese mundo en el que todo se da 
a ver, la frontera entre el pudor y el impudor se difumina, cuando 
no se borra por completo. El pasaje al acto violento puede sobre-
venir si la agresividad deja de ser tan solo una etapa necesaria en la 
afirmación del yo frente al otro y el objeto, para convertirse en 
antesala de comportamientos claramente autodestructivos -al 
entregarse a adicciones que implican un goce mortal-, o bien diri-
gidos al otro, actitudes ambas que suponen un rechazo del lazo 
social o bien una forma perversa de establecimiento de esos lazos. 
La violencia ejecutada por niños y adolescentes asusta y desconcier-
ta, en la medida en que los adultos encargados -supuestamente- de 
explicar el porqué de esas conductas, en realidad lo ignoran todo 
de sus protagonistas, en particular lo que toca a la pulsión de 
muerte y al goce. El entorno social, los amigos, las familias afecta-
das, las instituciones mismas, reaccionan con horror ante estos 
88 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
pasajes al acto, y con el mismo horror -y en ciertos casos con un 
sentimiento de culpa más o menos soterrado por haber mirado 
hacia otro lado- cuando los menores son víctimas de los crimina-
les adultos. 13 
4 
En 1994, en Manchester, dos niños de diez años asesinaron a otro 
de dos. Ese mismo año, en Madrid, dos jóvenes de dieciocho y 
diecisiete años asesinaron a un hombre al que no conocían, elegi-
do al azar. En Murcia, en el año 2000, un chico de diecisiete mató 
a sus padres y a su hermana -que padecía síndrome de Down- con 
un sable. Ya se ha citado el caso de las jóvenes Iría y Raquel, de die-
cisiete y dieciséis años, que asesinaron en Cádiz a una compañera 
de instituto «para saber qué se siente». En julio de 2009, una niña 
de trece años, disminuida psíquica, fue violada en Huelva por siete 
chicos menores de edad, dos de ellos penalmente inimputables por 
no alcanzar los catorce años; en abril de 2010, en una pequeña 
localidad de Toledo, una niña de catorce años mató a golpes y arrojó 
a un pozo a otra de trece, y los amigos de ambas comentaron con 
naturalidad que «en el pueblo es normal quedar para pegarse». En 
los últimos veinte años, los episodios de violencia homicida que 
tienen como ejecutores a niños y jóvenes, y como víctimas a sus 
compañeros o a miembros de la propia familia, se han reprodu-
cido cada vez con más frecuencia, especialmente en los Estados 
Unidos, pero también en Gran Bretaña y en menor medida en 
Francia y Alemania, para citar tan solo a algunos de los países occi-
dentales más desarrollados. Por lo que respecta a España, hay que 
señalar que, aun a gran distancia de los antes citados, ha aumenta-
do el número de delitos graves -homicidios y asesinatos, muchas 
veces precedidos por violencia sexual- protagonizados por jóve-
13 
En al año 2008, se descubrió en Amstetten (Austria) el sótano en el que 
Joseph Fritzl, de setenta y tres ali.os, mantuvo encerrada durante veinticuatro años a 
su hija y a los hijos-nietos que tuvo con ella. También en Austria estuvo encerrada en 
un zulo ocho años Natascha Kampusch, que fue secuestrada cuando tenía diez. 
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PATOLOGÍAS DEL ACTO 89 
nes, a veces niños, y ello sin contar con numerosísimos casos de 
agresiones en el ámbito familiar que no trascienden. 14 A este 
respecto, las estadísticas de la Fiscalía de Menores retratan, con 
bastante fidelidad, una situación que se repite y parece ir a más: se 
multiplican los casos de chicas que pegan a sus madres, de chicas 
que se pegan con otras chicas, de padres que soportan agresiones 
de sus hijos sin denunciarlas, en parte porque no quieren exhibir 
la humillación que implica para ellos la pérdida de autoridad, y en 
parte porque pedir la intervención de las instituciones equivale a 
reconocer su fracaso como progenitores. Es ilustrativo el caso de 
un joven de dieciocho años que intentó ahorcar a su madre con un 
cable «porque lo agobiaba»; reconoció que con su grupo de ami-
gos «no se disparaba porque ellos no le comían la oreja», pero sí 
con su hermano y su madre. Preguntado por qué lo hacía preci-
samente con aquellos con quienes convivía, respondió que era 
«porque son con los que normalmentepaso el tiempo». Lo fami-
liar, lo próximo, y al mismo tiempo lo siniestro. 
Los delitos violentos protagonizados por menores, especial-
mente cuando van acompañados de agresiones sexuales, generan 
reacciones de diverso tipo. Además del natural y más o menos 
espontáneo rechazo que provocan en lo que Freud llamó «la sociedad 
ultrajada» -espontaneidad generalmente alimentada y condicionada 
por la explotación del caso en los medios de comunicación-, y dando 
por sentado el padecimiento de las víctimas y de sus familias, pue-
den distinguirse fundamentalmente dos tipos de respuesta. La pri-
mera y más primitiva es la reacción de los familiares de la víctima 
que, encabezados habitualmente por la madre, exigen justicia. Un 
reclamo que, a pesar de que no se reconozca como tal, se confun-
14 En 2010 se iniciaro n en Espafia 105.879 procedimientos judiciales contra 
menores, un 3,93% menos que en el afio anterior, manteniéndose estable la pro-
porción de sentencias condenatorias: poco más del 90%. Los castigos impuestos 
consisten principalmente en libertad vigilada, trabajos en beneficio de la comu-
nidad, internamiento en régimen semiabierto o simples amonestaciones. Solo en 
casos excepcionales de delitos de sangre se aplica el internamiento en régimen 
cerrado. La criminalidad protagonizada por menores descendió en todas sus 
manifestaciones, aunque obviamente el registro de un año es insuficiente para 
confirmar una tendencia sostenida . 
90 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
de muchas veces con la venganza. Es muy ilustrativo al respecto un 
episodio ocurrido en Sevilla en marzo de 2011, cuando un juez de 
menores absolvió de las acusaciones de homicidio y violación de 
una joven de diecisiete años a un chico que, en el momento de los 
hechos, tenía quince, aunque sí le condenó a una pena menor por 
encubrir a otros implicados. Al conocer la absolución, la madre de 
la joven manifestó públicamente que «ya no tenía fe en la justicia de 
las salas» y que tan solo «confiaba en la justicia carcelaria». Es difícil 
expresar más claramente un deseo de vindicta pública llamando a 
aplicar la ley de Lynch ante un pronunciamiento judicial considera-
do injusto, como parece imposible explicar a las víctimas directas o 
indirectas de un crimen atroz que casi nunca una condena -por 
fuerte que sea, incluso la de muerte- habrá de satisfacerles, y que 
permanecer instaladas para siempre en el rol de víctimas les impide 
hacer el duelo por la pérdida padecida. De situaciones como la des-
crita, en la que se ceban los medios más sensacionalistas, se aprove-
chan también ciertos grupos políticos para ejercer lo que se ha dado 
en llamar populismo jurídico: endurecimiento de las penas, rebaja 
de la edad a partir de la cual los menores puedan ser imputados y 
otras similares, cuya eficacia se ha mostrado más que dudosa. 
La segunda concierne a ese extenso conglomerado integrado 
por educadores, asistentes sociales, sociólogos, criminólogos, juris-
tas y, muy especialmente, por los presuntos expertos del mundo 
psi, del que las autoridades políticas reclaman explicaciones cientí-
ficas que den razón de las causas de la violencia entre los menores, 
y al que se apremia para que aporte soluciones. 15 Dejando a un 
lado las opiniones tópicas, como la que atribuye sin matices a la 
influencia de la televisión el auge de la violencia, 16 o la que insiste 
en reclamar a los padres que actúen con mayor autoridad -como 
15 Como se ha sefialado antes, en realidad - y con los datos disponibles hasta el 
afio 2010- , en Espafia no ha habido un incremento de los delitos violentos protago-
nizados por menores de catorce afios, aunque la percepción que tiene la opinión 
pública es muy diferente, debido en buena medida a lo que la ley denomina «alarma 
social» generada por estos hechos, claramente explotada por determinados medios. 
16 Brandon Certerwall, de la Escuela de Salud Pública y Medicina Comu-
nitaria de Washington, sostenía no hace mucho que «si no hubiera televisión, hoy 
habría 10.000 asesinatos, 70.000 violaciones y 700.000 asaltos callejeros menos en 
PATOLOGÍAS DEL ACTO 91 
una solución taumatúrgica capaz de evitar la declinación de la 
figura paterna-, o aquella que señala como culpable al sistema 
educativo, conviene detenerse en las propuestas que, con mayo-
res pretensiones científicas, apuntan a «construir modelos que 
integren variables de personalidad y factores biológicos con 
factores psicosociales y socioculturales» .17 Se trataría de superar 
la tradicional oposición entre las teorías ambientalistas, ligadas 
a la criminología y a la sociología criminal más clásicas, con las 
nuevas aportaciones de la biología y los estudios genéticos, para 
explicar las causas que están en el origen del «débil autocontrol» 
de los sujetos que cometen delitos, 18 especialmente cuando se 
trata de jóvenes púberes y adolescentes. Está presente en prácti-
camente todas estas corrientes la preocupación por lo que defi-
nen como «propensión antisocial», atribuida precisamente al 
bajo autocontrol, y aunque difieren en cuanto al origen del 
mismo, todas participan de la preocupación por encontrar 
medios para detectar lo más precozmente posible las conductas 
«antisociales» con el fin de intervenir a tiempo antes de que se 
traduzcan en delitos. La citada propensión antisocial estaría 
caracterizada, entre otros factores, por «la baja inteligencia, altos 
niveles de atrevimiento, impulsividad, actividad y fortaleza físi-
ca» . En suma, se considera que la impulsividad de los menores, 
junto con un «patrón desinhibido» de comportamiento, autori-
Estados Unidos», aunque no explicó qué método de investigación utilizó para obte-
ner conclusiones tan precisas. De ser acertada semejante hipótesis, que apela a la 
conducta imitativa de los nifios a partir de los catorce meses, y a la facilidad para 
«interiorizar pautas de conducta violentas» - conductas que invaden los contenidos 
televisivos en todo el planeta- y, teniendo en cuenta que más de la mitad de la 
población del globo ha nacido y crece bajo semejante influencia, actualmente se 
estaría en todo el mundo en la fase hobbesiana del hamo homini lupus. Las imáge-
nes televisivas pueden desencadenar ciertas conductas violentas en sujetos estruc-
turalmente predispuestos, pero su poder no debe ser sobrestimado. 
17 ALCAZAR CóRCOLES, Miguel Ángel y Bouso SAIZ, José Carlos (2008): «La per-
sonalidad y la Criminología. Un reto para la Psicología», en: Anuario de Psicología 
Jurídica 2008. Madrid: Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid, pp. 99-111. 
18 Ibíd., p. 100. En términos jurídico-penales, se dice del autor de un crimen 
que se «ha saltado los frenos inhibitorios» que operan en la mayoría de las perso-
nas como un límite que les impide incurrir en pasajes al acto. 
92 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
zaría a clasificarlos como propios de un «síndrome de desinhibi-
ción cuyas dimensiones serían la impulsividad, la hiperactividad, 
conducta antisocial y elementos psicopáticos en el comporta-
miento».19 
Como quiera que, a pesar de sus esfuerzos, estas corrientes 
sociológicas y psicológicas aplicadas a la criminología no pueden 
exhibir para sustentar sus teorías más que generalidades, en oca-
siones basadas en muestras de alcance muy limitado, estudios 
empíricos igualmente limitados y cuyos resultados son imposi-
bles de confirmar, o bien quedan atrapadas en meras tautologías, 
recurren cada vez más al auxilio de las teorías biologistas y gene-
tistas. De este modo desembarcan, enarbolando la bandera de la 
prevención, los estudios de neuroimagen de personas clasificadas 
como violentas o con propensión a la violencia, aplicados princi-
palmente a comprobar la relación existente entre ciertas deficien-
cias funcionales y estructurales que creen percibir en los lóbulos 
frontales y temporales y los comportamientos agresivos. No solo 
se llevan a cabo actualmente estudios mediante tomografías de 
emisión de positrones (PET), sino también otras investigacionesmediante técnicas de neuroimagen funcionales, utilizando to-
mografías computarizadas por emisión de fotón simple (SPECT) 
y estructurales por resonancia magnética, todas ellas tendentes 
a explorar la relación entre las emociones y la agresividad y la 
violencia. 
E incluso aquellos investigadores que provienen de las discipli-
nas clásicas que estudian la criminalidad, aunque tratan de mati-
zar la rotundidad de las pretendidas conclusiones obtenidas por la 
neurobiología insistiendo en la necesidad de tener en cuenta los 
factores ambientales, culturales o educativos, eluden referirse a la 
subjetividad de los sujetos implicados. Ni siquiera parecen tener en 
cuenta ese elemento subjetivo a pesar de comprobar que muchos 
menores criminales -una vez detenidos e interrogados- no mues-
tran el menor asomo de culpa o arrepentimiento por sus actos y 
aunque asuman como inevitable la sanción penal que viene del 
19 Ibíd., p. 102. 
PATOLOGÍAS DEL ACTO 93 
Otro social como consecuencia de sus actos, eluden afrontar esa 
otra responsabilidad, la subjetiva, que acaso les posibilitaría salvarse 
de la repetición y de quedar para siempre etiquetados (adheridos) 
al horizonte criminal. 
5. EL MUNDO PSI EN EL PLANETA JUDICIAL 
«¿El papel del psiquiatra en materia penal? No experto 
en responsabilidad, sino consejero en castigo; a él le 
toca decir si el sujeto es peligroso, de qué manera pro-
tegerse de él, cómo intervenir para modificarlo, 
y si es preferible tratar de reprimir o de curar». 
Michel FOUCAULT 
1 
La lógica perversa del sistema institucional conduce a lo peor. 
Como quiera que el endurecimiento de las leyes y el funciona-
miento de los llamados centros de internamiento, 1 junto con toda 
la panoplia de medidas destinadas a los eufemísticamente llama-
dos «infractores penales», no impiden que se repitan los actos cri-
minales protagonizados por menores, los responsables políticos 
son cada vez más tributarios del discurso científico. Con el objeti-
vo declarado de anticiparse al acto criminal y presentados como 
políticas de prevención (un significante tranquilizador), se vienen 
desplegando desde hace años proyectos tendentes a lograr un 
mejor y mayor control de los sujetos cuya conducta actual, o pre-
visiblemente futura, constituyen una amenaza al orden social. 
Enfermos mentales, parados, extranjeros, adictos, jóvenes criados 
en familias desestructuradas, o que han manifestado impul-
sos agresivos y que padecen un «bajo autocontrol», todos clasifi-
cados y etiquetados como sujetos resto -excluidos del lazo social, 
desinsertados en términos psicoanalíticos- son objeto de evalua-
ciones y «terapias psicológicas basadas en la evidencia» siguiendo 
1 Centros de internamiento que son, en realidad, reformatorios - un signifi-
cante que no podría ser más ajustado a la esencia del discurso del amo: reformar, 
modelar a los sujetos para que se pongan obedientemente en fila. 
95 
96 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
el modelo EBM (Evidence Based Medicine), tal y como recomen-
daba el National Institute for Medica! Excellence antes citado. En 
la misma línea, dedicada a proponer medidas para «predecir», a 
través de controles ejercidos desde la infancia, qué niños podrían 
llegar a convertirse en futuros delincuentes, el Instituto Nacional 
de la Salud y de la Investigación Médica francés (INSERM) elabo-
ró un informe, en el año 2005, titulado «Trastornos de conducta en 
niños y adolescentes», fuertemente centrado en carencias biológi-
cas determinantes para explicar la no identificación al otro como 
la ausencia de inhibición, rehusando cualquier intento de histori-
zación tendente a la singularización sintomática.2 No es casualidad 
la coincidencia entre la nosología citada en el capítulo anterior 
-impulsividad, hiperactividad, comportamientos psicopáticos, 
altos niveles de atrevimiento- para explicar la «propensión antiso-
cial», con el «trastorno de déficit de atención con hiperactividad» 
(TDAH), y con el «trastorno oposicional desafiante» (TOD) que el 
INSERM incluye junto con el factor genético. El aspecto más pre-
ocupante del informe lo constituye, sin duda, la propuesta/suge-
rencia de hacer un seguimiento del comportamiento de los niños 
en fichas individuales, en las que quede registrado, si se ha pelea-
do, con qué frecuencia, si ha pegado, mordido o pateado, si no 
obedece, si no tiene remordimientos, etc., con el fin de someterles 
- en el caso de que estén presentes estos factores de riesgo- a tra-
tamientos preventivos. 
Se trata se evaluar a las personas, medirlas en sus aptitudes, 
conocimientos, rendimientos. Estimar su adaptabilidad a las nor-
mas sociales, empresariales, educativas, y, en su caso, corregir a 
tiempo las desviaciones en potencia o en acto. Y como los evalua-
dores han de ser también evaluados, y los sujetos que integran la 
pirámide jerárquica en quienes recaen las decisiones son suscepti-
bles de perder la objetividad, la responsabilidad última se deposita 
en las máquinas que, después de complejos cálculos informáticos, 
procesan las respuestas obtenidas de los sujetos entrevistados y 
2 Citado por LAURENT, Eric (2006): «Blog de notas: psicopatía de la evalua-
ción», en revista El Psicoanálisis 10, p. 20. 
EL MUNDO PSI E N EL PLANETA JUDICIAL 97 
emiten un dictamen que, con toda probabilidad, determinará el 
futuro del candidato. Se trata de un paso más hacia la reificación de 
los sujetos mediante la evaluación como sistema. Como señala 
Jean-Claude Milner, «la expansión de la evaluación y su carácter 
aparentemente irresistible no se comprenderían bien sin tener a la 
vista la promesa que anuncia: gracias a ella, se dice, las cosas al fin 
podrán gobernan>.3 Si las cosas se gobiernan solas, ironiza este 
autor, ¿por qué no gobernarían a los hombres? El político más 
sabio sería, entonces, aquel que explicara lo que quieren las cosas; 
el experto más serio se limitaría a traducir lo que ellas dicen; la 
estrategia más prometedora tendría como programa la transfor-
mación aceptada de los hombres en cosas. 
Cuando se está -o se cree estar- en presencia de sujetos poten-
cialmente peligrosos para el orden social -aunque las estadísticas 
tan solo pueden proporcionar probabilidades, no certezas-, entran 
en funcionamiento, junto con el régimen diagnóstico, los profesio-
nales del mundo psi con las «terapias psicológicas basadas en la 
evidencia», haciendo las recomendaciones destinadas a los órga-
nos institucionalmente competentes para clasificarlos y, eventual-
mente, basarse en los dictámenes de los peritos para pronunciar 
sentencias. Cuando los jueces deben instruir o resolver en asuntos 
que requieren conocimientos específicos para pronunciarse acerca 
de la inimputabilidad total o parcial de un sujeto, recurren a las 
opiniones de psicólogos y psiquiatras que, DSM-IV en mano, dic-
taminan sobre la mayor o menor conciencia que el acusado tiene 
de la ilicitud del acto y de la voluntad para cometerlo. Sin embar-
go, como ha señalado Eric Laurent, «el DSM se quiere ateórico, 
pura enumeración de síndromes. A partir de la alengua4 del sínto-
ma, las elucubraciones de los lenguajes clínicos solo se ordenan 
según la serie estadística. Solo la medida de la frecuencia define la 
legitimidad de un fenómeno. El DSM, por su fragmentación y su 
sola sumisión a la ley de los porcentajes, ha revelado que la clínica 
está hecha de pedazos de real que los lenguajes clónicos velan bajo 
3 M1LNER, Jean-Claude (2007): La política de las cosas. Málaga: Miguel Gómez 
Ediciones, p. 19. 
4 La palabra «alengua» hace referencia al silencio del síntoma. 
98 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
la coherencia del sistema».5 El mismo Laurent cita un comentario 
del profesor de psicología Serge Lesourd, en el que ironiza sobre el 
alcance que puede llegar a tener el diagnóstico del «trastorno opo-
sicional desafiante» (TOD) en relación con la definición que de él 
proporciona el DSM: «Conjunto de comportamientos negativos, 
hostiles o desafiantes duranteal menos 6 meses (con presencia de 
al menos cuatro criterios: se enfada, protesta a menudo contra los 
adultos, se opone con frecuencia o rechaza las peticiones o reglas 
formuladas por estos, fastidia a menudo a los demás y deliberada-
mente, hace soportar al otro la responsabilidad de sus propios 
errores o de su mala conducta, se muestra susceptible o fácilmente 
irritable, se enfada a menudo y está lleno de resentimiento, se 
muestra a menudo malo o vindicativo». Con semejante definición, 
escribe Lesourd, «al hacer de una oposición un trastorno (se) 
borra toda posibilidad de captar el sentido, a veces justificado, de 
una revuelta. Si se considera tal trastorno del adolescente a partir 
de una lectura social de sus signos, hubiéramos obtenido en 1970 
la definición del izquierdista, y en el año 2000 la definición del 
joven en dificultad». 6 
El término psicopatía y su correspondiente adjetivo, psicópata, 
se deben a Emil Krapelin, y aunque parecieron quedar en desuso 
durante mucho tiempo y la jurisprudencia de los tribunales era 
muy cautelosa en su utilización, han recuperado protagonismo 
tanto en los estudios e investigaciones como en la clínica. De 
hecho, el DSM-IV no lo incluye, aunque reparte la sintomatología 
generalmente atribuida a la psicopatía entre el «trastorno disocia!» 
y los «trastornos de la personalidad». No es un concepto comple-
tamente ajeno al psicoanálisis,7 y aunque dejó de ser utilizado 
durante cierto tiempo y se discute su incorporación a la lista de las 
5 LAURENT, Eric (2009). «Para el encuentro americano», en: 4° Encuentro 
Americano - XVI Encuentro Internacional del Campo Freudiano, convocado con 
el enunciado «El síntoma y el lazo social». Buenos Aires. 
6 LAURENT (2006), art. cit., p. 22. 
7 Freud utilizó la expresión «psicopático» en un texto redactado en 1904: 
Personajes psicopáticos en el teatro. Lacan la emplea una vez en la Introducción teó-
rica a las funciones del psicoanálisis en criminología. 
1 ~ \ 
EL MUNDO PSI EN EL PLANETA JUDICIAL 99 
enfermedades mentales, no se debe desatender su existencia y las 
consecuencias de su empleo; e independientemente de las tenden-
cias biologizantes que buscan explicar la psicopatía por trastornos 
neurológicos -lesiones en el córtex frontal o disfunción de la amíg-
dala-, el psicoanálisis puede aportar su propia mirada. A este res-
pecto, señala Eric Laurent que «desde nuestra perspectiva, en la 
dimensión del otro real, el real sin ley, el psicópata, por su acción 
loca, no regulada, repetitiva, fuera del sentido, intratable, nos 
recuerda la presencia de un mundo primordial anterior a la pro-
hibición (ya que) el psicópata actúa del tal modo que ignora la 
prohibición y la dialéctica que le vincula a la transgresióm>.8 Se 
trataría de observar hasta qué punto, para el psicópata, no funcio-
na esa prohibición que al resto de los sujetos protege del goce y de 
la angustia; él es una «figura residual donde se anudan, sin trascen-
dencia, goce y normas fuera de toda prohibición [ ... ] el psicópata 
es el reverso del sinthome [que es] el que mantiene juntas a las dos 
vertientes: la vertiente significante de su envoltura formal y la 
carga libidinal del objeto a», nos dice Laurent. 
Estas consideraciones suscitan, sin embargo, ciertas dudas, en 
tanto en muchos comportamientos psicopáticos están también 
presentes claros rasgos psicóticos. De hecho, la afirmación de que 
el psicópata actúa en la dimensión del otro real, sin ley, que su 
acción es «loca, no regulada, repetitiva, fuera del sentido», remite a 
una sintomatología psicótica. En efecto, el psicótico carece de ley, 
mientras que el psicópata no la ignora, simplemente la desprecia, 
porque uno de los rasgos más acentuados del comportamiento 
psicopático es el desafío consciente al orden establecido. La inopia 
de las terapias cognitivo-conductuales y la insuficiencia de las cla-
sificaciones basadas en cálculos estadísticos y sus respectivas eva-
luaciones, que dejan fuera la subjetividad, vienen a confirmar que 
solo la clínica del sujeto está en condiciones de proporcionar una 
alternativa. 
La jurisprudencia del Tribunal Supremo español sostenía, hasta 
hace no mucho tiempo, con respecto a los procesados cuya impu-
8 LAURENT, Jbíd., p 24. 
100 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
tabilidad era dudosa en consideración a su salud mental, que «la 
esquizofrenia viene siendo considerada por la ciencia médica, de 
la cual la jurisprudencia debe convertirse en tributaria, como 
una psicosis endógena, de un gen orgánico o cerebral, que con-
siste en la disociación intrapsíquica de la personalidad y que 
conlleva, con la ruptura entre el mundo interior del enfermo y 
el exterior, hondos trastornos de pensamiento y de la afectividad 
y, a veces, alucinaciones o ideas delirantes y perturbaciones psi-
comotrices, notas que justifican sobradamente que la misma 
haya sido considerada, en ocasiones, como presupuesto de inim-
putabilidad». Sobre los psicópatas el mismo Tribunal expresaba 
que «son personas con anomalías de carácter muy acentuadas 
que les impiden su adaptación a las normas penales y sociales 
vigentes [que] no pueden ser incluidos propiamente en el con-
cepto de enajenado o semienajenado [ . . . ] porque la causa de sus 
desviaciones no es morbosa o patológica, sino simplemente 
psicológica o caracterológica, conservando intactas sus facul-
tades mentales que son base y sostén de su imputabilidad [ . . . ] 
pudiendo decirse que mientras el psicópata mantiene intactos 
sus controles intelectivos e inhibitorios o volitivos, pero no quie-
re ni se preocupa de utilizarlos, como hacen la mayor parte de 
las personas consideradas normales que viven en su sociedad, el 
enajenado tiene su cerebro afectado en más o menos por una 
enfermedad, lesión cerebral o disfunción orgánica que le impide 
emplearlo debidamente, por lo que en la mayoría de las legisla-
ciones penales no se considera al psicópata como un inimputa-
ble total o parcial, sino que solamente se otorga la exención o 
atenuación al psicótico». La consecuencia de esta interpretación 
jurisprudencia! del artículo 8 del Código Penal vigente hasta el 
año 1996, que empleaba los términos «enajenado» y «trastorno 
mental» con las derivaciones propias de la nosología psiquiátrica, 
era que quedaban -literalmente- fuera de la norma un sinnú-
mero de casos cuyo examen y la determinación de la respon-
sabilidad penal exigía una sutileza y precisión mayores que la 
simple clasificación entre sano, y por lo tanto responsable, o 
loco y por consiguiente irresponsable. 
.r ~)~·"'~· .. 
EL MUNDO PSI EN EL PLANETA JUDICIAL 10 1 
2 
El Código Penal actualmente vigente, al precisar las circunstancias 
que eximen de responsabilidad penal, ha sustituido la califica-
ción de «enajenado» por la más amplia de «anomalía o alte-
ración psíquica» que impida al acusado comprender la ilicitud 
de su acto, aunque mantiene el concepto de «trastorno mental 
transitorio» en el que parece englobar los estados de intoxica-
ción aguda producto de la ingesta de estupefacientes o bebidas 
alcohólicas -incluyendo los síntomas propios del síndrome de 
abstinencia- para, finalmente, referirse a quienes, «por sufrir 
alteraciones en la percepción desde el nacimiento o desde la 
infancia, tengan alterada gravemente la conciencia de la realidad». 
Una diferencia sustancial en relación con la anterior redacción es 
que el internamiento en establecimientos psiquiátricos de sujetos 
criminales declarados inimputables -absueltos penalmente por no 
ser responsables de sus actos- no podrá superar el tiempo de con-
dena que les hubiera correspondido de ser hallados culpables. Esto 
supone que, una vez cumplido ese plazo, los psiquiatras deben 
informar al tribunal si estiman que el interno está en condiciones 
de salir en libertad sin que represente un riesgo para terceros, 
aconsejar en caso contrario la prolongación de la reclusión, o 
someter al sujeto a un régimen de semilibertad bajo control y 
mediante la aplicaciónde las denominadas «medidas de seguri-
dad». Una consecuencia paradójica es que, de un lado, limita el 
poder de los médicos al no dejar exclusivamente en sus manos la 
decisión de mantener a estos sujetos indefinidamente recluidos, 
ya que sus informes no son vinculantes para los tribunales, y al 
mismo tiempo puede suponer un riesgo el poner en la calle a per-
sonas cuya patología puede convocarles a la reincidencia.9 
9 Este es un asunto no resuelto y nada abstracto de política criminal, que no 
se limita a los sujetos declarados irresponsables y recluidos en psiquiátricos peni-
tenciarios. También delincuentes declarados culpables y condenados han aprove-
chado sus permisos carcelarios o su libertad defin itiva para cometer nuevos 
crímenes, debido precisamente a la ineficacia de los criterios de evaluación y el 
desprecio por un tratamiento individualizado atento a la subjetividad, 
102 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
A partir de 1999, el Tribunal Supremo modificó su criterio con 
respecto a la psicopatía, hasta entonces considerada una «atipia 
caracterológica», admitiendo que se trata de un auténtico trastor-
no mental. Este cambio, asumido en consonancia con la inclusión 
de la psicopatía en la lista de trastornos mentales y del com-
portamiento en la Clasificación Internacional de Enfermedades 
Mentales elaborada por la Organización Mundial de la Salud, 
habría de tener importantes consecuencias de cara a la aplicación 
de las circunstancias eximentes o atenuantes de la responsabilidad 
en los delitos cometidos por sujetos diagnosticados como psicópa-
tas. La eliminación de la expresión «enajenado» del Código Penal 
y su sustitución por la de «cualquier anomalía o alteración psíqui-
ca» simplifica la tarea de los jueces, en tanto que para determinar 
la responsabilidad de un sujeto lo primero que deben preguntarse 
es si el acusado está en condiciones de comprender la ilicitud del 
hecho y de actuar conforme a esa comprensión. «Es esta - explica 
la jurisprudencia- una definición de la imputabilidad que pone 
prudentemente el acento en la mera aptitud del sujeto para ser 
motivado por la norma, al mismo nivel que lo es la generalidad de 
los individuos de la sociedad en que vive, y, a partir de esa motiva-
ción, para conformar su conducta al mensaje imperativo de la 
norma con preferencia a los demás motivos que puedan condi-
cionarla». Tributarios, como se declaran, «tributarios de la ciencia 
médica» (y psicológica), los jueces se entregan al mundo psi para 
dictar las sentencias que eximan por completo de responsabilidad 
a los procesados, o bien reducir las condenas cuando las anomalías 
psíquicas no sean de tal magnitud que les impidan «comprender la 
ilicitud del hecho y actuar conforme a esa comprensión>>. 
La aplicación en la práctica de la doctrina de los tribunales y sus 
consecuencias puede examinarse plasmada en dos casos crimina-
les relativamente recientes acaecidos en España. 
En 1994, dos jóvenes -uno de dieciocho años, Javier Rosado, 
y el otro de diecisiete- ejecutaron en Madrid un asesinato, pre-
viamente programado en forma de juego de rol, con una víctima 
elegida al azar. Este pasaje al acto criminal desde un juego de orde-
nador, eludiendo toda mediación simbólica, la edad y condición 
social de los asesinos -estudiantes, de clase media-, y las caracte-
EL MUNDO PSI EN EL PLANETA JUDICIAL 103 
rísticas de la víctima - un humilde trabajador en la cincuentena, 
casado y padre de familia-, y especialmente la crueldad y el ensa-
ñamiento demostrados, convirtieron en un suceso el juicio cele-
brado tres años después. En él comparecieron psicólogos, médicos 
forenses, un psiquiatra penitenciario, un psiquiatra forense, un 
perito psiquiatra de la defensa y un perito psiquiatra de la acusa-
ción particular. Todos ellos emitieron sus respectivos informes, 
que luego ratificaron - y en algún caso rectificaron- ante el tribu-
nal, quedando de manifiesto una diferencia sustancial entre los 
dictámenes de los psicólogos y los de los psiquiatras con respecto 
al diagnóstico clínico del acusado mayor de edad, el único que pos-
teriormente recurrió la sentencia alegando, entre otras cosas, su 
estado de enajenación. En tanto que los psiquiatras y médicos 
forenses lo definieron como un psicótico, los psicólogos diagnos-
ticaron un trastorno psicopático de la personalidad -que el sujeto 
utilizaba para fingirse loco- pero que era perfectamente conscien-
te de la ilicitud de su acción. 10 Ambos jóvenes fueron condenados 
por asesinato alevoso con la agravante de ensañamiento, además 
de por robo y conspiración para asesinar, aplicándose al de dieci-
siete años la circunstancia atenuante de minoría de edad. 
De juego de rol expresa la sentencia del tribunal que «consiste 
en la recreación de un mundo imaginario en el que cada uno de los 
jugadores interpreta a un personaje a quien se le asignan determi-
nadas pautas de actuación, sometidas en último término a la direc-
ción del responsable de la actividad lúdica [ ... ] función asumida 
en muchas ocasiones por el procesado [de mayor edad]». 
Y de la relación entre ambos jóvenes se hace constar que «tenían 
una gran amistad y una relación de dependencia afectiva y cierta 
simbiosis y de sumisión del menor con respecto al mayor». Relata 
la sentencia que el acusado Javier Rosado «había ideado una especie 
de rol llamado Razas, al cual venían jugando un reducido grupo de 
amigos; la peculiaridad de Razas consiste en dividirlo todo en 
10 En su artículo «Motivos del crimen paranoico: el crimen de las hermanas 
Papin», publicado por primera vez en la revista Minotaure (n° 3), de diciembre de 1933, 
Lacan ya había advertido que la simulación, alegada por ciertos sujetos para explicar su 
comportamiento, no excluye que este sea por ello menos típicamente mórbido. 
104 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
determinados arquetipos que representan una parte de la persona-
lidad de una persona, inspirados en ocasiones en ciertas publicacio-
nes como libros de terror, ciencia ficción, cómics, vídeos; pero 
siempre impregnados los personajes por la violencia, el terror, el 
odio, las armas y la muerte. El procesado [ ... J decidió superar tanto 
la forma lúdica documentada en fichas, como la de la escenifica-
ción, para materializar en el mundo de la realidad física un plan 
consistente en dar muerte a una persona»; lo que efectivamente 
hicieron el 30 de abril de 1994, después de haber comprado unos 
guantes de látex, proveerse de sendos cuchillos y deambular por un 
barrio de Madrid hasta que eligieron a su víctima. 
El contenido de la sentencia muestra que el tribunal, además de 
juzgar la capacidad de los acusados para «comprender la ilicitud r 
del acto y actuar conforme a esa comprensión», optó por asumir el 
dictamen de los psicólogos, que estimaron que Javier Rosado 
padecía un trastorno de la personalidad (psicopatía), rechazando 
que se tratase de un psicótico. Esta decisión permitió condenar al 
acusado mayor de edad sin aplicación de ningún atenuante, exclu-
yendo así la absolución por aplicación de la eximente completa de 
responsabilidad derivada de un diagnóstico de locura. Admitir que 
se trataba de un psicótico hubiera supuesto absolverlo penalmente 
y recluirlo en una psiquiátrico penitenciario, con un efecto prác-
ticamente similar a un encierro carcelario, pero no es difícil con-
jeturar que si el tribunal se inclinó por la condena, y no por la 
absolución, se debió muy probablemente a la presión de los 
medios de comunicación y a la alarma social despertada. En efec-
to, la expresión absolución, con la carga desculpabilizadora que 
inevitablemente conlleva para la mayoría de la gente, hubiera 
resultado inaceptable en relación con la premeditación y la fe -
rocidad exhibida por los asesinos, la edad y condición social de 
estos y la azarosa elección de una víctima humilde e indefensa. ti 
11 La sentencia describe cómo, durante el forcejeo con la víctima, el sujeto 
perdió el cuchillo con el que ya le habíainferido diversas heridas, por lo que «per-
sistiendo en el propósito de seccionarle la garganta, introdujo su mano derecha y 
luego las dos en la herida del cuello, realizando desgarros en los tejidos, cartíla-
gos, incluso metió la mano en la boca . . . ». 
' 4t~~~~·<"' ,. 
EL MUNDO PSI EN EL PLANETA JUDICIAL 105 
Se repite aquí una paradoja que aparece constantemente en estos 
casos, en los que la crueldad y el salvajismo del hecho criminal 
- difundidos y amplificados por los medios, casi sin excepción-
aviva el ánimo de venganza colectiva. De un lado, se pide que caiga 
sobre el acusado «todo el peso de la ley»; un peso que nunca será 
suficiente para satisfacer a quienes confunden la justicia con la ley, 
y que abre el camino sin fin de los reclamos de endurecimiento de 
las penas; y de otro, no se admite que el criminal sea declarado 
loco, en tanto ese diagnóstico obliga a los jueces a pronunciar un 
veredicto absolutorio, que para las víctimas y el coro de vengado-
res espontáneos es inaceptable en la medida en que confunden 
exención de responsabilidad con inocencia. «Cualquier cosa, 
menos loco», proclaman, recurriendo a la figura del monstruo, del 
perverso constitucional, para explicar comportamientos como el 
del austríaco Joseph Fritzl, de setenta y tres años, que mantuvo a su 
hija encerrada en un sótano durante veinticuatro años, junto con 
los hijos-nietos que había tenido con ella. 
¿Una decisión oportunista de un tribunal más atento a la posi-
ble reacción de una opinión pública -y publicada- ante una sen-
tencia absolutoria, que al rigor de los dictámenes periciales? En 
cualquier caso, ello no impide que, independientemente de los 
motivos por los que los jueces optaran por sostener su decisión en 
los informes de los psicólogos, se pueda examinar más detenida -
mente un posible diagnóstico de psicosis de este sujeto. Una clave 
la proporciona la misma sentencia, cuando describe la naturaleza 
del juego de rol como «la creación de un mundo imaginario» en el 
que los personajes se asignan determinadas pautas de actuación, 
«materializándose en fichas de papel en las que aparecen registra-
das todo tipo de informaciones, así como de experiencias surgidas 
en la actividad y las peculiaridades de cada personaje. Después del 
crimen, Rosado escribió estos hechos en un relato y confeccionó 
una ficha para el juego de Razas dándole el nombre de la víctima 
del asesinato a una imagen de una persona gruesa que portaba una 
bolsa, y a la que se indicaba que le faltaban las cuerdas vocales. La 
narración del episodio escrita por el asesino dice textualmente: 
«Habíamos estado afilando cuchillos, preparándonos los guantes y 
cambiándonos. Elegimos el lugar con precisión [ .. . J Se suponía 
106 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
que yo era quien debía cortarle el cuello. Yo sería quien matara a la 
primera víctima. Era preferible atrapar a una mujer, joven y boni-
ta (aunque esto último no era imprescindible, pero sí saludable), a 
un viejo o a un niño [ ... ] Una viejecita que salió a sacar la basura 
se nos escapó por un minuto, así como dos parejitas de novios 
(¡maldita manía de acompañar a las mujeres a sus casas!) [ ... ]Vi a 
un tío andar hacia la parada de autobuses. Era gordito y ma-
yor, con cara de tonto. Se sentó en la parada [ ... ] El plan era 
que sacaríamos los cuchillos al llegar a la parada, le atracaría-
mos y le pediríamos que nos ofreciera el cuello (no tan directa-
mente, claro). En ese momento, yo le metería el cuchillo en lagar-
ganta y mi compañero en el costado. La víctima llevaba zapatos 
cutres y unos calcetines ridículos. Era gordito, rechoncho, con una 
cara de alucinado que apetecía golpearla, y una papeleta imagina-
ria que decía: quiero morir. .. ». 
No ha habido lugar para lo simbólico en el comportamiento 
de este sujeto, cuyo diagnóstico está más próximo a la esquizo-
frenia que a un pretendido trastorno de la personalidad. Ni 
siquiera puede armar un delirio para defenderse de la invasión 
de goce, dirigida a lo real-corporal, sin que nada opere como un 
obstáculo a la realización de sus deseos. En este, como en los 
demás procesos penales, la sentencia no la firman los peritos, 
sino los miembros del tribunal. Pero ¿quién decide realmente el 
destino de los sujetos enjuiciados? Comentando la evolución del 
derecho penal, Lacan y Cénac citaban los Juicios de Dios de la 
Edad Media y la doble instancia a la que los sujetos se veían some-
tidos. La secularización de las sociedades occidentales parece 
haber sustituido aquella doble instancia por otra fórmula en la 
que el derecho, como primera (supuesta) garantía del procesa-
do, no puede no contar con el discurso psi. El hecho de que el 
dictamen de los expertos no sea vinculante para el juez resulta, 
en los hechos, una posibilidad más bien teórica. En el mejor de 
los casos, el juez o el tribunal disponen de más de un dictamen 
pericial, de modo que el lenguaje jurídico desplegado en la sen-
tencia estará revestido y se sostendrá en explicaciones científicas 
aportadas por los especialistas, lo que no impide al mismo tri-
bunal -facultado para valorar las pruebas- inclinarse por una u 
EL MUNDO PSI EN EL PLANETA JUDICIAL 107 
otra opinión, en no pocas ocasiones influido por consideracio-
nes extrajurídicas. 12 
2 
El segundo de los casos paradigmáticos es el suceso acaecido en el 
año 2003 en la Fundación Jiménez Díaz-Clínica de la Concepción, 
de Madrid, cuando la doctora Noelia de Mingo, de treinta y cuatro 
años, atacó con un cuchillo al personal del centro y a diversos 
pacientes, causando tres muertes e hiriendo a otras cuatro personas. 
Ocultando el cuchillo bajo su bata, Noelia sorprendió a las vícti-
mas, en unos casos por la espalda y en otros de frente, e incluso 
remató a una de ellas después de haberla dejado malherida. El 
recorrido homicida por los pasillos de las unidades 33 y 43 acabó 
cuando la agresora fue reducida en la zona de los quirófanos por 
un auxiliar y dos celadores. 
Examinada por los psiquiatras forenses, estos dictaminaron 
que «la naturaleza de la enfermedad padecida por la acusada es la 
pérdida de la identidad, el sujeto no es el mismo. Piensa que es real 
lo que le ocurre. Las ideas patológicas le hacen pensar que son sus 
propios compañeros los que le van a perjudicar. Además no tiene 
conciencia de enfermedad [ ... ] Tiene delirios y alucinaciones que 
vive de forma real. Todos los médicos, pacientes y enfermeros eran 
actores que simulaban y la estaban perjudicando y también esta-
ban perjudicando a su familia. Con esta patología la inteligencia de 
Noelia, la lógica y la capacidad de respuesta, no se perdía para 
otros temas o vivencias. Es decir, tenía conservadas sus capacida-
des volitivas e intelectivas para determinadas actividades cotidia-
nas. Se produce una pérdida del yo pero tiene capacidad intelectiva 
adecuada. Lo que tiene afectado es el juicio de la realidad. Por ello, 
puede afirmarse que la anomalía o alteración psíquica que sufría 
12 Javier Rosado ha tenido un buen comportamiento durante su encarcela-
miento, ha acabado la licenciatura que había comenzado antes del crimen y com-
pletado otra, y actualmente está en régimen de semilibertad. 
108 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
Noelia no le impedía el conocimiento y la comprensión de la uti-
lización en la ejecución de medios, modos o formas que tendían 
directamente a asegurar la ejecución del hecho sin el riesgo que, 
para su persona, pudiera derivar de la defensa del ofendido, tal y 
como es definida la alevosía en el Código Penal». 
El tribunal, a resultas de esos informes y desechando los ar-
gumentos de algunas de las acusaciones particulares -dirigidas 
a probar que la agresora no tenía completamente anuladas las 
«capacidades de querer y conocer»-, decidió aplicar la eximente 
completa de responsabilidad por padecer la acusada una «esquizo-
frenia tipo paranoide con delirios de persecución y alucinaciones». 
La sentencia de junio de 2006 la absolvió de los tres delitosde ase-
sinato, cuatro delitos de tentativa de asesinato y otro de lesiones 
graves, y se acordó la medida de seguridad consistente en su «inter-
namiento en un centro psiquiátrico penitenciario por un tiempo 
máximo de veinticinco años, no pudiendo abandonar el estableci-
miento sin autorización del tribunal». En suma, se la declaró jurí-
dicamente irresponsable. 
Tanto el fiscal como las acusaciones particulares reclamaron, 
además, que fuera declarada «responsable civil subsidiaria» la 
Fundación Jiménez Díaz-Clínica de la Concepción y como «respon-
sable civil directa» la aseguradora Mapfre, peticiones a las que acce-
dió el tribunal de cara a las indemnizaciones fijadas en la misma 
sentencia para las víctimas. Expresa el fallo que «no cabe duda de 
que la Fundación Jiménez Díaz debe responder de forma subsi-
diaria del pago de las indemnizaciones [ ... ] no solo porque la 
acusada se encontraba en el hospital como médico residente de 3er 
curso y trabajaba con contrato de la citada Fundación, sino tam-
bién porque por los responsables de esta [se refiere a la agresora] 
se conocía su estado y situación y no se adoptó medida alguna 
tendente a evitar un resultado que en cierta medida era previsible 
y evitable». 
¿Quiénes tenían la obligación de prever y la posibilidad de 
evitar este suceso trágico? Aquí reside otra cara de la responsa-
bilidad -en este caso, objetiva- que apunta a los superiores de 
Noelia, a quienes otros empleados del centro médico habían 
informado de la situación de la residente, advirtiendo de los 
1. /--
EL MUNDO PSI EN EL PLANETA JUDICIAL 109 
temores que suscitaba su estado y el peligro que suponía su 
mantenimiento en el hospital, sin que aquellos tomaran medida 
alguna. La información de la que disponían sus jefes acreditaba: 
1) que Noelia no hacía guardias, ni se relacionaba con otras 
personas; 2) que no acudía a las sesiones clínicas pese a ser obli-
gatorias para los residentes; 3) que el jefe del servicio había deci-
dido que Noelia tan solo viese a pacientes nuevos, porque «era 
donde menos daño podía hacen>; 4) que dejaba en blanco las 
historias clínicas a su cargo; y 5) que se reía sin sentido y «escri-
bía» informes tecleando frente a un ordenador apagado. Y aun-
que no se les pueda atribuir a esas personas una responsabilidad 
in eligendo, dado que la contratación de Noelia era una decisión 
de las autoridades del centro, sí deberían hacerse cargo de las 
consecuencias de no haber ejercido adecuadamente la responsa-
bilidad in vigilando. 
3 
Declarar no responsable al sujeto e internarle en un psiquiátrico 
equivale a privarle de cualquier entidad civil, cercenar toda posibi-
lidad de establecer un lazo social no patológico. ¿Es esa perspecti-
va mejor para él que juzgarle, condenarle y que cumpla la pena en 
una prisión ordinaria, en la que nada impide que reciba un trata-
miento adecuado? En su Tratado sobre el padre, Pierre Legendre ha 
señalado la encrucijada en la que se encuentran los especialistas del 
mundo psi -en particular, los psiquiatras- cuando deben compa-
recer a dictaminar acerca del estado mental de un acusado. «En el 
trasfondo -escribe este autor- la evocación de la relación entre la 
psiquiatría y su sello institucional permite poner el dedo sobre lo 
más delicado: la imposibilidad, para el psiquiatra, de asumir el 
estatuto de simple experto científico en un proceso criminal. ¿Por 
qué? Esencialmente porque la psiquiatría, incluso científicamente 
concebida y practicada, no puede disponer del poder de transfor-
mar la cuestión de la causa última del crimen en un discurso dirigi-
do al juez que se reduciría a la exposición de un diagnóstico. Esto 
es lógicamente imposible, ya que, en verdad, el psiquiatra se dirige 
110 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
también al inculpado, y su experiencia toma para este el peso de 
una palabra». 13 
Una palabra que con-nota. La cuestión que se plantea es si esa 
palabra puede favorecer la subjetivación de la responsabilidad, 
independientemente del pronunciamiento del juez. La experiencia 
clínica muestra que una psicosis no invalida necesariamente en el 
sujeto la conciencia de hacer el mal, y de desear hacerlo. En pala-
bras de Legendre, «un juez, en nuestras sociedades impregnadas de 
doctrinas psi, queda perplejo ante la facultas deliberandi del incul-
pado, el poder de deliberar consigo mismo concedido al inculpado. 
Pues todo psiquiatra puede demostrar que la conciencia del carácter 
ilegal del acto o de la omisión acompaña a menudo al acto homi-
cida consumado por psicóticos comprobados». 14 En los Estados 
Unidos, se estima que alrededor del 25% de la población carcela-
ria está formada por sujetos diagnosticados como psicópatas, la 
inmensa mayoría de los cuales -los que no sean ejecutados- pasa-
rán el resto de su vida o la mayor parte de ella en prisión. Esto es 
así porque la política criminal imperante en la mayoría de los 
Estados de la Unión ha abandonado, prácticamente, la rehabilita-
ción individual y la reinserción social de los condenados como 
objetivo del castigo, a diferencia de la casi totalidad de los Estados 
de la Unión Europea, en los que no solo ha sido eliminada la pena 
de muerte sino también la condena a prisión de por vida. Aunque 
es evidente que en toda sociedad existen sujetos cuyas patologías 
-incluso cuando existan dudas acerca de un diagnóstico preciso-
les convierten en un peligro para los demás, el etiquetamiento 
como enfermos antes que como criminales, teniendo en cuenta el 
tipo de tratamientos a los que son sometidos en esa condición cla-
sificatoria, guiados por las técnicas cognitivo-conductuales -y en 
los casos más graves apoyados simplemente en los fármacos-, lejos 
de favorecer un posible reintegro de estos sujetos al entramado 
social, lo dificultan. Las cárceles no son necesariamente peores 
que los manicomios, si en ellas el condenado puede recibir una 
13 LEGENDRE, Pierre (1994): Lecciones VIII. El crimen del cabo Lortie. Tratado 
sobre el padre. México: Siglo XXI, p. 57. 
14 Ibíd., p. 58. 
:.:-,-,'~;·_~: 
EL MUNDO PSI EN EL PLANETA JUDICIAL 111 
atención adecuada a su diagnóstico. Es más, la experiencia mues-
tra que el encierro carcelario opera en numerosos casos como un 
factor de pacificación, y a pesar de que en la mayoría de los proce-
sos criminales y en el posterior tratamiento de los condenados el 
psicoanalista no parece ser tenido muy en cuenta. En 1950 Lacan 
acertaba al plantear que, en determinadas circunstancias, si el suje-
to encuentra a otro que escuche, este pueda «con el expediente de 
la transferencia dar entrada al mundo imaginario del criminal, que 
puede ser para él la puerta abierta a lo real». 15 En este punto, 
teniendo en cuenta tanto el tiempo transcurrido desde la publica-
ción de la Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en 
criminología, como el propio desarrollo del pensamiento de Lacan, 
no es posible abordar la contribución del psicoanálisis a la crimi-
nología sin incorporar los tres registros e indagar cómo se anudan 
en la mente criminal. Criticaba Lacan en la misma Introducción 
que en los procedimientos judiciales y en el posible tratamiento del 
sujeto criminal después de la condena no se contara con los psi-
coanalistas, cuando este es «el único que posee una experiencia 
dialéctica del sujeto (que) resuelve un dilema de la teoría crimino-
lógica: al irrealizar el crimen no deshumaniza al criminal». Este 
trabajo, que en opinión de Serge Cottet pertenece al período 
«sociológico» del Lacan pre-estructuralista, muestra la influencia 
en el psicoanálisis del ambiente reinante en la posguerra y a los 
problemas a los que se enfrentaba entonces la sociedad francesa en 
particular; la misma expresión «irrealizar el crimen» sin deshuma-
nizar al criminal, la remite Cottet a esa misma época, marcada por 
el existencialismo sartriano. 16 No hay duda de que el desarrollo 
posterior del pensamiento de Lacan -en particular, con la intro-
ducción del concepto de plus de gozary del objeto a- ha propor-
cionado nuevos instrumentos teóricos aplicables al examen tanto 
de las tradicionales como de las nuevas modalidades del pasaje al 
acto, y por extensión a la responsabilidad criminal. 
15 LACAN y CÉNAC (1989): Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis 
en criminología, en: LACAN, Jacques: Escritos I. México: Siglo xx1, p. 127. 
16 CüTTET, Serge (2011 ): «Criminología lacaniana», en Ru1z ACERO, Iván 
(comp.): La sociedad de la vigilancia y sus criminales, op. cit., p. 29. 
6. LOS CRÍMENES DE LA GENTE CORRIENTE 
«El momento del pasaje al acto es el de mayor embarazo 
del sujeto [ . . . ] Es entonces, cuando desde allí donde se 
encuentra - a saber, desde el lugar de la escena en la que 
como sujeto fundamentalmente historizado, puede única-
mente mantenerse en su estatuto de sujeto- se precipita y 
bascula fuera de la escena». 
Jacques LACAN 
1 
La violencia, que se manifiesta a través de episodios que asumen la 
forma de pasajes al acto, y que se muestra por medio de una mul-
tiplicidad y pluralidad de modalidades, pone de manifiesto la 
estrecha relación con la subjetividad de la época. Originado duran-
te el siglo XIX, en la época de auge de las teorías criminológicas, 
el concepto se introdujo en el campo psicoanalítico a comienzos 
del siglo XX, enriqueciéndose notablemente con las aportaciones de 
Lacan, sobre todo a partir de su tesis De la psicosis paranoica en sus 
relaciones con la personalidad, y posteriormente con la diferencia-
ción de las modalidades del pasaje al acto definidas como «críme-
nes del Súper-Yo», «crímenes del Ello» y «crímenes del Yo», una 
clasificación que no siempre admite límites claros entre una y otra 
dado que, en determinados casos, aparecen solapadas características 
atribuidas a las diferentes tipologías. De todos modos, la diferen-
cia establecida en función del elemento subjetivo -es decir, a las 
motivaciones de los sujetos protagonistas- no ha perdido vigencia 
aun cuando resulte instrumentalmente insuficiente ante la emer-
gencia de nuevas formas de criminalidad, que parecen encajar más 
adecuadamente en la categoría de crímenes de goce: crímenes 
inmotivados -vaciados de significación, por oposición a los de 
113 
114 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
utilidad-; asesinatos de masa; los serial killers, que eligen a sus víc-
timas y las matan con cierta periodicidad hasta que les atrapan; y 
más recientemente spree killers, 1 caracterizados por matar sin solu-
ción de continuidad a cuantos se cruzan en su recorrido homicida. 
Antes se ha dicho que el derecho no desconoce lo que significa el 
goce y el plus de goce, aunque no emplee estos conceptos. Es más, la 
función principal del derecho consiste en regular, poner límite al 
goce, algo que puede comprobarse a través de múltiples ejemplos. 
Resulta interesante observar cómo el derecho penal traduce en tér-
minos jurídicos algunas de las modalidades del pasaje al acto antes 
citadas. Al reseñar las circunstancias agravantes del delito -y, como 
consecuencia, incrementar la responsabilidad del autor-, el Código 
Penal español enumera en su artículo 22, entre otras, las siguientes: 
1) la alevosía, utilizando medios, modos o formas que tiendan a 
asegurar el resultado creando indefensión en la víctima; 2) utilizar 
disfraz, emplear abuso de superioridad o aprovecharse de las cir-
cunstancias de lugar, tiempo o auxilio de terceros para debilitar la 
defensa de la víctima y asegurar la impunidad del autor; 3) ejecutar 
el hecho mediante recompensa, o precio; 4) actuar por motivos 
racistas, antisemitas u otra clase de discriminación ligadas a la ideo-
logía, religión o creencias de la víctima, la etnia, raza o nacionalidad, 
su sexo u orientación sexual, la enfermedad que padezca o su disca-
pacidad, y el ensañamiento. 2 Es difícil no percibir en este catálogo la 
huella del goce en los sujetos ejecutores de estos actos. 
Por otro lado, la exención completa de la responsabilidad está 
contemplada en el artículo 20 del mismo Código Penal, para aque-
llos sujetos que padecen «cualquier anomalía o alteración psíqui-
1 Spree: del inglés, juerga, parranda. A diferencia del asesino en serie, gue se 
toma su tiempo entre uno y otro asesinato y cuyas víctimas no son producto del 
azar sino de una elección, en la modalidad del spree killer el asesino mata al azar 
y sin pausa entre una y otra víctima. 
2 El Código Penal castiga el ensañamiento, gue consiste en «aumentar delibe-
rada e inhumanamente el sufrimiento de la víctima, causando a esta padecimien-
tos innecesarios para la ejecución del delito», tal y como lo define el artículo 22 
del Código Penal español. Se trata de una circunstancia agravante gue convierte 
el homicidio en asesinato. Hay sentencias gue han excluido esta circunstancia 
agravante fundándose en gue la víctima ya estaba muerta cuando el ejecutor con-
tinuó agrediéndola, y por lo tanto no podía padecer ya ningún sufrimiento. Este 
LOS CRÍMENES DE LA GENTE CORRIENTE 115 
ca» a consecuencia de la cual «no puedan comprender la ilicitud 
del hecho o actuar conforme a esa comprensión». También está 
eximido de responsabilidad quien, al tiempo de cometer el delito, 
esté bajo los efectos de una «intoxicación plena por el consumo de 
alcohol o drogas estupefacientes, y cuando, por sufrir «alteraciones 
en la percepción desde el nacimiento o desde la infancia, tenga alte-
rada gravemente la conciencia de la realidad». He aquí la esencia de 
lo que la doctrina jurídico-penal y la práctica jurisprudencia! sos-
tienen acerca del binomio responsabilidad/irresponsabilidad, apli-
cada a los transgresores.3 Es obvio que determinar cuándo y hasta 
qué punto el sujeto concernido está privado de la capacidad de 
comprender la ilicitud de sus actos, sea por una anomalía o altera-
ción psíquica, sea por la ingesta de tóxicos, es competencia atribui-
da a los tribunales en el caso por caso. Y en tales situaciones, como 
lo dejó dicho una sentencia célebre del Tribunal Supremo, cuando 
se plantea la duda acerca de la salud mental de un acusado «los tri-
bunales son tributarios de la ciencia médica», lo que en la práctica 
significa que -aunque téoricamente el dictamen de los peritos 
no sea vinculante- suele operarse por los jueces una auténtica 
delegación de la responsabilidad de condenar, con o sin circuns-
tancias atenuantes, o de absolver, apoyándose en el contenido de 
tales dictámenes. 
razonamiento refleja la tensión gue siempre ha coexistido en el derecho penal 
entre los partidarios de juzgar los hechos por el resultado de la acción, o bien por 
la intención del autor. En el ámbito, generalmente más pacífico, del derecho civil, 
también existen normas gue ponen cierto límite al goce. El artículo 42 del Código 
Civil español se dice que «la promesa de matrimonio no produce obligación de 
contraerlo, ni de cumplir lo gue se hubiera estipulado para el supuesto de su no 
celebración». Pero a continuación, y con el fin de evitar gue el prometido/a arre-
pentido/a disfrute completamente de la gozosa sensación de haberse liberado del 
compromiso, dejando al despechado/a al pie del altar, en el artículo siguiente 
prescribe gue «el incumplimiento sin causa de la promesa cierta de matrimonio 
[ .. . ] producirá la obligación de resarcir a la otra parte de los gastos hechos y las 
obligaciones contraídas en consideración al matrimonio prometido». 
3 Además de las citadas, que revisten una importancia más directa en rela-
ción con el tema gue se aborda en estas páginas, el Código Penal contempla igual-
mente como exenciones de la responsabilidad la legítima defensa, el obrar en 
estado de necesidad, por miedo insuperable, y en cumplimiento de un deber. 
116 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
La ley contempla aquellos casos en los que las citadas circuns-
tancias eximentes de la responsabilidad no cumplen todos los 
requisitos exigidos, convirtiendo aquella en una responsabilidad 
criminal tan solo parcial. Se trata de las denominadas circunstan-
ciasatenuantes, de las que interesa destacar la que se describe 
como «obrar por causas o estímulos tan poderosos que hayan pro-
ducido arrebato, obcecación u otro estado pasional de entidad 
semejante». Esta atenuante parece concebida en su origen para 
exculpar -aunque limitadamente- aquellos crímenes que en tiem-
pos pretéritos, antes de que lo políticamente correcto impusiera su 
dominio sobre el conjunto del lenguaje, se llamaban pasionales, y 
que cualquiera que sea la denominación actual tienen en común 
dos elementos: casi siempre la víctima es la mujer, y la mayoría de 
estos pasajes al acto pueden ser incluidos entre los denominados 
«crímenes del Yo»;4 ejecutados, por lo general, por sujetos <<normales», 
gente corriente que carece de los recursos simbólicos para hacer 
frente a aquello que se vive como una pérdida, como un signo de 
fracaso o de exclusión, o como una humillación en el marco de los 
valores sociales imperantes en su medio cultural. En suma, como 
un acto hostil que le viene del Otro, aunque en ciertos casos subya-
cen en este comportamiento yoico fenómenos elementales no 
detectados previamente, reveladores de la pre-existencia de una 
estructura psicótica que encuentra en el crimen el instante de su 
desencadenamiento. O bien se trata de neuróticos obsesivos que 
han pasado por una torturante rumiación, en cuyas hiancias apa-
recen imperativos homicidas que, finalmente, se imponen como 
un fracaso de la defensa. En la categoría de «crímenes del Yo», 
pueden incluirse también aquellos protagonizados por sujetos 
normales y corrientes, cuyos actos criminales se producen en un 
contexto que facilita tanto su ejecución como la impunidad, en 
tanto se benefician de un ambiente de desresponsabilizacl.ón gene-
ralizada como el reinante en los conflictos bélicos o las convulsio-
4 El arrebato se define como «enajenamiento causado por la vehemencia de 
alguna pasión, y especialmente por la ira», y la obcecación como el «ofuscamien-
to tenaz y persistente». La característica de la obcecación es el ofuscamiento, es 
decir, la «oscuridad de la razón» y la «confusión de las ideas». 
LOS CRÍMENES DE LA GENTE CORRIENTE 117 
nes sociales, circunstancias en las cuales el sujeto pone en acto «lo 
anímico primitivo», generalmente enmascarado detrás de reivindi-
caciones de orden ideológico, étnicas, nacionales o religiosas. 
2 
La violencia machista, o de género, que otros prefieren llamar 
feminicidio -aunque este concepto tan solo sería pertinente en los 
casos de muerte de la víctima de la violencia, y no cuando los 
resultados no han sido letales-, está en el origen de la Ley de 
Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, san-
cionada en el año 2004 por el Gobierno del socialista Rodríguez 
Zapatero, y que el actual Gobierno del Partido Popular ha prome-
tido revisar. Esta ley se remite a las resoluciones de las Naciones 
Unidas aprobadas en la Cumbre Internacional sobre la Mujer, cele-
brada en Pekín en 1995, en las que se considera la violencia contra 
las mujeres un atentado contra los derechos humanos y las liberta-
des fundamentales, y se asume la definición del «síndrome de 
la mujer maltratada» como «las agresiones sufridas por la mujer 
como consecuencia de los condicionantes socioculturales que 
actúan sobre el género masculino y femenino, situándola en una 
posición de subordinación al hombre y manifestadas en los tres 
ámbitos básicos de relación de la persona: maltrato en el seno de 
las relaciones de pareja, agresión sexual en la vida social y acoso en 
el medio laboral». Para combatir esa situación, la norma adopta 
una gran cantidad de medidas de protección aplicables en diversas 
áreas -laboral, de la seguridad social, educativa- y crea órganos 
judiciales especializados con apoyo de unidades policiales, hacien-
do la protección extensible a «los menores que se encuentran den-
tro de su entorno familiar, víctimas directas o indirectas de esta 
violencia». Sin embargo, el aspecto más polémico de la Ley es el 
contenido del título IV, que modifica nueve artículos del Código 
Penal, y que para muchos juristas es dudosamente constitucional, 
teniendo en cuenta que estas modificaciones establecen un trato 
claramente discriminatorio por razón del sexo. En efecto, la nueva 
redacción de los artículos del Código Penal convierte en delito 
hechos que tenían antes la consideración de falta, con el consi-
118 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
guiente agravamiento de las penas, cuando la víctima es una mujer 
que es o ha sido esposa o pareja sentimental del agresor -aun sin 
convivencia-, en tanto que si ha sido el hombre la víctima no se 
aplican estas agravantes. Aunque los datos muestran una gran des-
proporción entre los muertos de uno y otro sexo -en el año 2011, 
por ejemplo, fueron asesinadas 61 mujeres frente a 7 hombres 
que murieron a manos de su pareja-, esta asimetría estadística 
no debería funcionar como un argumento tendente a desprote-
ger jurídicamente, y también a ignorar socialmente, a los sujetos 
masculinos que padecen esta violencia. 
No obstante, la cuestión de fondo es saber si la Ley, transcurri-
dos ocho años de vigencia, ha producido los efectos esperados y 
anunciados en su artículo 1, en el que se expresa que las medidas 
de protección reguladas tienen como finalidad la de «prevenir, san-
cionar y erradicar esta violencia, y prestar asistencia a las vícti-
mas». A la vista de las cifras de mujeres asesinadas anualmente, que 
muestran variaciones poco significativas entre un período y otro 
-contabilizando solo las muertes y excluyendo las agresiones no 
mortales-, la respuesta es negativa tanto por lo que se refiere a la 
prevención como a la pretendida erradicación de la violencia de 
género, aunque sí ha tenido y tiene un papel muy importante en lo 
que se refiere a la concienciación del conjunto de la sociedad sobre 
esta forma de violencia, y ha puesto en el primer plano la cuestión 
de las posiciones femenina y masculina en el lazo social. Si bien 
como consecuencia de las campañas institucionales han aumenta-
do las denuncias por malos tratos por parte de las mujeres, un sig-
nificativo porcentaje de denunciantes se retractan posteriormente 
y no acuden a la vista judicial, con lo que las actuaciones se archi-
van sin consecuencias para el supuesto maltratador. Es igualmente 
significativa la cantidad de mujeres que transgreden las órdenes de 
alejamiento dictadas contra sus potenciales agresores -parejas o 
exparejas- retomando una relación e incluso volviendo a convi-
vir, asumiendo una situación de riesgo que no pocas veces acaba 
en tragedia. Desde noviembre de 2003 y hasta finalizar 2011, 
600 mujeres fueron asesinadas por sus parejas o ex parejas. Desde 
enero de 2007 y hasta marzo de 2011 se interpusieron 570.555 
denuncias, y en el período que va desde el año 2006 hasta julio de 
LOS CRÍMENES DE LA GENTE CORRIENTE 119 
2011 se solicitaron 212.155 órdenes de protección, de las cuales 
151.657 fueron acordadas por los jueces. Se pronunciaron 223.285 
sentencias, de las cuales el 65% fueron condenatorias y el 35% 
absolutorias. Al 25% de los hombres condenados durante el año 
2010 se les suspendió el cumplimiento de la pena a cambio de 
someterse a terapia rehabilitadora, con un resultado reconocido 
oficialmente de entre el 50% y el 60% de «objetivos conseguidos», 
mientras que un 30% abandonó el tratamiento. En otro 20% «no 
se apreciaron avances», y el índice de reincidencia por este delito se 
estima en el 10%,5 un porcentaje que suele corresponderse con el 
de aquellos en los que, incluso habiendo cumplido una sanción 
penal, persiste el ánimo de venganza dirigido contra quien les 
denunciara. Obviamente, de los datos citados -proporcionados 
por el Ministerio de Justicia y los diversos observatorios que hacen 
el seguimiento de los casos- ninguna conclusión puede extraerse 
sobre la eventual responsabilidad subjetiva que hayan podido asumir 
los sujetos en cuestión, ni en qué medida lo ha sido. Hay quese-
ñalar, en primer lugar, que la violencia desplegada en el ámbito 
afectivo - familiar o no- es un fenómeno transclínico, en cuanto 
que está presente en patologías diversas, al mismo tiempo que 
atraviesa todas las clases sociales. 
Son los delitos cometidos «por el vecino de al lado», el mismo 
que saluda en la escalera y al que la gente ve como uno más, o que 
no saluda y del que se oyen las peleas domésticas, pero en cualquier 
caso alguien «normal», cuyo pasaje al acto siembra la perplejidad 
en el barrio y entre sus compañeros de trabajo. Pero como cada 
homicidio alimenta la denominada «alarma social», generosamente 
recogida y aumentada por los medios de comunicación, la res-
puesta de las instituciones, muy influenciadas por las asociaciones 
feministas, se orienta, por una parte, al incremento de las sancio-
nes penales para los autores de los delitos, con lo que se engaña 
a la opinión acerca de la supuesta eficacia disuasoria del castigo, 
5 La premiada película de Icíar Bollaín Te doy mis ojos, independientemente 
de las intenciones de su directora, y aun considerando que se trata de una obra de 
ficción, refleja fielmente el fracaso de las teorías cognitivo-conductuales en el 
abordaje de la violencia de género. 
120 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
tantas veces desmentida en los hechos, mientras que arrecian las 
campañas instando a las mujeres a denunciar hasta los menos rele-
vantes episodios domésticos en los que quiera percibirse una acti-
tud potencialmente amenazante. Una consecuencia indeseable de 
estas campañas ha sido una exagerada criminalización de la vida 
familiar, y en ocasiones la interposición de denuncias falsas con el 
fin de condicionar los resultados en procedimientos civiles, princi-
palmente en aquellos en los que se discuten las relaciones paterno-
filiales. Y en cuanto a las denunciantes que, pasado un tiempo, se 
retractan presentándose en los juzgados o en la fiscalía expresando 
su decisión de retirar la denuncia -lo que no es admisible por tra-
tarse de asuntos perseguibles de oficio, independientemente de la 
voluntad de las partes- , y que luego no comparecen en el juicio, se 
ha planteado la posibilidad de imputarles un delito de desobediencia 
si vulneran las órdenes de alejamiento o no acuden al juicio, con lo 
que se da la paradoja de que las víctimas reales o presuntas de 
malos tratos o amenazas se convierten en víctimas por partida 
doble: de aquel de quien se las quiere proteger y, al mismo tiempo, 
de la institución que ha de protegerlas. 
3 
Este campo minado de la llamada violencia de género es, probable-
mente, donde más en evidencia queda la ignorancia de aquello que 
toca al goce por parte de los juristas, los movimientos feministas y 
los especialistas psi en general, pese a la evidencia de que muchas 
mujeres se ponen voluntariamente, y de modo más o menos in-
consciente, en situaciones de riesgo. La explicación tópica pero 
políticamente correcta que se dan a sí mismos los responsables po-
líticos, los profesionales concernidos y las asociaciones de mujeres, 
confrontados a esa evidencia, elude la cuestión de fondo para cen-
trarse en la maldad intrínseca del maltratador y su capacidad para 
influir en la voluntad de la víctima, a quien tan solo se reprocha 
-con muchos matices- su credulidad ante las protestas de reden-
ción, en las que suelen mezclarse declaraciones de renovado amor 
con chantajes emocionales por parte del hombre. Se ha dicho y 
LOS CRÍMENES DE LA GENTE CORRIENTE 12 1 
escrito mucho sobre las motivaciones que impulsan a los maltra-
tadores y homicidas a protagonizar esa salida de la escena que 
implica el pasar al acto: celos, narcisismo, apego a los roles sociales 
más primitivos, venganza por agravios reales o imaginados, en 
suma, los semblantes con los que se viste el fantasma. Una prime-
ra mirada sugiere lo evidente. Se trataría -al menos en aquellos 
casos en los que el perfil de los sujetos concernidos responde al 
patrón de los neuróticos obsesivos- de un pasaje al acto que sobre-
viene como resultado de un recorrido interior, de elaboración y 
acrecentamiento de un odio que finalmente explota y que, visto 
desde fuera, aparece como un arrebato, algo impremeditado. En el 
fondo, se trata, y así lo describe Lacan, de «la identificación ab-
soluta del sujeto con el a al que se reduce»,6 una identificación 
que revela el modo patológico que para él reviste el amor por el 
objeto perdido y que le lleva a asumirse como resto, víctima 
él mismo de la ignorancia y de la infatuación del yo. Evaporada la 
fantasía de «ser Uno», se verifica lo insportable del goce del Otro, 
que se muestra como un enigma, y ante el cual se desata el odio 
que se expresa en el acto, sin pasar por la palabra. Se comprueba 
también hasta qué punto, en tanto que «un hombre no es otra cosa 
que un significante» y como tal lo busca la mujer, mientras que 
para el hombre la mujer sigue siendo, esencialmente, un enigma: 
«hay algo en ella que escapa del discurso».7 Limitado por el goce 
fálico, el hombre cree poseer el cuerpo de la mujer que, como tal, 
«no entra en la relación sexual sino como madre».8 Precisamente 
por esta condición, a veces el homicida mata también a los hijos 
-de ella o de ambos- o, lo que es aún más cruel, solo a los hijos, 
que es el modo de dejar caer a la mujer al quitarle aquello que da 
sentido a su vida. El posterior suicidio del homicida -el pasaje al 
acto por excelencia, para Lacan- representa la salida definitiva de 
la escena. Aquellos que sobreviven a su crimen, las más de las veces, 
acuden a entregarse a las autoridades, en un gesto que no puede 
sino interpretarse como una asunción de responsabilidad objetiva 
6 LACAN, Jacques (2006): La angustia (Seminario 10). Buenos Aires: Paidós, p. 124. 
7 L ACAN ( l 989a): op. cit., p. 44. 
8 Ibíd., p. 47. 
122 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
merecedora del castigo legal, lo que no significa en absoluto que 
aquella vaya acompañada de su equivalente subjetiva. En el mejor 
de los casos, esta suele emerger en el trascurso del tiempo, cuan-
do los sujetos ya no pueden sostener sus argumentos autoexcul-
patorios. 
José Antonio Naranjo, en un artículo en el que aborda la cuestión 
de la violencia y el deseo,9 comenta que «hay sujetos masculinos 
cuya relación con el deseo es tan problemática, que solo mediante 
la violencia pueden recuperar su deseo [ ... J para estos sujetos la 
erotización consiste en suspender al otro sobre el abismo del sufri-
miento». La recuperación del deseo vendría por la expectativa de 
aquella amenaza suspendida que, al plasmarse en acto, opera la 
recuperación del deseo sexual. Sujetos que, para volver a desear 
sexualmente al partenaire, necesitan poner en peligro la vida o al 
menos en cierto grado de riesgo a aquel. Pero ¿y este partenaire? 
Dejando de lado los tópicos que insisten en la casi exclusiva res-
ponsabilidad del agresor, es común intentar dar cuenta de la posi-
ción de sometimiento de la mujer por la vía de explicaciones 
sociológicas -atraso cultural, tradición familiar, preservación de la 
unidad familiar- o psicológicas -miedo, dependencia psicológica 
del macho, temor por los hijos-, factores que sin duda están pre-
sentes en la mayoría de los casos. Es inevitable, sin embargo, 
concluir que para muchas mujeres vivir «sobre el abismo del sufri-
miento» es una fuente de goce, y que en no pocos casos estimula 
su propio deseo y consiente que el juego amoroso sea precedido o 
realizado mediando un cierto grado de violencia. De otro lado, 
el hecho de que muchas mujeres acepten vivir «sobre el abismo del 
sufrimiento» parece estar en relación con la posición histérica que 
Lacan llamaba la «asunción de la privación», una ética más ligada 
a la privación que a los bienes, en razón de que estas mujeres esta-
rían consagrados a dar consistencia al Otro con su propio sufri-
miento -a completarlo en su goce-, en la medida en que ese Otro 
exhibe su castración. 
9 
NARANJO, José Antonio (2005): «La violenciay el deseo». En El Psicoanálisis 
8, p. 84. 
LOS CRÍMENES DE LA GENTE CORRIENTE 123 
4 
En 1916, Freud comprobó que una buena cantidad de aquellos de 
sus pacientes que reconocían haber cometido actos ilícitos de dife-
rente índole y gravedad, lo habían hecho «sobre todo porque eran 
prohibidos y porque su ejecución iba unido a cierto alivio aními-
co para el malhechor [que] sufría una acuciante conciencia de 
culpa, de origen desconocido, y [que] después de cometer una falta 
esa presión se aliviaba».'º Esa constatación le permitió a Freud 
deducir que la conciencia de culpa preexistía a la consumación del 
acto delictivo que, presumiblemente, debía estar en el origen de 
aquella, una característica común en la mayoría de los transgresores, 
que le llevó a concluir que el hecho ilícito no era sino una búsque-
da inconsciente de castigo; y que, precisamente por implicar a tan 
extensa variedad de tipos delictivos y sujetos concernidos, 
las leyes penales estaban dirigidas principalmente a esta clase de 
delincuentes, gente corriente cuyos pasajes al acto, en la mayoría 
de los casos, podrían encuadrarse en la tipología de los «crímenes 
del Superyó». En ella, se inscribiría la extensa gama de los deli-
tos de utilidad o de interés, como los dirigidos contra la propiedad, 
desde el simple robo hasta las múltiples formas de fraudes, aunque 
para conseguir su objetivo los delincuentes incurran circunstan-
cialmente en tipos penales mucho más graves -como homicidios y 
asesinatos- que a veces son parte del plan original del criminal 
pero que, generalmente, resultan ser efectos sobrevenidos no pre-
vistos. Sin embargo, Freud hace una salvedad en este mismo texto: 
excluye de esa primera caracterización a aquellos sujetos que co-
meten delitos sin sentimiento de culpa, «ya sea porque no han des-
arrollado inhibiciones morales o porque en su lucha contra la 
sociedad se creen justificados en sus actos», 11 dos circunstancias 
que en realidad no son necesariamente contradictorias u opuestas. 
En efecto, tanto si estos delincuentes que actúan sin sentimiento de 
1° FREUD, Sigmund (2000b): Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo 
psicoanalítico. Los que delinquen por sentimiento de culpa. Buenos Aires: Amorrortu, 
pp. 138-139. 
11 Ibíd., p. 139. 
124 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
culpa obedecen a un «Superyó criminógeno», como si son profe-
sionales del crimen que se inscriben en una comunidad cuyo lazo 
social se anuda a través del delito, es claro que han superado cual-
quier inhibición en relación con la norma, la justificación -si es que 
la necesitan- autoexculpatoria suele ser tan variada como inane. 
Sin embargo, la referencia a «su lucha contra la sociedad» admitiría 
otra interpretación, de tipo ideológico, acaso una alusión velada a 
las acciones -sean individuales o de grupos minoritarios- tendentes 
a subvertir el orden social, protagonizadas en tiempos de Freud por 
el anarquismo o por ciertos nacionalismos irredentos. Estas accio-
nes exigirían ser estudiadas, tanto por lo que ellas mismas desvelan 
como por los sujetos protagonistas, en el marco de la relación entre 
los registros imaginario-simbólico-real, aunque, como se ha men-
cionado en un capítulo anterior, la responsabilidad subjetiva viene 
asumida por los ejecutores desde antes de pasar a la acción, y el sen-
timiento de culpa está, en principio, excluido. 
Freud atribuía al complejo de Edipo, gracias al cual la humani-
dad habría adquirido su conciencia moral, el origen de ese senti-
miento de culpa que empujaba a muchos sujetos a convertirse en 
delincuentes que, al poder fijar ese sentimiento en actos transgre-
sores de menor entidad, se protegían de la amenaza y la tentación 
-para Freud siempre latentes- de retornar a los crímenes primor-
diales. Significativamente, el texto acaba con una referencia a las 
posibilidades que se abrirían, en el caso de confirmarse esta moti-
vación en la actuación de los delincuentes, para esclarecer muchos 
«puntos oscuros de la psicología del delincuente y proporcionar a 
la punición un nuevo fundamento psicológico».12 Esta posición 
centrada en el complejo de Edipo exigiría de Freud, en 1930, intro-
ducir una matización al pronunciar su opinión sobre el caso de 
Philipp Halsmann, acusado de asesinar a su padre, hecho que 
según el dictamen forense estaba sustentado en las desavenencias 
entre el hijo y su progenitor y que, por lo tanto, encontraría su res-
puesta en la hipótesis edípica. Después de reiterar su convicción 
acerca del carácter universal de este complejo, Freud critica la 
12 Jbíd., p. 139. 
LOS CRÍMENES DE LA GENTE CORRIENTE 125 
utilización abusiva del mismo, ya que en tanto no se ha demostra-
do que el joven Halsmann asesinara realmente a su padre, ni que 
las citadas desavenencias supusieran una mala relación entre 
ambos, hacer referencia al complejo de Edipo como fundamento de 
la acusación era «ocioso», ya que «justamente por su omnipresen-
cia, el complejo de Edipo no se presta a extraer una conclusión 
sobre la autoría del crimen». 13 El interés freudiano por el com-
portamiento criminal se había puesto de manifiesto en fecha tan 
temprana como 1906, cuando dictó, en la Universidad de Viena, 
una conferencia posteriormente editada con el título «La indagato-
ria forense y el psicoanálisis» en la que anticipa, claramente, su tesis 
sobre los que delinquen por sentimiento de culpabilidad que 
incluirá diez años después entre los tipos de carácter observados en 
el trabajo psicoanalítico, alertando a sus oyentes de que «pueden ser 
despistados en su indagación por el neurótico que reacciona como 
si fuera culpable aun siendo inocente, porque lleva en su interior 
una conciencia de culpa aprontada y al acecho para apoderarse de 
cualquier inculpación determinada». 14 En esa conferencia les explica 
a los juristas lo que entonces eran los primeros descubrimientos del 
psicoanálisis, comparando el trabajo de los jueces de instrucción 
con el de los analistas a partir de las semejanzas y diferencias entre 
los neuróticos -que no saben lo que saben, porque su secreto se 
oculta a su propia conciencia- y los criminales, los cuales saben 
pero ocultan conscientemente aquello que saben. 
Una observación superficial de los casos de delincuentes por 
sentimiento de culpabilidad podría llevar a la conclusión de que 
estos sujetos tienen asumida su responsabilidad subjetiva por sus 
actos incluso antes de haberlos ejecutado, y, lo que resulta paradójico, 
aunque nunca lleguen a ser declarados judicialmente culpables. 
Esta presunción, sin embargo, no puede ser admitida con carácter 
general. También aquí se impone el uno por uno, si se tiene en 
cuenta que ese sentimiento de culpabilidad es inconsciente, lo que 
13 FREUD, Sigmund (200la): El dictamen de la Facultad sobre el proceso 
Halsmann. Buenos Aires: Amorrortu, p. 250. 
14 FREUD, Sigmund (1999): La indagatoria forense y el psicoanálisis. Buenos 
Aires: Amorrortu, p. 95. 
126 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
explicaría la diferente respuesta que proporciona el comporta-
miento de aquellos sujetos criminales que no son psicóticos, del 
que tienen los que sí lo son, confrontados con las consecuencias 
de su acción. En efecto, mientras que la mayoría de los primeros 
tienden a negar su responsabilidad-abonados al «Yo no he sido»-, 
al menos en sus primeras declaraciones ante las autoridades, los 
psicóticos no solo reclaman sino que frecuentemente exigen que se 
les reconozca esa responsabilidad al tiempo que niegan estar men-
talmente perturbados. 
O' 
7. EL CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYÓ 
«Como una gran artista que puede destruir su obra si le 
place, porque un rayo de luz se la muestra imperfecta, así 
hice con mi hija a quien había plasmado y era mi obra». 
Aurora RODRIGUEZ 
1 
En la mañana del día 9 de junio de 1933, Hildegart Rodríguez 
Carballeira, de dieciocho años, fue asesinada, mientras dormía, de 
cuatro disparos efectuados por su madre, Aurora Rodríguez 
Carballeira,de quien aquella era hija natural, en el domicilio que 
compartían en Madrid. Poco después, la parricida se presentó 
acompañada de su abogado en el juzgado de guardia, donde hizo 
un relato de los hechos 'y prestó declaración de manera también 
voluntaria; a continuación, se ordenó su ingreso en prisión. En 
respuesta a las preguntas del fiscal, Aurora manifestó que «le pro-
duda verdadero terror el que su hija, único objeto y finalidad de su 
vida, apartada de la declarante y fuera de la órbita en que esta 
podía protegerla, defenderla y aconsejarla, fuese a caer en malas 
manos y a consecuencia de su misma inocencia y bondad llegar 
a ser una desgraciada y seguir una vida completamente opuesta a 
la que siempre fue ideal acendrado de la declarante». 1 Hay que des-
tacar que Aurora, desde la primera confesión hecha a su abogado, 
previa a la comparecencia en el juzgado, y hasta el final de sus días, 
1 Citado por DOMINGO, Carmen (2008): Mi querida hija Hildegart. Barcelona: 
Destino, p. 28. La autora de esta bien documentada obra ofrece -además del 
estricto relato de los hechos- una visión extremadamente ilustrativa del contexto 
social, cultural y político de la España de la época en el que vivieron las protago-
nistas del drama. 
127 
128 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
sostuvo que no padecía enfermedad mental alguna y que el asesi-
nato de su hija había sido una acción premeditada desde hacía 
tiempo. Esa tenaz negativa a aceptar que sufriera un trastorno 
mental y a ser considerada una delincuente ha quedado reitera-
damente reflejada en las actas judiciales, así como en los informes 
y dictámenes periciales a los que fuera sometida después del 
crimen; informes que dan cuenta de la sensación que tiene la 
parricida de haber cumplido con un deber y de ser digna de admi-
ración por ese acto que considera «sublime», por lo que se mues-
tra completamente ajena a cualquier sentimiento de culpa. El efec-
to pacificador que en ciertos casos sobreviene a la consumación 
del crimen, la confesión del mismo y la prisión, se opera aquí par-
cialmente; en efecto, Aurora mantiene muy vivo el odio y el ánimo 
de venganza -que se muestra convencida de poder satisfacer en el 
futuro- contra todos aquellos a quienes considera los auténticos 
responsables del drama: una variada lista de personajes españoles 
y extranjeros, algunos de gran relevancia pública, supuestos partí-
cipes de una oscura conspiración internacional dirigida a separarla 
de Hildegart, para utilizar a su hija con fines opuestos a los que 
ella, su madre, la había destinado, convirtiéndola en espía, instru-
mento de guerra y «carne de prostitución». Durante el tiempo que 
pasó en prisión (desde junio de 1933 hasta diciembre de 1934), y 
antes de ser trasladada al psiquiátrico de Ciempozuelos, dedicó sus 
esfuerzos a intentar regenerar a las demás reclusas, alternando 
períodos maníacos con crisis depresivas al ver frustrados dichos 
propósitos regeneracionistas, a la vez que expresaba su preocupa-
ción por el hecho de que las demás internas, que se reían de ella y 
la llamaban chiflada, pudieran tomarla por loca. 
La parricida fue examinada en numerosas ocasiones por los 
psiquiatras José Sacristán y Manuel Prados, primero a petición 
del abogado defensor y luego por orden del Juez de Instrucción. 
Ambos médicos emitieron, en el mes de septiembre de 1933, un 
informe-dictamen en cuyas conclusiones señalaban que «la proce-
sada Aurora Rodríguez padece un proceso psíquico patológico que 
corresponde a la llamada paranoia pura; el proceso patológico 
psíquico que sufre la procesada es, como el enunciado de su nom-
bre indica, un proceso incurable», y que «la procesada, dadas las 
EL CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYÓ 129 
características particulares de su personalidad, se halla en estado 
de peligrosidad psíquica».2 El informe de Sacristán y Prados -rati-
ficado por los firmantes durante el juicio celebrado en la Audiencia 
Provincial de Madrid y ante el tribunal del jurado los días 24, 25 y 
26 de mayo de 1934- sigue las pautas marcadas por los descubri-
mientos de Emil Krapelin, de quien los dos psiquiatras españoles 
habían sido discípulos, de tal modo que, en la vista del día 25 de 
mayo, dedicada a las declaraciones de los peritos, fue posible 
presenciar una confrontación entre dos concepciones de la enfer-
medad mental, de la normalidad y, en consecuencia, del grado de 
responsabilidad que podía atribuirse a la procesada, del que a su 
vez habría de depender la sanción penal o el internamiento en el 
manicomio. El fiscal pedía una condena de treinta años de prisión 
para la acusada -más otro año por la tenencia ilegal del arma 
homicida-, sosteniendo que era plenamente responsable de sus 
actos, en tanto que la defensa planteó, desde el primer día, que 
Aurora era una paranoica a la que había que aplicar la eximente 
completa de responsabilidad penal. 
Los psiquiatras Sacristán y Prados, a quienes no podía tacharse 
de «peritos de parte» dado que el informe que presentaron se 
redactó a petición del Juez de Instrucción, reiteraron que la enjui-
ciada era <mna paranoica permanente e incurable que obró sin 
lucidez de conciencia, en la más absoluta irresponsabilidad, al 
matar a la señorita Hildegart». Procurando, a tenor de las pregun-
tas que les formulaban el fiscal y la defensa, hacer comprensibles 
tanto para el jurado como para el presidente de la sala las caracte-
rísticas de la paranoia, Sacristán manifestó que las convicciones 
«inquebrantables» que exhibía la acusada eran compatibles con 
«ideas agudas y sensatas [ya que] el paranoico, si lo que enjuicia 
sale de la esfera de su anormalidad, puede precisar lo justo o lo 
injusto de los actos humanos». Prados se extendió para explicar 
en qué consistían las ideas delirantes de Aurora, y cómo aquellas 
se encontraban en la base de su posterior conducta homicida: 
«La idea delirante de la examinada es reformar la sociedad por pro-
2 Ibíd., p. 281. 
130 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
cedimientos eugenésicos y con el método de la vasectomía. Este 
método, aun admitiendo la regeneración de la sociedad, por la 
eugenesia, resulta inexplicable. Una de las características de la para-
noia es que los enfermos pueden exponer ideas incomprensibles 
dentro de su lógica, pero no explicarlas. Por eso es comprensible 
que doña Aurora, con su idea delirante de procedimientos eugené-
sicos, mate a su hija, aunque el hecho resulte inexplicable [ ... ] insis-
timos en que la mujer que ocupa el banquillo de los acusados 
padece una paranoia permanente e incurable que ofrece peligrosi-
dad social y que fue irresponsable al matar a su hija». Y agrega 
Prados en su declaración, refiriéndose a las deposiciones de los 
peritos, que «los cinco doctores coincidimos en afirmar que la pro-
cesada tiene una personalidad psicopática. Disentimos en que los 
peritos propuestos por el fiscal llegan solo a definir a doña Aurora 
como una paranoide de las llamadas reformadoras sociales y los 
peritos traídos por el letrado defensor diagnosticamos a la enfer-
ma como una paranoide».3 
La tesis defendida por los peritos de la acusación, los doctores 
Antonio Vallejo Nájera y Antonio Piga Pascual, sostenía que la acu-
sada no padecía ningún delirio ni se trataba de una paranoica, por-
gue el delirio tiene un origen patológico, mientras que la acción 
homicida de Aurora se debía, en su opinión, al «cariño que sentía 
por su hija y al ver que esta se iba con un supuesto amante, llegó al 
hecho de autos, que no es, en manera alguna una simbolización 
paranoica [ ... ] y el cariño de padres e hijos es perfectamente normal 
y natural, no siendo, por lo tanto, nada exagerado».4 Respondiendo 
a las preguntas del defensor, estos peritos negaron enfáticamente 
que Aurora Rodríguez fuera «una paranoica pura [ ... ] podrá ser 
una paranoidea, pero sin que ello influya en nada en la libertad de 
ejecución del hecho y del ejercicio de las facultades mentales».5 Al 
negar que la acusada se encontraraen un estado de enajenación 
mental cuando disparó contra su hija, ambos peritos le proporcio-
naron al fiscal los argumentos «científicos» con los que oponerse al 
3 Ibíd., p. 170. 
4 Ibíd., p. 170. 
5 Ibíd., p. 171. 
EL CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYÓ 131 
diagnóstico de los doctores Sacristán y Prados, cuya aceptación 
hubiera conducido a una petición de absolución de la acusada por 
parte del mismo fiscal, en aplicación de lo dispuesto en el Código 
Penal. A esto hay que agregar que, paradójicamente, las declaracio-
nes de la acusada iban en el mismo sentido que las conclusiones de 
Vallejo Nájera y Piga de las que se sirvió el fiscal para solicitar la 
condena: el primer día del juicio, Aurora dijo: «La maté conscien-
temente. Estoy contenta de lo que hice. Viví feliz, quiero ser vitu-
perada y no compadecida».6 
El tribunal del jurado necesitó menos de una hora para compa-
recer en la sala de audiencias con un veredicto de culpabilidad, que 
condenó a Aurora Rodríguez Carballeira a la pena de veintiséis 
años, ocho meses y un día de prisión. El día 3 de junio se cono-
cieron las primeras declaraciones de la condenada: «Celebro que 
se me haya reconocido la responsabilidad de los actos y que no se 
haya querido utilizar mi obra achacándome una demencia estúpi-
da que no padezco».7 
2 
Los hechos que motivaron la condena de Aurora Rodríguez, el con-
texto en el que aquellos se desarrollaron, el juicio mismo y los deba-
tes entre distintas concepciones jurídico-políticas-científicas que en 
él se desplegaron, no pueden explicarse sin tener en cuenta el revul-
sivo clima de cambios que en todos los órdenes de la vida imperaba 
en la época de entreguerras en Europa, y en particular en España. 
Nacida en El Ferrol, presumiblemente en 1879, Aurora Ro-
dríguez Carballeira era hija de una madre distante a la que nunca 
se sintió ligada, y de un padre de profesión procurador y de ideas 
liberales con quien mantuvo una relación de profundo afecto du-
rante toda su vida. Parece que los caracteres de la madre y del 
padre no solo eran diversos, sino incluso completamente opues-
tos: enérgica, voluntariosa e independiente ella, en tanto que él un 
6 Ibíd., p. 161. 
7 Ibíd., p. 192. 
132 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
hombre débil, poco voluntarioso, serio, pero leal y de convicciones 
rígidas. La niña se crió en estrecha relación con ese padre protector, 
cuyo despacho ella consideraba su verdadera casa y donde, desde 
muy pequeña, se despertó su interés por los asuntos políticos, que 
eran los preferidos en las reuniones del padre con sus amigos y en 
las que a ella se le permitía participar. Por lo que se sabe de esa 
etapa, Aurora no alternaba con otros jóvenes de su edad, y el hecho 
de que no acudiera a ninguna escuela -supuestamente, los padres 
optaron por que recibiera la instrucción primaria en el hogar- la 
privaba también de hacer amistades entre quienes podrían haber 
sido sus compañeros. Estas circunstancias, la instrucción extraesco-
lar y el autodidactismo de una parte, y el haber crecido casi exclu-
sivamente en relación con personas adultas, tuvieron sin duda una 
influencia decisiva en la formación del carácter de Aurora, y pueden 
haber tenido también un importante papel en el desarrollo de los 
acontecimientos. Parece indudable que en el politizado y liberal 
ambiente reinante en el hogar paterno, la niña encontrara las con-
diciones propicias para que sus fantasías y su desbordante imagina-
ción alimentaran una visión romántica de la libertad, de los ideales 
de justicia y de rebeldía contra el orden social. 
Cuando su hermana mayor tuvo un niño -resultado de una 
relación extrarnatrimonial-, Aurora, que entonces tenía doce años, 
se hizo cargo del cuidado y la crianza del bebé, iniciándole en la 
música y dedicándose por completo a la criatura ante la dejación 
de la madre, forjándose el convencimiento de que en realidad el 
niño le pertenecía. Esa ilusión se rompió cuando la madre del niño 
reapareció haciéndose cargo de él, decidiendo que ella sería la im-
pulsora de una carrera musical para la que su hijo había mostrado 
disponer de un talento precoz. De hecho, Pepito Arriola (ese era su 
nombre) obtuvo la protección de la reina María Cristina, que 
costeó sus estudios, radicándose posteriormente con su madre 
en Alemania habiendo alcanzado fama internacional; su madre 
murió en 1945, y Pepito, enfermo y en franca decadencia, falleció 
al poco tiempo en Barcelona; ni él ni su madre retomaron la rela-
ción con Aurora, que nunca se recuperó de tan radical separación. 
Es inevitable relacionar este episodio con la decisión de Aurora 
de concebir un hijo suyo, propio de verdad, a quien imaginaba 
1 , 
EL CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYO 133 
poder criar y moldear de acuerdo con un proyecto que iba más allá 
de lo individual, hasta convertirse en una propuesta de transfor-
mación social, y que, a medida que tomaba forma en su mente, 
tendría las características de una auténtica construcción delirante. 
Después de la muerte de su madre, en 1902, Aurora se refugió en 
Galicia, donde se dedicó con devoción al cuidado de su padre, a 
administrar -al parecer, con bastante éxito- el patrimonio familiar 
y a devorar literalmente la biblioteca del hogar paterno, acumulan-
do una cantidad de conocimientos dispersos que le proporciona-
ron una formación autodidacta que habría de tener una influencia 
decisiva en su futuro. 
Si bien Aurora había incorporado desde pequeña las ideas 
librepensadoras que su padre y los amigos de este desplegaban en 
las tertulias domésticas, aquellas se fortalecieron y encontraron 
una base teórica -aunque bastante incoherente- en las lecturas 
que hizo en aquel período y hasta el año 1914, en el que nació 
Hildegart. Se fue perfilando en ella una ideología redentorista en la 
que se mezclaban el socialismo utópico con el anarquismo, hasta 
dar forma a una suerte de programa de acción que intentaría, poco 
más tarde, llevar a la práctica. Fabulaba con la fundación de colo-
nias al estilo de los falansterios en las que se formarían hombres 
biológicamente superiores, que se multiplicarían mediante la 
reproducción familiar y luego se distribuirían por toda España. Su 
pensamiento abrevaba en las doctrinas biologistas y las teorías 
eugenésicas que, desde la segunda mitad del siglo XIX y práctica-
mente hasta la primera mitad del XX, mantuvieron su vigencia y de 
las que, como bien señala Carmen Domingo en la obra citada,8 
participaban políticos, intelectuales y científicos de las más varia-
das orientaciones políticas e ideológicas. La declarada aversión de 
Aurora hacia los hombres en general, así como a mantener relacio-
nes sexuales, y al mismo tiempo la necesidad de recurrir a los ser-
vicios de un genitor, la condujo a elegir al hombre que habría de 
embarazarla -su «colaborador fisiológico», como ella lo llamaba-
de ese hijo que ella iba a parir y que estaba destinado a constituirse 
8 Jbíd., p. 43. 
134 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
en el modelo del hombre nuevo. Nunca se ha sabido con seguridad 
quién fue aquel hombre con el que ella realizó el acto sexual por 
tres veces -para asegurarse de que la cópula fructificara, según ella 
misma relató- y con el que jamás volvió a relacionarse, aunque, 
según su propio testimonio, no fue elegido al azar. Su convenci-
miento, entre la omnipotencia del deseo y la certeza psicótica, de 
que su hijo sería una niña, obedecía a la igualmente firme convic-
ción de que los hombres no servían para reformar la sociedad, por 
lo que semejante tarea estaría en manos de las mujeres, redimidas 
ellas mismas. 
Aurora Rodríguez comenzó a poner en práctica su proyecto de 
ingeniería social nada más comprobar que estaba esperando a su 
hijo que, en efecto, sería una niña. Abstrayéndose del mundo exte-
rior, se dedicó exclusivamente a su cuidado personal para garanti-
zar que el embarazo se desarrollara en las mejores condiciones, 
sometiéndose a una dieta especial y sumergiéndoseen agua calien-
te dos veces al día; además, durante el descanso, cambiaba cada 
hora de posición para evitar alteraciones en la colocación del feto. 9 
La niña nació el 9 de diciembre de 1914 y fue bautizada dos años 
más tarde con los nombres de, Hildegart Leocadia Georgina 
Hermenegilda María del Pilar. La simbología del primero de los 
nombres fue explicada por la madre: combinaba gart-jardín- con 
hilde -conocimiento, sabiduría-, de lo que resultaba en su traduc-
ción libre «jardín de la sabiduría», sin duda un modo de nombrar 
las expectativas que ella depositaba en la niña. Aurora repitió con 
su hija el método de enseñanza que había ejercitado con aquel 
sobrino que le fue arrebatado, ciertamente con excelentes resul-
tados: empezó a hablar a los ocho meses, a identificar las letras e 
incluso a formar palabras. Antes de cumplir los cuatro años, su 
madre la instruyó en otros idiomas, y fue la más precoz mecanó-
grafa titulada por la firma de máquinas de escribir Underwood. 10 
A los catorce años, habiendo acabado el bachillerato, solicitó y 
obtuvo la dispensa para ingresar en la universidad -se matriculó 
9 Ibíd., p. 50. 
10 Ibíd., p. 52. 
EL CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYÓ 135 
primero en Derecho y después en Medicina-, aunque desde los 
doce escribía y publicaba artículos sobre los más variados asuntos 
de interés político y social, en particular aquellos relativos a la 
situación de la mujer y la sexualidad, de cuyo contenido se deduce 
la enorme influencia que habían tenido en la niña, al menos hasta 
entonces, las ideas de su madre. 
3 
Hay pocas dudas de que el ingreso en la universidad tuvo para 
Hildegart un efecto catalizador. Aunque su madre no se separaba 
de ella, acompañándola a todas partes, no pudo impedir que al 
abrirse a otras relaciones personales y sociales la hija viera estimu-
lado su deseo de tener un protagonismo que inevitablemente la 
alejaría de la tutela materna. Entre los años 1926 y 1928, Hildegart 
fue colaboradora habitual de la revista Sexualidad, publicando 
numerosos artículos sobre los temas que ya había hecho suyos: la 
condición femenina, la maternidad, la procreación, la higiene 
sexual, siempre desde la óptica de los principios eugénicos; a par-
tir de 1929, y hasta muy poco tiempo antes de su muerte, su pro-
ducción intelectual fue incesante, así como sus intervenciones en 
actos públicos. Editó varios libros, cantidad de folletos e innume-
rables artículos, estos últimos principalmente en El Socialista y 
Renovación -órganos respectivamente del Partido Socialista 
Obrero Español y de las Juventudes Socialistas-, y después de su 
ruptura con el socialismo en el periódico de tendencia anarquista 
La Tierra. Las preocupaciones sociales de Hildegart y su proyec-
ción política están siempre presentes e inextricablemente unidas 
en sus textos. Los libros y la mayoría de los artículos que escribió 
-redactados en un estilo militante, pero siempre intentando pro-
porcionar una base «científica» a sus argumentos- estaban dedica-
dos a la sexualidad, la profilaxis e higiene sexual, la maternidad y 
la paternidad, e inspirados en la eugenesia y la «mejora de la raza 
humana». La autora era perfectamente consciente de que la con-
creción de semejante programa no podía llevarse a cabo si no era 
asumido por una fuerza política que apostara realmente por un 
136 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
cambio revolucionario de la sociedad. Sabía Hildegart que con solo 
la difusión de las ideas a través de la prensa y de su participación en 
instituciones como la Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre 
Bases Científicas -donde se relacionó con personajes famosos como 
Havelock Ellis- no era suficiente para promover el cambio social al 
que aspiraba. 
En enero de 1929, a sus catorce años, Hildegart se había afiliado 
a la Federación Nacional de Juventudes Socialistas, de la que llegó 
a ser vicepresidenta, un compromiso que provocó un primer des-
encuentro con su madre, que desde muy joven se sentía más pró-
xima al ideario anarquista, si bien el desencanto materno a este 
respecto no habría de durar mucho tiempo; en efecto, el paso de 
Hildegart por las filas socialistas fue tan fulgurante como efímero. 
Desilusionada por lo que ella consideraba una renuncia a los prin-
cipios por parte de la dirigencia del PSOE, a la que acusó de nepo-
tismo y oportunismo por colaborar con los políticos burgueses 
olvidando los compromisos programáticos, expresó pública y rei-
teradamente sus discrepancias, una actitud crítica que le valió ser 
marginada de las páginas de El Socialista a finales de 1931, y excluida 
de cualquier protagonismo en mítines y celebraciones partidarias 
o del sindicato UGT. En septiembre de 1932, se dio de baja de las 
Juventudes Socialistas. 
Aurora Rodríguez siempre se mostró contraria a la militancia 
política de Hildegart, a quien imaginaba como protagonista de la 
mucho más noble y ambiciosa misión de mejorar la raza, por lo 
que la incorporación de su hija al Partido Federal nada más dejar 
el PSOE debió de haberle provocado una cierta frustración, y al 
mismo tiempo una relativa satisfacción por el hecho de que Hil-
degart hubiera abandonado a los socialistas -a los que Aurora des-
preciaba como reformistas- para comprometerse con una fuerza 
de izquierdas más próxima a sus propias convicciones anarquistas. 
A finales de ese mismo año de 1932, Hildegart hizo su ingreso en la 
masonería, una organización que vivía entonces un considerable 
desarrollo en España, a través de una de las denominadas Logias 
de Adopción, especialmente creadas para admitir mujeres, aunque 
subordinadas a las logias masculinas. Está claro que las aspiraciones 
de Hildegart exigían para su realización unos cauces más amplios 
EL CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYÓ 137 
que los que podía proporcionarle cualquier grupo político y, en 
todo caso, la doble militancia (partidaria y masónica) era muy 
común entonces. El texto que ella misma escribió y que fue editado 
en el Boletín de la Gran Logia Española de octubre de 193211 ilus-
tra muy bien la mezcla de ideas que bullían en la cabeza de la joven 
y que, muy probablemente, reflejaban también la confusión que la 
embargaba acerca de su propio deseo y, en particular, el conflicto 
que desde hacía cierto tiempo la enfrentaba con el deseo de ese 
Otro -amado y odiado- representado por su madre. 
No es difícil identificar los pasos fundamentales que conduje-
ron a Hildegart a consolidar su deseo de volar sola. El proceso de 
separación de su madre se inició, al comienzo tímidamente, a par-
tir de su paso por la universidad, donde su inteligencia y su talento 
fueron rápidamente reconocidos, abriéndole al mismo tiempo una 
ventana al mundo y liberándola parcialmente de la asfixiante vigi-
lancia materna; continuó más decididamente -contrariando la 
opinión de Aurora- con su militancia política que, aunque breve, 
la proyectó como una figura pública en toda España; y finalmente, 
el horizonte internacional que se abrió ante ella gracias a la cuan-
tiosa producción literaria en forma de libros, folletos y artículos 
periodísticos en los que difundió su ideario feminista, 12 en pro de 
la liberación sexual y en defensa de las teorías eugénicas, que la 
relacionaron con la Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre 
Bases Científicas, y con figuras del ámbito internacional como 
Hirschield y Havelock Ellis. Estas circunstancias constituían una 
amenaza de cara al control que Aurora había ejercido hasta 
entonces -y que aspiraba a mantener- sobre la vida de su hija. El 
11 Ibíd., p. 237. Hildegart había elegido como nombre simbólico masónico el 
de «lris-Egle», cuyo significado es «jardín de la sabiduría». Aunque no está con-
firmada la pertenencia efectiva de Aurora a la masonería, ella misma declaró que 
varios miembros de la familia habían sido masones, y que ella también lo era, con 
el pseudónimo «Ara Sais», que se traduce como «diosa de la verdad». 
12 A pesar de su feminismo, y de la defensaque hacía del derecho de las mu-
jeres a Ja contraconcepción y al aborto, Hildegart se pronunció - al igual que 
Victoria Kent- en contra del derecho al sufragio femenino, finalmente aprobado 
por las Cortes, convencida de que las mujeres no estaban suficientemente educa-
das y que su voto se vería condicionado por la opinión masculina dominante. 
138 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
comportamiento de Hildegart se tornaba cada vez más indepen-
diente, y como Aurora habría de reconocer después del crimen, los 
enfrentamientos verbales entre ambas se habían agudizado y siempre 
giraban alrededor de lo mismo: la madre le reconvenía recordándole 
que tenía una misión que cumplir en la vida que no debía olvidar, 
mientras que la hija reivindicaba su derecho a trazar ella misma su 
trayectoria en la vida y no lo que otros decidieran por ella. 13 
Aurora veía cómo se desmoronaba el plan que tenía trazado 
para hacer de su hija la encarnación de sus propios alientos mesiá-
nicos, esa hija destinada a «trazar rutas nuevas a los hombres opri-
midos y esclavizados», que de pronto se había convertido en una 
representación del mal. Frustrada su esperanza de haber engendra-
do el modelo perfecto de la humanidad futura, les dice a los psi-
quiatras del manicomio de Ciempozuelos: «No fui escultora de 
carne, lo fui de piedra, por eso no la llegué a cincelar». 14 
4 
Paralelamente al proceso descrito, se acentuaron visiblemente en 
Aurora Rodríguez los síntomas de una paranoia en forma de 
manía persecutoria, celos y megalomanía. 
La sospecha de que Hildegart estaba siendo manipulada por los 
dirigentes socialistas se convirtió para su madre en certeza cuando 
la hija, enfrentada públicamente con aquellos, dejó de ser tenida en 
cuenta e invitada a participar en los actos que el partido y sus orga-
nizaciones afines realizaban, y se cerraron para ella las páginas de 
El Socialista. Aurora vio esto como el resultado de una conspira-
ción contra Hildegart, a la que, según ella, se sumaban destacadas 
personalidades de la ciencia y la cultura, incluyendo a muchos 
que siempre habían alentado y apoyado la trayectoria de Hildegart, 
y participado con ella y su madre en la fundación de la Liga 
Española para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas; precisa-
l 3 DOMINGO, op. cit., p. 298. 
14 Ibíd., p. 128. 
EL CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYÓ 139 
mente una entidad que Aurora abandonó airadamente -arrastran-
do a su hija con ella- muy poco después de su creación, despechada 
porque la mayoría de sus miembros no estaban de acuerdo con sus 
propuestas. 
Esta supuesta confabulación en contra de su hija tenía para Aurora 
un alcance internacional cuyo objetivo era hacer de Hildegart una 
espía, una prostituta «en cuya carne se rindieran los principales 
hombres de Estado», tal y como relató a los psiquiatras que la entre-
vistaron antes del juicio, repitió durante el mismo y continuó soste-
niendo después. Desde el escritor H. G. Wells hasta Havelock Ellis, 
pasando por otros personajes -bien imaginarios, bien existentes 
pero cuyas palabras y comportamientos son para Aurora la confir-
mación de su condición de conspiradores-, todos quieren secuestrar 
a su hija para someterla a sus propósitos, unos fines últimos nunca 
definidos con precisión pero que son, en cualquier caso, la encarna-
ción del mal. Paradójicamente, en un artículo titulado «La virgen 
roja» publicado en la revista The Adelphi unos pocos días antes del 
drama, el mismo Havelock Ellis había hecho un encendido elogio de 
Hildegart y de su madre, calificando a Aurora de «mujer extraordi-
naria [ ... ] lo que yo llamo las Nuevas Madres». 
En paralelo al despliegue de esta manía persecutoria, Aurora 
siempre se había mostrado celosa de las múltiples relaciones que 
Hildegart había establecido en su recorrido político e intelectual, 
unos celos atemperados quizás por el hecho de que, al menos hasta 
entonces, madre e hija se mostraban unidas, y el reconocimiento 
a la figura pública y al éxito de la hija se atribuían en gran medida 
a la madre. Esta situación cambió, radicalmente, a partir del mo-
mento en el que Hildegart empezó a reivindicar con mayor énfasis 
su deseo de independencia, coincidente con la atracción sentimen-
tal que se había despertado en ella y que, según todos los indicios, 
estaba dirigida a uno de sus compañeros del Partido Federal. Joven 
-se diría que en pleno despliegue hormonal-, atractiva y de tempe-
ramento romántico a pesar de su semblante de activista y agitadora 
social, es comprensible que Hildegart se sintiera atraída por alguno 
de los tantos hombres jóvenes con los que se habría relacionado en 
su actividad política o como divulgadora del ideario feminista. En su 
momento, se citaron al menos un par de nombres como posibles 
140 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
cortejantes de la hija, y en los días que precedieron al crimen su 
madre contó a un amigo de la familia la supuesta visita de uno 
de aquellos pretendientes que se presentó para pedir la mano de 
Hildegart. Según el relato de Aurora, ella respondió al visitante: «Mi 
hija no está en el mundo para contraer matrimonio. Casarla sería 
tanto como sacrificar la misión para la que ha venido a esta tierra». 15 
El receptor de esta confidencia fue igualmente testigo del airado 
rechazo de Aurora a un supuesto enamoramiento de su hija, que 
estaba presente en la escena, y de la desesperación e impotencia de 
Hildegart para expresar ante su madre sus auténticos deseos. Para 
Aurora, el hecho de que su hija le fuera arrebatada por un hombre 
implicaba un doble fracaso: de ella misma, por no haber consegui-
do crear a la mujer perfecta, y de la criatura que había traicionado 
su destino. 
De acuerdo con los testimonios recogidos de lo acaecido en las 
últimas horas inmediatamente antes del crimen -corroborados 
por la misma parricida en sus declaraciones posteriores-, Aurora 
fingió acceder al deseo de su hija de abandonar el domicilio en el 
que ambas convivían para mudarse a otro cercano donde vivía una 
amiga de la familia. Para Hildegart se había hecho evidente que la 
operación de separación, imprescindible para salvarse del estrago 
materno, debía comenzar por tomar distancia física con su madre. 
Para esta, ese gesto era la confirmación de su fracaso. Una última 
discusión entre ambas parece haber girado alrededor del significa-
do de ese fracaso, y de las consecuencias mortales que habría de 
acarrear para una u otra. En efecto, tal y como declaró Aurora en 
las sesiones del juicio, ella misma pensó en suicidarse, algo que 
descartó porque habría sido inútil, y porque además hubiera signi-
ficado dar satisfacción a «ciertos sectores», una alusión a la supuesta 
conspiración internacional dirigida a arruinar la vida de su hija. 
Convencida de que había perdido a Hildegart definitivamente, 
sacrificarla era, pues, la única opción. 
Tanto los celos como la megalomanía estuvieron presentes en 
la vida de Aurora muy precozmente. La historización, facilitada 
1s Ibíd., p. 141. 
EL CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYÓ 141 
por ella misma, muestra una clara identificación de la niña con su 
padre -al que describe como «callado, de voluntad débil, nada 
luchador, serio, poco expresivo»- frente a la madre, mujer enérgica 
y voluntariosa -«con más sexo que seso»-, con quien Aurora 
nunca tuvo una buena relación, y que parece ser que tenía una 
evidente preferencia por la hija mayor, Josefa. Esta, a la que 
Aurora odió durante el resto de su vida y a la que describe como 
sucia y sexualmente promiscua, fue quien le arrebató al hijo que 
su hermana había criado y comenzado a educar llegando a imagi-
nar que era suyo. A diferencia de su madre y de su hermana, 
Aurora no solo no mostró interés alguno en mantener relaciones 
sexuales, sino que se complacía en exhibir su desprecio por aque-
llas mujeres que se entregaban a lo que llamaba con repugnancia 
«la afrenta carnal». 16 Es probable que la agresividad despertada 
por los celos y la tenazrepresión de la libido se desplazaran ali-
mentando la utopía megalómana sobre la que Aurora empezó a 
construir su delirio. Las ideas románticas y vagamente libertarias 
orientadas hacia una imprecisa justicia social, mezcladas con las 
aspiraciones de redención del género humano, habían ido toman-
do forma en la mente de Aurora; a ellas se sumaba la convicción, 
firmemente arraigada desde pequeña, de que la misión salvífi-
ca debía estar liderada por las mujeres y que, en esa cruzada, ella 
tenía la responsabilidad de engendrar y educar a quien debía 
abanderarla. 
La megalomanía y los delirios de grandeza de Aurora eran tales 
que se consideraba intelectualmente superior a todos quienes la 
rodeaban, con la excepción de su hija, a la que estimaba como una 
proyección de sí misma, hasta que aquella traicionó sus expectativas. 
La posición reivindicativa y la querulancia, 17 la inflexibilidad en la 
16 Ibíd., p. 261. La expresión está recogida en el informe psiquiátrico firmado 
por los doctores Sacristán y Prados. 
17 La «querulancia» es una característica propia de los sujetos paranoicos, se 
manifiesta en la inclinación a culpar a los demás de los males reales o imaginarios 
de los que se sienten víctimas, lo que les conduce a sostener una relación conflic-
tiva con las personas que les rodean y en general con el medio en el que habitual-
mente se despliega el lazo social. Instalado en la queja constante y en argumentos 
exculpatorios -dos modalidades típicas del autoengaño y de la consecuente abdi-
142 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
defensa de sus opiniones frente a todos las demás, así como la cer-
teza de estar llamada a cumplir una misión redentora, son fenóme-
nos que comenzaron a anunciarse en ella desde muy joven y que se 
fueron acentuando en el transcurso del tiempo. Así lo atestiguan 
muchas personas de diversa condición que tuvieron trato con ella; 
lo confirman las propias declaraciones de Aurora durante el juicio, 
y así también se recoge en los informes periciales. «Tilda con los 
más groseros dicterios a personas de alto renombre intelectual o 
político y hace tabla rasa de los valores más firmes de nuestra 
sociedad. Considera que es muy difícil llegar a comprenderla, que 
es una mujer superior y excepcional, que todo cuanto hace es por-
que lo debe hacer y jamás duda ni se arrepiente de sus actos, incluso 
de los más desgraciados de su vida[ . .. ] Sentimiento predominan-
te de superioridad sobre los demás y sobre el ambiente, de su fuer-
za, de su dominio y de sus actos. Tendencia a la sobreestimación de 
sí misma [ ... ] Su actitud pedante, una de las cualidades esenciales 
de su carácter, es causa de que aparentemente su inteligencia se nos 
ofrezca a un examen superficial como superior a la media normal, 
cuando en realidad puede afirmarse que no sobrepasa este límite 
convencional [ ... ] Ya en los años de su juventud, o quizá antes, 
comienza a esbozarse su delirio de reforma de la humanidad, conse-
cuencia del cual es la actitud que la procesada mantiene en el curso 
de toda su vida de un modo constante y sin corrección alguna». 18 
¿Puede afirmarse que la parricida asumió su responsabilidad 
subjetiva en el crimen? La respuesta sería afirmativa si esa respon-
sabilidad se identificase con el consiguiente -y voluntario- re-
conocimiento del hecho ante el juez, así como con la constante 
exigencia de Aurora de que se la considerase responsable de su 
acto, algo que suele ser habitual en este tipo de sujetos. Aurora 
Rodríguez Carballeira admitió desde el principio su responsabilidad 
en el asesinato de Hildegart; nunca abjuró de ese reconocimiento, 
como jamás manifestó un sentimiento de culpa. Antes bien, defen-
cación de la responsabilidad- el sujeto querulante asume una posición reivindica-
tiva planteando las más variadas exigencias, en muchas ocasiones claramente 
carentes de lógica, exigiendo derechos de los que, supuestamente, ha sido privado. 
is Ibíd., pp. 264, 270, 271 y 272. 
E L CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYÓ 143 
dió siempre como lógica y perfectamente explicable su acción, a 
la que en varias ocasiones calificó de «sublime». Ella, como Ernst 
Wagner, sobre el que trataremos a continuación, se sentía responsa-
ble pero no culpable. Esta asunción de responsabilidad iba general-
mente acompañada de la afirmación de que estaba plenamente 
cuerda, y del vehemente rechazo de las opiniones que sostenían que 
se trataba de una loca, hasta el punto de que se enfureció con sus 
abogados defensores cuando estos, con el fin de evitar la condena 
penal, alegaron inimputabilidad por no ser responsable de sus actos. 
Sin embargo, en el sujeto psicótico ese reconocimiento aparece 
viciado precisamente por el obstáculo que ofrece su condición deli-
rante, en la que se sostienen -simultáneamente con la confesión del 
acto- las explicaciones y justificaciones locas del mismo; una posi-
ción en la que no parece posible que funcione «el expediente de la 
transferencia, que puede dar entrada al mundo imaginario del 
criminal que puede ser para él la puerta abierta a lo real», como 
planteaba Lacan en 1950. A la negación radical de la castración se 
suma, como es habitual encontrar en los sujetos paranoicos, un fan-
tasma literalmente blindado, extremadamente difícil de penetrar 
aun cuando se pueda establecer un cierto grado de transferencia. 
El tribunal, ajeno a las sutilezas diagnósticas, condenó a la asesina 
como responsable del asesinato de Hildegart a la pena de veintiséis 
años, ocho meses y un día de cárcel -que equivalía a una decla-
ración de cordura-; un pronunciamiento pocos meses después 
desvirtuado con el ingreso de Aurora en el sanatorio psiquiátrico de 
Ciempozuelos, donde permaneció hasta su muerte, en 1956. 
El diagnóstico social lo hizo el psicoanalista Ángel Garma 
pocos días después del fallo del tribunal: «La situación no ha cam-
biado -escribió-; en los tiempos actuales, los individuos psíqui-
camente enfermos son condenados bajo el influjo imperativo de la 
masa [ ... ] Los culpables son aquellos cuyos conocimientos les obli-
gan a encauzar el sentir de la masa por caminos lógicos y que no rea-
lizan esta función. Más culpables aún son los que conscientemente 
se apoyan en los sentimientos de crueldad de una masa, para conse-
guir un éxito fácil, ofreciendo a dicha masa la víctima que desea». 19 
19 Ibíd., p. 191. 
144 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
El acto criminal de Aurora Rodríguez, e incluso el proceso 
previo que condujo a ese acto, que no fue la consecuencia de un arre-
bato sino la culminación de una decisión meditada, son paradig-
máticos de lo que Jacques Lacan llamó la ferocidad del superyó. 
Demuestra hasta qué punto la función que Freud atribuyó a esta 
figura, la de ser el abogado de todo afán de perfección en el sujeto, no 
puede entenderse sin su reverso siniestro, a saber, el empuje al goce, 
con su efecto devastador. Para Aurora, el ideal de perfección estaba 
depositado -en el plano delirante- en la aspiración, que ella se pro-
puso llevar a la práctica, de redimir al género humano, y para cum-
plir con esa misión era imprescindible contar con un ser que encar-
nara él mismo la perfección, único modo de asegurar el éxito de la 
gigantesca tarea de regenerar la especie. Hildegart estuvo así, desde 
antes de su nacimiento, destinada (programada) a representar ese 
papel vicario por imperativo del superyó materno, guiado por esa ley 
insensata que excluye el deseo a fin de que no opere como barrera al 
goce. De ahí que el encuentro de Hildegart con el objeto a causante 
del deseo -de su propio deseo, que nunca podría ser aceptado por su 
madre- marcó el punto álgido de la operación de separación inicia-
da por la hija. De hecho, y aunque las discusiones entre ambas muje-
res no habían sido infrecuentes en los tres últimos años -particular-
mente, en relación con la vocación política de Hildegart-, la situación 
hizo crisis en los días inmediatamente anteriores al crimen, cuando a 
las sospechas deque la hija se había enamorado se sumó la expresión 
de la misma Hildegart -«Los hijos no son propiedad de los padres»-
dirigida a Aurora. Semejante comentario desafiante, que era a su vez 
una manifestación decidida de la voluntad de la hija de separarse de 
su madre, selló su destino trágico. 
5 
« [ ... ] si hago abstracción de lo sexual, soy de lejos el mejdr 
hombre que he conocido ... » 
Ernst WAGNER 
El «caso Wagner», que en rigor debería ser llamado el caso de 
Wagner, puede ser citado como un auténtico contraejemplo, en el 
EL CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYÓ 145 
marco de la psicosis, de lo que se ha calificado como crímenes 
inmotivados. 
Entre los días 3 y 4 de septiembre de 1913, el maestro de treinta 
y nueve años Ernst Wagner asesinó a su mujer y a sus cuatro hijos 
en el pueblo alemán de Degerloch, y a otras nueve personas en el 
pueblo cercano de Mühlhausen, donde dejó heridos a otros once. 
El asesino provocó, además, varios incendios en esta última locali-
dad, y no pudo consumar su suicidio al ser reducido por algunos 
vecinos. Declarado irresponsable de sus actos por el tribunal que le 
juzgó, fue ingresado en el manicomio de Winnental, donde murió 
en 1938. La personalidad de este criminal psicótico fue exhaustiva-
mente estudiada por el psiquiatra Robert Gaupp, quien le trató e 
hizo un seguimiento del sujeto durante el internamiento. En tanto 
que para Gaupp se trataba de una paranoia caracterizada por «la 
edificación de un delirio crónico y sistematizado a partir de los 
sentimientos de culpa y la mala conciencia»,2º José María Álvarez 
sostiene que Wagner «no trenzó ningún delirio sistematizado hasta 
mucho tiempo después de su pasaje al acto; más que un delirio sis-
tematizado se trata de un acto sistematizado y, quizás, de haberse 
entregado a la edificación de un delirio de este tipo, el acto se 
hubiera pospuesto definitivamente».21 
Wagner ideó sus crímenes al menos cuatro años antes de ejecu-
tarlos, según consta en sus propios escritos y confirman las decla-
raciones posteriores a los hechos. Detrás de un semblante cargado 
de arrogancia y pretendida superioridad intelectual, de este perso-
naje extremadamente puntilloso y observador de las reglas de 
urbanidad, fanático de lo que él entendía por la verdad y la justi-
cia, había en realidad un megalómano asfixiado por el sentimien-
20 ÁLVAREZ, José María (2001): «Sobre el caso Wagner», en: GAUPP, Robert: El 
caso Wagner. Valladolid: Asociación Española de Neuropsiquiatría, p. 7. 
21 Ibíd., p. 30. Este autor destaca la importante contribución de Robert Gaupp al 
desarrollo de Ja psiquiatría, en contra de las corrientes dominantes de su época, 
«pues manifestó la más férrea de las oposiciones ante la visión generalizada de la psi-
cosis como un proceso incomprensible e insistió sobremanera en que la relación con 
el psicótico podía mantenerse dentro de los lindes de la empatía. En su opinión, era 
perfectamente posible desentrañar la articulación existente entre la historia del suje-
to y las características propias desarrolladas en el curso de la psicosis» (Ibíd., p. 9). 
146 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
to de culpa y abrumado por la manía persecutoria. La culpabilidad 
parece haber tenido origen primero en sus prácticas onanistas, ini-
ciadas alrededor de los dieciocho años, para acentuarse hasta el 
tormento a partir de lo que él mismo definió como «actos delicti-
vos con animales», que consumaba durante la noche en el pueblo 
de Mühlhausen, donde trabajaba como maestro. Que tales actos de 
zoofilia se realizaran en el pueblo en el que años más tarde asesi-
naría a nueve vecinos, hiriese a otros once y provocase los in-
cendios, tiene relación directa con la paranoia alimentada por el 
criminal; en efecto, Wagner estaba convencido de que las murmu-
raciones y comentarios acerca de su persona que imaginaba que 
hacían los demás eran porque conocían aquellas aficiones aberrantes. 
El asesino no solo confesó de inmediato la autoría de los hechos, 
sino que también relató sus intenciones de matar a la familia de su 
hermano para después suicidarse. 
Wagner siempre sostuvo que los asesinatos de su familia obe-
decieron a la intención de salvar a los suyos del desprecio y des-
crédito social que habrían de arrostrar por culpa suya, es decir, 
por lo que él mismo definía como «delitos sexuales» y de los que 
tenía la certeza de que eran conocidos por la gente. «Mis hijos 
deberían permanecer muertos [ ... ] me produce un gran dolor 
pensar que podrían sufrir, aunque solo fuera una mínima parte 
de lo que he sufrido yo», declaró.22 El parricida jamás se retractó 
de la afirmación de que la muerte de sus hijos era necesaria, y de 
que tales muertes estaban inspiradas en la piedad y la compasión. 
Consecuente con esta convicción, nunca mostró sentimiento de 
culpa alguno por esos asesinatos, en tanto que unos años después 
de los hechos sí manifestó su arrepentimiento por haberse en-
tregado al odio y la venganza asesinando a los vecinos de 
Mühlhausen -al que se refería como «el pueblo causante de mi 
desgracia»-, de quienes afirmaba que si pudiera les devolvería la 
vida. 23 
22 Ibíd., p. 12. 
23 No está claro que el arrepentimiento con respecto a los crímenes de 
Mühlhausen fuera completamente sincero. Al parecer, otras manifestaciones de 
Wagner pocos aftos antes de su muerte lo contradicen. 
EL CASO HILDEGART O LA FEROCIDAD DEL SUPERYÓ 147 
Como suele ocurrir con los sujetos psicóticos con vocación 
literaria, los escritos de Wagner -en especial, su Autobiografía, 
pero también otros anteriores- proporcionan información valio-
sa para adentrarse en la mentalidad del criminal. Del contenido 
de los textos se confirma que el sujeto había planificado los crí-
menes con al menos cuatro años de anticipación, por lo que cabe 
el interrogante de si la escritura fracasó como elemento de 
suplencia y factor estabilizador, vencidos finalmente por «la con-
densación de goce depositado en el acto homicida».24 Ernst 
Wagner renegaba de su padre, Jakob, un alcohólico poco dado al 
trabajo de quien decía que había heredado su condición «dege-
nerada», aunque es la figura de la madre la que parece haber pre-
dominado en su formación, ya que Jakob murió cuando Ernst 
tenía solo dos años. A esta madre se la conocía por su carácter 
de persona querulante, frívola y promiscua, con tendencia a la 
melancolía y, según hace constar Gaupp, con antecedentes de 
enfermedades mentales en varios miembros de su familia. Con 
semejantes antecedentes familiares, no cabe extrañarse de que 
Ernst Wagner estuviera, literalmente, poseído por un ideal exa-
cerbado dirigido al perfeccionamiento moral y a la defensa de la 
verdad y la justicia, y al mismo tiempo a merced de su contraca-
ra obscena, el empuje al goce de un superyó insaciable. Instalado 
en su certeza psicótica, el asesino asumió, desde el mismo día de 
su detención, la responsabilidad objetiva de sus actos -pedía que 
le condenasen a muerte y le ejecutasen-, rechazando indignado 
el diagnóstico clínico que le describía como un enfermo mental 
al que debía considerarse legalmente inimputable. Lo cierto es 
que el internamiento psiquiátrico favoreció una cierta pacifica-
ción en el sujeto, hasta que emergió un Otro al que dirigir la 
manía persecutoria, esta vez el dramaturgo de origen judío Franz 
Werfel, a quien Wagner acusaba de haber plagiado sus obras. 
¿Construyó Wagner así un <<nuevo delirio» con el que asegurar-
se una relativa estabilización? En todo caso, esa construcción 
se armó sobre la manía persecutoria enfocada esta vez hacia los 
24 Ibíd., p. 17. 
148 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
judíos, que alcanzó su máxima expresión contemporáneamen-
te a su afiliación al nacionalsocialismo, un movimiento que de 
haber sobrevivido Wagner un par de años le habría conduci-
do al exterminio junto con todos los demás internos del mani-
comio.25 
• 
25 
ÁLVAREZ, José María (2011): «Sobre las relaciones del delirio y el crimen 
a partir del casoWagner», en: GAUPP, Robert: La sociedad de la vigilancia y sus 
criminales, Madrid: Gredos, p. 196. 
8. LOS CRÍMENES INMOTIVADOS 
«Yo, Pierre Riviere, habiendo degollado a mi madre, a mi 
hermana y a mi hermano ... » 
Michel FouCAULT 
1 
Los crímenes llamados inmotivados, que se identifican general-
mente con los crímenes del Ello, atribuidos tradicionalmente a los 
sujetos esquizofrénicos, 1 admiten ser considerados desde posicio-
nes diferentes. Son inmotivados para aquellos que, desde fuera, 
intentan encontrar una respuesta al pasaje al acto desde el lugar de 
la explicación racional, entendida esta como sinónimo de búsque-
da de sentido. Esta mirada está condenada al fracaso en tanto el 
acto del loco se caracteriza, precisamente, por la ausencia de senti-
do. Otra posición es la del sujeto protagonista del acto criminal, 
para quien su acción tiene siempre una causa; una causa que resi-
de en la mente del ejecutor y que responde a la lógica propia del 
pasaje al acto en la psicosis, que es algo diferente del motivo, en 
cuanto este -supuestamente- permitiría explicar y enmarcar el 
hecho en los protocolos diseñados al efecto por los especialistas de 
las «ciencias de la conducta», que después ilustrarán a los jueces 
con sus dictámenes acerca de la responsabilidad o irresponsabili-
dad del sujeto concernido, desentendiéndose de la subjetividad. La 
posición del psicoanalista, a su vez, a pesar de que la experiencia ha 
mostrado que tiene un difícil encaje en el ámbito jurídico -limita-
do a determinar el grado de responsabilidad objetiva del acusado-
se dirige a restituir la subjetividad en el sujeto criminal, indepen-
1 SAUVAGNAT, op. cit., p. 219. Para este autor, los crímenes del Ello comprenden 
los ejecutados por sujetos «esquizofrénicos prodómicos o hebefrénicos muy des-
organizados, donde la simbolización es muy parcial» . 
149 
150 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
dientemente del resultado estrictamente jurídico del caso y ajustán-
dose a su propia ética. 
2 
El 6 de febrero de 1994, Andrés Rabadán Escobar, de veinte años, 
mató a su padre disparándole tres flechas con una ballesta. Aca-
baban de comer en la cocina de la casa en la que convivían, cerca 
del pueblo barcelonés de Palafolls, y, según declaró después el ase-
sino, habían tenido una discusión. Mientras la víctima estaba en el 
suelo, Andrés le quitó una de las flechas, le puso una almohada en 
la cabeza y lo abrazó hasta que unos quince minutos más tarde el 
padre expiró. Se dirigió entonces a Palafolls, donde se entregó a 
la policía. 
La anamnesis, construida en base a los antecedentes familiares y a 
las declaraciones del sujeto, revela que su madre se suicidó ahorcán-
dose en su habitación cuando él tenía nueve años, que sus hermanos 
mayores se marcharon de casa y que Andrés pasaba mucho tiempo 
solo. El padre se lo llevaba consigo de vez en cuando para que le ayu-
dara en su trabajo de albañil, pero su hermana Mari Carmen cuenta 
que Andrés «llegaba por las noches y se ponía a estudiar porque 
quería hacer otras cosas [ ... J era un chico muy solitario, odiaba a 
todo el mundo porque se sentía rechazado». «Vivir con mi padre era 
un calvario», asegura la hermana. «Yo me fui porque no lo soporta-
ba más», agrega, mostrándose culpable por no haber advertido que 
su hermano «acumulaba tanto dolor» después de la muerte de la 
madre. Andrés declaró en el juicio que él quería a su padre y que, en 
el instante de disparar la primera flecha, no sabía lo que hacía: oía 
voces, y las voces Je guiaban. Las dos flechas siguientes las disparó con 
plena conciencia, según manifestó, para que Ja víctima «no sufriera». 
Un mes antes de cometer el crimen, el sujeto había hecho descarrilar 
tres trenes de cercanías en Ja comarca del Maresme. 
En el juicio al que fue sometido, la Audiencia de Barcelona con-
sideró a Rabadán inimputable por haberse acreditado su «pertur-
bación» en el momento del hecho -en realidad, el diagnóstico de 
los psiquiatras fue de esquizofrenia paranoide- y, en consecuencia, 
absuelto del crimen; no obstante, la sentencia definitiva la pronun-
LOS CRÍMENES INMOTIVADOS 151 
ció el Tribunal Supremo, que ordenó el internamiento psiquiátrico 
de Andrés durante el tiempo máximo de veinte años. Ingresado en 
el módulo psiquiátrico de la prisión, el parricida protagonizó tres 
intentos de fuga, todos ellos frustrados, y uno de suicidio, del que 
no se conocen suficientes detalles para establecer el grado de deter-
minación auténticamente letal que pudiera tener. 
Estando recluido, cometió otro delito -cuyas características acaso 
pueden servir para ilustrar mejor la patología que padece- por el 
que fue juzgado y condenado a un año y medio de prisión, a no 
comunicarse por ningún medio durante cinco años con la víctima, 
y a indemnizar a esta con 5.000 euros. En octubre de 2004, cuando 
ya llevaba encerrado más de diez años, Rabadán envió una carta 
manuscrita y sin firma, la cual, presumiblemente, remitió con la 
ayuda de un tercero, a una auxiliar de enfermería a la que había 
conocido de forma circunstancial en la prisión, amenazándola con 
violarla. La misiva, cargada de injurias y con una escritura - ¿inten-
cionadamente?- fragmentada, frases mal construidas y con nume-
rosos errores de ortografía, fue entregada por la destinataria a las 
autoridades, que iniciaron una investigación a partir de las sospe-
chas de la víctima. Los peritos calígrafos concluyeron que la carta 
había sido escrita por Rabadán, quien negó la autoría alegando que 
la mujer le había denunciado por despecho porque él se había rela-
cionado sentimentalmente con una compañera, también auxiliar de 
enfermería; el psiquiatra declaró que el acusado, a pesar de la enfer-
medad que tenía diagnosticada, disponía de una capacidad intelec-
tiva suficiente como para «comprender y querer lo que hace, y la 
juez consideró que había pruebas suficientes corno para declararle 
responsable de las amenazas, desechando la posibilidad de aplicar 
tanto una eximente completa corno una atenuada. Finalmente, en 
noviembre de 2005, Andrés Rabadán se casó en la prisión de Brians 
(Barcelona) con la auxiliar de enfermería Carmen Mont. 
En la trayectoria carcelaria del parricida pueden percibirse dos 
etapas, con características bien diferenciadas, aunque entre ambas 
se extiende un período durante el cual el sujeto exhibe un compor-
tamiento contradictorio. La primera etapa se prolongó desde que 
cometiera el crimen hasta finales del año 2004 o comienzos del 
2005, y la segunda llega hasta la fecha sin haber sufrido alteracio-
152 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
nes. Entre los años 1994 y 2002, Rabadán estuvo en tratamiento psi-
quiátrico hasta que, según su propio relato, él mismo le pidió a la 
psiquiatra que le atendía que dejara de medicado, a lo que aquella 
accedió; en el transcurso de ese año 2002, el sujeto protagonizó su 
último intento de fuga, sin que pueda precisarse si el episodio se 
produjo cuando aún estaba siendo medicado o después. Rabadán 
se inició en la lectura, la escritura y el dibujo, e hizo una prime-
ra exposición de sus dibujos que despertó el interés del cineasta 
Ventura Durall, que a partir de 2002 le visita regularmente en la 
prisión. Durall rodó el film documental El perdón, sobre la vida de 
Rabadán -en el que este expresa su arrepentimiento por haber 
quitado la vida a su padre-, y una película de ficción titulada 
Las dos vidas de Andrés Rabadán. Sin embargo, durante este tiempo 
que podría considerarse de transición y en el que parece observar-
se una relativa pacificación en el sujeto, que inicia una relación sen-
timental con la auxiliar que conoció en la prisión, el mismo sujeto 
envía a una compañera de aquella, en octubre de 2004, la carta en 
la que injuria y amenaza con violarla. Al año, contrajo matrimonio 
con la primera auxiliar, y en el año 2009 la editorial Plaza & Janés 
editó el libro que Andrés Rabadán escribió en la prisión, con el títu-
lo Historias desde la cárcel. 
Escribe elautor: «Soy culpable, lo reconozco abiertamente. No me 
. escondo, no iba drogado ni bebido. Mis problemas entonces no eran 
más graves que los vuestros de hoy en día. Cabalgaba desbocado a 
lomos de mi ira. Un grave peligro. La cárcel era necesaria, no digamos 
que no. Me consta que, explicado así, parezco el psicópata que he 
negado ser. Sí, es un callejón sin salida, un embrollo. Era y no soy. Soy 
y no era». No obstante, y a pesar de ese reconocimiento de culpabili-
dad y, por extensión, de que la cárcel es el modo de hacerse cargo de 
la consecuencia de su crimen, Rabadán dice ser víctima de una injus-
ticia. ¿A qué se refiere? Sin duda, al hecho de que se considera ya 
mentalmente sano -«era y no soy ... soy y no era»- y de que ya no es 
peligroso para nadie, por lo que la medida de seguridad que le man-
tiene en prisión carece ya de objeto. 
Su pretensión se ajusta a la letra de la ley. En efecto, la medi-
da de seguridad que establece que estará recluido en un centro 
psiquiátrico «como máximo durante veinte años» expiraría en el 
LOS CRÍMENES INMOTIVADOS 153 
año 2014; sin embargo, con un informe favorable de los médicos 
y del equipo interdisciplinario que evalúa la conducta del inter-
no y su peligrosidad potencial, el tribunal que le juzgó está facul -
tado para autorizar el levantamiento de aquella medida antes del 
plazo de veinte años. El psiquiatra que ha estado tratando al sujeto 
opina que Rabadán podría tener un informe favorable, teniendo en 
cuenta su capacidad para establecer vínculos exteriores, el estado 
de la enfermedad -la esquizofrenia paranoide que le fuera diag-
nosticada en el momento del asesinato-y la ausencia de adicciones. 
El abogado defensor de Rabadán afirma que este ya no padece el 
trastorno psicótico que motivó la absolución penal y el interna-
miento; según el abogado (las declaraciones corresponden al año 
2009), el diagnóstico actual de su cliente sería el de «trastorno 
narcisista y antisocial de la personalidad» que, de confirmarse, lo 
situaría en el ámbito de la psicopatía más que en el de la psicosis.
2 
Hay que destacar que, además del psiquiatra forense contratado 
por la defensa, otros profesionales sostienen igualmente que el diag-
nóstico de esquizofrenia paranoide fue erróneo. Pero independien-
temente de que el diagnóstico efectuado al sujeto inmediatamente 
después del asesinato de su padre fuera el correcto, o que el compor-
tamiento del mismo se ajustara más a la tipología del psicópata, lo 
que resulta evidente es que, transcurridos aproximadamente ocho 
años de internamiento, Andrés Rabadán consiguió una cierta esta-
bilización en cuyo favor se conjugaron varios elementos. A la sus-
pensión de la medicación le siguió el abandono de sus intenciones 
de fuga, así como el despertar de inquietudes intelectuales y el 
interés por un cierto saber: lectura, dibujo y finalmente la propia 
escritura. Contradictoriamente, este período recién comenzado 
2 TENDLARZ y GARCfA, op. cit., p. 128. Estos autores señalan que «a partir del 
DSM-Ill el concepto de psicopatía es reemplazado por otro de natura leza más 
sociológica denominado "personalidad antisocial", también llamado "disocia!"; 
en este cuadro son incluidos Jos sujetos "amorales, antisociales, asociales, psico-
páticos y sociopáticos"». También recuerdan que, para Krapelin, las personalida-
des psicopáticas son formas frustradas de psicosis. El Tribunal Supremo español 
adoptó el criterio de Henry Ey para diferenciar a los psicóticos de los psicópatas, 
expresando que estos últimos padecían una «atipia caracterológica», no siendo 
por lo tanto acreedores a la exención completa de la responsabilidad. 
154 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
se interrumpió en 2004, cuando el sujeto envió la carta anónima 
amenazante a la enfermera, episodio que le valió una condena 
penal, esta vez sin atenuantes. De modo simultáneo, inicia una 
relación sentimental con Carmen Mont, con la que contraería 
matrimonio un año después. Según declaró el mismo Rabadán en 
el año 2008, además de la ayuda que recibió de la psiquiatra que le 
quitó la medicación -acaso una profesional capaz de escuchar-, «el 
sexo ha sido la otra puerta para su curación».3 
A partir del mes de marzo de 2010 Rabadán estuvo disfrutan-
do de pequeños permisos de salida de la prisión, al principio tan 
solo los domingos y acompañado, que en octubre de 2011 ya le 
suponen permanecer en casa de su hermana entre cuatro y seis 
días al mes, con autorizaciones renovadas periódicamente por los 
jueces de vigilancia. Separado de su esposa, con la que había teni-
do una hija, se muestra relativamente integrado en el entorno 
social que comparte con su hermana durante los permisos. Sigue 
dedicándose a la pintura, y es muy probable que si continúa exhi-
biendo un comportamiento estabilizado y un trabajo -aunque sea 
a tiempo parcial- se le conceda la libertad sin restricciones antes 
de 2014, año en el que se cumpliría el plazo de veinte años de 
internamiento. Si Lacan reclamaba en 1950 que se evitara «deshu-
manizar al criminal», ¿acaso podría ser Andrés Rabadán un ejem-
plo de aquella aspiración? 
3 
El día 1 de abril de 2000 por la mañana, José Rabadán Pardo -sin 
relación alguna de parentesco con el anterior y que tenía entonces 
diecisiete años- asesinó en Murcia a su padre, a su madre y a su 
hermana, esta de once años y con síndrome de Down, empleando 
para la ejecución de los crímenes una espada de samurái y un 
machete. Según declaró más tarde, esa noche no había podi-
do dormir, al contrario que sus víctimas, que fueron asesinadas 
3 
FERNÁNDEZ- SANTOS, Eisa (2008, 27 de abril): «La vida negra de Andrés 
Rabadán». El País. 
LOS CRÍMENES INMOTIVADOS 155 
mientras dormían. Cubrió las cabezas de su padre y de su herma-
na con sendas bolsas de plástico y a continuación el «asesino de la 
catana», como le bautizó la prensa, llamó dos veces a la policía 
para informar de lo acontecido, sin que los agentes le hicieran 
caso, y después se comunicó por teléfono con un amigo para 
decirle que no acudiría a la cita que tenía con él porque acababa 
de matar a sus padres y a su hermana. El joven se marchó del 
domicilio en dirección a Alicante, donde pasó la noche, y a la 
mañana siguiente fue detenido cuando iba a tomar un tren hacia 
Barcelona, al ser reconocido por un vigilante. Los policías que le 
detuvieron escucharon decir al detenido: «No estoy loco ... mi 
hermana está en el cielo. ¿La muerte de mis padres? Son muchas 
cosas juntas [ ... ] maté a mis padres y a mi hermana por tener una 
experiencia, pero los quería muchísimo». Unos días más tarde, 
manifestó que había cometido los asesinatos porque «quería estar 
solo en el mundo». 
José Rabadán no fue sometido a juicio porque se mostró con-
forme con la pena solicitada por el fiscal, que en aplicación de la 
Ley reguladora de la responsabilidad penal de los menores pidió 
una condena de seis años de internamiento en régimen cerrado, y 
otros cuatro años de libertad vigilada. Los informes psiquiátricos 
dictaminaron que el joven padecía una «psicosis epiléptica, por lo 
que no puede ser declarado plenamente responsable de sus actos». 
Mientras cumplía la condena de internamiento, el joven aprovechó 
una excursión para burlar la vigilancia de los educadores y huir 
junto con otros menores, aunque volvió a ser detenido a las pocas 
horas. A pesar de este incidente, el Juzgado de Menores, con el 
acuerdo de la fiscalía, adelantó en siete meses la fecha en la que 
Rabadán debía pasar al régimen .de libertad vigilada, para recobrar 
definitivamente la libertad en el año 2008. 
Nada se ha sabido de la vida que desde ese año ha llevado José 
Rabadán después de haber purgado la pena impuesta. Dada la con-
dición de menor de edad que tenía en el momento de los hechos, 
tanto el contenido del sumario como los informes médicos y la 
misma sentencia -en la que seguramente están recogidos los datos 
fundamentales del caso- no se han divulgado. Fuera de las decla-
raciones citadas, hechaspor él en las horas y días que siguieron a 
156 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
los asesinatos, no se conocen otras que puedan arrojar alguna luz 
acerca de la evolución de su situación personal, por lo que resulta 
imposible determinar en qué medida el sujeto -que actualmente 
tiene veintiocho años- se siente culpable de lo ocurrido, y si ha 
asumido subjetivamente la responsabilidad por sus actos. En este 
caso, como en otros crímenes protagonizados por sujetos psicóti-
cos, la inmediata confesión de los hechos y la reivindicación de su 
pretendida cordura -«No estoy loco», fue una de sus primeras 
expresiones- conduce inevitablemente a los interrogantes: enton-
ces, ¿qué lo impulsó a matar?, y ¿cuándo se dispara la pulsión de 
muerte? Por lo que ha trascendido, se sabe que en varias ocasiones 
se marchó del domicilio con el ánimo de dejar a su familia -inten-
tos que no le llevaban mucho más lejos que a Alicante, a unos 40 
kilómetros de Murcia-, todos ellos frustrados por la reacción de su 
padre, que era quien iba detrás del hijo para devolverlo al hogar. 
Poco después de ser apresado y en un evidente estado de confusión, 
José dijo que «quería muchísimo a sus padres y a su hermana», para 
agregar, sin solución de continuidad, que cometió los asesinatos 
«para tener una experiencia» y, lo que resulta muy significativo, 
que lo había hecho «porque quería estar solo en el mundo». Y es 
que en ocasiones, cuando la simbolización es insuficiente, el único 
recurso que tiene el sujeto psicótico para operar la separación es el 
pasaje al acto.4 
4 En este, como en muchos otros casos de sujetos diagnosticados como psi-
cóticos en sus diversas variantes, la confesión del crimen - es decir, la asunción de 
la responsabilidad objetiva- y la reivindicación de su presunta cordura, son per-
fectamente compatibles con las declaraciones incoherentes e incluso contradicto-
rias, lo que confirma precisamente que se está en presencia de la locura. Pretender 
otorgar un sentido desde fuera a tales manifestaciones - con la mirada exterior del 
observador presuntamente cuerdo- resulta inútil. Como sostiene Gustavo Dessal 
-un psicoanalista con gran experiencia en el tratamiento de esta patología- , para 
el psicótico el sentido es pleno, riguroso, aunque indialectizable, y las contradic-
ciones e incoherencias a través de las cuales un psicótico puede tratar de excul-
parse pueden deberse al hecho de padecer un delirio poco sistematizado, o sufrir 
un estado confusional inmediatamente después del crimen. 
9. HISTORIA SIN SUJETO, SUJETO SIN PALABRA 
«[ ... ] se mata lo que se ama». 
ÓscarWILDE 
1 
El 16 de noviembre de 1980, Louis Althusser estranguló a su mujer, 
Hélene, quien había sido su compañera durante más de treinta 
años. El crimen lo consumó en el piso que compartían en el edifi-
cio de la École Normal Supérieure de la calle de Ulm, en París, que 
Althusser tenía asignado por su condición de profesor de la insti-
tución. Según su propio testimonio, 1 mientras que él continuaba 
masajeándole el cuello de modo compulsivo, se dio cuenta de que 
su mujer estaba muerta; salió corriendo y gritando en dirección a 
la enfermería de la École en busca del doctor Pierre Étienne, quien 
le acompañó a la habitación donde yacía el cadáver de Hélene, y 
después de ponerle una inyección y hacer unas llamadas telefóni-
cas -obviando cualquier intervención de la policía o de la justicia-
le trasladó directamente al hospital de Sainte-Anne, donde quedó 
ingresado. Unos días después, cuando se le suponía en condiciones 
de declarar, Althusser recibió la visita del juez de instrucción, ante 
quien no pronunció una palabra. 
Louis Althusser nunca fue sometido a juicio. A expensas del 
resultado de los tres exámenes médicos a los que fue sometido en 
Sainte-Anne después del crimen, se decretó que no había lugar a 
un proceso penal dado que el sujeto no era responsable de sus 
actos. Él mismo atribuyó esta resolución judicial a las presiones 
-reales o imaginadas- que recibieron los médicos «por parte de 
1 ALTJ-IUSSER, Louis (1992): El porvenir es largo. Barcelona: Destino, p. 28. 
El volumen incluye el escrito del mismo autor titulado «Los hechos», redactado 
en 1976. 
157 
158 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
autoridades administrativas del más alto nivel»,2 a fin de que su 
reclusión psiquiátrica continuase indefinidamente en algún hos-
pital de provincias para, de ese modo, enterrar un episodio tan 
trágico como atractivo para los medios de comunicación. 
Independientemente de que tales presiones existieran o no, es 
claro que si el asunto que enseguida se conoció como «el caso 
Althussern era extremadamente incómodo desde el punto de vista 
político para el Gobierno francés, lo era aún más para el Partido 
Comunista, del que Althusser era un notorio militante y filósofo 
de cabecera, aunque desde aproximadamente el año 1968 sostenía 
públicamente opiniones marcadamente críticas con la línea oficial. 
Es plausible, pues, que en el esfuerzo para sustraer al filósofo del 
morbo publicitario confluyeran intereses aparentemente opuestos, 
pero con la suficiente influencia como para que la magistratura se 
mostrase complaciente al tiempo de pronunciarse sobre la irres-
ponsabilidad de un criminal tan políticamente molesto. La aplica-
ción del artículo 64 del Código Penal francés de 1838 determinó 
que se considerase a Louis Althusser como no responsable de sus 
actos en el momento del crimen, eludiendo, mediante ese recurso 
administrativo, un proceso público y contradictorio durante el 
cual el acusado hubiese tenido la oportunidad de hacerse escuchar, 
en suma, de defenderse. La declaración de irresponsabilidad supo-
ne la interrupción del procedimiento de comparecencia pública 
ante un tribunal y el confinamiento en un hospital psiquiátrico, 
que puede prolongarse indefinidamente, toda vez que el poder de 
los jueces es reemplazado por el poder médico, que se ejerce a tra-
vés de informes periódicos dirigidos a los jueces. Si los informes 
dan cuenta de que el interno ha alcanzado una cierta estabilización 
y no representa un peligro para sí o para terceros, las instancias 
judiciales pueden poner fin al encierro permitiendo al interno 
recuperar la libertad. 3 
2 Ibíd., p. 350. 
3 En el sistema penal español Althusser hubiera sido juzgado en audiencia 
pública con todas las garantías, aunque existieran serias presunciones de trastor-
no mental. Sería en el transcurso del juicio, después de escuchar el dictamen de 
los psiquiatras forenses y de peritos de la defensa y de la acusación, y de las demás 
HISTORIA SIN SUJ ETO , SUJETO SIN PALABRA 159 
Louis Althusser redactó el texto que tituló «Los hechos» en el 
año 1976, cien páginas autobiográficas que precedieron en diez 
años a «El porvenir es largo», editados ambos en el volumen que 
lleva el último de los títulos citados. Son escritos complementarios 
e incluso imprescindibles en su complementariedad, en la medida 
en que constituyen un testimonio extremadamente valioso y des-
garrador del proceso seguido por una inteligencia que se desliza, 
paso a paso, hacia el desencadenamiento trágico representado 
- entre uno y otro escrito- por el pasaje al acto asesino. Un tránsito 
que se prolongó durante setenta y dos años, y del que el sujeto pro-
tagonista levanta acta con la minuciosidad de un notario de su 
propia existencia, y que es, en el caso del texto posterior a la muer-
te de Hélene, un alegato tendente a romper el cerco de silencio en 
el que había sido encerrado, y también un intento de desmentir 
ciertas especulaciones que sobre él y las circunstancias que ro-
dearon los hechos circulaban por entonces en Francia. Asegura 
Athusser, en lo que constituye en realidad un alegato autobiográfi-
co, que cree encontrarse en disposición no solo de explicarse con 
claridad sobre sí mismo, sino también de llevar a los otros a re-
flexionar sobre una experiencia concreta, lamentándose de no ser 
Rousseau -una referencia significativa, si se tieneen cuenta 
que Rousseau era un psicótico-. Privado de la palabra por impera-
tivo legal mediante la fórmula del «no ha lugar» -expresión emple-
ada por los jueces para hacer callar a los demás-, Althusser escribe 
su patética confesión que es, al mismo tiempo, un combate entre 
la razón y la locura, en un vano intento de explicar y explicarse los 
motivos que le llevaron a matar a su mujer. La circunstancia de que 
Louis Althusser dejara sus escritos autobiográficos proporciona 
una excepcional oportunidad para intentar una aproximación a la 
relación entre la estructura y el modo en que se produce la deriva que 
conduce al pasaje al acto; aun teniendo en cuenta que siempre hay 
pruebas practicadas, que el tribunal podría fallar en el sentido de absolver al acusado 
por considerarlo inimputable, o condenarlo con o sin atenuantes. El procedimiento 
seguido con Althusser se acerca más al sistema inquisitivo -escrito y secreto- que al 
acusatorio, en el que los principios de contradicción, igualdad de condiciones, publi-
cidad y oralidad, ofrecen al acusado mayores garantías para su defensa. 
160 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
una hiancia entre la historia del sujeto y su acto, y lo engañosa que 
puede resultar una autoanamnesis, hay que conocer la vida del 
sujeto Althusser sin esperar que del relato emerja por un sentido 
que escapa a la mirada del Otro en cuanto obedece a la lógica 
propia del psicótico. Como escribiera Gerard Pommier, «el filó -
sofo que sostuvo con tanto rigor la tesis de una historia sin sujeto 
acabaría sus días cautivo de un acto declarado sin sujeto en nom-
bre de la ley».4 
Pocos días después de la muerte del filósofo, ocurrida el 22 de 
octubre de 1990, su amigo Alain Touraine escribió que «le resul-
taría difícil a un estudiante actual de Filosofía o Sociología ima-
ginar la influencia que Louis Althusser llegó a ejercer en el curso 
de los años setenta. El hombre que acaba de desaparecer tras 
diez años de silencio [ ... ] fue, antes y después de 1968, el inspi-
rador de un nuevo integrismo marxista que tuvo efectos políti-
cos y filosófico~ de tal importancia que puede ser considerado 
como el canto del cisne del marxismo».5 En efecto, aunque el 
experimento de ingeniería social desplegado principalmente 
en la Unión Soviética -e imitado con mayor o menor fidelidad en 
los países que integraban su esfera de influencia- hacía agua por 
varios flancos, tanto La revolución teórica de Marx como Para 
leer El Capital proveyeron, durante un cierto tiempo, sustento 
ideológico a la ola de estructuralismo marxista que en la década 
de los años setenta intentaba salvar los muebles de un proyecto 
de emancipación en crisis. La gran repercusión que tuvo en 
Francia y fuera de ella el pasaje al acto criminal ejecutado por 
Louis Althusser se vio incrementada por la personalidad de su 
protagonista como pensador y renovador de la filosofía marxis-
ta. Deudor de la teoría estructuralista y paciente analizado 
durante muchos años, amigo de Jacques Lacan, la influencia de 
su obra en el ámbito de la filosofía, la sociología y las ciencias 
políticas en los años sesenta y setenta fue considerable, tanto 
dentro como fuera del marxismo. 
4 POMMJER, Gerard ( 1999): Louis de la nada. Buenos Aires: Amorrortu, p. 11 . 
5 TüURAINE, Alain (1990, 13 de noviembre): «Louis Althusser, integrista 
marxista». El País. 
HISTORIA SIN SUJETO, SUJETO SIN PALABRA 161 
Hay, sin embargo, algo más que otorgó al «caso Althusser» una 
relevancia extrajurídica, convirtiéndolo en objeto de polémica 
ideológica y política al tiempo que se formulaban los interrogan-
tes de rigor acerca de la relación entre racionalidad y locura; o 
entre el talento y la lucidez intelectual capaz de producir una obra 
filosófica teóricamente consistente que conservó su poder subver-
sivo durante dos décadas, y la psicosis de su autor. Un autor que, 
como señala Pommier, «él mismo reconocía que algunas de sus 
intuiciones más importantes, construidas luego con rigor, tuvieron 
su fuente en el punto más íntimo de su locura».6 La polémica fue 
rápidamente iniciada y alimentada por quienes, principalmente 
desde las posiciones de derecha, pero también por parte de perso-
nas y grupos que se reclamaban de izquierdas -con la complacen-
cia de ciertos medios-, que enjuiciaban a Althusser junto con el 
marxismo y el psicoanálisis, como si Marx y Freud fueran los coau-
tores intelectuales de un crimen ejecutado por un intelectual 
maníaco depresivo con más de veinte ingresos psiquiátricos a sus 
espaldas, y por añadidura psicoanalizado durante años. O bien, se 
insinuaba, las ideas de Marx y Freud conducían a la locura, o bien 
aquellas tan solo podían ser tomadas en serio por un loco. Ante 
tales prejuicios, de nada iban a servir los comentarios del mismo 
Althusser dirigidos a defender tanto el psicoanálisis como a los dis-
tintos analistas que le trataron. Refiriéndose a sus depresiones, 
escribe: «He sufrido tantas y tan graves, tan dramáticas, desde hace 
treinta años (en total habré pasado quince años entre hospitales y 
clínicas psiquiátricas), y a buen seguro todavía estaría allí de no ser 
por el psicoanálisis»;7 y reprocha a sus amigos que culpen alana-
lista -el doctor Diatkine, que no era lacaniano- que le trataba en 
el momento del crimen por no haber intervenido a tiempo para 
evitar la tragedia: «No obstante, mi analista sí había intervenido. 
Tuve que verle por última vez el 15 de noviembre, y me dijo que 
esta situación no podía continuar, que era necesario que yo acep-
tase la hospitalización».8 Consumado el crimen, el propio analista 
6 POMMIER, op. cit., p. 13. 
7 ALTHUSSER (1992), op. cit., p. 425. 
8 Jbíd.,p.337. 
/ 
/ 
162 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
le visitaba todas las semanas en el psiquiátrico: «Daba vueltas sin 
cesar con él, pero sin sentirme culpable nunca, en torno a la razón 
profunda de mi homicidio [ .. . ] Recuerdo (ya lo había formulado 
ante él en Sainte-Anne) haberle sometido una hipótesis: el homi-
cidio de Hélene habría sido un "suicidio por persona interpuesta". 
Me escuchaba, sin aprobarme ni desaprobarme».9 
2 
Es preciso detenerse en las aportaciones althusserianas a la teoría 
marxista, porque desde el psicoanálisis se ha avanzado la existencia de 
una relación entre el diagnóstico clínico del sujeto Althusser -de la 
historización de su síntoma- y la interpretación que ese sujeto hac~ del 
pensamiento de Marx. Lejos de ver en la construcción teórica mar-
xiana un ejemplo más de ideología -es decir, de falsa conciencia en los 
términos clásicos-, Althusser le atribuye una auténtica ruptura episte-
mológica que la convierte en una ciencia con un método propio que 
permite analizar las diversas formaciones sociales desde la causalidad 
estructural, desechando cualquier adherencia humanista o existen-
cialista; al mismo tiempo, desprecia igualmente las interpretaciones 
simplistas al uso, inclinadas a la aplicación de una concepción determi-
nista y mecanicista en la que la estructura ,condiciona sin mediación 
alguna el funcionamiento de la llamada superestructura. El materialis-
mo sería una «ciencia del conocimiento científico», una productora de 
conceptos dirigidos a alcanzar conocimientos verdaderos de los obje-
tos reales, en tanto que los conceptos ideológicos serían instrumentos 
de encubrimiento destinados a conservar la estructura social dentro de 
la cual se elaboran. De este modo, Althusser identifica la teoría como 
sinónimo de filosofía marxista -o materialismo dialéctico-, mientras 
que reserva la voz filosofía para emplearla como equivalente de ideolo-
gía en su sentido de falsa conciencia, en tanto el materialismo históri-
co es para él la ciencia que explica la historia y el funcionamiento de 
las formaciones sociales. Ciertas afirmaciones de Marx en las que sos-
tiene, por ejemplo, que sus análisis parten de un período histórico con-
9 Ibíd., p. 355. 
HISTORIA SIN SUJETO, SUJETO SIN PALABRA 163 
siderado y no del hombre, o bien que la sociedadno se compone de 
individuos sino de relaciones, sirven a Althusser para combatir lo que él 
opina que son interpretaciones humanistas e historicistas del marxis-
mo, que nada tienen que ver con el verdadero Marx, el de los escritos de 
la madurez. La publicación en 1967 de «La revolución teórica de Marx» 
funda el concepto de «ruptura epistemológica» al que el autor recurre 
para señalar cuatro períodos en la producción intelectual de Marx: en el 
primero, se inscribirían las «obras de juventud», que Althusser conside-
ra «ideológicas» en el sentido apuntado de falsa conciencia; el segundo 
período se correspondería con los escritos de «la ruptura»; el tercero 
lo define como «de maduración»; y finalmente, el de la «madurez», que 
incluye toda la elaboración teórica de Marx a partir de 1857. 
Alain Touraine ha señalado que Louis Althusser «marcó en el 
terreno de las ciencias sociales [ .. . ] el punto final de una larga 
historia intelectual, la del rechazo del historicismo [ . .. ] a la idea 
de que la historia es la realización de la esencia del hombre a la vez 
que el triunfo de la razón y el dominio de la naturaleza por el hom-
bre. Esta idea, que nació con la filosofía ilustrada y fue adoptada 
después por los hegelianos y por el mismo Marx, recibió el recha-
zo de los tres pensadores que dominan el pensamiento occidental 
desde hace más de un siglo: Marx, Nietzsche y Freud». 1º En su 
obra, Althusser intentó sintetizar las ideas de estos tres increyentes 
en la historia como un proceso lineal y en continuo perfecciona-
miento de la condición humana; lo hizo por la vía de disociar la 
subjetividad de la clase obrera como agente de cambio histórico 
trasladando al partido esa función; un partido que, más que encar-
nar el papel de vanguardia de la clase proletaria, deviene él mismo 
en sujeto de la revolución. Gran parte del libro, cuyo título origi-
nal es Pour Marx y que se editó en español como La revolución 
teórica de Marx, está dedicado a combatir el humanismo y el his-
toricismo atribuidos a aquel por quienes utilizan sus escritos de 
juventud -en particular, los «Manuscritos de economía y filosofía» 
de 1844- para convertir el pensamiento marxiano en una ideolo-
gía más, otra forma de falsa conciencia, traicionando así el carác-
10 TOURAINE, art. cit. 
164 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
ter científico de la obra en su doble vertiente de materialismo dia-
léctico y materialismo histórico. 11 Su radical posición antihuma-
nista y antihistoricista conducen a Althusser a la destitución del 
sujeto, pues «los sujetos de la historia son las sociedades humanas 
dadas», 12 y la condición para encontrar no al hombre abstracto 
sino al hombre real, es «pasar a la sociedad y ponerse a analizar el 
conjunto de las relaciones sociales» .13 
Con ser cierto que existe una hiancia entre la historia del suje-
to y su acto, no es irrelevante contar con la genealogía. Y aunque el 
conocimiento de la misma «no prejuzga sobre lo que cada sujeto 
hará con aquello que lo precedió [ ... ] permite descubrir no obs-
tante los puntos de apelación de las identificaciones imaginarias, o 
sea el lugar al que cada hijo fue convocado por el deseo de sus 
padres».14 O, dicho de otro modo, en el «caso Althussen> qué es lo 
que ocurrió en la «sala de máquinas», en la estructura a partir de 
la forclusión15 del Nombre del Padre capaz de producir el efecto 
criminógeno. Hay dos significantes que están presentes en la vida 
del protagonista -que él mismo trae reiteradamente a colación en 
sus textos-y que son la muerte y la impostura. En el recorrido que 
el propio sujeto indica, habría que introducir otros significantes 
no menos importantes, efectos de la causa originaria -la forclu-
11 LACAN, Jacques (1990): Las psicosis (Seminario III). Buenos Aires: Pai-
dós, p. 350, en relación con el humanismo, recuerda que la posición filosófica 
de Freud era fundam~almente pesimista, y agrega que «niega toda tendencia 
al progreso. Es fundame talmente antihumanista, en la medida en que en el huma-
nismo existe ese romanti · mo que quiere hacer del espíritu la flor de la vida». 
12 ALTHUSSER, Louis (1 88): La revolución teórica de Marx. México: Siglo XXI, 
p. 192. 
13 Ibíd., p. 202. 
14 POMMIER, op. cit., p. 44. 
15 El término no tiene un equivalente exacto en castellano, idioma que sí 
recoge «preclusión», una expresión del lenguaje jurídico que alude al vencimien-
to de un plazo que excluye la posibilidad de ejercer un derecho. El origen jurídi-
co está presente en «forclusión», término que Lacan utiliza profusamente y desde 
una época temprana en sus escritos como una traducción del concepto freudiano 
«Verwerfung» -rechazo- para explicar el origen de los estados psicóticos y el fra-
caso de la metáfora paterna: allí donde debía comparecer el Nombre del Padre el 
sujeto se encuentra con un agujero. 
\ 
HISTORIA SIN SUJETO, SUJETO SIN PALABRA 165 
sión- que atraviesan su atormentada existencia: las identificaciones 
imaginarias que marcarán sus relaciones con el Otro, tanto si se 
trata de las creencias religiosas, de las convicciones políticas o de 
las relaciones de amistad y su vida sexual. Y muy especialmente, la 
relación con su propio cuerpo y el modo en que articula esa relación 
con el sentimiento de no existir, que hacia el final de su testimonio 
le hace interrogarse acerca de «la fuerte dominación que el fantasma 
de no existir ejerció sobre todos mis fantasmas secundarios». 16 
¿Cómo se concilia -si es que eso es posible- ese sentimiento de 
no existir con el temor constante de que su cuerpo fuera mermado? 
Al contrario de lo que le ocurría a James Joyce, quien los golpes 
que recibía de sus condiscípulos parecía encajarlos otro cuerpo que 
era el suyo -un síntoma determinante en su psicosis, como hace 
constar Lacan en su estudio del personaje-, Althusser se estreme-
cía ante la sola idea de pegarse con alguno de sus compañeros, 
como relata en sus memorias. No obstante, ~nte la amenaza real o 
imaginaria de un riesgo físico, en particular si era desafiado a pelear, 
siempre encontró una figura masculina que oficiaba de protector. 
Compañeros de los que invariablemente se enamoraba, tanto de 
aquel con quien tuvo su primera experiencia de excitación sexual 
en una acampada, como del camarada Dael en el campo de prisio-
neros, de quien dice que era cariñoso con él «como una mujer (la 
verdadera madre que yo no había tenido), aquel "hombre verdade-
ro" también [ ... ] como un verdadero padre que yo no había teni-
do».17 Al narrar aquel episodio infantil en el que duerme abrazado 
a su amigo Paul, reflexiona acerca de si el amor y ternura que sien-
te es una señal de que estaba destinado a la homosexualidad, a lo 
que él mismo se responde negativamente con vehemencia. La par-
ticular relación del sujeto con el registro imaginario está presente 
en todas las vivencias que relata. Se encuentra feliz sumergido en 
lo que describe como una fraternidad masculina -sea el grupo de 
scouts, el círculo de la Juventud Católica que él mismo organiza en 
el Liceo, o el campo de prisioneros- hasta el punto de que, durante 
16 ALTHUSSER (1992), op. cit., p. 303. 
l 7. Jbíd., p. 146. 
\ 
\i 
166 
1 
SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
una visita a un monasterio, relata su fascinación por la vida de los 
monjes, y se permite fantasear sobre su retiro a un convento como 
una solución de vida a todos sus problemas, que juzga insolubles. 
Que esto lo escriba estando recluido en un hospicio después de 
haber asesinado a su mujer no resta valor a su testimonio, si se 
tiene en cuenta que Althusser encontró desde su infancia en estas 
fraternidades masculinas un refugio al abrigo de los fantasmas, y 
que siendo ya un adulto, tanto el campo de prisioneros como 
después el hospicio -universos concentracionarios ambos- le 
proporcionaron sendos espacios de protección y pacificación a la 
vez. El encierro y la disciplina que conlleva eximen al sujeto de 
tomar decisiones, y lo liberan de la carga de as.umir las conse-cuencias de sus actos. Es probable que el ansia del filósofo en 
hallar una fraternidad que le acogiera -una búsqueda que se pro-
longó durante toda su vida- esté ligada a la condición de creyen-
te cristiano que Althusser conservó incluso después de adherirse 
al Partido Comunista, unas convicciones que para Alain 
Touraine eran propias de «un jansenista marxista [que] podría 
haber sido también discípulo de san Ignacio de Loyola [ ... ] él 
otorga al partido, concebido como una Iglesia, un papel de com-
batiente mítico y se opone a la burocratización de la esperanza 
revolucionaria». is 
---3 
Lacan denominaba «la otra orilla» al límite que separa al sujeto de 
la ruptura de su propia imagen. José Antonio Naranjo retoma ese 
concepto y escribe que «la imagen es una orilla, un límite, y no 
todo sujeto puede soportar su fractura, por lo que lo normal, 
cuando se está cerca de esa ruptura de la imagen, es que el neuró-
tico dé un paso atrás y se recompone .. . Este es el punto donde el 
neurótico retrocede - salvo en el pasaje al acto-, y retrocede no 
tanto por la imagen del otro, sino por la angustia que le produce la 
l8 TOURAINE, art. cit. 
HISTORIA SIN SUJETO, SUJETO SIN PALABRA 167 
ruptura de su propia imagen, porque, de hecho, toda imagen tiene 
dos caras: una de investimiento, pero también otra de defensa. Dicho 
de otra manera, la imagen no es solo erotismo sino defensa ante la 
propia fragmentación que el deseo y la pulsión suponen». 19 En las 
neurosis obsesivas aparecen imperativos homicidas en las hiancias 
de la rumiación mental; aparece el terror -un concepto propio de 
«el hombre de las ratas» que destaca Freud- tanto de sí mismo 
como del Otro: un terror de sí mismo como Otro. El pasaje a.l acto 
en el obsesivo surge como un fracaso de la defensa, en la medida en 
que llega a un punto en el que ya no puede soportar la tortura a 
la que él mismo se somete y somete al Otro. El pasaje al acto puede 
manifestarse en cualquier estructura, aunque es fundamental 
determinar la relación que en cada caso existe entre una estructura 
específica y la contingencia que hace emerger el acto; obviar esa 
conexión, así como desatender la implicación subjetiva, dificul-
ta -cuando no impide- averiguar el grado de responsabilidad 
comprometida en el suceso. La referencia ética en el psicoanálisis 
lleva a pensar al sujeto en términos de deseos, aun inconscientes, 
de los que debe hacerse cargo: debe responder, aun cuando aquellos 
no se plasmen en ninguna manifestación exterior al sujeto mismo. 
En su dimensión jurídica, en cambio, el sujeto está exento de toda 
responsabilidad en tanto sus deseos e intenciones, por retorcidos y 
perversos que sean, no se traduzcan en actos. De ahí que el lugar 
de encuentro -y simultáneamente de desencuentro- del psicoaná-
lisis y el derecho se localice en lo tocante al concepto de responsa-
bilidad y al alcance que esta debe tener. Si para el derecho el 
inconsciente no existe, y la subjetividad se tiene en cuenta solo en 
aquellos casos en que de ella puede presumirse una intención, para 
el psicoanálisis el inconsciente es el lugar donde la división del 
sujeto encuentra su expresión más radical. 
¿Qué ocurre con el sujeto Althusser? Tiene la sensación de no 
existir. Esa sensación le agobia y le impide simbolizar, empujándole 
al registro imaginario (el yo ideal), identificándose con su maestro, 
con un cura, un condiscípulo, de manera mimética. Cuando su 
l9 NARANJO, art. cit., p. 83. 
168 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
amigo Paul, el de los abrazos tiernos, se enamora de una chica, él la 
mira a su vez como si la amara «entregándose intensamente a aquel 
amor por poderes».2º Le ocurre con sus profesores, en particular 
con uno de ellos, a quien atribuye «un espíritu puro, indiferente a 
todas las tentaciones del cuerpo y de la materia, como la doble ima-
gen recompuesta de mi madre y de mí mismo[ ... ] Yo me identifi-
caba completamente con él [ . . . ] imitaba su letra, como adoptaba 
sus giros de frases familiares, sus gustos, sus valores, imitaba inclu-
so su voz y sus inflexiones suaves y en nuestras exposiciones orales 
le devolvía exactamente la imagen de su personaje».21 Era su mane-
ra, reconoce, de «saldar paradójicamente mi relación con un padre 
ausente dándome un padre imaginario, pero comportándome 
como su propio padre».22 Y hace en su autobiografía, en la que está 
patente una continua degradación de sí mismo, el patético recono-
cimiento de que «al no existir realmente, yo no era en la vida más 
que un ser de artificio, un ser de nada, un muerto que no podía 
llegar a querer y ser querido excepto mediante el rodeo de artificios 
y de imposturas copiadas de aquellos por los que deseaba ser 
querido y a los que intentaba querer al seducirlos».23 
No es sorprendente que recién liberado del campo de prisioneros, 
este sujeto torturado que se sentía «culpable de no existir»,24 unie-
ra su vida -¿su destino?- a otro ser desvalido y torturado. Su amigo 
Lesevre se refiere a la mujer que le va a presentar:a Hélene, con las 
siguientes palabras: «Es una muy buena amiga. Está un poco loca 
pero es totalmente extraordinaria por su inteligencia política y por 
la generosidad de su corazón».25 Esta mujer «un poco loca» arras-
traba detrás de sí una historia siniestra. Siendo aún una niña de 
doce o trece años, a instancias de un médico pusilánime que no se 
atrevía a hacerlo él mismo, había inyectado primero a su padre y 
un año después a su madre -ambos enfermos terminales- una 
2º ALTHUSSER, op. cit., p. 116. 
21 Ibíd., p. 119. 
22 Ibíd., p. 120. 
23 Ibíd., p. 121. 
24 Ibíd., p. 126. 
25 Ibíd., p. 154. 
HISTORIA SIN SUJETO, SUJETO SIN PALABRA 169 
dosis mortal de medicación. Militante comunista desde los años 
treinta, había participado activamente en la Resistencia; en las 
oscuras circunstancias de comienzos de la guerra, había perdido su 
contacto con el Partido, un hecho que luego fue utilizado para acu-
sarla de colaboracionista y que, más tarde, daría ocasión para que 
Althusser expusiera la ambivalencia de sus sentimientos hacia 
Hélene. Durante la escenificación de una suerte de juicio sumario 
muy del estilo estalinista, sus propios compañeros votaron la 
expulsión de Hélene del Consejo Municipal al que también perte-
necía Althusser, que se sumó a los inquisidores: «Para mi vergüen-
za y estupefacción ~se levantaba mi propia mano: lo sabía 
desde hacía tiempo, yo era un perfecto cobarde»,26 escribe, como si 
su voluntad nada hubiera tenido que ver para condenar a la mujer 
a la que dice amar. ¿Plasmación fantasmática del cuerpo merma-
do, mutilado, fragmentado, ajeno? En su versión amorosa, seme-
jante ambivalencia se expresa como si se tratase de una mi-
sión salvífica: en su primer encuentro con Hélene, dice Althusser 
que experimentó «un deseo y una oblación exaltantes: salvarla, 
ayudarla a vivir. Nunca en toda nuestra historia y hasta el final de 
esta, abandoné aquella misión suprema que no cesó de ser mi 
razón de ser hasta el último momento».27 
El modo poético, casi sublime, como el autor describe el efecto 
que le produjo el encuentro con esa mujer, contrasta con el horror 
desencadenado como consecuencia de la primera experiencia sen-
sorial, epidérmica primero, sexual después: «Dos seres en el colmo 
de la soledad y de la desesperación que por azar se encuentran y 
que reconocen en cada uno de ellos la fraternidad de una misma 
angustia, de un mismo sufrimiento, de una misma soledad y de 
26 Ibíd., p. 271. 
27 Ibíd., p. 156. Llama la atención el empleo por Althusser del concepto de 
«oblación», tanto cuando se refiere a su madre, Lucienne, como en este caso a 
Hélene. Una de las acepciones del término significa «ofrenda o sacrificio que se 
hace a Dios», y también «modo de legitimar a los hijos naturales» en el derecho 
romano. En cualquier caso, no es aventurado interpretar que habla el inconsciente 
del sujeto, en este caso, el lenguaje propio del creyente que era entonces Louis 
Althusser. Parece evidenteque la misión «salvífica» que se autoasigna con respec-
to a Hélene implicaba su propia redención. 
170 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
una misma espera desesperada».28 Y, casi sin solución de continui-
dad, sobreviene la repulsión -un gesto, Hélene le acaricia el cabello-
y el terror: «No podía soportar el olor de su piel, que me pareció 
obsceno».29 Obsceno, una expresión que se repite a lo largo del 
texto, tanto cuando relata episodios de la infancia y la adolescencia 
en los que la madre es la protagonista, como cuando describe 
situaciones en las que ve amenazada su integridad física por una 
presencia femenina que toma la iniciativa en el juego amoroso: el 
horror se hace presente en la imagen de su cuerpo mermado por la 
mano de una mujer. El sujeto, que tiene ya treinta años cuando se 
produce lo que, para cualquier otro, podría ser descrito como un 
mal encuentro, relata que después de marcharse Hélene sintió que 
se abría para él «un abismo de angustia que no se cerró jamás. A la 
mañana siguiente telefoneé a Hélene para advertirle violentamente 
que nunca más volvería a hacer el amor con ella».3º 
A consecuencia de este suceso, a instancias de Hélene, Althusser 
se pone en manos del psiquiatra Pierre Male, quien le diagnostica 
una demencia precoz y recomienda la hospitalización. Estando 
ingresado consigue que le visite Julián Ajuriaguerra, quien dictamina 
que padece una melancolía muy grave, sometiendo al paciente a 
una serie de más de veinte electrochoques que le producen el efecto 
de una «pequeña muerte»,31 una expresión cuya connotación sexual 
en la lengua francesa Althusser no podía ignorar. Es perceptible en 
el sujeto cómo en su fase maníaca exhibe una suerte de adoración 
por su pareja porque le hace sentir joven, «porque ella resultaba a la 
vez para mí una buena madre y también un buen padre [ ... ] hasta 
había llegado a amar el olor de su piel»,32 esa buena madre en la que 
él busca la aprobación de sus sucesivas amantes y que vive entre 
tanto su propio infierno cada vez que es rechazada, agredida, hu-
millada por un sujeto que se reconoce incapaz de amar, dado que 
dice haber sido violado diez, veinte veces por su madre, y que vive 
28 Jbíd., p. 156. 
29 Jbíd., p. 163. 
30 Jbíd., p. 168. 
31 Jbíd., p. 168. 
32 lbíd., p. 176. 
HISTORIA SIN SUJETO, SUJETO SIN PALABRA 171 
cualquier expresión de deseos manifestaba por Hélene como una 
demanda que le supera: «Ningún ser en el mundo puede respon-
der al requerimiento angustioso de ¡dime algo! cuando esas pala-
bras quieren decir simplemente dámelo todo».33 
Tras doce años consultando a un psicoanalista-terapeuta, se 
pone en manos del doctor Diatkine, que antes había tratado al 
sobrino del propio Althusser, hijo de su hermana Georgette, quien 
después del advenimiento de ese hijo había caído en una melancolía 
insondable. «Me dicen que hacia 1975 dije esta frase terrible: ¡y 
luego están los cuerpos y los cuerpos tienen sexos! [ ... ] Como yo 
no sentía ningún cuerpo, no tenía siquiera que guardarme del con-
tacto con la materia de las cosas o del cuerpo de la gente [ . .. ] pienso 
que mi cuerpo deseaba profundamente tener una existencia 
propia»,34 escribe, como si concibiera un cuerpo que es al mismo 
tiempo propio y ajeno. Y agrega: «Cuando encontré el marxismo 
me adherí a él por mi cuerpo»; algo similar a su descubrimiento 
del pensamiento de Spinoza, al que también convirtió en su filóso-
fo de cabecera porque descubrió en él «una sorprendente concep-
ción del cuerpo».35 La aparente contradicción acerca de la sensa-
ción de carecer de existencia corporal, y al mismo tiempo sentir 
horror ante lo que percibe como cualquier amenaza para ese cuer-
po que dice inexistente, alcanza su máxima concreción fantasmá-
tica cuando el riesgo se encarna en una mujer: «Sentía repulsión y 
angustia extrema ante la idea de que [las mujeres] querían poner-
me la mano encima [ ... ] detesto que alguien tome la iniciativa de 
amarme».36 En las fases maníacas, sin embargo, el sujeto se lanza 
no solo a la conquista y seducción de otras mujeres sin preocuparse 
lo más mínimo por los sentimientos de Hélene, sino que incluso 
empieza una alocada campaña de hurtos en tiendas, fantasea con 
atracar un banco o robar un submarino atómico, o provoca situa-
ciones embarazosas en reuniones sociales en las que -literalmen-
te- se abalanza físicamente sobre mujeres desconocidas. 
33 lbíd., p. 186. 
34 Ibíd., p. 285. 
35 Jbíd., p. 287. 
36 Ibíd., p. 195. 
172 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
Una y otra vez Althusser vuelve sobre la impostura y los artificios 
sobre los que ha construido su existencia, induido su prestigio 
intelectual. Reconoce sin pudor que, gracias a que disponía de una 
cierta dosis de intuición y, en especial, de una capacidad de acer-
camiento que le permitían reconstruir lo que pensaba que era el 
pensamiento de un autor -a partir de otros autores a los que se opo-
nía-, improvisaba sus propias elucubraciones sin saber gran cosa, 
por medio de su habilidad, dice, «para disimular convenientemente 
mi ignorancia».37 Nada de sorprendente tiene, pues, que él mismo 
exprese su temor a ser desenmascarado como impostor. Incluso 
después de publicar los dos textos canónicos de su producción teó-
rica - La revolución teórica de Marx y Para leer El Capital-, reconoció 
que tan solo había leído seriamente el «Libro I» de El Capital. 
4 
Está presente en Louis Althusser una cierta complacencia omni-
potente cuando define su filosofía como <<Una teoría [ .. . ] 
como dominio tanto de sí como del Todo, tanto de los elementos como 
de las articulaciones de esos elementos y, más allá de la esfera pro-
piamente filosófica, un dominio a distancia por el concepto y la 
lengua»,38 es decir, una disciplina que se ejerce lejos de la materia-
lidad de los cuerpos, en particular lejos de los «cuerpos sexuados». 
Cree, por una parte, cumplir el deseo que atribuye a su madre al 
dedicarse a una disciplina abstracta y ascética como la filosofía y, 
al mismo tiempo, pretende que esa elección le permita fundir el 
deseo de su madre con el suyo propio. A finales de 1979, o sea, un 
año antes del crimen, el filósofo sufre una grave crisis que motiva 
su ingreso en el psiquiátrico, donde le inyectan Niamida, un medi-
camento que le sume en un estado de confusión mental y desata 
una paranoia acompañada de delirios suicidas en los que imagina 
todo tipo de salidas mortales. En semejante estado, relata, «no solo 
37 Ibíd.,p.215. 
38 Ibíd., p. 229. 
HISTORIA SIN SUJETO, SUJETO SIN PALABRA 173 
quería destruirme físicamente, sino también destruir hasta el últi-
mo de mis libros y todas mis notas, también quemar la École, e 
incluso si era posible, suprimir, ya que estaba en ello, a Hélene 
misma».39 A partir de este ingreso psiquiátrico la crisis no hace 
sino ir a peor, deslizándose hacia el trágico final, en una espiral de 
recíproca autodestrucción entre ambos. La muerte como posible, 
deseable y realizable es constantemente invocada por uno y otra, 
hasta el punto de que Hélene llega a manifestar su intención de 
suicidarse para poner fin al sufrimiento que padece por culpa «del 
monstruo que yo era»,4º aunque en su relato Althusser sostiene -y 
tan solo la víctima hubiera podido desmentirlo- que la propia 
Hélene le pidió que la matara. En los días inmediatamente anterio-
res al crimen, ambos se encierran en el piso sin atender el teléfono 
ni abrir la puerta a nadie; solamente veían al analista, con el que 
también protagonizan -¿provocan?- un último acto que culmina 
en la tragedia. En efecto, el día 15 de noviembre, el analista le dice 
a Althusser que su situación es insostenible y que debe ser hospi-
talizado de inmediato. 
Dos días antes, entre el 13 y el 14, se había producido un con-
fuso episodio cuyo significado sigue siendo un misterio, cuando 
Hélene telefonea al analista pidiéndole que postergue la hospitali-
zación del filósofo por un plazo de tres días. Al día siguiente del 
asesinato llega a la École una carta enviadapor el analista y dirigida 
a Hélene, en la que le pide a esta una respuesta urgente. Althusser 
registra en su autobiografía que «el domingo 16 de noviembre a las 
nueve de la mañana, cansado por una noche impenetrable y que 
nunca después he podido penetrar, me encontré a los pies de mi 
cama, en bata, con Hélene tendida delante de mí, y yo que seguía 
dándole masajes en el cuello, con la sensación intensa de que me 
dolían mucho los antebrazos [ ... ] Después comprendí, no sé 
cómo, salvo por la inmovilidad de sus ojos y aquella pobre punta 
de la lengua entre los dientes y los labios, que estaba muerta».41 
39 Ibíd., p. 334. 
40 Ibíd., p. 335. 
4 1 Ibíd., p. 338. 
174 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
La supuesta petición de Hélene dio lugar a una elaboración 
delirante por parte de Althusser, claramente autoexculpatoria: su 
acto no habría sido un asesinato, sino un «suicidio por persona 
interpuesta». De ahí que, como le dice a su analista, no se sienta 
culpable de haber matado a su mujer. Esa ausencia de sentimiento 
de culpa no le convierte, sin embargo, en un canalla: es un loco que 
ha ejecutado un pasaje al acto criminal, un sujeto que ha dejado 
caer al Otro, que a su vez se ha puesto en posición de salir de la 
escena. Es obvio que, aun cuando el relato del sujeto Althusser se 
beneficie de una presunción de veracidad-incluidos determinados 
episodios familiares de su infancia y adolescencia-, la subjetiva-
ción resultante puede no tener relación alguna con dichos episo-
dios. Como ha señalado Gerard Pommier, no hay constancia alguna 
de que la imposición del nombre Louis al hijo de Lucienne se haya 
debido al deseo de esta de perpetuar en el hijo el nombre de su 
prometido muerto -el padre que no fue-, como tampoco hay nin-
gún dato que sugiera que Charles (el padre biológico) se opusiera 
a que su hijo llevara el nombre de su hermano. Por lo mismo, ver 
en el matrimonio de Charles con la que fuera novia de su herma-
no una intención perversa - y, en la consumación del matrimonio, 
una violación-, parece más bien un reproche dirigido al padre 
ausente, al tiempo que se eleva imaginariamente a la madre al altar 
de la pureza; a esa madre a la que el relator está vinculado por un 
deseo incestuoso, que emerge con nitidez en las páginas autobio-
gráficas con una transparencia conmovedora. El rasgo narcisista 
que vuelve las pulsiones criminales hacia las personas amadas era 
bien conocido por Althusser, un psicótico extremadamente inteli-
gente y en posesión de un arsenal teórico que le hacía ser consciente 
de que «el deseo de matar, por ejemplo, o el de destruirse o des-
truirlo todo alrededor de sí, siempre se dobla de un inmenso deseo 
de amar y de ser amado a pesar de todo, de un inmenso deseo de 
fusión con el otro y por tanto de la salvación del otro ... ».42 
El pasaje al acto no aparece en Louis Althusser como un crimen 
por representación o sustitución, sino como resultado de una 
42 Ibíd., p. 3 77. 
HISTORIA SIN SUJETO, SUJETO SIN PALABRA 175 
auténtica invasión de goce -la emergencia brutal de la tyche en 
la forma de un goce mortal- al que no es ajena la víctima. 
Paradójicamente, el asesino no se siente culpable porque alega 
haber cumplido con un deseo de la víctima y, a la vez, él quiere res-
ponder -y quiere hacerlo públicamente, como insiste en las prime-
ras páginas de su testimonio- haciéndose cargo de las consecuen-
cias de su acto como un sujeto de derecho y no acallado por la fuer-
za, como un loco. 
ti' 
10. LOS SEMBLANTES BUROCRÁTICOS DEL MAL ABSOLUTO 
«Todos sabían, todos podían saber, todos deberían haber 
sabido». 
Günter GRASS 
1 
En determinadas circunstancias y para ciertos sujetos, el Mal se 
localiza extramuros de la subjetividad de quienes son los agentes 
ejecutores, directos e indirectos. Sea que se actúe inducido por el 
fanatismo ideológico, o porque se es parte de una estructura buro-
crática -es decir, jerarquizada- en cuyo seno la obediencia es la 
regla y el espíritu gregario se impone, o por una mezcla de ambos 
elementos, la aceptación de un mandato legitimador de la acción 
puede forcluir el factor subjetivo y, por lo tanto, el interrogante 
sobre la responsabilidad. A Giorgio Agamben se debe la recupera-
ción del vocablo sacer, que significa a la vez «sagrado, consagrado, 
sacro» y también «maldito, execrable, abominable, detestable». 
Relacionándolo con la nuda vida, Agamben rescata el concepto de 
hamo sacer, <<Una oscura figura del derecho romano arcaico, en que 
la vida humana se incluye en el orden jurídico únicamente bajo la 
forma de su exclusión (es decir de la posibilidad absoluta de que 
cualquiera le mate)». 1 La cuestión de fondo, para Agamben, es la 
relación de la nuda vida -la pura vida- con la existencia política, 
en un juego de inclusión-exclusión en el que la soberanía, la 
tensión entre la regla y la excepción, el sacrificio, lo sagrado y 
lo profano, adquieren un papel determinante. Citando al jurista 
Trebacio, recuerda Agamben que «profano [ . .. ] se dice en sentido 
1 AGAMBEN, Giorgio (2006): Horno sacer. El poder soberano y la nuda vida. 
Valencia: Pre-Textos, p. 18. 
177 
1 ~1 1 
1 
1 
1 
178 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
propio de aquello que, habiendo sido sagrado o religioso, es restituido 
al uso o a la propiedad de los hombres»,2 y agrega que «lo sagrado y 
lo profano representan así, en la máquina del sacrificio, un sistema 
de dos polos, entre los que transita un significante flotante sin dejar 
de referirse al mismo objeto». Ese «objeto» es el sujeto, un individuo 
que ha sido excluido de la comunidad y que, por lo tanto, puede ser 
matado pero no ser sacrificado a los dioses porque, paradójicamente, 
él está de vuelta del ritual que en su día le consagró. 
Así fue como el Tercer Reich desplegó la mayor organización 
burocrático-criminal de la historia moderna, conducente al exter-
minio de la totalidad de la población judía europea, junto con 
otras minorías étnicas, además de los grupos sociales incluidos en 
la categoría de deshechos o de subhombres: despojar a la vida de 
todo carácter sagrado, para, mediante la profanación, eliminar 
físicamente al horno sacer. El nacionalsocialismo fue el practicante 
in extremis de la biopolítica, el control y dominio de los cuerpos 
-y de las almas, porque su política se dirigía, antes de asesinarlas, 
a la muerte social de sus víctimas- explotando su fuerza de trabajo 
en el vasto sistema de campos de concentración sembrados por 
media Europa. En un libro que se ha convertido en un clásico 
acerca del comportamiento del pueblo alemán durante el nacio-
nalsocialismo, 3 Daniel Jonah Goldhagen ha teorizado sobre lo que 
define como el «paradigma cognitivo cultural» imperante en 
Alemania desde mucho antes del advenimiento al poder de los 
nazis, y que junto a otros factores contingentes hicieron posible la 
Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Para Goldhagen, los 
modelos cognitivos compartidos culturalmente, comprensivos de 
las creencias, puntos de vista y valores socialmente aceptados que 
subyacían en el pueblo alemán al tiempo de la llegada de los nazis 
al poder, estaban firmemente anclados en su historia al menos 
desde finales del siglo xvm, de tal modo que tanto en el nacio-
nalismo como en el romanticismo antiilustrado, e incluso en el 
2 AGAMBEN, Giorgio (2005a): Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 
p. 103. 
3 GOLDHAGEN, Daniel Jonah (1997) : Los verdugos voluntarios de Hitler. Los 
alemanes corrientes y el Holocausto. Madrid: Taurus. 
LOS SEMBLANTES BUROCRÁTICOS DEL MAL ABSOLUTO 179 
racionalismo germano, el antisemitismo era un sentimiento pro-
fundamente arraigado. 
¿Por qué el antisemitismo - que también estaba presente en 
Francia y en Inglaterra, por no citar otros países donde los po-
gromos eran un ejercicio frecuente, como Polonia o Rusia- se 
convirtió en Alemania en un programa de exterminio llevado a 
cabo por mandato de las más altas instancias oficiales, un progra-
ma en el que se vieroncomprometidos no solo los clásicos 
instrumentos represivos institucionales, como la policía y el ejér-
cito, sino millones de ciudadanos, hasta alcanzar el nivel del 
genocidio? Para Goldhagen, fue debido a que ese paradigma cog-
nitivo cultural -que desde una óptica psicoanalítica sería equiva-
lente a un discurso a través del que se anuda el lazo social- fue 
potenciado y convertido en un programa criminal masivo gracias 
a la coincidencia de tres circunstancias contingentes inexistentes 
en otros países. En primer lugar, el hecho de que un partido po-
lítico integrado por los más feroces antisemitas violentos se 
hiciera con el poder del Estado, instaurando una dictadura que 
eliminó toda oposición. En segundo lugar, que ese antisemitismo 
visceral de los nazis encontró, en la sociedad alemana de su tiem-
po, un campo abonado para su proyecto merced a los sentimien-
tos y prejuicios antijudíos preexistentes, y que constituían una 
parte esencial de la creencia popular. Y finalmente, porque el 
poderío militar del Tercer Reich le permitió dominar práctica-
mente la totalidad del continente europeo, de tal modo que no 
había ninguna otra potencia que pudiera oponerse activamente e 
impedir el genocidio. 
Aludir a la existencia de ese sedimento de antijudaísmo presente 
en la cultura alemana, en la que el judío era el Otro, el extraño, el 
que jamás podría ser un auténtico alemán, al que se satanizaba 
-para poder profanarlo- asignándole los atributos más desprecia-
bles, poso que en un momento histórico determinado sirvió como 
base de sustentación de un régimen criminal, ¿convirtió en crimi-
nales, aunque sea por la vía secundaria del consentimiento pasivo, 
del asentimiento silencioso e incluso de la indiferencia, a todos y 
cada uno de los alemanes contemporáneos del régimen nacional-
socialista? Está claro que no se trata de quienes decidieron, progra-
180 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
maron y ordenaron el genocidio; tampoco de los ejecutores direc-
tos y de sus cómplices necesarios: acerca de estos no cabe la menor 
duda de su responsabilidad criminal. Se trata, ni más ni menos, 
que de la siempre polémica cuestión de lo que se ha dado en lla-
mar la culpa colectiva. 
A este respecto, Goldhagen se pronuncia de tal forma que, en 
principio, no da lugar a equívocos: «Rechazo la noción de culpa 
colectiva de una manera tajante», escribe,4 y afirma que no se 
puede sostener una acusación contra una persona por el mero 
hecho de ser parte de una colectividad, si esa acusación no se basa 
en las acciones individuales que ese sujeto haya cometido, lo que, 
por otra parte, constituye un principio fundamental del derecho 
penal. Sin embargo, la insistencia del autor en que la complici-
dad individual de los alemanes «estaba más extendida de lo que 
muchos han supuesto»,5 y en señalar que los alemanes individuales 
«no fueron piezas de un mecanismo, autómatas, sino participantes 
responsables, capaces de elegir y, en última instancia, autores de 
sus propias acciones»,6 hace que sea más complicado de lo que 
parece determinar el límite entre la presunta culpa colectiva del 
pueblo alemán y la responsabilidad individual de cada uno de los 
sujetos. Especialmente porque el mismo Goldhagen sostiene que 
«a pesar de los intentos más bien indiferentes del régimen para 
ocultar el genocidio a la mayoría de los alemanes, millones de ellos 
conocían las matanzas»;7 que la «gran población antisemita de 
Alemania» aceptó con una «facilidad notable incorporar al este-
reotipo racial antijudío el antisemitismo cristiano»;8 y en relación 
a la Kristallnacht, cuando en noviembre de 1938 los nazis asesina-
ron a alrededor de cien judíos, incendiaron centenares de sinagogas 
y rompieron los escaparates de 7.500 comercios judíos, que des-
pertó la indignación moral del mundo occidental, «el pueblo 
alemán no tuvo una reacción equivalente ni se mostró en de-
4 Ibíd., p. 17. 
s Ibíd., p. 17. 
6 Ibíd., p. 18. 
7 Ibíd., p. 27. 
8 Jbíd., p. 99. 
LOS SEMBLANTES BUROCRÁTICOS DEL MAL ABSOLUTO 181 
sacuerdo con el modelo antisemita que subyacía en la depredación 
de aquella noche, a pesar de que lo ocurrido se había hecho en su 
nombre, en su medio, a personas indefensas y que además eran 
sus compatriotas».9 En esta cuestión, aunque lo intenta, Daniel 
Goldhagen no consigue del todo separarse de la opinión de Eli 
Wiesel, para quien la responsabilidad moral y política alcanza a los 
ciudadanos que, ante la evidencia del desastre, nada hacen para 
impedirlo. 1º Sin embargo, culpa y responsabilidad no significan lo 
mismo. La culpa es un fenómeno eminentemente subjetivo y no 
necesita estar precedida por ningún acto concreto del sujeto para 
que este la experimente. La responsabilidad, en cambio, si se quie-
re fundar en ella el castigo, exige -y es imprescindible que sea así-
que se determine con la mayor precisión que sea posible la relación 
entre un acto y sus consecuencias. 
Es evidente que, ante situaciones que repugnan a cualquier 
conciencia civilizada, se impone la tendencia a la generalización. 
Jorge Semprún relata que un prisionero -un comunista alemán-
dijo a sus compañeros de cautiverio en Buchenwald, poco antes 
de ser liberado y cuando ya se conocía lo ocurrido en Auschwitz 
y en otros campos de exterminio: «No lo olvidéis jamás ... 
Alemania es culpable, mi patria es culpable». Sin embargo, y a 
pesar de la magnitud de los crímenes -entre los cuales, los come-
tidos por el Tercer Reich no tienen parangón-, hay que desechar 
la noción de culpa colectiva. No puede existir una culpabilidad 
colectiva en la medida en que no se puede concebir una subjeti-
vidad colectiva. 
9 Ibíd., p. 141. 
10 Karl Jaspers, por ejemplo, identifica cuatro modalidades de la culpa en 
relación con la experiencia del Tercer Reich: criminal, política, moral y metafísica. 
Con respecto a la última, en su opinión todo hombre es responsable de aquellos 
crímenes ocurridos en su presencia o con su conocimiento, si no ha hecho todo 
lo posible para impedirlo. Desde este punto de vista, prácticamente todos los 
alemanes serían culpables de los crímenes nazis. 
182 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
2 
«La justicia es uno de los campos desde el que se puede 
observar el modo en que un país gestiona la memoria de 
su pasado». 
Tvetan TODOROV 
Las secuelas de una guerra se dejan ver tanto en el ámbito de la polí-
tica como en el de la moral, y en los vencidos tanto como entre los 
vencedores. Tvetan Todorov 11 muestra hasta qué punto la justicia es 
tributaria de la política cuando está en juego la razón de Estado, y 
cómo el tan llevado y traído concepto de la memoria histórica es, 
en gran medida, una construcción ideológica en la que los hechos 
-aun aquellos sobradamente probados- son en ocasiones suscepti-
bles de manipulación, interpretados de tal modo que sirvan, bien 
para edificar y sostener una historia oficial, o bien para combatirla. 
Todorov examina dos procesos celebrados en Francia por crí-
menes contra la humanidad, en los años ochenta y noventa del 
siglo XX, contra el alemán Klaus Barbie -apodado «el Carnicero de 
Lyon»- y el francés Paul Touvier, respectivamente. Barbie había 
sido el jefe de la Gestapo de Lyon durante la Ocupación, donde se 
hizo famoso por su eficacia represiva contra los miembros de la 
Resistencia. Las confesiones bajo tortura, las labores de infiltración 
y el encadenamiento de las delaciones le permitieron detener a 
Jean Moulin, máximo líder de la Resistencia en el territorio francés, 
muerto él también, como muchos de sus camaradas, tras mucho 
sufrimiento. Acabada la guerra, Klaus Barbie se escondió bajo un 
nombre falso, colaborando entre 1947 y 1951 con los servicios 
secretos estadounidenses en «tareas anticomunistas». Buscado por 
las autoridades francesas , sus protectores norteamericanos le fa-
cilitaron la fuga a Sudamérica con su familia, siendo localizado en 
Bolivia, donde se había radicado y vivía con una nueva identidad. 
11 
TüDOROV, Tvetan (1998): El hombredesp lazado. Madrid: Taurus. 
LOS SEMBLANTES BUROCRÁTICOS DEL MAL ABSOLUTO 183 
Una vez localizado, Francia pidió su extradición, que le fue dene-
gada, hasta que en 1983 el Gobierno boliviano lo deportó. Fue juz-
gado y condenado a cadena perpetua por crímenes contra la 
humanidad, y murió en la cárcel de Lyon en 1991. Klaus Barbie 
siempre negó su responsabilidad en los crímenes de los que se le 
acusaba. 
Paul Touvier se incorporó en 1943 a la Milicia, la organización 
paramilitar fascista integrada por franceses colaboracionistas que 
operaba en la zona controlada por el Gobierno de Vichy, bajo la 
supervisión directa de la Gestapo. Como jefe del servicio de infor-
mación de la Milicia de Lyon, fue responsable de las ejecuciones, 
torturas y deportaciones de numerosos judíos y miembros de la 
Resistencia. Condenado a muerte, consiguió escapar y permaneció 
escondido bajo la protección de la Iglesia católica, que le ocultó en 
diversos monasterios; así hasta 1964, fecha en la que prescribieron 
sus crímenes. En 1971 fue indultado, aunque dos años después 
se reabrió la causa contra él, cuya tramitación se demoró varios 
años más gracias a ciertas complicidades oficiales, hasta que en el 
juicio celebrado en 1994 fue condenado a cadena perpetua por 
crímenes contra la humanidad. Touvier basó su defensa en el con-
sabido argumento de haber actuado obedeciendo órdenes de los 
alemanes, e incluso alegó que, gracias a su intervención, había 
conseguido salvar la vida de muchos rehenes. Murió en prisión en 
1996. 
Para los jueces franceses que juzgaron a Klaus Barbie, no cabía 
duda alguna de que el acusado era culpable de crímenes contra 
la humanidad, imprescriptibles por naturaleza, e incorporados 
al ordenamiento jurídico galo a partir de 1985. 12 La Corte de 
12 Aunque existía corno concepto desde principios del siglo xx, los «crímenes 
contra la humanidad» obtuvieron su estatuto jurídico a partir del Acuerdo de 
Londres de 1945, cuando los aliados decidieron la creación del Tribunal Militar 
Internacional que habría de sesionar en Núrernberg. Se definió a estos crímenes 
como «asesinato, exterminio, esclavización, deportación y otros actos inhumanos 
cometidos contra cualquier población civil antes o durante la guerra, o per-
secuciones basadas en motivos políticos, raciales o religiosos en relación de o en 
conexión con cualquier crimen dentro de la jurisdicción del Tribunal Militar 
Internacional, violen o no la ley del país donde se perpetraron». 
184 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
Casación incluyó, en el concepto de víctimas de este delito, a todos 
los adversarios del régimen imputado, lo que permitió incorporar a 
los miembros de la Resistencia; y por otro lado, estableció que el 
sujeto activo de tales crímenes tan solo podía ser un Estado totalita-
rio, 13 a cuyo servicio estaban los agentes ejecutores. El caso de Barbie 
encajaba perfectamente en esta definición; él representaba al ré-
gimen nacionalsocialista, a un Estado totalitario cuyos designios 
ideológico-políticos incluían la persecución, detención, tortura, 
deportación y ejecución de civiles, aunque tales crímenes se consu-
maran en un país diferente al de la nacionalidad del autor, e incluso 
si aquellos no constituyeran un delito tipificado en las leyes internas. 
Paul Touvier, que había cometido crímenes similares a los de 
Barbie, se benefició no obstante, en la primera instancia de su pro-
cesamiento, de una auténtica pirueta jurídica que le absolvió de la 
acusación de crimen contra la humanidad; los jueces interpretaron 
que el régimen colaboracionista de Vichy no era, en realidad, un 
Estado totalitario, sino un «régimen conservador y dictatorial, 
donde solo algunos de sus elementos tenían su origen en el ideario 
fascista de más puro corte [ ... ] Según esa interpretación, en efec-
to, solo un alemán podía cometer un crimen contra la humanidad. 
Los franceses quedaban exonerados a priori, porque la Francia de 
la época no era un Estado totalitario» .14 
El «caso Touvier» volvió a despertar en la sociedad francesa 
-cincuenta aíios después del comienzo de la Ocupación- los fantas-
mas nunca completamente apaciguados de la mala conciencia 
nacional; en primer lugar, en relación con la capitulación del Estado 
francés ante Hitler en 1940, pero también con las guerras colonia-
listas que, casi sin solución de continuidad, siguieron a la Segunda 
Guerra Mundial en Indochina y Argelia, donde los soldados france-
ses cometieron crímenes de guerra nunca juzgados. La versión canó-
nica impulsada por el gaullismo pretendía que, aunque los resistentes 
activos fueran tan solo algunos miles de hombres y mujeres, la 
inmensa mayoría del pueblo francés estaba con la «Francia libre» y 
que los colaboracionistas eran una exigua minoría. 
1
3 ToooRov, op. cit., p. 128. 
14 Jbíd., p. 129. 
LOS SEMBLANTES BUROCRÁTICOS DEL MAL ABSOLUTO 185 
Si bien es cierto que tanto la Resistencia como los colaboracio-
nistas eran fuerzas minoritarias, es igualmente cierto que la mayo-
ría de los franceses se mantuvieron en una actitud pasiva y resig-
nada durante los aíios de la Ocupación. Y aunque muchos judíos 
salvaron su vida gracias a la heroica solidaridad de sus vecinos, 
amigos, comunidades religiosas cristianas, que les ayudaron a 
ocultarse, no hubo ninguna reacción colectiva cuando miles de 
judíos parisinos fueron arrancados de sus casas y concentrados 
en el Velódromo de Invierno antes de ser trasladados a los campos 
de exterminio. 
El ajuste de cuentas de la Francia vencedora con el régimen de 
Vichy en particular, y con los colaboracionistas en general, 
comenzó incluso antes de la derrota definitiva de los ocupantes y 
de sus aliados nativos, dando por hecho que todos aquellos que 
habían actuado al servicio del Gobierno vichysta o directamente 
a las órdenes de los alemanes, eran objetivamente responsables 
-como ejecutores o cómplices- de las detenciones, torturas y 
muertes de patriotas franceses. Numerosos colaboracionistas 
fueron sumariamente ejecutados nada más ser capturados; en 
otros casos, los acusados fueron sometidos a consejos de guerra 
organizados por la Resistencia; finalmente, tales procedimientos 
irregulares se interrumpieron a medida que se restableció el 
funcionamiento de la Administración de Justicia. La rigurosa y 
excelentemente documentada investigación de Herbert Lottman 
-La depuración, editada en Espaíia por Tusquets- concluye que 
las ejecuciones de acusados de colaboracionismo rondaron las 
10.000 en toda Francia, y que muchos miles más fueron conde-
nados a diversas penas de prisión, expulsados de sus trabajos, 
degradados, confiscada todos o parte de sus bienes, entre otros 
castigos. La herida narcisista del orgullo nacional y los senti-
mientos de culpabilidad eran, sin embargo, demasiado profun-
dos como para que pudiesen ser suturados mediante expedientes 
judiciales. 
186 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
3 
«El arrepentimiento es cosa de niños». 
Adolf E1Cf-IMANN 
El proceso, la condena y ejecución del exteniente coronel de las SS, 
Adolf Eichmann, secuestrado por agentes israelíes en Argentina en 
1960, trasladado clandestinamente a Israel y juzgado en Jerusalén, 
constituye un paradigma de interpretación y aplicación de las 
leyes, tanto nacionales como internacionales, al servicio de una 
política de Estado. Aunque estaba sobradamente probado que 
Eichmann tuvo una participación determinante en las redadas 
contra los judíos, y actuó como un eficaz organizador del sistema 
de transportes que llevaba a los detenidos hacia los campos de 
concentración y exterminio, existían muchas dudas sobre los fun-
damentos jurídicos utilizados para someterlo a la jurisdicción 
israelí. Eichmann fue acusado de quince delitos, incluidos en tres 
apartados: crímenes contra el pueblo judío, crímenes contra la 
humanidad y crímenes de guerra, cometidos «junto a otras personas», 
y después de cuatro meses de deliberación, en diciembre de 1961, 
el tribunal lo sentenció a morir enla horca. Eichmann fue ejecutado 
el 31 de mayo de 1962, después de que fuera desestimada la apela-
ción por el Tribunal Supremo, y denegada por el presidente de 
Israel la petición de clemencia firmada por el condenado y apoya-
da por numerosas personalidades de todo el mundo, muchas de 
ellas judías.
15 
Hannah Arendt, que presenció el juicio y estudió 
toda la documentación disponible -las actas oficiales no fueron 
publicadas-, incluida la transcripción de los interrogatorios efec-
tuados a Eichmann por la policía israelí, así como un texto origi-
nal de setenta páginas redactado por el propio Eichmann cuando 
15 
Las peticiones de clemencia no obedecían todas a razones humanitarias o 
contrarias por principio a la pena de muerte. Martin Buber, por ejemplo, se opo-
nía a la ejecución porque esta supondría, según él, un pretexto para que los ale-
manes expiaran su culpa. 
LOS SEMBLANTES BUROCRÁTICOS DEL MAL ABSOLUTO 187 
aún vivía en Argentina, publicó al año siguiente su testimonio. 16 
El libro y su autora fueron blancos de una campaña denigratoria 
organizada, y objeto de exacerbadas críticas por parte de personali-
dades y organizaciones judías de todo el mundo, dado que Arendt 
no solo puso en evidencia las irregularidades jurídicas de fondo y 
de forma que caracterizaron a todo el proceso, sino que se atrevió 
a cuestionar el comportamiento adoptado por la mayoría de los 
dirigentes de las asociaciones judías de Alemania y de los países 
invadidos por el Tercer Reich, en sus relaciones con los verdugos. 
Analizar las actitudes de esos dirigentes, algunas rayanas en la 
complicidad, otras abiertamente oportunistas -como se reveló en 
innumerables testimonios durante las más de cien sesiones del 
juicio-, significaba meter el bisturí muy profundamente en la sen-
sibilidad judía al poner, en el primer plano, cuestiones atinentes a 
la moral y a la ética que muy pocos miembros de la comunidad 
judía estaban dispuestos a afrontar. El texto de Hannah Arendt, sin 
embargo, y al margen de la polémica bastante artificialmente gene-
rada a su alrededor, supuso una contribución extremadamente 
importante no solo para conocer el modo en que los nazis eje-
cutaron el Holocausto, sino también para analizar la mentalidad 
de quienes lo llevaron a cabo, de la que Adolf Eichmann es un 
paradigma. 
Sorprendentemente, al ser preguntado por el presidente del 
tribunal cómo se declaraba en relación con los cargos, Adolf 
Eichmann respondió: «Inocente, en el sentido en que se formula la 
acusación». Y Hannah Arendt se hace la siguiente pregunta: «¿En 
qué sentido se creía culpable, pues?» 17 Durante las siguientes sesio-
nes del juicio, Eichmann se preocupó de dejar claro que la acusa-
ción de asesinato era injusta ya que, como insistió reiteradamente, 
«ninguna relación tuve con la matanza de judíos. Jamás di muerte 
a un judío ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado a un 
ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una persona 
16 ARENDT, Hannah (2008): Eichmann en Jerusalén. Barcelona: Lumen-
DeBolsillo. 
17 Ibíd., p. 39. 
188 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
no judía. Lo niego rotundamente». Afirmaciones que matizaría 
agregando: «Sencillamente, no tuve que hacerlo». 18 
En 1955, cuando llevaba casi diez años viviendo en Argentina 
con el nombre de Ricardo Klement, Eichmann concedió una insó-
lita entrevista a un periodista holandés -él también un nazi fugiti-
vo-, a quien dijo que tan solo se le podía acusar de «ayudar» a la 
aniquilación de los judíos, «a tolerarla», y que aquel había sido 
«uno de los mayores crímenes cometidos en la historia de la huma-
nidad».19 Este comentario de Eichmann, lejos de representar una 
manifestación de remordimiento, no tenía en realidad para él otro 
significado que la constatación de un hecho por parte de alguien 
que se sitúa fuera, en calidad de observador o de notario, que 
fue el papel que él mismo representó en enero de 1942 en la 
Conferencia de Wannsee -en la que se planificó la puesta en prác-
tica de la «solución final del problema judío»-, en la que actuó 
como secretario. 
No, Eichmann no se mostró en ningún momento arrepentido. 
Es más, rechazó con arrogancia la posibilidad de exhibirse como 
un hombre siquiera mínimamente abrumado por la culpa, dicien-
do que «el arrepentimiento es cosa de niños».2º Pero ¿cómo inter-
pretar el hecho de que aceptara ser entrevistado en 1955, cuando 
llevaba diez años oculto bajo otra identidad, arriesgándose a que 
fuera detectada su presencia en Argentina?; ¿y por qué no intentó 
huir cuando le advirtieron -y él mismo pudo comprobarlo- que 
estaba siendo vigilado?; ¿y qué hay de la sorprendente pasividad 
con la que se dejó secuestrar? Una probable respuesta a estos inte-
rrogantes sería que Eichmann, en verdad, nunca se sintió cons-
cientemente culpable y, por lo tanto, no tenía de qué arrepentirse. 
Sin embargo, sus actos, incluyendo en ellos las omisiones, produ-
cen la impresión de un sujeto que se ofrece para un sacrificio 
expiatorio, ya que no es dable imaginarlo como homenaje a alguna 
deidad. Adolf Eichmann era, en muchos sentidos, el prototipo del 
ciudadano austrogermano medio de entreguerras; mal estudiante 
1s Ibíd., p. 41. 
19 Ibíd., p. 41. 
20 Ibíd., p. 44. 
LOS SEMBLANTES BUROCRÁTICOS DEL MAL ABSOLUTO 189 
que nunca consiguió acabar sus estudios, intelectualmente pobre y 
socialmente fracasado, un gris vendedor comercial despedido de su 
trabajo que, en 1932, se afilió al Partido Nacional-socialista e ingre-
só en las SS a instancias de Ernst Kaltenbrunner, un joven abogado 
que siempre miró a Eichmann como alguien socialmente inferior y 
que llegaría a ser el jefe del aparato de seguridad del Tercer Reich. 
Según sus propias declaraciones, Eichmann no tenía prác-
ticamente convicciones políticas; hasta tal punto era grande su 
despiste ideológico que, poco antes de ingresar en el Partido Na-
cionalsocialista, había pensado en incorporarse a una logia masónica, 
muy probablemente como un medio para medrar socialmente; no 
conocía el programa del partido, ni había leído Mein Kampf, 
e incluso él mismo reconoció que «fue como si el partido me hubiera 
absorbido en su seno, sin que yo lo pretendiera, sin que tomara la 
oportuna decisión [ ... ] Kaltenbrunner le había dicho: ¿por qué no 
ingresas en las SS? Y Eichmann contestó: ¿por qué no?»21 He aquí un 
excelente ejemplo de la superficialidad con la que se toma una deci-
sión que ha de conducir a un sujeto mediocre, sin otra expectativa 
que rodar por la existencia como un perdedor, a ser un ejemplo de 
lo que Hannah Arendt llamó «la terrible banalidad del mal, ante la 
que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes».22 
Por oscuras razones, Eichmann comenzó a interesarse por los 
judíos y, en particular, por el movimiento sionista, del que siempre 
se declaró un admirador «por su idealismo», tal y como repitió en 
sus declaraciones.23 Esa curiosidad le llevó a leer el famoso texto de 
Theodor Herzl El Estado judío, así como Historia del sionismo, 
de Adolf Bóhm, e incluso a aprender algo de hebreo, lo que le con-
virtió en poco tiempo en el «especialista en asuntos judíos» dentro 
del departamento de seguridad, en una época en la que los nazis 
aún no habían elucubrado la expresión «solución final» e incluso 
algunos jerarcas se permitían sugerir una «solución jurídica» del 
problema judío.24 Antes de la guerra parece que existió un plan que 
21 Ibíd., p. 56. 
22 Ibíd., p. 368. 
23 Ibíd., pp. 67-68. 
24 Ibíd., p. 64. 
190 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
se mantuvo en secreto -cuyo carácter delirante hace sospechar 
que no se trató más que de una cortina de humo para velar las 
verdaderas intenciones de los nazis-, consistente en enviar, a la 
práctica totalidad de la población judía europea, a la isla francesa 
de Madagascar. El curso de los acontecimientos determinó que se 
optara por una política de acoso, primero jurídica a partir de las 
Leyes de Núremberg, por medio de la cual se trataba de forzarla 
emigración, y después cada vez más violenta, hasta que a partir 
de la «Noche de los cristales rotos», en noviembre de 1938, se de-
sembocó en el agrupamiento en guetos y en los campos de con-
centración. 
«Inocente, en el sentido en que se formula la acusación», expresó 
Eichmann en su primera comparecencia ante el tribunal. Durante 
una entrevista que concedió su abogado, este dijo que «Eichmann se 
cree culpable ante Dios, no ante la ley»; unas palabras que el intere-
sado ni ratificó ni tampoco desautorizó, pero que verosímilmente 
pudo haber pronunciado a lo largo de los interrogatorios policiales 
y cuyo contenido -aunque no literal- coincide con otras manifesta-
ciones suyas efectuadas a lo largo del juicio. Asumiendo una actitud 
que revela una auténtica Spaltung, Eichmann sostuvo reiteradamen-
te que la aniquilación de los judíos «fue uno de los mayores críme-
nes cometidos en la historia de la humanidad», y que si pudiera se 
«ahorcaría con sus propias manos, en público, para dar un ejemplo 
a todos los antisemitas del mundo», al mismo tiempo que se defen-
día alegando que había actuado en el cumplimiento de órdenes lega-
les ajustadas al derecho entonces vigente en el Tercer Reich, ya que, 
como manifestó en 1943 el ministro de Educación y Cultura de 
Baviera -a la sazón un distinguido jurista-, escritas o verbales, «las 
órdenes del Führer [ ... ] son el centro indiscutible del presente sis-
tema jurídico».25 
El razonamiento disociado de Eichmann era coherente con sus 
convicciones. «Uno de los mayores crímenes cometidos en la 
historia de la humanidad» excede, por definición, por su magnitud 
y desmesura, a la comprensión y aplicación de la justicia humana. 
2s Jbíd., p. 44. 
LOS SEMBLANTES BUROCRÁTICOS DEL MAL ABSOLUTO 191 
Es, en este sentido, que Eichmann se somete al juicio divino; tan 
solo Dios puede juzgar sus acciones, y en sus manos está cualquier 
posible expiación. Su rechazo a reconocer la legitimidad del tribu-
nal de Jerusalén era también coherente -y desde el punto de vista 
jurídico, la objeción tenía su fundamento-, en tanto no existía en 
el momento del juicio la llamada jurisdicción universal, los delitos 
no habían sido cometidos en Israel, y el acusado conservaba la 
nacionalidad alemana, a la que por cierto apeló a última hora su 
abogado instando a la República Federal de Alemania a que solici-
tara la extradición del ya condenado, para evitar la ejecución. Para 
Eichmann, las leyes que legitimaban sus actos eran las vigentes en 
el Tercer Reich, y desde luego él no concebía siquiera la posibilidad 
de desobedecer las órdenes que recibía, fundadas en aquellas leyes 
que, en cualquier caso, expresaban la voluntad de Hitler, de quien 
Eichmann dijo que aunque estuviera equivocado no se le podía 
negar que fue un hombre capaz de elevarse desde cabo del ejército 
alemán a Führer de un pueblo de ochenta millones de personas: 
«Para mí-manifestó-, el éxito alcanzado por Hitler era razón sufi-
ciente para obedecerle».26 Hannah Arendt relata que, durante los 
interrogatorios a los que fue sometido, Eichmann se presentó 
como un devoto kantiano «que siempre había vivido en consonan-
cia con los preceptos morales de Kant, en especial con la definición 
kantiana del deber»,27 una declaración que, a los ojos de Arendt, 
resultaba indignante e incomprensible, propia de un estado de con-
fusión mental, ya que semejante interpretación contradice lo esen-
cial de la filosofía moral kantiana, que rescata la facultad humana 
de juzgar, en oposición a la obediencia ciega. Sin embargo, y en 
consonancia con el razonamiento disociativo que guía su discurso, 
Eichmann aclara que «con mis palabras acerca de Kant quise decir 
que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir el 
principio de las leyes generales», y que era consciente de que al 
participar en la «solución final» se había apartado de los principios 
kantianos, «pero que se había consolado pensando que había deja-
26 Ibíd., p. 218. 
27 Ibíd., p. 199. 
192 SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL 
do de ser dueño de sus propios actos y que él no podía cambiar 
nada».28 
La pretendida resignación de Eichmann ante unos sucesos 
acerca de los que él mismo se sitúa como un simple testigo, en 
lugar de asumir su papel de ejecutor perfectamente consciente del 
plan criminal del que era parte -y muy importante, en la medida en 
que de él dependía el sistema de transportes de prisioneros-, es irre-
levante. La apelación a los principios kantianos a los que decía adhe-
rir, y que tanto escandalizara a quienes lo escuchaban, confrontada 
con los actos en los que participó, solo puede ser comprendida como 
un paradigma de aquello que Lacan explicó en Kant con Sade. Este 
texto, editado contemporáneamente al juicio celebrado en Jerusalén 
-y muy probablemente desconocido para Hannah Arendt-, le hubiera 
sido a esta de gran utilidad para extraer de la tesis lacaniana algunas 
claves fundamentales para matizar sus críticas acerca de las aparen-
tes incoherencias de Eichmann. Desde luego, el acusado no era en 
absoluto consciente de la lógica oculta encerrada en sus afirmacio-
nes, esto es, que el superyó manda gozar y que ese mandato feroz e 
insaciable se solapa con el imperativo moral, y que en ambos casos 
es desde el Otro desde donde su mandato nos requiere, como diría 
Lacan. Para Eichmann, ese Otro estaba simbolizado en su Führer y 
en la voluntad de este convertida en ley, hasta el punto de que a la 
máxima kantiana de que «todo lo que a través de un pueblo pueda 
ser sancionado como ley, reside en la cuestión de si ese pueblo 
podría imponerse a sí mismo una ley asÍ», la única respuesta para un 
nazi sería: sí, el pueblo alemán se identificó de tal modo con Hitler, 
que asumió las consecuencias de aplicarse a sí mismo el rigor de esa 
ley insensata. 
Al igual que Lacan, tampoco Kant hubiera comprendido en su 
tiempo que «ninguna ocasión precipita a algunos con mayor segu-
28 Jbíd., p. 200. En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant 
ofrece cinco definiciones del imperativo categórico que se entrelazan, de modo 
que en su conjunto constituyen un sistema moral consistente. La obra de Freud 
muestra que, en realidad, son axiomas de imposibilidad, y para Lacan se trata de 
una versión filosófica de lo que el psicoanálisis denomina superyó, una instancia 
que empuja sin cesar al goce. 
LOS SEMBLANTES BUROCRÁTICOS DEL MAL ABSOLUTO 193 
ridad hacia su meta que el verla ofrecerse a despecho, incluso con 
desprecio del patíbulo. Pues el patíbulo no es la Ley, ni puede ser 
aquí acarreado por ella».29 Y cuando Eichmann dice que encon-
tró consuelo por su supuesto abandono de los principios kantia-
nos «pensando que había dejado de ser dueño de sus propios 
actos», ¿acaso no se puede percibir en esta reflexión un eco de lo 
que Lacan describe como el fenómeno de desvanecimiento del 
sujeto en su relación fantasmática con el goce? ¿Acaso se podría 
sostener que, estando ya al pie del patíbulo y después de un proce-
so judicial durante el cual fue confrontado con las consecuencias 
de sus actos, el sujeto Eichmann asumió, aunque fuera parcial-
mente, su responsabilidad subjetiva? De un lado, no hubo por su 
parte manifestación alguna de arrepentimiento; de otro, si se ha de 
dar crédito a la afirmación de su abogado: «Eichmann se siente 
culpable ante Dios, no ante la ley», semejante -aunque ambigua-
declaración dejaría una puerta ligeramente entreabierta a esa res-
ponsabilidad. Pero ¿ante qué Dios estaba Eichmann dispuesto a 
responder? Al pronunciar sus últimas palabras antes de ser ahorca-
do, el condenado dijo que él era un Gottglauber, expresión que, 
como señala Hannah Arendt, era utilizada por los nazis para indi-
car que estaba apartado de su formación cristiana, agregando que 
tampoco creía en una vida sobrenatural después de la muerte. 
Contradictoriamente con estas palabras, dijo a los testigos: 
«Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal 
es el destino de todos