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Joan Coderch
LA RELACIÓN PACIENTE-TERAPEUTA
El campo del psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica
Prólogo de
Joana M. Tous
Herder
www.herdereditorial.com
3
http://www.herdereditorial.com
Dirección de la colección: Víctor Cabré Segura
Consejo Asesor: Junta Directiva de la Fundació Vidal i Barraquer
Diseño de la cubierta: Michel Tofahrn
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez
© 2012, Fundació Vidal i Barraquer
© 2012, Herder Editorial, S. L., Barcelona
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3180-7
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está
prohibida al amparo de la legislación vigente.
Herder
www.herdereditorial.com
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http://www.herdereditorial.com
A mi esposa, y a Núria, Miquel, Joan, Laia y Miki.
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Índice
Prólogo, Joana M. Tous
Introducción
Capítulo I
Las repercusiones de la cultura contemporánea en el pensamiento psicoanalítico
1. Los cambios culturales y la relación paciente-analista
2. Elementos que inciden en la modificación y evolución de las teorías psicoanalíticas
2.1. Causas externas y causas internas
2.2. Concepto general de la posmodernidad
2.3. La posmodernidad como una modernidad sin falsas ilusiones
2.4. El pensamiento posmoderno en el psicoanálisis
2.5. Otros comentarios en torno a la orientación posmoderna en psicoanálisis
3. El psicoanálisis y las corrientes filosóficas contemporáneas
3.1. Perspectiva general
3.2. Los «juegos de lenguaje» de Ludwig Wittgenstein
3.3. La teoría de la verdad como correspondencia y la teoría de la verdad como coherencia
4. Las transformaciones de las teorías psicoanalíticas
4.1. Perspectiva general
4.2. Cambios en la intelección de la transferencia
4.3. La repercusión de los estudios acerca de la relación niños-padres
4.4. Modificaciones en las metas de la terapéutica psicoanalítica
Capítulo II
El objetivo de la relación paciente-terapeuta: el cambio psíquico
1. Introducción al problema del cambio
2. El concepto de estructura
3. Dificultades que plantea la noción de cambio psíquico
4. Las modificaciones estructurales
Capítulo III
La relación paciente-analista como unidad básica de investigación
1. La teoría relacional
1.1. Antecedentes históricos
1.2. Matices fundamentales del psicoanálisis relacional
1.3. Modificaciones conceptuales desde la perspectiva del psicoanálisis relacional
2. Interacción
2.1. La interacción como hecho psíquico fundamental en la relación analítica
2.2. La teoría interaccional del psicoanálisis
3. De la psicología de una persona a la psicología de dos personas
3.1. Antecedentes y circunstancias condicionantes
3.2. El impacto de la personalidad del analista
3.3. La dialéctica psicología de una persona/psicología de dos personas
Capítulo IV
La empatía en el diálogo psicoanalítico
1. Concepto general de empatía
2. La perspectiva empática: escuchar desde la mente del paciente
3. Las distintas posiciones desde donde el analista escucha
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4. La mutua empatía
5. Empatía, simpatía e intersubjetividad
6. El problema de la neutralidad
Capítulo V
La intersubjetividad en la relación paciente-analista
1. El nacimiento de la perspectiva intersubjetiva en el pensamiento psicoanalítico
2. Interacción e intersubjetividad
3. La vivencia intersubjetiva como condición básica para la experiencia de la propia subjetividad
4. La existencia de estructuras profundas innatas
4.1. Las estructuras profundas y la matriz relacional
4.2. La interacción madre-bebé
5. La comunicación intersubjetiva y el pensamiento kleiniano
6. La dialéctica reconocimiento versus destrucción del otro
7. El objetivo del psicoanálisis desde la perspectiva de la intersubjetividad
Capítulo VI
Diálogo y comunicación en el proceso psicoanalítico
1. Interés de la filosofía del lenguaje para el psicoanálisis
1.1. El lenguaje como comunicación y acción
1.2. La doble estructura de los actos de habla
2. La búsqueda de acuerdo y consenso en el diálogo analítico
2.1. Un diálogo en el que siempre existe la posibilidad de que el otro tenga razón
2.2. La mutualidad en la relación analítica
2.3. Mutualidad de regulación y mutualidad de reconocimiento
3. La negociación en el diálogo analítico
3.1. La negociación del nivel de relación
3.2. La negociación de la regla de abstinencia
3.3. La negociación de objetivos y metas
Bibliografía
7
C
Prólogo
reo que todos estaremos de acuerdo en considerar que los efectos terapéuticos del
psicoanálisis descansan en dos pilares fundamentales: la interpretación y la relación.
Ya resulta más discutible, y éste es un tema de gran actualidad, cuál de los dos resulta ser
el agente terapéutico principal. Coderch está plenamente implicado en esta cuestión, ya
que el libro que nos presenta, centrado en el estudio de la relación, viene a continuar y a
complementar su anterior publicación: La interpretación en psicoanálisis (1995).
Coderch comienza este libro diciendo que no se es analista porque se conozca la
mente humana, sino que el anhelo por conocerla y el hecho de no llegar nunca a alcanzar
plenamente tal conocimiento es lo que nos hace psicoanalistas. La larga y continuada
relación con nuestros pacientes nos enfrenta con inesperadas situaciones que nos
plantean cuestiones y preocupaciones a las que intentamos dar respuesta, pero cada
supuesto avance conlleva, sin duda, una gratificación, a la vez que nos confronta con
nuevas preguntas e interrogantes. En este sentido contemplo la obra de Coderch, y
pienso que cada una de sus publicaciones es un intento de dar respuesta a las múltiples
cuestiones que comporta el conocimiento del funcionamiento mental. En su primer libro,
Psiquiatría dinámica (1975), se interesó por la patología mental considerada desde la
perspectiva psicoanalítica. La temática de su segundo libro, Teoría y técnica de la
psicoterapia psicoanalítica (1987) se centra en la aplicación del psicoanálisis a la
psicoterapia de los trastornos psíquicos. El tercer libro, al que ya he hecho referencia,
trata con profundidad la interpretación, haciendo hincapié en áreas de ésta más alejadas
de los principios generales, áreas que en ciertos aspectos son más discutibles y con
límites imprecisos pero que, al mismo tiempo y debido a ello, requieren una mayor
experiencia personal y científica, y dan lugar a un mayor riesgo y creatividad al
adentrarse en ellas. Personalmente, creo que Coderch, al finalizar el libro sobre la
interpretación, tenía ya en su mente dudas e interrogantes que abrieron el camino para
escribir el libro que ahora nos presenta. Aunque pueda ser algo simplista querer resumir
en pocas palabras el paso que acabo de exponer, diría que el autor ha sentido la
necesidad de ocuparse detenidamente del sujeto receptor de la interpretación e investigar
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también qué papel desempeña la participación del emisor para, de este modo, ocuparse
del intercambio terapéutico.
Resulta evidente que tomar en consideración la relación paciente-terapeuta es
profundizar en algo que ha estado presente desde siempre, aunque más o menos
reconocido. No obstante, en estos momentos se trata de un tema de rigurosa actualidad,
y al adentrarnos en la lectura del libro el autor nos descubre múltiples matices e
implicaciones y nos muestra que dicha relación tiene un carácter mucho más complejo y
activo de lo que se había considerado hasta ahora. La relación paciente-terapeuta
comporta un ir y venir de información y mensajes, tanto verbales como no verbales, a
los que hasta hace muy poco no se había conferido la importancia y atención suficientes,
debido, en gran parte, a la influencia de la orientación positivista y neopositivista. En
otras palabras, bajo la presión del método «científico», se exigía al terapeuta el papel de
«observador» científico no implicado en aquello que estaba observando, posibilidad ésta
que ya ha sido desechada por los científicos actuales.
A lo largo de este libro, el autor nos va mostrando cómo la pérdida de la confianza
ciega en la racionalidad y el métodocientífico, propia de la modernidad, abre las puertas
a la posmodernidad, movimiento filosófico, sociológico y cultural que hoy en día ejerce
gran influencia en numerosos psicoanalistas, que cuestionan muchos principios del
psicoanálisis, especialmente los conceptos de transferencia y de neutralidad, con las
consiguientes repercusiones en la técnica.
Las consideraciones del autor nos invitan a abandonar la idea simplista de la
existencia de una técnica psicoanalítica. He de sub​rayar en este sentido que, a lo largo del
presente volumen, Coderch evita el uso del término «técnica» y adopta el de «práctica»
para, de esta manera, huir de los formalismos y de los métodos repetitivos y
programados propios de la técnica, una de cuyas finalidades es la de eliminar o reducir al
mínimo la perspectiva particular de cada persona.
Quiero resaltar que el libro de Coderch, aun cuando aborda diferentes temas que, al
menos a priori, podría considerarse que no presentan una estrecha correlación entre
ellos, consta de un hilo conductor que los une, y éste no es otro que la relación paciente-
terapeuta, que el autor estudia desde distintas perspectivas y aproximaciones. Por ello,
pienso que este libro, como ya he esbozado anteriormente, muestra la evolución que ha
seguido el pensamiento psicoanalítico, pero también la evolución personal y científica del
propio Coderch. Con esta obra, el autor nos muestra un conocimiento profundo de las
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aportaciones de las diversas corrientes de pensamiento actuales dentro del campo
psicoanalítico, circunstancia que le permite presentarnos una síntesis de las características
más peculiares de esas orientaciones, sus confluencias y sus discrepancias, lo que faculta
al lector para adentrarse en temas muy actuales, a veces arduos y de comprensión difícil,
pero cuyo estudio es indispensable si queremos conocer los conceptos y avances de la
investigación psicoanalítica actual. Su profunda formación le proporciona una sólida base
y libertad para afrontar las nuevas corrientes de pensamiento con una actitud receptiva
pero también crítica, y ello da como resultado el hacer más comprensibles para el lector
dichas tendencias y lo que ofrecen de nuevo. La exposición teórica se ve enriquecida y
facilitada por la presentación de material clínico, extenso y detallado, con el que se ilustra
la mayor parte de los temas desarrollados.
Como un adelanto a la lectura, quiero destacar algunos puntos. El primer capítulo, en
el que el autor se ocupa de los movimientos sociológicos, culturales y filosóficos —
especialmente en lo que se refiere a la posmodernidad— que están influyendo en el
pensamiento psicoanalítico, es quizás, según mi modo de ver, el de más difícil lectura
debido a la complejidad del tema, pero de enorme interés para comprender los siguientes.
El autor nos ofrece su elaboración de las corrientes filosóficas que conforman el
panorama actual, subrayando principalmente el interés del pensamiento posmoderno, el
deconstructivismo y el postestruc​turalismo, y muestra su influencia en algunas de las
orientaciones psicoanalíticas actuales y en la relación paciente-te​ra​peu​ta. Gran parte de
los pensadores posmodernos, a diferencia de los de la modernidad, no consideran el self
como una entidad diferenciada y estable, sino que defienden una concepción pluralista
del mismo y, de manera similar, tampoco su idea del mundo externo es unitaria, ya que
contemplan la existencia de diversas perspectivas para explicar la realidad. Coderch se
ocupa con cierta amplitud del pensamiento posmoderno afirmativo o positivo y muestra
sus puntos de confluencia con el pensamiento kleiniano y también con las teorías de las
relaciones de objeto.
Al ocuparse del problema del cambio psíquico, Coderch lo ve vinculado a la creación
de estructuras secundarias y nuevas funciones durante el curso del proceso analítico, que
inhiben las antiguas. Respecto a la controversia de si el agente terapéutico esencial que
conduce al cambio psíquico es la interpretación, como tradicionalmente se ha
considerado siempre, o la nueva experiencia de relación, el autor se inclina por una
solución que engloba a ambos agentes, de manera que, en su opinión, la interpretación e
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insight de las fantasías inconscientes que envuelven la nueva experiencia de relación es
lo que promueve los cambios psíquicos en el paciente. Gracias a ello, la relación
paciente-terapeuta comporta la emergencia de nuevas funciones que sustituyen a aquellas
que se hallaban en la base de la perturbación psíquica del paciente.
Todo ello lleva al autor a centrar su atención no sólo en el paciente, sino que opina
que también es necesario aportar a la relación lo que ocurre en la mente del terapeuta.
Para Coderch, el psicoanálisis relacional, nacido de la confluencia de diferentes escuelas
—seguidores de Klein, Fairbain, Sullivan, así como diversos estudios sobre el desarrollo
del niño—, no es una nueva teoría, sino que es más bien una nueva perspectiva o
metateoría que enriquece las ya existentes. Aquí la piedra angular no son las pulsiones y
sus vicisitudes, sino las relaciones con los otros; en este sentido, se da una menor
importancia a la metapsicología y la problemática psicológica no se concibe en términos
de conflictos entre diversas instancias psíquicas, sino en función de divergencias en las
formas de relación. Conceptos como transferencia y contratransferencia siguen vigentes,
aun cuando no se contemplan como simples distorsiones o puntos ciegos, sino como el
resultado del impacto emocional que la interacción desvela. Se trata de nuevas
experiencias plenamente compartidas, circunstancia que contempla que determinados
elementos de la mente del paciente, provenientes del pasado, sean reactivados por la
situación actual y por la participación del analista, el cual pierde, desde este punto de
vista, la supuesta neutralidad que durante tanto tiempo se le había otorgado y exigido. La
interpretación, los silencios, los gestos, etc., pasan a ser acciones que adquieren un
sentido que produce un impacto en la mente del paciente. Coderch enfatiza que
considera un error negar la importancia de estos factores, y que gran parte de nuestro
trabajo como terapeutas debe centrarse en analizar su significado.
En el capítulo cuarto, el autor se ocupa de la empatía, concepto que, a mi entender,
no podía ser obviado al estudiar la participación emocional del analista. Entiende que, en
la empatía, el terapeuta considera la comunicación del paciente desde la perspectiva de
éste y no desde la propia. Dicho de otra manera, la empatía consiste en escuchar desde
dentro de la mente del paciente, circunstancia que permite al terapeuta captar los cambios
y variaciones emocionales que pasan desapercibidos cuando se hace una escucha desde
fuera. Para Coderch la empatía es un proceso y no, como se ha descrito clásicamente, un
acto de identificación momentánea. Una idea original del autor respecto a la empatía es
que no la considera unidireccional del terapeuta hacia el paciente, sino que advierte de la
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necesidad de que el paciente empatice, también, con el terapeuta. Esta bidireccionalidad
comporta el reconocimiento, por parte de los dos protagonistas, de la subjetividad del
otro. En este capítulo Coderch se ocupa, de manera amplia y profunda, del hoy en día
cada vez más discutido concepto de neutralidad. Expone diversos aspectos de la relación
terapéutica que plantean serios interrogantes acerca de la neutralidad del terapeuta. Entre
ellos, el hecho de que desde el primer contacto con el paciente y en cada acto
interpretativo el terapeuta selecciona, del total de las aportaciones de aquél, determinados
aspectos de la comunicación, según su peculiar estilo y personalidad.
Todas estas reflexiones llevan a Coderch a ocuparse de la orientación intersubjetiva
en psicoanálisis, la cual sostiene que los fenómenos psicológicos no pueden ser
comprendidos aparte de los contextos intersubjetivos en los que toman forma. Nos
muestra una amplia panorámica de los autores y corrientesque han contribuido al
desarrollo de la intersubjetividad. Respecto a ésta, Coderch piensa que se da siempre que
dos personas entran en contacto. Por relación intersubjetiva entiende un estado de
evolución más avanzado, en el que cada uno reconoce al otro como un centro
independiente de procesos psíquicos equivalentes a los del propio self.
Finalmente, quiero destacar que, en el último capítulo, el autor se ocupa del lenguaje
en sus dos vertientes: comunicación y acción. Coderch piensa que el afán científico
propio del positivismo y del neopositivismo nos ha llevado a valorar excesivamente la
función descriptiva y argumentadora del lenguaje, con menosprecio de la función
expresiva y apelativa, con lo cual se pierden gran parte de los matices de la interacción
paciente-terapeuta. Me parece muy interesante su postura en lo que concierne a las
características del diálogo psicoanalítico, que, según su opinión, ha de fundarse en el
deseo de construir un diálogo en el que siempre exista la posibilidad de que el otro tenga
razón. Ello nos lleva a los conceptos de mutualidad y negociación en psicoanálisis. El
autor destaca, de manera clara, la idea de que la relación paciente-terapeuta debe ser
igualitaria aun cuando sea asimétrica. Igualitaria porque debemos reconocer a ambos la
capacidad de búsqueda y reconocimiento de la verdad, y asimétrica porque desempeñan
papeles distintos en la relación terapéutica.
Quiero acabar con una muestra de gratitud por todo lo que, a lo largo de su carrera
científica, nos ha aportado el doctor Coderch y quiero, también, expresar el deseo de que
el presente libro sea un estímulo para futuras contribuciones, tan útiles para todos los que
trabajamos en el campo de la salud mental.
12
Joana M. Tous
Psicoanalista
Miembro de la Sociedad Española de Psicoanálisis y de la Asociación
Psicoanalítica Internacional
13
D
Introducción
Desde el diálogo que somos, tratamos de acercarnos a la oscuridad del lenguaje.
Hans-Georg Gadamer: Verdad y método
ice Platón en el Banquete que ningún dios se dedica a filosofar. No es difícil
averiguar las causas. Los dioses, eternos y ajenos a todo sufrimiento no necesitan
filosofar. Somos los humanos, sujetos al dolor, a la ignorancia, a la ansiedad, a la radical
temporalidad y a la muerte quienes intentamos aliviar nuestra angustia, nuestras dudas y
los interrogantes que nos plantea nuestra existencia recurriendo a la filosofía.
Similarmente, podemos decir que somos psicoanalistas porque no poseemos el
conocimiento de la mente humana. Somos psicoanalistas porque no gozamos de tal
conocimiento y, antes al contrario, sentimos la mente humana como un misterio
profundo y siempre renovado que resiste a nuestros esfuerzos por saber, de manera que
cada supuesto avance nos enfrenta con inesperadas preguntas y arduas cuestiones a las
que debemos intentar hallar respuesta. Somos psicoanalistas porque conocemos que no
sabemos. Y en este intento por conocer y hallar respuesta a los interrogantes que se nos
plantean, utilizamos el método psicoanalítico basado en el diálogo.
La relación paciente-terapeuta es el fundamento sobre el que descansa toda
terapéutica psicoanalíticamente orientada, ya sea psicoanálisis en sentido estricto o
psicoterapia psicoanalítica. No deseo profundizar aquí en el hecho de que podría decirse
lo mismo de gran parte de otras prácticas de ayuda psicológica, supuestamente apoyadas
en otros modelos teóricos. Hoy en día, no nos cabe ninguna duda de que la metodología
que empleamos en la terapéutica psicoanalítica es una forma de potenciar adecuadamente
la relación paciente-terapeuta, de manera que tal relación sea beneficiosa para el primero,
aunque, en un sentido más profundo, podemos decir que lo es para ambos. Las
interpretaciones que un terapeuta ofrece a su paciente no son nada en sí mismas si las
consideramos aisladas de la relación. Un individuo aquejado de síntomas neuróticos, por
ejemplo, puede aprender, en cualquier libro o curso de psicopatología dinámica, el
significado y la génesis de sus síntomas sin que ello le sirva en absoluto para aliviar sus
trastornos si no cuenta con una adecuada relación terapéutica. Tomando el caso por el
otro extremo, la experiencia nos muestra que los pacientes, tratados psicoanalíticamente
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o con psicoterapia psicoanalítica, no sólo obtienen beneficios a través de las
interpretaciones que se les ofrecen acerca de las situaciones de su mundo interno, sino
también gracias a que su trato con el terapeuta les ha proporcionado un modelo de
identificación, una nueva experiencia de relación, un mayor interés por la investigación de
sus procesos mentales, una mayor tolerancia ante las dificultades externas e internas, una
actitud dirigida hacia la autocomprensión, etc. Es decir, la relación en sí misma,
desarrollada en un clima de libertad de expresión, franca aceptación, sinceridad, ausencia
de toda crítica y enjuiciamiento así como de todo intento de seducción, unido todo ello a
la constancia y regularidad en el ritmo de las entrevistas, fiabilidad por parte del
terapeuta, interés incansable de éste por todo lo que se refiere a la vida mental del
paciente, etc., posee una capacidad terapéutica en sí misma. Y esta capacidad, si las
cosas van por buen camino, se suma al efecto ejercido por el contenido explicativo de las
interpretaciones y por el acto de relación que ellas presuponen.
Como bien sabemos, esta relación paciente-terapeuta se desarrolla dentro de unas
constantes, pactadas previamente, de espacio, tiempo, lugar, metodología básica,
intercambio verbal, etc. Todo esto es lo que llamamos el setting o encuadre del
tratamiento, de primordial importancia en toda terapéutica psicoanalítica, tal como
estableció Freud desde un principio. Ahora bien, importa destacar que, en el enfoque que
podemos denominar tradicional, el setting se da por garantizado, es decir, se da por
descontado que paciente y terapeuta establecen un acuerdo sobre las reglas de este
marco o encuadre en el que ha de desarrollarse el tratamiento y su relación, y que a partir
de ese momento lo único que cuenta es la habilidad del terapeuta para ofrecer las
interpretaciones idóneas, por una parte, y la aptitud del paciente para asimilarlas, por
otra. Pero en el momento actual —en gran parte debido a la mayor gravedad de los
pacientes de los que nos ocupamos, entre los que abundan los trastornos importantes del
carácter y del comportamiento— no opinamos así, y el setting, tanto en su sentido
interno como en el externo, así como las interpretaciones que al mismo se refieren, se
convierte en el foco central del tratamiento. Dicho de otra manera, percibimos que los
conflictos y perturbaciones de los pacientes se exteriorizan, primordialmente, por su
forma de afrontar el setting y su relación con el terapeuta. Por ello, sabemos que en
cualquier terapéutica psicoanalítica la cuestión primordial estriba en proporcionar al
paciente un espacio de relación que le permita pensar sus pensamientos, vivir sus
sentimientos y restablecer la conexión con los aspectos disociados y perdidos de su self.
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Y la posibilidad de proporcionar este espacio depende, por encima de todo, de la
idoneidad del terapeuta para establecer unas relaciones beneficiosas para el paciente.
A primera vista, puede parecer extraño hacer depender las relaciones personales de
paciente y terapeuta de este conjunto de reglas y modos de proceder que denominamos
setting. Pero la experiencia nos confirma que, en la mente del paciente, las constantes y
regulares características del setting son vividas como una cualidad específica de su
relación con el terapeuta. Esta concepción del marco terapéutico como el escenario
donde se expresan los conflictos intrapsíquicos y los rasgos caracterológicos de los
pacientes permite, a la vez, su comprensión como un espacio interpersonal en donde
aquéllos pueden ser vividos y modificados, dando lugar al enfoque o modelo del
pensamiento psicoanalítico que ha venido a llamarse modelo relacional, del que hablaré
de una maneraespecífica en el capítulo tercero. De todas maneras, todo el libro en su
conjunto está destinado al estudio de los diversos matices de la relación paciente-
terapeuta a partir de este modelo, y al de los factores de tipo cultural, psicológico y social
que influyen sobre él.
Durante las dos últimas décadas gran número de analistas, insatisfechos con el
modelo tradicional de la situación analítica, en la que el analista es el adulto sano que
conoce la realidad y el paciente es el niño enfermo cuyos errores y distorsiones
transferenciales deben ser rectificados por el primero, se han decantado por una relación
más igualitaria, que no debe ser confundida con simétrica, en la que la relación
interpersonal entre uno y otro cobra un papel tan importante, al menos, como el
contenido de las interpretaciones que se ofrecen, al margen de diferencias teóricas
concernientes al desarrollo de la mente y a las causas que conducen a su patología.
Como pioneros o adelantados que, de alguna manera, sentaron las bases para este
cambio de actitud quiero destacar a D. Winnicott, H. Kohut y H. Rosenfeld. Con su
concepto de espacio transicional y su idea de «el uso del objeto» (1969), Winnicott nos
introduce de lleno en la dialéctica paciente-analista y en la relación sujeto-sujeto. En la
última obra de H. Kohut, creador de la psicología del self, How Does the Analysis Cure
(1984), se subraya la importancia de la relación del paciente con el analista como un
selfobjeto. Un psicoanalista clásico kleiniano como H. Rosenfeld, en su obra póstuma
Impasse and Interpretation (1987) se inclina por una fuerte moderación en las
interpretaciones de la agresividad y la transferencia negativa, y acentúa el cuidado en la
comprensión del cómo de las interpretaciones y en la atención a las necesidades afectivas
16
del paciente. Dentro de la orientación ya más plenamente relacional cabe citar, entre
otros autores, a M. Gill, H. Loewald, R. Schaffer, L. Aron, A. Elliot, C. Spezano, T.
Ogden, D. Orange, G. Atwood, R. Stolorow, J. Benjamin, J. Gergen, E. Ghent, S.
Mitchell, etc., aunque vuelvo a insistir en las diferencias teóricas que existen entre ellos
en otro orden de cosas.
Objetan muchos analistas, y la objeción es muy atinada, que la relación paciente-
analista ha estado siempre, desde Freud, en el corazón del proceso psicoanalítico. Ello es
bien cierto, pero creo que hay que establecer diferencias. Las diversas escuelas del
pensamiento psicoanalítico estudian, es indudable, la relación paciente-terapeuta en el
proceso psicoanalítico, pero lo hacen siempre y casi exclusivamente desde la óptica de
una teoría determinada: la teoría freudiana del conflicto impulso-defensa, la teoría
kleiniana, la psicología del yo, la psicología del self, etc. Es decir, de la relación paciente-
analista perciben únicamente aquellos aspectos y tonalidades que quedan incluidos en su
paradigma teórico. Así, los psicoanalistas de la psicología del yo ven la relación que con
ellos establece un yo abrumado por la lucha entre sus impulsos prohibidos y las defensas
que erige contra los mismos; los kleinianos contemplan los impulsos y fantasías que les
proyecta un paciente atormentado por las ansiedades y defensas paranoides, por la culpa
persecutoria y por la culpa depresiva; los analistas de la psicología del self contemplan las
demandas que les dirige un paciente en busca de los adecuados selfobjetos. Creo, por
tanto, que la objeción a que me he referido sólo es parcialmente válida.
La realidad es que hasta hace diez o quince años aproximadamente, los psicoanalistas
no se han dedicado al estudio de la relación en sí misma, es decir, de todos los procesos
psicológicos que se ponen en marcha en el encuentro dialógico entre dos personas, sin
que el encuentro psicoanalítico constituya una excepción, sea cual sea la orientación
teórica del analista. La peculiaridad consiste en que en la terapéutica psicoanalítica se
trata de una situación con unas características específicas, dado que una de las dos
personas solicita ayuda psicológica y la otra se dispone a prestarla. Y ésta es una
característica invariable que rige toda relación analítica.
Como iremos viendo, el propósito de este libro es el de estudiar con alguna
profundidad aquello que sucede entre los dos protagonistas de la terapéutica
psicoanalítica, en cuanto son dos personas que están relacionándose entre sí, para ofrecer
la ayuda demandada. Y yo creo que esta atención a la relación en sí misma nos permite
captar, con mayor exactitud, tonalidades de la relación que hasta hace poco nos han
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pasado desapercibidas a los analistas: la interacción constante en la que uno y otro
aportan toda su historia personal, sus experiencias y sus expectativas; el campo
intersubjetivo formado por la conjunción de dos distintas organizaciones psíquicas; la
psicología de dos personas que emerge de la reunión de dos psicologías individuales; las
tonalidades de la mutualidad y la negociación sobre las que transcurre el proceso
psicoanalítico; la construcción de significados a través del diálogo, etc.
Algo que también ha puesto de relieve el psicoanálisis relacional es el papel creador
del lenguaje en el proceso psicoanalítico. Aquí puede repetirse lo que he dicho en los
párrafos anteriores respecto a la visión de la relación paciente-terapeuta que
tradicionalmente ha predominado en el pensamiento psicoanalítico: parcial y encerrada en
una determinada teoría que descuida casi por completo todo lo que no entra en sus
presupuestos básicos. Pese a que el lenguaje es aquello que fundamentalmente utilizamos
los analistas y psicoterapeutas para ejercer nuestra profesión, lo hemos considerado
siempre como algo dado, como un simple «instrumento» con el que el paciente nos
comunica lo que observa en su mente, y nosotros damos a conocer nuestras hipótesis
acerca de esta comunicación sin preocuparnos gran cosa de este instrumento, suponiendo
que sólo es un medio de ejecución, como el martillo o la sierra lo son para el operario.
Sin embargo, las cosas no son tan simples. La filosofía, especialmente en su vertiente
hermenéutica, la antropología y la lingüística nos han enseñado que el lenguaje no es un
mero instrumento para comunicarnos, sino que es algo muchísimo más complejo que un
medio o una herramienta. Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein son figuras
destacadas en la introducción de esta nueva concepción del lenguaje. Así, Heidegger dice
que el hombre no habla el lenguaje, sino que «el lenguaje habla al hombre», de manera
que no «dominamos una lengua, sino que la lengua nos domina a nosotros, nuestros
pensamientos y nuestro comportamiento». Wittgenstein nos remite a «los juegos del
lenguaje», de los que hablaré en los capítulos primero y sexto. En la actualidad,
Habermas, Rorty, Lyotard, etc., emplean el término «giro lingüístico», acuñado por el
filósofo Gustav Bergmann, para referirse a esta visión del lenguaje como elemento básico
para la comprensión de la mente y la cultura humanas. Para decirlo con palabras de
Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Con el término
«giro lingüístico» se entiende, en el momento actual, que el lenguaje deja de ser un
medio de expresión que se halla situado entre el yo y la realidad, para ser un sistema
simbólico que crea tanto el yo como la realidad.
18
Mucho más lejos va el constructivismo social, para el cual las teorías científicas o los
discursos metafísicos no sólo descubren la realidad, sino que la crean. Yo pienso que,
pese a profundas divergencias, la hermenéutica, el postestructuralismo y la cultura
posmoderna coinciden en dos puntos clave: toda experiencia es lingüística, y todo
conocimiento es interpretación. Pues bien, este papel decisivo del lenguaje en la
experiencia y en la creación de significados es algo que hemos de tener siempre en cuenta
al estudiar la relación paciente-terapeuta, en la que las experiencias no verbales han de
ser también, como dice el psicoanalista Donnel B. Stern, «lingüísticamente concebidas».
En el primercapítulo, trato con cierta amplitud de los factores sociológicos, culturales
y filosóficos que han contribuido a una nueva visión de las relaciones paciente-analista y,
por tanto, del concepto mismo del proceso psicoanalítico y del cambio psíquico que con
él se persigue, tema que trato en el segundo capítulo. Pienso que el psicoanálisis no
puede vivir aislado, y de hecho no lo hace, del mundo en el que se halla involucrado.
Cuando menos, porque aunque los analistas se empeñan a veces en hacerlo, los pacientes
viven inmersos en el mundo y, por tanto, las formas de relación que establecen con el o
la analista —a mi entender, no es cierta la antigua idea de que en el desarrollo de la
transferencia no importa el sexo del analista—, su forma de percibirlo, etc., no son las
mismas que las de los pacientes de hace no más de veinte años.
No olvido que el psicoanálisis no puede vivir tampoco aislado de los avances
científicos en sentido estricto, especialmente en lo que hace referencia a las
neurociencias. Esto es así, aun cuando no entre dentro del objetivo de este libro exponer
y hacer comprensibles este tipo de articulaciones. Con todo, creo que hay que matizar las
diferencias. El descubrimiento de las conexiones entre psicoanálisis y neurociencias es
una tarea extraordinariamente útil con relación a la investigación y la comprobación de las
hipótesis psicoanalíticas. Esto, a su vez, permite la justificación del psicoanálisis frente al
desafío científico al que constantemente se ve sometido. Todos los esfuerzos en este
sentido son valiosísimos. Ahora bien, en el campo de la clínica las investigaciones en
torno a las vinculaciones entre psicoanálisis y neurociencias no son las que ayudan al
analista en su trato con sus pacientes, sino su experiencia psicoanalítica propiamente
dicha, su sabiduría, en el sentido del término helénico noesis, su prudencia, su razón
práctica o phrónesis, según la denominación de Aristóteles, y su conocimiento de aquello
que se refiere a las relaciones de los seres humanos entre sí. Dicho de una manera muy
simple: su humanidad.
19
Esto último me lleva a considerar lo inapropiado en el momento actual del concepto
de técnica aplicado a la terapéutica psicoanalítica, aun cuando yo mismo lo había
utilizado anteriormente. Creo que el concepto de técnica debe reservarse para referirnos
al modo operativo sobre los cuerpos físicos, ya sean cosas materiales, máquinas o el
cuerpo humano, pero no para nuestra relación con la mente del paciente en el proceso
psicoanalítico. La técnica presupone el empleo de reglas prefijadas que deben emplearse
siempre de la misma manera, en todos los casos y sin ninguna variación o aporte de tipo
personal. La técnica exige rigor formal en su empleo, pero no implica creatividad por
parte de quien la ejecuta. La técnica persigue la consecución de un objetivo conocido de
antemano y siempre idéntico, que se obtendrá como resultado de ella, ya sea en la
construcción de algo tan simple como cucharillas de café o en la fabricación del motor de
una determinada marca y tipo de automóvil. Nada de esto es superponible a lo que
sucede en el encuentro entre dos mentes que tiene lugar en el proceso psicoanalítico. En
éste nos enfrentamos a lo desconocido y a lo imprevisible. Ningún proceso analítico es
igual a otro. Todo analista con experiencia sabe que él o ella es distinto con cada
paciente. Todo elemento de la comunicación de un paciente es susceptible de distintas
interpretaciones, cuya elección depende de la experiencia y de la historia personal del
analista, así como de la relación paciente-terapeuta que se haya establecido. Todo
analista opera con su personal estilo, distinto al de cualquier otro psicoanalista, de la
misma manera que no hay dos pacientes iguales entre sí. Al comenzar un análisis nunca
sabemos con qué nos hallaremos ni cual será el resultado final, y deberemos conducir el
proceso psicoanalítico de acuerdo con las vicisitudes que se nos vayan presentando. Por
tanto, toda terapéutica psicoanalítica es un verdadero acto de creación, y las llamadas
«reglas psicoanalíticas» son sólo una tenue trama que sirve de soporte al proceso, como
la tela es el soporte material para la creación de una obra de arte pictórica, pero nada
más. Por todo ello, creo que, tal como ya han señalado Orange, Atwood y Stolorow
(1997), debemos hablar, en lo que concierne a la terapéutica psicoanalítica, no de técnica
sino de práctica, en el sentido aristotélico de sabiduría práctica a que antes me he
referido.
De acuerdo con la línea de pensamiento que acabo de mencionar, en este libro intento
ofrecer un sencillo aporte para mejorar la comprensión de lo que ocurre entre estas dos
personas que son paciente y terapeuta, cuando se conciertan para lograr que tenga lugar
un cambio psíquico en el primero. Lo intentaré a través de la exposición del modelo
20
relacional, la interacción, la intersubjetividad, la psicología de dos personas y el diálogo
comunicativo.
Como ya puse de relieve en mi libro Teoría y técnica de la psicoterapia
psicoanalítica (1987), para mí la psicoterapia psicoanalítica es psicoanálisis aplicado.
Una aplicación que ha de llevarse a cabo dentro de un amplio espectro de variabilidad, de
acuerdo con las diferentes circunstancias, tanto externas como internas, en las que se
hallan paciente y terapeuta. Desde este punto de vista, las premisas básicas de la
perspectiva relacional son igualmente válidas para ambos tipos de tratamiento. Por eso
creo que este libro puede ser útil, a la vez, para psicoanalistas y para psicoterapeutas
orientados psicoanalíticamente.
Finalmente, quiero hacer constar que considero el presente libro como una segunda
parte del que publiqué en 1995: La interpretación en psicoanálisis. Fundamentos y
teoría de la técnica. La interpretación y la relación paciente-terapeuta son los dos
agentes fundamentales de la terapéutica psicoanalítica, cuya eficacia depende de la
adecuada integración de ambos. Espero, por tanto, que este libro sirva de complemento y
continuación del que se centró en el estudio de la interpretación.
El profesor Pere Notó ha leído con cuidado y afecto el esbozo del texto original, y me
ha estimulado y ayudado en gran manera con sus valiosas orientaciones y sugerencias.
Por ello quiero hacer constar mi agradecimiento para con él. También agradezco a la
doctora Joana M. Tous su amabilidad al aceptar escribir el prólogo. También expreso mi
agradecimiento al señor David Camps por su valiosa ayuda en la confección formal del
texto. Asimismo, doy las gracias al doctor Víctor Cabré, director de estudios de la
Fundació Vidal i Barraquer, por las facilidades que de él he recibido para la publicación
de este volumen.
21
Capítulo I
Las repercusiones de la cultura contemporánea en el pensamiento psicoanalítico
22
T
1. Los cambios culturales y la relación paciente-analista
al como ya he anunciado en la introducción, numerosos grupos de psicoanalistas se
están esforzando, en sus escritos y en su trabajo profesional, por configurar una
nueva perspectiva de la relación paciente-terapeuta, la cual, de una u otra manera, va
impregnando lenta pero imparablemente el conjunto del pensamiento psicoanalítico. Tal
novedosa perspectiva se halla, en gran parte, influida por los cambios acelerados de la
cultura contemporánea en su sentido más amplio: filosofía, arte, sociología, democracia,
igualdad de sexos, moral, globalización, etc. Como es natural, la progresiva elaboración
de la experiencia de sucesivas generaciones de psicoanalistas ha sido el motor
fundamental de este cambio, pero creo que la situación actual no puede entenderse de
ninguna manera si no tenemos en cuenta el medio en el cual el psicoanálisis se
desenvuelve. Esto no ha de resultarnos extraño si recordamos que también las teorías
freudianas, y muy especialmente en lo que concierne a la metapsicología, intentaban
adaptarse estrechamente a las concepciones científicas vigentes en su época, de la misma
manera que, en lo referente al papel de la sexualidad enel desarrollo de la vida psíquica y
en la etiología de las neurosis, se atenían a la sexualidad tal como era vivida y concebida
en aquella época. Y podemos añadir, de la misma manera, que las neurosis de sus
pacientes se adaptaban a la moral y a las normas acerca de la sexualidad aceptadas en la
sociedad en la que ellos se movían. En este capítulo, por tanto, intentaré realizar un
bosquejo de cuáles han sido y son estas influencias sociológicas y culturales, y de cómo
están interviniendo en las relaciones paciente-analista.
No pretendo, ni por asomo, dar una visión general de las diversas transformaciones
que se han ido presentando desde las primigenias teorías de Freud, el cual, por cierto,
también las fue modificando con el correr del tiempo. No será éste mi empeño. Tampoco
intento dar una visión objetiva y global de todo lo acaecido. Ofreceré, tan sólo, mi
personal, sesgada e incompleta visión de algunos cambios culturales y de algunas de las
modificaciones que ellos han provocado en las teorías y la práctica psicoanalíticas, a fin
de lograr una mayor comprensión de las relaciones paciente-terapeuta, tal como yo creo
que han de ser entendidas en el momento actual. Considero que la visión que yo
presentaré se halla en progresivo incremento dentro del pensamiento psicoanalítico y
actualmente es compartida por muchos autores y profesionales, pero, a mi juicio, no por
la mayoría de ellos. Las opiniones en contra merecen todo mi respeto.
23
2. Elementos que inciden en la modificación y evolución de las teorías
psicoanalíticas
2.1. Causas externas y causas internas
A mi entender, los elementos que inciden en las teorías psicoanalíticas y estimulan sus
transformaciones tienen dos orígenes distintos. Unos son los elementos de procedencia
externa, es decir, aquellos que provienen de los profundos cambios y mudanzas que en el
campo de la cultura y la política está experimentando la humanidad de manera
progresivamente acelerada durante los últimos años. Otras transformaciones son debidas
a causas de estirpe interna, o sea, a aquellas que nacen de la acumulación y elaboración
de las experiencias que viven los analistas dentro del ámbito de su trabajo. Como es de
esperar, ambos tipos de motivaciones se mezclan e influyen mutuamente y, en
concurrencia, intervienen, aunque en proporciones variables, en la evolución que han ido
presentando las teorías psicoanalíticas en el curso de los años.
En lo que concierne a las presiones de tipo social y cultural que mediatizan las
variaciones del pensamiento y la práctica psicoanalítica, hemos de tener en cuenta que no
sólo los analistas se hallan inmersos en un medio social y cultural que actúa sobre ellos y
que se infiltra en sus conocimientos y ejercicio profesional, sino que también los
pacientes llegan al tratamiento profundamente impregnados por los valores y actitudes
predominantes en el medio en el que viven, y esto, ineludiblemente, repercute en la
relación analítica. Para ilustrar lo que digo con un punto concreto, podemos pensar que
en una sociedad tan profundamente antiautoritaria y con tan fuertes exigencias
democráticas como es ésta en la que nos encontramos, difícilmente es posible mantener
el esquema tradicional en el que el terapeuta, revestido de la autoridad que le confiere su
estatus profesional, es el único detentador del saber y el único que se halla capacitado
para descubrir e interpretar, sin lugar a dudas, la comunicación del paciente.
No hemos de olvidar que, dentro de las evoluciones que dimanan del mundo que late
y trepida alrededor del psicoanálisis, y cuyo fragor infortunadamente muchas veces
olvidamos encerrados en nuestros círculos profesionales, figuran también los avances de
las neurociencias, lo cual ha suscitado ya el esperanzador nacimiento de una rama del
psicoanálisis que estudia las vinculaciones entre las investigaciones y descubrimientos del
funcionamiento cerebral, por una parte, y los hechos mentales con los cuales los analistas
24
nos encontramos en el curso del proceso terapéutico, por otra (A. Richards, 1990). Pero
en este libro no entraré en tan interesante cuestión y me ceñiré a los elementos que, de
alguna manera, han intervenido en las nuevas perspectivas de la relación paciente-
terapeuta. Uno de ellos, por cierto muy vago e imposible de perfilar con precisión, es el
que se ha dado en llamar cultura o pensamiento posmoderno, del que me ocuparé a
continuación. Sea cual sea el criterio que merezca, creo que su influencia en la visión
actual de la relación paciente-analista es extraordinaria.
2.2. Concepto general de la posmodernidad
Aun cuando la diferenciación no siempre es fácil, en el texto utilizaré los términos
posmodernidad y cultura posmoderna para referirme al estado en que ha quedado la
cultura, en su sentido más amplio, después de los cambios y transformaciones
experimentados por la modernidad, y pensamiento posmoderno para significar el tipo de
pensamiento característico de esta cultura, aun cuando no exclusivo de ella. El
pensamiento posmoderno puede entenderse como una reacción al extremo positivismo,
neopositivismo y empirismo lógico que impregnaban la ciencia, la cultura, la filosofía y,
en general, la concepción del mundo y de la vida del siglo xix y primera mitad del xx,
como herederos directos de la Ilustración. Esta concepción se caracterizaba —y se
caracteriza en la medida en que su espíritu continúa en nuestra cultura— por el
positivismo, la fe ciega en la razón y en la ciencia, el convencimiento de que hay
verdades esenciales, que mediante la inteligencia y las investigaciones científicas la
verdad, en mayúsculas, irá siendo descubierta progresivamente, y que la humanidad
acabará por dominar la naturaleza. Las supersticiones, las religiones y los mitos
desaparecerán, y el conocimiento científico guiará la vida de los hombres y las mujeres
de una manera absolutamente racional para conducirles a la felicidad. Freud era un típico
representante de este tipo de pensamiento. Para él, el psicoanálisis era uno de los
instrumentos al servicio del dominio de la naturaleza, en este caso de la naturaleza
humana, mediante la inteligencia, el raciocinio y la investigación científica. De todas
maneras, al final de su vida, en Análisis terminable e interminable (1937), parece que
ya había abandonado gran parte de estas ilusiones.
La actitud que estoy describiendo puede abarcar, asimismo, el campo de la política.
Marx también participaba de ella, ya que pensaba que, a través de la ciencia política, la
25
humanidad llegaría a crear un paraíso sobre la tierra. Freud y los científicos de su tiempo
intentaban eliminar el factor subjetivo en las investigaciones, y se afanaban por encontrar
leyes universales que lo explicaran todo de una manera objetiva, es decir, de una manera
en que la perspectiva particular de cada persona no interviniera para nada. La insistencia
de Freud en la neutralidad, abstinencia, anonimato, objetividad, etc., del analista era una
forma de subrayar esta rígida separación entre el observador y aquello que es observado.
La Primera y la Segunda Guerra Mundial, Auschwitz, Hiroshima, los peligros de la
aniquilación de la humanidad mediante las armas nucleares, la devastación ecológica que
amenaza la supervivencia humana sobre la faz de la tierra, las matanzas raciales, la
aparición de nuevas enfermedades, etc., han producido una inmensa y creciente
desconfianza en las esperanzas promovidas por la Ilustración y en la posibilidad de
encontrar verdades universales e incontrovertibles, tanto en el campo de los valores
morales como en política, sociología y arte. También, desde que Heisenberg estableció el
principio de incertidumbre, que afirma la imposibilidad de determinar simultáneamente la
posición y la velocidad de una partícula con precisión ilimitada y de predecir, por tanto,
su posterior evolución, los físicos cayeron en la cuenta de que el observador modifica
aquello que observa, y que el principio de la objetividad, que tanto defendía Freud, no
podía sostenerse. Progresivamente,la física comenzó a enseñar algo nuevo e
inconcebible para una visión clásica: la realidad no es nada en sí misma, sino aquello que
se muestra según los instrumentos con los que pretendemos profundizar en sus misterios.
Al modificar estos instrumentos, es decir, al intervenir o participar en la realidad de
diferente manera, al modificar la mirada, cambia esencialmente el mundo. Sabemos que
hay una realidad incognoscible que es onda o partícula de acuerdo con nuestra forma de
observar, y la física nos dice que no tiene sentido plantearnos qué es en sí misma la
realidad. De esta manera, ha ido socavándose una arraigada intuición milenaria en torno a
la realidad, y los efectos de esta ruptura de los fundamentos se van extendiendo a
dominios sociológicos y culturales cada vez más amplios. Al mismo tiempo, los avances
tecnológicos en los medios de comunicación dan lugar a la instauración de una era en la
que predomina la realidad virtual sobre la realidad y la experiencia directas, con lo que se
produce una inacabable proliferación, descomposición y recomposición del mundo
conocido. Todo ello ha originado esta reacción, totalmente imposible de definir y precisar
con exactitud, que conocemos con el nombre de cultura posmoderna y pensamiento
posmoderno. Todo lo que podemos decir es que la cultura posmoderna es un
26
movimiento, una actitud hacia la cultura en general, la ética, la ciencia, la filosofía, etc.,
que en la actualidad, como no podía ser menos, está orientando una gran parte del
pensamiento psicoanalítico y ha intervenido decisivamente en las relaciones paciente-
analista.
Evidentemente, hay un amplísimo espectro de orientaciones dentro de la cultura
posmoderna en general (C. Norris, 1990; J. K. Gergen, 1992; J. F. Lyotard, 1994; F.
Jameson, 1996; A. Sokal y J. Bricmont, 1999, etc.). Entre filósofos, poetas, artistas,
arquitectos, psicoanalistas, etc., que cabe etiquetar de posmodernos, podemos hallar
divergencias tan grandes que se hace realmente extraño clasificarlos dentro de una misma
orientación del pensamiento. Lo que yo puedo hacer aquí, en el marco de un trabajo, es
tan sólo presentar una visión esquemática y simplificada de la cuestión.
En síntesis, el pensamiento posmoderno se opone a la fe ciega en la ciencia y en el
razonamiento y la metodología científicos, en las posibilidades de descubrir leyes y
verdades universales, en la existencia de principios éticos válidos para todos, en el
progreso imparable de la humanidad, etc.
En el pensamiento posmoderno la verdad no se considera inocente, neutra y objetiva,
sino que se juzga que la verdad, aun cuando sería mejor decir la supuesta verdad, es un
instrumento al servicio de aquellos que detentan el poder. En las formas más radicales del
pensamiento posmoderno las diferencias entre verdad y propaganda quedan borradas.
Desde este punto de vista, la verdad es perspectiva, plural, fragmentada, discontinua,
calidoscópica y siempre cambiante.
Lo que acabo de decir nos lleva a percatarnos de que el enemigo contra el que lucha
el pensamiento posmoderno es la razón concebida como aquello que, indefectiblemente,
ha de llevarnos a alcanzar las últimas y esenciales verdades del universo y la humanidad.
Si la modernidad es vista como un bloque macizo de cultura y pensamiento que descansa
sobre la piedra angular de la razón, el positivismo y el objetivismo, entonces parece que
podríamos decir que todo lo que no se encuentra dentro de la modernidad forma parte de
la posmodernidad. Pero esto no es cierto. La razón, la objetividad, la certeza, la verdad,
la ciencia, etc., son tratadas de diferentes maneras por la misma modernidad y, por este
motivo, muchas veces es realmente difícil asegurar si una particular obra o un
determinado autor pertenecen a la modernidad o a la posmodernidad. Creo, por tanto,
que nos vemos obligados a establecer una diferencia entre posmodernidad como término
para denominar una determinada etapa histórica y posmodernidad como concepto para
27
clasificar una cultura. Desde el punto de vista histórico, me parece evidente que nos
hallamos en la posmodernidad. Desde el punto de vista de la posmodernidad como
concepto cultural y sociológico creo que nos encontramos sumergidos de lleno en la
dialéctica modernidad/posmodernidad. Paralelamente, pienso que el psicoanálisis actual
se encuentra, también, inmerso en una fase dialéctica entre el psicoanálisis tradicional y el
psicoanálisis que se apoya en un concepto nuevo de las relaciones paciente-analista, al
que podemos llamar, abreviadamente, psicoanálisis relacional.
El pensamiento posmoderno, en principio, tiene muchos puntos de contacto con el
psicoanálisis. Al igual que éste, los temas principales de su interés son las relaciones
humanas, el self, la subjetividad, el conocimiento humano y la realidad. De una manera
general, el pensamiento posmoderno descansa en la afirmación de que aquello que la
humanidad denomina conocimiento «objetivo» depende, únicamente, de acuerdos
sociales, de convenciones obtenidas a través del lenguaje. Según esta idea, nosotros
vivimos en realidades que son construidas por las palabras que utilizamos para
describirlas. De manera que no podemos hablar de significados o de sentidos esenciales,
de verdades incuestionables, ni tampoco de selfs unitarios. En lugar de esto, las supuestas
verdades y la identidad humana se juzgan sólo como versiones «posibles», pero no
exclusivas, de la realidad. Por tanto, la identidad y el self permanecen siempre
transitorios y abiertos a la revisión. La crítica posmoderna se dirige a concentrar la
atención sobre el proceso del discurso humano y a apartarse de cualquier consideración
de aquello que pueda existir fuera del lenguaje y del sistema interpretativo. También
podemos decir que el pensamiento posmoderno ha contribuido, de una manera muy
importante, a erosionar las convicciones sobre aquello que ha de ser considerado como
válido.
Entre los elementos que han facilitado la aparición de la cultura posmoderna hemos
de tener en cuenta la globalización de la economía; la debilitación de las fronteras entre
las naciones; la rápida difusión mundial de las noticias en una cascada inagotable que
hace que, rápidamente, aquello que ha causado un impacto en un primer momento deja
bien pronto de tener valor; la acción de los medios de comunicación que hacen que, con
sus informaciones sobre la intimidad de diversos personajes, muchos de los que reciben
tales revelaciones tengan la impresión de que participan en la vida de aquellos más que en
la propia; la exposición, también a través de los mass media, de numerosísimas y
contradictorias opiniones, actitudes y puntos de vista sobre los más distintos temas, lo
28
cual da lugar a que todo pueda ser blanco una vez y negro otra, según sea quien habla en
cada momento.
Profundizando un poco más en la cuestión, creo que hemos de distinguir entre
posmodernidad desde un punto de vista general, aquello que podríamos denominar forma
de vida posmoderna, transformada por los avances tecnológicos, por un lado, y por la
presión de los medios de comunicación, por otro (J. K. Gergen, 1992), de la cultura
posmoderna en sentido estricto. Dentro de ésta, afirma Leary (1994), uno de los factores
más importantes en los inicios del pensamiento posmoderno fue la teoría literaria llamada
New Criticism, que comenzó a extenderse en las universidades norteamericanas a finales
de los años treinta y propagó la idea de que el texto pertenece por igual al autor y al
lector. Como método, dice Leary, la teoría del New Criticism cree que el texto debe ser
leído para encontrar el significado en las palabras empleadas por el autor, es decir, que el
significado del texto reside en las palabras utilizadas, no en las intenciones del autor, no
en lo que éste tiene el propósito de expresar. Podemos decir que las palabras «significan
lo que significan», al margen de lo que el autor quería manifestar o de los sentimientos
que la lectura despierta en el lector. La interpretación, dentro de esta teoría del NewCriticism, consiste en un esfuerzo para ver de qué manera el lenguaje puede iluminar u
oscurecer los significados y conducir a una más variada apreciación de su complejidad y
de su realidad.
Evidentemente, estas disquisiciones sobre los significados y el lenguaje, expresa
Leary, son algo familiar para unos oídos psicoanalíticos. El lenguaje se considera una
manera de captar significados que pueden, o no, reflejar lo que el autor intenta
comunicar. La interpretación tiene lugar en un contexto diádico. Una cuidadosa atención
a la presentación del texto permite al lector desarrollar un concepto de la subjetividad del
autor, incluyendo aquello que tal vez él no quería expresar o que no conocía de él
mismo. Me parece que ciertamente todo esto puede ser aplicado, también, al
psicoanálisis. Pero existe una diferencia importante, ya que en esta teoría literaria el texto
no posee ninguna autoridad. En su lugar, el lector y su respuesta son vistos como el
centro de la realidad del texto. La propia subjetividad del lector crea aquello que el texto
significa, de manera que las palabras del texto representan poco más que estímulos o
insinuaciones para el pensamiento del lector. Pero puesto que diferentes lectores con
desiguales subjetividades responden de manera distinta al mismo texto, su realidad debe
volver a ser construida por cada lector. Por tanto, el sentido del texto es fluido, variable y
29
cambia constantemente de acuerdo a quien lo lee.
El filósofo francés Jacques Derrida tal vez sea el autor que más ha influido en el
desarrollo del pensamiento posmoderno en su aspecto filosófico y sociológico, por más
que, dada la gran diversidad ya mencionada de este tipo de pensamiento, cualquier
afirmación en este sentido ha de ser tomada con una gran dosis de prudencia. Derrida y
la escuela deconstruccionista por él creada disminuyen la importancia del texto en favor
del lenguaje, y aún podemos decir, yendo más allá, que el deconstruccionismo desvincula
el lenguaje del mundo que éste pretende describir. Cualquier texto puede, según Derrida,
ser socavado y deconstruido a fin de poner de relieve que su aparente unidad dependía
de estrategias retóricas y de prácticas culturales que excluyen determinados discursos
(por ejemplo, el papel de la mujer y de otras etnias), mientras que privilegian otros (por
ejemplo, los modelos eurocéntricos).
El deconstruccionismo de Derrida no ha de ser confundido con la búsqueda del
sentido perdido en el texto que lleva a cabo la hermenéutica, la cual supone la
intencionalidad bona fide del autor y del intérprete. Por el contrario, dice Peretti: «[...] es
necesario no olvidar que la lectura deconstructiva es [...] una lectura que “sospecha”, una
lectura que vigila las fisuras del texto, una lectura de síntomas que rechaza por igual
aquello que es manifiesto y la pretendida profundidad del texto, una lectura que lee entre
líneas y en los márgenes para poder, seguidamente, comenzar a escribir sin línea: una
lectura siempre atenta al detalle, que se abre a las estructuras disimuladas, a los
elementos marginados y marginales para descubrir un texto semejante y, a la vez, muy
distinto. [...] El deconstruccionismo se sitúa en una radical heterogeneidad que le permite
llevar a cabo una lectura como operación activa y transformadora del texto con el que
trabaja» (C. Peretti, 1989, págs. 142-153).
A primera vista, esta perspectiva nos induce a pensar a nosotros, los psicoanalistas,
en el inconsciente, pero de nuevo se presentan grandes diferencias. En las explicaciones
psicoanalíticas el inconsciente es siempre un punto de referencia. Pese a que
habitualmente es inaccesible, en determinadas condiciones puede hacerse consciente y
adquirir presencia, pero para el deconstruccionismo la representación per se es imposible
a causa de que no hay nada que exista detrás del sistema simbólico humano. En este
sistema, para Derrida no hay nada que representar fuera del lenguaje. Por tanto, el
lenguaje es la única realidad, y el inconsciente, como referente, puede decirse que no
existe (K. Leary, 1994).
30
No es nada fácil saber qué es lo que hay que entender por deconstruccionismo o qué
es lo que quieren significar Derrida y sus seguidores con el término deconstruccionismo.
La palabra procede del diccionario francés Litré, y se utiliza para designar una filosofía
que es también, inevitablemente, una nueva manera de afrontar la realidad y de
relacionase con el mundo. No es fácil, porque el mismo Derrida nos habla de la
dificultad, ¿o imposibilidad?, de definir o conceptualizar este tema. Veamos sus propias
palabras en este sentido: «En cualquier caso, pese a las apariencias, la deconstrucción no
es ni un análisis ni una crítica, y la traducción debería tener esto en cuenta. No es un
análisis sobre todo porque el desmontaje de una estructura no es una regresión hacia el
elemento simple, hacia un origen indescomponible. Estos valores, como el del análisis,
son, por sí mismos, filosofemas sometidos a la deconstrucción. Tampoco es una crítica,
en un sentido general o en un sentido kantiano. La instancia misma del Krinein o de la
Krisi (decisión, elección, juicio, discernimiento) es, como lo es por otra parte todo el
aparato de la crítica trascendental, uno de los “temas” o de los “objetos” esenciales de la
deconstrucción.
»La deconstrucción tiene lugar, es un acontecimiento que no espera la deliberación, la
conciencia o la organización del sujeto, ni siquiera de la modernidad. Ello se
deconstruye. El ello no es aquí una cosa impersonal que se contrapondría a alguna
subjetividad egológica. Ello está en deconstrucción... y en el “se” del “deconstruirse”,
que no es la reflexividad de un yo o de una conciencia, reside todo el enigma.
»Toda frase del tipo “la deconstrucción es X” o “la desconstrucción no es X” carece
a priori de toda pertinencia: digamos que es, por lo menos, falsa» (J. Derrida, 1997,
págs. 25-27; la cursiva es del autor).
Es necesario tener en cuenta, por otra parte, que Derrida subraya que su lectura
deconstructiva no es una crítica negativa, sino que los textos que él deconstruye son los
textos que le agradan, Platón, Nietzsche, san Agustín, textos con los que se encuentra en
una situación de «recelo amoroso». En una situación de encarnizamiento nihilista, dice,
no es posible leer nada. A la vez, Derrida se opone a que el deconstruccionismo sea
considerado un método, especialmente si se acentúa el aspecto técnico del tema, y se
niega a que se lo apropien las instituciones académicas y universitarias como una
metodología de la lectura y la interpretación.
Derrida considera que la metafísica occidental ha alimentado siempre imposibles
sueños de certeza y diafanidad. La lectura deconstruccionista de un texto busca exponer
31
las contradicciones y supresiones, de manera que se pongan de manifiesto las ideas y
sentimientos que se han suprimido, rompiendo así la aparente unidad del texto, que, en
realidad, ha sido construido defensivamente al recubrir todo aquello que lo amenazaba.
Desde este punto de vista, no existe ninguna posición filosófica o ideológica que pueda
presentarse como la última autoridad o justificación.
Para dar una idea de la importancia de la filosofía deconstruccionista dentro de la
cultura posmoderna, quiero recordar que tal filosofía ha penetrado profundamente
también en la arquitectura, de tal manera que existe un estilo de arquitectura denominado
precisamente deconstruccionista. Un ejemplo de este estilo lo tenemos en la ampliación
del Museo de Berlín con el Museo Judío (Berlín, 1982-1998), obra del arquitecto de
origen polaco y nacionalizado norteamericano Daniel Libeskind. Sin embargo, he de
subrayar que entender la verdadera, la auténtica arquitectura deconstruccionista es un
asunto muy complejo. De hecho, según J. L. González Cobelo la arquitectura
deconstruccionista es posterior a la posmodernidad, tal como es concebida dentro de esta
disciplina. La secuencia es: Movimiento moderno-High-Tech-Posmodernismo-
Deconstruccionismo. González Cobelo lo matizade esta forma: «La arquitectura
deconstructiva interroga a la arquitectura moderna y la somete a violencia a fin de que
libere y manifieste la distorsión o deformación que constituyen su esencia reprimida, su
auténtico discurso, una vez eliminada la instancia autoritaria de un logos fundamentante
expresado en los valores de orden, equilibrio y simetría» (J. L. González Cobelo, 1996,
pág. 35; la cursiva es del autor).
El deconstruccionismo de Derrida me lleva a referirme al postestructuralismo, que
muchos autores consideran casi equivalente, desde el punto de vista filosófico, al
pensamiento posmoderno. Digo esto porque también se ha considerado que el
deconstruccionismo es un antiestructuralismo. Creo que esto es, asimismo, importante
para la comprensión del pensamiento y de la cultura posmodernos, por lo cual diré algo
acerca de ello.
El término estructura es corriente dentro de la cultura moderna, las ciencias naturales,
las matemáticas, la sociología, la lingüística, la psicología, el psicoanálisis, etc. Se habla
constantemente de la estructura del átomo, de las estructuras espaciales y topológicas, de
estructuras de conjunto en matemáticas, de estructuras sociales, de estructuras
moleculares y químicas, de la estructura del aparato psíquico, etc. Ahora diré sólo que
una forma aproximada de conceptualizar la estructura es la de considerarla como un
32
conjunto de leyes que definen un ámbito de objetos o de seres, estableciendo relaciones
entre ellos y especificando sus comportamientos y sus formas de relación típicas. Más
adelante volveré a hablar con mayor amplitud del concepto de estructura y de sus
aplicaciones en el pensamiento psicoanalítico.
En filosofía, el estructuralismo no es una doctrina unitaria, sino una serie de doctrinas
distintas entre sí que están unidas por su polémica contra el subjetivismo y el
historicismo, es decir, contra la importancia acordada al yo como agente de la vida
humana y de su propia historia. En concreto, en Francia el estructuralismo, representado
por Lévi-Strauss, Foucault y Lacan, nació como reacción contra el existencialismo
abanderado por Sartre. Para el estructuralismo, la omnipresencia y omnipotencia de
estructuras psicológicas, económicas, sociales, lingüísticas, etc., reduce a puro engaño la
creencia en un «yo», un «sujeto» responsable, creativo y autor de su propia historia.
Aquello que importa no es el ser, sino la relación, no el sujeto sino la estructura. Los
hombres y las mujeres son como las piezas de ajedrez, sólo tienen significado dentro de
las relaciones que los vinculan con el conjunto. Por todo esto, el estructuralismo afirma
que el sujeto ha muerto.
El postestructuralismo (Derrida, Lyotard, etc.), en cambio, niega la existencia de
estructuras que sean la razón fundamental de la utilización del lenguaje, de la
organización del comportamiento humano, de las pautas sociales, etc. Para los post​-
estructuralistas, estas estructuras fundamentales existen, pero no son anteriores a la
organización del comportamiento humano en todas sus variantes, sino que son totalmente
construcciones humanas, son el producto de la imaginación humana viva y creadora.
Para este enfoque de la filosofía, la realidad es excesivamente compleja y demasiado
interconectada en sus diversas dimensiones para que sea posible identificar estructuras
básicas, permanentes e invariables. El pensamiento posmoderno se nutre, en gran parte,
del postestructuralismo en su absoluta revalorización del sujeto. En el psicoanálisis, como
veremos más adelante, el pensamiento posmoderno implanta la búsqueda y conocimiento
de la propia subjetividad, precisamente a través de la relación intersubjetiva analizado-
analista, como una de las metas básicas que hay que alcanzar.
La tensión dialéctica modernidad/posmodernidad se desenvuelve, principalmente, en
tres esferas a partir de las cuales incide en la teoría y la práctica del psicoanálisis. Una de
estas esferas, tal vez la primera que se desarrolló, cronológicamente hablando, es la
esfera estética, que concierne a la naturaleza de la representación en nuestra época. A
33
diferencia del arte moderno, que trata de descubrir la verdad detrás de las apariencias
superficiales, la posmodernidad despliega una actitud más lúdica en la que se mezclan
diferentes concepciones estéticas, la alta y la baja cultura, los reinos públicos y
personales y la glorificación del estilo y de lo exterior, dejando de lado los intentos de
descubrir la realidad más profunda.
Una segunda esfera en el desarrollo del interjuego modernidad/posmodernidad se
centra en la filosofía y la cultura en general. Lyotard, uno de los autores más decisivos en
este campo, ha escrito en la introducción de su libro The Postmodern Condition. A
Report on Knowledge: «Este estudio tiene por objeto la condición del saber en las
sociedades más adelantadas. Se ha decidido denominar a esta condición “posmoderna”.
El término está en uso en el continente americano, en la pluma de sociólogos y críticos.
Designa el estado de la cultura después de las transformaciones que han afectado las
reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo xx. Aquí se
situarán estas transformaciones con relación a la crisis de las narraciones» (J. F. Lyotard,
1984, pág. 9; la traducción es mía).
Otro de los autores básicos para la comprensión de la cultura posmoderna, F.
Jameson, manifiesta en su libro Postmodernism, or the Cultural Logic of Late
Capitalism, la manera en que pondrá de relieve los rasgos característicos de la
posmodernidad: «La exposición abordará los siguientes rasgos constitutivos de la
posmodernidad: una nueva superficialidad, que se prologa tanto en la “teoría”
contemporánea como en toda nueva cultura de la imagen o del simulacro; el consiguiente
debilitamiento de la historicidad, tanto en nuestras relaciones con la historia oficial como
en las nuevas formas de nuestra temporalidad privada, la estructura “esquizofrénica” de
la cual (siguiendo a Lacan) determina nuevos tipos de sintaxis y de relaciones
sintagmáticas en las artes más temporales; todo un nuevo subsuelo emocional al que
denominaré “intensidades”, que se comprende mejor volviendo a las antiguas teorías de
lo sublime; las profundas relaciones constitutivas de todo esto con una nueva tecnología
que, a la vez, refleja todo un nuevo sistema económico mundial; y, después de una
nueva revisión de los cambios posmodernos de la experiencia vivida, añadiré algunas
reflexiones sobre la misión del arte político en el abrumador nuevo espacio mundial del
capital tardío o multinacional» (F. Jameson, 1996, pág. 28). Jameson piensa que la
posmodernidad, en el mismo acto de forjarse a sí misma, subvierte todos los rasgos del
desarrollo histórico previo, especialmente los estándares universales de representación, e
34
instaura en su lugar una inacabable profusión de formas sociales y diferentes perspectivas
ante todos los fenómenos y comportamientos que se imponen en el presente.
Elliot (1995, 1996) considera que gran parte de la enorme confusión entre signos y
referentes que se da en la cultura posmoderna puede ser pensado en términos bionianos,
como una clase de desdiferenciación entre la función alfa y los elementos beta, un
verdadero ataque al pensamiento que deja a la mente desconectada del mundo e inmersa
en la pura presencia de los llamados por Bion (1957) objetos estrambóticos o
extravagantes.1
La mayor parte de los autores apuntan como un rasgo característico de la cultura
posmoderna que, en las condiciones de la posmodernidad, los sujetos se hallan
constituidos en diferentes configuraciones con relación a las estructuras interpersonales
de comunicación, las cuales promueven el uso defensivo de la negación y del
antipensamiento. Opinan que vivimos en un mundo amenazador en el que la tecnología
despersonaliza al individuo, el marketing vacía los objetos de significado y los sujetos se
encuentran frente al constante dilema de discriminación entre lo que es real o irreal,
dentro y fuera, la autenticidady la inautenticidad, etc. Dado que las formas sociales y
culturales ofrecen muy poca contención emocional y estabilidad personal, la ansiedad y la
desesperación se incrementan forzosamente —podemos ver con facilidad cómo los
síntomas de ansiedad son cada vez más y más frecuentes en las consultas médicas y
psiquiátricas—, y nuestros recursos internos para hacernos cargo del sufrimiento psíquico
disminuyen. Ello comporta una excesiva identificación proyectiva, con incremento de los
objetos extravagantes y una disminución del significado y de la capacidad para elaborar
sentimientos y pensamientos.
La tercera área en la que tiene lugar la dialéctica modernidad/posmodernidad es la
que se refiere a los aspectos más personales y sociales del mundo actual. Aquí, el
problema concierne a la manera en que la posmodernidad afecta al self de los individuos,
así como a las relaciones interpersonales. En este nivel de nuestro mundo personal y
cultural los autores, psicoanalistas o no, creen que la posmodernidad rompe más
radicalmente los lazos con las premisas ontológicas de la modernidad. Las nuevas
tecnologías de la comunicación, que dan lugar a la creación de espacios virtuales en los
cuales gran número de hombres y mujeres viven con más intensidad que en su propio
espacio real, el bombardeo incesante e inevitable de la publicidad, el ofrecimiento de las
más variadas opiniones sobre las mismas cuestiones, la industrialización de la guerra, la
35
aceleración constante en la transmisión de noticias que quedan desfasadas a las pocas
horas, la ininterrumpida incitación al consumo, etc., son factores que comportan graves y
aún imprevisibles consecuencias en el self, la identidad y la subjetividad.
2.3. La posmodernidad como una modernidad sin falsas ilusiones
Intentaré profundizar un poco más en la dialéctica modernidad/posmodernidad. La
modernidad puede ser definida a partir de sus fundamentos: la importancia del
conocimiento racional, del positivismo y del método científico. De acuerdo con esto, el
mundo puede ser conocido, evaluado y definido en sus propios términos. La filosofía
moderna conceptualizó el self como una entidad diferenciada y estable. Las críticas
posmodernas, en cambio, aun cuando no son congruentes las unas con las otras, todas
rechazan la idea de que los seres humanos tengan un núcleo esencial y unitario. Pese a la
gran variedad de estilos y orientaciones dentro de la cultura posmoderna, hay un punto
que los aglutina a todos: su radical desconfianza en aquello que constituyó los optimistas
ideales del Enlightenment 2 y, en general, de lo que podemos denominar la cultura de la
Ilustración. Recordemos que ésta consistió en un movimiento filosófico, pedagógico y
político, iniciado en el siglo xviii, no como un sistema unitario de doctrina, sino como una
forma de abordar los problemas y el porvenir de la humanidad en general, basado en la
confianza en la razón, de la cual se esperaba que liberaría a la humanidad de todos sus
males. La Ilustración, dijo Kant en Respuesta a la pregunta: ¿qué es la filosofía?, es el
abandono por parte del hombre de la minoría de edad que se atribuye a sí mismo. El
lema de la Ilustración es la sentencia de Kant: «Ten la valentía de utilizar tu inteligencia».
La razón de los ilustrados se presenta como una defensa del conocimiento científico y de
la técnica, como un instrumento para la transformación del mundo y para la progresiva
mejora de las condiciones espirituales y materiales de la humanidad. Así, la filosofía de la
Ilustración es una filosofía optimista que descansa en la esperanza de que «algún día
todo irá mejor». La razón de los ilustrados, sin embargo, es una razón únicamente
empirista, la razón de Locke y de Newton, la razón del empirismo lógico que analiza las
ideas y las reduce a la experiencia, una razón limitada por la experiencia y controlada por
ella (G. Reale y D. Antiseri, 1988). Para la filosofía de la Ilustración, todo aquello que se
refiere a la humanidad puede ser investigado mediante la razón: las diversas formas de
comportamiento, las instituciones sociales, los instintos, los problemas religiosos, la fe,
36
los movimientos políticos, los sistemas filosóficos, etc.
No se trata de que la cultura posmoderna, como una totalidad, rechace la ciencia y la
técnica, pero tampoco pone en ellas grandes esperanzas: no cree que sea posible,
mediante ellas, llegar a descubrir verdades universales, erradicar todos los errores y
convertir el mundo en un habitáculo delicioso. Un buen ejemplo, en este sentido, lo dan
los movimientos denominados ecologistas y de «crecimiento cero». Los impulsores de la
posmodernidad aseguran que cuando los trabajos de la cultura contemporánea son
puestos al descubierto, contradicen el punto de vista positivista de una totalidad
unificada.
Los pensadores posmodernos son partidarios de una valoración del self y de la
sociedad basada en las reglas de los sistemas del lenguaje. Consideran, también, que los
medios de comunicación han transformado las relaciones humanas. Las figuras de la
televisión, por ejemplo, o de las revistas y los periódicos, con las que regularmente se
encuentran muchas personas en su vida diaria, muy frecuentemente sustituyen las
relaciones reales entre personas. En muchos aspectos, dicen los pensadores
posmodernos, la vida social contemporánea tiene lugar dentro de un mundo imaginario.
Los posmodernos de la orientación denominada constructivismo social (C. Castoriadis,
1989; I. Hoffman, 1991, 1992) argumentan que así como para ellos los sucesos no
tienen otra realidad que las descripciones lingüísticas, lo mismo ocurre con el self
individual y con la identidad. Es decir, que los selfs son construcciones sociales, no
posesiones privadas de cada individuo, y que requieren una audiencia para existir y estar
presentes. El self, de acuerdo con esta orientación, sólo es una experiencia que se
desarrolla en función del entorno social de cada momento, de manera que cada sujeto
posee diversos selfs, según los diferentes entornos y requerimientos de su vida social y
profesional. A partir del punto de vista de que el mundo y la realidad son construcciones
a través del lenguaje y las convenciones sociales, algunos autores posmodernos (I.
Hoffman, ibid.) juzgan que esto puede conducirnos a una fluida y generativa creatividad
y a una extensión de la oportunidad para «jugar» con la perspectiva del propio self y de
la propia identidad. Partiendo de que el mundo y los selfs son «hechos» e «historias
creadas», el pensamiento posmoderno afirma que la vida humana es «juego», de manera
que el juego es el sucesor de la realidad (K. Leary, 1994).
A partir de la agitación y cambios incesantes de la vida social contemporánea, se ha
forjado la idea de que la posmodernidad es antihistórica, relativista y desordenada. Desde
37
este punto de vista, el pensamiento posmoderno parece tender a la pérdida del significado
y a la ruptura de la lógica, aunque también es posible adoptar un punto de vista más
positivo si podemos aceptar la irreductible pluralidad de la mente humana y de las
explicaciones y teorías que ésta es capaz de construir sobre la realidad, tanto la humana
como la del universo. En este punto, y para evitar confusiones, quiero aclarar que —
dentro de la prudencia con la que han de hacerse estas afirmaciones, dada la gran
diversidad de tendencias incluidas en la posmodernidad— el pensamiento posmoderno no
es relativista, de lo cual frecuentemente se le acusa, sino pluralista. El relativismo afirma
que la misma proposición puede ser verdadera o falsa en función de la perspectiva desde
la que se contemple. El pluralismo considera que no existe una única posible descripción
del mundo y, para los psicoanalistas, de los seres humanos que sufren problemas
psíquicos, sino que insiste en que tenemos muchos intereses que nos guían en la
descripción y explicación de diferentes partes de la realidad y que esos intereses
incorporan aspectos diversos de la verdad que no pueden ser reducidos los unos a los
otros (C. Strenger,1991). El pluralismo no afirma que una misma proposición puede ser
a la vez verdadera y falsa, sino que cree que hay diversas perspectivas o teorías para
explicar la realidad, y que cada una de ellas puede contener una parte de la verdad y ser
o no incompatible con las otras. Tal vez sea bueno advertir que este pluralismo no es
únicamente un tema de filósofos y psicoanalistas, sino que también los físicos se plantean
este tema. Así, por ejemplo, el catedrático de física de la Universidad Autónoma de
Barcelona R. Pascual, en un trabajo titulado «La física y la relación mente-cerebro», cita
la propuesta del físico Everett con relación a los saltos cuánticos instantáneos e
incontrolables que habitualmente se conocen como reducción o colapso de la función de
ondas. Dice: «La propuesta que Everett planteó en 1957, conocida como la de los
“muchos mundos”, elimina los problemas del colapso al afirmar que en el proceso de
medida no se produce ningún colapso, sino que el universo se bifurca en tantos mundos
distintos como resultados experimentales sean posibles y que tales mundos quedan a
partir de entonces disconexos» (pág. 189). Cita además otra propuesta, también
formulada desde la teoría cuántica por relevantes físicos, entre ellos el premio Nobel de
física Murray Gell-Mann. Esta propuesta es la de que «[...] existe un único universo con
diversas historias incompatibles acerca del mismo que pueden ser simultáneamente
verdaderas» (pág. 189). Y cita también a otro físico eminente, David Albert, quien «[...]
propone que todo sistema físico consciente (sentient) está asociado no con una única
38
mente, sino con una infinidad continua de mentes, cada una con una ley de evolución
probabilística determinada» (R. Pascual, 1995, pág. 190). Si éstas son las opiniones de
físicos de renombre universal, no ha de extrañarnos que los psicoanalistas sostengamos
diversas perspectivas sobre el mundo de la mente y que algunos, como yo mismo,
juzguemos que todas ellas pueden (como probabilidad, no como certeza) ser verdaderas
de acuerdo con la concepción pluralista.
El afán por parte del pensamiento posmoderno en insistir en la pluralidad y la
multiplicidad comporta un rechazo de los fundamentos absolutos y universales. Esto ha
de llevarnos a comprender que la modernidad y la posmodernidad no son totalmente
opuestas entre sí, que no se trata de una radical dicotomía. No nos encontramos en una
era de total posmodernidad, sino, como ya he dicho, en una tensión dialéctica entre estas
dos formas de pensamiento y de cultura, las cuales conforman, simultáneamente,
nuestras vidas y nuestras formas de pensar, dentro de las sociedades occidentales
contemporáneas. Yo creo que Elliot (1995) lo define muy bien cuando dice que la
posmodernidad ha de ser entendida como una «modernidad sin ilusiones» —pienso que
es mejor decir sin falsas ilusiones—, como un estado de la mente en el que la
ambigüedad, el pluralismo, la contingencia, la incertidumbre, etc., no son vistas como
distorsiones o patologías que han de ser vencidas y superadas, sino como modos de
experiencia social y científica que ponen en evidencia la imposibilidad de la objetividad
total y de la verdad absoluta y universal.
2.4. El pensamiento posmoderno en el psicoanálisis
Algunos autores juzgan al psicoanálisis no tan sólo emparentado con el pensamiento
posmoderno sino que incluso creen que podemos atribuir al psicoanálisis el papel de
adelantado en el movimiento de la posmodernidad. Así, B. Barrat, en su libro
Psychoanalysis and the Postmodern Impulse, dice: «A través de la discusión del
psicoanálisis como un único proceso de pensar y hablar, yo trataré de demostrar la
manera en que su discurso se encuentra implicado en el movimiento desde la
epistemología moderna hasta las aventuras posmodernas, de qué manera representa un
impulso hacia las formas posmodernas de ser y de pensar» (B. Barrat, 1993, pág. xii; la
traducción es mía).
En el momento de pasar a hablar ya directamente de la incidencia del pensamiento
39
posmoderno en el psicoanálisis quiero aclarar que muchos autores consideran, y yo
participo de esta manera de pensar, que hemos de distinguir entre el pensamiento
posmoderno radical, cínico y escéptico, y el pensamiento posmoderno moderado,
denominado también positivo y afirmativo, de matiz más optimista. El pensamiento
posmoderno radical tiende a estar influido por filósofos europeos, especialmente por el
irracionalismo de Nietzsche y Heidegger. El pensamiento posmoderno positivo está más
emparentado con la cultura anglonorteamericana. El pensamiento posmoderno radical o
escéptico subraya el lado oscuro, la muerte del sujeto, la desaparición o muerte del autor
del texto, la inexistencia de la verdad o la imposibilidad de encontrarla, la radical
incertidumbre y el carácter destructivo del pensamiento moderno (L. Aron, 1996), lo cual
nos conduce a un círculo vicioso entre el desconocimiento y el relativismo.
El pensamiento posmoderno se halla muy emparentado, en el psicoanálisis
norteamericano, con el interpersonalismo de H. S. Sullivan, un psiquiatra y psicoanalista
que tuvo su mayor vigencia entre 1930 y 1950, cuyas ideas hasta hace poco más de una
década parecían reducidas a pequeños grupos de psicoanalistas y a quien los autores
posmodernos han redescubierto. El nombre de interpersonalismo con el que se denomina
la corriente de pensamiento derivada de Sullivan es suficientemente explícito. Por otro
lado, los psicoanalistas de orientación posmoderna se sienten muy atraídos por el
pensamiento kleiniano y especialmente por Bion (B. Barrat, 1993; A. Elliot, 1995; S.
Mitchell, 1993; L. Aron, 1996). Creo que esto no ha de extrañarnos, si tenemos en
cuenta que el denominador común del psicoanálisis influido por el pensamiento
posmoderno es la constante insistencia en la importancia de la interacción paciente-
analista, en el papel que desempeña el analista en la transferencia del analizado y en el
rechazo del modelo —propio de la psicología del yo que durante tiempo ha predominado
en el psicoanálisis norteamericano— del analista como un observador distante que
interpreta sin tener nada que ver con lo que sucede en la mente del paciente. Y ¿quiénes,
sino los poskleinianos, han insistido en la importancia del intercambio emocional entre
paciente y analista, y en que la transferencia y las resistencias no son, exclusivamente, un
asunto del paciente sino algo en lo que participan los dos?
De hecho, en los trabajos de algunos analistas de fuerte orientación posmoderna se
encuentran citados frecuentemente autores como Klein, Joseph, Rosenfeld y,
especialmente, Bion. Este último ha influido mucho en el pensamiento posmoderno en
psicoanálisis por la importancia que da a la imaginación, a la fantasía, a lo desconocido y
40
al punto 0, tan misterioso e inasequible que creo que es equivalente a lo que los
psicoanalistas de orientación relacional denominan la auténtica subjetividad, así como
también por el tipo de relación paciente-analista, tan abierta a múltiples posibilidades, que
se trasluce en sus escritos.
El pensamiento posmoderno afirmativo o positivo acepta las críticas dirigidas contra
los excesos del neopositivismo lógico, asume gran parte del constructivismo social, es
decir, la idea básica de que las realidades de las que hablamos son convenciones sociales
establecidas mediante el lenguaje, así como la interacción constante entre el self y el
entorno social que lo condiciona y despliega de diversas maneras, lo cual lleva a poder
hablar de multiplicidad de selfs, etc. Pero todo ello sin abandonar la aspiración de la
ciencia como una empresa social en busca de la verdad, de un ideal de verdad que puede
ser evaluada pragmáticamente, pese a que sabemos que nunca podremos acceder
totalmente a ella. También reconoce la ética y el hecho de que algunas elecciones son
moralmente superiores a otras. De tal manera, pues, el pensamiento posmoderno positivo
se compromete en la lucha hacia la verdad y aquello que puede considerarse bueno. Me
parece indudable queesta orientación del pensamiento posmoderno es la que ha
fecundado favorablemente la teoría y la práctica psicoanalíticas.
La influencia del pensamiento posmoderno en el psicoanálisis anglosajón se debe, en
su mayor parte, a esta orientación afirmativa. Un asunto que se presta a discusión, y que
yo no puedo resolver, es el de si este pensamiento positivo o afirmativo debe ser
catalogado como pensamiento posmoderno en sentido estricto o si más bien se ha de
considerar que forma parte de la crítica más tradicional dirigida al neopositivismo y al
cientificismo en general.
Dado que el pensamiento posmoderno y el psicoanálisis se preocupan de la
subjetividad humana, no es de extrañar que una y otra corriente del pensamiento se
entrelacen con facilidad. Para ilustrar un poco la idea de la penetración, con muy
distintos matices, del pensamiento posmoderno en la teoría y la práctica psicoanalíticas
me referiré, como ejemplo, a dos autores bien distintos entre sí, R. Schaffer e I.
Hoffman. El primero muestra en su obra algunas características muy matizadas propias
del pensamiento posmoderno, mientras que en la obra del segundo encontramos
ampliamente desarrollado este tipo de pensamiento. He de advertir, sin embargo, que el
intento de catalogar la obra de algún autor o sus ideas como posmodernas es un asunto
muy embrollado, debido a la imposibilidad de fijar este término con precisión. Para poner
41
un ejemplo de lo complicado de estas cuestiones, diré que cuando se habla de
estructuralismo se suele citar a Foucault como un relevante ejemplo de autor
estructuralista, pese a que Foucault se ha cansado de decir que no se considera un
estructuralista. Ya he dicho que existen muchas y diversas orientaciones dentro de este
nombre genérico de posmodernidad. Sucede, muchas veces, que los autores no se
clasifican a sí mismos de manera similar a como los clasifican aquellos que los leen. Me
basaré en Leary (1994) para la síntesis del pensamiento de Schaffer y Hoffman que sigue
a continuación.
R. Schaffer
Schaffer, del cual creo que no se puede decir que sea un psicoanalista plenamente
sumergido en la orientación posmoderna por más que se halla muy influido por este tipo
de pensamiento, en A New Language for Psychoanalysis (1976) considera que la
metapsicología psicoanalítica descansa sobre un mecanicista e innecesariamente
cosificado lenguaje que enmascara los aspectos intencionales, subjetivistas y
fenomenológicos del encuentro psicoanalítico. Como correctivo, recomienda lo que él
llama action language para reemplazar la metapsicología clásica. En lugar de estructuras
y pulsiones, dice, hemos de entender en términos de razones para explicar las acciones
particulares.
En The Analytic Attitude (1983), nos describe el encuentro analítico como una
«performance» narrativa. Argumenta que el tratamiento psicoanalítico involucra un
«hablar de historias acerca de uno mismo y de los otros» y que, por tanto, es un acto
narrativo. El psicoanálisis, dice, se centra en el lenguaje y los equivalentes del lenguaje.
El paciente y el analista se encuentran comprometidos en un proceso narrativo, y las
interpretaciones que se plantean han de ser comprendidas como representando
únicamente una entre las numerosas explicaciones que podrían ser dadas. La tarea
terapéutica, pues, es que analizado y analista construyen, a través del lenguaje, nuevas
historias para el futuro del analizado.
En Retelling a Life (1992), Schaffer afirma que, dado que las personas construyen
diversas experiencias a partir del mismo hecho, la experiencia subjetiva no espera, sino
que es construida, creada, edificada privadamente, en conjunción con razones que
pueden tener su origen en la vida primeriza y persistir posteriormente en la vida adulta.
42
Nosotros únicamente tenemos versiones de la verdad y de la realidad. Narrativamente,
un acceso a la verdad no puede ser demostrado. También asevera Schaffer que el self
que nosotros experimentamos como unitario es, de hecho, una construcción narrativa.
Dice: «Mi posición ante el self es antiesencialista».
Leary (1994) resume los rasgos posmodernos en la obra de Schaffer de la siguiente
manera: 1) el psicoanálisis se ocupa primordialmente del lenguaje y de sus equivalentes;
2) la experiencia subjetiva, la realidad objetiva y los selfs son construcciones efectuadas a
través del lenguaje; 3) las narraciones cotidianas, de aquello que acaece cada día, podrían
explicarse con otras palabras y no representan sucesos reales del mundo; 4) la noción de
un self unitario queda desplazada por la noción de que hablamos de narraciones útiles en
torno a múltiples selfs, en orden a conducir nuestros asuntos; 5) la mejoría psíquica se
acompaña de cambios en nuestro discurso.
I. Hoffman
Hoffman propone un nuevo paradigma para el psicoanálisis, al cual llama
constructivismo social. El constructivismo social afirma que el conocimiento humano y la
realidad no nos son dados, sino creados por las personas a través de procesos sociales y
para fines sociales. Partiendo de la observación sociológica de que aquello que es «real»
para los ciudadanos de una cultura difiere considerablemente de lo que es real para los
individuos de otra, la realidad humana es entendida como una «construcción social». Las
nociones específicas de la realidad y del conocimiento pertenecen, únicamente, a
contextos sociales específicos y al mundo out there. En consecuencia, los diferentes
individuos y los diversos grupos sociales mantienen una disimilitud en sus puntos de vista
que no puede ser resuelta por un llamamiento a la autoridad.
Desde la perspectiva del constructivismo social, el analista no puede situarse fuera de
la interacción con el analizado. Éste y el analista continua y mutuamente se influyen el
uno al otro, de manera que cualquier cosa que es explicada por el analizado o el analista,
sobre sí mismo o sobre el otro, en voz alta o en sus pensamientos privados, afectará a lo
que sucede entre los dos.
Hoffman argumenta que el propósito central ha de ser deconstruir la autoridad del
analista. Por tanto, cuando el psicoanálisis se apoya en el constructivismo social, el
analista no se encuentra en la posición de afirmar con precisión qué es aquello que uno y
43
otro están haciendo y experimentando. A causa de la proposición de que el analista, de
hecho, se encuentra continuamente involucrado con el analizado, según este autor la
técnica del analista necesita ser reconstruida para incluir en ella la subjetividad del
analista. Ofrece como un ideal la meta de desplazar la objetividad, por tanto, la de remitir
al analista a lo que él denomina «una clase especial de autenticidad», mediante la cual el
analista pueda ser reconocido como un coparticipante.
Todo lo que vengo diciendo se enlaza fuertemente con el pensamiento propio de las
teorías de la relación de objeto, aun cuando es fácil advertir que en la presentación que
he llevado a cabo el analista va perdiendo su papel de experto y se convierte en un
coparticipante al mismo nivel que el paciente, sin que sus intervenciones sean, en
absoluto, más significativas que las de aquél. Es decir, la relación paciente-terapeuta va
adquiriendo unas características de igualitarismo muy inusuales en la práctica
psicoanalítica más habitual, pese a que he estado refiriéndome al psicoanálisis influido
por el pensamiento posmoderno positivo o moderado.
2.5. Otros comentarios en torno a la orientación posmoderna en psicoanálisis
Un punto que puede ser conflictivo, y que sostienen muchos psicoanalistas de
orientación posmoderna en su versión extrema, es que entre el sexo biológico, es decir, el
gender, y el comportamiento sexual no existe ninguna relación, que es un asunto
puramente de convención social. Leary, una autora muy crítica con la orientación que
estoy comentando, al rechazar esta opinión dice que la afirmación de que las diferencias
biológicas entre los sexos son triviales es lo mismo que decir que, puesto que las
modernas técnicas neurofisiológicas nos muestran la existencia de estados enlos cuales
es difícil trazar las fronteras entre la vida y la muerte, no hay diferencias entre estar vivo
o estar muerto (K. Leary, 1994).
Otra cuestión planteada por muchos autores fuertemente influidos por el pensamiento
posmoderno y que suele ser totalmente rechazada por quienes no comparten esta
orientación, e incluso difícilmente aceptada por quienes se hallan de acuerdo con muchos
de sus postulados, es la de la autorrevelación por parte del analista, lo que los
anglosajones denominan self-disclosure. Presentaré un ejemplo de material clínico
expuesto por L. Aron (1996), a quien considero uno de los autores más interesantes y
novedosos del momento actual.
44
Paciente y analista están comentando que el paciente cree que si a su mujer no le
agrada todo de él, entonces es que no le ama y le abandonará. Previamente, Aron nos ha
informado de que el paciente sabe que el analista está casado. Transcribo el material tal
como lo presenta Aron: «El paciente, súbitamente, me preguntó, con voz desafiante y
provocadora, al tiempo que también con un tono suplicante: “¿Hay algunas cosas
importantes en su mujer que a usted no le gusten?”. Yo me sentí sorprendido, pero
después de unos momentos de duda respondí: “Sí, hay cosas importantes en mi mujer
que a mí no me agradan” y, después de una breve reflexión, añadí: “Pero tal vez sea más
significativo, todavía, que hay cosas en mí que no le gustan a mi mujer”. Y, después de
otra pausa, volví a añadir: “Usted sabe que hay cosas importantes en mí mismo que no
me gustan. ¿Por qué tendrían que agradarle a mi mujer?”» (L. Aron, 1996, págs. 224-
225; la traducción es mía).
Sin embargo, aunque para aquellos que consideran el anonimato del terapeuta como
una condición básica e indispensable para la adecuada interpretación de la transferencia la
idea de cualquier autorrevelación es totalmente rechazable, desde la perspectiva actual de
la interacción continuada entre paciente y terapeuta es un asunto extremadamente
complicado. Algunos autores (L. Aron, 1996; M. Gill, 1994; D. Orange, G. Atwood y R.
Stolorow, 1997, etc.) consideran que en algunos momentos el paciente necesita conocer
la realidad del analista para poder sentirse a sí mismo como persona y para alcanzar su
propia subjetividad, y que para ello resulta beneficioso una autorrevelación del terapeuta
en un momento determinado. Pero, al margen de las autorrevelaciones voluntarias,
hemos de tener en cuenta que la idea del anonimato del analista es una pura ilusión desde
la perspectiva de la continua interacción ente ambos protagonistas con la que la mayor
parte de analistas están hoy en día de acuerdo. Con sus intervenciones, sean
interpretativas o no, o con sus silencios, el analista muestra esplendorosamente su
personalidad. Podemos, sin titubeos, decir que el paciente, con su comportamiento, su
comunicación verbal o subverbal y sus silencios, es un test proyectivo a través del cual el
terapeuta pone de relieve su personalidad. El hecho mismo de haber escogido como
profesión la de psicoanalista o psicoterapeuta de orientación psicoanalítica es ya, en sí
mismo, una exhibición de sus tendencias y preferencias personales. Algunos
psicoanalistas, en su práctica privada disponen su consultorio con una sencillez y
austeridad más que espartanas: el diván donde se tumba el paciente y el sillón donde ellos
se sientan, sin otros muebles ni adornos en las paredes, con la esperanza de que de esta
45
manera ocultarán totalmente al paciente sus inclinaciones, gustos y preferencias. A mí tal
creencia me parece propia de una candidez conmovedora. ¿No es esta forma extrema de
tratar de esconder la propia personalidad una manera de hacer bien patentes algunas de
las características esenciales de ésta?
La comunicación del paciente, tanto verbal como subverbal, ofrece siempre muchas
posibilidades. Los silencios del terapeuta y la selección que efectúa de la comunicación
del paciente para sus intervenciones, así como el estilo de su locución, el tono de su voz,
etc., son también expresión de su personalidad. Toda intervención y todo silencio es un
acto de relación; ante todo, la manera de relacionarse del terapeuta con su paciente es la
que desvela a éste lo más esencial de su personalidad.
Una anécdota ilustrativa de lo que vengo diciendo es la referida por el conocido
psicoanalista norteamericano R. Greenson (1967). Un paciente, afín al partido
republicano, le comunicó haber descubierto que él, Greenson, era un convencido
demócrata. Al preguntarle Greenson en qué basaba esta idea, el paciente le dijo que
siempre que él decía algo hostil sobre el partido demócrata, Greenson le preguntaba por
sus asociaciones y, en muchas ocasiones, acababa haciendo alguna interpretación. Pero
cuando manifestaba algo en contra del partido republicano, Greenson guardaba silencio
como mostrándose de acuerdo. Además, cuando atacaba a Roosevelt le preguntaba a
quién le recordaba, como dando por supuesto que la agresión contra Roosevelt procedía
de alguna experiencia infantil. Greenson, sorprendido, tuvo que mostrarse de acuerdo
con las apreciaciones del paciente acerca de una realidad que a él le había pasado
desapercibida hasta aquel momento.
Otra característica, para mí muy discutible, de la influencia de la posmodernidad en el
psicoanálisis es la de dar por supuesta la total falta de objetividad por parte del analista,
como expresan algunos autores. Si partimos de esta idea (O. Renik, 1993b), cualquier
explicación que nos da el analizado y cualquier visión que tiene del analista son dignas de
crédito, por selectivas y sesgadas que sean, y el analista no tiene ninguna autoridad para
ofrecer otro punto de vista. De hecho, es posible que esta idea de lo que es digno de
crédito sea, en realidad, una negación más o menos encubierta de la transferencia. De
esta manera, las versiones posmodernas de las «múltiples realidades» convierten en
indistinguible el contraste entre las cosas «tal como parecen» y las cosas «tal como son».
En mi opinión, lo que aquí desaparece es la diferencia entre una actitud en la que se
tengan en cuenta, de manera dialogante, los puntos de vista del paciente, y otra en la que
46
éstos se den por ciertos sin más, con lo cual se impide su adecuado análisis y
elaboración. Contrastar las perspectivas del paciente con las del analista, en cambio,
puede dar lugar bien a una visión compartida, bien al desacuerdo que puede llevarnos a
descubrir algo nuevo. Desde la orientación posmoderna radical, la libertad del analista
para estar en desacuerdo con su paciente queda casi eliminada. Con la insistencia en la
«racionalidad» de todas las reacciones transferenciales, también corremos el riesgo de
que desaparezca el concepto de la transferencia como proceso inconsciente. Quiero dejar
claro, sin embargo, que no comparto la idea de la total falta de objetividad por parte del
analista, pero en cambio estoy de acuerdo en rechazar la convicción de la indiscutible
objetividad del analista, tal como se había venido sosteniendo hasta hace algunos años.
Creo que es una cuestión en la que hay que matizar finamente para calibrar, en cada
momento, lo que puede haber de objetivo en el analista dentro de su inalienable
subjetividad (G. Bodner, 1999). Lo mismo debo decir en cuanto al apoyo de la
transferencia en la realidad. Yo creo que en la transferencia del paciente hay siempre
cierto grado de realidad, más o menos elevado según los casos, pero sin que ello nos
haya de llevar a negar la existencia de un mundo interno en la mente del paciente que se
externaliza en la relación con el analista.
Sintetizaré, a continuación, alguna de las críticas que ha recibido la orientación
posmoderna en psicoanálisis:
 
1. La imposibilidad para distinguir, en ciertas exposiciones de esta corriente del
psicoanálisis, entre fantasía y realidad, lo cual es, precisamente, uno de los objetivos más
importantes de la terapéutica psicoanalítica.
2. La concepción de que cada individuo posee múltiples selfs, de acuerdo con sus
circunstancias y momento determinados.Un self sin límites, desarticulado, múltiple y que
requiere una determinada audiencia para constituirse en sus variadas configuraciones no
es, como proclama la orientación posmoderna, un self liberado, sino un self narcisista
que convierte el diálogo psicoanalítico en un diálogo narcisista (K. Leary, 1994).
3. El énfasis posmoderno en la constitución de diversos selfs en el momento mismo
del diálogo elimina cualquier hecho que esté más allá de las palabras que son
pronunciadas en un instante determinado de la sesión. Por tanto, el pasado del analizado
desaparece y nos encontramos con un paciente sin historia.
4. Ya me he referido antes a las críticas en cuanto a que las diferencias biológicas
47
entre los sexos no son importantes.
5. También he hablado de la disolución de la transferencia que llevan a cabo algunos
psicoanalistas ligados al pensamiento posmoderno. Creo que no hemos de olvidar el
riesgo de que, con una excesiva sobrevaloración de la credibilidad de las reacciones
transferenciales, el mundo interno del analizado, aquello que es intrapsíquico, deje de
contar y sólo se piense en respuestas interpersonales.
 
Nos encontramos, pues, con una orientación que, por un lado, nos es atractiva a los
psicoanalistas, kleinianos o no, que seguimos las teorías de las relaciones objetales
internas por su afinidad con nuestra manera de concebir la importancia de la relación
analizado-analista y de utilizar las respuestas emocionales que nos provoca el analizado
para la comprensión de su comunicación, así como también por la concepción de la
repercusión que tienen sobre él estas respuestas, especialmente cuando no somos
plenamente conscientes de ellas y las actuamos en lugar de comprenderlas y emplearlas
para la formulación de las interpretaciones. Por otro lado, el espectro de los
psicoanalistas de alguna manera adheridos al pensamiento posmoderno es tan amplio y
variado que no es posible, de ninguna manera, estar de acuerdo o en desacuerdo con
todos, ya que las diferencias entre ellos son demasiadas y, además, algunos de ellos
sostienen unas teorías en torno a la técnica que pienso que, para los analistas no
sumergidos plenamente en el pensamiento posmoderno radical, son enteramente
discutibles.
Por mi parte, pienso que el pensamiento posmoderno que he denominado positivo,
afirmativo o moderado, nos aporta múltiples y buenas ideas para renovar nuestras
concepciones sobre la metateoría del proceso psicoanalítico y sobre la teoría de la
práctica terapéutica. Creo que el pensamiento posmoderno radical, en cambio, conduce a
la disolución del análisis tal como siempre se ha entendido en general, pese a las diversas
formas de pensar y las distintas escuelas psicoanalíticas.
Quiero citar tres puntos más en cuanto a las aportaciones del pensamiento
posmoderno al psicoanálisis:
 
a) Esta aportación nos ha llevado a tener más en cuenta que el tratamiento
psicoanalítico involucra a dos personas en la misma empresa, las cuales interaccionan
constantemente la una con la otra. En particular, nos subraya que el analista nunca es
48
totalmente neutral —más adelante volveré a hablar largamente de la neutralidad— ni
objetivo, sino que tiene sus propios puntos de vista que de una u otra forma impone a
través de la metodología. El reconocimiento de la importancia de la interacción, la
contratransferencia, la empatía, etc., enfatiza el hecho de que la situación analítica es,
ante todo, una relación, lo cual nos permite corregir errores en la teoría y en la práctica.
b) También ha dirigido nuestra atención a los más finos matices del intercambio
emocional, más que al contenido explícito de la comunicación de uno y otro o a la
manera formal de la relación. Para poner un breve ejemplo, diré que, frente a un
paciente que llega tarde a sus sesiones, hemos de tener en cuenta que existen muchas
maneras de llegar tarde desde el punto de vista de la sesión como un acto de relación.
c) El concepto de negociación, del que hablaré en el sexto capítulo, es en mi opinión
una aportación de la máxima importancia (S. Mitchell, 1988, 1993; L. Aron, 1996).
Cuando el proceso psicoanalítico se percibe como una negociación, el encuentro analítico
se transforma en una aventura solidaria en la que cada uno de los dos participantes, con
diferentes intereses, puntos de vista y estrategias, intenta comprender al otro y llegar a
criterios comunes o, al menos, tolerables para ambos (P. Beà y J. Coderch, 1998).
49
3. El psicoanálisis y las corrientes filosóficas contemporáneas
3.1. Perspectiva general
Todo lo que hasta este momento he venido exponiendo —lo agrupemos o no bajo la
denominación de posmodernidad— nos lleva a enfrentarnos con el hecho de que, en
nuestros días, la humanidad se debate en un profundo desconcierto sobre el camino que
hay que seguir y las convicciones en las que hay que apoyarse. Los grandes pensadores,
o filósofos, buscan afanosamente nuevas vías y orientaciones para reencontrar la
seguridad perdida, pero todas ellas se caracterizan por el impulso para revisar los antiguos
valores, por el antiautoritarismo y el antidogmatismo, y por la pérdida de la fe ciega en la
razón. Como dice Delacampagne (1999), en el siglo xx la razón ha sido puesta en tela de
juicio.
Esta situación ha reabierto con profundidad el antiguo debate entre racionalismo y
relativismo, este último apoyado en una sesgada interpretación de Nietzsche y de
Heidegger. Es decir, la discusión acerca de si es posible encontrar un fundamento sólido
en el que pueda apoyarse la razón, o si el modelo racional es únicamente un modelo
cultural, y por tanto de valor relativo entre otros modelos que puedan darse y no superior
a ellos, lo cual nos conduce a un relativismo epistemológico que afecta al mismo tiempo a
la cuestión del conocimiento y a la de la política (C. Delacampagne, 1999). Lo que
llamamos ciencia, dice Delacampagne, ¿representa verdaderamente la realidad, o se trata
de construcciones y giros lingüísticos que podrían darse de otra manera? Nuestro modelo
de sociedad democrática ¿es el mejor que puede darse, o su valor es relativo frente a
otros modelos y otras culturas? Pensemos, como un punto clave, en la fundamental
importancia que poseen las preguntas que he mencionado para la cuestión de los
derechos humanos. Es decir, ¿son estos derechos ingénitos en la naturaleza humana e
inalienables sean cuales sean las circunstancias ambientales y políticas, o dependen de
factores externos y puede prescindirse de ellos en otras culturas y otras situaciones
políticas? Lo mismo con relación a la democracia: ¿puede exigirse en todas las
sociedades, o existen sociedades que pueden reclamar que para ellas es mejor otro
sistema político? Éstas, entre otras, son inquietantes preguntas que la humanidad se
formula en la actualidad y que no pueden dejarnos indiferentes a los psicoanalistas, so
pena de que nos recluyamos en un mundo propio, cerrado y autista. Si así lo hiciéramos,
50
se cumplirían para el psicoanálisis los riesgos, que advirtió Hegel para la filosofía, de
convertirse en «un santuario aislado [...] cuyos ministros constituyen una orden
sacerdotal aislada, no perturbada por la marcha del mundo».
Pero las formulaciones e interrogantes que por un camino u otro inciden en la teoría y
la práctica psicoanalítica se han sucedido en una cascada inagotable durante el siglo xx.
Sartre insiste en la libertad del sujeto, que, aun cuando puede hallarse en la esclavitud, es
libre de someterse a ella o de rebelarse e intentar quebrar sus cadenas. Lévi-Strauss,
siguiendo la orientación de Ferdinand de Saussure, verdadero fundador del
estructuralismo, subraya la manera en que las estructuras profundas —lingüísticas,
inconscientes y sociales— construyen al sujeto sin que él lo sepa, incluso aunque se crea
libre. La consecuencia del estructuralismo es la proclamación de «la muerte del sujeto»,
en total oposición al concepto del sujeto libre y hacedor de su propio destino. Lacan,
desde el psicoanálisis, sigue a su manera la corriente estructuralista,y afirma que «el
lenguaje tiene la estructura radical del inconsciente». Foucault sostiene que el vacío
dejado por el sujeto ha sido colmado por el inconsciente, que en la actualidad tiene un
puesto de creciente importancia en el campo del saber, al tiempo que nos muestra los
lazos ocultos entre conocimiento y poder. La hermenéutica, impulsada
predominantemente por Hans-Georg Gadamer y por Paul Ricoeur, intenta encontrar el
sentido decaído de la cultura y del sujeto a través de la interpretación. Así, la
hermenéutica se propone promover la comprensión intersubjetiva y la comunicación,
superando los obstáculos interpuestos a nuestro lenguaje por los giros técnicos y
científicos. T. Kuhn (1962) rechaza el falsacionismo de Popper y pone de relieve que las
revoluciones científicas se producen debido a un cambio de paradigma por parte de la
comunidad científica a causa de factores extrínsecos a la propia racionalidad científica, y
tanto él como el filósofo D. Davidson (1986, 1992) —una de las más relevantes figuras
de la filosofía actual— defienden la teoría de la verdad como coherencia interna,
complemento ineludible de la teoría de la verdad como correspondencia con la realidad
sostenida por Popper y Tarski.
Para mí, el filósofo norteamericano R. Rorty es el pensador actual que, siguiendo la
tradición del también norteamericano J. Dewey —cuya filosofía no puede separarse de
sus ideales socialdemócratas—, mejor ha sabido combinar las críticas justificadas a los
errores de la Ilustración y a la confianza ciega en el racionalismo tecnológico con el
apoyo a un racionalismo adecuado a la sociedad, en defensa de la libertad, la justicia y la
51
democracia. Declarándose antirrepresentacionalista y antiesencialista, considera que la
ciencia no ha de esforzarse, inútilmente, en descubrir una realidad «verdadera» y
«objetiva» que se encuentra más allá de la mente y del lenguaje, sino que ha de afanarse
en preparar a la mente para hacer frente a la necesidad de una sociedad democrática y
para conseguir la justicia y la libertad para el mayor número posible de seres humanos.
Así, afirma: «Entiendo por explicación antirrepresentacionalista una explicación según la
cual el conocimiento no consiste en la aprehensión de la verdadera realidad, sino en la
forma de adquirir hábitos para hacer frente a la realidad» (R. Rorty, 1996, pág. 15).
Antes de terminar este apartado quiero hacer un breve pero imprescindible
comentario. Cuando se habla de la crisis de fe en la racionalidad, de las dudas acerca del
valor de la racionalidad, del auge del irracionalismo a partir de ciertos filósofos, etc.,
conceptos éstos muy caros al pensamiento posmoderno, se parte en mi opinión de una
idea errónea de la racionalidad. Se confunde la racionalidad con un aspecto (o tal vez
sería mejor decir un uso) parcial de la racionalidad, la racionalidad «instrumental», como
si ésta fuera toda la racionalidad. La racionalidad instrumental es aquella en la que
utilizamos los instrumentos más adecuados para lograr unos objetivos determinados en
beneficio de uno o varios individuos, sin que en ella entre en juego la valoración ética de
estos objetivos ni las necesidades del conjunto de la humanidad. Cuando se tienen en
cuenta las respuestas de posibles opositores o competidores, se habla también de
racionalidad «estratégica». (A. Marquès i Martí, 2000). Pues bien, esta racionalidad
instrumental, limitada a la dominación de la naturaleza y a la explotación de los hombres,
es la causante de los desastres ocasionados por la técnica, como la amenaza nuclear, la
contaminación progresiva, la devastación ecológica, o la que empuja a la humanidad a
guerras, matanzas, racismo, etc. La verdadera racionalidad no puede desentenderse de
las cuestiones fundamentales que afectan a toda la humanidad. Una verdadera
racionalidad ha de asentarse en la ética. Cuando alguien pretende servirse de la
racionalidad instrumental como si ésta fuera la única racionalidad posible, está cayendo
en la irracionalidad. Apel (1976, 1991) y Habermas (1989), entre otros, han puesto de
relieve que los comportamientos deshonestos, la mentira y el nihilismo ético son
irracionales. Esto creo que es lo que ha dado lugar a la crisis de la racionalidad y a que la
razón sea puesta en tela de juicio. La auténtica racionalidad, que es la racionalidad ética,
nunca dará lugar a la pérdida de fe en la razón.
52
3.2. Los «juegos de lenguaje» de Ludwig Wittgenstein
Creo que los psicoanalistas no podemos dejar de prestar una atención especial, dentro
de la esfera de las relaciones entre filosofía y psicoanálisis, al filósofo vienés,
nacionalizado inglés en 1939, Ludwig Wittgenstein, por sus aportaciones a la
comprensión del lenguaje, nuestro principal instrumento en la relación con los pacientes.
Su obra ha sido considerada como la de mayor impacto filosófico del siglo xx.
Wittgenstein, en sus libros Tractatus Logico-Philosophicus (1921) e Investigaciones
filosóficas (1953), plantea cuestiones acerca del significado de las palabras y de las
proposiciones que no pueden dejarnos indiferentes a nosotros, los psicoanalistas, puesto
que utilizamos el lenguaje como nuestro principal recurso profesional. En estos dos
libros, Wittgenstein se pregunta sobre el significado, es decir: ¿qué significan las
palabras?, ¿de qué manera una proposición dice algo?, ¿cómo conecta el lenguaje con la
realidad? En el Tractatus, escrito en forma de proposiciones numeradas, Wittgenstein
afirma que si nosotros conocemos los elementos de los cuales se compone un enunciado,
entonces lo entendemos sin necesidad de más explicaciones, siempre y cuando la
proposición muestre aquello a lo que se refiere. La unidad fundamental de significado es
la palabra, y la palabra ensambla con el mundo describiendo un fragmento de él. En una
carta escrita a B. Russell en agosto de 1919, citada por W. Baum (1988), es decir, antes
de la publicación del Tractatus, decía: «El asunto principal es lo que puede ser dicho (y,
lo que es lo mismo, puede ser pensado) mediante proposiciones —es decir, mediante el
lenguaje— y lo que no puede ser expresado mediante proposiciones, sino sólo mostrado»
(pág. 103). Para el Wittgenstein de la primera época, el del Tractatus, el lenguaje está
constituido por proposiciones complejas (moleculares), que pueden dividirse en
proposiciones simples o atómicas (elementales) que no son ulteriormente divisibles en
otras proposiciones. La filosofía es una actividad clarificadora del lenguaje científico y no
una doctrina. En esta obra, Wittgenstein ataca despiadadamente la metafísica: «La mayor
parte de proposiciones y cuestiones que se han escrito sobre materias filosóficas no son
falsas, sino sólo insensatas. De ahí que no podamos responder de ninguna manera a
preguntas de esta naturaleza, sino sólo constatar su insensatez. La mayor parte de las
proposiciones y cuestiones de los filósofos dependen del hecho de que nosotros no
entendemos la lógica del lenguaje (son del tipo de la pregunta de si el bien es más o
menos idéntico a lo bello). Y no es sorprendente que los problemas más profundos no
53
sean propiamente ninguna clase de problemas» (prop. 4.003, pág. 84; la traducción es
mía). En el Tractatus hay proposiciones de carácter místico como: «Tenemos la
sensación de que, incluso cuando todas las posibles preguntas científicas se hubieran
respondido, todavía no se habrían tocado para nada nuestros problemas vitales. Bien
cierto, entonces no queda, justamente, ninguna otra pregunta; y precisamente ésta es la
respuesta» (prop. 6.52, pág. 151; la traducción es mía).
El Tractatus ejerció una gran influencia sobre los componentes del Círculo de Viena y
sobre todos los neopositivistas en general, los cuales se adhirieron con entusiasmo a su
actitud antimetafísica, interpretaron sus proposiciones atómicas como protocolos de las
ciencias empíricas, estuvieron de acuerdo con la idea de que la filosofía es una actividad
clarificadora del lenguaje de la ciencia y rechazaron de plano, como era de esperar, las
proposicionesde carácter místico. Pero, con el paso del tiempo, esa identificación del
Tractatus con el neopositivismo se fue diluyendo. Wittgenstein no fue nunca miembro del
Círculo de Viena, a pesar de que para sus componentes el Tractatus fue considerado
durante algún tiempo como su Biblia, ni se sintió jamás positivista. En realidad, nunca
fue bien comprendido por los neopositivistas, debido a que éstos no prestaron ninguna
atención a las ideas místicas, religiosas y éticas que se expresan en la obra. La última
proposición, la número 7, dice: «Aquello de lo cual no se puede hablar, debe quedar en
silencio». Los positivistas interpretaron mal esta proposición. Para ellos, aquello que debe
quedar en silencio es lo que no tiene ningún interés, lo que no puede enunciarse
científicamente, y lo único importante es aquello de lo que se puede hablar. Para
Wittgenstein, en cambio, lo verdaderamente importante es aquello acerca de lo cual
debemos callar. Esto, creo que nos remite a la proposición 6.52 que antes he citado,
aquella en la que nos dice que las respuestas de la ciencia, caso de que las haya, no
resuelven para nada el problema de la vida, porque «Se nota la resolución del problema
de la vida en el desvanecimiento de este problema» (prop. 6.521; la traducción es mía).
En el último párrafo del prólogo al Tractatus, Wittgenstein afirma: «La verdad de los
pensamientos que se comunican aquí me parece intangible y definitiva. Opino, pues, que,
en lo esencial, he resuelto todos los problemas definitivamente» (pág. 66, la traducción es
mía). Debido a tal creencia, decidió abandonar definitivamente la filosofía y guardó
silencio durante varios años. Sin embargo, en 1929 estaba otra vez enseñando en
Cambridge, y en 1954 se publicaron, póstumamente, las Investigaciones filosóficas. En
éstas, rechaza las tesis expuestas en el Tractatus y considera que las palabras sólo
54
adquieren su significado a través de la forma en que se utilizan en las proposiciones, por
hablantes reales, en contextos determinados y en el curso de toda clase de empresas
comunes. Más adelante, cuando hablemos de interacción, intersubjetividad y diálogo en
el proceso psicoanalítico, nos daremos cuenta del valor de estas ideas de Wittgenstein
acerca de la importancia ineludible del contexto para la comprensión e interpretación de
los estados mentales del paciente, así como del intercambio verbal entre éste y el analista.
Uno de los más importantes conceptos que hallamos en las Investigaciones
filosóficas es el de los «juegos lingüísticos» o «juegos de lenguaje». Wittgenstein
desarrolla este concepto a partir de la teoría de la denominación de san Agustín, en la que
ya se había apoyado en el Tractatus. Comienza este segundo libro, escrito en párrafos
numerados, citando a san Agustín: «Cuando ellos (los mayores) nombraban alguna cosa
y consecuentemente con esta apelación se movían hacia algo, lo veía y comprendía que
con los sonidos que pronunciaban llamaban ellos a aquella cosa cuando se pretendía
señalarla. [...] Así, oyendo repetidamente las palabras colocadas en sus lugares
apropiados en diferentes oraciones, colegía paulatinamente de qué cosas eran signos y
una vez adiestrada la lengua en estos signos, expresaba ya con ellos mis deseos» (párrafo
1, pág. 2). En este segundo libro, Wittgenstein niega la aseveración de san Agustín de que
el significado de las palabras es, simplemente, lo que ellas denominan, pese a que a su
juicio las definiciones ostensivas son necesarias para el que escucha el lenguaje y debe
interpretarlo, pero cree que no son suficientes para explicar el aprendizaje del lenguaje.
«Podemos imaginarnos también que todo el proceso del uso de las palabras en (2) es uno
de esos juegos por medio de los cuales los niños aprenden su lengua materna. Llamaré a
estos juegos “juegos de lenguaje” y hablaré a veces de un lenguaje primitivo como un
juego de lenguaje. [...] Llamaré también “juego de lenguaje” al todo formado por el
lenguaje y las acciones con las que está entretejido» (párrafo 7, pág. 25). De acuerdo con
ello, la unidad de significado no es la palabra sino la proposición. Y son éstas las que
figuran en los juegos de lenguaje, de tal manera que el significado viene dado por las
relaciones entre el hablante y el mundo. «[...] El significado de una palabra es su uso en
el lenguaje» (párrafo 43, pág. 61). Así pues, si en un principio el significado era la
denominación, ahora Wittgenstein nos dice que antes de conocer lo que un nombre
expresa debemos conocer de qué manera es empleado tal nombre en el juego de lenguaje
del que tal nombre forma parte. De esta manera, podemos decir que hablar un lenguaje
revela una forma de vida en un determinado contexto humano y dentro de un conjunto
55
de reglas que rigen su uso. Habitualmente, hemos pensado que en el niño primero existe
un pensamiento, incluyendo impulso y deseo, que posteriormente debe ser adecuado a
un lenguaje público. Para Wittgenstein —y creo que esto forma parte de lo más
revolucionario de su teoría— primero se trata de la enseñanza al niño de una forma de
vida, que a la vez es el aprendizaje de un lenguaje y, con ello, la adquisición de la
capacidad de pensar (M. Cavell, 1993).
No sería adecuado seguir adelante con la exposición de los pensamientos de
Wittgenstein. Creo que con lo dicho es suficiente para percatarnos de la trascendencia
que para el psicoanálisis y la psicoterapia poseen los conceptos de Wittgenstein sobre el
significado de las palabras y proposiciones, los juegos de lenguaje y su relación con el
contexto en el que se hallan los interlocutores y las reglas que se utilizan.
3.3. La teoría de la verdad como correspondencia y la teoría de la verdad como
coherencia
Un buen ejemplo de la trascendencia de las cuestiones filosóficas actuales en el
campo del psicoanálisis lo tenemos en el debate acerca de la verdad como
correspondencia versus la verdad como coherencia. En nuestros días, la adhesión a una u
otra de estas teorías de la verdad configura un importante punto de discusión entre los
psicoanalistas, dando lugar incluso a lo que puede llamarse división en dos bandos. En
general, aunque soy consciente de que esta forma de establecer una diferenciación es
excesivamente esquemática y simplista, creo que quienes se apoyan en las pulsiones y
sus vicisitudes como fundamento del funcionamiento de la mente humana son partidarios
de la teoría de la verdad como correspondencia, mientras que aquellos que creen
encontrar este fundamento en el contexto social-relacional en el que el sujeto nace y se
desarrolla y en el que adquieren significado sus pulsiones biológicas, lo son de la teoría de
la verdad como coherencia.
Antes de abordar, sucintamente, la cuestión de estas dos concepciones de la verdad,
quiero subrayar, dadas las estrechas relaciones entre los conceptos de verdad y
conocimiento, que en mi opinión hemos de entender por conocimiento una creencia
verdadera y justificada. No basta con que sea justificada, ya que una creencia puede
estar justificada por una serie de circunstancias —por ejemplo, para un observador
desprovisto de conocimientos físicos y de medios suficientes de comprobación se halla
56
plenamente justificada la creencia de que el sol da vueltas en torno a la tierra— y no ser
verdadera. Pero tampoco es suficiente con que la creencia sea verdadera para que sea
portadora de conocimiento, ya que el sujeto puede afiliarse a una creencia sin poseer
ninguna razón que la justifique, como puede ser por identificación con otro —por
ejemplo, por pensar que el propio analista sostiene tal creencia— o porque tal creencia
favorece los deseos del sujeto, como sucede en el caso de la racionalización.
La teoría de la verdad como correspondencia expresa que una creencia es verdadera
solamente si las cosas son como ella dice que son. Dicho de otro modo, lo que nos dice
la teoría de la correspondencia es que la verdad consiste en la correspondencia entre
nuestras proposiciones y los objetos a los que con ellas nos referimos. La teoría de la
verdadcomo correspondencia queda incluida dentro de la corriente filosófica
denominada realismo. Como es fácil suponer, el problema reside, precisamente, en la
dificultad para saber si las cosas son realmente como la creencia dice que son. La teoría
de la verdad como coherencia concibe la verdad como un sistema de creencias que se
sostienen mutuamente, que son coherentes entre sí. Desde este punto de vista, una
creencia se considera verdadera por su coherencia con otras creencias. En este caso, el
problema estriba en que un conjunto de creencias pueden ser perfectamente coherentes
entre sí sin que las cosas sean realmente como ellas nos dicen que son. Esta teoría queda
incluida en la corriente filosófica denominada idealismo.
La teoría de la correspondencia es, evidentemente, más simple, más comprensible,
más afín al «sentido común» y la propia de las ciencias naturales. La teoría de la
coherencia parece caer en el solipsismo y sostener un tipo de verdad coherente consigo
misma, pero apartada de la realidad del mundo. Sin embargo, examinadas con alguna
profundidad, las cosas distan mucho de ser tan sencillas.
El psicoanalista canadiense C. Hanly (1992), partidario de la teoría de la
correspondencia y que ha estudiado este tema con detenimiento, considera que ambas
teorías van acompañadas por dos ideas, una epistemológica y otra ontológica. Resumiré
sus palabras, que hasta cierto punto se pueden considerar representativas de los
partidarios de la teoría de la correspondencia, con lo cual me ahorraré citar a otros
autores. La premisa epistemológica que acompaña a la teoría de la correspondencia es
que los objetos son capaces de estimular nuestros sentidos de manera que podemos
observarlos tal como ellos son, independientemente de nuestras teorías previas. La
premisa ontológica sostiene que nuestros pensamientos y acciones siempre tienen una
57
causa. La premisa epistemológica que acompaña a la teoría de la coherencia es la de que
nuestras formas de pensar y percibir siempre condicionan aquello que nosotros
observamos. La premisa ontológica es la de que nuestras acciones —tanto físicas como
mentales— obedecen a razones, más que a causas.
Por mi parte, quiero poner dos objeciones a estas afirmaciones de Hanly. Con
relación a la posibilidad de observar los objetos independientemente de nuestras teorías,
quiero recordar que Popper, indudablemente partidario del método científico y de la
teoría de la correspondencia tal como fue formulada por Tarski, como he mencionado
antes, insiste repetidamente en que todas nuestras observaciones se hallan siempre
«cargadas de teoría», y que nuestra mente no es una pizarra vacía o tabula rasa en la
que, simplemente, se inscribe aquello que estimula nuestros sentidos. Popper combate
esta teoría de la mente como una tabula rasa diciendo, con un lenguaje más coloquial,
que se trata de la teoría que él denomina «del cubo», y que en ella «se concibe la mente
como un cubo, más o menos vacío, que se llena a través de los sentidos, y que almacena
o digiere su contenido» (K. Popper, 1988, pág. 66). Por el contrario, considera que
nuestro conocimiento subjetivo de la realidad se compone de disposiciones innatas que
van madurando, y que todo conocimiento, incluso la observación, está impregnado de
teoría. A partir de esta idea de las disposiciones innatas elabora la siguiente conclusión:
«El hecho de que todos nuestros sentidos estén de este modo impregnados de teoría
muestra, de la manera más clara, el fallo radical de la teoría del cubo, así como de todas
aquellas teorías que intentan remitir el conocimiento a las observaciones o al input del
organismo. Por el contrario, lo que se puede asimilar (y a lo que se puede reaccionar)
como input relevante y lo que se ignora como irrelevante depende completamente de la
estructura innata (el “programa”) del organismo» (ibid., pág. 75; cursiva del autor). En su
último libro, En busca de un mundo mejor (1994b), Popper narra la anécdota siguiente.
En el curso de una conferencia pidió a los asistentes su ayuda para un experimento.
Obtenida su conformidad, les solicitó que observaran atentamente. A los pocos segundos
varios de los oyentes, casi al unísono, preguntaron qué era lo que debían observar. A esto
respondió Popper diciendo que el experimento ya había terminado, y que su finalidad era
la de demostrar que no era posible la observación sin teoría. Con esta referencia a
Popper, también partidario de la teoría de la correspondencia, queda claro que la premisa
epistemológica respecto a la posibilidad de observar los objetos con independencia de las
teorías del observador no resulta tan cierta e indiscutible como pretende Hanly.
58
Por lo que se refiere a la premisa ontológica a partir de la cual Hanly trata de
diferenciar entre causas y razones, según la diferente perspectiva de la teoría de la
correspondencia y la teoría de la coherencia, también he de subrayar que el consenso
actual entre los filósofos, y entre muchos psicoanalistas, es el de que las razones son
causas para nuestra conducta y nuestros procesos mentales. Dice Davidson a este
respecto: «Una razón explica una acción cuando nos conduce a entender algo que el
agente de la acción vio, o creyó ver, en su acción: algún rasgo, consecuencia o aspecto de
la acción que el agente deseaba, necesitaba o a lo que se sentía obligado. No podemos
explicar por qué alguien hizo algo simplemente diciendo que tal acción le atraía. Siempre
que queramos señalar que alguien ejecutó una acción por determinada razón debemos
mostrar que: a) el agente tenía algún tipo o suerte de protoactitud hacia una clase de
acción; b) el agente pensaba, o sentía, conocía, recordaba, que la acción ejecutada
pertenecía a esta clase. Bajo a) han de ser incluidos deseos, necesidades, impulsos,
compulsiones, valores morales y sociales, objetivos y principios, en cuanto que todos
estos factores dan lugar a actitudes de un agente dirigidas a la realización de acciones de
una determinada clase… Desde esta perspectiva, hallar la razón por la que un agente
realizó una acción depende de hallar la protoactitud a) y los pensamientos,
conocimientos, etc., relacionados con ella, b). El conjunto a) y b) es lo que se puede
llamar la razón primaria por la que el agente ejecutó la acción» (D. Davidson, 1986,
págs. 3-4; la traducción es mía). Las citas de este tipo podrían multiplicarse, pero no es
necesario, porque todas ellas nos conducen a la afirmación de Davidson: «La razón
primaria para una acción es su causa». Vemos, por tanto, que tampoco la premisa
ontológica mediante la cual Hanly trata de diferenciar radicalmente la teoría de la
correspondencia de la teoría de la coherencia cumple a la perfección con este cometido.
Y todavía ahonda más esta dificultad el hecho de que, según las interpretaciones más
corrientemente aceptadas de la mecánica cuántica, cada una de las partículas
subatómicas puede comportarse de modos imprevisibles y son numerosos los
acontecimientos aleatorios y sin causa.
La comprensión, no digo la aceptación, de los argumentos en favor de la teoría de la
coherencia se hace más dificultosa para quienes no están habituados al razonamiento
filosófico. En mi opinión, siguiendo en esto a Davidson (1986) y Cavell (1993), ambas
teorías no deberían ser consideradas como teorías rivales, sino complementarias. La
coherencia, dice Davidson, genera correspondencia. Citaré algunas palabras de este autor
59
que resultan muy clarificadoras (para lo cual hemos de tener en cuenta lo que más arriba
he dicho acerca de la justificación de las creencias): «[...] Es tal vez obvio que la
coherencia de una creencia con un cuerpo importante de creencias incrementa las
posibilidades de que sea verdadera, a condición de que haya razones para suponer que el
cuerpo de creencias sea verdadero o lo sea en gran parte» (pág. 78). «[...] Lo que
distingue una teoría de la coherencia es simplemente la idea de que nada puede contar
como una razón para sostener una creencia excepto otra creencia. El defensor de esta
idea rechaza porininteligible la demanda de fundamentos o fuentes de justificación de
una fuente distinta. En palabras de Rorty, nada cuenta como justificación salvo por
referencia a lo que ya aceptamos, y no hay forma de salir de nuestras creencias y de
nuestro lenguaje para hallar alguna otra prueba que no sea la coherencia» (D. Davidson,
1992, pág. 79). Por tanto, como he dicho antes, el problema de la teoría de la coherencia
es que un sistema de creencias coherentes entre sí puede darnos una «verdad» que no
coincide con el mundo de la realidad externa. Pero el problema de la teoría de la
correspondencia es que para justificar que una creencia «corresponde» a la realidad
externa no tenemos otro remedio que recurrir a otras creencias. En este sentido se
expresa Cavell: «El problema es que cada una de ellas (la teoría de la coherencia y la
teoría de la correspondencia) afirma algo cierto y algo equivocado. Si nos hallamos
genuinamente en un estado de conocimiento, entonces lo que nosotros creemos ha de ser
lo que el mundo es. Esto es lo que es cierto en la teoría de la correspondencia. Pero
también debemos tener buenas razones para pensar que ésta es la realidad del mundo,
razones que sólo pueden tener la forma de otras creencias. Esto es lo que es cierto en la
teoría de la coherencia» (M. Cavell, 1993, pág. 37; la traducción es mía). Yo voy a
ejemplificar esto de una manera seguramente demasiado simple. Alguien puede creer que
la proposición «la hierba es verde» corresponde a la realidad de la hierba, es decir, que es
verdadera porque la ha comprobado con sus propios ojos. Pero esta creencia sólo está
justificada por su creencia de que las sensaciones que llegan a su conciencia son fiables,
es decir, que debe confiar en sus sentidos y, en este caso, su creencia de que la hierba es
verde es coherente con su creencia de que puede confiar en sus sentidos. Aún hay más.
Quien dice que toda hierba es verde, fundándose en que todas las hierbas que ha visto
son verdes, sólo puede decirlo en coherencia con su creencia en el principio inductivista
ingenuo o del sentido común, aquel según el cual un número «suficientemente grande»
de observaciones que constatan un hecho determinado nos permite enunciar una ley de
60
carácter universal acerca de este hecho. Principio inductivista que, por cierto, ha sido
rechazado de plano por Popper (1988), quien ha puesto de relieve que un número de
observaciones, por grande que sea, siempre es finito y no pude dar lugar a la
construcción de una ley universal en un universo infinito.
Hanly (1992) se esfuerza en demostrar que Freud era partidario de la teoría de la
verdad como correspondencia, lo cual creo que es cierto pero con muchas matizaciones.
El mismo Hanly, honestamente, reconoce que en muchas ocasiones Freud se apoyaba en
la verdad como coherencia, como en Tótem y tabú (1913) y en el caso del Hombre de
los lobos, en el cual dudaba acerca de si la escena primaria del coitus a tergo de los
padres había sido presenciada realmente por el paciente o se trataba de una construcción
del analista. Consideraba que las dos hipótesis nos servían igualmente para explicar los
hechos clínicos observados y que, a partir de cualquiera de ellas, los resultados prácticos
habrían sido los mismos, lo cual nos introduce plenamente en la teoría de la verdad como
coherencia.
Creo que, de todas maneras, no cabe duda de que Freud, y con él prácticamente toda
la tradición psicoanalítica, pensó siempre que una buena interpretación es aquella cuyo
contenido se corresponde con el estado de los asuntos del mundo interno del paciente;
pero ahora numerosos autores (D. Spence, 1994; R. Schaffer, 1983; R. Wallerstein,
1988; etc.) se preguntan si la verdad de una interpretación psicoanalítica no reside más
bien en su coherencia o adecuación (fit) con la narrativa del paciente.
61
4. Las transformaciones de las teorías psicoanalíticas
4.1. Perspectiva general
Todo lo que hasta ahora, en breve esbozo, acabo de describir configura un torbellino
inacabable de preguntas e interrogantes, del que acabo de dar una muestra microscópica,
acerca de las posibilidades del conocimiento humano, la función del pensamiento y la
razón, la verdad, la comunicación, la realidad, etc., que por fortuna ha repercutido
hondamente en las teorías psicoanalíticas, con lo cual se hace patente que éstas son
verdaderas teorías dirigidas a la indagación y a la aprehensión de la realidad, sea cual sea
el grado de cientificidad que se les atribuya, y no dogmas estáticos.
Por lo que hasta ahora he dicho, queda claro que Freud era un típico representante de
la modernidad, con una fe absoluta en la ciencia y con la convicción de que, con ella, el
hombre acabaría por dominar por completo no sólo la naturaleza que le rodeaba sino
también la suya propia. Su método psicoanalítico —que no ha de confundirse, como
generalmente ocurre, con el trato sumamente humano y personalizado que él ofrecía a
sus pacientes— era de carácter ascético y estaba basado en la renuncia. Los pacientes
debían renunciar a sus deseos infantiles, una vez que éstos eran comprendidos y, bajo el
influjo de la razón, acomodarse a los dictados y limitaciones de la realidad. La psicología
del yo siguió este camino: la convicción dominante era la de que el yo asimilaría
progresivamente la realidad psíquica revelada en la interpretación, adquiriendo con ello
un fortalecimiento suficiente para convertirse en invulnerable frente a las fantasías
infantiles promovidas por las pulsiones instintivas. De acuerdo con los principios
científicos propios de la modernidad, se creía que la personalidad del investigador-
analista no ejercía ningún efecto sobre aquello que estaba observando y comprendiendo.
Sólo sus palabras, si realmente se correspondían con los asuntos del mundo interno del
paciente, ejercerían un efecto curativo, o dejarían de ejercerlo en caso contrario. Pero el
propio Freud, como se puede ver en Análisis terminable e interminable (1937),
comprobó que la realidad psíquica era muchísimo más complicada. Y los continuadores
de su obra, forzados por la experiencia, han ido abandonando el esquema lineal de Freud,
típico de la perspectiva científica de su época: causa (fantasías inconscientes patógenas)
—efecto (síntomas neuróticos)— agente curativo (revelación de las fantasías
inconscientes mediante la interpretación). Con ello, se han ideado nuevas vías que
62
puedan dar mejor razón de las complejidades halladas en el trato con los pacientes, y
que, a la vez, aporten innovaciones técnicas más prometedoras (J. Nos, 1999). Algunas
de estas vías han dado lugar a las diferentes escuelas vigentes hoy en día y que antes he
citado.
Pero, en las últimas dos décadas, la penetración de la posmodernidad en el
psicoanálisis ha repercutido con particular fuerza en las teorías psicoanalíticas, dando
lugar a dos tipos de efectos. Por un lado, se han desarrollado nuevas orientaciones dentro
de la teoría y la práctica que, para algunos de sus seguidores, adquieren cierta
independencia y autonomía dentro del cuerpo general de la teoría psicoanalítica, dando
lugar a la creación de nuevas escuelas. Por otro lado, estas mismas orientaciones se han
introducido en las escuelas tradicionales y han motivado importantes transformaciones en
ellas. Naturalmente, no siempre es fácil distinguir dónde termina un efecto y dónde
comienza el otro. Asimismo, la valoración de estas nuevas ideas y de su eco en las
escuelas más tradicionales se halla sujeta a muy distintas opiniones según diferentes
autores. Así, para citar tres nombres, K. Leary (1994) es muy crítica con respecto al
posible enriquecimiento de la teoría psicoanalítica mediante la visión posmoderna,
mientras que psicoanalistas tan prestigiosos como Gill (1994) y Schaffer (1997) han
integrado progresivamente gran parte de las ideas aportadas por la cultura posmoderna en
su forma de concebir y practicar el psicoanálisis. Queda a criterio de cada uno el decidir
si estamos asistiendo a una evolución o a una revolución de las teorías psicoanalíticas.Tal vez el encuentro de la cultura posmoderna con las experiencias psicoanalíticas
acumuladas durante largos años nos puede llevar al intento de fundamentar la esencia del
proceso psicoanalítico en las necesidades del paciente, por un lado, y en aquello que
puede conocer el analista, por el otro (S. Mitchell, 1993). Este empeño nos ha de
conducir primordialmente a la búsqueda de la plena y auténtica realidad personal del
paciente, lo que tal vez podemos asimilar al «devenir 0» de Bion (1965), como uno de
los objetivos fundamentales del proceso psicoanalítico. Dice Mitchell a este respecto: «La
esperanza inspirada por el psicoanálisis en nuestro tiempo se fundamenta en el significado
personal, no en el consenso racional. El puente a través del cual se establecen las
conexiones con los otros no se halla construido sobre una realidad que se sobrepone a la
fantasía y a la imaginación, sino por sentimientos experimentados como reales,
auténticos, generados desde el interior más que expuestos externamente, en relación
estrecha con la fantasía y la imaginación» (S. Mitchell, 1993, pág. 21; la traducción es
63
mía). Lo que el paciente necesita, por tanto, no es sólo la claridad y el insight, sino
también, y primordialmente, un incremento de su capacidad para generar experiencias
reales y significativas para él. Desde este punto de vista, la salud mental ha de ser
enjuiciada en términos de creatividad más que de normalidad y adaptación al medio.
Vemos, pues, que desde esta perspectiva no se trata de dilucidar la importancia relativa
de la relación paciente-analista o del insight, sino de subrayar la precisión de la búsqueda
de una auténtica y personal experiencia del analizado.
En cuanto a la cuestión referente a aquello que el analista puede conocer de su
paciente, me parece evidente que la confianza en los conocimientos proporcionados por
el método psicoanalítico, en tanto que conocimiento científico, se ha transformado,
dentro de la atmósfera de la posmodernidad, en una actitud de incertidumbre y duda que
nos impulsa a cuestionarnos constantemente acerca de nuestro saber. Bajo el empuje de
la insatisfacción en el resultado de muchos tratamientos, de la fragilidad de nuestros
conocimientos, de los desafíos por parte del método científico (A. Grünbaum, 1993) y de
los interrogantes planteados por la cultura posmoderna, gran parte de los analistas ha
dejado de sentirse en posesión de conocimientos objetivos y universales y ha tendido a
refugiarse en sistemas de valor relativo, construidos sobre las experiencias personales y
sobre su propia subjetividad. Esta crisis de confianza en la posibilidad de conocer qué es
lo que existe en la mente del paciente, en parte generada por la práctica profesional de los
analistas y en parte por los profundos cambios sociales y culturales a que antes he hecho
referencia, ha provocado la búsqueda de respuestas en la investigación experimental, en
la fenomenología (E. Schwaber, 1983, 1990), en la hermenéutica (D. Spence, 1982; R.
Schaffer, 1976, 1983, 1992) y en el constructivismo social (I. Hoffman, 1991, 1992,
1994; S. Mitchell, 1993).
Las transformaciones en la teoría y en la práctica psicoanalíticas que he estado
comentando han dado lugar a distintas corrientes de pensamiento y orientaciones, las más
importantes de las cuales, y de las que me ocuparé más adelante, son la teoría relacional,
el interaccionismo, el intersubjetivismo y la psicología de dos personas. Aunque para
referirse a estas nuevas orientaciones se habla, a veces indistintamente, de modelos o
teorías, yo creo que se trata en realidad de metateorías, y que la mayor parte de sus
puntos de vista pueden ser aplicados al estudio de la relación paciente-terapeuta dentro
de cualquiera de las teorías psicoanalíticas más extendidas, como son el freudismo en un
sentido estricto, tal como es concebido por la escuela francesa, la psicología del yo, la
64
psicología del self, la teoría de las relaciones objetales y el kleinismo y el poskleinismo.
4.2. Cambios en la intelección de la transferencia
Ya me he referido antes, brevemente, a esta cuestión. Una de las modificaciones más
importantes que están teniendo lugar en el campo de la teoría y la práctica psicoanalíticas
es la que hace referencia a la manera de entender la transferencia. Tradicionalmente, la
transferencia ha sido vista, y creo que lo que voy a decir ha sido globalmente válido para
todas las escuelas hasta que se ha iniciado la evolución a la que me estoy refiriendo,
como una distorsión de la persona del analista al serle proyectadas las imágenes internas
del paciente (J. Strachey, 1934). El analista, por su parte, ha sido considerado como
alguien dotado de idoneidad para conservar una visión objetiva de la situación y para
advertir al analizado de los falseamientos que lleva a cabo en su relación con él. A partir
de las mudanzas en el pensamiento psicoanalítico que he estado comentando, son cada
vez más numerosos los psicoanalistas que juzgan que el impacto del analista sobre el
paciente debe examinarse sistemáticamente como parte intrínseca de la transferencia, la
cual es vista como basada en la mutua contribución de ambos participantes en
interacción. Es decir, desde esta perspectiva, la transferencia no es estimada como una
completa distorsión de la realidad del analista, sino como un hecho psíquico que tiene
siempre una significante y plausible base en el aquí y ahora de la realidad del analista
(M. Gill, 1994), el cual es un coparticipante de la misma. En otros capítulos volveré
sobre esta cuestión, central en mi concepción de la relación paciente-terapeuta.
Puede ser que este cambio en la intelección de la transferencia se halle vinculado a
una oscilación frecuente en el pensamiento psicoanalítico en cuanto al predominio del
énfasis en la cognición, por un lado, o en los afectos, por otro. Cooper (1987) piensa que
estas dos actitudes distintas son la expresión de dos visiones del mundo, científica y
romántica respectivamente. En la actualidad, y seguramente ligada a la influencia del
pensamiento posmoderno, en la cultura contemporánea en general y en el psicoanálisis en
particular, nos hallamos en un período en el que se ha incrementado la perspectiva
romántica, fuertemente devaluada durante la primera mitad del siglo xx. La actitud
cognitiva nos lleva a contemplar la transferencia como un viaje intelectual, aunque
investido muy emocionalmente, en búsqueda de una verdad escondida que es menester
descubrir. La perspectiva romántica, en cambio, nos empuja a abordar la transferencia
65
como una espléndida aventura emocional en la cual analizado y analista se sumergen
profundamente, con la esperanza de que esta inmersión les aportará una ampliación y
enriquecimiento de su personalidad. Desde este punto de vista, no se persigue tanto el
hallazgo y la revelación como la creación de significados, el reconocimiento de la
auténtica subjetividad y la posibilidad de nuevas experiencias. La idea de la transferencia
como la repetición, en la relación con el analista, de antiguas vivencias infantiles es, por
tanto, un modelo «histórico», puesto que se fundamenta en la historia antigua del
analizado, la cual ha de ser reconstruida, comprendida e interpretada. La importancia de
esta perspectiva descansa en la posibilidad de librar al analizado de arcaicos conflictos
intrapsíquicos que perturban su mente. En el modelo de la transferencia como una nueva
experiencia, en cambio, lo importante es su plena vivencia y comprensión y, en ella, la
reparación del llamado defecto o déficit como huella de un desarrollo alterado, constituye
el objetivo primordial. Naturalmente, los dos modelos no son exclusivos, sino que se
combinan y complementan, aun cuando poseen un distinto peso, de acuerdo con la
orientación de cada psicoanalista.
Esta evolución en la teoría acerca de la transferencia no es ajena a la progresiva
pérdida de prestigio del concepto de neurosis de transferencia en la literatura
psicoanalítica. Hoy en día, pensamos más en términos de respuestastransferenciales, en
las que las relaciones del self con los objetos internos y las de éstos entre sí se reflejan en
la relación con el analista.
4.3. La repercusión de los estudios acerca de la relación niños-padres
Desde los inicios del psicoanálisis se ha venido utilizando la metáfora de la relación
madre-bebé para comprender mejor la situación analítica. Esta manera de abordar el
proceso psicoanalítico se ha incrementado progresivamente en los últimos años. Creo que
gran parte de la evolución que se ha producido en este sentido se debe a los
conocimientos adquiridos a través de la observación e investigación de la interacción
padres-niños. Ello ha dado lugar a que el tratamiento psicoanalítico sea comparado cada
vez más a un proceso de desarrollo, similar al que viven los niños en su relación con los
padres, lo cual se ha reflejado vigorosamente en la manera en que los analistas disciernen
las vicisitudes de la transferencia y los efectos de sus intervenciones.
Es menester señalar que también en esta misma área se está produciendo una
66
evolución significativa. Mayes y Spence (1994) señalan que existen dos formas de utilizar
la metáfora del desarrollo infantil: la ingenua y la informada. Habitualmente se ha
utilizado de una forma ingenua, según la visión que cada analista ha tenido de las
relaciones del niño con sus primeros cuidadores. Se trata de una actitud adoptada
voluntariamente, en la que el analista siente que está tratando a su paciente como si fuera
un hijo o hija a quien ha de cuidar. El uso informado de la metáfora, que
progresivamente ha de llevar a cambios en la aprehensión de la relación analítica,
descansa en el conocimiento de las investigaciones en torno a la interacción niños-padres
(Daniel Stern, 1978, 1991, 1997; R. Emde, 1990). En la aplicación informada del
modelo padres-infante, no se trata de adoptar intencionalmente una actitud parental en la
relación con el paciente al cual se percibe como un hijo o hija, sino de utilizar en cada
momento los conocimientos proporcionados por las actuales investigaciones, a fin de
comprender mejor los movimientos transferenciales del paciente y sus necesidades
emocionales. Esto, en el empleo informado de la metáfora, nos lleva a tener en cuenta
que nuestro verdadero papel como terapeutas no es el de elegir deliberadamente una
actitud materna o paterna, como tanto se ha venido haciendo en la práctica
psicoanalítica, sino el de servirnos de nuestros conocimientos actuales acerca del
desarrollo infantil. Para poner un ejemplo de lo que estoy diciendo, la utilización
informada de la metáfora nos permite no olvidar, como suele ocurrir en su empleo
ingenuo, que los bebés y los niños se valen en gran manera del sentido de la vista para
captar los estados afectivos de sus padres y los mensajes transmitidos por ellos, así como
para percibir la respuesta de éstos frente a sus propios mensajes y la expresión de sus
sentimientos. Y que, por tanto, un paciente tendido en el diván, privado casi por
completo de información visual, se puede encontrar en una situación no sólo muy
confusa y difícilmente inteligible para él, sino incluso aterrorizadora si el analista se
empeña en relacionarse de una manera estricta según el modelo de la relación padres-
hijo, en la realidad de la cual el bebé y el niño se relacionan no únicamente mediante la
verbalización y la audición, sino también a través de la visión, el tacto, el olfato, la
cenestesia y múltiples contactos corporales. No creo aventurado pensar que, en realidad,
sólo los pacientes con unos objetos internos suficientemente constantes, estables y
protectores pueden soportar, en los momentos de regresión, la frustración que supone la
ausencia de indicaciones visuales que confirmen la presencia del objeto, de manera que
sea factible suponer que las experiencias que están viviendo en la situación analítica son
67
verdaderamente equivalentes, para ellos, a las que vivieron en una época determinada de
su vida.
Pienso que la utilización de la metáfora informada ha contribuido, en gran manera, a
un replanteamiento de las indicaciones de algo que hasta el momento se ha considerado
casi una condición sine qua non del tratamiento psicoanalítico: el empleo del diván con
los pacientes adultos (J. Lichtenberg, 1995; J. Grotstein, 1995; J. Gedo, 1995; A. Frank,
1995). Es éste un asunto del que no me ocuparé en este libro, pero sí quiero señalar
ahora que el hecho de que se haya constituido en un tema de debate es también el
resultado de uno de los cuestionamientos e interrogantes sobre la teoría y la práctica
psicoanalíticas que se han dado en los últimos años: el del abandono de la imagen del
analista como un investigador objetivo, neutro, imparcial y poseedor de la verdad, que se
limita a observar lo que ocurre en la mente del paciente, sustituida por la imagen del
analista como un coparticipante en el proceso y como alguien sometido a una radical
incertidumbre. Creo que el hecho de ver más hacedero, y más conveniente en muchos
casos, el análisis «cara a cara», tiene mucho que ver con esta imagen «transformada» del
analista.
4.4. Modificaciones en las metas de la terapéutica psicoanalítica
Es necesario subrayar que todas las transformaciones en la teoría desembocan, en
última instancia, en sucesivas modificaciones de las llamadas «metas» del proceso
analítico, el estudio de las cuales constituye, en realidad, un verdadero compendio de la
historia del psicoanálisis (H. Modell, 1990; M. Gill, 1994; J. Sandler y U. Dreher, 1996;
R. Schaffer, 1997). En consonancia con las perspectivas que yo he presentado a lo largo
de este capítulo, me parece que, en la actualidad, lo que los analistas deben tener en
mente son «expectativas» de aquello que va a producirse a través del proceso analítico,
más que metas en el sentido de algo más o menos idealizado que debería alcanzarse. Por
un lado, podemos decir que ahora somos más modestos en nuestras ilusiones
terapéuticas, tema que abordaré de nuevo en el segundo capítulo. Gran parte de los
analistas no creen que puedan resolverse los conflictos intrapsíquicos totalmente, sino
que lo que se consigue es que el analizado construya nuevas formas de adaptación frente
a ellos. Tal vez muchos de nosotros tendemos más bien a no esperar que, aun cuando se
produzca una cierta nueva configuración de las relaciones objetales internas, ello
68
presuponga una modificación de la estructura mental básica de nuestros pacientes, y
sabemos que los rasgos caracterológicos difícilmente cambian, pero sí que pueden ser
empleados de una forma más constructiva y satisfactoria, de la misma manera que la
desintegración del átomo puede ser utilizada para construir centrales atómicas
generadoras de energía útil y no para destruir a la humanidad. Por cierto que, al exponer
este ejemplo, tengo muy en cuenta la objeción de que tal vez, a la larga, esta utilización
positiva de la energía atómica pueda resultar tanto o más destructiva que el empleo de la
misma con fines bélicos, pero ésta es otra cuestión que entra de lleno en la crisis de la
modernidad y del pensamiento tecnológico.
Por otro lado, en cambio, creo que nos es más beneficioso el reconocimiento de la
limitación de nuestros poderes «curativos», ya que tal vez desde esta perspectiva es
válido decir que incluso podemos ser más ambiciosos. Al saber que nunca nos es posible
ser totalmente objetivos, estamos en mejores condiciones para percatarnos de la manera
en que nuestra subjetividad está impactando continuamente en los procesos mentales de
nuestros analizados y, por tanto, podemos comprender mejor el desarrollo de su
transferencia como algo en lo que nosotros participamos y creamos conjuntamente. Al
aceptar la imposibilidad de ser plenamente neutrales, podemos alcanzar una neutralidad
significativa teniendo muy presente, en cada instante, los estímulos que representan para
el analizado los oscilantes matices de nuestra sesgada neutralidad. No ponemos tanta
esperanza como antes en la resolución de los conflictos intrapsíquicos ymenos todavía
en la posibilidad de librar al paciente de toda ansiedad y de dotarle de una perfecta salud
mental. Pero creemos, con otra suerte de optimismo, en el análisis como una excitante y
prometedora aventura personal —en realidad bipersonal— que proporciona al analizado
la oportunidad, que nosotros compartiremos con él, de encontrarse a sí mismo, de
descubrir su autenticidad y de iniciar un nuevo desarrollo mental.
69
L
Capítulo II
El objetivo de la relación paciente-terapeuta: el cambio psíquico
a terapéutica psicoanalítica aspira a ayudar al paciente a superar sus dificultades a
través de promover en él un cambio psíquico. Podemos decir que, con la finalidad
de alcanzar este cambio psíquico, paciente y terapeuta entablan una relación tan estrecha
y compleja como la que iremos viendo a lo largo de este libro. Por eso la cuestión del
cambio psíquico ha sido siempre un tema de la máxima importancia dentro de la teoría y
la práctica del psicoanálisis. El 37º Congreso de la Asociación Psicoanalítica
Internacional, celebrado en Buenos Aires en 1991, estuvo dedicado al tema «Cambio
psíquico: Desarrollos en la teoría de la técnica psicoanalítica»; las comunicaciones
presentadas se publicaron en el vol. 73 del International Journal of Psycho​analysis. Sin
embargo, se trata de un asunto muy complejo, que dista mucho de estar resuelto y sobre
el cual existe una gran diversidad de opiniones y múltiples dudas. No es difícil suponer
que, por las razones que he expuesto en el primer capítulo, esta diversidad en las
opiniones y estas dudas han sufrido un notable incremento en el momento actual. Se nos
plantean dos preguntas fundamentales: ¿es posible el cambio psíquico? Y, en caso
afirmativo, ¿en qué consiste tal cambio? Desafortunadamente, no estoy en condiciones
de responder con absoluta claridad y certeza a ninguna de estas dos preguntas. Pero,
dado que podemos afirmar que lograr un cambio psíquico en el paciente es el objetivo
que persiguen éste y el terapeuta con su relación, creo que es obligado dedicar algunas
reflexiones a este problema.
70
1. Introducción al problema del cambio
Lo primero que quiero señalar es que cuando hablamos de cambio psíquico solemos
hacerlo con tanta naturalidad y despreocupación como si esta cuestión del cambio, en el
sentido general del término, fuera la cosa más elemental y comprensible del mundo, pese
a que, en realidad, es todo lo contrario. Yo creo que los psicoanalistas hemos de
acostumbrarnos a manejar con especial cuidado aquellas ideas que pertenecen al acervo
común de las ciencias y de la cultura, de manera que tengamos en cuenta lo que sobre
ellas opinan las ciencias y las humanidades, en lugar de utilizarlas como si fuera algo de
nuestra exclusiva incumbencia y sobre lo que nadie se hubiera pronunciado todavía.
El planteamiento de la naturaleza del cambio, las preguntas acerca de qué es el
cambio e incluso las dudas acerca de si realmente es posible el cambio, son asuntos que
desde muy antiguo han preocupado a filósofos y científicos y que distan mucho de estar
totalmente solventados.
No es tarea nuestra, en tanto que psicoanalistas, adentrarnos profundamente en los
problemas científicos y epistemológicos con que nos enfrenta el concepto mismo del
cambio, pero sí creo que el hecho de no olvidar las complejidades que presenta la misma
idea del cambio y las incertidumbres y enigmas que suscita nos ayudará a precisar mejor
aquello que hemos de entender por cambio psíquico, así como las relaciones entre éste y
el concepto de modificación estructural.
La preocupación por el problema del cambio comenzó ya con los filósofos
presocráticos, siendo Parménides de Elea (siglos vi-v a. C.) y Heráclito de Éfeso (siglos
vi-v a. C.) los dos máximos representantes de la discusión sobre este tema. Es menester
advertir que los filósofos griegos se preocupaban especialmente por cuestiones relativas al
conocimiento de la naturaleza, y no por problemas puramente abstractos y sin relación
con la ciencia, por lo cual la filosofía helénica puede ser incluida plenamente, en su
mayor parte, dentro de lo que hoy denominamos filosofía de la ciencia. Para la
descripción de las ideas de estos filósofos me basaré, en gran parte, en la exposición que
hace Popper (1994a).
Para Parménides, la noción de cambio nos introduce ya en un problema lógico.
Lógicamente no es posible el cambio, nos dice, ya que una cosa no puede cambiar sin
perder su identidad. Si sigue siendo la misma cosa no cambia, y si pierde su identidad
entonces ya no es esa cosa que ha cambiado, sino que es otra cosa. En realidad, esta idea
71
de Parménides acerca de la imposibilidad del cambio depende de su filosofía del ser. Para
él, el ser no tiene un pasado, porque el pasado es aquello que ya no es, ni tampoco un
futuro, que todavía no es. El ser es un presente eterno, sin comienzo ni final. Como
consecuencia, el ser es inmutable e inmóvil, porque tanto la movilidad como la mutación
suponen un no ser hacia el cual tendría que moverse el ser o hacia el cual debería
transmutarse. Parménides resolvió la cuestión de los cambios que podemos observar con
su doctrina de la identidad de los opuestos, afirmando que tales cambios son sólo
aparentes. El cambio es la transición de un opuesto a otro, pero si los idénticos son
opuestos, aunque parezcan diferentes, entonces el cambio es sólo aparente. Para
Parménides, el error que lleva a creer en la posibilidad del cambio consiste en no tener en
cuenta que los opuestos hay que pensarlos como incluidos en la unidad superior del ser:
los opuestos en ambos casos son «ser», y así, en la medida en que están englobados en
el ser, todos los fenómenos que se nos presentan aparentemente como cambiantes están
en realidad inmovilizados y petrificados en la inmovilidad del ser. Para Parménides, sólo
existe el ser, lo que no es no es, la nada no es, por tanto el vacío no existe, y el mundo es
pleno, indiviso e inmóvil, puesto que toda división significaría la existencia de un vacío
que separa las partes. El movimiento no puede darse en un mundo semejante, el cambio
no es más que una ilusión.
El dilema que se nos plantea, por tanto, es el de que aquello que ha de cambiar ha de
seguir siendo lo mismo, de manera que mientras cambia la cosa cambiante ha de seguir
siendo idéntica a sí misma (K. Popper, 1994a). De lo contrario, no podríamos hablar de
cambio, sino de sustitución de una cosa por otra. Así, cuando los psicoanalistas y
psicoterapeutas decimos que un paciente A ha cambiado y señalamos, por ejemplo, que
en un principio eran predominantes en él las actitudes de hostilidad y desconfianza hacia
el terapeuta, mientras que ahora expresa confianza y sentimientos de sentirse
comprendido, sin duda queremos manifestar que este paciente A, de quien decimos que
ha cambiado, es el mismo paciente A anteriormente desconfiado y hostil, pese a que no
exprese por más tiempo tales sentimientos y actitudes que le caracterizaban, pero no nos
referimos a que haya sido sustituido por otro paciente B, el cual acude ahora a las
sesiones que correspondían antes al paciente A. Por tanto, al hablar de que el paciente A
ha cambiado queremos significar que ha conservado su identidad a través del cambio,
aun cuando en este momento son predominantes en él características distintas. Pero las
cosas no son simples. Si el paciente A actual no presenta ahora la hostilidad y
72
desconfianza que le distinguían y personalizaban anteriormente, ¿podemos decir
verdaderamente que se trata del mismo paciente? A fin de cuentas, en el lenguaje
habitual, para indicar que alguien ha cambiado mucho solemos decir que «es otro». Tal
vez las consideraciones que seguirán ayudarán a aclarar esta pregunta.
Heráclito sostiene la doctrina contraria a Parménides. Heráclito se planteó el
problema del cambio y del conocimiento. Para Heráclito todo fluye y nada está en
reposo, las cosas están en movimiento constante, aunque nuestros sentidos no se
percaten de ello. Son bien conocidos dos de sus fragmentos más famosos: «No podemosbañarnos dos veces en el mismo río y no se puede tocar dos veces una sustancia mortal
en el mismo estado, sino que a causa de la impetuosidad y la velocidad de la mutación se
recoge y se dispersa, viene y va»; y «Bajamos y no bajamos al mismo río, nosotros
mismos somos y no somos». El río es, aparentemente, siempre el mismo, pero, en la
realidad, las aguas en las que podemos sumergirnos siempre no son las mismas que
aquellas en las que nos sumergimos la primera vez, y nosotros mismos también
cambiamos y somos alguien distinto al que éramos cuando comenzamos a sumergirnos.
Desde este punto de vista, Heráclito también pudo decir que somos y no somos porque
para ser lo que somos en un momento determinado debemos no-ser-ya aquello que
éramos en el instante precedente, y para continuar siendo debemos no-ser-ya aquello que
somos en cada momento. Para Heráclito, no existen los cuerpos sólidos: no hay cosas,
sino procesos que fluyen, que son como una llama que bajo la apariencia de una forma
definida es un proceso, un río que discurre incesantemente. Heráclito adjudicó al fuego la
naturaleza de todas las cosas, debido a que el fuego expresa de manera convincente las
características de la mutación continuada. El fuego es movimiento y cambio
ininterrumpido, en una continuada transformación del combustible en llamas, calor, humo
y cenizas. Todas las cosas son como llamas, y la aparente estabilidad de las cosas se
debe únicamente a la armonía y regularidad del logos que regla y ordena todos los
acontecimientos del mundo. Porque, para Heráclito, este fuego siempre cambiante es
como un rayo que gobierna todas las cosas, y lo que gobierna todas las cosas es
inteligencia, es razón, es logos (G. Reale y D. Antiseri, 1988).
Otro filósofo presocrático, Demócrito de Abdera (460 a. C.), que intuyó genialmente
el concepto de átomo, aborda el problema del cambio conjugando hasta cierto punto las
teorías de Parménides y las de Heráclito. Para Demócrito, el mundo está compuesto de
partes, partículas pequeñas que no son descomponibles en otras, que llamó a-tomos (en
73
griego a-tomos significa indivisible), y por eso el mundo no puede ser pleno y por tanto el
vacío existe. El vacío es tan necesario como lo lleno. Sin vacío los átomos no podrían
diferenciarse y ni siquiera moverse. Átomos, vacío y movimiento constituyen la
explicación de cualquier fenómeno de la naturaleza. Todo cambio se debe a las distintas
posiciones y agrupamientos que los átomos ocupan en el espacio. De acuerdo con esto,
todo cambio es movimiento. Demócrito se adelantó a la moderna ciencia de la naturaleza
al reducir el problema del cambio al desplazamiento de átomos en el espacio. Es evidente
que, para nosotros, los átomos de Demócrito son las partículas elementales que los
constituyen y que la física cuántica ha puesto de relieve. La teoría del cambio de
Demócrito fue aceptada por Platón y rechazada por Aristóteles, para quien el cambio es
la expresión de potencialidades inherentes a la sustancia que en sí misma permanece
inmutable. Pese a Aristóteles, la teoría de Demócrito según la cual todo cambio debe ser
explicado por el movimiento, ha sido aceptada por la física hasta la actualidad, aunque
modificada por los nuevos descubrimientos, más concretamente, por las leyes
newtonianas del movimiento, las hipótesis de Faraday y Maxwell acerca de los campos
cambiantes de fuerzas magnéticas y eléctricas,3 y la teoría de la relatividad einsteiniana,
según la cual todos los movimientos son relativos al sistema de referencia en el cual se
halla el observador que los mide. Popper (1994a) considera muy válida la siguiente
solución al problema del cambio que él atribuye a Heráclito: «No hay cosas (inmutables):
lo que se nos presenta como una cosa es un proceso. En realidad, un objeto material es
como una llama, pues ésta parece ser una cosa material, pero no lo es; es un proceso,
está en flujo; la materia pasa a través de ella, es como un río. Así, todas las cosas
aparentemente estables, o más o menos estables, se hallan realmente en flujo, y algunas
de ellas —las que realmente parecen estables— están en flujo invisible» (K. Popper,
1994a, pág. 200).
Yo creo que para los psicoanalistas, que hablamos siempre de proceso psicoanalítico,
esa idea de que no hay nada inmutable y de que todo se halla en permanente estado de
flujo, como una llama, es particularmente atractiva. Éste es nuestro concepto de la
mente. No consideramos la mente como algo estático y fijado de una vez para siempre,
sino como un conjunto de funciones psíquicas en continuo movimiento, el resultado de
una constelación de pulsiones, fantasías, emociones, deseos y ansiedades que
interaccionan constantemente entre sí y con los estímulos que provienen del mundo
externo y del propio organismo, una llama que arde desde el principio al fin de nuestros
74
días. Concebimos la mente como algo que se halla en un estado de movimiento
ininterrumpido, y ya hemos visto que, para las ciencias de la naturaleza, el movimiento es
cambio. Por tanto, nuestros pacientes (es decir, su mente) pueden cambiar, puesto que
desde esta perspectiva el cambio es posible porque la mente es dinámica, es movimiento,
pero a la vez continúan siendo ellos mismos a través del cambio, dado que el hecho de
cambiar no altera fundamentalmente la identidad de una cosa que, en sí misma, es
movimiento y cambio en una y otra dirección. Lo que se ha modificado en los pacientes
de los que decimos que han cambiado, porque sus ansiedades han disminuido, porque
han desarrollado una nueva capacidad de amar o porque sus defensas se han
flexibilizado, es el sentido, el equilibrio y la configuración de este constante movimiento
de funciones psíquicas que constituyen nuestra mente. Todo lo cual nos lleva a la noción
de estructura —de la que ya me he ocupado brevemente en el primer capítulo y de la
que me seguiré ocupando en éste y otros capítulos—, puesto que toda función revela una
determinada estructura de los elementos que intervienen en ella y, consecuentemente,
todo cambio de función refleja una modificación de la estructura.
Lo que posibilita el cambio de una cosa es el hecho de que posea estructura, puesto
que el cambio se debe, en última instancia, a la modificación de la estructura —es decir,
de la manera en que están relacionados entre sí, según ciertas reglas, los diversos
elementos y funciones que componen esta cosa— pero sin que deje de ser esa misma
cosa, dado que los elementos constitutivos de la estructura continúan siendo los mismos.
Cuando los elementos constitutivos quedan sustituidos por otros, no puede hablarse de
cambio en sentido estricto. Así, por ejemplo, no podemos decir que una planta es una
semilla que ha cambiado, sino que lo que antes era semilla ha devenido una planta. Una
planta no es una semilla, pero una planta que crece y florece, o se marchita y pierde
hojas, continúa siendo la misma planta.
75
2. El concepto de estructura
El planteamiento de cambio psíquico, por tanto, lleva siempre implícita consigo la
idea de estructura, ya que si hablamos de cambio psíquico nos hemos de referir,
forzosamente, a que la configuración y el funcionamiento de la mente se han modificado
de alguna manera, lo cual comporta suponer que ésta se halla constituida por elementos
que están relacionados y organizados entre sí de una forma determinada y que esta
relación y esta organización se han modificado, con lo que nos enfrentamos a la noción
de estructura.
A veces se dice que cualquier cosa, a condición de que no sea amorfa, posee
estructura. Esta proposición parece muy clara y decisiva, pero he de hacer la observación
de que se trata de una proposición engañosa, que sólo es una tautología, porque con ella
lo que se dice es, sencillamente, que aquello que no tiene estructura no la tiene (J.
Ferrater Mora, 1979). Sin embargo, a mí me parece evidente que la mente no es amorfa,
porque nosotros nos sentimos a nosotros mismos extraordinariamente complejos y
compuestos por diversos tipos de deseos, emociones, pensamientos, etc.A partir de aquí,
pues, y aun cuando el problema de la estructura es formidablemente enrevesado,
deberemos entendernos presuponiendo, al menos como hipótesis de trabajo, que la
mente tiene una determinada estructura, entendiendo por estructura algún grupo de
elementos relacionados entre sí de acuerdo con determinadas reglas, o algún conjunto o
grupo de elementos funcionalmente correlacionados. Por otro lado, dice Ferrater Mora,
la estructura ha de entenderse como un conjunto o grupo de sistemas, de manera que los
sistemas funcionan en virtud de la estructura que tienen. Desde esta perspectiva,
podemos abordar la visión de la estructura de la mente tanto a partir de la manera en que
están ordenados entre sí los diferentes elementos que supuestamente la constituyen,
como desde el punto de vista de las funciones mentales, organizadas y vinculadas entre
ellas según determinadas pautas. Dado que la mente no es visible, lo que sí podemos
detectar son sus funciones, tales como la memoria, la atención, el deseo, las emociones,
etc., y a través de estas funciones conjeturar la existencia de una estructura de la que son
expresión. Por otro lado, puesto que toda función tiene una forma constante de
realización y unos objetivos, pone de manifiesto por sí misma la existencia de una
estructura.
En la teoría psicoanalítica, la perspectiva clásica de la estructura de la mente es la que
76
nos da Freud con su división tripartita del aparato psíquico en ello, yo y superyó. Ésta es
conocida como la teoría estructural de Freud. Pero importa advertir que, para muchos
autores, no es lo mismo el modelo tripartito de Freud que el concepto de estructura
aplicado a la mente humana. Así, Beres (1965) piensa que a partir del modelo tripartito
de Freud se ha cosificado el término estructura y se le ha dado un significado mucho más
amplio del que pretendía Freud, y cree que sería mejor hablar de la teoría funcional del
psicoanálisis. F. Schwartz (1981) afirma que los criterios definidores de estructura son, a
la vez, organización y función, ya que el funcionamiento de un sistema dinámico es una
parte de su definición. Gill (1963), por su lado, distingue entre estructura y funciones, y
utiliza el término «modo de función» cuando se refiere al proceso, y «modo de
organización» cuando se refiere a la estructura. En este sentido, Rapaport y Gill (1959)
hablan de estructuras como pautas establecidas en el flujo de los procesos de los cuales
inferimos aquéllas, y como configuraciones internas por medio de las cuales los procesos
mentales tienen lugar. Gill también emplea el término «macroestructuras» para referirse
al nivel de abstracción estructural delimitado por el modelo tripartito, mientras que habla
de «microestructuras» en relación con los elementos psíquicos organizados, conscientes
o inconscientes, tales como huellas mnémicas, deseos y representaciones del self y de los
objetos.
Creo, por tanto, que el concepto de estructura subyacente a las funciones psíquicas
es imprescindible. Además de su poder explicativo como hipótesis de trabajo, este
concepto establece vías de enlace entre el psicoanálisis y la investigación en
neurofisiología y psicología cognitiva. En ocasiones se dice que el concepto de estructura
en psicoanálisis no es más que una metáfora, pero no creo que forzosamente haya de
pensarse que esto es así. En este sentido, A. Schwartz (1988), en un documentado
estudio, revisa diversos trabajos de neurofisiología que se han centrado en la existencia
de organizaciones neuronales y neuroquímicas del cerebro, estructuradas y difícilmente
modificables. Es de gran importancia para el psicoanálisis el hecho de que la
neurofisiología haya comenzado a establecer que las representaciones mentales tienen un
fundamento detectable, biológico y celular. Dice A. Schwartz que de esta noción de que
las representaciones mentales dependen de manera concreta de estructuras materiales,
entidades anatómicas y neurofisiológicas, derivan dos consecuencias: que estos registros
son duraderos y que, si no lo son, ello comporta un déficit de las funciones psíquicas.
Estos trabajos sugieren que el concepto general de estructura psíquica se halla en la
77
frontera entre el soma y la psique, y que esta estructura psíquica está en estrecha relación
con la organización neurobiológica. Piensa también este autor que de algunos de estos
trabajos se deduce que las variaciones en el input, a causa de los estímulos ambientales y
de las relaciones interpersonales durante los primeros períodos de crecimiento, pueden
tener profundos y permanentes efectos sobre la estructura cerebral y sus funciones (M.
Reiser, 1985). Pese a las diferencias reales entre estructura neurofisiológica y estructura
psíquica, no es excesivamente aventurado suponer la existencia de algún paralelismo
funcional entre una y otra.
Como un ejemplo de la trascendencia de las investigaciones a las que me estoy
refiriendo, podemos considerar que ante algunos descubrimientos de tipo neurofisiológico
o neuroquímico en ciertas enfermedades mentales, pongamos por caso la esquizofrenia,
no es válido afirmar con toda seguridad, como con tanta frecuencia se hace por parte de
los partidarios de la psiquiatría biológica en su extremo más radical, que tales
disfunciones son las responsables exclusivas de las alteraciones emocionales y de las
relaciones interpersonales propias de esta enfermedad. Frente a tales descubrimientos
cabe pensar, en un sentido contrapuesto pero complementario, que a su vez las
primerizas alteraciones emocionales y de las relaciones interpersonales en los niños que
más adelante, en la adolescencia o en la edad adulta, desarrollarán una psicosis
esquizofrénica, son las que dan lugar a la configuración anómala de determinados
circuitos neuronales que provocarán, quizá de manera irreversible, ciertas organizaciones
psicopatológicas. Favorecen este punto de vista los ya clásicos estudios de Spitz sobre
hospitalismo (1965). Desde las investigaciones de este autor, sabemos que los bebés con
carencia afectiva no sólo se desarrollan, a todos los niveles, más lentamente, y presentan
una mayor morbilidad y mortalidad que los bebés criados en un medio suministrador de
la cantidad de afecto y estimulación que podemos considerar adecuada, sino que
también, a partir de cierto nivel de carencia grave, en aquellos que sobreviven el retardo
mental es ya irreversible, prueba indudablemente sólida de que las experiencias
emocionales dan lugar a la formación de algunas interrelaciones neuronales y
bioquímicas, por tanto de estructuras, que se han estabilizado de manera inmodificable.
Con relación a este soporte que las investigaciones neurofisiológicas pueden
proporcionar a las teorías psicoanalíticas, considero interesante transcribir algunas
manifestaciones de E. Kandel en su trabajo «From Metapsychology to Molecular
Biology. Explorations into the Nature of Anxiety». Dice Kandel, después de haberse
78
referido a las dificultades del psicoanálisis para la verificación experimental de sus teorías:
«Yo también pienso que la emergencia de una neuropsicología empírica de la cognición
basada en la biología celular puede producir un renacimiento del psicoanálisis científico.
Esta forma de psicoanálisis puede fundarse en hipótesis teóricas más modestas que las
que se han aplicado hasta el momento, pero que pueden ser más demostrables a causa de
su mayor proximidad a la investigación experimental» (pág. 1.282; la traducción es mía).
Más adelante se refiere a las bases neurofisiológicas de la ansiedad crónica y a la
posibilidad de que sean modificadas por experiencias psicoterapéuticas: «El modelo que
yo he considerado enfatiza la interrelación celular de la ansiedad anticipatoria y crónica
[…] Ambas formas de ansiedad estimulan el refuerzo de las conexiones a través de la
modulación de la transmisión sináptica. […] Yo he sugerido que el aprendizaje normal, el
aprendizaje de la ansiedad y la disolución de este aprendizaje a través de la intervención
psicoterapéutica pueden involucrarcambios duraderos, funcionales y estructurales en el
cerebro» (E. Kandel, 1983, pág. 1.291; la traducción es mía).
Dewald (1993) ha propuesto una ingeniosa metáfora para una mejor comprensión del
concepto de estructura psíquica al decir que podemos suponer que ésta tiene algunas
cualidades propias del lenguaje escrito. De acuerdo con esta metáfora, las letras
individuales del alfabeto pueden representar la base específica de las funciones
individuales en su nivel más primitivo de desarrollo. Grupos de letras se organizan en
palabras que tienden a persistir en su distribución y sistematización, y representan
algunas de las funciones intermedias de la estructura. El agrupamiento de las palabras en
frases, proposiciones y párrafos, y su utilización para expresar una amplia variedad de
significados e ideas correspondería, dentro de esta metáfora, a los más abstractos y
elevados niveles de organización de las funciones mentales.
En mi opinión, resulta útil diferenciar entre estructuras psíquicas nucleares y
estructuras psíquicas derivadas o secundarias. Las estructuras psíquicas nucleares son
aquellas que se crearon durante las primeras fases del desarrollo infantil. Estas
estructuras son muy difícilmente influibles, obedecen a las pautas del proceso primario y
tienden a permanecer inconscientes. Con la maduración del aparato psíquico a partir de
tales estructuras nucleares, evolucionan otras estructuras más complejas especialmente
ligadas a las emociones, los conflictos intrapsíquicos y las defensas, así como a los
procesos de relación interpersonal y de adaptación. Estas estructuras más evolucionadas,
aunque están enraizadas en las estructuras nucleares en su base, son significativamente
79
más influibles por las experiencias reales de la relación interpersonal y de la cotidianidad
de la existencia. Esto explica la gran variedad con que las estructuras psíquicas se reflejan
en conflictos, defensas y pautas de comportamiento.
Desde el punto de vista de la teoría kleiniana, creo que aquello que configura las
estructuras psíquicas es, por un lado, el grado de incorporación del buen objeto en el yo
y la representación del self y, por el otro, las relaciones del self con los objetos internos y
de los objetos entre sí. Dado que los objetos son, en un primer momento, la fantasía
inconsciente de una relación con una presencia concreta que satisface una pulsión o la
frustra y provoca un sufrimiento, acompaña o abandona, protege y ama o amenaza
peligrosamente, para más tarde evolucionar estas presencias concretas hacia la formación
de símbolos y, por tanto, de relaciones simbólicas, podemos decir que las fantasías
inconscientes, desde la perspectiva kleiniana, constituyen la estructura psíquica básica.
Si intentamos ahora precisar un poco más el concepto de estructuras psíquicas, creo
que podemos definirlas como núcleos de funciones suficientemente diferenciadas entre sí
como para poder ser delimitadas individualmente. Ya me he referido a la teoría tripartita
de Freud a este respecto. Podemos decir, por tanto, que una estructura es un conjunto de
funciones estables, vinculadas entre ellas y de un nivel de organización superior a otros
elementos psíquicos, menos extensos, que son el resultado de las mismas (L. Rangell,
1988). Asimismo, pienso que también podemos considerar la existencia de
macroestructuras, como son el ello, el yo y el superyó, dentro de cada una de las cuales
podemos distinguir determinadas microestructuras. Otra perspectiva estructural, que no
excluye la primera sino que se combina con ella y la completa, viene dada por el
entramado de las relaciones objetales internas, del que ya he hablado antes. Creo que las
fantasías inconscientes de las relaciones del yo con los objetos internos y las de éstos
entre sí son la materia prima con la que se construyen las estructuras psíquicas.
Algo que considero fundamental tener en cuenta es el hecho de que, como dicen
Rapaport y Gill (1959), las estructuras psíquicas son grupos de organizaciones mentales
de cambio muy lento que establecen pautas de continuidad y permanencia en el
transcurrir ininterrumpido de los procesos mentales. Tal continuidad y permanencia es
aquello que dota a cada sujeto de unas formas de funcionamiento y de respuesta mental
relativamente repetitivas y peculiares. Por tanto, podemos decir que estas estructuras son
conservadoras, en el sentido de que se oponen al cambio y tienden a permanecer
invariables y a perseverar en su estado. Aun cuando son relativa y parcialmente
80
susceptibles de modificación, tanto por razones internas como por experiencias
interpersonales, estas modificaciones son siempre lentas y de difícil consecución. Es muy
posible que las estructuras nucleares sean, al menos en gran medida, inmodificables por
cualquier experiencia, incluida la psicoanalítica. De su nivel de organización y
funcionamiento, así como de las relaciones que entre sí mantienen estas estructuras,
depende el grado de patología o de salud mental de cada sujeto. Dado que su
funcionamiento es predominantemente inconsciente, los estímulos y vivencias que
inciden sobre ellas poseen una mayor o menor aptitud para producir respuestas y
modificaciones de acuerdo con su significado inconsciente. La terapéutica psicoanalítica
es el método a través del cual se intenta producir un cambio en las estructuras psíquicas
del paciente. Y al decir cambio me refiero tanto al cambio «microscópico» que puede
darse en cada una de ellas, como al cambio más extenso de las relaciones de los diversos
núcleos estructurales entre sí. En la actualidad, como ya he dicho en el primer capítulo,
esta esperanza de un cambio profundo en la estructura psíquica del paciente, el llamado
cambio estructural, ha sido abandonada por muchos psicoanalistas, sustituida por la del
descubrimiento y expresión de la autenticidad del paciente (el verdadero self de
Winnicott), la adquisición de nuevas pautas de relación con los otros y con uno mismo,
así como la utilización de la estructura básica con otra modulación y otros objetivos. El
cambio de estructuras se suele considerar más posible respecto a las estructuras
secundarias, a las que ya me he referido. Seguiré hablando de ello.
81
3. Dificultades que plantea la noción de cambio psíquico
Frente a las afirmaciones que he realizado en los párrafos anteriores surge una seria
objeción. Si consideramos que las estructuras son pautas estables en el flujo continuado
de los procesos psíquicos, suponiendo, como he dicho antes, que se hallen entrelazadas
con una determinada base biológica, ¿de qué manera nos explicamos la posibilidad de
cambio en el curso del proceso psicoanalítico? J. Sandler y A. M. Sandler (1993),
quienes juzgan que el cambio psíquico consiste esencialmente en un cambio estructural,
intentan resolver la cuestión diferenciando entre cambio estructural en el sentido estricto
y cambio en la organización estructural, y éste último, en su opinión, es el único cambio
verdaderamente factible. Piensan estos autores que los cambios en el funcionamiento del
yo, tal como podemos ver en la regresión, no involucran necesariamente un cambio en la
estructura del mismo, sino más bien la puesta en marcha de previas estructuras que
habían sido inhibidas en el curso del desarrollo, proceso que ellos denominan la pérdida
de la autonomía funcional. En contraste con esta pérdida de autonomía funcional,
afirman, la autonomía estructural sólo se pierde en el curso de ciertas patologías
orgánicas y psicóticas. En relación con el problema del cambio, creen que, si
consideramos los procesos «progresivos» en lugar de los «regresivos», podemos decir
que el desarrollo de nuevas estructuras y de una distinta organización estructural da como
resultado la inhibición de estructuras antiguas y, como consecuencia, del empleo de viejas
soluciones frente al conflicto. Por lo que concierne a la relación entre cambio psíquico y
estructura en el curso del proceso psicoanalítico, los Sandler parten del punto de vista de
que los rasgos patológicosdel carácter y los síntomas clínicos representan organizaciones
estructuradas que se han manifestado como «soluciones» que, siendo malas, eran las
mejores que el yo del paciente pudo hallar dados sus recursos y las circunstancias del
momento. Si el tratamiento transcurre con éxito, estas viejas soluciones serán vividas
como distónicas y quedarán inhibidas, siempre y cuando el paciente, a través de la
adecuada elaboración de la experiencia analítica, pueda encontrar nuevos caminos para
hacer frente a los conflictos intrapsíquicos que desencadenaron esas malas soluciones.
Creo que el valioso y estimulante pensamiento de J. y A. M. Sandler respecto a toda
esta cuestión nos lleva a plantearnos la idea de que, casi con toda seguridad, los
conflictos nucleares no se resuelven nunca, y que lo que se puede alcanzar en el curso de
la terapéutica analítica es que el paciente encuentre nuevas soluciones para los antiguos
82
conflictos partiendo de las mismas estructuras básicas. Es decir, las mismas estructuras
pueden adquirir diferentes funciones y ponerse al servicio de otras finalidades. Esto, en
mi opinión, enlaza con el concepto freudiano de sublimación y con el kleiniano de
reparación. Desde la perspectiva de la clínica psicoanalítica e incluso de la psicología
general no es extraño ver que las mismas potencialidades pueden utilizarse con diversas
finalidades, de manera semejante a como la ciencia y la técnica pueden ponerse al
servicio de la humanidad o dirigirse a la destrucción de ésta y a la devastación ecológica.
Otra perspectiva, que se deriva de las ideas que he expuesto en los párrafos
anteriores, es la que nos ofrece la hipótesis de que en el curso de la maduración de la
mente tiene lugar un proceso de jerarquización, de forma que van creándose nuevas
estructuras que inhiben las antiguas, de manera similar a lo que ocurre en el sistema
nervioso central. Esto nos permite explicar tanto la regresión que aparece en
determinadas perturbaciones psíquicas, ocasionada por el debilitamiento de las
estructuras más modernas, como la regresión transferencial. El modelo somático, que nos
ayuda a comprender mejor lo que estoy diciendo, podemos encontrarlo en algunos
síndromes neurológicos que aparecen a causa del debilitamiento de estructuras
neurológicas superiores que en el curso de la evolución de la mente inhiben otras más
arcaicas. Éste es el caso de los síndromes extrapiramidales en la enfermedad de
Parkinson, ocasionados por la degeneración de las células dopaminérgicas nigroestriadas
de los ganglios basales encargados de inhibir las neuronas del cuerpo estriado que
contienen acetilcolina, lo cual origina una hiperfunción de las células colinérgicas. Si la
hipótesis que formulo es verosímil —no olvidemos que estamos hablando siempre de
hipótesis— podemos pensar que en el curso del proceso psicoanalítico, similarmente a lo
que sucede en el curso de la evolución normal de la mente, se van formando, de acuerdo
con las ideas que estoy exponiendo, organizaciones estructurales superiores que inhiben
las estructuras más antiguas, las cuales, al adquirir un nuevo predominio por decaimiento
circunstancial o permanente de las más recientes, son las responsables de los
funcionamientos psíquicos patológicos y desadaptados. Naturalmente, tal como sucede
en el campo somático, estas nuevas organizaciones estructurales son siempre más frágiles
que las estructuras básicas arcaicas, motivo por el cual pueden disolverse o debilitarse
notablemente frente a determinados acontecimientos. Esto nos ayuda a comprender
numerosos fenómenos tales como: las oscilaciones entre avance y retroceso que se
presentan en el curso del análisis, la regresión transferencial y la reaparición de síntomas
83
que tan frecuentemente se observan en la fase de terminación de muchos análisis. Lo
mismo puede aplicarse a las recidivas y empeoramientos, tanto en el sentido clínico como
en el caracterológico, en pacientes que habían pasado por análisis aparentemente
exitosos, tal como nos advierte Freud en Análisis terminable e interminable (1937).
84
4. Las modificaciones estructurales
Parto de la hipótesis de que estas organizaciones estructurales a las que me he estado
refiriendo son aquello que debe modificarse para que los pacientes en análisis
experimenten un cambio psíquico del tipo de reanudación del crecimiento mental y
superación de conflictos intrapsíquicos. De acuerdo con mi criterio, la nueva experiencia
de relación que se establece entre paciente y analista, y el insight consecutivo a la
interpretación de las fantasías inconscientes que envuelven esta relación, son los agentes
terapéuticos fundamentales que conducen a la obtención de estas necesarias
modificaciones.
Dicho de una forma más precisa, el cambio psíquico —dentro de los límites e
interrogantes a que me he estado refiriendo— se alcanza mediante la elaboración, por
parte del paciente, de las interpretaciones que le ofrece el analista acerca de sus fantasías
inconscientes expresadas primordialmente en la relación transferencial, y también en la
relación con otras personas de su entorno, por lo cual hablamos de interpretaciones
transferenciales e interpretaciones extratransferenciales (J. Coderch, 1995). M. Klein
(1957) señala repetidamente que la finalidad del tratamiento psicoanalítico estriba,
fundamentalmente, en alcanzar la integración de las partes disociadas de la personalidad,
lo cual se lleva a término a través de la interpretación de la transferencia negativa y
positiva. Con este tipo de interpretaciones, afirma ella, los impulsos agresivos y el odio
quedan mitigados por la libido y el amor.
Al hacer la anterior afirmación acerca del papel fundamental de la interpretación y el
insight de la nueva experiencia de relación como agentes fundamentales del cambio
psíquico, no olvido que en la actualidad son numerosos los analistas que sostienen la
posibilidad de que dicho cambio se obtenga a través de la relación de soporte y apoyo,
tanto dentro de la terapéutica psicoanalítica como en psicoterapias no psicoanalíticas, y
que algunos analistas utilizan esta posibilidad como un argumento para poner en duda la
importancia de la interpretación y el insight para la consecución de los posibles cambios
(A. Kris, 1993; N. Treuniet, 1993). A mi entender, esta forma de enfocar las cosas es
errónea. Yo me siento perfectamente de acuerdo con la afirmación de que las relaciones
de soporte, acompañamiento y dirección pueden favorecer la aparición de cambios
psíquicos e incluso de posibles modificaciones estructurales —en el sentido que antes he
estado describiendo de modificación de estructuras secundarias o de organizaciones
85
estructurales— en quien las recibe. Pero es que también las experiencias de la vida, fuera
de toda relación terapéutica, pueden dar lugar a cambios psíquicos y crecimiento mental.
No olvidemos que Freud ya dijo que el psicoanálisis no hace para el neurótico más de lo
que hace la vida para el sujeto considerado normal. Pero ello no nos autoriza a colocar
en un mismo plano las experiencias de la vida y las relaciones de soporte y
acompañamiento, por un lado, y el insight obtenido a través de la interpretación de la
experiencia de la relación dentro del setting psicoanalítico, por otro. El tema central de
este libro es, precisamente, la experiencia de la dialogante relación analítica. Pero nunca
hemos de olvidar que esta nueva experiencia de relación es promotora de cambios
psíquicos favorables en la medida en que las fantasías inconscientes y emociones
subyacentes a ella son comprendidas y elaboradas gracias a la interpretación y el insight.
Lo que yo sostengo, y creo que en esta opinión me acompañan en el momento actual
gran parte de los psicoanalistas, no es que sólo la interpretación y el insight pueden dar
lugar a cambios psíquicos significativos, sino que nuestras posibilidades de alcanzar éstos
son mucho mayores con el empleo de tales agentes terapéuticos, y que la cualidad y
profundidad de la modificación así lograda supera ampliamentea la que puede obtenerse
por otros procedimientos. Ninguna consideración fundada en las hipótesis básicas del
pensamiento psicoanalítico induce a pensar lo contrario. A fin de cuentas, también Freud
en su época presicoanalítica, con sus primitivos métodos de sugestión e hipnosis, ofrecía
a sus pacientes una relación cimentada en el apoyo, la dirección y la persuasión, y si creó
el método psicoanalítico fue debido a la insatisfacción de los resultados obtenidos con
ellos y por su comprobación de que con la interpretación y el insight los cambios
alcanzados por sus pacientes eran más profundos y duraderos.
Por otro lado, el hecho de que las psicoterapias de soporte y persuasión puedan dar
lugar también a modificaciones psíquicas, cosa muy deseable para el bien de todos los
pacientes que por múltiples razones no pueden recibir un análisis, no invalida la
afirmación de que en la terapéutica psicoanalítica la interpretación y el insight son los
principales agentes productores de tales modificaciones. Por el contrario, este hecho
muestra que aunque el soporte y el acompañamiento también se dan de alguna manera
en la relación analítica, estos agentes no son el distintivo del método psicoanalítico,
puesto que los comparten con otras psicoterapias no psicoanalíticas, y que lo específico y
diferencial del psicoanálisis —y de esta aplicación del psicoanálisis que es la psicoterapia
psicoanalítica— son la interpretación y el insight de la nueva experiencia de relación.
86
Algo que me interesa aclarar, al llegar a este punto, es la necesaria diferenciación
entre el cambio psíquico y sus resultados, puesto que son dos conceptos que muy
frecuentemente se confunden y, pese a que esta exigencia de una discriminación puede
parecer en un primer momento exagerada o con tintes de academicismo, su olvido
entraña con frecuencia graves consecuencias para la teoría y la práctica de la terapéutica
psicoanalítica.
Es evidente que los cambios psíquicos son operativos y dan lugar a modificaciones en
el comportamiento de los pacientes y en su forma de relacionarse con los otros y consigo
mismos, tal vez en su sexualidad, en su actividad laboral y en la orientación que pueden
dar a su existencia. A fin de cuentas, para eso acuden los pacientes en busca de ayuda,
no sólo para lograr un «cambio psíquico» abstracto y académico. Pero ocurre que, a
diferencia de lo que es habitual en otras formas de relación humana en las que el objetivo
es común, por ejemplo cuando médico y enfermo persiguen juntos el propósito de curar
una enfermedad infecciosa que padece el segundo, los objetivos de paciente y analista no
son siempre exactamente coincidentes.
Los pacientes emprenden un análisis con distintas, variadas y legítimas finalidades,
tales como verse libres de síntomas clínicos, alcanzar una vida amorosa y sexual más
satisfactoria, librarse de rasgos del carácter que sienten perjudiciales para ellos, superar
inhibiciones, mejorar su rendimiento en múltiples sentidos, etc. Pero los analistas, para
ser consecuentes con su método, no deben comprometerse con estos objetivos ni desear
metas concretas para sus pacientes. Olvidar esta realidad comporta una degradación del
método psicoanalítico hasta el punto de que puede quedar confundido con una
psicoterapia pragmática y de finalidades puramente sintomáticas. Por eso quiero insistir
en la necesidad de no confundir los cambios psíquicos con sus resultados externamente
observables,4 de los que a menudo se habla también como de «finalidades del
tratamiento», refiriéndose siempre en este caso a aquellas modificaciones en el
comportamiento del paciente que se juzga serán más «beneficiosas» para éste. En
síntesis, creo que esta perentoria necesidad de diferenciar entre cambio psíquico y
resultados externamente observables de tal cambio puede esquematizarse en tres puntos
que cito a continuación:
 
a) El analista no ha de pretender que su paciente llegue a desplegar o no determinadas
formas de comportamiento, de actividades, de relaciones con los otros, etc. Lo único que
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ha de procurar es ofrecerle la posibilidad de comprenderse a sí mismo, hacerse cargo de
sus conflictos intrapsíquicos e interpersonales, desplegar su auténtico self, reintegrar las
partes disociadas de su personalidad y encontrarse con su auténtica subjetividad, lo cual
dará lugar a un incremento de la fuerza y profundidad de su yo. Se trata, dicho de una
manera tradicional, de hacer consciente lo inconsciente o, expresándolo de una manera
para mí más plena de significado, de brindar al paciente la oportunidad de pensar aquello
que para él antes era impensable y de ser el que realmente es. Si el analista se esfuerza
para que el paciente despliegue tal o cual actitud o conducta, pervierte el espíritu del
tratamiento, se convierte en un dictador, aniquila la esencia del proceso psicoanalítico e
impide el auténtico cambio. Creo que es muy importante tener esto en cuenta, por ser
éste un momento en el que se presenta cierta tendencia a la confusión entre psicoanálisis
y psicoterapias pragmáticas y en el que la sociedad ejerce una gran presión sobre los
métodos de ayuda psicológica, exigiéndoles «resultados» rápidos y fácilmente
comprobables.
b) Las modificaciones externas del comportamiento, la desaparición de síntomas
clínicos, la resolución de ciertos conflictos presentes en la vida del paciente, etc., pueden
depender de diversos factores de dentro o de fuera de la relación analítica y, por tanto,
no sirven para acreditar una reorganización de la estructura mental y un verdadero
cambio psíquico.
c) Las modificaciones concretas en el comportamiento, en las relaciones con el
entorno humano, en la actividad laboral, en la sexualidad, en la sintomatología clínica,
etc., están siempre sujetas a valoraciones morales, culturales, sociales, etc., que son
siempre circunstanciales y opinables. Recordemos las ideas de Hoffman acerca del
constructivismo social, a que he hecho referencia en el primer capítulo. Aquello que en
un momento histórico y en un grupo social determinado puede ser juzgado como una
mejoría y una prueba de «éxito» del tratamiento analítico, puede ser calificado de
manera muy distinta en otro momento histórico, en otro grupo social o en otra cultura.
 
Por tanto, creo que como psicoanalistas no hemos de pretender nunca, ni en nuestro
trabajo clínico ni en nuestras comunicaciones científicas, enjuiciar la marcha del proceso
analítico sobre la base de la supresión de síntomas o de la aparición de actitudes y de
formas de comportamiento que nos puedan parecer más deseables desde el punto de
vista del grupo social y cultural al que pertenecemos. No debemos guiarnos por tan
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frecuentes y analíticamente anodinos «indicadores» como: «Ahora el paciente puede
trabajar bien», o «las relaciones de pareja han mejorado», o «las relaciones con los
padres son más satisfactorias», o «han desaparecido las quejas dirigidas contra el
analista», etc. Todas estas novedades pueden ser, efectivamente, el resultado del cambio
psíquico que se ha producido en el paciente, pero también pueden presentarse como
consecuencia de circunstancias externas o como efectos colaterales de la relación
analítica: sugestión, cura transferencial, identificación con un modelo, etc., sin que se
haya producido ningún cambio psíquico.
El verdadero cambio psíquico es pues, para mí, sinónimo de modificación de las
organizaciones estructurales y no ha de confundirse con aquello que se observa
externamente en formas concretas del comportamiento y que puede ser el resultado de
una variación estructural, pero también deberse a otros factores. Con esta afirmación,
por tanto, llega el momento de intentar una mayor precisión respecto a este giro
estructural del que estoy hablando. Me parece que la manera más breve de definirlo es
decir que se trata de una reorganización de las relaciones objetales internas, es decir, de
las relaciones de los objetos entre sí y de las relaciones del self con los objetos. Creo que
en la actualidad este enfoque puede seraceptado por la mayoría de analistas, pertenezcan
a la escuela que pertenezcan. Las diferencias descansan en el juicio acerca de la manera
en que se piensa que se llega a esta nueva configuración estructural. De acuerdo con la
psicología del yo, la resolución de la neurosis transferencial —repetición de la neurosis
infantil en la relación con el analista— a través de la interpretación es el elemento básico.
Para la psicología del self, la reestructuración es el resultado de las internalizaciones
transmutadoras, provocadas por las interpretaciones del analista en tanto que self objeto,
las cuales ocasionan una reanudación del crecimiento detenido. Para la orientación
hermenéutica, la modificación se debe al logro de una mayor coherencia narrativa del self
y de la construcción del pasado del paciente. Para la escuela de las relaciones de objeto,
las modificaciones van paralelas al cambio del mundo representacional y,
consiguientemente, de las relaciones con los objetos internos y externos (A. Cooper,
1992; W. Meissner, 1991). Para la teoría intersubjetiva, la reorganización estructural se
alcanza a través de la clarificación de los fenómenos que emergen dentro de un campo
psicológico constituido por la intersección de dos subjetividades, la del analizado y la del
analista (D. Orange, G. Atwood y R. Stolorow, 1997). Para la teoría relacional, la nueva
configuración de la mente se alcanza no sólo a través de la comprensión ofrecida por las
89
interpretaciones, sino también ayudando al analizado a vivir experiencias sentidas como
reales y propias y a crear su propio sentido personal (S. Mitchell, 1993).
Algunos autores piensan que se ha idealizado el cambio estructural y que debemos
centrarnos en el cambio de comportamiento (D. Werman, 1989), pero creo que este
modo de enfocar la cuestión da lugar a un radical empobrecimiento del psicoanálisis, que,
en palabras de Blight (1981), sufriría una «teorectomía» que le privaría de todo el caudal
de conocimientos, adquirido durante largos años, que le permite explicar el
funcionamiento de la mente humana, las perturbaciones de la misma y las bases teóricas
sobre las que ha de asentarse la práctica terapéutica (J. Coderch, 1989). En caso de que
prosperase esta orientación, el psicoanálisis quedaría convertido en una psicoterapia
pragmática de matices conductistas y sin poder explicativo de ninguna clase.
En otro lugar (1995) ya he puesto de relieve que, en mi opinión, la manera en que
puede producirse el cambio psíquico a través casi exclusivamente de la nueva experiencia
de relación paciente-terapeuta y con escaso papel de las interpretaciones permanece
como algo excesivamente oscuro, ya que los conflictos que no son verbalizados no
pueden hacerse conscientes ni quedar resueltos, ni los elementos de que se componen
son susceptibles de pasar a disposición del yo. Dentro de esta corriente del pensamiento
analítico que considera en poco el papel de la interpretación y el insight, se habla de la
capacidad de empatía, de la contención, de la benevolencia, la tolerancia, el interés por el
paciente por parte del analista, es decir, de la «nueva experiencia de relación» como del
principal agente terapéutico. A mi juicio, es muy cierta la fundamental importancia de
esta nueva experiencia que representa la relación terapéutica, pero también creo que
cuando se tiende a disminuir el peso del acto interpretativo es que sólo se tiene en cuenta
lo que yo creo que es la primera función del acto interpretativo, es decir, la función
informativa o explicativa de los asuntos del mundo interno del paciente tal como se
externalizan en la transferencia. Es decir, la información acerca de aquello que el paciente
desconoce de sí mismo. En este caso, es muy natural que se considere que el acto
interpretativo es muy insuficiente como agente terapéutico. Este criterio es debido a que
se olvida la que yo llamo la segunda función de la interpretación (1995), que es
precisamente aquella sobre la que se sustenta la nueva experiencia de relación.
No hay duda de que la relación que se establece en la terapéutica psicoanalítica es
muy distinta de todas aquellas que el paciente ha podido mantener a lo largo de su vida.
Pero lo que no hemos de olvidar es que corresponde a la actividad interpretativa del
90
terapeuta el posibilitar, fomentar, alimentar esta relación y otorgarle un sentido
terapéutico para el analizado. La segunda función del acto interpretativo consiste,
precisamente, en transmitir al paciente la disponibilidad del analista, su esfuerzo por
comprenderle y ofrecerle comprensión, su actitud de constante aceptación, su continua
búsqueda de la verdad, su sinceridad, su tolerancia, su interés constante y la confianza
que en él puede depositar. Así, podemos decir que si la primera función del acto
interpretativo consiste en informar al paciente acerca de sí mismo, la segunda función es
la de hacerle conocedor de la actitud de disponibilidad del terapeuta hacia él y de las
relaciones profundas que entre ambos se establecen. Así se constituye la experiencia de
relación portadora de nuevas vivencias que han de dar lugar a las modificaciones
estructurales sobre las que descansa el cambio psíquico. Porque es preciso recordar
siempre que si el paciente no alcanza a desarrollar un adecuado insight acerca de las
fantasías inconscientes que se involucran en su relación con el analista, esta nueva
experiencia quedará irremisiblemente invadida y arruinada por la misma patología que ha
llevado al paciente al análisis. Pulver, respecto al problema que se plantea entre insight y
nueva experiencia de relación, dice: «una comprensión de la relación no puede ser
mantenida sin insight de la dinámica de la relación en sí misma» (S. Pulver, 1992, pág.
204, cursiva del autor; la traducción es mía).
Creo que casi no hace falta advertir que la interpretación es indivisible y que la
distinción conceptual que establezco es puramente funcional. De ninguna manera quiero
significar que la interpretación, como entidad real en la clínica, pueda descomponerse en
aspectos o partes pertenecientes a una y otra función. Lo que sí podemos decir es que la
primera función es más observable, mientras que la segunda es más implícita y oculta.
En el primer capítulo he recordado brevemente la aportación de Kuhn (1962) a la
comprensión de la evolución de las teorías científicas. Kuhn ha puesto de manifiesto que
en todas las ramas de la ciencia predomina, en cada momento histórico, un determinado
«paradigma» que constituye el modelo o patrón aceptado por los investigadores que
trabajan en aquella disciplina, los cuales estudian, publican y se comunican entre sí sobre
la base de ese paradigma. Sin embargo, con el tiempo se van acumulando hechos y
anomalías que no son explicables mediante el paradigma vigente o que incluso lo
contradicen, todo lo cual conduce a un progresivo abandono de las reglas de
investigación y de conceptualización establecidas por el paradigma. Entonces, éste entra
en crisis y se inicia una etapa de desorientación y de búsqueda que termina con la
91
instauración de un nuevo paradigma. Cabría preguntarse si hasta hace unas décadas los
psicoanalistas nos hemos regido por el antiguo paradigma que establece la secuencia:
interpretación-insight-cambio psíquico, y si éste debe ser sustituido por un nuevo
paradigma con la siguiente secuencia: nueva experiencia de relación-cambio psíquico,
pero yo opino que las cosas no son así. La historia de la ciencia ha mostrado, en contra
de la hipótesis de Kuhn, que en muchos casos, para incrementar el poder explicativo de
las teorías no se descarta el antiguo paradigma para adoptar otro nuevo, sino que lo que
tiene lugar es una adaptación y ampliación del antiguo. Creo que, salvando todas las
diferencias entre física y psicoanálisis, podemos encontrar un ejemplo de esta posibilidad
en las palabras del premio Nobel de Física Murray Gell-Mann, el descubridor del quark,
partícula del átomo de la que están formadas todas las demás partículas, cuando afirma
(1995)que la teoría de la gravitación de Newton continúa siendo inmensamente útil
como aproximación a la teoría de Einstein cuando las velocidades implicadas son
relativamente pequeñas comparadas con las de la velocidad de la luz. Pues bien, yo creo
que lo que nos puede servir para la comprensión de la ayuda que el terapeuta presta al
paciente no es la sustitución del antiguo paradigma basado exclusivamente en la
interpretación por otro fundamentado en la nueva experiencia de relación, sino que
aquello que nos es realmente útil para dicha comprensión es la extensión y
enriquecimiento del antiguo, de manera que quede plasmado en la siguiente secuencia:
interpretación-nueva experiencia de relación-insight de la nueva experiencia de
relación-cambio psíquico.
A diferencia de lo que ocurre con la primera función de la interpretación, íntimamente
enlazada con el contenido de las palabras que se utilizan, la segunda función es inefable
casi por completo. Dicho de otra forma, la primera función de la interpretación se halla
ligada a lo que las palabras denotan, mientras que la segunda depende principalmente de
lo que las palabras connotan, según el tono, la modulación, el sentimiento que se trasluce
a través de ellas, el momento o el instante determinado en que se pronuncian, etc. Ello da
lugar a que en la exposición del material clínico sea muy difícil, si no imposible, poner de
manifiesto aquello que corresponde específicamente a la segunda función del acto
interpretativo, más allá de su sentido general de comprensión, ofrecimiento de ayuda,
etc., a que antes me he referido. Sin lugar a dudas, quien percibe la segunda función de
la interpretación es el paciente, puesto que es él quien experimenta, si es el caso, la
entrega, la honestidad, la sinceridad, etc., implícitas en las palabras del terapeuta. Éste
92
puede transcribir en una comunicación científica el texto de las interpretaciones
formuladas, pero la segunda función de la interpretación no puede ser explicitada, ya que
es una vivencia exclusiva del paciente. Si no existe tal vivencia, es índice forzoso de que
la segunda función, por las causas que sean, ha fallado.
Yo creo que sólo las interpretaciones del analista hacen posible que esta experiencia
analítica sea realmente nueva, que no sea para el paciente la repetición inacabable de sus
patológicas relaciones de objeto que impiden todo cambio psíquico. Mi afirmación, por
tanto, respecto a este debate es la siguiente: no se trata de la disyuntiva nueva experiencia
de relación versus interpretación e insight, tal como erróneamente y con frecuencia se
plantea, como si se tratara de dos distintos agentes terapéuticos, sino de: interpretación e
insight de la nueva experiencia de relación.
 
En el material clínico que sigue a continuación intentaré poner de relieve aquellos
matices del proceso psicoanalítico que juzgo interesantes con relación al tema del cambio
psíquico.
La señorita D. era, cuando solicitó el análisis, una mujer que se encontraba en los
inicios de la edad media de la vida. En el momento de acudir a mí, la demanda de ayuda
se hallaba motivada por su ansiedad, trastornos del humor, dificultades con su familia,
fobias, sentimientos de desorientación en su existencia y ansiedades hipocondríacas de
tipo cancerofóbico. Se trataba de una mujer muy inteligente, instruida y de gustos y
preferencias elitistas en lo cultural y lo artístico.
El pensamiento era, en los comienzos del análisis, poco organizado; el juicio de
realidad frágil y contradictorio; algunos aspectos de su comportamiento, así como su
apariencia general, extravagantes; sus opiniones y puntos de vista, en muchas ocasiones,
poco comprensibles y carentes de lógica. Entre las dificultades personales de las que me
habló figuraba su incapacidad para llevar a cabo las gestiones necesarias para resolver
unos asuntos administrativos de carácter familiar, de interés económico para ella.
Relacionaba esta incapacidad con la muerte de su padre, acaecida unos años antes,
debido a la fuerte ansiedad que se apoderaba de ella cuando intentaba proponerse alguna
gestión en este sentido. Todo ello me llevó a establecer el diagnóstico de «carácter
psicótico»5 (W. R. Bion, 1956, 1957; J. Frosch, 1988, 1990).
Iniciado un tratamiento de cuatro sesiones por semana, éstas se convirtieron pronto
en una sucesión ininterrumpida de quejas, especialmente en relación con sus compañeros
93
y compañeras de trabajo, a los que tildaba de groseros, negligentes en sus obligaciones
laborales, irresponsables, estúpidos, etc., insultos que alcanzaban la máxima intensidad
cuando se refería a personas con cargos directivos jerárquicamente superiores a ella. Por
su parte, se mostraba extremadamente exigente consigo misma en todo lo concerniente al
trabajo y se sentía siempre sumamente preocupada por cualquier deficiencia que pudiera
serle atribuida. Se esforzaba mucho en darme toda clase de argumentos para
convencerme de la razón de sus protestas. Otras quejas correspondían a fobias y
ansiedades hipocondríacas que le impedían llevar la vida que deseaba. Durante más de
un año continuó quejándose y protestando, y daba muy escasas señales de escuchar mis
palabras cuando yo intervenía.
Llegaba siempre regularmente unos dos o tres minutos tarde a las sesiones, y al cabo
de cierto tiempo descubrimos, conjuntamente, que tal tardanza se debía a su incapacidad
para permanecer en la sala de espera un solo minuto, ya que ello le provocaba una
extraordinaria ansiedad. Así, al llegar algún minuto tarde se aseguraba que la introduciría
de inmediato en el consultorio sin tener que aguardar ni un instante.
A partir del primer momento en que al abandonar el consultorio se cruzó con algún
paciente que llegaba adelantado, sus quejas se dirigieron también contra el hecho de que
yo atendiera a otros pacientes. En sus protestas con relación a esta cuestión ella hablaba
como si yo estuviera, de hecho, haciendo algo totalmente ilegal y hubiera traicionado un
pacto previamente establecido.
Todo ello coincidió, al filo de cumplirse el primer año de análisis, con la aparición de
violentas fantasías de asesinato, tanto hacia sus compañeros de trabajo como contra mis
otros pacientes, las cuales expresaba extrañada de que se presentaran, pero sin ningún
sentimiento de culpa o responsabilidad. Al mismo tiempo, la señorita D. se sentía cada
vez más dependiente y necesitada de mí, reaccionaba con enfado al finalizar las sesiones
y frente a los fines de semana, exigiéndome que me ocupara exclusivamente de ella, que
le ofreciera soluciones inmediatas para sus problemas, que le diera sesiones extra y que le
permitiera telefonearme cuando lo deseara.
Progresivamente, comenzamos a comprender que el hecho de comunicarme en todas
las sesiones la lista de agravios que, según ella, había sufrido en su trabajo o por parte de
alguna de sus amistades, tenía como principal finalidad el reclamarme que yo fuera
omnipotente e hiciera desaparecer todos los inconvenientes y molestias que se
presentaban en su vida. No se trataba, sin embargo, de una fantasía inconsciente que
94
precisara una interpretación por mi parte, sino de una expectativa, como mucho,
preconsciente y que sólo necesitó una ligera clarificación por mi parte para hacerse
plenamente consciente y asumida por la paciente como algo a lo que tenía un total y
perfecto derecho. Nos encontrábamos, por tanto, frente a un cuadro de regresión maligna
(M. Balint, 1966), caracterizado por la instauración de una dependencia regresiva, es
decir, una dependencia en la que la paciente intentaba utilizarme no para el crecimiento y
desarrollo de su mente, lo cual es lo propio de la dependencia progresiva, sino para
prescindir cada vez más de sus capacidades y exigirme que me responsabilizara por
entero de ella, como de un bebé totalmente pasivo y sin recursos propios. Se trata de un
cuadro muy grave propio de pacientes psicóticos, o con importantes núcleos psicóticos,
que plantea problemas muy delicados en la práctica clínica. Por mi parte, no modifiquéen absoluto el setting ni, en vista del sentido regresivo de sus demandas, ofrecí una
quinta sesión. Me limité a interpretar, sin dejarme llevar por sus protestas, las fantasías
inconscientes expresadas en sus reclamaciones y la ansiedad de diferenciación
subyacente a las mismas.
Resumiré, a continuación, la sesión de un lunes correspondiente a finales del segundo
año de análisis. La paciente, muy irritada, se refiere a una comida, según ella,
acompañada de abundante vino y licores, que sus compañeros y compañeras organizaron
el viernes antes en el propio lugar de trabajo. Ella, de acuerdo con su costumbre en estas
ocasiones, rehusó, ofendida, asistir. Pero se sentía indignada y exasperada por lo que
consideraba la mala educación y grosería de esas personas que se dedicaban a comer y
consumir bebidas alcohólicas en un lugar de trabajo no adecuado para estas actividades,
e insistía una y otra vez —de una manera que a mí me parecía desmesurada— en que
podían ensuciar, desequilibrar y perjudicar determinados aparatos electrónicos que se
hallaban en la sala que estaban utilizando. La señorita D. no cesaba en sus invectivas,
presa de ansiedad y de furia a la vez, y en sus intentos para convencerme con
inacabables razonamientos de lo inaceptable y estúpido de tal comportamiento. Por su
parte, pensaba que si pudiera los mataría a todos y que no experimentaría por ello la más
ligera culpa. Yo le hablé en diversos momentos, aprovechando las pequeñas pausas de la
paciente para tomar aliento, de su horror al temer que fragmentos de su mente, llenos de
odio y de violencia, estaban penetrando dentro de mí, ensuciándome, perturbándome y
no permitiéndome funcionar adecuadamente. Las inferencias por las que escogí esta
interpretación, entre otras posibles, se basaron en: a) la paciente me advertía de que algo
95
malo y peligroso, y que yo debía saber, estaba ocurriendo; b) la gran ansiedad que
presentaba ponía de relieve que esto malo y peligroso tenía lugar en su mente, en aquel
momento, entre nosotros; c) aquello que podía ser dañado era algo muy valioso para ella,
lo cual intentaba poner de manifiesto a través de la mención de los delicados
instrumentos electrónicos; d) su insistencia en afirmar que ella no participaba en tales
actos inconvenientes inducía a pensar que estaba negando aquello de lo que precisamente
se autoacusaba y por lo que temía ser represaliada; e) sus deseos de matar a los
infractores del orden mostraban su necesidad de eliminar aquello que en ella misma era
causa de su ansiedad y temores paranoides.
También le puse de relieve sus intentos de impedir esta invasión agresiva mediante
sus propias fantasías de violencia y destrucción, pero señalé que esto la llevaba a sentirse
más y más amenazada cada vez.
Después de algunas intervenciones en este sentido, la señorita D. pareció
tranquilizarse y acto seguido refirió un sueño.
Se hallaba en una sala extraordinariamente lujosa y bien amueblada. Ella bebía un líquido que era como un
alimento, dulce y muy bueno, en una copa de cristal fino y resplandeciente. Estaba entusiasmada por el buen
sabor del líquido que bebía, y admirada por la belleza de la copa. Súbitamente, y sin que supiera el porqué, se
sentía encolerizada y arrojaba violentamente la copa contra el suelo. Entonces era presa de un gran espanto y,
sin que pudiera saber el motivo, se veía obligada a recoger del suelo los fragmentos de cristal, puntiagudos y
cortantes, e impulsada a tragárselos, incluso pensando que estos fragmentos le lesionarían gravemente el
estómago y los intestinos. A continuación, en el suelo, en donde se había roto la copa, aparecían numerosos
insectos que se retorcían moribundos y que ella experimentaba como repugnantes y amenazadores.
Asoció la cólera experimentada durante el sueño con la gran irritación que había
estado expresando contra las personas que habían celebrado la comida, y la rotura de la
copa con sus temores a que causaran algún desperfecto en los muebles e instrumentos
que se guardaban en la sala en la que se celebró la comida. Después de estas
asociaciones, me percaté de que el estado de ansiedad y cólera había disminuido
notablemente, al tiempo que me pareció observar en ella un cierto deseo de comunicar y
una actitud algo más receptiva. A la vez, noté que ya no me experimentaba a mí mismo
abrumado y con dificultad para pensar a causa de la avalancha de sus quejas y protestas,
como me sucedía antes del relato del sueño, sino que me sentía más interesado, más ágil
mentalmente y con el sentimiento de una mayor aptitud para comprender lo que estaba
sucediendo. Ello me indujo a pensar que el sueño tenía, en aquel momento, un carácter
comunicativo y que tendía al establecimiento de una relación de trabajo. Le interpreté, de
acuerdo con este punto de vista, que pensaba que ella sentía como valiosas y estimables
96
mi función de cuidarla y alimentarla, así como las experiencias que le proporcionaba,
pero que a la vez le era difícil tolerar que yo poseyera esta capacidad que admiraba, y
esto la llevaba tanto a dar a la misma un matiz de algo maravilloso y fantástico como a
sentirse furiosa e intentar destruirla, y que la culpa y la desesperación por esta
destrucción y por la muerte de los bebés en mi interior —los insectos moribundos— la
impulsaban a ingerir los trozos de cristal que dentro de ella la herirían gravemente. La
paciente pareció comprender esta explicación, y progresivamente la ansiedad y la
irritación se atenuaron.
En sucesivas sesiones, en las que la señorita D. fue mostrando paulatinamente una
actitud ligeramente más receptiva, pudimos ir analizando con mayor detalle este sueño, y
nos fue posible entender que la intolerancia a mi capacidad de ayudarla no le permitía
obtener satisfacción de aquello que podía recibir, y que la ansiedad y la culpa la llevaban
a identificarse con lo mismo que destruía y a dividir su propia mente en pequeños
fragmentos llenos de odio. Esto último, en mi opinión, se hallaba en la raíz de su
caracterología psicótica. También pudimos comprender que sus ansiedades
hipocondríacas expresaban el temor a ser atacada interiormente por los objetos del
objeto-analista agredido y destrozado. Los compañeros de trabajo y los pacientes que
imaginaba que yo atendía representaban los bebés dentro de mí, atacados violentamente
por ella, los cuales retornaban ahora vengativamente. Pero, al mismo tiempo, también
pudimos ir viendo su admiración y estima por el buen funcionamiento del analista como
reproducción de las experiencias de amor que en su infancia había vivido con su madre,
así como sus sentimientos de culpa por su agresividad hacia este objeto amado. Los
reproches contra sus compañeros por su supuesto descuido y negligencia eran, en el
fondo de su mente, los reproches que se dirigía a sí misma por su agresividad hacia mi
buen funcionamiento. Creo que en las exigencias de perfección frente a su trabajo se
escondía un intento de reparación obsesiva.
Un incremento en la capacidad de la señorita D. para entendernos fue la
consecuencia de la comprensión que obtuvimos acerca de sus maneras de escuchar mis
palabras hasta aquel momento. Para ella, era como si yo tratara de reintroducir en su
mente los fragmentos hostiles de su self que ella había proyectado sobre mí, lo cual la
llevaba a «cerrar los oídos» a mis interpretaciones para evitar que penetraran tales
fragmentos en su interior. Como es natural, si esta cerrazón frente a mis palabras hubiera
sido absoluta nada habría podido conseguirse. Afortunadamente, en la señorita D existía,
97
aunque en pequeño grado, la suficiente capacidad para establecer una relación de
confianza conmigo y atender algunas de mis explicaciones. Ello permitió que sus temores
fueran disminuyendo y que me incorporara como un objeto vivo y favorable para ella en
su interior. Esta incorporación de un buen objeto disminuyó la fuerza y peligrosidad del
mal objeto, en parte representado por el padre fallecido, de cuya muerte ella se sentía
culpable en su fantasía inconsciente, a causade sus ataques hacia él, originariamente
dirigidos hacia la madre. La tonalidad vengativa y terrorífica de esta imagen paterna
muerta en su interior era lo que impedía que la señorita D. resolviera los asuntos
administrativos a que antes he hecho referencia.
Este cambio producido en la trama de las relaciones objetales internas —introyección
de un buen objeto, reconocimiento de la ambivalencia y reintegración en el yo tanto del
odio como del amor, todo lo cual mitigó sus ansiedades paranoides— se manifestó
externamente en la posibilidad de que la señorita D. arreglara los asuntos administrativos
que le eran necesarios.
Ahora bien, quiero aprovechar este último punto para subrayar el limitado interés de
las modificaciones del comportamiento para acreditar un cambio psíquico. En mi opinión,
la sola modificación de esta conducta externa no nos habría permitido dar por cierto un
cambio psíquico en la paciente, ya que la misma podría ser debida a que yo,
inconscientemente, la hubiera inducido a tomar esta decisión, o a que la hubiera
tranquilizado respecto a las consecuencias de la misma, o a que se sintiera protegida por
mí, o que el simple razonamiento y verbalización dentro de la sesión de esta situación
anómala la hubiera convencido de la necesidad de resolverla definitivamente, etc. Sólo un
cambio en las fantasías inconscientes que se expresan en la relación transferencial
permite suponer que una modificación del comportamiento se debe a un cambio
psíquico.
Este cambio psíquico sí se manifestó con seguridad en el hecho de que la
dependencia regresiva fuera mudando lentamente en dependencia progresiva. A partir del
quinto año de análisis fueron decreciendo las fantasías de la señorita D. centradas en las
expectativas y exigencias de que yo debía hacerme cargo totalmente de ella, estar
siempre a su disposición y librarla de todas sus dificultades y problemas. En su lugar, se
mostró más capaz de escuchar mis palabras y vincularlas con sus propios pensamientos y
emociones, y sentía que precisaba la comprensión de las experiencias que vivía en la
relación conmigo para obtener algún alivio de sus ansiedades frente a las personas con las
98
que compartía su actividad profesional y, también, para una disminución de sus temores
hipocondríacos. Por tanto, el objeto-analista había dejado de ser percibido como alguien
sin existencia propia y sin otra validez que la de ser un proveedor inagotable de las
necesidades de la paciente para comenzar a adquirir vida y autonomía propias, y pasó a
desempeñar un papel de ayuda imprescindible para el crecimiento mental.
A principios del sexto año de análisis, la señorita D. tuvo un sueño en el que estaba
invitada a comer y que describió en los siguientes términos:
El apartamento era bonito y acogedor, pero sin excesos de lujo. Estaban invitadas a comer, como yo, otras
personas que me parecían correctas y de trato agradable. De repente, apareció alguien muy extraño, no queda
claro si era un hombre o una mujer, pero sentía que se trataba de un ladrón, un atracador o algo por el estilo,
que había entrado para robar. Yo me angustiaba mucho, temiendo que a mí también me tomaran por alguien
que había entrado para robar y me castigaran y expulsaran, pero al final no pasaba nada. Me parece que el
ladrón se marchó. La señora de la casa, que yo sentía que era muy buena y amable, me animaba a sentarme a
la mesa. Ya no sé qué más ocurría.
Creo que este sueño muestra que el objeto del sueño que he descrito primero,
cautivador como bella copa de fino cristal, contenedora de un dulce alimento, pero
violentamente atacado y fragmentado en trozos de cristal puntiagudo y cortante que la
herirán internamente, a la vez incorporado posesiva y canibalísticamente, por una parte,
pero temido como una imagen vengativa, por otra, ha ido dando paso a un objeto de
características más próximas a un objeto no idealizado, con el que se ha iniciado un
diálogo, en sustitución de la agresión y la represalia, gracias a que el amor y la admiración
han mitigado el ataque envidioso. Por tanto, podemos decir que la estructura de las
relaciones objetales internas se ha modificado. Se ha producido así, no una modificación
del comportamiento, sino un cambio psíquico que se puede suponer debido a una
reorganización estructural.
99
E
Capítulo III
La relación paciente-analista como unidad básica de investigación
n la actualidad, como he expuesto en la introducción y en el primer capítulo, para
numerosos psicoanalistas la mente aislada del paciente no es el objeto de la
investigación en el curso del proceso terapéutico, sino la unidad formada por la relación
entre uno y otro. Si bien es cierto que esta afirmación es cada vez más válida para
muchos analistas pertenecientes a diversas escuelas, no podemos dejar de tener en
cuenta que existe una teoría, llamada relacional, que se ha ocupado con profundidad del
estudio de esta relación, y que los conocimientos y conceptos desarrollados por ella han
sido adoptados por muchos analistas de diversas orientaciones y que, en general, tales
conceptos se están extendiendo, en mayor o menor medida, por amplios sectores del
pensamiento psicoanalítico. Por ello, creo que para la comprensión de la relación
paciente-terapeuta, objetivo fundamental de este libro, es necesario un conocimiento
suficiente de las principales ideas y directrices de esta teoría, a la que, siguiendo a
numerosos autores, llamaré también psicoanálisis relacional.
Como veremos, el psicoanálisis relacional, entendido en un sentido amplio, incluye
una serie de orientaciones o teorías que, aun cuando con evidentes diferencias en sus
peculiares focos de investigación —que suelen venir ya enunciados por su propia
denominación, tales como constructivismo, teoría de la interacción, psicología de dos
personas, etc.—, poseen un denominador común: su interés por la relación analizado-
analista.
100
1. La teoría relacional
1.1. Antecedentes históricos
La teoría relacional del psicoanálisis, o psicoanálisis relacional, no surgió
inopinadamente, sino que es el resultado de la convergencia de distintas escuelas o
corrientes dentro de la teoría y el pensamiento psicoanalíticos, especialmente las teorías
británicas de las relaciones objetales derivadas de Klein y Fairbain, el psicoanálisis
interpersonal norteamericano inspirado por Sullivan y las investigaciones sobre el
desarrollo infantil.
Un hito importante en el desarrollo de esta perspectiva del psicoanálisis lo constituyó
la publicación, en 1983, de la obra de J. Greenberg y S. Mitchell Object Relations in
Psychoanalytic Theory. Nos recuerdan estos autores que en el lenguaje freudiano el
«objeto» es el objeto libidinal, es decir, el objeto al cual se dirigen las pulsiones sexuales
y agresivas, por lo cual no es una cosa propiamente dicha, sino sólo el blanco o meta de
las pulsiones, sin nada que ver con el «objeto» de la psicología académica. En
contraposición con ello, algunos autores, como Klein, Kernberg, Kohut, etc., han creado
sus propias escuelas de pensamiento en las que adoptan el concepto freudiano de pulsión,
a la vez que otorgan al objeto la categoría de una entidad en sí misma. Otros, como
Fairbain, Guntrip, Atwood, Stolorow, Orange, etc., prescinden enteramente del estudio
de la pulsión en el sentido freudiano, y dan a las relaciones objetales el carácter de motor
fundamental de la vida psíquica. Por tanto, Greenberg y Mitchell contraponen dos
modelos opuestos de la mente humana: el modelo pulsional y el modelo de las relaciones
objetales. De acuerdo con el modelo pulsional, las relaciones con los otros, así como las
representaciones internas de las relaciones con esos otros, dependen enteramente de las
vicisitudes de las pulsiones, las cuales, por otra parte, son de origen absolutamente
somático. El segundo modelo, como he dicho hace unos momentos, considera que no
son las pulsiones, sino las relaciones objetales, la motivación predominante en el
funcionamiento mental. Por mi parte, no estoy de acuerdo con el carácter de
incompatibilidadque dan Greenberg y Mitchell a los dos modelos descritos, como
podemos ver en el caso de la teoría kleiniana, en la cual se funden la importancia de las
pulsiones y el papel central de las relaciones objetales. Piensan Greenberg y Mitchell que
puesto que en la actualidad casi todas las orientaciones y escuelas dentro del pensamiento
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psicoanalítico incluyen en sí mismas el concepto de relaciones de objeto, no es útil una
definición estrecha de qué es lo que debemos entender por tal término. Ellos lo definen
diciendo que: «En este libro el término se refiere a interacciones individuales con otras
personas externas e internas (reales e imaginadas), y a las relaciones entre sus mundos
objetales internos y externos» (J. Greenberg y S. Mitchell, 1983, págs. 13-14; la
traducción es mía). Piensan que esta clase de definición disuelve cualquier tipo de lazo
entre el término «objeto» y «relaciones de objeto», por un lado, y el concepto de las
pulsiones subyacentes, por otro.
Entre los antecedentes históricos del modelo relacional he de destacar a Sándor
Ferenczi, cuya obra (1959, 1966, 1967) versa predominantemente sobre las relaciones
entre el terapeuta y su paciente, algo que podemos considerar verdaderamente
extraordinario para su época. Ferenczi subrayó muy especialmente los riesgos de que el
analista repita la historia infantil del paciente y se convierta en su agente traumatizante,
con lo cual cumple las expectativas transferenciales del paciente en el sentido de
convertirse en un participante de su trauma infantil. Asimismo, anticipó la idea, ahora
ampliamente aceptada, de que la transferencia no surge únicamente de la mente del
paciente, sino que es una creación conjunta de paciente y analista.
El psicoanálisis interpersonal, como he dicho antes, fue iniciado por Sullivan y
continuado por Erich Fromm y Frieda Fromm Reichmann. El psicoanálisis interpersonal
centró su atención en las relaciones reales paciente-terapeuta en el aquí y ahora de la
sesión, en desacuerdo con la focalización del abordaje freudiano en el acontecer
intrapsíquico del paciente. Actualmente, sin embargo, el psicoanálisis interpersonal ha ido
acercándose a las posiciones propias de los modelos de las relaciones objetales.
Dentro de las teorías de las relaciones objetales, tanto la de Klein como la de
Fairbain, destaca la importancia de la relación paciente-analista, por lo que pueden ser
consideradas como antecedentes próximos del actual desarrollo de la teoría relacional. La
diferencia entre ellas estriba en que en el pensamiento de Fairbain, seguido en gran parte
por el denominado Grupo Independiente Británico, las pulsiones sexual y agresiva
pierden su carácter central en tanto que la motivación fundamental en los seres humanos
estriba en la necesidad de buscar conexiones con los otros, mientras que para el
pensamiento kleiniano el concepto de pulsiones libidinales y agresivas conserva toda su
fuerza.
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1.2. Matices fundamentales del psicoanálisis relacional
Algunos de los autores interesados en el psicoanálisis relacional adoptan una actitud
radical en este sentido, centrando de forma explícita la totalidad de su trabajo clínico y
sus formulaciones teóricas en torno al modelo y la teoría relacional. Pero podemos decir
que hoy en día, aun cuando sea de manera implícita y mucho más armonizada, cada vez
son más numerosos los psicoanalistas y psicoterapeutas que parten de la base de que
todos sus actos durante la sesión, ya sean interpretaciones u otra clase de intervenciones
como silencios y comportamientos de cualquier tipo, son un acto de relación con el
paciente. Así, por ejemplo, el psicoterapeuta británico Stanley Ruszczynski, que se
declara a sí mismo kleiniano, escribe (1999): «Desde hace algunas décadas el
psicoanálisis contemporáneo ha enfatizado la naturaleza relacional de la relación
paciente-terapeuta. […] El cambio fundamental ha sido el desplazamiento del interés por
lo que está ocurriendo en la mente del paciente para enfocarlo en lo que está ocurriendo
en la mente del terapeuta y en la relación entre paciente y terapeuta» (pág. 100, cursiva
del autor; la traducción es mía). Con este ejemplo, queda claro que también autores
profundamente adheridos al método kleiniano, como el citado, tienen en mente el modelo
relacional en su trabajo clínico y en sus comunicaciones científicas.
El paradigma relacional dentro del psicoanálisis queda muy bien definido por Mitchell
cuando dice: «La mente ha sido redefinida desde un conjunto de estructuras
predeterminadas que emergen de dentro de un organismo, hasta pautas transaccionales y
estructuras internas derivadas de un campo interpersonal interactivo» (S. Mitchell, 1988,
pág. 17; la traducción es mía). Para Mitchell, la mente es un producto, así como un
participante interactivo, de la matriz cultural y lingüística en la que ha venido a ser. Ésta
es la matriz relacional en el seno de la cual todos los seres humanos se desarrollan. El
hecho de establecer la relación como la unidad básica de estudio no elimina los factores
biológicos de la mente para poner totalmente el acento en los culturales, sino que, al
contrario, combate la habitual dicotomía entre naturaleza y cultura. Desde esta
perspectiva, las relaciones sociales no son algo añadido a las funciones biológicas
primarias, tales como la sexualidad y la agresividad, sino que se encuentran formando
parte del sustrato biológico del organismo. Por tanto, las pulsiones sexual y agresiva no
configuran las relaciones con los otros, sino que, inversamente, las relaciones con los
otros, es decir, la matriz social en la cual nace y vive el individuo, son las que dan sentido
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y configuran dichas pulsiones. Las pulsiones no estructuran la mente de los seres
humanos, la matriz relacional es la que moldea y da expresión a las pulsiones y a las
necesidades que de ellas se derivan. Unas y otras adquieren su sentido dentro de la trama
de las relaciones con los otros; las pulsiones y las necesidades no configuran las
relaciones intrapsíquicas e interpersonales.
Desde este punto de vista, la unidad básica que hemos de plantearnos al estudiar la
mente humana no es el individuo como una entidad separada cuyos deseos entran en
conflicto con normas sociales y con la realidad externa, sino como alguien que forma
parte de un campo interaccional, incluido en la matriz relacional dentro de la cual estos
deseos se expresan y buscan su satisfacción a través de la relación con los otros. El deseo
es experimentado siempre en el contexto de esta relación y este contexto define su
sentido.
Pese a que, como ocurre con todas las orientaciones dentro del psicoanálisis, los
autores adscritos a la teoría relacional pueden divergir considerablemente entre sí, y aun
cuando, además, no es fácil decir si determinado autor ha de ser o no incluido dentro de
esta línea de pensamiento, existen rasgos específicos que la perfilan y que trataré de
sintetizar.
Es propio del psicoanálisis relacional el interés simultáneo por lo que es intrapsíquico
y lo que es interpersonal, pero lo intrapsíquico es visto como la internalización de las
experiencias interpersonales, mediatizadas por las disposiciones genéticas y
neurofisiológicas. Ahora bien, lo intrapsíquico no es considerado puramente psicológico o
únicamente como la representación de las pulsiones biológicas, sino como el resultado de
la internalización de las experiencias interpersonales, por un lado, y de la manera en que
éstas han sido asimiladas y configuradas de acuerdo con disposiciones genéticas y
pulsionales, por otro. El funcionamiento de la mente humana se juzga, por tanto,
constituido por la continuada interacción del mundo interno y el mundo externo, la
realidad y la fantasía, con una visión enteramente distinta a la de un ambientalismo
ingenuo. Contrariamente a éste, el psicoanálisis relacional considera de suma importancia
todo aquello que está en el cuerpo y en la mente del individuo y que modela la relación
con lo que le rodea. El conflicto no se olvida, aun cuando la causadel mismo se centra
en la oposición entre pautas de relación divergentes y no entre pulsión y defensa, como
en el psicoanálisis tradicional. Evidentemente, la teoría relacional no figura entre aquellas
que basan en las pulsiones biológicas el desarrollo de la mente humana y sus conflictos,
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sino que se trata de una teoría esencialmente psicológica, aunque tenga siempre presente
la base somática sobre la que se injerta la matriz relacional, y los temas de motivación y
significado constituyen el centro primordial de su interés (E. Ghent, 1989). Así, lo intra​-
psíquico y lo interpersonal no son vistos como algo contrapuesto, sino como algo
complementario entre sí. Según Ghent, el significado más profundo del término relacional
depende de que subraya no sólo las relaciones del individuo con los otros y su mundo
externo, sino también entre las representaciones y personificaciones de su mundo interno.
Por tanto, podemos pensar, nos dice Ghent, que la teoría relacional es un intento de
integración de las teorías de las relaciones objetales con la teoría interpersonal, lo
intrapsíquico con lo interpersonal, los factores constitucionales con los factores
ambientales, la psicología de una persona con la psicología de dos personas constituida
por la confluencia de la psicología individual de paciente y terapeuta, y de la que luego
hablaré, etc. Por tanto, la teoría relacional es una teoría contemporánea y ecléctica,
arraigada en la idea de que las relaciones, tanto internas como externas, tanto reales
como imaginarias, son centrales en la formación y desarrollo de la mente humana así
como en su patología y, eventualmente, en el tratamiento de ésta (L. Aron, 1996).
La posición de Mitchell (1988, 1993), que es uno de los más importantes autores
dentro del psicoanálisis relacional, parece ser el intento de vincular las concepciones de
Sullivan con las de Fairbain y Winnicott. Mitchell considera el psicoanálisis relacional
como una alternativa al psicoanálisis tradicional, en la cual el material básico de la vida
mental no son las pulsiones, sino las relaciones con los otros.
Dentro del psicoanálisis relacional podemos agrupar autores muy heterogéneos. El
psicoanálisis relacional no es una escuela de pensamiento unificada e integrada, dado que,
como he expuesto antes, deriva de la aportación de distintas corrientes, ni es tampoco
una posición teórica singular. Más bien agrupa distintas maneras de enfatizar la
importancia de las relaciones interpersonales y su repercusión intrapsíquica, tanto en el
curso del desarrollo como en el del proceso psicoanalítico. Yo creo que hoy en día hay
un creciente interés por las dimensiones relacionales del desarrollo mental y de la
terapéutica psicoanalítica que fluye a través de todas las escuelas psicoanalíticas. Por
tanto, en mi opinión no se ha de concebir la teoría relacional como una teoría que viene a
suplantar las ya existentes o a aumentar el número de ellas, sino a aportar una nueva
perspectiva que enriquezca las más tradicionales. Pienso que una y otras no son, en
general, inconciliables y que se pueden complementar. Por eso, como he dicho antes,
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prefiero utilizar la denominación de psicoanálisis relacional al de teoría relacional.
Entiendo que es psicoanálisis relacional todo aquel que, aun partiendo de los conceptos
fundamentales de las escuelas ya existentes, considera como el centro primordial de su
atención la interacción constante y la ininterrumpida influencia que cada uno de los dos
protagonistas está recibiendo y ejerciendo sobre el otro. Esto me parece mejor que
intentar establecer una nueva escuela, de una manera excluyente y absoluta, dentro de la
teoría del psicoanálisis. En cambio, sí creo que podemos considerar otras orientaciones,
como la psicología de dos personas, el intersubjetivismo, el modelo interaccional y el
constructivismo social, como variantes del psicoanálisis relacional, que constituye el eje
central de todas ellas.
1.3. Modificaciones conceptuales desde la perspectiva del psicoanálisis relacional
Determinados conceptos fundamentales se ven modificados por la introducción de los
puntos de vista y modelos propios del psicoanálisis relacional. En ciertos casos, estas
modificaciones han dado lugar, al ser desplegadas y aplicadas con profundidad por
algunos autores, a las distintas orientaciones a las que me he referido en el apartado
anterior. En éste, resumiré brevemente las modificaciones que afectan sustancialmente la
relación paciente-analista, siempre con la intención de aportar una mayor comprensión a
dicha relación.
En el psicoanálisis tradicional toda la metodología de la terapéutica —empleo del
diván, de las asociaciones libres, intervenciones del analista limitadas a la interpretación,
anonimato y neutralidad del analista, etc.— está destinada a la observación de lo que
tiene lugar en la mente del paciente con la máxima claridad (J. Coderch, 1995).
Recordemos lo ya dicho en el primer capítulo acerca de la transferencia y de la
concepción tradicional del analista como una pantalla en blanco que recibe las
proyecciones del paciente, y que debe advertirle de las distorsiones que lleva a cabo en
su trato con él. Desde este punto de vista, el analista es un observador externo que no
interviene en absoluto en el fenómeno que está observando.
Por lo que se refiere al pensamiento poskleiniano, en el cual el interjuego
transferencia-contratransferencia ha sido siempre objeto de estudio, una versión más viva
y ágil de la transferencia nos la da B. Joseph (1989) cuando dice que la mayor parte de
nuestra comprensión de la transferencia se debe a nuestra percepción de la manera en
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que el paciente induce en nosotros determinados sentimientos, nos incluye en su sistema
defensivo, etc., y también cuando nos habla de la transferencia como una relación llena
de vida en la cual hay constantes movimientos y cambios.
Desde el punto de vista del psicoanálisis relacional, como veremos con más detalle al
hablar de las distintas orientaciones del mismo, la transferencia es co-creada y el analista
interviene decisivamente, con todos los rasgos de su personalidad y de su técnica, en su
desarrollo y evolución. Lo propio ocurre con la contratransferencia, en la que se
combinan la personalidad del analista y el influjo que el paciente ejerce sobre él. En el
psicoanálisis relacional la transferencia y la contratransferencia se consideran el resultado
de la experiencia global e interactiva de paciente y analista, y no forzosamente como
distorsiones. Una y otra son esfuerzos para regular la interacción con el otro. Por tanto,
la transferencia se juzga, como ya he adelantado en el primer capítulo, como un hecho
psíquico que tiene siempre una significante y plausible (M. Gill, 1982, 1994) base en la
realidad y las características de cada analista. Aun cuando no todos los analistas, ni
mucho menos, son partidarios del modelo relacional, creo que hoy en día nadie entre
nosotros cree que verdaderamente el analista sea una simple pantalla en blanco en la cual
el paciente ve proyectado su propio mundo interno. Me parece de interés recordar aquí
las ideas de Cooper (1987), a las que he hecho referencia en el primer capítulo, respecto
a la manera en que la intelección de la transferencia en el pensamiento psicoanalítico se
halla vinculada al predominio oscilante de los procesos cognitivos o de los afectos.
En el psicoanálisis relacional, la mente se juzga como estructurada por unidades
básicas compuestas por experiencias psíquicas tempranas. Aunque en el psicoanálisis
relacional no se olvida el concepto de conflicto entre impulso y defensa, éste adquiere su
sentido dentro de la relación paciente-analista, no únicamente como un hecho encubierto
que el analista ha de descubrir. El conflicto básico se considera causado por la repetición
de pautas relacionales internalizadas que impiden el crecimiento mental y la adecuada
conexión con la realidad, y ocasionado también por la confrontación entre pautas
relacionales divergentes. En este último caso,se constituyen diversos subsistemas que
coexisten en la mente separados entre sí, en una intrincada organización psicodinámica.
Un subsistema, por ejemplo, incluye una constelación de rabia, terror, agresividad,
desconfianza, etc., originada en una experiencia traumática en la primera infancia,
mientras que otro subsistema se halla constituido por sentimientos de tipo amoroso,
confianza, expectativas positivas, etc. (R. Gordon y otros, 1998).
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Todo ello nos lleva a considerar que el establecimiento de una atmósfera de seguridad
y confianza es esencial para la acción terapéutica. Para lograrlo, paciente y analista han
de compartir sus distintas percepciones de la experiencia que están viviendo juntos.
Cuando en la relación analítica se reactivan las antiguas pautas patológicas del paciente,
quedarán contrastadas con las más útiles y flexibles formas de relación que paciente y
analista estructuran de manera inteligible y negociada.
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2. Interacción
Para hablar de interacción hemos de distinguir entre dos diferentes empleos del
término dentro del pensamiento psicoanalítico. En el más sencillo de ellos, nos referimos
a la constante influencia que paciente y analista están ejerciendo el uno sobre el otro. En
el más complejo señalamos una teoría, la teoría interaccional, acerca de los orígenes y
desarrollo de la mente, de la psicopatología y de la acción terapéutica.
2.1. La interacción como hecho psíquico fundamental en la relación analítica
En su trabajo «On Countertransference Enactments» (1986), Jacobs cuenta la
siguiente anécdota, relatada en primer lugar por el analista protagonista de la misma. Un
psicoanalista norteamericano, de gran prestigio y muy pequeña estatura, recibió una
llamada telefónica solicitando una consulta. Llegado el momento, al abrir la puerta de la
sala de espera el analista quedó asombrado y perplejo al encontrarse con un hombre de
casi dos metros de estatura y de descomunal corpulencia, según sus palabras, cubierto
con sombrero tejano, vistiendo pantalones de cowboy y calzando botas del mismo estilo.
Durante algunos segundos el analista le miró en silencio. Después, con un encogimiento
de hombros y un gesto de resignación dijo, señalando el camino del despacho: «Entre, de
todas maneras». Jacobs relata esta anécdota para subrayar cómo, desde el primer
encuentro entre analista y paciente, incluso antes de iniciar el tratamiento, las
transferencias son activadas en uno y en otro y se pone en marcha el juego de mutuos
estímulos e influencias.
En su acepción más estricta, el concepto de interacción nos lleva a tener en cuenta
que toda palabra, silencio o actitud de paciente y analista ejerce una influencia sobre el
otro y, a la vez, ha sido, dentro de los límites que sean, estimulado por ese otro. Lo que
quiero señalar ahora es que, en mi opinión, no se trata de que haya momentos en los que
esta interacción se produce y otros en que no, o momentos de más o menos interacción,
sino que esta interacción es continua e ininterrumpida, para bien o para mal del proceso
terapéutico, para su avance y desarrollo o para su impasse y falseamiento. En realidad, la
interacción es un hecho universal que se pone en marcha cada vez que hay un encuentro
entre dos o más personas.
La literatura psicoanalítica acerca de la interacción y conceptos afines es muy
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abundante, pero aquí no es mi objetivo una revisión amplia de la misma, sino únicamente
proporcionar los elementos fundamentales para el entendimiento del tema que estoy
tratando. Por tanto, me limitaré a hablar de aquello que pueda facilitar la comprensión de
este hecho psíquico.
Creo que es necesario distinguir tres conceptos en la interacción: enactment, acting-
out y acting-in, los cuales a mi entender forman parte de la interacción, aunque creo que
no deben confundirse con su totalidad.
Según Jacobs, a quien considero el creador del concepto de enactment, el término se
utiliza para describir la manera en la que analista y paciente actúan verbalmente y no
verbalmente el uno sobre el otro. Jacobs ve el enactment como una forma continuada de
comunicación inconsciente, influencia interpersonal y persuasión entre paciente y
analista.
Entiendo por acting-out el comportamiento compulsivo de un paciente, en su vida
cotidiana, como una forma de expresar sus conflictos y ansiedades inconscientes fuera de
la sesión, en lugar de vivir unos y otros en la transferencia. Podríamos decir, pues, que se
trata de «actuar» en lugar de «pensar». La acción sustituye al pensamiento. En el curso
del acting-out, el paciente abandona al analista con rencor y envidia en busca de un
objeto ideal que satisfará todos sus deseos y necesidades. Se trata siempre de actos
impulsivos e inadecuados, fundados en sentimientos mágicos y de omnipotencia que, a la
corta o a la larga, van en contra de los intereses del paciente. El fracaso de las
expectativas soñadas aumenta el resentimiento y conduce a la desesperación y a la ruina
del tratamiento si no se consigue analizar y comprender suficientemente la situación. Sin
embargo, a mi juicio debe distinguirse este acting-out destructivo del acting-out
comunicativo, en el cual el paciente intenta, con su comportamiento, ensayar nuevas
formas de conducta a la luz de las nuevas experiencias vividas en la relación con el
analista y de los insights obtenidos. También puede existir, en este tipo de acting-out, el
intento de comunicar al analista algo que el paciente no puede relatar con palabras. Como
es fácil ver, una diferencia esencial entre acting-out y enactment estriba en que en el
primero nos encontramos frente a un comportamiento impulsivo abiertamente detectable,
mientras que en el segundo se trata de una encubierta y continuada relación interpersonal
dentro del setting. Otra diferencia descansa en el hecho de que el acting-out de tipo
destructivo supone siempre un ataque a la relación terapéutica, mientras que el enactment
forma parte de los múltiples matices de dicha relación.
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El término acting-in, mucho menos conocido que los dos precedentes, es de estirpe
kleiniana y ha ido cayendo progresivamente en desuso. Con este término se pretende
significar algún tipo de actividad, verbal o no verbal, que ataca e impide el
funcionamiento mental del analista. Desde este punto de vista, por tanto, siempre que se
habla de acting-in se señala una actitud agresiva y controladora hacia el analista por
parte del paciente. Pero progresivamente, a medida que en la técnica kleiniana la
interpretación de la transferencia negativa, de los impulsos agresivos y de muerte, ha
perdido, por lo menos en muchos poskleinianos, su papel primordial y casi exclusivo, el
concepto de acting-in y por tanto el uso del término ha ido quedando sustituido por el
que podemos denominar «vivir en la transferencia» (B. Joseph, 1985; H. R. Rosenfeld,
1987). Por vivir en la transferencia entiendo la necesidad, por parte del analizado, de
comunicar al analista, a través de su intercambio emocional con él, aquellas ansiedades,
fantasías, experiencias, etc., pertenecientes a los niveles más profundos de su mente,
preverbales y de características psicóticas, que no conoce ni puede expresar con
palabras. Si el paciente trata de provocar determinados sentimientos, estados de ánimo,
etc., en el analista es debido a que intuye que es la única manera de que este último
pueda comprenderlo. Esta forma de enfocar la cuestión enlaza el pensamiento de
numerosos autores poskleinianos, como Bion, Rosenfeld, Joseph, etc., con el
psicoanálisis relacional.
Fácilmente se puede suponer que, desde el punto de vista de la teoría kleiniana, la
interacción paciente-analista se enfoca primordialmente a partir del concepto de
identificación proyectiva (M. Klein, 1946) y del modelo continente-contenido de Bion
(1962). No deseo extenderme demasiado en estos conceptos, los cuales han alcanzado ya
una suficiente y amplia difusión en el pensamiento psicoanalítico, ni en la abundante
literatura psicoanalítica generada alrededor de ellos. Sólo expondré una brevesíntesis.
Melanie Klein describió por primera vez en 1946 el mecanismo de identificación
proyectiva, señalando que: «La otra línea de ataque deriva de los impulsos anales y
uretrales e implica expulsar peligrosas sustancias (excrementos) fuera del self dentro de la
madre. Junto con estos dañinos excrementos, expulsados con odio, partes disociadas del
yo son también proyectadas en la madre, o, como prefiero decir, dentro de la madre»
(pág. 8; cursiva de la autora; la traducción es mía). Gracias a este descubrimiento de M.
Klein, ahora sabemos que el paciente proyecta en el analista sus objetos internos, totales
y parciales. A través de estas proyecciones el paciente intenta, inconscientemente,
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provocar en el analista determinados sentimientos y moverle a comportarse de la manera
que él desea para restablecer su equilibrio. En un principio los analistas consideraban la
identificación proyectiva, siguiendo a M. Klein, como fundamentalmente agresiva,
impulsada por el odio y el afán de deshacerse de los aspectos indeseables del self.
Actualmente, creo que hemos de distinguir al menos cuatro clases de identificación
proyectiva: la evacuativa, en la cual se produce la expulsión y proyección de lo nocivo e
indeseable, como acabo de describir; la controladora, en la cual el paciente proyecta
aspectos de su self en el analista como una manera de controlar y provocar en él
determinadas emociones, fantasías, etc.; la comunicativa, en la cual la finalidad de
proyectar determinadas experiencias en el analista obedece al deseo de hacerle
comprender aquello que no se puede transmitir con palabras; y finalmente una cuarta de
estirpe fundamentalmente narcisista, destinada a negar la separación entre el self y el
objeto.
La identificación proyectiva se halla íntimamente unida al mecanismo psíquico de
disociación, puesto que conlleva siempre un proceso de disociación de aquello que se
proyecta. Algo que se discute en la actualidad es si el concepto de identificación
proyectiva se refiere sólo a la fantasía inconsciente del paciente o si se ha de emplear
únicamente en los casos en que el destinatario queda afectado por aquello que se le ha
proyectado (J. M. Tous, 1998) o por la fantasía del paciente. Aun cuando las opiniones
sean divergentes según distintos autores (P. Heimann, 1952; T. Ogden, 1979; Hamilton,
1990, etc.), creo que en el momento actual el concepto de identificación proyectiva ha
dejado de pertenecer exclusivamente al reino de lo intrapsíquico para introducirnos en el
campo de la interacción y de las relaciones interpersonales. Dicho de otra manera, la
identificación proyectiva es algo que se produce en la relación entre dos o más personas.
Como la transferencia, se trata de un hecho psíquico universal. Los interlocutores
emplean constantemente la identificación proyectiva, tanto para comunicar y hacerse
comprender mejor, como para intentar provocar en el otro determinados sentimientos o
deseos.
Habitualmente, cuando en la literatura psicoanalítica se habla de la identificación
proyectiva los autores se refieren a la identificación proyectiva del paciente hacia el
analista. Sin embargo, desde la perspectiva de la interacción hemos de tener en cuenta
que la identificación proyectiva es mutua. También el analista proyecta en su paciente,
como ocurre siempre entre dos interlocutores. Tous (1998) se ha ocupado de precisar
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distintos tipos de identificación proyectiva por parte del analista. Destaca la identificación
comunicativa benigna del analista en la que éste, de acuerdo con el modelo continente-
contenido, al que me referiré en breve, retorna al paciente los elementos mentales que
éste le ha proyectado. Otro tipo de identificación proyectiva del analista, según esta
autora, es aquel en que el analista proyecta en el paciente aspectos de éste que han de
desarrollarse. Ella vincula este tipo de identificación proyectiva con el concepto de «self
virtual» de Kohut (1977). Por mi parte, creo que también podemos relacionar este tipo
de identificación proyectiva del analista con la idea de Loewald (1960) de que los padres
tienen, en cada momento, una imagen de su hijo más desarrollado, mental y físicamente,
y que el hijo capta esta imagen y va adaptándose a ella progresivamente. Otro tipo de
identificación proyectiva que describe Tous es la empatía. Por mi parte, trataré
extensamente de la empatía en el cuarto capítulo.
El modelo continente-contenido de Bion (1962) se halla en estrecha relación con el
concepto de identificación proyectiva que acabo de describir. Bion parte de la idea de
Klein acerca de la manera en que el bebé puede hacer frente a sus terrores infantiles
proyectándolos, junto con una parte de su mente, en el pecho materno. Tales terrores
son modificados por el pecho materno, de manera que el bebé puede reintroyectarlos de
una forma asequible para él. A partir de esta idea kleiniana, Bion concibió el continente
como aquello dentro de lo que algo puede ser proyectado, y el contenido como aquello
que es proyectado dentro del continente. La relación continente-contenido depende de la
calidad de las emociones. Si la relación está dominada por la envidia, por ejemplo,
continente y contenido se dañan mutuamente y configuran un modelo que es la antítesis
del crecimiento. Si, por el contrario, continente y contenido se hallan unidos por la
emoción y la tolerancia a la frustración y a la duda, se fecundan mutuamente y
constituyen un modelo de crecimiento. A partir de aquí, Bion define el proceso de
rêverie. El bebé proyecta en la madre los sentimientos caóticos y confusos que no puede
tolerar. La madre contiene y «ensueña» lo que se le ha proyectado, lo modula y le da un
significado, y lo retorna al bebé de manera asimilable para él. De esta forma, el bebé
internaliza no únicamente aquello que se le ha devuelto, sino también la capacidad de
llevar a cabo el proceso de contención que la madre le transmite. Naturalmente, como el
lector sin duda ya sabrá, las ideas de Bion son sumamente complejas y aquí sólo puedo
dar un pequeño recordatorio útil para los propósitos de este libro.
La función de contención y rêverie es básica en la relación analítica. El paciente
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proyecta en el analista sus frustraciones, sentimientos intolerables, ansiedades y terrores,
y el analista los contiene, modula y retorna de manera tolerable para el paciente, junto a
su propia función de contención. Creo que este proceso es uno de los elementos
fundamentales para el crecimiento mental de todo analizado.
2.2. La teoría interaccional del psicoanálisis
Como he dicho antes, más allá de las consideraciones precedentes acerca de la
interacción continuada entre paciente y analista, algunos autores han desarrollado una
completa teoría del desarrollo de la mente, su psicopatología y sus mecanismos de
modificación, a partir del concepto de interacción. Mi interés en el estudio de la relación
paciente-terapeuta se centra en la interacción como hecho psíquico fundamental, no en la
teoría de la interacción propiamente dicha. Sin embargo, creo que es útil para la práctica
de la terapéutica psicoanalítica conocer los principios fundamentales de esta teoría, por lo
cual me extenderé un poco sobre ella siguiendo, a grandes rasgos, la exposición realizada
por Miller y Dorpat (1998).
La idea directriz de la teoría interaccional es la de que la organización y los
contenidos de la mente de todo individuo son el resultado de su historia interpersonal y
de las interpretaciones que él ha construido acerca de sus interacciones con los otros.
Una vez internalizadas, estas interacciones dan lugar a pautas o esquemas mentales que
dan significado a las subsiguientes interacciones que se van presentando a lo largo de la
vida del individuo. Toda nueva relación, por tanto toda nueva interacción, se vive de
acuerdo con los esquemas organizados por las antiguas interacciones y asimilada a ellas.
Así, podemos decir que estos esquemas son conservadores, puesto que tienden a hacer
las nuevas interacciones similares a las antiguas,y desencadenan las mismas pautas de
respuesta que en el pasado, aunque las circunstancias personales y las del mundo en su
entorno sean muy diferentes. De esta manera, si los esquemas se han configurado a
partir de interacciones vividas como traumáticas y provocadoras de ansiedad, que han
originado respuestas patológicas, inadecuadas, defensivas o agresivas, éstas se irán
repitiendo a lo largo de la vida mientras no se produzcan nuevas interacciones favorables,
con suficiente vigor y capacidad de impacto para modificar los antiguos esquemas.
Las interacciones son, pues, experiencias vividas que, especialmente en los primeros
años de vida, organizan el cerebro en redes de circuitos neuronales y la mente en pautas
114
de respuestas a los estímulos. De esta manera, la teoría interaccional considera que la
forma en que los seres humanos dan significado a sus experiencias, tanto mental como
somáticamente, depende de sus interacciones con los otros a lo largo de su vida. Como
es natural, la influencia de estas interacciones con los otros es especialmente importante
en la primera infancia, cuando las redes neurofisiológicas se hallan en curso de
organización. A medida que progresan en su crecimiento mental, los seres humanos son
capaces de abstraer rasgos comunes de sus diversos esquemas y agruparlos en
categorías, y construir nuevos esquemas a partir de la manera en que los posteriores
estímulos se integran en esas categorías, esquemas que, a su vez, se agruparán en nuevas
categorías y así sucesivamente. Estos últimos esquemas, o esquemas de segunda,
tercera, etc., generación, no dependen ya directamente de las experiencias vividas, sino
que más bien son ideas, conceptos y teorías que el individuo construye para dar una
explicación a sus percepciones, sentimientos, interacciones con los otros, etc. La manera
en que cada individuo percibe y da significado a los sucesos de su vida obedece al tipo de
esquemas que son puestos en marcha frente a tales sucesos. El conjunto de los esquemas
forma el denominado modelo de trabajo.
Cada individuo pone en marcha algún procedimiento de defensa cuando, por su
previa experiencia, espera que determinada interacción ocasionará sufrimiento. Este
procedimiento de defensa puede ser intrapsíquico, interpersonal o incluir ambos a la vez.
Con la actividad defensiva interpersonal el individuo intenta protegerse a sí mismo de
alguna circunstancia que amenaza con la pérdida del sentimiento de continuidad de su
self, con la ruptura de vínculos interpersonales importantes y necesarios para él o con la
repetición de anteriores interacciones traumáticas. Desde el punto de vista intrapsíquico,
el sujeto puede evitar emociones y pensamientos dolorosos inhibiendo la puesta en
marcha de los esquemas que conducen a la aparición de tales sentimientos y
pensamientos. Desde el ámbito interpersonal, el individuo puede protegerse de una
experiencia dolorosa tratando de modificar el estado mental y el comportamiento de la
persona o personas con quienes está interaccionando a fin de cambiar el sentido de la
interacción.
Aun cuando, como he dicho antes, los esquemas tienden a ser conservadores, y a ello
se debe lo que solemos llamar el «carácter» de cada ser humano, es decir, lo previsible
en líneas generales de sus reacciones y formas de adaptación, también es cierto que se
ven influidos de continuo por las nuevas experiencias y el input informativo que
115
inevitablemente el individuo ha de asimilar. A fin de cuentas, no podemos olvidar que,
frente a este estilo conservador de los esquemas —y lo mismo podemos decir de las
relaciones con los objetos internos desde el punto de vista del pensamiento kleiniano y de
las teorías de las relaciones objetales—, también el ser humano posee una innata
tendencia a la búsqueda de conocimiento y nuevas experiencias, como Daniel Stern
(1991) describe en su libro El mundo interpersonal del infante. Y, por cierto, esta última
idea puede ser enlazada con el concepto de la pulsión epistemofílica de la que nos habla
M. Klein.
Lo dicho en el párrafo anterior nos conduce a plantearnos los agentes del cambio
terapéutico desde la perspectiva de la teoría interaccional. La relación terapéutica es una
particular e irrepetible —con un distinto terapeuta, o con un distinto paciente, sería otra
relación— situación psicosocial en la cual ambos están interaccionando. Paciente y
terapeuta llegan al encuentro con sus propios esquemas, que se activan a través de la
mutua interacción. Podemos, por tanto, definir la transferencia y la contratransferencia
como la manera en la que paciente y analista organizan su mutua experiencia de
interacción y el sentido que dan a la misma. El analista, al que suponemos una suficiente
comprensión de los esquemas que se activan mutuamente en el campo interaccional,
construye sus intervenciones e interpretaciones para ofrecer insight al paciente acerca de
la experiencia que está viviendo y de cómo está percibiendo el propio comportamiento y
las palabras del analista.
Como acabamos de ver en el párrafo anterior, comprobamos que la teoría
interaccional conserva el habitual concepto de la interpretación destinada a hacer
consciente aquello que es inconsciente, especialmente en relación con la transferencia. Al
ayudar al paciente a tener conciencia de las experiencias y sentimientos inconscientes que
se originan en su relación con el analista, las interpretaciones facilitan la modificación de
los esquemas que, hasta aquel momento, han regido su respuesta frente a la interacción
con los otros y a su comportamiento.
A mi juicio, la teoría interaccional no excluye de por sí los conceptos e hipótesis
propios de las escuelas más conocidas dentro del campo psicoanalítico. Subraya, con
especial énfasis, el papel primordial de las interacciones que todo ser humano vive en la
relación con sus semejantes, su importancia en el desarrollo mental sano y patológico y,
por tanto, insiste en la necesidad de prestar especial y continuada atención a la
ininterrumpida interacción que en todo momento tiene lugar entre paciente y terapeuta.
116
3. De la psicología de una persona a la psicología de dos personas
3.1. Antecedentes y circunstancias condicionantes
Creo que el psicoanálisis relacional nos ha conducido a una de las más interesantes
perspectivas que se han desarrollado durante los últimos años en el campo de la teoría y
la práctica psicoanalíticas. Tal perspectiva es la que concierne a la concepción del
proceso psicoanalítico como un espacio para la investigación del despliegue de la
psicología de dos personas, constituida por la conjunción de la psicología del paciente y
la del analista, en lugar de centrar esta investigación en la psicología de una persona, la
del paciente, que ha sido la práctica habitual en el tratamiento psicoanalítico.
Es menester tener en cuenta, sin embargo, que ya Freud, en su trabajo Psicología de
las masas y análisis del Yo (1921), nos introduce perfectamente en la relación
complementaria entre la psicología del individuo y la psicología de dos personas. Dice
Freud: «La oposición entre la psicología del individuo y la psicología de las masas, aun
cuando a primera vista nos parezca muy sustancial, pierde buena parte de su claridad si
se la considera más a fondo. Es cierto que la psicología individual se ciñe siempre al ser
humano singular y estudia los caminos a través de los cuales intenta conseguir la
satisfacción de sus mociones pulsionales. Pero sólo raras veces, bajo determinadas
situaciones de excepción, puede prescindir de los vínculos de este individuo con los
otros. En la vida anímica del sujeto el otro cuenta, con total regularidad, como modelo,
como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso, desde el mismo comienzo la
psicología individual es simultáneamente psicología social, en este sentido más amplio
pero totalmente legítimo» (S. Freud, vol. xviii, pág. 67). Notó (1986) ya ha señalado este
fundamental carácter de psicología social que posee el psicoanálisis.
En este cambio de enfoque, desdela psicología de una persona a la dialéctica entre la
psicología de una persona y la psicología de dos personas que ahora comienza a
manifestarse de la mano de muchos autores insatisfechos con las formas habituales de
entender el proceso psicoanalítico, intervienen muchos elementos y cambios sociales,
filosóficos, culturales y psicológicos que dan un distinto giro a la manera de ver qué cosa
es el tratamiento psicoanalítico y cuál es la relación paciente-analista. En la introducción
y en el primer capítulo ya he tratado acerca de estos elementos y circunstancias, a los
que ahora he añadido el psicoanálisis relacional, el concepto de interacción y la teoría
117
interaccional.
3.2. El impacto de la personalidad del analista
A partir de lo que he dicho, por tanto, creo que nos hallamos en condiciones de
comprender el desplazamiento que se está produciendo en el psicoanálisis actual, por
parte de muchos clínicos y teóricos, hacia la perspectiva de la psicología de dos personas,
y el abandono de la tradicional visión del psicoanálisis como el estudio de la psicología de
una mente individual, la del paciente. Ya me he referido antes a la concepción, hoy en
día sobradamente desacreditada, del analista como una pantalla en blanco. Por otro lado,
es fundamental en el modelo de la psicología de dos personas la idea de que los
aparentemente infantiles deseos y conflictos revelados en las asociaciones de los
pacientes no son sólo huellas del pasado, reactivadas por la situación analítica, sino que
son también una expresión de la interacción real con el analista, con todas sus
peculiaridades y características personales. La implicación para el modelo de una
psicología de dos personas es que la personalidad del analista, y no sólo la técnica
analítica con la que trabaja, es lo verdaderamente específico para el paciente.
Asimismo, la personalidad del analista afecta no sólo a la alianza terapéutica o
relación de trabajo, sino también a la misma naturaleza de la transferencia (J. Coderch,
1995). Desde el punto de vista de la psicología de dos personas, la personalidad del
analista debe tenerse en cuenta sistemáticamente como una parte intrínseca de la
transferencia, que se juzga que está basada en la mutua contribución de ambos
participantes en interacción.
Expondré un breve ejemplo para ilustrar mejor mis puntos de vista respecto a lo que
vengo diciendo. Poco antes de terminar una sesión en lunes, un paciente en análisis me
pidió un cambio de hora para el miércoles. Sin tiempo para esperar ulteriores
asociaciones con relación a esta demanda, ni tampoco para calibrar mis posibilidades
reales para ello, yo le respondí que me era imposible satisfacer su petición. Al día
siguiente, el paciente comenzó la sesión diciéndome, en un tono francamente irritado,
que él no creía que me fuera realmente imposible acceder al cambio de hora, sino que
pensaba que mi negativa se debía a que yo pensaba que ello sería contrario a las reglas
psicoanalíticas que impiden al analista mostrarse excesivamente amable y
condescendiente con el paciente. Y añadió que esto ponía de relieve que yo estaba más
118
interesado en la metodología psicoanalítica que en sus necesidades, que la metodología
psicoanalítica era mi primer amor y que, por tanto, él, como paciente, ocupaba un lugar
muy secundario en mis intereses. Hasta aquí el paciente.
Desde el modelo más habitual de la psicología de una persona, el significado de las
palabras del paciente parece bastante claro, y se puede juzgar que la situación edípica
(situación bien relacional, por cierto) se expresa abiertamente en esta anécdota. Desde
este punto de vista, la metodología analítica, en este caso, era para el paciente una
representación de mi pareja —materna o paterna según el momento transferencial—
frente a la cual, y frente a la realidad del tiempo limitado de las sesiones y del horario
establecido, el paciente se sentía celoso y excluido, como un niño ante la pareja de
padres. Otras alternativas serían las de considerar la solicitud del paciente como fruto de
su necesidad de controlar al analista, disponer de él a voluntad, tener una prueba de su
disponibilidad en cualquier momento, negar la separación, etc., con la consiguiente
irritación y protesta al ver frustradas estas fantasías y necesidades. Pero, desde la
perspectiva de la psicología de dos personas, sin negar la existencia de la situación
edípica ni de otra suerte de fantasías y demandas, debemos investigar y preguntarnos
acerca de una serie de cuestiones: interrogarnos acerca de mi comportamiento y estilo,
para averiguar hasta qué punto yo pude mostrarme en la realidad emocionalmente
distante de las necesidades del paciente (al margen de que me fuera materialmente
posible o no el cambio de hora) produciéndole, tal vez, la impresión de que lo que más
me importaba era cumplir con la metodología psicoanalítica; hemos de preguntarnos
acerca de mi flexibilidad o rigidez, captadas por el paciente, en el cumplimiento de las
reglas analíticas; debemos investigar hasta qué punto mi actitud de neutralidad pudo,
verdaderamente, dar lugar en el analizado a un sentimiento de escaso interés hacia él, por
más que yo hubiera actuado formalmente de una manera correcta; es menester estudiar
si yo pude transmitir al paciente una preocupación por no transgredir las pautas de la
relación analítica; si el tono de mi voz al declarar que me era imposible atender su
requerimiento tuvo algún dejo de aspereza, sequedad o rechazo, o si las palabras
empleadas para ello fueron excesivamente concisas y contundentes, etc. Si examinamos
con cuidado todas estas cuestiones, tal vez podremos encontrar que la queja del paciente
no se debía únicamente a una proyección transferencial del conflicto edípico o a sus
fantasías de control y posesión sobre mí, etc., sino que, aun cuando todo esto se
expresara en ella, también se basaba en elementos reales a causa de mis propias
119
características personales. Efectivamente, a mí me pareció, y así lo puse de relieve al
hablar con el paciente de esta situación, que, a causa de la premura de tiempo con la que
fue formulada su petición, mi respuesta fue excesivamente breve y taxativa, sin
interesarme en averiguar las necesidades que le llevaban a tal solicitud. También me di
cuenta, aunque de esto no le hablé, que yo me había sentido molesto e inquieto por la
presión que experimenté al tener que dar una respuesta sin tiempo para investigar los
motivos inconscientes de la petición del paciente ni, como he dicho antes, de reflexionar
acerca de mis verdaderas posibilidades para atenderla en caso de que lo creyera
conveniente y adecuado, y que todo ello influyó en mi forma de responder.
Así pues, opino que la transferencia ha de ser vista en términos del psicoanálisis
relacional y del constructivismo social, al que me he referido en el primer capítulo. Por
este motivo, no debe ser enjuiciada esquemática y simplemente como una distorsión de
la realidad del analista a causa de las fantasías y conflictos intrapsíquicos del paciente,
sino que hemos de pensar que la transferencia tiene siempre una firme base en el aquí y
ahora de la realidad del analista. Expresado esto, posiblemente de una manera un tanto
radical, Gill dice que la llamada neurosis transferencial representa sólo una atención
selectiva y una sensibilidad incrementada a determinados aspectos de la ambigua
respuesta del paciente al analista (M. Gill, 1994).
A causa del hecho de que el analista se encuentra continuamente involucrado con el
paciente, la práctica analítica, según el modelo que estoy exponiendo, necesita una
reconfiguración para incluir en ella la subjetividad del analista de manera que éste pueda
ser reconocido por el paciente no como alguien que se halla en posesión exclusiva de la
verdad y la objetividad, sino como un coparticipante. Así, el modelo de la psicología de
dos personas implica que el analista no sólo realiza una continuada contribución a la
experiencia del paciente, por tanto a su transferencia, sino que también la experienciade
este último es ambigua, ya que las fuentes de donde derivan las acciones y pensamientos
que crea el analista no son plenamente conocidas, e implica, también, que paciente y
analista co-crean realidades interaccionales vívidamente expresadas en la transferencia y
la contratransferencia, a través de la búsqueda de nuevas formas de relación y de la
comprensión del significado de éstas.
Con el paradigma de la mente como un sistema abierto, siempre en interacción con
los otros y siempre respondiendo a la naturaleza de la relación con el otro, se instaura,
pues, un nuevo modelo de la relación analítica. En él, la transferencia y la
120
contratransferencia siempre dependen de ambos participantes en interacción, de manera
que no hemos de pensar en las asociaciones libres como algo que emerge únicamente de
la mente del paciente, sino que todas las asociaciones son una respuesta a la interacción
con el terapeuta. Las reglas de neutralidad y anonimato han sido pensadas y establecidas
para favorecer el desarrollo de la transferencia y las asociaciones libres con el mínimo de
interferencia por parte del analista, de forma que la mente del paciente se pueda expresar
con la máxima libertad y espontaneidad. Y por cierto, cumplen esta función y nunca
hemos de olvidarnos de atenernos a ellas. Pero esto no ha de llevarnos a engaño. Los
hechos psíquicos nunca emergen de la mente del individuo totalmente aislados y sin
conexión con el medio que le rodea. El método de las asociaciones libres como forma
fundamental de la comunicación del paciente posee un extraordinario valor para
favorecer la espontaneidad y la expresividad, pero en absoluto elimina la influencia del
analista y del efecto de la ininterrumpida interacción entre ambos participantes. Las
asociaciones, por libres que parezcan en su aspecto más formal, son, no lo olvidemos,
comunicaciones que no van dirigidas al vacío o a nadie en particular, sino que se hallan
siempre específicamente destinadas a una persona: el analista. Más adelante volveré a
ocuparme de esta cuestión.
3.3. La dialéctica psicología de una persona/psicología de dos personas
Quiero insistir en que la perspectiva de la psicología de dos personas ha de entrar en
constante juego dialéctico con la psicología de una persona. No se nos ha de escapar el
hecho de que la realidad del analista en cuanto a su influencia en la transferencia importa
sólo según la manera en que es vivida en la realidad psíquica del paciente. Pero esto no
ha de llevarnos a poner el acento sólo en el paciente, minimizando el papel del analista, y
estimar que la transferencia es algo que se fragua únicamente en la mente del paciente.
Quede claro, por tanto, que el énfasis en destacar que el examen de la experiencia
analítica nos lleva a una psicología de dos personas no implica el abandono de la
psicología individual del paciente. Éste reacciona al input proveniente del terapeuta de
acuerdo con su forma peculiar de recibir y procesar los mensajes recibidos. La
personalidad real del analista, tanto en lo consciente como en lo inconsciente, es
importante sólo en la medida en que el analizado la percibe y reacciona a ella según su
psicología individual. La comprensión del diálogo analítico exige tener en cuenta a la vez
121
la perspectiva de la psicología individual y de la psicología de dos personas, ya que los
procesos interpersonales siempre se configuran y modulan a través de la forma peculiar
de crear experiencias de cada individuo. Así, por ejemplo, no se trata de pensar que la
sexualidad del paciente que se expresa en la situación analítica sea únicamente la
repetición de la sexualidad infantil biológicamente fundamentada, ni tampoco que tenga
su origen en el contexto relacional en el que se encuentra el paciente en aquel momento,
sino que tanto su sexualidad infantil como la propia de su personalidad adulta adquieren
un sentido peculiar y específico, y con mayores posibilidades de riqueza expresiva, en el
contexto de relación analítica.
Me parece evidente, por tanto, que la relación paciente-terapeuta transcurre sobre un
tejido constituido por la psicología individual de uno y otro y, a la vez, por la psicología
de dos personas que emerge en el encuentro de dos psicologías individuales. Tal vez se
comprenda mejor esta calidad emergente de la psicología de dos personas si nos
remitimos otra vez al concepto de estructura y consideramos que analista y analizado
forman una nueva estructura que no existía antes de su encuentro. Para mis propósitos,
es necesario añadir ahora algunas ideas más sobre este tema de la estructura.
Con relación a la perspectiva de la psicología de dos personas, parece imprescindible
tener en cuenta que el rasgo primordial que hoy día se otorga al concepto de estructura
es que el sujeto agente de las propiedades estructurales es la estructura misma en tanto
que conjunto (P. Laín Entralgo, 1991). Según la concepción estructuralista, tan
importante hoy día en todas las ciencias, las propiedades específicas de cada estructura
han de ser entendidas como un resultado global de la función de estructura. Por tanto,
podemos decir que la realidad que caracteriza a las estructuras no es ni la suma de sus
elementos ni la de sus funciones. Así, por ejemplo, de acuerdo con la neurociencia, los
circuitos neuronales son los elementos funcionales básicos capaces de codificar una
nueva función cerebral y, por tanto, mental. Pero, como señala Mora (1995), los
circuitos poseen propiedades del circuito no atribuibles a los elementos constitutivos. Es
decir, existe una propiedad emergente de estos sistemas o propiedad emergente del
circuito. Si aplicamos estas ideas a la estructura constituida por el conjunto paciente-
terapeuta se nos hace más patente la innegable aparición de nuevos rasgos y
peculiaridades que anteriormente no existían ni en uno ni en otro y que pasan a erigirse
en las características específicas de la psicología de dos personas, que complementa la
psicología individual de cada uno de los dos participantes.
122
Igualmente, si acudimos a la teoría general de los sistemas (Von Bertalanffy, 1979),
nos daremos cuenta de que la relación analítica forma un sistema diádico en el que los
elementos componentes (paciente y analista) deben considerarse subsistemas y
entenderse como tales.
En mi opinión, esta visión de la relación analítica es válida para cualesquiera de los
modelos basados en la relación de objeto: relaciones puras de objeto como las conciben
Fairbain y Guntrip; pensamiento kleiniano y poskleiniano; psicología del self;
interpersonalismo; teoría interaccionista; psicoanálisis relacional, etc.
Para una mejor comprensión de la manera en que la concepción del proceso
psicoanalítico como una dialéctica entre la psicología individual y la psicología de dos
personas nos permite una mayor profundización en el mismo, consideraré tres aspectos
fundamentales del tratamiento psicoanalítico desde esta perspectiva: las interpretaciones,
el silencio del analista y la regla de las asociaciones libres como método básico de la
técnica analítica.
a) Las interpretaciones a la luz de la psicología bipersonal
Toda interpretación, acertada o equivocada, formulada correcta o incorrectamente,
pone de manifiesto determinados rasgos de la subjetividad del analista, puesto que toda
su actividad interpretativa se halla determinada, en parte, por su psicología personal. El
analista no puede formular interpretaciones totalmente objetivas y desvinculadas de su
personalidad (O. Renik, 1995; L. Aron, 1996). Toda interpretación es un acto relacional,
y precisamente la combinación de objetividad-subjetividad que se manifiesta en la
interpretación es la que dota a ésta del carácter de experiencia relacional que comparte
con su condición de input informativo. Y esta implicación de la personalidad del analista
en la interpretación es lo que, según mi propia experiencia, le confiere su mayor impacto
terapéutico.
Tal como llevo dicho, para el psicoanálisis relacional la teoría acerca del proceso
psicoanalíticoha ido evolucionando desde considerar a éste como el despliegue y estudio
de la psicología de una persona hasta calificarlo como un proceso centrado en la
investigación de la dialéctica y de la complementariedad entre la psicología de una
persona y la psicología de dos personas. Pero, además, mi experiencia me indica que esta
transición que ha experimentado la teoría psicoanalítica con el transcurso de los años es
123
algo que vive por sí mismo el paciente en el curso —con menor número de años, por
supuesto— de su tratamiento. En el vaivén del diálogo analítico, los pacientes se
percatan, consciente e inconscientemente, de que lo que ellos vivían como su psicología
individual adquiere otra dimensión en contacto con el otro, el analista, y se transforma en
una psicología bipersonal. Si el analista no advierte esta realidad e intenta convencer al
paciente, con sus intervenciones, de que aquellas fantasías, ansiedades y deseos de los
que le habla al interpretar corresponden exclusivamente a su mente, sin que él mismo
tenga que ver con ellos, quebranta lo que puede ser una experiencia compartida y,
consecuentemente, le presenta sus procesos psíquicos de una manera parcial y mutilada,
de forma que lo que podría ser un encuentro de dos subjetividades se convierte en un
adoctrinamiento, más o menos sutil, del paciente por parte del analista.
b) El silencio como interacción
Para desarrollar este concepto partiré de una situación planteada por M. Gill en su
libro Psychoanalysis in Transition (1994). Tal situación es algo que, en realidad, ocurre
con frecuencia y que yo he vivido en más de una ocasión, por lo que tengo cierta
experiencia de ello. Se trata del caso del paciente que informa al analista de la muerte de
una persona próxima a él. La actitud habitual por parte del analista ha sido la de guardar
silencio, para no inhibir las espontáneas y libres asociaciones del paciente, ya que si el
analista manifiesta su condolencia, se ha pensado siempre, ello es tanto como dar a
entender al paciente que éste debe sentir pesar por esta muerte, inhibiendo, por tanto, la
posible expresión de sentimientos negativos tales como indiferencia, despreocupación,
rencor, etc. Además, también se ha juzgado siempre que con cualquier expresión de
condolencia el analista perdería la necesaria neutralidad. Pero ahora, a la luz de las ideas
que estoy exponiendo, debemos preguntarnos acerca de las implicaciones de este
silencio. El paciente, por ejemplo, puede vivir el silencio del analista en la situación que
nos plantea Gill como una dolorosa, para él, falta de simpatía y afecto. Naturalmente,
podemos decir que esta respuesta emocional del paciente ha de ser, en sí misma, motivo
de análisis. Pero esta afirmación implica que se da por descontado que esta respuesta se
enjuicia como formando parte de una transferencia irracional. Al mismo tiempo, ello nos
llevaría a olvidar que el silencio es, también, una acción por parte del analista.
Lo que yo pretendo señalar es que, incluso si el analista permanece en silencio, está
124
haciendo algo, es decir, realiza la acción de quedar callado frente a lo que puede ser un
acontecimiento importante en la vida del paciente. De nuevo, aquí podemos objetar que,
presumiblemente, el paciente ya ha aprendido que la labor del analista para con él no es
la de proporcionarle amistad y simpatía, sino la de analizar sus reacciones y sentimientos.
Esto es cierto, pero también lo es que las reacciones del paciente pueden hallarse bien
ocultas en sus asociaciones, y en este caso nos podemos encontrar con un oculto
sentimiento de placer, pongamos por caso, por el hecho de que el silencio del analista no
haya inhibido una expresión de sus sentimientos negativos hacia el fallecido, o tal vez
ante una reprimida reacción de cólera por el silencio del analista frente a un suceso
doloroso en su vida.
En relación con lo que acabo de decir, quiero citar un ejemplo expuesto por un
prestigioso analista, extraído de su experiencia como supervisor. Una paciente acudió un
día a la sesión, presa de gran ansiedad, relatando que la noche anterior su hijo de pocos
años había sido hospitalizado a causa de una aguda y grave enfermedad. La paciente,
fuertemente afectada, fue narrando con todo detalle los síntomas detectados, el traslado a
un servicio de urgencias, el dictamen médico provisional, su ansiedad, sus temores por la
suerte del niño, etc. Después de consumir un buen espacio de tiempo con este relato y
con la manifestación de sus preocupaciones y su dolor, quedó callada. Entonces el joven
analista, que había permanecido todo el tiempo en silencio, intervino para decirle que en
aquel momento ella estaba resistiendo la comunicación de sus asociaciones, sin añadir
una palabra más. A partir de este momento, la analizada permaneció en silencio hasta el
final de la sesión. Al día siguiente regresó con los honorarios correspondientes a los días
transcurridos del mes y se los entregó al analista diciéndole que él estaba más enfermo
que ella. Dicho lo cual marchó para no volver. ¿Podemos verdaderamente decir que la
actitud del analista al no expresar ningún sentimiento con relación a la grave situación por
la que estaba pasando la paciente era de neutralidad? ¿La frialdad y falta de calidez y
contacto humano, en aras de una estricta actitud de investigación, pueden ser juzgados
como neutrales? Más adelante volveré a ocuparme extensamente de la neutralidad del
analista.
De nuevo, debo señalar que el analista debe estar atento a las respuestas del paciente
frente a sus palabras y a sus silencios, a fin de percibir lo que está ocurriendo en cada
momento. Pero quiero subrayar que si el analista no capta claramente la naturaleza
relacional de la situación analítica no podrá comprender las respuestas del paciente ni las
125
suyas propias. Las reacciones y sentimientos del paciente frente a los silencios del
analista pueden, muy fácilmente, pasar inadvertidos a causa de que el paciente ha
aprendido a aceptar que el silencio del analista en determinadas ocasiones ha de ser
admitido como lo más adecuado para la buena marcha del proceso analítico. O quizás no
lo ha aprendido tan bien como parece, pero tiene la experiencia de que, si él se queja de
tal silencio, su queja será atribuida a sentimientos hostiles y a intentos de perturbar el
buen funcionamiento mental del analista, etc.
Quede claro que con este ejercicio de suposiciones yo no pretendo dar ninguna regla
acerca del comportamiento del analista en esta clase de situaciones. Lo que quiero
subrayar, aparte de mostrar lo complejo de la relación analítica, es que siempre existe un
significado personal para ambos, paciente y analista, en cualquier intervención verbal o
en el silencio del analista.
Según Gill, una posible respuesta frente a la situación de un fallecimiento que antes
he planteado, podría ser: «¿Cómo se siente usted en este momento?». Yo estoy de
acuerdo con que esta intervención parece transmitir al paciente que el analista no
considera que haya una forma particular y necesaria de vivir el fallecimiento de una
persona cercana, con lo cual el paciente puede sentirse libre y no presionado para
expresar, forzosamente, sentimientos convencionales de pesar, ni tiene prohibido
manifestar indiferencia, alivio o satisfacción ante tal fallecimiento. Ahora bien, de nuevo
nos encontramos con dificul​tades. Esta intervención, «¿Cómo se siente usted en este
momento?», puede fácilmente ser vivida por el paciente como la manera que tiene el
analista de ocultar cualquier sentimiento, de no comprometerse y de mantenerse
profesionalmente distante y separado, de forma que sólo entren en juego los sentimientos
y reacciones del paciente, sin nada por su parte. Y creo que el paciente no anda
desacertado si así piensa. Por tanto, ocurre que este «sin nada personal por parte del
analista» es, realmente, un hacer algo que puede desencadenar, de acuerdo con mis
suposiciones, toda una amplia gama de respuestas. Así pues, he de volver a insistir en
que no existe ningunaintervención o comportamiento del analista, incluyendo su silencio,
que no sea al mismo tiempo una acción que surge dentro de una trama interpersonal y
que da lugar a una reacción emocional en el paciente.
El silencio, que es la respuesta que podemos llamar tradicional del analista ante una
comunicación de la índole que nos plantea Gill puede, evidentemente, desencadenar en el
paciente un sentimiento de frustración, lo cual, en la teoría de la técnica psicoanalítica, se
126
ha venido juzgando habitualmente que dará lugar a la aparición de material susceptible de
ser analizado. Pero no podemos dejar de tener en cuenta que el hecho de que se
produzca o no tal frustración, y la misma respuesta del paciente ante ella, no es algo que
incumba únicamente a este último, sino que depende del tipo de relación analítica.
Supongamos, por ejemplo, que el analista se sienta personalmente inclinado a expresar
alguna muestra de simpatía ante el anuncio de la muerte de una persona cercana, pero
que cree que, desde el punto de vista del método analítico, es mejor el silencio. Ello
puede llevarle a sentirse tan incómodo consigo mismo que le sea difícil entender e
interpretar la reacción del paciente ante un silencio que él mismo siente forzado y
desagradable. Lo que quiero decir con esto es que el analista ha de tener muy en cuenta
que todo lo que haga o no haga, diga o no diga, es una acción que posee un significado
interpersonal, y que su tarea consiste en buscar significados, interpretarlos y reconocer
cuál ha sido la influencia de su respuesta personal —el silencio en el caso que estamos
comentando— en la aparición de la réplica del paciente.
Naturalmente, podemos elaborar todavía gran cantidad de hipótesis, como las de si,
en el supuesto que estoy planteando, el silencio del analista se basa en impulsos sádicos
inconscientes, o si, en el caso de que manifieste alguna muestra de simpatía, ello es
debido a una necesidad de comportarse de una forma «maternal» y protectora, y hasta
qué punto estas disposiciones, sádicas o maternales, han sido estimuladas por
determinadas actitudes y palabras del paciente y no se habrían producido sin éstas, etc.
Me parece, pues, que queda claro que los problemas y preguntas que debemos
plantearnos desde la perspectiva de la dialéctica de la psicología de una persona y la
psicología de dos personas enriquecen extraordinariamente nuestras posibilidades de
conocimiento.
c) La técnica de las asociaciones libres
Doy por sabidos los principios teóricos y técnicos en los que se basa el método de las
asociaciones libres en el tratamiento psicoanalítico. Asociaciones libres son todo aquello
que el analizado comunica en respuesta a la demanda del analista para que exprese todo
lo que se presenta en su mente. Se parte de la hipótesis de que aquello que el analizado
asocia libremente, con abolición voluntaria de la censura consciente, está constituido por
los derivados de los impulsos, sentimientos, ansiedades y fantasías que constituyen su
127
vida psíquica inconsciente. Pero ya sabemos que lo que otorga a la regla de las
asociaciones libres su carácter de método muy valioso para la práctica del psicoanálisis es
que no se trata verdaderamente de un proceso libre. La posibilidad de unas asociaciones
realmente libres que reflejen ideas y fantasías inconscientes y desconexionadas es una
falacia, ya que, en realidad, lo que presuponemos los analistas es que cada elemento que
surge en la mente del paciente en el curso de la sesión analítica se halla estrechamente
vinculado a la situación global de su mente, tanto en sus aspectos sanos como en los
patológicos, por un lado, y al aquí y ahora de la relación con el analista, por otro. Pese a
todo, las asociaciones se consideran libres por el hecho de que el analizado las expresa
con una vivencia de libertad por su parte y sin que le sean impuestas por normas,
interrogaciones, preguntas o limitaciones de cualquier índole. Lo que hace el paciente es,
únicamente, eliminar la censura consciente o, dicho de otra manera, suprimir la censura
entre el sistema consciente y el preconsciente, pero no puede, por definición, evadir
voluntariamente la censura entre el sistema preconsciente y el inconsciente (J. Laplanche
y J. B. Pontalis, 1977). En otras palabras, las asociaciones libres son expresiones
verbales de las representaciones preconscientes de los elementos psíquicos inconscientes,
pero lo preconsciente no es más libre que lo inconsciente. Por tanto, desde este punto de
vista el método de las asociaciones libres pone especialmente de relieve el
funcionamiento del proceso psíquico primario, a expensas de un debilitamiento, pero no
una desaparición completa, del proceso psíquico secundario.
La experiencia de todos los días nos demuestra que las asociaciones libres de los
analizados no son, salvo raros momentos o en casos excepcionales de pacientes con un
grave funcionamiento psicótico, completamente ininteligibles, sino que ofrecen un curso
del pensamiento inteligible, en su nivel manifiesto, para el analista. Y confirma esta
comprensibilidad el hecho de que el empleo de las asociaciones libres no da lugar a un
monólogo, sino a un diálogo. La situación analítica es una conversación, tal como Freud
(1926) la describió explícitamente. Y esto es así porque el paciente no habla para sí
mismo, sino que habla para el analista, por más que éste le subraye la necesidad de que
diga todo lo que aparezca en su mente sin someterse a límites, ni sociales ni
convencionales de ninguna clase. Es decir, que las asociaciones del paciente no dependen
sólo de lo que existe en su mente, sino que se encuentran directamente mediatizadas por
su relación con el analista y, en consecuencia, por las características personales de éste.
Así pues, nos encontramos de nuevo con que aquello que se despliega a través de las
128
asociaciones libres no es exclusivamente la psicología individual del analizado, sino el
resultado del interjuego entre la psicología de ambos protagonistas.
Si un analista no entiende adecuadamente lo que acabo de decir, puede llegar a
inducir a sus analizados a malinterpretar la libertad de asociar, de modo que crean que
sólo es válido hablar de forma irrelevante, desorganizada, trivial y sin sentido, inhibiendo
cualquier curso de pensamiento lógica y coherentemente estructurado o cualquier
explicación razonable acerca de determinado asunto. Particularmente reveladora de esta
confusión es la pregunta que me dirigió una paciente en los tiempos en los que yo me
encontraba lejos de las ideas que estoy exponiendo en este libro. La paciente me
preguntó si en lugar de asociar libremente podía comunicarme algo importante de lo que
hacía tiempo deseaba hablarme, pero que hasta el momento no lo había hecho para no
convertir la sesión en una «conversación convencional». Al margen de las distorsiones
con las que ella hubiera podido escuchar mis palabras en el momento de comunicarle la
metodología de nuestro diálogo, bien poco acertado debía haber estado yo en mi forma
de dar a entender a mi paciente la libertad que presupone la relación analítica.
De una manera excesivamente resumida, pero que tal vez pueda ayudar a aclarar la
situación, creo que podemos decir que el diálogo analítico es una secuencia de
asociaciones libres en la que la mediatización del analista no es visible de manera
aparente, alternada con otra en la que las asociaciones libres se manifiestan más
directamente vinculadas con la relación analítica y la personalidad del analista. Tengamos
en cuenta que cada vez que el analista formula una interpretación corre el riesgo de
imponer sus propias ideas al paciente. Por tanto, nuestra principal preocupación al
escuchar las asociaciones que siguen a nuestras intervenciones debe ser la de evaluarlas
para comprobar cuál ha sido nuestro papel en el contenido y curso de las mismas, y si
confirman o no nuestras posibles interpretaciones. Esta continua atención a la respuesta
de los pacientes a nuestras intervenciones es lo que convierte la situaciónanalítica en un
auténtico diálogo, en lugar de consistir en una serie de monólogos distantes entre sí, que
es lo que ocurre cuando se pretende que el analista sea un observador neutral que
investiga la comunicación del paciente como algo que sólo es la psicología de una
persona a la que él cree permanecer ajeno.
 
En el material clínico que sigue a continuación intento destacar el carácter decisivo de
la relación en el curso del proceso analítico.
129
El señor P. se hallaba en la edad media de la vida cuando acudió a mí en demanda de
ayuda. Había estado en tratamiento psiquiátrico y psicoterapéutico en diversas ocasiones
debido a los numerosos problemas que siempre presentó durante la edad escolar. En su
primera infancia sufrió una grave enfermedad que le llevó a las puertas de la muerte,
hasta tal punto que en algunos momentos, según contó el señor P., pensaron que ya
había fallecido. El señor P. consideró siempre que, desde entonces, la ansiedad de muerte
permanecía en su interior.
En el momento de las primeras entrevistas el señor P. se declaraba plenamente
consciente de sus perturbaciones psíquicas y se consideraba a sí mismo como un
enfermo mental. Aquello que principalmente motivaba su demanda de ayuda era una
intensísima ansiedad que le hacía la vida insoportable, ideas constantes de suicidio,
conflictos con su madre y sus hermanos y grandes dificultades laborales. Por otra parte,
achacaba encolerizado a los otros, es decir, los padres, los hermanos y hermanas, los
anteriores terapeutas, los profesores que había tenido en la escuela, etc., todos sus males
y sufrimientos. En especial se quejaba del comportamiento extraordinariamente frío y
distante en ocasiones, y violento en otras, de su padre, y se quejaba amargamente de que
en realidad él nunca había tenido padre. Si las informaciones del señor P. eran fidedignas,
podía pensarse que, verdaderamente, debido en esencia a las disputas entre los padres y
al crecido número de hijos de que constaba la familia, él había permanecido gravemente
desatendido durante la infancia y la pubertad.
Iniciamos un análisis de cinco sesiones por semana que, al cabo de unos años y por
dificultades en sus horarios, se redujeron a cuatro. Desde el primer momento, el señor P.
presentó dos actitudes distintas que se alternaban irregularmente en el curso de las
sesiones. Una de ellas consistía en hablar sin cesar y tan apresuradamente que era
imposible captar cualquier hilo de continuidad en su discurso. En la otra, permanecía en
un relativo silencio, interrumpido de vez en cuando para decirme, en tono fuertemente
encolerizado, que no era necesario tomarse el trabajo de hablar conmigo, puesto que yo
no le entendía ni le ayudaba, que yo sólo mostraba desinterés y falta de afecto para con
él al tratarle de manera fría y distante, que mis palabras servían únicamente para hacerle
sufrir más todavía, motivo por el cual me denunciaría a las autoridades sanitarias, etc.,
todo ello intercalado con el anuncio de sus intenciones de cometer suicidio, a la vez que
me pedía que le ayudara en este propósito. Cualquier intervención mía sólo parecía
irritarle más.
130
Fuera de estos momentos de silencio y explosiones coléricas, el señor P. hablaba de
manera verborreica, velozmente, saltando sin parar de una idea a otra sin ninguna línea
de continuidad, de una manera que recordaba lo que en psicopatología se denomina
pensamiento disgregado. En muchas ocasiones ni siquiera terminaba la frase iniciada, de
manera que la interrumpía, a veces a media palabra, y pasaba a comenzar otra frase que
también quedaba con frecuencia interrumpida, y así sucesivamente. La impresión que a
mí me producía era la de que no se trataba, verdaderamente, de un pensamiento
disgregado ni de una fuga de ideas de estirpe maníaca, sino de que el señor P. deseaba
decirme tantas cosas —tal vez es mejor decir que necesitaba introducir tantos elementos
de su mente dentro de la mía— que se veía obligado a hablar de esta forma precipitada,
sin respiro y sin darse tiempo a desarrollar pensamientos ni ideas. Prácticamente, no
había espacio para que yo interviniera, y cuando lograba hacerlo parecía que el señor P.
no prestaba ninguna atención a mis palabras.
He dicho que «parecía» no estar atento a mis palabras, porque la experiencia me
enseño más adelante que lo estaba extraordinariamente, con una fina y aguzada
sensibilidad, y que estos episodios de silencio y airados reproches a que antes me he
referido estaban siempre ligados a su impresión de que algo de lo que yo había dicho,
hecho o callado, revelaba, a su entender, cierto matiz de frialdad, de distancia o,
simplemente, de falta de preocupación por mi parte respecto a su sufrimiento. Me
percaté de que, para él, yo no daba muestras de acompañarle suficientemente en su
ansiedad y su dolor, es decir, que, según él creía, yo me limitaba a explicarle lo que
sucedía en su mente, pero sin participar en ello. Reflexionando sobre esta situación,
llegué a la conclusión de que, en muchas ocasiones por lo menos, el señor P. tenía cierta
razón ya que, abrumado por sus irritados reproches y angustiado por sus amenazas de
suicidio o, en los momentos de habla verborreica, invadido por la avalancha de frases
entrecortadas y la vertiginosa sucesión de ideas, yo caía en una actitud «defensiva»,
interpretando de una manera excesivamente «objetiva» y protegiéndome con una
«distancia analítica». Afortunadamente, pude darme cuenta de esta actitud por mi parte e
intenté dar a mis intervenciones un matiz en el que se revelara que yo, además de
entender lo que estaba ocurriendo en aquel momento, dejaba que resonaran en mí sus
emociones y su sufrimiento.
Progresivamente, fui cayendo en la cuenta de por qué le era tan difícil al señor P.
asimilar el contenido de lo que yo le informaba acerca de su estado psíquico y de sus
131
relaciones conmigo, y por qué reaccionaba tan constantemente con intensa irritación y
fuertes reproches ante mis palabras. La causa principal residía, a mi entender, en que el
señor P. experimentaba cada intervención mía como una herida que yo le infligía, como
un maltrato para con él. Desde este punto de vista, tenía razón cuando me acusaba de
desconsideración, de falta de interés y de incrementar sus sufrimientos en lugar de
ayudarlo, puesto que yo, con mis intervenciones, le causaba un daño. En un principio,
podría pensarse que esta reacción colérica y este sentirse lastimado y ofendido por mis
palabras eran debidos a la envidia, la cual no le permitía tolerar mi función analítica de
pensar, comprender, explicar e intentar ayudarlo. Sin embargo, yo no formulé ninguna
interpretación en términos de envidia, ya que una reflexión más profunda me llevó a
pensar que había algo más fundamental que la envidia, pese a que ésta también
interviniera, sin duda alguna, en la respuesta del señor P. a mis interpretaciones y en su
actitud general hacia mí. La envidia sola, pensé, no hubiera desencadenado una reacción
tan intensa de ansiedad y desesperación. Llegué, por ello, a la deducción de que esta
respuesta, junto a las recriminaciones y la forma de hablar en avalancha, a través de la
cual el señor P. intentaba introducir dentro de mi mente aspectos de su self y de sus
objetos internos, eran ocasionadas por el hecho de que le resultaba angustiosamente
insoportable la vivencia de que yo me diferenciaba y me alejaba de él con mis
intervenciones. Es decir, ambos pudimos darnos cuenta de que cuando yo intervenía, él
tenía la sensación de que con ello le situaba frente a la realidad de que yo era «otro»
distinto y separado de él, puesto que yo pensaba y hablaba de manera libre, por mí
mismo, al tiempo que le señalaba a él como un «alguien» diferente de mí. De hecho,
pues, le mostraba la existencia de una relación de dos, una relación de él con «otro». Y
esta vivencia de una relación diferenciada desencadenaba una intensa ansiedad y un
cuadro de irritación y agresividad como protesta ante ella.
Nos encontrábamos, por tanto, con que si yo no interpretaba la urdimbrede afectos
transferenciales y contratransferenciales en la que estábamos inmersos, nuestra relación
no podía ser entendida, ni podíamos, por tanto, salirnos del campo interpersonal
repetitivo en el que ambos estábamos entrampados. Y si yo interpretaba, parecía que
únicamente conseguía despertar la ansiedad y la cólera del señor P. Por tanto, era
menester modificar la dinámica y la pauta de nuestra relación. Pensé que, seguramente,
yo había quedado enredado en el estilo tradicional del analista que, imperturbable,
formula interpretaciones acerca del inconsciente, de la transferencia, de las resistencias,
132
etc., en parte como defensa contra las imprecaciones y las continuas amenazas de
suicidio del señor P., las cuales evidentemente despertaban gran ansiedad en mí. Y ello
no sólo no era útil, sino que daba lugar a que el señor P. se sintiera cada vez más
abandonado y más distante de mí, con lo cual se sumía en una desesperación más y más
profunda. Me resultaba indudable que toda interpretación en términos de envidia,
agresión a mi función analítica, evacuación de las ansiedades para no pensar, etc., sería
experimentada como un ataque por mi parte y empeoraría las cosas. Pensé, por tanto,
que era imprescindible adoptar un estilo de relación más dialogante, menos
«analíticamente» convencional y más igualitario, en el sentido que expondré de manera
más amplia en el sexto capítulo. En resumen, un diálogo en el que, alejándonos lo más
posible del modelo de un analista que sabe y que interpreta las distorsiones
transferenciales de un paciente que ha de comprender su forma equivocada de ver las
cosas, estableciéramos una comunicación en la que cada uno expusiera sus razones y
escuchara las del otro, partiendo básicamente del principio de que es muy posible que ese
otro tenga razón. Este espíritu dialogante era el que sería forzoso transmitir al señor P.,
como única forma de salir del impasse en el que nos encontrábamos.
Dada la dificultad del paciente para tolerar mis intervenciones, pensé que esto era
precisamente lo que debía constituirse en el centro de nuestro diálogo. Dicho de forma
resumida, le expuse con toda la claridad y sencillez de que fui capaz que yo pensaba que
debía haber algún motivo para que él reaccionara tal como lo hacía ante mis palabras, y
que este motivo era una razón válida para él, es decir, que desde su punto de vista «tenía
razón» en reaccionar como lo hacía, aun cuando no fuera así desde mi propia
perspectiva. Y que lo que teníamos que hacer era intentar comprender mutuamente
nuestras razones. Por fortuna, me encontré con que las intervenciones de este tipo
resultaron tolerables para mi paciente, y ello me permitió ponerle de relieve la ansiedad
que despertaba en él la vivencia de diferenciación y relación con «otro» separado y
distinto provocada por mis palabras. Siguiendo esta pauta, el señor P. llegó a interesarse
en dialogar acerca de sus reacciones ante mis palabras y fue capaz de entrever que, bajo
su reacción colérica, se escondía la ansiedad de muerte de la que me había hablado en las
primeras entrevistas. Pudo percatarse de que hablarle de él era mostrarle, según su
vivencia, que él era otro, distinto y separado de mí, y que esto era vivido como un
peligro terrorífico, puesto que yo podía alejarme y dejarle solo, a merced de algo que
sentía destructivo y aniquilador dentro de él.
133
Paulatinamente, centrándonos predominantemente en sus motivos y razones,
pudimos ir descubriendo que esta vivencia de diferenciación y separación le producía la
impresión pavorosa de ser un niño débil e indefenso frente a terribles peligros. Y a causa
de ello, el señor P. respondía como si el único recurso fuera negar esta diferenciación,
obligándome a callar con sus protestas e introduciendo en mi mente, a través de su
lenguaje verborreico, todos sus pensamientos y sentimientos en precipitada avalancha, de
forma que desapareciera toda distancia y diferenciación entre nosotros. Teniendo en
cuenta estas vivencias del señor P., nos fue posible llegar al acuerdo de que él tenía su
parte de razón cuando experimentaba que yo, con mis interpretaciones, incrementaba su
sufrimiento, y comprendimos que sus irritadas reacciones eran provocadas por el
sufrimiento que yo, aunque involuntariamente, le ocasionaba.
Después de largo tiempo manteniéndonos en el tipo de diálogo que acabo de describir
la ansiedad del señor P. cedió lo suficiente como para que pudiera escucharme sin
sentirse herido y agredido por mí, al tiempo que su comunicación fue tornándose más
inteligible. Sus acusaciones acerca de que yo no era sensible a sus sentimientos fueron
disminuyendo de manera muy lenta pero significativa. Se sintió más interesado en lo que
yo podía interpretarle, pero lo más importante para el curso del proceso fue que mis
palabras dejaron de provocar en él la ansiedad y las reacciones coléricas ya mencionadas.
Esto permitió que más adelante pudiera interpretar las fantasías de la confusión del self
con el objeto —concretadas en nuestra relación— y la agresividad con la que respondía
cuando sentía que con mis palabras ponía en peligro tales fantasías y le enfrentaba a su
ansiedad de muerte.
Como he dicho en la introducción, en la presentación de material clínico nos es
posible dar a conocer la comunicación verbal del paciente y el contenido cognitivo-
explicativo de nuestras interpretaciones, pero la peculiar atmósfera en que se desenvuelve
cada diálogo analítico y el estilo de la relación paciente-analista es algo fundamentalmente
inefable, prácticamente imposible de describir. Creo que el analista no puede percibir por
sí mismo si se ha establecido un diálogo verdaderamente comunicativo, sino sólo
indirectamente a través de las asociaciones, comunicación y sueños de nuestros
pacientes. Creo que si el señor P. pudo llegar a tolerar mis palabras e interesarse por ellas
fue porque tuve la fortuna de poder hacerle sentir que yo no era únicamente un analista
que le hablaba de lo que ocurría en su mente, sino, además de eso, alguien que
escuchaba sus argumentos y motivos para comportarse como lo hacía y que procuraba
134
entender, desde su propio punto de vista, las razones que tenía para ello. Es decir, alguien
que establecía con él un verdadero diálogo comunicativo, del cual volveré a hablar más
extensamente en el sexto capítulo. Hay algo más. En este tipo de diálogo, el señor P.
pudo percibir lo que en el segundo capítulo he descrito como la segunda función de la
interpretación: la de transmitir la disponibilidad, tolerancia, aceptación y actitud de ayuda
por parte del analista.
135
Capítulo IV
La empatía en el diálogo psicoanalítico
136
C
1. Concepto general de empatía
omo ocurre con muchos conceptos psicoanalíticos, especialmente cuando se
emplean términos de uso común para denominarlos, con el tiempo va diluyéndose
su significado psicoanalítico para quedar investidos de nuevo con el propio del lenguaje
cotidiano. Esto sucede, desafortunadamente, con el concepto de empatía y por este
motivo, especialmente en la comunicación verbal, vemos cómo se emplea para designar
una actitud del terapeuta caracterizada por simpatía, modulación afectivamente positiva
del tono de voz, aceptación, transmisión de interés y cordialidad, calidez, etc. He citado
esto en primer lugar, porque me parece evidente que debemos tener en cuenta este
empleo convencional del término empatía si queremos profundizar en el estudio de la
empatía desde una perspectiva realmente psicoanalítica.
Sin embargo, también desde este punto de vista la cuestión resulta difícil. Las
definiciones de empatía son muy numerosas en la literatura psicoanalítica. No me parece
interesante, ni ameno para el lector, intentar dar una visión exhaustiva, ni mucho menos,
de ellas. Me limitaré a consignar la definición que se da en A Glossary of Psychoanalytic
Terms and Concepts, para después comentar los puntos de vista y los significados
oportunos, para la mayor comprensión posible del papel que desempeña la empatía en el
diálogo terapéuticoy, por tanto, en la relación paciente-terapeuta. De acuerdo con el
Glossary, «la empatía es una forma de percibir el estado psicológico y las experiencias de
otra persona. Es un conocimiento emocional más bien que una comprensión intelectual.
La empatía establece un estrecho contacto en términos de emociones e impulsos» (B.
Moore y B. Fine, 1967, pág. 38; la traducción es mía). Schaffer ha definido la empatía
como «la experiencia interna de comprender y compartir el estado psicológico
momentáneo de otra persona» (R. Schaffer, 1959, pág. 347; la traducción es mía).
Greenson (1967) habla de «conocimiento emocional». Tansey y Burke (1989)
consideran que el primer componente de la empatía es lo que ellos llaman «identificación
de prueba» del terapeuta con su paciente. Se trata de una identificación introyectiva
transitoria buscada activamente por el terapeuta y que se corresponde con la llamada
«identificación concordante» por Racker (1953), en la que cada parte de la personalidad
del terapeuta se identifica con la correspondiente del paciente, el yo con el yo, el ello con
el ello, el superyó con el superyó. El segundo componente de la empatía, según estos
autores, descansa en una oscilación dentro del yo del terapeuta desde el libre juego de la
137
fantasía a la actividad investigadora. Tansey y Burke piensan que, aunque generalmente
se ha vinculado la empatía con la identificación concordante, la identificación descrita
como complementaria por Racker, en la que el yo del terapeuta se identifica con los
objetos internos del paciente, también tiene un papel importante en la empatía. Ambas
representan identificaciones de ensayo que el terapeuta utiliza en su intento de lograr una
comprensión empática de la experiencia del paciente. Desde este punto de vista, la
empatía es el resultado óptimo que proviene de un exitoso proceso de identificación y
conduce al conocimiento emocional de la experiencia del paciente. Pero debemos
comprender, por tanto, que la empatía es un proceso y no una simple identificación.
En mi opinión, en la empatía se trata de entender aquello que el otro nos comunica
dejando resonar en nosotros las vivencias emocionales que él quiere transmitirnos. Yo
creo que la empatía depende de la identificación proyectiva, la cual es el mecanismo
básico de la comunicación humana (E. Torras de Beà, 1986). De acuerdo con esa idea,
la reverberación de los objetos internos del terapeuta concordantes con los del paciente
es lo que da lugar a la empatía. Creo, por tanto, que en todo contacto empático del
terapeuta con el paciente ha existido previamente cierto grado de identificación
proyectiva por parte de este último. Invirtiendo la frase, el analista siempre puede
elaborar la identificación proyectiva de su paciente como punto de partida para alcanzar
una comprensión empática de éste.
Al hablar de la empatía, Kohut es un punto de referencia obligado. Kohut (1959,
1971, 1977) vincula estrechamente la capacidad empática con la introspección. Afirma
que nuestro mundo interno no puede ser observado con ayuda de nuestros órganos
sensoriales, ya que nuestros pensamientos, emociones y deseos no pueden ser tocados,
vistos, olidos, etc. No tienen existencia en el espacio físico, sin embargo son reales a
través de la introspección y a través de la empatía con los otros, lo cual para Kohut
constituye una introspección vicariante. Por tanto, considera que designamos un
fenómeno como psicológico cuando nuestra observación del mismo se basa en la
introspección y la empatía. En su libro La restauración del sí-mismo, dice: «A pesar de
ello, la investigación científica válida en psicoanálisis resulta posible porque la
comprensión empática de la experiencia de otros seres humanos es una capacidad
humana tan válida como la visión, el oído, el tacto, el gusto y el olfato, y el psicoanálisis
puede superar los obstáculos que se levantan en el camino de la comprensión empática,
tal como otras ciencias han aprendido a superar los obstáculos que les impedían llegar a
138
dominar el uso de los medios de observación que utilizaban: los órganos sensoriales,
incluyendo su extensión y refinamiento a través de instrumentos» (H. Kohut, 1980, pág.
107).
A continuación, intentaré profundizar algo más en otros aspectos y matices de la
empatía.
139
2. La perspectiva empática: escuchar desde la mente del paciente
La posibilidad de escuchar desde la perspectiva del paciente amplía
considerablemente las posibilidades de comprender qué es lo que está ocurriendo en su
mente y para entender sus sentimientos frente a cada situación. Creo que resultan
particularmente ilustrativas a este respecto las palabras de Greenson para darnos cuenta
de la utilidad de esta perspectiva en la clínica psicoanalítica: «Yo cambio la forma en que
la estoy escuchando a ella [la paciente]. Me desplazo desde escuchar desde fuera hasta
escuchar desde dentro. Yo tengo que dejar que una parte de mí llegue a ser la paciente, y
tengo que ir a través de sus experiencias como si yo fuera la paciente e introspeccionar lo
que está ocurriendo en mí, tal como sucede en ella […] Yo me permito experimentar la
hora analítica, sus asociaciones y sus afectos tal como parecen presentarse en ella
durante la hora […] Yo vuelvo sobre las expresiones de la paciente y transformo sus
palabras en imágenes y sentimientos de acuerdo con su personalidad. Yo asocio estas
imágenes con sus experiencias, con sus memorias, con sus fantasías. Al haber trabajado
con esta paciente durante años, yo he construido un modelo de trabajo de la paciente
consistente en su apariencia física, su comportamiento, sus deseos, sus sentimientos, sus
defensas, sus valores y actitudes, etc. Este modelo de trabajo es lo que yo coloco en
primer plano cuando trato de capturar lo que ella está experimentando. El resto de mí es
desenfatizado y aislado durante este tiempo» (R. Greenson, 1967, págs. 367-368, cursiva
del autor; la traducción es mía). Me parece que con esta descripción queda bien claro lo
que ha de entenderse por escuchar desde la perspectiva del paciente.
Tal como, en similar razonamiento, afirma Lichtenberg (1981): en psicoanálisis la
perspectiva empática se emplea para obtener información orientando la escucha desde
dentro de la mente del paciente. Escuchar desde dentro de la mente del paciente nos lleva
a conceptualizar, dice Lichtenberg, el contexto total de cómo el paciente se está sintiendo
a sí mismo, cómo experimenta a los otros, cómo vive la fuente de sus estados afectivo-
cognitivos, y cómo siente el espectro de sus respuestas pasivas y activas frente a esos
estados. Por tanto, podemos decir que el concepto de perspectiva empática, entendida
como posición de escucha desde dentro de la mente del paciente, es más amplio que el
de simple empatía, ya que incluye la empatía en sentido general, tal como la he descrito
en el apartado anterior, más la dialéctica entre la perspectiva del paciente y la del
terapeuta.
140
Al llegar a este punto no podemos olvidar que las modernas investigaciones acerca de
la vida emocional del bebé y de su relación con los padres nos enseñan que el bebé
despliega desde el comienzo de su vida un intenso diálogo interactivo con su madre en el
cual el afecto y la cognición se hallan estrechamente entrelazados, y se estructuran pautas
de comportamiento originadas por la respuesta de cada uno de los dos participantes a los
estímulos que provienen del otro. La psicología del self ha insistido en la regulación del
sentimiento del estado del self según la respuesta de los padres a las demandas del bebé.
También hemos de recordar la función de rêverie de la madre (W. R. Bion, 1962), a la
que ya me he referido. No puedo extenderme más sobre esta interesante cuestión, pero sí
quiero subrayar que la regresión transferencial del paciente en el proceso analítico sitúa a
paciente y terapeuta muy cerca de esta unidad de respuestas de cognición y afecto
mutuamente inducidas, las cuales yo creo que sólo son plenamente percibidas a través de
la perspectiva empática.Quiero destacar también la diferencia entre esta escucha desde la posición de la
perspectiva empática y la escucha desde la posición del analista como un observador
exterior a lo observado, a la manera de un investigador científico-natural tal como se
concebía hasta algo más allá de la mitad del siglo xx, con lo cual se aleja de la posibilidad
de penetrar en la comprensión de la ininterrumpida interacción entre él y su paciente. No
es difícil caer en la cuenta de que, en este caso, el riesgo de que el analista quede
prendido en las redes de sus teorías es mucho mayor, ya que sólo puede disponer de su
perspectiva, pero no de la del paciente y, por tanto, para comprenderlo sólo puede
intentar contrastar la comunicación que recibe con tales teorías, es decir, desde fuera del
paciente. La perspectiva empática, en cambio, nos acerca a la posibilidad de tener una
experiencia con la experiencia del paciente.
141
3. Las distintas posiciones desde donde el analista escucha
De acuerdo con lo visto hasta ahora, podemos decir que el analista puede adoptar tres
posiciones distintas cuando escucha a su paciente: la de un observador externo, la de un
acompañante y la de alguien que escucha desde dentro (J. Lichtenberg, 1981).
Como observador externo, el analista escucha las comunicaciones del paciente
intentando percibir las distorsiones que se infiltran en ellas a causa de la reproducción de
los conflictos intrapsíquicos, ansiedades, fantasías, etc., así como de las pautas
relacionales derivadas de ellos y de los déficit y detenciones en el desarrollo de la
personalidad. Además de las limitaciones y escollos que he mencionado anteriormente,
existe también el riesgo de que el paciente sienta las interpretaciones del analista situado
en esta posición como algo externo a él, de la misma manera coactiva, frustrante e
incomprensiva con la que vivió las respuestas de sus primeros cuidadores frente a sus
necesidades y demandas. Esto es lo que, pese a todos nuestros esfuerzos, ocurre con
frecuencia cuando el analista se halla en la posición de un observador externo. Sin
embargo, también es verdad que la actitud por parte del analista de verdadera
preocupación por el paciente, tolerancia, aceptación, ausencia de toda crítica, etc., suele
conseguir que el paciente supere este malentendido y pueda sentirse ayudado por la
perseverancia del primero, por la pertinencia de las interpretaciones y por la nueva
experiencia de relación que se establece gracias a este conjunto de rasgos que acabo de
enunciar someramente. De todas maneras, siempre hemos de tener en cuenta esta
posibilidad de que el paciente perciba las interpretaciones efectuadas «desde el exterior»
como algo hostil y que reproduce las malas experiencias que él vivió en el pasado.
También me parece evidente que, cuando el analista escucha desde el exterior, le es
mucho más difícil captar los rápidos cambios en los estados de ánimo y en las fantasías
que se producen en el curso de una sesión terapéutica.
Otra posición que puede ocupar el analista es la de un acompañante empático en el
sentido que posee el término en el lenguaje habitual. Es decir, alguien que escucha con
simpatía, con interés, procurando comprender lo que se le dice y estimulando, con
algunas observaciones, preguntas y sugerencias, la comunicación de quien está hablando.
Pedir asociaciones después del relato de un sueño, aclaraciones a cualquier tipo de
comunicación, mostrar de alguna manera que se siguen con interés las palabras del
paciente, el saludo y la despedida, antes y después de la sesión, etc., quedan incluidos,
142
según la forma en que se lleven a cabo, dentro de este tipo de acompañamiento
empático. Esta actitud de acompañamiento empático puede ser especialmente útil durante
los primeros tiempos de tratamiento, en pacientes sumamente angustiados, con
ansiedades paranoides, que perciben las intervenciones del terapeuta como críticas y
acusaciones, y en pacientes con graves dificultades para la verbalización de sus
emociones, fantasías y pensamientos. En muchas ocasiones, es necesario persistir en esta
actitud de acompañamiento, llevando a cabo un mínimo de intervenciones de carácter
interpretativo hasta que se haya desarrollado una transferencia positiva lo suficientemente
fuerte y estable para que el paciente sea capaz de vivir las explicaciones que se le ofrecen
como algo dirigido a prestarle ayuda y no a señalarle elementos indeseables que deben
ser eliminados. Naturalmente, esta actitud comporta, también, sus riesgos. Si continúa
durante un tiempo excesivo, particularmente si no va acompañada de una adecuada
actividad interpretativa, el tratamiento se disuelve en una relación benevolente y
amistosa, indudablemente muy útil a veces, pero que no puede alcanzar los beneficios de
una actividad interpretativa que conduzca a la obtención de insight.
La tercera posición que puede ocupar el analista corresponde a la que he llamado
perspectiva empática y es aquella en la que intenta escuchar, en lo posible, desde dentro
de la mente del paciente. Esta actitud ha de permitir al analista percibir al paciente desde
la propia perspectiva de éste (E. Schwaber, 1981), tanto en lo que se refiere a sí mismo
(sentimientos, deseos, fantasías, capacidad de elección, etc.) como a lo que concierne a
sus relaciones con los otros y, en general, con el mundo exterior que le rodea. Esto
conlleva, evidentemente, una comprensión mucho más clara de la manera en que el o la
paciente le está percibiendo en cada momento. Cuando el analista interpreta desde la
perspectiva del paciente, se halla en las mejores condiciones posibles para que éste sienta
sus palabras como algo que puede hacer suyo, algo que él mismo puede decirse y no
como algo que viene desde fuera, extraño y ajeno y que el analista intenta imponerle. Por
otra parte, esta actitud de escuchar desde dentro facilita al máximo que el diálogo
analítico transcurra primordialmente apoyado en la base de un co-pensar, co-asociar y
co-interpretar, lo cual, en mi opinión, constituye el más logrado objetivo de una relación
terapéutica. Creo que únicamente cuando el paciente vive la interpretación que se le
ofrece como una co-interpretación, es decir, como una comprensión a la que se ha
llegado conjuntamente a través de la mutua colaboración, tiene lugar un verdadero
insight. En todos los otros casos, siempre corremos el riesgo de que lo que consigamos
143
sea, simplemente, que el o la paciente se esfuercen por adaptarse al modelo de pensar,
sentir y actuar que creen percibir en nuestras palabras.
Naturalmente, cada una de las tres actitudes que acabo de describir no excluye a las
otras. Pienso que, aun cuando lo preferible sea la actitud de escuchar desde dentro, el
analista ha de tener la habilidad de desplazar rápidamente su punto de escucha, en
distintos momentos, y confrontar la perspectiva interna del paciente con su propia
perspectiva externa, combinando una y otra con la actitud de acompañamiento que ha de
otorgar el grado de calidez y afecto necesarios a la relación.
144
4. La mutua empatía
Hace un momento he hablado de mutua colaboración como algo imprescindible para
la buena marcha del proceso analítico, pero he de referirme, asimismo, a la mutua
empatía. Nadie parece dudar de que es menester que el terapeuta empatice con su
paciente, sea cual sea el significado con el que se utilice el término. Sin embargo, es
menos frecuente tener en cuenta la necesidad de que el paciente empatice con el
terapeuta. De nada servirá que el analista mantenga una actitud empática, ya sea en el
sentido afectivo y acogedor, ya sea en el de dejar resonar dentro de él las emociones del
paciente, ya sea en el de escuchar desde dentro, si el paciente le percibe como alguien
distante, extraño y emocionalmente inasequible para él o ella, aun cuando comprenda
intelectualmente las palabras que se le dirigen. La empatía debe ser mutua e interactiva
(L. Aron, 1996), es decir, no un hecho psíquico que tiene lugar en la mente de uno o de
los dos participantes, sinoun verdadero proceso que se desarrolla en el encuentro entre
dos mentes. El paciente, como el bebé, necesita, para su desarrollo, no solamente ser
comprendido empáticamente, sino también empatizar con el analista como el bebé con
los padres. La empatía, por tanto, es un proceso de doble dirección.
145
5. Empatía, simpatía e intersubjetividad
Antes de seguir adelante creo necesario salir al paso de un malentendido frecuente
debido al uso del término empatía en el lenguaje habitual. El concepto de empatía, tal
como yo lo estoy usando en el sentido propiamente psicoanalítico, no debe ser
confundido con simpatía ni con identificación. Empatía no significa establecer una
corriente de mutua simpatía con el paciente ni, mucho menos, adoptar hacia él o ella una
actitud cálida y afectiva. Tampoco es una identificación en el sentido convencional del
término, es decir, pensar y sentir igual que el paciente. Es cierto que en el mismo
lenguaje psicoanalítico hablamos frecuentemente de «empatizar» con el paciente,
refiriéndonos a una forma de trato con la que intentamos transmitirle nuestro interés,
nuestra comprensión de sus sufrimientos y ansiedades y nuestra benevolencia y
tolerancia. Es algo así como una forma de transmitirle, implícitamente, un tipo de
mensaje que dice: «Yo intento comprenderle; me hago cargo de sus sufrimientos y no
respondo a su agresividad con agresividad ni con impaciencia; siempre encontrará en mí
a alguien dispuesto a ayudarle, etc.». En todo caso, podemos decir que éste es un sentido
«débil» o coloquial del término empatía que se ha introducido, fraudulentamente, en el
lenguaje psicoanalítico. Es evidente que no podemos prescindir de este sentido del
término, dado su empleo totalmente generalizado. Todos deseamos ser «empáticos» en
este sentido. No creo que ningún psicoanalista o psicoterapeuta se preciara de ser «no
empático» con sus pacientes. Pero creo que el uso «fuerte» o verdaderamente
psicoanalítico del término debe ser otro, tal como vengo propugnando a lo largo de este
capítulo.
En este sentido fuerte del término, que para mí es el equivalente de perspectiva
empática, empatía no se refiere a la forma y tono de la intervención del terapeuta, pero
tampoco a su contenido, es decir, a lo que se le enuncia o explica. En su utilización
fuerte, con el término empatía intento describir la posición desde la cual el terapeuta
escucha e interacciona con su paciente. Es decir, de acuerdo con lo que he dicho antes,
intentando escuchar desde dentro del paciente, asimilando la perspectiva de éste y viendo
la situación, externa e interna, las personas y su propia imagen tal como él las percibe.
Esto permite interpretar la comunicación del paciente desde la perspectiva de éste y no
únicamente desde la propia. Porque sólo si interpretamos desde su perspectiva será
posible que el paciente pueda comprender realmente el sentido de nuestras palabras. Con
146
esto que digo no pretendo que debamos dejar de lado nuestra perspectiva. Por el
contrario, la necesitamos para acercarnos a la del paciente y mantener una constante
tensión dialéctica entre una y otra. Sólo si tenemos bien perfilada y asumida nuestra
propia perspectiva nos será posible confrontarla con la del paciente para comprender
mejor la suya y llegar a puntos de convergencia entre ambas. Cuando en el capítulo sexto
dé a conocer lo que yo entiendo por diálogo comunicativo se podrá comprender mejor lo
que digo ahora. Creo que en la actividad interpretativa debemos, ante todo, no tratar de
imponer nuestra propia perspectiva de la comunicación recibida, pero sí que ha de
reflejarse siempre de alguna manera la tensión entre nuestra perspectiva y la del paciente,
puesto que, de lo contrario, nuestras palabras serían una mera repetición de la
experiencia de aquél. Con todo lo cual, naturalmente, no olvido que el analista, además
de escuchar desde dentro, ha de mostrarse cálido, receptivo, acogedor, etc.
Hemos de tener en cuenta también que las nuevas orientaciones en el pensamiento
psicoanalítico sobre la intersubjetividad (R. Stolorow y G. Atwood, 1992; J. Benjamin,
1995; D. Orange, G. Atwood, y R. Stolorow, 1997, etc.) han venido a enriquecer, y
también a complicar enormemente, nuestro concepto de empatía. Aun cuando las
opiniones acerca de lo que debemos entender por intersubjetividad divergen entre los
distintos autores que se han ocupado de este asunto, como expondré en el quinto
capítulo, lo que nos interesa ahora es recordar que, desde este punto de vista, un
adecuado desarrollo del proceso psicoanalítico comporta que el otro, y esto tanto para el
paciente como para el analista, ha de ser visto no sólo como el objeto donde se proyectan
las pulsiones y necesidades, ni sólo como el objeto intrapsíquicamente representado, sino
también como un sujeto autónomo y separado, equivalente al propio self. Así pues,
considero que el proceso psicoanalítico estudia el campo psicológico formado por la
intersección de dos distintas subjetividades. Todo lo cual nos lleva, con mayor vigor, a la
necesidad de reconocer el papel de la empatía como conocimiento de la subjetividad del
otro en el curso del proceso analítico.
147
6. El problema de la neutralidad
Creo que al reflexionar sobre la empatía en la relación paciente-terapeuta no puedo
dejar de ocuparme de uno de los rasgos que, desde los inicios del psicoanálisis, con más
fuerza han caracterizado la actitud que se supone ha de mantener el analista hacia su
paciente: la actitud de neutralidad, de la que ya he dicho algo en el primer capítulo. Me
parece de todo punto necesario que nos detengamos sobre este tema.
Una de las ideas más unánimemente aceptadas dentro del pensamiento psicoanalítico
ha sido, hasta hace muy poco, la que hace referencia a la imprescindible neutralidad del
analista, la cual se ha dado por descontado en todo analista y terapeuta que realice
correctamente su labor. En los últimos años, la posibilidad de la neutralidad del analista
ha comenzado a ser puesta seriamente en duda (S. Mitchell, 1988; M. Gill, 1994; L.
Aron, 1996; D. Orange, G. Atwood y R. Stolorow, 1997). En mi opinión, podemos decir
que el concepto de la neutralidad del analista se ha mantenido sobre una visión ingenua
de la neutralidad. Es decir, la idea de que la neutralidad del terapeuta estriba,
simplemente, en no intervenir para nada en los asuntos de la vida externa y cotidiana del
analizado, sin tomar partido por ninguna de las opciones que en algún momento se le
presenten a éste, ni expresar opiniones y valoraciones personales acerca de las
situaciones y personajes que aparecen en la comunicación del paciente. Desde este punto
de vista, el terapeuta es neutro por cuanto no da consejos, no expresa preferencias y, por
tanto, deja al paciente en total libertad para valorar y decidir por su cuenta con relación a
todas las circunstancias y vicisitudes de su vida, limitando su función, exclusivamente, a
interpretar la comunicación que se le ofrece. En la práctica clínica, la neutralidad va
también obligatoriamente acompañada de la necesidad de anonimato por parte de la
figura del analista. Es decir, debe ocultar celosamente todo aquello que se refiera a sus
características personales, inclinaciones, preferencias, vida y actividades privadas, etc.,
ya que se supone que el conocimiento de tales rasgos personales y privacidad
quebrantaría el principio de neutralidad, puesto que, inevitablemente, el paciente se
sentiría influido, en un sentido o en otro, por dicho conocimiento, el cual inhibiría,
excitaría, canalizaría, etc., de una u otra forma, la espontaneidad de sus sentimientos y
fantasías y su libertad de expresión, es decir, la transferencia. Esta neutralidad ingenua a
la que me estoy refiriendo es, también, la neutralidad que podemos llamar convencional,
ya que una actitud de este tipo es, evidentemente, una actitud que llamamos neutral en
148
las relaciones habituales de la vida cotidiana. Sin embargo, como mostraré a
continuación, las cosas son muy distintas si las contemplamos desde unaóptica
psicoanalítica con algún detenimiento.
Desde un primer momento, podemos decir que tanto la neutralidad como el
anonimato se ven muy disminuidos por el hecho mismo de que el analista o
psicoterapeuta es alguien que se dedica a una profesión tan poco común como es la de
ayudar a otras personas a través de su relación con ellas. No es necesario que me
detenga en enumerar todo el amplio caudal de conocimientos que representa, para el
paciente o futuro paciente, esta situación. El lector puede fácilmente imaginarlo, y el
paciente con mayor razón.
Al mismo tiempo, desde el comienzo mismo del tratamiento, el analista o
psicoterapeuta impone un método y una forma bien peculiar de relación entre ambos. El
futuro paciente puede aceptarlos o rechazarlos, pero es muy evidente que si desea ser
ayudado a través de una terapéutica psicoanalítica no tendrá más opción que adaptarse a
las indicaciones del terapeuta. Es decir, el método analítico no se consensúa entre los
dos, sino que se fija de acuerdo con unas ideas del analista previas al encuentro entre
ambos. Las ideas que el futuro paciente pueda tener acerca de la manera en que debería
desarrollarse un tratamiento psicoanalítico quedan incluidas, automáticamente, dentro de
la comunicación destinada a ser investigada e interpretada, sin efecto alguno en cuanto a
la metodología propiamente dicha del tratamiento. No creo que pueda decirse que esto
sea un ejemplo luminoso de neutralidad.
Otra cuestión que va en contra del deseo de neutralidad por parte del analista es la
llamada «regla de abstinencia» dictada por Freud en su trabajo Puntualizaciones sobre el
amor de transferencia (1915). La regla de abstinencia puede descomponerse en dos
partes. Una de ellas ha caído en desuso en nuestros días. Freud y los primeros analistas
proponían al paciente que prescindiera de actividades que le permitieran drenar su libido,
a fin de que ésta, a la manera de las aguas de un río detenidas por un dique, pudiera ser
canalizada hacia la situación analítica y mostrarse en los conflictos intrapsíquicos tipo
impulso-defensa y en la neurosis de transferencia. También se le aconsejaba que no
tomara decisiones importantes durante el período del tratamiento, tales como contraer
matrimonio, inicio de negocios, cambio de profesión, etc., ya que tales decisiones podían
ser erróneamente tomadas bajo el influjo de la transferencia, a la par que dar lugar a las
derivaciones libidinales que acabo de comentar. Naturalmente, estas medidas sólo se
149
podían aconsejar cuando los tratamientos duraban unos cuantos meses. En la actualidad,
con una duración que se cuenta por años, este tipo de abstinencia no se puede llevar a
cabo.
La otra parte de la regla de abstinencia se refiere a la necesidad de evitar que el
analizado obtenga una gratificación de sus pulsiones libidinales o agresivas en la situación
analítica. Esto es lo que muchas veces se denomina «gratificación transferencial». Si tal
cosa ocurre, el proceso analítico quedará detenido, puesto que para el analizado el
tratamiento se convierte en un fin en sí mismo para la satisfacción de sus deseos eróticos
y agresivos. Por tanto, siguiendo el consejo de Freud, la relación analítica ha de
desarrollarse en un clima de abstinencia, es decir, de insatisfacción de los deseos y
demandas del paciente. Esto es comprensible en lo que concierne a los impulsos sádicos
y agresivos, y no resulta incongruente suponer que el paciente perciba al analista como
neutral aun en el caso de que éste no le permita descargar en él de forma material su
sadismo y agresividad. Pero la cuestión ya no queda tan clara en lo que respecta a la
satisfacción directa de los impulsos eróticos. Y todavía resulta mucho más arriesgado
pensar que el paciente percibe al analista como neutral cuando éste le frustra en sus
demandas de afecto, amor, amistad, interés, admiración, elogio, muestras de pesar por
los infortunios que puedan acaecerle, etc.
El mismo analista puede sentir que no se comporta de una manera humanamente
neutral cuando no accede a este tipo de demandas, forzado por su obligación profesional
de ajustarse a unas reglas determinadas de comportamiento. Pero todavía me parece más
evidente que el paciente que ve que se le priva de la satisfacción del tipo de demandas
que acabo de citar, a favor de una determinada metodología del tratamiento, difícilmente
percibirá al analista como neutral. Posiblemente el paciente aceptará, con plena
conciencia, la necesidad de someterse a esta clase de relación «por su propio bien», pero
en sus sentimientos inconscientes no tienen cabida las reflexiones de esta naturaleza. No
creo que nadie piense que el bebé percibe a la madre como neutral cuando ésta no acude
a satisfacer sus necesidades de alimentación, o de contacto, o no acierta a aliviar alguna
clase de sufrimiento. Ni tampoco la percibe neutral, más adelante, el infante cuando la
madre le prohibe comer más galletas aduciendo que no es conveniente para su salud, o
no le permite salir a jugar con sus compañeros con el argumento de que luego le faltará
tiempo para realizar sus deberes escolares. La regla de abstinencia, por tanto no puede
ser considerada neutral, en el sentido fuerte de la palabra, por ninguno de los dos
150
protagonistas.
El asunto es complicado porque, por otro lado, en caso de que el analista decida
prescindir de la citada regla e inclinarse por un trato con el paciente en el que conceda
satisfacción a las necesidades emocionales de afecto, simpatía, amor, etc., tampoco es,
evidentemente, neutral. Incluso si, reflexivamente, decide prescindir de la regla de
abstinencia como principio general y obrar en cada caso y cada momento de acuerdo con
su intuición, tampoco es neutral. Y ello es debido a que la neutralidad estricta no existe
en las relaciones humanas, y menos en las analíticas, salvo en el sentido ingenuo o
convencional al que me he referido al comienzo de este apartado. Uno no es neutral con
otro si adopta con él un comportamiento frustrante de sus demandas y necesidades. Pero
tampoco lo es si las recoge y acepta satisfacerlas en lo posible. El analista no es neutral
con respecto a su paciente, puesto que dedica sus esfuerzos a ayudarlo. Eso no es
neutralidad. Por tanto, no es neutral cuando aplica la regla de abstinencia ni lo es cuando
no la aplica. Perseguir la neutralidad en las relaciones humanas es perseguir un
espejismo.
Otro aspecto en el que falla la neutralidad es en la selección de las comunicaciones
que han de ser interpretadas. Es evidente que los analistas no interpretan la totalidad de
las comunicaciones verbales y no verbales de sus pacientes, sino que eligen algunos
aspectos en función de la teoría con la que trabajan, por un lado, y con su estilo
personal, por otro. Y también es cierto, a mi juicio, que toda comunicación, como todo
hecho o fenómeno que se nos presente en la vida, es susceptible no de una, sino de
diversas interpretaciones. Esto se ha comprobado muchas veces con el simple
procedimiento de presentar el mismo material clínico a diversos analistas, lo cual ha dado
siempre como resultado diferentes interpretaciones, no sólo entre analistas pertenecientes
a distintas escuelas, sino también entre analistas encuadrados en la misma escuela, como
puede verse fácilmente asistiendo a las presentaciones y discusión de material clínico
dentro de una comunidad psicoanalítica. Esto último nos obliga a tener en cuenta la
subjetividad del analista en la formulación de sus interpretaciones, lo cual constituye una
razón más para declarar imposible la supuesta neutralidad de los analistas.
Para Kohut (1977), la neutralidad analítica ha de ser entendida como la respuesta que
se puede esperar de aquellas personas que han dedicado su vida a la comprensión de la
vida psíquica, con ayuda de los insights obtenidos mediante la inmersión empática en su
vida interna. Creo que este concepto de Kohut, al basarse en la empatía, nos acerca más
151
a la limitada neutralidad del analista. Sin embargo, no puede zafarse de estarprendida en
las redes de una teoría, la psicología del self, y dar por válida la objetividad del analista
frente a la subjetividad del paciente.
Al principio de este apartado he dicho que la supuesta neutralidad del analista está
basada en una concepción ingenua de la neutralidad, y a ella me he estado refiriendo
hasta el momento. Sin embargo, existe también una concepción metapsicológica, y por
tanto no ingenua, de la neutralidad. Ésta es la que propone Anna Freud (1936) al afirmar
que el analista se sitúa en una posición equidistante entre el Yo, el Ello y el Superyó, y
que esta posición es la que define su neutralidad. Pero a mí me parece una proposición
poco convincente. Creo que la aseveración de A. Freud choca con la conocida
imposibilidad de sumar sillas y mesas. El Yo, el Ello y el Superyó son hipotéticas
abstracciones, y la relación del analista con el paciente es una realidad clínica, no una
conceptualización abstracta. Y yo creo que no existe manera alguna de saber cómo se
sitúa una realidad clínica en una posición equivalente entre distintas hipótesis abstractas.
Pero, además, existe otra dificultad. Si el analista intenta hablar desde esta posición
supuestamente equidistante, está tratando de comprender a su paciente y de relacionarse
con él de acuerdo con una determinada teoría, la teoría estructural de S. Freud y, por
tanto, en manera alguna es neutral frente a él. Fenichel (1941) mantiene un punto de
vista similar al de A. Freud al decir que el analista trabaja siempre con el Yo del paciente,
y que a través de éste alcanza el Ello y el Superyó. Es decir, que el analista se sitúa más
cerca del Yo que del Ello y el Superyó. Naturalmente, para esta afirmación valen las
mismas objeciones que para la de A. Freud.
En ocasiones se sostiene que el silencio del analista frente a ciertas situaciones es una
expresión de la neutralidad del analista. Ya he hablado en el tercer capítulo del silencio
del analista. El silencio, como el lenguaje, es una acción. En lo que concierne al silencio
como neutralidad, sólo falta añadir a lo ya dicho que cuando el paciente espera una
respuesta el silencio es siempre una frustración y, por tanto, todo menos neutralidad.
Hay algo más que cuestiona la pretendida neutralidad del analista. Es el problema de
la vinculación entre interpretación —y aquí empleo el término interpretación en el sentido
más amplio que puede dársele— y sugestión. El lector informado ya sabe que éste es un
intrincado dilema con el que se debatió Freud a lo largo de toda su vida. En síntesis,
formulado de una manera tradicional, se trata de saber si el paciente mejora a causa de lo
que se le explica —es decir, a causa del contenido de la interpretación— o a causa de la
152
sugestión implícita en toda interpretación. Evidentemente, Freud defendió
encarnizadamente la tesis de que el paciente sólo mejora si el contenido de la
interpretación coincide con el estado de los asuntos internos del paciente, y se mostró
totalmente contrario a la hipótesis de que la mejoría del paciente pueda deberse a la
sugestión. Tal defensa, por parte de Freud, está dirigida a sostener el carácter científico
del psicoanálisis. Esto es lo que ha venido a llamarse el tally argument, es decir, el
argumento de la correspondencia entre lo que enuncia la interpretación y la realidad de la
situación mental del paciente. Lo que manifiestan quienes juzgan que el psicoanálisis no
ha demostrado su carácter científico, entre los cuales Grünbaum (1993) es la figura más
destacada, es precisamente la duda frente a la afirmación de Freud. Desde dentro de la
situación clínica, sostiene Grünbaum, nunca podemos saber si las modificaciones que
puede experimentar el paciente en el curso del psicoanálisis se deben a la verdad de la
interpretación o a la sugestión que siempre conllevan las palabras del analista. Por tanto,
afirma este autor, las hipótesis psicoanalíticas sólo pueden comprobarse con pruebas
experimentales fuera de la situación clínica.
Por mi parte, prescindo aquí de esta discusión, de la que ya me he ocupado
anteriormente (1989). Lo que sí quiero decir es que, efectivamente, toda intervención
por parte del analista comporta una inevitable carga de sugestión. El argumento habitual,
en defensa de la tesis de la no existencia de sugestión por parte del analista, de que éste
lo único que hace al interpretar es poner al descubierto algo que estaba escondido en la
mente del paciente es un derivado del modelo arqueológico de Freud para explicar el
proceso psicoanalítico. Pero este modelo falla por los dos extremos. Por una parte, el
paciente es un ser vivo susceptible al input que recibe del exterior, y concretamente del
analista, no algo estático y petrificado como un yacimiento arqueológico. Digamos, de
paso, que incluso la moderna arqueología ha mostrado suficientemente el hecho
inevitable de que el arqueólogo altera y modifica el yacimiento al excavar y trabajar en él.
Por otra parte, tal como hemos estado viendo en los capítulos precedentes, el analista
también es sensible a los estímulos que proceden del paciente y su respuesta emocional a
los mismos influye significativamente en su perspectiva y en sus intervenciones. A la vez,
cada interpretación del analista dirige la atención del paciente en una dirección precisa,
dirección siempre enlazada con la personalidad del analista y con las teorías con las que
trabaja, y desanima la prosecución de otras direcciones y caminos que también serían
posibles. Indudablemente el analista, al interpretar, invita al paciente a ver las cosas —la
153
situación de su mente, las relaciones entre ambos, etc.— de una manera determinada por
más que al mismo tiempo intente respetar en lo posible su libertad, y esto no puede ser
considerado como neutralidad. Frente a la comunicación del analizado, como frente a
cualquier fenómeno, siempre son posibles diversas interpretaciones, y el hecho de elegir
una entre ellas también va en contra de nuestra neutralidad, por más que nos empeñemos
en ella.
Con lo que acabo de decir no pretendo expresar que me adhiero a quienes, como
Grünbaum (1993), niegan la posibilidad de comprobar la validez científica de las
hipótesis psicoanalíticas fundándose en la carga sugestiva de toda interpretación (J.
Coderch, 1989). Aquí sólo deseo subrayar que creo que este ataque se basa en una
concepción muy reducida y convencional, como ya se afirmó que ocurre con el concepto
de neutralidad, de la sugestión. Por un lado, el analista no puede ejercer sobre el paciente
una influencia sugestiva más allá de lo que existe, aun cuando sea de manera vaga,
imprecisa y no configurada todavía, en la mente de éste. El poder de sugestión del
analista no alcanza a crear un paciente de la nada. El paciente no puede poner de
manifiesto más «mente» de la que tiene, por más carga sugestiva que consideremos que
se esconde en las interpretaciones del analista (C. Strenger, 1991). Por otro lado, quienes
se apoyan en el argumento de la sugestión para su crítica olvidan que la teoría guía
siempre cualquier investigación, clínica o experimental, y los datos obtenidos, en todos
los casos, son interpretados de acuerdo con dicha teoría. Las ciencias naturales no
escapan a esta regla general. Por tanto, la misma acusación de falta de cientificidad, a
causa de la intervención de la sugestión, podría ser dirigida contra cualquier disciplina y
no sólo contra el psico​análisis.
En mi opinión, lo que más puede acercarse a la neutralidad por parte del analista es
una actitud de reconocimiento de la realidad en el sentido que he estado exponiendo en
este apartado. Es decir, se trata de reconocer la interacción continuada y la influencia que
tanto la metodología analítica propiamente dicha como el estilo, personalidad e
intervenciones del analista están ejerciendo en cada momento, lo cual conlleva la
posibilidad de investigar dicha influencia en la situación mental y en la comunicación del
paciente.
 
A continuación, presentaré material clínico para ilustrar algunos de mis puntos de
vistaacerca de la perspectiva empática.
154
Un adulto joven, a quien llamaré señor C., se presentó solicitando ayuda por su
malestar. Quedó claro, por el tono de su petición, que lo que tenía en la mente era un
tratamiento psicológico y que sabía que éste sería de cierta duración. Sus modales eran
correctos, pero parecían esconder una violencia contenida, secos y concisos, con una
educación distante y fría. A veces, incluso, un poco ásperos, como si intentara,
voluntariamente, no admitir confianzas. En conjunto, podemos decir que, por lo que
respecta a mí, en las primeras entrevistas tuvo éxito si sus deseos eran los de marcar
distancias. Creo que es acertado decir que, desde el primer momento, el contacto
personal me pareció difícil, y creo que a él le ocurrió lo mismo conmigo.
Los motivos para pedir ayuda eran, dicho de manera resumida, un malestar difuso, la
impresión de que no sabía resolver los «problemas» que tenía planteados, descontento
consigo mismo y falta de ilusión por las cosas. Todo ello añadido a las escasas
satisfacciones que obtenía de su actividad laboral. Yo pensé que se trataba de una buena
indicación de análisis, tanto por la índole de las molestias y síntomas de que se quejaba,
como por el hecho de que el señor C. reconocía plenamente la naturaleza psicológica de
los mismos, pero no llegué a plantearlo debido a que el futuro paciente anunció, de
buenas a primeras, que en modo alguno estaba dispuesto a llevar a cabo más de dos
sesiones por semana, y yo no creo conveniente realizar una indicación de análisis cuando
estoy seguro de que el paciente rechazará la propuesta.
Como datos que cabría destacar en sus antecedentes, tenía una ligera hemiparesia del
brazo izquierdo, seguramente debida a sufrimiento fetal en el parto. La madre, según él
rígida y dura, le había dejado siempre en manos de cuidadoras a causa de sus actividades
profesionales. Manifestó que había mantenido siempre malas relaciones con ella, tanto en
la infancia como en la adolescencia, durante la cual ella murió. El padre, que volvió a
contraer matrimonio algunos años después, era descrito como afable pero con escasa
presencia en el hogar, aun cuando frecuentemente, en la infancia y primera adolescencia,
le llevaba con él para que le acompañara en distintas ocupaciones, cosa que el señor C.
recordaba con agrado. Las relaciones con la madrastra habían sido siempre frías y
distantes, y cesaron por completo cuando el padre y ella se separaron. Los recuerdos de
su época escolar, en cambio, eran buenos a causa de su afición y capacidad para el
estudio, lo cual le llevó a ocupar una posición destacada en la institución académica en la
que cursó sus estudios. Ésta era la única fuente de satisfacción que creía haber tenido
durante su infancia y adolescencia, pese a su carácter aislado y su dificultad para
155
establecer relaciones de amistad. Según sus propias palabras, «prefería sacar las mejores
calificaciones a tener amigos». Al terminar sus estudios e iniciar una actividad
profesional, esta satisfacción se diluyó y se encontró, según dijo, como «uno entre
tantos».
Iniciamos una psicoterapia psicoanalítica de dos sesiones por semana. La
comunicación fue muy difícil durante los primeros meses, y el señor C. se lamentaba de
que no sabía qué decir y de que también le resultaba muy poco comprensible lo que yo le
explicaba. Yo tenía la impresión de que éramos dos extraños hablando cada uno por su
lado. El señor C. no me resultaba un paciente asequible. Me era muy difícil suponer, con
un mínimo de certeza, cómo me sentía él a mí. Su trato para conmigo puede definirse
como el propio de quien se dirige a un experto en un asunto de su interés. Por tanto,
respetuoso y cortés, pero con un formalismo de tipo «cliente-profesional» totalmente
alejado de cualquier atisbo de relación personal. La impresión que a mí me producía era
que el señor C. venía a «comprar» mis explicaciones y clarificaciones sobre las
cuestiones que le preocupaban, como podía haber llevado su coche a un taller de
reparaciones. Es decir, pese a mis esfuerzos, no se presentaba, en absoluto, ni una
situación de simpatía mutua, ni una situación empática en el sentido más habitual del
término al que antes me he referido, es decir, aquella situación en la que el analista siente
que resuenan en su interior los sentimientos del paciente y que cree que puede transmitir
a éste tal resonancia y la comprensión e interés con que está siguiendo su comunicación.
Quedaba claro que el tipo de empatía, en el sentido débil del término, inmediata y
espontánea que muy a menudo se establece entre paciente y analista, no se presentaba en
este caso, y que sería necesario recurrir a otro tipo más laborioso de empatía. Pese a ello,
para mí era evidente que el señor C. sufría, que era consciente de que sus sufrimientos
eran debidos a causas psicológicas y que solicitaba ayuda, y esto era lo que nos inducía a
los dos a continuar el tratamiento.
No obstante las dificultades señaladas, después de unos meses el diálogo adquirió una
mayor fluidez. Entonces me fue posible detectar la existencia de tres situaciones básicas
alrededor de las cuales se centraban, predominantemente, la ansiedad y el malestar del
paciente. Una de ellas era las pésimas relaciones con su ex mujer de la que se había
divorciado hacía años, pero con la que tenía que hablar frecuentemente a causa de un
hijo del matrimonio, ya adolescente, el cual vivía con él debido a que su ex esposa había
vuelto a contraer matrimonio y el hijo había reclamado vivir con el padre.
156
Otra situación consistía en los problemas que le ocasionaba este hijo, tanto por los
malos resultados en los estudios y problemas en la escuela como por su comportamiento.
La tercera situación se planteaba en el debate entre su deseo de formar una pareja estable
y, a la vez, su dificultad para ello. De vez en cuando iniciaba relaciones con alguna
amiga, pero cuando ésta le planteaba la conveniencia de formalizar algún tipo de
convivencia, se sentía presa de una gran ansiedad, de tipo claramente claustrofóbico, y
rompía precipitadamente las relaciones. Esta situación se repetía con frecuencia.
Dado el tipo de relación al que antes me he referido, creo que éste era un paciente en
el que la posición, por parte del terapeuta, de escuchar desde dentro cobraba el máximo
interés para compensar la dificultad de la empatía inmediata a que antes me he referido.
La comunicación verbal del señor C. era sumamente pobre y reiterativa, versando sobre
los tres temas que antes he citado: el fracaso escolar y el mal comportamiento de su hijo,
las acusaciones de su ex esposa, la cual le hacía responsable de todo lo malo de su hijo, y
sus inacabables y angustiadas dudas y vacilaciones en torno a sus deseadas y temidas
relaciones de pareja. Centraba esta última cuestión en el hecho de que le complacían las
relaciones sexuales con alguna amiga y la compañía que ella le proporcionaba, pero se
sentía presa de una angustia insoportable ante la idea de quedar nuevamente vinculado a
una pareja después de la mala experiencia de su matrimonio. Todo ello era presentado de
una forma que creo puede considerarse como el planteamiento de un problema teórico-
práctico que era necesario resolver. El tono era quejumbroso y reivindicativo. No parecía
existir nada más, ni tampoco había nunca en su comunicación ninguna referencia a mí, ni
a sentimientos o fantasías hacia mí o nuestra relación.
Yo concentré mis intervenciones en la ansiedad y los fuertes sentimientos de culpa
que suscitaban las tres situaciones conflictivas a las que me he referido, las cuales le
provocaban la sensación de estar atrapado, de dar vueltas sin hallar solución para ninguna
de ellas. Intenté ayudarle a comprender las ansiedades, defensas y fantasías inconscientes
que giraban alrededor de lo que él llamaba sus «problemas», sin que durante más de un
año se apreciara ninguna modificación significativa. En la psicoterapia psicoanalítica
utilizo con poca frecuencia las interpretaciones transferenciales. Lasque formulé en este
caso parecieron resultar muy poco comprensibles para el paciente, hasta bien avanzado el
segundo año de tratamiento.
Pronto me percaté de que mi respuesta emocional ante el señor C. oscilaba entre el
desánimo, la frustración y la protesta. Me sentía tratado como un técnico al que se le
157
presentan una serie de problemas enrevesados, exigiéndole una solución práctica e
inmediata, sin intervención de sentimientos ni de una exploración en profundidad del
conjunto del conflicto. En especial, provocaban en mí un fuerte desánimo y sensación de
fracaso la manera áspera y desafecta de tratar a su hijo —según la situación que él me
transmitía— y sus pretensiones de arreglar las dificultades que aquél le ocasionaba
únicamente por la vía coercitiva y de castigo. A la vez, me eran también evidentes su
malestar y ansiedad porque yo no solucionaba sus problemas. Pese a mis deseos, parecía
que era imposible hacer surgir entre nosotros una corriente de mutua empatía. Durante
más de un año, mis intervenciones a favor de una implicación personal y una
comprensión emocional de los conflictos que me presentaba parecían caer en el vacío.
Yo tenía la impresión de que el fracaso escolar de su hijo se repetía en el proceso
terapéutico. Me parecía que, a pesar de mi empeño por comunicar con el señor C., era
como si cada uno de nosotros hablara un lenguaje diferente. En estas circunstancias,
pensé que la única manera de lograr algún avance era la de intentar «juntar» nuestras
perspectivas, de manera que me esforcé, dentro de lo posible, en abandonar mis propias
perspectivas y «ver la situación» desde la del señor C. Es decir, procuré «escuchar desde
dentro» del paciente e impregnarme de su visión de la situación. Lenta, pero
progresivamente, me pareció que podía conseguir ver y sentir la realidad de la forma en
que mi paciente la veía y la sentía, a fin de lograr que resonaran dentro de mí los
sentimientos de él y su manera de percibir los conflictos con los que se enfrentaba, con lo
cual conseguí que la frialdad y la impresión de distanciamiento entre nosotros se
redujeran sensiblemente. La nueva perspectiva que conseguí puede resumirse de la
forma que describiré a continuación.
El señor C. vivía de una manera terriblemente culpabilizadora los problemas escolares
y el comportamiento conflictivo de su hijo, tal como si fuera él mismo el provocador de
tales problemas. La ansiedad originada por este sentimiento de culpa le llevaba a «pensar
obsesivamente» en encontrar «soluciones», y en exigírmelas a mí, para saber qué era lo
que debía hacerse para arreglar el «problema». Al proyectar sobre el hijo su propio
sentimiento de culpa, las soluciones que ensayaba tenían siempre un matiz duro y
coercitivo, sin que las cosas mejoraran. A causa de ello, se sentía todavía más culpable y
entraba en un maligno círculo vicioso de culpa y castigo. Siguiendo este camino, al poder
señalarle este hecho pudimos darnos cuenta de que, en su forma inconsciente de verlo, el
comportamiento conflictivo de su hijo se hallaba vinculado a la hemiparesia de su brazo
158
izquierdo que, en su infancia, él había vivido como la consecuencia de una culpa y un
castigo merecidos. Identificado con su hijo, el trato autoritario y punitivo que le daba
adquiría el significado de castigarse a sí mismo, como también era un castigo que se
infligía el hecho de tener que buscar «obsesivamente» las soluciones precisas. De esta
manera intentaba aliviar, sin lograrlo, sus sentimientos de culpa.
Por otra parte, la ansiedad que le provocaba la persecución a que le sometía su ex
esposa, la cual se afanaba, con mucho éxito por cierto, en culpabilizarlo por todo lo que
hacía referencia a su hijo, se hallaba vinculada, según nos pareció entender, a la dificultad
para llegar a formar una pareja estable pese a los sentimientos de soledad que le
atormentaban. Podemos decir que eran síntomas del mismo conflicto. La posibilidad de
iniciar una convivencia con una mujer, especialmente si era ésta la que lo proponía, daba
lugar a la aparición de fuertes sentimientos de persecución, de estar atrapado y
aprisionado, así como la necesidad de romper con ella y de huir. Los dos síntomas eran,
tal como me pareció entender, la expresión de una relación con un objeto interno
peligroso que podía aplastarlo y dejarlo inmovilizado. Creo que las dos malas
experiencias que he citado, la hemiparesia de nacimiento y la relación con la madre
reforzaron una relación de objeto previa en este sentido.
Creí entender y así se lo comuniqué, que, en su inconsciente, vivía una relación con
un objeto persecutorio como una presencia que pesaba sobre él y le provocaba la
dificultad de mover el brazo izquierdo, y del que le era menester librarse. Seguramente,
el tipo de relación de objeto que acabo de describir se escenificaba en la transferencia a
través de la actitud de distanciamiento y de maneras ásperas para evitar cualquier
proximidad con un objeto peligroso.
A medida que pude transmitirle mi comprensión de la manera en que en su mundo
interno veía y sentía sus problemas, acercándome a su perspectiva, se fue estableciendo
una corriente de mutuo entendimiento.
Hacia el final del segundo año la ansiedad, los sentimientos de culpa, el hecho de vivir
los problemas de su hijo como ocasionados por él mismo y sentirse culpable por ello, la
necesidad de castigarse, etc., fueron disminuyendo, creo que en parte debido a la
comprensión de los significados inconscientes a los que me he referido, y en parte a
causa de la introyección del terapeuta como un superyó benevolente. En esta época
interpreté, en el sentido que he mencionado, su manera defensiva y distante de
relacionarse conmigo, y ello dio lugar a la aparición de una gran necesidad de contacto y
159
compañía, escondida bajo su fría y distante actitud externa. Pasado el segundo año, en
vista de la mejoría del estado de ánimo del señor C. y de lo que a mí me pareció una
suficiente capacidad de insight, le indiqué la conveniencia de pasar a un análisis con
cuatro sesiones semanales. Me respondió con un «de momento prefiero seguir así».
Posteriormente, con ocasión de que el señor C. hablara de cómo se sentía cuando su
compañera le proponía vivir juntos, le interpreté que tal vez había escuchado mi
propuesta de pasar a un análisis como algo tan comprometido y asfixiante como vivir en
pareja. El señor C. no hizo ningún comentario y yo no insistí sobre la cuestión.
Cuando llevábamos unos dos años y medio de tratamiento el paciente me comunicó
que se sentía lo suficientemente bien para prescindir de mi ayuda. No pensaba que todo
se hubiera resuelto, dijo, pero creía que se encontraba con suficiente capacidad para ir
buscando su camino. Decidimos continuar algún tiempo más para elaborar la despedida.
Volví a ver al señor C. un par de veces en visitas puntuales y me pareció que la
disminución de los síntomas persistía y que, en general, su adaptación a sus problemas y
dificultades había mejorado. Después de unos años, el señor C. se puso de nuevo en
contacto conmigo para iniciar un análisis de cuatro sesiones semanales.
Comentario
He presentado este material clínico para ilustrar lo que entiendo por empatía desde el
punto de vista de escuchar desde dentro del paciente, diferenciando este tipo de empatía
de aquella que se concibe como una resonancia debida a la proyección de los objetos
internos del paciente en el analista, así como de aquella que se fundamenta en el
establecimiento de una mutua corriente afectiva. Creo que, en este caso, esta forma de
escuchar desde dentro permitió una comprensión y un acercamiento de las perspectivas
de paciente y terapeuta que sin ello resultaba imposible.
Siempre queda la duda de si el señor C. decidió terminar el tratamiento para huir de
una relación más próxima que le angustiaba y por temor al sufrimiento que podía
ocasionarle una experiencia más profunda de su mente. Por mi parte, pensé que la
situación mental del señor C. no había mejorado tanto como él juzgaba, pero tengo
tambiénpor costumbre ser breve y sucinto en las interpretaciones en este sentido, por las
mismas razones de respeto a la decisión del paciente. Yo pienso que el paciente es el que
ha venido a solicitar ayuda, y el que ha de decidir la terminación de ésta. Ello, entre otras
160
cosas, facilita la continuidad de una buena relación y tal vez el retorno del paciente, como
fue en este caso.
En los tratamientos de psicoterapia psicoanalítica formulo pocas interpretaciones
transferenciales, aun cuando he de advertir que, como he comentado anteriormente
(1995), mi concepto de las diferencias entre interpretaciones transferenciales y
extratransferenciales dista de ser el más tradicional. Lo que hago en una psicoterapia
psicoanalítica es ofrecer una comprensión de las ansiedades, fantasías inconscientes,
defensas, etc., que intervienen en las dificultades y malestares del paciente, así como en
las relaciones con las personas de su entorno. Lo mismo en cuanto a las relaciones entre
diversos núcleos de ansiedades, fantasías, imágenes, pulsiones, etc., dentro de la mente
del paciente, a lo cual llamo interpretaciones de transferencia interna.
161
Capítulo V
La intersubjetividad en la relación paciente-analista
162
D
1. El nacimiento de la perspectiva intersubjetiva en el pensamiento
psicoanalítico
ado que el término intersubjetividad se emplea con diferente sentido en la literatura
psicoanalítica, creo conveniente comentar brevemente algunas de las más
relevantes opiniones acerca de esta cuestión y, al mismo tiempo, exponer mi personal
punto de vista.
Daniel Stern (1978, 1997), Stolorow y Lachmann (1980), Bollas (1987), R. Stolorow
y G. Atwood (1992), Benjamin (1988, 1995, 1998), Mitchell (1988, 1993), Ogden
(1994), Gill (1982, 1994), Hoffman (1991, 1992, 1994), Aron (1996), etc., figuran entre
los autores que más han extendido los conceptos acerca de la teoría o perspectiva
intersubjetiva en el pensamiento psicoanalítico. Como no es mi objetivo referirme a todos
estos autores y otros que se podrían añadir, haré una breve síntesis.
Stolorow y Atwood fueron, tal vez, quienes por vez primera introdujeron el concepto
de intersubjetividad en el psicoanálisis norteamericano. En su libro Context of Being
dicen: «Tal como repetidamente hemos destacado, “los fenómenos psicológicos no se
pueden comprender aparte de los contextos intersubjetivos en los que toman forma”. No
es la mente aislada, hemos argumentado, sino el más extenso sistema creado por el
mutuo interjuego entre los mundos subjetivos del paciente y el analista, o del niño y su
cuidador, aquello que constituye el dominio apropiado de la investigación analítica. Desde
esta perspectiva, como veremos, el concepto de una mente individual o psique es en sí
mismo un producto psicológico cristalizado desde dentro de un nexo de relación
intersubjetiva y al servicio de unas funciones psicológicas específicas» (Stolorow y
Atwood, 1992, pág. 1; la traducción es mía).
Como tantas veces ocurre, el término intersubjetividad se emplea con sentidos no
idénticos por distintos autores. Así, los mismos Stolorow y Atwood expresan que, para
ellos, el uso del término intersubjetividad no presupone, por parte de aquellos a quienes
se aplica, la adquisición del pensamiento simbólico, del concepto de uno mismo como
sujeto o de una relación intersubjetiva en el sentido que le da Daniel Stern. También
intentan diferenciarse de los autores interesados en el estudio del desarrollo infantil,
señalando que ellos utilizan el término intersubjetividad para referirse a cualquier dominio
psicológico formado por campos de experiencia interactivos, en cualquier nivel del
desarrollo.
163
Una de las autoras que más influencia ha tenido en la difusión del concepto de
intersubjetividad en el psicoanálisis es Jessica Benjamin, abanderada de la poderosa
corriente feminista que campea en el psicoanálisis norteamericano. Como otros autores
que se ocupan de la intersubjetividad, Benjamin (1988, 1995) parte también de la base
de que la mente humana es interactiva más que monádica. Por tanto, cree que el proceso
psicoanalítico ha de ser entendido como algo que tiene lugar entre dos sujetos, más que
en la mente del analizado. Pero esto nos confronta, dice, con el problema de reconocer al
otro como un centro equivalente de experiencias, especialmente a causa del peso que
tienen en la tradición psicoanalítica el concepto y el término de objeto. En la psicología
del self y en las teorías de las relaciones objetales, el concepto de relación de objeto se
refiere a la internalización psíquica y a la representación de las interacciones entre el self
y los objetos internos. Pero en todas ellas el otro queda siempre eclipsado bajo el
concepto de objeto, con el cual se pierden todos aquellos aspectos de su personalidad
que no están directamente relacionados con el self de aquel que se está relacionando con
ese otro. Por mi parte, creo acertada esta visión de Benjamin acerca de la desaparición
del otro, aun cuando éste se intente recuperar en otras teorías psicoanalíticas con los
conceptos de constancia del objeto y objeto total. Pues bien, el lema de la
intersubjetividad para Benjamin es: Donde estaban los objetos han de devenir los
sujetos.
Para Benjamin, la introducción del concepto de intersubjetividad para definir la
situación analítica va destinada a combatir este oscurecimiento del sujeto bajo la noción
del objeto. Desde esta perspectiva, con el término intersubjetividad nos referimos al
campo de interacción entre dos distintas subjetividades, al interjuego entre dos diferentes
mentes subjetivas. La relación intersubjetiva en el proceso psicoanalítico se establece
cuando cada uno de los protagonistas percibe al otro como un centro independiente y
autónomo de sentimientos, deseos y fantasías homólogo al propio self, a la vez que, en
tensión dialéctica, intenta negar esta independencia. La teoría intersubjetiva de Benjamín
postula que el otro ha de ser reconocido como sujeto a fin de que el self pueda
experimentar en su presencia la propia subjetividad.
Ahora bien, apoyándose en Winnicott (1969), Benjamin otorga mucha importancia a
la fantasía de la destrucción del otro, para llegar a este reconocimiento del que estamos
hablando. Dice: «[…] en el acto mental de negar u obliterar al objeto, el cual se puede
expresar en el esfuerzo real de destruir al otro, nosotros comprobamos si éste realmente
164
sobrevive. Si sobrevive sin represalias y sin desaparecer bajo el ataque, entonces
conocemos que existe fuera de nosotros mismos, no como un producto de nuestra
mente» (J. Benjamin, 1995, pág. 39; la traducción es mía). Piensa también Benjamin
que estas dos dimensiones de la experiencia con el otro, como objeto y como sujeto, no
son opuestas entre sí como podemos decir, por ejemplo, del modelo impulso/defensa
versus el modelo del conflicto intrapsíquico, sino que se complementan, a pesar de que, a
veces, se afirmen en oposición. La autora se refiere a las dos categorías de la experiencia
como la dimensión intrapsíquica y la dimensión intersubjetiva de la experiencia. En la
experiencia intersubjetiva el otro no es únicamente percibido como el objeto de las
necesidades, los impulsos o la cognición del yo, sino como un separado y análogo self.
Los conceptos en torno la intersubjetividad no son, como podemos ver, iguales en
Benjamin, Stern y Stolorow y Atwood. Para Benjamin, el concepto de intersubjetividad
nos lleva a un proceso dialéctico en el que los interlocutores se reconocen uno al otro
como un centro de experiencia subjetiva, pero también negando continuamente al otro
como un sujeto separado. Para Daniel Stern (1978, 1985), el concepto de
intersubjetividad se refiere a la capacidad, adquirida a través del desarrollo, de reconocer
al otro como un centro separado de experiencia subjetiva, con el que se pueden
compartir los propios estados sub​jetivos. Las descripciones de Daniel Stern sobre el
despliegue del sentido del self han dirigido el interés de los investigadores hacia el
planteamientode la relación intersubjetiva, y han fijado nuestra atención en el hecho de
que nuestra relación incluye el reconocimiento de los estados mentales subjetivos del
otro, así como en uno mismo. Daniel Stern es un developmentalist, es decir, un
estudioso del desarrollo infantil y de la interacción entre el bebé y los padres, cosa que no
son ni Benjamin ni Stolorow y Atwood. De todas maneras, las diferencias más notables
son las que existen entre Benjamin y Daniel Stern (1978, 1985, 1997), por un lado, y
Stolorow y Lachmann (1980), Stolorow y Atwood (1992) y Orange, Atwood y Stolorow
(1997), por el otro. La diferencia más relevante para el interés de la terapéutica
psicoanalítica se basa en la disímil importancia que dan estos distintos autores a los que
podemos denominar el principio de mutua regulación y el principio de mutuo
reconocimiento. Atwood y Stolorow emplean el término intersubjetividad para indicar un
campo de mutua y recíproca influencia y regulación. Estos autores insisten en que
utilizan el término intersubjetividad para referirse a cualquier campo psicológico formado
por mundos interactivos de experiencia, sea cual sea el grado de reconocimiento del otro.
165
Benjamin, por el contrario, se remite a un continuum dialéctico que abarca un
movimiento hacia la negación del otro, por un extremo, y el reconocimiento mutuo, por
otro. Yo creo que esta distinción entre los dos extremos, que puede parecer nimia, es
importante, porque si en un proceso terapéutico no se alcanza la mutualidad de
reconocimiento del otro, como un sujeto separado y autónomo, con facilidad se establece
una relación de dominio-sumisión, mutuamente regulada. Benjamin insiste mucho, y yo
me siento de acuerdo con ello, en que no hemos de pensar que la intersubjetividad
alcanzada en un proceso, ya sea en la relación madre-bebé, o en la díada analítica,
sustituya totalmente la relación sujeto-objeto, ya que la intersubjetividad, cuando se
logra, existe siempre en tensión dialéctica con la relación sujeto-objeto. Y, podemos
añadir, de la misma manera que coexisten en tensión dialéctica la posición esquizo-
paranoide y la posición depresiva.
Estoy seguro de que, al llegar a este punto, muchos lectores estarán pensando en el
papel fundamental que la identificación proyectiva desempeña en este asunto. Quiero
aportar algunas reflexiones acerca de ello. Debemos recordar lo que ya he expuesto en el
tercer capítulo acerca de la identificación proyectiva. Creo, pues, que el carácter
interpersonal de la identificación proyectiva, que ya he subrayado en dicho capítulo, da
lugar a una profunda transformación de la subjetividad del receptor y del proyector. Cada
uno de ellos pierde, en alguna medida, su «mismidad» para pasar a vivir experiencias que
anteriormente no estaban en su mente. El proyector convierte al receptor en alguien
diferente al que era antes de la proyección, mientras que él mismo se convierte en otro
que ya no se encuentra enteramente dentro de su propia mente, puesto que una parte de
ella ha sido remitida al exterior. Para Ogden (1994), quien considera que este proceso
comporta una negación de cada uno de los dos participantes en tanto que sujeto
separado, el resultado de esta recíproca negación da lugar a que cada uno de ellos llegue
a ser un tercer sujeto, el «sujeto de la identificación proyectiva», que es alguien distinto,
a la vez, del proyector y del receptor.
Por tanto, la identificación proyectiva produce, en la situación analítica, la aparición
de este tercer sujeto, aun cuando no desaparece la experiencia del paciente y el analista
como dos sujetos separados. La intersubjetividad creada subsume en sí misma la
subjetividad de ambos participantes y permite la aparición de sentimientos, sensaciones,
fantasías y pensamientos que anteriormente no habían tenido oportunidad de
configurarse. La continua interacción entre paciente y analista modifica la primitiva
166
subjetividad de uno y otro y crea una diferente subjetividad con otras potencialidades. La
identificación proyectiva genera en los dos participantes la emergencia de algo que no
existía hasta aquel momento. Cada uno de ellos sitúa en el otro una parte de su
personalidad, al tiempo que recibe algo nuevo creado por la proyección del otro. Paciente
y analista son, en este interjuego de identificación proyectiva, proyector y receptor a la
vez. Desde este punto de vista, uno y otro sólo llegarán a ser verdaderamente paciente y
analista si son verificados como tal por este otro reconocido como un sujeto separado e
independiente.
Orange (1998) afirma que: «Por intersubjetividad entendemos una perspectiva desde
la cual cada experiencia y acción de un individuo son vistos como ensamblados en un
interjuego constitutivo con otros mundos de experiencia diferentemente organizados»
(pág. 59; la traducción es mía). Por tanto, la teoría intersubjetiva concibe a los seres
humanos como organizadores de experiencia. El proceso psicoanalítico se percibe como
el intento de dos personas, paciente y analista, de comprender la organización emocional
del primero a través del diálogo y de la búsqueda del sentido de sus experiencias
compartidas con el segundo.
Para una mayor precisión terminológica creo que es conveniente distinguir entre
«teoría de la intersubjetividad o intersubjetivista», por un lado, e «intersubjetivo» o
simplemente «intersubjetividad», por el otro. La teoría de la intersubjetividad describe la
relación que existe entre dos personas en cuanto sujetos que desarrollan experiencias, sea
cual sea el grado de evolución que hayan alcanzado. Por intersubjetivo o
intersubjetividad hemos de entender el estado en el cual dos personas llegan a un
reconocimiento mutuo del otro como sujeto independiente y centro de experiencias
equivalentes a las propias. La intersubjetividad no se establece siempre que dos personas
entran en relación, sino que la intersubjetividad o reconocimiento intersubjetivo
presupone un estadio avanzado de evolución.
167
2. Interacción e intersubjetividad
Tal como ya he dicho al hablar del psicoanálisis relacional, en mi opinión las teorías
de la interacción y de la intersubjetividad no han de tomarse forzosamente, pese a que sí
lo hacen algunos autores, como una escuela del pensamiento psicoanalítico que se suma
a las ya existentes, sino que creo que es enormemente más fructífero considerarlas como
metateorías, es decir, como nuevas maneras de ver la teoría y el proceso psicoanalítico,
las cuales nos permiten percibir matices y aspectos de la relación que hasta ahora
permanecían en la penumbra, que existían y actuaban sin que tomáramos conciencia de
ello. Por tanto, mi juicio es que pueden integrarse en cualquiera de las corrientes
psicoanalíticas predominantes en el momento actual, a las cuales vigorizan y de las que
permiten una mayor profundización. Pienso que la relación paciente-analista es algo tan
rico y complejo que, como todo lo que es propio de la mente humana, nunca
descubriremos todos sus matices, coloraciones, secretos y diversidades, y que todo
aquello que nos ayude algo en esta tarea inacabable ha de ser bienvenido.
Si pensamos en el hecho de la interacción madre-bebé, paciente-analista, hecho que
para mí constituye el punto de partida del enfoque intersubjetivo, podemos fácilmente
percibir que tenerlo en cuenta engrandece y añade comprensión a cualquiera de las
teorías vigentes, sin que presuponga ningún rechazo. Detengámonos un poco en esta
afirmación. Recordando lo dicho en el tercer capítulo, vemos que lo que nos dice el
concepto de interacción aplicado al psicoanálisis es que los comportamientos, palabras y
silencios de cada uno de los dos participantes se hallan influidos por el otro y, a la vez,
están influyendo en él. Por tanto, es equivocado tratar de diferenciar entre momentos de
interacción y otros que no lo son. Toda palabra y todo silencio comportan una influencia
recíproca y, por tanto, son interactivos (J. Greenberg, 1996). Y si consideramos que
también el pensamiento es una forma de acción, difícilmente

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