Prévia do material em texto
2 Joan Coderch LA RELACIÓN PACIENTE-TERAPEUTA El campo del psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica Prólogo de Joana M. Tous Herder www.herdereditorial.com 3 http://www.herdereditorial.com Dirección de la colección: Víctor Cabré Segura Consejo Asesor: Junta Directiva de la Fundació Vidal i Barraquer Diseño de la cubierta: Michel Tofahrn Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez © 2012, Fundació Vidal i Barraquer © 2012, Herder Editorial, S. L., Barcelona © 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona ISBN DIGITAL: 978-84-254-3180-7 La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente. Herder www.herdereditorial.com 4 http://www.herdereditorial.com A mi esposa, y a Núria, Miquel, Joan, Laia y Miki. 5 Índice Prólogo, Joana M. Tous Introducción Capítulo I Las repercusiones de la cultura contemporánea en el pensamiento psicoanalítico 1. Los cambios culturales y la relación paciente-analista 2. Elementos que inciden en la modificación y evolución de las teorías psicoanalíticas 2.1. Causas externas y causas internas 2.2. Concepto general de la posmodernidad 2.3. La posmodernidad como una modernidad sin falsas ilusiones 2.4. El pensamiento posmoderno en el psicoanálisis 2.5. Otros comentarios en torno a la orientación posmoderna en psicoanálisis 3. El psicoanálisis y las corrientes filosóficas contemporáneas 3.1. Perspectiva general 3.2. Los «juegos de lenguaje» de Ludwig Wittgenstein 3.3. La teoría de la verdad como correspondencia y la teoría de la verdad como coherencia 4. Las transformaciones de las teorías psicoanalíticas 4.1. Perspectiva general 4.2. Cambios en la intelección de la transferencia 4.3. La repercusión de los estudios acerca de la relación niños-padres 4.4. Modificaciones en las metas de la terapéutica psicoanalítica Capítulo II El objetivo de la relación paciente-terapeuta: el cambio psíquico 1. Introducción al problema del cambio 2. El concepto de estructura 3. Dificultades que plantea la noción de cambio psíquico 4. Las modificaciones estructurales Capítulo III La relación paciente-analista como unidad básica de investigación 1. La teoría relacional 1.1. Antecedentes históricos 1.2. Matices fundamentales del psicoanálisis relacional 1.3. Modificaciones conceptuales desde la perspectiva del psicoanálisis relacional 2. Interacción 2.1. La interacción como hecho psíquico fundamental en la relación analítica 2.2. La teoría interaccional del psicoanálisis 3. De la psicología de una persona a la psicología de dos personas 3.1. Antecedentes y circunstancias condicionantes 3.2. El impacto de la personalidad del analista 3.3. La dialéctica psicología de una persona/psicología de dos personas Capítulo IV La empatía en el diálogo psicoanalítico 1. Concepto general de empatía 2. La perspectiva empática: escuchar desde la mente del paciente 3. Las distintas posiciones desde donde el analista escucha 6 4. La mutua empatía 5. Empatía, simpatía e intersubjetividad 6. El problema de la neutralidad Capítulo V La intersubjetividad en la relación paciente-analista 1. El nacimiento de la perspectiva intersubjetiva en el pensamiento psicoanalítico 2. Interacción e intersubjetividad 3. La vivencia intersubjetiva como condición básica para la experiencia de la propia subjetividad 4. La existencia de estructuras profundas innatas 4.1. Las estructuras profundas y la matriz relacional 4.2. La interacción madre-bebé 5. La comunicación intersubjetiva y el pensamiento kleiniano 6. La dialéctica reconocimiento versus destrucción del otro 7. El objetivo del psicoanálisis desde la perspectiva de la intersubjetividad Capítulo VI Diálogo y comunicación en el proceso psicoanalítico 1. Interés de la filosofía del lenguaje para el psicoanálisis 1.1. El lenguaje como comunicación y acción 1.2. La doble estructura de los actos de habla 2. La búsqueda de acuerdo y consenso en el diálogo analítico 2.1. Un diálogo en el que siempre existe la posibilidad de que el otro tenga razón 2.2. La mutualidad en la relación analítica 2.3. Mutualidad de regulación y mutualidad de reconocimiento 3. La negociación en el diálogo analítico 3.1. La negociación del nivel de relación 3.2. La negociación de la regla de abstinencia 3.3. La negociación de objetivos y metas Bibliografía 7 C Prólogo reo que todos estaremos de acuerdo en considerar que los efectos terapéuticos del psicoanálisis descansan en dos pilares fundamentales: la interpretación y la relación. Ya resulta más discutible, y éste es un tema de gran actualidad, cuál de los dos resulta ser el agente terapéutico principal. Coderch está plenamente implicado en esta cuestión, ya que el libro que nos presenta, centrado en el estudio de la relación, viene a continuar y a complementar su anterior publicación: La interpretación en psicoanálisis (1995). Coderch comienza este libro diciendo que no se es analista porque se conozca la mente humana, sino que el anhelo por conocerla y el hecho de no llegar nunca a alcanzar plenamente tal conocimiento es lo que nos hace psicoanalistas. La larga y continuada relación con nuestros pacientes nos enfrenta con inesperadas situaciones que nos plantean cuestiones y preocupaciones a las que intentamos dar respuesta, pero cada supuesto avance conlleva, sin duda, una gratificación, a la vez que nos confronta con nuevas preguntas e interrogantes. En este sentido contemplo la obra de Coderch, y pienso que cada una de sus publicaciones es un intento de dar respuesta a las múltiples cuestiones que comporta el conocimiento del funcionamiento mental. En su primer libro, Psiquiatría dinámica (1975), se interesó por la patología mental considerada desde la perspectiva psicoanalítica. La temática de su segundo libro, Teoría y técnica de la psicoterapia psicoanalítica (1987) se centra en la aplicación del psicoanálisis a la psicoterapia de los trastornos psíquicos. El tercer libro, al que ya he hecho referencia, trata con profundidad la interpretación, haciendo hincapié en áreas de ésta más alejadas de los principios generales, áreas que en ciertos aspectos son más discutibles y con límites imprecisos pero que, al mismo tiempo y debido a ello, requieren una mayor experiencia personal y científica, y dan lugar a un mayor riesgo y creatividad al adentrarse en ellas. Personalmente, creo que Coderch, al finalizar el libro sobre la interpretación, tenía ya en su mente dudas e interrogantes que abrieron el camino para escribir el libro que ahora nos presenta. Aunque pueda ser algo simplista querer resumir en pocas palabras el paso que acabo de exponer, diría que el autor ha sentido la necesidad de ocuparse detenidamente del sujeto receptor de la interpretación e investigar 8 también qué papel desempeña la participación del emisor para, de este modo, ocuparse del intercambio terapéutico. Resulta evidente que tomar en consideración la relación paciente-terapeuta es profundizar en algo que ha estado presente desde siempre, aunque más o menos reconocido. No obstante, en estos momentos se trata de un tema de rigurosa actualidad, y al adentrarnos en la lectura del libro el autor nos descubre múltiples matices e implicaciones y nos muestra que dicha relación tiene un carácter mucho más complejo y activo de lo que se había considerado hasta ahora. La relación paciente-terapeuta comporta un ir y venir de información y mensajes, tanto verbales como no verbales, a los que hasta hace muy poco no se había conferido la importancia y atención suficientes, debido, en gran parte, a la influencia de la orientación positivista y neopositivista. En otras palabras, bajo la presión del método «científico», se exigía al terapeuta el papel de «observador» científico no implicado en aquello que estaba observando, posibilidad ésta que ya ha sido desechada por los científicos actuales. A lo largo de este libro, el autor nos va mostrando cómo la pérdida de la confianza ciega en la racionalidad y el métodocientífico, propia de la modernidad, abre las puertas a la posmodernidad, movimiento filosófico, sociológico y cultural que hoy en día ejerce gran influencia en numerosos psicoanalistas, que cuestionan muchos principios del psicoanálisis, especialmente los conceptos de transferencia y de neutralidad, con las consiguientes repercusiones en la técnica. Las consideraciones del autor nos invitan a abandonar la idea simplista de la existencia de una técnica psicoanalítica. He de subrayar en este sentido que, a lo largo del presente volumen, Coderch evita el uso del término «técnica» y adopta el de «práctica» para, de esta manera, huir de los formalismos y de los métodos repetitivos y programados propios de la técnica, una de cuyas finalidades es la de eliminar o reducir al mínimo la perspectiva particular de cada persona. Quiero resaltar que el libro de Coderch, aun cuando aborda diferentes temas que, al menos a priori, podría considerarse que no presentan una estrecha correlación entre ellos, consta de un hilo conductor que los une, y éste no es otro que la relación paciente- terapeuta, que el autor estudia desde distintas perspectivas y aproximaciones. Por ello, pienso que este libro, como ya he esbozado anteriormente, muestra la evolución que ha seguido el pensamiento psicoanalítico, pero también la evolución personal y científica del propio Coderch. Con esta obra, el autor nos muestra un conocimiento profundo de las 9 aportaciones de las diversas corrientes de pensamiento actuales dentro del campo psicoanalítico, circunstancia que le permite presentarnos una síntesis de las características más peculiares de esas orientaciones, sus confluencias y sus discrepancias, lo que faculta al lector para adentrarse en temas muy actuales, a veces arduos y de comprensión difícil, pero cuyo estudio es indispensable si queremos conocer los conceptos y avances de la investigación psicoanalítica actual. Su profunda formación le proporciona una sólida base y libertad para afrontar las nuevas corrientes de pensamiento con una actitud receptiva pero también crítica, y ello da como resultado el hacer más comprensibles para el lector dichas tendencias y lo que ofrecen de nuevo. La exposición teórica se ve enriquecida y facilitada por la presentación de material clínico, extenso y detallado, con el que se ilustra la mayor parte de los temas desarrollados. Como un adelanto a la lectura, quiero destacar algunos puntos. El primer capítulo, en el que el autor se ocupa de los movimientos sociológicos, culturales y filosóficos — especialmente en lo que se refiere a la posmodernidad— que están influyendo en el pensamiento psicoanalítico, es quizás, según mi modo de ver, el de más difícil lectura debido a la complejidad del tema, pero de enorme interés para comprender los siguientes. El autor nos ofrece su elaboración de las corrientes filosóficas que conforman el panorama actual, subrayando principalmente el interés del pensamiento posmoderno, el deconstructivismo y el postestructuralismo, y muestra su influencia en algunas de las orientaciones psicoanalíticas actuales y en la relación paciente-terapeuta. Gran parte de los pensadores posmodernos, a diferencia de los de la modernidad, no consideran el self como una entidad diferenciada y estable, sino que defienden una concepción pluralista del mismo y, de manera similar, tampoco su idea del mundo externo es unitaria, ya que contemplan la existencia de diversas perspectivas para explicar la realidad. Coderch se ocupa con cierta amplitud del pensamiento posmoderno afirmativo o positivo y muestra sus puntos de confluencia con el pensamiento kleiniano y también con las teorías de las relaciones de objeto. Al ocuparse del problema del cambio psíquico, Coderch lo ve vinculado a la creación de estructuras secundarias y nuevas funciones durante el curso del proceso analítico, que inhiben las antiguas. Respecto a la controversia de si el agente terapéutico esencial que conduce al cambio psíquico es la interpretación, como tradicionalmente se ha considerado siempre, o la nueva experiencia de relación, el autor se inclina por una solución que engloba a ambos agentes, de manera que, en su opinión, la interpretación e 10 insight de las fantasías inconscientes que envuelven la nueva experiencia de relación es lo que promueve los cambios psíquicos en el paciente. Gracias a ello, la relación paciente-terapeuta comporta la emergencia de nuevas funciones que sustituyen a aquellas que se hallaban en la base de la perturbación psíquica del paciente. Todo ello lleva al autor a centrar su atención no sólo en el paciente, sino que opina que también es necesario aportar a la relación lo que ocurre en la mente del terapeuta. Para Coderch, el psicoanálisis relacional, nacido de la confluencia de diferentes escuelas —seguidores de Klein, Fairbain, Sullivan, así como diversos estudios sobre el desarrollo del niño—, no es una nueva teoría, sino que es más bien una nueva perspectiva o metateoría que enriquece las ya existentes. Aquí la piedra angular no son las pulsiones y sus vicisitudes, sino las relaciones con los otros; en este sentido, se da una menor importancia a la metapsicología y la problemática psicológica no se concibe en términos de conflictos entre diversas instancias psíquicas, sino en función de divergencias en las formas de relación. Conceptos como transferencia y contratransferencia siguen vigentes, aun cuando no se contemplan como simples distorsiones o puntos ciegos, sino como el resultado del impacto emocional que la interacción desvela. Se trata de nuevas experiencias plenamente compartidas, circunstancia que contempla que determinados elementos de la mente del paciente, provenientes del pasado, sean reactivados por la situación actual y por la participación del analista, el cual pierde, desde este punto de vista, la supuesta neutralidad que durante tanto tiempo se le había otorgado y exigido. La interpretación, los silencios, los gestos, etc., pasan a ser acciones que adquieren un sentido que produce un impacto en la mente del paciente. Coderch enfatiza que considera un error negar la importancia de estos factores, y que gran parte de nuestro trabajo como terapeutas debe centrarse en analizar su significado. En el capítulo cuarto, el autor se ocupa de la empatía, concepto que, a mi entender, no podía ser obviado al estudiar la participación emocional del analista. Entiende que, en la empatía, el terapeuta considera la comunicación del paciente desde la perspectiva de éste y no desde la propia. Dicho de otra manera, la empatía consiste en escuchar desde dentro de la mente del paciente, circunstancia que permite al terapeuta captar los cambios y variaciones emocionales que pasan desapercibidos cuando se hace una escucha desde fuera. Para Coderch la empatía es un proceso y no, como se ha descrito clásicamente, un acto de identificación momentánea. Una idea original del autor respecto a la empatía es que no la considera unidireccional del terapeuta hacia el paciente, sino que advierte de la 11 necesidad de que el paciente empatice, también, con el terapeuta. Esta bidireccionalidad comporta el reconocimiento, por parte de los dos protagonistas, de la subjetividad del otro. En este capítulo Coderch se ocupa, de manera amplia y profunda, del hoy en día cada vez más discutido concepto de neutralidad. Expone diversos aspectos de la relación terapéutica que plantean serios interrogantes acerca de la neutralidad del terapeuta. Entre ellos, el hecho de que desde el primer contacto con el paciente y en cada acto interpretativo el terapeuta selecciona, del total de las aportaciones de aquél, determinados aspectos de la comunicación, según su peculiar estilo y personalidad. Todas estas reflexiones llevan a Coderch a ocuparse de la orientación intersubjetiva en psicoanálisis, la cual sostiene que los fenómenos psicológicos no pueden ser comprendidos aparte de los contextos intersubjetivos en los que toman forma. Nos muestra una amplia panorámica de los autores y corrientesque han contribuido al desarrollo de la intersubjetividad. Respecto a ésta, Coderch piensa que se da siempre que dos personas entran en contacto. Por relación intersubjetiva entiende un estado de evolución más avanzado, en el que cada uno reconoce al otro como un centro independiente de procesos psíquicos equivalentes a los del propio self. Finalmente, quiero destacar que, en el último capítulo, el autor se ocupa del lenguaje en sus dos vertientes: comunicación y acción. Coderch piensa que el afán científico propio del positivismo y del neopositivismo nos ha llevado a valorar excesivamente la función descriptiva y argumentadora del lenguaje, con menosprecio de la función expresiva y apelativa, con lo cual se pierden gran parte de los matices de la interacción paciente-terapeuta. Me parece muy interesante su postura en lo que concierne a las características del diálogo psicoanalítico, que, según su opinión, ha de fundarse en el deseo de construir un diálogo en el que siempre exista la posibilidad de que el otro tenga razón. Ello nos lleva a los conceptos de mutualidad y negociación en psicoanálisis. El autor destaca, de manera clara, la idea de que la relación paciente-terapeuta debe ser igualitaria aun cuando sea asimétrica. Igualitaria porque debemos reconocer a ambos la capacidad de búsqueda y reconocimiento de la verdad, y asimétrica porque desempeñan papeles distintos en la relación terapéutica. Quiero acabar con una muestra de gratitud por todo lo que, a lo largo de su carrera científica, nos ha aportado el doctor Coderch y quiero, también, expresar el deseo de que el presente libro sea un estímulo para futuras contribuciones, tan útiles para todos los que trabajamos en el campo de la salud mental. 12 Joana M. Tous Psicoanalista Miembro de la Sociedad Española de Psicoanálisis y de la Asociación Psicoanalítica Internacional 13 D Introducción Desde el diálogo que somos, tratamos de acercarnos a la oscuridad del lenguaje. Hans-Georg Gadamer: Verdad y método ice Platón en el Banquete que ningún dios se dedica a filosofar. No es difícil averiguar las causas. Los dioses, eternos y ajenos a todo sufrimiento no necesitan filosofar. Somos los humanos, sujetos al dolor, a la ignorancia, a la ansiedad, a la radical temporalidad y a la muerte quienes intentamos aliviar nuestra angustia, nuestras dudas y los interrogantes que nos plantea nuestra existencia recurriendo a la filosofía. Similarmente, podemos decir que somos psicoanalistas porque no poseemos el conocimiento de la mente humana. Somos psicoanalistas porque no gozamos de tal conocimiento y, antes al contrario, sentimos la mente humana como un misterio profundo y siempre renovado que resiste a nuestros esfuerzos por saber, de manera que cada supuesto avance nos enfrenta con inesperadas preguntas y arduas cuestiones a las que debemos intentar hallar respuesta. Somos psicoanalistas porque conocemos que no sabemos. Y en este intento por conocer y hallar respuesta a los interrogantes que se nos plantean, utilizamos el método psicoanalítico basado en el diálogo. La relación paciente-terapeuta es el fundamento sobre el que descansa toda terapéutica psicoanalíticamente orientada, ya sea psicoanálisis en sentido estricto o psicoterapia psicoanalítica. No deseo profundizar aquí en el hecho de que podría decirse lo mismo de gran parte de otras prácticas de ayuda psicológica, supuestamente apoyadas en otros modelos teóricos. Hoy en día, no nos cabe ninguna duda de que la metodología que empleamos en la terapéutica psicoanalítica es una forma de potenciar adecuadamente la relación paciente-terapeuta, de manera que tal relación sea beneficiosa para el primero, aunque, en un sentido más profundo, podemos decir que lo es para ambos. Las interpretaciones que un terapeuta ofrece a su paciente no son nada en sí mismas si las consideramos aisladas de la relación. Un individuo aquejado de síntomas neuróticos, por ejemplo, puede aprender, en cualquier libro o curso de psicopatología dinámica, el significado y la génesis de sus síntomas sin que ello le sirva en absoluto para aliviar sus trastornos si no cuenta con una adecuada relación terapéutica. Tomando el caso por el otro extremo, la experiencia nos muestra que los pacientes, tratados psicoanalíticamente 14 o con psicoterapia psicoanalítica, no sólo obtienen beneficios a través de las interpretaciones que se les ofrecen acerca de las situaciones de su mundo interno, sino también gracias a que su trato con el terapeuta les ha proporcionado un modelo de identificación, una nueva experiencia de relación, un mayor interés por la investigación de sus procesos mentales, una mayor tolerancia ante las dificultades externas e internas, una actitud dirigida hacia la autocomprensión, etc. Es decir, la relación en sí misma, desarrollada en un clima de libertad de expresión, franca aceptación, sinceridad, ausencia de toda crítica y enjuiciamiento así como de todo intento de seducción, unido todo ello a la constancia y regularidad en el ritmo de las entrevistas, fiabilidad por parte del terapeuta, interés incansable de éste por todo lo que se refiere a la vida mental del paciente, etc., posee una capacidad terapéutica en sí misma. Y esta capacidad, si las cosas van por buen camino, se suma al efecto ejercido por el contenido explicativo de las interpretaciones y por el acto de relación que ellas presuponen. Como bien sabemos, esta relación paciente-terapeuta se desarrolla dentro de unas constantes, pactadas previamente, de espacio, tiempo, lugar, metodología básica, intercambio verbal, etc. Todo esto es lo que llamamos el setting o encuadre del tratamiento, de primordial importancia en toda terapéutica psicoanalítica, tal como estableció Freud desde un principio. Ahora bien, importa destacar que, en el enfoque que podemos denominar tradicional, el setting se da por garantizado, es decir, se da por descontado que paciente y terapeuta establecen un acuerdo sobre las reglas de este marco o encuadre en el que ha de desarrollarse el tratamiento y su relación, y que a partir de ese momento lo único que cuenta es la habilidad del terapeuta para ofrecer las interpretaciones idóneas, por una parte, y la aptitud del paciente para asimilarlas, por otra. Pero en el momento actual —en gran parte debido a la mayor gravedad de los pacientes de los que nos ocupamos, entre los que abundan los trastornos importantes del carácter y del comportamiento— no opinamos así, y el setting, tanto en su sentido interno como en el externo, así como las interpretaciones que al mismo se refieren, se convierte en el foco central del tratamiento. Dicho de otra manera, percibimos que los conflictos y perturbaciones de los pacientes se exteriorizan, primordialmente, por su forma de afrontar el setting y su relación con el terapeuta. Por ello, sabemos que en cualquier terapéutica psicoanalítica la cuestión primordial estriba en proporcionar al paciente un espacio de relación que le permita pensar sus pensamientos, vivir sus sentimientos y restablecer la conexión con los aspectos disociados y perdidos de su self. 15 Y la posibilidad de proporcionar este espacio depende, por encima de todo, de la idoneidad del terapeuta para establecer unas relaciones beneficiosas para el paciente. A primera vista, puede parecer extraño hacer depender las relaciones personales de paciente y terapeuta de este conjunto de reglas y modos de proceder que denominamos setting. Pero la experiencia nos confirma que, en la mente del paciente, las constantes y regulares características del setting son vividas como una cualidad específica de su relación con el terapeuta. Esta concepción del marco terapéutico como el escenario donde se expresan los conflictos intrapsíquicos y los rasgos caracterológicos de los pacientes permite, a la vez, su comprensión como un espacio interpersonal en donde aquéllos pueden ser vividos y modificados, dando lugar al enfoque o modelo del pensamiento psicoanalítico que ha venido a llamarse modelo relacional, del que hablaré de una maneraespecífica en el capítulo tercero. De todas maneras, todo el libro en su conjunto está destinado al estudio de los diversos matices de la relación paciente- terapeuta a partir de este modelo, y al de los factores de tipo cultural, psicológico y social que influyen sobre él. Durante las dos últimas décadas gran número de analistas, insatisfechos con el modelo tradicional de la situación analítica, en la que el analista es el adulto sano que conoce la realidad y el paciente es el niño enfermo cuyos errores y distorsiones transferenciales deben ser rectificados por el primero, se han decantado por una relación más igualitaria, que no debe ser confundida con simétrica, en la que la relación interpersonal entre uno y otro cobra un papel tan importante, al menos, como el contenido de las interpretaciones que se ofrecen, al margen de diferencias teóricas concernientes al desarrollo de la mente y a las causas que conducen a su patología. Como pioneros o adelantados que, de alguna manera, sentaron las bases para este cambio de actitud quiero destacar a D. Winnicott, H. Kohut y H. Rosenfeld. Con su concepto de espacio transicional y su idea de «el uso del objeto» (1969), Winnicott nos introduce de lleno en la dialéctica paciente-analista y en la relación sujeto-sujeto. En la última obra de H. Kohut, creador de la psicología del self, How Does the Analysis Cure (1984), se subraya la importancia de la relación del paciente con el analista como un selfobjeto. Un psicoanalista clásico kleiniano como H. Rosenfeld, en su obra póstuma Impasse and Interpretation (1987) se inclina por una fuerte moderación en las interpretaciones de la agresividad y la transferencia negativa, y acentúa el cuidado en la comprensión del cómo de las interpretaciones y en la atención a las necesidades afectivas 16 del paciente. Dentro de la orientación ya más plenamente relacional cabe citar, entre otros autores, a M. Gill, H. Loewald, R. Schaffer, L. Aron, A. Elliot, C. Spezano, T. Ogden, D. Orange, G. Atwood, R. Stolorow, J. Benjamin, J. Gergen, E. Ghent, S. Mitchell, etc., aunque vuelvo a insistir en las diferencias teóricas que existen entre ellos en otro orden de cosas. Objetan muchos analistas, y la objeción es muy atinada, que la relación paciente- analista ha estado siempre, desde Freud, en el corazón del proceso psicoanalítico. Ello es bien cierto, pero creo que hay que establecer diferencias. Las diversas escuelas del pensamiento psicoanalítico estudian, es indudable, la relación paciente-terapeuta en el proceso psicoanalítico, pero lo hacen siempre y casi exclusivamente desde la óptica de una teoría determinada: la teoría freudiana del conflicto impulso-defensa, la teoría kleiniana, la psicología del yo, la psicología del self, etc. Es decir, de la relación paciente- analista perciben únicamente aquellos aspectos y tonalidades que quedan incluidos en su paradigma teórico. Así, los psicoanalistas de la psicología del yo ven la relación que con ellos establece un yo abrumado por la lucha entre sus impulsos prohibidos y las defensas que erige contra los mismos; los kleinianos contemplan los impulsos y fantasías que les proyecta un paciente atormentado por las ansiedades y defensas paranoides, por la culpa persecutoria y por la culpa depresiva; los analistas de la psicología del self contemplan las demandas que les dirige un paciente en busca de los adecuados selfobjetos. Creo, por tanto, que la objeción a que me he referido sólo es parcialmente válida. La realidad es que hasta hace diez o quince años aproximadamente, los psicoanalistas no se han dedicado al estudio de la relación en sí misma, es decir, de todos los procesos psicológicos que se ponen en marcha en el encuentro dialógico entre dos personas, sin que el encuentro psicoanalítico constituya una excepción, sea cual sea la orientación teórica del analista. La peculiaridad consiste en que en la terapéutica psicoanalítica se trata de una situación con unas características específicas, dado que una de las dos personas solicita ayuda psicológica y la otra se dispone a prestarla. Y ésta es una característica invariable que rige toda relación analítica. Como iremos viendo, el propósito de este libro es el de estudiar con alguna profundidad aquello que sucede entre los dos protagonistas de la terapéutica psicoanalítica, en cuanto son dos personas que están relacionándose entre sí, para ofrecer la ayuda demandada. Y yo creo que esta atención a la relación en sí misma nos permite captar, con mayor exactitud, tonalidades de la relación que hasta hace poco nos han 17 pasado desapercibidas a los analistas: la interacción constante en la que uno y otro aportan toda su historia personal, sus experiencias y sus expectativas; el campo intersubjetivo formado por la conjunción de dos distintas organizaciones psíquicas; la psicología de dos personas que emerge de la reunión de dos psicologías individuales; las tonalidades de la mutualidad y la negociación sobre las que transcurre el proceso psicoanalítico; la construcción de significados a través del diálogo, etc. Algo que también ha puesto de relieve el psicoanálisis relacional es el papel creador del lenguaje en el proceso psicoanalítico. Aquí puede repetirse lo que he dicho en los párrafos anteriores respecto a la visión de la relación paciente-terapeuta que tradicionalmente ha predominado en el pensamiento psicoanalítico: parcial y encerrada en una determinada teoría que descuida casi por completo todo lo que no entra en sus presupuestos básicos. Pese a que el lenguaje es aquello que fundamentalmente utilizamos los analistas y psicoterapeutas para ejercer nuestra profesión, lo hemos considerado siempre como algo dado, como un simple «instrumento» con el que el paciente nos comunica lo que observa en su mente, y nosotros damos a conocer nuestras hipótesis acerca de esta comunicación sin preocuparnos gran cosa de este instrumento, suponiendo que sólo es un medio de ejecución, como el martillo o la sierra lo son para el operario. Sin embargo, las cosas no son tan simples. La filosofía, especialmente en su vertiente hermenéutica, la antropología y la lingüística nos han enseñado que el lenguaje no es un mero instrumento para comunicarnos, sino que es algo muchísimo más complejo que un medio o una herramienta. Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein son figuras destacadas en la introducción de esta nueva concepción del lenguaje. Así, Heidegger dice que el hombre no habla el lenguaje, sino que «el lenguaje habla al hombre», de manera que no «dominamos una lengua, sino que la lengua nos domina a nosotros, nuestros pensamientos y nuestro comportamiento». Wittgenstein nos remite a «los juegos del lenguaje», de los que hablaré en los capítulos primero y sexto. En la actualidad, Habermas, Rorty, Lyotard, etc., emplean el término «giro lingüístico», acuñado por el filósofo Gustav Bergmann, para referirse a esta visión del lenguaje como elemento básico para la comprensión de la mente y la cultura humanas. Para decirlo con palabras de Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Con el término «giro lingüístico» se entiende, en el momento actual, que el lenguaje deja de ser un medio de expresión que se halla situado entre el yo y la realidad, para ser un sistema simbólico que crea tanto el yo como la realidad. 18 Mucho más lejos va el constructivismo social, para el cual las teorías científicas o los discursos metafísicos no sólo descubren la realidad, sino que la crean. Yo pienso que, pese a profundas divergencias, la hermenéutica, el postestructuralismo y la cultura posmoderna coinciden en dos puntos clave: toda experiencia es lingüística, y todo conocimiento es interpretación. Pues bien, este papel decisivo del lenguaje en la experiencia y en la creación de significados es algo que hemos de tener siempre en cuenta al estudiar la relación paciente-terapeuta, en la que las experiencias no verbales han de ser también, como dice el psicoanalista Donnel B. Stern, «lingüísticamente concebidas». En el primercapítulo, trato con cierta amplitud de los factores sociológicos, culturales y filosóficos que han contribuido a una nueva visión de las relaciones paciente-analista y, por tanto, del concepto mismo del proceso psicoanalítico y del cambio psíquico que con él se persigue, tema que trato en el segundo capítulo. Pienso que el psicoanálisis no puede vivir aislado, y de hecho no lo hace, del mundo en el que se halla involucrado. Cuando menos, porque aunque los analistas se empeñan a veces en hacerlo, los pacientes viven inmersos en el mundo y, por tanto, las formas de relación que establecen con el o la analista —a mi entender, no es cierta la antigua idea de que en el desarrollo de la transferencia no importa el sexo del analista—, su forma de percibirlo, etc., no son las mismas que las de los pacientes de hace no más de veinte años. No olvido que el psicoanálisis no puede vivir tampoco aislado de los avances científicos en sentido estricto, especialmente en lo que hace referencia a las neurociencias. Esto es así, aun cuando no entre dentro del objetivo de este libro exponer y hacer comprensibles este tipo de articulaciones. Con todo, creo que hay que matizar las diferencias. El descubrimiento de las conexiones entre psicoanálisis y neurociencias es una tarea extraordinariamente útil con relación a la investigación y la comprobación de las hipótesis psicoanalíticas. Esto, a su vez, permite la justificación del psicoanálisis frente al desafío científico al que constantemente se ve sometido. Todos los esfuerzos en este sentido son valiosísimos. Ahora bien, en el campo de la clínica las investigaciones en torno a las vinculaciones entre psicoanálisis y neurociencias no son las que ayudan al analista en su trato con sus pacientes, sino su experiencia psicoanalítica propiamente dicha, su sabiduría, en el sentido del término helénico noesis, su prudencia, su razón práctica o phrónesis, según la denominación de Aristóteles, y su conocimiento de aquello que se refiere a las relaciones de los seres humanos entre sí. Dicho de una manera muy simple: su humanidad. 19 Esto último me lleva a considerar lo inapropiado en el momento actual del concepto de técnica aplicado a la terapéutica psicoanalítica, aun cuando yo mismo lo había utilizado anteriormente. Creo que el concepto de técnica debe reservarse para referirnos al modo operativo sobre los cuerpos físicos, ya sean cosas materiales, máquinas o el cuerpo humano, pero no para nuestra relación con la mente del paciente en el proceso psicoanalítico. La técnica presupone el empleo de reglas prefijadas que deben emplearse siempre de la misma manera, en todos los casos y sin ninguna variación o aporte de tipo personal. La técnica exige rigor formal en su empleo, pero no implica creatividad por parte de quien la ejecuta. La técnica persigue la consecución de un objetivo conocido de antemano y siempre idéntico, que se obtendrá como resultado de ella, ya sea en la construcción de algo tan simple como cucharillas de café o en la fabricación del motor de una determinada marca y tipo de automóvil. Nada de esto es superponible a lo que sucede en el encuentro entre dos mentes que tiene lugar en el proceso psicoanalítico. En éste nos enfrentamos a lo desconocido y a lo imprevisible. Ningún proceso analítico es igual a otro. Todo analista con experiencia sabe que él o ella es distinto con cada paciente. Todo elemento de la comunicación de un paciente es susceptible de distintas interpretaciones, cuya elección depende de la experiencia y de la historia personal del analista, así como de la relación paciente-terapeuta que se haya establecido. Todo analista opera con su personal estilo, distinto al de cualquier otro psicoanalista, de la misma manera que no hay dos pacientes iguales entre sí. Al comenzar un análisis nunca sabemos con qué nos hallaremos ni cual será el resultado final, y deberemos conducir el proceso psicoanalítico de acuerdo con las vicisitudes que se nos vayan presentando. Por tanto, toda terapéutica psicoanalítica es un verdadero acto de creación, y las llamadas «reglas psicoanalíticas» son sólo una tenue trama que sirve de soporte al proceso, como la tela es el soporte material para la creación de una obra de arte pictórica, pero nada más. Por todo ello, creo que, tal como ya han señalado Orange, Atwood y Stolorow (1997), debemos hablar, en lo que concierne a la terapéutica psicoanalítica, no de técnica sino de práctica, en el sentido aristotélico de sabiduría práctica a que antes me he referido. De acuerdo con la línea de pensamiento que acabo de mencionar, en este libro intento ofrecer un sencillo aporte para mejorar la comprensión de lo que ocurre entre estas dos personas que son paciente y terapeuta, cuando se conciertan para lograr que tenga lugar un cambio psíquico en el primero. Lo intentaré a través de la exposición del modelo 20 relacional, la interacción, la intersubjetividad, la psicología de dos personas y el diálogo comunicativo. Como ya puse de relieve en mi libro Teoría y técnica de la psicoterapia psicoanalítica (1987), para mí la psicoterapia psicoanalítica es psicoanálisis aplicado. Una aplicación que ha de llevarse a cabo dentro de un amplio espectro de variabilidad, de acuerdo con las diferentes circunstancias, tanto externas como internas, en las que se hallan paciente y terapeuta. Desde este punto de vista, las premisas básicas de la perspectiva relacional son igualmente válidas para ambos tipos de tratamiento. Por eso creo que este libro puede ser útil, a la vez, para psicoanalistas y para psicoterapeutas orientados psicoanalíticamente. Finalmente, quiero hacer constar que considero el presente libro como una segunda parte del que publiqué en 1995: La interpretación en psicoanálisis. Fundamentos y teoría de la técnica. La interpretación y la relación paciente-terapeuta son los dos agentes fundamentales de la terapéutica psicoanalítica, cuya eficacia depende de la adecuada integración de ambos. Espero, por tanto, que este libro sirva de complemento y continuación del que se centró en el estudio de la interpretación. El profesor Pere Notó ha leído con cuidado y afecto el esbozo del texto original, y me ha estimulado y ayudado en gran manera con sus valiosas orientaciones y sugerencias. Por ello quiero hacer constar mi agradecimiento para con él. También agradezco a la doctora Joana M. Tous su amabilidad al aceptar escribir el prólogo. También expreso mi agradecimiento al señor David Camps por su valiosa ayuda en la confección formal del texto. Asimismo, doy las gracias al doctor Víctor Cabré, director de estudios de la Fundació Vidal i Barraquer, por las facilidades que de él he recibido para la publicación de este volumen. 21 Capítulo I Las repercusiones de la cultura contemporánea en el pensamiento psicoanalítico 22 T 1. Los cambios culturales y la relación paciente-analista al como ya he anunciado en la introducción, numerosos grupos de psicoanalistas se están esforzando, en sus escritos y en su trabajo profesional, por configurar una nueva perspectiva de la relación paciente-terapeuta, la cual, de una u otra manera, va impregnando lenta pero imparablemente el conjunto del pensamiento psicoanalítico. Tal novedosa perspectiva se halla, en gran parte, influida por los cambios acelerados de la cultura contemporánea en su sentido más amplio: filosofía, arte, sociología, democracia, igualdad de sexos, moral, globalización, etc. Como es natural, la progresiva elaboración de la experiencia de sucesivas generaciones de psicoanalistas ha sido el motor fundamental de este cambio, pero creo que la situación actual no puede entenderse de ninguna manera si no tenemos en cuenta el medio en el cual el psicoanálisis se desenvuelve. Esto no ha de resultarnos extraño si recordamos que también las teorías freudianas, y muy especialmente en lo que concierne a la metapsicología, intentaban adaptarse estrechamente a las concepciones científicas vigentes en su época, de la misma manera que, en lo referente al papel de la sexualidad enel desarrollo de la vida psíquica y en la etiología de las neurosis, se atenían a la sexualidad tal como era vivida y concebida en aquella época. Y podemos añadir, de la misma manera, que las neurosis de sus pacientes se adaptaban a la moral y a las normas acerca de la sexualidad aceptadas en la sociedad en la que ellos se movían. En este capítulo, por tanto, intentaré realizar un bosquejo de cuáles han sido y son estas influencias sociológicas y culturales, y de cómo están interviniendo en las relaciones paciente-analista. No pretendo, ni por asomo, dar una visión general de las diversas transformaciones que se han ido presentando desde las primigenias teorías de Freud, el cual, por cierto, también las fue modificando con el correr del tiempo. No será éste mi empeño. Tampoco intento dar una visión objetiva y global de todo lo acaecido. Ofreceré, tan sólo, mi personal, sesgada e incompleta visión de algunos cambios culturales y de algunas de las modificaciones que ellos han provocado en las teorías y la práctica psicoanalíticas, a fin de lograr una mayor comprensión de las relaciones paciente-terapeuta, tal como yo creo que han de ser entendidas en el momento actual. Considero que la visión que yo presentaré se halla en progresivo incremento dentro del pensamiento psicoanalítico y actualmente es compartida por muchos autores y profesionales, pero, a mi juicio, no por la mayoría de ellos. Las opiniones en contra merecen todo mi respeto. 23 2. Elementos que inciden en la modificación y evolución de las teorías psicoanalíticas 2.1. Causas externas y causas internas A mi entender, los elementos que inciden en las teorías psicoanalíticas y estimulan sus transformaciones tienen dos orígenes distintos. Unos son los elementos de procedencia externa, es decir, aquellos que provienen de los profundos cambios y mudanzas que en el campo de la cultura y la política está experimentando la humanidad de manera progresivamente acelerada durante los últimos años. Otras transformaciones son debidas a causas de estirpe interna, o sea, a aquellas que nacen de la acumulación y elaboración de las experiencias que viven los analistas dentro del ámbito de su trabajo. Como es de esperar, ambos tipos de motivaciones se mezclan e influyen mutuamente y, en concurrencia, intervienen, aunque en proporciones variables, en la evolución que han ido presentando las teorías psicoanalíticas en el curso de los años. En lo que concierne a las presiones de tipo social y cultural que mediatizan las variaciones del pensamiento y la práctica psicoanalítica, hemos de tener en cuenta que no sólo los analistas se hallan inmersos en un medio social y cultural que actúa sobre ellos y que se infiltra en sus conocimientos y ejercicio profesional, sino que también los pacientes llegan al tratamiento profundamente impregnados por los valores y actitudes predominantes en el medio en el que viven, y esto, ineludiblemente, repercute en la relación analítica. Para ilustrar lo que digo con un punto concreto, podemos pensar que en una sociedad tan profundamente antiautoritaria y con tan fuertes exigencias democráticas como es ésta en la que nos encontramos, difícilmente es posible mantener el esquema tradicional en el que el terapeuta, revestido de la autoridad que le confiere su estatus profesional, es el único detentador del saber y el único que se halla capacitado para descubrir e interpretar, sin lugar a dudas, la comunicación del paciente. No hemos de olvidar que, dentro de las evoluciones que dimanan del mundo que late y trepida alrededor del psicoanálisis, y cuyo fragor infortunadamente muchas veces olvidamos encerrados en nuestros círculos profesionales, figuran también los avances de las neurociencias, lo cual ha suscitado ya el esperanzador nacimiento de una rama del psicoanálisis que estudia las vinculaciones entre las investigaciones y descubrimientos del funcionamiento cerebral, por una parte, y los hechos mentales con los cuales los analistas 24 nos encontramos en el curso del proceso terapéutico, por otra (A. Richards, 1990). Pero en este libro no entraré en tan interesante cuestión y me ceñiré a los elementos que, de alguna manera, han intervenido en las nuevas perspectivas de la relación paciente- terapeuta. Uno de ellos, por cierto muy vago e imposible de perfilar con precisión, es el que se ha dado en llamar cultura o pensamiento posmoderno, del que me ocuparé a continuación. Sea cual sea el criterio que merezca, creo que su influencia en la visión actual de la relación paciente-analista es extraordinaria. 2.2. Concepto general de la posmodernidad Aun cuando la diferenciación no siempre es fácil, en el texto utilizaré los términos posmodernidad y cultura posmoderna para referirme al estado en que ha quedado la cultura, en su sentido más amplio, después de los cambios y transformaciones experimentados por la modernidad, y pensamiento posmoderno para significar el tipo de pensamiento característico de esta cultura, aun cuando no exclusivo de ella. El pensamiento posmoderno puede entenderse como una reacción al extremo positivismo, neopositivismo y empirismo lógico que impregnaban la ciencia, la cultura, la filosofía y, en general, la concepción del mundo y de la vida del siglo xix y primera mitad del xx, como herederos directos de la Ilustración. Esta concepción se caracterizaba —y se caracteriza en la medida en que su espíritu continúa en nuestra cultura— por el positivismo, la fe ciega en la razón y en la ciencia, el convencimiento de que hay verdades esenciales, que mediante la inteligencia y las investigaciones científicas la verdad, en mayúsculas, irá siendo descubierta progresivamente, y que la humanidad acabará por dominar la naturaleza. Las supersticiones, las religiones y los mitos desaparecerán, y el conocimiento científico guiará la vida de los hombres y las mujeres de una manera absolutamente racional para conducirles a la felicidad. Freud era un típico representante de este tipo de pensamiento. Para él, el psicoanálisis era uno de los instrumentos al servicio del dominio de la naturaleza, en este caso de la naturaleza humana, mediante la inteligencia, el raciocinio y la investigación científica. De todas maneras, al final de su vida, en Análisis terminable e interminable (1937), parece que ya había abandonado gran parte de estas ilusiones. La actitud que estoy describiendo puede abarcar, asimismo, el campo de la política. Marx también participaba de ella, ya que pensaba que, a través de la ciencia política, la 25 humanidad llegaría a crear un paraíso sobre la tierra. Freud y los científicos de su tiempo intentaban eliminar el factor subjetivo en las investigaciones, y se afanaban por encontrar leyes universales que lo explicaran todo de una manera objetiva, es decir, de una manera en que la perspectiva particular de cada persona no interviniera para nada. La insistencia de Freud en la neutralidad, abstinencia, anonimato, objetividad, etc., del analista era una forma de subrayar esta rígida separación entre el observador y aquello que es observado. La Primera y la Segunda Guerra Mundial, Auschwitz, Hiroshima, los peligros de la aniquilación de la humanidad mediante las armas nucleares, la devastación ecológica que amenaza la supervivencia humana sobre la faz de la tierra, las matanzas raciales, la aparición de nuevas enfermedades, etc., han producido una inmensa y creciente desconfianza en las esperanzas promovidas por la Ilustración y en la posibilidad de encontrar verdades universales e incontrovertibles, tanto en el campo de los valores morales como en política, sociología y arte. También, desde que Heisenberg estableció el principio de incertidumbre, que afirma la imposibilidad de determinar simultáneamente la posición y la velocidad de una partícula con precisión ilimitada y de predecir, por tanto, su posterior evolución, los físicos cayeron en la cuenta de que el observador modifica aquello que observa, y que el principio de la objetividad, que tanto defendía Freud, no podía sostenerse. Progresivamente,la física comenzó a enseñar algo nuevo e inconcebible para una visión clásica: la realidad no es nada en sí misma, sino aquello que se muestra según los instrumentos con los que pretendemos profundizar en sus misterios. Al modificar estos instrumentos, es decir, al intervenir o participar en la realidad de diferente manera, al modificar la mirada, cambia esencialmente el mundo. Sabemos que hay una realidad incognoscible que es onda o partícula de acuerdo con nuestra forma de observar, y la física nos dice que no tiene sentido plantearnos qué es en sí misma la realidad. De esta manera, ha ido socavándose una arraigada intuición milenaria en torno a la realidad, y los efectos de esta ruptura de los fundamentos se van extendiendo a dominios sociológicos y culturales cada vez más amplios. Al mismo tiempo, los avances tecnológicos en los medios de comunicación dan lugar a la instauración de una era en la que predomina la realidad virtual sobre la realidad y la experiencia directas, con lo que se produce una inacabable proliferación, descomposición y recomposición del mundo conocido. Todo ello ha originado esta reacción, totalmente imposible de definir y precisar con exactitud, que conocemos con el nombre de cultura posmoderna y pensamiento posmoderno. Todo lo que podemos decir es que la cultura posmoderna es un 26 movimiento, una actitud hacia la cultura en general, la ética, la ciencia, la filosofía, etc., que en la actualidad, como no podía ser menos, está orientando una gran parte del pensamiento psicoanalítico y ha intervenido decisivamente en las relaciones paciente- analista. Evidentemente, hay un amplísimo espectro de orientaciones dentro de la cultura posmoderna en general (C. Norris, 1990; J. K. Gergen, 1992; J. F. Lyotard, 1994; F. Jameson, 1996; A. Sokal y J. Bricmont, 1999, etc.). Entre filósofos, poetas, artistas, arquitectos, psicoanalistas, etc., que cabe etiquetar de posmodernos, podemos hallar divergencias tan grandes que se hace realmente extraño clasificarlos dentro de una misma orientación del pensamiento. Lo que yo puedo hacer aquí, en el marco de un trabajo, es tan sólo presentar una visión esquemática y simplificada de la cuestión. En síntesis, el pensamiento posmoderno se opone a la fe ciega en la ciencia y en el razonamiento y la metodología científicos, en las posibilidades de descubrir leyes y verdades universales, en la existencia de principios éticos válidos para todos, en el progreso imparable de la humanidad, etc. En el pensamiento posmoderno la verdad no se considera inocente, neutra y objetiva, sino que se juzga que la verdad, aun cuando sería mejor decir la supuesta verdad, es un instrumento al servicio de aquellos que detentan el poder. En las formas más radicales del pensamiento posmoderno las diferencias entre verdad y propaganda quedan borradas. Desde este punto de vista, la verdad es perspectiva, plural, fragmentada, discontinua, calidoscópica y siempre cambiante. Lo que acabo de decir nos lleva a percatarnos de que el enemigo contra el que lucha el pensamiento posmoderno es la razón concebida como aquello que, indefectiblemente, ha de llevarnos a alcanzar las últimas y esenciales verdades del universo y la humanidad. Si la modernidad es vista como un bloque macizo de cultura y pensamiento que descansa sobre la piedra angular de la razón, el positivismo y el objetivismo, entonces parece que podríamos decir que todo lo que no se encuentra dentro de la modernidad forma parte de la posmodernidad. Pero esto no es cierto. La razón, la objetividad, la certeza, la verdad, la ciencia, etc., son tratadas de diferentes maneras por la misma modernidad y, por este motivo, muchas veces es realmente difícil asegurar si una particular obra o un determinado autor pertenecen a la modernidad o a la posmodernidad. Creo, por tanto, que nos vemos obligados a establecer una diferencia entre posmodernidad como término para denominar una determinada etapa histórica y posmodernidad como concepto para 27 clasificar una cultura. Desde el punto de vista histórico, me parece evidente que nos hallamos en la posmodernidad. Desde el punto de vista de la posmodernidad como concepto cultural y sociológico creo que nos encontramos sumergidos de lleno en la dialéctica modernidad/posmodernidad. Paralelamente, pienso que el psicoanálisis actual se encuentra, también, inmerso en una fase dialéctica entre el psicoanálisis tradicional y el psicoanálisis que se apoya en un concepto nuevo de las relaciones paciente-analista, al que podemos llamar, abreviadamente, psicoanálisis relacional. El pensamiento posmoderno, en principio, tiene muchos puntos de contacto con el psicoanálisis. Al igual que éste, los temas principales de su interés son las relaciones humanas, el self, la subjetividad, el conocimiento humano y la realidad. De una manera general, el pensamiento posmoderno descansa en la afirmación de que aquello que la humanidad denomina conocimiento «objetivo» depende, únicamente, de acuerdos sociales, de convenciones obtenidas a través del lenguaje. Según esta idea, nosotros vivimos en realidades que son construidas por las palabras que utilizamos para describirlas. De manera que no podemos hablar de significados o de sentidos esenciales, de verdades incuestionables, ni tampoco de selfs unitarios. En lugar de esto, las supuestas verdades y la identidad humana se juzgan sólo como versiones «posibles», pero no exclusivas, de la realidad. Por tanto, la identidad y el self permanecen siempre transitorios y abiertos a la revisión. La crítica posmoderna se dirige a concentrar la atención sobre el proceso del discurso humano y a apartarse de cualquier consideración de aquello que pueda existir fuera del lenguaje y del sistema interpretativo. También podemos decir que el pensamiento posmoderno ha contribuido, de una manera muy importante, a erosionar las convicciones sobre aquello que ha de ser considerado como válido. Entre los elementos que han facilitado la aparición de la cultura posmoderna hemos de tener en cuenta la globalización de la economía; la debilitación de las fronteras entre las naciones; la rápida difusión mundial de las noticias en una cascada inagotable que hace que, rápidamente, aquello que ha causado un impacto en un primer momento deja bien pronto de tener valor; la acción de los medios de comunicación que hacen que, con sus informaciones sobre la intimidad de diversos personajes, muchos de los que reciben tales revelaciones tengan la impresión de que participan en la vida de aquellos más que en la propia; la exposición, también a través de los mass media, de numerosísimas y contradictorias opiniones, actitudes y puntos de vista sobre los más distintos temas, lo 28 cual da lugar a que todo pueda ser blanco una vez y negro otra, según sea quien habla en cada momento. Profundizando un poco más en la cuestión, creo que hemos de distinguir entre posmodernidad desde un punto de vista general, aquello que podríamos denominar forma de vida posmoderna, transformada por los avances tecnológicos, por un lado, y por la presión de los medios de comunicación, por otro (J. K. Gergen, 1992), de la cultura posmoderna en sentido estricto. Dentro de ésta, afirma Leary (1994), uno de los factores más importantes en los inicios del pensamiento posmoderno fue la teoría literaria llamada New Criticism, que comenzó a extenderse en las universidades norteamericanas a finales de los años treinta y propagó la idea de que el texto pertenece por igual al autor y al lector. Como método, dice Leary, la teoría del New Criticism cree que el texto debe ser leído para encontrar el significado en las palabras empleadas por el autor, es decir, que el significado del texto reside en las palabras utilizadas, no en las intenciones del autor, no en lo que éste tiene el propósito de expresar. Podemos decir que las palabras «significan lo que significan», al margen de lo que el autor quería manifestar o de los sentimientos que la lectura despierta en el lector. La interpretación, dentro de esta teoría del NewCriticism, consiste en un esfuerzo para ver de qué manera el lenguaje puede iluminar u oscurecer los significados y conducir a una más variada apreciación de su complejidad y de su realidad. Evidentemente, estas disquisiciones sobre los significados y el lenguaje, expresa Leary, son algo familiar para unos oídos psicoanalíticos. El lenguaje se considera una manera de captar significados que pueden, o no, reflejar lo que el autor intenta comunicar. La interpretación tiene lugar en un contexto diádico. Una cuidadosa atención a la presentación del texto permite al lector desarrollar un concepto de la subjetividad del autor, incluyendo aquello que tal vez él no quería expresar o que no conocía de él mismo. Me parece que ciertamente todo esto puede ser aplicado, también, al psicoanálisis. Pero existe una diferencia importante, ya que en esta teoría literaria el texto no posee ninguna autoridad. En su lugar, el lector y su respuesta son vistos como el centro de la realidad del texto. La propia subjetividad del lector crea aquello que el texto significa, de manera que las palabras del texto representan poco más que estímulos o insinuaciones para el pensamiento del lector. Pero puesto que diferentes lectores con desiguales subjetividades responden de manera distinta al mismo texto, su realidad debe volver a ser construida por cada lector. Por tanto, el sentido del texto es fluido, variable y 29 cambia constantemente de acuerdo a quien lo lee. El filósofo francés Jacques Derrida tal vez sea el autor que más ha influido en el desarrollo del pensamiento posmoderno en su aspecto filosófico y sociológico, por más que, dada la gran diversidad ya mencionada de este tipo de pensamiento, cualquier afirmación en este sentido ha de ser tomada con una gran dosis de prudencia. Derrida y la escuela deconstruccionista por él creada disminuyen la importancia del texto en favor del lenguaje, y aún podemos decir, yendo más allá, que el deconstruccionismo desvincula el lenguaje del mundo que éste pretende describir. Cualquier texto puede, según Derrida, ser socavado y deconstruido a fin de poner de relieve que su aparente unidad dependía de estrategias retóricas y de prácticas culturales que excluyen determinados discursos (por ejemplo, el papel de la mujer y de otras etnias), mientras que privilegian otros (por ejemplo, los modelos eurocéntricos). El deconstruccionismo de Derrida no ha de ser confundido con la búsqueda del sentido perdido en el texto que lleva a cabo la hermenéutica, la cual supone la intencionalidad bona fide del autor y del intérprete. Por el contrario, dice Peretti: «[...] es necesario no olvidar que la lectura deconstructiva es [...] una lectura que “sospecha”, una lectura que vigila las fisuras del texto, una lectura de síntomas que rechaza por igual aquello que es manifiesto y la pretendida profundidad del texto, una lectura que lee entre líneas y en los márgenes para poder, seguidamente, comenzar a escribir sin línea: una lectura siempre atenta al detalle, que se abre a las estructuras disimuladas, a los elementos marginados y marginales para descubrir un texto semejante y, a la vez, muy distinto. [...] El deconstruccionismo se sitúa en una radical heterogeneidad que le permite llevar a cabo una lectura como operación activa y transformadora del texto con el que trabaja» (C. Peretti, 1989, págs. 142-153). A primera vista, esta perspectiva nos induce a pensar a nosotros, los psicoanalistas, en el inconsciente, pero de nuevo se presentan grandes diferencias. En las explicaciones psicoanalíticas el inconsciente es siempre un punto de referencia. Pese a que habitualmente es inaccesible, en determinadas condiciones puede hacerse consciente y adquirir presencia, pero para el deconstruccionismo la representación per se es imposible a causa de que no hay nada que exista detrás del sistema simbólico humano. En este sistema, para Derrida no hay nada que representar fuera del lenguaje. Por tanto, el lenguaje es la única realidad, y el inconsciente, como referente, puede decirse que no existe (K. Leary, 1994). 30 No es nada fácil saber qué es lo que hay que entender por deconstruccionismo o qué es lo que quieren significar Derrida y sus seguidores con el término deconstruccionismo. La palabra procede del diccionario francés Litré, y se utiliza para designar una filosofía que es también, inevitablemente, una nueva manera de afrontar la realidad y de relacionase con el mundo. No es fácil, porque el mismo Derrida nos habla de la dificultad, ¿o imposibilidad?, de definir o conceptualizar este tema. Veamos sus propias palabras en este sentido: «En cualquier caso, pese a las apariencias, la deconstrucción no es ni un análisis ni una crítica, y la traducción debería tener esto en cuenta. No es un análisis sobre todo porque el desmontaje de una estructura no es una regresión hacia el elemento simple, hacia un origen indescomponible. Estos valores, como el del análisis, son, por sí mismos, filosofemas sometidos a la deconstrucción. Tampoco es una crítica, en un sentido general o en un sentido kantiano. La instancia misma del Krinein o de la Krisi (decisión, elección, juicio, discernimiento) es, como lo es por otra parte todo el aparato de la crítica trascendental, uno de los “temas” o de los “objetos” esenciales de la deconstrucción. »La deconstrucción tiene lugar, es un acontecimiento que no espera la deliberación, la conciencia o la organización del sujeto, ni siquiera de la modernidad. Ello se deconstruye. El ello no es aquí una cosa impersonal que se contrapondría a alguna subjetividad egológica. Ello está en deconstrucción... y en el “se” del “deconstruirse”, que no es la reflexividad de un yo o de una conciencia, reside todo el enigma. »Toda frase del tipo “la deconstrucción es X” o “la desconstrucción no es X” carece a priori de toda pertinencia: digamos que es, por lo menos, falsa» (J. Derrida, 1997, págs. 25-27; la cursiva es del autor). Es necesario tener en cuenta, por otra parte, que Derrida subraya que su lectura deconstructiva no es una crítica negativa, sino que los textos que él deconstruye son los textos que le agradan, Platón, Nietzsche, san Agustín, textos con los que se encuentra en una situación de «recelo amoroso». En una situación de encarnizamiento nihilista, dice, no es posible leer nada. A la vez, Derrida se opone a que el deconstruccionismo sea considerado un método, especialmente si se acentúa el aspecto técnico del tema, y se niega a que se lo apropien las instituciones académicas y universitarias como una metodología de la lectura y la interpretación. Derrida considera que la metafísica occidental ha alimentado siempre imposibles sueños de certeza y diafanidad. La lectura deconstruccionista de un texto busca exponer 31 las contradicciones y supresiones, de manera que se pongan de manifiesto las ideas y sentimientos que se han suprimido, rompiendo así la aparente unidad del texto, que, en realidad, ha sido construido defensivamente al recubrir todo aquello que lo amenazaba. Desde este punto de vista, no existe ninguna posición filosófica o ideológica que pueda presentarse como la última autoridad o justificación. Para dar una idea de la importancia de la filosofía deconstruccionista dentro de la cultura posmoderna, quiero recordar que tal filosofía ha penetrado profundamente también en la arquitectura, de tal manera que existe un estilo de arquitectura denominado precisamente deconstruccionista. Un ejemplo de este estilo lo tenemos en la ampliación del Museo de Berlín con el Museo Judío (Berlín, 1982-1998), obra del arquitecto de origen polaco y nacionalizado norteamericano Daniel Libeskind. Sin embargo, he de subrayar que entender la verdadera, la auténtica arquitectura deconstruccionista es un asunto muy complejo. De hecho, según J. L. González Cobelo la arquitectura deconstruccionista es posterior a la posmodernidad, tal como es concebida dentro de esta disciplina. La secuencia es: Movimiento moderno-High-Tech-Posmodernismo- Deconstruccionismo. González Cobelo lo matizade esta forma: «La arquitectura deconstructiva interroga a la arquitectura moderna y la somete a violencia a fin de que libere y manifieste la distorsión o deformación que constituyen su esencia reprimida, su auténtico discurso, una vez eliminada la instancia autoritaria de un logos fundamentante expresado en los valores de orden, equilibrio y simetría» (J. L. González Cobelo, 1996, pág. 35; la cursiva es del autor). El deconstruccionismo de Derrida me lleva a referirme al postestructuralismo, que muchos autores consideran casi equivalente, desde el punto de vista filosófico, al pensamiento posmoderno. Digo esto porque también se ha considerado que el deconstruccionismo es un antiestructuralismo. Creo que esto es, asimismo, importante para la comprensión del pensamiento y de la cultura posmodernos, por lo cual diré algo acerca de ello. El término estructura es corriente dentro de la cultura moderna, las ciencias naturales, las matemáticas, la sociología, la lingüística, la psicología, el psicoanálisis, etc. Se habla constantemente de la estructura del átomo, de las estructuras espaciales y topológicas, de estructuras de conjunto en matemáticas, de estructuras sociales, de estructuras moleculares y químicas, de la estructura del aparato psíquico, etc. Ahora diré sólo que una forma aproximada de conceptualizar la estructura es la de considerarla como un 32 conjunto de leyes que definen un ámbito de objetos o de seres, estableciendo relaciones entre ellos y especificando sus comportamientos y sus formas de relación típicas. Más adelante volveré a hablar con mayor amplitud del concepto de estructura y de sus aplicaciones en el pensamiento psicoanalítico. En filosofía, el estructuralismo no es una doctrina unitaria, sino una serie de doctrinas distintas entre sí que están unidas por su polémica contra el subjetivismo y el historicismo, es decir, contra la importancia acordada al yo como agente de la vida humana y de su propia historia. En concreto, en Francia el estructuralismo, representado por Lévi-Strauss, Foucault y Lacan, nació como reacción contra el existencialismo abanderado por Sartre. Para el estructuralismo, la omnipresencia y omnipotencia de estructuras psicológicas, económicas, sociales, lingüísticas, etc., reduce a puro engaño la creencia en un «yo», un «sujeto» responsable, creativo y autor de su propia historia. Aquello que importa no es el ser, sino la relación, no el sujeto sino la estructura. Los hombres y las mujeres son como las piezas de ajedrez, sólo tienen significado dentro de las relaciones que los vinculan con el conjunto. Por todo esto, el estructuralismo afirma que el sujeto ha muerto. El postestructuralismo (Derrida, Lyotard, etc.), en cambio, niega la existencia de estructuras que sean la razón fundamental de la utilización del lenguaje, de la organización del comportamiento humano, de las pautas sociales, etc. Para los post- estructuralistas, estas estructuras fundamentales existen, pero no son anteriores a la organización del comportamiento humano en todas sus variantes, sino que son totalmente construcciones humanas, son el producto de la imaginación humana viva y creadora. Para este enfoque de la filosofía, la realidad es excesivamente compleja y demasiado interconectada en sus diversas dimensiones para que sea posible identificar estructuras básicas, permanentes e invariables. El pensamiento posmoderno se nutre, en gran parte, del postestructuralismo en su absoluta revalorización del sujeto. En el psicoanálisis, como veremos más adelante, el pensamiento posmoderno implanta la búsqueda y conocimiento de la propia subjetividad, precisamente a través de la relación intersubjetiva analizado- analista, como una de las metas básicas que hay que alcanzar. La tensión dialéctica modernidad/posmodernidad se desenvuelve, principalmente, en tres esferas a partir de las cuales incide en la teoría y la práctica del psicoanálisis. Una de estas esferas, tal vez la primera que se desarrolló, cronológicamente hablando, es la esfera estética, que concierne a la naturaleza de la representación en nuestra época. A 33 diferencia del arte moderno, que trata de descubrir la verdad detrás de las apariencias superficiales, la posmodernidad despliega una actitud más lúdica en la que se mezclan diferentes concepciones estéticas, la alta y la baja cultura, los reinos públicos y personales y la glorificación del estilo y de lo exterior, dejando de lado los intentos de descubrir la realidad más profunda. Una segunda esfera en el desarrollo del interjuego modernidad/posmodernidad se centra en la filosofía y la cultura en general. Lyotard, uno de los autores más decisivos en este campo, ha escrito en la introducción de su libro The Postmodern Condition. A Report on Knowledge: «Este estudio tiene por objeto la condición del saber en las sociedades más adelantadas. Se ha decidido denominar a esta condición “posmoderna”. El término está en uso en el continente americano, en la pluma de sociólogos y críticos. Designa el estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo xx. Aquí se situarán estas transformaciones con relación a la crisis de las narraciones» (J. F. Lyotard, 1984, pág. 9; la traducción es mía). Otro de los autores básicos para la comprensión de la cultura posmoderna, F. Jameson, manifiesta en su libro Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism, la manera en que pondrá de relieve los rasgos característicos de la posmodernidad: «La exposición abordará los siguientes rasgos constitutivos de la posmodernidad: una nueva superficialidad, que se prologa tanto en la “teoría” contemporánea como en toda nueva cultura de la imagen o del simulacro; el consiguiente debilitamiento de la historicidad, tanto en nuestras relaciones con la historia oficial como en las nuevas formas de nuestra temporalidad privada, la estructura “esquizofrénica” de la cual (siguiendo a Lacan) determina nuevos tipos de sintaxis y de relaciones sintagmáticas en las artes más temporales; todo un nuevo subsuelo emocional al que denominaré “intensidades”, que se comprende mejor volviendo a las antiguas teorías de lo sublime; las profundas relaciones constitutivas de todo esto con una nueva tecnología que, a la vez, refleja todo un nuevo sistema económico mundial; y, después de una nueva revisión de los cambios posmodernos de la experiencia vivida, añadiré algunas reflexiones sobre la misión del arte político en el abrumador nuevo espacio mundial del capital tardío o multinacional» (F. Jameson, 1996, pág. 28). Jameson piensa que la posmodernidad, en el mismo acto de forjarse a sí misma, subvierte todos los rasgos del desarrollo histórico previo, especialmente los estándares universales de representación, e 34 instaura en su lugar una inacabable profusión de formas sociales y diferentes perspectivas ante todos los fenómenos y comportamientos que se imponen en el presente. Elliot (1995, 1996) considera que gran parte de la enorme confusión entre signos y referentes que se da en la cultura posmoderna puede ser pensado en términos bionianos, como una clase de desdiferenciación entre la función alfa y los elementos beta, un verdadero ataque al pensamiento que deja a la mente desconectada del mundo e inmersa en la pura presencia de los llamados por Bion (1957) objetos estrambóticos o extravagantes.1 La mayor parte de los autores apuntan como un rasgo característico de la cultura posmoderna que, en las condiciones de la posmodernidad, los sujetos se hallan constituidos en diferentes configuraciones con relación a las estructuras interpersonales de comunicación, las cuales promueven el uso defensivo de la negación y del antipensamiento. Opinan que vivimos en un mundo amenazador en el que la tecnología despersonaliza al individuo, el marketing vacía los objetos de significado y los sujetos se encuentran frente al constante dilema de discriminación entre lo que es real o irreal, dentro y fuera, la autenticidady la inautenticidad, etc. Dado que las formas sociales y culturales ofrecen muy poca contención emocional y estabilidad personal, la ansiedad y la desesperación se incrementan forzosamente —podemos ver con facilidad cómo los síntomas de ansiedad son cada vez más y más frecuentes en las consultas médicas y psiquiátricas—, y nuestros recursos internos para hacernos cargo del sufrimiento psíquico disminuyen. Ello comporta una excesiva identificación proyectiva, con incremento de los objetos extravagantes y una disminución del significado y de la capacidad para elaborar sentimientos y pensamientos. La tercera área en la que tiene lugar la dialéctica modernidad/posmodernidad es la que se refiere a los aspectos más personales y sociales del mundo actual. Aquí, el problema concierne a la manera en que la posmodernidad afecta al self de los individuos, así como a las relaciones interpersonales. En este nivel de nuestro mundo personal y cultural los autores, psicoanalistas o no, creen que la posmodernidad rompe más radicalmente los lazos con las premisas ontológicas de la modernidad. Las nuevas tecnologías de la comunicación, que dan lugar a la creación de espacios virtuales en los cuales gran número de hombres y mujeres viven con más intensidad que en su propio espacio real, el bombardeo incesante e inevitable de la publicidad, el ofrecimiento de las más variadas opiniones sobre las mismas cuestiones, la industrialización de la guerra, la 35 aceleración constante en la transmisión de noticias que quedan desfasadas a las pocas horas, la ininterrumpida incitación al consumo, etc., son factores que comportan graves y aún imprevisibles consecuencias en el self, la identidad y la subjetividad. 2.3. La posmodernidad como una modernidad sin falsas ilusiones Intentaré profundizar un poco más en la dialéctica modernidad/posmodernidad. La modernidad puede ser definida a partir de sus fundamentos: la importancia del conocimiento racional, del positivismo y del método científico. De acuerdo con esto, el mundo puede ser conocido, evaluado y definido en sus propios términos. La filosofía moderna conceptualizó el self como una entidad diferenciada y estable. Las críticas posmodernas, en cambio, aun cuando no son congruentes las unas con las otras, todas rechazan la idea de que los seres humanos tengan un núcleo esencial y unitario. Pese a la gran variedad de estilos y orientaciones dentro de la cultura posmoderna, hay un punto que los aglutina a todos: su radical desconfianza en aquello que constituyó los optimistas ideales del Enlightenment 2 y, en general, de lo que podemos denominar la cultura de la Ilustración. Recordemos que ésta consistió en un movimiento filosófico, pedagógico y político, iniciado en el siglo xviii, no como un sistema unitario de doctrina, sino como una forma de abordar los problemas y el porvenir de la humanidad en general, basado en la confianza en la razón, de la cual se esperaba que liberaría a la humanidad de todos sus males. La Ilustración, dijo Kant en Respuesta a la pregunta: ¿qué es la filosofía?, es el abandono por parte del hombre de la minoría de edad que se atribuye a sí mismo. El lema de la Ilustración es la sentencia de Kant: «Ten la valentía de utilizar tu inteligencia». La razón de los ilustrados se presenta como una defensa del conocimiento científico y de la técnica, como un instrumento para la transformación del mundo y para la progresiva mejora de las condiciones espirituales y materiales de la humanidad. Así, la filosofía de la Ilustración es una filosofía optimista que descansa en la esperanza de que «algún día todo irá mejor». La razón de los ilustrados, sin embargo, es una razón únicamente empirista, la razón de Locke y de Newton, la razón del empirismo lógico que analiza las ideas y las reduce a la experiencia, una razón limitada por la experiencia y controlada por ella (G. Reale y D. Antiseri, 1988). Para la filosofía de la Ilustración, todo aquello que se refiere a la humanidad puede ser investigado mediante la razón: las diversas formas de comportamiento, las instituciones sociales, los instintos, los problemas religiosos, la fe, 36 los movimientos políticos, los sistemas filosóficos, etc. No se trata de que la cultura posmoderna, como una totalidad, rechace la ciencia y la técnica, pero tampoco pone en ellas grandes esperanzas: no cree que sea posible, mediante ellas, llegar a descubrir verdades universales, erradicar todos los errores y convertir el mundo en un habitáculo delicioso. Un buen ejemplo, en este sentido, lo dan los movimientos denominados ecologistas y de «crecimiento cero». Los impulsores de la posmodernidad aseguran que cuando los trabajos de la cultura contemporánea son puestos al descubierto, contradicen el punto de vista positivista de una totalidad unificada. Los pensadores posmodernos son partidarios de una valoración del self y de la sociedad basada en las reglas de los sistemas del lenguaje. Consideran, también, que los medios de comunicación han transformado las relaciones humanas. Las figuras de la televisión, por ejemplo, o de las revistas y los periódicos, con las que regularmente se encuentran muchas personas en su vida diaria, muy frecuentemente sustituyen las relaciones reales entre personas. En muchos aspectos, dicen los pensadores posmodernos, la vida social contemporánea tiene lugar dentro de un mundo imaginario. Los posmodernos de la orientación denominada constructivismo social (C. Castoriadis, 1989; I. Hoffman, 1991, 1992) argumentan que así como para ellos los sucesos no tienen otra realidad que las descripciones lingüísticas, lo mismo ocurre con el self individual y con la identidad. Es decir, que los selfs son construcciones sociales, no posesiones privadas de cada individuo, y que requieren una audiencia para existir y estar presentes. El self, de acuerdo con esta orientación, sólo es una experiencia que se desarrolla en función del entorno social de cada momento, de manera que cada sujeto posee diversos selfs, según los diferentes entornos y requerimientos de su vida social y profesional. A partir del punto de vista de que el mundo y la realidad son construcciones a través del lenguaje y las convenciones sociales, algunos autores posmodernos (I. Hoffman, ibid.) juzgan que esto puede conducirnos a una fluida y generativa creatividad y a una extensión de la oportunidad para «jugar» con la perspectiva del propio self y de la propia identidad. Partiendo de que el mundo y los selfs son «hechos» e «historias creadas», el pensamiento posmoderno afirma que la vida humana es «juego», de manera que el juego es el sucesor de la realidad (K. Leary, 1994). A partir de la agitación y cambios incesantes de la vida social contemporánea, se ha forjado la idea de que la posmodernidad es antihistórica, relativista y desordenada. Desde 37 este punto de vista, el pensamiento posmoderno parece tender a la pérdida del significado y a la ruptura de la lógica, aunque también es posible adoptar un punto de vista más positivo si podemos aceptar la irreductible pluralidad de la mente humana y de las explicaciones y teorías que ésta es capaz de construir sobre la realidad, tanto la humana como la del universo. En este punto, y para evitar confusiones, quiero aclarar que — dentro de la prudencia con la que han de hacerse estas afirmaciones, dada la gran diversidad de tendencias incluidas en la posmodernidad— el pensamiento posmoderno no es relativista, de lo cual frecuentemente se le acusa, sino pluralista. El relativismo afirma que la misma proposición puede ser verdadera o falsa en función de la perspectiva desde la que se contemple. El pluralismo considera que no existe una única posible descripción del mundo y, para los psicoanalistas, de los seres humanos que sufren problemas psíquicos, sino que insiste en que tenemos muchos intereses que nos guían en la descripción y explicación de diferentes partes de la realidad y que esos intereses incorporan aspectos diversos de la verdad que no pueden ser reducidos los unos a los otros (C. Strenger,1991). El pluralismo no afirma que una misma proposición puede ser a la vez verdadera y falsa, sino que cree que hay diversas perspectivas o teorías para explicar la realidad, y que cada una de ellas puede contener una parte de la verdad y ser o no incompatible con las otras. Tal vez sea bueno advertir que este pluralismo no es únicamente un tema de filósofos y psicoanalistas, sino que también los físicos se plantean este tema. Así, por ejemplo, el catedrático de física de la Universidad Autónoma de Barcelona R. Pascual, en un trabajo titulado «La física y la relación mente-cerebro», cita la propuesta del físico Everett con relación a los saltos cuánticos instantáneos e incontrolables que habitualmente se conocen como reducción o colapso de la función de ondas. Dice: «La propuesta que Everett planteó en 1957, conocida como la de los “muchos mundos”, elimina los problemas del colapso al afirmar que en el proceso de medida no se produce ningún colapso, sino que el universo se bifurca en tantos mundos distintos como resultados experimentales sean posibles y que tales mundos quedan a partir de entonces disconexos» (pág. 189). Cita además otra propuesta, también formulada desde la teoría cuántica por relevantes físicos, entre ellos el premio Nobel de física Murray Gell-Mann. Esta propuesta es la de que «[...] existe un único universo con diversas historias incompatibles acerca del mismo que pueden ser simultáneamente verdaderas» (pág. 189). Y cita también a otro físico eminente, David Albert, quien «[...] propone que todo sistema físico consciente (sentient) está asociado no con una única 38 mente, sino con una infinidad continua de mentes, cada una con una ley de evolución probabilística determinada» (R. Pascual, 1995, pág. 190). Si éstas son las opiniones de físicos de renombre universal, no ha de extrañarnos que los psicoanalistas sostengamos diversas perspectivas sobre el mundo de la mente y que algunos, como yo mismo, juzguemos que todas ellas pueden (como probabilidad, no como certeza) ser verdaderas de acuerdo con la concepción pluralista. El afán por parte del pensamiento posmoderno en insistir en la pluralidad y la multiplicidad comporta un rechazo de los fundamentos absolutos y universales. Esto ha de llevarnos a comprender que la modernidad y la posmodernidad no son totalmente opuestas entre sí, que no se trata de una radical dicotomía. No nos encontramos en una era de total posmodernidad, sino, como ya he dicho, en una tensión dialéctica entre estas dos formas de pensamiento y de cultura, las cuales conforman, simultáneamente, nuestras vidas y nuestras formas de pensar, dentro de las sociedades occidentales contemporáneas. Yo creo que Elliot (1995) lo define muy bien cuando dice que la posmodernidad ha de ser entendida como una «modernidad sin ilusiones» —pienso que es mejor decir sin falsas ilusiones—, como un estado de la mente en el que la ambigüedad, el pluralismo, la contingencia, la incertidumbre, etc., no son vistas como distorsiones o patologías que han de ser vencidas y superadas, sino como modos de experiencia social y científica que ponen en evidencia la imposibilidad de la objetividad total y de la verdad absoluta y universal. 2.4. El pensamiento posmoderno en el psicoanálisis Algunos autores juzgan al psicoanálisis no tan sólo emparentado con el pensamiento posmoderno sino que incluso creen que podemos atribuir al psicoanálisis el papel de adelantado en el movimiento de la posmodernidad. Así, B. Barrat, en su libro Psychoanalysis and the Postmodern Impulse, dice: «A través de la discusión del psicoanálisis como un único proceso de pensar y hablar, yo trataré de demostrar la manera en que su discurso se encuentra implicado en el movimiento desde la epistemología moderna hasta las aventuras posmodernas, de qué manera representa un impulso hacia las formas posmodernas de ser y de pensar» (B. Barrat, 1993, pág. xii; la traducción es mía). En el momento de pasar a hablar ya directamente de la incidencia del pensamiento 39 posmoderno en el psicoanálisis quiero aclarar que muchos autores consideran, y yo participo de esta manera de pensar, que hemos de distinguir entre el pensamiento posmoderno radical, cínico y escéptico, y el pensamiento posmoderno moderado, denominado también positivo y afirmativo, de matiz más optimista. El pensamiento posmoderno radical tiende a estar influido por filósofos europeos, especialmente por el irracionalismo de Nietzsche y Heidegger. El pensamiento posmoderno positivo está más emparentado con la cultura anglonorteamericana. El pensamiento posmoderno radical o escéptico subraya el lado oscuro, la muerte del sujeto, la desaparición o muerte del autor del texto, la inexistencia de la verdad o la imposibilidad de encontrarla, la radical incertidumbre y el carácter destructivo del pensamiento moderno (L. Aron, 1996), lo cual nos conduce a un círculo vicioso entre el desconocimiento y el relativismo. El pensamiento posmoderno se halla muy emparentado, en el psicoanálisis norteamericano, con el interpersonalismo de H. S. Sullivan, un psiquiatra y psicoanalista que tuvo su mayor vigencia entre 1930 y 1950, cuyas ideas hasta hace poco más de una década parecían reducidas a pequeños grupos de psicoanalistas y a quien los autores posmodernos han redescubierto. El nombre de interpersonalismo con el que se denomina la corriente de pensamiento derivada de Sullivan es suficientemente explícito. Por otro lado, los psicoanalistas de orientación posmoderna se sienten muy atraídos por el pensamiento kleiniano y especialmente por Bion (B. Barrat, 1993; A. Elliot, 1995; S. Mitchell, 1993; L. Aron, 1996). Creo que esto no ha de extrañarnos, si tenemos en cuenta que el denominador común del psicoanálisis influido por el pensamiento posmoderno es la constante insistencia en la importancia de la interacción paciente- analista, en el papel que desempeña el analista en la transferencia del analizado y en el rechazo del modelo —propio de la psicología del yo que durante tiempo ha predominado en el psicoanálisis norteamericano— del analista como un observador distante que interpreta sin tener nada que ver con lo que sucede en la mente del paciente. Y ¿quiénes, sino los poskleinianos, han insistido en la importancia del intercambio emocional entre paciente y analista, y en que la transferencia y las resistencias no son, exclusivamente, un asunto del paciente sino algo en lo que participan los dos? De hecho, en los trabajos de algunos analistas de fuerte orientación posmoderna se encuentran citados frecuentemente autores como Klein, Joseph, Rosenfeld y, especialmente, Bion. Este último ha influido mucho en el pensamiento posmoderno en psicoanálisis por la importancia que da a la imaginación, a la fantasía, a lo desconocido y 40 al punto 0, tan misterioso e inasequible que creo que es equivalente a lo que los psicoanalistas de orientación relacional denominan la auténtica subjetividad, así como también por el tipo de relación paciente-analista, tan abierta a múltiples posibilidades, que se trasluce en sus escritos. El pensamiento posmoderno afirmativo o positivo acepta las críticas dirigidas contra los excesos del neopositivismo lógico, asume gran parte del constructivismo social, es decir, la idea básica de que las realidades de las que hablamos son convenciones sociales establecidas mediante el lenguaje, así como la interacción constante entre el self y el entorno social que lo condiciona y despliega de diversas maneras, lo cual lleva a poder hablar de multiplicidad de selfs, etc. Pero todo ello sin abandonar la aspiración de la ciencia como una empresa social en busca de la verdad, de un ideal de verdad que puede ser evaluada pragmáticamente, pese a que sabemos que nunca podremos acceder totalmente a ella. También reconoce la ética y el hecho de que algunas elecciones son moralmente superiores a otras. De tal manera, pues, el pensamiento posmoderno positivo se compromete en la lucha hacia la verdad y aquello que puede considerarse bueno. Me parece indudable queesta orientación del pensamiento posmoderno es la que ha fecundado favorablemente la teoría y la práctica psicoanalíticas. La influencia del pensamiento posmoderno en el psicoanálisis anglosajón se debe, en su mayor parte, a esta orientación afirmativa. Un asunto que se presta a discusión, y que yo no puedo resolver, es el de si este pensamiento positivo o afirmativo debe ser catalogado como pensamiento posmoderno en sentido estricto o si más bien se ha de considerar que forma parte de la crítica más tradicional dirigida al neopositivismo y al cientificismo en general. Dado que el pensamiento posmoderno y el psicoanálisis se preocupan de la subjetividad humana, no es de extrañar que una y otra corriente del pensamiento se entrelacen con facilidad. Para ilustrar un poco la idea de la penetración, con muy distintos matices, del pensamiento posmoderno en la teoría y la práctica psicoanalíticas me referiré, como ejemplo, a dos autores bien distintos entre sí, R. Schaffer e I. Hoffman. El primero muestra en su obra algunas características muy matizadas propias del pensamiento posmoderno, mientras que en la obra del segundo encontramos ampliamente desarrollado este tipo de pensamiento. He de advertir, sin embargo, que el intento de catalogar la obra de algún autor o sus ideas como posmodernas es un asunto muy embrollado, debido a la imposibilidad de fijar este término con precisión. Para poner 41 un ejemplo de lo complicado de estas cuestiones, diré que cuando se habla de estructuralismo se suele citar a Foucault como un relevante ejemplo de autor estructuralista, pese a que Foucault se ha cansado de decir que no se considera un estructuralista. Ya he dicho que existen muchas y diversas orientaciones dentro de este nombre genérico de posmodernidad. Sucede, muchas veces, que los autores no se clasifican a sí mismos de manera similar a como los clasifican aquellos que los leen. Me basaré en Leary (1994) para la síntesis del pensamiento de Schaffer y Hoffman que sigue a continuación. R. Schaffer Schaffer, del cual creo que no se puede decir que sea un psicoanalista plenamente sumergido en la orientación posmoderna por más que se halla muy influido por este tipo de pensamiento, en A New Language for Psychoanalysis (1976) considera que la metapsicología psicoanalítica descansa sobre un mecanicista e innecesariamente cosificado lenguaje que enmascara los aspectos intencionales, subjetivistas y fenomenológicos del encuentro psicoanalítico. Como correctivo, recomienda lo que él llama action language para reemplazar la metapsicología clásica. En lugar de estructuras y pulsiones, dice, hemos de entender en términos de razones para explicar las acciones particulares. En The Analytic Attitude (1983), nos describe el encuentro analítico como una «performance» narrativa. Argumenta que el tratamiento psicoanalítico involucra un «hablar de historias acerca de uno mismo y de los otros» y que, por tanto, es un acto narrativo. El psicoanálisis, dice, se centra en el lenguaje y los equivalentes del lenguaje. El paciente y el analista se encuentran comprometidos en un proceso narrativo, y las interpretaciones que se plantean han de ser comprendidas como representando únicamente una entre las numerosas explicaciones que podrían ser dadas. La tarea terapéutica, pues, es que analizado y analista construyen, a través del lenguaje, nuevas historias para el futuro del analizado. En Retelling a Life (1992), Schaffer afirma que, dado que las personas construyen diversas experiencias a partir del mismo hecho, la experiencia subjetiva no espera, sino que es construida, creada, edificada privadamente, en conjunción con razones que pueden tener su origen en la vida primeriza y persistir posteriormente en la vida adulta. 42 Nosotros únicamente tenemos versiones de la verdad y de la realidad. Narrativamente, un acceso a la verdad no puede ser demostrado. También asevera Schaffer que el self que nosotros experimentamos como unitario es, de hecho, una construcción narrativa. Dice: «Mi posición ante el self es antiesencialista». Leary (1994) resume los rasgos posmodernos en la obra de Schaffer de la siguiente manera: 1) el psicoanálisis se ocupa primordialmente del lenguaje y de sus equivalentes; 2) la experiencia subjetiva, la realidad objetiva y los selfs son construcciones efectuadas a través del lenguaje; 3) las narraciones cotidianas, de aquello que acaece cada día, podrían explicarse con otras palabras y no representan sucesos reales del mundo; 4) la noción de un self unitario queda desplazada por la noción de que hablamos de narraciones útiles en torno a múltiples selfs, en orden a conducir nuestros asuntos; 5) la mejoría psíquica se acompaña de cambios en nuestro discurso. I. Hoffman Hoffman propone un nuevo paradigma para el psicoanálisis, al cual llama constructivismo social. El constructivismo social afirma que el conocimiento humano y la realidad no nos son dados, sino creados por las personas a través de procesos sociales y para fines sociales. Partiendo de la observación sociológica de que aquello que es «real» para los ciudadanos de una cultura difiere considerablemente de lo que es real para los individuos de otra, la realidad humana es entendida como una «construcción social». Las nociones específicas de la realidad y del conocimiento pertenecen, únicamente, a contextos sociales específicos y al mundo out there. En consecuencia, los diferentes individuos y los diversos grupos sociales mantienen una disimilitud en sus puntos de vista que no puede ser resuelta por un llamamiento a la autoridad. Desde la perspectiva del constructivismo social, el analista no puede situarse fuera de la interacción con el analizado. Éste y el analista continua y mutuamente se influyen el uno al otro, de manera que cualquier cosa que es explicada por el analizado o el analista, sobre sí mismo o sobre el otro, en voz alta o en sus pensamientos privados, afectará a lo que sucede entre los dos. Hoffman argumenta que el propósito central ha de ser deconstruir la autoridad del analista. Por tanto, cuando el psicoanálisis se apoya en el constructivismo social, el analista no se encuentra en la posición de afirmar con precisión qué es aquello que uno y 43 otro están haciendo y experimentando. A causa de la proposición de que el analista, de hecho, se encuentra continuamente involucrado con el analizado, según este autor la técnica del analista necesita ser reconstruida para incluir en ella la subjetividad del analista. Ofrece como un ideal la meta de desplazar la objetividad, por tanto, la de remitir al analista a lo que él denomina «una clase especial de autenticidad», mediante la cual el analista pueda ser reconocido como un coparticipante. Todo lo que vengo diciendo se enlaza fuertemente con el pensamiento propio de las teorías de la relación de objeto, aun cuando es fácil advertir que en la presentación que he llevado a cabo el analista va perdiendo su papel de experto y se convierte en un coparticipante al mismo nivel que el paciente, sin que sus intervenciones sean, en absoluto, más significativas que las de aquél. Es decir, la relación paciente-terapeuta va adquiriendo unas características de igualitarismo muy inusuales en la práctica psicoanalítica más habitual, pese a que he estado refiriéndome al psicoanálisis influido por el pensamiento posmoderno positivo o moderado. 2.5. Otros comentarios en torno a la orientación posmoderna en psicoanálisis Un punto que puede ser conflictivo, y que sostienen muchos psicoanalistas de orientación posmoderna en su versión extrema, es que entre el sexo biológico, es decir, el gender, y el comportamiento sexual no existe ninguna relación, que es un asunto puramente de convención social. Leary, una autora muy crítica con la orientación que estoy comentando, al rechazar esta opinión dice que la afirmación de que las diferencias biológicas entre los sexos son triviales es lo mismo que decir que, puesto que las modernas técnicas neurofisiológicas nos muestran la existencia de estados enlos cuales es difícil trazar las fronteras entre la vida y la muerte, no hay diferencias entre estar vivo o estar muerto (K. Leary, 1994). Otra cuestión planteada por muchos autores fuertemente influidos por el pensamiento posmoderno y que suele ser totalmente rechazada por quienes no comparten esta orientación, e incluso difícilmente aceptada por quienes se hallan de acuerdo con muchos de sus postulados, es la de la autorrevelación por parte del analista, lo que los anglosajones denominan self-disclosure. Presentaré un ejemplo de material clínico expuesto por L. Aron (1996), a quien considero uno de los autores más interesantes y novedosos del momento actual. 44 Paciente y analista están comentando que el paciente cree que si a su mujer no le agrada todo de él, entonces es que no le ama y le abandonará. Previamente, Aron nos ha informado de que el paciente sabe que el analista está casado. Transcribo el material tal como lo presenta Aron: «El paciente, súbitamente, me preguntó, con voz desafiante y provocadora, al tiempo que también con un tono suplicante: “¿Hay algunas cosas importantes en su mujer que a usted no le gusten?”. Yo me sentí sorprendido, pero después de unos momentos de duda respondí: “Sí, hay cosas importantes en mi mujer que a mí no me agradan” y, después de una breve reflexión, añadí: “Pero tal vez sea más significativo, todavía, que hay cosas en mí que no le gustan a mi mujer”. Y, después de otra pausa, volví a añadir: “Usted sabe que hay cosas importantes en mí mismo que no me gustan. ¿Por qué tendrían que agradarle a mi mujer?”» (L. Aron, 1996, págs. 224- 225; la traducción es mía). Sin embargo, aunque para aquellos que consideran el anonimato del terapeuta como una condición básica e indispensable para la adecuada interpretación de la transferencia la idea de cualquier autorrevelación es totalmente rechazable, desde la perspectiva actual de la interacción continuada entre paciente y terapeuta es un asunto extremadamente complicado. Algunos autores (L. Aron, 1996; M. Gill, 1994; D. Orange, G. Atwood y R. Stolorow, 1997, etc.) consideran que en algunos momentos el paciente necesita conocer la realidad del analista para poder sentirse a sí mismo como persona y para alcanzar su propia subjetividad, y que para ello resulta beneficioso una autorrevelación del terapeuta en un momento determinado. Pero, al margen de las autorrevelaciones voluntarias, hemos de tener en cuenta que la idea del anonimato del analista es una pura ilusión desde la perspectiva de la continua interacción ente ambos protagonistas con la que la mayor parte de analistas están hoy en día de acuerdo. Con sus intervenciones, sean interpretativas o no, o con sus silencios, el analista muestra esplendorosamente su personalidad. Podemos, sin titubeos, decir que el paciente, con su comportamiento, su comunicación verbal o subverbal y sus silencios, es un test proyectivo a través del cual el terapeuta pone de relieve su personalidad. El hecho mismo de haber escogido como profesión la de psicoanalista o psicoterapeuta de orientación psicoanalítica es ya, en sí mismo, una exhibición de sus tendencias y preferencias personales. Algunos psicoanalistas, en su práctica privada disponen su consultorio con una sencillez y austeridad más que espartanas: el diván donde se tumba el paciente y el sillón donde ellos se sientan, sin otros muebles ni adornos en las paredes, con la esperanza de que de esta 45 manera ocultarán totalmente al paciente sus inclinaciones, gustos y preferencias. A mí tal creencia me parece propia de una candidez conmovedora. ¿No es esta forma extrema de tratar de esconder la propia personalidad una manera de hacer bien patentes algunas de las características esenciales de ésta? La comunicación del paciente, tanto verbal como subverbal, ofrece siempre muchas posibilidades. Los silencios del terapeuta y la selección que efectúa de la comunicación del paciente para sus intervenciones, así como el estilo de su locución, el tono de su voz, etc., son también expresión de su personalidad. Toda intervención y todo silencio es un acto de relación; ante todo, la manera de relacionarse del terapeuta con su paciente es la que desvela a éste lo más esencial de su personalidad. Una anécdota ilustrativa de lo que vengo diciendo es la referida por el conocido psicoanalista norteamericano R. Greenson (1967). Un paciente, afín al partido republicano, le comunicó haber descubierto que él, Greenson, era un convencido demócrata. Al preguntarle Greenson en qué basaba esta idea, el paciente le dijo que siempre que él decía algo hostil sobre el partido demócrata, Greenson le preguntaba por sus asociaciones y, en muchas ocasiones, acababa haciendo alguna interpretación. Pero cuando manifestaba algo en contra del partido republicano, Greenson guardaba silencio como mostrándose de acuerdo. Además, cuando atacaba a Roosevelt le preguntaba a quién le recordaba, como dando por supuesto que la agresión contra Roosevelt procedía de alguna experiencia infantil. Greenson, sorprendido, tuvo que mostrarse de acuerdo con las apreciaciones del paciente acerca de una realidad que a él le había pasado desapercibida hasta aquel momento. Otra característica, para mí muy discutible, de la influencia de la posmodernidad en el psicoanálisis es la de dar por supuesta la total falta de objetividad por parte del analista, como expresan algunos autores. Si partimos de esta idea (O. Renik, 1993b), cualquier explicación que nos da el analizado y cualquier visión que tiene del analista son dignas de crédito, por selectivas y sesgadas que sean, y el analista no tiene ninguna autoridad para ofrecer otro punto de vista. De hecho, es posible que esta idea de lo que es digno de crédito sea, en realidad, una negación más o menos encubierta de la transferencia. De esta manera, las versiones posmodernas de las «múltiples realidades» convierten en indistinguible el contraste entre las cosas «tal como parecen» y las cosas «tal como son». En mi opinión, lo que aquí desaparece es la diferencia entre una actitud en la que se tengan en cuenta, de manera dialogante, los puntos de vista del paciente, y otra en la que 46 éstos se den por ciertos sin más, con lo cual se impide su adecuado análisis y elaboración. Contrastar las perspectivas del paciente con las del analista, en cambio, puede dar lugar bien a una visión compartida, bien al desacuerdo que puede llevarnos a descubrir algo nuevo. Desde la orientación posmoderna radical, la libertad del analista para estar en desacuerdo con su paciente queda casi eliminada. Con la insistencia en la «racionalidad» de todas las reacciones transferenciales, también corremos el riesgo de que desaparezca el concepto de la transferencia como proceso inconsciente. Quiero dejar claro, sin embargo, que no comparto la idea de la total falta de objetividad por parte del analista, pero en cambio estoy de acuerdo en rechazar la convicción de la indiscutible objetividad del analista, tal como se había venido sosteniendo hasta hace algunos años. Creo que es una cuestión en la que hay que matizar finamente para calibrar, en cada momento, lo que puede haber de objetivo en el analista dentro de su inalienable subjetividad (G. Bodner, 1999). Lo mismo debo decir en cuanto al apoyo de la transferencia en la realidad. Yo creo que en la transferencia del paciente hay siempre cierto grado de realidad, más o menos elevado según los casos, pero sin que ello nos haya de llevar a negar la existencia de un mundo interno en la mente del paciente que se externaliza en la relación con el analista. Sintetizaré, a continuación, alguna de las críticas que ha recibido la orientación posmoderna en psicoanálisis: 1. La imposibilidad para distinguir, en ciertas exposiciones de esta corriente del psicoanálisis, entre fantasía y realidad, lo cual es, precisamente, uno de los objetivos más importantes de la terapéutica psicoanalítica. 2. La concepción de que cada individuo posee múltiples selfs, de acuerdo con sus circunstancias y momento determinados.Un self sin límites, desarticulado, múltiple y que requiere una determinada audiencia para constituirse en sus variadas configuraciones no es, como proclama la orientación posmoderna, un self liberado, sino un self narcisista que convierte el diálogo psicoanalítico en un diálogo narcisista (K. Leary, 1994). 3. El énfasis posmoderno en la constitución de diversos selfs en el momento mismo del diálogo elimina cualquier hecho que esté más allá de las palabras que son pronunciadas en un instante determinado de la sesión. Por tanto, el pasado del analizado desaparece y nos encontramos con un paciente sin historia. 4. Ya me he referido antes a las críticas en cuanto a que las diferencias biológicas 47 entre los sexos no son importantes. 5. También he hablado de la disolución de la transferencia que llevan a cabo algunos psicoanalistas ligados al pensamiento posmoderno. Creo que no hemos de olvidar el riesgo de que, con una excesiva sobrevaloración de la credibilidad de las reacciones transferenciales, el mundo interno del analizado, aquello que es intrapsíquico, deje de contar y sólo se piense en respuestas interpersonales. Nos encontramos, pues, con una orientación que, por un lado, nos es atractiva a los psicoanalistas, kleinianos o no, que seguimos las teorías de las relaciones objetales internas por su afinidad con nuestra manera de concebir la importancia de la relación analizado-analista y de utilizar las respuestas emocionales que nos provoca el analizado para la comprensión de su comunicación, así como también por la concepción de la repercusión que tienen sobre él estas respuestas, especialmente cuando no somos plenamente conscientes de ellas y las actuamos en lugar de comprenderlas y emplearlas para la formulación de las interpretaciones. Por otro lado, el espectro de los psicoanalistas de alguna manera adheridos al pensamiento posmoderno es tan amplio y variado que no es posible, de ninguna manera, estar de acuerdo o en desacuerdo con todos, ya que las diferencias entre ellos son demasiadas y, además, algunos de ellos sostienen unas teorías en torno a la técnica que pienso que, para los analistas no sumergidos plenamente en el pensamiento posmoderno radical, son enteramente discutibles. Por mi parte, pienso que el pensamiento posmoderno que he denominado positivo, afirmativo o moderado, nos aporta múltiples y buenas ideas para renovar nuestras concepciones sobre la metateoría del proceso psicoanalítico y sobre la teoría de la práctica terapéutica. Creo que el pensamiento posmoderno radical, en cambio, conduce a la disolución del análisis tal como siempre se ha entendido en general, pese a las diversas formas de pensar y las distintas escuelas psicoanalíticas. Quiero citar tres puntos más en cuanto a las aportaciones del pensamiento posmoderno al psicoanálisis: a) Esta aportación nos ha llevado a tener más en cuenta que el tratamiento psicoanalítico involucra a dos personas en la misma empresa, las cuales interaccionan constantemente la una con la otra. En particular, nos subraya que el analista nunca es 48 totalmente neutral —más adelante volveré a hablar largamente de la neutralidad— ni objetivo, sino que tiene sus propios puntos de vista que de una u otra forma impone a través de la metodología. El reconocimiento de la importancia de la interacción, la contratransferencia, la empatía, etc., enfatiza el hecho de que la situación analítica es, ante todo, una relación, lo cual nos permite corregir errores en la teoría y en la práctica. b) También ha dirigido nuestra atención a los más finos matices del intercambio emocional, más que al contenido explícito de la comunicación de uno y otro o a la manera formal de la relación. Para poner un breve ejemplo, diré que, frente a un paciente que llega tarde a sus sesiones, hemos de tener en cuenta que existen muchas maneras de llegar tarde desde el punto de vista de la sesión como un acto de relación. c) El concepto de negociación, del que hablaré en el sexto capítulo, es en mi opinión una aportación de la máxima importancia (S. Mitchell, 1988, 1993; L. Aron, 1996). Cuando el proceso psicoanalítico se percibe como una negociación, el encuentro analítico se transforma en una aventura solidaria en la que cada uno de los dos participantes, con diferentes intereses, puntos de vista y estrategias, intenta comprender al otro y llegar a criterios comunes o, al menos, tolerables para ambos (P. Beà y J. Coderch, 1998). 49 3. El psicoanálisis y las corrientes filosóficas contemporáneas 3.1. Perspectiva general Todo lo que hasta este momento he venido exponiendo —lo agrupemos o no bajo la denominación de posmodernidad— nos lleva a enfrentarnos con el hecho de que, en nuestros días, la humanidad se debate en un profundo desconcierto sobre el camino que hay que seguir y las convicciones en las que hay que apoyarse. Los grandes pensadores, o filósofos, buscan afanosamente nuevas vías y orientaciones para reencontrar la seguridad perdida, pero todas ellas se caracterizan por el impulso para revisar los antiguos valores, por el antiautoritarismo y el antidogmatismo, y por la pérdida de la fe ciega en la razón. Como dice Delacampagne (1999), en el siglo xx la razón ha sido puesta en tela de juicio. Esta situación ha reabierto con profundidad el antiguo debate entre racionalismo y relativismo, este último apoyado en una sesgada interpretación de Nietzsche y de Heidegger. Es decir, la discusión acerca de si es posible encontrar un fundamento sólido en el que pueda apoyarse la razón, o si el modelo racional es únicamente un modelo cultural, y por tanto de valor relativo entre otros modelos que puedan darse y no superior a ellos, lo cual nos conduce a un relativismo epistemológico que afecta al mismo tiempo a la cuestión del conocimiento y a la de la política (C. Delacampagne, 1999). Lo que llamamos ciencia, dice Delacampagne, ¿representa verdaderamente la realidad, o se trata de construcciones y giros lingüísticos que podrían darse de otra manera? Nuestro modelo de sociedad democrática ¿es el mejor que puede darse, o su valor es relativo frente a otros modelos y otras culturas? Pensemos, como un punto clave, en la fundamental importancia que poseen las preguntas que he mencionado para la cuestión de los derechos humanos. Es decir, ¿son estos derechos ingénitos en la naturaleza humana e inalienables sean cuales sean las circunstancias ambientales y políticas, o dependen de factores externos y puede prescindirse de ellos en otras culturas y otras situaciones políticas? Lo mismo con relación a la democracia: ¿puede exigirse en todas las sociedades, o existen sociedades que pueden reclamar que para ellas es mejor otro sistema político? Éstas, entre otras, son inquietantes preguntas que la humanidad se formula en la actualidad y que no pueden dejarnos indiferentes a los psicoanalistas, so pena de que nos recluyamos en un mundo propio, cerrado y autista. Si así lo hiciéramos, 50 se cumplirían para el psicoanálisis los riesgos, que advirtió Hegel para la filosofía, de convertirse en «un santuario aislado [...] cuyos ministros constituyen una orden sacerdotal aislada, no perturbada por la marcha del mundo». Pero las formulaciones e interrogantes que por un camino u otro inciden en la teoría y la práctica psicoanalítica se han sucedido en una cascada inagotable durante el siglo xx. Sartre insiste en la libertad del sujeto, que, aun cuando puede hallarse en la esclavitud, es libre de someterse a ella o de rebelarse e intentar quebrar sus cadenas. Lévi-Strauss, siguiendo la orientación de Ferdinand de Saussure, verdadero fundador del estructuralismo, subraya la manera en que las estructuras profundas —lingüísticas, inconscientes y sociales— construyen al sujeto sin que él lo sepa, incluso aunque se crea libre. La consecuencia del estructuralismo es la proclamación de «la muerte del sujeto», en total oposición al concepto del sujeto libre y hacedor de su propio destino. Lacan, desde el psicoanálisis, sigue a su manera la corriente estructuralista,y afirma que «el lenguaje tiene la estructura radical del inconsciente». Foucault sostiene que el vacío dejado por el sujeto ha sido colmado por el inconsciente, que en la actualidad tiene un puesto de creciente importancia en el campo del saber, al tiempo que nos muestra los lazos ocultos entre conocimiento y poder. La hermenéutica, impulsada predominantemente por Hans-Georg Gadamer y por Paul Ricoeur, intenta encontrar el sentido decaído de la cultura y del sujeto a través de la interpretación. Así, la hermenéutica se propone promover la comprensión intersubjetiva y la comunicación, superando los obstáculos interpuestos a nuestro lenguaje por los giros técnicos y científicos. T. Kuhn (1962) rechaza el falsacionismo de Popper y pone de relieve que las revoluciones científicas se producen debido a un cambio de paradigma por parte de la comunidad científica a causa de factores extrínsecos a la propia racionalidad científica, y tanto él como el filósofo D. Davidson (1986, 1992) —una de las más relevantes figuras de la filosofía actual— defienden la teoría de la verdad como coherencia interna, complemento ineludible de la teoría de la verdad como correspondencia con la realidad sostenida por Popper y Tarski. Para mí, el filósofo norteamericano R. Rorty es el pensador actual que, siguiendo la tradición del también norteamericano J. Dewey —cuya filosofía no puede separarse de sus ideales socialdemócratas—, mejor ha sabido combinar las críticas justificadas a los errores de la Ilustración y a la confianza ciega en el racionalismo tecnológico con el apoyo a un racionalismo adecuado a la sociedad, en defensa de la libertad, la justicia y la 51 democracia. Declarándose antirrepresentacionalista y antiesencialista, considera que la ciencia no ha de esforzarse, inútilmente, en descubrir una realidad «verdadera» y «objetiva» que se encuentra más allá de la mente y del lenguaje, sino que ha de afanarse en preparar a la mente para hacer frente a la necesidad de una sociedad democrática y para conseguir la justicia y la libertad para el mayor número posible de seres humanos. Así, afirma: «Entiendo por explicación antirrepresentacionalista una explicación según la cual el conocimiento no consiste en la aprehensión de la verdadera realidad, sino en la forma de adquirir hábitos para hacer frente a la realidad» (R. Rorty, 1996, pág. 15). Antes de terminar este apartado quiero hacer un breve pero imprescindible comentario. Cuando se habla de la crisis de fe en la racionalidad, de las dudas acerca del valor de la racionalidad, del auge del irracionalismo a partir de ciertos filósofos, etc., conceptos éstos muy caros al pensamiento posmoderno, se parte en mi opinión de una idea errónea de la racionalidad. Se confunde la racionalidad con un aspecto (o tal vez sería mejor decir un uso) parcial de la racionalidad, la racionalidad «instrumental», como si ésta fuera toda la racionalidad. La racionalidad instrumental es aquella en la que utilizamos los instrumentos más adecuados para lograr unos objetivos determinados en beneficio de uno o varios individuos, sin que en ella entre en juego la valoración ética de estos objetivos ni las necesidades del conjunto de la humanidad. Cuando se tienen en cuenta las respuestas de posibles opositores o competidores, se habla también de racionalidad «estratégica». (A. Marquès i Martí, 2000). Pues bien, esta racionalidad instrumental, limitada a la dominación de la naturaleza y a la explotación de los hombres, es la causante de los desastres ocasionados por la técnica, como la amenaza nuclear, la contaminación progresiva, la devastación ecológica, o la que empuja a la humanidad a guerras, matanzas, racismo, etc. La verdadera racionalidad no puede desentenderse de las cuestiones fundamentales que afectan a toda la humanidad. Una verdadera racionalidad ha de asentarse en la ética. Cuando alguien pretende servirse de la racionalidad instrumental como si ésta fuera la única racionalidad posible, está cayendo en la irracionalidad. Apel (1976, 1991) y Habermas (1989), entre otros, han puesto de relieve que los comportamientos deshonestos, la mentira y el nihilismo ético son irracionales. Esto creo que es lo que ha dado lugar a la crisis de la racionalidad y a que la razón sea puesta en tela de juicio. La auténtica racionalidad, que es la racionalidad ética, nunca dará lugar a la pérdida de fe en la razón. 52 3.2. Los «juegos de lenguaje» de Ludwig Wittgenstein Creo que los psicoanalistas no podemos dejar de prestar una atención especial, dentro de la esfera de las relaciones entre filosofía y psicoanálisis, al filósofo vienés, nacionalizado inglés en 1939, Ludwig Wittgenstein, por sus aportaciones a la comprensión del lenguaje, nuestro principal instrumento en la relación con los pacientes. Su obra ha sido considerada como la de mayor impacto filosófico del siglo xx. Wittgenstein, en sus libros Tractatus Logico-Philosophicus (1921) e Investigaciones filosóficas (1953), plantea cuestiones acerca del significado de las palabras y de las proposiciones que no pueden dejarnos indiferentes a nosotros, los psicoanalistas, puesto que utilizamos el lenguaje como nuestro principal recurso profesional. En estos dos libros, Wittgenstein se pregunta sobre el significado, es decir: ¿qué significan las palabras?, ¿de qué manera una proposición dice algo?, ¿cómo conecta el lenguaje con la realidad? En el Tractatus, escrito en forma de proposiciones numeradas, Wittgenstein afirma que si nosotros conocemos los elementos de los cuales se compone un enunciado, entonces lo entendemos sin necesidad de más explicaciones, siempre y cuando la proposición muestre aquello a lo que se refiere. La unidad fundamental de significado es la palabra, y la palabra ensambla con el mundo describiendo un fragmento de él. En una carta escrita a B. Russell en agosto de 1919, citada por W. Baum (1988), es decir, antes de la publicación del Tractatus, decía: «El asunto principal es lo que puede ser dicho (y, lo que es lo mismo, puede ser pensado) mediante proposiciones —es decir, mediante el lenguaje— y lo que no puede ser expresado mediante proposiciones, sino sólo mostrado» (pág. 103). Para el Wittgenstein de la primera época, el del Tractatus, el lenguaje está constituido por proposiciones complejas (moleculares), que pueden dividirse en proposiciones simples o atómicas (elementales) que no son ulteriormente divisibles en otras proposiciones. La filosofía es una actividad clarificadora del lenguaje científico y no una doctrina. En esta obra, Wittgenstein ataca despiadadamente la metafísica: «La mayor parte de proposiciones y cuestiones que se han escrito sobre materias filosóficas no son falsas, sino sólo insensatas. De ahí que no podamos responder de ninguna manera a preguntas de esta naturaleza, sino sólo constatar su insensatez. La mayor parte de las proposiciones y cuestiones de los filósofos dependen del hecho de que nosotros no entendemos la lógica del lenguaje (son del tipo de la pregunta de si el bien es más o menos idéntico a lo bello). Y no es sorprendente que los problemas más profundos no 53 sean propiamente ninguna clase de problemas» (prop. 4.003, pág. 84; la traducción es mía). En el Tractatus hay proposiciones de carácter místico como: «Tenemos la sensación de que, incluso cuando todas las posibles preguntas científicas se hubieran respondido, todavía no se habrían tocado para nada nuestros problemas vitales. Bien cierto, entonces no queda, justamente, ninguna otra pregunta; y precisamente ésta es la respuesta» (prop. 6.52, pág. 151; la traducción es mía). El Tractatus ejerció una gran influencia sobre los componentes del Círculo de Viena y sobre todos los neopositivistas en general, los cuales se adhirieron con entusiasmo a su actitud antimetafísica, interpretaron sus proposiciones atómicas como protocolos de las ciencias empíricas, estuvieron de acuerdo con la idea de que la filosofía es una actividad clarificadora del lenguaje de la ciencia y rechazaron de plano, como era de esperar, las proposicionesde carácter místico. Pero, con el paso del tiempo, esa identificación del Tractatus con el neopositivismo se fue diluyendo. Wittgenstein no fue nunca miembro del Círculo de Viena, a pesar de que para sus componentes el Tractatus fue considerado durante algún tiempo como su Biblia, ni se sintió jamás positivista. En realidad, nunca fue bien comprendido por los neopositivistas, debido a que éstos no prestaron ninguna atención a las ideas místicas, religiosas y éticas que se expresan en la obra. La última proposición, la número 7, dice: «Aquello de lo cual no se puede hablar, debe quedar en silencio». Los positivistas interpretaron mal esta proposición. Para ellos, aquello que debe quedar en silencio es lo que no tiene ningún interés, lo que no puede enunciarse científicamente, y lo único importante es aquello de lo que se puede hablar. Para Wittgenstein, en cambio, lo verdaderamente importante es aquello acerca de lo cual debemos callar. Esto, creo que nos remite a la proposición 6.52 que antes he citado, aquella en la que nos dice que las respuestas de la ciencia, caso de que las haya, no resuelven para nada el problema de la vida, porque «Se nota la resolución del problema de la vida en el desvanecimiento de este problema» (prop. 6.521; la traducción es mía). En el último párrafo del prólogo al Tractatus, Wittgenstein afirma: «La verdad de los pensamientos que se comunican aquí me parece intangible y definitiva. Opino, pues, que, en lo esencial, he resuelto todos los problemas definitivamente» (pág. 66, la traducción es mía). Debido a tal creencia, decidió abandonar definitivamente la filosofía y guardó silencio durante varios años. Sin embargo, en 1929 estaba otra vez enseñando en Cambridge, y en 1954 se publicaron, póstumamente, las Investigaciones filosóficas. En éstas, rechaza las tesis expuestas en el Tractatus y considera que las palabras sólo 54 adquieren su significado a través de la forma en que se utilizan en las proposiciones, por hablantes reales, en contextos determinados y en el curso de toda clase de empresas comunes. Más adelante, cuando hablemos de interacción, intersubjetividad y diálogo en el proceso psicoanalítico, nos daremos cuenta del valor de estas ideas de Wittgenstein acerca de la importancia ineludible del contexto para la comprensión e interpretación de los estados mentales del paciente, así como del intercambio verbal entre éste y el analista. Uno de los más importantes conceptos que hallamos en las Investigaciones filosóficas es el de los «juegos lingüísticos» o «juegos de lenguaje». Wittgenstein desarrolla este concepto a partir de la teoría de la denominación de san Agustín, en la que ya se había apoyado en el Tractatus. Comienza este segundo libro, escrito en párrafos numerados, citando a san Agustín: «Cuando ellos (los mayores) nombraban alguna cosa y consecuentemente con esta apelación se movían hacia algo, lo veía y comprendía que con los sonidos que pronunciaban llamaban ellos a aquella cosa cuando se pretendía señalarla. [...] Así, oyendo repetidamente las palabras colocadas en sus lugares apropiados en diferentes oraciones, colegía paulatinamente de qué cosas eran signos y una vez adiestrada la lengua en estos signos, expresaba ya con ellos mis deseos» (párrafo 1, pág. 2). En este segundo libro, Wittgenstein niega la aseveración de san Agustín de que el significado de las palabras es, simplemente, lo que ellas denominan, pese a que a su juicio las definiciones ostensivas son necesarias para el que escucha el lenguaje y debe interpretarlo, pero cree que no son suficientes para explicar el aprendizaje del lenguaje. «Podemos imaginarnos también que todo el proceso del uso de las palabras en (2) es uno de esos juegos por medio de los cuales los niños aprenden su lengua materna. Llamaré a estos juegos “juegos de lenguaje” y hablaré a veces de un lenguaje primitivo como un juego de lenguaje. [...] Llamaré también “juego de lenguaje” al todo formado por el lenguaje y las acciones con las que está entretejido» (párrafo 7, pág. 25). De acuerdo con ello, la unidad de significado no es la palabra sino la proposición. Y son éstas las que figuran en los juegos de lenguaje, de tal manera que el significado viene dado por las relaciones entre el hablante y el mundo. «[...] El significado de una palabra es su uso en el lenguaje» (párrafo 43, pág. 61). Así pues, si en un principio el significado era la denominación, ahora Wittgenstein nos dice que antes de conocer lo que un nombre expresa debemos conocer de qué manera es empleado tal nombre en el juego de lenguaje del que tal nombre forma parte. De esta manera, podemos decir que hablar un lenguaje revela una forma de vida en un determinado contexto humano y dentro de un conjunto 55 de reglas que rigen su uso. Habitualmente, hemos pensado que en el niño primero existe un pensamiento, incluyendo impulso y deseo, que posteriormente debe ser adecuado a un lenguaje público. Para Wittgenstein —y creo que esto forma parte de lo más revolucionario de su teoría— primero se trata de la enseñanza al niño de una forma de vida, que a la vez es el aprendizaje de un lenguaje y, con ello, la adquisición de la capacidad de pensar (M. Cavell, 1993). No sería adecuado seguir adelante con la exposición de los pensamientos de Wittgenstein. Creo que con lo dicho es suficiente para percatarnos de la trascendencia que para el psicoanálisis y la psicoterapia poseen los conceptos de Wittgenstein sobre el significado de las palabras y proposiciones, los juegos de lenguaje y su relación con el contexto en el que se hallan los interlocutores y las reglas que se utilizan. 3.3. La teoría de la verdad como correspondencia y la teoría de la verdad como coherencia Un buen ejemplo de la trascendencia de las cuestiones filosóficas actuales en el campo del psicoanálisis lo tenemos en el debate acerca de la verdad como correspondencia versus la verdad como coherencia. En nuestros días, la adhesión a una u otra de estas teorías de la verdad configura un importante punto de discusión entre los psicoanalistas, dando lugar incluso a lo que puede llamarse división en dos bandos. En general, aunque soy consciente de que esta forma de establecer una diferenciación es excesivamente esquemática y simplista, creo que quienes se apoyan en las pulsiones y sus vicisitudes como fundamento del funcionamiento de la mente humana son partidarios de la teoría de la verdad como correspondencia, mientras que aquellos que creen encontrar este fundamento en el contexto social-relacional en el que el sujeto nace y se desarrolla y en el que adquieren significado sus pulsiones biológicas, lo son de la teoría de la verdad como coherencia. Antes de abordar, sucintamente, la cuestión de estas dos concepciones de la verdad, quiero subrayar, dadas las estrechas relaciones entre los conceptos de verdad y conocimiento, que en mi opinión hemos de entender por conocimiento una creencia verdadera y justificada. No basta con que sea justificada, ya que una creencia puede estar justificada por una serie de circunstancias —por ejemplo, para un observador desprovisto de conocimientos físicos y de medios suficientes de comprobación se halla 56 plenamente justificada la creencia de que el sol da vueltas en torno a la tierra— y no ser verdadera. Pero tampoco es suficiente con que la creencia sea verdadera para que sea portadora de conocimiento, ya que el sujeto puede afiliarse a una creencia sin poseer ninguna razón que la justifique, como puede ser por identificación con otro —por ejemplo, por pensar que el propio analista sostiene tal creencia— o porque tal creencia favorece los deseos del sujeto, como sucede en el caso de la racionalización. La teoría de la verdad como correspondencia expresa que una creencia es verdadera solamente si las cosas son como ella dice que son. Dicho de otro modo, lo que nos dice la teoría de la correspondencia es que la verdad consiste en la correspondencia entre nuestras proposiciones y los objetos a los que con ellas nos referimos. La teoría de la verdadcomo correspondencia queda incluida dentro de la corriente filosófica denominada realismo. Como es fácil suponer, el problema reside, precisamente, en la dificultad para saber si las cosas son realmente como la creencia dice que son. La teoría de la verdad como coherencia concibe la verdad como un sistema de creencias que se sostienen mutuamente, que son coherentes entre sí. Desde este punto de vista, una creencia se considera verdadera por su coherencia con otras creencias. En este caso, el problema estriba en que un conjunto de creencias pueden ser perfectamente coherentes entre sí sin que las cosas sean realmente como ellas nos dicen que son. Esta teoría queda incluida en la corriente filosófica denominada idealismo. La teoría de la correspondencia es, evidentemente, más simple, más comprensible, más afín al «sentido común» y la propia de las ciencias naturales. La teoría de la coherencia parece caer en el solipsismo y sostener un tipo de verdad coherente consigo misma, pero apartada de la realidad del mundo. Sin embargo, examinadas con alguna profundidad, las cosas distan mucho de ser tan sencillas. El psicoanalista canadiense C. Hanly (1992), partidario de la teoría de la correspondencia y que ha estudiado este tema con detenimiento, considera que ambas teorías van acompañadas por dos ideas, una epistemológica y otra ontológica. Resumiré sus palabras, que hasta cierto punto se pueden considerar representativas de los partidarios de la teoría de la correspondencia, con lo cual me ahorraré citar a otros autores. La premisa epistemológica que acompaña a la teoría de la correspondencia es que los objetos son capaces de estimular nuestros sentidos de manera que podemos observarlos tal como ellos son, independientemente de nuestras teorías previas. La premisa ontológica sostiene que nuestros pensamientos y acciones siempre tienen una 57 causa. La premisa epistemológica que acompaña a la teoría de la coherencia es la de que nuestras formas de pensar y percibir siempre condicionan aquello que nosotros observamos. La premisa ontológica es la de que nuestras acciones —tanto físicas como mentales— obedecen a razones, más que a causas. Por mi parte, quiero poner dos objeciones a estas afirmaciones de Hanly. Con relación a la posibilidad de observar los objetos independientemente de nuestras teorías, quiero recordar que Popper, indudablemente partidario del método científico y de la teoría de la correspondencia tal como fue formulada por Tarski, como he mencionado antes, insiste repetidamente en que todas nuestras observaciones se hallan siempre «cargadas de teoría», y que nuestra mente no es una pizarra vacía o tabula rasa en la que, simplemente, se inscribe aquello que estimula nuestros sentidos. Popper combate esta teoría de la mente como una tabula rasa diciendo, con un lenguaje más coloquial, que se trata de la teoría que él denomina «del cubo», y que en ella «se concibe la mente como un cubo, más o menos vacío, que se llena a través de los sentidos, y que almacena o digiere su contenido» (K. Popper, 1988, pág. 66). Por el contrario, considera que nuestro conocimiento subjetivo de la realidad se compone de disposiciones innatas que van madurando, y que todo conocimiento, incluso la observación, está impregnado de teoría. A partir de esta idea de las disposiciones innatas elabora la siguiente conclusión: «El hecho de que todos nuestros sentidos estén de este modo impregnados de teoría muestra, de la manera más clara, el fallo radical de la teoría del cubo, así como de todas aquellas teorías que intentan remitir el conocimiento a las observaciones o al input del organismo. Por el contrario, lo que se puede asimilar (y a lo que se puede reaccionar) como input relevante y lo que se ignora como irrelevante depende completamente de la estructura innata (el “programa”) del organismo» (ibid., pág. 75; cursiva del autor). En su último libro, En busca de un mundo mejor (1994b), Popper narra la anécdota siguiente. En el curso de una conferencia pidió a los asistentes su ayuda para un experimento. Obtenida su conformidad, les solicitó que observaran atentamente. A los pocos segundos varios de los oyentes, casi al unísono, preguntaron qué era lo que debían observar. A esto respondió Popper diciendo que el experimento ya había terminado, y que su finalidad era la de demostrar que no era posible la observación sin teoría. Con esta referencia a Popper, también partidario de la teoría de la correspondencia, queda claro que la premisa epistemológica respecto a la posibilidad de observar los objetos con independencia de las teorías del observador no resulta tan cierta e indiscutible como pretende Hanly. 58 Por lo que se refiere a la premisa ontológica a partir de la cual Hanly trata de diferenciar entre causas y razones, según la diferente perspectiva de la teoría de la correspondencia y la teoría de la coherencia, también he de subrayar que el consenso actual entre los filósofos, y entre muchos psicoanalistas, es el de que las razones son causas para nuestra conducta y nuestros procesos mentales. Dice Davidson a este respecto: «Una razón explica una acción cuando nos conduce a entender algo que el agente de la acción vio, o creyó ver, en su acción: algún rasgo, consecuencia o aspecto de la acción que el agente deseaba, necesitaba o a lo que se sentía obligado. No podemos explicar por qué alguien hizo algo simplemente diciendo que tal acción le atraía. Siempre que queramos señalar que alguien ejecutó una acción por determinada razón debemos mostrar que: a) el agente tenía algún tipo o suerte de protoactitud hacia una clase de acción; b) el agente pensaba, o sentía, conocía, recordaba, que la acción ejecutada pertenecía a esta clase. Bajo a) han de ser incluidos deseos, necesidades, impulsos, compulsiones, valores morales y sociales, objetivos y principios, en cuanto que todos estos factores dan lugar a actitudes de un agente dirigidas a la realización de acciones de una determinada clase… Desde esta perspectiva, hallar la razón por la que un agente realizó una acción depende de hallar la protoactitud a) y los pensamientos, conocimientos, etc., relacionados con ella, b). El conjunto a) y b) es lo que se puede llamar la razón primaria por la que el agente ejecutó la acción» (D. Davidson, 1986, págs. 3-4; la traducción es mía). Las citas de este tipo podrían multiplicarse, pero no es necesario, porque todas ellas nos conducen a la afirmación de Davidson: «La razón primaria para una acción es su causa». Vemos, por tanto, que tampoco la premisa ontológica mediante la cual Hanly trata de diferenciar radicalmente la teoría de la correspondencia de la teoría de la coherencia cumple a la perfección con este cometido. Y todavía ahonda más esta dificultad el hecho de que, según las interpretaciones más corrientemente aceptadas de la mecánica cuántica, cada una de las partículas subatómicas puede comportarse de modos imprevisibles y son numerosos los acontecimientos aleatorios y sin causa. La comprensión, no digo la aceptación, de los argumentos en favor de la teoría de la coherencia se hace más dificultosa para quienes no están habituados al razonamiento filosófico. En mi opinión, siguiendo en esto a Davidson (1986) y Cavell (1993), ambas teorías no deberían ser consideradas como teorías rivales, sino complementarias. La coherencia, dice Davidson, genera correspondencia. Citaré algunas palabras de este autor 59 que resultan muy clarificadoras (para lo cual hemos de tener en cuenta lo que más arriba he dicho acerca de la justificación de las creencias): «[...] Es tal vez obvio que la coherencia de una creencia con un cuerpo importante de creencias incrementa las posibilidades de que sea verdadera, a condición de que haya razones para suponer que el cuerpo de creencias sea verdadero o lo sea en gran parte» (pág. 78). «[...] Lo que distingue una teoría de la coherencia es simplemente la idea de que nada puede contar como una razón para sostener una creencia excepto otra creencia. El defensor de esta idea rechaza porininteligible la demanda de fundamentos o fuentes de justificación de una fuente distinta. En palabras de Rorty, nada cuenta como justificación salvo por referencia a lo que ya aceptamos, y no hay forma de salir de nuestras creencias y de nuestro lenguaje para hallar alguna otra prueba que no sea la coherencia» (D. Davidson, 1992, pág. 79). Por tanto, como he dicho antes, el problema de la teoría de la coherencia es que un sistema de creencias coherentes entre sí puede darnos una «verdad» que no coincide con el mundo de la realidad externa. Pero el problema de la teoría de la correspondencia es que para justificar que una creencia «corresponde» a la realidad externa no tenemos otro remedio que recurrir a otras creencias. En este sentido se expresa Cavell: «El problema es que cada una de ellas (la teoría de la coherencia y la teoría de la correspondencia) afirma algo cierto y algo equivocado. Si nos hallamos genuinamente en un estado de conocimiento, entonces lo que nosotros creemos ha de ser lo que el mundo es. Esto es lo que es cierto en la teoría de la correspondencia. Pero también debemos tener buenas razones para pensar que ésta es la realidad del mundo, razones que sólo pueden tener la forma de otras creencias. Esto es lo que es cierto en la teoría de la coherencia» (M. Cavell, 1993, pág. 37; la traducción es mía). Yo voy a ejemplificar esto de una manera seguramente demasiado simple. Alguien puede creer que la proposición «la hierba es verde» corresponde a la realidad de la hierba, es decir, que es verdadera porque la ha comprobado con sus propios ojos. Pero esta creencia sólo está justificada por su creencia de que las sensaciones que llegan a su conciencia son fiables, es decir, que debe confiar en sus sentidos y, en este caso, su creencia de que la hierba es verde es coherente con su creencia de que puede confiar en sus sentidos. Aún hay más. Quien dice que toda hierba es verde, fundándose en que todas las hierbas que ha visto son verdes, sólo puede decirlo en coherencia con su creencia en el principio inductivista ingenuo o del sentido común, aquel según el cual un número «suficientemente grande» de observaciones que constatan un hecho determinado nos permite enunciar una ley de 60 carácter universal acerca de este hecho. Principio inductivista que, por cierto, ha sido rechazado de plano por Popper (1988), quien ha puesto de relieve que un número de observaciones, por grande que sea, siempre es finito y no pude dar lugar a la construcción de una ley universal en un universo infinito. Hanly (1992) se esfuerza en demostrar que Freud era partidario de la teoría de la verdad como correspondencia, lo cual creo que es cierto pero con muchas matizaciones. El mismo Hanly, honestamente, reconoce que en muchas ocasiones Freud se apoyaba en la verdad como coherencia, como en Tótem y tabú (1913) y en el caso del Hombre de los lobos, en el cual dudaba acerca de si la escena primaria del coitus a tergo de los padres había sido presenciada realmente por el paciente o se trataba de una construcción del analista. Consideraba que las dos hipótesis nos servían igualmente para explicar los hechos clínicos observados y que, a partir de cualquiera de ellas, los resultados prácticos habrían sido los mismos, lo cual nos introduce plenamente en la teoría de la verdad como coherencia. Creo que, de todas maneras, no cabe duda de que Freud, y con él prácticamente toda la tradición psicoanalítica, pensó siempre que una buena interpretación es aquella cuyo contenido se corresponde con el estado de los asuntos del mundo interno del paciente; pero ahora numerosos autores (D. Spence, 1994; R. Schaffer, 1983; R. Wallerstein, 1988; etc.) se preguntan si la verdad de una interpretación psicoanalítica no reside más bien en su coherencia o adecuación (fit) con la narrativa del paciente. 61 4. Las transformaciones de las teorías psicoanalíticas 4.1. Perspectiva general Todo lo que hasta ahora, en breve esbozo, acabo de describir configura un torbellino inacabable de preguntas e interrogantes, del que acabo de dar una muestra microscópica, acerca de las posibilidades del conocimiento humano, la función del pensamiento y la razón, la verdad, la comunicación, la realidad, etc., que por fortuna ha repercutido hondamente en las teorías psicoanalíticas, con lo cual se hace patente que éstas son verdaderas teorías dirigidas a la indagación y a la aprehensión de la realidad, sea cual sea el grado de cientificidad que se les atribuya, y no dogmas estáticos. Por lo que hasta ahora he dicho, queda claro que Freud era un típico representante de la modernidad, con una fe absoluta en la ciencia y con la convicción de que, con ella, el hombre acabaría por dominar por completo no sólo la naturaleza que le rodeaba sino también la suya propia. Su método psicoanalítico —que no ha de confundirse, como generalmente ocurre, con el trato sumamente humano y personalizado que él ofrecía a sus pacientes— era de carácter ascético y estaba basado en la renuncia. Los pacientes debían renunciar a sus deseos infantiles, una vez que éstos eran comprendidos y, bajo el influjo de la razón, acomodarse a los dictados y limitaciones de la realidad. La psicología del yo siguió este camino: la convicción dominante era la de que el yo asimilaría progresivamente la realidad psíquica revelada en la interpretación, adquiriendo con ello un fortalecimiento suficiente para convertirse en invulnerable frente a las fantasías infantiles promovidas por las pulsiones instintivas. De acuerdo con los principios científicos propios de la modernidad, se creía que la personalidad del investigador- analista no ejercía ningún efecto sobre aquello que estaba observando y comprendiendo. Sólo sus palabras, si realmente se correspondían con los asuntos del mundo interno del paciente, ejercerían un efecto curativo, o dejarían de ejercerlo en caso contrario. Pero el propio Freud, como se puede ver en Análisis terminable e interminable (1937), comprobó que la realidad psíquica era muchísimo más complicada. Y los continuadores de su obra, forzados por la experiencia, han ido abandonando el esquema lineal de Freud, típico de la perspectiva científica de su época: causa (fantasías inconscientes patógenas) —efecto (síntomas neuróticos)— agente curativo (revelación de las fantasías inconscientes mediante la interpretación). Con ello, se han ideado nuevas vías que 62 puedan dar mejor razón de las complejidades halladas en el trato con los pacientes, y que, a la vez, aporten innovaciones técnicas más prometedoras (J. Nos, 1999). Algunas de estas vías han dado lugar a las diferentes escuelas vigentes hoy en día y que antes he citado. Pero, en las últimas dos décadas, la penetración de la posmodernidad en el psicoanálisis ha repercutido con particular fuerza en las teorías psicoanalíticas, dando lugar a dos tipos de efectos. Por un lado, se han desarrollado nuevas orientaciones dentro de la teoría y la práctica que, para algunos de sus seguidores, adquieren cierta independencia y autonomía dentro del cuerpo general de la teoría psicoanalítica, dando lugar a la creación de nuevas escuelas. Por otro lado, estas mismas orientaciones se han introducido en las escuelas tradicionales y han motivado importantes transformaciones en ellas. Naturalmente, no siempre es fácil distinguir dónde termina un efecto y dónde comienza el otro. Asimismo, la valoración de estas nuevas ideas y de su eco en las escuelas más tradicionales se halla sujeta a muy distintas opiniones según diferentes autores. Así, para citar tres nombres, K. Leary (1994) es muy crítica con respecto al posible enriquecimiento de la teoría psicoanalítica mediante la visión posmoderna, mientras que psicoanalistas tan prestigiosos como Gill (1994) y Schaffer (1997) han integrado progresivamente gran parte de las ideas aportadas por la cultura posmoderna en su forma de concebir y practicar el psicoanálisis. Queda a criterio de cada uno el decidir si estamos asistiendo a una evolución o a una revolución de las teorías psicoanalíticas.Tal vez el encuentro de la cultura posmoderna con las experiencias psicoanalíticas acumuladas durante largos años nos puede llevar al intento de fundamentar la esencia del proceso psicoanalítico en las necesidades del paciente, por un lado, y en aquello que puede conocer el analista, por el otro (S. Mitchell, 1993). Este empeño nos ha de conducir primordialmente a la búsqueda de la plena y auténtica realidad personal del paciente, lo que tal vez podemos asimilar al «devenir 0» de Bion (1965), como uno de los objetivos fundamentales del proceso psicoanalítico. Dice Mitchell a este respecto: «La esperanza inspirada por el psicoanálisis en nuestro tiempo se fundamenta en el significado personal, no en el consenso racional. El puente a través del cual se establecen las conexiones con los otros no se halla construido sobre una realidad que se sobrepone a la fantasía y a la imaginación, sino por sentimientos experimentados como reales, auténticos, generados desde el interior más que expuestos externamente, en relación estrecha con la fantasía y la imaginación» (S. Mitchell, 1993, pág. 21; la traducción es 63 mía). Lo que el paciente necesita, por tanto, no es sólo la claridad y el insight, sino también, y primordialmente, un incremento de su capacidad para generar experiencias reales y significativas para él. Desde este punto de vista, la salud mental ha de ser enjuiciada en términos de creatividad más que de normalidad y adaptación al medio. Vemos, pues, que desde esta perspectiva no se trata de dilucidar la importancia relativa de la relación paciente-analista o del insight, sino de subrayar la precisión de la búsqueda de una auténtica y personal experiencia del analizado. En cuanto a la cuestión referente a aquello que el analista puede conocer de su paciente, me parece evidente que la confianza en los conocimientos proporcionados por el método psicoanalítico, en tanto que conocimiento científico, se ha transformado, dentro de la atmósfera de la posmodernidad, en una actitud de incertidumbre y duda que nos impulsa a cuestionarnos constantemente acerca de nuestro saber. Bajo el empuje de la insatisfacción en el resultado de muchos tratamientos, de la fragilidad de nuestros conocimientos, de los desafíos por parte del método científico (A. Grünbaum, 1993) y de los interrogantes planteados por la cultura posmoderna, gran parte de los analistas ha dejado de sentirse en posesión de conocimientos objetivos y universales y ha tendido a refugiarse en sistemas de valor relativo, construidos sobre las experiencias personales y sobre su propia subjetividad. Esta crisis de confianza en la posibilidad de conocer qué es lo que existe en la mente del paciente, en parte generada por la práctica profesional de los analistas y en parte por los profundos cambios sociales y culturales a que antes he hecho referencia, ha provocado la búsqueda de respuestas en la investigación experimental, en la fenomenología (E. Schwaber, 1983, 1990), en la hermenéutica (D. Spence, 1982; R. Schaffer, 1976, 1983, 1992) y en el constructivismo social (I. Hoffman, 1991, 1992, 1994; S. Mitchell, 1993). Las transformaciones en la teoría y en la práctica psicoanalíticas que he estado comentando han dado lugar a distintas corrientes de pensamiento y orientaciones, las más importantes de las cuales, y de las que me ocuparé más adelante, son la teoría relacional, el interaccionismo, el intersubjetivismo y la psicología de dos personas. Aunque para referirse a estas nuevas orientaciones se habla, a veces indistintamente, de modelos o teorías, yo creo que se trata en realidad de metateorías, y que la mayor parte de sus puntos de vista pueden ser aplicados al estudio de la relación paciente-terapeuta dentro de cualquiera de las teorías psicoanalíticas más extendidas, como son el freudismo en un sentido estricto, tal como es concebido por la escuela francesa, la psicología del yo, la 64 psicología del self, la teoría de las relaciones objetales y el kleinismo y el poskleinismo. 4.2. Cambios en la intelección de la transferencia Ya me he referido antes, brevemente, a esta cuestión. Una de las modificaciones más importantes que están teniendo lugar en el campo de la teoría y la práctica psicoanalíticas es la que hace referencia a la manera de entender la transferencia. Tradicionalmente, la transferencia ha sido vista, y creo que lo que voy a decir ha sido globalmente válido para todas las escuelas hasta que se ha iniciado la evolución a la que me estoy refiriendo, como una distorsión de la persona del analista al serle proyectadas las imágenes internas del paciente (J. Strachey, 1934). El analista, por su parte, ha sido considerado como alguien dotado de idoneidad para conservar una visión objetiva de la situación y para advertir al analizado de los falseamientos que lleva a cabo en su relación con él. A partir de las mudanzas en el pensamiento psicoanalítico que he estado comentando, son cada vez más numerosos los psicoanalistas que juzgan que el impacto del analista sobre el paciente debe examinarse sistemáticamente como parte intrínseca de la transferencia, la cual es vista como basada en la mutua contribución de ambos participantes en interacción. Es decir, desde esta perspectiva, la transferencia no es estimada como una completa distorsión de la realidad del analista, sino como un hecho psíquico que tiene siempre una significante y plausible base en el aquí y ahora de la realidad del analista (M. Gill, 1994), el cual es un coparticipante de la misma. En otros capítulos volveré sobre esta cuestión, central en mi concepción de la relación paciente-terapeuta. Puede ser que este cambio en la intelección de la transferencia se halle vinculado a una oscilación frecuente en el pensamiento psicoanalítico en cuanto al predominio del énfasis en la cognición, por un lado, o en los afectos, por otro. Cooper (1987) piensa que estas dos actitudes distintas son la expresión de dos visiones del mundo, científica y romántica respectivamente. En la actualidad, y seguramente ligada a la influencia del pensamiento posmoderno, en la cultura contemporánea en general y en el psicoanálisis en particular, nos hallamos en un período en el que se ha incrementado la perspectiva romántica, fuertemente devaluada durante la primera mitad del siglo xx. La actitud cognitiva nos lleva a contemplar la transferencia como un viaje intelectual, aunque investido muy emocionalmente, en búsqueda de una verdad escondida que es menester descubrir. La perspectiva romántica, en cambio, nos empuja a abordar la transferencia 65 como una espléndida aventura emocional en la cual analizado y analista se sumergen profundamente, con la esperanza de que esta inmersión les aportará una ampliación y enriquecimiento de su personalidad. Desde este punto de vista, no se persigue tanto el hallazgo y la revelación como la creación de significados, el reconocimiento de la auténtica subjetividad y la posibilidad de nuevas experiencias. La idea de la transferencia como la repetición, en la relación con el analista, de antiguas vivencias infantiles es, por tanto, un modelo «histórico», puesto que se fundamenta en la historia antigua del analizado, la cual ha de ser reconstruida, comprendida e interpretada. La importancia de esta perspectiva descansa en la posibilidad de librar al analizado de arcaicos conflictos intrapsíquicos que perturban su mente. En el modelo de la transferencia como una nueva experiencia, en cambio, lo importante es su plena vivencia y comprensión y, en ella, la reparación del llamado defecto o déficit como huella de un desarrollo alterado, constituye el objetivo primordial. Naturalmente, los dos modelos no son exclusivos, sino que se combinan y complementan, aun cuando poseen un distinto peso, de acuerdo con la orientación de cada psicoanalista. Esta evolución en la teoría acerca de la transferencia no es ajena a la progresiva pérdida de prestigio del concepto de neurosis de transferencia en la literatura psicoanalítica. Hoy en día, pensamos más en términos de respuestastransferenciales, en las que las relaciones del self con los objetos internos y las de éstos entre sí se reflejan en la relación con el analista. 4.3. La repercusión de los estudios acerca de la relación niños-padres Desde los inicios del psicoanálisis se ha venido utilizando la metáfora de la relación madre-bebé para comprender mejor la situación analítica. Esta manera de abordar el proceso psicoanalítico se ha incrementado progresivamente en los últimos años. Creo que gran parte de la evolución que se ha producido en este sentido se debe a los conocimientos adquiridos a través de la observación e investigación de la interacción padres-niños. Ello ha dado lugar a que el tratamiento psicoanalítico sea comparado cada vez más a un proceso de desarrollo, similar al que viven los niños en su relación con los padres, lo cual se ha reflejado vigorosamente en la manera en que los analistas disciernen las vicisitudes de la transferencia y los efectos de sus intervenciones. Es menester señalar que también en esta misma área se está produciendo una 66 evolución significativa. Mayes y Spence (1994) señalan que existen dos formas de utilizar la metáfora del desarrollo infantil: la ingenua y la informada. Habitualmente se ha utilizado de una forma ingenua, según la visión que cada analista ha tenido de las relaciones del niño con sus primeros cuidadores. Se trata de una actitud adoptada voluntariamente, en la que el analista siente que está tratando a su paciente como si fuera un hijo o hija a quien ha de cuidar. El uso informado de la metáfora, que progresivamente ha de llevar a cambios en la aprehensión de la relación analítica, descansa en el conocimiento de las investigaciones en torno a la interacción niños-padres (Daniel Stern, 1978, 1991, 1997; R. Emde, 1990). En la aplicación informada del modelo padres-infante, no se trata de adoptar intencionalmente una actitud parental en la relación con el paciente al cual se percibe como un hijo o hija, sino de utilizar en cada momento los conocimientos proporcionados por las actuales investigaciones, a fin de comprender mejor los movimientos transferenciales del paciente y sus necesidades emocionales. Esto, en el empleo informado de la metáfora, nos lleva a tener en cuenta que nuestro verdadero papel como terapeutas no es el de elegir deliberadamente una actitud materna o paterna, como tanto se ha venido haciendo en la práctica psicoanalítica, sino el de servirnos de nuestros conocimientos actuales acerca del desarrollo infantil. Para poner un ejemplo de lo que estoy diciendo, la utilización informada de la metáfora nos permite no olvidar, como suele ocurrir en su empleo ingenuo, que los bebés y los niños se valen en gran manera del sentido de la vista para captar los estados afectivos de sus padres y los mensajes transmitidos por ellos, así como para percibir la respuesta de éstos frente a sus propios mensajes y la expresión de sus sentimientos. Y que, por tanto, un paciente tendido en el diván, privado casi por completo de información visual, se puede encontrar en una situación no sólo muy confusa y difícilmente inteligible para él, sino incluso aterrorizadora si el analista se empeña en relacionarse de una manera estricta según el modelo de la relación padres- hijo, en la realidad de la cual el bebé y el niño se relacionan no únicamente mediante la verbalización y la audición, sino también a través de la visión, el tacto, el olfato, la cenestesia y múltiples contactos corporales. No creo aventurado pensar que, en realidad, sólo los pacientes con unos objetos internos suficientemente constantes, estables y protectores pueden soportar, en los momentos de regresión, la frustración que supone la ausencia de indicaciones visuales que confirmen la presencia del objeto, de manera que sea factible suponer que las experiencias que están viviendo en la situación analítica son 67 verdaderamente equivalentes, para ellos, a las que vivieron en una época determinada de su vida. Pienso que la utilización de la metáfora informada ha contribuido, en gran manera, a un replanteamiento de las indicaciones de algo que hasta el momento se ha considerado casi una condición sine qua non del tratamiento psicoanalítico: el empleo del diván con los pacientes adultos (J. Lichtenberg, 1995; J. Grotstein, 1995; J. Gedo, 1995; A. Frank, 1995). Es éste un asunto del que no me ocuparé en este libro, pero sí quiero señalar ahora que el hecho de que se haya constituido en un tema de debate es también el resultado de uno de los cuestionamientos e interrogantes sobre la teoría y la práctica psicoanalíticas que se han dado en los últimos años: el del abandono de la imagen del analista como un investigador objetivo, neutro, imparcial y poseedor de la verdad, que se limita a observar lo que ocurre en la mente del paciente, sustituida por la imagen del analista como un coparticipante en el proceso y como alguien sometido a una radical incertidumbre. Creo que el hecho de ver más hacedero, y más conveniente en muchos casos, el análisis «cara a cara», tiene mucho que ver con esta imagen «transformada» del analista. 4.4. Modificaciones en las metas de la terapéutica psicoanalítica Es necesario subrayar que todas las transformaciones en la teoría desembocan, en última instancia, en sucesivas modificaciones de las llamadas «metas» del proceso analítico, el estudio de las cuales constituye, en realidad, un verdadero compendio de la historia del psicoanálisis (H. Modell, 1990; M. Gill, 1994; J. Sandler y U. Dreher, 1996; R. Schaffer, 1997). En consonancia con las perspectivas que yo he presentado a lo largo de este capítulo, me parece que, en la actualidad, lo que los analistas deben tener en mente son «expectativas» de aquello que va a producirse a través del proceso analítico, más que metas en el sentido de algo más o menos idealizado que debería alcanzarse. Por un lado, podemos decir que ahora somos más modestos en nuestras ilusiones terapéuticas, tema que abordaré de nuevo en el segundo capítulo. Gran parte de los analistas no creen que puedan resolverse los conflictos intrapsíquicos totalmente, sino que lo que se consigue es que el analizado construya nuevas formas de adaptación frente a ellos. Tal vez muchos de nosotros tendemos más bien a no esperar que, aun cuando se produzca una cierta nueva configuración de las relaciones objetales internas, ello 68 presuponga una modificación de la estructura mental básica de nuestros pacientes, y sabemos que los rasgos caracterológicos difícilmente cambian, pero sí que pueden ser empleados de una forma más constructiva y satisfactoria, de la misma manera que la desintegración del átomo puede ser utilizada para construir centrales atómicas generadoras de energía útil y no para destruir a la humanidad. Por cierto que, al exponer este ejemplo, tengo muy en cuenta la objeción de que tal vez, a la larga, esta utilización positiva de la energía atómica pueda resultar tanto o más destructiva que el empleo de la misma con fines bélicos, pero ésta es otra cuestión que entra de lleno en la crisis de la modernidad y del pensamiento tecnológico. Por otro lado, en cambio, creo que nos es más beneficioso el reconocimiento de la limitación de nuestros poderes «curativos», ya que tal vez desde esta perspectiva es válido decir que incluso podemos ser más ambiciosos. Al saber que nunca nos es posible ser totalmente objetivos, estamos en mejores condiciones para percatarnos de la manera en que nuestra subjetividad está impactando continuamente en los procesos mentales de nuestros analizados y, por tanto, podemos comprender mejor el desarrollo de su transferencia como algo en lo que nosotros participamos y creamos conjuntamente. Al aceptar la imposibilidad de ser plenamente neutrales, podemos alcanzar una neutralidad significativa teniendo muy presente, en cada instante, los estímulos que representan para el analizado los oscilantes matices de nuestra sesgada neutralidad. No ponemos tanta esperanza como antes en la resolución de los conflictos intrapsíquicos ymenos todavía en la posibilidad de librar al paciente de toda ansiedad y de dotarle de una perfecta salud mental. Pero creemos, con otra suerte de optimismo, en el análisis como una excitante y prometedora aventura personal —en realidad bipersonal— que proporciona al analizado la oportunidad, que nosotros compartiremos con él, de encontrarse a sí mismo, de descubrir su autenticidad y de iniciar un nuevo desarrollo mental. 69 L Capítulo II El objetivo de la relación paciente-terapeuta: el cambio psíquico a terapéutica psicoanalítica aspira a ayudar al paciente a superar sus dificultades a través de promover en él un cambio psíquico. Podemos decir que, con la finalidad de alcanzar este cambio psíquico, paciente y terapeuta entablan una relación tan estrecha y compleja como la que iremos viendo a lo largo de este libro. Por eso la cuestión del cambio psíquico ha sido siempre un tema de la máxima importancia dentro de la teoría y la práctica del psicoanálisis. El 37º Congreso de la Asociación Psicoanalítica Internacional, celebrado en Buenos Aires en 1991, estuvo dedicado al tema «Cambio psíquico: Desarrollos en la teoría de la técnica psicoanalítica»; las comunicaciones presentadas se publicaron en el vol. 73 del International Journal of Psychoanalysis. Sin embargo, se trata de un asunto muy complejo, que dista mucho de estar resuelto y sobre el cual existe una gran diversidad de opiniones y múltiples dudas. No es difícil suponer que, por las razones que he expuesto en el primer capítulo, esta diversidad en las opiniones y estas dudas han sufrido un notable incremento en el momento actual. Se nos plantean dos preguntas fundamentales: ¿es posible el cambio psíquico? Y, en caso afirmativo, ¿en qué consiste tal cambio? Desafortunadamente, no estoy en condiciones de responder con absoluta claridad y certeza a ninguna de estas dos preguntas. Pero, dado que podemos afirmar que lograr un cambio psíquico en el paciente es el objetivo que persiguen éste y el terapeuta con su relación, creo que es obligado dedicar algunas reflexiones a este problema. 70 1. Introducción al problema del cambio Lo primero que quiero señalar es que cuando hablamos de cambio psíquico solemos hacerlo con tanta naturalidad y despreocupación como si esta cuestión del cambio, en el sentido general del término, fuera la cosa más elemental y comprensible del mundo, pese a que, en realidad, es todo lo contrario. Yo creo que los psicoanalistas hemos de acostumbrarnos a manejar con especial cuidado aquellas ideas que pertenecen al acervo común de las ciencias y de la cultura, de manera que tengamos en cuenta lo que sobre ellas opinan las ciencias y las humanidades, en lugar de utilizarlas como si fuera algo de nuestra exclusiva incumbencia y sobre lo que nadie se hubiera pronunciado todavía. El planteamiento de la naturaleza del cambio, las preguntas acerca de qué es el cambio e incluso las dudas acerca de si realmente es posible el cambio, son asuntos que desde muy antiguo han preocupado a filósofos y científicos y que distan mucho de estar totalmente solventados. No es tarea nuestra, en tanto que psicoanalistas, adentrarnos profundamente en los problemas científicos y epistemológicos con que nos enfrenta el concepto mismo del cambio, pero sí creo que el hecho de no olvidar las complejidades que presenta la misma idea del cambio y las incertidumbres y enigmas que suscita nos ayudará a precisar mejor aquello que hemos de entender por cambio psíquico, así como las relaciones entre éste y el concepto de modificación estructural. La preocupación por el problema del cambio comenzó ya con los filósofos presocráticos, siendo Parménides de Elea (siglos vi-v a. C.) y Heráclito de Éfeso (siglos vi-v a. C.) los dos máximos representantes de la discusión sobre este tema. Es menester advertir que los filósofos griegos se preocupaban especialmente por cuestiones relativas al conocimiento de la naturaleza, y no por problemas puramente abstractos y sin relación con la ciencia, por lo cual la filosofía helénica puede ser incluida plenamente, en su mayor parte, dentro de lo que hoy denominamos filosofía de la ciencia. Para la descripción de las ideas de estos filósofos me basaré, en gran parte, en la exposición que hace Popper (1994a). Para Parménides, la noción de cambio nos introduce ya en un problema lógico. Lógicamente no es posible el cambio, nos dice, ya que una cosa no puede cambiar sin perder su identidad. Si sigue siendo la misma cosa no cambia, y si pierde su identidad entonces ya no es esa cosa que ha cambiado, sino que es otra cosa. En realidad, esta idea 71 de Parménides acerca de la imposibilidad del cambio depende de su filosofía del ser. Para él, el ser no tiene un pasado, porque el pasado es aquello que ya no es, ni tampoco un futuro, que todavía no es. El ser es un presente eterno, sin comienzo ni final. Como consecuencia, el ser es inmutable e inmóvil, porque tanto la movilidad como la mutación suponen un no ser hacia el cual tendría que moverse el ser o hacia el cual debería transmutarse. Parménides resolvió la cuestión de los cambios que podemos observar con su doctrina de la identidad de los opuestos, afirmando que tales cambios son sólo aparentes. El cambio es la transición de un opuesto a otro, pero si los idénticos son opuestos, aunque parezcan diferentes, entonces el cambio es sólo aparente. Para Parménides, el error que lleva a creer en la posibilidad del cambio consiste en no tener en cuenta que los opuestos hay que pensarlos como incluidos en la unidad superior del ser: los opuestos en ambos casos son «ser», y así, en la medida en que están englobados en el ser, todos los fenómenos que se nos presentan aparentemente como cambiantes están en realidad inmovilizados y petrificados en la inmovilidad del ser. Para Parménides, sólo existe el ser, lo que no es no es, la nada no es, por tanto el vacío no existe, y el mundo es pleno, indiviso e inmóvil, puesto que toda división significaría la existencia de un vacío que separa las partes. El movimiento no puede darse en un mundo semejante, el cambio no es más que una ilusión. El dilema que se nos plantea, por tanto, es el de que aquello que ha de cambiar ha de seguir siendo lo mismo, de manera que mientras cambia la cosa cambiante ha de seguir siendo idéntica a sí misma (K. Popper, 1994a). De lo contrario, no podríamos hablar de cambio, sino de sustitución de una cosa por otra. Así, cuando los psicoanalistas y psicoterapeutas decimos que un paciente A ha cambiado y señalamos, por ejemplo, que en un principio eran predominantes en él las actitudes de hostilidad y desconfianza hacia el terapeuta, mientras que ahora expresa confianza y sentimientos de sentirse comprendido, sin duda queremos manifestar que este paciente A, de quien decimos que ha cambiado, es el mismo paciente A anteriormente desconfiado y hostil, pese a que no exprese por más tiempo tales sentimientos y actitudes que le caracterizaban, pero no nos referimos a que haya sido sustituido por otro paciente B, el cual acude ahora a las sesiones que correspondían antes al paciente A. Por tanto, al hablar de que el paciente A ha cambiado queremos significar que ha conservado su identidad a través del cambio, aun cuando en este momento son predominantes en él características distintas. Pero las cosas no son simples. Si el paciente A actual no presenta ahora la hostilidad y 72 desconfianza que le distinguían y personalizaban anteriormente, ¿podemos decir verdaderamente que se trata del mismo paciente? A fin de cuentas, en el lenguaje habitual, para indicar que alguien ha cambiado mucho solemos decir que «es otro». Tal vez las consideraciones que seguirán ayudarán a aclarar esta pregunta. Heráclito sostiene la doctrina contraria a Parménides. Heráclito se planteó el problema del cambio y del conocimiento. Para Heráclito todo fluye y nada está en reposo, las cosas están en movimiento constante, aunque nuestros sentidos no se percaten de ello. Son bien conocidos dos de sus fragmentos más famosos: «No podemosbañarnos dos veces en el mismo río y no se puede tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado, sino que a causa de la impetuosidad y la velocidad de la mutación se recoge y se dispersa, viene y va»; y «Bajamos y no bajamos al mismo río, nosotros mismos somos y no somos». El río es, aparentemente, siempre el mismo, pero, en la realidad, las aguas en las que podemos sumergirnos siempre no son las mismas que aquellas en las que nos sumergimos la primera vez, y nosotros mismos también cambiamos y somos alguien distinto al que éramos cuando comenzamos a sumergirnos. Desde este punto de vista, Heráclito también pudo decir que somos y no somos porque para ser lo que somos en un momento determinado debemos no-ser-ya aquello que éramos en el instante precedente, y para continuar siendo debemos no-ser-ya aquello que somos en cada momento. Para Heráclito, no existen los cuerpos sólidos: no hay cosas, sino procesos que fluyen, que son como una llama que bajo la apariencia de una forma definida es un proceso, un río que discurre incesantemente. Heráclito adjudicó al fuego la naturaleza de todas las cosas, debido a que el fuego expresa de manera convincente las características de la mutación continuada. El fuego es movimiento y cambio ininterrumpido, en una continuada transformación del combustible en llamas, calor, humo y cenizas. Todas las cosas son como llamas, y la aparente estabilidad de las cosas se debe únicamente a la armonía y regularidad del logos que regla y ordena todos los acontecimientos del mundo. Porque, para Heráclito, este fuego siempre cambiante es como un rayo que gobierna todas las cosas, y lo que gobierna todas las cosas es inteligencia, es razón, es logos (G. Reale y D. Antiseri, 1988). Otro filósofo presocrático, Demócrito de Abdera (460 a. C.), que intuyó genialmente el concepto de átomo, aborda el problema del cambio conjugando hasta cierto punto las teorías de Parménides y las de Heráclito. Para Demócrito, el mundo está compuesto de partes, partículas pequeñas que no son descomponibles en otras, que llamó a-tomos (en 73 griego a-tomos significa indivisible), y por eso el mundo no puede ser pleno y por tanto el vacío existe. El vacío es tan necesario como lo lleno. Sin vacío los átomos no podrían diferenciarse y ni siquiera moverse. Átomos, vacío y movimiento constituyen la explicación de cualquier fenómeno de la naturaleza. Todo cambio se debe a las distintas posiciones y agrupamientos que los átomos ocupan en el espacio. De acuerdo con esto, todo cambio es movimiento. Demócrito se adelantó a la moderna ciencia de la naturaleza al reducir el problema del cambio al desplazamiento de átomos en el espacio. Es evidente que, para nosotros, los átomos de Demócrito son las partículas elementales que los constituyen y que la física cuántica ha puesto de relieve. La teoría del cambio de Demócrito fue aceptada por Platón y rechazada por Aristóteles, para quien el cambio es la expresión de potencialidades inherentes a la sustancia que en sí misma permanece inmutable. Pese a Aristóteles, la teoría de Demócrito según la cual todo cambio debe ser explicado por el movimiento, ha sido aceptada por la física hasta la actualidad, aunque modificada por los nuevos descubrimientos, más concretamente, por las leyes newtonianas del movimiento, las hipótesis de Faraday y Maxwell acerca de los campos cambiantes de fuerzas magnéticas y eléctricas,3 y la teoría de la relatividad einsteiniana, según la cual todos los movimientos son relativos al sistema de referencia en el cual se halla el observador que los mide. Popper (1994a) considera muy válida la siguiente solución al problema del cambio que él atribuye a Heráclito: «No hay cosas (inmutables): lo que se nos presenta como una cosa es un proceso. En realidad, un objeto material es como una llama, pues ésta parece ser una cosa material, pero no lo es; es un proceso, está en flujo; la materia pasa a través de ella, es como un río. Así, todas las cosas aparentemente estables, o más o menos estables, se hallan realmente en flujo, y algunas de ellas —las que realmente parecen estables— están en flujo invisible» (K. Popper, 1994a, pág. 200). Yo creo que para los psicoanalistas, que hablamos siempre de proceso psicoanalítico, esa idea de que no hay nada inmutable y de que todo se halla en permanente estado de flujo, como una llama, es particularmente atractiva. Éste es nuestro concepto de la mente. No consideramos la mente como algo estático y fijado de una vez para siempre, sino como un conjunto de funciones psíquicas en continuo movimiento, el resultado de una constelación de pulsiones, fantasías, emociones, deseos y ansiedades que interaccionan constantemente entre sí y con los estímulos que provienen del mundo externo y del propio organismo, una llama que arde desde el principio al fin de nuestros 74 días. Concebimos la mente como algo que se halla en un estado de movimiento ininterrumpido, y ya hemos visto que, para las ciencias de la naturaleza, el movimiento es cambio. Por tanto, nuestros pacientes (es decir, su mente) pueden cambiar, puesto que desde esta perspectiva el cambio es posible porque la mente es dinámica, es movimiento, pero a la vez continúan siendo ellos mismos a través del cambio, dado que el hecho de cambiar no altera fundamentalmente la identidad de una cosa que, en sí misma, es movimiento y cambio en una y otra dirección. Lo que se ha modificado en los pacientes de los que decimos que han cambiado, porque sus ansiedades han disminuido, porque han desarrollado una nueva capacidad de amar o porque sus defensas se han flexibilizado, es el sentido, el equilibrio y la configuración de este constante movimiento de funciones psíquicas que constituyen nuestra mente. Todo lo cual nos lleva a la noción de estructura —de la que ya me he ocupado brevemente en el primer capítulo y de la que me seguiré ocupando en éste y otros capítulos—, puesto que toda función revela una determinada estructura de los elementos que intervienen en ella y, consecuentemente, todo cambio de función refleja una modificación de la estructura. Lo que posibilita el cambio de una cosa es el hecho de que posea estructura, puesto que el cambio se debe, en última instancia, a la modificación de la estructura —es decir, de la manera en que están relacionados entre sí, según ciertas reglas, los diversos elementos y funciones que componen esta cosa— pero sin que deje de ser esa misma cosa, dado que los elementos constitutivos de la estructura continúan siendo los mismos. Cuando los elementos constitutivos quedan sustituidos por otros, no puede hablarse de cambio en sentido estricto. Así, por ejemplo, no podemos decir que una planta es una semilla que ha cambiado, sino que lo que antes era semilla ha devenido una planta. Una planta no es una semilla, pero una planta que crece y florece, o se marchita y pierde hojas, continúa siendo la misma planta. 75 2. El concepto de estructura El planteamiento de cambio psíquico, por tanto, lleva siempre implícita consigo la idea de estructura, ya que si hablamos de cambio psíquico nos hemos de referir, forzosamente, a que la configuración y el funcionamiento de la mente se han modificado de alguna manera, lo cual comporta suponer que ésta se halla constituida por elementos que están relacionados y organizados entre sí de una forma determinada y que esta relación y esta organización se han modificado, con lo que nos enfrentamos a la noción de estructura. A veces se dice que cualquier cosa, a condición de que no sea amorfa, posee estructura. Esta proposición parece muy clara y decisiva, pero he de hacer la observación de que se trata de una proposición engañosa, que sólo es una tautología, porque con ella lo que se dice es, sencillamente, que aquello que no tiene estructura no la tiene (J. Ferrater Mora, 1979). Sin embargo, a mí me parece evidente que la mente no es amorfa, porque nosotros nos sentimos a nosotros mismos extraordinariamente complejos y compuestos por diversos tipos de deseos, emociones, pensamientos, etc.A partir de aquí, pues, y aun cuando el problema de la estructura es formidablemente enrevesado, deberemos entendernos presuponiendo, al menos como hipótesis de trabajo, que la mente tiene una determinada estructura, entendiendo por estructura algún grupo de elementos relacionados entre sí de acuerdo con determinadas reglas, o algún conjunto o grupo de elementos funcionalmente correlacionados. Por otro lado, dice Ferrater Mora, la estructura ha de entenderse como un conjunto o grupo de sistemas, de manera que los sistemas funcionan en virtud de la estructura que tienen. Desde esta perspectiva, podemos abordar la visión de la estructura de la mente tanto a partir de la manera en que están ordenados entre sí los diferentes elementos que supuestamente la constituyen, como desde el punto de vista de las funciones mentales, organizadas y vinculadas entre ellas según determinadas pautas. Dado que la mente no es visible, lo que sí podemos detectar son sus funciones, tales como la memoria, la atención, el deseo, las emociones, etc., y a través de estas funciones conjeturar la existencia de una estructura de la que son expresión. Por otro lado, puesto que toda función tiene una forma constante de realización y unos objetivos, pone de manifiesto por sí misma la existencia de una estructura. En la teoría psicoanalítica, la perspectiva clásica de la estructura de la mente es la que 76 nos da Freud con su división tripartita del aparato psíquico en ello, yo y superyó. Ésta es conocida como la teoría estructural de Freud. Pero importa advertir que, para muchos autores, no es lo mismo el modelo tripartito de Freud que el concepto de estructura aplicado a la mente humana. Así, Beres (1965) piensa que a partir del modelo tripartito de Freud se ha cosificado el término estructura y se le ha dado un significado mucho más amplio del que pretendía Freud, y cree que sería mejor hablar de la teoría funcional del psicoanálisis. F. Schwartz (1981) afirma que los criterios definidores de estructura son, a la vez, organización y función, ya que el funcionamiento de un sistema dinámico es una parte de su definición. Gill (1963), por su lado, distingue entre estructura y funciones, y utiliza el término «modo de función» cuando se refiere al proceso, y «modo de organización» cuando se refiere a la estructura. En este sentido, Rapaport y Gill (1959) hablan de estructuras como pautas establecidas en el flujo de los procesos de los cuales inferimos aquéllas, y como configuraciones internas por medio de las cuales los procesos mentales tienen lugar. Gill también emplea el término «macroestructuras» para referirse al nivel de abstracción estructural delimitado por el modelo tripartito, mientras que habla de «microestructuras» en relación con los elementos psíquicos organizados, conscientes o inconscientes, tales como huellas mnémicas, deseos y representaciones del self y de los objetos. Creo, por tanto, que el concepto de estructura subyacente a las funciones psíquicas es imprescindible. Además de su poder explicativo como hipótesis de trabajo, este concepto establece vías de enlace entre el psicoanálisis y la investigación en neurofisiología y psicología cognitiva. En ocasiones se dice que el concepto de estructura en psicoanálisis no es más que una metáfora, pero no creo que forzosamente haya de pensarse que esto es así. En este sentido, A. Schwartz (1988), en un documentado estudio, revisa diversos trabajos de neurofisiología que se han centrado en la existencia de organizaciones neuronales y neuroquímicas del cerebro, estructuradas y difícilmente modificables. Es de gran importancia para el psicoanálisis el hecho de que la neurofisiología haya comenzado a establecer que las representaciones mentales tienen un fundamento detectable, biológico y celular. Dice A. Schwartz que de esta noción de que las representaciones mentales dependen de manera concreta de estructuras materiales, entidades anatómicas y neurofisiológicas, derivan dos consecuencias: que estos registros son duraderos y que, si no lo son, ello comporta un déficit de las funciones psíquicas. Estos trabajos sugieren que el concepto general de estructura psíquica se halla en la 77 frontera entre el soma y la psique, y que esta estructura psíquica está en estrecha relación con la organización neurobiológica. Piensa también este autor que de algunos de estos trabajos se deduce que las variaciones en el input, a causa de los estímulos ambientales y de las relaciones interpersonales durante los primeros períodos de crecimiento, pueden tener profundos y permanentes efectos sobre la estructura cerebral y sus funciones (M. Reiser, 1985). Pese a las diferencias reales entre estructura neurofisiológica y estructura psíquica, no es excesivamente aventurado suponer la existencia de algún paralelismo funcional entre una y otra. Como un ejemplo de la trascendencia de las investigaciones a las que me estoy refiriendo, podemos considerar que ante algunos descubrimientos de tipo neurofisiológico o neuroquímico en ciertas enfermedades mentales, pongamos por caso la esquizofrenia, no es válido afirmar con toda seguridad, como con tanta frecuencia se hace por parte de los partidarios de la psiquiatría biológica en su extremo más radical, que tales disfunciones son las responsables exclusivas de las alteraciones emocionales y de las relaciones interpersonales propias de esta enfermedad. Frente a tales descubrimientos cabe pensar, en un sentido contrapuesto pero complementario, que a su vez las primerizas alteraciones emocionales y de las relaciones interpersonales en los niños que más adelante, en la adolescencia o en la edad adulta, desarrollarán una psicosis esquizofrénica, son las que dan lugar a la configuración anómala de determinados circuitos neuronales que provocarán, quizá de manera irreversible, ciertas organizaciones psicopatológicas. Favorecen este punto de vista los ya clásicos estudios de Spitz sobre hospitalismo (1965). Desde las investigaciones de este autor, sabemos que los bebés con carencia afectiva no sólo se desarrollan, a todos los niveles, más lentamente, y presentan una mayor morbilidad y mortalidad que los bebés criados en un medio suministrador de la cantidad de afecto y estimulación que podemos considerar adecuada, sino que también, a partir de cierto nivel de carencia grave, en aquellos que sobreviven el retardo mental es ya irreversible, prueba indudablemente sólida de que las experiencias emocionales dan lugar a la formación de algunas interrelaciones neuronales y bioquímicas, por tanto de estructuras, que se han estabilizado de manera inmodificable. Con relación a este soporte que las investigaciones neurofisiológicas pueden proporcionar a las teorías psicoanalíticas, considero interesante transcribir algunas manifestaciones de E. Kandel en su trabajo «From Metapsychology to Molecular Biology. Explorations into the Nature of Anxiety». Dice Kandel, después de haberse 78 referido a las dificultades del psicoanálisis para la verificación experimental de sus teorías: «Yo también pienso que la emergencia de una neuropsicología empírica de la cognición basada en la biología celular puede producir un renacimiento del psicoanálisis científico. Esta forma de psicoanálisis puede fundarse en hipótesis teóricas más modestas que las que se han aplicado hasta el momento, pero que pueden ser más demostrables a causa de su mayor proximidad a la investigación experimental» (pág. 1.282; la traducción es mía). Más adelante se refiere a las bases neurofisiológicas de la ansiedad crónica y a la posibilidad de que sean modificadas por experiencias psicoterapéuticas: «El modelo que yo he considerado enfatiza la interrelación celular de la ansiedad anticipatoria y crónica […] Ambas formas de ansiedad estimulan el refuerzo de las conexiones a través de la modulación de la transmisión sináptica. […] Yo he sugerido que el aprendizaje normal, el aprendizaje de la ansiedad y la disolución de este aprendizaje a través de la intervención psicoterapéutica pueden involucrarcambios duraderos, funcionales y estructurales en el cerebro» (E. Kandel, 1983, pág. 1.291; la traducción es mía). Dewald (1993) ha propuesto una ingeniosa metáfora para una mejor comprensión del concepto de estructura psíquica al decir que podemos suponer que ésta tiene algunas cualidades propias del lenguaje escrito. De acuerdo con esta metáfora, las letras individuales del alfabeto pueden representar la base específica de las funciones individuales en su nivel más primitivo de desarrollo. Grupos de letras se organizan en palabras que tienden a persistir en su distribución y sistematización, y representan algunas de las funciones intermedias de la estructura. El agrupamiento de las palabras en frases, proposiciones y párrafos, y su utilización para expresar una amplia variedad de significados e ideas correspondería, dentro de esta metáfora, a los más abstractos y elevados niveles de organización de las funciones mentales. En mi opinión, resulta útil diferenciar entre estructuras psíquicas nucleares y estructuras psíquicas derivadas o secundarias. Las estructuras psíquicas nucleares son aquellas que se crearon durante las primeras fases del desarrollo infantil. Estas estructuras son muy difícilmente influibles, obedecen a las pautas del proceso primario y tienden a permanecer inconscientes. Con la maduración del aparato psíquico a partir de tales estructuras nucleares, evolucionan otras estructuras más complejas especialmente ligadas a las emociones, los conflictos intrapsíquicos y las defensas, así como a los procesos de relación interpersonal y de adaptación. Estas estructuras más evolucionadas, aunque están enraizadas en las estructuras nucleares en su base, son significativamente 79 más influibles por las experiencias reales de la relación interpersonal y de la cotidianidad de la existencia. Esto explica la gran variedad con que las estructuras psíquicas se reflejan en conflictos, defensas y pautas de comportamiento. Desde el punto de vista de la teoría kleiniana, creo que aquello que configura las estructuras psíquicas es, por un lado, el grado de incorporación del buen objeto en el yo y la representación del self y, por el otro, las relaciones del self con los objetos internos y de los objetos entre sí. Dado que los objetos son, en un primer momento, la fantasía inconsciente de una relación con una presencia concreta que satisface una pulsión o la frustra y provoca un sufrimiento, acompaña o abandona, protege y ama o amenaza peligrosamente, para más tarde evolucionar estas presencias concretas hacia la formación de símbolos y, por tanto, de relaciones simbólicas, podemos decir que las fantasías inconscientes, desde la perspectiva kleiniana, constituyen la estructura psíquica básica. Si intentamos ahora precisar un poco más el concepto de estructuras psíquicas, creo que podemos definirlas como núcleos de funciones suficientemente diferenciadas entre sí como para poder ser delimitadas individualmente. Ya me he referido a la teoría tripartita de Freud a este respecto. Podemos decir, por tanto, que una estructura es un conjunto de funciones estables, vinculadas entre ellas y de un nivel de organización superior a otros elementos psíquicos, menos extensos, que son el resultado de las mismas (L. Rangell, 1988). Asimismo, pienso que también podemos considerar la existencia de macroestructuras, como son el ello, el yo y el superyó, dentro de cada una de las cuales podemos distinguir determinadas microestructuras. Otra perspectiva estructural, que no excluye la primera sino que se combina con ella y la completa, viene dada por el entramado de las relaciones objetales internas, del que ya he hablado antes. Creo que las fantasías inconscientes de las relaciones del yo con los objetos internos y las de éstos entre sí son la materia prima con la que se construyen las estructuras psíquicas. Algo que considero fundamental tener en cuenta es el hecho de que, como dicen Rapaport y Gill (1959), las estructuras psíquicas son grupos de organizaciones mentales de cambio muy lento que establecen pautas de continuidad y permanencia en el transcurrir ininterrumpido de los procesos mentales. Tal continuidad y permanencia es aquello que dota a cada sujeto de unas formas de funcionamiento y de respuesta mental relativamente repetitivas y peculiares. Por tanto, podemos decir que estas estructuras son conservadoras, en el sentido de que se oponen al cambio y tienden a permanecer invariables y a perseverar en su estado. Aun cuando son relativa y parcialmente 80 susceptibles de modificación, tanto por razones internas como por experiencias interpersonales, estas modificaciones son siempre lentas y de difícil consecución. Es muy posible que las estructuras nucleares sean, al menos en gran medida, inmodificables por cualquier experiencia, incluida la psicoanalítica. De su nivel de organización y funcionamiento, así como de las relaciones que entre sí mantienen estas estructuras, depende el grado de patología o de salud mental de cada sujeto. Dado que su funcionamiento es predominantemente inconsciente, los estímulos y vivencias que inciden sobre ellas poseen una mayor o menor aptitud para producir respuestas y modificaciones de acuerdo con su significado inconsciente. La terapéutica psicoanalítica es el método a través del cual se intenta producir un cambio en las estructuras psíquicas del paciente. Y al decir cambio me refiero tanto al cambio «microscópico» que puede darse en cada una de ellas, como al cambio más extenso de las relaciones de los diversos núcleos estructurales entre sí. En la actualidad, como ya he dicho en el primer capítulo, esta esperanza de un cambio profundo en la estructura psíquica del paciente, el llamado cambio estructural, ha sido abandonada por muchos psicoanalistas, sustituida por la del descubrimiento y expresión de la autenticidad del paciente (el verdadero self de Winnicott), la adquisición de nuevas pautas de relación con los otros y con uno mismo, así como la utilización de la estructura básica con otra modulación y otros objetivos. El cambio de estructuras se suele considerar más posible respecto a las estructuras secundarias, a las que ya me he referido. Seguiré hablando de ello. 81 3. Dificultades que plantea la noción de cambio psíquico Frente a las afirmaciones que he realizado en los párrafos anteriores surge una seria objeción. Si consideramos que las estructuras son pautas estables en el flujo continuado de los procesos psíquicos, suponiendo, como he dicho antes, que se hallen entrelazadas con una determinada base biológica, ¿de qué manera nos explicamos la posibilidad de cambio en el curso del proceso psicoanalítico? J. Sandler y A. M. Sandler (1993), quienes juzgan que el cambio psíquico consiste esencialmente en un cambio estructural, intentan resolver la cuestión diferenciando entre cambio estructural en el sentido estricto y cambio en la organización estructural, y éste último, en su opinión, es el único cambio verdaderamente factible. Piensan estos autores que los cambios en el funcionamiento del yo, tal como podemos ver en la regresión, no involucran necesariamente un cambio en la estructura del mismo, sino más bien la puesta en marcha de previas estructuras que habían sido inhibidas en el curso del desarrollo, proceso que ellos denominan la pérdida de la autonomía funcional. En contraste con esta pérdida de autonomía funcional, afirman, la autonomía estructural sólo se pierde en el curso de ciertas patologías orgánicas y psicóticas. En relación con el problema del cambio, creen que, si consideramos los procesos «progresivos» en lugar de los «regresivos», podemos decir que el desarrollo de nuevas estructuras y de una distinta organización estructural da como resultado la inhibición de estructuras antiguas y, como consecuencia, del empleo de viejas soluciones frente al conflicto. Por lo que concierne a la relación entre cambio psíquico y estructura en el curso del proceso psicoanalítico, los Sandler parten del punto de vista de que los rasgos patológicosdel carácter y los síntomas clínicos representan organizaciones estructuradas que se han manifestado como «soluciones» que, siendo malas, eran las mejores que el yo del paciente pudo hallar dados sus recursos y las circunstancias del momento. Si el tratamiento transcurre con éxito, estas viejas soluciones serán vividas como distónicas y quedarán inhibidas, siempre y cuando el paciente, a través de la adecuada elaboración de la experiencia analítica, pueda encontrar nuevos caminos para hacer frente a los conflictos intrapsíquicos que desencadenaron esas malas soluciones. Creo que el valioso y estimulante pensamiento de J. y A. M. Sandler respecto a toda esta cuestión nos lleva a plantearnos la idea de que, casi con toda seguridad, los conflictos nucleares no se resuelven nunca, y que lo que se puede alcanzar en el curso de la terapéutica analítica es que el paciente encuentre nuevas soluciones para los antiguos 82 conflictos partiendo de las mismas estructuras básicas. Es decir, las mismas estructuras pueden adquirir diferentes funciones y ponerse al servicio de otras finalidades. Esto, en mi opinión, enlaza con el concepto freudiano de sublimación y con el kleiniano de reparación. Desde la perspectiva de la clínica psicoanalítica e incluso de la psicología general no es extraño ver que las mismas potencialidades pueden utilizarse con diversas finalidades, de manera semejante a como la ciencia y la técnica pueden ponerse al servicio de la humanidad o dirigirse a la destrucción de ésta y a la devastación ecológica. Otra perspectiva, que se deriva de las ideas que he expuesto en los párrafos anteriores, es la que nos ofrece la hipótesis de que en el curso de la maduración de la mente tiene lugar un proceso de jerarquización, de forma que van creándose nuevas estructuras que inhiben las antiguas, de manera similar a lo que ocurre en el sistema nervioso central. Esto nos permite explicar tanto la regresión que aparece en determinadas perturbaciones psíquicas, ocasionada por el debilitamiento de las estructuras más modernas, como la regresión transferencial. El modelo somático, que nos ayuda a comprender mejor lo que estoy diciendo, podemos encontrarlo en algunos síndromes neurológicos que aparecen a causa del debilitamiento de estructuras neurológicas superiores que en el curso de la evolución de la mente inhiben otras más arcaicas. Éste es el caso de los síndromes extrapiramidales en la enfermedad de Parkinson, ocasionados por la degeneración de las células dopaminérgicas nigroestriadas de los ganglios basales encargados de inhibir las neuronas del cuerpo estriado que contienen acetilcolina, lo cual origina una hiperfunción de las células colinérgicas. Si la hipótesis que formulo es verosímil —no olvidemos que estamos hablando siempre de hipótesis— podemos pensar que en el curso del proceso psicoanalítico, similarmente a lo que sucede en el curso de la evolución normal de la mente, se van formando, de acuerdo con las ideas que estoy exponiendo, organizaciones estructurales superiores que inhiben las estructuras más antiguas, las cuales, al adquirir un nuevo predominio por decaimiento circunstancial o permanente de las más recientes, son las responsables de los funcionamientos psíquicos patológicos y desadaptados. Naturalmente, tal como sucede en el campo somático, estas nuevas organizaciones estructurales son siempre más frágiles que las estructuras básicas arcaicas, motivo por el cual pueden disolverse o debilitarse notablemente frente a determinados acontecimientos. Esto nos ayuda a comprender numerosos fenómenos tales como: las oscilaciones entre avance y retroceso que se presentan en el curso del análisis, la regresión transferencial y la reaparición de síntomas 83 que tan frecuentemente se observan en la fase de terminación de muchos análisis. Lo mismo puede aplicarse a las recidivas y empeoramientos, tanto en el sentido clínico como en el caracterológico, en pacientes que habían pasado por análisis aparentemente exitosos, tal como nos advierte Freud en Análisis terminable e interminable (1937). 84 4. Las modificaciones estructurales Parto de la hipótesis de que estas organizaciones estructurales a las que me he estado refiriendo son aquello que debe modificarse para que los pacientes en análisis experimenten un cambio psíquico del tipo de reanudación del crecimiento mental y superación de conflictos intrapsíquicos. De acuerdo con mi criterio, la nueva experiencia de relación que se establece entre paciente y analista, y el insight consecutivo a la interpretación de las fantasías inconscientes que envuelven esta relación, son los agentes terapéuticos fundamentales que conducen a la obtención de estas necesarias modificaciones. Dicho de una forma más precisa, el cambio psíquico —dentro de los límites e interrogantes a que me he estado refiriendo— se alcanza mediante la elaboración, por parte del paciente, de las interpretaciones que le ofrece el analista acerca de sus fantasías inconscientes expresadas primordialmente en la relación transferencial, y también en la relación con otras personas de su entorno, por lo cual hablamos de interpretaciones transferenciales e interpretaciones extratransferenciales (J. Coderch, 1995). M. Klein (1957) señala repetidamente que la finalidad del tratamiento psicoanalítico estriba, fundamentalmente, en alcanzar la integración de las partes disociadas de la personalidad, lo cual se lleva a término a través de la interpretación de la transferencia negativa y positiva. Con este tipo de interpretaciones, afirma ella, los impulsos agresivos y el odio quedan mitigados por la libido y el amor. Al hacer la anterior afirmación acerca del papel fundamental de la interpretación y el insight de la nueva experiencia de relación como agentes fundamentales del cambio psíquico, no olvido que en la actualidad son numerosos los analistas que sostienen la posibilidad de que dicho cambio se obtenga a través de la relación de soporte y apoyo, tanto dentro de la terapéutica psicoanalítica como en psicoterapias no psicoanalíticas, y que algunos analistas utilizan esta posibilidad como un argumento para poner en duda la importancia de la interpretación y el insight para la consecución de los posibles cambios (A. Kris, 1993; N. Treuniet, 1993). A mi entender, esta forma de enfocar las cosas es errónea. Yo me siento perfectamente de acuerdo con la afirmación de que las relaciones de soporte, acompañamiento y dirección pueden favorecer la aparición de cambios psíquicos e incluso de posibles modificaciones estructurales —en el sentido que antes he estado describiendo de modificación de estructuras secundarias o de organizaciones 85 estructurales— en quien las recibe. Pero es que también las experiencias de la vida, fuera de toda relación terapéutica, pueden dar lugar a cambios psíquicos y crecimiento mental. No olvidemos que Freud ya dijo que el psicoanálisis no hace para el neurótico más de lo que hace la vida para el sujeto considerado normal. Pero ello no nos autoriza a colocar en un mismo plano las experiencias de la vida y las relaciones de soporte y acompañamiento, por un lado, y el insight obtenido a través de la interpretación de la experiencia de la relación dentro del setting psicoanalítico, por otro. El tema central de este libro es, precisamente, la experiencia de la dialogante relación analítica. Pero nunca hemos de olvidar que esta nueva experiencia de relación es promotora de cambios psíquicos favorables en la medida en que las fantasías inconscientes y emociones subyacentes a ella son comprendidas y elaboradas gracias a la interpretación y el insight. Lo que yo sostengo, y creo que en esta opinión me acompañan en el momento actual gran parte de los psicoanalistas, no es que sólo la interpretación y el insight pueden dar lugar a cambios psíquicos significativos, sino que nuestras posibilidades de alcanzar éstos son mucho mayores con el empleo de tales agentes terapéuticos, y que la cualidad y profundidad de la modificación así lograda supera ampliamentea la que puede obtenerse por otros procedimientos. Ninguna consideración fundada en las hipótesis básicas del pensamiento psicoanalítico induce a pensar lo contrario. A fin de cuentas, también Freud en su época presicoanalítica, con sus primitivos métodos de sugestión e hipnosis, ofrecía a sus pacientes una relación cimentada en el apoyo, la dirección y la persuasión, y si creó el método psicoanalítico fue debido a la insatisfacción de los resultados obtenidos con ellos y por su comprobación de que con la interpretación y el insight los cambios alcanzados por sus pacientes eran más profundos y duraderos. Por otro lado, el hecho de que las psicoterapias de soporte y persuasión puedan dar lugar también a modificaciones psíquicas, cosa muy deseable para el bien de todos los pacientes que por múltiples razones no pueden recibir un análisis, no invalida la afirmación de que en la terapéutica psicoanalítica la interpretación y el insight son los principales agentes productores de tales modificaciones. Por el contrario, este hecho muestra que aunque el soporte y el acompañamiento también se dan de alguna manera en la relación analítica, estos agentes no son el distintivo del método psicoanalítico, puesto que los comparten con otras psicoterapias no psicoanalíticas, y que lo específico y diferencial del psicoanálisis —y de esta aplicación del psicoanálisis que es la psicoterapia psicoanalítica— son la interpretación y el insight de la nueva experiencia de relación. 86 Algo que me interesa aclarar, al llegar a este punto, es la necesaria diferenciación entre el cambio psíquico y sus resultados, puesto que son dos conceptos que muy frecuentemente se confunden y, pese a que esta exigencia de una discriminación puede parecer en un primer momento exagerada o con tintes de academicismo, su olvido entraña con frecuencia graves consecuencias para la teoría y la práctica de la terapéutica psicoanalítica. Es evidente que los cambios psíquicos son operativos y dan lugar a modificaciones en el comportamiento de los pacientes y en su forma de relacionarse con los otros y consigo mismos, tal vez en su sexualidad, en su actividad laboral y en la orientación que pueden dar a su existencia. A fin de cuentas, para eso acuden los pacientes en busca de ayuda, no sólo para lograr un «cambio psíquico» abstracto y académico. Pero ocurre que, a diferencia de lo que es habitual en otras formas de relación humana en las que el objetivo es común, por ejemplo cuando médico y enfermo persiguen juntos el propósito de curar una enfermedad infecciosa que padece el segundo, los objetivos de paciente y analista no son siempre exactamente coincidentes. Los pacientes emprenden un análisis con distintas, variadas y legítimas finalidades, tales como verse libres de síntomas clínicos, alcanzar una vida amorosa y sexual más satisfactoria, librarse de rasgos del carácter que sienten perjudiciales para ellos, superar inhibiciones, mejorar su rendimiento en múltiples sentidos, etc. Pero los analistas, para ser consecuentes con su método, no deben comprometerse con estos objetivos ni desear metas concretas para sus pacientes. Olvidar esta realidad comporta una degradación del método psicoanalítico hasta el punto de que puede quedar confundido con una psicoterapia pragmática y de finalidades puramente sintomáticas. Por eso quiero insistir en la necesidad de no confundir los cambios psíquicos con sus resultados externamente observables,4 de los que a menudo se habla también como de «finalidades del tratamiento», refiriéndose siempre en este caso a aquellas modificaciones en el comportamiento del paciente que se juzga serán más «beneficiosas» para éste. En síntesis, creo que esta perentoria necesidad de diferenciar entre cambio psíquico y resultados externamente observables de tal cambio puede esquematizarse en tres puntos que cito a continuación: a) El analista no ha de pretender que su paciente llegue a desplegar o no determinadas formas de comportamiento, de actividades, de relaciones con los otros, etc. Lo único que 87 ha de procurar es ofrecerle la posibilidad de comprenderse a sí mismo, hacerse cargo de sus conflictos intrapsíquicos e interpersonales, desplegar su auténtico self, reintegrar las partes disociadas de su personalidad y encontrarse con su auténtica subjetividad, lo cual dará lugar a un incremento de la fuerza y profundidad de su yo. Se trata, dicho de una manera tradicional, de hacer consciente lo inconsciente o, expresándolo de una manera para mí más plena de significado, de brindar al paciente la oportunidad de pensar aquello que para él antes era impensable y de ser el que realmente es. Si el analista se esfuerza para que el paciente despliegue tal o cual actitud o conducta, pervierte el espíritu del tratamiento, se convierte en un dictador, aniquila la esencia del proceso psicoanalítico e impide el auténtico cambio. Creo que es muy importante tener esto en cuenta, por ser éste un momento en el que se presenta cierta tendencia a la confusión entre psicoanálisis y psicoterapias pragmáticas y en el que la sociedad ejerce una gran presión sobre los métodos de ayuda psicológica, exigiéndoles «resultados» rápidos y fácilmente comprobables. b) Las modificaciones externas del comportamiento, la desaparición de síntomas clínicos, la resolución de ciertos conflictos presentes en la vida del paciente, etc., pueden depender de diversos factores de dentro o de fuera de la relación analítica y, por tanto, no sirven para acreditar una reorganización de la estructura mental y un verdadero cambio psíquico. c) Las modificaciones concretas en el comportamiento, en las relaciones con el entorno humano, en la actividad laboral, en la sexualidad, en la sintomatología clínica, etc., están siempre sujetas a valoraciones morales, culturales, sociales, etc., que son siempre circunstanciales y opinables. Recordemos las ideas de Hoffman acerca del constructivismo social, a que he hecho referencia en el primer capítulo. Aquello que en un momento histórico y en un grupo social determinado puede ser juzgado como una mejoría y una prueba de «éxito» del tratamiento analítico, puede ser calificado de manera muy distinta en otro momento histórico, en otro grupo social o en otra cultura. Por tanto, creo que como psicoanalistas no hemos de pretender nunca, ni en nuestro trabajo clínico ni en nuestras comunicaciones científicas, enjuiciar la marcha del proceso analítico sobre la base de la supresión de síntomas o de la aparición de actitudes y de formas de comportamiento que nos puedan parecer más deseables desde el punto de vista del grupo social y cultural al que pertenecemos. No debemos guiarnos por tan 88 frecuentes y analíticamente anodinos «indicadores» como: «Ahora el paciente puede trabajar bien», o «las relaciones de pareja han mejorado», o «las relaciones con los padres son más satisfactorias», o «han desaparecido las quejas dirigidas contra el analista», etc. Todas estas novedades pueden ser, efectivamente, el resultado del cambio psíquico que se ha producido en el paciente, pero también pueden presentarse como consecuencia de circunstancias externas o como efectos colaterales de la relación analítica: sugestión, cura transferencial, identificación con un modelo, etc., sin que se haya producido ningún cambio psíquico. El verdadero cambio psíquico es pues, para mí, sinónimo de modificación de las organizaciones estructurales y no ha de confundirse con aquello que se observa externamente en formas concretas del comportamiento y que puede ser el resultado de una variación estructural, pero también deberse a otros factores. Con esta afirmación, por tanto, llega el momento de intentar una mayor precisión respecto a este giro estructural del que estoy hablando. Me parece que la manera más breve de definirlo es decir que se trata de una reorganización de las relaciones objetales internas, es decir, de las relaciones de los objetos entre sí y de las relaciones del self con los objetos. Creo que en la actualidad este enfoque puede seraceptado por la mayoría de analistas, pertenezcan a la escuela que pertenezcan. Las diferencias descansan en el juicio acerca de la manera en que se piensa que se llega a esta nueva configuración estructural. De acuerdo con la psicología del yo, la resolución de la neurosis transferencial —repetición de la neurosis infantil en la relación con el analista— a través de la interpretación es el elemento básico. Para la psicología del self, la reestructuración es el resultado de las internalizaciones transmutadoras, provocadas por las interpretaciones del analista en tanto que self objeto, las cuales ocasionan una reanudación del crecimiento detenido. Para la orientación hermenéutica, la modificación se debe al logro de una mayor coherencia narrativa del self y de la construcción del pasado del paciente. Para la escuela de las relaciones de objeto, las modificaciones van paralelas al cambio del mundo representacional y, consiguientemente, de las relaciones con los objetos internos y externos (A. Cooper, 1992; W. Meissner, 1991). Para la teoría intersubjetiva, la reorganización estructural se alcanza a través de la clarificación de los fenómenos que emergen dentro de un campo psicológico constituido por la intersección de dos subjetividades, la del analizado y la del analista (D. Orange, G. Atwood y R. Stolorow, 1997). Para la teoría relacional, la nueva configuración de la mente se alcanza no sólo a través de la comprensión ofrecida por las 89 interpretaciones, sino también ayudando al analizado a vivir experiencias sentidas como reales y propias y a crear su propio sentido personal (S. Mitchell, 1993). Algunos autores piensan que se ha idealizado el cambio estructural y que debemos centrarnos en el cambio de comportamiento (D. Werman, 1989), pero creo que este modo de enfocar la cuestión da lugar a un radical empobrecimiento del psicoanálisis, que, en palabras de Blight (1981), sufriría una «teorectomía» que le privaría de todo el caudal de conocimientos, adquirido durante largos años, que le permite explicar el funcionamiento de la mente humana, las perturbaciones de la misma y las bases teóricas sobre las que ha de asentarse la práctica terapéutica (J. Coderch, 1989). En caso de que prosperase esta orientación, el psicoanálisis quedaría convertido en una psicoterapia pragmática de matices conductistas y sin poder explicativo de ninguna clase. En otro lugar (1995) ya he puesto de relieve que, en mi opinión, la manera en que puede producirse el cambio psíquico a través casi exclusivamente de la nueva experiencia de relación paciente-terapeuta y con escaso papel de las interpretaciones permanece como algo excesivamente oscuro, ya que los conflictos que no son verbalizados no pueden hacerse conscientes ni quedar resueltos, ni los elementos de que se componen son susceptibles de pasar a disposición del yo. Dentro de esta corriente del pensamiento analítico que considera en poco el papel de la interpretación y el insight, se habla de la capacidad de empatía, de la contención, de la benevolencia, la tolerancia, el interés por el paciente por parte del analista, es decir, de la «nueva experiencia de relación» como del principal agente terapéutico. A mi juicio, es muy cierta la fundamental importancia de esta nueva experiencia que representa la relación terapéutica, pero también creo que cuando se tiende a disminuir el peso del acto interpretativo es que sólo se tiene en cuenta lo que yo creo que es la primera función del acto interpretativo, es decir, la función informativa o explicativa de los asuntos del mundo interno del paciente tal como se externalizan en la transferencia. Es decir, la información acerca de aquello que el paciente desconoce de sí mismo. En este caso, es muy natural que se considere que el acto interpretativo es muy insuficiente como agente terapéutico. Este criterio es debido a que se olvida la que yo llamo la segunda función de la interpretación (1995), que es precisamente aquella sobre la que se sustenta la nueva experiencia de relación. No hay duda de que la relación que se establece en la terapéutica psicoanalítica es muy distinta de todas aquellas que el paciente ha podido mantener a lo largo de su vida. Pero lo que no hemos de olvidar es que corresponde a la actividad interpretativa del 90 terapeuta el posibilitar, fomentar, alimentar esta relación y otorgarle un sentido terapéutico para el analizado. La segunda función del acto interpretativo consiste, precisamente, en transmitir al paciente la disponibilidad del analista, su esfuerzo por comprenderle y ofrecerle comprensión, su actitud de constante aceptación, su continua búsqueda de la verdad, su sinceridad, su tolerancia, su interés constante y la confianza que en él puede depositar. Así, podemos decir que si la primera función del acto interpretativo consiste en informar al paciente acerca de sí mismo, la segunda función es la de hacerle conocedor de la actitud de disponibilidad del terapeuta hacia él y de las relaciones profundas que entre ambos se establecen. Así se constituye la experiencia de relación portadora de nuevas vivencias que han de dar lugar a las modificaciones estructurales sobre las que descansa el cambio psíquico. Porque es preciso recordar siempre que si el paciente no alcanza a desarrollar un adecuado insight acerca de las fantasías inconscientes que se involucran en su relación con el analista, esta nueva experiencia quedará irremisiblemente invadida y arruinada por la misma patología que ha llevado al paciente al análisis. Pulver, respecto al problema que se plantea entre insight y nueva experiencia de relación, dice: «una comprensión de la relación no puede ser mantenida sin insight de la dinámica de la relación en sí misma» (S. Pulver, 1992, pág. 204, cursiva del autor; la traducción es mía). Creo que casi no hace falta advertir que la interpretación es indivisible y que la distinción conceptual que establezco es puramente funcional. De ninguna manera quiero significar que la interpretación, como entidad real en la clínica, pueda descomponerse en aspectos o partes pertenecientes a una y otra función. Lo que sí podemos decir es que la primera función es más observable, mientras que la segunda es más implícita y oculta. En el primer capítulo he recordado brevemente la aportación de Kuhn (1962) a la comprensión de la evolución de las teorías científicas. Kuhn ha puesto de manifiesto que en todas las ramas de la ciencia predomina, en cada momento histórico, un determinado «paradigma» que constituye el modelo o patrón aceptado por los investigadores que trabajan en aquella disciplina, los cuales estudian, publican y se comunican entre sí sobre la base de ese paradigma. Sin embargo, con el tiempo se van acumulando hechos y anomalías que no son explicables mediante el paradigma vigente o que incluso lo contradicen, todo lo cual conduce a un progresivo abandono de las reglas de investigación y de conceptualización establecidas por el paradigma. Entonces, éste entra en crisis y se inicia una etapa de desorientación y de búsqueda que termina con la 91 instauración de un nuevo paradigma. Cabría preguntarse si hasta hace unas décadas los psicoanalistas nos hemos regido por el antiguo paradigma que establece la secuencia: interpretación-insight-cambio psíquico, y si éste debe ser sustituido por un nuevo paradigma con la siguiente secuencia: nueva experiencia de relación-cambio psíquico, pero yo opino que las cosas no son así. La historia de la ciencia ha mostrado, en contra de la hipótesis de Kuhn, que en muchos casos, para incrementar el poder explicativo de las teorías no se descarta el antiguo paradigma para adoptar otro nuevo, sino que lo que tiene lugar es una adaptación y ampliación del antiguo. Creo que, salvando todas las diferencias entre física y psicoanálisis, podemos encontrar un ejemplo de esta posibilidad en las palabras del premio Nobel de Física Murray Gell-Mann, el descubridor del quark, partícula del átomo de la que están formadas todas las demás partículas, cuando afirma (1995)que la teoría de la gravitación de Newton continúa siendo inmensamente útil como aproximación a la teoría de Einstein cuando las velocidades implicadas son relativamente pequeñas comparadas con las de la velocidad de la luz. Pues bien, yo creo que lo que nos puede servir para la comprensión de la ayuda que el terapeuta presta al paciente no es la sustitución del antiguo paradigma basado exclusivamente en la interpretación por otro fundamentado en la nueva experiencia de relación, sino que aquello que nos es realmente útil para dicha comprensión es la extensión y enriquecimiento del antiguo, de manera que quede plasmado en la siguiente secuencia: interpretación-nueva experiencia de relación-insight de la nueva experiencia de relación-cambio psíquico. A diferencia de lo que ocurre con la primera función de la interpretación, íntimamente enlazada con el contenido de las palabras que se utilizan, la segunda función es inefable casi por completo. Dicho de otra forma, la primera función de la interpretación se halla ligada a lo que las palabras denotan, mientras que la segunda depende principalmente de lo que las palabras connotan, según el tono, la modulación, el sentimiento que se trasluce a través de ellas, el momento o el instante determinado en que se pronuncian, etc. Ello da lugar a que en la exposición del material clínico sea muy difícil, si no imposible, poner de manifiesto aquello que corresponde específicamente a la segunda función del acto interpretativo, más allá de su sentido general de comprensión, ofrecimiento de ayuda, etc., a que antes me he referido. Sin lugar a dudas, quien percibe la segunda función de la interpretación es el paciente, puesto que es él quien experimenta, si es el caso, la entrega, la honestidad, la sinceridad, etc., implícitas en las palabras del terapeuta. Éste 92 puede transcribir en una comunicación científica el texto de las interpretaciones formuladas, pero la segunda función de la interpretación no puede ser explicitada, ya que es una vivencia exclusiva del paciente. Si no existe tal vivencia, es índice forzoso de que la segunda función, por las causas que sean, ha fallado. Yo creo que sólo las interpretaciones del analista hacen posible que esta experiencia analítica sea realmente nueva, que no sea para el paciente la repetición inacabable de sus patológicas relaciones de objeto que impiden todo cambio psíquico. Mi afirmación, por tanto, respecto a este debate es la siguiente: no se trata de la disyuntiva nueva experiencia de relación versus interpretación e insight, tal como erróneamente y con frecuencia se plantea, como si se tratara de dos distintos agentes terapéuticos, sino de: interpretación e insight de la nueva experiencia de relación. En el material clínico que sigue a continuación intentaré poner de relieve aquellos matices del proceso psicoanalítico que juzgo interesantes con relación al tema del cambio psíquico. La señorita D. era, cuando solicitó el análisis, una mujer que se encontraba en los inicios de la edad media de la vida. En el momento de acudir a mí, la demanda de ayuda se hallaba motivada por su ansiedad, trastornos del humor, dificultades con su familia, fobias, sentimientos de desorientación en su existencia y ansiedades hipocondríacas de tipo cancerofóbico. Se trataba de una mujer muy inteligente, instruida y de gustos y preferencias elitistas en lo cultural y lo artístico. El pensamiento era, en los comienzos del análisis, poco organizado; el juicio de realidad frágil y contradictorio; algunos aspectos de su comportamiento, así como su apariencia general, extravagantes; sus opiniones y puntos de vista, en muchas ocasiones, poco comprensibles y carentes de lógica. Entre las dificultades personales de las que me habló figuraba su incapacidad para llevar a cabo las gestiones necesarias para resolver unos asuntos administrativos de carácter familiar, de interés económico para ella. Relacionaba esta incapacidad con la muerte de su padre, acaecida unos años antes, debido a la fuerte ansiedad que se apoderaba de ella cuando intentaba proponerse alguna gestión en este sentido. Todo ello me llevó a establecer el diagnóstico de «carácter psicótico»5 (W. R. Bion, 1956, 1957; J. Frosch, 1988, 1990). Iniciado un tratamiento de cuatro sesiones por semana, éstas se convirtieron pronto en una sucesión ininterrumpida de quejas, especialmente en relación con sus compañeros 93 y compañeras de trabajo, a los que tildaba de groseros, negligentes en sus obligaciones laborales, irresponsables, estúpidos, etc., insultos que alcanzaban la máxima intensidad cuando se refería a personas con cargos directivos jerárquicamente superiores a ella. Por su parte, se mostraba extremadamente exigente consigo misma en todo lo concerniente al trabajo y se sentía siempre sumamente preocupada por cualquier deficiencia que pudiera serle atribuida. Se esforzaba mucho en darme toda clase de argumentos para convencerme de la razón de sus protestas. Otras quejas correspondían a fobias y ansiedades hipocondríacas que le impedían llevar la vida que deseaba. Durante más de un año continuó quejándose y protestando, y daba muy escasas señales de escuchar mis palabras cuando yo intervenía. Llegaba siempre regularmente unos dos o tres minutos tarde a las sesiones, y al cabo de cierto tiempo descubrimos, conjuntamente, que tal tardanza se debía a su incapacidad para permanecer en la sala de espera un solo minuto, ya que ello le provocaba una extraordinaria ansiedad. Así, al llegar algún minuto tarde se aseguraba que la introduciría de inmediato en el consultorio sin tener que aguardar ni un instante. A partir del primer momento en que al abandonar el consultorio se cruzó con algún paciente que llegaba adelantado, sus quejas se dirigieron también contra el hecho de que yo atendiera a otros pacientes. En sus protestas con relación a esta cuestión ella hablaba como si yo estuviera, de hecho, haciendo algo totalmente ilegal y hubiera traicionado un pacto previamente establecido. Todo ello coincidió, al filo de cumplirse el primer año de análisis, con la aparición de violentas fantasías de asesinato, tanto hacia sus compañeros de trabajo como contra mis otros pacientes, las cuales expresaba extrañada de que se presentaran, pero sin ningún sentimiento de culpa o responsabilidad. Al mismo tiempo, la señorita D. se sentía cada vez más dependiente y necesitada de mí, reaccionaba con enfado al finalizar las sesiones y frente a los fines de semana, exigiéndome que me ocupara exclusivamente de ella, que le ofreciera soluciones inmediatas para sus problemas, que le diera sesiones extra y que le permitiera telefonearme cuando lo deseara. Progresivamente, comenzamos a comprender que el hecho de comunicarme en todas las sesiones la lista de agravios que, según ella, había sufrido en su trabajo o por parte de alguna de sus amistades, tenía como principal finalidad el reclamarme que yo fuera omnipotente e hiciera desaparecer todos los inconvenientes y molestias que se presentaban en su vida. No se trataba, sin embargo, de una fantasía inconsciente que 94 precisara una interpretación por mi parte, sino de una expectativa, como mucho, preconsciente y que sólo necesitó una ligera clarificación por mi parte para hacerse plenamente consciente y asumida por la paciente como algo a lo que tenía un total y perfecto derecho. Nos encontrábamos, por tanto, frente a un cuadro de regresión maligna (M. Balint, 1966), caracterizado por la instauración de una dependencia regresiva, es decir, una dependencia en la que la paciente intentaba utilizarme no para el crecimiento y desarrollo de su mente, lo cual es lo propio de la dependencia progresiva, sino para prescindir cada vez más de sus capacidades y exigirme que me responsabilizara por entero de ella, como de un bebé totalmente pasivo y sin recursos propios. Se trata de un cuadro muy grave propio de pacientes psicóticos, o con importantes núcleos psicóticos, que plantea problemas muy delicados en la práctica clínica. Por mi parte, no modifiquéen absoluto el setting ni, en vista del sentido regresivo de sus demandas, ofrecí una quinta sesión. Me limité a interpretar, sin dejarme llevar por sus protestas, las fantasías inconscientes expresadas en sus reclamaciones y la ansiedad de diferenciación subyacente a las mismas. Resumiré, a continuación, la sesión de un lunes correspondiente a finales del segundo año de análisis. La paciente, muy irritada, se refiere a una comida, según ella, acompañada de abundante vino y licores, que sus compañeros y compañeras organizaron el viernes antes en el propio lugar de trabajo. Ella, de acuerdo con su costumbre en estas ocasiones, rehusó, ofendida, asistir. Pero se sentía indignada y exasperada por lo que consideraba la mala educación y grosería de esas personas que se dedicaban a comer y consumir bebidas alcohólicas en un lugar de trabajo no adecuado para estas actividades, e insistía una y otra vez —de una manera que a mí me parecía desmesurada— en que podían ensuciar, desequilibrar y perjudicar determinados aparatos electrónicos que se hallaban en la sala que estaban utilizando. La señorita D. no cesaba en sus invectivas, presa de ansiedad y de furia a la vez, y en sus intentos para convencerme con inacabables razonamientos de lo inaceptable y estúpido de tal comportamiento. Por su parte, pensaba que si pudiera los mataría a todos y que no experimentaría por ello la más ligera culpa. Yo le hablé en diversos momentos, aprovechando las pequeñas pausas de la paciente para tomar aliento, de su horror al temer que fragmentos de su mente, llenos de odio y de violencia, estaban penetrando dentro de mí, ensuciándome, perturbándome y no permitiéndome funcionar adecuadamente. Las inferencias por las que escogí esta interpretación, entre otras posibles, se basaron en: a) la paciente me advertía de que algo 95 malo y peligroso, y que yo debía saber, estaba ocurriendo; b) la gran ansiedad que presentaba ponía de relieve que esto malo y peligroso tenía lugar en su mente, en aquel momento, entre nosotros; c) aquello que podía ser dañado era algo muy valioso para ella, lo cual intentaba poner de manifiesto a través de la mención de los delicados instrumentos electrónicos; d) su insistencia en afirmar que ella no participaba en tales actos inconvenientes inducía a pensar que estaba negando aquello de lo que precisamente se autoacusaba y por lo que temía ser represaliada; e) sus deseos de matar a los infractores del orden mostraban su necesidad de eliminar aquello que en ella misma era causa de su ansiedad y temores paranoides. También le puse de relieve sus intentos de impedir esta invasión agresiva mediante sus propias fantasías de violencia y destrucción, pero señalé que esto la llevaba a sentirse más y más amenazada cada vez. Después de algunas intervenciones en este sentido, la señorita D. pareció tranquilizarse y acto seguido refirió un sueño. Se hallaba en una sala extraordinariamente lujosa y bien amueblada. Ella bebía un líquido que era como un alimento, dulce y muy bueno, en una copa de cristal fino y resplandeciente. Estaba entusiasmada por el buen sabor del líquido que bebía, y admirada por la belleza de la copa. Súbitamente, y sin que supiera el porqué, se sentía encolerizada y arrojaba violentamente la copa contra el suelo. Entonces era presa de un gran espanto y, sin que pudiera saber el motivo, se veía obligada a recoger del suelo los fragmentos de cristal, puntiagudos y cortantes, e impulsada a tragárselos, incluso pensando que estos fragmentos le lesionarían gravemente el estómago y los intestinos. A continuación, en el suelo, en donde se había roto la copa, aparecían numerosos insectos que se retorcían moribundos y que ella experimentaba como repugnantes y amenazadores. Asoció la cólera experimentada durante el sueño con la gran irritación que había estado expresando contra las personas que habían celebrado la comida, y la rotura de la copa con sus temores a que causaran algún desperfecto en los muebles e instrumentos que se guardaban en la sala en la que se celebró la comida. Después de estas asociaciones, me percaté de que el estado de ansiedad y cólera había disminuido notablemente, al tiempo que me pareció observar en ella un cierto deseo de comunicar y una actitud algo más receptiva. A la vez, noté que ya no me experimentaba a mí mismo abrumado y con dificultad para pensar a causa de la avalancha de sus quejas y protestas, como me sucedía antes del relato del sueño, sino que me sentía más interesado, más ágil mentalmente y con el sentimiento de una mayor aptitud para comprender lo que estaba sucediendo. Ello me indujo a pensar que el sueño tenía, en aquel momento, un carácter comunicativo y que tendía al establecimiento de una relación de trabajo. Le interpreté, de acuerdo con este punto de vista, que pensaba que ella sentía como valiosas y estimables 96 mi función de cuidarla y alimentarla, así como las experiencias que le proporcionaba, pero que a la vez le era difícil tolerar que yo poseyera esta capacidad que admiraba, y esto la llevaba tanto a dar a la misma un matiz de algo maravilloso y fantástico como a sentirse furiosa e intentar destruirla, y que la culpa y la desesperación por esta destrucción y por la muerte de los bebés en mi interior —los insectos moribundos— la impulsaban a ingerir los trozos de cristal que dentro de ella la herirían gravemente. La paciente pareció comprender esta explicación, y progresivamente la ansiedad y la irritación se atenuaron. En sucesivas sesiones, en las que la señorita D. fue mostrando paulatinamente una actitud ligeramente más receptiva, pudimos ir analizando con mayor detalle este sueño, y nos fue posible entender que la intolerancia a mi capacidad de ayudarla no le permitía obtener satisfacción de aquello que podía recibir, y que la ansiedad y la culpa la llevaban a identificarse con lo mismo que destruía y a dividir su propia mente en pequeños fragmentos llenos de odio. Esto último, en mi opinión, se hallaba en la raíz de su caracterología psicótica. También pudimos comprender que sus ansiedades hipocondríacas expresaban el temor a ser atacada interiormente por los objetos del objeto-analista agredido y destrozado. Los compañeros de trabajo y los pacientes que imaginaba que yo atendía representaban los bebés dentro de mí, atacados violentamente por ella, los cuales retornaban ahora vengativamente. Pero, al mismo tiempo, también pudimos ir viendo su admiración y estima por el buen funcionamiento del analista como reproducción de las experiencias de amor que en su infancia había vivido con su madre, así como sus sentimientos de culpa por su agresividad hacia este objeto amado. Los reproches contra sus compañeros por su supuesto descuido y negligencia eran, en el fondo de su mente, los reproches que se dirigía a sí misma por su agresividad hacia mi buen funcionamiento. Creo que en las exigencias de perfección frente a su trabajo se escondía un intento de reparación obsesiva. Un incremento en la capacidad de la señorita D. para entendernos fue la consecuencia de la comprensión que obtuvimos acerca de sus maneras de escuchar mis palabras hasta aquel momento. Para ella, era como si yo tratara de reintroducir en su mente los fragmentos hostiles de su self que ella había proyectado sobre mí, lo cual la llevaba a «cerrar los oídos» a mis interpretaciones para evitar que penetraran tales fragmentos en su interior. Como es natural, si esta cerrazón frente a mis palabras hubiera sido absoluta nada habría podido conseguirse. Afortunadamente, en la señorita D existía, 97 aunque en pequeño grado, la suficiente capacidad para establecer una relación de confianza conmigo y atender algunas de mis explicaciones. Ello permitió que sus temores fueran disminuyendo y que me incorporara como un objeto vivo y favorable para ella en su interior. Esta incorporación de un buen objeto disminuyó la fuerza y peligrosidad del mal objeto, en parte representado por el padre fallecido, de cuya muerte ella se sentía culpable en su fantasía inconsciente, a causade sus ataques hacia él, originariamente dirigidos hacia la madre. La tonalidad vengativa y terrorífica de esta imagen paterna muerta en su interior era lo que impedía que la señorita D. resolviera los asuntos administrativos a que antes he hecho referencia. Este cambio producido en la trama de las relaciones objetales internas —introyección de un buen objeto, reconocimiento de la ambivalencia y reintegración en el yo tanto del odio como del amor, todo lo cual mitigó sus ansiedades paranoides— se manifestó externamente en la posibilidad de que la señorita D. arreglara los asuntos administrativos que le eran necesarios. Ahora bien, quiero aprovechar este último punto para subrayar el limitado interés de las modificaciones del comportamiento para acreditar un cambio psíquico. En mi opinión, la sola modificación de esta conducta externa no nos habría permitido dar por cierto un cambio psíquico en la paciente, ya que la misma podría ser debida a que yo, inconscientemente, la hubiera inducido a tomar esta decisión, o a que la hubiera tranquilizado respecto a las consecuencias de la misma, o a que se sintiera protegida por mí, o que el simple razonamiento y verbalización dentro de la sesión de esta situación anómala la hubiera convencido de la necesidad de resolverla definitivamente, etc. Sólo un cambio en las fantasías inconscientes que se expresan en la relación transferencial permite suponer que una modificación del comportamiento se debe a un cambio psíquico. Este cambio psíquico sí se manifestó con seguridad en el hecho de que la dependencia regresiva fuera mudando lentamente en dependencia progresiva. A partir del quinto año de análisis fueron decreciendo las fantasías de la señorita D. centradas en las expectativas y exigencias de que yo debía hacerme cargo totalmente de ella, estar siempre a su disposición y librarla de todas sus dificultades y problemas. En su lugar, se mostró más capaz de escuchar mis palabras y vincularlas con sus propios pensamientos y emociones, y sentía que precisaba la comprensión de las experiencias que vivía en la relación conmigo para obtener algún alivio de sus ansiedades frente a las personas con las 98 que compartía su actividad profesional y, también, para una disminución de sus temores hipocondríacos. Por tanto, el objeto-analista había dejado de ser percibido como alguien sin existencia propia y sin otra validez que la de ser un proveedor inagotable de las necesidades de la paciente para comenzar a adquirir vida y autonomía propias, y pasó a desempeñar un papel de ayuda imprescindible para el crecimiento mental. A principios del sexto año de análisis, la señorita D. tuvo un sueño en el que estaba invitada a comer y que describió en los siguientes términos: El apartamento era bonito y acogedor, pero sin excesos de lujo. Estaban invitadas a comer, como yo, otras personas que me parecían correctas y de trato agradable. De repente, apareció alguien muy extraño, no queda claro si era un hombre o una mujer, pero sentía que se trataba de un ladrón, un atracador o algo por el estilo, que había entrado para robar. Yo me angustiaba mucho, temiendo que a mí también me tomaran por alguien que había entrado para robar y me castigaran y expulsaran, pero al final no pasaba nada. Me parece que el ladrón se marchó. La señora de la casa, que yo sentía que era muy buena y amable, me animaba a sentarme a la mesa. Ya no sé qué más ocurría. Creo que este sueño muestra que el objeto del sueño que he descrito primero, cautivador como bella copa de fino cristal, contenedora de un dulce alimento, pero violentamente atacado y fragmentado en trozos de cristal puntiagudo y cortante que la herirán internamente, a la vez incorporado posesiva y canibalísticamente, por una parte, pero temido como una imagen vengativa, por otra, ha ido dando paso a un objeto de características más próximas a un objeto no idealizado, con el que se ha iniciado un diálogo, en sustitución de la agresión y la represalia, gracias a que el amor y la admiración han mitigado el ataque envidioso. Por tanto, podemos decir que la estructura de las relaciones objetales internas se ha modificado. Se ha producido así, no una modificación del comportamiento, sino un cambio psíquico que se puede suponer debido a una reorganización estructural. 99 E Capítulo III La relación paciente-analista como unidad básica de investigación n la actualidad, como he expuesto en la introducción y en el primer capítulo, para numerosos psicoanalistas la mente aislada del paciente no es el objeto de la investigación en el curso del proceso terapéutico, sino la unidad formada por la relación entre uno y otro. Si bien es cierto que esta afirmación es cada vez más válida para muchos analistas pertenecientes a diversas escuelas, no podemos dejar de tener en cuenta que existe una teoría, llamada relacional, que se ha ocupado con profundidad del estudio de esta relación, y que los conocimientos y conceptos desarrollados por ella han sido adoptados por muchos analistas de diversas orientaciones y que, en general, tales conceptos se están extendiendo, en mayor o menor medida, por amplios sectores del pensamiento psicoanalítico. Por ello, creo que para la comprensión de la relación paciente-terapeuta, objetivo fundamental de este libro, es necesario un conocimiento suficiente de las principales ideas y directrices de esta teoría, a la que, siguiendo a numerosos autores, llamaré también psicoanálisis relacional. Como veremos, el psicoanálisis relacional, entendido en un sentido amplio, incluye una serie de orientaciones o teorías que, aun cuando con evidentes diferencias en sus peculiares focos de investigación —que suelen venir ya enunciados por su propia denominación, tales como constructivismo, teoría de la interacción, psicología de dos personas, etc.—, poseen un denominador común: su interés por la relación analizado- analista. 100 1. La teoría relacional 1.1. Antecedentes históricos La teoría relacional del psicoanálisis, o psicoanálisis relacional, no surgió inopinadamente, sino que es el resultado de la convergencia de distintas escuelas o corrientes dentro de la teoría y el pensamiento psicoanalíticos, especialmente las teorías británicas de las relaciones objetales derivadas de Klein y Fairbain, el psicoanálisis interpersonal norteamericano inspirado por Sullivan y las investigaciones sobre el desarrollo infantil. Un hito importante en el desarrollo de esta perspectiva del psicoanálisis lo constituyó la publicación, en 1983, de la obra de J. Greenberg y S. Mitchell Object Relations in Psychoanalytic Theory. Nos recuerdan estos autores que en el lenguaje freudiano el «objeto» es el objeto libidinal, es decir, el objeto al cual se dirigen las pulsiones sexuales y agresivas, por lo cual no es una cosa propiamente dicha, sino sólo el blanco o meta de las pulsiones, sin nada que ver con el «objeto» de la psicología académica. En contraposición con ello, algunos autores, como Klein, Kernberg, Kohut, etc., han creado sus propias escuelas de pensamiento en las que adoptan el concepto freudiano de pulsión, a la vez que otorgan al objeto la categoría de una entidad en sí misma. Otros, como Fairbain, Guntrip, Atwood, Stolorow, Orange, etc., prescinden enteramente del estudio de la pulsión en el sentido freudiano, y dan a las relaciones objetales el carácter de motor fundamental de la vida psíquica. Por tanto, Greenberg y Mitchell contraponen dos modelos opuestos de la mente humana: el modelo pulsional y el modelo de las relaciones objetales. De acuerdo con el modelo pulsional, las relaciones con los otros, así como las representaciones internas de las relaciones con esos otros, dependen enteramente de las vicisitudes de las pulsiones, las cuales, por otra parte, son de origen absolutamente somático. El segundo modelo, como he dicho hace unos momentos, considera que no son las pulsiones, sino las relaciones objetales, la motivación predominante en el funcionamiento mental. Por mi parte, no estoy de acuerdo con el carácter de incompatibilidadque dan Greenberg y Mitchell a los dos modelos descritos, como podemos ver en el caso de la teoría kleiniana, en la cual se funden la importancia de las pulsiones y el papel central de las relaciones objetales. Piensan Greenberg y Mitchell que puesto que en la actualidad casi todas las orientaciones y escuelas dentro del pensamiento 101 psicoanalítico incluyen en sí mismas el concepto de relaciones de objeto, no es útil una definición estrecha de qué es lo que debemos entender por tal término. Ellos lo definen diciendo que: «En este libro el término se refiere a interacciones individuales con otras personas externas e internas (reales e imaginadas), y a las relaciones entre sus mundos objetales internos y externos» (J. Greenberg y S. Mitchell, 1983, págs. 13-14; la traducción es mía). Piensan que esta clase de definición disuelve cualquier tipo de lazo entre el término «objeto» y «relaciones de objeto», por un lado, y el concepto de las pulsiones subyacentes, por otro. Entre los antecedentes históricos del modelo relacional he de destacar a Sándor Ferenczi, cuya obra (1959, 1966, 1967) versa predominantemente sobre las relaciones entre el terapeuta y su paciente, algo que podemos considerar verdaderamente extraordinario para su época. Ferenczi subrayó muy especialmente los riesgos de que el analista repita la historia infantil del paciente y se convierta en su agente traumatizante, con lo cual cumple las expectativas transferenciales del paciente en el sentido de convertirse en un participante de su trauma infantil. Asimismo, anticipó la idea, ahora ampliamente aceptada, de que la transferencia no surge únicamente de la mente del paciente, sino que es una creación conjunta de paciente y analista. El psicoanálisis interpersonal, como he dicho antes, fue iniciado por Sullivan y continuado por Erich Fromm y Frieda Fromm Reichmann. El psicoanálisis interpersonal centró su atención en las relaciones reales paciente-terapeuta en el aquí y ahora de la sesión, en desacuerdo con la focalización del abordaje freudiano en el acontecer intrapsíquico del paciente. Actualmente, sin embargo, el psicoanálisis interpersonal ha ido acercándose a las posiciones propias de los modelos de las relaciones objetales. Dentro de las teorías de las relaciones objetales, tanto la de Klein como la de Fairbain, destaca la importancia de la relación paciente-analista, por lo que pueden ser consideradas como antecedentes próximos del actual desarrollo de la teoría relacional. La diferencia entre ellas estriba en que en el pensamiento de Fairbain, seguido en gran parte por el denominado Grupo Independiente Británico, las pulsiones sexual y agresiva pierden su carácter central en tanto que la motivación fundamental en los seres humanos estriba en la necesidad de buscar conexiones con los otros, mientras que para el pensamiento kleiniano el concepto de pulsiones libidinales y agresivas conserva toda su fuerza. 102 1.2. Matices fundamentales del psicoanálisis relacional Algunos de los autores interesados en el psicoanálisis relacional adoptan una actitud radical en este sentido, centrando de forma explícita la totalidad de su trabajo clínico y sus formulaciones teóricas en torno al modelo y la teoría relacional. Pero podemos decir que hoy en día, aun cuando sea de manera implícita y mucho más armonizada, cada vez son más numerosos los psicoanalistas y psicoterapeutas que parten de la base de que todos sus actos durante la sesión, ya sean interpretaciones u otra clase de intervenciones como silencios y comportamientos de cualquier tipo, son un acto de relación con el paciente. Así, por ejemplo, el psicoterapeuta británico Stanley Ruszczynski, que se declara a sí mismo kleiniano, escribe (1999): «Desde hace algunas décadas el psicoanálisis contemporáneo ha enfatizado la naturaleza relacional de la relación paciente-terapeuta. […] El cambio fundamental ha sido el desplazamiento del interés por lo que está ocurriendo en la mente del paciente para enfocarlo en lo que está ocurriendo en la mente del terapeuta y en la relación entre paciente y terapeuta» (pág. 100, cursiva del autor; la traducción es mía). Con este ejemplo, queda claro que también autores profundamente adheridos al método kleiniano, como el citado, tienen en mente el modelo relacional en su trabajo clínico y en sus comunicaciones científicas. El paradigma relacional dentro del psicoanálisis queda muy bien definido por Mitchell cuando dice: «La mente ha sido redefinida desde un conjunto de estructuras predeterminadas que emergen de dentro de un organismo, hasta pautas transaccionales y estructuras internas derivadas de un campo interpersonal interactivo» (S. Mitchell, 1988, pág. 17; la traducción es mía). Para Mitchell, la mente es un producto, así como un participante interactivo, de la matriz cultural y lingüística en la que ha venido a ser. Ésta es la matriz relacional en el seno de la cual todos los seres humanos se desarrollan. El hecho de establecer la relación como la unidad básica de estudio no elimina los factores biológicos de la mente para poner totalmente el acento en los culturales, sino que, al contrario, combate la habitual dicotomía entre naturaleza y cultura. Desde esta perspectiva, las relaciones sociales no son algo añadido a las funciones biológicas primarias, tales como la sexualidad y la agresividad, sino que se encuentran formando parte del sustrato biológico del organismo. Por tanto, las pulsiones sexual y agresiva no configuran las relaciones con los otros, sino que, inversamente, las relaciones con los otros, es decir, la matriz social en la cual nace y vive el individuo, son las que dan sentido 103 y configuran dichas pulsiones. Las pulsiones no estructuran la mente de los seres humanos, la matriz relacional es la que moldea y da expresión a las pulsiones y a las necesidades que de ellas se derivan. Unas y otras adquieren su sentido dentro de la trama de las relaciones con los otros; las pulsiones y las necesidades no configuran las relaciones intrapsíquicas e interpersonales. Desde este punto de vista, la unidad básica que hemos de plantearnos al estudiar la mente humana no es el individuo como una entidad separada cuyos deseos entran en conflicto con normas sociales y con la realidad externa, sino como alguien que forma parte de un campo interaccional, incluido en la matriz relacional dentro de la cual estos deseos se expresan y buscan su satisfacción a través de la relación con los otros. El deseo es experimentado siempre en el contexto de esta relación y este contexto define su sentido. Pese a que, como ocurre con todas las orientaciones dentro del psicoanálisis, los autores adscritos a la teoría relacional pueden divergir considerablemente entre sí, y aun cuando, además, no es fácil decir si determinado autor ha de ser o no incluido dentro de esta línea de pensamiento, existen rasgos específicos que la perfilan y que trataré de sintetizar. Es propio del psicoanálisis relacional el interés simultáneo por lo que es intrapsíquico y lo que es interpersonal, pero lo intrapsíquico es visto como la internalización de las experiencias interpersonales, mediatizadas por las disposiciones genéticas y neurofisiológicas. Ahora bien, lo intrapsíquico no es considerado puramente psicológico o únicamente como la representación de las pulsiones biológicas, sino como el resultado de la internalización de las experiencias interpersonales, por un lado, y de la manera en que éstas han sido asimiladas y configuradas de acuerdo con disposiciones genéticas y pulsionales, por otro. El funcionamiento de la mente humana se juzga, por tanto, constituido por la continuada interacción del mundo interno y el mundo externo, la realidad y la fantasía, con una visión enteramente distinta a la de un ambientalismo ingenuo. Contrariamente a éste, el psicoanálisis relacional considera de suma importancia todo aquello que está en el cuerpo y en la mente del individuo y que modela la relación con lo que le rodea. El conflicto no se olvida, aun cuando la causadel mismo se centra en la oposición entre pautas de relación divergentes y no entre pulsión y defensa, como en el psicoanálisis tradicional. Evidentemente, la teoría relacional no figura entre aquellas que basan en las pulsiones biológicas el desarrollo de la mente humana y sus conflictos, 104 sino que se trata de una teoría esencialmente psicológica, aunque tenga siempre presente la base somática sobre la que se injerta la matriz relacional, y los temas de motivación y significado constituyen el centro primordial de su interés (E. Ghent, 1989). Así, lo intra- psíquico y lo interpersonal no son vistos como algo contrapuesto, sino como algo complementario entre sí. Según Ghent, el significado más profundo del término relacional depende de que subraya no sólo las relaciones del individuo con los otros y su mundo externo, sino también entre las representaciones y personificaciones de su mundo interno. Por tanto, podemos pensar, nos dice Ghent, que la teoría relacional es un intento de integración de las teorías de las relaciones objetales con la teoría interpersonal, lo intrapsíquico con lo interpersonal, los factores constitucionales con los factores ambientales, la psicología de una persona con la psicología de dos personas constituida por la confluencia de la psicología individual de paciente y terapeuta, y de la que luego hablaré, etc. Por tanto, la teoría relacional es una teoría contemporánea y ecléctica, arraigada en la idea de que las relaciones, tanto internas como externas, tanto reales como imaginarias, son centrales en la formación y desarrollo de la mente humana así como en su patología y, eventualmente, en el tratamiento de ésta (L. Aron, 1996). La posición de Mitchell (1988, 1993), que es uno de los más importantes autores dentro del psicoanálisis relacional, parece ser el intento de vincular las concepciones de Sullivan con las de Fairbain y Winnicott. Mitchell considera el psicoanálisis relacional como una alternativa al psicoanálisis tradicional, en la cual el material básico de la vida mental no son las pulsiones, sino las relaciones con los otros. Dentro del psicoanálisis relacional podemos agrupar autores muy heterogéneos. El psicoanálisis relacional no es una escuela de pensamiento unificada e integrada, dado que, como he expuesto antes, deriva de la aportación de distintas corrientes, ni es tampoco una posición teórica singular. Más bien agrupa distintas maneras de enfatizar la importancia de las relaciones interpersonales y su repercusión intrapsíquica, tanto en el curso del desarrollo como en el del proceso psicoanalítico. Yo creo que hoy en día hay un creciente interés por las dimensiones relacionales del desarrollo mental y de la terapéutica psicoanalítica que fluye a través de todas las escuelas psicoanalíticas. Por tanto, en mi opinión no se ha de concebir la teoría relacional como una teoría que viene a suplantar las ya existentes o a aumentar el número de ellas, sino a aportar una nueva perspectiva que enriquezca las más tradicionales. Pienso que una y otras no son, en general, inconciliables y que se pueden complementar. Por eso, como he dicho antes, 105 prefiero utilizar la denominación de psicoanálisis relacional al de teoría relacional. Entiendo que es psicoanálisis relacional todo aquel que, aun partiendo de los conceptos fundamentales de las escuelas ya existentes, considera como el centro primordial de su atención la interacción constante y la ininterrumpida influencia que cada uno de los dos protagonistas está recibiendo y ejerciendo sobre el otro. Esto me parece mejor que intentar establecer una nueva escuela, de una manera excluyente y absoluta, dentro de la teoría del psicoanálisis. En cambio, sí creo que podemos considerar otras orientaciones, como la psicología de dos personas, el intersubjetivismo, el modelo interaccional y el constructivismo social, como variantes del psicoanálisis relacional, que constituye el eje central de todas ellas. 1.3. Modificaciones conceptuales desde la perspectiva del psicoanálisis relacional Determinados conceptos fundamentales se ven modificados por la introducción de los puntos de vista y modelos propios del psicoanálisis relacional. En ciertos casos, estas modificaciones han dado lugar, al ser desplegadas y aplicadas con profundidad por algunos autores, a las distintas orientaciones a las que me he referido en el apartado anterior. En éste, resumiré brevemente las modificaciones que afectan sustancialmente la relación paciente-analista, siempre con la intención de aportar una mayor comprensión a dicha relación. En el psicoanálisis tradicional toda la metodología de la terapéutica —empleo del diván, de las asociaciones libres, intervenciones del analista limitadas a la interpretación, anonimato y neutralidad del analista, etc.— está destinada a la observación de lo que tiene lugar en la mente del paciente con la máxima claridad (J. Coderch, 1995). Recordemos lo ya dicho en el primer capítulo acerca de la transferencia y de la concepción tradicional del analista como una pantalla en blanco que recibe las proyecciones del paciente, y que debe advertirle de las distorsiones que lleva a cabo en su trato con él. Desde este punto de vista, el analista es un observador externo que no interviene en absoluto en el fenómeno que está observando. Por lo que se refiere al pensamiento poskleiniano, en el cual el interjuego transferencia-contratransferencia ha sido siempre objeto de estudio, una versión más viva y ágil de la transferencia nos la da B. Joseph (1989) cuando dice que la mayor parte de nuestra comprensión de la transferencia se debe a nuestra percepción de la manera en 106 que el paciente induce en nosotros determinados sentimientos, nos incluye en su sistema defensivo, etc., y también cuando nos habla de la transferencia como una relación llena de vida en la cual hay constantes movimientos y cambios. Desde el punto de vista del psicoanálisis relacional, como veremos con más detalle al hablar de las distintas orientaciones del mismo, la transferencia es co-creada y el analista interviene decisivamente, con todos los rasgos de su personalidad y de su técnica, en su desarrollo y evolución. Lo propio ocurre con la contratransferencia, en la que se combinan la personalidad del analista y el influjo que el paciente ejerce sobre él. En el psicoanálisis relacional la transferencia y la contratransferencia se consideran el resultado de la experiencia global e interactiva de paciente y analista, y no forzosamente como distorsiones. Una y otra son esfuerzos para regular la interacción con el otro. Por tanto, la transferencia se juzga, como ya he adelantado en el primer capítulo, como un hecho psíquico que tiene siempre una significante y plausible (M. Gill, 1982, 1994) base en la realidad y las características de cada analista. Aun cuando no todos los analistas, ni mucho menos, son partidarios del modelo relacional, creo que hoy en día nadie entre nosotros cree que verdaderamente el analista sea una simple pantalla en blanco en la cual el paciente ve proyectado su propio mundo interno. Me parece de interés recordar aquí las ideas de Cooper (1987), a las que he hecho referencia en el primer capítulo, respecto a la manera en que la intelección de la transferencia en el pensamiento psicoanalítico se halla vinculada al predominio oscilante de los procesos cognitivos o de los afectos. En el psicoanálisis relacional, la mente se juzga como estructurada por unidades básicas compuestas por experiencias psíquicas tempranas. Aunque en el psicoanálisis relacional no se olvida el concepto de conflicto entre impulso y defensa, éste adquiere su sentido dentro de la relación paciente-analista, no únicamente como un hecho encubierto que el analista ha de descubrir. El conflicto básico se considera causado por la repetición de pautas relacionales internalizadas que impiden el crecimiento mental y la adecuada conexión con la realidad, y ocasionado también por la confrontación entre pautas relacionales divergentes. En este último caso,se constituyen diversos subsistemas que coexisten en la mente separados entre sí, en una intrincada organización psicodinámica. Un subsistema, por ejemplo, incluye una constelación de rabia, terror, agresividad, desconfianza, etc., originada en una experiencia traumática en la primera infancia, mientras que otro subsistema se halla constituido por sentimientos de tipo amoroso, confianza, expectativas positivas, etc. (R. Gordon y otros, 1998). 107 Todo ello nos lleva a considerar que el establecimiento de una atmósfera de seguridad y confianza es esencial para la acción terapéutica. Para lograrlo, paciente y analista han de compartir sus distintas percepciones de la experiencia que están viviendo juntos. Cuando en la relación analítica se reactivan las antiguas pautas patológicas del paciente, quedarán contrastadas con las más útiles y flexibles formas de relación que paciente y analista estructuran de manera inteligible y negociada. 108 2. Interacción Para hablar de interacción hemos de distinguir entre dos diferentes empleos del término dentro del pensamiento psicoanalítico. En el más sencillo de ellos, nos referimos a la constante influencia que paciente y analista están ejerciendo el uno sobre el otro. En el más complejo señalamos una teoría, la teoría interaccional, acerca de los orígenes y desarrollo de la mente, de la psicopatología y de la acción terapéutica. 2.1. La interacción como hecho psíquico fundamental en la relación analítica En su trabajo «On Countertransference Enactments» (1986), Jacobs cuenta la siguiente anécdota, relatada en primer lugar por el analista protagonista de la misma. Un psicoanalista norteamericano, de gran prestigio y muy pequeña estatura, recibió una llamada telefónica solicitando una consulta. Llegado el momento, al abrir la puerta de la sala de espera el analista quedó asombrado y perplejo al encontrarse con un hombre de casi dos metros de estatura y de descomunal corpulencia, según sus palabras, cubierto con sombrero tejano, vistiendo pantalones de cowboy y calzando botas del mismo estilo. Durante algunos segundos el analista le miró en silencio. Después, con un encogimiento de hombros y un gesto de resignación dijo, señalando el camino del despacho: «Entre, de todas maneras». Jacobs relata esta anécdota para subrayar cómo, desde el primer encuentro entre analista y paciente, incluso antes de iniciar el tratamiento, las transferencias son activadas en uno y en otro y se pone en marcha el juego de mutuos estímulos e influencias. En su acepción más estricta, el concepto de interacción nos lleva a tener en cuenta que toda palabra, silencio o actitud de paciente y analista ejerce una influencia sobre el otro y, a la vez, ha sido, dentro de los límites que sean, estimulado por ese otro. Lo que quiero señalar ahora es que, en mi opinión, no se trata de que haya momentos en los que esta interacción se produce y otros en que no, o momentos de más o menos interacción, sino que esta interacción es continua e ininterrumpida, para bien o para mal del proceso terapéutico, para su avance y desarrollo o para su impasse y falseamiento. En realidad, la interacción es un hecho universal que se pone en marcha cada vez que hay un encuentro entre dos o más personas. La literatura psicoanalítica acerca de la interacción y conceptos afines es muy 109 abundante, pero aquí no es mi objetivo una revisión amplia de la misma, sino únicamente proporcionar los elementos fundamentales para el entendimiento del tema que estoy tratando. Por tanto, me limitaré a hablar de aquello que pueda facilitar la comprensión de este hecho psíquico. Creo que es necesario distinguir tres conceptos en la interacción: enactment, acting- out y acting-in, los cuales a mi entender forman parte de la interacción, aunque creo que no deben confundirse con su totalidad. Según Jacobs, a quien considero el creador del concepto de enactment, el término se utiliza para describir la manera en la que analista y paciente actúan verbalmente y no verbalmente el uno sobre el otro. Jacobs ve el enactment como una forma continuada de comunicación inconsciente, influencia interpersonal y persuasión entre paciente y analista. Entiendo por acting-out el comportamiento compulsivo de un paciente, en su vida cotidiana, como una forma de expresar sus conflictos y ansiedades inconscientes fuera de la sesión, en lugar de vivir unos y otros en la transferencia. Podríamos decir, pues, que se trata de «actuar» en lugar de «pensar». La acción sustituye al pensamiento. En el curso del acting-out, el paciente abandona al analista con rencor y envidia en busca de un objeto ideal que satisfará todos sus deseos y necesidades. Se trata siempre de actos impulsivos e inadecuados, fundados en sentimientos mágicos y de omnipotencia que, a la corta o a la larga, van en contra de los intereses del paciente. El fracaso de las expectativas soñadas aumenta el resentimiento y conduce a la desesperación y a la ruina del tratamiento si no se consigue analizar y comprender suficientemente la situación. Sin embargo, a mi juicio debe distinguirse este acting-out destructivo del acting-out comunicativo, en el cual el paciente intenta, con su comportamiento, ensayar nuevas formas de conducta a la luz de las nuevas experiencias vividas en la relación con el analista y de los insights obtenidos. También puede existir, en este tipo de acting-out, el intento de comunicar al analista algo que el paciente no puede relatar con palabras. Como es fácil ver, una diferencia esencial entre acting-out y enactment estriba en que en el primero nos encontramos frente a un comportamiento impulsivo abiertamente detectable, mientras que en el segundo se trata de una encubierta y continuada relación interpersonal dentro del setting. Otra diferencia descansa en el hecho de que el acting-out de tipo destructivo supone siempre un ataque a la relación terapéutica, mientras que el enactment forma parte de los múltiples matices de dicha relación. 110 El término acting-in, mucho menos conocido que los dos precedentes, es de estirpe kleiniana y ha ido cayendo progresivamente en desuso. Con este término se pretende significar algún tipo de actividad, verbal o no verbal, que ataca e impide el funcionamiento mental del analista. Desde este punto de vista, por tanto, siempre que se habla de acting-in se señala una actitud agresiva y controladora hacia el analista por parte del paciente. Pero progresivamente, a medida que en la técnica kleiniana la interpretación de la transferencia negativa, de los impulsos agresivos y de muerte, ha perdido, por lo menos en muchos poskleinianos, su papel primordial y casi exclusivo, el concepto de acting-in y por tanto el uso del término ha ido quedando sustituido por el que podemos denominar «vivir en la transferencia» (B. Joseph, 1985; H. R. Rosenfeld, 1987). Por vivir en la transferencia entiendo la necesidad, por parte del analizado, de comunicar al analista, a través de su intercambio emocional con él, aquellas ansiedades, fantasías, experiencias, etc., pertenecientes a los niveles más profundos de su mente, preverbales y de características psicóticas, que no conoce ni puede expresar con palabras. Si el paciente trata de provocar determinados sentimientos, estados de ánimo, etc., en el analista es debido a que intuye que es la única manera de que este último pueda comprenderlo. Esta forma de enfocar la cuestión enlaza el pensamiento de numerosos autores poskleinianos, como Bion, Rosenfeld, Joseph, etc., con el psicoanálisis relacional. Fácilmente se puede suponer que, desde el punto de vista de la teoría kleiniana, la interacción paciente-analista se enfoca primordialmente a partir del concepto de identificación proyectiva (M. Klein, 1946) y del modelo continente-contenido de Bion (1962). No deseo extenderme demasiado en estos conceptos, los cuales han alcanzado ya una suficiente y amplia difusión en el pensamiento psicoanalítico, ni en la abundante literatura psicoanalítica generada alrededor de ellos. Sólo expondré una brevesíntesis. Melanie Klein describió por primera vez en 1946 el mecanismo de identificación proyectiva, señalando que: «La otra línea de ataque deriva de los impulsos anales y uretrales e implica expulsar peligrosas sustancias (excrementos) fuera del self dentro de la madre. Junto con estos dañinos excrementos, expulsados con odio, partes disociadas del yo son también proyectadas en la madre, o, como prefiero decir, dentro de la madre» (pág. 8; cursiva de la autora; la traducción es mía). Gracias a este descubrimiento de M. Klein, ahora sabemos que el paciente proyecta en el analista sus objetos internos, totales y parciales. A través de estas proyecciones el paciente intenta, inconscientemente, 111 provocar en el analista determinados sentimientos y moverle a comportarse de la manera que él desea para restablecer su equilibrio. En un principio los analistas consideraban la identificación proyectiva, siguiendo a M. Klein, como fundamentalmente agresiva, impulsada por el odio y el afán de deshacerse de los aspectos indeseables del self. Actualmente, creo que hemos de distinguir al menos cuatro clases de identificación proyectiva: la evacuativa, en la cual se produce la expulsión y proyección de lo nocivo e indeseable, como acabo de describir; la controladora, en la cual el paciente proyecta aspectos de su self en el analista como una manera de controlar y provocar en él determinadas emociones, fantasías, etc.; la comunicativa, en la cual la finalidad de proyectar determinadas experiencias en el analista obedece al deseo de hacerle comprender aquello que no se puede transmitir con palabras; y finalmente una cuarta de estirpe fundamentalmente narcisista, destinada a negar la separación entre el self y el objeto. La identificación proyectiva se halla íntimamente unida al mecanismo psíquico de disociación, puesto que conlleva siempre un proceso de disociación de aquello que se proyecta. Algo que se discute en la actualidad es si el concepto de identificación proyectiva se refiere sólo a la fantasía inconsciente del paciente o si se ha de emplear únicamente en los casos en que el destinatario queda afectado por aquello que se le ha proyectado (J. M. Tous, 1998) o por la fantasía del paciente. Aun cuando las opiniones sean divergentes según distintos autores (P. Heimann, 1952; T. Ogden, 1979; Hamilton, 1990, etc.), creo que en el momento actual el concepto de identificación proyectiva ha dejado de pertenecer exclusivamente al reino de lo intrapsíquico para introducirnos en el campo de la interacción y de las relaciones interpersonales. Dicho de otra manera, la identificación proyectiva es algo que se produce en la relación entre dos o más personas. Como la transferencia, se trata de un hecho psíquico universal. Los interlocutores emplean constantemente la identificación proyectiva, tanto para comunicar y hacerse comprender mejor, como para intentar provocar en el otro determinados sentimientos o deseos. Habitualmente, cuando en la literatura psicoanalítica se habla de la identificación proyectiva los autores se refieren a la identificación proyectiva del paciente hacia el analista. Sin embargo, desde la perspectiva de la interacción hemos de tener en cuenta que la identificación proyectiva es mutua. También el analista proyecta en su paciente, como ocurre siempre entre dos interlocutores. Tous (1998) se ha ocupado de precisar 112 distintos tipos de identificación proyectiva por parte del analista. Destaca la identificación comunicativa benigna del analista en la que éste, de acuerdo con el modelo continente- contenido, al que me referiré en breve, retorna al paciente los elementos mentales que éste le ha proyectado. Otro tipo de identificación proyectiva del analista, según esta autora, es aquel en que el analista proyecta en el paciente aspectos de éste que han de desarrollarse. Ella vincula este tipo de identificación proyectiva con el concepto de «self virtual» de Kohut (1977). Por mi parte, creo que también podemos relacionar este tipo de identificación proyectiva del analista con la idea de Loewald (1960) de que los padres tienen, en cada momento, una imagen de su hijo más desarrollado, mental y físicamente, y que el hijo capta esta imagen y va adaptándose a ella progresivamente. Otro tipo de identificación proyectiva que describe Tous es la empatía. Por mi parte, trataré extensamente de la empatía en el cuarto capítulo. El modelo continente-contenido de Bion (1962) se halla en estrecha relación con el concepto de identificación proyectiva que acabo de describir. Bion parte de la idea de Klein acerca de la manera en que el bebé puede hacer frente a sus terrores infantiles proyectándolos, junto con una parte de su mente, en el pecho materno. Tales terrores son modificados por el pecho materno, de manera que el bebé puede reintroyectarlos de una forma asequible para él. A partir de esta idea kleiniana, Bion concibió el continente como aquello dentro de lo que algo puede ser proyectado, y el contenido como aquello que es proyectado dentro del continente. La relación continente-contenido depende de la calidad de las emociones. Si la relación está dominada por la envidia, por ejemplo, continente y contenido se dañan mutuamente y configuran un modelo que es la antítesis del crecimiento. Si, por el contrario, continente y contenido se hallan unidos por la emoción y la tolerancia a la frustración y a la duda, se fecundan mutuamente y constituyen un modelo de crecimiento. A partir de aquí, Bion define el proceso de rêverie. El bebé proyecta en la madre los sentimientos caóticos y confusos que no puede tolerar. La madre contiene y «ensueña» lo que se le ha proyectado, lo modula y le da un significado, y lo retorna al bebé de manera asimilable para él. De esta forma, el bebé internaliza no únicamente aquello que se le ha devuelto, sino también la capacidad de llevar a cabo el proceso de contención que la madre le transmite. Naturalmente, como el lector sin duda ya sabrá, las ideas de Bion son sumamente complejas y aquí sólo puedo dar un pequeño recordatorio útil para los propósitos de este libro. La función de contención y rêverie es básica en la relación analítica. El paciente 113 proyecta en el analista sus frustraciones, sentimientos intolerables, ansiedades y terrores, y el analista los contiene, modula y retorna de manera tolerable para el paciente, junto a su propia función de contención. Creo que este proceso es uno de los elementos fundamentales para el crecimiento mental de todo analizado. 2.2. La teoría interaccional del psicoanálisis Como he dicho antes, más allá de las consideraciones precedentes acerca de la interacción continuada entre paciente y analista, algunos autores han desarrollado una completa teoría del desarrollo de la mente, su psicopatología y sus mecanismos de modificación, a partir del concepto de interacción. Mi interés en el estudio de la relación paciente-terapeuta se centra en la interacción como hecho psíquico fundamental, no en la teoría de la interacción propiamente dicha. Sin embargo, creo que es útil para la práctica de la terapéutica psicoanalítica conocer los principios fundamentales de esta teoría, por lo cual me extenderé un poco sobre ella siguiendo, a grandes rasgos, la exposición realizada por Miller y Dorpat (1998). La idea directriz de la teoría interaccional es la de que la organización y los contenidos de la mente de todo individuo son el resultado de su historia interpersonal y de las interpretaciones que él ha construido acerca de sus interacciones con los otros. Una vez internalizadas, estas interacciones dan lugar a pautas o esquemas mentales que dan significado a las subsiguientes interacciones que se van presentando a lo largo de la vida del individuo. Toda nueva relación, por tanto toda nueva interacción, se vive de acuerdo con los esquemas organizados por las antiguas interacciones y asimilada a ellas. Así, podemos decir que estos esquemas son conservadores, puesto que tienden a hacer las nuevas interacciones similares a las antiguas,y desencadenan las mismas pautas de respuesta que en el pasado, aunque las circunstancias personales y las del mundo en su entorno sean muy diferentes. De esta manera, si los esquemas se han configurado a partir de interacciones vividas como traumáticas y provocadoras de ansiedad, que han originado respuestas patológicas, inadecuadas, defensivas o agresivas, éstas se irán repitiendo a lo largo de la vida mientras no se produzcan nuevas interacciones favorables, con suficiente vigor y capacidad de impacto para modificar los antiguos esquemas. Las interacciones son, pues, experiencias vividas que, especialmente en los primeros años de vida, organizan el cerebro en redes de circuitos neuronales y la mente en pautas 114 de respuestas a los estímulos. De esta manera, la teoría interaccional considera que la forma en que los seres humanos dan significado a sus experiencias, tanto mental como somáticamente, depende de sus interacciones con los otros a lo largo de su vida. Como es natural, la influencia de estas interacciones con los otros es especialmente importante en la primera infancia, cuando las redes neurofisiológicas se hallan en curso de organización. A medida que progresan en su crecimiento mental, los seres humanos son capaces de abstraer rasgos comunes de sus diversos esquemas y agruparlos en categorías, y construir nuevos esquemas a partir de la manera en que los posteriores estímulos se integran en esas categorías, esquemas que, a su vez, se agruparán en nuevas categorías y así sucesivamente. Estos últimos esquemas, o esquemas de segunda, tercera, etc., generación, no dependen ya directamente de las experiencias vividas, sino que más bien son ideas, conceptos y teorías que el individuo construye para dar una explicación a sus percepciones, sentimientos, interacciones con los otros, etc. La manera en que cada individuo percibe y da significado a los sucesos de su vida obedece al tipo de esquemas que son puestos en marcha frente a tales sucesos. El conjunto de los esquemas forma el denominado modelo de trabajo. Cada individuo pone en marcha algún procedimiento de defensa cuando, por su previa experiencia, espera que determinada interacción ocasionará sufrimiento. Este procedimiento de defensa puede ser intrapsíquico, interpersonal o incluir ambos a la vez. Con la actividad defensiva interpersonal el individuo intenta protegerse a sí mismo de alguna circunstancia que amenaza con la pérdida del sentimiento de continuidad de su self, con la ruptura de vínculos interpersonales importantes y necesarios para él o con la repetición de anteriores interacciones traumáticas. Desde el punto de vista intrapsíquico, el sujeto puede evitar emociones y pensamientos dolorosos inhibiendo la puesta en marcha de los esquemas que conducen a la aparición de tales sentimientos y pensamientos. Desde el ámbito interpersonal, el individuo puede protegerse de una experiencia dolorosa tratando de modificar el estado mental y el comportamiento de la persona o personas con quienes está interaccionando a fin de cambiar el sentido de la interacción. Aun cuando, como he dicho antes, los esquemas tienden a ser conservadores, y a ello se debe lo que solemos llamar el «carácter» de cada ser humano, es decir, lo previsible en líneas generales de sus reacciones y formas de adaptación, también es cierto que se ven influidos de continuo por las nuevas experiencias y el input informativo que 115 inevitablemente el individuo ha de asimilar. A fin de cuentas, no podemos olvidar que, frente a este estilo conservador de los esquemas —y lo mismo podemos decir de las relaciones con los objetos internos desde el punto de vista del pensamiento kleiniano y de las teorías de las relaciones objetales—, también el ser humano posee una innata tendencia a la búsqueda de conocimiento y nuevas experiencias, como Daniel Stern (1991) describe en su libro El mundo interpersonal del infante. Y, por cierto, esta última idea puede ser enlazada con el concepto de la pulsión epistemofílica de la que nos habla M. Klein. Lo dicho en el párrafo anterior nos conduce a plantearnos los agentes del cambio terapéutico desde la perspectiva de la teoría interaccional. La relación terapéutica es una particular e irrepetible —con un distinto terapeuta, o con un distinto paciente, sería otra relación— situación psicosocial en la cual ambos están interaccionando. Paciente y terapeuta llegan al encuentro con sus propios esquemas, que se activan a través de la mutua interacción. Podemos, por tanto, definir la transferencia y la contratransferencia como la manera en la que paciente y analista organizan su mutua experiencia de interacción y el sentido que dan a la misma. El analista, al que suponemos una suficiente comprensión de los esquemas que se activan mutuamente en el campo interaccional, construye sus intervenciones e interpretaciones para ofrecer insight al paciente acerca de la experiencia que está viviendo y de cómo está percibiendo el propio comportamiento y las palabras del analista. Como acabamos de ver en el párrafo anterior, comprobamos que la teoría interaccional conserva el habitual concepto de la interpretación destinada a hacer consciente aquello que es inconsciente, especialmente en relación con la transferencia. Al ayudar al paciente a tener conciencia de las experiencias y sentimientos inconscientes que se originan en su relación con el analista, las interpretaciones facilitan la modificación de los esquemas que, hasta aquel momento, han regido su respuesta frente a la interacción con los otros y a su comportamiento. A mi juicio, la teoría interaccional no excluye de por sí los conceptos e hipótesis propios de las escuelas más conocidas dentro del campo psicoanalítico. Subraya, con especial énfasis, el papel primordial de las interacciones que todo ser humano vive en la relación con sus semejantes, su importancia en el desarrollo mental sano y patológico y, por tanto, insiste en la necesidad de prestar especial y continuada atención a la ininterrumpida interacción que en todo momento tiene lugar entre paciente y terapeuta. 116 3. De la psicología de una persona a la psicología de dos personas 3.1. Antecedentes y circunstancias condicionantes Creo que el psicoanálisis relacional nos ha conducido a una de las más interesantes perspectivas que se han desarrollado durante los últimos años en el campo de la teoría y la práctica psicoanalíticas. Tal perspectiva es la que concierne a la concepción del proceso psicoanalítico como un espacio para la investigación del despliegue de la psicología de dos personas, constituida por la conjunción de la psicología del paciente y la del analista, en lugar de centrar esta investigación en la psicología de una persona, la del paciente, que ha sido la práctica habitual en el tratamiento psicoanalítico. Es menester tener en cuenta, sin embargo, que ya Freud, en su trabajo Psicología de las masas y análisis del Yo (1921), nos introduce perfectamente en la relación complementaria entre la psicología del individuo y la psicología de dos personas. Dice Freud: «La oposición entre la psicología del individuo y la psicología de las masas, aun cuando a primera vista nos parezca muy sustancial, pierde buena parte de su claridad si se la considera más a fondo. Es cierto que la psicología individual se ciñe siempre al ser humano singular y estudia los caminos a través de los cuales intenta conseguir la satisfacción de sus mociones pulsionales. Pero sólo raras veces, bajo determinadas situaciones de excepción, puede prescindir de los vínculos de este individuo con los otros. En la vida anímica del sujeto el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso, desde el mismo comienzo la psicología individual es simultáneamente psicología social, en este sentido más amplio pero totalmente legítimo» (S. Freud, vol. xviii, pág. 67). Notó (1986) ya ha señalado este fundamental carácter de psicología social que posee el psicoanálisis. En este cambio de enfoque, desdela psicología de una persona a la dialéctica entre la psicología de una persona y la psicología de dos personas que ahora comienza a manifestarse de la mano de muchos autores insatisfechos con las formas habituales de entender el proceso psicoanalítico, intervienen muchos elementos y cambios sociales, filosóficos, culturales y psicológicos que dan un distinto giro a la manera de ver qué cosa es el tratamiento psicoanalítico y cuál es la relación paciente-analista. En la introducción y en el primer capítulo ya he tratado acerca de estos elementos y circunstancias, a los que ahora he añadido el psicoanálisis relacional, el concepto de interacción y la teoría 117 interaccional. 3.2. El impacto de la personalidad del analista A partir de lo que he dicho, por tanto, creo que nos hallamos en condiciones de comprender el desplazamiento que se está produciendo en el psicoanálisis actual, por parte de muchos clínicos y teóricos, hacia la perspectiva de la psicología de dos personas, y el abandono de la tradicional visión del psicoanálisis como el estudio de la psicología de una mente individual, la del paciente. Ya me he referido antes a la concepción, hoy en día sobradamente desacreditada, del analista como una pantalla en blanco. Por otro lado, es fundamental en el modelo de la psicología de dos personas la idea de que los aparentemente infantiles deseos y conflictos revelados en las asociaciones de los pacientes no son sólo huellas del pasado, reactivadas por la situación analítica, sino que son también una expresión de la interacción real con el analista, con todas sus peculiaridades y características personales. La implicación para el modelo de una psicología de dos personas es que la personalidad del analista, y no sólo la técnica analítica con la que trabaja, es lo verdaderamente específico para el paciente. Asimismo, la personalidad del analista afecta no sólo a la alianza terapéutica o relación de trabajo, sino también a la misma naturaleza de la transferencia (J. Coderch, 1995). Desde el punto de vista de la psicología de dos personas, la personalidad del analista debe tenerse en cuenta sistemáticamente como una parte intrínseca de la transferencia, que se juzga que está basada en la mutua contribución de ambos participantes en interacción. Expondré un breve ejemplo para ilustrar mejor mis puntos de vista respecto a lo que vengo diciendo. Poco antes de terminar una sesión en lunes, un paciente en análisis me pidió un cambio de hora para el miércoles. Sin tiempo para esperar ulteriores asociaciones con relación a esta demanda, ni tampoco para calibrar mis posibilidades reales para ello, yo le respondí que me era imposible satisfacer su petición. Al día siguiente, el paciente comenzó la sesión diciéndome, en un tono francamente irritado, que él no creía que me fuera realmente imposible acceder al cambio de hora, sino que pensaba que mi negativa se debía a que yo pensaba que ello sería contrario a las reglas psicoanalíticas que impiden al analista mostrarse excesivamente amable y condescendiente con el paciente. Y añadió que esto ponía de relieve que yo estaba más 118 interesado en la metodología psicoanalítica que en sus necesidades, que la metodología psicoanalítica era mi primer amor y que, por tanto, él, como paciente, ocupaba un lugar muy secundario en mis intereses. Hasta aquí el paciente. Desde el modelo más habitual de la psicología de una persona, el significado de las palabras del paciente parece bastante claro, y se puede juzgar que la situación edípica (situación bien relacional, por cierto) se expresa abiertamente en esta anécdota. Desde este punto de vista, la metodología analítica, en este caso, era para el paciente una representación de mi pareja —materna o paterna según el momento transferencial— frente a la cual, y frente a la realidad del tiempo limitado de las sesiones y del horario establecido, el paciente se sentía celoso y excluido, como un niño ante la pareja de padres. Otras alternativas serían las de considerar la solicitud del paciente como fruto de su necesidad de controlar al analista, disponer de él a voluntad, tener una prueba de su disponibilidad en cualquier momento, negar la separación, etc., con la consiguiente irritación y protesta al ver frustradas estas fantasías y necesidades. Pero, desde la perspectiva de la psicología de dos personas, sin negar la existencia de la situación edípica ni de otra suerte de fantasías y demandas, debemos investigar y preguntarnos acerca de una serie de cuestiones: interrogarnos acerca de mi comportamiento y estilo, para averiguar hasta qué punto yo pude mostrarme en la realidad emocionalmente distante de las necesidades del paciente (al margen de que me fuera materialmente posible o no el cambio de hora) produciéndole, tal vez, la impresión de que lo que más me importaba era cumplir con la metodología psicoanalítica; hemos de preguntarnos acerca de mi flexibilidad o rigidez, captadas por el paciente, en el cumplimiento de las reglas analíticas; debemos investigar hasta qué punto mi actitud de neutralidad pudo, verdaderamente, dar lugar en el analizado a un sentimiento de escaso interés hacia él, por más que yo hubiera actuado formalmente de una manera correcta; es menester estudiar si yo pude transmitir al paciente una preocupación por no transgredir las pautas de la relación analítica; si el tono de mi voz al declarar que me era imposible atender su requerimiento tuvo algún dejo de aspereza, sequedad o rechazo, o si las palabras empleadas para ello fueron excesivamente concisas y contundentes, etc. Si examinamos con cuidado todas estas cuestiones, tal vez podremos encontrar que la queja del paciente no se debía únicamente a una proyección transferencial del conflicto edípico o a sus fantasías de control y posesión sobre mí, etc., sino que, aun cuando todo esto se expresara en ella, también se basaba en elementos reales a causa de mis propias 119 características personales. Efectivamente, a mí me pareció, y así lo puse de relieve al hablar con el paciente de esta situación, que, a causa de la premura de tiempo con la que fue formulada su petición, mi respuesta fue excesivamente breve y taxativa, sin interesarme en averiguar las necesidades que le llevaban a tal solicitud. También me di cuenta, aunque de esto no le hablé, que yo me había sentido molesto e inquieto por la presión que experimenté al tener que dar una respuesta sin tiempo para investigar los motivos inconscientes de la petición del paciente ni, como he dicho antes, de reflexionar acerca de mis verdaderas posibilidades para atenderla en caso de que lo creyera conveniente y adecuado, y que todo ello influyó en mi forma de responder. Así pues, opino que la transferencia ha de ser vista en términos del psicoanálisis relacional y del constructivismo social, al que me he referido en el primer capítulo. Por este motivo, no debe ser enjuiciada esquemática y simplemente como una distorsión de la realidad del analista a causa de las fantasías y conflictos intrapsíquicos del paciente, sino que hemos de pensar que la transferencia tiene siempre una firme base en el aquí y ahora de la realidad del analista. Expresado esto, posiblemente de una manera un tanto radical, Gill dice que la llamada neurosis transferencial representa sólo una atención selectiva y una sensibilidad incrementada a determinados aspectos de la ambigua respuesta del paciente al analista (M. Gill, 1994). A causa del hecho de que el analista se encuentra continuamente involucrado con el paciente, la práctica analítica, según el modelo que estoy exponiendo, necesita una reconfiguración para incluir en ella la subjetividad del analista de manera que éste pueda ser reconocido por el paciente no como alguien que se halla en posesión exclusiva de la verdad y la objetividad, sino como un coparticipante. Así, el modelo de la psicología de dos personas implica que el analista no sólo realiza una continuada contribución a la experiencia del paciente, por tanto a su transferencia, sino que también la experienciade este último es ambigua, ya que las fuentes de donde derivan las acciones y pensamientos que crea el analista no son plenamente conocidas, e implica, también, que paciente y analista co-crean realidades interaccionales vívidamente expresadas en la transferencia y la contratransferencia, a través de la búsqueda de nuevas formas de relación y de la comprensión del significado de éstas. Con el paradigma de la mente como un sistema abierto, siempre en interacción con los otros y siempre respondiendo a la naturaleza de la relación con el otro, se instaura, pues, un nuevo modelo de la relación analítica. En él, la transferencia y la 120 contratransferencia siempre dependen de ambos participantes en interacción, de manera que no hemos de pensar en las asociaciones libres como algo que emerge únicamente de la mente del paciente, sino que todas las asociaciones son una respuesta a la interacción con el terapeuta. Las reglas de neutralidad y anonimato han sido pensadas y establecidas para favorecer el desarrollo de la transferencia y las asociaciones libres con el mínimo de interferencia por parte del analista, de forma que la mente del paciente se pueda expresar con la máxima libertad y espontaneidad. Y por cierto, cumplen esta función y nunca hemos de olvidarnos de atenernos a ellas. Pero esto no ha de llevarnos a engaño. Los hechos psíquicos nunca emergen de la mente del individuo totalmente aislados y sin conexión con el medio que le rodea. El método de las asociaciones libres como forma fundamental de la comunicación del paciente posee un extraordinario valor para favorecer la espontaneidad y la expresividad, pero en absoluto elimina la influencia del analista y del efecto de la ininterrumpida interacción entre ambos participantes. Las asociaciones, por libres que parezcan en su aspecto más formal, son, no lo olvidemos, comunicaciones que no van dirigidas al vacío o a nadie en particular, sino que se hallan siempre específicamente destinadas a una persona: el analista. Más adelante volveré a ocuparme de esta cuestión. 3.3. La dialéctica psicología de una persona/psicología de dos personas Quiero insistir en que la perspectiva de la psicología de dos personas ha de entrar en constante juego dialéctico con la psicología de una persona. No se nos ha de escapar el hecho de que la realidad del analista en cuanto a su influencia en la transferencia importa sólo según la manera en que es vivida en la realidad psíquica del paciente. Pero esto no ha de llevarnos a poner el acento sólo en el paciente, minimizando el papel del analista, y estimar que la transferencia es algo que se fragua únicamente en la mente del paciente. Quede claro, por tanto, que el énfasis en destacar que el examen de la experiencia analítica nos lleva a una psicología de dos personas no implica el abandono de la psicología individual del paciente. Éste reacciona al input proveniente del terapeuta de acuerdo con su forma peculiar de recibir y procesar los mensajes recibidos. La personalidad real del analista, tanto en lo consciente como en lo inconsciente, es importante sólo en la medida en que el analizado la percibe y reacciona a ella según su psicología individual. La comprensión del diálogo analítico exige tener en cuenta a la vez 121 la perspectiva de la psicología individual y de la psicología de dos personas, ya que los procesos interpersonales siempre se configuran y modulan a través de la forma peculiar de crear experiencias de cada individuo. Así, por ejemplo, no se trata de pensar que la sexualidad del paciente que se expresa en la situación analítica sea únicamente la repetición de la sexualidad infantil biológicamente fundamentada, ni tampoco que tenga su origen en el contexto relacional en el que se encuentra el paciente en aquel momento, sino que tanto su sexualidad infantil como la propia de su personalidad adulta adquieren un sentido peculiar y específico, y con mayores posibilidades de riqueza expresiva, en el contexto de relación analítica. Me parece evidente, por tanto, que la relación paciente-terapeuta transcurre sobre un tejido constituido por la psicología individual de uno y otro y, a la vez, por la psicología de dos personas que emerge en el encuentro de dos psicologías individuales. Tal vez se comprenda mejor esta calidad emergente de la psicología de dos personas si nos remitimos otra vez al concepto de estructura y consideramos que analista y analizado forman una nueva estructura que no existía antes de su encuentro. Para mis propósitos, es necesario añadir ahora algunas ideas más sobre este tema de la estructura. Con relación a la perspectiva de la psicología de dos personas, parece imprescindible tener en cuenta que el rasgo primordial que hoy día se otorga al concepto de estructura es que el sujeto agente de las propiedades estructurales es la estructura misma en tanto que conjunto (P. Laín Entralgo, 1991). Según la concepción estructuralista, tan importante hoy día en todas las ciencias, las propiedades específicas de cada estructura han de ser entendidas como un resultado global de la función de estructura. Por tanto, podemos decir que la realidad que caracteriza a las estructuras no es ni la suma de sus elementos ni la de sus funciones. Así, por ejemplo, de acuerdo con la neurociencia, los circuitos neuronales son los elementos funcionales básicos capaces de codificar una nueva función cerebral y, por tanto, mental. Pero, como señala Mora (1995), los circuitos poseen propiedades del circuito no atribuibles a los elementos constitutivos. Es decir, existe una propiedad emergente de estos sistemas o propiedad emergente del circuito. Si aplicamos estas ideas a la estructura constituida por el conjunto paciente- terapeuta se nos hace más patente la innegable aparición de nuevos rasgos y peculiaridades que anteriormente no existían ni en uno ni en otro y que pasan a erigirse en las características específicas de la psicología de dos personas, que complementa la psicología individual de cada uno de los dos participantes. 122 Igualmente, si acudimos a la teoría general de los sistemas (Von Bertalanffy, 1979), nos daremos cuenta de que la relación analítica forma un sistema diádico en el que los elementos componentes (paciente y analista) deben considerarse subsistemas y entenderse como tales. En mi opinión, esta visión de la relación analítica es válida para cualesquiera de los modelos basados en la relación de objeto: relaciones puras de objeto como las conciben Fairbain y Guntrip; pensamiento kleiniano y poskleiniano; psicología del self; interpersonalismo; teoría interaccionista; psicoanálisis relacional, etc. Para una mejor comprensión de la manera en que la concepción del proceso psicoanalítico como una dialéctica entre la psicología individual y la psicología de dos personas nos permite una mayor profundización en el mismo, consideraré tres aspectos fundamentales del tratamiento psicoanalítico desde esta perspectiva: las interpretaciones, el silencio del analista y la regla de las asociaciones libres como método básico de la técnica analítica. a) Las interpretaciones a la luz de la psicología bipersonal Toda interpretación, acertada o equivocada, formulada correcta o incorrectamente, pone de manifiesto determinados rasgos de la subjetividad del analista, puesto que toda su actividad interpretativa se halla determinada, en parte, por su psicología personal. El analista no puede formular interpretaciones totalmente objetivas y desvinculadas de su personalidad (O. Renik, 1995; L. Aron, 1996). Toda interpretación es un acto relacional, y precisamente la combinación de objetividad-subjetividad que se manifiesta en la interpretación es la que dota a ésta del carácter de experiencia relacional que comparte con su condición de input informativo. Y esta implicación de la personalidad del analista en la interpretación es lo que, según mi propia experiencia, le confiere su mayor impacto terapéutico. Tal como llevo dicho, para el psicoanálisis relacional la teoría acerca del proceso psicoanalíticoha ido evolucionando desde considerar a éste como el despliegue y estudio de la psicología de una persona hasta calificarlo como un proceso centrado en la investigación de la dialéctica y de la complementariedad entre la psicología de una persona y la psicología de dos personas. Pero, además, mi experiencia me indica que esta transición que ha experimentado la teoría psicoanalítica con el transcurso de los años es 123 algo que vive por sí mismo el paciente en el curso —con menor número de años, por supuesto— de su tratamiento. En el vaivén del diálogo analítico, los pacientes se percatan, consciente e inconscientemente, de que lo que ellos vivían como su psicología individual adquiere otra dimensión en contacto con el otro, el analista, y se transforma en una psicología bipersonal. Si el analista no advierte esta realidad e intenta convencer al paciente, con sus intervenciones, de que aquellas fantasías, ansiedades y deseos de los que le habla al interpretar corresponden exclusivamente a su mente, sin que él mismo tenga que ver con ellos, quebranta lo que puede ser una experiencia compartida y, consecuentemente, le presenta sus procesos psíquicos de una manera parcial y mutilada, de forma que lo que podría ser un encuentro de dos subjetividades se convierte en un adoctrinamiento, más o menos sutil, del paciente por parte del analista. b) El silencio como interacción Para desarrollar este concepto partiré de una situación planteada por M. Gill en su libro Psychoanalysis in Transition (1994). Tal situación es algo que, en realidad, ocurre con frecuencia y que yo he vivido en más de una ocasión, por lo que tengo cierta experiencia de ello. Se trata del caso del paciente que informa al analista de la muerte de una persona próxima a él. La actitud habitual por parte del analista ha sido la de guardar silencio, para no inhibir las espontáneas y libres asociaciones del paciente, ya que si el analista manifiesta su condolencia, se ha pensado siempre, ello es tanto como dar a entender al paciente que éste debe sentir pesar por esta muerte, inhibiendo, por tanto, la posible expresión de sentimientos negativos tales como indiferencia, despreocupación, rencor, etc. Además, también se ha juzgado siempre que con cualquier expresión de condolencia el analista perdería la necesaria neutralidad. Pero ahora, a la luz de las ideas que estoy exponiendo, debemos preguntarnos acerca de las implicaciones de este silencio. El paciente, por ejemplo, puede vivir el silencio del analista en la situación que nos plantea Gill como una dolorosa, para él, falta de simpatía y afecto. Naturalmente, podemos decir que esta respuesta emocional del paciente ha de ser, en sí misma, motivo de análisis. Pero esta afirmación implica que se da por descontado que esta respuesta se enjuicia como formando parte de una transferencia irracional. Al mismo tiempo, ello nos llevaría a olvidar que el silencio es, también, una acción por parte del analista. Lo que yo pretendo señalar es que, incluso si el analista permanece en silencio, está 124 haciendo algo, es decir, realiza la acción de quedar callado frente a lo que puede ser un acontecimiento importante en la vida del paciente. De nuevo, aquí podemos objetar que, presumiblemente, el paciente ya ha aprendido que la labor del analista para con él no es la de proporcionarle amistad y simpatía, sino la de analizar sus reacciones y sentimientos. Esto es cierto, pero también lo es que las reacciones del paciente pueden hallarse bien ocultas en sus asociaciones, y en este caso nos podemos encontrar con un oculto sentimiento de placer, pongamos por caso, por el hecho de que el silencio del analista no haya inhibido una expresión de sus sentimientos negativos hacia el fallecido, o tal vez ante una reprimida reacción de cólera por el silencio del analista frente a un suceso doloroso en su vida. En relación con lo que acabo de decir, quiero citar un ejemplo expuesto por un prestigioso analista, extraído de su experiencia como supervisor. Una paciente acudió un día a la sesión, presa de gran ansiedad, relatando que la noche anterior su hijo de pocos años había sido hospitalizado a causa de una aguda y grave enfermedad. La paciente, fuertemente afectada, fue narrando con todo detalle los síntomas detectados, el traslado a un servicio de urgencias, el dictamen médico provisional, su ansiedad, sus temores por la suerte del niño, etc. Después de consumir un buen espacio de tiempo con este relato y con la manifestación de sus preocupaciones y su dolor, quedó callada. Entonces el joven analista, que había permanecido todo el tiempo en silencio, intervino para decirle que en aquel momento ella estaba resistiendo la comunicación de sus asociaciones, sin añadir una palabra más. A partir de este momento, la analizada permaneció en silencio hasta el final de la sesión. Al día siguiente regresó con los honorarios correspondientes a los días transcurridos del mes y se los entregó al analista diciéndole que él estaba más enfermo que ella. Dicho lo cual marchó para no volver. ¿Podemos verdaderamente decir que la actitud del analista al no expresar ningún sentimiento con relación a la grave situación por la que estaba pasando la paciente era de neutralidad? ¿La frialdad y falta de calidez y contacto humano, en aras de una estricta actitud de investigación, pueden ser juzgados como neutrales? Más adelante volveré a ocuparme extensamente de la neutralidad del analista. De nuevo, debo señalar que el analista debe estar atento a las respuestas del paciente frente a sus palabras y a sus silencios, a fin de percibir lo que está ocurriendo en cada momento. Pero quiero subrayar que si el analista no capta claramente la naturaleza relacional de la situación analítica no podrá comprender las respuestas del paciente ni las 125 suyas propias. Las reacciones y sentimientos del paciente frente a los silencios del analista pueden, muy fácilmente, pasar inadvertidos a causa de que el paciente ha aprendido a aceptar que el silencio del analista en determinadas ocasiones ha de ser admitido como lo más adecuado para la buena marcha del proceso analítico. O quizás no lo ha aprendido tan bien como parece, pero tiene la experiencia de que, si él se queja de tal silencio, su queja será atribuida a sentimientos hostiles y a intentos de perturbar el buen funcionamiento mental del analista, etc. Quede claro que con este ejercicio de suposiciones yo no pretendo dar ninguna regla acerca del comportamiento del analista en esta clase de situaciones. Lo que quiero subrayar, aparte de mostrar lo complejo de la relación analítica, es que siempre existe un significado personal para ambos, paciente y analista, en cualquier intervención verbal o en el silencio del analista. Según Gill, una posible respuesta frente a la situación de un fallecimiento que antes he planteado, podría ser: «¿Cómo se siente usted en este momento?». Yo estoy de acuerdo con que esta intervención parece transmitir al paciente que el analista no considera que haya una forma particular y necesaria de vivir el fallecimiento de una persona cercana, con lo cual el paciente puede sentirse libre y no presionado para expresar, forzosamente, sentimientos convencionales de pesar, ni tiene prohibido manifestar indiferencia, alivio o satisfacción ante tal fallecimiento. Ahora bien, de nuevo nos encontramos con dificultades. Esta intervención, «¿Cómo se siente usted en este momento?», puede fácilmente ser vivida por el paciente como la manera que tiene el analista de ocultar cualquier sentimiento, de no comprometerse y de mantenerse profesionalmente distante y separado, de forma que sólo entren en juego los sentimientos y reacciones del paciente, sin nada por su parte. Y creo que el paciente no anda desacertado si así piensa. Por tanto, ocurre que este «sin nada personal por parte del analista» es, realmente, un hacer algo que puede desencadenar, de acuerdo con mis suposiciones, toda una amplia gama de respuestas. Así pues, he de volver a insistir en que no existe ningunaintervención o comportamiento del analista, incluyendo su silencio, que no sea al mismo tiempo una acción que surge dentro de una trama interpersonal y que da lugar a una reacción emocional en el paciente. El silencio, que es la respuesta que podemos llamar tradicional del analista ante una comunicación de la índole que nos plantea Gill puede, evidentemente, desencadenar en el paciente un sentimiento de frustración, lo cual, en la teoría de la técnica psicoanalítica, se 126 ha venido juzgando habitualmente que dará lugar a la aparición de material susceptible de ser analizado. Pero no podemos dejar de tener en cuenta que el hecho de que se produzca o no tal frustración, y la misma respuesta del paciente ante ella, no es algo que incumba únicamente a este último, sino que depende del tipo de relación analítica. Supongamos, por ejemplo, que el analista se sienta personalmente inclinado a expresar alguna muestra de simpatía ante el anuncio de la muerte de una persona cercana, pero que cree que, desde el punto de vista del método analítico, es mejor el silencio. Ello puede llevarle a sentirse tan incómodo consigo mismo que le sea difícil entender e interpretar la reacción del paciente ante un silencio que él mismo siente forzado y desagradable. Lo que quiero decir con esto es que el analista ha de tener muy en cuenta que todo lo que haga o no haga, diga o no diga, es una acción que posee un significado interpersonal, y que su tarea consiste en buscar significados, interpretarlos y reconocer cuál ha sido la influencia de su respuesta personal —el silencio en el caso que estamos comentando— en la aparición de la réplica del paciente. Naturalmente, podemos elaborar todavía gran cantidad de hipótesis, como las de si, en el supuesto que estoy planteando, el silencio del analista se basa en impulsos sádicos inconscientes, o si, en el caso de que manifieste alguna muestra de simpatía, ello es debido a una necesidad de comportarse de una forma «maternal» y protectora, y hasta qué punto estas disposiciones, sádicas o maternales, han sido estimuladas por determinadas actitudes y palabras del paciente y no se habrían producido sin éstas, etc. Me parece, pues, que queda claro que los problemas y preguntas que debemos plantearnos desde la perspectiva de la dialéctica de la psicología de una persona y la psicología de dos personas enriquecen extraordinariamente nuestras posibilidades de conocimiento. c) La técnica de las asociaciones libres Doy por sabidos los principios teóricos y técnicos en los que se basa el método de las asociaciones libres en el tratamiento psicoanalítico. Asociaciones libres son todo aquello que el analizado comunica en respuesta a la demanda del analista para que exprese todo lo que se presenta en su mente. Se parte de la hipótesis de que aquello que el analizado asocia libremente, con abolición voluntaria de la censura consciente, está constituido por los derivados de los impulsos, sentimientos, ansiedades y fantasías que constituyen su 127 vida psíquica inconsciente. Pero ya sabemos que lo que otorga a la regla de las asociaciones libres su carácter de método muy valioso para la práctica del psicoanálisis es que no se trata verdaderamente de un proceso libre. La posibilidad de unas asociaciones realmente libres que reflejen ideas y fantasías inconscientes y desconexionadas es una falacia, ya que, en realidad, lo que presuponemos los analistas es que cada elemento que surge en la mente del paciente en el curso de la sesión analítica se halla estrechamente vinculado a la situación global de su mente, tanto en sus aspectos sanos como en los patológicos, por un lado, y al aquí y ahora de la relación con el analista, por otro. Pese a todo, las asociaciones se consideran libres por el hecho de que el analizado las expresa con una vivencia de libertad por su parte y sin que le sean impuestas por normas, interrogaciones, preguntas o limitaciones de cualquier índole. Lo que hace el paciente es, únicamente, eliminar la censura consciente o, dicho de otra manera, suprimir la censura entre el sistema consciente y el preconsciente, pero no puede, por definición, evadir voluntariamente la censura entre el sistema preconsciente y el inconsciente (J. Laplanche y J. B. Pontalis, 1977). En otras palabras, las asociaciones libres son expresiones verbales de las representaciones preconscientes de los elementos psíquicos inconscientes, pero lo preconsciente no es más libre que lo inconsciente. Por tanto, desde este punto de vista el método de las asociaciones libres pone especialmente de relieve el funcionamiento del proceso psíquico primario, a expensas de un debilitamiento, pero no una desaparición completa, del proceso psíquico secundario. La experiencia de todos los días nos demuestra que las asociaciones libres de los analizados no son, salvo raros momentos o en casos excepcionales de pacientes con un grave funcionamiento psicótico, completamente ininteligibles, sino que ofrecen un curso del pensamiento inteligible, en su nivel manifiesto, para el analista. Y confirma esta comprensibilidad el hecho de que el empleo de las asociaciones libres no da lugar a un monólogo, sino a un diálogo. La situación analítica es una conversación, tal como Freud (1926) la describió explícitamente. Y esto es así porque el paciente no habla para sí mismo, sino que habla para el analista, por más que éste le subraye la necesidad de que diga todo lo que aparezca en su mente sin someterse a límites, ni sociales ni convencionales de ninguna clase. Es decir, que las asociaciones del paciente no dependen sólo de lo que existe en su mente, sino que se encuentran directamente mediatizadas por su relación con el analista y, en consecuencia, por las características personales de éste. Así pues, nos encontramos de nuevo con que aquello que se despliega a través de las 128 asociaciones libres no es exclusivamente la psicología individual del analizado, sino el resultado del interjuego entre la psicología de ambos protagonistas. Si un analista no entiende adecuadamente lo que acabo de decir, puede llegar a inducir a sus analizados a malinterpretar la libertad de asociar, de modo que crean que sólo es válido hablar de forma irrelevante, desorganizada, trivial y sin sentido, inhibiendo cualquier curso de pensamiento lógica y coherentemente estructurado o cualquier explicación razonable acerca de determinado asunto. Particularmente reveladora de esta confusión es la pregunta que me dirigió una paciente en los tiempos en los que yo me encontraba lejos de las ideas que estoy exponiendo en este libro. La paciente me preguntó si en lugar de asociar libremente podía comunicarme algo importante de lo que hacía tiempo deseaba hablarme, pero que hasta el momento no lo había hecho para no convertir la sesión en una «conversación convencional». Al margen de las distorsiones con las que ella hubiera podido escuchar mis palabras en el momento de comunicarle la metodología de nuestro diálogo, bien poco acertado debía haber estado yo en mi forma de dar a entender a mi paciente la libertad que presupone la relación analítica. De una manera excesivamente resumida, pero que tal vez pueda ayudar a aclarar la situación, creo que podemos decir que el diálogo analítico es una secuencia de asociaciones libres en la que la mediatización del analista no es visible de manera aparente, alternada con otra en la que las asociaciones libres se manifiestan más directamente vinculadas con la relación analítica y la personalidad del analista. Tengamos en cuenta que cada vez que el analista formula una interpretación corre el riesgo de imponer sus propias ideas al paciente. Por tanto, nuestra principal preocupación al escuchar las asociaciones que siguen a nuestras intervenciones debe ser la de evaluarlas para comprobar cuál ha sido nuestro papel en el contenido y curso de las mismas, y si confirman o no nuestras posibles interpretaciones. Esta continua atención a la respuesta de los pacientes a nuestras intervenciones es lo que convierte la situaciónanalítica en un auténtico diálogo, en lugar de consistir en una serie de monólogos distantes entre sí, que es lo que ocurre cuando se pretende que el analista sea un observador neutral que investiga la comunicación del paciente como algo que sólo es la psicología de una persona a la que él cree permanecer ajeno. En el material clínico que sigue a continuación intento destacar el carácter decisivo de la relación en el curso del proceso analítico. 129 El señor P. se hallaba en la edad media de la vida cuando acudió a mí en demanda de ayuda. Había estado en tratamiento psiquiátrico y psicoterapéutico en diversas ocasiones debido a los numerosos problemas que siempre presentó durante la edad escolar. En su primera infancia sufrió una grave enfermedad que le llevó a las puertas de la muerte, hasta tal punto que en algunos momentos, según contó el señor P., pensaron que ya había fallecido. El señor P. consideró siempre que, desde entonces, la ansiedad de muerte permanecía en su interior. En el momento de las primeras entrevistas el señor P. se declaraba plenamente consciente de sus perturbaciones psíquicas y se consideraba a sí mismo como un enfermo mental. Aquello que principalmente motivaba su demanda de ayuda era una intensísima ansiedad que le hacía la vida insoportable, ideas constantes de suicidio, conflictos con su madre y sus hermanos y grandes dificultades laborales. Por otra parte, achacaba encolerizado a los otros, es decir, los padres, los hermanos y hermanas, los anteriores terapeutas, los profesores que había tenido en la escuela, etc., todos sus males y sufrimientos. En especial se quejaba del comportamiento extraordinariamente frío y distante en ocasiones, y violento en otras, de su padre, y se quejaba amargamente de que en realidad él nunca había tenido padre. Si las informaciones del señor P. eran fidedignas, podía pensarse que, verdaderamente, debido en esencia a las disputas entre los padres y al crecido número de hijos de que constaba la familia, él había permanecido gravemente desatendido durante la infancia y la pubertad. Iniciamos un análisis de cinco sesiones por semana que, al cabo de unos años y por dificultades en sus horarios, se redujeron a cuatro. Desde el primer momento, el señor P. presentó dos actitudes distintas que se alternaban irregularmente en el curso de las sesiones. Una de ellas consistía en hablar sin cesar y tan apresuradamente que era imposible captar cualquier hilo de continuidad en su discurso. En la otra, permanecía en un relativo silencio, interrumpido de vez en cuando para decirme, en tono fuertemente encolerizado, que no era necesario tomarse el trabajo de hablar conmigo, puesto que yo no le entendía ni le ayudaba, que yo sólo mostraba desinterés y falta de afecto para con él al tratarle de manera fría y distante, que mis palabras servían únicamente para hacerle sufrir más todavía, motivo por el cual me denunciaría a las autoridades sanitarias, etc., todo ello intercalado con el anuncio de sus intenciones de cometer suicidio, a la vez que me pedía que le ayudara en este propósito. Cualquier intervención mía sólo parecía irritarle más. 130 Fuera de estos momentos de silencio y explosiones coléricas, el señor P. hablaba de manera verborreica, velozmente, saltando sin parar de una idea a otra sin ninguna línea de continuidad, de una manera que recordaba lo que en psicopatología se denomina pensamiento disgregado. En muchas ocasiones ni siquiera terminaba la frase iniciada, de manera que la interrumpía, a veces a media palabra, y pasaba a comenzar otra frase que también quedaba con frecuencia interrumpida, y así sucesivamente. La impresión que a mí me producía era la de que no se trataba, verdaderamente, de un pensamiento disgregado ni de una fuga de ideas de estirpe maníaca, sino de que el señor P. deseaba decirme tantas cosas —tal vez es mejor decir que necesitaba introducir tantos elementos de su mente dentro de la mía— que se veía obligado a hablar de esta forma precipitada, sin respiro y sin darse tiempo a desarrollar pensamientos ni ideas. Prácticamente, no había espacio para que yo interviniera, y cuando lograba hacerlo parecía que el señor P. no prestaba ninguna atención a mis palabras. He dicho que «parecía» no estar atento a mis palabras, porque la experiencia me enseño más adelante que lo estaba extraordinariamente, con una fina y aguzada sensibilidad, y que estos episodios de silencio y airados reproches a que antes me he referido estaban siempre ligados a su impresión de que algo de lo que yo había dicho, hecho o callado, revelaba, a su entender, cierto matiz de frialdad, de distancia o, simplemente, de falta de preocupación por mi parte respecto a su sufrimiento. Me percaté de que, para él, yo no daba muestras de acompañarle suficientemente en su ansiedad y su dolor, es decir, que, según él creía, yo me limitaba a explicarle lo que sucedía en su mente, pero sin participar en ello. Reflexionando sobre esta situación, llegué a la conclusión de que, en muchas ocasiones por lo menos, el señor P. tenía cierta razón ya que, abrumado por sus irritados reproches y angustiado por sus amenazas de suicidio o, en los momentos de habla verborreica, invadido por la avalancha de frases entrecortadas y la vertiginosa sucesión de ideas, yo caía en una actitud «defensiva», interpretando de una manera excesivamente «objetiva» y protegiéndome con una «distancia analítica». Afortunadamente, pude darme cuenta de esta actitud por mi parte e intenté dar a mis intervenciones un matiz en el que se revelara que yo, además de entender lo que estaba ocurriendo en aquel momento, dejaba que resonaran en mí sus emociones y su sufrimiento. Progresivamente, fui cayendo en la cuenta de por qué le era tan difícil al señor P. asimilar el contenido de lo que yo le informaba acerca de su estado psíquico y de sus 131 relaciones conmigo, y por qué reaccionaba tan constantemente con intensa irritación y fuertes reproches ante mis palabras. La causa principal residía, a mi entender, en que el señor P. experimentaba cada intervención mía como una herida que yo le infligía, como un maltrato para con él. Desde este punto de vista, tenía razón cuando me acusaba de desconsideración, de falta de interés y de incrementar sus sufrimientos en lugar de ayudarlo, puesto que yo, con mis intervenciones, le causaba un daño. En un principio, podría pensarse que esta reacción colérica y este sentirse lastimado y ofendido por mis palabras eran debidos a la envidia, la cual no le permitía tolerar mi función analítica de pensar, comprender, explicar e intentar ayudarlo. Sin embargo, yo no formulé ninguna interpretación en términos de envidia, ya que una reflexión más profunda me llevó a pensar que había algo más fundamental que la envidia, pese a que ésta también interviniera, sin duda alguna, en la respuesta del señor P. a mis interpretaciones y en su actitud general hacia mí. La envidia sola, pensé, no hubiera desencadenado una reacción tan intensa de ansiedad y desesperación. Llegué, por ello, a la deducción de que esta respuesta, junto a las recriminaciones y la forma de hablar en avalancha, a través de la cual el señor P. intentaba introducir dentro de mi mente aspectos de su self y de sus objetos internos, eran ocasionadas por el hecho de que le resultaba angustiosamente insoportable la vivencia de que yo me diferenciaba y me alejaba de él con mis intervenciones. Es decir, ambos pudimos darnos cuenta de que cuando yo intervenía, él tenía la sensación de que con ello le situaba frente a la realidad de que yo era «otro» distinto y separado de él, puesto que yo pensaba y hablaba de manera libre, por mí mismo, al tiempo que le señalaba a él como un «alguien» diferente de mí. De hecho, pues, le mostraba la existencia de una relación de dos, una relación de él con «otro». Y esta vivencia de una relación diferenciada desencadenaba una intensa ansiedad y un cuadro de irritación y agresividad como protesta ante ella. Nos encontrábamos, por tanto, con que si yo no interpretaba la urdimbrede afectos transferenciales y contratransferenciales en la que estábamos inmersos, nuestra relación no podía ser entendida, ni podíamos, por tanto, salirnos del campo interpersonal repetitivo en el que ambos estábamos entrampados. Y si yo interpretaba, parecía que únicamente conseguía despertar la ansiedad y la cólera del señor P. Por tanto, era menester modificar la dinámica y la pauta de nuestra relación. Pensé que, seguramente, yo había quedado enredado en el estilo tradicional del analista que, imperturbable, formula interpretaciones acerca del inconsciente, de la transferencia, de las resistencias, 132 etc., en parte como defensa contra las imprecaciones y las continuas amenazas de suicidio del señor P., las cuales evidentemente despertaban gran ansiedad en mí. Y ello no sólo no era útil, sino que daba lugar a que el señor P. se sintiera cada vez más abandonado y más distante de mí, con lo cual se sumía en una desesperación más y más profunda. Me resultaba indudable que toda interpretación en términos de envidia, agresión a mi función analítica, evacuación de las ansiedades para no pensar, etc., sería experimentada como un ataque por mi parte y empeoraría las cosas. Pensé, por tanto, que era imprescindible adoptar un estilo de relación más dialogante, menos «analíticamente» convencional y más igualitario, en el sentido que expondré de manera más amplia en el sexto capítulo. En resumen, un diálogo en el que, alejándonos lo más posible del modelo de un analista que sabe y que interpreta las distorsiones transferenciales de un paciente que ha de comprender su forma equivocada de ver las cosas, estableciéramos una comunicación en la que cada uno expusiera sus razones y escuchara las del otro, partiendo básicamente del principio de que es muy posible que ese otro tenga razón. Este espíritu dialogante era el que sería forzoso transmitir al señor P., como única forma de salir del impasse en el que nos encontrábamos. Dada la dificultad del paciente para tolerar mis intervenciones, pensé que esto era precisamente lo que debía constituirse en el centro de nuestro diálogo. Dicho de forma resumida, le expuse con toda la claridad y sencillez de que fui capaz que yo pensaba que debía haber algún motivo para que él reaccionara tal como lo hacía ante mis palabras, y que este motivo era una razón válida para él, es decir, que desde su punto de vista «tenía razón» en reaccionar como lo hacía, aun cuando no fuera así desde mi propia perspectiva. Y que lo que teníamos que hacer era intentar comprender mutuamente nuestras razones. Por fortuna, me encontré con que las intervenciones de este tipo resultaron tolerables para mi paciente, y ello me permitió ponerle de relieve la ansiedad que despertaba en él la vivencia de diferenciación y relación con «otro» separado y distinto provocada por mis palabras. Siguiendo esta pauta, el señor P. llegó a interesarse en dialogar acerca de sus reacciones ante mis palabras y fue capaz de entrever que, bajo su reacción colérica, se escondía la ansiedad de muerte de la que me había hablado en las primeras entrevistas. Pudo percatarse de que hablarle de él era mostrarle, según su vivencia, que él era otro, distinto y separado de mí, y que esto era vivido como un peligro terrorífico, puesto que yo podía alejarme y dejarle solo, a merced de algo que sentía destructivo y aniquilador dentro de él. 133 Paulatinamente, centrándonos predominantemente en sus motivos y razones, pudimos ir descubriendo que esta vivencia de diferenciación y separación le producía la impresión pavorosa de ser un niño débil e indefenso frente a terribles peligros. Y a causa de ello, el señor P. respondía como si el único recurso fuera negar esta diferenciación, obligándome a callar con sus protestas e introduciendo en mi mente, a través de su lenguaje verborreico, todos sus pensamientos y sentimientos en precipitada avalancha, de forma que desapareciera toda distancia y diferenciación entre nosotros. Teniendo en cuenta estas vivencias del señor P., nos fue posible llegar al acuerdo de que él tenía su parte de razón cuando experimentaba que yo, con mis interpretaciones, incrementaba su sufrimiento, y comprendimos que sus irritadas reacciones eran provocadas por el sufrimiento que yo, aunque involuntariamente, le ocasionaba. Después de largo tiempo manteniéndonos en el tipo de diálogo que acabo de describir la ansiedad del señor P. cedió lo suficiente como para que pudiera escucharme sin sentirse herido y agredido por mí, al tiempo que su comunicación fue tornándose más inteligible. Sus acusaciones acerca de que yo no era sensible a sus sentimientos fueron disminuyendo de manera muy lenta pero significativa. Se sintió más interesado en lo que yo podía interpretarle, pero lo más importante para el curso del proceso fue que mis palabras dejaron de provocar en él la ansiedad y las reacciones coléricas ya mencionadas. Esto permitió que más adelante pudiera interpretar las fantasías de la confusión del self con el objeto —concretadas en nuestra relación— y la agresividad con la que respondía cuando sentía que con mis palabras ponía en peligro tales fantasías y le enfrentaba a su ansiedad de muerte. Como he dicho en la introducción, en la presentación de material clínico nos es posible dar a conocer la comunicación verbal del paciente y el contenido cognitivo- explicativo de nuestras interpretaciones, pero la peculiar atmósfera en que se desenvuelve cada diálogo analítico y el estilo de la relación paciente-analista es algo fundamentalmente inefable, prácticamente imposible de describir. Creo que el analista no puede percibir por sí mismo si se ha establecido un diálogo verdaderamente comunicativo, sino sólo indirectamente a través de las asociaciones, comunicación y sueños de nuestros pacientes. Creo que si el señor P. pudo llegar a tolerar mis palabras e interesarse por ellas fue porque tuve la fortuna de poder hacerle sentir que yo no era únicamente un analista que le hablaba de lo que ocurría en su mente, sino, además de eso, alguien que escuchaba sus argumentos y motivos para comportarse como lo hacía y que procuraba 134 entender, desde su propio punto de vista, las razones que tenía para ello. Es decir, alguien que establecía con él un verdadero diálogo comunicativo, del cual volveré a hablar más extensamente en el sexto capítulo. Hay algo más. En este tipo de diálogo, el señor P. pudo percibir lo que en el segundo capítulo he descrito como la segunda función de la interpretación: la de transmitir la disponibilidad, tolerancia, aceptación y actitud de ayuda por parte del analista. 135 Capítulo IV La empatía en el diálogo psicoanalítico 136 C 1. Concepto general de empatía omo ocurre con muchos conceptos psicoanalíticos, especialmente cuando se emplean términos de uso común para denominarlos, con el tiempo va diluyéndose su significado psicoanalítico para quedar investidos de nuevo con el propio del lenguaje cotidiano. Esto sucede, desafortunadamente, con el concepto de empatía y por este motivo, especialmente en la comunicación verbal, vemos cómo se emplea para designar una actitud del terapeuta caracterizada por simpatía, modulación afectivamente positiva del tono de voz, aceptación, transmisión de interés y cordialidad, calidez, etc. He citado esto en primer lugar, porque me parece evidente que debemos tener en cuenta este empleo convencional del término empatía si queremos profundizar en el estudio de la empatía desde una perspectiva realmente psicoanalítica. Sin embargo, también desde este punto de vista la cuestión resulta difícil. Las definiciones de empatía son muy numerosas en la literatura psicoanalítica. No me parece interesante, ni ameno para el lector, intentar dar una visión exhaustiva, ni mucho menos, de ellas. Me limitaré a consignar la definición que se da en A Glossary of Psychoanalytic Terms and Concepts, para después comentar los puntos de vista y los significados oportunos, para la mayor comprensión posible del papel que desempeña la empatía en el diálogo terapéuticoy, por tanto, en la relación paciente-terapeuta. De acuerdo con el Glossary, «la empatía es una forma de percibir el estado psicológico y las experiencias de otra persona. Es un conocimiento emocional más bien que una comprensión intelectual. La empatía establece un estrecho contacto en términos de emociones e impulsos» (B. Moore y B. Fine, 1967, pág. 38; la traducción es mía). Schaffer ha definido la empatía como «la experiencia interna de comprender y compartir el estado psicológico momentáneo de otra persona» (R. Schaffer, 1959, pág. 347; la traducción es mía). Greenson (1967) habla de «conocimiento emocional». Tansey y Burke (1989) consideran que el primer componente de la empatía es lo que ellos llaman «identificación de prueba» del terapeuta con su paciente. Se trata de una identificación introyectiva transitoria buscada activamente por el terapeuta y que se corresponde con la llamada «identificación concordante» por Racker (1953), en la que cada parte de la personalidad del terapeuta se identifica con la correspondiente del paciente, el yo con el yo, el ello con el ello, el superyó con el superyó. El segundo componente de la empatía, según estos autores, descansa en una oscilación dentro del yo del terapeuta desde el libre juego de la 137 fantasía a la actividad investigadora. Tansey y Burke piensan que, aunque generalmente se ha vinculado la empatía con la identificación concordante, la identificación descrita como complementaria por Racker, en la que el yo del terapeuta se identifica con los objetos internos del paciente, también tiene un papel importante en la empatía. Ambas representan identificaciones de ensayo que el terapeuta utiliza en su intento de lograr una comprensión empática de la experiencia del paciente. Desde este punto de vista, la empatía es el resultado óptimo que proviene de un exitoso proceso de identificación y conduce al conocimiento emocional de la experiencia del paciente. Pero debemos comprender, por tanto, que la empatía es un proceso y no una simple identificación. En mi opinión, en la empatía se trata de entender aquello que el otro nos comunica dejando resonar en nosotros las vivencias emocionales que él quiere transmitirnos. Yo creo que la empatía depende de la identificación proyectiva, la cual es el mecanismo básico de la comunicación humana (E. Torras de Beà, 1986). De acuerdo con esa idea, la reverberación de los objetos internos del terapeuta concordantes con los del paciente es lo que da lugar a la empatía. Creo, por tanto, que en todo contacto empático del terapeuta con el paciente ha existido previamente cierto grado de identificación proyectiva por parte de este último. Invirtiendo la frase, el analista siempre puede elaborar la identificación proyectiva de su paciente como punto de partida para alcanzar una comprensión empática de éste. Al hablar de la empatía, Kohut es un punto de referencia obligado. Kohut (1959, 1971, 1977) vincula estrechamente la capacidad empática con la introspección. Afirma que nuestro mundo interno no puede ser observado con ayuda de nuestros órganos sensoriales, ya que nuestros pensamientos, emociones y deseos no pueden ser tocados, vistos, olidos, etc. No tienen existencia en el espacio físico, sin embargo son reales a través de la introspección y a través de la empatía con los otros, lo cual para Kohut constituye una introspección vicariante. Por tanto, considera que designamos un fenómeno como psicológico cuando nuestra observación del mismo se basa en la introspección y la empatía. En su libro La restauración del sí-mismo, dice: «A pesar de ello, la investigación científica válida en psicoanálisis resulta posible porque la comprensión empática de la experiencia de otros seres humanos es una capacidad humana tan válida como la visión, el oído, el tacto, el gusto y el olfato, y el psicoanálisis puede superar los obstáculos que se levantan en el camino de la comprensión empática, tal como otras ciencias han aprendido a superar los obstáculos que les impedían llegar a 138 dominar el uso de los medios de observación que utilizaban: los órganos sensoriales, incluyendo su extensión y refinamiento a través de instrumentos» (H. Kohut, 1980, pág. 107). A continuación, intentaré profundizar algo más en otros aspectos y matices de la empatía. 139 2. La perspectiva empática: escuchar desde la mente del paciente La posibilidad de escuchar desde la perspectiva del paciente amplía considerablemente las posibilidades de comprender qué es lo que está ocurriendo en su mente y para entender sus sentimientos frente a cada situación. Creo que resultan particularmente ilustrativas a este respecto las palabras de Greenson para darnos cuenta de la utilidad de esta perspectiva en la clínica psicoanalítica: «Yo cambio la forma en que la estoy escuchando a ella [la paciente]. Me desplazo desde escuchar desde fuera hasta escuchar desde dentro. Yo tengo que dejar que una parte de mí llegue a ser la paciente, y tengo que ir a través de sus experiencias como si yo fuera la paciente e introspeccionar lo que está ocurriendo en mí, tal como sucede en ella […] Yo me permito experimentar la hora analítica, sus asociaciones y sus afectos tal como parecen presentarse en ella durante la hora […] Yo vuelvo sobre las expresiones de la paciente y transformo sus palabras en imágenes y sentimientos de acuerdo con su personalidad. Yo asocio estas imágenes con sus experiencias, con sus memorias, con sus fantasías. Al haber trabajado con esta paciente durante años, yo he construido un modelo de trabajo de la paciente consistente en su apariencia física, su comportamiento, sus deseos, sus sentimientos, sus defensas, sus valores y actitudes, etc. Este modelo de trabajo es lo que yo coloco en primer plano cuando trato de capturar lo que ella está experimentando. El resto de mí es desenfatizado y aislado durante este tiempo» (R. Greenson, 1967, págs. 367-368, cursiva del autor; la traducción es mía). Me parece que con esta descripción queda bien claro lo que ha de entenderse por escuchar desde la perspectiva del paciente. Tal como, en similar razonamiento, afirma Lichtenberg (1981): en psicoanálisis la perspectiva empática se emplea para obtener información orientando la escucha desde dentro de la mente del paciente. Escuchar desde dentro de la mente del paciente nos lleva a conceptualizar, dice Lichtenberg, el contexto total de cómo el paciente se está sintiendo a sí mismo, cómo experimenta a los otros, cómo vive la fuente de sus estados afectivo- cognitivos, y cómo siente el espectro de sus respuestas pasivas y activas frente a esos estados. Por tanto, podemos decir que el concepto de perspectiva empática, entendida como posición de escucha desde dentro de la mente del paciente, es más amplio que el de simple empatía, ya que incluye la empatía en sentido general, tal como la he descrito en el apartado anterior, más la dialéctica entre la perspectiva del paciente y la del terapeuta. 140 Al llegar a este punto no podemos olvidar que las modernas investigaciones acerca de la vida emocional del bebé y de su relación con los padres nos enseñan que el bebé despliega desde el comienzo de su vida un intenso diálogo interactivo con su madre en el cual el afecto y la cognición se hallan estrechamente entrelazados, y se estructuran pautas de comportamiento originadas por la respuesta de cada uno de los dos participantes a los estímulos que provienen del otro. La psicología del self ha insistido en la regulación del sentimiento del estado del self según la respuesta de los padres a las demandas del bebé. También hemos de recordar la función de rêverie de la madre (W. R. Bion, 1962), a la que ya me he referido. No puedo extenderme más sobre esta interesante cuestión, pero sí quiero subrayar que la regresión transferencial del paciente en el proceso analítico sitúa a paciente y terapeuta muy cerca de esta unidad de respuestas de cognición y afecto mutuamente inducidas, las cuales yo creo que sólo son plenamente percibidas a través de la perspectiva empática.Quiero destacar también la diferencia entre esta escucha desde la posición de la perspectiva empática y la escucha desde la posición del analista como un observador exterior a lo observado, a la manera de un investigador científico-natural tal como se concebía hasta algo más allá de la mitad del siglo xx, con lo cual se aleja de la posibilidad de penetrar en la comprensión de la ininterrumpida interacción entre él y su paciente. No es difícil caer en la cuenta de que, en este caso, el riesgo de que el analista quede prendido en las redes de sus teorías es mucho mayor, ya que sólo puede disponer de su perspectiva, pero no de la del paciente y, por tanto, para comprenderlo sólo puede intentar contrastar la comunicación que recibe con tales teorías, es decir, desde fuera del paciente. La perspectiva empática, en cambio, nos acerca a la posibilidad de tener una experiencia con la experiencia del paciente. 141 3. Las distintas posiciones desde donde el analista escucha De acuerdo con lo visto hasta ahora, podemos decir que el analista puede adoptar tres posiciones distintas cuando escucha a su paciente: la de un observador externo, la de un acompañante y la de alguien que escucha desde dentro (J. Lichtenberg, 1981). Como observador externo, el analista escucha las comunicaciones del paciente intentando percibir las distorsiones que se infiltran en ellas a causa de la reproducción de los conflictos intrapsíquicos, ansiedades, fantasías, etc., así como de las pautas relacionales derivadas de ellos y de los déficit y detenciones en el desarrollo de la personalidad. Además de las limitaciones y escollos que he mencionado anteriormente, existe también el riesgo de que el paciente sienta las interpretaciones del analista situado en esta posición como algo externo a él, de la misma manera coactiva, frustrante e incomprensiva con la que vivió las respuestas de sus primeros cuidadores frente a sus necesidades y demandas. Esto es lo que, pese a todos nuestros esfuerzos, ocurre con frecuencia cuando el analista se halla en la posición de un observador externo. Sin embargo, también es verdad que la actitud por parte del analista de verdadera preocupación por el paciente, tolerancia, aceptación, ausencia de toda crítica, etc., suele conseguir que el paciente supere este malentendido y pueda sentirse ayudado por la perseverancia del primero, por la pertinencia de las interpretaciones y por la nueva experiencia de relación que se establece gracias a este conjunto de rasgos que acabo de enunciar someramente. De todas maneras, siempre hemos de tener en cuenta esta posibilidad de que el paciente perciba las interpretaciones efectuadas «desde el exterior» como algo hostil y que reproduce las malas experiencias que él vivió en el pasado. También me parece evidente que, cuando el analista escucha desde el exterior, le es mucho más difícil captar los rápidos cambios en los estados de ánimo y en las fantasías que se producen en el curso de una sesión terapéutica. Otra posición que puede ocupar el analista es la de un acompañante empático en el sentido que posee el término en el lenguaje habitual. Es decir, alguien que escucha con simpatía, con interés, procurando comprender lo que se le dice y estimulando, con algunas observaciones, preguntas y sugerencias, la comunicación de quien está hablando. Pedir asociaciones después del relato de un sueño, aclaraciones a cualquier tipo de comunicación, mostrar de alguna manera que se siguen con interés las palabras del paciente, el saludo y la despedida, antes y después de la sesión, etc., quedan incluidos, 142 según la forma en que se lleven a cabo, dentro de este tipo de acompañamiento empático. Esta actitud de acompañamiento empático puede ser especialmente útil durante los primeros tiempos de tratamiento, en pacientes sumamente angustiados, con ansiedades paranoides, que perciben las intervenciones del terapeuta como críticas y acusaciones, y en pacientes con graves dificultades para la verbalización de sus emociones, fantasías y pensamientos. En muchas ocasiones, es necesario persistir en esta actitud de acompañamiento, llevando a cabo un mínimo de intervenciones de carácter interpretativo hasta que se haya desarrollado una transferencia positiva lo suficientemente fuerte y estable para que el paciente sea capaz de vivir las explicaciones que se le ofrecen como algo dirigido a prestarle ayuda y no a señalarle elementos indeseables que deben ser eliminados. Naturalmente, esta actitud comporta, también, sus riesgos. Si continúa durante un tiempo excesivo, particularmente si no va acompañada de una adecuada actividad interpretativa, el tratamiento se disuelve en una relación benevolente y amistosa, indudablemente muy útil a veces, pero que no puede alcanzar los beneficios de una actividad interpretativa que conduzca a la obtención de insight. La tercera posición que puede ocupar el analista corresponde a la que he llamado perspectiva empática y es aquella en la que intenta escuchar, en lo posible, desde dentro de la mente del paciente. Esta actitud ha de permitir al analista percibir al paciente desde la propia perspectiva de éste (E. Schwaber, 1981), tanto en lo que se refiere a sí mismo (sentimientos, deseos, fantasías, capacidad de elección, etc.) como a lo que concierne a sus relaciones con los otros y, en general, con el mundo exterior que le rodea. Esto conlleva, evidentemente, una comprensión mucho más clara de la manera en que el o la paciente le está percibiendo en cada momento. Cuando el analista interpreta desde la perspectiva del paciente, se halla en las mejores condiciones posibles para que éste sienta sus palabras como algo que puede hacer suyo, algo que él mismo puede decirse y no como algo que viene desde fuera, extraño y ajeno y que el analista intenta imponerle. Por otra parte, esta actitud de escuchar desde dentro facilita al máximo que el diálogo analítico transcurra primordialmente apoyado en la base de un co-pensar, co-asociar y co-interpretar, lo cual, en mi opinión, constituye el más logrado objetivo de una relación terapéutica. Creo que únicamente cuando el paciente vive la interpretación que se le ofrece como una co-interpretación, es decir, como una comprensión a la que se ha llegado conjuntamente a través de la mutua colaboración, tiene lugar un verdadero insight. En todos los otros casos, siempre corremos el riesgo de que lo que consigamos 143 sea, simplemente, que el o la paciente se esfuercen por adaptarse al modelo de pensar, sentir y actuar que creen percibir en nuestras palabras. Naturalmente, cada una de las tres actitudes que acabo de describir no excluye a las otras. Pienso que, aun cuando lo preferible sea la actitud de escuchar desde dentro, el analista ha de tener la habilidad de desplazar rápidamente su punto de escucha, en distintos momentos, y confrontar la perspectiva interna del paciente con su propia perspectiva externa, combinando una y otra con la actitud de acompañamiento que ha de otorgar el grado de calidez y afecto necesarios a la relación. 144 4. La mutua empatía Hace un momento he hablado de mutua colaboración como algo imprescindible para la buena marcha del proceso analítico, pero he de referirme, asimismo, a la mutua empatía. Nadie parece dudar de que es menester que el terapeuta empatice con su paciente, sea cual sea el significado con el que se utilice el término. Sin embargo, es menos frecuente tener en cuenta la necesidad de que el paciente empatice con el terapeuta. De nada servirá que el analista mantenga una actitud empática, ya sea en el sentido afectivo y acogedor, ya sea en el de dejar resonar dentro de él las emociones del paciente, ya sea en el de escuchar desde dentro, si el paciente le percibe como alguien distante, extraño y emocionalmente inasequible para él o ella, aun cuando comprenda intelectualmente las palabras que se le dirigen. La empatía debe ser mutua e interactiva (L. Aron, 1996), es decir, no un hecho psíquico que tiene lugar en la mente de uno o de los dos participantes, sinoun verdadero proceso que se desarrolla en el encuentro entre dos mentes. El paciente, como el bebé, necesita, para su desarrollo, no solamente ser comprendido empáticamente, sino también empatizar con el analista como el bebé con los padres. La empatía, por tanto, es un proceso de doble dirección. 145 5. Empatía, simpatía e intersubjetividad Antes de seguir adelante creo necesario salir al paso de un malentendido frecuente debido al uso del término empatía en el lenguaje habitual. El concepto de empatía, tal como yo lo estoy usando en el sentido propiamente psicoanalítico, no debe ser confundido con simpatía ni con identificación. Empatía no significa establecer una corriente de mutua simpatía con el paciente ni, mucho menos, adoptar hacia él o ella una actitud cálida y afectiva. Tampoco es una identificación en el sentido convencional del término, es decir, pensar y sentir igual que el paciente. Es cierto que en el mismo lenguaje psicoanalítico hablamos frecuentemente de «empatizar» con el paciente, refiriéndonos a una forma de trato con la que intentamos transmitirle nuestro interés, nuestra comprensión de sus sufrimientos y ansiedades y nuestra benevolencia y tolerancia. Es algo así como una forma de transmitirle, implícitamente, un tipo de mensaje que dice: «Yo intento comprenderle; me hago cargo de sus sufrimientos y no respondo a su agresividad con agresividad ni con impaciencia; siempre encontrará en mí a alguien dispuesto a ayudarle, etc.». En todo caso, podemos decir que éste es un sentido «débil» o coloquial del término empatía que se ha introducido, fraudulentamente, en el lenguaje psicoanalítico. Es evidente que no podemos prescindir de este sentido del término, dado su empleo totalmente generalizado. Todos deseamos ser «empáticos» en este sentido. No creo que ningún psicoanalista o psicoterapeuta se preciara de ser «no empático» con sus pacientes. Pero creo que el uso «fuerte» o verdaderamente psicoanalítico del término debe ser otro, tal como vengo propugnando a lo largo de este capítulo. En este sentido fuerte del término, que para mí es el equivalente de perspectiva empática, empatía no se refiere a la forma y tono de la intervención del terapeuta, pero tampoco a su contenido, es decir, a lo que se le enuncia o explica. En su utilización fuerte, con el término empatía intento describir la posición desde la cual el terapeuta escucha e interacciona con su paciente. Es decir, de acuerdo con lo que he dicho antes, intentando escuchar desde dentro del paciente, asimilando la perspectiva de éste y viendo la situación, externa e interna, las personas y su propia imagen tal como él las percibe. Esto permite interpretar la comunicación del paciente desde la perspectiva de éste y no únicamente desde la propia. Porque sólo si interpretamos desde su perspectiva será posible que el paciente pueda comprender realmente el sentido de nuestras palabras. Con 146 esto que digo no pretendo que debamos dejar de lado nuestra perspectiva. Por el contrario, la necesitamos para acercarnos a la del paciente y mantener una constante tensión dialéctica entre una y otra. Sólo si tenemos bien perfilada y asumida nuestra propia perspectiva nos será posible confrontarla con la del paciente para comprender mejor la suya y llegar a puntos de convergencia entre ambas. Cuando en el capítulo sexto dé a conocer lo que yo entiendo por diálogo comunicativo se podrá comprender mejor lo que digo ahora. Creo que en la actividad interpretativa debemos, ante todo, no tratar de imponer nuestra propia perspectiva de la comunicación recibida, pero sí que ha de reflejarse siempre de alguna manera la tensión entre nuestra perspectiva y la del paciente, puesto que, de lo contrario, nuestras palabras serían una mera repetición de la experiencia de aquél. Con todo lo cual, naturalmente, no olvido que el analista, además de escuchar desde dentro, ha de mostrarse cálido, receptivo, acogedor, etc. Hemos de tener en cuenta también que las nuevas orientaciones en el pensamiento psicoanalítico sobre la intersubjetividad (R. Stolorow y G. Atwood, 1992; J. Benjamin, 1995; D. Orange, G. Atwood, y R. Stolorow, 1997, etc.) han venido a enriquecer, y también a complicar enormemente, nuestro concepto de empatía. Aun cuando las opiniones acerca de lo que debemos entender por intersubjetividad divergen entre los distintos autores que se han ocupado de este asunto, como expondré en el quinto capítulo, lo que nos interesa ahora es recordar que, desde este punto de vista, un adecuado desarrollo del proceso psicoanalítico comporta que el otro, y esto tanto para el paciente como para el analista, ha de ser visto no sólo como el objeto donde se proyectan las pulsiones y necesidades, ni sólo como el objeto intrapsíquicamente representado, sino también como un sujeto autónomo y separado, equivalente al propio self. Así pues, considero que el proceso psicoanalítico estudia el campo psicológico formado por la intersección de dos distintas subjetividades. Todo lo cual nos lleva, con mayor vigor, a la necesidad de reconocer el papel de la empatía como conocimiento de la subjetividad del otro en el curso del proceso analítico. 147 6. El problema de la neutralidad Creo que al reflexionar sobre la empatía en la relación paciente-terapeuta no puedo dejar de ocuparme de uno de los rasgos que, desde los inicios del psicoanálisis, con más fuerza han caracterizado la actitud que se supone ha de mantener el analista hacia su paciente: la actitud de neutralidad, de la que ya he dicho algo en el primer capítulo. Me parece de todo punto necesario que nos detengamos sobre este tema. Una de las ideas más unánimemente aceptadas dentro del pensamiento psicoanalítico ha sido, hasta hace muy poco, la que hace referencia a la imprescindible neutralidad del analista, la cual se ha dado por descontado en todo analista y terapeuta que realice correctamente su labor. En los últimos años, la posibilidad de la neutralidad del analista ha comenzado a ser puesta seriamente en duda (S. Mitchell, 1988; M. Gill, 1994; L. Aron, 1996; D. Orange, G. Atwood y R. Stolorow, 1997). En mi opinión, podemos decir que el concepto de la neutralidad del analista se ha mantenido sobre una visión ingenua de la neutralidad. Es decir, la idea de que la neutralidad del terapeuta estriba, simplemente, en no intervenir para nada en los asuntos de la vida externa y cotidiana del analizado, sin tomar partido por ninguna de las opciones que en algún momento se le presenten a éste, ni expresar opiniones y valoraciones personales acerca de las situaciones y personajes que aparecen en la comunicación del paciente. Desde este punto de vista, el terapeuta es neutro por cuanto no da consejos, no expresa preferencias y, por tanto, deja al paciente en total libertad para valorar y decidir por su cuenta con relación a todas las circunstancias y vicisitudes de su vida, limitando su función, exclusivamente, a interpretar la comunicación que se le ofrece. En la práctica clínica, la neutralidad va también obligatoriamente acompañada de la necesidad de anonimato por parte de la figura del analista. Es decir, debe ocultar celosamente todo aquello que se refiera a sus características personales, inclinaciones, preferencias, vida y actividades privadas, etc., ya que se supone que el conocimiento de tales rasgos personales y privacidad quebrantaría el principio de neutralidad, puesto que, inevitablemente, el paciente se sentiría influido, en un sentido o en otro, por dicho conocimiento, el cual inhibiría, excitaría, canalizaría, etc., de una u otra forma, la espontaneidad de sus sentimientos y fantasías y su libertad de expresión, es decir, la transferencia. Esta neutralidad ingenua a la que me estoy refiriendo es, también, la neutralidad que podemos llamar convencional, ya que una actitud de este tipo es, evidentemente, una actitud que llamamos neutral en 148 las relaciones habituales de la vida cotidiana. Sin embargo, como mostraré a continuación, las cosas son muy distintas si las contemplamos desde unaóptica psicoanalítica con algún detenimiento. Desde un primer momento, podemos decir que tanto la neutralidad como el anonimato se ven muy disminuidos por el hecho mismo de que el analista o psicoterapeuta es alguien que se dedica a una profesión tan poco común como es la de ayudar a otras personas a través de su relación con ellas. No es necesario que me detenga en enumerar todo el amplio caudal de conocimientos que representa, para el paciente o futuro paciente, esta situación. El lector puede fácilmente imaginarlo, y el paciente con mayor razón. Al mismo tiempo, desde el comienzo mismo del tratamiento, el analista o psicoterapeuta impone un método y una forma bien peculiar de relación entre ambos. El futuro paciente puede aceptarlos o rechazarlos, pero es muy evidente que si desea ser ayudado a través de una terapéutica psicoanalítica no tendrá más opción que adaptarse a las indicaciones del terapeuta. Es decir, el método analítico no se consensúa entre los dos, sino que se fija de acuerdo con unas ideas del analista previas al encuentro entre ambos. Las ideas que el futuro paciente pueda tener acerca de la manera en que debería desarrollarse un tratamiento psicoanalítico quedan incluidas, automáticamente, dentro de la comunicación destinada a ser investigada e interpretada, sin efecto alguno en cuanto a la metodología propiamente dicha del tratamiento. No creo que pueda decirse que esto sea un ejemplo luminoso de neutralidad. Otra cuestión que va en contra del deseo de neutralidad por parte del analista es la llamada «regla de abstinencia» dictada por Freud en su trabajo Puntualizaciones sobre el amor de transferencia (1915). La regla de abstinencia puede descomponerse en dos partes. Una de ellas ha caído en desuso en nuestros días. Freud y los primeros analistas proponían al paciente que prescindiera de actividades que le permitieran drenar su libido, a fin de que ésta, a la manera de las aguas de un río detenidas por un dique, pudiera ser canalizada hacia la situación analítica y mostrarse en los conflictos intrapsíquicos tipo impulso-defensa y en la neurosis de transferencia. También se le aconsejaba que no tomara decisiones importantes durante el período del tratamiento, tales como contraer matrimonio, inicio de negocios, cambio de profesión, etc., ya que tales decisiones podían ser erróneamente tomadas bajo el influjo de la transferencia, a la par que dar lugar a las derivaciones libidinales que acabo de comentar. Naturalmente, estas medidas sólo se 149 podían aconsejar cuando los tratamientos duraban unos cuantos meses. En la actualidad, con una duración que se cuenta por años, este tipo de abstinencia no se puede llevar a cabo. La otra parte de la regla de abstinencia se refiere a la necesidad de evitar que el analizado obtenga una gratificación de sus pulsiones libidinales o agresivas en la situación analítica. Esto es lo que muchas veces se denomina «gratificación transferencial». Si tal cosa ocurre, el proceso analítico quedará detenido, puesto que para el analizado el tratamiento se convierte en un fin en sí mismo para la satisfacción de sus deseos eróticos y agresivos. Por tanto, siguiendo el consejo de Freud, la relación analítica ha de desarrollarse en un clima de abstinencia, es decir, de insatisfacción de los deseos y demandas del paciente. Esto es comprensible en lo que concierne a los impulsos sádicos y agresivos, y no resulta incongruente suponer que el paciente perciba al analista como neutral aun en el caso de que éste no le permita descargar en él de forma material su sadismo y agresividad. Pero la cuestión ya no queda tan clara en lo que respecta a la satisfacción directa de los impulsos eróticos. Y todavía resulta mucho más arriesgado pensar que el paciente percibe al analista como neutral cuando éste le frustra en sus demandas de afecto, amor, amistad, interés, admiración, elogio, muestras de pesar por los infortunios que puedan acaecerle, etc. El mismo analista puede sentir que no se comporta de una manera humanamente neutral cuando no accede a este tipo de demandas, forzado por su obligación profesional de ajustarse a unas reglas determinadas de comportamiento. Pero todavía me parece más evidente que el paciente que ve que se le priva de la satisfacción del tipo de demandas que acabo de citar, a favor de una determinada metodología del tratamiento, difícilmente percibirá al analista como neutral. Posiblemente el paciente aceptará, con plena conciencia, la necesidad de someterse a esta clase de relación «por su propio bien», pero en sus sentimientos inconscientes no tienen cabida las reflexiones de esta naturaleza. No creo que nadie piense que el bebé percibe a la madre como neutral cuando ésta no acude a satisfacer sus necesidades de alimentación, o de contacto, o no acierta a aliviar alguna clase de sufrimiento. Ni tampoco la percibe neutral, más adelante, el infante cuando la madre le prohibe comer más galletas aduciendo que no es conveniente para su salud, o no le permite salir a jugar con sus compañeros con el argumento de que luego le faltará tiempo para realizar sus deberes escolares. La regla de abstinencia, por tanto no puede ser considerada neutral, en el sentido fuerte de la palabra, por ninguno de los dos 150 protagonistas. El asunto es complicado porque, por otro lado, en caso de que el analista decida prescindir de la citada regla e inclinarse por un trato con el paciente en el que conceda satisfacción a las necesidades emocionales de afecto, simpatía, amor, etc., tampoco es, evidentemente, neutral. Incluso si, reflexivamente, decide prescindir de la regla de abstinencia como principio general y obrar en cada caso y cada momento de acuerdo con su intuición, tampoco es neutral. Y ello es debido a que la neutralidad estricta no existe en las relaciones humanas, y menos en las analíticas, salvo en el sentido ingenuo o convencional al que me he referido al comienzo de este apartado. Uno no es neutral con otro si adopta con él un comportamiento frustrante de sus demandas y necesidades. Pero tampoco lo es si las recoge y acepta satisfacerlas en lo posible. El analista no es neutral con respecto a su paciente, puesto que dedica sus esfuerzos a ayudarlo. Eso no es neutralidad. Por tanto, no es neutral cuando aplica la regla de abstinencia ni lo es cuando no la aplica. Perseguir la neutralidad en las relaciones humanas es perseguir un espejismo. Otro aspecto en el que falla la neutralidad es en la selección de las comunicaciones que han de ser interpretadas. Es evidente que los analistas no interpretan la totalidad de las comunicaciones verbales y no verbales de sus pacientes, sino que eligen algunos aspectos en función de la teoría con la que trabajan, por un lado, y con su estilo personal, por otro. Y también es cierto, a mi juicio, que toda comunicación, como todo hecho o fenómeno que se nos presente en la vida, es susceptible no de una, sino de diversas interpretaciones. Esto se ha comprobado muchas veces con el simple procedimiento de presentar el mismo material clínico a diversos analistas, lo cual ha dado siempre como resultado diferentes interpretaciones, no sólo entre analistas pertenecientes a distintas escuelas, sino también entre analistas encuadrados en la misma escuela, como puede verse fácilmente asistiendo a las presentaciones y discusión de material clínico dentro de una comunidad psicoanalítica. Esto último nos obliga a tener en cuenta la subjetividad del analista en la formulación de sus interpretaciones, lo cual constituye una razón más para declarar imposible la supuesta neutralidad de los analistas. Para Kohut (1977), la neutralidad analítica ha de ser entendida como la respuesta que se puede esperar de aquellas personas que han dedicado su vida a la comprensión de la vida psíquica, con ayuda de los insights obtenidos mediante la inmersión empática en su vida interna. Creo que este concepto de Kohut, al basarse en la empatía, nos acerca más 151 a la limitada neutralidad del analista. Sin embargo, no puede zafarse de estarprendida en las redes de una teoría, la psicología del self, y dar por válida la objetividad del analista frente a la subjetividad del paciente. Al principio de este apartado he dicho que la supuesta neutralidad del analista está basada en una concepción ingenua de la neutralidad, y a ella me he estado refiriendo hasta el momento. Sin embargo, existe también una concepción metapsicológica, y por tanto no ingenua, de la neutralidad. Ésta es la que propone Anna Freud (1936) al afirmar que el analista se sitúa en una posición equidistante entre el Yo, el Ello y el Superyó, y que esta posición es la que define su neutralidad. Pero a mí me parece una proposición poco convincente. Creo que la aseveración de A. Freud choca con la conocida imposibilidad de sumar sillas y mesas. El Yo, el Ello y el Superyó son hipotéticas abstracciones, y la relación del analista con el paciente es una realidad clínica, no una conceptualización abstracta. Y yo creo que no existe manera alguna de saber cómo se sitúa una realidad clínica en una posición equivalente entre distintas hipótesis abstractas. Pero, además, existe otra dificultad. Si el analista intenta hablar desde esta posición supuestamente equidistante, está tratando de comprender a su paciente y de relacionarse con él de acuerdo con una determinada teoría, la teoría estructural de S. Freud y, por tanto, en manera alguna es neutral frente a él. Fenichel (1941) mantiene un punto de vista similar al de A. Freud al decir que el analista trabaja siempre con el Yo del paciente, y que a través de éste alcanza el Ello y el Superyó. Es decir, que el analista se sitúa más cerca del Yo que del Ello y el Superyó. Naturalmente, para esta afirmación valen las mismas objeciones que para la de A. Freud. En ocasiones se sostiene que el silencio del analista frente a ciertas situaciones es una expresión de la neutralidad del analista. Ya he hablado en el tercer capítulo del silencio del analista. El silencio, como el lenguaje, es una acción. En lo que concierne al silencio como neutralidad, sólo falta añadir a lo ya dicho que cuando el paciente espera una respuesta el silencio es siempre una frustración y, por tanto, todo menos neutralidad. Hay algo más que cuestiona la pretendida neutralidad del analista. Es el problema de la vinculación entre interpretación —y aquí empleo el término interpretación en el sentido más amplio que puede dársele— y sugestión. El lector informado ya sabe que éste es un intrincado dilema con el que se debatió Freud a lo largo de toda su vida. En síntesis, formulado de una manera tradicional, se trata de saber si el paciente mejora a causa de lo que se le explica —es decir, a causa del contenido de la interpretación— o a causa de la 152 sugestión implícita en toda interpretación. Evidentemente, Freud defendió encarnizadamente la tesis de que el paciente sólo mejora si el contenido de la interpretación coincide con el estado de los asuntos internos del paciente, y se mostró totalmente contrario a la hipótesis de que la mejoría del paciente pueda deberse a la sugestión. Tal defensa, por parte de Freud, está dirigida a sostener el carácter científico del psicoanálisis. Esto es lo que ha venido a llamarse el tally argument, es decir, el argumento de la correspondencia entre lo que enuncia la interpretación y la realidad de la situación mental del paciente. Lo que manifiestan quienes juzgan que el psicoanálisis no ha demostrado su carácter científico, entre los cuales Grünbaum (1993) es la figura más destacada, es precisamente la duda frente a la afirmación de Freud. Desde dentro de la situación clínica, sostiene Grünbaum, nunca podemos saber si las modificaciones que puede experimentar el paciente en el curso del psicoanálisis se deben a la verdad de la interpretación o a la sugestión que siempre conllevan las palabras del analista. Por tanto, afirma este autor, las hipótesis psicoanalíticas sólo pueden comprobarse con pruebas experimentales fuera de la situación clínica. Por mi parte, prescindo aquí de esta discusión, de la que ya me he ocupado anteriormente (1989). Lo que sí quiero decir es que, efectivamente, toda intervención por parte del analista comporta una inevitable carga de sugestión. El argumento habitual, en defensa de la tesis de la no existencia de sugestión por parte del analista, de que éste lo único que hace al interpretar es poner al descubierto algo que estaba escondido en la mente del paciente es un derivado del modelo arqueológico de Freud para explicar el proceso psicoanalítico. Pero este modelo falla por los dos extremos. Por una parte, el paciente es un ser vivo susceptible al input que recibe del exterior, y concretamente del analista, no algo estático y petrificado como un yacimiento arqueológico. Digamos, de paso, que incluso la moderna arqueología ha mostrado suficientemente el hecho inevitable de que el arqueólogo altera y modifica el yacimiento al excavar y trabajar en él. Por otra parte, tal como hemos estado viendo en los capítulos precedentes, el analista también es sensible a los estímulos que proceden del paciente y su respuesta emocional a los mismos influye significativamente en su perspectiva y en sus intervenciones. A la vez, cada interpretación del analista dirige la atención del paciente en una dirección precisa, dirección siempre enlazada con la personalidad del analista y con las teorías con las que trabaja, y desanima la prosecución de otras direcciones y caminos que también serían posibles. Indudablemente el analista, al interpretar, invita al paciente a ver las cosas —la 153 situación de su mente, las relaciones entre ambos, etc.— de una manera determinada por más que al mismo tiempo intente respetar en lo posible su libertad, y esto no puede ser considerado como neutralidad. Frente a la comunicación del analizado, como frente a cualquier fenómeno, siempre son posibles diversas interpretaciones, y el hecho de elegir una entre ellas también va en contra de nuestra neutralidad, por más que nos empeñemos en ella. Con lo que acabo de decir no pretendo expresar que me adhiero a quienes, como Grünbaum (1993), niegan la posibilidad de comprobar la validez científica de las hipótesis psicoanalíticas fundándose en la carga sugestiva de toda interpretación (J. Coderch, 1989). Aquí sólo deseo subrayar que creo que este ataque se basa en una concepción muy reducida y convencional, como ya se afirmó que ocurre con el concepto de neutralidad, de la sugestión. Por un lado, el analista no puede ejercer sobre el paciente una influencia sugestiva más allá de lo que existe, aun cuando sea de manera vaga, imprecisa y no configurada todavía, en la mente de éste. El poder de sugestión del analista no alcanza a crear un paciente de la nada. El paciente no puede poner de manifiesto más «mente» de la que tiene, por más carga sugestiva que consideremos que se esconde en las interpretaciones del analista (C. Strenger, 1991). Por otro lado, quienes se apoyan en el argumento de la sugestión para su crítica olvidan que la teoría guía siempre cualquier investigación, clínica o experimental, y los datos obtenidos, en todos los casos, son interpretados de acuerdo con dicha teoría. Las ciencias naturales no escapan a esta regla general. Por tanto, la misma acusación de falta de cientificidad, a causa de la intervención de la sugestión, podría ser dirigida contra cualquier disciplina y no sólo contra el psicoanálisis. En mi opinión, lo que más puede acercarse a la neutralidad por parte del analista es una actitud de reconocimiento de la realidad en el sentido que he estado exponiendo en este apartado. Es decir, se trata de reconocer la interacción continuada y la influencia que tanto la metodología analítica propiamente dicha como el estilo, personalidad e intervenciones del analista están ejerciendo en cada momento, lo cual conlleva la posibilidad de investigar dicha influencia en la situación mental y en la comunicación del paciente. A continuación, presentaré material clínico para ilustrar algunos de mis puntos de vistaacerca de la perspectiva empática. 154 Un adulto joven, a quien llamaré señor C., se presentó solicitando ayuda por su malestar. Quedó claro, por el tono de su petición, que lo que tenía en la mente era un tratamiento psicológico y que sabía que éste sería de cierta duración. Sus modales eran correctos, pero parecían esconder una violencia contenida, secos y concisos, con una educación distante y fría. A veces, incluso, un poco ásperos, como si intentara, voluntariamente, no admitir confianzas. En conjunto, podemos decir que, por lo que respecta a mí, en las primeras entrevistas tuvo éxito si sus deseos eran los de marcar distancias. Creo que es acertado decir que, desde el primer momento, el contacto personal me pareció difícil, y creo que a él le ocurrió lo mismo conmigo. Los motivos para pedir ayuda eran, dicho de manera resumida, un malestar difuso, la impresión de que no sabía resolver los «problemas» que tenía planteados, descontento consigo mismo y falta de ilusión por las cosas. Todo ello añadido a las escasas satisfacciones que obtenía de su actividad laboral. Yo pensé que se trataba de una buena indicación de análisis, tanto por la índole de las molestias y síntomas de que se quejaba, como por el hecho de que el señor C. reconocía plenamente la naturaleza psicológica de los mismos, pero no llegué a plantearlo debido a que el futuro paciente anunció, de buenas a primeras, que en modo alguno estaba dispuesto a llevar a cabo más de dos sesiones por semana, y yo no creo conveniente realizar una indicación de análisis cuando estoy seguro de que el paciente rechazará la propuesta. Como datos que cabría destacar en sus antecedentes, tenía una ligera hemiparesia del brazo izquierdo, seguramente debida a sufrimiento fetal en el parto. La madre, según él rígida y dura, le había dejado siempre en manos de cuidadoras a causa de sus actividades profesionales. Manifestó que había mantenido siempre malas relaciones con ella, tanto en la infancia como en la adolescencia, durante la cual ella murió. El padre, que volvió a contraer matrimonio algunos años después, era descrito como afable pero con escasa presencia en el hogar, aun cuando frecuentemente, en la infancia y primera adolescencia, le llevaba con él para que le acompañara en distintas ocupaciones, cosa que el señor C. recordaba con agrado. Las relaciones con la madrastra habían sido siempre frías y distantes, y cesaron por completo cuando el padre y ella se separaron. Los recuerdos de su época escolar, en cambio, eran buenos a causa de su afición y capacidad para el estudio, lo cual le llevó a ocupar una posición destacada en la institución académica en la que cursó sus estudios. Ésta era la única fuente de satisfacción que creía haber tenido durante su infancia y adolescencia, pese a su carácter aislado y su dificultad para 155 establecer relaciones de amistad. Según sus propias palabras, «prefería sacar las mejores calificaciones a tener amigos». Al terminar sus estudios e iniciar una actividad profesional, esta satisfacción se diluyó y se encontró, según dijo, como «uno entre tantos». Iniciamos una psicoterapia psicoanalítica de dos sesiones por semana. La comunicación fue muy difícil durante los primeros meses, y el señor C. se lamentaba de que no sabía qué decir y de que también le resultaba muy poco comprensible lo que yo le explicaba. Yo tenía la impresión de que éramos dos extraños hablando cada uno por su lado. El señor C. no me resultaba un paciente asequible. Me era muy difícil suponer, con un mínimo de certeza, cómo me sentía él a mí. Su trato para conmigo puede definirse como el propio de quien se dirige a un experto en un asunto de su interés. Por tanto, respetuoso y cortés, pero con un formalismo de tipo «cliente-profesional» totalmente alejado de cualquier atisbo de relación personal. La impresión que a mí me producía era que el señor C. venía a «comprar» mis explicaciones y clarificaciones sobre las cuestiones que le preocupaban, como podía haber llevado su coche a un taller de reparaciones. Es decir, pese a mis esfuerzos, no se presentaba, en absoluto, ni una situación de simpatía mutua, ni una situación empática en el sentido más habitual del término al que antes me he referido, es decir, aquella situación en la que el analista siente que resuenan en su interior los sentimientos del paciente y que cree que puede transmitir a éste tal resonancia y la comprensión e interés con que está siguiendo su comunicación. Quedaba claro que el tipo de empatía, en el sentido débil del término, inmediata y espontánea que muy a menudo se establece entre paciente y analista, no se presentaba en este caso, y que sería necesario recurrir a otro tipo más laborioso de empatía. Pese a ello, para mí era evidente que el señor C. sufría, que era consciente de que sus sufrimientos eran debidos a causas psicológicas y que solicitaba ayuda, y esto era lo que nos inducía a los dos a continuar el tratamiento. No obstante las dificultades señaladas, después de unos meses el diálogo adquirió una mayor fluidez. Entonces me fue posible detectar la existencia de tres situaciones básicas alrededor de las cuales se centraban, predominantemente, la ansiedad y el malestar del paciente. Una de ellas era las pésimas relaciones con su ex mujer de la que se había divorciado hacía años, pero con la que tenía que hablar frecuentemente a causa de un hijo del matrimonio, ya adolescente, el cual vivía con él debido a que su ex esposa había vuelto a contraer matrimonio y el hijo había reclamado vivir con el padre. 156 Otra situación consistía en los problemas que le ocasionaba este hijo, tanto por los malos resultados en los estudios y problemas en la escuela como por su comportamiento. La tercera situación se planteaba en el debate entre su deseo de formar una pareja estable y, a la vez, su dificultad para ello. De vez en cuando iniciaba relaciones con alguna amiga, pero cuando ésta le planteaba la conveniencia de formalizar algún tipo de convivencia, se sentía presa de una gran ansiedad, de tipo claramente claustrofóbico, y rompía precipitadamente las relaciones. Esta situación se repetía con frecuencia. Dado el tipo de relación al que antes me he referido, creo que éste era un paciente en el que la posición, por parte del terapeuta, de escuchar desde dentro cobraba el máximo interés para compensar la dificultad de la empatía inmediata a que antes me he referido. La comunicación verbal del señor C. era sumamente pobre y reiterativa, versando sobre los tres temas que antes he citado: el fracaso escolar y el mal comportamiento de su hijo, las acusaciones de su ex esposa, la cual le hacía responsable de todo lo malo de su hijo, y sus inacabables y angustiadas dudas y vacilaciones en torno a sus deseadas y temidas relaciones de pareja. Centraba esta última cuestión en el hecho de que le complacían las relaciones sexuales con alguna amiga y la compañía que ella le proporcionaba, pero se sentía presa de una angustia insoportable ante la idea de quedar nuevamente vinculado a una pareja después de la mala experiencia de su matrimonio. Todo ello era presentado de una forma que creo puede considerarse como el planteamiento de un problema teórico- práctico que era necesario resolver. El tono era quejumbroso y reivindicativo. No parecía existir nada más, ni tampoco había nunca en su comunicación ninguna referencia a mí, ni a sentimientos o fantasías hacia mí o nuestra relación. Yo concentré mis intervenciones en la ansiedad y los fuertes sentimientos de culpa que suscitaban las tres situaciones conflictivas a las que me he referido, las cuales le provocaban la sensación de estar atrapado, de dar vueltas sin hallar solución para ninguna de ellas. Intenté ayudarle a comprender las ansiedades, defensas y fantasías inconscientes que giraban alrededor de lo que él llamaba sus «problemas», sin que durante más de un año se apreciara ninguna modificación significativa. En la psicoterapia psicoanalítica utilizo con poca frecuencia las interpretaciones transferenciales. Lasque formulé en este caso parecieron resultar muy poco comprensibles para el paciente, hasta bien avanzado el segundo año de tratamiento. Pronto me percaté de que mi respuesta emocional ante el señor C. oscilaba entre el desánimo, la frustración y la protesta. Me sentía tratado como un técnico al que se le 157 presentan una serie de problemas enrevesados, exigiéndole una solución práctica e inmediata, sin intervención de sentimientos ni de una exploración en profundidad del conjunto del conflicto. En especial, provocaban en mí un fuerte desánimo y sensación de fracaso la manera áspera y desafecta de tratar a su hijo —según la situación que él me transmitía— y sus pretensiones de arreglar las dificultades que aquél le ocasionaba únicamente por la vía coercitiva y de castigo. A la vez, me eran también evidentes su malestar y ansiedad porque yo no solucionaba sus problemas. Pese a mis deseos, parecía que era imposible hacer surgir entre nosotros una corriente de mutua empatía. Durante más de un año, mis intervenciones a favor de una implicación personal y una comprensión emocional de los conflictos que me presentaba parecían caer en el vacío. Yo tenía la impresión de que el fracaso escolar de su hijo se repetía en el proceso terapéutico. Me parecía que, a pesar de mi empeño por comunicar con el señor C., era como si cada uno de nosotros hablara un lenguaje diferente. En estas circunstancias, pensé que la única manera de lograr algún avance era la de intentar «juntar» nuestras perspectivas, de manera que me esforcé, dentro de lo posible, en abandonar mis propias perspectivas y «ver la situación» desde la del señor C. Es decir, procuré «escuchar desde dentro» del paciente e impregnarme de su visión de la situación. Lenta, pero progresivamente, me pareció que podía conseguir ver y sentir la realidad de la forma en que mi paciente la veía y la sentía, a fin de lograr que resonaran dentro de mí los sentimientos de él y su manera de percibir los conflictos con los que se enfrentaba, con lo cual conseguí que la frialdad y la impresión de distanciamiento entre nosotros se redujeran sensiblemente. La nueva perspectiva que conseguí puede resumirse de la forma que describiré a continuación. El señor C. vivía de una manera terriblemente culpabilizadora los problemas escolares y el comportamiento conflictivo de su hijo, tal como si fuera él mismo el provocador de tales problemas. La ansiedad originada por este sentimiento de culpa le llevaba a «pensar obsesivamente» en encontrar «soluciones», y en exigírmelas a mí, para saber qué era lo que debía hacerse para arreglar el «problema». Al proyectar sobre el hijo su propio sentimiento de culpa, las soluciones que ensayaba tenían siempre un matiz duro y coercitivo, sin que las cosas mejoraran. A causa de ello, se sentía todavía más culpable y entraba en un maligno círculo vicioso de culpa y castigo. Siguiendo este camino, al poder señalarle este hecho pudimos darnos cuenta de que, en su forma inconsciente de verlo, el comportamiento conflictivo de su hijo se hallaba vinculado a la hemiparesia de su brazo 158 izquierdo que, en su infancia, él había vivido como la consecuencia de una culpa y un castigo merecidos. Identificado con su hijo, el trato autoritario y punitivo que le daba adquiría el significado de castigarse a sí mismo, como también era un castigo que se infligía el hecho de tener que buscar «obsesivamente» las soluciones precisas. De esta manera intentaba aliviar, sin lograrlo, sus sentimientos de culpa. Por otra parte, la ansiedad que le provocaba la persecución a que le sometía su ex esposa, la cual se afanaba, con mucho éxito por cierto, en culpabilizarlo por todo lo que hacía referencia a su hijo, se hallaba vinculada, según nos pareció entender, a la dificultad para llegar a formar una pareja estable pese a los sentimientos de soledad que le atormentaban. Podemos decir que eran síntomas del mismo conflicto. La posibilidad de iniciar una convivencia con una mujer, especialmente si era ésta la que lo proponía, daba lugar a la aparición de fuertes sentimientos de persecución, de estar atrapado y aprisionado, así como la necesidad de romper con ella y de huir. Los dos síntomas eran, tal como me pareció entender, la expresión de una relación con un objeto interno peligroso que podía aplastarlo y dejarlo inmovilizado. Creo que las dos malas experiencias que he citado, la hemiparesia de nacimiento y la relación con la madre reforzaron una relación de objeto previa en este sentido. Creí entender y así se lo comuniqué, que, en su inconsciente, vivía una relación con un objeto persecutorio como una presencia que pesaba sobre él y le provocaba la dificultad de mover el brazo izquierdo, y del que le era menester librarse. Seguramente, el tipo de relación de objeto que acabo de describir se escenificaba en la transferencia a través de la actitud de distanciamiento y de maneras ásperas para evitar cualquier proximidad con un objeto peligroso. A medida que pude transmitirle mi comprensión de la manera en que en su mundo interno veía y sentía sus problemas, acercándome a su perspectiva, se fue estableciendo una corriente de mutuo entendimiento. Hacia el final del segundo año la ansiedad, los sentimientos de culpa, el hecho de vivir los problemas de su hijo como ocasionados por él mismo y sentirse culpable por ello, la necesidad de castigarse, etc., fueron disminuyendo, creo que en parte debido a la comprensión de los significados inconscientes a los que me he referido, y en parte a causa de la introyección del terapeuta como un superyó benevolente. En esta época interpreté, en el sentido que he mencionado, su manera defensiva y distante de relacionarse conmigo, y ello dio lugar a la aparición de una gran necesidad de contacto y 159 compañía, escondida bajo su fría y distante actitud externa. Pasado el segundo año, en vista de la mejoría del estado de ánimo del señor C. y de lo que a mí me pareció una suficiente capacidad de insight, le indiqué la conveniencia de pasar a un análisis con cuatro sesiones semanales. Me respondió con un «de momento prefiero seguir así». Posteriormente, con ocasión de que el señor C. hablara de cómo se sentía cuando su compañera le proponía vivir juntos, le interpreté que tal vez había escuchado mi propuesta de pasar a un análisis como algo tan comprometido y asfixiante como vivir en pareja. El señor C. no hizo ningún comentario y yo no insistí sobre la cuestión. Cuando llevábamos unos dos años y medio de tratamiento el paciente me comunicó que se sentía lo suficientemente bien para prescindir de mi ayuda. No pensaba que todo se hubiera resuelto, dijo, pero creía que se encontraba con suficiente capacidad para ir buscando su camino. Decidimos continuar algún tiempo más para elaborar la despedida. Volví a ver al señor C. un par de veces en visitas puntuales y me pareció que la disminución de los síntomas persistía y que, en general, su adaptación a sus problemas y dificultades había mejorado. Después de unos años, el señor C. se puso de nuevo en contacto conmigo para iniciar un análisis de cuatro sesiones semanales. Comentario He presentado este material clínico para ilustrar lo que entiendo por empatía desde el punto de vista de escuchar desde dentro del paciente, diferenciando este tipo de empatía de aquella que se concibe como una resonancia debida a la proyección de los objetos internos del paciente en el analista, así como de aquella que se fundamenta en el establecimiento de una mutua corriente afectiva. Creo que, en este caso, esta forma de escuchar desde dentro permitió una comprensión y un acercamiento de las perspectivas de paciente y terapeuta que sin ello resultaba imposible. Siempre queda la duda de si el señor C. decidió terminar el tratamiento para huir de una relación más próxima que le angustiaba y por temor al sufrimiento que podía ocasionarle una experiencia más profunda de su mente. Por mi parte, pensé que la situación mental del señor C. no había mejorado tanto como él juzgaba, pero tengo tambiénpor costumbre ser breve y sucinto en las interpretaciones en este sentido, por las mismas razones de respeto a la decisión del paciente. Yo pienso que el paciente es el que ha venido a solicitar ayuda, y el que ha de decidir la terminación de ésta. Ello, entre otras 160 cosas, facilita la continuidad de una buena relación y tal vez el retorno del paciente, como fue en este caso. En los tratamientos de psicoterapia psicoanalítica formulo pocas interpretaciones transferenciales, aun cuando he de advertir que, como he comentado anteriormente (1995), mi concepto de las diferencias entre interpretaciones transferenciales y extratransferenciales dista de ser el más tradicional. Lo que hago en una psicoterapia psicoanalítica es ofrecer una comprensión de las ansiedades, fantasías inconscientes, defensas, etc., que intervienen en las dificultades y malestares del paciente, así como en las relaciones con las personas de su entorno. Lo mismo en cuanto a las relaciones entre diversos núcleos de ansiedades, fantasías, imágenes, pulsiones, etc., dentro de la mente del paciente, a lo cual llamo interpretaciones de transferencia interna. 161 Capítulo V La intersubjetividad en la relación paciente-analista 162 D 1. El nacimiento de la perspectiva intersubjetiva en el pensamiento psicoanalítico ado que el término intersubjetividad se emplea con diferente sentido en la literatura psicoanalítica, creo conveniente comentar brevemente algunas de las más relevantes opiniones acerca de esta cuestión y, al mismo tiempo, exponer mi personal punto de vista. Daniel Stern (1978, 1997), Stolorow y Lachmann (1980), Bollas (1987), R. Stolorow y G. Atwood (1992), Benjamin (1988, 1995, 1998), Mitchell (1988, 1993), Ogden (1994), Gill (1982, 1994), Hoffman (1991, 1992, 1994), Aron (1996), etc., figuran entre los autores que más han extendido los conceptos acerca de la teoría o perspectiva intersubjetiva en el pensamiento psicoanalítico. Como no es mi objetivo referirme a todos estos autores y otros que se podrían añadir, haré una breve síntesis. Stolorow y Atwood fueron, tal vez, quienes por vez primera introdujeron el concepto de intersubjetividad en el psicoanálisis norteamericano. En su libro Context of Being dicen: «Tal como repetidamente hemos destacado, “los fenómenos psicológicos no se pueden comprender aparte de los contextos intersubjetivos en los que toman forma”. No es la mente aislada, hemos argumentado, sino el más extenso sistema creado por el mutuo interjuego entre los mundos subjetivos del paciente y el analista, o del niño y su cuidador, aquello que constituye el dominio apropiado de la investigación analítica. Desde esta perspectiva, como veremos, el concepto de una mente individual o psique es en sí mismo un producto psicológico cristalizado desde dentro de un nexo de relación intersubjetiva y al servicio de unas funciones psicológicas específicas» (Stolorow y Atwood, 1992, pág. 1; la traducción es mía). Como tantas veces ocurre, el término intersubjetividad se emplea con sentidos no idénticos por distintos autores. Así, los mismos Stolorow y Atwood expresan que, para ellos, el uso del término intersubjetividad no presupone, por parte de aquellos a quienes se aplica, la adquisición del pensamiento simbólico, del concepto de uno mismo como sujeto o de una relación intersubjetiva en el sentido que le da Daniel Stern. También intentan diferenciarse de los autores interesados en el estudio del desarrollo infantil, señalando que ellos utilizan el término intersubjetividad para referirse a cualquier dominio psicológico formado por campos de experiencia interactivos, en cualquier nivel del desarrollo. 163 Una de las autoras que más influencia ha tenido en la difusión del concepto de intersubjetividad en el psicoanálisis es Jessica Benjamin, abanderada de la poderosa corriente feminista que campea en el psicoanálisis norteamericano. Como otros autores que se ocupan de la intersubjetividad, Benjamin (1988, 1995) parte también de la base de que la mente humana es interactiva más que monádica. Por tanto, cree que el proceso psicoanalítico ha de ser entendido como algo que tiene lugar entre dos sujetos, más que en la mente del analizado. Pero esto nos confronta, dice, con el problema de reconocer al otro como un centro equivalente de experiencias, especialmente a causa del peso que tienen en la tradición psicoanalítica el concepto y el término de objeto. En la psicología del self y en las teorías de las relaciones objetales, el concepto de relación de objeto se refiere a la internalización psíquica y a la representación de las interacciones entre el self y los objetos internos. Pero en todas ellas el otro queda siempre eclipsado bajo el concepto de objeto, con el cual se pierden todos aquellos aspectos de su personalidad que no están directamente relacionados con el self de aquel que se está relacionando con ese otro. Por mi parte, creo acertada esta visión de Benjamin acerca de la desaparición del otro, aun cuando éste se intente recuperar en otras teorías psicoanalíticas con los conceptos de constancia del objeto y objeto total. Pues bien, el lema de la intersubjetividad para Benjamin es: Donde estaban los objetos han de devenir los sujetos. Para Benjamin, la introducción del concepto de intersubjetividad para definir la situación analítica va destinada a combatir este oscurecimiento del sujeto bajo la noción del objeto. Desde esta perspectiva, con el término intersubjetividad nos referimos al campo de interacción entre dos distintas subjetividades, al interjuego entre dos diferentes mentes subjetivas. La relación intersubjetiva en el proceso psicoanalítico se establece cuando cada uno de los protagonistas percibe al otro como un centro independiente y autónomo de sentimientos, deseos y fantasías homólogo al propio self, a la vez que, en tensión dialéctica, intenta negar esta independencia. La teoría intersubjetiva de Benjamín postula que el otro ha de ser reconocido como sujeto a fin de que el self pueda experimentar en su presencia la propia subjetividad. Ahora bien, apoyándose en Winnicott (1969), Benjamin otorga mucha importancia a la fantasía de la destrucción del otro, para llegar a este reconocimiento del que estamos hablando. Dice: «[…] en el acto mental de negar u obliterar al objeto, el cual se puede expresar en el esfuerzo real de destruir al otro, nosotros comprobamos si éste realmente 164 sobrevive. Si sobrevive sin represalias y sin desaparecer bajo el ataque, entonces conocemos que existe fuera de nosotros mismos, no como un producto de nuestra mente» (J. Benjamin, 1995, pág. 39; la traducción es mía). Piensa también Benjamin que estas dos dimensiones de la experiencia con el otro, como objeto y como sujeto, no son opuestas entre sí como podemos decir, por ejemplo, del modelo impulso/defensa versus el modelo del conflicto intrapsíquico, sino que se complementan, a pesar de que, a veces, se afirmen en oposición. La autora se refiere a las dos categorías de la experiencia como la dimensión intrapsíquica y la dimensión intersubjetiva de la experiencia. En la experiencia intersubjetiva el otro no es únicamente percibido como el objeto de las necesidades, los impulsos o la cognición del yo, sino como un separado y análogo self. Los conceptos en torno la intersubjetividad no son, como podemos ver, iguales en Benjamin, Stern y Stolorow y Atwood. Para Benjamin, el concepto de intersubjetividad nos lleva a un proceso dialéctico en el que los interlocutores se reconocen uno al otro como un centro de experiencia subjetiva, pero también negando continuamente al otro como un sujeto separado. Para Daniel Stern (1978, 1985), el concepto de intersubjetividad se refiere a la capacidad, adquirida a través del desarrollo, de reconocer al otro como un centro separado de experiencia subjetiva, con el que se pueden compartir los propios estados subjetivos. Las descripciones de Daniel Stern sobre el despliegue del sentido del self han dirigido el interés de los investigadores hacia el planteamientode la relación intersubjetiva, y han fijado nuestra atención en el hecho de que nuestra relación incluye el reconocimiento de los estados mentales subjetivos del otro, así como en uno mismo. Daniel Stern es un developmentalist, es decir, un estudioso del desarrollo infantil y de la interacción entre el bebé y los padres, cosa que no son ni Benjamin ni Stolorow y Atwood. De todas maneras, las diferencias más notables son las que existen entre Benjamin y Daniel Stern (1978, 1985, 1997), por un lado, y Stolorow y Lachmann (1980), Stolorow y Atwood (1992) y Orange, Atwood y Stolorow (1997), por el otro. La diferencia más relevante para el interés de la terapéutica psicoanalítica se basa en la disímil importancia que dan estos distintos autores a los que podemos denominar el principio de mutua regulación y el principio de mutuo reconocimiento. Atwood y Stolorow emplean el término intersubjetividad para indicar un campo de mutua y recíproca influencia y regulación. Estos autores insisten en que utilizan el término intersubjetividad para referirse a cualquier campo psicológico formado por mundos interactivos de experiencia, sea cual sea el grado de reconocimiento del otro. 165 Benjamin, por el contrario, se remite a un continuum dialéctico que abarca un movimiento hacia la negación del otro, por un extremo, y el reconocimiento mutuo, por otro. Yo creo que esta distinción entre los dos extremos, que puede parecer nimia, es importante, porque si en un proceso terapéutico no se alcanza la mutualidad de reconocimiento del otro, como un sujeto separado y autónomo, con facilidad se establece una relación de dominio-sumisión, mutuamente regulada. Benjamin insiste mucho, y yo me siento de acuerdo con ello, en que no hemos de pensar que la intersubjetividad alcanzada en un proceso, ya sea en la relación madre-bebé, o en la díada analítica, sustituya totalmente la relación sujeto-objeto, ya que la intersubjetividad, cuando se logra, existe siempre en tensión dialéctica con la relación sujeto-objeto. Y, podemos añadir, de la misma manera que coexisten en tensión dialéctica la posición esquizo- paranoide y la posición depresiva. Estoy seguro de que, al llegar a este punto, muchos lectores estarán pensando en el papel fundamental que la identificación proyectiva desempeña en este asunto. Quiero aportar algunas reflexiones acerca de ello. Debemos recordar lo que ya he expuesto en el tercer capítulo acerca de la identificación proyectiva. Creo, pues, que el carácter interpersonal de la identificación proyectiva, que ya he subrayado en dicho capítulo, da lugar a una profunda transformación de la subjetividad del receptor y del proyector. Cada uno de ellos pierde, en alguna medida, su «mismidad» para pasar a vivir experiencias que anteriormente no estaban en su mente. El proyector convierte al receptor en alguien diferente al que era antes de la proyección, mientras que él mismo se convierte en otro que ya no se encuentra enteramente dentro de su propia mente, puesto que una parte de ella ha sido remitida al exterior. Para Ogden (1994), quien considera que este proceso comporta una negación de cada uno de los dos participantes en tanto que sujeto separado, el resultado de esta recíproca negación da lugar a que cada uno de ellos llegue a ser un tercer sujeto, el «sujeto de la identificación proyectiva», que es alguien distinto, a la vez, del proyector y del receptor. Por tanto, la identificación proyectiva produce, en la situación analítica, la aparición de este tercer sujeto, aun cuando no desaparece la experiencia del paciente y el analista como dos sujetos separados. La intersubjetividad creada subsume en sí misma la subjetividad de ambos participantes y permite la aparición de sentimientos, sensaciones, fantasías y pensamientos que anteriormente no habían tenido oportunidad de configurarse. La continua interacción entre paciente y analista modifica la primitiva 166 subjetividad de uno y otro y crea una diferente subjetividad con otras potencialidades. La identificación proyectiva genera en los dos participantes la emergencia de algo que no existía hasta aquel momento. Cada uno de ellos sitúa en el otro una parte de su personalidad, al tiempo que recibe algo nuevo creado por la proyección del otro. Paciente y analista son, en este interjuego de identificación proyectiva, proyector y receptor a la vez. Desde este punto de vista, uno y otro sólo llegarán a ser verdaderamente paciente y analista si son verificados como tal por este otro reconocido como un sujeto separado e independiente. Orange (1998) afirma que: «Por intersubjetividad entendemos una perspectiva desde la cual cada experiencia y acción de un individuo son vistos como ensamblados en un interjuego constitutivo con otros mundos de experiencia diferentemente organizados» (pág. 59; la traducción es mía). Por tanto, la teoría intersubjetiva concibe a los seres humanos como organizadores de experiencia. El proceso psicoanalítico se percibe como el intento de dos personas, paciente y analista, de comprender la organización emocional del primero a través del diálogo y de la búsqueda del sentido de sus experiencias compartidas con el segundo. Para una mayor precisión terminológica creo que es conveniente distinguir entre «teoría de la intersubjetividad o intersubjetivista», por un lado, e «intersubjetivo» o simplemente «intersubjetividad», por el otro. La teoría de la intersubjetividad describe la relación que existe entre dos personas en cuanto sujetos que desarrollan experiencias, sea cual sea el grado de evolución que hayan alcanzado. Por intersubjetivo o intersubjetividad hemos de entender el estado en el cual dos personas llegan a un reconocimiento mutuo del otro como sujeto independiente y centro de experiencias equivalentes a las propias. La intersubjetividad no se establece siempre que dos personas entran en relación, sino que la intersubjetividad o reconocimiento intersubjetivo presupone un estadio avanzado de evolución. 167 2. Interacción e intersubjetividad Tal como ya he dicho al hablar del psicoanálisis relacional, en mi opinión las teorías de la interacción y de la intersubjetividad no han de tomarse forzosamente, pese a que sí lo hacen algunos autores, como una escuela del pensamiento psicoanalítico que se suma a las ya existentes, sino que creo que es enormemente más fructífero considerarlas como metateorías, es decir, como nuevas maneras de ver la teoría y el proceso psicoanalítico, las cuales nos permiten percibir matices y aspectos de la relación que hasta ahora permanecían en la penumbra, que existían y actuaban sin que tomáramos conciencia de ello. Por tanto, mi juicio es que pueden integrarse en cualquiera de las corrientes psicoanalíticas predominantes en el momento actual, a las cuales vigorizan y de las que permiten una mayor profundización. Pienso que la relación paciente-analista es algo tan rico y complejo que, como todo lo que es propio de la mente humana, nunca descubriremos todos sus matices, coloraciones, secretos y diversidades, y que todo aquello que nos ayude algo en esta tarea inacabable ha de ser bienvenido. Si pensamos en el hecho de la interacción madre-bebé, paciente-analista, hecho que para mí constituye el punto de partida del enfoque intersubjetivo, podemos fácilmente percibir que tenerlo en cuenta engrandece y añade comprensión a cualquiera de las teorías vigentes, sin que presuponga ningún rechazo. Detengámonos un poco en esta afirmación. Recordando lo dicho en el tercer capítulo, vemos que lo que nos dice el concepto de interacción aplicado al psicoanálisis es que los comportamientos, palabras y silencios de cada uno de los dos participantes se hallan influidos por el otro y, a la vez, están influyendo en él. Por tanto, es equivocado tratar de diferenciar entre momentos de interacción y otros que no lo son. Toda palabra y todo silencio comportan una influencia recíproca y, por tanto, son interactivos (J. Greenberg, 1996). Y si consideramos que también el pensamiento es una forma de acción, difícilmente