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Veinte	relatos,	inéditos	en	su	mayor	parte,	que	constituyen	la	mejor	antología
de	terror	contemporáneo	hasta	hoy.
Ésta	es	la	primera	vez	que	se	reúnen	en	un	solo	volumen	los	autores	más
brillantes	de	la	literatura	de	terror	actual.	Charles	L.	Grant,	compilador	de	la
antología,	es	el	mejor	especialista	en	trabajos	de	selección	dentro	de	este
género.	En	este	caso	ha	agrupado	con	singular	talento	las	narraciones	más
representativas	que	era	posible	ofrecer	al	lector	exigente,	y	el	resultado	ha
sido	una	obra	maestra	que	no	debe	faltar	en	ninguna	biblioteca.	Con	un
mérito	adicional:	muchos	de	estos	relatos	han	sido	escritos	especialmente
para	el	presente	volumen.
AA.	VV.
Horror
Lo	mejor	del	terror	contemporáneo
Horror	-	1
ePub	r1.3
Trujano	30.09.14
Título	original:	The	Dodd,	Mead	Gallery	of	Horror
AA.	VV.,	1983
Traducción:	César	Terrón
Compilador:	Charles	L.	Grant
Editor	digital:	Trujano
Corrección	de	erratas:	Mina815,	Yorik
ePub	base	r1.1
Introducción
Hace	más	años	de	los	que	me	atrevo	a	recordar,	solía	pasar	la	tarde	de	los
sábados	en	el	Teatro	Lincoln	de	Kearny,	New	Jersey,	junto	con	mis	amigos	en
una	huida	de	la	escuela,	del	tiempo,	de	los	padres,	de	los	deberes	escolares	y
de	cualquier	cosa	(o	persona)	capaz	de	chasquear	al	peor	monstruo	de	la
infancia:	ser	responsable	(también	conocido	como	portarse	de	acuerdo	con	la
edad	de	uno	o	madurar).	Entonces	era	muy	natural	reemplazar	este	monstruo
por	una	deliciosa	hornada	de	otros	monstruos:	el	hombre	lobo,	el	vampiro,	el
fantasma,	el	espíritu	de	los	alaridos,	el	horror	del	sótano,	el	horror	del
desván…	Muchas	veces	mis	amigos	y	yo	salíamos	del	cine	riendo,	caminando
con	las	piernas	muy	rígidas	o	fingiendo	que	llevábamos	largas	capas	negras	y
enseñando	los	colmillos	a	las	chicas	que	pasaban.
Pero	con	la	misma	seguridad	que	la	caricatura	sigue	al	primer	artículo
importante,	también	había	una	noche	del	sábado.	En	la	cama.	Solo.	Sumido
en	el	sueño	del	inocente	hasta	que	algo	me	despertaba.	Me	despertaba	con
tanta	fuerza,	de	hecho,	que	lo	pasaba	muy	mal	para	volverme	a	dormir.	Y	a
menudo	precisaba	los	tranquilizadores	servicios	de	mis	padres	para
asegurarme	que	yo,	sin	ninguna	duda,	vería	el	próximo	amanecer.
Podría	creerse	que	muchos	años	así	debieron	curarme	de	Karloff,	Lugosi,
Zucco	y	todos	los	demás,	pero	no	fue	así.	Y	tampoco	fue	así	para	ninguno	de
mis	amigos,	aunque	nadie	quisiera	admitir	las	pesadillas	que	seguían	a	la
sesión	de	tarde	del	sábado.	Lo	único	que	sabíamos	era	esto:	las	películas	nos
divertían.	No	cuando	soñábamos,	sino	cuando	las	contábamos.	Al	fin	y	al
cabo,	por	eso	principalmente	íbamos	a	verlas:	para	asustarnos	entonces	y
para	asustarnos	más	tarde.
Desde	entonces	el	Monstruo	ya	me	ha	atrapado,	en	general.	He	madurado,	he
aceptado	cierta	dosis	de	responsabilidad	acá	y	allá	y,	en	ocasiones,	me	porto
de	acuerdo	con	mi	edad	(sea	cual	sea	el	maldito	significado	de	la	expresión).
Por	otra	parte,	también	escribo	y	hago	recopilaciones	como	ésta,	libros	que,	si
todo	va	bien,	de	vez	en	cuando	ofrecen	a	los	lectores	una	buena	dosis	de
escalofríos,	temblores	y	aullidos	verdaderos.	En	el	fondo,	para	ser	sinceros,
no	somos	tan	maduros.	El	miedo	que	tenemos	ahora	no	es	el	mismo	que
cuando	éramos	niños,	pero	es	miedo	de	todos	modos.	Nos	hace	sudar	las
palmas	de	las	manos,	nos	produce	pesadillas	y	a	veces	tiene	la	fuerza
suficiente	para	alterar	nuestro	carácter.
El	miedo	es	ahora,	como	entonces	real	.
¿Por	qué,	pues,	leemos	relatos	de	terror?
Porque	usted	puede	dejar	este	libro,	apartarse	de	él,	cerrarlo	bruscamente
con	la	certeza	de	que	las	cosas	horribles	que	suceden	a	la	gente	en	estas
páginas	no	pueden	sucederle.	Lo	que	hay	en	estas	páginas	no	existe.
No	obstante,	creo	que	de	todos	modos	es	divertido	flirtear	con	el	miedo,
entregarse	a	él	de	vez	en	cuando,	y	si	nos	afecta	más	que	cuando	éramos
niños…,	bien,	es	el	riesgo	de	la	pesadilla,	¿no?	Ahí	interviene	la	diversión.
Y	para	estar	seguros	de	que	estos	autores	no	han	perdido	el	tiempo,	ellos
exigen	al	lector	únicamente	una	cosa	(aparte	de	una	habitación	en	penumbra,
viento	frío	y	un	cristal	que	vibra	amilanadoramente	en	la	ventana):	del	mismo
modo	que	una	película	con	diez	asesinatos	gráficos	y	a	todo	color	tiende	a
entumecer	la	mente	y	produce	poca	cosa	más	que	bostezos,	leer	veinte	o	más
cuentos	seguidos	es	aburrido	y	acaba	siendo	frustrante.	A	los	escritores
reunidos	aquí	no	les	importa	en	absoluto	la	velocidad	del	tráfico	en	la	calle
del	lector;	lo	único	que	piden	es	la	oportunidad	de	lograr	lo	que	usted	desea
de	ellos:	horrorizarlo,	aterrorizarlo	o	darle	una	simple	dosis	de	nerviosa
ansiedad.
Estos	relatos	son	diversamente	gráficos,	sosegados,	orientados	hacia	lo
sobrenatural,	encauzados	hacia	lo	psicológico.	Algunos	son	cachiporras,	y
otros	cuchillas	de	afeitar.	Algunos	exigirán	de	usted	más	trabajo	que	otros,	y
algunos	ejercerán	su	efecto	más	de	una	vez,	como	el	impacto	de	un	potente
veneno	que	entra	en	su	organismo…	y	el	regusto	que	deja.
Todos	ellos,	no	obstante,	pretenden	hacer	recordar	pesadillas.
Y	tarde	o	temprano	usted	puede	toparse	con	una	de	las	suyas.
Naturalmente,	mientras	las	luces	sigan	encendidas	y	usted	no	crea	ni	por	un
momento	en	todas	estas	cosas,	puede	estar	tranquilo.	Ese	Monstruo	de	la
infancia	lo	ha	atrapado	y	transformado,	y	usted	puede	enfrentarse	a	casi	todo
en	la	actualidad,	en	especial	a	cuentos	que	no	pasan	de	morder	un	poquito	en
su	imaginación,	agitar	un	poco	las	sombras	que	usted	estaba	seguro	de	que
habían	desaparecido	en	cuanto	salió	el	sol…
Usted	se	atreve	a	todo.
Que	duerma	bien.
CHARLES	L.	GRANT
Newton,	Nueva	Jersey,	EEUU
Algo	repelente
WILLIAM	F.	NOLAN
Los	adultos	parecen	encontrar	maravillosos	deleites	atormentando	a	los	niños
hasta	hacerlos	llorar	o	sufrir	pesadillas,	sobre	todo	recurriendo	directamente
a	lo	que	saben	asustará	más	a	los	chicos.	Quizá	sea	una	reacción	a	sus
experiencias	antes	de	«madurar»,	o	tal	vez	se	trate	de	otra	cosa	peor…,	algo
básico.
William	F.	Nolan,	residente	en	California,	ha	editado,	escrito	y	colaborado	en
decenas	de	libros	con	temas	que	van	desde	lo	macabro	hasta	las	emociones
de	las	carreras	automovilísticas,	o	su	reciente	biografía	de	Steve	McQueen.
También	ha	escrito	guiones	para	el	cine	y	la	televisión.
—¿Aún	no	te	has	duchado,	Janey?
Era	la	voz	de	su	madre	en	la	planta	baja,	que	flotaba	como	el	humo	hacia	ella,
apenas	audible	desde	su	cama.
Más	fuerte	en	ese	momento,	insistente.
—¡Janey!	¡Contesta!
Se	levantó,	se	estiró	como	una	gata,	salió	al	pasillo,	al	rellano,	donde	su
madre	pudiera	oírla.
—Estaba	leyendo.
—Pero	si	te	dije	que	tío	Gus	vendría	esta	tarde.
—Le	odio	—dijo	Janey	en	voz	baja.
—Estás	murmurando.	No	te	entiendo.	—Frustración.	Enojo	y	frustración—.
Baja	ahora	mismo.
Cuando	Janey	llegó	al	pie	de	la	escalera,	la	imagen	de	su	madre	ondeaba
como	el	agua.	La	pequeña	cerró	y	abrió	los	ojos	con	rapidez,	esforzándose	en
despejar	sus	lacrimosos	ojos.
La	madre	de	Janey	se	alzaba	ante	ella,	alta,	voluminosa	y	perfumada	con	su
satinado	vestido	veraniego.
Mamá	siempre	parece	bonita	cuando	viene	tío	Gus.
—¿Por	qué	lloras?
El	enfado	había	cedido	el	paso	a	la	preocupación.
—Porque	sí	—dijo	Janey.
—¿Por	qué?
—Porque	no	quiero	hablar	con	tío	Gus.
—¡Pero	si	él	te	adora!	Viene	especialmente	a	verte.
—No,	no	es	verdad	—dijo	Janey	mientras	se	frotaba	la	mejilla	con	su	puñito—.
No	me	adora,	y	no	viene	especialmente	a	verme.	Viene	a	pedir	dinero	a	papá.
Su	madre	se	sobresaltó.
—¡Es	espantoso	que	digas	eso!
—Pero	es	verdad.	¿A	que	sí?
—A	tu	tío	Gus	lo	hirieron	en	la	guerra	y	no	puede	hacer	un	trabajo	normal.
Hacemos	lo	que	podemos	para	ayudarle.
—Yo	nunca	le	he	gustado	—contestó	Janey—.	Dice	que	hago	mucho	ruido.	Y
nunca	me	deja	jugar	con	«Bigotes»	cuando	está	aquí.
—Eso	es	porque	los	gatos	le	fastidian.	No	está	acostumbrado	a	ellos.	No	le
gustan	las	cosas	con	pelo.	—La	mujer	tocó	el	cabello	de	Janey.	Oro	blando—.
¿Recuerdas	ese	ratón	que	trajiste	la	Navidad	pasada,	qué	nervioso	puso	a	tío
Gus…?	¿Te	acuerdas?
—«Pete»	era	muy	listo	—dijo	Janey—.	No	legustaba	tío	Gus,	igual	que	a	mí.
—A	los	ratones	ni	les	gusta	ni	les	disgusta	la	gente	—le	explicó	su	madre—.
No	tienen	bastante	inteligencia	para	eso.
Janey	meneó	tercamente	la	cabeza.
—«Pete»	era	muy	inteligente.	Encontraba	el	queso	en	cualquier	parte	de	mi
cuarto,	aunque	estuviera	muy	escondido.
—Eso	está	relacionado	con	el	sentido	básico	del	olfato,	no	con	la	inteligencia
—dijo	su	madre—.	Pero	estamos	perdiendo	el	tiempo,	Janey.	Sube	corriendo,
dúchate	y	ponte	tu	bonito	vestido	nuevo,	el	de	lunares	rojos.
—Son	fresas.	Tiene	fresitas	rojas	en	la	tela.
—Estupendo.	Ahora	obedece.	Gus	llegará	pronto	y	quiero	que	mi	hermano	se
sienta	orgulloso	de	su	sobrina.
Con	la	rubia	cabeza	gacha	y	arrastrando	los	taloncitos	en	cada	escalón,	Janey
subió	la	escalera.
—No	hablaré	de	esto	a	tu	padre	—estaba	diciendo	su	madre,	y	la	voz	iba
apagándose	conforme	la	pequeña	seguía	subiendo—.	Sólo	le	diré	que	te	has
dormido.
—No	me	importa	lo	que	le	digas	a	papá	—murmuró	Janey.
Las	palabras	desaparecieron	como	humo	en	el	pasillo	mientras	la	niña	se
dirigía	a	su	habitación.
Papá	creía	todo	lo	que	le	decía	mamá.	Siempre.	A	veces	era	verdad,	lo	de
dormir	más	de	la	cuenta.	Era	difícil	despertar	de	la	siesta.	Porque	yo	no
quiero	irme	a	dormir.	Porque	lo	odio	.	Igual	que	comer	brócoli,	tomar	pastillas
de	vitaminas	en	forma	de	animalitos	de	colores,	visitar	al	dentista	y	subir	en
las	montañas	rusas.
Tío	Gus	la	había	llevado	a	una	montaña	rusa,	altísima	y	pavorosa,	el	último
verano,	y	Janey	había	vomitado.	A	él	le	gustaba	ponerla	nerviosa,	asustarla.
Mamá	no	sabía	cuántas	veces	le	decía	cosas	espantosas	tío	Gus,	o	le	hacía
bromas	pesadas,	o	la	llevaba	a	sitios	que	a	ella	no	le	gustaban.
Mamá	la	dejaba	a	solas	con	él	mientras	iba	a	comprar,	y	Janey	aborrecía
totalmente	estar	en	la	vieja	y	oscura	casa	de	tío	Gus.	Él	sabía	que	la	oscuridad
la	asustaba.	Se	sentaba	delante	de	ella	con	las	luces	apagadas,	le	explicaba
historias	fantasmales,	llenas	de	detalles	tenebrosos	y	atroces,	y	su	voz	era
empalagosa	y	horrible.	Janey	se	espantaba	tanto	cuando	escuchaba	a	su	tío
que	a	veces	acababa	llorando.
Y	las	lágrimas	hacían	sonreír	a	tío	Gus.
—Gus.	¡Siempre	es	una	alegría	verte!
—Hola,	hermanita.
—Pasa.	Jim	está	holgazaneando	por	ahí.	He	preparado	una	cena	buenísima.
Pavo	troceado.	Y	he	hecho	tortas	de	maíz.
—¿Y	dónde	está	mi	sobrina	favorita?
—Janey	bajará	en	cualquier	momento.	Llevará	su	nuevo	vestido…	sólo	para	ti.
—Bien,	vaya;	eso	es	magnífico.
Janey	estaba	observando	en	lo	alto	de	la	escalera,	tumbada	en	el	suelo	para
que	no	la	vieran.	Qué	rabia	le	daba	ver	a	mamá	abrazando	a	tío	Gus	de
aquella	forma,	siempre	que	venía,	como	si	hubieran	pasado	años	desde	la
última	visita.	¿Por	qué	mamá	no	se	daba	cuenta	de	lo	malvado	que	era	tío
Gus?	Todos	los	amigos	de	la	clase	de	Janey	habían	comprendido	que	él	era
una	mala	persona	el	primer	día	que	la	llevó	al	colegio.	Los	niños	suelen	saber
inmediatamente	cómo	es	una	persona.	Igual	que	aquel	viejo	miserable,	el
señor	Kruger,	de	geografía,	que	obligaba	a	Janey	a	quedarse	en	clase	cuando
olvidaba	hacer	los	deberes.	Todos	los	niños	sabían	que	el	señor	Kruger	era
espantoso.	¿Por	qué	los	adultos	tardaban	tanto	tiempo	en	comprender	las
cosas?
Janey	se	deslizó	hacia	atrás	en	las	sombras	del	pasillo.	Se	levantó.	Tenía	que
bajar…	con	la	ropa	de	estar	por	casa.	Eso	significaría	seguramente	una	zurra
en	cuanto	se	marchara	tío	Gus,	pero	valía	la	pena	a	cambio	de	no	tenerse	que
poner	el	vestido	nuevo	en	su	honor.	Las	zurras	no	hacían	demasiado	daño.
Valía	la	pena.
—¡Vaya,	aquí	está	mi	princesita!	—Tío	Gus	estaba	levantándola	por	el	aire,
muy	fuerte,	para	marearla.	Ya	sabía	que	ella	odiaba	los	zarandeos.	La	dejó	en
el	suelo	con	un	ruido	sordo.	La	miró	con	sus	crueles	ojazos—.	¿Y	dónde	está
ese	bonito	vestido	nuevo	de	que	me	hablaba	tu	mamá?
—Se	me	ha	roto	—dijo	Janey,	con	la	mirada	fija	en	la	alfombra—.	No	puedo
ponérmelo	hoy.
Su	madre	volvió	a	enfadarse.
—Eso	no	es	verdad,	señorita,	¡y	tú	lo	sabes!	Planché	ese	vestido	por	la
mañana	y	está	perfecto.	—Señaló	arriba—.	¡Sube	otra	vez	a	tu	cuarto	y	ponte
ese	vestido!
—No,	Maggie.	—Gus	sacudió	la	cabeza—.	Deja	a	la	niña	tal	como	está.	Tiene
muy	buen	aspecto.	Vamos	a	cenar.	—Pinchó	el	estómago	de	Janey	con	un
dedo—.	Apuesto	a	que	esa	barriguita	tuya	se	muere	de	ganas	de	probar	un
poco	de	pavo.
Y	tío	Gus	fingió	que	reía.	A	Janey	no	la	engañaba	nunca;	ella	sabía	distinguir
las	risas	verdaderas	de	las	fingidas.	Pero	mamá	y	papá	jamás	parecían	notar
la	diferencia.
La	madre	de	Janey	suspiró	y	sonrió	a	Gus.
—De	acuerdo,	lo	pasaré	por	alto	esta	vez…	Pero	creo	que	la	mimas
demasiado.
—Tonterías.	Janey	y	yo	nos	entendemos	muy	bien.	—Miró	fijamente	a	la
pequeña—.	¿No	es	cierto,	guapa?
La	cena	no	fue	divertida.	Janey	no	pudo	acabar	el	puré	de	patata,	y	sólo	probó
el	pavo.	Nunca	podía	disfrutar	con	la	comida	si	su	tío	estaba	presente.	Como
de	costumbre,	su	padre	apenas	se	dio	cuenta	de	que	ella	estaba	en	la	mesa.	Él
no	se	preocupó	en	saber	si	llevaba	puesto	el	vestido	nuevo.	Mamá	se	ocupaba
de	esas	cosas,	y	papá	de	su	trabajo,	fuera	cual	fuese.	Janey	no	había
averiguado	nunca	qué	hacía,	pero	él	se	iba	todos	los	días	a	cierta	oficina
desconocida	para	ella	y	ganaba	dinero	suficiente,	por	lo	que	siempre	podía
dar	algo	a	tío	Gus	cuando	mamá	le	pedía	un	cheque.
Ese	día	era	domingo	y	papá	estaba	en	casa	para	leer	el	enorme	periódico,
limpiar	el	coche	y	podar	el	césped.	Hacía	las	mismas	cosas	todos	los
domingos.
¿Me	quiere	papá?	Sé	que	mami	me	quiere,	aunque	a	veces	me	zurre.	Pero	ella
siempre	me	abraza	después.	Papá	nunca	me	abraza.	Me	compra	helados	y	me
lleva	al	cine	los	sábados	por	la	tarde,	pero	no	creo	que	me	quiera.
Por	eso	ella	nunca	podría	decirle	la	verdad	sobre	tío	Gus.	Papá	no	le	haría
caso.
Y	mamá,	simplemente,	no	lo	entendía.
Después	de	la	cena,	tío	Gus	agarró	firmemente	de	la	mano	a	Janey	y	la	llevó	al
patio.	Después	la	hizo	sentar	cerca	de	él	en	la	gran	mecedora	de	madera.
—Apostaría	a	que	tu	vestido	nuevo	es	feo	—dijo	con	frialdad.
—No.	¡Es	bonito!
La	aflicción	de	la	niña	complació	a	tío	Gus.	Se	agachó,	acercó	los	labios	a	la
oreja	derecha	de	Janey.
—¿Quieres	saber	un	secreto?
Janey	contestó	que	no	con	la	cabeza.
—Quiero	volver	con	mamá.	No	me	gusta	estar	aquí.
Janey	se	dispuso	a	alejarse,	pero	él	la	agarró,	la	atrajo	con	brusquedad	hacia
la	mecedora.
—Presta	atención	cuando	te	hablo.	—Sus	ojos	chispeaban—.	Voy	a	contarte	un
secreto…	De	ti	misma.
—Pues	cuéntamelo.
Gus	sonrió.
—Tienes	una	cosa	dentro.
—¿Y	eso	qué	quiere	decir?
—Quiere	decir	que	hay	algo	muy	dentro	de	tu	asqueroso	estomaguito.	¡Y	está
vivo!
—¿Eh?	—Janey	parpadeó:	empezaba	a	tener	miedo.
—Una	criatura.	Que	vive	de	lo	que	tú	comes,	que	respira	el	aire	que	tú
respiras,	y	que	ve	gracias	a	tus	ojos.	—Acercó	la	cara	de	la	niña	a	la	suya—.
Abre	la	boca,	Janey,	para	que	yo	pueda	mirar	y	ver	qué	cosa	vive	ahí	abajo…
—¡No,	no	quiero!	—Se	retorció	para	intentar	soltarse,	pero	él	era	muy	fuerte
—.	¡Mientes!	¡Estás	contándome	una	mentira	horrible!	¡Mientes!
—Ábrela	bien	—dijo,	e	hizo	fuerza	en	la	mandíbula	de	la	niña	con	los	dedos	de
su	mano	derecha	hasta	que	la	boca	se	abrió—.	Ah,	así	está	mejor.	Vamos	a
ver…	—Escudriñó	el	interior	de	la	boca—.	Sí,	ahí.	¡Ahora	lo	veo!
Janey	se	echó	hacia	atrás,	con	los	ojos	muy	abiertos,	francamente	alarmada.
—¿Cómo	es?
—¡Repelente!	¡Espantosa!	Con	unos	dientes	muy	afilados.	Una	rata	diría	yo.	O
algo	parecido	a	una	rata.	Larga,	gris	y	gorda.
—¡Yo	no	tengo	eso!	¡No!
—Oh,	claro	que	sí,	Janey.	—Su	voz	era	empalagosa—.	He	visto	brillar	sus	ojos
rojos	y	he	visto	su	larga	cola.	Está	ahí	dentro,	sí.	Algo	repelente.
Y	se	echó	a	reír.	Esta	vez	de	verdad.	No	era	una	risa	fingida.	Tío	Gus	estaba
divirtiéndose.
Janey	sabía	que	él	sólo	pretendía	asustarla	una	vez	más…,	pero	no	estaba
completamente	segura	respecto	a	la	cosa	que	llevaba	dentro.	Quizás	él	había
visto	algo.
—¿Hay…	otras	personas	con…	criaturas…	que	viven	dentro	de	ellas?
—Depende	—dijo	tío	Gus—.	Las	criaturas	malas	viven	dentro	de	las	personas
malas.	Las	niñasbuenas	no	tienen	ninguna.
—¡Yo	soy	buena!
—Bueno,	eso	es	cuestión	de	opinión,	¿no	crees?	—Su	voz	era	dulce	y
desagradable—.	Si	fueras	buena	no	tendrías	una	cosa	repelente	viviendo
dentro	de	ti.
—No	te	creo	—dijo	Janey,	que	respiraba	con	dificultad—.	¿Cómo	puede	ser
verdad?
—Las	cosas	son	reales	cuando	la	gente	cree	en	ellas.	—Encendió	un	largo
cigarrillo	negro,	aspiró	el	humo	y	lo	expulsó	con	lentitud—.	¿Has	oído	hablar
del	vudú,	Janey?
La	niña	meneó	la	cabeza.
—Funciona	así:	un	brujo	maldice	a	una	persona	haciendo	un	muñeco	y
hundiendo	una	aguja	en	el	corazón	del	muñeco.	Luego	deja	el	muñeco	en	la
casa	del	hombre	maldito.	Cuando	el	hombre	lo	ve	se	asusta	mucho.	Convierte
en	real	la	maldición	al	creer	en	ella.
—¿Y	luego	qué	pasa?
—Su	corazón	deja	de	funcionar	y	muere.
Janey	notó	que	su	corazón	latía	muy	deprisa.
—Tienes	miedo,	¿verdad,	Janey?
—Puede	que…	un	poco.
—Claro	que	tienes	miedo.	—Rió	entre	dientes—.	Y	es	lógico…,	¡con	una	cosa
así	dentro	de	ti!
—¡Eres	un	hombre	malo	y	muy	cruel!	—le	dijo	Janey,	con	los	ojos	nublados
por	las	lágrimas.
Y	regresó	corriendo	a	la	vivienda.
Esa	noche,	en	su	cuarto,	Janey	permanecía	sentada	en	la	cama,	rígida,
abrazando	a	«Bigotes».	Al	gato	le	gustaba	entrar	allí	por	la	noche	y
acurrucarse	en	la	colcha,	a	los	pies	de	la	niña,	para	dormitar	hasta	el
amanecer.	Era	un	plácido	gato	doméstico,	gris	y	negro,	que	jamás	se	quejaba
de	nada	y	siempre	contestaba	con	un	«miau»	de	alegría	cuando	Janey	lo	cogía
para	acariciarlo.	Después	ronroneaba.
Esa	noche	«Bigotes»	no	ronroneaba.	Captaba	las	ásperas	vibraciones	de	la
habitación,	captaba	el	nerviosismo	de	Janey.	El	animal	se	estremeció	inquieto
en	los	brazos	de	la	pequeña.
—Tío	Gus	me	ha	mentido,	¿verdad,	«Bigotes»?	—La	voz	de	la	niña	reflejaba
tensión,	incertidumbre—.	Míralo…	—Acercó	más	al	gato—.	No	hay	nada	ahí,
¿verdad?
Y	abrió	la	boca	para	demostrar	a	su	amigo	que	ninguna	rata	vivía	allí.	Si	había
una	rata,	el	viejo	«Bigotes»	metería	una	pata	para	cazarla.	Pero	el	gato	no
reaccionó.	Se	limitó	a	cerrar	y	abrir	sus	rasgados	ojos	verdes.
—Lo	sabía	—dijo	Janey,	enormemente	aliviada—.	Si	yo	no	creo	que	esté	ahí,
no	está	.
Poco	a	poco	relajó	los	tensos	músculos	de	su	cuerpo…,	y	«Bigotes»,	al
percibir	el	cambio,	empezó	a	ronronear:	un	suave	y	tranquilizador	sonido	de
motor	en	la	noche.
Todo	estaba	bien.	Ninguna	criatura	de	ojos	rojos	existía	en	su	barriguita.	De
pronto	la	niña	se	sintió	agotada.	Era	tarde,	y	por	la	mañana	tenía	que	ir	al
colegio.
Janey	se	deslizó	bajo	la	sábana	y	cerró	los	ojos	tras	soltar	a	«Bigotes»,	que	se
alejó	silenciosamente	hacia	su	habitual	rincón	de	la	cama.
Janey	tenía	muchas	cosas	que	contar	a	sus	amigos.
Era	jueves,	un	día	que	Janey	solía	odiar.	Un	jueves	sí	y	otro	no,	su	madre	iba
de	compras	y	la	dejaba	cenando	con	tío	Gus	en	la	casona	encantada	de	éste,
con	los	postigos	bien	cerrados	para	que	no	entrara	el	sol,	y	las	sombras
llenando	todos	los	pasillos.
Pero	ese	jueves	iba	a	ser	distinto,	y	Janey	no	se	preocupó	cuando	su	madre	se
marchó	y	la	dejó	sola	con	su	tío.	Esta	vez,	pensó	la	niña,	no	iba	a	tener	miedo.
Soltó	una	risita.
¡Hasta	podía	divertirse!
Tras	ponerle	un	plato	de	sopa	delante,	tío	Gus	le	preguntó	cómo	se
encontraba.
—Bien	—dijo	Janey	tranquilamente,	con	los	ojos	bajos.
—Entonces	podrás	apreciar	la	sopa.	—Sonrió,	tratando	de	que	su	apariencia
fuera	agradable—.	Es	una	receta	especial.	Pruébala.
Janey	se	metió	una	cucharada	en	la	boca.
—¿A	qué	sabe?
—Un	poco	ácida.
Gus	meneó	la	cabeza	mientras	probaba	la	sopa.
—Ummm…	Deliciosa.	—Hizo	una	pausa—.	¿Sabes	de	qué	está	hecha?
Janey	contestó	que	no	con	la	cabeza.
Gus	sonrió	y	se	inclinó	hacia	la	niña	al	otro	lado	de	la	mesa.
—Es	sopa	de	ojos	de	búho.	Hecha	con	ojos	de	búho	muerto.	Machacados	y
recién	extraídos	para	ti.
Janey	sostuvo	la	mirada	de	su	tío.
—Quieres	que	devuelva,	¿verdad,	tío	Gus?
—Dios	mío,	no,	Janey.	—Había	un	empalagoso	deleite	en	su	voz—.	Pensaba
que	te	gustaría	saber	qué	estabas	tragando.
Janey	apartó	su	plato.
—No	voy	a	vomitar	porque	no	te	creo.	Y	cuando	no	crees	una	cosa,	no	es	real.
Gus	la	miró	ceñudamente	mientras	terminaba	la	sopa.
Janey	sabía	que	él	planeaba	contarle	otra	espantosa	historia	de	fantasmas
después	de	comer,	pero	no	estaba	nerviosa.	No	lo	estaba.
No	lo	estaba	porque	no	habría	sobremesa	para	tío	Gus.
Había	llegado	el	momento	de	su	sorpresa.
—Tengo	algo	que	decirte,	tío	Gus.
—Pues	dímelo.
Su	voz	era	aguda	y	desagradable.
—Todos	mis	amigos	del	colegio	saben	lo	del	animal	que	está	dentro.
Hablamos	mucho	de	eso,	y	ahora	todos	lo	creemos.	Tiene	ojos	rojos…	Es	muy
peludo	y	huele	mal.	Y	tiene	muchísimos	dientes	afilados.
—Naturalmente	que	sí	—dijo	Gus,	con	el	rostro	iluminado	por	las	palabras	de
la	niña—.	Y	siempre	tiene	hambre.
—Pero	¿a	qué	no	sabes	una	cosa?	—prosiguió	Janey—.	¡Sorpresa!	No	está
dentro	de	mí,	tío	Gus…	¡Está	dentro	de	ti!
Gus	la	miró	coléricamente.
—Eso	no	es	nada	divertido,	pequeña	zorra.	No	intentes	dar	la	vuelta	a	las
cosas	y	fingir	que…
Se	detuvo	sin	acabar	la	frase,	y	mientras	la	cuchara	caía	con	estrépito	al
suelo,	se	levantó	de	repente.	Tenía	la	cara	enrojecida,	como	a	punto	de
asfixiarse.
—Y	ahora	quiere	salir	—dijo	Janey.
Gus	dobló	el	cuerpo	sobre	la	mesa,	aferrándose	el	estómago	con	las	manos.
—Llama…	Llama	al…	médico	—dijo	jadeante.
—Un	médico	no	servirá	de	nada	—contestó	satisfecha	Janey—.	Nada	sirve	ya
de	nada.
Janey	siguió	tranquilamente	a	su	tío	mientras	masticaba	una	manzana.	Le	vio
tambalearse	y	caer	ante	la	puerta,	le	vio	agitarse,	con	los	ojos	desorbitados
por	el	pánico.
Janey	se	detuvo	junto	a	tío	Gus	y	le	miró	el	estómago	bajo	la	camisa	blanca.
Algo	abultaba	allí.
Gus	lanzó	un	grito.
Más	tarde,	esa	noche,	sola	en	su	cuarto,	Janey	apretó	a	«Bigotes»	contra	su
pecho	y	musitó	en	la	temblorosa	oreja	de	su	gatito:
—Mamá	ha	llorado	—explicó	al	animal—.	Está	muy	triste	por	lo	que	le	pasó	a
tío	Gus.	¿Estás	triste	tú,	«Bigotes»?
El	gato	abrió	la	boca	y	dejó	ver	sus	afilados	y	blancos	dientes.
—No	lo	había	pensado…	Eso	es	porque	tío	Gus	te	gustaba	tanto	como	a	mí,
¿verdad?
Abrazó	al	gato.
—¿Quieres	saber	un	secreto,	«Bigotes»?
El	gato	cerró	y	abrió	los	ojos	tranquilamente,	y	empezó	a	ronronear.
—¿Sabes,	ese	viejo	malo	del	colegio…,	el	señor	Kruger?	Bueno,	¿sabes	qué?	—
Sonrió—.	Yo	y	los	otros	niños	pensamos	hablar	con	él	mañana	para	decirle
que	tiene	algo	dentro…
Janey	se	estremeció	de	placer.
—¡Algo	repelente!
Y	se	rió	como	una	tonta.
El	patio	trasero	de	Canavan
JOSEPH	PAYNE	BRENNAN
La	mejor	fantasía	siniestra	trata,	como	cualquier	buena	literatura,	de	lo	real,
del	presente,	del	mundo	que	todos	conocemos.	La	diferencia,	por	supuesto,	es
el	giro	que	da	el	autor	a	lo	que	creíamos	conocer,	a	lo	que	nos	resultaba
agradable.	Ese	giro	no	ha	de	ser	por	fuerza	dislocador;	sólo	precisa	hacer	que
las	cosas	parezcan	ligeramente	descompuestas.
Joseph	Payne	Brennan	es	uno	de	los	maestros	de	la	fantasía	siniestra,	sin
ninguna	duda.	Sus	relatos	cortos	han	preparado	el	terreno	para	que	todos
nosotros	trabajemos	en	el	campo	actualmente,	y	el	cuento	que	sigue	ha
resistido	el	paso	del	tiempo	de	tal	modo	que	puede	considerársele	un	clásico
con	pleno	derecho.
Conocí	a	Canavan	hace	veinte	años,	poco	después	de	que	él	abandonara
Londres.	Era	anticuario	y	aficionado	a	los	libros	antiguos.	Fue	muy	natural
que	inaugurara	una	tienda	de	libros	de	segunda	mano	tras	establecerse	en
New	Haven.
Dado	que	su	pequeño	capital	no	le	permitía	alquilar	un	local	en	el	centro	de	la
ciudad,	Canavan	alquiló	como	tienda	y	vivienda	al	mismo	tiempo	una	casa
vieja	y	aislada	casi	en	las	afueras	de	la	urbe.	La	zona	se	hallaba	escasamente
habitada,	pero	como	un	buen	porcentaje	del	material	usado	por	Canavan
llegaba	por	correo,	el	problema	no	tenía	particular	importancia.
Muy	a	menudo,	tras	una	mañana	pasada	ante	la	máquina	de	escribir,	yo	iba	a
la	tienda	de	Canavan	y	dedicaba	gran	parte	de	la	tarde	a	hojear	los	viejos
libros.	Encontraba	en	ello	gran	placer,	en	especial	porque	Canavan	jamás
recurría	a	métodos	enérgicos	para	lograr	unaventa.	Él	conocía	mi	precaria
situación	financiera,	nunca	se	enfadaba	si	me	iba	con	las	manos	vacías.
De	hecho,	Canavan	parecía	alegrarse	con	mi	simple	compañía.	Pocos
compradores	visitaban	con	regularidad	su	tienda,	y	creo	que	estaba	solo	con
frecuencia.	A	veces,	cuando	el	negocio	iba	mal,	preparaba	una	tetera	de	té
inglés	y	los	dos	permanecíamos	sentados	durante	horas,	bebiendo	y	hablando
de	libros.
Canavan	incluso	tenía	la	apariencia	de	un	vendedor	de	libros	antiguos…,	o	la
caricatura	popular	de	uno	de	ellos.	Era	menudo	de	cuerpo,	un	poco
encorvado,	y	sus	ojos	azules	observaban	detrás	de	unos	arcaicos	anteojos	con
bordes	de	acero	y	rectos	cristales.
Aunque	dudo	que	sus	ingresos	anuales	igualaran	alguna	vez	los	de	un	buen
empapelador,	se	las	arreglaba	para	«ir	tirando»	y	era	feliz.	Es	decir,	feliz
hasta	que	empezó	a	observar	su	patio	trasero.
Detrás	de	la	vieja	y	destartalada	casa	en	la	que	vivía	y	se	ocupaba	de	su
negocio,	se	extendía	un	largo	y	desolado	patio	cubierto	de	zarzas	y	leonada
hierba	alta.	Varios	manzanos	muertos,	mellados	y	negros	a	causa	de	la
podredumbre,	realzaban	el	aspecto	depresivo	de	la	escena.	Las	vallas	rotas	de
madera	a	ambos	lados	del	patio	estaban	prácticamente	devoradas	por	la
maraña	de	hierba	áspera.	Parecían	hundirse	literalmente	en	la	tierra.	En
conjunto,	el	patio	ofrecía	una	imagen	anormalmente	depresiva,	y	yo	solía
extrañarme	de	que	Canavan	no	limpiara	el	lugar.	Pero	el	problema	no	me
incumbía;	jamás	lo	mencioné.
Una	tarde	que	visité	la	tienda,	Canavan	no	se	hallaba	en	la	habitación	donde
exponía	los	libros,	por	lo	que	recorrí	un	estrecho	pasillo	hasta	llegar	a	un
almacén	donde	a	veces	trabajaba	él,	haciendo	y	deshaciendo	paquetes	de
libros.	Al	entrar	en	el	almacén,	Canavan	se	hallaba	de	pie	ante	la	ventana,
contemplando	el	patio	trasero.
Me	dispuse	a	hablar	y,	por	alguna	razón,	no	lo	hice.	Creo	que	lo	que	me
detuvo	fue	la	expresión	de	Canavan.	Estaba	mirando	el	patio	con	una
concentración	peculiar,	como	si	lo	absorbiera	por	completo	algo	que	veía	allí.
Diversas	y	conflictivas	emociones	se	revelaban	en	sus	tensas	facciones.
Parecía	fascinado	y	asustado,	atraído	y	repelido	al	mismo	tiempo.	Cuando	por
fin	reparó	en	mí,	casi	dio	un	brinco.	Me	miró	fijamente	un	momento,	como	si
yo	fuera	un	desconocido.
Después	reapareció	su	típica	y	natural	sonrisa,	y	sus	ojos	azules	chispearon
tras	los	rectos	cristales.	Sacudió	la	cabeza.
—Ese	patio	mío	es	extraño	algunas	veces.	Lo	miras	mucho	tiempo,	¡y	crees
que	se	extiende	varios	kilómetros!
Eso	fue	lo	único	que	comentó	entonces,	y	yo	no	tardé	en	olvidarlo.	No	sabía
que	iba	a	ser	sólo	el	principio	del	horrible	asunto.
Después	de	eso,	siempre	que	visitaba	la	granja	encontraba	a	Canavan	en	el
almacén.	De	vez	en	cuando	estaba	trabajando,	pero	casi	siempre	se	hallaba
de	pie	ante	la	ventana,	mirando	su	deprimente	patio.
A	veces	permanecía	allí	varios	minutos	sin	reparar	en	mi	presencia.	Lo	que
veía,	fuera	lo	que	fuese,	cautivaba	toda	su	atención.	En	tales	ocasiones	su
rostro	mostraba	una	expresión	de	espanto	mezclada	con	una	ansiedad	extraña
y	placentera.	Normalmente	yo	tenía	que	toser	o	arrastrar	los	pies	para	que	él
se	apartara	de	la	ventana.
Después,	al	hablar	de	libros,	Canavan	parecía	recobrar	su	antigua
personalidad,	pero	yo	empecé	a	experimentar	la	desconcertante	sensación	de
que	mientras	él	charlaba	sobre	incunables	sus	pensamientos	continuaban
centrados	en	aquel	patio	infernal.
En	diversas	ocasiones	pensé	en	preguntarle	por	el	patio,	pero	cuando	las
palabras	estaban	en	la	punta	de	mi	lengua,	una	sensación	de	vergüenza	me
impedía	pronunciarlas.	¿Cómo	reprender	a	un	hombre	por	mirar	por	la
ventana	el	patio	trasero	de	su	casa?	¿Qué	decir	y	cómo	decirlo?
Guardé	silencio.	Más	tarde	lo	lamenté	amargamente.
El	negocio	de	Canavan,	nunca	floreciente,	empezó	a	empeorar.	Y	un	detalle
peor,	el	librero	parecía	decaer	físicamente.	Se	encorvó	y	demacró	más.
Aunque	sus	ojos	jamás	perdían	su	agudo	centelleo,	acabé	pensando	que	el
brillo	se	debía	más	a	la	fiebre	que	al	saludable	entusiasmo	que	los	animaba.
Una	tarde,	cuando	entré	en	la	tienda,	no	encontré	a	Canavan	en	ninguna
parte.	Pensando	que	podía	estar	en	la	parte	trasera	de	la	casa,	enfrascado	en
algún	quehacer	doméstico,	me	incliné	sobre	la	ventana	de	atrás	y	miré.
No	vi	a	Canavan,	pero	al	contemplar	el	patio	me	vi	sumido	en	una	repentina	e
inexplicable	idea	de	desolación	que	me	inundaba	como	las	olas	de	un	mar
helado.	Mi	impulso	inicial	fue	apartarme	de	la	ventana,	pero	algo	me	retuvo
allí.	Mientras	observaba	la	miserable	maraña	de	zarzas	y	hierba	agostada,
experimenté	algo	que,	a	falta	de	mejor	término,	sólo	puedo	denominar
curiosidad.	Quizás	una	parte	fría,	analítica	y	desapasionada	de	mi	cerebro
quería	descubrir	simplemente	la	causa	de	mi	repentina	sensación	de
depresión	grave.	O	tal	vez	algún	rasgo	del	lastimoso	panorama	me	atraía	por
culpa	de	un	impulso	inconsciente	que	yo	había	reprimido	en	mis	horas	de
cordura.
En	cualquier	caso,	permanecí	junto	a	la	ventana.	La	hierba,	alta,	reseca	y
tostada,	se	agitaba	ligeramente	con	el	viento.	Los	podridos	árboles	negros	se
alzaban	inmóviles.	Ni	un	solo	pájaro,	ni	siquiera	una	mariposa	revoloteaba	en
la	desolada	extensión.	No	había	nada	que	ver	aparte	las	briznas	de	alta	y
leonada	hierba,	los	muertos	árboles	y	los	dispersos	grupos	de	bajas	zarzas.
Sin	embargo,	había	algo	en	aquel	fragmento	aislado	del	paisaje	que	me
resultaba	intrigante.	Creo	haber	tenido	la	sensación	de	que	el	lugar	ofrecía
una	especie	de	enigma	y	de	que,	si	lo	contemplaba	el	tiempo	suficiente,	el
enigma	se	resolvería	por	sí	solo.
Después	de	varios	minutos	de	contemplación	experimenté	la	extraña
sensación	de	que	la	perspectiva	estaba	alterándose	de	forma	sutil.	Ni	la
hierba	ni	los	árboles	cambiaron,	y	no	obstante	el	patio	pareció	expandir	sus
dimensiones.	Al	principio,	me	limité	a	juzgar	que	el	patio	era	mucho	más
espacioso	de	lo	que	yo	creía	hasta	entonces.	Luego,	pensé	que	en	realidad
ocupaba	varias	hectáreas.	Finalmente,	me	convencí	de	que	se	prolongaba
hasta	una	distancia	interminable	y	que,	si	yo	entraba	allí,	podría	caminar
kilómetros	y	kilómetros	antes	de	alcanzar	el	final.
Me	abrumó	el	repentino	y	casi	irresistible	deseo	de	salir	corriendo	por	la
puerta	trasera,	zambullirme	en	aquel	mar	de	hierba	oscilante	y	caminar	hasta
descubrir	por	mí	mismo	a	cuánta	distancia	se	extendía	el	patio.	Estaba	de
hecho	apunto	de	hacerlo…,	cuando	vi	a	Canavan.
Surgió	bruscamente	entre	la	maraña	de	hierba	alta	de	la	parte	más	próxima
del	patio.	Durante	un	minuto	como	mínimo	se	comportó	como	si	estuviera
totalmente	perdido.	Observó	la	parte	posterior	de	su	casa	como	si	no	la
hubiera	visto	en	su	vida.	Estaba	despeinado	y	claramente	excitado.	Colgaban
zarzas	de	sus	pantalones	y	su	chaqueta,	y	unas	briznas	de	hierba	pendían	de
los	corchetes	de	sus	anticuados	zapatos.	Sus	ojos	vagaron	frenéticamente	por
el	lugar	y	creí	que	estaba	a	punto	de	dar	media	vuelta	y	lanzarse	hacia	la
maraña	de	la	que	acababa	de	salir.
Golpeé	el	cristal	de	la	ventana.	Canavan	se	detuvo,	casi	de	espaldas	ya,	miró
por	encima	del	hombro	y	me	vio.	Poco	a	poco	reapareció	en	sus	agitadas
facciones	una	expresión	de	normalidad.	Con	el	paso	fatigado	y	un	andar
indolente	se	acercó	a	la	casa.	Corrí	hacia	la	puerta	y	la	abrí	para	que	entrara.
Canavan	fue	directamente	a	la	tienda	y	se	desplomó	en	un	sillón.
Alzó	la	cabeza	cuando	yo	entré	detrás	de	él	en	la	habitación.
—Frank	—dijo	casi	en	un	susurro—,	¿sería	tan	amable	de	preparar	té?
Así	lo	hice,	y	él	tomó	el	té	casi	hirviendo	sin	pronunciar	palabra.	Parecía
sumamente	exhausto.	Comprendí	que	estaba	demasiado	fatigado	para
explicarme	lo	ocurrido.
—Será	mejor	que	no	salga	de	la	casa	en	los	próximos	días	—dije	antes	de
marcharme.
Él	asintió	débilmente,	sin	levantar	la	cabeza,	y	me	dijo	adiós.
Cuando	volví	a	la	tienda	la	tarde	siguiente,	Canavan	me	pareció	descansado	y
reavivado,	si	bien	taciturno	y	deprimido.	No	hizo	mención	alguna	del	episodio
del	día	anterior.	Durante	una	semana	pensé	que	el	librero	acabaría
olvidándose	del	patio.
Pero	undía,	cuando	entré	en	la	tienda,	Canavan	se	hallaba	de	pie	ante	la
ventana	de	atrás,	y	vi	que	si	bien	se	apartaba	de	allí,	lo	hacía	con	la	peor	de
las	disposiciones.	Después	de	ese	día,	la	norma	se	repitió	con	regularidad.
Comprendí	que	la	misteriosa	maraña	de	leonada	hierba	del	patio	le
obsesionaba	cada	vez	más.
Puesto	que	yo	temía	tanto	por	su	negocio	como	por	su	frágil	salud,	finalmente
le	reconvine.	Comenté	que	estaba	perdiendo	clientes,	que	hacía	meses	que	no
publicaba	un	catálogo	de	libros.	Le	dije	que	las	horas	que	pasaba
contemplando	los	mil	embrujados	metros	cuadrados	que	él	llamaba	su	patio
trasero	podía	aprovecharlas	mejor	clasificando	sus	libros	y	haciendo	pedidos.
Le	aseguré	que	una	obsesión	como	la	suya	acabaría	minando	forzosamente	su
salud.	Y	por	último	le	señalé	los	aspectos	absurdos	y	ridículos	del	asunto.	Si	la
gente	se	enteraba	de	que	pasaba	horas	mirando	por	la	ventana	una	simple
jungla	en	miniatura	de	hierba	y	zarzas,	cualquiera	podía	pensar	que	estaba
loco	de	remate.
Terminé	preguntándole	resueltamente	cuál	había	sido	su	experiencia	aquella
tarde	en	la	que	le	vi	salir	de	entre	la	hierba	con	expresión	aturdida.
Canavan	se	quitó	sus	anticuados	anteojos	con	un	suspiro.
—Frank	—dijo—,	sé	que	sus	intenciones	son	buenas.	Pero	hay	algo	en	ese
patio…,	un	secreto…,	que	debo	averiguar.	No	sé	qué	es	con	exactitud…	Creo
que	se	trata	de	algo	relacionado	con	distancia,	dimensiones	y	perspectivas.
Pero	sea	lo	que	sea,	he	acabado	considerándolo…,	bien,	como	un	desafío.
Tengo	que	llegar	a	la	raíz	del	misterio.	Si	piensa	usted	que	estoy	loco,	lo
siento.	Pero	no	podré	descansar	hasta	que	resuelva	el	enigma	de	esa	porción
de	tierra.
Volvió	a	ponerse	los	anteojos	con	el	ceño	fruncido.
—Aquella	tarde	—prosiguió—,	cuando	usted	miró	por	la	ventana,	tuve	una
extraña	y	alarmante	experiencia	ahí	afuera.	Había	estado	observando	el	patio
por	la	ventana,	y	finalmente	me	sentí	irresistiblemente	tentado	a	salir.	Me
adentré	en	la	hierba	con	una	sensación	de	gozo,	de	aventura,	de	ansiedad.	Al
avanzar	por	el	patio,	esa	sensación	de	júbilo	se	transformó	con	rapidez	en	una
tétrica	depresión.	Di	media	vuelta	para	tratar	de	salir	de	allí
inmediatamente…,	pero	no	pude.	No	lo	creerá,	lo	sé,	pero	me	había	perdido.
Simplemente	perdí	todo	sentido	de	orientación	y	no	supe	por	dónde	debía	ir.
¡Esa	hierba	es	más	alta	de	lo	que	parece!	Cuando	te	adentras	en	ella,	no	ves
nada	más	allá.
»Sé	que	esto	parece	increíble…,	pero	estuve	una	hora	vagando	por	allí.	El
patio	era	fantásticamente	extenso…,	casi	parecía	alterar	sus	dimensiones
conforme	yo	avanzaba,	siempre	había	una	gran	extensión	de	terreno	ante	mí.
Debí	caminar	en	círculo.	¡Juro	que	recorrí	kilómetros!
Meneó	la	cabeza.
—No	es	preciso	que	me	crea	—continuó—.	No	espero	que	lo	haga.	Pero	eso
fue	lo	que	ocurrió.	Cuando	por	fin	logré	salir,	fue	por	pura	casualidad.	Y	la
parte	más	extraña	de	todo	ello	es	que,	una	vez	fuera,	me	sentí
repentinamente	aterrorizado	sin	la	alta	hierba	rodeándome,	¡y	quise
retroceder!	Retroceder	a	pesar	de	la	sensación	espectral	de	soledad	que
despertaba	en	mí	el	lugar.
»Pero	tengo	que	volver.	Tengo	que	resolver	ese	misterio.	Ahí	afuera	hay	algo
que	desafía	las	leyes	de	la	naturaleza	terrenal	tal	como	la	conocemos.
Pretendo	averiguar	qué	es.	Creo	tener	un	plan	y	me	propongo	llevarlo	a	la
práctica.
Sus	palabras	me	impresionaron	de	un	modo	muy	extraño	y	cuando	recordé
con	inquietud	mi	experiencia	en	la	ventana	aquella	tarde,	me	resultó	difícil
despreciar	el	relato	como	si	fuera	pura	estupidez.	Intenté,	sin	excesivo	ánimo,
disuadirlo	de	que	volviera	al	patio,	pero	incluso	mientras	lo	hacía	sabía	que
estaba	perdiendo	el	tiempo.
Aquella	tarde,	salí	de	la	tienda	con	un	presentimiento	y	sintiendo	una
angustia	que	nada	pudo	aliviar.
Cuando	me	presenté	varios	días	más	tarde,	mis	peores	temores	se
confirmaron:	Canavan	había	desaparecido.	La	puerta	principal	de	la	tienda
estaba	abierta	como	de	costumbre,	pero	el	librero	no	se	hallaba	en	la	casa.
Miré	en	todas	las	habitaciones.	Por	fin,	con	un	espanto	infinito,	abrí	la	puerta
de	atrás	y	dirigí	la	mirada	al	patio.
Las	alargadas	briznas	de	tostada	hierba	se	rozaban	movidas	por	la	suave
brisa,	emitiendo	secos	y	sibilantes	murmullos.	Los	árboles	muertos	se	alzaban
negros	e	inmóviles.	Aunque	todavía	era	verano,	no	oí	el	gorjeo	de	un	solo
pájaro	ni	el	chirrido	de	un	solo	insecto.	El	mismo	patio	parecía	estar	alerta.
Tras	notar	algo	en	el	pie,	bajé	la	mirada	y	vi	un	grueso	cordel	que	salía	de	la
puerta,	atravesaba	el	escaso	espacio	desbrozado	inmediato	a	la	vivienda	y	se
perdía	en	el	muro	fluctuante	de	hierba.	Al	instante,	recordé	que	Canavan
había	mencionado	un	«plan».	Comprendí	de	inmediato	que	su	plan	consistía
en	adentrarse	en	el	patio	dejando	una	cuerda	sólida	tras	él.	Por	más	giros	y
vueltas	que	diera,	debió	razonar	el	librero,	siempre	encontraría	la	salida
recogiendo	el	cordel.
Parecía	un	plan	factible,	y	ello	me	produjo	alivio.	Seguramente	Canavan
continuaba	en	el	patio.	Decidí	esperar	su	salida.	Quizá	si	podía	vagar	por	el
patio	mucho	tiempo,	sin	interrupción,	el	lugar	perdería	su	maléfica
fascinación,	y	Canavan	lo	olvidaría.
Volví	a	la	tienda	y	hojeé	algunos	libros.	Al	cabo	de	una	hora	me	intranquilicé
de	nuevo.	Me	pregunté	cuánto	tiempo	debía	llevar	Canavan	en	el	patio.	Al
considerar	la	incierta	salud	del	anciano,	me	sentí	responsable	en	parte.
Finalmente,	regresé	a	la	puerta	de	atrás,	comprobé	que	no	había	rastro	del
librero	y	grité	su	nombre.	Experimenté	la	sensación	inquietante	de	que	mi
grito	no	llegaba	más	allá	del	borde	de	la	susurrante	pared	de	hierba.	Fue
como	si	algo	hubiera	apagado,	ahogado,	anulado	el	sonido	en	cuanto	las
vibraciones	llegaron	al	borde	del	espectral	patio.
Grité	una	y	otra	vez,	pero	no	hubo	respuesta.	Por	último,	decidí	ir	en	busca	de
Canavan.	Seguiría	el	cordel,	pensé,	y	sin	duda	localizaría	al	librero.	Juzgué
que	la	espesa	hierba	ahogaba	mis	gritos	y	que,	en	cualquier	caso,	Canavan
podría	sufrir	una	ligera	sordera.
Cerca	de	la	puerta,	dentro	de	la	casa,	el	cordel	estaba	atado	con	seguridad	a
la	pata	de	una	pesada	mesa.	Sin	soltarlo,	atravesé	la	parte	sin	hierba	del	patio
y	me	deslicé	en	la	susurrante	extensión	de	hierba.
La	marcha	fue	fácil	al	principio	y	avancé	con	rapidez.	Pero	conforme	me
adentraba,	la	hierba	era	más	gruesa	y	las	briznas	estaban	más	unidas,	y	me	vi
forzado	a	abrirme	paso	a	empellones.
Cuando	no	llevaba	más	que	unos	metros	dentro	de	la	maraña,	me	vi
abrumado	por	la	misma	sensación	insondable	de	soledad	que	había
experimentado	anteriormente.	Ciertamente,	había	algo	sobrenatural	en	el
lugar.	Me	sentía	como	si	de	pronto	hubiera	entrado	en	otro	mundo…,	un
mundo	de	zarzas	y	leonada	hierba	cuyos	incesantes	y	tenues	murmullos
parecían	animados	de	una	vida	maléfica.
Seguí	adentrándome,	y	el	cordel	se	acabó	de	repente.	Al	mirar	al	suelo,
comprobé	que	se	había	agarrado	en	unos	espinos	y	había	terminado	por
romperse	con	el	roce.	A	pesar	de	que	me	agaché	y	examiné	el	lugar	durante
varios	minutos,	fui	incapaz	de	localizar	el	otro	extremo	del	cordel.
Seguramente,	Canavan	no	sabía	que	el	cordel	se	había	roto	y	debía	de
haberlo	arrastrado	en	su	avance.
Me	incorporé,	ahuequé	las	manos	en	torno	a	mi	boca	y	grité.	El	grito	parecía
ahogarse	prácticamente	en	mi	garganta	ante	aquella	depresiva	pared	de
hierba.	Me	sentí	como	si	estuviera	en	el	fondo	de	un	pozo,	dando	gritos.
Con	el	ceño	fruncido	a	causa	de	mi	creciente	nerviosismo,	seguí	vagando.	La
hierba	era	cada	vez	más	gruesa	y	espesa,	y	acabé	necesitando	ambas	manos
para	avanzar	entre	las	enmarañadas	plantas.
Empecé	a	sudar	copiosamente.	Me	dolía	la	cabeza,	y	creí	que	mi	vista	se
nublaba.	Sentía	la	misma	angustia,	tensa	y	casi	insoportable,	que	se
experimenta	en	un	bochornoso	día	estival	cuando	se	acerca	una	tormenta	y	la
atmósfera	está	cargada	de	electricidad	estática.
Además,	me	di	cuenta,	con	un	ligero	temblor	de	miedo,	de	que	había	dado
vueltas	y	no	sabía	en	qué	parte	del	patio	me	hallaba.	Durante	medio	minuto
de	objetividad	en	el	que	pensé	que	realmente	me	preocupaba	perderme	en	el
patiotrasero	de	alguien,	estuve	a	punto	de	echarme	a	reír…,	a	punto.	Pero
cierto	rasgo	del	lugar	impedía	la	risa.	Proseguí	mi	lento	avance	con	el
semblante	muy	serio.
En	ese	momento	presentí	que	no	estaba	solo.	Tuve	la	repentina	y	enervante
convicción	de	que	alguien,	o	algo,	se	arrastraba	por	la	hierba	detrás	de	mí.
No	puedo	asegurar	que	oyera	algo,	aunque	es	posible	que	así	fuera,	pero	de
pronto	tuve	la	certeza	de	que	cierta	criatura	reptaba	o	se	retorcía	detrás	de
mí	a	poca	distancia.
Me	pareció	que	me	observaban	y	que	el	observador	era	sumamente	maligno.
En	un	instante	de	pánico,	consideré	una	precipitada	huida.	Luego,
inexplicablemente,	la	rabia	se	apoderó	de	mí.	De	pronto	me	enfureció
Canavan,	me	enfureció	el	patio,	me	enfureció	estar	allí.	Mi	tensión	contenida
explotó,	una	explosión	de	cólera	que	barrió	el	miedo.	Juré	que	debía	llegar	a
la	raíz	de	aquel	misterio	espectral.	El	patio	no	iba	a	continuar
atormentándome	y	frustrándome.
Di	media	vuelta	bruscamente	y	me	lancé	hacia	la	hierba,	hacia	el	lugar	donde
creía	que	se	ocultaba	mi	furtivo	perseguidor.
Me	detuve	súbitamente.	Mi	cólera	salvaje	se	transformó	en	un	horror
indecible.
A	la	tenue	pero	luminosa	luz	solar	que	se	filtraba	entre	los	impresionantes
tallos,	Canavan	se	hallaba	agazapado	a	cuatro	patas	igual	que	una	bestia	a
punto	de	saltar.	No	llevaba	los	anteojos,	su	ropa	estaba	hecha	pedazos	y	sus
retorcidos	labios	formaban	una	mueca	de	loco,	en	parte	sonrisa,	en	parte
refunfuño.
Permanecí	como	petrificado,	mirándole	fijamente.	Sus	ojos,	extrañamente
desenfocados,	me	lanzaron	una	mirada	de	odio	concentrado	sin	ningún
chispeo	que	denotara	reconocimiento.	Su	cabello	cano	era	una	maraña	de
hierbas	y	ramitas;	todo	su	cuerpo,	de	hecho,	sin	excluir	los	andrajosos	restos
de	su	vestimenta,	estaba	cubierto	de	hierba,	como	si	se	hubiera	arrastrado	o
rodado	por	el	suelo	igual	que	un	animal	salvaje.
Tras	el	susto	inicial	que	me	paralizó	la	garganta,	conseguí	hablar	por	fin.
—¡Canavan!	—le	grité—.	¡Canavan,	por	el	amor	de	Dios!	¿No	me	conoce?
Su	respuesta	fue	un	ronco	gruñido	gutural.	Sus	labios	se	abrieron	dejando	ver
unos	dientes	amarillentos,	y	su	cuerpo	agazapado	se	tensó,	dispuesto	a	saltar.
Un	puro	terror	se	apoderó	de	mí.	Salté	a	un	lado	y	me	lancé	hacia	el	infernal
muro	de	hierba	un	instante	antes	de	que	él	atacara.
La	intensidad	de	mi	terror	debió	proporcionarme	nuevas	fuerzas.	Me	lancé	de
cabeza	entre	los	tallos	retorcidos	que	tan	laboriosamente	había	apartado
antes.	Oí	crujir	la	hierba	y	las	zarzas	a	mi	espalda,	y	comprendí	que	corría
para	salvar	mi	vida.
Avancé	como	en	una	pesadilla.	Los	tallos	fustigaron	mi	cara	igual	que	látigos
y	los	espinos	me	desgarraron	la	carne	igual	que	cuchillas	de	afeitar,	pero	no
sentí	nada.	Todos	mis	recursos	físicos	y	mentales	se	concentraron	en	un
alocado	propósito:	salir	del	maléfico	campo	de	hierba	y	alejarme	del	ser
monstruoso	que	me	pisaba	los	talones.
Mi	respiración	acabó	por	convertirse	en	estremecidos	sollozos.	Mis	piernas	se
debilitaron	y	creí	estar	viendo	a	través	de	remolineantes	platillos	de	luz.	Pero
seguí	corriendo.
La	criatura	que	me	perseguía	estaba	ganando	terreno.	La	oí	gruñir,	y	noté
que	arremetía	contra	el	suelo	a	sólo	unos	centímetros	de	mis	huidizos	pies.	Y
en	ningún	momento	me	libré	de	la	enloquecedora	convicción	de	estar
corriendo	en	círculo.
Por	fin,	cuando	creía	que	iba	a	derrumbarme	en	cualquier	momento,	crucé	la
última	maraña	leonada	y	salí	al	aire	libre.	Ante	mí	se	extendía	la	parte
desbrozada	del	patio	de	Canavan.	Al	otro	lado	estaba	la	casa.
Jadeante	y	casi	asfixiado,	me	arrastré	hacia	la	puerta.	Por	un	motivo	que	tanto
entonces	como	después	me	pareció	inexplicable,	tuve	la	certeza	de	que	el
terror	que	pisaba	mis	talones	no	se	aventuraría	a	salir	al	aire	libre.	Ni
siquiera	me	volví	para	asegurarme.
En	el	interior	de	la	vivienda,	caí	débilmente	sobre	un	sillón.	Mi	respiración
forzada	recuperó	poco	a	poco	la	normalidad,	pero	mi	mente	continuó
atrapada	en	un	remolino	de	puro	horror	y	espantosas	conjeturas.
Comprendí	que	Canavan	había	enloquecido	por	completo.	Una	emoción
desagradable	lo	había	transformado	en	una	bestia	voraz,	en	un	lunático	que
ansiaba	destruir	salvajemente	a	cualquier	ser	viviente	que	se	cruzara	en	su
camino.	Al	recordar	los	ojos	extrañamente	enfocados	que	me	habían
contemplado	con	una	llamarada	de	ferocidad	animalesca,	deduje	que	la	mente
de	Canavan	no	estaba	simplemente	desquiciada:	esa	mente	no	existía.	La
muerte	era	el	único	alivio	posible.
Pero	Canavan	continuaba	teniendo	como	mínimo	el	caparazón	de	un	ser
humano,	y	había	sido	mi	amigo.	No	podía	aplicar	la	ley	por	mi	propia	mano.
Con	una	aprensión	enorme,	llamé	a	la	policía	y	pedí	una	ambulancia.
Lo	que	siguió	fue	más	locura,	y	una	sesión	de	preguntas	y	exigencias	que	me
dejó	en	un	estado	de	práctico	abatimiento	nervioso.
Media	docena	de	fornidos	agentes	de	policía	pasaron	casi	una	hora	entera
patrullando	por	la	fluctuante	y	leonada	hierba	sin	encontrar	rastro	alguno	de
Canavan.	Salieron	de	allí	maldiciendo,	frotándose	los	ojos	y	meneando	la
cabeza.	Estaban	sonrojados,	furiosos…,	y	turbados.	Anunciaron	que	no	habían
visto	ni	oído	nada,	aparte	de	un	perro	furtivo	que	siempre	se	ocultaba	y
gruñía	de	vez	en	cuando.
Cuando	mencionaron	el	perro	gruñón,	abrí	la	boca	para	hablar,	pero	lo	pensé
mejor	y	no	dije	nada.	Me	observaban	ya	con	franco	recelo,	como	si	pensaran
que	mi	mente	estuviera	descomponiéndose.
Repetí	mi	relato	al	menos	veinte	veces,	y	sin	embargo	los	agentes	no
quedaron	satisfechos.	Registraron	la	casa	de	arriba	abajo.	Examinaron	los
archivos	de	Canavan.	Incluso	levantaron	algunas	tablas	sueltas	de	una	de	las
habitaciones	y	rebuscaron	debajo.
Por	fin	decidieron	de	mala	gana	que	Canavan	padecía	una	pérdida	total	de
memoria	tras	haber	experimentado	alguna	emoción	fuerte	y	había	salido	de	la
vivienda	en	estado	de	amnesia	poco	después	de	que	yo	lo	encontrara	en	el
patio.	Mi	descripción	del	aspecto	y	los	actos	del	librero	desestimaron	aquella
explicación	por	considerarla	extravagantemente	exagerada.	Tras	advertirme
que	probablemente	me	harían	nuevas	preguntas	y	que	tal	vez	registraran	mi
casa,	me	permitieron	marcharme	a	regañadientes.
Las	búsquedas	e	investigaciones	subsiguientes	no	revelaron	nada	nuevo	y
Canavan	quedó	registrado	en	la	lista	de	personas	desaparecidas,	quizás
afectado	por	amnesia	aguda.
Pero	yo	no	quedé	satisfecho,	y	me	resultaba	imposible	descansar.
Seis	meses	de	paciente,	penosa	y	aburrida	investigación	en	los	archivos	y
estanterías	de	la	biblioteca	universitaria	de	la	localidad	dieron	por	fin	un
provecho	que	no	ofrezco	como	explicación,	ni	siquiera	como	pista	definitiva,
sino	tan	sólo	como	una	fantástica	cuasi-imposibilidad	que	no	pretendo	que
nadie	crea.
Una	tarde,	después	de	que	mi	prolongada	investigación	de	varios	meses	no
diera	resultados	importantes,	el	conservador	de	libros	raros	de	la	biblioteca
trajo	con	aire	triunfante	a	mi	reservado	un	minúsculo	y	casi	desmenuzado
panfleto	impreso	en	New	Haven	en	1695.	No	mencionaba	autor	alguno	y
llevaba	el	austero	título	de	Muerte	de	Goodie	Larkins,	bruja	.
Varios	años	antes,	revelaba	el	escrito,	los	vecinos	acusaron	a	una	vieja	bruja,
Goodie	Larkins,	de	convertir	a	un	niño	desaparecido	en	un	perro	salvaje.	La
locura	de	Salem	estaba	en	su	apogeo	por	entonces,	y	tras	un	juicio	sumario
Goodie	Larkins	fue	condenada	a	muerte.	En	lugar	de	quemarla	en	la	hoguera,
la	condujeron	a	un	pantano	en	las	profundidades	del	bosque,	y	soltaron	tras
ella	siete	perros	salvajes	que	llevaban	veinticuatro	horas	sin	comer.	Al
parecer,	los	acusadores	creyeron	que	aquello	sería	una	pincelada	de
auténtica	justicia	poética.
Cuando	los	hambrientos	animales	estaban	a	punto	de	alcanzarla,	los	vecinos
que	se	retiraban	la	oyeron	pronunciar	a	gritos	una	pavorosa	maldición:
«¡Que	esta	tierra	sobre	la	que	caigo	conduzca	derecha	al	infierno!	¡Y	que
quienes	se	detengan	aquí	sean	como	estas	bestias	que	van	a	desgarrarme
hasta	morir!	».
.
El	posterior	examen	de	viejos	mapas	y	escrituras	de	propiedad	me
recompensó	con	el	descubrimiento	de	queel	pantano	donde	Goodie	Larkins
fue	hecha	pedazos	por	los	perros	tras	pronunciar	su	espantosa	maldición…
¡ocupaba	entonces	el	mismo	solar	o	terreno	que	en	la	actualidad	cercaba	el
infernal	patio	trasero	de	Canavan!
No	digo	nada	más.	Sólo	regresé	una	vez	a	aquel	lugar	diabólico.	Fue	en	un
frío	y	triste	día	de	otoño,	y	un	viento	plañidero	batía	los	leonados	tallos.	No
puedo	explicar	qué	me	impulsó	a	volver	a	aquel	paraje	impío:	quizás	el
persistente	sentido	de	lealtad	hacia	el	Canavan	que	yo	había	conocido.	Tal	vez
acudí	allí	llevado	incluso	por	un	último	jirón	de	esperanza.	Pero	en	cuanto
entré	en	la	parte	desbrozada	detrás	de	la	tapiada	casa	de	Canavan,
comprendí	que	había	cometido	un	error.
Al	contemplar	la	rígida	y	fluctuante	hierba,	los	árboles	pelados	y	las	negras	e
irregulares	zarzas,	sentí	como	si	alguien	o	algo,	a	su	vez,	estuviera
contemplándome.	Noté	como	si	algo	extraño	y	diabólico	estuviera
observándome	y,	pese	a	mi	terror,	experimenté	el	perverso	y	alocado	impulso
de	lanzarme	de	cabeza	en	la	susurrante	extensión	de	hierba.	De	nuevo	creí
ver	que	el	monstruoso	paisaje	alteraba	sus	dimensiones	y	su	perspectiva,
hasta	que	tuve	ante	mí	un	tramo	de	sibilante	hierba	leonada	y	árboles
podridos	que	se	extendía	kilómetros	y	kilómetros.	Algo	me	incitaba	a	entrar,	a
perderme	en	la	hermosa	hierba,	a	rodar	por	el	suelo	y	arrastrarme	entre	las
raíces,	a	desgarrar	los	estúpidos	estorbos	de	las	prendas	que	me	cubrían	y
echar	a	correr	entre	voraces	aullidos,	a	correr,	a	correr…
En	lugar	de	eso,	di	media	vuelta	y	salí	corriendo.	Corrí	como	un	loco	por	las
ventosas	calles	otoñales.	Me	precipité	en	mi	casa	y	cerré	la	puerta	con	llave.
Nunca	he	vuelto	allí	desde	entonces.	Y	nunca	volveré.
El	gusano	conquistador
STEPHEN	R.	DONALDSON
Existen,	por	supuesto,	buen	número	de	temores	basados	en	seres	procedentes
del	más	allá,	del	mundo	de	lo	sobrenatural	en	el	que	nosotros,	como	es
natural,	no	creemos…,	casi	nunca.	Pero	hay	igual	número	de	cosas	que	logran
asustarnos	bastante,	o	nos	hacen	encoger,	sin	que	haya	que	calificarlas	de
preternaturales.	Los	hombres,	de	vez	en	cuando,	pelean	entre	ellos,
simplemente	porque	temen	dar	mucho	de	su	persona	y	quedar	reducidos	a
algo	inferior	a	la	imagen	que	tienen	de	sí	mismos.	Algunas	veces	estos
problemas	se	resuelven.	Otras	no.
Stephen	R.	Donaldson	vive	en	Nuevo	México	y	es	autor	de	la	serie	de	fantasía
de	éxito	mundial	Crónicas	de	Thomas	Covenant	El	Incrédulo.
Y	cualquier	persona	que	viva	en	el	suroeste	de	los	Estados	Unidos	se
apresurará	a	confirmar	que	la	criatura	de	este	relato	no	es	una	exageración.
Y	mucho	de	Locura,	y	más	de	Pecado,
y	Horror	como	alma	de	la	trama.
EDGAR	ALLAN	POE
Antes	de	darse	cuenta	de	lo	que	hacía,	asestó	una	cuchillada…
(El	hogar	de	Creel	y	Vi	Sump.	El	salón.
(El	verdadero	nombre	de	ella	es	Violeta,	pero	todos	la	llaman	Vi.	Llevan
casados	dos	años,	y	ella	no	está	floreciendo.
(Su	hogar	es	modesto	pero	confortable:	Creel	tiene	un	buen	empleo	en	su
empresa,	aunque	no	asciende.	En	el	salón,	parte	del	mobiliario	es	mejor	que
el	espacio	que	ocupa.	Un	buen	estéreo	contrasta	con	el	estado	del	papel	de
las	paredes.	La	disposición	de	los	muebles	indica	ciertas	dosis	de	frustración:
imposible	disponer	sillones	y	sofá	de	forma	que	la	gente	que	se	siente	en	ellos
no	vea	las	manchas	de	humedad	del	techo.	Las	flores	del	jarrón	de	la	mesa
rinconera	son	de	verdad,	pero	parecen	de	plástico.	Por	la	noche,	las	luces
crean	sombras	en	curiosos	lugares	del	salón).
Estuvieron	fuera	hasta	muy	tarde,	en	una	gran	fiesta	donde	conocidos,
compañeros	de	trabajo	y	desconocidos	bebieron	mucho.	Mientras	abría	la
puerta	y	entraba	en	el	salón	delante	de	Vi,	Creel	tenía	más	que	nunca	el
aspecto	de	un	oso	desgreñado.	El	whisky	lograba	que	el	deslustre	usual	de
sus	ojos	pareciera	maléfico.	Detrás	de	él,	Vi	se	asemejaba	a	una	flor	camino
de	convertirse	en	avispa.
—No	me	importa	—dijo	él	mientras	iba	derecho	al	mueble	bar	para	servirse
otro	vaso—.	Me	gustaría	que	no	hicieras	eso.
Vi	se	sentó	en	el	sofá	y	se	sacó	los	zapatos.
—Dios,	estoy	cansada.
—Si	no	estás	interesada	en	otra	cosa	—dijo	él—,	piensa	en	mí.	Tengo	que
trabajar	con	casi	toda	esa	gente.	La	mitad	podrían	despedirme	si	quisieran.
Estás	influyendo	en	mi	trabajo.
—Hemos	tenido	esta	conversación	otras	veces	—repuso	ella—.	Ocho	veces
este	mes.	—Un	vago	movimiento	en	una	de	las	sombras	del	lado	opuesto	de	la
habitación	le	hizo	volver	la	cabeza	hacia	el	rincón—.	¿Qué	es	eso?
—¿Qué	es,	qué?
—He	visto	algo	que	se	movía.	Allí,	en	el	rincón.	No	me	digas	que	tenemos
ratones.
—Yo	no	he	visto	nada.	No	tenemos	ratones.	Y	no	me	importa	cuántas	veces
hemos	tenido	esta	conversación.	Quiero	que	dejes	de	hacerlo.
Ella	contempló	el	rincón	un	momento.	Luego	se	recostó	en	el	sofá.
—No	puedo	dejar	de	hacerlo.	No	estoy	haciendo	nada.
—No	me	vengas	con	cuentos.	—Dio	un	sorbo	y	llenó	de	nuevo	el	vaso—.	Si	te
esforzaras	un	poco	más	en	ir	detrás	de	él,	ya	tendrías	la	mano	dentro	de	sus
calzoncillos.
—Eso	no	es	cierto.
—Crees	que	nadie	ve	lo	que	haces.	Actúas	como	si	estuvieras	sola.	Pero	no	lo
estás.	Todo	el	mundo	en	esa	maldita	fiesta	estaba	mirándote.	Por	tu	forma	de
flirtear…
—No	estaba	flirteando.	Sólo	estaba	hablando	con	él.
—Por	tu	forma	de	flirtear,	deberías	tener	la	decencia	de	estar	avergonzada.
—Oh,	vete	a	la	cama.	Estoy	demasiado	cansada	para	esto.
—¿Lo	haces	porque	él	es	vicepresidente?	¿Piensas	que	por	eso	será	mejor	en
la	cama?	¿O	es	que	te	gusta	el	prestigio	de	coquetear	con	un	vicepresidente?
—No	he	flirteado	con	él.	Lo	juro	por	Dios.	A	ti	te	pasa	algo.	Sólo	hemos	estado
hablando.	Ya	me	entiendes,	moviendo	los	labios	para	que	las	palabras
pudieran	salir.	Él	se	especializó	en	literatura	en	la	universidad.	Tenemos	algo
en	común.	Hemos	leído	los	mismos	libros.	¿Recuerdas	los	libros?	¿Esos
objetos	con	ideas	y	relatos	impresos?	Tú	sólo	hablas	de	rugby…,	que	cierta
persona	de	la	empresa	te	la	tiene	jurada…,	que	la	secretaria	nueva	no	lleva
sostenes…	A	veces	pienso	que	soy	la	última	persona	culta	con	vida.	—Vi
levantó	la	cabeza	para	mirar	a	Creel.	Luego	suspiró—.	¿Por	qué	me	molesto?
No	estás	escuchándome.
—Tienes	razón	—dijo	él—.	Hay	algo	en	el	rincón.	Lo	he	visto	moverse.
Los	dos	observaron	el	rincón.	Al	cabo	de	un	momento,	un	ciempiés	salió	a	la
luz.
Su	aspecto	era	viscoso	y	malicioso,	y	agitaba	vorazmente	sus	antenas.	Medía
casi	treinta	centímetros.	Sus	gruesas	patas	parecían	ondear	mientras	recorría
con	rapidez	la	alfombra.	Después	se	detuvo	para	examinar	los	alrededores.
Creel	y	Vi	vieron	que	las	mandíbulas	masticaban	ansiosamente	mientras	el
animal	flexionaba	sus	uñas	venenosas.	Había	entrado	en	la	vivienda	huyendo
de	la	fría	y	desapacible	noche…,	y	para	buscar	comida.
Vi	no	era	de	esa	clase	de	mujeres	que	chillan	con	facilidad.	Pero	saltó	al	sofá
para	apartar	del	suelo	sus	pies	descalzos.
—Santo	cielo	—musitó—.	Creel,	mira	eso.	No	dejes	que	se	acerque.
Creel	brincó	hacia	el	ciempiés	y	trató	de	aplastarlo	con	uno	de	sus	gruesos
zapatos.	Pero	el	animal	reaccionó	con	tanta	celeridad	que	el	zapato	ni
siquiera	lo	rozó.	Ni	Vi	ni	Creel	vieron	adonde	iba.
—Está	debajo	del	sofá	—dijo	él—.	Apártate.
Vi	obedeció	sin	rechistar.	Sobresaltada,	saltó	al	centro	de	la	alfombra.
En	cuanto	ella	se	apartó,	Creel	apoyó	el	sofá	sobre	el	respaldo.
El	ciempiés	no	estaba	allí.
—El	veneno	no	es	mortal	—dijo	Vi—.	Un	niño	del	barrio	recibió	una	picadura
la	semana	pasada.	Su	madre	me	lo	contó.	Es	un	poco	peor	que	la	picadura	de
abeja.
Creel	no	estaba	escuchándola.	Alzó	en	el	aire	el	sofá	para	ver	mejor	el	suelo.
Pero	el	ciempiés	había	desaparecido.
Soltó	el	mueble,	dio	un	golpe	a	la	mesa	rinconera	y	las	flores	se	cayeron.
—¿Adónde	ha	ido	ese	hijo	de	perra?
Registraron	la	habitación	durante	varios	minutos	sin	abandonar	la	protección
de	la	luz.	Después	Creel	se	sirvió	otro	vaso	de	whisky.	Le	temblaban	las
manos.
—No	he	estado	flirteando	—dijo	Vi.
Creel	la	miró.
—Entonces	es	algo	peor.	Ya	te	has	acostado	con	él.	Debéis	de	haber	estado
haciendo	planes	para	la	próxima	vez	que	os	veáis.
—Me	voy	a	la	cama—repuso	ella—.	No	estoy	obligada	a	tolerar	esto.	Eres
odioso.
Creel	apuró	el	vaso	y	lo	llenó	con	la	botella	más	próxima.
(La	sala	de	juego	de	los	Sump.
(Esta	habitación	es	el	auténtico	motivo	de	que	Creel	comprara	el	piso	a	pesar
de	los	reparos	de	Vi:	deseaba	una	casa	con	sala	de	juego.	El	dinero	que	podía
haber	cambiado	el	papel	de	las	paredes	y	arreglado	el	techo	del	salón	se	ha
gastado	aquí.	La	sala	contiene	una	mesa	de	billar	reglamentaria	con	todos	los
accesorios,	un	alargado	sofá	de	cuero	artificial	en	una	pared	y	un	mueble	bar
con	bebidas	alcohólicas.	Pero	la	iluminación	no	es	mejor	que	la	del	salón	ya
que	la	luz	de	las	lámparas	está	centrada	en	la	mesa	de	billar.	El	mueble	bar
está	tan	débilmente	iluminado	que	los	usuarios	deben	adivinar	qué	hacen.
(Cuando	no	tiene	trabajo,	cuando	no	está	de	viaje	de	negocios	o	viendo	rugby
con	sus	amigotes,	Creel	pasa	largos	ratos	aquí).
Después	de	que	Vi	se	acostara,	Creel	entró	en	la	sala	de	juego.	En	primer
lugar	se	acercó	al	bar	y	corrigió	la	vacuidad	de	su	vaso.	Luego	dispuso	las
bolas	y	golpeó	con	tanta	fuerza	que	la	roja	se	salió	de	la	mesa.	La	bola
produjo	un	sordo,	grave	ruido	al	rebotar	en	el	esponjoso	linóleo.
—Jo	—dijo	Creel	mientras	se	movía	pesadamente	en	busca	de	la	bola.
La	cantidad	de	alcohol	que	había	consumido	se	reflejaba	en	su	forma	de
actuar	pero	no	en	su	hablar.	Parecía	sobrio.
Tras	apoyarse	en	su	taco,	hecho	a	la	medida	para	él,	se	agachó	para	recoger
la	bola.	Antes	de	que	volviera	a	situarla	en	la	mesa,	Vi	entró	en	la	habitación.
No	se	había	cambiado	de	ropa	para	acostarse.	Sin	embargo,	llevaba	puestos
los	zapatos.	Observó	las	sombras	del	suelo	y	debajo	de	la	mesa	antes	de	mirar
a	Creel.
—Creía	que	te	habías	acostado	—dijo	él.
—No	puedo	dejar	el	asunto	así	—repuso	ella	cansadamente—.	Me	fastidia.
—¿Qué	quieres	de	mí?	—preguntó	él—.	¿Aprobación?	—Vi	le	lanzó	una	mirada
feroz.	Creel	no	se	contuvo—.	Eso	sería	fantástico	para	ti.	Si	yo	lo	apruebo,	no
tendrías	que	preocuparte	por	nada.	El	único	problema	sería	que	casi	todos	los
hijos	de	perra	que	te	presento	están	casados.	Sus	esposas	podrían	ser	un	poco
más	normales.	Podrían	crearte	complicaciones.
Vi	se	mordió	el	labio	y	siguió	fulminando	a	Creel	con	la	mirada.
—Pero	no	veo	por	qué	habrías	de	preocuparte	por	eso.	Si	esas	mujeres	no	son
tan	comprensivas	como	yo,	mala	suerte	para	ellas.	La	cuestión	es	que	yo	lo
apruebe,	¿no?	No	hay	motivo	para	que	no	folles	con	cualquier	hombre	que	te
apetezca.
—¿Has	terminado?
—Demonios,	no	hay	motivo	para	que	no	folles	con	todos.	Es	decir,	mientras	yo
lo	apruebe.	¿Por	qué	desperdiciar	ocasiones?
—Maldita	sea,	¿has	terminado?
—Sólo	hay	una	cosa	que	no	entiendo.	Si	eres	tan	ardorosa,	¿cómo	es	que	no
quieres	follar	conmigo?
—Eso	no	es	cierto.
Creel	la	miró	y	parpadeó	a	través	de	la	neblina	del	alcohol.
—¿Qué	es	lo	que	no	es	cierto?	¿Que	eres	muy	ardorosa	o	que	no	quieres	follar
conmigo?	No	me	hagas	reír.
—Creel,	¿qué	te	pasa?	No	entiendo	nada	de	esto.	Tú	no	eras	así.	No	eras	así
cuando	nos	conocimos.	No	eras	así	cuando	nos	casamos.	¿Qué	te	ha	ocurrido?
Durante	un	minuto,	él	no	contestó.	Volvió	al	borde	de	la	mesa	de	billar,	donde
había	dejado	el	vaso.	Pero	con	el	taco	en	una	mano	y	la	bola	en	otra,	no	le
quedaba	una	mano	libre.	Con	sumo	cuidado,	dejó	el	taco	sobre	la	mesa.
Después	apuró	el	vaso.
—Has	cambiado	—dijo.
—¿Que	yo	he	cambiado?	Eres	tú	el	que	se	comporta	como	un	loco.	Lo	único
que	he	hecho	yo	ha	sido	hablar	de	libros	con	cierto	vicepresidente	de	la
compañía.
—No,	no	es	cierto	—repuso	él.	Tenía	blancos	los	nudillos	de	la	mano	que
aferraba	la	bola—.	Crees	que	soy	tonto.	Porque	no	me	especialicé	en
literatura	en	la	universidad.	Tal	vez	haya	cambiado	eso.	Cuando	nos	casamos
no	pensabas	que	yo	era	tonto.	Pero	ahora	sí.	Crees	que	soy	demasiado	tonto
para	notar	la	diferencia.
—¿Qué	diferencia	es	ésa?
—Ya	no	quieres	hacer	el	amor	conmigo.
—Oh,	por	el	amor	de	Dios	—dijo	ella—.	Lo	hicimos	anteayer.
Creel	la	miró	a	los	ojos.
—Pero	tú	no	querías.	Lo	sé.	Nunca	lo	deseas.
—¿Qué	quiere	decir	eso	de	que	lo	sabes?
—Pones	muchas	excusas.
—No	es	cierto.
—Y	cuando	hacemos	el	amor,	no	me	prestas	atención.	Siempre	estás	en	otra
parte.	Pensando	en	otra	cosa.	Siempre	pensando	en	otro.
—Pero	eso	es	normal	—dijo	ella—.	Todas	las	personas	lo	hacen.	Todos
fantaseamos	durante	el	acto.	Eso	es	lo	que	lo	hace	divertido.
Al	principio,	Vi	no	observó	que	el	ciempiés	salía	retorciéndose	de	debajo	de	la
mesa	de	billar,	con	las	antenas	apuntadas	a	sus	piernas.	Pero	después	bajó	la
cabeza	por	casualidad.
—¡Creel!
El	animal	avanzó	hacia	ella.	Vi	retrocedió	de	un	salto	para	apartarse.
Creel	lanzó	la	bola	de	billar	con	toda	su	fuerza.	La	bola	roja	dejó	un	hoyo	en	el
linóleo,	junto	al	ciempiés,	y	se	estrelló	contra	el	mueble	bar.
El	ciempiés	atacó	a	Vi.	Lo	hizo	con	tanta	rapidez	que	ella	no	pudo	alejarse.
Iluminados,	los	segmentos	de	su	cuerpo	destellaron	venenosamente.
Creel	agarró	el	taco	y	golpeó	en	dirección	al	animal.	Falló	de	nuevo.	Pero	las
astillas	de	madera	desprendidas	obligaron	al	ciempiés	a	dar	media	vuelta	y
huir	en	dirección	contraria.	El	animal	desapareció	debajo	del	sofá.
—Mátalo	—dijo	Vi,	jadeante.
Creel	blandió	los	fragmentos	del	taco	ante	ella.
—Te	explicaré	mis	fantasías.	Imagino	que	te	gusta	hacer	el	amor	conmigo.	Tú
imaginas	que	soy	otro	hombre.
Separó	el	sofá	de	la	pared,	esgrimiendo	su	arma.
—Lo	mismo	harías	tú	si	tuvieras	que	acostarte	con	un	animal	tan	sensible,
considerado	e	imaginativo	como	tú	—replicó	Vi.
Tras	salir	de	la	habitación,	cerró	bruscamente	la	puerta.
Creel	movió	de	un	lado	a	otro	todos	los	muebles	para	continuar	la	cacería	del
ciempiés.
(El	dormitorio.
(Esta	habitación	define	a	Vi	tanto	como	permiten	las	limitaciones	de	la
vivienda.	La	cama	es	francamente	grande	para	el	espacio	disponible,	pero	al
menos	tiene	una	cabecera	y	un	pie	de	bronce	trabajado.	Las	sábanas	y	las
fundas	de	las	almohadas	hacen	juego	con	la	colcha,	que	está	decorada	con
flores	blancas	sobre	fondo	azul.	Por	desgracia,	el	peso	de	Creel	comba	la
cama.	Las	puertas	del	armario	están	torcidas	y	es	imposible	cerrarlas.
(Hay	una	lámpara	en	el	techo,	pero	Vi	no	la	enciende	nunca.	Confía	en	un	par
de	lámparas	de	lectura	en	forma	de	S.	En	consecuencia,	la	cama	parece	estar
rodeada	de	penumbra	por	todas	partes).
Creel	se	sentó	en	la	cama	y	contempló	la	puerta	del	cuarto	de	baño.	Tenía	la
espalda	doblada.	Su	mano	derecha	aferraba	el	cuello	de	una	botella	de
tequila,	pero	no	estaba	bebiendo.
La	puerta	del	cuarto	de	baño	estaba	cerrada.	Creel	parecía	estar	mirándose
en	el	espejo	de	cuerpo	entero	unido	a	la	puerta.	Pero	se	veía	una	franja	de	luz
fluorescente	por	debajo	de	la	madera.	Creel	vio	la	sombra	de	Vi	moviéndose
en	el	interior	del	cuarto	de	baño.
Estuvo	contemplando	la	puerta	durante	varios	minutos,	pero	ella	estaba
tomándose	su	tiempo.	Por	fin	se	cambió	la	botella	de	mano.
—Nunca	comprendo	qué	haces	ahí	dentro.
—Espero	a	que	te	atontes	para	poder	descansar	en	paz	—repuso	ella	al	otro
lado	de	la	puerta.
Creel	se	sintió	ofendido.
—Bien,	no	voy	a	atontarme.	Nunca	me	atonto.	Ya	puedes	olvidarte	de	eso.
De	pronto	se	abrió	la	puerta.	Vi	apagó	de	un	manotazo	la	luz	del	cuarto	de
baño	y	apareció	en	el	oscurecido	umbral,	con	los	ojos	clavados	en	Creel.	Iba
con	ropa	de	cama,	con	un	camisón	que	la	habría	hecho	parecer	apetecible	si
ella	lo	hubiera	deseado.
—¿Qué	quieres	ahora?	—preguntó—.	¿Ya	has	terminado	de	destrozar	la	sala
de	juego?
—He	intentado	matar	a	ese	ciempiés.	El	que	tanto	te	ha	espantado.
—No	me	ha	espantado…,	solamente	ha	sido	el	susto.	Sólo	es	un	ciempiés.	¿Lo
has	matado?
—No.
—Eres	muy	lento.	Tendrás	que	llamar	a	un	fumigador.
—Al	infierno	con	el	fumigador	—dijo	muy	despacio—.	Que	se	vaya,	a	la
mierda.	Igual	que	el	ciempiés.	Puedo	ocuparme	de	mis	problemas.	¿Por	qué
me	has	llamado	así?
—¿Cómo	te	he	llamado?
—Animal.	—Creel	no	la	miró	al	decir	esto,	pero	sí	después—.	Jamás	he	movido
un	dedo	para	pegarte.
Vi	pasó	junto	a	él,	se	acostó	y	apoyó	la	almohada	en	la	cabecera	de	bronce.
Sentada	en	la	cama,cruzó	las	piernas	y	se	recostó	en	el	almohadón.
—Lo	sé	—dijo—.	No	quería	decir	eso.	Estaba	furiosa.
Creel	arrugó	la	frente.
—No	querías	decir	eso.	Qué	bonito.	Eso	me	hace	sentir	mucho	mejor.	¿Qué
demonios	querías	decir?
—Espero	que	comprendas	que	no	estás	facilitando	las	cosas.
—No	son	fáciles	para	mí.	¿Crees	que	me	gusta	estar	sentado	aquí,	rogando	a
mi	esposa	que	me	explique	por	qué	no	soy	lo	bastante	bueno	para	ella?
—En	realidad	—contestó	Vi—,	creo	que	te	gusta.	De	esta	forma	puedes
sentirte	víctima.
Creel	alzó	la	botella	hasta	ponerla	a	la	luz.	Observó	el	dorado	líquido	un
momento	y	cambió	el	tequila	de	mano.	Pero	no	respondió.
—Muy	bien	—dijo	ella	al	cabo	de	unos	instantes—.	Me	tratas	como	si	no	te
importara	qué	pienso	o	cómo	me	siento.
—Lo	hago	como	sé	hacerlo	—protestó	él—.	Si	a	mí	me	gusta,	se	supone	que	ha
de	gustarte	a	ti.
—No	estoy	hablando	de	sexualidad.	Estoy	hablando	de	tu	forma	de	tratarme.
De	tu	forma	de	hablarme.	Supones	que	me	ha	de	gustar	todo	lo	que	a	ti	te
gusta	y	que	me	ha	de	disgustar	todo	lo	que	a	ti	te	disgusta.	Piensas	que	toda
mi	vida	debe	girar	en	torno	a	ti.
—Entonces	¿por	qué	te	casaste	conmigo?	¿Te	ha	costado	dos	años	averiguar
que	no	deseas	ser	mi	mujer?
Vi	extendió	las	piernas	ante	ella.	El	camisón	las	tapaba	hasta	las	rodillas.
—Me	casé	contigo	porque	te	amaba.	No	porque	deseara	que	me	trataras
como	un	objeto	el	resto	de	mi	vida.	Necesito	amistades.	Gente	con	la	que
compartir	cosas.	Gente	que	se	interese	por	mis	ideas.	Estuve	a	punto	de	ir	a
una	universidad	para	graduados	porque	deseaba	estudiar	a	Baudelaire.
Llevamos	casados	dos	años	y	aún	no	sabes	quién	es	Baudelaire.	Las	únicas
personas	que	conozco	son	tus	amigos	borrachines.	O	la	gente	que	trabaja	en
tu	empresa.	—Creel	se	dispuso	a	replicar,	pero	ella	siguió	hablando—.
Necesito	libertad.	Me	hace	falta	tomar	decisiones…,	elegir.	Necesito
independencia.	—De	nuevo	Creel	intentó	decir	algo—.	Y	necesito	aprecio.	Me
utilizas	como	si	fuera	menos	interesante	que	tu	precioso	taco	de	billar.
—Se	ha	roto	—dijo	rotundamente	Creel.
—Sé	que	se	ha	roto	—contestó	ella—.	No	me	importa.	Esto	es	más	importante.
Yo	soy	más	importante.
—Has	dicho	que	me	amabas	—repuso	él	en	idéntico	tono—.	Eso	se	acabó.
—Dios,	estás	atontado.	Piénsalo.	¿Qué	diablos	haces	para	que	piense	que	tú
me	amas?
Creel	volvió	a	pasarse	la	botella	a	la	mano	izquierda.
—Has	estado	en	otras	camas.	Seguramente	follas	con	cualquier	hijo	de	puta
que	engatusas.	Por	eso	ya	no	me	quieres.	Seguramente	ellos	te	hacen	las
cosas	sucias	que	yo	no	te	hago.	Y	estás	enviciada.	Estás	aburrida	de	mí
porque	no	soy	lo	bastante	excitante.
Vi	dejó	caer	los	brazos	sobre	los	almohadones	que	tenía	junto	a	ella.
—Creel,	eso	es	morboso.	Eres	un	morboso.
Molesto	por	el	movimiento	de	Vi,	el	ciempiés	salió	de	entre	los	almohadones	y
se	introdujo	en	la	manga	izquierda	de	la	mujer.	Agitó	las	uñas	venenosas
mientras	probaba	la	piel	con	las	antenas,	en	busca	del	mejor	punto	para
picar.
Esta	vez,	Vi	no	chilló.	Como	una	loca,	levantó	el	brazo.	El	ciempiés	salió	por
los	aires.
Rebotó	en	el	techo	y	cayó	en	la	desnuda	pierna	de	Vi.
Estaba	irritado.	Sus	gruesas	patas	se	agitaron	para	agarrarse	en	la	pierna	y
atacar.
Con	la	mano	libre,	Creel	asestó	un	golpe	de	revés	a	lo	largo	de	la	pierna	que
lanzó	despedido	al	ciempiés.
En	el	momento	en	que	el	miriápodo	rebotaba	en	la	pared,	Creel	le	lanzó	la
botella,	con	la	esperanza	de	aplastarlo.	Pero	el	animal	se	había	esfumado	ya
en	la	penumbra	que	rodeaba	la	cama.	Una	rociada	de	vidrios	y	tequila	cubrió
la	colcha.
Vi	saltó	de	la	cama	y	se	escondió	detrás	de	su	marido.
—No	soporto	más	esto.	Me	voy.
—Sólo	es	un	ciempiés	—dijo	él	casi	sin	aliento	mientras	arrancaba	la	barra	de
bronce	del	pie	de	la	cama.	Con	la	barra	en	una	mano	a	modo	de	maza,	apoyó
el	otro	brazo	bajo	la	cama	y	la	levantó.	Parecían	sobrarle	fuerzas	para
aplastar	a	un	simple	ciempiés—.	¿De	qué	tienes	miedo?
—Tengo	miedo	de	ti.	Tengo	miedo	de	la	forma	en	que	trabaja	tu	mente.
Al	mover	la	cama,	Creel	derribó	una	de	las	lámparas	de	cristal.	La	habitación
quedó	más	oscura	todavía.	Tras	encender	la	lámpara	del	techo,	le	fue
imposible	localizar	al	ciempiés.
El	dormitorio	entero	apestaba	a	tequila.
(El	salón.
(El	sofá	sigue	donde	Creel	lo	dejó.	La	mesa	rinconera	está	de	lado,	rodeada	de
marchitas	flores.	El	agua	del	jarrón	ha	dejado	una	mancha	similar	a	cualquier
otra	sombra	de	la	alfombra.	Pero	por	lo	demás	el	salón	no	ha	cambiado.	Las
luces	están	encendidas.	La	brillantez	realza	todos	los	puntos	adonde	no	llega
luz.
(Creel	y	Vi	están	allí.	Él	se	sienta	en	un	sillón	y	observa	a	su	esposa,	que	está
rebuscando	en	el	armario	grande.	Ella	quiere	cosas	para	llevarse	y	una
maleta	para	meterlas.	Se	ha	puesto	un	vestido	sin	forma	y	sin	cinturón.
Extrañamente,	esa	prenda	la	hace	aparentar	menos	años.	Él	parece	más	torpe
que	de	costumbre,	sin	algo	que	beber	en	las	manos).
—Tengo	la	impresión	de	que	disfrutas	con	esto	—dijo	él.
—Naturalmente	—repuso	ella—.	Siempre	tienes	razón.	¿Por	qué	no	ibas	a
tenerla	ahora?	No	me	había	divertido	tanto	desde	que	me	disloqué	el	tobillo
en	el	instituto.
—¿Y	nuestra	noche	de	bodas?	Fue	uno	de	los	acontecimientos	de	tu	vida.
Vi	interrumpió	lo	que	hacía	para	mirarlo	ferozmente.
—Si	continúas	así,	voy	a	vomitar	ahora	mismo,	delante	de	ti.
—Me	haces	sentir	pura	mierda.
—Cierto	otra	vez.	Estás	muy	brillante	esta	noche.
—Bien,	parece	que	estás	divirtiéndote.	Hace	años	que	no	te	veo	tan	excitada.
Seguramente	esperabas	una	oportunidad	como	ésta	desde	que	empezaste	a
usar	otras	camas.
Vi	lanzó	un	neceser	al	otro	lado	del	salón	y	continuó	rebuscando	en	el
armario.
—Siento	curiosidad	por	esa	primera	vez	—dijo	Creel—.	¿Te	sedujo	él?	Apuesto
a	que	fuiste	tú	la	seductora.	Apuesto	a	que	le	rogaste	que	te	llevara	a	la	cama
para	que	te	enseñara	todas	las	porquerías	que	conocía.
—Cierra	el	pico	—murmuró	Vi	desde	dentro	del	armario—.	Cierra	el	pico.	No
estoy	escuchándote.
—Luego	averiguaste	que	él	era	demasiado	normal	para	ti.	Lo	único	que
deseaba	él	era	desfogarse.	Abandonaste	al	pobre	hijo	de	perra	y	buscaste	otro
más	imaginativo.	En	este	momento	debes	de	ser	una	experta	convenciendo	a
un	hombre	para	que	te	baje	las	bragas.
Vi	salió	del	armario	con	uno	de	sus	antiguos	bates	de	béisbol.
—Maldito	seas,	Creel.	Si	no	te	callas,	y	que	Dios	me	castigue	si	no	lo	digo	en
serio,	voy	a	machacarte	tus	podridos	sesos.
Creel	rió	secamente.
—No	puedes	hacer	eso.	No	castigan	la	infidelidad.	Pero	te	meterán	en	la
cárcel	por	asesinar	a	tu	marido.
Tras	arrojar	el	bate	al	interior	del	armario,	Vi	continuó	buscando.	Él	no
apartaba	los	ojos	de	su	esposa.	Cuando	salía	del	armario,	observaba	todo
cuanto	ella	hacía.
—No	debes	consentir	que	un	ciempiés	te	trastorne	tanto	—dijo	al	cabo	de
unos	minutos.
Ella	no	le	prestó	atención.
—Yo	me	ocuparé	de	ese	bicho	—continuó	Creel—.	Nunca	he	permitido	que	te
pasara	nada.	Sé	que	he	fallado	varias	veces.	Te	he	decepcionado.	Pero	me
encargaré	del	ciempiés.	Llamaré	a	un	fumigador	por	la	mañana.	Demonios,
llamaré	a	diez	fumigadores.	No	hace	falta	que	te	vayas.
Vi	continuaba	sin	prestarle	atención.	Durante	un	minuto,	Creel	ocultó	la	cara
entre	las	manos.	Después	bajó	éstas	hasta	su	regazo.	Su	expresión	había
cambiado.
—O	podemos	conservarlo	como	mascota.	Lo	entrenaremos	para	que	nos
despierte	por	la	mañana.	Para	recoger	el	periódico.	Hacer	café.	Ya	no
necesitaremos	despertador.
Vi	arrastró	una	gran	maleta	fuera	del	armario.	Tras	echarla	en	el	sofá,	la
abrió	y	se	puso	a	meter	prendas	en	ella.
—Podemos	llamarlo	«Baudelaire»	—dijo	él.
Vi	sintió	asco.
—«Baudelaire	el	Mayordomo».	Recibirá	a	la	gente	en	la	puerta.	Contestará	el
teléfono.	Hará	las	camas.	Cuidando	siempre	de	que	no	se	forme	una	idea
equivocada,	podría	ayudarte	a	elegir	los	vestidos	que	has	de	ponerte.
»No,	tengo	una	idea	mejor.	Puedes	llevarlo	encima.	Te	pones	el	ciempiés	al
cuello	y	lo	usas	como	si	fuera	un	collar.	Será	la	última	moda	en	artículos
sexys.	Y	conseguirás	que	follen	contigo	tanto	como	quieras.
Tras	morderse	el	labio	para	no	gritar,	Vivolvió	al	armario	y	cogió	un	jersey	de
uno	de	los	estantes	superiores.
En	el	momento	de	sacar	el	suéter,	el	ciempiés	cayó	sobre	su	cabeza.
Su	retroceso	instintivo	la	hizo	salir	del	armario.	Creel	tuvo	una	visión	perfecta
de	lo	que	ocurría:	el	ciempiés	cayó	en	el	hombro	de	Vi	y	se	metió	bajo	el
cuello	del	vestido.
Vi	quedó	paralizada.	La	sangre	huyó	de	su	cara.	Su	aterrada	mirada	quedó
fija	delante	de	ella.
—Creel	—dijo	en	un	susurro—.	Oh,	Dios	mío.	Ayúdame.
La	silueta	del	ciempiés	se	hizo	visible	bajo	el	vestido	mientras	el	animal
recorría	los	pechos	de	Vi.
—Creel.
Al	verlo,	él	se	levantó	del	sillón	y	saltó	hacia	Vi.	Se	detuvo	inmediatamente.
—No	puedo	darle	un	golpe	—dijo—.	Te	haría	daño.	Te	picaría.	Si	intento
levantarte	el	vestido	para	cogerlo,	podría	picarte.
Ella	no	podía	hablar.	La	sensación	del	ciempiés	arrastrándose	por	su	piel	la
paralizaba.
—No	sé	qué	hacer.	—Durante	un	momento,	Creel	pareció	estar
completamente	desesperado.	Tenía	las	manos	vacías.	De	pronto,	su	semblante
se	iluminó—.	Iré	a	por	un	cuchillo.
Dio	media	vuelta	y	salió	corriendo	del	salón	en	dirección	a	la	cocina.
Vi	cerró	los	ojos	con	fuerza	y	apretó	los	puños.	Brotaron	gemidos	de	sus
labios,	pero	ella	no	se	movió.
Muy	despacio,	el	ciempiés	cruzó	su	vientre.	Las	antenas	exploraron	el
ombligo.	El	resto	de	su	cuerpo	se	encogió,	pero	Vi	mantuvo	rígidos	los
músculos	del	vientre.
Y	entonces	el	miriápodo	encontró	el	cálido	lugar	entre	las	piernas	de	la	mujer.
Por	algún	motivo,	el	ciempiés	no	se	detuvo	allí.	Se	arrastró	por	el	muslo
izquierdo	y	siguió	bajando.
Vi	abrió	los	ojos	y	vio	que	el	animal	se	asomaba	bajo	el	dobladillo	del	vestido.
Sin	dejar	de	explorar	un	solo	centímetro	de	piel,	el	ciempiés	se	arrastró	desde
la	espinilla	hasta	el	tobillo.	Allí	se	detuvo	hasta	que	Vi	creyó	que	le	iba	a	ser
imposible	no	prorrumpir	en	gritos.	En	ese	momento	el	miriápodo	se	movió
nuevamente.
En	cuanto	llegó	al	suelo,	Vi	dio	un	salto	hacia	atrás.	Se	desahogó	chillando
entonces,	pero	no	consintió	que	los	gritos	la	demoraran.	Con	la	máxima
rapidez	posible,	se	lanzó	hacia	la	puerta	de	la	vivienda,	la	abrió	de	par	en	par
y	salió.
El	ciempiés	no	tenía	prisa.	Estaba	tranquilo	y	confiado	cuando	sus	gruesas
patas	lo	condujeron	bajo	el	sofá.
Un	segundo	más	tarde,	Creel	volvió	de	la	cocina.	Blandía	un	trinchante	de
larga	y	sanguinaria	hoja.
—¿Vi?	—gritó—.	¿Vi?
En	ese	momento	vio	la	puerta	de	la	calle	abierta.
Al	instante,	un	gruñido	retorció	sus	facciones.
—Hijo	de	perra	—musitó—.	Oh,	hijo	de	perra.	Me	la	has	hecho	buena.
Se	agachó	bruscamente	y	examinó	la	alfombra.	Sostuvo	el	cuchillo	en	alto
ante	él.
—Voy	a	castigarte	por	esto.	Voy	a	encontrarte.	Puedes	estar	seguro	de	que	te
encontraré.	Y	cuando	te	encuentre,	te	cortaré	a	trozos.	Te	cortaré	en	trozos
pequeños,	minúsculos.	Te	arrancaré	todas	las	patas,	una	a	una.	Y	luego	te
tiraré	al	triturador	de	basura.
Al	acecho,	mientras	recorría	la	parte	trasera	del	sofá,	Creel	llegó	al	lugar
donde	yacía	tumbada	la	mesa	rinconera	rodeada	de	flores	muertas.
—Buen	hijo	de	perra	estás	hecho.	Ella	era	mi	mujer.
Pero	no	encontró	al	ciempiés.	El	animal	se	hallaba	oculto	en	la	oscura	mancha
de	agua,	junto	al	jarrón.	Creel	estuvo	a	punto	de	pisarlo.
En	un	abrir	y	cerrar	de	ojos,	el	animal	se	lanzó	hacia	un	zapato	y	desapareció
por	la	pernera	de	los	pantalones.
Creel	no	supo	que	el	ciempiés	estaba	allí	hasta	que	lo	notó	trepar	por	su
rodilla.
Bajó	la	cabeza	y	vio	que	el	alargado	bulto	de	sus	pantalones	avanzaba	hacia
su	entrepierna.
Antes	de	darse	cuenta	de	lo	que	hacía,	asestó	una	cuchillada…
¡Muerte	al	Conejito	de	Pascua!
ALAN	RYAN
Uno	de	los	aspectos	más	fascinantes	de	la	edad	adulta	es	la	facilidad	con	que
los	mayores	olvidan	cuán	aterradoras	pueden	ser	todas	esas	maravillosas
criaturas	festivas	para	la	gente	menuda.	De	hecho,	los	adultos	tienden	a
olvidar	casi	por	completo	cómo	fue	su	niñez,	y	cuando	se	les	ofrece	un
recuerdo	exacto,	totalmente	opuesto	a	una	variedad	particular	de
revisionismo,	ni	todas	las	protestas	del	mundo	alteran	la	realidad	de	que	ser
más	maduro	y	sensato	no	significa	ya	tener	menos	miedo.
La	novela	más	reciente	de	Alan	Ryan	es	The	Kill	(La	matanza),	y	sus	cuentos
continúan	publicándose	en	todas	las	revistas	y	antologías	importantes	del
género.	Además,	Ryan	es	crítico	de	libros	de	The	Washington	Post	y	The
Cleveland	Plain	Dealer,	y	todo	ello	lo	hace	en	un	piso	del	Bronx	forrado	de
libros.
Cuando	Paul,	yo	y	las	chicas	conocimos	al	anciano	del	bosque	aquel	día,	ni
por	un	momento	pensamos	que	acabaríamos	viviendo	aquí,	en	las	montañas.
Como	es	lógico,	tampoco	pensamos	que	tendríamos	que	matar	al	Conejito	de
Pascua[1]	.
Los	cuatro	(es	decir,	Paul,	Susana,	Bárbara	y	yo)	estábamos	buscando	un
lugar	para	ir	los	fines	de	semana,	un	sitio	que	no	fuera	caro	ni	estuviera
demasiado	lejos	de	Nueva	York.	Cuando	descubrimos	Deacons	Kill,	a	cuatro
horas	de	viaje	hacia	el	norte,	en	los	Catskills,	comprendimos	al	instante	que
ésa	era	la	clase	de	lugar	que	nos	interesaba.	En	su	mayor	parte	está	formado
por	granjas	lecheras,	boscosas	montañas,	llanuras	y	gente	decente.	La
población	también	es	agradable;	pequeña,	con	habitantes	muy	amistosos,	y
hay	un	magnífico	hotel	antiguo,	llamado	Hotel	Centenario,	en	la	plaza	del
pueblo.	El	invierno	pasado,	nada	más	descubrir	Kill	(así	llaman	todos	al
pueblo),	empezamos	a	ir	allí	constantemente.
Y	allí	estábamos	un	día	los	cuatro,	de	paseo	por	una	carretera	rústica,	sólo
dando	una	vuelta	porque	hacía	bastante	frío	y	no	queríamos	alejarnos
demasiado	del	coche,	y	Susana	se	quejaba	de	no	llevar	ropa	de	abrigo	y
Bárbara	decía	que	le	dolían	los	pies	con	sus	botas	nuevas.	Entonces	Paul	vio
una	senda	que	se	adentraba	en	el	bosque,	entre	los	pinos,	y	se	empeñó	en
seguirla	un	trecho.
Hubo	alguna	discusión	entre	los	cuatro	y	por	fin	acordamos	recorrer	una
distancia	corta,	quizá	cinco	minutos	de	caminata,	antes	de	volver.	En
realidad,	yo	habría	preferido	estar	con	Bárbara	en	nuestra	habitación	del
Hotel	Centenario,	solos	los	dos,	pero	si	entonces	no	hubiera	accedido	a	los
deseos	de	Paul	jamás	habríamos	conocido	al	anciano,	el	Conejito	de	Pascua
seguiría	rondando	por	ahí	y	nada	de	esto	habría	sucedido.
Habíamos	recorrido	sólo	unos	metros	entre	los	pinos	cuando,	de	pronto,	sonó
una	voz.	Los	gritos	iban	dirigidos	hacia	nosotros,	imposible	equivocarse.
—¡Ya	basta!	¡Alto	ahí	mismo!
No	fue	la	brusquedad,	ni	siquiera	el	sonido	de	la	voz	lo	que	nos	obligó	a
detenernos	al	instante.	En	realidad,	sólo	era	la	voz	de	un	viejo,	desabrida	y	un
poco	ronca,	pero	de	un	viejo	a	pesar	de	todo.	Sin	embargo,	lo	que	nos
impresionó	a	todos	en	cuanto	la	oímos	fue	el	tono.	Reflejaba	muchas
emociones	al	mismo	tiempo:	enfado,	exasperación,	resolución,	amenaza.	Y
susto.	La	voz	reflejaba	susto.	Los	cuatro	nos	quedamos	como	una	piedra
donde	estábamos.
—¿Qué	estáis	haciendo	aquí?	¡Este	sitio	no	es	para	vosotros!
Volví	la	cabeza	para	ver	de	dónde	provenía	la	voz	y	allí	estaba	el	anciano.	No
tengo	edad	suficiente	para	recordar	a	Gabby	Hayes,	pero	he	visto	fotografías
de	él	y	ese	anciano	se	le	parecía	mucho.	O	quizá	se	parecía	un	poco	a	nuestra
imagen	de	Rip	van	Winkle.	Tenía	una	barba	grisácea	y	fibrosa,	sus	ojos
brillaban	y	estaban	rodeados	de	arrugas,	su	vestimenta	era	del	color	del
bosque	(gris,	marrón	y	ningún	color	en	particular)	y	estaba	apuntándonos	con
una	escopeta	de	dos	cañones.
—¡Aguanta!	—dijo	Paul	detrás	de	mí.
—¿Qué	estáis	haciendo	aquí?	—repitió	el	anciano,	e	hizo	girar	la	escopeta
como	si	fuera	una	cámara	de	cine.
Vi	que	tenía	el	dedo	en	el	gatillo.
—¡Un	momento!	—dije—.	No	estamos	haciendo	nada.	Sólo	dando	un	paseo.
El	viejo	me	miró	con	aire	escéptico	durante	unos	instantes.	Yo	pensé	con
rapidez,	o	traté	de	hacerlo,	y	deseé	que	Paul	dijera	algo	ingenioso.	Nadie	me
había	apuntado	con	un	arma	anteriormente.	Pensé	que	si	el	viejo	disparaba,
yo	sería	el	primero	en	caer,	y	supongo	que	es	un	pensamiento	bastante
egoísta.	Pero	antes	de	que	pudiera	imaginar	qué	decir,	el	anciano	bajó	la
escopeta	y	la	dejó	apuntada	al	suelo.	En	ese	momento	mis	rodillasempezaron
a	temblar	y	mi	corazón	latió	con	fuerza.	Detrás	de	mí,	oí	que	Bárbara	decía:
«¡Oh,	Dios	mío!»	y	descubrí	que	mi	mano	estaba	extendida	hacia	atrás	para
proteger	a	la	chica.	Ella	la	cogió	y	la	sostuvo	muy	fuerte.
—¿Qué	estáis	haciendo	aquí?	—preguntó	de	nuevo	el	anciano,	pero	menos
enfadado	que	hasta	entonces.
Pensé	que	casi	parecía	un	poco	aliviado.
Insistí	en	que	sólo	estábamos	dando	un	paseo,	sí,	en	invierno,	no	nos
importaba	el	frío,	que	esperábamos	no	habernos	metido	en	un	terreno
privado,	que	no,	que	no	llevábamos	armas,	que	sí,	que	pensábamos	volver	a	la
carretera,	y	así	sucesivamente.	Paul	colaboró	en	las	respuestas	y	por	fin	el
anciano	comenzó	a	parecerme	un	simple	viejo	que	por	casualidad	llevaba	una
escopeta.
Fue	Paul	el	que	hizo	la	pregunta	y,	cuando	lo	hizo	casi	le	habría	dado	una
patada	por	ello.
—¿Qué	hace	usted	aquí?	—dijo	al	anciano—.	¿Es	el	dueño	de	este	bosque?
El	viejo	miró	con	dureza	a	Paul,	luego	me	miró	a	mí,	después	a	las	chicas	y	de
nuevo	a	Paul.	Era	fácil	imaginar	que	estaba	decidiendo	si	estábamos
desafiándolo	o	simplemente	haciendo	una	pregunta	como	gente	normal.
Mantuve	la	vista	fija	en	los	cañones	de	la	escopeta,	pero	continuaron
apuntados	al	suelo.
El	anciano	nos	examinó	unos	segundos	más	antes	de	hablar.
—Soy	tan	dueño	de	este	bosque	como	el	que	más	derecho	tenga.	Tal	vez	más.
Había	algo	así	como	pétrea	severidad	en	su	tono.
Se	produjo	una	especie	de	punto	muerto	en	ese	momento,	mientras	él
continuaba	estudiándonos	y	nosotros	observándolo.	Luego	vi	que	su	postura
perdía	tensión	y	comprendí	que	habíamos	superado	las	dificultades.
Creo	que	Bárbara	dijo	algo	después,	quizá	le	hizo	una	pregunta,	y	a	partir	de
entonces	hubo	una	conversación	bastante	normal,	teniendo	en	cuenta	las
circunstancias.	No	fue	precisamente	una	charla	brillante	ni	nada	por	el	estilo,
como	la	que	se	sostiene	en	un	buen	bar	a	últimas	horas	de	la	noche,	pero
todos	hablamos	con	más	o	menos	naturalidad	al	cabo	de	un	minuto.
Ese	primer	encuentro	resulta	todavía	más	extraño	ahora.	Yo	no	sé	de	qué
hablamos	y	los	demás	tampoco	lo	recuerdan	(supongo	que	estábamos
nerviosos	aún	después	del	susto).	Lo	único	que	sé	es	que	él	se	refirió	a
«intrusos»	un	par	de	veces,	a	gente	que	se	entremetía	en	su	bosque.
Recuerdo	haber	pensado	que	el	anciano	incluso	podía	acabar	siendo	una
persona	amigable	con	el	tiempo,	a	pesar	de	que	no	averiguamos	nada	de	su
vida.	Por	lo	poco	que	supimos	aquella	vez,	él	podía	vivir	en	los	árboles.	En
realidad,	esa	suposición	habría	sido	errónea.
Cuando	la	conversación,	si	puede	llamársela	así,	empezaba	a	decaer,	el
anciano	dijo	algo	que	recuerdo	con	gran	claridad.
—Podéis	hacerme	otra	visita	cuando	paséis	por	aquí.	—Y	en	voz	más	baja
añadió—:	Estaré	aquí.
Y	así	empezó	todo.
Como	es	natural	hablamos	mucho	del	viejo	aquel	fin	de	semana	y	en
ocasiones	posteriores.	Y	por	supuesto	hablamos	del	incidente	la	próxima	vez
que	fuimos	allí,	un	par	de	semanas	más	tarde.
Sólo	llevábamos	un	rato	en	el	hotel	el	viernes	por	la	tarde.	Bárbara	y	yo	aún
estábamos	sacando	cosas	de	las	maletas	y	guardándolas,	y	ella	se	enfadó
porque	la	blusa	que	quería	ponerse	para	la	comida	del	sábado	se	había
arrugado.	Y	además	tonteamos	un	poco	mientras	deshacíamos	las	maletas.
Hubo	un	golpe	en	la	puerta,	abrí	y	entraron	Susana	y	Paul.
Mi	amigo	se	dejó	caer	en	una	de	las	sillas	que	estaban	junto	a	la	ventana	y
Susana	se	sentó	en	sus	rodillas.
—Vamos	a	ver	a	ese	viejo	extraño	del	bosque	—dijo	Paul.
—Debes	de	estar	bromeando	—repuse	al	instante,	pero	lo	cierto	era	que	yo
mismo	lo	había	pensado	y	no	me	atrevía	a	decirlo	porque	creía	que	los	demás
me	juzgarían	loco.
—No	estoy	bromeando.	—Paul	hablaba	en	serio—.	Quiero	ir	a	verlo.	Creo	—y
en	este	momento	Paul	adoptó	una	expresión	solemne	y	grave	que	se	reflejó
también	en	su	voz—	que	fue	simplemente	el	destino	lo	que	nos	llevó	hasta	él.
El	destino,	os	lo	aseguro.	Kismet	.	Está	decidido	que	conozcamos	al	viejo
simplón	y	corramos	toda	clase	de	aventuras	con	él.
Paul	es	profesor	de	lengua	inglesa,	detalle	que	explica	muchas	cosas.
Bien,	lo	comentamos	un	rato	y	tanto	Bárbara	y	Susana	como	yo	dijimos	que
no	nos	interesaba	en	absoluto	y	que	de	todas	formas	hacía	demasiado	frío
para	ir	de	excursión	al	bosque.	Pero	en	realidad	ninguno	de	los	tres
hablábamos	en	serio,	y	finalmente	decidimos	volver,	localizar	la	senda	y
comprobar	si	el	anciano	seguía	realmente	allí.
El	sábado	fuimos	en	coche	por	la	misma	carretera,	encontramos	la	senda	e
iniciamos	la	caminata.	Nuestro	nerviosismo	aumentó	conforme	nos
adentrábamos,	y	esa	vez	tuvimos	que	recorrer	un	largo	trecho	antes	de	que
ocurriera	algo.	Un	trecho	tan	largo,	en	realidad,	que	empezamos	a	pensar	si
no	habríamos	imaginado	al	anciano	o	si	era	tan	sólo	un	granjero	de	la
localidad	o	un	vago	que	se	había	divertido	un	poco	a	nuestra	costa.	Pero
naturalmente,	cuando	estábamos	comentando	que	sería	mejor	volver	hacia	la
carretera,	porque	realmente	hacía	mucho	frío	ese	día,	el	anciano	salió	de
detrás	de	un	árbol	(o	por	lo	menos	eso	pensamos	cuando	hablamos	de	ello
más	tarde)	y	se	situó	en	la	senda,	delante	de	nosotros.
No	dijo	nada	en	esta	ocasión,	sólo	nos	miró.	Conservaba	la	escopeta,	pero	la
tenía	apuntada	al	suelo.
Creo	que	ninguno	de	los	cuatro	pensábamos	volver	a	verlo.	Pero	ahí	estaba,
con	el	mismo	aspecto	que	la	primera	vez.
El	anciano	movió	un	poco	la	cabeza,	un	gesto	que	yo	interpreté	como	saludo.
Paul	había	ido	en	primer	lugar	y	era	el	más	próximo	al	viejo,	y	por	eso	fue	el
primero	en	hablar.
—Hola	—dijo—.	Seguro	que	pensaba	no	volver	a	vernos.
No	fue	una	frase	muy	brillante,	pero	de	pronto	me	hizo	comprender	que
desconocíamos	el	nombre	del	viejo.
—Seguro	que	vosotros	no	pensabais	volver	a	verme	—repuso	el	anciano.
No	sonreía.
Quedamos	algo	confusos	después	de	eso,	porque	naturalmente	era	cierto.	Lo
siguiente	que	recuerdo	es	que	de	nuevo	conversamos	con	el	viejo,	igual	que	la
primera	vez,	con	sosiego	y	naturalidad.	Hablamos	del	bosque,	creo,	ya	que	no
imagino	otra	cosa.	Siempre	fue	así,	entonces	y	después,	y	el	incidente
siempre	parece	raro	más	tarde:	los	cuatro	en	el	bosque,	al	principio	en
invierno	y	después	en	primavera,	verano	y	otoño,	hablando	con	él	un	rato
pero	sin	recordar	una	sola	palabra	de	cuanto	se	decía.
Pero	recuerdo	claramente	algo	que	nos	dijo	él.
—Venid	a	mi	casa.
Sé	que	fuimos	detrás	de	él,	que	salimos	de	la	senda	y	nos	adentramos	en	las
profundidades	del	bosque,	y	sé	que	subimos	cerros	(y	sé	que	él	tuvo	que
guiarnos	hasta	la	senda	después),	pero	no	tengo	una	imagen	clara	en	mi
mente	de	cómo	llegamos	a	su	casa,	ni	aquella	primera	vez	ni	las	posteriores.
Cuando	pienso	en	ello	ahora,	debo	admitir	que	no	comprendo	por	qué	fuimos
con	él.	Pero	fuimos.	Él	nos	guió	y	nosotros	le	seguimos.
El	anciano	vive	en	lo	alto	de	una	colina,	en	la	parte	más	oscura	y	espesa	del
bosque,	la	clase	de	lugar	que	casi	te	hace	imaginar	al	Lobo	Malo	saltando
para	atacar	a	Caperucita	Roja.	La	clase	de	lugar	que	ves	en	sueños	cuando
eres	niño…,	por	lo	menos	ése	es	el	mejor	recuerdo	que	yo	conservo.	Después
nunca	hubo	más	claridad,	no	más	que	aquella	primera	vez.	Era	como	si	la
niebla	o	una	nube	rodeara	el	paraje,	ocultándonos	sus	detalles	pero
permitiéndonos	vislumbrar	lo	suficiente	para	pensar	que	ni	era	tan	extraño	ni
tan	espantoso.	Podía	ser	una	choza,	una	cabaña	o	una	enorme	y	antigua
mansión	del	bosque.	Podía	ser	una	cueva	o	una	construcción	de	madera	en	las
copas	de	los	árboles.	Podía	no	ser	nada	de	eso.	No	lo	supimos	entonces	y	no
lo	sabemos	ahora.	Pero	el	anciano	siempre	se	las	arreglaba	para	que	todo
estuviera	claro.
El	interior	era	igual:	vago	pero	claro,	real	e	irreal,	ni	frío	ni	calor,	raro	y	no
tan	extraño.	Esa	primera	vez,	el	viejo	nos	invitó	a	tomar	asiento	(había
muebles	para	sentarse	pero	no	recuerdo	de	qué	clase)	y	nos	ofreció	bebida
(algo	ni	frío	ni	caliente,	pero	no	sé	qué	era).
Y	habló.	Nos	habló	de	las	montañas,	los	bosques,	los	ríos,	los	riachuelos,	los
árboles,	las	rocas	y	la	tierra,	nos	habló	de	la	naturaleza,	de	su	salvajismo,	su
orden,	su	belleza	y	su	bestialidad,	delaire,	el	clima,	las	tormentas,	las	lluvias,
las	nevadas	y	los	vientos.
Prestamos	atención	(esa	primera	vez,	recuerdo,	y	todas	las	posteriores)
embelesados.
Y	habló	de	la	ciudad,	de	su	diferencia	respecto	al	campo,	nos	dijo	que
teníamos	que	aprender	las	costumbres	de	las	montañas,	y	extrañamente
comprendimos	que	tenía	razón.
Y	al	cabo	de	un	rato	nos	guió	para	salir	del	bosque,	regresamos	a	la	senda,	a
la	carretera	y	al	coche,	y	los	cuatro	nos	mirábamos	como	divertidos,	con
cierta	turbación,	y	ninguno	quiso	ser	el	primero	en	afirmar	que	todo	había
sido	real	o	irreal,	aunque	naturalmente	sabíamos	que	lo	había	sido.
—¡Aguanta!	—dijo	en	voz	baja	Paul	en	cuanto	estuvimos	a	salvo	en	el
automóvil.
Nadie	dijo	nada	más	entonces,	pero	hablamos	mucho	en	cuanto	regresamos	al
Centenario.	Lo	que	no	significa	que	extrajéramos	conclusiones	de	todo	ello,
en	especial	cuando	los	cuatro	no	teníamos	idea	clara	ni	de	por	qué	habíamos
acompañado	al	anciano	ni	de	cómo	nos	había	guiado	por	el	bosque.	No
sabíamos	cómo	era	su	casa	(suponiendo	que	fuera	una	casa),	ni	de	qué
habíamos	hablado	con	él.	Nada	estaba	claro,	nada	tenía	sentido	lógico.
Lo	único	que	sabíamos	con	certeza	era	que,	después	de	los	primeros
segundos	con	el	viejo,	nadie	había	tenido	miedo.
—Es	algo	así	como	un	mago	—dijo	Paul,	pero	no	miró	a	la	cara	de	nadie
cuando	lo	dijo.
—Los	magos	no	existen	—repuso	Bárbara—.	No	seas	ridículo.
Bárbara	enseña	física	y	no	tiene	paciencia	con	temas	como	ése.	Es	una	chica
alegre,	uno	de	los	detalles	que	más	me	gustan	de	ella,	pero	puede	mostrarse
bastante	brusca	con	cosas	que	considera	estupideces.
—Escuchad	—dijo	Paul.	Adoptó	su	expresión	más	natural	y	miró	a	Bárbara
porque	sabía	que	ella	era	la	persona	más	escéptica	del	grupo—.	No	digo	que
lo	crea,	pero	tampoco	digo	que	no	lo	crea.
—Una	explicación	bonita	y	clara	—contestó	Bárbara.
Vi	que	estaba	poniéndose	nerviosa.
—Vamos,	escuchad	—dijo	Paul—.	Examinemos	el	caso,	¿de	acuerdo?
Conocemos	a	un	tipo	extraño	en	el	bosque.	Primero	nos	da	un	susto	mortal,
apareciendo	de	pronto.	Luego	resulta	ser	una	buena	persona.	Hablamos	con
él	un	rato	y…
—…	y	después	no	recordamos	qué	sucedió	—se	apresuró	a	decir	Bárbara.
—Hablo	de	la	primera	vez	—observó	Paul.
—Yo	hablo	de	las	dos	veces	—replicó	Bárbara.
Paul	estaba	inquieto.
—Bien,	de	acuerdo,	pero	eso	es	parte	del	asunto.	Es	decir,	el	hecho	de	que	no
recordemos	con	claridad	lo	sucedido	sugiere	que…	—Paul	vaciló,	sonrió,	se
alzó	de	hombros—.	Es	posible	que	nos	hechizara.
—Oh,	Dios	—dijo	Bárbara—.	Esto	es	increíble.
—Encaja.
Bárbara	apartó	los	ojos	de	él.
—Encaja	—repitió	Paul.
—El	aire	fresco	del	campo	está	pudriéndote	el	cerebro	—repuso	Bárbara,	y
con	ello	supe	que	estaba	empezando	a	ceder.
—¿Qué	opinas	tú,	Greg?	—me	preguntó	Susana—.	Estás	muy	callado.
Yo	estaba	callado	porque	tenía	las	mismas	alocadas	ideas	de	Paul	y	prefería
que	él	se	encargara	de	expresarlas	en	palabras.
—Yo	opino	que	es	una	explicación	tan	buena	como	cualquiera.	Tendremos	que
estar	más	atentos	la	próxima	vez,	tomar	notas,	fotos	o	lo	que	sea,	y	luego
veremos	qué	pasa.
Los	otros	asintieron,	y	de	pronto	nos	miramos	unos	a	otros	y	Bárbara	me
apretó	con	fuerza	la	mano.	No	habíamos	hablado	de	regresar,	no	habíamos
dicho	una	palabra,	pero	yo	acababa	de	anunciar	«la	próxima	vez»	y	todos
sabíamos	que	volveríamos.
Eso	fue	en	febrero,	y	hasta	principios	de	marzo,	tres	semanas	más	tarde,	ni
volvimos	a	Deacons	Kill	ni	vimos	otra	vez	al	anciano.
Bárbara	había	estado	jugando	a	baloncesto	con	las	chicas	en	el	local	del
colegio	y	se	había	torcido	el	tobillo.	Tuvo	que	llevarlo	vendado	dos	semanas.
Fui	con	ella	al	médico	el	día	que	le	quitaron	las	vendas	y	el	médico	le	dijo	que
ya	tenía	bien	el	tobillo.
—Bien,	estoy	preparada	—anunció	ella	en	cuanto	volvimos	al	coche.
Y	comprendí	a	qué	se	refería.	Telefoneé	a	Paul	nada	más	llegar	a	casa	y	él
contestó	que	avisaría	a	Susana	(no	tenía	que	ir	muy	lejos	porque	la	oí	decir
algo	en	segundo	término)	y	que	estarían	listos	para	salir	el	viernes.	Aparte	de
eso	sólo	comentamos	si	iríamos	en	su	coche	o	en	el	mío.
No	hablamos	una	sola	palabra	del	anciano	mientras	estuvimos	en	la	ciudad.
Todo	sucedió	igual,	con	una	excepción.	Esta	vez,	posteriormente,	recordamos
la	conversación	con	el	viejo.	Por	lo	menos,	yo	la	recordé.	Con	gran	claridad.
Los	demás	no	hicieron	comentarios	y	yo	jamás	dije	una	palabra,	ni	siquiera	a
Bárbara,	pero	aseguraría	que	también	la	recordaron.	Los	cuatro	evitamos
mirarnos	y	no	puedo	afirmarlo.
El	anciano	habló	nuevamente	de	intrusos,	igual	que	cuando	lo	conocimos.	Se
refirió	a	que	el	mundo	estaba	lleno	de	extrañas	criaturas,	extraños	entes,
seres	vivientes	pero	vivos	de	una	forma	totalmente	distinta	a	cualquier	clase
de	vida	que	existe	en	el	mundo;	y	en	consecuencia	no	pertenecen	al	mundo
real,	no	encajan	en	el	mundo	de	los	hombres.	Y	el	viejo	comentó	cuán
necesario	era	librarnos	de	ellos,	cuánto	pervertían	nuestras	mentes	y
distorsionaban	nuestra	visión	de	la	realidad.	Era	muy	lógico,	tal	como	él	lo
explicaba.	Todavía	oigo	su	voz	aquella	vez,	baja	y	suave	pero	con	un	rasgo	de
dura	tensión.	Él	sabía	de	qué	hablaba.	Dijo	que	su	esposa	estaba	dedicada	a
liberar	al	mundo	de	aquellos	intrusos.	Y	dijo	que	había	muchos	intrusos,	que
eran	demasiado	fuertes	para	un	viejo,	que	necesitaba	ayuda	y	nos	había
elegido	para	ello.
No	mencionó	al	Conejito	de	Pascua	aquella	vez.
Cuando	dijo	que	necesitaba	vernos	a	los	cuatro	dentro	de	una	semana,	todos
contestamos	al	unísono	que	allí	estaríamos.
Ésa	fue	la	primera	vez	que	mencionó	al	Conejito	de	Pascua.
Los	cuatro	estábamos	sentados	en	la…	digamos	casa	del	anciano,	porque	por
entonces	la	veíamos	con	más	claridad	que	anteriormente.	Todavía	nos
resultaba	vaga	la	ruta	para	ascender	la	colina	desde	la	senda,	la	ubicación
exacta	de	la	casa	y	su	apariencia	externa.	Pero	el	interior	era	lo	bastante
claro	para	que	lo	viéramos.	Las	paredes	eran	muy	toscas	(quizá	de	piedra	o
de	una	rara	variedad	de	troncos)	y	no	había	ventanas,	pero	sí	alfombras	o
pieles	de	animal	en	el	suelo	y	muchos	lugares	donde	sentarse,	sillas	y	bancos,
aunque	normalmente	nos	sentábamos	en	círculo	en	el	centro	de	una
habitación	enorme,	los	cinco,	mientras	el	anciano	hablaba.
Poco	a	poco,	conforme	la	frecuencia	de	nuestras	visitas	fue	aumentando,
comenzamos	a	formular	preguntas,	en	lugar	de	prestar	atención	a	la	charla
del	anciano	solamente.	Nos	comentó	una	vez	que	se	sentía	muy	contento	por
habernos	elegido	y	que	le	alegraba	que	fuéramos	captando	la	esencia	del
asunto,	mostráramos	progresos	y	empezáramos	a	entender	el	peligro	que
amenazaba	al	mundo.	Así	lo	expresaba	él:	el	peligro	que	amenazaba	al
mundo.
Era	muy	convincente	hablando.	Sé	que	no	recurría	a	trucos	con	nosotros,
hipnotismo	o	algo	similar.	Estoy	seguro	de	que	no	hizo	nada	de	eso.	Lo	único
que	sé	es	que	nos	convenció	(y	era	obvio,	desde	el	principio)	de	que	había
estado	aguardándonos	y	de	que…,	y	de	que	nosotros	habíamos	acudido	a	él.
Todo	es	muy	raro.	Al	fin	y	al	cabo,	los	cuatro	somos	personas	normales,	como
todo	el	mundo.	No	somos	extraños	ni	nada	parecido,	no	pertenecemos	a	locas
sectas	religiosas,	nos	importa	un	bledo	la	astrología,	el	tarot	y	esa	clase	de
cosas,	las	locuras	y	las	extravagancias.	Los	cuatro	somos	inteligentes,
supongo,	y	estamos	bastante	bien	educados,	pero	todo	ello	redunda
ciertamente	en	favor	nuestro.	Como	mínimo	hace	menos	probable	que	el
anciano	pudiera	habernos	embaucado,	tanto	entonces	como	ahora.
La	simple	realidad	era	que	todo	cuanto	decía	él	era	lógico.	Todo	era	lógico.	Y
cuando	terminó	de	hablarnos	del	Conejito	de	Pascua,	comprendimos	a	qué	se
refería	al	hablar	de	peligro,	el	peligro	que	amenazaba	al	mundo.
Bárbara	fue	la	primera	en	plantear	la	cuestión	al	anciano.
—Muchísima	gente	—dijo,	manteniendo	firme	la	voz—	opina	que	el	Conejito
de	Pascua	es	pura	imaginación.
El	viejo	le	sonrió	con	aire	paciente	y	después	nos	ofreció	su	sonrisa	a	los
demás.
—Lo	entendéis	—dijo	en	voz	alta—.	Entendéis	a	qué	me	refiero.	De	eso
precisamente	estoy	hablando.	Ese	monstruo	sale	de	su	escondite,	vaga	contanta	libertad	como	quiere	por	el	mundo	entero	y	sin	embargo	ha	convencido
a	la	gente	de	que	ni	siquiera	existe.	¡Es	asombroso	lo	que	estas	criaturas
pueden	hacer	con	la	mente	humana!	¡Absolutamente	asombroso!	Y	terrible.
Se	inclinó	hacia	delante,	dentro	del	círculo,	y	su	mirada	se	deslizó	de	uno	a
otro	de	nosotros	mientras	seguía	hablando.
—Lo	entendéis,	¿no	es	cierto?	Sé	que	lo	entendéis.	Pensadlo.	Si	preguntarais
a	alguien,	a	cualquier	persona,	estoy	convencido	de	que	os	diría	qué	aspecto
tiene	más	o	menos	el	Conejito	de	Pascua.	Y	naturalmente	todo	el	mundo	lo
considera	muy…	Bien,	la	gente	usaría	palabras	como	«precioso»,	«mimoso»,
«dulce»…	¡Imaginaos!	Y	sin	embargo,	si	preguntáis	si	él	existe	o	no,	todos
dirán	que	no,	que	es	una	criatura	mítica	o	algo	así.	Pero	los	niños,	los	niños
pequeños	saben	perfectamente	que	el	Conejito	de	Pascua	existe	y	así	lo
afirmarán	sin	vacilación.	Los	niños	están	mucho	más	próximos	a	esa	clase	de
conocimiento,	perciben	por	instinto	criaturas	extrañas	y	primitivas	como	ésa.
Y	si	os	paráis	a	pensar	en	ello,	no	hay	un	solo	niño	en	el	mundo	capaz	de
permanecer	quieto	y	sonreír	si	viera	al	Conejito	de	Pascua	doblar	una	esquina
y	caminar	hacia	él.	Sabéis	que	los	niños	echarían	a	correr	como	si	les	fuera	la
vida	en	ello.	Bien,	los	niños	conocen	a	estos	seres	y	los	entienden.	Oh,	sí,	los
niños	los	conocen.	Sólo	más	tarde,	cuando	crecen,	se	nublan	sus	mentes,
olvidan	cosas	importantísimas,	los	especiales	conocimientos	instintivos	que
poseían	cuando	eran	jovencitos,	antes	de	que	el	mundo	se	apoderara	de	sus
mentes.	Pero	conocen	a	esos	seres.	Los	niños	los	conocen.	Y	lo	suficiente
como	para	asustarse.
Quedamos	atónitos	tras	la	explicación,	asombrados	por	su	fuerza,	por	el
miedo	que	reflejaba	la	voz	del	anciano,	por	su	resolución	para	hacernos
comprender,	para	obligarnos	a	rasgar	el	velo	de	la	edad	adulta	que	podía
nublar	nuestros	ojos,	para	convencernos	de	la	urgencia	de	actuar.	Fue	un
momento	especial	y	los	cuatro	quedamos	paralizados	y	en	silencio	cuando	él
terminó	de	hablar.
—¿Cómo	lo	sabe	usted?	—preguntó	Bárbara.	Siempre	escéptica,	por	la	fuerza
de	la	costumbre,	pero	deduje	de	su	expresión	que	ella	estaba	convencida.
—Yo	soy	distinto	—respondió	amablemente	el	viejo—.	Soy	especial.	Puedo	ver
con	más	claridad	que	otros.	Y	puedo	ayudaros	a	ver.
Estábamos	asintiendo,	ya	convencidos.	También	Bárbara.
—Cuando	llegue	la	hora	—dijo	el	anciano,	apenas	en	un	susurro,	ya	que
estaba	claramente	agotado	a	causa	de	la	tensión—,	cuando	llegue	la	hora	os
lo	enseñaré	y	lo	comprenderéis	por	vosotros	mismos.
Más	tarde,	ese	mismo	día,	cuando	nos	guió	desde	la	casa	hasta	la	senda,	el
neblinoso	bosque	parecía	repleto	de	espíritus	fugaces	y	sombras	movedizas.
Posteriormente,	fuimos	al	bosque	todos	los	fines	de	semana.
Entre	viaje	y	viaje,	jamás	hacíamos	comentarios	entre	nosotros.	Esa	clase	de
conversación	estaba	reservada	para	el	bosque,	para	la	casa	del	anciano	y	para
la	seguridad	de	su	hogar	y	su	presencia.
El	tiempo	en	marzo	aún	fue	malo	algunas	veces,	pero	a	principios	de	abril	el
ambiente	se	caldeó	un	poco	y	un	colorcillo	verde	comenzó	a	brotar	a	los	lados
de	las	carreteras	de	Deacons	Kill.	Los	árboles	continuaban	muy	oscuros	y
pelados,	excepto	los	abetos,	y	mojados	a	causa	de	la	lluvia	de	abril.	Cuando	el
anciano	nos	guiaba	desde	la	senda	todos	los	fines	de	semana,	ni	siquiera
intentábamos	observar	el	camino.	El	bosque	era	aterrador,	estaba	repleto	de
espíritus	malevolentes	y	criaturas	sólo	en	parte	vivas.
—Se	acerca	el	momento	—nos	recordaba	el	viejo	todas	las	semanas.
El	Lunes	de	Pascua	era	a	finales	de	abril	y	nuestra	tensión	aumentaba	día	a
día.
Dos	semanas	antes	de	la	fecha,	el	anciano	nos	puso	a	trabajar.	Nos	llevó	fuera
de	la	casa	por	primera	vez.	Inspeccionó	los	árboles	con	gran	atención;	el
bosque	era	tan	espeso,	tan	extrañamente	denso	en	los	alrededores	de	la	casa
que	era	imposible	ver	a	más	de	cinco	metros.	El	viejo	eligió	varios	arbolillos
que	nosotros	talamos,	desbrozamos	e	introdujimos	en	la	casa,	siempre	bajo	su
atenta	supervisión.	Nos	enseñó	a	tallar	el	extremo	hasta	dejarlo	reducido	a
una	afilada	y	muy	dura	punta	y	a	mondar	el	tallo	a	fin	de	obtener	un	firme
agarradero.	Preparamos	cuatro	para	cada	uno,	veinte	en	total.	Estuvimos
trabajando	en	ello	dos	fines	de	semana	y	por	fin	estuvimos	preparados	para
Pascua	Florida.
Puesto	que	la	universidad	cerraba	con	motivo	de	la	fiesta,	salimos	pronto	el
Viernes	Santo.	Los	viajes	de	cuatro	horas	en	coche	a	Deacons	Kill	habían	sido
cada	vez	más	silenciosos	en	las	últimas	semanas,	pero	éste	lo	hicimos	en
silencio	total.	El	único	sonido	que	oímos	fue	el	de	los	neumáticos	al	rozar	la
carretera.	Todos	sabíamos	qué	nos	esperaba	y	los	cuatro	nos	hallábamos,
estoy	convencido,	sumidos	en	nuestros	pensamientos	particulares.	Y	en
nuestros	temores	particulares.
La	gente	del	hotel	ya	nos	conocía	por	entonces,	naturalmente.	Siempre	se
mostraban	muy	atentos	y	desde	hacía	tiempo	nos	consideraban	«clientes
regulares»,	pero	también	habían	sabido	con	rapidez	que	no	nos	gustaba
hablar	de	nuestras	salidas	de	los	sábados.	Supongo	que	ese	día	estábamos
especialmente	tensos,	ya	que	recuerdo	que	la	mujer	nos	entregó	las	llaves	sin
pronunciar	palabra.	Por	entonces	teníamos	habitaciones	fijas,	que	tenían
reservadas	para	nosotros	los	viernes.	Después	de	las	primeras	visitas	me
habían	preguntado	un	día	si	íbamos	a	venir	todos	los	fines	de	semana;
contesté	que	sí	y	nos	hicieron	una	reducción	en	el	precio.	Son	gente	buena	y
generosa,	personas	decentes,	y	no	tienen	la	menor	idea	del	peligro	que	les
amenaza.	Por	gente	como	ellos	hacemos	esto.	Pensar	en	gente	como	ellos	nos
proporciona	la	fuerza	y	el	valor	que	precisamos.
Cenamos	esa	noche	en	el	comedor	del	hotel	(lo	llaman	el	Comedor)	y	nadie
habló,	y	recuerdo	que	hubo	mucho	silencio	porque	poca	gente	salía	de	casa
para	cenar	un	Viernes	Santo.	Los	cuatro	pedimos	una	buena	cena,	intentando
hacer	acopio	de	fuerzas,	supongo,	aunque	estoy	convencido	de	que	los	demás
no	tenían	más	apetito	que	yo.
Pero	nos	obligamos	a	comer	y	en	cuanto	acabamos	fuimos	arriba.	Paul	y
Susana	marcharon	a	su	habitación	y	Bárbara	y	yo	a	la	nuestra	sin	decirles	una
sola	palabra.	Nadie	podía	hablar,	de	nada.
No	dormimos	demasiado.	Yo	estuve	contemplando	el	techo	casi	toda	la	noche
y	sé	que	Bárbara	se	agitó	y	revolvió	a	mi	lado.	Estoy	seguro	de	que	dormité
un	rato,	pero	creo	que	en	general	estuve	más	despierto	que	dormido.	Por	la
mañana,	Paul	y	Susana	también	tenían	aspecto	cansado	y	ojeroso.
No	pronunciamos	palabra	cuando	subimos	al	coche	y	fuimos	al	bosque	para
reunimos	con	el	anciano.	No	había	nada	que	decir.
Esta	vez	fue	distinto.	Muy	distinto.
El	anciano	no	dijo	nada;	simplemente	nos	condujo	a	la	casa.	Las	afiladas
estacas	que	habíamos	preparado	la	semana	anterior	estaban	alineadas	en	la
pared.	Nos	estremecimos	al	verlas.	El	tiempo	había	sido	lluvioso	y	frío	cuando
salimos	del	hotel	y	fuimos	hasta	la	senda	en	busca	del	viejo,	y	también	eso	nos
había	hecho	temblar.	Creo	que	en	ese	momento	no	habríamos	apostado
demasiado	por	nuestras	posibilidades.
El	anciano	estaba	claramente	nervioso.	No	podía	apartar	los	ojos	de	las
estacas	apoyadas	en	la	pared,	las	miraba	constantemente,	como	si	quisiera
asegurarse	de	que	continuaban	allí.	Pero	él	sabía	cómo	nos	sentíamos
nosotros,	y	no	tardó	en	indicarnos	que	debíamos	descansar	un	poco,	dormir
tanto	como	pudiéramos	durante	el	día	ya	que	por	la	noche	íbamos	a	estar	en
el	bosque,	antes	de	las	primeras	luces	del	alba,	y	ya	sabíamos	lo	que	nos
aguardaba.
Sin	más	conversación,	nos	echamos	en	las	mantas	y	nos	dormimos	al
momento.
El	anciano	nos	despertó	de	noche,	poco	antes	del	amanecer.	Todavía	noto	sus
huesudos	dedos	estrujando	mi	hombro.
Me	estremecí	y	vi	que	los	demás	estaban	despertando	también.
En	silencio,	el	viejo	se	acercó	por	turno	a	nosotros	y	nos	entregó	cuatro	de	las
estacas	que	habíamos	preparado.	Al	coger	las	mías,	noté	la	frialdad	de	la
madera	en	mi	mano.
Y	salimos.
El	ambiente	era	húmedo	y	frío	y	todos	nos	apretamos	la	chaqueta.	El	anciano
se	volvió	paramirarnos.
—¡Muerte	al	Conejito	de	Pascua!	—musitó.
Su	aliento	flotó	como	niebla	por	el	aire	húmedo.
Luego	dio	media	vuelta	y	se	adentró	lenta	pero	resueltamente	en	la	parte	más
oscura	del	bosque,	y	nosotros	fuimos	tras	él.
Cuando	llevábamos	caminando	varios	minutos,	el	ambiente	pareció	alterarse.
La	espesa	niebla	cambió	y	se	convirtió	casi	en	una	fina	bruma	ordinaria.
Después	empezó	a	lloviznar	y	pudimos	ver	un	poco	mejor;	los	detalles	de
árboles	y	ramas	fueron	aclarándose	conforme	nuestros	ojos	se	acostumbraban
al	bosque.	Además,	poco	a	poco,	el	ambiente	iba	iluminándose.	El	frío	y	la
humedad,	tanto	como	el	miedo,	nos	hacían	temblar	sin	interrupción	pero	nos
esforzamos	en	superar	el	inconveniente.	Comprendimos	con	gran	rapidez	que
una	persona	puede	estar	asustada	y	sin	embargo	resuelta	a	hacer	lo	que
debe.
Permanecimos	muy	juntos,	y	muy	silenciosos,	mientras	nos	abríamos	paso
entre	los	árboles	detrás	del	anciano.
Finalmente,	nuestro	guía	se	detuvo	y	levantó	una	mano	a	modo	de	señal	para
nosotros.	Nos	acercamos	a	él	y	vimos	que	nos	encontrábamos	en	el	borde	de
un	pequeño	claro	natural	del	bosque.	En	silencio,	el	anciano	señaló	con	el
dedo	y	vimos,	gracias	a	la	iluminación	cada	vez	más	brillante,	el	tenue	rastro
de	una	senda	que	entraba	en	el	claro	por	un	lado	y	salía	por	el	otro.	Allí
debíamos	aguardar	al	Conejito	de	Pascua.
Por	gestos,	siempre	en	silencio,	el	anciano	nos	indicó	dónde	debíamos
ocultarnos.	Aparte	de	los	crujidos	de	las	ramas	en	lo	alto,	el	suave	murmullo
de	los	pinos	y	el	constante	goteo	de	los	árboles,	el	bosque	se	hallaba
silencioso	alrededor	de	nosotros.
Sintiéndonos	fríos,	mojados	y	nerviosos	iniciamos	la	espera.
No	fue	larga.
Yo	estaba	sentado	en	el	suelo,	notando	el	frío	y	la	lluvia	que	empapaba	mis
ropas	y	esforzándome	en	no	pensar	en	lo	que	sucedía.	Estirando	un	poco	el
cuello	veía	a	Bárbara	en	su	escondite	a	pocos	metros	de	distancia	e
imaginaba	qué	debía	tener	en	la	cabeza	en	ese	momento.	Ella	no	había
querido	creer	en	esto,	no	había	querido	que	fuera	real.	Como	todos	nosotros.
Pero,	naturalmente,	no	teníamos	alternativa:	el	anciano	se	había	explicado
con	detalle,	y	cuando	te	enteras	de	una	realidad	como	ésta	no	puedes
continuar	sentado	e	ignorarla.	Y	por	eso	estábamos	allí.	Flexioné	los	dedos	en
torno	a	los	tallos	de	mis	cuatro	lanzas.	Temía	que,	si	permanecía	quieto
demasiado	tiempo,	se	helaran	mis	dedos	y	quedara	a	merced	de	la	bestia.
Desde	nuestros	escondites	veíamos	la	casi	oscura	senda	que	entraba	en	el
claro	por	la	parte	opuesta.	Nuestros	ojos	estaban	fijos	en	ella	mientras
aguardábamos.
Y	de	repente	vi	algo.
Más	allá	del	claro,	a	cierta	distancia	de	la	apenas	visible	senda,	creí	ver
movimiento,	creí	ver	algo	blanco	que	se	movía	entre	los	oscuros	árboles.	Me
incliné	hacia	delante,	sin	soltar	las	lanzas,	y	escudriñé	la	bruma.	Creí	volver	a
verlo,	algo	blanco,	más	blanco	que	la	bruma,	y	un	instante	después	lo	perdí.
Mi	corazón	latía	con	fuerza,	martilleaba	mi	pecho,	y	casi	no	podía	respirar.	Y
entonces	lo	vi	otra	vez.
Me	erguí	un	poco,	lo	suficiente	para	ver	a	Bárbara,	y	por	el	ángulo	que
formaba	su	rígido	cuerpo	deduje	que	también	ella	lo	había	visto.
Contuve	el	aliento.
Y	volví	a	verlo,	más	cerca	esta	vez.
Había	sido	una	simple	mancha	blanca	al	principio,	un	retazo	de	blancura	que
avanzaba	sobre	el	tono	blancuzco	de	la	bruma.	Pero	en	ese	momento	tenía
forma.	Iba	erguido,	y	era	alto.	Parecía	flotar	o	planear	entre	los	árboles	y	se
aproximaba	cada	vez	más	al	claro	donde	nos	ocultábamos,	pero	a	pesar	de
todo	no	pude	distinguir	los	detalles.
A	mi	izquierda,	oí	un	suave	y	apagado	jadeo	del	anciano	y	entonces
comprendí	que	el	momento	se	acercaba	realmente.
Cerré	los	ojos	un	segundo,	los	abrí	rápidamente	y	los	fijé	en	el	último	lugar
donde	había	visto	a	la	criatura.	Allí	estaba,	avanzando	hacia	nosotros,	su
silueta	oculta	por	los	árboles	un	segundo,	fugazmente	visible	a	través	de	la
espesa	y	remolineante	bruma,	luego	oculta	de	nuevo.	La	niebla,	la	escasa	luz
y	el	miedo	daban	un	aspecto	enorme	al	fantasma,	pensé.	No	podía	ser	tan
enorme	como	parecía.
Era	un	conejo.	Un	descomunal	conejo.	Su	grueso	pelaje	era	de	un	blanco
brillante,	velludo	y	blando.	Cuando	estuvo	un	poco	más	cerca	vi	sus	largas	y
fofas	orejas	y	creí	distinguir	incluso	una	pincelada	de	rosa	en	la	parte	interna.
Sus	patas	delanteras	eran	cortas…,	cortas	comparadas	con	el	tamaño	del
cuerpo	pero	enormes	de	todas	formas,	y	al	parecer	las	tenía	pegadas	al
pecho.	No	iba	dando	saltos,	como	haría	un	conejo	real	al	apoyarse	en	sus
potentes	patas	traseras,	sino	caminando.	Lo	vi	con	claridad,	caminaba
resueltamente	a	lo	largo	de	la	senda.	Imposible	equivocarse.	Caminaba	erecto
del	modo	más	grotesco.
Lo	contemplé,	fascinado	y	horrorizado	al	mismo	tiempo,	mientras	su	tamaño
iba	aumentando	y	se	materializaba	poco	a	poco	como	si	hubiera	surgido,	así	lo
parecía,	de	la	niebla.	Imposible	negarlo.	Estaba	observando	al	Conejito	de
Pascua,	y	todo	cuanto	había	dicho	el	anciano	era	cierto.
Era	real	e	irreal	al	mismo	tiempo,	un	ser	que	se	movía	en	este	mundo,	el	real,
y	sin	embargo	no	pertenecía	a	este	mundo.	Un	monstruo.
Había	que	matarlo.
—¡Muerte	al	Conejito	de	Pascua!	—dije	en	un	susurro,	y	me	agazapé
dispuesto	a	saltar.
Estaba	tenso	pero	ya	no	asustado.	Sabía	qué	debía	hacer.
Por	un	extraño	tipo	de	comunicación	que	sólo	se	presenta	en	momentos	de
crisis	extrema,	supe	que	los	demás	me	imitaban,	se	preparaban	para	atacar	a
la	bestia	en	cuanto	estuviera	a	nuestro	alcance.
Y	en	ese	instante	el	enorme	conejo	llegó	al	borde	del	claro.	Unos	pasos	más	lo
conducirían	al	espacio	despejado	donde	podríamos	atacarlo.	Y,	Dios	mío,	era
enorme,	quizá	dos	veces	más	alto	que	yo.	Lo	vi	entonces,	lo	vi	con	auténtica
claridad	por	primera	vez.	Vi	su	cara,	su	rosada	nariz,	sus	blancos	bigotes
horriblemente	largos.	Y	vi	lo	que	llevaba	en	las	patas	que	alzaba	ante	él.	Era
una	cesta	de	Pascua,	brillantemente	adornada	con	satinadas	tiras	amarillas	y
púrpuras,	una	cesta	de	paja.	Tuve	que	hacer	un	esfuerzo	para	no	quedar
paralizado	por	la	visión.
La	criatura	entró	en	el	claro,	casi	llenándolo	con	su	inmenso	tamaño.
Y	nos	lanzamos	sobre	él.
El	anciano	fue	el	primero.	Tras	un	grito	ronco,	casi	inaudible,	salió	de	los
árboles	junto	al	Conejito	de	Pascua,	saltó	sobre	él	y	le	clavó	una	lanza	en	el
blando	y	blanco	pelaje	del	cuello.	Sorprendido,	el	Conejito	de	Pascua
retrocedió	dando	tumbos.
Los	otros	cuatro	ya	estábamos	en	acción,	con	las	lanzas	apuntadas	al	corazón
del	animal,	tal	como	nos	había	instruido	el	anciano.	No	sé	si	las	lanzas	de	los
otros	alcanzaron	su	objetivo	en	ese	primer	alocado	ataque,	pero	sé	que	la	mía
lo	alcanzó.	Noté	el	impacto,	noté	cómo	la	carne	se	resistía	a	la	entrada	de	la
estaca.	Sabiendo	que	había	hincado	la	lanza,	me	alejé	rápidamente	(el
anciano	nos	había	enseñado	bien),	cogí	otra	y	avancé	dispuesto	a	herirlo	de
nuevo.	La	técnica	era	similar	a	la	del	toreo:	clavar	y	dejar	allí	las	primeras
banderillas	para	debilitar	y	entorpecer	a	la	bestia,	luego	atacarla	con	el	resto
de	varas.	Pese	a	todo,	el	animal	no	emitió	sonido	alguno.
Ahora	pude	ver	las	otras	lanzas	hundidas	en	su	cuerpo,	colgadas	de	él,
agitándose	mientras	el	conejo	se	revolvía	aún	confundido	por	el	repentino
ataque.	Varios	chorros	rojos	corrían	por	su	pelaje.	Continuaba	apretando
desesperadamente	la	cesta	a	su	pecho,	quizá	para	protegerse	de	las	estacas
que	le	lanzábamos,	pero	ese	gesto	nos	proporcionó	otro	momento	ventajoso	e
hicimos	buen	uso	de	él.	Una	de	las	lanzas	arrojadas,	creo	que	por	el	anciano,
lo	alcanzó	en	la	cara	y	uno	de	sus	ojos	comenzó	a	sangrar.
Soltó	la	cesta	y	dio	varias	vueltas,	cayó	de	patas	y,	desesperado,	buscó	una
dirección	que	le	permitiera	huir	y	ponerse	a	salvo.	Tenía	la	boca	abierta	y	de
ella	brotaba	espuma	salpicada	de	sangre.	Sus	sonrosados	ojos	parecían
desorbitados.	Pero	nosotros	lo	atacábamos	por	todas	partes,	lo	pinchábamos	y
acometíamos	con	nuestras	lanzas	sin	ofrecerle	posibilidad	alguna	de	huida.
El	anciano	fue	el	que	más	se	acercó	a	la	bestia,	casi	se	puso	encima	de	ella,
para	darle	lanzazosy	más	lanzazos.	Cuando	la	estaca	que	usaba	se	hundió	en
un	costado	del	monstruo	y	se	partió,	empleó	el	fragmento	restante	para
aguijonearle	los	ojos	y	hacerle	sangrar	más.	La	criatura	se	agachó	aún	más,
casi	se	pegó	al	suelo,	dio	media	vuelta,	retrocedió,	pero	no	le	dejamos	espacio
para	continuar.	Estaba	debilitándose	ya,	y	cubierto	de	sangre.	Luego	se	alzó
de	pronto	sobre	las	patas	traseras,	unos	miembros	de	fuertes	músculos
capaces	de	partir	la	espalda	a	un	hombre	de	una	sola	coz.	Si	hubiera	tenido
una	sola	oportunidad	de	abalanzarse	con	fuerza	hacia	delante,	tal	vez	se	nos
hubiera	escapado.	Vi	que	Paul	atacaba	y	hundía	su	lanza	en	el	vientre	del
animal.	Bárbara	y	Susana	le	pincharon	repetidas	veces	la	cara	y	el	conejo
trató	de	alzar	sus	fuertes	garras	delanteras	para	protegerse.	En	ese	momento
el	anciano	aprovechó	la	ocasión	para	acercarse	más,	se	situó	casi	junto	al
animal	exponiéndose	al	aplastamiento	si	le	caía	encima,	y	con	ambas	manos	a
fin	de	tener	más	fuerza	clavó	la	vara	en	el	corazón	del	monstruo	y	la	hundió
hasta	el	mismo	punto	por	donde	la	empuñaba.
La	criatura	se	estremeció	violentamente,	quedó	inmóvil	un	momento	más
tarde,	en	delicadísimo	equilibrio.	Media	docena	de	lanzas	sobresalían	de	su
cuerpo.	Sangre	de	color	rojo	brillante	manchaba	su	blanco	pelaje.	Ambos	ojos
estaban	sangrientos	y	ciegos.	La	cesta	de	paja	yacía	pisoteada	y	destrozada
bajo	sus	enormes	patas.	Saltamos	para	apartarnos	cuando	el	conejo	se
derrumbó.	El	ruido	que	produjo	al	tocar	el	suelo	pareció	hacer	temblar	la
tierra	del	bosque	y	el	lecho	de	roca	de	la	montaña.
Permanecimos	allí,	sudorosos,	temblorosos	y	jadeantes,	con	las	lanzas
preparadas,	dispuestos	a	un	nuevo	ataque	si	un	solo	músculo	se	movía	o
retorcía.
Aguardamos	largo	rato,	respirando	roncamente,	de	pie	en	círculo	alrededor
del	sangrante	cuerpo,	viendo	cómo	la	sangre	empapaba	la	tierra,	pero	el
Conejito	de	Pascua	no	volvió	a	removerse.
Los	cuatro	vivimos	ahora	en	Deacons	Kill.
Terminamos	el	trimestre	escolar	en	Nueva	York,	pero	no	firmamos	contratos
por	otro	año.	Todos	encontramos	trabajo	en	Kill	y	aquí	trabajamos	ahora.	En
realidad	no	importa	nuestra	ocupación,	mientras	podamos	subsistir,	y
además,	vivimos	con	gran	sencillez.	Tras	reunir	todos	nuestros	ahorros,
tuvimos	lo	suficiente	para	comprar	una	casa	muy	cerca	del	bosque	del
anciano.	Los	cuatro	vivimos	aquí	y	congeniamos	estupendamente.
Bárbara	y	yo	nos	casamos	en	junio.	Susana	también	quería	ser	novia	de	junio,
por	lo	que	celebramos	una	ceremonia	doble.	Es	fantástico	tener	amigos	con
los	que	poder	contar,	y	estar	cerca	de	ellos.
Y	naturalmente	ahora	vemos	siempre	al	anciano.
La	casa	es	bonita.	Pequeña,	pero	hemos	logrado	que	fuera	muy	confortable.
Su	mejor	detalle,	todos	estamos	de	acuerdo,	es	el	gran	hogar.	En	cuanto	llega
el	frío	en	octubre,	apreciamos	mucho	nuestro	hogar.	A	ninguno	nos	disgusta
tener	que	cortar	leña,	ya	que	es	maravilloso	tener	encendido	el	fuego	por	las
tardes	y	no	tener	frío	por	las	noches.
Pero	no	hay	fuego	en	el	hogar	esta	noche.	Los	inviernos	son	muy	fríos	en	las
montañas,	hace	mucho	frío	en	la	casa	ahora	mismo	y	los	cinco	estamos
apretujados	para	calentarnos.	Pero	no	nos	importa.	Cumpliremos	con	nuestra
obligación	y	aguardaremos	pese	al	frío	y	la	oscuridad	tanto	como	sea	preciso.
El	pasado	mes	de	abril,	cuando	matamos	al	Conejito	de	Pascua,	nuestro
trabajo	acababa	simplemente	de	empezar.	Aquél	sólo	fue	el	principio.	Ahora
tenemos	nuevas	tareas,	y	aguardaremos	aquí	tanto	como	sea	necesario,	junto
al	hogar	y	la	chimenea,	porque	esta	noche	es	Nochebuena,	tenemos	colgados
los	calcetines	y	estamos	preparados.
El	cuarto	de	goma
ROBERT	BLOCH
Una	persona	civilizada	se	considera	capaz	únicamente	de	actos	civilizados,
deplora	el	resto	de	actos	aunque	en	secreto	teme	que	un	día	pueda,	sólo
pueda,	ser	impulsada	a	cometer	uno	de	esos	otros	actos.	Es,	de	forma	muy
literal,	una	pesadilla	viviente	que	casi	todos	nosotros	logramos	confinar	a	la
oscuridad	de	nuestros	sueños.	Pero	las	mejores	intenciones	no	siempre
conducen	a	los	mejores	resultados.
Robert	Bloch	es	autor	de	decenas	de	novelas	y	relatos	en	los	géneros	de	la
fantasía	siniestra,	la	ciencia	ficción,	el	suspense	y	el	misterio.	Su	novela	más
reciente	es	el	éxito	editorial	Psycosis	II.
Emery	insistió	en	que	no	estaba	loco,	pero,	a	pesar	de	todo,	lo	metieron	en	el
cuarto	de	goma.
Lo	sentimos,	amigo,	le	dijeron.	Sólo	temporalmente.	Tenemos	problema	de
espacio,	esto	está	abarrotado,	lo	trasladaremos	a	otra	celda	dentro	de	un	par
de	horas,	le	dijeron.	Es	mejor	que	estar	en	la	celda	grande	con	todos	los
borrachos,	le	dijeron.	De	acuerdo,	ya	ha	llamado	a	su	abogado	pero	tómese
las	cosas	con	calma	hasta	que	él	llegue	aquí,	le	dijeron.
Y	la	puerta	se	cerró	estrepitosamente.
Allí	estaba	él,	atrapado	casi	en	un	extremo	de	los	bloques	de	celdas,	solo	en
una	pequeña	habitación.	Le	habían	quitado	el	reloj	de	pulsera	y	la	cartera,	las
llaves	y	el	cinturón,	incluso	los	cordones	de	los	zapatos,	de	modo	que	no
pudiera	causarse	daño	alguno	a	menos	que	se	mordiera	las	muñecas.	Pero
eso	habría	sido	una	locura,	y	Emery	no	estaba	loco.
Lo	único	que	podía	hacer	era	aguardar.	No	había	nada	más	que	hacer,	no
había	opciones,	nada	en	cuanto	te	metían	en	el	cuarto	de	goma.
Para	empezar,	el	cuarto	era	pequeño:	seis	pasos	de	largura	y	otros	tanto	de
anchura.	Un	hombre	normalmente	activo	podía	recorrer	de	un	salto	la
distancia	que	separaba	las	paredes,	aunque	tendría	que	tomar	carrerilla.	Y
era	absurdo	intentarlo,	porque	él	acababa	de	rebotar,	sin	hacerse	daño,	en	el
grueso	muro	acolchado.
Las	paredes,	carentes	de	ventanas,	estaban	acolchadas	por	todas	partes,
desde	el	suelo	hasta	el	techo,	igual	que	la	puerta.	El	almohadillado	era	sin
costuras,	para	que	fuera	imposible	rasgarlo	o	arrancarlo.	Incluso	el	suelo
estaba	acolchado,	aparte	de	un	cuadrado	de	veinticinco	centímetros	en	el
rincón	izquierdo	del	fondo	que	debía	servir	de	retrete.
En	lo	alto,	una	bombillita	brillaba	tenuemente	detrás	de	la	red	protectora,
seguramente	alejada	del	suelo.	El	techo	que	rodeaba	la	luz	también	estaba
acolchado,	probablemente	para	amortiguar	los	ruidos.
Sala	de	confinamiento,	así	la	llamaban,	pero	normalmente	era	una	celda
acolchada.	«Cuarto	de	goma»	era	el	término	popular.	Y	quizás	ese	término	de
la	jerga	no	fuera	tan	popular	si	más	personas	se	viesen	enfrentadas	a	la
realidad.
Antes	de	darse	cuenta	de	lo	que	hacía,	Emery	empezó	a	ir	de	un	lado	a	otro.
Seis	pasos	hacia	delante,	seis	pasos	hacia	atrás,	lo	mismo	una	y	otra	vez,	igual
que	un	animal	en	una	jaula.
Eso	era	exactamente:	no	una	habitación,	una	simple	jaula.	Y	si	permaneces
demasiado	tiempo	en	una	jaula	te	transformas	en	animal.	Desgarras,	arañas,
te	golpeas	la	cabeza	en	las	paredes	y	pides	a	gritos	que	te	saquen	de	allí.
Si	no	estás	loco	al	entrar,	te	vuelves	loco	antes	de	salir.	El	truco,
naturalmente,	consiste	en	no	permanecer	allí	demasiado	tiempo.
Pero	¿cuánto	tiempo	era	demasiado	tiempo?	¿Cuánto	tiempo	tardaría	en
llegar	el	abogado?
Seis	pasos	adelante,	seis	pasos	atrás	.	El	grisáceo	y	esponjoso	acolchado
ahogaba	sus	pasos	y	absorbía	la	luz	de	la	bombilla,	dejando	las	paredes	en
sombras.	También	las	sombras	podían	hacer	enloquecer.	Igual	que	el	silencio,
y	la	soledad.	Soledad	entre	sombras	y	en	silencio,	como	estaba	cuando	lo
encontraron	en	la	habitación…,	la	otra	habitación,	la	de	la	casa.
Fue	como	una	pesadilla.	Quizá	se	sentía	eso	cuando	se	estaba	loco,	y	en	ese
caso	él	debía	de	haber	estado	loco	cuando	sucedió	aquello.
Pero	no	estaba	loco	ahora.	Estaba	totalmente	cuerdo,	completamente
dominado.	Y	allí	no	había	nada	que	pudiera	causarle	daño.	El	silencio	no
daña.	¿Cómo	era	aquel	dicho?	La	violencia	es	oro.	No,	nada	de	violencia.	¿De
dónde	había	salido	eso?	Un	desliz	freudiano.	Al	diablo	con	Freud,	¿qué	sabía
él?	Nadie	lo	sabía.	Y	si	él	guardaba	silencio	nadie	lo	sabría	nunca.	Aunque	lo
hubieran	encontrado,	no	podrían	demostrar	nada.	No	si	él	guardaba	silencio,
si	dejaba	hablar	a	su	abogado.	El	silencio	era	su	amigo.	Y	también	las
sombras	eran	sus	amigas.	Las	sombras	ocultantodo.	Había	sombras	en	aquel
otro	cuarto	y	nadie	podía	haberlo	visto	con	claridad	cuando	lo	encontraron.
Creyeron	verlo,	les	diría.
No,	se	había	olvidado:	no	debía	decirles	nada,	sólo	dejar	hablar	al	abogado.
¿Qué	le	ocurría,	estaba	enloqueciendo	a	pesar	de	todo?
Seis	pasos	adelante,	seis	pasos	atrás	.	Sigue	andando,	guarda	silencio.
Mantente	lejos	de	esas	sombras	de	los	rincones.	Las	sombras	eran	cada	vez
más	oscuras.	Más	oscuras	y	más	densas.	Algo	parecía	moverse	allí,	en	el
rincón	derecho	del	fondo.
Emery	sintió	que	se	tensaban	los	músculos	de	su	garganta,	y	él	no	podía
controlarlos.	Sabía	que	iba	a	chillar	de	un	momento	a	otro.
Y	entonces	se	abrió	la	puerta	a	su	espalda	y	con	la	luz	del	corredor	la	sombra
desapareció.
Buen	detalle	que	no	hubiera	chillado.	En	ese	caso	ellos	habrían	estado
seguros	de	su	locura,	y	todo	se	habría	echado	a	perder.
Pero	puesto	que	la	sombra	había	desaparecido,	Emery	se	tranquilizó.	Cuando
lo	sacaron	al	corredor	y	le	dejaron	en	la	sala	de	visitas	estaba	de	nuevo	muy
calmado.
Su	abogado	le	aguardaba	allí,	sentado	al	otro	lado	de	la	enrejada	barrera,	y
nadie	más	iba	a	oírles.
Eso	dijo	el	abogado.	Nadie	nos	oye,	puede	explicarme	todo.
Emery	meneó	la	cabeza	y	sonrió	porque	él	no	era	tan	tonto.	La	violencia	es
oro	e	incluso	las	paredes	tienen	oídos.	Quiso	advertir	a	su	abogado	que	le
estaban	espiando,	pero	eso	parecía	una	tontería.	Lo	sensato	era	no
mencionarlo,	tener	cuidado	y	decir	las	cosas	apropiadas.
Explicó	al	abogado	lo	que	todos	sabían	de	él.	Era	un	hombre	decente,	tenía
trabajo	fijo,	pagaba	sus	facturas,	no	fumaba,	no	bebía,	no	era	desordenado.
Trabajador,	responsable,	pulcro,	limpio,	sin	antecedentes	policiales,	no	era	un
pendenciero.	Mamá	siempre	se	enorgullecía	de	su	hijo	y	estaría	orgullosa	de
él	ese	día	si	viviera	aún.	Él	siempre	se	había	preocupado	por	su	madre,	y	al
morir	ella	siguió	preocupándose	de	la	casa,	la	cuidó,	se	cuidó	de	él	mismo	tal
como	su	madre	le	había	enseñado.	Así	pues,	¿a	qué	venía	tanto	alboroto?
Supongamos	que	usted	me	lo	explica,	dijo	el	abogado.
Ésa	era	la	parte	difícil,	hacer	comprender	al	hombre,	pero	Emery	sabían	que
todo	dependía	de	ello.	Habló	muy	despacio,	eligió	las	palabras	con	sumo
cuidado,	se	aferró	a	los	hechos.
La	segunda	guerra	mundial	tuvo	lugar	antes	de	que	él	naciera,	pero	era	un
hecho.
Emery	conocía	muchos	hechos	de	la	segunda	guerra	mundial	ya	que	había
leído	muchos	libros	en	la	biblioteca	en	vida	de	su	madre.	Mejora	tu	mente,
decía	ella.	Leer	es	mejor	que	ver	tanta	violencia	por	televisión,	decía	ella.
Por	la	noche,	cuando	no	podía	dormir,	pasaba	horas	leyendo,	sentado	en	su
cuarto.	La	gente	que	trabajaba	con	él	en	la	tienda	lo	llamaba	ratón	de
biblioteca	pero	a	él	no	le	molestaba.	Los	ratones	de	biblioteca	no	existían,	él
lo	sabía.	Había	gusanos	que	comían	microorganismos	de	la	tierra,	pájaros	que
comían	gusanos,	animales	que	comían	pájaros,	personas	que	comían	animales
y	microorganismos	que	comían	personas…,	como	los	que	comieron	a	su
madre	hasta	matarla.
Todo	lo	que	existe	(gérmenes,	plantas,	animales,	personas)	mata	otras	cosas
para	sobrevivir.	Se	trata	de	un	hecho,	un	hecho	cruel.	Emery	aún	recordaba
los	chillidos	de	su	madre.
Después	de	la	muerte	de	ella	Emery	leyó	más.	Fue	entonces	cuando
realmente	se	interesó	por	la	historia.	Los	griegos	mataron	a	los	persas,	los
romanos	mataron	a	los	griegos,	los	bárbaros	mataron	a	los	romanos,	los
cristianos	mataron	a	los	bárbaros,	los	musulmanes	mataron	a	los	cristianos	y
los	hindúes	mataron	a	los	musulmanes.	Los	negros	mataron	a	los	blancos,	los
blancos	mataron	a	los	indios,	los	indios	mataron	a	otros	indios,	los	orientales
mataron	a	otros	orientales,	los	protestantes	mataron	a	los	católicos,	los
católicos	mataron	a	los	judíos,	los	judíos	mataron	al	Redentor	en	la	Cruz.
Amaos	los	unos	a	los	otros,	dijo	Jesús,	y	lo	mataron	por	ello.	Si	el	Redentor
hubiera	vivido,	el	Evangelio	se	habría	extendido	por	el	mundo	entero	y	no
habría	existido	violencia.	Pero	los	judíos	mataron	a	Nuestro	Señor.
Eso	explicó	Emery	al	abogado,	pero	no	profundizó.	Vaya	al	grano,	dijo	el
abogado.
Emery	estaba	acostumbrado	a	esa	clase	de	reacción.	La	había	escuchado
otras	veces	cuando	intentaba	explicar	cosas	a	las	mujeres	que	conoció	tras	el
fallecimiento	de	su	madre.	Mamá	no	aprobaba	que	él	fuera	con	chicas	y
Emery	solía	enfadarse	por	ello.	En	cuanto	ella	murió	los	compañeros	de
trabajo	le	dijeron	que	la	compañía	femenina	le	sería	provechosa.	Sal	de	tu
caparazón,	le	dijeron.	Por	eso	consintió	participar	en	salidas	de	dos	parejas	y
entonces	averiguó	que	su	madre	tenía	razón.	Las	chicas	se	reían	de	él	cuando
comentaba	hechos.
Era	preferible	permanecer	en	su	caparazón,	igual	que	un	caracol.	Los
caracoles	sabían	protegerse	en	un	mundo	donde	todos	matan	para	vivir,	y	los
judíos	mataron	al	Redentor.
Hechos,	dijo	el	abogado.	Exponga	hechos.
Y	Emery	le	habló	de	la	segunda	guerra	mundial.	Ahí	empezó	la	verdadera
matanza.	Banqueros	judíos	de	todo	el	mundo	financiaron	las	guerras
napoleónicas	y	la	primera	guerra	mundial,	pero	estos	conflictos	no	fueron
nada	comparados	con	la	segunda	guerra	mundial.	Hitler	conocía	los	planes	de
los	judíos	y	trató	de	impedirlos;	por	eso	invadió	otras	naciones,	para	librarse
de	los	judíos	tal	como	había	hecho	en	Alemania.	Los	judíos	habían	planeado
una	guerra	para	destruir	el	mundo,	para	tomar	el	poder.	Pero	nadie	lo
comprendió	y	al	final	los	ejércitos	financiados	por	los	judíos	ganaron	la
guerra.	Los	judíos	mataron	a	Hitler	igual	que	mataron	al	Redentor.	La	historia
se	repite,	y	también	eso	es	un	hecho.
Emery	explicó	todo	esto	con	enorme	paciencia,	sin	recurrir	a	otra	cosa	que	no
fueran	hechos,	pero	por	la	mirada	del	abogado	dedujo	que	todo	era	inútil.
Y	Emery	regresó	a	su	caparazón.	Pero	en	esta	ocasión	llevó	al	abogado	con	él.
Le	explicó	cómo	era	su	vida,	solo	en	su	casa,	que	en	realidad	era	un	gran
caparazón	que	lo	protegía.	Demasiado	grande	al	principio,	y	demasiado	vacío,
hasta	que	Emery	comenzó	a	llenarlo	con	libros.	Libros	sobre	la	segunda
guerra	mundial,	debido	a	los	hechos.	Pero	cuanto	más	leyó	tanto	más
comprendió	que	casi	todos	los	libros	no	contenían	hechos.	Los	vencedores
escribían	los	relatos	y,	puesto	que	habían	ganado	los	judíos,	sólo	escribían
mentiras.	Mentían	acerca	de	Hitler,	del	partido	nazi	y	sus	ideales.
Emery	fue	una	de	las	pocas	personas	capaz	de	leer	entre	mentiras	y	distinguir
la	verdad.	Podía	encontrar	recordatorios	de	la	verdad	fuera	de	los	libros,	y	él
recurrió	a	esos	recuerdos	y	empezó	a	coleccionarlos.	Atavíos	y	banderas,
cascos	y	medallas	de	acero.	También	las	cruces	de	hierro	eran	recordatorios:
los	judíos	destruyeron	al	Redentor	en	una	cruz	y	ahora	trataban	de	destruir
las	mismas	cruces.
Entonces	comenzó	a	entender	lo	que	ocurría,	cuando	fue	a	las	tiendas	de
antigüedades	donde	vendían	esa	clase	de	objetos.
Había	otras	personas	en	esas	tiendas	y	todas	miraban	a	Emery.	Nadie
pronunciaba	palabra,	pero	todos	observaban.	A	veces	él	creía	oír	murmullos
cuando	estaba	de	espaldas	y	daba	por	hecho	que	los	mirones	tomaban	notas.
Eso	no	era	producto	de	su	imaginación,	porque	al	cabo	de	poco	tiempo
algunos	compañeros	de	trabajo	le	hicieron	preguntas	sobre	su	colección:	las
fotos	de	los	líderes	del	partido,	las	esvásticas,	las	insignias	y	las	fotografías	de
niñas	que	ofrecían	flores	al	Führer	en	mítines	y	desfiles.	Difícil	creer	que	esas
niñas	fueran	ya	mujeres	cincuentonas.	A	veces	Emery	pensaba	que	si	conocía
a	una	de	ellas	podría	arreglarse	con	ella	y	ser	feliz;	como	mínimo	ella	lo
entendería	porque	conocía	los	hechos.	En	cierta	ocasión	estuvo	a	punto	de
poner	un	anuncio	para	tratar	de	localizar	a	una	de	esas	mujeres,	pero	pensó
que	podía	ser	peligroso.	¿Y	si	los	judíos	la	buscaban?	Lo	cogerían	a	él
también.	Eso	era	un	hecho.
El	abogado	de	Emery	meneó	la	cabeza.	Su	cara,	al	otro	lado	del	enrejado,
adoptó	una	expresión	que	disgustó	a	Emery.	Era	la	expresión	de	la	gente
cuando	va	al	zoo,	cuando	contempla	los	animales	a	través	de	barras	o
alambradas.
Fue	entonces	cuando	Emery	decidió	que	debería	explicar	el	resto	al	abogado.Era	un	riesgo,	pero	si	deseaba	que	creyeran	en	él,	su	abogado	debía	conocer
todos	los	hechos.
Y	le	habló	de	la	conspiración.
Los	secuestros	de	toda	índole	que	ocurrían	en	la	actualidad	formaban	parte
de	la	conspiración.	Y	los	terroristas	que	actuaban	tapándose	los	ojos	con
gafas	de	esquiador	también	formaban	parte	del	plan.
En	el	mundo	actual,	el	terror	luce	gafas	de	esquiador.
Algunas	veces	se	llaman	árabes,	pero	sólo	para	confundir	a	la	gente.	Ellos
fueron	los	responsables	de	las	bombas	puestas	en	Irlanda	del	Norte	y	de	los
asesinatos	de	Latinoamérica.	La	conspiración	internacional	judía	era
responsable	de	todo	ello,	y	detrás	de	unas	gafas	de	esquiador	hay	un	rostro
judío.
Se	esparcen	por	todo	el	mundo,	provocando	miedo	y	confusión.	Y	también
habían	estado	allí,	tramando,	maquinando	y	espiando	a	sus	enemigos.	Mamá
lo	sabía.
Cuando	él	era	pequeño	y	hacía	una	travesura	mamá	solía	decirle	que	se
portara	bien.	Pórtate	bien	o	el	judío	te	cogerá,	decía	mamá.	Emery	pensaba
que	ella	intentaba	asustarlo,	pero	ahora	comprendía	que	su	madre	estaba
diciéndole	la	verdad.	Como	cuando	ella	lo	sorprendió	masturbándose	y	lo
encerró	en	el	armario.	El	judío	te	cogerá,	le	dijo.	Y	estuvo	solo	a	oscuras,	vio
que	el	judío	atravesaba	la	puerta,	empezó	a	chillar	y	su	madre	lo	sacó	justo	a
tiempo.	De	lo	contrario	el	judío	lo	habría	cogido.	Emery	sabía	ahora	que	ése
era	el	medio	que	empleaban	para	conseguir	reclutas.	Cogían	a	los	hijos	de
otras	personas	y	les	lavaban	el	cerebro,	los	educaban	para	ser	terroristas
políticos	en	países	del	mundo	entero	(Italia,	Irlanda,	Indonesia,	el	Oriente
Medio)	de	forma	que	nadie	sospechara	los	hechos	reales.	Los	hechos	reales,
la	responsabilidad	de	los	judíos,	preparar	otra	guerra.	Y	cuando	las	demás
naciones	se	destruyeran	unas	a	otras,	Israel	dominaría	el	mundo.
Emery	estaba	hablando	en	voz	más	alta	en	ese	momento,	pero	no	se	dio
cuenta	hasta	que	el	abogado	le	rogó	que	se	calmara.	¿Qué	le	hace	pensar	que
esos	terroristas	van	detrás	de	usted?,	preguntó	el	abogado.	¿Alguna	vez	ha
visto	un	terrorista?
No,	le	explicó	Emery,	ellos	son	demasiado	listos	para	eso.	Pero	tienen	espías,
sus	agentes	están	por	todas	partes.
El	rostro	del	abogado	estaba	enrojeciendo	y	Emery	reparó	en	el	detalle.	Le
explicó	por	qué	hacía	tanto	calor	en	la	sala	de	visita:	los	agentes	judíos
estaban	en	acción	de	nuevo.
Las	personas	que	Emery	vio	al	comprar	banderas,	esvásticas	y	cruces	de
hierro	habían	sido	enviadas	a	las	tiendas	para	espiarle.	Y	los	compañeros	de
su	trabajo	que	se	mofaban	de	su	colección	también	eran	espías,	y	sabían	que
él	había	averiguado	la	verdad.
Los	terroristas	llevaban	ya	varios	meses	detrás	de	él,	planeaban	matarle.
Intentaron	atropellarlo	con	sus	coches	al	cruzar	la	calle,	pero	él	se	salvó.
Hacía	dos	semanas,	al	encender	el	televisor,	se	produjo	una	explosión.
Parecía	un	cortocircuito	pero	Emery	no	era	tan	tonto;	habían	querido
electrocutarlo	sin	conseguirlo.	Él	era	demasiado	listo	para	llamar	a	un
reparador,	ya	que	ellos	querían	precisamente	eso:	enviar	uno	de	sus	asesinos
en	lugar	del	técnico.	Las	únicas	personas	que	en	la	actualidad	hacen	visitas	a
domicilio	son	los	asesinos.
Durante	dos	semanas	Emery	se	las	apañó	como	pudo	sin	electricidad.
Entonces	debieron	de	poner	los	aparatos	en	las	paredes.	Los	terroristas
poseían	aparatos	para	calentar	cosas	y	por	la	noche	él	escuchaba	un	zumbido
en	la	oscuridad.	Buscó	por	todas	partes,	dio	golpes	en	las	paredes	y	no
encontró	nada,	pero	sabía	que	los	aparatos	estaban	allí.	A	veces	el	calor
aumentaba	tanto	que	acababa	empapado	de	sudor,	pero	él	no	intentaba
apagar	la	calefacción.	Les	demostraría	que	podía	soportarlo.	Y	no	pensaba
salir	de	la	casa,	porque	eso	era	lo	que	ellos	deseaban.	Ése	era	su	plan,
obligarlo	a	salir	para	poder	atacarlo	y	matarlo.
Emery	era	demasiado	listo	para	eso.	Tenía	suficientes	alimentos	enlatados	y
otras	cosas	para	resistir	y	era	más	seguro	no	moverse.	Cuando	sonaba	el
teléfono,	él	no	contestaba;	seguramente	alguien	de	la	tienda	llamaba	para
preguntarle	por	qué	no	iba	a	trabajar.	Eso	era	lo	único	que	debía	hacer:
volver	al	trabajo	para	que	pudieran	asesinarlo	en	el	camino.
Era	preferible	esconderse	en	su	dormitorio	con	las	cruces	de	hierro	y	las
esvásticas	en	las	paredes.	La	esvástica	es	un	símbolo	muy	antiguo,	un	símbolo
sagrado,	y	lo	protegía.	Igual	que	la	gran	fotografía	del	Führer.	Saber	que
estaba	allí	era	suficiente	protección,	incluso	a	oscuras.	Emery	no	podía
dormir	ya	debido	a	los	ruidos	de	las	paredes;	al	principio	fue	un	zumbido,
pero	poco	a	poco	fue	captando	voces.	No	sabía	hebreo,	y	sólo	con	el	tiempo
supo	qué	estaban	diciéndole.	Sal,	asqueroso	ario,	sal	y	muere	.
Se	presentaban	todas	las	noches,	igual	que	vampiros,	con	antifaces	de
esquiador	para	ocultar	sus	caras.	Llegaban	y	musitaban,	sal,	sal,	estés	donde
estés	.	Pero	él	no	salía.
Algunos	libros	de	historia	afirmaban	que	Hitler	era	un	loco,	y	quizás	eso	fuera
cierto.	Si	lo	era,	Emery	sabía	el	porqué.	Porque	también	el	Führer	debió	de
oír	las	voces	y	comprendió	que	ellos	lo	acosaban.	No	era	extraño	que
insistiera	en	hablar	de	la	respuesta	al	problema	judío.	Ellos	estaban
corrompiendo	la	raza	humana	y	Hitler	tenía	que	frenarlos.	Pero	ellos	lo
hicieron	arder	en	un	búnker.	Mataron	al	Redentor.	¿No	puede	entenderlo?
El	abogado	contestó	que	no	y	dijo	que	quizás	Emery	debía	hablar	con	un
médico	y	no	con	él.	Pero	Emery	no	quería	hablar	con	un	médico.	Esos
médicos	judíos	formaban	parte	de	la	conspiración.	Lo	que	él	debía	decir	a
continuación	era	estrictamente	confidencial.
Pues	dígamelo,	por	el	amor	de	Dios,	repuso	el	abogado.
Y	Emery	dijo	que	sí,	que	se	lo	explicaría.	Por	el	amor	de	Dios,	por	el	amor	del
Redentor.
Hacía	dos	días	se	quedó	sin	latas.	Tenía	hambre,	mucha	hambre,	y	si	no
comía,	moriría.	Los	terroristas	querían	matarlo	de	hambre	pero	él	era
demasiado	listo	para	eso.
Decidió	ir	al	supermercado.
Antes	miró	a	hurtadillas	por	todas	las	ventanas,	pero	no	vio	a	nadie	con	gafas
de	esquiador.	Eso	no	significaba	que	salir	fuera	seguro,	por	supuesto,	porque
los	judíos	también	empleaban	gente	ordinaria.	Lo	único	que	podía	hacer	era
arriesgarse.	Y	antes	de	salir	se	puso	en	el	cuello	una	cruz	de	hierro	con
cadena.	Serviría	para	protegerle.
Cuando	anochecía,	Emery	fue	al	supermercado,	calle	abajo.	Era	absurdo	ir	en
coche,	porque	los	terroristas	podían	haber	colocado	una	bomba,	y	por	eso	fue
andando.
Se	sintió	extraño	al	estar	en	la	calle	de	nuevo,	y	aunque	no	vio	nada
sospechoso	temblaba	de	pies	a	cabeza	cuando	llegó	al	supermercado.
Allí	había	grandes	tubos	fluorescentes	y	ninguna	sombra.	Emery	no	vio	espías
y	agentes	por	allí,	aunque	naturalmente	ellos	eran	lo	bastante	listos	para	no
dejarse	ver.	Emery	confiaba	en	volver	a	casa	antes	de	que	ellos	actuaran.
Los	clientes	tenían	aspecto	de	personas	normales.	El	problema	es	que	nunca
se	puede	estar	seguro	en	estos	tiempos.	Emery	cogió	latas	con	la	máxima
rapidez	posible	y	se	alegró	de	llegar	al	final	de	la	cola	de	la	caja	sin	más
problemas.	La	empleada	lo	miró	de	una	forma	extraña,	quizá	porque	no	se
había	afeitado	o	cambiado	de	ropa	desde	hacía	días.	De	todos	modos	pudo
salir,	aunque	empezaba	a	dolerle	la	cabeza.
Era	de	noche	cuando	salió	del	supermercado	con	la	bolsa	llena	de	latas,	y	no
había	un	alma	en	la	calle.	Otro	logro	de	los	terroristas:	hacer	que	la	gente
tuviera	miedo	a	pasear	sola	por	la	calle.	¿Ve	lo	que	han	conseguido?	¡Todo	el
mundo	se	asusta	de	estar	fuera	por	la	noche!
Eso	le	dijo	la	niña.
Se	hallaba	de	pie	en	la	esquina	del	bloque	cuando	Emery	la	vio:	una	monada,
quizá	de	cinco	años,	con	unos	ojazos	color	castaño	y	cabello	rizado.	Y	estaba
llorando,	mortalmente	asustada.
Me	he	perdido,	dijo	la	pequeña.	Me	he	perdido,	quiero	que	venga	mi	mamá.
Emery	lo	comprendió.	Todo	el	mundo	anda	perdido	en	estos	tiempos,	todo	el
mundo	quiere	alguien	que	lo	proteja.	Pero	no	existe	ya	protección,	no	con
esos	terroristas	al	acecho,	a	la	espera	de	su	oportunidad,	escondidos	en	las
sombras.
Y	había	sombras	en	la	calle,	sombras	junto	a	la	casa	de	Emery.	Él	quería
ayudar	pero	nopodía	arriesgarse	a	estar	hablando	en	la	calle.
Siguió	andando,	subió	los	escalones	del	porche	y	no	vio	que	la	pequeña	lo
había	seguido	hasta	que	abrió	la	puerta.	Una	niña	llorando,	diciendo	por
favor,	señor,	lléveme	con	mi	mamá.
Sintió	deseos	de	entrar	y	cerrar	la	puerta,	pero	comprendió	que	debía	hacer
algo.
¿Cómo	te	has	perdido?,	le	preguntó.
La	niña	dijo	que	estaba	aguardando	en	el	coche	delante	del	supermercado
mientras	mamá	iba	de	compras,	pero	como	no	volvía	salió	del	automóvil	para
buscarla	en	la	tienda	y	ya	no	estaba	allí.	Luego	creyó	verla	calle	abajo	y	echó
a	correr,	pero	era	otra	señora.	No	sabía	dónde	estaba	y	¿querría	él	llevarla	a
casa,	por	favor?
Emery	sabía	que	no	podía	hacer	eso,	pero	la	niña	se	puso	a	llorar	otra	vez,
escandalosamente.	Si	había	alguien	cerca	oiría	a	la	pequeña.	Emery	le	dijo
que	entrara.
La	casa	tenía	un	olor	raro	por	la	falta	de	ventilación	y	hacía	mucho	calor.
Estaba	a	oscuras,	además,	con	todas	las	luces	apagadas	debido	a	los
terroristas.	Emery	trató	de	explicarse,	pero	la	niña	lloró	con	más	fuerza
porque	la	oscuridad	la	asustaba.
No	te	asustes,	le	dijo	Emery.	Dime	el	nombre	de	tu	mamá	y	la	telefonearé
para	que	venga	a	recogerte.
Ella	le	facilitó	el	nombre	(señora	Rubelsky,	Sylvia	Rubelsky)…,	pero
desconocía	la	dirección.
Era	difícil	oír	con	claridad	a	causa	del	zumbido	de	las	paredes.	Emery	agarró
la	linterna	que	guardaba	en	la	cocina	para	los	apuros	y	fue	al	salón	para
buscar	el	apellido	en	el	listín.
No	había	ningún	Rubelsky.	Emery	probó	con	apellidos	similares:	Rubelski,
Roubelsky,	Rebelsky,	Rabelsky…	Nada.	¿Estás	segura?,	preguntó.
Entonces	la	niña	dijo	que	no	tenían	teléfono.
Curioso;	todo	el	mundo	tenía	teléfono.	La	pequeña	dijo	que	no	importaba,	que
si	él	la	llevaba	a	la	Calle	Sexta	le	señalaría	la	casa.
Emery	no	estaba	dispuesto	a	ir	a	ninguna	parte,	y	menos	a	la	Calle	Sexta.
Pertenecía	a	un	barrio	judío.	Y	pensándolo	bien,	Rubelsky	era	un	apellido
judío.
¿Eres	judía?,	preguntó.
La	niña	dejó	de	llorar	y	miró	a	Emery,	y	sus	ojazos	castaños	se	abrieron	cada
vez	más.	Esa	forma	de	mirar	aumentó	el	dolor	de	cabeza	de	Emery.
¿Qué	estás	mirando?,	le	dijo.
Esa	cosa	que	lleva	en	el	cuello,	contestó	ella.	Esa	cruz	de	hierro.	Es	como	la
de	los	nazis.
¿Qué	sabes	tú	de	los	nazis?,	preguntó	él.
Mataron	a	mi	abuelito,	dijo	ella.	Lo	mataron	en	Belsen.	Mamá	me	lo	explicó.
Los	nazis	son	malos.
De	pronto	la	verdad	brotó	como	un	fogonazo,	un	fogonazo	que	hizo	palpitar	la
cabeza	de	Emery.
Ella	era	uno	de	ellos.	La	habían	dejado	en	la	calle	como	un	cebo,	sabiendo	que
él	la	dejaría	entrar	en	su	casa.	¿Qué	pretendían?
¿Por	qué	lleva	cosas	feas?,	dijo	ella.	Quítese	eso.
Tenía	la	mano	extendida	hacia	la	cadena,	la	cadena	con	la	cruz	de	hierro.
Era	como	en	aquella	antigua	película	que	Emery	había	visto	hacía	tiempo,	la
del	Golem.	Aquel	enorme	monstruo	petrificado	cobra	vida	en	el	ghetto	judío,
luciendo	la	estrella	de	David	en	el	pecho.	Una	niña	arranca	la	estrella	y	el
Golem	cae	muerto.
Por	eso	habían	enviado	a	la	niña,	para	arrancarle	la	cruz	de	hierro	y	matarlo.
De	eso	nada,	dijo	él.	Y	abofeteó	a	la	pequeña,	no	con	fuerza	pero	ella	se	puso
a	llorar.	Emery	no	podía	soportarlo,	le	puso	sus	manos	en	torno	al	cuello	sólo
para	que	dejara	de	llorar,	hubo	una	especie	de	crujido	y	luego…
¿Qué	ocurrió	luego?,	preguntó	el	abogado.
No	quiero	hablar	de	eso,	dijo	Emery.
Pero	no	podía	contenerse,	estaba	hablando	de	eso.	Al	principio,	al	no
encontrar	el	pulso	a	la	niña,	pensó	que	la	había	matado.	Pero	no	había
estrujado	con	fuerza,	la	muerte	debió	de	producirse	cuando	la	niña	tocó	la
cruz	de	hierro.	Eso	significaba	que	su	suposición	era	correcta,	que	la	pequeña
era	uno	de	ellos.
Pero	él	no	podía	decirlo	a	nadie,	sabía	que	la	gente	jamás	creería	en	unos
terroristas	que	enviaban	una	pequeña	judía	a	su	casa	para	matarlo.	Y	él	no
podía	tolerar	que	encontraran	así	a	la	niña.	Qué	hacer,	ése	era	el	problema.
El	problema	judío.
Luego	lo	recordó.	Hitler	averiguó	la	respuesta.	Emery	sabía	ya	qué	debía
hacer.
Hacía	calor	allí	y	todavía	más	abajo.	Allí	la	llevó,	abajo,	donde	estaba
funcionando	la	caldera	de	la	calefacción.	Un	horno	de	gas.
Oh,	Dios	mío,	dijo	el	abogado.	Oh,	Dios	mío.
Y	de	pronto	el	abogado	se	levantó,	se	acercó	a	la	puerta	que	había	al	otro	lado
del	enrejado	y	llamó	al	vigilante.
Vuelva	aquí,	dijo	Emery.
Pero	el	hombre	no	le	hizo	caso,	continuó	musitando	algo	al	vigilante.	Y
después	llegaron	otros	agentes	por	el	lado	del	enrejado	que	ocupaba	Emery	y
lo	agarraron	por	los	brazos.
Les	pidió	a	gritos	que	lo	soltaran,	que	no	escucharan	al	abogado	judío…	¿No
comprendían	que	él	debía	de	ser	uno	de	ellos?
En	lugar	de	prestarle	atención	lo	llevaron	por	el	corredor	hasta	el	cuarto	de
goma	y	lo	metieron	allí	de	un	empujón.
Prometieron	que	me	pondrían	en	otra	celda,	dijo	Emery.	No	quiero	estar	aquí.
No	estoy	loco.
Un	vigilante	dijo	tranquilo,	el	médico	vendrá	a	darle	algo	para	que	pueda
dormir.
Y	la	puerta	se	cerró	estruendosamente.
Emery	volvía	a	encontrarse	en	el	cuarto	de	goma,	pero	en	esta	ocasión	no
paseó,	y	no	gritó	que	lo	sacaran.	De	nada	iba	a	servirle.	Ya	sabía	cómo	se
había	sentido	el	Redentor,	traicionado	y	a	la	espera	de	la	crucifixión.
También	Emery	había	sido	traicionado,	traicionado	por	el	abogado	judío,	y	lo
único	que	podía	hacer	era	esperar	la	llegada	del	doctor	judío.	Para	que
durmiera,	había	dicho	el	vigilante.	Así	funcionaba	la	conspiración:	lo
obligarían	a	dormir	para	siempre.	Pero	él	no	lo	consentiría,	permanecería	en
vela,	exigiría	un	juicio	justo.
Eso	era	imposible.	Los	policías	explicarían	que	habían	oído	gritar	a	la	niña,
que	entraron	en	la	casa	y	encontraron	a	Emery.	Lo	acusarían	de	pederasta	y
asesino.	Y	el	juez	lo	sentenciaría	a	muerte.	El	juez	creería	en	los	judíos	tanto
como	Poncio	Pilato,	igual	que	los	aliados	cuando	mataron	a	nuestro	Führer.
Emery	no	había	muerto	todavía	pero	no	tenía	escapatoria.	No	podía	rehuir	el
juicio,	no	podía	escapar	del	cuarto	de	goma.
¿O	sí?
La	respuesta	surgió	de	improviso.
Alegaría	locura.
Emery	sabía	que	no	estaba	loco,	pero	podía	engañarlos	para	que	lo	creyeran.
Estar	loco	no	era	una	desgracia,	algunas	personas	opinaban	que	Jesucristo	y
el	Führer	también	estaban	locos.	Y	lo	único	que	debía	hacer	era	fingir.
Sí,	ésa	era	la	respuesta.	Y	bastó	con	pensar	en	ello	para	que	se	sintiera	mejor.
Aunque	lo	encerraran	en	un	cuarto	de	goma	como	ése	sobreviviría.	Podría
andar,	hablar,	comer,	dormir	y	pensar.	Pensar	en	cómo	los	había	engañado,	a
todos	los	terroristas	judíos	dispuestos	a	matarlo.
Debía	tener	mucho	cuidado.	No	debería	mentir,	no	como	había	mentido	al
abogado.	Podía	admitir	la	verdad.
Matar	a	la	pequeña	judía	no	fue	un	accidente,	él	sabía	qué	hacía	en	el
momento	que	le	rodeó	el	cuello	con	sus	manos.	Apretó	tanto	como	pudo
porque	ése	había	sido	siempre	su	deseo.	Apretar	los	cuellos	de	las	chicas	que
se	reían	de	él,	los	de	los	compañeros	de	trabajo	que	no	le	escuchaban	cuando
hablaba	de	su	colección	y	sí,	lo	diría,	había	querido	apretar	también	el	cuello
de	su	madre	porque	ella	siempre	había	hecho	lo	mismo	con	él,	lo	había
ahogado,	lo	había	estrangulado,	había	destrozado	su	vida.	Pero	sobre	todo
quería	estrujar	a	los	judíos,	los	asquerosos	terroristas	semitas	que	pretendían
acabar	con	él	y	destruir	el	mundo.
Y	eso	había	hecho	él.	No	había	partido	el	cuello	de	la	niña,	ella	no	estaba
muerta	cuando	la	llevó	abajo	y	abrió	la	puerta	del	horno.
Lo	que	había	hecho	en	realidad	era	resolver	el	problema	judío.
Lo	había	resuelto	y	ellos	no	podrían	tocarle	un	dedo.	Se	hallaba	a	salvo	ya,	a
salvo	de	todos	los	terroristas	y	espíritus	malignos	ansiosos	de	venganza,	a
salvo	para	siempre	allí,	en	el	cuarto	de	goma.
Lo	único	que	le	disgustaba	eran	las	sombras.	Recordaba	haberlas	visto	antes,
recordaba	que	la	del	rincón	del	fondo	había	parecido	volverse	más	oscura	y
más	espesa.
Y	en	ese	momento	estaba	ocurriendo	lo	mismo.
No	la	mires,	pensó.	Estás	imaginando	cosas.	Sólo	los	locos	ven	moverse	las
sombras.	Moverse	y	retorcerse	como	una	nube,	una	nube	de	humo	que	sale
de	un	horno	de	gas.Pero	tuvo	que	mirar	porque	la	sombra	estaba	cambiando,	cobrando	forma.
Emery	lo	vio	de	pie	en	el	rincón,	la	figura	de	un	hombre.	Un	hombre	vestido
de	negro,	con	la	cara	negra.
Y	estaba	avanzando.
Emery	retrocedió	mientras	la	figura	se	deslizaba	hacia	él	suave	y
silenciosamente	por	el	acolchonado	suelo,	y	abrió	la	boca	para	chillar.
Pero	el	chillido	no	brotó.	La	amenazadora	figura	avanzaba	delante	de	Emery,
que	se	apretó	a	la	pared	del	cuarto	de	goma.	Vio	el	negro	rostro	con	gran
claridad…,	pero	no	era	un	rostro.
Eran	unas	gafas	de	esquiador.
Los	brazos	de	la	figura	se	alzaron	y	las	manos	se	extendieron,	y	Emery	vio
negras	gotitas	que	caían	de	las	humosas	muñecas	en	el	momento	que	los
dedos	se	cerraban	en	torno	a	su	cuello.	Emery	golpeó	las	gafas	de	esquiador,
introdujo	los	dedos	en	los	agujeros	de	los	ojos,	pinchó	los	mismos	ojos.	Pero
no	había	nada	detrás	de	las	gafas,	nada	en	absoluto.
Fue	en	ese	momento	cuando	Emery	enloqueció	realmente.
Cuando	se	abrió	la	puerta	del	cuarto	de	goma	la	sombra	había	desaparecido.
Sólo	encontraron	a	Emery,	y	estaba	muerto.
Apoplejía,	dijeron.	Fallo	cardiaco.	Mejor	redactar	un	rápido	informe	médico	y
cerrar	el	caso.	Cerrar	también	el	cuarto	de	goma	mientras	se	ocupaban	del
informe.
Era	sólo	una	coincidencia,	por	supuesto,	pero	la	gente	podía	pensar	cosas
raras	si	lo	averiguaban.	Dos	muertes	en	la	misma	celda,	Emery	y	el	otro
chiflado	que	la	semana	anterior	se	abrió	las	venas	de	las	muñecas	a
mordiscos,	el	terrorista	loco	que	llevaba	unas	gafas	de	esquiador.
Petey
T.	E.	D.	KLEIN
El	terror	no	siempre	alcanza	el	apogeo	de	su	efectividad	cuando	se	aborda
por	la	vía	rápida.	A	veces	es	precisa	cierta	dosis	de	lentitud,	un	ritmo	que
permita	al	lector	prever	lo	que	se	avecina	con	el	adelanto	suficiente	a	fin	de
que	esté	preparado…,	bien	para	que	se	aparte	del	camino	o	bien	para	que	se
defienda.	El	problema,	no	obstante,	es	que	no	se	puede	hacer	nada.
Solamente	observar,	y	continuar	indefenso.
T.	E.	D.	Klein	vive	en	Nueva	York,	dirige	la	revista	The	Twilight	Zone	y	ha
escrito	mucho	menos	que	lo	que	sus	numerosos	seguidores	desearían.	Aunque
sus	escenarios	son	contemporáneos,	su	gusto	tiende	a	lo	tradicional…,	un
gusto	que	Klein	desarrolla	con	enorme	y	eficaz	provecho.
—Enfrentémonos	a	los	hechos,	doctor.	Si	un	paciente	se	suicida,	demonios,
hay	poco	que	hacer.	Sí,	claro,	puede	quitarle	los	zapatos	para	que	no	se
estrangule	con	los	cordones,	y	la	ropa	por	la	misma	razón…	Una	vez	vi	un
hombre	que	se	colgó	de	las	rejas	de	su	ventana	con	la	camiseta…	Y	tal	vez
para	asegurarse,	saque	usted	la	cama	de	la	habitación,	puesto	que	el	año
pasado	tuvimos	una	mujerzuela	que	se	cortó	las	venas	con	los	muelles…
»Pero	es	imposible	estar	en	todo.	Es	decir,	si	quieren	matarse,	encontrarán	la
forma	de	hacerlo.	Una	vez	tuvimos	un	tipo	que	se	lanzó	de	cabeza	contra	la
pared	varias	veces.	Era	una	celda	normal,	pequeña,	de	modo	que	él	no	podía
lanzarse	con	demasiada	fuerza…	A	pesar	de	eso	se	hizo	un	bonito	chichón.	Y
dejó	un	buen	agujero	en	el	yeso,	además.	Ahora,	lógicamente,	tenemos	el
lugar	acolchado.	Y	otro	que	tuvimos,	lo	juro	por	Dios,	contuvo	la	respiración
hasta	que	la	diñó.	Lo	digo	en	serio,	si	quieren,	pueden	hacerlo.
»El	tipo	que	va	a	ver	ahora,	bueno,	nos	engañó.	Creímos	haber	tomado	todas
las	precauciones,	¿comprende?	pero	debimos	usar	una	camisa	de	fuerza.
Cristo,	el	tipo	se	desgarró	infernalmente	el	cuello.	Sólo	con	sus	manos.
—George,	tengo	que	admitirlo:	estoy	celoso	de	verdad.	Esta	casa	es
fantástica.	—Milton	alzó	su	vaso—.	¡Por	ti,	viejo	hijo	de	puta!	Y	por	tu	nueva
casa.
Estaba	a	punto	de	acabar	su	whisky,	pero	Ellie	le	sostuvo	la	mano.
—Cariño,	espera.	Que	todo	el	mundo	participe.
Se	volvió	hacia	los	demás	invitados,	que	se	hallaban	reunidos	en	grupitos	de
conversación	por	todo	el	salón.
—¡Eh,	todo	el	mundo!	¿Podéis	concederme	vuestra	atención,	por	favor?	Mi
marido	acaba	de	proponer	un	brindis	por	nuestros	encantadores	anfitriones…
—Aguardó	a	que	se	hiciera	silencio—.	Y	por	su	generosa	amabilidad	al
permitir	que	nosotros,	pobres	campesinos…
—¡Peones,	Ellie,	peones!	—gritó	Walter.
Igual	que	los	demás,	estaba	ya	bastante	bebido.
—¡Sí!	—se	hizo	eco	Harold—.	¡Nosotros,	miserables	peones!
—De	acuerdo	—contestó	Ellie	sin	dejar	de	reírse—.	Por	su	generosa
amabilidad	al	abrir	su	nuevo	hogar.
—Su	majestuoso	nuevo	hogar.
—¡Su	mansión!
—Por	abrir	su	mansión	a	unos	pobres,	miserables	y	pisoteados	peones	como
nosotros.	Y	además…
—¡Eh!	—la	interrumpió	su	esposo—.	¡Pensaba	que	era	yo	el	que	iba	a	hacer	el
brindis!	—Todos	rieron—.	¡He	estado	toda	la	semana	practicando	para	esto!
—Miró	a	los	demás	para	saborear	el	chiste—.	¡Os	lo	aseguro,	la	vieja	ya	no	me
deja	meter	baza!
—¡Sí,	vamos,	El!	—gritó	Walter—.	¡Da	una	oportunidad	al	pobre	chico,	ya	le
pondrás	el	bozal	más	tarde!
Todos	rieron	excepto	la	esposa	de	Walter,	Joyce,	que	musitó:
—De	verdad,	cariño,	a	veces	pienso	que	eres	tú	el	que	necesitarías…
—Señoras	y	caballeros.	—Milton	habló	con	fingida	seriedad—.	Propongo	un
brindis	por	nuestro	estimado	anfitrión…
Todos	los	ojos	se	volvieron	hacia	George,	que	sonrió	e	hizo	una	ligera
reverencia.
—…	y	por	Phyllis,	nuestra	igualmente	estimada	anfitriona…
—¡Caramba,	Ellie,	lo	tienes	bien	amaestrado,	vaya	que	sí!
—Admito	libremente	que	después	de	veintiocho	años…	—dijo	Milton	mientras
se	llevaba	al	corazón	la	mano	que	sostenía	el	vaso.
—Veintisiete.
—¡Parecen	veintiocho!
—Oh,	Waltie,	cállate.
—Que	después	de	veintisiete	años	de	arrobamiento	matrimonial	ella	lo	ha
conseguido	por	fin.	¡Incluso	ha	conseguido	que	me	haga	la	cama!	—Hizo	una
pausa	para	los	vítores	y	gruñidos;	luego	se	volvió	hacia	Phyllis—.	Pero	como
iba	diciendo,	me	gustaría	rendir	tributo	a	la	graciosa,	encantadora,
arrebatadoramente	hermosa…
Phyllis	rió	disimuladamente.
—…	magníficamente	peinada…
Con	cierta	timidez,	Phyllis	se	tocó	los	rizos,	arreglados	de	forma	que	parecían
plumas	rodeando	su	cara.
—…	y	deliciosamente	sexy	mujer	que	él	llama	su	esposa.
—¡Brindo	por	eso!
—¡Bravo,	bravo!
—A	ti	también	se	te	permite	brindar	por	eso,	Phyllis.
—Sí,	que	alguien	prepare	un	cubata	para	Phyllis.
—¡Oh,	qué	tontería!	—protestó	Phyllis—.	Se	supone	que	no	debo	brindar	por
mí.
—Absurdo,	querida	mía.
George	le	dio	una	tónica	con	vodka,	y	después	cogió	su	vaso.
—Y	por	último	—continuó	Milton,	alzando	la	voz	y	su	vaso—,	brindo	por	la
razón	de	que	todos	estemos	reunidos	aquí	esta	noche,	por	la	causa	de	nuestra
alegría…
—Y	nuestros	celos	—añadió	su	esposa.
—Por	esta	hermosa,	hermosísima	casa,	por	este	refugio	rústico	escondido
entre	los	bosques	de	Connecticut,	este	hallazgo	de	toda	una	vida,	que	deja
nuestras	casas	de	pisos	a	desnivel	a	la	altura	del	betún…
—Estás	exagerando	un	poco	—dijo	George.	Hizo	un	guiño	a	los	demás—.	Creo
que	Milt	equivocó	su	profesión.	Debería	haber	sido	poeta,	no	corredor	de
bolsa.
—¡O	vendedor	de	terrenos!	—exclamó	Walter.
Milton	prosiguió	impávido:
—Este	museo…
—¿Museo?	—George	se	sobresaltó.	Tantas	felicitaciones	lo	molestaban.
Percibía	la	envidia,	y	la	amargura—.	¡Es	más	bien	un	mausoleo!
—…	que	contiene	habitación	tras	habitación	con	las	más	rarísimas
antigüedades…
—¡Chatarra!	¡Simple	chatarra!
—…	esta	espléndida	mansión	colonial…
—¡Ah,	vamos,	Milt!	¡Sólo	es	un	viejo	granero,	por	el	amor	de	Dios!
—…	en	la	que	George	puede	representar	el	papel	de	hacendado	rural	y
Phyllis,	señora	de	la	finca,	estará	a	sus	anchas…
George	se	echó	a	reír.
—¡De	todas	formas	tendré	que	ir	a	trabajar	todos	los	días!
—…	esta	casa	señorial,	este	recreo	de	la	nobleza	provinciana,	esta	irrefutable
manifestación	de	los	elegantísimos	terrenos	que	dejan	en	mal	lugar	este	lado
de	la	isla	de	Manhattan…
La	sonrisa	de	George	se	esfumó.
—…	esta	gloriosa	heredad,	ahora	nuevo	hogar	de	George	y	Phyllis,	en	la
esperanza	de	que	sus	años	juntos	gocen	de	tanta	bendición	como	suerte	han
tenido	al	adquirir	esta	casa.
Hubo	un	momento	de	nervioso	silencio.
—¿Has	terminado,	Milt?	—dijo	George.
—Exacto,	viejo	camarada.
Milton	acabó	su	whisky.
Los	demás	reaccionaron	con	aplausos,	aunquedébiles;	la	turbación	de	George
los	turbaba	a	todos.
—¡Y	en	la	esperanza	de	que	deis	más	fiestas	como	ésta!	—exclamó	Walter—.
¿Qué	os	parece	todos	los	fines	de	semana,	para	empezar?
Y	la	propuesta	tranquilizó	e	hizo	reír	a	todos,	pero	la	risa	fue	algo	fuerte,	algo
prolongada.
—¿Cuándo	vas	a	enseñarnos	el	resto	de	la	casa?	—gritó	Sidney	Gerdts.
—¡Sí!	¿Cuándo	hacemos	el	recorrido	de	vuestras	posesiones?	¡Para	eso	hemos
venido!
—Vamos,	Phyl,	lo	prometiste.
—Ella	ha	estado	hablando	de	este	lugar	desde	hace	seis	meses.
—Sí,	has	conseguido	que	se	nos	cayera	la	baba.
—¿Y	qué	hace	ella	ahora?	¡Nos	mantiene	enjaulados	en	este	salón	como	si
fuéramos	un	puñado	de	críos!
—¿Qué	dices,	Phyl?	¿De	qué	estás	avergonzada?
Phyllis	sonrió.
—El	recorrido	empezará	cuando	estéis	todos	aquí.
—¿Quién	no	está	aquí?
—¿Quién	falta?
—Herb	y	Tammi	Rosenzweig	no	han	aparecido	todavía	—dijo	George—.	Me
aseguraron	que	podían	venir…
—Creo	que	tenían	problemas	para	encontrar	un	canguro	—dijo	Doris,	la
esposa	de	Sidney—.	Hablé	con	ellos	esta	mañana.
Harold	hizo	una	mueca.
—Bah,	siempre	llegan	tarde.	Tammie	tarda	dos	horas	en	maquillarse.
Arrastró	los	pies	hacia	el	bar	y	se	sirvió	otro	whisky	con	soda.
—Empecemos	sin	ellos,	pues.
—Vaya,	Sid,	hombre	—dijo	Doris,	y	cogió	a	su	esposo	de	la	mano—.	Sabes	que
eso	no	sería	justo.	Vamos,	acerquémonos	a	ver	eso.	—Lo	arrastró	hacia	una
pared	llena	de	estantes—.	Quizá	tú	puedas	llegar	a	los	estantes	de	arriba.
Están	demasiado	altos	para	mí.
—Oh,	Dios,	cariño,	sólo	es	un	montón	de	libros	viejos.	Para	niños,	además,	por
el	aspecto	que	tienen.	Cuentos	de	hadas.	Seguramente	incluidos	con	la
compra	de	la	casa.
—Pero	parecen	interesantes,	esos	grandes,	ahí	arriba.	Podrían	valer
muchísimo	dinero.
Refunfuñando,	Sidney	se	puso	de	puntillas	y	extrajo	un	libro,	un	pesado
volumen	del	que	se	desprendieron	escamas	de	cuero	cuando	lo	abrió,	igual
que	la	piel	de	un	muerto.
—Ten,	para	ti.	Yo	no	sé	leer	esto.
Dio	el	libro	a	su	esposa	y	dio	media	vuelta,	fastidiado.
Doris	miró	el	texto	con	los	ojos	entrecerrados	y	arrugó	la	frente,
desilusionada.
—Oh,	maldita	sea	—murmuró—.	¿Es	que	no	lo	sabías?
George	dejó	de	hablar	de	negocios	con	Fred	Weingast	y	se	acercó	a	Doris,
vaso	en	mano.
—¿Tienes	problemas,	Doris?
Ella	hizo	una	mueca.
—Esto	me	recuerda	los	años	que	tengo.	Yo	sabía	mucho	francés…,	hasta	sabía
algunas	palabras	de	provenzal,	que	creo	es	la	lengua	en	que	está	escrito
esto…,	y	ahora	no	recuerdo	nada.
—Yo	nunca	lo	he	soportado.	Todo	ese	lío	de	los	masculinos	y	los	femeninos,	y
esos	malditos	acentos…	—Sorbió	el	vodka—.	En	realidad	me	desharía	de
todos	estos	libros	viejos	de	buena	gana,	pero	son	una	buena	inversión.
Gerdts	volvió	con	ellos.
—¿Inversión,	has	dicho?	¿Pretendes	decir	que	estos	trastos	valen	realmente
algo?
—Ya	lo	creo.	Su	cotización	siempre	sube.	—Hizo	un	gesto	de	cabeza	al
hombre	que	hablaba	a	pocos	pasos	de	distancia—.	¿No	es	cierto,	Fred?
Weingast	se	acercó,	seguido	de	Harold	y	otro	invitado,	Arthur	Faschman.
—Sí,	mi	contable	me	aconsejó	que	me	dedicara	a	los	libros,	en	especial	tal
como	está	el	mercado.	Pero	has	de	tener	el	espacio	para	guardarlos.	—Se
encogió	de	hombros—.	Por	lo	que	a	mí	respecta,	mi	piso	es	demasiado
pequeño.
—No,	ése	no	es	el	problema	—dijo	Faschman—.	El	problema	es	mantenerlos
en	un	sitio	frío	y	seco.	Fijaos	en	ésos	de	arriba…,	seguramente	estarán	llenos
de	ratones	y	bichos.
George	se	echó	a	reír,	con	cierto	nerviosismo.
—Oh,	dudo	que	haya	un	solo	ratón.	Pedimos	que	fumigaran	la	casa	antes	del
traslado.	¡Y	está	bien	fumigada!	—Otro	sorbo	de	vodka—.	Pero	claro,	tienes
razón,	estos	trastos	se	pudren	terriblemente,	y	cuando	llegue	el	verano
apuesto	a	que	olerán.	Os	diré	la	verdad.	He	pensado	en	vender	el	lote
completo	a	alguna	tienda	de	New	Haven.	Tal	vez	compre	un	buen	equipo	de
alta	fidelidad,	o	alguno	de	esos	Betamax.
—Sí,	buena	idea	—dijo	Faschman—.	Yo	también	quiero	comprar	uno.	Y	te	diré
qué	puedes	hacer	después:	invierte	en	sellos.	Es	mucho	más	fácil
conservarlos.
Weingast	asintió.
—Sellos,	eso	está	muy	bien	—dijo—.	Pero	mi	contable	opina	que	las	monedas
son	preferibles.	Con	el	precio	del	oro	subiendo,	son	una	apuesta	bastante
segura.
Cuando	George	se	fue,	los	otros	estaban	enfrascados	en	altas	finanzas.	Volvió
al	bar	y	llenó	de	nuevo	su	vaso.
A	pesar	del	retraso	de	los	Rosenzweig,	la	ausencia	de	los	Fogler	y	los	Green	y
el	hecho	de	que	Bob	Childs	estaba	enfermo	y	Evelyn	Platt	de	viaje,	la	fiesta	de
estreno	de	la	casa	estaba	muy	concurrida.	Allí	estaban	los	Brackman,	Milt	y
Ellie,	los	Gerdts,	Sid	y	Doris,	Arthur	y	Judy	Faschman,	Fred	y	Laura	Weingast,
los	Stanley	recién	llegados	de	Miami,	Dennis	y	Sarah	luciendo	su	bronceado,
Harold	y	Frances	Lazarus,	el	corpulento	Mike	Carlinsky	con	su	novia,	cuyo
nombre	olvidaban	todos	constantemente,	Phil	y	Mimi	Katz,	los	Chasen,	Chuck
y	Cindy,	Walter	Applebaum	y	su	nueva	esposa,	Joyce,	Steve	y	Janet
Mulholland,	Allen	Goldberg	y	Paul	Strauss	y	la	pobre	Cissy	Hawkins,	tan
vulgar	que	ninguno	de	los	anteriores	le	dirigía	la	palabra,	aunque	al	parecer
le	habían	asignado	como	pareja	a	uno	de	los	dos.
Treinta	y	una	personas	reunidas	en	el	salón	de	los	Kurtz.	Y	con	la	llegada	de
los	Rosenzweig,	entre	abrazos,	apretones	de	manos,	gritos	de	«¡Por	fin!»	y
«¡Ya	era	hora!»,	y	los	inevitables	silbidos	de	lobo	al	escotado	vestido	de
Tammie	Rosenzweig,	la	cifra	se	elevó	a	treinta	y	tres.
Muchísima	gente,	decidió	George.	Demasiados,	en	realidad,	si	se	tenía	en
cuenta	que	muchos	no	eran	amigos	íntimos.	Caramba,	él	y	Phyllis	apenas
veían	a	los	Mulholland	de	año	en	año.	Y	en	cuanto	a	los	Goodhue,	ni	siquiera
los	conocían;	los	habían	invitado	los	Fitzgerald.	Apoyado	en	el	mostrador	del
bar,	George	colocó	el	vaso	ante	sus	ojos	y	examinó	a	los	invitados	a	través	de
la	escarcha	del	vodka.	En	momentos	como	ése	era	difícil	atenderlos	a	todos:
demasiadas	caras	que	exigían	una	sonrisa,	demasiados	apellidos	que
recordar.	A	veces	caras	y	apellidos	parecían	casi	intercambiables.
A	pesar	de	todo,	era	estupendo	tener	un	salón	lo	bastante	espacioso	para	dar
cabida	a	ese	gentío.	Y	de	todos	modos,	pensó	George,	él	y	Phyllis	habían
prometido	convertirse	en	grandes	anfitriones	en	cuanto	se	mudaran	de	casa.
Una	fiesta	como	ésa	era	el	medio	perfecto	para	establecer	sus	nuevas
identidades.
—¡George!	—Phyllis	irrumpió	en	su	meditación—.	Ven	aquí	y	coge	el	abrigo
de	Tammie.	—Miró	a	Herb—.	Y	en	cuanto	a	ti,	creo	que	eres	un	chico	muy
grandote	y	podrás	colgarte	tú	mismo	el	abrigo.	Hay	mucha	informalidad	esta
noche,	todavía	no	hemos	completado	el	traslado.	¡Y	tendréis	que	prepararos
bebidas	vosotros	mismos,	ni	siquiera	tenemos	camarero!
Phyllis	se	echó	a	reír,	como	si	quisiera	sugerir	que,	en	el	futuro,	en	su
elegante	nuevo	hogar,	tener	camareros	sería	una	rutina.
Tammie	estaba	comentando	lo	difícil	que	era	encontrar	un	canguro	decente
en	aquellos	tiempos.
—Y	finalmente	dijimos	al	diablo	con	la	canguro,	y	dejamos	a	la	niña	con	los
padres	de	Herb.	Ellos	ya	no	salen	nunca.
Alisó	su	vestido	nuevo.
—¡Dios	santo,	George,	esta	casa	es	de	órdago!	—dijo	Herb	mientras	estrujaba
la	mano	del	aludido—.	Lamento	que	no	llegáramos	antes,	para	poder	verla	a
la	luz	del	día.	Apuesto	a	que	esos	árboles	son	maravillosos	en	esta	época	del
año.	Pero,	Dios	todopoderoso,	si	me	permites	decirlo,	es	dificilísimo	encontrar
este	lugar.
—¿No	se	explicó	bien	Phyllis?
—Oh,	claro,	no	ha	habido	problema.	—Herb	siguió	a	George	hasta	el	armario
de	los	abrigos—.	Me	refiero	a	que	aquí,	en	el	campo,	oscurece	mucho.	No
estoy	acostumbrado	a	eso.	—Hizo	una	pausa	hasta	que	George	encontró	un
colgador	desocupado	para	el	abrigo	de	Tammie—.	Fuimos	por	la	autopista
hasta	New	Haven.	Esa	parte	fue	bien,	claro.	Y	salimos	por	Clinton,	tal	como
debíamos	hacer…	Pero	en	cuanto	sales	de	la	81,	la	carretera	está	muy	mal.
¡Es	como	si	de	pronto	apagaran	las	luces!	Ni	una	señal,	nada.	—Meneó	la
cabeza—.	Eres	influyente	en	la	Comisión	Estatal	de	Carreteras,	¿no,	George?
Me	refiero	a	que	deberías	hacer	algo.	¡Es	una	desgracia!
—Sí,	las	carreteras	son	un	poco	engañosasde	noche,	hasta	que	te
acostumbras	a	ellas.
—¿Engañosas?	Algo	mucho	peor	que	engañosas,	te	lo	aseguro.	¡Casi	atropello
a	un	bicho!	Te	lo	juro,	creo	que	era	un	oso.
—¡Oh,	vamos	Herb!	—George	le	dio	una	palmada	en	la	espalda—.	Has	vivido
demasiado	tiempo	en	Yonkers.	Estamos	en	el	campo,	claro,	¡pero	no	en	plena
selva,	por	el	amor	de	Dios!	¡Esto	es	Connecticut!	Hace	siglos	que	no	aparece
un	oso	por	aquí.
—Bueno,	fuera	lo	que	fuera…
—Seguramente	algún	pobre	perro	pastor.	Todos	los	granjeros	de	los
alrededores	tienen	perros	pastores.
—De	acuerdo,	de	acuerdo,	fue	un	perro	pastor,	entonces.	¿Quién	sabe?
Estaba	tan	oscuro…	En	fin,	casi	atropello	al	bicho,	y	lo	habría	atropellado	si
Tammie	no	hubiera	chillado.	Luego	estaba	tan	azorado	que	no	vi	el	desvío
de…	¿cómo	se	llama?	¿Death’s	Head?
George	se	echó	a	reír.
—¡Chico,	qué	imaginación	tienes!	Los	de	Madison	Avenue	sois	todos	iguales.
¡El	nombre	del	pueblo	es	Beth	Head,	papanatas!	Beth	Head.
También	Herb	se	echó	a	reír.
—En	fin,	me	despisté	completamente	y	acabé	en	la	entrada	de	un	parque
estatal.	¿Puedes	creerlo?	¡Tammie	tuvo	un	ataque	de	nervios!	¡Estábamos
buscando	tu	casa	y	acabamos	en	un	maldito	parque!
—Sí,	eso	es	Chatfield	Hollow.	He	ido	de	pesca	algunas	veces.	Una	zona	muy
bonita.
—Debe	de	serlo,	durante	el	día.	Pero	no	es	la	clase	de	sitio	que	me	gustaría
visitar	de	noche.	Tammie	creyó	ver	luz	en	la	cabaña	del	guardabosque…,	ya
sabes,	la	que	está	junto	a	la	verja…,	y	salí	a	preguntar.	¡Ni	siquiera
llevábamos	un	maldito	mapa!
George	sonrió	de	oreja	a	oreja.
—¡Pobre	Herb!	¡Nunca	serás	un	buen	montañés!
—¡Muy	cierto!	—repuso	riendo	Herb—.	Tammie	perdió	tanto	tiempo	con	su
condenado	vestido	que	ni	siquiera	pensó	en…	Bueno,	en	fin,	me	acerco	a	esa
miserable	choza	y	al	instante	me	doy	cuenta	de	que	Tammie	se	ha
equivocado…	No	hay	ninguna	luz,	la	cabaña	está	cerrada	en	esta	época…
Pero	por	si	acaso,	llamo	a	la	puerta,	¿sabes?,	y	llamo	a	gritos	al
guardabosque.	¡Estamos	completamente	perdidos!	—Bajó	la	voz—.	Además,
sabía	que	Tammie	se	pondría	como	una	loca	si	no	me	aseguraba	de	que	la
cabaña	estaba	vacía.
—¿Y	lo	estaba?
—¡Claro	que	sí!	¿Quién	demonios	pasaría	la	noche	en	un	sitio	como	ése?	—
Sacudió	la	cabeza—.	Y	allí	me	tienes,	aporreando	la	puerta	y	pensando	si
habría	por	allí	un	teléfono	público	para	llamarte…,	cuando	oigo	algo	pesado
que	se	mueve	en	los	matorrales.
—Seguramente	el	guardabosque.
—No	esperé	a	saberlo.	¡Tendrías	que	haber	visto	con	qué	rapidez	he	vuelto	al
coche	y	he	salido	de	allí!	Créeme,	estaba	dispuesto	a	regresar	a	Nueva	York,
pero	Tammie	quería	lucir	su	vestido	nuevo.	—Hizo	una	pausa—.	Y
naturalmente,	yo	quería	ver	esta	casa.
—¿Comentaste	con	Tammie	lo	que	habías	oído?
—¿Bromeas?	Se	habría	reído	tanto	de	mí	que	aún	estaría	esperando	a	que	se
calmara.	Escucha,	ella	cree	que	soy	un	cobarde.	Ella	es	la	dura,	lo	es	de
verdad.	Nunca	habría	encontrado	esta	casa	de	no	haber	sido	por	Tammie.
Distinguió	el	último	desvío	cuando	ya	lo	habíamos	dejado	casi	medio
kilómetro	atrás.	¡La	condenada	carretera	está	casi	tapada	por	los	árboles!
¡Deberías	talar	algunos,	por	el	amor	de	Dios!
—Creía	que	eras	un	gran	conservacionista.
Herb	se	echó	a	reír.
—Bien,	que	mande	dinero	al	Sierra	Club	no	significa	que	adore	los	árboles.
Mira,	alguien	va	a	sufrir	un	accidente	uno	de	estos	días.	En	serio,	George,
deberías	hacer	algo.	Oblígalos	a	que	pongan	luces	o	algo.	Tienes	influencia	en
la	Comisión	de	Carreteras,	¿no?
—No	tanta	como	piensa	la	gente.
—Bueno,	en	fin,	allí	no	hay	seguridad.	Esa	carretera	tan	retorcida,	tan
condenadamente	estrecha	que	he	tenido	que	ir	a	treinta	por	hora…	Una
suerte	que	no	vinieran	coches	en	dirección	contraria.	En	realidad,	no	vimos
un	solo	coche	en	la	carretera.	Un	lugar	muy	desolado	para	estar	tan	cerca	de
Nueva	York.
—No	hay	polución.
—¡Muy	cierto!	Eh,	hablo	en	serio,	viejo	camarada.	Tal	vez	no	sea	un	fanático
de	la	naturaleza,	pero	creo	que	esto	es	fantástico.	Me	gustaría	vivir	por	aquí.
—¿Por	qué	no	te	mudas,	entonces?	Debe	de	haber	alguna	casa	de	campo	en
venta	en	estas	zonas.	Sé	que	hay	un	par	en	el	condado	más	próximo.	Hasta	te
ayudaría	a	mirar.	Bueno,	el	sitio	es	un	poco	solitario…
—Eh,	pensaba	que	te	gustaba	vivir	aquí.
—Oh,	claro,	naturalmente	que	me	gusta.	No	lo	cambiaría	por	nada	del	mundo.
Me	refiero	a	que	todavía	no	tenemos	conocidos	en	la	zona,	y	sería	agradable
tener	alguno	cerca.
—Bah,	tú	tardas	poco	en	hacer	amigos,	George.	Además,	yo	no	podría	pagar
un	sitio	como	éste.	¡Con	tanto	terreno!…
—No,	de	verdad,	no	es	para	tanto.	No	ha	costado	demasiado.
—¡Venga,	hombre!	Tienes	espacio	para	un	par	de	campos	de	golf
reglamentarios.	Y	ese	camino	de	acceso	tuyo	es	tan	largo	como	una	carretera
rural.	¿Sabes	una	cosa?	Me	cuesta	creer	que	estamos	tan	cerca	de	la	ciudad.
Hay	mucho	terreno,	apostaría	a	que	puedes	ir	de	caza	por	tus	propiedades.	Y
seguramente	hasta	puedes	perderte.
—Sí,	bueno,	supongo	que	estamos	perdidos	en	el	campo.
—¡Pero	si	eso	es	lo	mejor!	Lo	digo	en	serio,	¡es	fabuloso!	Qué	mejor	razón
para	vivir	aquí,	ahora	lo	comprendo.	El	aislamiento,	la	soledad…	¡Chico,	ojalá
tuviera	un	poco	de	soledad	estos	días!
—Las	cosas	van	mal,	¿eh?
—Chico,	tú	lo	has	dicho.	Todos	nos	hemos	apretado	el	cinturón.	¿Y	tú?
—Oh,	más	o	menos	igual,	supongo.
—Eh,	no	seas	modesto,	George.	Siempre	haciéndote	el	pobre.	Esta	casa	debe
de	haberte	costado	una	pequeña	fortuna.
George	hizo	una	pausa	y	carraspeó.
—Bueno,	si	quieres	que	te	diga	la	verdad,	casi	no	me	ha	costado	nada.	La
conseguí	por	cuatro	perras.	El	propietario	estaba	un	poco	ya-sabes-qué.
Se	dio	unos	golpecitos	en	la	cabeza.
—¡Cristo!	¡Vaya	ganga!
Ya	estaban	otra	vez	en	el	salón.	Herb	miró	alrededor,	observó	los	muebles,	la
espaciosidad	de	la	habitación,	los	rostros	familiares	de	los	otros	invitados…
—Ah,	bien,	supongo	que	los	demás	tendremos	que	conformarnos	con	nuestras
barracas	de	los	suburbios…
—Yo	no,	chico	—sonó	la	aflautada	voz	de	Walter—.	Voy	a	comprar	un	terreno
igual	que	éste.	—Los	otros	interrumpieron	sus	conversaciones.	Walter	sonrió
—.	¡En	cuanto	el	mercado	se	recobre!
—Será	mejor	que	tengas	cuidado,	Walt	—dijo	Frances—.	Un	día	alguien
podría	pensar	que	hablas	en	serio.	Te	toparás	con	algún	estafador	y	acabarás
de	patitas	en	la	calle,	andando	por	ahí	metido	en	un	tonel.
Milton	se	acercó,	un	poco	tambaleante,	y	apoyó	un	brazo	en	el	hombro	de
Walter.	Estaba	bastante	borracho.
—Si	quieres	comprar	tierras,	no	has	de	esperar	a	que	el	mercado	esté	mejor
—dijo—.	Sólo	tienes	que	conocer	a	las	personas	adecuadas.	¿No	es	cierto,
George?
Bajo	el	peso	de	tantas	miradas	de	curiosidad,	George	logró	mantener	la
sonrisa…,	pero	no	sin	esfuerzo.
—Oh,	hace	falta	un	poco	de	paciencia,	eso	es	todo.	Y	hay	que	esperar	a	que
surja	la	ocasión.	Lo	mío	fue	pura	suerte,	supongo.
La	mirada	que	le	lanzó	Milton	no	fue	muy	agradable.
Phyllis	intervino,	ni	un	instante	demasiado	pronto,	para	hacer	un	alegre
anuncio.
—Bien,	tú	no	sé,	pero	yo	estoy	muy	contenta	de	vivir	en	un	sitio	como	éste.	Y
puesto	que	Herb	y	Tammie	están	por	fin	aquí,	me	gustaría	mostraros	la	suerte
que	tenemos.
—Bueno,	ya	era	hora	—dijo	Ellie.	Volvió	la	cabeza	hacia	los	demás—.	Ella	ha
conseguido	que	estuviéramos	ansiosos.
—¿Quieres	decir	que	por	fin	vamos	a	ver	la	casa?	—preguntó	Frances.
—Exacto	—replicó	Phyllis,	todo	ella	sonrisas.	Sus	párpados	aletearon
parodiando	a	una	gran	duquesa—.	Madame	Kurtz	acompañará	ahora	a	sus
invitados	en	un	recorrido	por	sus	palaciegas	posesiones.
George	logró	esbozar	una	sonrisa	de	disculpa.
—Sólo	es	un	viejo	granero	—dijo—.	De	verdad:	¡un	simple	granero!
Mírelo,	lo	tengo	atado	bastante	fuerte.	¡No	me	hará	cometer	dos	veces	el
mismo	error,	no,	señor!
—¿Está	seguro	de	que	las	correas	no	están	un	poco…,	eh…,	demasiado
prietas?
—¿Bromea,	doctor?	Si	las	suelto,	se	arrancaría	los	vendajes	en	dos	segundos.
No,	señor,	así	está	bien.
El	médico	entró	en	la	sala.
—Bien,	hola	—dijo	jovialmente—.	Lamento	encontrarlo	así.	Espero	que	no	esté
terriblemente	incómodo.	En	cuanto	esas	heridas	cicatricen,	le	quitaremos	las
vendas…,	y	luego	veremossi	podemos	sacarlo	de	esa	camisa,	¿de	acuerdo?
Aquí	somos	partidarios	de	ofrecer	una	segunda	oportunidad	a	nuestros
pacientes.
El	hombre	que	estaba	en	la	cama	le	lanzó	una	mirada	feroz.
—Y	por	eso	espero	que…,	eh…	—Miró	al	enfermero—.	¿Puede	oír	lo	que	digo?
—Oh,	sí,	puede	oírle	perfectamente.	Pero	pensamos	que	debe	de	haberle
pasado	algo	en	las	cuerdas	vocales,	¿sabe?	Tal	parece	que	no	puede	hablar.	—
Sonrió—.	Entre	usted	y	yo,	ese	detalle	no	me	apena	mucho.	Quiero	decir	que
tantos	chillidos	me	ponían	nervioso.	Siempre	chillaba	a	la	hora	de	comer…
¡Bueno,	cualquiera	pensaría	que	yo	no	le	daba	de	comer	nunca!
—No	es	justo.	Francamente,	no	es	justo.	—Ellie	señaló	el	dormitorio—.	Fíjate.
Exactamente	la	clase	de	cama	que	Milt	y	yo	hemos	estado	buscando	por	todo
Nueva	York.
—Apostaría	a	que	además	es	bronce	auténtico	—dijo	Doris—.	¡Eh,	Frannie!	—
gritó	por	encima	del	hombro—.	¿Crees	que	el	armazón	de	esa	cama	es	bronce
auténtico?
Frances	salió	del	cuarto	de	aseo,	seguida	por	Irene	Crystal.
—Me	temo	que	sí	—dijo—.	Dios,	estoy	totalmente	verde	de	envidia.	Y	ese
edredón…	¿Habíais	visto	algo	parecido?	¡Deben	de	ser	años	de	trabajo!	¿No
es	encantador?
—Oh,	sí	—dijo	Doris—.	Es	bellísimo.
Pasó	la	mano	por	uno	de	los	relucientes	pilares.
—Esto	es	criminal,	eso	pienso	yo	—dijo	Ellie—.	Me	paso	la	vida	entera
soñando	en	una	casa	en	el	campo,	con	invernadero,	despensa,	una	cocina
espaciosa	que	te	permita	moverte…
—Y	una	biblioteca	de	verdad	—intervino	Doris.
—Exacto,	una	biblioteca	de	verdad,	como	las	que	salen	en	esas	películas	de
Joan	Fontaine,	¿recordáis?	Con	cómodos	sillones	y	mesitas	al	lado	para
sentarse	y	tomar	un	jerez	mientras	lees…	¿Y	quién	ha	conseguido	todo	esto?
Los	Kurtz.	Repito,	francamente	criminal.	¿Alguien	ha	visto	a	uno	de	los	dos
abriendo	un	libro?
—Oh,	a	George	le	gusta	leer	—dijo	Frances—.	Lo	sé.
—¿Cómo?
Frances	sonrió	con	picardía.
—¡Hay	un	montón	de	revistas	deportivas	en	el	cuarto	de	baño!
—¿Y	qué	me	dices	de	ese	cuarto	de	los	niños?	—dijo	Doris.
Disfrutaba	provocando	a	Ellie.
—Sí,	¿te	imaginas?	Un	cuarto	especial,	y	ni	siquiera	tienen	hijos.	¡Estoy	tan
enfadada	que	podría	chillar!
—Oh,	vamos,	El	—dijo	Frances—,	no	te	excites	tanto.	Tus	dos	hijos	ya	no	son
unos	bebés	exactamente.	¡El	mayor	ya	está	en	la	universidad,	por	el	amor	de
Dios!
—De	todas	formas,	no	puedo	dejar	de	pensar	qué	agradable	habría	sido	esta
casa	cuando	Milt	y	yo	empezamos.	Maldita	sea,	volver	a	Long	Island	va	a	ser
un	chasco.
—Y	que	lo	digas	—intervino	Irene—.	Y	el	trayecto	de	vuelta	tampoco	será	muy
divertido.	Jack	ha	estado	gruñendo	toda	la	noche	por	eso.	Calculamos	que,
saliendo	de	aquí	a	las	once…,	porque,	claro,	tendremos	que	estar	hasta	esa
hora,	como	mínimo.	Saliendo	de	aquí	a	las	once	llegaremos	a	casa	más	tarde
de	la	una.
—Bien,	mi	marido	ha	tenido	una	brillante	idea	—dijo	Frances.	Se	sentó	en	la
cama—.	Echó	un	vistazo	al	cuarto	de	huéspedes,	el	que	está	al	final	del
pasillo,	ése	que	tiene	muchos	juguetes	antiguos,	y	decidió	pasar	la	noche
aquí.	Dice	que	si	nos	demoramos	mucho,	ellos	tendrán	que	rogarnos	que
pasemos	la	noche	aquí.
—¡Eh,	miserables	intrigantes,	vosotras!	—Todas	volvieron	la	cabeza	con
acusadora	sorpresa,	pero	sólo	era	Mike	Carlinsky	que	lucía	estatura	y
corpulencia	en	el	umbral,	con	su	novia	del	brazo—.	Lo	he	oído	todo.	Podéis
tramar	cuanto	queráis	para	pasar	la	noche	aquí,	pero	os	advierto,	Gail	y	yo
hemos	reclamado	esta	habitación.
Entró,	y	las	amplias	tablas	del	suelo	crujieron	bajo	su	peso.
—Lo	siento,	Mike,	me	temo	que	no	tienes	suerte	—dijo	Frances—.	Estamos	en
la	habitación	del	señor,	¿no	lo	ves?	Dos	tocadores,	dos	espejos,	y	mesillas
haciendo	juego.
Carlinsky	sonrió.
—Pero	sólo	una	cama,	¿eh?	—Los	muelles	crujieron	cuando	se	sentó
pesadamente	en	ella—.	Espacio	para	dos,	lo	admito,	pero	de	todas	maneras…
no	creo	que	el	viejo	George	sea	capaz	de	muchas	hazañas.
Fred	Weingast	asomó	la	cabeza	por	la	puerta.	Se	oían	otras	voces	en	el
pasillo,	detrás	de	él.
—Michael,	puedo	afirmarlo,	eres	tan	chismoso	como	las	mujeres.	—Se	apoyó
en	el	marco,	todavía	con	medio	cóctel	en	la	mano—.	Vosotros	no	sé,	pero	yo
no	estoy	seguro	de	querer	pasar	la	noche	aquí.	Soy	hombre	de	ciudad,
¿sabéis?	Los	sitios	como	éste	me	ponen	nervioso.
—Bah,	¿cuál	es	el	problema?	—dijo	Carlinsky—.	¿No	puedes	dormir	sin	el
ruido	del	tráfico?
—Echará	de	menos	las	cucarachas	—comentó	Ellie.
—Acércate	y	siéntate	con	nosotros.
Carlinsky	dio	unas	palmadas	a	la	cama.	Apenas	había	sitio	para	otra	persona
más.	Weingast	vaciló.
—Bueno,	no	creo	que	el	viejo	George	se	ponga	muy	contento	si	su	cama	se
viene	abajo…	Creo	que	iré	a	echar	una	mirada	al	desván,	si	es	que	puedo
subir	esa	escalera.	He	oído	decir	que	vale	la	pena	verlo.	En	fin,	chicos,	será
mejor	que	cuidéis	vuestros	modales.	Nuestra	estimada	anfitriona	está
subiendo	la	escalera…	—miró	hacia	atrás	por	encima	del	hombro—,
acompañada,	creo,	por	su	séquito	real.
Y	ciertamente,	el	murmullo	de	voces	se	hizo	más	fuerte.	Phyllis	estaba
dirigiendo	el	prometido	recorrido	por	la	casa.
Al	principio	los	invitados	habían	ido	en	tropel	detrás	de	ella	igual	que	una
columna	de	obedientes	colegiales,	todos	boquiabiertos	al	ver	las	diversas
habitaciones	que	constituían	la	planta	baja:	el	recibidor	y	la	despensa,	la
biblioteca	con	muros	de	repletas	estanterías	interrumpidas	solamente	por	una
serie	de	ventanas,	la	cocina	con	las	originales	vigas	de	roble	y	ganchos	de
carnicería	de	hierro	forjado	todavía	colgados	de	ellas,	el	comedor,	las
bodegas	y	el	fragante	cobertizo	lleno	de	macetas	que	conducía	al
invernadero…
Pero	treinta	adultos,	embriagados	para	colmo,	eran	un	grupo	difícil	de
mantener	unido.	Se	diseminaron	por	los	pasillos	desviados	por	viejos	mapas,
se	rezagaron	y	volvieron	al	salón	para	llenar	de	nuevo	los	vasos…	Finalmente
Phyllis	se	resignó	y	los	animó	a	vagar	por	donde	quisieran.
—Pero	preocuparos	de	que	Walter	no	se	caiga	por	la	escalera	—les	había
dicho,	haciendo	un	guiño	al	aludido—.	¡Parece	tan	borracho	que	puede
partirse	el	cuello!	Y,	ah,	a	propósito,	sé	que	casi	todo	es	chatarra,	pero	no
rompáis	nada	tan	pronto,	por	favor.	¡Esperad	a	que	hayamos	vivido	aquí	un
poco	más!	Por	lo	demás,	podéis	divertiros	por	la	casa	y,	supongo,	por	el
terreno…	si	es	que	alguien	tiene	ganas	de	salir	con	este	tiempo.	—Miró
inciertamente	hacia	la	ventana.
—¿Qué	pasa?	—dijo	Herb—.	¿No	se	puede	entrar	en	los	cuartos	de	baño?
Phyllis	se	echó	a	reír.
—Si	os	vais	a	marear,	preferiría	que	«lo»	hicierais	afuera,	encima	de	las	hojas
muertas,	y	no	en	mi	bonita	alfombra	nueva.
Casi	todas	las	mujeres	habían	vuelto	inmediatamente	a	la	cocina	para
maravillarse	de	nuevo	de	la	mesa	de	arce	y	la	vieja	cocina	de	gas	de	hierro
fraguado	con	un	hondo	compartimiento	para	hacer	pan.	Otras	habían	subido
al	piso	de	arriba,	y	un	reducido	grupo	de	varones	fue	derecho	a	la	angosta
escalera	del	desván,	prometiendo	«trabajar	desde	el	principio».
Phyllis	avanzaba	en	ese	momento	por	el	pasillo	del	piso	de	arriba,
acompañada	por	las	invitadas	más	fieles,	entre	ellas	Cissy	Hawkins,	que	la
seguía	como	una	niña	temerosa	de	perderse.
—¡Caramba!	—estaba	diciendo	Cissy—.	¡Los	escalones	de	estas	casas
antiguas	son	muy	empinados!	—Quedó	rezagada	cerca	del	final	de	la	escalera,
jadeante—.	¿Cómo	te	va	a	ti,	Phyl?
—Recuerda,	ya	hace	seis	semanas	que	vivo	aquí.	—Sonrió	a	las	otras	que	aún
se	hallaban	en	la	escalera.	Janet	Mulholland	se	encontraba	en	el	rellano,
respirando	con	cierta	dificultad	y	agarrada	a	la	barandilla—.	Francamente,
chicas,	esto	hace	milagros	con	la	silueta.
Janet	la	miró	con	una	pizca	de	malicia	antes	de	seguir	subiendo.
—No	tenía	ni	idea	de	que	estuviera	en	tan	mala	forma	—murmuró—.	¡No
había	estado	tan	sofocada	desde	que	se	estropeó	el	ascensor!
Pero	Phyllis	estaba	ya	en	el	pasillo	camino	de	su	dormitorio,	mostrando	los
tapices	de	las	paredes	a	Cissy	y	las	demás.
—Éste	tuvimos	que	arreglarlo	—estaba	diciendo—.	¿Lo	veis?	Aquí,	en	la
esquina,	junto	al	borde.	Encargamos	la	restauración	a	una	tiendecilla	de	New
Haven.	Cobran	muy	barato.
—¡Santo	Dios!	¿Qué	es	eso?	—preguntóCissy—.	Supongo	que	la	parte	verde
deben	de	ser	hojas,	pero…	¿y	ese	grupo	del	centro?	¿Caras?
—Caras	de	animales,	sí.	Pero	están	tan	descoloridas	que	casi	no	las	veréis.	El
hombre	de	la	tienda	dijo	que	era	un	diseño	de	Oriente	Medio.	—Phyllis	se
volvió	y	dirigió	la	palabra	al	grupo	del	pasillo—.	Escuchad,	hay	dos	clases	de
tapices:	los	grutescos	y	los	arabescos.	Los	arabescos	sólo	tienen	hojas	y
flores,	pero	éste	es	grutesco:	hay	animales	entremezclados.
Ellie	se	hallaba	en	la	entrada	del	dormitorio	cuando	volvió	la	cabeza	hacia
Frances.
—Francamente,	¿no	es	demasiado?	—musitó—.	Escúchala,	haciendo	alarde	de
sus	nuevos	conocimientos	para	impresionar	a	las	masas.
—Igual	que	en	el	libro,	¿no?	—estaba	diciendo	Cissy—.	Fábulas	de	lo	grotesco
y	lo	arabesco	.
—¿Ah,	sí?	—preguntó	Phyllis—.	¿Qué	libro?	—Se	acercó	al	siguiente	tapiz.
Estaba	torcido,	y	lo	arregló—.	Éste	se	halla	en	mejor	estado.	¿Veis?	Un	ciervo
y	un	oso,	creo.	George	quiere	que	lo	tasen.
Frances	salió	del	dormitorio.
—A	propósito,	¿dónde	está	él?	—preguntó.
—Oh,	seguramente	abajo.
—Lo	he	visto	entrar	en	el	lavabo	que	hay	al	final	del	pasillo	—dijo	Weingast.
Arrastró	los	pies	hacia	la	escalera	del	desván	y	su	bebida	chapoteó	en	el	vaso
—.	El	viejo	parecía	un	poco	indispuesto.	Demasiado	de	esto.	—Alzó	el	vaso—.
¿Alguien	se	atreve	a	acompañarme?
—¿Al	ático?	—preguntó	Carlinsky.	Se	levantó	de	la	cama	con	un	gruñido	(y	un
ligero	empujón	de	su	novia)—.	Algunos	ya	están	allí	merodeando,	creo.
Siguió	a	Weingast	escalera	arriba,	arrastrando	detrás	a	su	acompañante.
—Santo	Dios,	Phyl,	¿pretendes	decir	que	tienes	dos	cuartos	de	baño	aquí
arriba?	—preguntó	Cissy.
Phyllis	asintió	modestamente.
—Y	dos	abajo.
Detrás	de	ellas	se	oyó	un	jadeo.
—¡Oh,	estas	cosas	son	encantadoras!	—Janet	había	conseguido	subir	la
escalera,	y	estaba	examinando	las	figurillas	que	había	en	una	repisa	junto	al
cuarto	de	los	huéspedes—.	¡Las	expresiones	de	estas	caritas	son	preciosas!
Son	de	porcelana,	¿verdad?
—Eso	creo.	¿Habéis	visto	las	que	hay	dentro?
La	siguieron	al	cuarto	de	los	huéspedes,	una	de	cuyas	paredes	estaba	llena	de
repisas	ornamentales.
—¡Eh,	vaya	colección!
Phyllis	se	limitó	a	sonreír.
—¡Lo	que	faltaba!	—dijo	riendo	Ellie—.	¿Cómo	nombras	estas	cosas?
¿Chucherías,	fruslerías,	como-se-llamen	o…,	eh…,	veamos,	qué	te	parece
chismes?
—¡Sencillamente	antigüedades,	me	conformo	con	eso!
—Jesús,	hacía	años	que	no	veía	uno	de	éstos.
Ellie	cogió	un	pequeño	globo	de	vidrio	con	una	escena	invernal	en	el	interior:
al	agitarlo,	remolineaba	la	nieve	formando	una	ventisca	en	miniatura.	El	globo
contiguo	al	anterior	contenía	un	brillante	escarabajo	negro,	y	el	siguiente	un
minúsculo	ramillete	de	flores	secas:	crisantemos,	margaritas	amarillas,
incluso	un	diminuto	cardo,	todos	los	colores	del	otoño.
Walter	y	Joyce	Applebaum	entraron	cogidos	del	brazo.	Mientras	ella	se	reunía
con	las	otras	mujeres	ante	las	repisas,	él	se	apoyó	en	la	pared	y	cerró	los	ojos,
como	si	quisiera	aislarse	de	la	habitación	repleta	de	féminas.	Estaba
claramente	ebrio.
—Estos	objetos	deben	de	valer	una	fortuna	—dijo	Janet	mientras	examinaba	la
figurilla	de	un	duende	tallado	en	caoba—.	No	se	ven	cosas	como	ésta	todos	los
días.	Y	apuesto	a	que	las	de	abajo	costarán	doscientos	dólares,	al	menos	en
Nueva	York	—indicó	un	estante	con	antiguos	bancos	de	hierro	forjado,	perros,
elefantes,	un	cazador	y	un	oso,	un	payaso	con	un	aro…
Phyllis	se	encogió	de	hombros.
—Algunas	cosas	son	bastante	valiosas,	cierto,	pero	casi	todo	es	pura	chatarra.
George	no	ha	encontrado	tiempo	para	tirarlo.	—Apartó	dos	pequeñas	tallas	de
piedra	(cabezas	totémicas	de	basalto	californiano)	y	cogió	un	candelero	de
cerámica	gris	en	forma	de	gárgola;	la	velita	negra	parecía	brotar	de	entre	las
alas	de	la	criatura—.	Esto,	por	ejemplo.	Parece	antiguo,	¿no?
—Medieval.
—Sí,	pero	toca.	—Entregó	el	objeto	a	Janet—.	¿Lo	ves?	Ligero	como	una
pluma.	Es	algún	souvenir	barato	hecho	de	yeso.	Francés,	muy	apropiado.
Vimos	muchos	iguales	cuando	estuvimos	en	París	el	año	pasado.	Los	venden
en	Notre	Dame	por	siete	u	ocho	francos.
Cissy	estaba	desilusionada.
—Bien,	tal	vez	no	sea	exactamente	inestimable	—dijo—,	pero	no	hay	duda	de
que	tienes	suficiente	material	para	abrir	una	tienda	de	antigüedades.
—¡Tres	tiendas!	—dijo	Frances.
Phyllis	se	echó	a	reír.
—Esto	no	es	nada.	¡Esperad	a	ver	el	desván!
—¿Qué?	¿Más?	¿Dónde	habéis	comprado	todo	esto?
—No	lo	olvides,	no	lo	adquirimos	nosotros.	Fue	el	hombre	que	vendió	la	casa
a	George.	Aquel	lunático.
—Bien,	tal	vez	fuera	un	lunático,	pero	ciertamente	tenía	buen	gusto	—observó
Joyce	mientras	estudiaba	un	grupo	de	grabados	situado	en	la	pared,	junto	a	la
ventana:	una	serie	de	ilustraciones	para	libros	obra	de	Doré,	Rackham	y
otros.	Un	bosquejo	a	pluma	de	una	iglesia	escocesa	mostraba	algo	parecido	a
la	gárgola	de	Notre	Dame,	aunque	con	las	alas	sustituidas	por	correosos
tentáculos—.	Ecléctico,	por	lo	menos.	¿Cómo	era	el	hombre?
—Ni	idea	—dijo	Phyllis—.	No	llegué	a	conocerlo,	gracias	a	Dios.	George	no	me
lo	permitió.	Sé	que	era	enormemente	desagradable.
—¿Cuál	era	el	problema?	—preguntó	Frances.	Estaba	sacando	el	cajón	de	una
mesita	rinconera.	El	interior	había	sido	limpiado	recientemente,	y	estaba
vacío—.	¿Desvariaba,	veía	hombrecillos	verdes?
—Tal	vez.	Es	muy	posible.	Lo	único	que	sé	es	que	tenía	hábitos	poco	aseados.
Esta	casa	apestaba	como	una	cloaca	la	primera	vez	que	la	vi.	Y	no	estaba
arreglada	así,	creedme.	Era	un	revoltijo.
—¿Qué,	la	casa	entera?
—Casi	no	se	podía	pasar,	debido	a	los	trastos	viejos.
—No,	me	refiero	al	olor.	¿Estaba	por	todas	partes?
Phyllis	hizo	una	pausa	para	correr	las	cortinas	e	impedir	el	paso	a	la	noche.
—Por	todas	las	habitaciones.	Por	eso	tardamos	tanto	tiempo	en	mudarnos.
Primero	intentamos	airear	la	casa,	pero	no	dio	resultado.	Luego	llamamos	a
los	expertos	para	que	la	fumigaran.	Y	creedme,	esa	gente	te	cobra	un	ojo	de
la	cara.	George	casi	tuvo	un	ataque.
—Lo	único	que	sé	yo	es	que	ahora	huele	bien	—dijo	Cissy	con	excesiva	rapidez
—.	De	verdad,	Phyl,	has	hecho	un	maravilloso	trabajo	de	limpieza.
—Bien,	en	realidad	el	mérito	no	es	mío.	Puedes	contratar	a	personas	para
trabajos	como	ése.	Estas	chimeneas	fueron	la	peor	parte,	lo	sé.	Estaban	llenas
de	polvo	y	cenizas.	Me	alegra	no	tener	que	depender	de	ellas	cuando	llegue	el
invierno.	¡Imaginaos,	una	en	cada	habitación!
—Hasta	en	la	cocina	—dijo	suspirando	Joyce—.	Oh,	Waltie,	si	tan	sólo
pudiéramos	construir	una	en	la	cocina…,	aunque	fuera	falsa…	¿No	sería
bonito?
Su	esposo	abrió	los	ojos.	Los	tenía	inyectados	de	sangre.
—Sí	—dijo—,	haríamos	furor	en	Scarsdale.
Desvió	la	mirada.
—¿Por	qué	no	os	conformáis	con	los	ganchos?	—preguntó	Frances.
—¿Te	refieres	a	esos	ganchos	del	techo?
—Claro,	no	pueden	costar	mucho.	¡Y	Walter	podría	colgar	salami	en	ellos!
—Pero	no	tenemos	vigas	para	colgar	los	ganchos.
—Obviamente,	pues	—intervino	Phyllis—,	lo	que	hay	que	hacer	es	que	George
te	busque	una	casa	como	ésta,	con	vigas	y	todo	lo	demás.
—Eso	es	lo	que	estoy	repitiendo	a	todos	—gimió	Walter.
Phyllis	no	le	prestó	atención.
—Vamos,	permitidme	que	os	enseñe	nuestro	dormitorio.	Hay	más	chatarra
allí.
La	siguieron	por	el	pasillo,	y	todas	las	mujeres	que	aún	no	habían	visto	la
cama	de	bronce	padecieron	los	convenientes	y	predecibles	jadeos	de	placer.
—Oh,	¿dónde	la	conseguiste?	—quiso	saber	Janet—.	No	pretenderás	decirme
que	iba	incluida	también	con	la	casa.
—¿Dónde,	si	no?	—repuso	Phyllis,	radiante.
—Chica,	el	antiguo	propietario	debía	de	vivir	muy	bien	aquí.	¿Qué	pasó,	murió
su	esposa	y	él	se	hundió	por	completo?
—Naturalmente	no	lo	sé	—dijo	Phyllis—.	Dudo	que	estuviera	casado	siquiera.
Los	ojos	de	Janet	se	abrieron	mucho.
—¿Quieres	decir	que	vivía	solo	aquí?	¿En	esta	enorme	casa?
Phyllis	se	encogió	de	hombros.
—Ya	os	he	dicho	que	estaba	loco.	Tal	vez	tuviera	un	perro	o	algo	así	para
hacerle	compañía,	no	estoy	segura.	Creo	que	George	mencionó	una	mascota.
Los	muelles	de	la	cama	crujieron	en	el	momento	en	que	Walter	se	dejó	caer
pesadamente	en	el	colchón.	Se	tumbó	de	espaldas,aunque	con	el	cuidado
suficiente	para	mantener	los	zapatos	fuera	del	centón.
—Bien,	yo	diría	que	ese	tipo	sabía	vivir.	—Tras	un	prolongado	bostezo,	se
echó	como	si	estuviera	preparado	para	dormir—.	Quiero	decir	que	esta	casa
es	confortable.	Un	poco	expuesta	a	corrientes	de	aire,	pero	confortable.
Cerró	los	ojos	y	pareció	dormitar.
Joyce	se	excusó	con	una	mirada	a	la	anfitriona.
—Siempre	se	pone	así	después	de	una	semana	dura.	¿Alguien	quiere
ayudarme	a	sacarlo	de	aquí?
—No-no-no,	déjalo	tranquilo.	Que	eche	una	cabezada.	Tal	como	ha	dicho	él,	es
una	cama	confortable.	—Phyllis	se	enorgullecía	de	su	tacto—.	Lo	extraño	es
que	el	hombre	que	nos	vendió	la	casa	ni	siquiera	usaba	esta	cama.	Dormía	en
un	catre.
—¡Estás	de	broma!
—¿Solamente	un	catre?
—Exacto.	Francamente,	algunos	solteros	viven	de	una	forma…	—Phyllis
meneó	la	cabeza—.	George	encontró	esta	cama	de	bronce	en	el	desván,
debajo	de	un	montón	de	trastos.	La	abrillantamos	y	compramos	un	colchón
nuevo.	Pero	de	todas	maneras	no	está	tan	bien	conservada.	¿Veis?	—Señaló
las	patas	metálicas;	parecían	mordisqueadas—.	Creo	que	se	estropeó	un	poco
allá	arriba.
En	el	pasillo	se	oyó	el	sonido	de	pesados	pies	sobre	madera,	y	voces.	Herb
asomó	la	cabeza	por	la	puerta	y	parpadeó,	deslumbrado	por	la	luz.
—Perdón,	señoras.	¿Está	mi	esposa	aquí?
—Tammie	está	abajo.
—¡Eh,	Walt!	¡Walt!	—Harold	Lazarus	irrumpió	en	la	habitación	apartando	a
empujones	a	los	demás—.	Despierta,	muchacho,	tienes	que	subir	a	ver	el
desván.
Tiró	de	los	tobillos	de	Walter.
—Cariño,	vamos,	déjalo	en	paz.	Está	echando	una	cabezada.	—Frances	rodeó
con	el	brazo	la	cintura	de	Harold—.	Vamos	abajo.	Quiero	otro	refresco.
—¿Es	tan	bonito	el	desván?	—preguntó	Cissy.
—¡Es	fabuloso!	—dijo	Harold	mientras	se	soltaba	del	brazo	de	su	esposa—.
Hay	montones	de	revistas,	algunos	almanaques	extravagantes,	cartas
estelares,	cuchillos	antiguos,	un	sillón	de	barbero,	juguetes…	Casi	todo	está
muy	oxidado,	pero	deberíais	ver	las	revistas.	Un	siglo	de	antigüedad,	algunas.
Phyllis	arrugó	la	frente.
—Casi	me	olvido	de	eso.	Cuando	limpiamos	la	casa,	dejamos	el	desván	para
otro	día.	Metimos	todos	los	trastos	allí,	todo	lo	que	no	nos	servía.	Algún	día	lo
repasaremos	de	punta	a	punta…,	en	cuanto	haga	más	calor.	Tal	como	está,	un
incendio	sería	terrible,	con	tanto	papel…
—Eh,	no	tiréis	esas	revistas	—dijo	Harold—.	Podrían	valer	algo.	Unos	cuantos
dólares,	por	lo	menos.
Phyllis	meneó	la	cabeza.
—Es	un	nido	de	ratas	ese	desván.	Como	algo	ideado	por	los	hermanos	Collier.
—¡De	eso	no	hay	duda!	—exclamó	Harold.
Fred	Weingast	entró	en	la	habitación,	con	el	vaso	vacío	ya.
—Eh,	vaya	jungla	tienes	ahí,	Phyl.	Un	montón	de	juguetes	antiguos,	cosas	en
jarros,	viejos	uniformes…	Dios,	no	creía	volver	a	ver	una	de	esas	chaquetas
del	ejército,	las	que	llevan	broches	en	los	bolsillos…	Hay	hasta	un	maniquí	de
unos	grandes	almacenes,	escondido	en	un	rincón,	bastante	destrozado,	pero
infernalmente	espantoso.	—Se	echó	a	reír—.	¡Estaba	sin	ropa!	¡Herb	pensó
que	habíamos	encontrado	un	cadáver!
—Vamos,	Frannie,	subamos.	—Harold	tiró	del	brazo	de	su	esposa—.	Quiero
enseñarte	esas	revistas	antiguas.	Hay	anuncios	de	ropa	femenina,	y	algunos
son	muy	cómicos.
—Oh,	cariño,	estoy	muy	cansada,	y	esos	escalones	parecen	tan	empinados…
¿No	podrías	bajar	algunas	revistas?
Miró	a	Phyllis	en	busca	de	ayuda.
—En	realidad	no	vale	la	pena	subir	—convino	Phyllis—.	El	desván	no	está
aislado,	y	se	pone	francamente	helado	en	esta	época	del	año.	En	especial	de
noche.
—Ella	tiene	razón,	¿sabes?	—dijo	Weingast	mientras	se	pasaba	el	vacío	vaso
de	una	mano	a	otra—.	Puedes	ver	tu	aliento,	incluso	eso.	Creo	que	yo	volveré
a	bajar	para	servirme…	algo	que	me	caliente.	—Se	volvió	para	mirar	el	pasillo
—.	De	todas	formas,	creo	que	mi	mujer	está	abajo.
Harold	se	mostró	desilusionado	mientras	los	demás	salían	en	fila	detrás	de
Weingast.	Contempló	a	su	amigo.	Walter	yacía	tumbado	de	cualquier	modo	en
la	cama,	roncando	con	suavidad	igual	que	un	enorme	animal	en	plena
hibernación.	Harold	le	propinó	un	par	de	ineficaces	codazos.
—Ah,	demonios	—dijo,	y	se	fue	con	los	demás	a	la	planta	baja.
George	estaba	sentado	en	el	cuarto	de	baño,	agazapado	como	un	animalillo
perseguido.	Percibía	claramente	las	apagadas	voces	que	traspasaban	la
puerta,	interrumpidas	de	vez	en	cuando	por	los	tonos	más	estrepitosos	de	las
parejas	que	pasaban	por	el	pasillo	al	otro	lado	del	cuarto	de	aseo.	Se	inclinó,
a	la	espera	de	que	cesaran	los	retortijones.	Si	contenía	la	respiración	y
aguzaba	el	oído	podía	captar	algunas	palabras	ocasionalmente:
—…	puedo	hacerme	con	la	opción,	pero	ellos	no…
Ése	debía	ser	Faschman,	acompañado	casi	con	toda	seguridad	por	Sid	Gerdts.
Silencio	durante	un	rato.	Pasos	arriba,	en	el	desván.	Luego	susurros,
femeninos.
—No,	espera,	no	entres.
—Sólo…
—No,	creo	que	hay	alguien	dentro.
Las	voces	se	alejaron.
George	suspiró	y	observó	las	baldosas	del	suelo,	ansiando	tener	algo	que	leer.
En	contra	de	los	deseos	de	Phyllis	siempre	dejaba	algunas	revistas	en	el
cuarto	de	baño	que	estaba	cerca	de	la	escalera,	pero	ése	estaba	ocupado.	Y	el
que	ocupaba	ahora,	delante	mismo	del	cuarto	de	los	huéspedes,	continuaba
relativamente	vacío,	aparte	de	los	estantes	de	plástico	negro	y	la	jabonera,
todo	ello	lustroso	y	afilado,	que	su	esposa	había	puesto	por	la	mañana.	El
jabón	estaba	fundiéndose	ya	como	hielo	en	un	charquito	de	agua	sucia.	Y	las
toallas	negras	para	los	invitados,	también	idea	de	Phyllis,	con	rígidos	bordes
de	encaje,	yacían	empapadas	en	el	suelo	o	dejadas	torpemente	en	la	percha.
La	casa	no	era	habitable	todavía.
Pese	a	todo,	cualquier	deficiencia	era	preferible	a	la	mugre	en	la	que	él	había
encontrado	la	casa.	Naturalmente	fue	lo	esperado,	después	de	ver	los	lunares
de	piel	seca	en	los	labios	del	individuo	y	aquella	mancha	en	sus	pantalones.
Un	ermitaño,	así	lo	llamaban,	para	usar	un	término	educado.	Ojos	de	mago,
decían.	Quizá	la	gente	de	la	localidad	lo	considerara	pintoresco.	Pero	George
aún	recordaba	los	calcetines	en	el	tocador,	la	porquería	acumulada	bajo	el
fregadero	y	el	hedor	a	carne	podrida.
Y	las	amenazas…
Notó	que	sus	intestinos	se	revolvían	y	se	encogió.	¿Cuándo	acabaría	eso?	Las
baldosas	parecían	formar	un	dibujo,	pero	el	dolor	impacientaba	a	George.	Un
rectángulo	rojo	en	la	parte	superior	izquierda	de	todos	los	cuadrados,	no,	uno
sí	y	otro	no,	y	en	la	siguiente	hilera	el	dibujo	se	invertía,	de	modo	que…	Pero
cerca	de	la	puerta	la	norma	variaba.	Automáticamente	maldijo	a	los	antiguos
y	anónimos	constructores	de	la	casa,	antes	de	recordar	que	él	mismo	había
ordenado	cambiar	las	baldosas	con	anterioridad	al	traslado.
Sin	embargo,	habían	conservado	los	accesorios	originales.	Reforzaba	el
ambiente.	La	bañera	incluso	tenía	patas,	como	en	las	viejas	películas,	que	a
George	le	recordaban	gruesas,	rechonchas	garras.	Uno,	dos,	tres…	Perdió	la
cuenta	y	empezó	otra	vez.	Sí,	había	cinco	dedos	en	cada	zarpa.	Ya	no
construían	bañeras	como	ésa.	Con	el	tamaño	suficiente	para	toda	una	familia,
además,	y	no	porque	el	primer	propietario	hubiera	necesitado	tanto	espacio.
Olía	como	si	no	se	hubiera	bañado	desde	hacía	años.
Una	risa	femenina	resonó	en	el	pasillo,	y	después	la	voz	baja	y	ansiosa	de	un
hombre,	quizá	explicando	un	chiste.	¡Maldición,	se	había	perdido	toda	la
fiesta	de	esa	guisa!	Buscó	algo	para	pasar	el	tiempo,	sacó	el	billetero	y	lo
revisó.	Las	tarjetas	de	identidad	le	indicaron	que	él	era	George	W.	Kurtz,	las
tarjetas	de	crédito	explicaban	las	limitaciones	en	menudas	letras	azules…	Qué
aburrimiento.	Contó	dinero.
—¿George?	—Phyllis	llamó	a	la	puerta—.	¿Estás	ahí?
—Sí	—gruñó	él—.	Ahora	mismo	salgo.
—¿Estás	bien,	cielo?
—Sí,	estoy	perfectamente.	Ahora	mismo	salgo.
—¿Quieres	que	te	traiga	algo?
—He	dicho	que	estoy	perfectamente.
Phyllis	pareció	alejarse	y	retroceder	un	momento	después.	Su	voz	sonó	muy
cerca	de	la	puerta.
—Todos	vamos	a	ir	abajo.	Pero	Walt	está	dormido	en	la	cama.	No	lo
despiertes.
—Mmm.
—¿Has	dicho	algo,	cielo?
Tras	contener	la	respiración,	George	oyó	el	aliento	de	su	esposa	al	otro	lado
de	la	puerta.Phyllis	se	detuvo	como	si	quisiera	añadir	algo,	y	finalmente	se
marchó.
En	el	silencio	que	siguió	George	se	preguntó	qué	le	pasaba.	Algo	que	había
comido,	quizá.	¿Las	gambas	de	la	noche	pasada?	Pero	no,	eso	había	sido	dos
noches	antes,	y	apenas	había	probado	bocado	en	todo	el	día.	Tal	vez	no
aguantaba	el	alcohol.
No	obstante,	el	dolor	parecía	miedo.	¿Qué	temía?
Siempre	le	pasaba	lo	mismo:	notaba	tensión	en	la	boca	del	estómago,	y	sólo
después	se	esforzaba	en	diferenciar	los	pensamientos	que	la	habían	causado.
Primero	el	efecto,	luego	la	causa…,	como	si	su	mente	albergara	muchos
niveles	inexplorados,	misterios	y	más	misterios,	de	tal	modo	que	él	no	conocía
el	contenido	hasta	que	su	estómago	se	lo	indicaba.
Nervios,	era	obvio,	por	el	éxito	de	la	fiesta.	La	ruina	de	todos	los	anfitriones,
en	particular	de	una	celebración	tan	impresionante	como	ésta.	Sin	embargo,
George	no	había	creído	estar	tan	preocupado…
Una	explicación	insatisfactoria…,	pero	de	pronto	el	dolor	desapareció.	Se
arregló	y	salió	al	pasillo,	y	observó	a	Walter	al	pasar	junto	al	dormitorio.	El
rostro	apoyado	en	la	colcha	tenía	un	aspecto	rojizo	e	hinchado,	igual	que	el	de
un	niño	que	ha	ido	a	la	cama	berreando.	George	ajustó	la	puerta	del	desván,
para	impedir	el	paso	del	frío,	y	se	dirigió	a	la	planta	baja.
—Supongo	que	papel	y	lápiz	es	inaceptable…
—Sí,	claro,	si	es	que	no	lo	entiendo	mal.	Suéltele	una	mano	y	agarrará	las
vendas.	Déle	un	lápiz	y	se	sacará	los	ojos.	No	pongo	nada	al	alcance	de	esta
gente,	no	después	de	lo	que	he	visto.
El	médico	suspiró.
—Es	muy	frustrante,	debe	admitirlo.	Un	caso	perfecto	de	suicida	depresivo,
listo	para	terapia,	y	él	no	puede	hablar.	—Contempló	al	hombre	echado	en	la
cama;	éste	le	devolvió	la	mirada—.	Tal	vez	cuando	la	garganta	esté	curada,	si
lo	mantenemos	sujeto…
—A	veces	habla	conmigo.
—¿Cómo?	¿Dice	que	habla…?
—Bueno,	no,	no	exactamente.	Me	refiero	a	que	golpea	la	pared	con	el	pie,
¿comprende?	Como	cuando	quiere	que	yo	lo	ayude	a	darse	la	vuelta.
El	otro	hombre	meneó	la	cabeza.
—Me	temo	que	eso	difícilmente	es	auténtica	comunicación.	Una	respuesta	sí-
no,	tal	vez,	pero	totalmente	inútil	para	nuestras	exigencias.	No,	creo	que
tendremos	que	aguardar	uno	o	dos	meses,	y	entonces…
—Oh,	él	no	dice	sí	o	no	solamente.	Con	los	golpes	deletrea	palabras	enteras.
Mire,	tenemos	este	código.	—Extrajo	de	su	bolsillo	un	arrugado	trozo	de	papel
—.	A	es	un	golpe;	B,	dos…	Funciona	así.
—Y	para	decir	una	palabra	como	«zoo»	haría	falta	toda	la	noche.	No,	gracias.
—El	médico	consultó	su	reloj	de	pulsera—.	De	momento,	algún
medicamento…
—No,	no	lo	entiende.	Mire,	Z	son	dos	golpes	y	otros	seis	después.	Veintiséis,
¿comprende?	Y	O	sería…	—Examinó	el	papel—.	Sería	uno	y	luego	cinco.
Bastante	ingenioso,	¿no?
—De	todas	formas	haría	falta	la	noche	entera,	y	debo	preocuparme	de	otros
treinta	pacientes.	—Consultó	de	nuevo	su	reloj—.	Y	visitas	antes	de
acostarme.	No,	creo	que	deberá	continuar	con	toracina,	y	voy	a	recetar
veinticinco	miligramos	de	tofranil.	Probaremos	con	eso	durante	algún
tiempo…
El	médico	se	alejó	por	el	pasillo	mientras	garabateaba	en	su	libreta	de	notas.
El	enfermero	permaneció	en	la	entrada	de	la	habitación,	con	los	ojos	fijos	en
el	hombre	acostado.	Éste	le	devolvió	la	mirada.
En	el	salón,	Herb	Rosenzweig	intentaba	organizar	un	juego.	Las	caras	se
volvieron	con	la	entrada	de	George.
—Te	echábamos	de	menos,	George.	¡Creíamos	que	habías	caído	en	la	taza!
George	esbozó	una	tímida	sonrisa	y	se	dirigió	al	bar,	tanto	halagado	como
irritado	por	el	hecho	de	que	hubieran	reparado	en	su	ausencia.	¿No	podía
apañarse	sola	esa	gente?	No	era	como	si	no	se	conocieran	unos	a	otros.
—¡Herb	pensaba	que	te	había	devorado	un	oso!
—Eso	les	he	dicho,	George.
George	se	alzó	de	hombros.
—Mala	suerte.	¡Creo	que	eso	fue	lo	que	comí	hoy!
En	medio	de	las	risas,	Phyllis	tuvo	que	gritar	para	hacerse	oír.
—¡Vaya,	no	les	metas	ideas	raras	en	la	cabeza	o	ninguno	acabará	la	tarta
rellena!	¡He	pasado	el	día	entero	haciéndola!	—Señaló	los	platos	con	canapés
que	había	junto	al	bar—.	¡Y	vosotros,	no	habéis	probado	los	embutidos!	Se
estropearán	en	el	frigorífico	si	nadie	los	come.
Algunos	invitados,	avergonzados,	se	deslizaron	hacia	los	platos.
—¡Vamos	a	conocer	nuestra	suerte,	George!	—gritó	Cissy	al	otro	lado	del
salón—.	¡Estás	a	tiempo!	¡Herb	tiene	cartas!
—Una	baraja	de	Tarot	—dijo	Herb,	subrayando	la	t	final—.	La	he	encontrado
en	vuestro	desván,	en	uno	de	los	baúles.	—Mostró	una	caja	de	cartas	de	color
verde	decorada	con	dibujos	a	pluma	y	las	palabras	Grand	Etteilla	—.	Quería
ver	cómo	son	las	cartas	—explicó—.	Espero	que	no	te	importará.	No	creo	que
alguien	haya	abierto	la	caja	anteriormente.
—¿Sabes	usarlas?
—Hay	un	folleto	de	instrucciones	dentro.	El	único	problema	es	que	está	en
francés.
—Yo	estoy	un	poco	oxidado	—estaba	diciendo	George,	pero	Milton	lo
interrumpió.
—Ellie	es	un	as	del	francés.	Dios,	deberíais	haberla	visto	allí,	el	verano
pasado.	Pensaban	que	era	nativa.	—Agarró	el	folleto	de	las	manos	de	Herb	y
lo	entregó	a	su	esposa—.	Adelante,	¿qué	dice?
—Oh,	esto	es	fácil	—repuso	ella—.	«Manière	de	Tirer	le	Grand	Etteilla	ou
Tarots	Egyptiens,	Composé	de	Soixante-dix-huit	Cartes	Illustrées	».	Bueno,
cualquiera	puede	entenderlo,	¿no?
—Algo	sobre	cartas	egipcias	—dijo	Frances.
—¿Dice	cómo	hay	que	echarlas?	—preguntó	Herb.
Ellie	hojeó	el	folleto.
—Hum,	no	hay	dibujos.	Muy	sencillo.	Pero	hay	algo	delante.	«Para	usar	las
cartas	es	preciso	en	primer	lugar	que	la	persona	que…».	—Hizo	una	pausa	en
la	lectura—.	Ah,	ya	entiendo.	La	persona	cuya	suerte	va	a	saberse	debe	coger
las	cartas	con	la	mano	izquierda.
—¿De	quién	vamos	a	saber	la	suerte?	—preguntó	George,	sin	excesivo	interés.
Cualquier	cosa,	no	obstante,	con	tal	de	divertir	a	los	invitados…
Herb	hizo	un	gesto	de	indiferencia.
—Podemos	probar	con	Tammie,	si	ella	quiere.	¿Explica	cómo	hay	que
extenderlas?
—Ojalá	me	acordara	de	cómo	lo	hacía	Joan	Blondell	en	El	callejón	de	las
almas	perdidas	—dijo	Ellie—.	Lo	único	que	recuerdo	es	que	ella	siempre
sacaba	la	carta	de	la	muerte	a	Tyrone	Power.
—El	Ahorcado	—dijo	Cissy,	con	una	nerviosa	risita.
—Hum,	es	cierto.	Bien,	veamos.	—Ellie	se	concentró	en	el	folleto—.	Oh,	chica,
es	tan	complicado…	No	sé	si	vale	la	pena.	Tardaremos	media	hora	en
empezar.
—Oh,	olvídalo,	pues	—dijo	Herb,	que	ya	estaba	buscando	otros	juegos.
Tammie	le	puso	un	brazo	en	los	hombros.
—A	partir	de	ahora	nos	conformaremos	con	galletitas	de	la	fortuna.
George	vio	que	el	grupo	se	dispersaba	alrededor	de	él,	se	disolvía	en	grupitos
de	conversación,	pero	Phyllis	insistió	en	jugar.
—¿Por	qué	no	lo	hacemos	con	un	método	rápido?	Todos	cogemos	una	carta,	y
ésa	será	nuestra	suerte.	Venga,	dame,	yo	barajaré.
Por	respeto	a	la	tradición	dio	un	golpe	al	mazo,	y	las	cartas	fueron
debidamente	repartidas	entre	los	invitados	hasta	que	todos	tuvieron	una.
—¡Me	siento	como	si	estuviéramos	a	punto	de	jugar	al	bingo!	—dijo	Fred
Weingast	mientras	examinaba	su	carta—.	Bueno,	¿qué	es	esto?	Es	el	tres	de
algo,	lo	sé,	pero	¿de	qué?	¿Platos	para	comer?
Harold	miró	por	encima	del	hombro.
—Esa	carta	es…	¡el	Tres	de	Platos	para	Comer!
—A	mí	me	parecen	monedas	—opinó	la	esposa	de	Weingast.
Ellie	estaba	repasando	el	folleto.
—No	—dijo—,	son	Pentáculos.	¿Entendéis?	Estrellas	de	cinco	puntas	dentro
de	los	círculos.
—¿Qué	se	supone	que	significan?
—Veamos.	Ajá,	aquí	va.	—Miró	a	Weingast	y	sonrió	misteriosamente.	Luego
continuó	con	el	texto—.	«Una	persona	noble	y	distinguida…».
—¡Eh,	ese	soy	yo	a	la	perfección!	—exclamó	Weingast.
Ellie	esperó	a	que	cesaran	las	risas	y	prosiguió.
—Lo	siento,	pandilla,	pero	lo	habéis	entendido	mal.	Escuchad.	«Una	persona
noble	y	distinguida	precisa	plata…	eh,	dinero…,	y	usted	tendrá	que
prestárselo».
De	inmediato,	y	previsiblemente,	Harold	se	acercó	y	le	dio	unas	palmadas	en
la	espalda.
—Fred,	viejo	camarada,	¿qué	me	dices?
Aún	quedaban	varios	párrafos	por	leer,	pero	el	chiste	había	obrado	efecto.
Ellie	miró	a	los	demás.
—Bien,	chicos,	¿quién	va	ahora?
Haciendo	caso	omiso	de	los	vacilantes	gritos	de«Yo-yo-yo-yo»,	Ellie	cogió	la
carta	de	Frances.	Una	manchada	litografía	mostraba	un	niño	rubio	que
sostenía	un	cáliz	de	oro;	el	fondo	era	pastoral,	con	montañas	color	verde
oscuro	y	una	cascada.
—Oh,	una	carta	de	figura	—dijo	Ellie—.	Tal	vez	signifique	que	es	importante.
—Forzó	la	vista	para	leer	el	texto—.	Al	parecer	es	el	Paje	de	Cálices.	Algo	así
como	la	J	de	Diamantes,	supongo.	«Tenga	confianza	plena»,	dice,	plena
confianza,	«en	el	jovencito	rubio	que	vos	ofrece…,	que	le	ofrece	sus
servicios».	Vaya,	Frannie	¿a	quién	conoces	que	sea	rubio?
Harold	respondió	por	ella.
—¡Maldición,	apuesto	a	que	es	aquel	repartidor!
Hizo	una	gran	actuación	fingiéndose	el	marido	cornudo,	broma	que	todos
excepto	Frances	encontraron	divertida.
—Ahora	la	de	Phyllis	—sugirió	alguien.
—Sí,	venga,	la	de	Phyllis.
Los	demás	repitieron	la	cantinela.
Phyllis	se	retorció	igual	que	una	niña	obligada	a	decir	unas	palabras	en	un
cumpleaños.
—No	—dijo,	sonriendo	nerviosamente—,	de	verdad,	no	quiero	saber	mi	suerte.
Siempre	creo	en	las	cartas,	y	siempre	son	malas.	—Ocultó	el	naipe	a	la
espalda—.	Lee	antes	la	de	George.
Ellie	se	encogió	de	hombros.
—De	acuerdo,	pues,	déjame	verla.
Extendió	la	mano.
—Pero	si	yo	no	tengo	carta	—dijo	George.
—Demasiado	atareado	con	su	papel	de	anfitrión	perfecto	—observó	Milton.
Cogió	la	baraja—.	Vamos,	quedan	más	de	la	mitad	de	cartas.	Coge	una.
—Cierra	los	ojos	primero	—añadió	Herb.
George	suspiró.
—De	acuerdo,	de	acuerdo.	Pero	lo	repito,	los	invitados	deberían	tener
preferencia.	—Cogió	las	cartas	que	tendía	Milton	y	las	barajó	con	los	ojos
cerrados.	Cogió	una	del	centro	del	mazo	y	la	miró—.	¡Dios	santo!	—Volvió	a
meterla	en	la	baraja	y	siguió	barajando.
—¡Eh!	—exclamó	Ellie—.	Lo	he	visto.	Muy	mal.	¡Has	hecho	trampa!
—Tiene	derecho	—dijo	Bernie—.	Es	decir,	ésta	es	su	casa,	¿no?
Los	otros	invitados	habían	perdido	interés	por	cualquier	suerte	que	no	fuera
la	suya.	Algunos	habían	ido	al	bar.	Pero	Ellie	no	desistió.
—Apuesto	a	que	él	tenía	el	Ahorcado.	¿Me	equivoco,	George?	¿Igual	que	en	la
película?
—Igual	que	en	la	película	—dijo	George,	con	los	ojos	cerrados—.	Toma,	léeme
ésta.
Sacó	una	carta	y	la	entregó	a	Ellie.
—El	Ocho	de	Varas	—dijo	ella—.	«Aprenda	un	oficio	o	profesión.	Empleo	o
misión	inminente.	Habilidad	en	asuntos…,	en	asuntos	materiales».	Me	temo
que	es	una	suerte	muy	general.
—Bien,	no	está	tan	desencaminada	—observó	Milton—.	George	es	un	experto
en	asuntos	materiales.
Herb	se	alzó	de	hombros.
—Sí,	igual	que	todos.	Quiero	decir	que	estas	cosas	pueden	aplicarse	a
cualquiera	de	los	presentes.	En	realidad	no	es	mejor	que	la	columna	del	News
.	Ya	me	entendéis,	La	profecía	del	astrólogo	o	algo	por	el	estilo.	Mi	secretaria
vive	de	eso.
George	se	había	alejado	de	ellos.	Se	hallaba	ante	una	de	las	ventanas,
contemplando	la	noche,	intentando	ocultar	su	dolor	de	estómago.	A	causa	de
la	iluminación	interior	era	difícil	ver	bien,	pero	se	oían	los	ruidos	de	las	hojas
muertas	al	chocar	contra	el	vidrio.	George	oyó	también	a	algunas	invitadas
que	chillaban	al	ver	la	carta	de	Phyllis,	los	Amantes,	y	pensó	en	el	naipe	que
él	había	cogido	y	devuelto	precipitadamente	al	mazo	nada	más	verlo:	una
amorfa	masa	gris,	igual	que	el	lomo	de	un	animal	enorme,	como	iluminada
por	la	luna.	Le	había	parecido	inquietantemente	conocida.	Entre	la	confusión
de	voces	el	recuerdo	estaba	perdiéndose	ya,	pero	no	la	inquietud	que	había
suscitado,	una	vaga,	semioculta	sensación	de	culpa…	George	vio	con
sobresalto	un	reflejo	en	la	ventana,	el	salvaje	sesgo	de	sus	labios.	Se	alisó	el
cabello,	sonrió,	y	volvió	con	los	invitados.
La	entropía	había	sobrevenido.	Todos	los	jugadores	excepto	unos	pocos	se
habían	cansado	del	Tarot	y	de	nuevo	habían	formado	grupos	más	reducidos.
Los	más	aburridos	se	deslizaron	hacia	el	bar	igual	que	el	sedimento	se	desliza
hacia	el	fondo	del	estanque.	Sidney	Gerdts	estaba	dando	la	tabarra	a	los
Goodhue	y	a	los	Fitzgerald	(la	caída	del	dólar,	o	quizás	el	aumento	de	la
delincuencia)	y	Phyllis	se	esforzaba	en	que	Paul	Strauss	dirigiera	la	palabra	a
la	pobre	Cissy	Hawkins.	Fred	Weingast	estaba	sirviéndose	otra	copa.	Cerca
de	un	rincón	Herb	y	Milton	ocupaban	el	sofá	para	comparar	las	hazañas	de
sus	hijos.	Otros	habían	ido	a	la	biblioteca	o	a	la	cocina.	De	momento	todos
parecían	ocupados.	George	pasó	entre	ellos	sin	que	lo	vieran,	camino	del
cuarto	de	aseo.
—Nunca	lo	había	visto	así	—estaba	diciendo	Herb—.	Se	ha	mostrado	muy
evasivo.	Normalmente	se	jactará	de	un	buen	negocio	hasta	que	te	hartes	de
oírlo,	pero	esta	vez	se	ha	hecho	el	modesto	conmigo.	Noté	algo	raro	nada	más
llegar.
—Te	refieres	a	ese	comentario,	«pura	suerte,	supongo»,	¿no?	¡Dios,	qué
estupidez!
Milton	meneó	la	cabeza.
—Sí,	lo	único	que	sabe	decir	es	que	el	tipo	estaba	cada	vez	más	chiflado	y	le
vendió	la	casa	por	cuatro	cuartos.
—¿Eso	te	ha	dicho?
—Exacto.	Pero,	bueno,	tú	pareces	saber	algo	más	sobre	lo	que	pasó
realmente.
Milton	bajó	los	ojos	hacia	el	vaso	y	vio	cómo	los	cubitos	encogían	y	cambiaban
de	forma.
—Bien,	no	sé	tanto.
—Oh,	vamos.	Me	han	dicho	que	has	estado	agobiándolo	toda	la	noche.
—Tal	vez	se	me	ha	pasado	un	poco	la	borrachera	desde	entonces.
—Oh,	demonios,	sabes	que	guardaré	el	secreto.
Milton	contempló	el	rostro	de	Herb,	y	vio	los	interminables	cócteles	en	fiestas
cuyo	coste	iba	a	la	cuenta	de	gastos	generales,	las	cotidianas	traiciones	con	el
disfraz	de	la	buena	amistad.	Herb	podía	idear	toda	una	novela	con	aquello.
—¿Qué	me	dices?
—Bueno…	—Milton	vio	que	George	recorría	furtivamente	el	salón	y	se	dirigía
a	la	escalera—.	De	acuerdo,	¿por	qué	no?
Arriba,	en	el	dormitorio,	Walter	dormía	irregularmente.	Una	tabla	del	piso
crujió	al	otro	lado	de	la	puerta	(George	que	recorría	el	pasillo)	y	fue	imitada
por	la	enorme	rama	de	un	olmo	más	allá	de	la	ventana.	Walter	dio	media
vuelta	pesadamente,	hundió	la	cara	en	la	almohada	y	siguió	durmiendo,	con
una	mano	aferrada	a	una	arruga	de	la	colcha	como	si	empuñara	un	volante.
Las	mujeres	del	sofá	se	habían	puesto	a	comentar	los	precios	de	los	productos
alimenticios	y	Tammie	estaba	aburrida.	Fiestas	como	ésa	le	recordaban	que
prefería	la	compañía	masculina.
—Estoy	segura	de	que	son	mejores	para	ti	—estaba	diciendo	Janet	Mulholland
—,	pero	los	precios	que	cobran	en	esas	tiendas	de	alimentos	dietéticos	son
abusivos.
Tammie	buscó	a	su	esposo	con	la	mirada;	él	se	hallaba	en	un	rincón,	junto	a	la
ventana,	hablando	con	Milt	Brackman.	Dentro	de	poco	intercambiarían
chistes	verdes.
Había	una	mesa	de	bridge	cerca	del	bar,	repleta	de	platos	y	tenedores	de
plástico.	El	corpulento	Mike	Carlinsky	estaba	inclinado	sobre	la	mesa,
enseñando	algo	a	su	novia…,	¿cómo	se	llamaba	ella?…,	Gail.
—¿Quieres	conocer	tu	suerte?	—Mike	sonrió	cuando	Tammie	se	acercó.	Gail
la	miró	con	frialdad—.	Según	esto,	voy	a	tener	cinco	hijos,	pero	Gail	sólo
tendrá	dos.	—Sonriente,	señaló	una	hoja	del	abierto	folleto,	pero	Tammie	no
sabía	una	palabra	de	francés—.	¿Todavía	tienes	tu	carta?
La	caja	verde	se	encontraba	junto	a	una	fuente	despojada	de	canapés,	y	las
cartas	de	Tarot	yacían	amontonadas	de	cualquier	modo	tal	como	las	habían
dejado	los	invitados.	La	carta	de	encima	mostraba	una	torre	de	piedra	que	se
desmoronaba	al	ser	alcanzada	por	un	rayo.	En	el	fondo,	el	mar	bramaba	con
furia.
—No,	dejé	la	mía	en	la	caja.	Tenía	demasiadas	personas	delante	de	mí.	Pero
veamos,	creo	que	podré	localizarla.
Separó	las	cartas,	sabedora	de	que	los	ojos	de	Mike	estaban	fijos	en	ella.
Seguramente	Carlinsky	debía	de	estar	decidiendo	si	ella	llevaba	sostenes	o
no.
—Eh,	mirad	esto	—dijo	Tammie	al	encontrar	la	ilustración	de	una	majestuosa
mujer—.	¡Esta	carta	me	gusta	más	que	la	mía!	¿Qué	significa?
—La	Reina	de	Dagas	—repuso	Gail—.	Pero	no	está	permitido	elegir.	No
puedes	coger	la	carta	más	bonita	y	decir	que	la	quieres.
Miró	cautelosamente	a	su	novio.
Mike	estaba	ya	hojeando	el	folleto.
—La	Reina	de	Dagas,	¿eh?	Parece	peligroso.	—Se	detuvo	y	leyó	en	silencio,
moviendo	los	labios—.	Algo	sobre	la	vejez,	creo.
Tammie	se	puso	rígida.
—Vieja	es	vielle	,	¿no?	—Mike	vio	que	Tammie	no	sonreía,y	también	su
sonrisa	desapareció—.	Pero	al	parecer	la	carta	significa	una	cosa	derecha	y
otra	al	revés.
—Estaba	derecha,	¿verdad?	—dijo	Gail.
—Al	revés	—continuó	Mike—	significa	que	la	mujer	tiraniza	a	su	marido.
¡Hum!	¡Pobre	Herb!	Y	yo	que	siempre	había	creído	que	era	él	el	que	llevaba
los	pantalones.
Tammie	rió	forzadamente.
—¡Oh,	hago	que	se	lo	crea,	eso	es	todo!	—Observó	a	su	esposo,	todavía
enfrascado	en	su	conversación	con	Milton—.	Ahora	quiero	encontrar	la	carta
que	cogí.
Examinó	la	baraja.	Muchas	cartas	no	tenían	nada	aparte	de	grupos	de
símbolos	(siete	cálices,	cuatro	pentagramas,	una	serie	de	objetos	alargados),
cosa	que	le	hizo	recordar	su	baraja	para	jugar	a	la	canasta.	Pero	algunas
tenían	ilustraciones	a	todo	color,	incluso	arquetipos	reconocibles.
—Ésta	es	bonita.	Una	carroza,	supongo.	¡Uf!	Aquí	está	la	Muerte.	—El
esqueleto	se	apoyaba	con	naturalidad	en	la	guadaña—.	Creía	que	el	Ahorcado
era	la	carta	de	la	muerte.
—Creo	que	no	—dijo	Gail—.	¿Ves?	Aquí	está.	—Puso	la	carta	al	revés,	de	tal
modo	que	la	figura	mirara	a	los	otros—.	Y	fijaos,	está	sonriendo.
—¿Qué	es	esto?	—preguntó	Mike—.	Parece	un	símbolo	fálico,	¿no?
Miró	a	Tammie.	La	carta	mostraba	una	mano	enorme	de	apariencia	divina	que
brotaba	entre	las	nubes,	aferrando	una	erecta	vara.
—Es	el	As	de	Varas	—dijo	Gail.	Y	para	explicarse,	añadió—:	Tengo	un	libro	en
casa.	Pero	todavía	no	he	comprado	las	cartas.	He	visto	barajas	mucho	más
bonitas	que	ésta.	¿Recuerdas,	Mike?	¿En	Greenwich?	Pero	pienso	que	es	tirar
el	dinero.
—Hum.	—Mike	levantó	varias	cartas	dejadas	boca	abajo—.	Tal	vez	te	compre
una	baraja.	Para	fiestas	aburridas.	—Se	echó	a	reír	culpablemente—.	¿Qué
opinas	que	es	esto?
Gail	le	cogió	la	carta	y	la	miró.	Era	una	escena	nocturna,	con	algunas
estrellas	sobre	el	horizonte	como	fondo.	En	el	centro	había	algo	gris	en	forma
de	hígado.	Un	animal,	al	parecer,	aunque	la	cabeza	estaba	vuelta.
—Vaya,	no	creo	haberla	visto	nunca.	—Devolvió	la	carta	a	Mike,	sin	mirarla—.
Pero,	claro,	todas	las	barajas	son	distintas.	Prefiero	las	modernas.	Como	la
que	vimos	aquella	vez	en	Greenwich	Village.
Tammie	contempló	la	carta	un	instante	y	esbozó	una	incierta	sonrisa.
—¡Me	recuerda	una	chuleta	de	ternera!	—Un	momento	después	imitó	la	risa
de	Mike	y	dejó	la	carta	boca	abajo	en	la	mesa—.	¿Creéis	qué	quedará	alguna
de	esas	salchichas	tan	buenas?
—Bueno,	la	fuente	está	vacía,	pero	miraré	en	la	nevera.	—Apoyó	una	mano	en
el	hombro	de	Gail—.	Vuelvo	enseguida,	preciosa.
El	pie	golpeó	la	pared	ocho	veces	seguidas.	Sentado	al	pie	de	la	cama,	el
enfermero	miró	el	papel.
—Ocho,	ésa	es	la…	H.
El	pie	dio	dos	golpes,	se	detuvo,	otro	más.	U.	Nueve	golpes.	I.	Un	golpe,	luego
ocho	más.
—Me	enteré	de	todo	gracias	a	Bart	Cipriano	—estaba	diciendo	Milton—.
Trabaja	en	la	oficina	del	comisionado	Brodsky,	en	el	capitolio,	y	es	muy	amigo
de	George.	Igual	que	Brodsky.	Al	principio	me	sorprendió	que	ninguno	de	los
dos	estuviera	aquí	esta	noche,	pero	luego	recordé	que	habían	estado	en	la
casa…,	y	bastantes	veces,	diría	yo.	Además,	George	debe	de	sentirse	un	poco
avergonzado	con	ellos.
—¿Por	qué?	¿Quién	es	ese	Brodsky?
—Pertenece	a	la	Comisión	Estatal	de	Carreteras.
—Ah,	sí,	recuerdo	haber	oído	que	George	tiene	cierta	influencia	en	esa
comisión.	No	está	mal,	un	tipo	con	despacho	en	Nueva	York.
—Pero	no	olvides	que	él	ha	pasado	toda	su	vida	en	Connecticut.	Y	hasta	hace
pocos	meses	vivió	en	el	mismo	bloque	de	Brodsky.	Grandes	jugadores	de
póquer,	los	dos.	—Buscó	indicios	de	interés	en	el	semblante	del	otro	hombre.
La	mirada	de	Herb	no	titubeó	un	solo	instante—.	En	fin,	según	Cipriano	el
estado	planeaba	construir	una	autopista	en	lugar	de	la	carretera	81…
—¡Ya	era	hora!	Las	carreteras	están	tan	oscuras	que	casi	tuve	un	maldito
accidente	cuando	venía	hacia	aquí.
—…	y	debía	pasar	justo	por	en	medio	de	esta	propiedad.	—Fingió	que	partía
algo	con	los	dedos—.	Sí,	así	era,	todos	estos	terrenos,	esta	casa	incluso,
interrumpían	el	trazado	de	la	autopista.	Iban	a	tener	que	desalojar	a	cierto
número	de	personas.	No	muchas,	por	supuesto.	Estos	parajes	están	bastante
despoblados.	Tierra	de	tabaco,	fundamentalmente,	y	algunas	granjas
pequeñas.	Supongo	que	por	eso	eligieron	esta	zona	para	la	autopista.
—¡Dios	mío!	¿Pretendes	decir	que	van	a	demoler	esta	casa?
Milton	sacudió	la	cabeza.
—No	tan	rápido.	Poco	después	de	que	enviaran	las	notificaciones…,	ya	sabes,
«Muy	señor	nuestro:	Dispone	de	seis	meses	para	buscar	otra	casa»,	o	algo	por
el	estilo,	después	de	eso	los	estafadores	de	la	oficina	del	gobernador
recortaron	los	fondos	y	el	plan	entero	fue	anulado.	Ninguna	autopista
finalmente.	Pero	gracias	al	acostumbrado	papeleo	(ya	sabes	cómo	son	estos
gobiernos	estatales)	decidieron	que	el	recorte	no	sería	oficial	hasta	que
finalizara	el	año	fiscal.	Lo	que	significaba	que	Brodsky,	durante	todo	ese
tiempo,	iba	a	tener	en	su	despacho	la	carta	de	anulación	del	proyecto,	pero	se
suponía	que	no	debía	informar	a	nadie.	—Hizo	una	pausa	teatral—.	Bien,
adivina	a	quién	se	lo	dijo.
—¿A	George?
—Amigo	tuyo	y	mío.	Creo	que	él	debía	de	saber	que	George	buscaba	una
vivienda	más	espaciosa	y,	¿quién	sabe?,	tal	vez	le	debía	un	favor.	No	seamos
ingenuos,	estas	cosas	pasan	todos	los	días.	Y	tal	vez	George	tuviera	algún
asunto	pendiente	con	él,	no	lo	sé.	En	fin,	dio	el	visto	bueno	a	George.	Le	dijo,
de	hecho,	escoge	la	casa	que	más	te	apetezca	entre	Bert	Head	y	Tylersville,	y
nos	preocuparemos	de	que	sea	tuya.	—Sorbió	su	bebida—.	Supongo	que
cierta	suma	de	dinero	cambió	de	manos.
—No	lo	entiendo.	¿Pretendes	decir	que	él	podía	elegir	a	su	antojo?	¿Cualquier
casa	que	quisiera?
—Exacto.	Y	quiso	ésta.	—Milton	se	encogió	de	hombros—.	¿Quién	no?	Echa
una	ojeada.	Aunque	no	creo	que	George	viera	el	interior	de	la	casa	antes	de
que	los	alguaciles	echaran	abajo	la	puerta.	El	tipo	que	vivía	aquí	no	quería
irse.	Era	un	chiflado,	decían.
—Y	en	cuanto	George	se	mudó…
—Exacto.	Anunciaron	que	la	autopista	no	pasaría	por	allí.	Y	por	entonces	ya
era	demasiado	tarde.
—Pero…,	¿y	el	tipo	que	echaron	a	patadas?	¿No	podía	presentar	una
denuncia,	por	el	amor	de	Dios?	Quiero	decir	que	tenía	el	caso	ganado	y…
¡Demonios!	Podía	llevarlos	a	juicio	por	una	jugada	como	ésa.
—Nanay,	no	donde	está	él	ahora.	¿No	te	he	dicho	que	era	un	lunático?
—¿Quieres	decir	que…?
—Ajá.	Lo	encerraron.	—Milton	sonrió—.	Oh,	todo	eso	se	hizo	sin	tapujos,	no
tiene	nada	de	especial.	Por	lo	que	sé,	el	antiguo	propietario	era	un	caso	digno
de	camisa	de	fuerza.	Dio	patadas	como	un	salvaje	cuando	se	lo	llevaron,
mordió,	escupió…	Y	rogó	a	su	hijo	que	viniera	a	ayudarle.	Gritó	muchas	veces
el	nombre	de	su	hijo,	«Petey,	Petey»,	o	al	menos	algo	que	sonaba	así.
Supongo	que	creyó	que	su	hijo	acudiría	a	socorrerlo.	Pero…
—Pero	¿qué?
—Que	no	tenía	ningún	hijo.
—Vaya,	vaya,	vaya.	Pobre	tipo.
—Sí,	bueno,	eso	pensé	yo.	Pero	Cipriano	dice	que	el	hombre	no	tenía	un
carácter	muy	encantador.	Según	me	contó,	los	alguaciles	tuvieron	que
taparse	la	nariz,	literalmente,	en	cuanto	derribaron	la	puerta.	Así	estaba	la
casa.	Igual	que	las	leoneras	del	zoo,	me	dijo	Cipriano.	Es	posible	que	el	tipo
tuviera	animales	domésticos	y	no	se	preocupara	de	limpiar	lo	que	iban
dejando	en	el	suelo.	George	gastó	una	fortuna	para	arreglar	la	casa.	—Milton
observó	el	vaso.	El	hielo	se	había	desecho	y	flotaba	en	la	superficie	igual	que
una	medusa	que	hubiera	seguido	una	evolución	invertida—.	A	pesar	de	todo,
George	hizo	su	agosto.	Compró	la	casa	al	estado,	y	la	consiguió	prácticamente
regalada.
—¿Y	las	otras	personas	que	desalojaron?	¿También	echaron	pestes?
—¿Es	un	juego	de	palabras?
Herb	lanzó	una	risotada.
—¡No	me	había	dado	cuenta!
—No	lo	entiendes,	nunca	tuvieron	que	echar	a	nadie	más.	Aguardaron	a	que
George	estuviera	cómodamente	instalado	y	entonces	Brodsky	anunció	el
recorte	de	fondos.	Las	notificaciones	quedaron	anuladas,	y	todo	el	mundo
quedó	contento.
—Ah,	ya	lo	entiendo.	—Herb	estaba	desilusionado—.	Ya	es	demasiado	tarde,
¿no?
—Demasiado	tarde	¿para	qué?
—Para	conseguir	una	casa	como	ésta	para	mí.
—H.	U.	I.	R.	¿Huir?
El	hombre	de	lacama	asintió.	Su	pie	dio	cinco	golpes,	uno	y	nueve	más,	tres,
uno,	uno	y	seis,	uno,	uno	y	ocho	finalmente.
—Escapar.
El	hombre	de	la	cama	asintió.
Irene	Crystal	puso	su	mano	en	la	de	Phyllis.
—Perdóname	—musitó—,	nos	vamos	ahora,	sólo	quería	despedirme.
Phyllis	dejó	que	Cissy	mirara	por	sí	misma.
—¡Oh,	qué	lástima!	—exclamó	automáticamente—.	¿No	podéis	quedaros	un
poquito	más?	Aún	es	temprano.
—Me	encantaría,	querida,	créeme.	Pero	los	padres	de	Jack	vendrán	mañana
por	la	mañana,	y	suponiendo	que	yo	sepa	cómo	son	—puso	los	ojos	en	blanco
en	un	cómico	gesto—,	llamarán	al	timbre	a	las	nueve.
Phyllis	dejó	hablar	a	Irene	mientras	la	acompañaba	al	armario	de	los	abrigos,
nerviosa	por	temor	a	que	la	visión	de	tan	temprana	partida	creara	un	éxodo
masivo	por	parte	del	resto	de	invitados.
—Bien,	espero	de	verdad	que	muy	pronto	tengáis	tiempo	para	visitarnos	otra
vez.	No	estamos	tan	lejos	como	parece,	en	realidad,	en	cuanto	se	sabe	el
camino.
—Oh,	no,	francamente,	el	viaje	no	ha	ido	mal	—aseguró	Irene.	Jack	estaba	ya
junto	al	armario.	Phyllis	miró	nerviosamente	a	los	otros	invitados—.	Es	porque
van	a	venir	sus	padres,	de	lo	contrario	ni	se	nos	ocurriría	marchar	tan	pronto.
Jack	se	inclinó	hacia	Phyllis.
—Quería	dar	las	gracias	por	todo	a	George	—dijo	solemnemente,	como	un
niño	que	de	pronto	recuerda	cómo	ha	de	comportarse—,	pero	él	estaba	en	el
lavabo.	¿Querrás	darle	las	gracias	de	mi	parte?
—Dios	mío,	¿otra	vez	está	en	el	lavabo?	—Phyllis	sonrió—.	Sí,	por	supuesto
que	lo	haré.
—Dile	que	creemos	que	es	la	casa	más	fantástica	que	hemos	visto	en	toda
nuestra	vida.	Un	verdadero	hallazgo.
Algunos	de	los	que	estaban	en	el	bar	habían	visto	a	los	Crystal.	Fred	Weingast
consultó	su	reloj.
—Sí,	por	supuesto	que	lo	haré.
Phyllis	ansiaba	que	el	matrimonio	se	apresurara	y	saliera	en	silencio.
—Todavía	estoy	asombrada	después	de	lo	que	dijiste	arriba.
—¿Cómo	dices?
—Arriba	—prosiguió	Irene—.	En	tu	dormitorio.	Sobre	el	hombre	que	vivió	aquí
antes	que	vosotros.
Phyllis	miró	a	Weingast	por	el	rabillo	del	ojo.
—Todo	un	carácter,	¿no	te	parece?
—Pero	¿por	qué	un	cuarto	para	los	niños?
—¿Qué?	¡Ah,	el	cuarto	para	los	niños!	Bien,	intentamos	dejar	las	cosas	tal
como	las	encontramos	al	principio.	Ese	cuarto	estaba	igual	cuando	llegamos.
Tal	vez	lo	transformemos	en	otra	habitación	para	huéspedes.	—Esbozó	una
amplia	sonrisa—.	Así	podréis	venir	más	a	menudo,	sin…
—No	—insistió	Irene—.	El	cuarto	ya	estaba	aquí	cuando	hicisteis	el	traslado,
¿no?	Pero	has	dicho	que	aquel	hombre	no	tenía	hijos.
¡Maldición!	Arthur	Faschman	estaba	mirando	el	reloj.
—Yo	no	lo	sé	—contestó	precipitadamente	Phyllis—.	Supongo	que	el	cuarto
estaría	aquí	cuando	él	se	trasladó.
—¿Con	todos	esos	juguetes?	Muchos	parecen	usados.
—Es	posible	que	el	hombre	jugara	con	ellos.	Ya	os	he	dicho	que	estaba	loco.
—Cariño,	nos	espera	un	largo	trayecto	—dijo	Jack—.	No	quiero	volver	muy
tarde.	—Avanzó	por	el	recibidor	mientras	se	abotonaba	el	abrigo.
Phyllis	les	abrió	la	puerta.
—¡Fiu!	¡Estas	noches	de	noviembre	son	glaciales!	Es	el	campo,	dice	George,
el	viento	no	encuentra	resistencia.	—Se	apartó	de	las	ráfagas	de	aire	frío	y,
como	si	recitara,	añadió—:	Conducid	con	cuidado	para	que	lleguéis	sin
problemas.
Irene	sonrió.
—Sólo	le	he	permitido	tomar	dos	copas	en	toda	la	noche.	—Besó	a	Phyllis	en
la	mejilla—.	Adiós,	querida,	y	gracias.
—Acuérdate	de	dar	las	gracias	a	George	—dijo	Jack	mientras	se	cerraba	la
puerta.
—Así	pues,	piensas	que	vas	a	escaparte,	¿eh?	—El	hombre	de	la	cama
contestó	que	no	con	la	cabeza—.	¡No,	señor!	No	vas	a	ir	a	ninguna	parte,	no.
La	última	vez	que	un	paciente	se	escapó,	lo	cogimos	en	menos	de	doce	horas,
y	eso	fue	antes	de	que	instaláramos	el	nuevo	sistema	de	alarma.	¡Ah-ah,
olvídalo!
El	hombre	de	la	cama	sacudió	de	nuevo	la	cabeza,	en	esta	ocasión	con	más
violencia.	Sus	labios	se	crisparon	gruñonamente.
—Ah,	ya	te	entiendo,	quieres	que	me	vaya	yo.
Más	furia	todavía.	Acto	seguido,	con	gran	rapidez,	una	serie	de	golpes	con	el
pie:	ocho,	uno,	uno	y	tres,	dos…
H.	A.	M.	B.	R.	I.	E.	N.	T.	O.
Las	voces	del	salón	se	perdían	en	los	recodos	del	pasillo,	y	la	biblioteca	estaba
a	oscuras	y	abandonada.	La	puerta	había	quedado	abierta,	pero	Ellie	se
demoró	en	el	pasillo,	reacia	a	entrar.	Pasó	la	mano	junto	a	la	parte	interior	del
marco	y,	al	no	encontrar	interruptor	alguno,	avanzó	poco	a	poco	hacia	una	de
las	pesadas	lámparas	de	pie	situadas	junto	a	un	escritorio,	las	dos	siluetas
perfiladas	por	la	luz	de	la	luna.	Notó	la	alfombra	gruesa	y	silenciosa	bajo	sus
pies,	igual	que	la	piel	de	un	animal.	La	habitación	poseía	un	rasgo	que
obligaba	a	recorrerla	de	puntillas,	por	temor	a	molestar	a	cierta	presencia.
El	repentino	resplandor	de	la	lámpara	deslumbró	a	Ellie,	y	en	el	momento
anterior	a	la	ceguera	vio	algo	que	se	alzaba	en	el	escritorio.	Hubo	dos	gritos,
pero	la	persona	que	lanzó	el	otro	fue	la	primera	en	hablar.
—¿Quién…?	Ah,	oh,	¿qué	hora	es?
—¡Doris!	¡Dios,	qué	susto	me	has	dado!	¿De	quién	te	escondes?
—Lo	siento,	debo	haberme	quedado	dormida.	Estaba	leyendo	esto	—señaló	el
libro	que	yacía	abierto	en	el	escritorio—	y	he	pensado	que	me	iría	bien	echar
una	cabezada.	Nos	espera	un	largo	viaje	de	vuelta	y	sé	que	Sid	no	estará	en
condiciones	de	conducir.	—Se	frotó	los	ojos—.	¿Ha	estado	buscándome	él?
—Lamento	decir	que	no	has	sido	echada	de	menos.
—Bueno,	¿qué	hora	es?
—Aún	no	son	las	once,	creo.
—Vaya,	qué	alivio.	Todavía	es	temprano,	pues.	Siento	haberte	asustado.	No
debería	haber	apagado	la	luz.
—¿Qué	estabas	leyendo?
Doris	empujó	el	libro	hacia	la	otra	mujer.
—Es	otra	versión	del	que	hay	en	el	salón.	Me	asombra	que	el	hombre
comprara	dos	ejemplares.	Un	libro	infantil,	creo.
—Deduzco	que	lo	has	usado	como	almohada.
Doris	sonrió.
—Sí,	yo…	¡Oh,	Dios	mío!	¿Me	han	quedado	marcas	en	la	mejilla?	—Inclinó	la
cara	hacia	la	luz	para	que	Ellie	pudiera	examinarla—.	El	polvo	y	el	tizne	se
pegan	mucho	a	este	maquillaje,	sobre	todo	en	la	ciudad.
—Estás	perfectamente.	Pero	es	posible	que	hayas	manchado	un	poco	la
ilustración.	—Señaló	un	pequeño	grabado	en	boj	en	el	centro	de	la	página
izquierda—.	¡Dios	santo!	¿Qué	es	eso?
—Encantador,	¿no?	Se	llama	el	Diablillo.	—Pasó	páginas	hacia	el	principio	del
cuento—.	Mira,	el	campesino	planta	esta	semilla,	la	riega	todos	los	días	—fue
señalando	las	ilustraciones—	y	cuando	llega	el	otoño	y	el	tiempo	de	la	siega,
ahí	está	él,	brotando	de	la	tierra.	Ellie	arrugó	la	nariz.
—Precioso.
George	apagó	de	un	manotazo	la	luz	del	cuarto	de	baño	y	caminó	por	el
pasillo	hacia	la	puerta	del	otro	extremo.	Al	abrirla,	una	ráfaga	de	aire	helado
fustigó	su	cuerpo.	Mientras	subía	los	escalones	de	madera	anotó
mentalmente,	por	décima	vez,	que	debía	preocuparse	de	aislar	el	desván.	De
lo	contrario	tendrían	que	mantener	cerrada	la	puerta	todo	el	invierno.
Ya	arriba	su	aliento	se	convirtió	en	bruma,	pero	el	frío	le	serenó;	era	un
agradable	contraste	con	el	ambiente	sofocado	de	la	planta	baja.	De	todas
formas	sólo	pensaba	estar	allí	un	par	de	minutos,	el	tiempo	suficiente	para
comprobar	si	los	recuerdos	se	correspondían.
Se	abrió	paso	entre	los	montones	de	revistas,	unas	pulcramente	atadas	con
cordel,	resultado	de	la	limpieza	de	la	casa,	otras	esparcidas	por	el	suelo.	Los
trastos	se	habían	acumulado	en	la	parte	alta	de	la	casa	como	restos	tras	una
inundación.	Una	sombra	en	el	rincón	atrajo	la	atención	de	George,	un	objeto
rosa	y	vulnerable:	el	maniquí,	con	la	cabeza	destrozada,	apretado	en	la	grieta
donde	el	inclinado	techo	se	unía	a	las	tablas	del	piso.	Al	desviarse	hacia	los
armarios	metálicos	apoyados	en	la	pared	opuesta,	George	se	sintió	nervioso
sabiendo	que	el	maniquí	estaba	detrás	de	él.	Alguien	había	apartado	la	vieja
manta	que	él	había	echado	encima	del	muñeco,	Herb	o	alguno	de	los	otros.
Pensó	brevemente	en	buscar	un	trapo,	quizás	una	vieja	lona,	pero	el	frío	se
había	filtrado	por	su	fina	camisa	de	algodón	y	reforzaba	su	creciente
sensación	de	urgencia.	En	el	exterior,	el	viento	hacía	crujir	las	vigas	del
techo.
El	camino	hacia	los	armarios	estaba	obstruido	por	los	destrozados	restosde
una	cómoda	y,	apoyado	en	ella,	un	botiquín	con	la	curvada	puerta	abierta	y	el
espejo	milagrosamente	intacto.	George	evitó	ver	la	imagen	de	su	cara	al	pasar
por	allí:	un	antiguo	temor,	revivido	por	la	tenue	iluminación	del	desván,	ver
otra	cara	mirándole.	Hizo	un	esfuerzo,	apartó	la	cómoda	y	tiró	de	la	puerta
más	próxima,	que	cedió	quejumbrosamente	con	el	roce	de	metal	contra	metal.
Dentro,	había	un	colgador	con	ropa	de	niño;	otras	prendas	yacían	arrugadas
en	el	suelo	de	metal,	cubiertas	de	polvo.	Toda	la	ropa	estaba	arrugada,	como
si	la	hubieran	guardado	después	de	mancharla,	y	el	armario,	igual	que	una
taquilla	de	gimnasio,	apestaba	a	rancio	sudor.	George	dejó	la	puerta	abierta.
El	siguiente	armario	tenía	amplios	estantes,	vacíos	aparte	de	algunas
oxidadas	herramientas	que	se	habían	deslizado	hacia	la	oscuridad.	Y	la	puerta
del	tercer	armario	estaba	separada	de	las	bisagras,	doblada,	metida	en	el
interior	y	con	un	mellado	extremo	que	sobresalía.	La	puerta	del	último
armario	se	abrió	con	más	facilidad,	pero	era	imposible	abrirla	por	completo,
obstruida	como	estaba	por	la	cómoda.	George	dio	un	tirón	que	hizo	mover
ligeramente	el	armario,	pero	nada	más	que	eso.	Bordeó	la	cómoda	y
contempló	el	interior.
Estaba	tal	como	lo	recordaba.	Los	potes	vibraban	al	rozar	el	metal	como	en
respuesta	al	frío,	y	los	líquidos	que	contenían	se	agitaban	rítmicamente.	En	la
hilera	anterior	arrugados	cuerpecillos	flotaban	serenamente	en	formaldehído:
fetos	de	perros,	cerdos	y	hombres,	los	bulbosos	ojos	cerrados	como	en	un
gesto	de	arrobamiento,	con	sólo	las	etiquetas	para	diferenciarlos.	George
apretó	la	cadera	contra	la	cómoda.	La	puerta	se	abrió	varios	centímetros	más
y	el	tajo	de	luz	se	ensanchó.
Al	meter	la	mano	en	la	oscuridad,	George	volcó	uno	de	los	potes.	Bajo	una
etiqueta	adhesiva	que	indicaba	«Cerdo»	una	acurrucada	forma	subía	y
bajaba.	La	abertura	continuaba	siendo	demasiado	estrecha,	el	pote	tan
grande	que	era	imposible	sacarlo,	pero	en	el	espacio	posterior	George
distinguió	una	segunda	hilera	de	recipientes.	Movió	uno	hacia	afuera,	hacia
un	aislado	rayo	de	luz	que	atravesaba	una	grieta	de	la	puerta,	y	limpió	la	fina
capa	de	polvo	que	oscurecía	el	contenido.	En	la	etiqueta	se	leía	«PD	≠	14»,
escrito	con	bolígrafo	negro.	Tras	lamentarse	de	no	conocer	el	significado	de
aquellos	signos,	arrancó	la	etiqueta	para	observar	mejor	el	contenido.
Sí,	los	recuerdos	se	correspondían.	Aquello	era	igual	que	la	criatura	de	la
carta.	Pero	el	proceso	de	descomposición	estaba	mucho	más	avanzado	que	en
los	recuerdos	de	George,	mucho	más	que	el	de	los	otros	especímenes,	como	si
la	criatura	se	hubiera	encogido	y	deformado.	Medio	enterrado	en	sedimentos,
el	grumito	gris	reposaba	en	el	fondo,	dando	ociosas	vueltas	en	el	turbio
líquido.	Anteriormente,	la	primera	vez	que	estuvo	allí,	George	había	tenido
deseos	de	rascar	la	cera	que	cerraba	la	tapa,	desenroscar	ésta	y	tirar	el
contenido	al	retrete	igual	que	si	fuera	un	trozo	de	carne	en	mal	estado.	Pero
esa	noche	dedujo,	aunque	sólo	fuera	por	el	suave	aroma	que	flotaba	en	los
estantes,	que	el	olor	podría	marearlo	con	facilidad.	Empujó	el	pote	hacia	el
sitio	que	le	correspondía,	entre	los	recipientes	que	llevaban	las	etiquetas	«PD
≠	13»	y	«PD	≠	14»,	donde	chocó	con	otra	hilera	de	vasijas…	y	aún	había	una
cuarta	fila	detrás	de	ésa.	Los	estantes	eran	muy	profundos.	Había	veintidós
potes	en	total,	vio	George,	y	los	especímenes	aumentaban	de	tamaño	número
tras	número.	En	ese	momento	recordó	haber	visto	un	recipiente	en	el	fondo
del	armario,	oculto	en	parte,	casi	repleto	de	algo	cuya	putrefacta	carne
flotaba	en	jirones.	Había	sido	muy	desagradable	mirarlo	de	cerca.
Cerró	el	armario	y	se	abrió	paso	hacia	la	escalera,	y	tropezó	con	el	diminuto
brazo	(o	la	pierna)	de	algún	muñeco	desechado	hacía	tiempo.	Mientras	bajaba
por	la	escalera	pensó	cuánto	costaría	arreglar	el	desván.	En	cierto	sentido	la
casa	había	acabado	siendo	más	cara	que	el	precio	de	compra.
Notó	la	frialdad	y	la	delgadez	de	la	barandilla	de	hierro	bajo	su	mano,	y	vio
que	cedía	ligeramente	si	se	apoyaba	en	ella;	un	hombre	fuerte	podría
arrancarla	con	facilidad.	Cuántas	reparaciones	precisaba	una	casa	antigua…
George	lamentó	no	ser	más	diestro	en	esa	clase	de	tareas.	Una	vez,	hacía
mucho	tiempo,	había	tenido	la	habilidad	necesaria,	y	disfrutaba	trabajando
con	las	manos.	Por	entonces	él	era	universitario;	el	mundo	albergaba	menos
secretos.	La	biología	fue	su	afición	especial,	incluso	había	soñado,	en	tiempos,
matricularse	en	la	escuela	de	medicina.	Cuántas	cosas	había	olvidado	desde
entonces	y	cuán	desconcertante	se	había	vuelto	el	mundo.
Quizá	pudiera	localizar	un	doctor	en	la	región,	algún	médico	general	digno	de
confianza.	Le	formularía	numerosas	preguntas:	sobre	cosas	que	flotaban
silenciosas	en	potes,	y	de	qué	se	alimentaban.	Y	qué	tamaño	podían	alcanzar.
—Oh,	El,	eres	un	vulgar	vejestorio.	¿No	te	gustan	los	cuentos	de	hadas?	—
Doris	señaló	el	grabado	en	boj—.	¿Ves?	El	campesino	le	pone	un	vestidito,	lo
acuesta	por	la	noche	y	ya	tiene	un	amiguito.
—No	creo	que	me	gustara	eso	como	amigo.
—Bien,	ése	es	el	problema.	Por	eso	lo	llaman	el	Diablillo.	Debe	ayudar	al
campesino	a	cuidar	el	huerto	y	limpiar	la	casa,	pero	hace	travesuras	y	come
cualquier	cosa	que	tiene	al	alcance.	Como	por	ejemplo	algunos	vecinos.
Ellie	se	alzó	de	hombros.
—Me	temo	que	no	apruebo	los	cuentos	de	hadas,	al	menos	no	para	niños
pequeños.	Son	muy	aterradores,	y	muchísimos	de	ellos	innecesariamente
violentos,	¿no	te	parece?	Nuestros	dos	hijos	crecieron	tranquilamente	sin
necesidad	de	esos	cuentos,	gracias	a	Dios.	—Hizo	una	pausa	antes	de
continuar—.	Aunque	una	dieta	constante	de	superhéroes	y	muñecas	tampoco
es	mucho	mejor.
—Oh,	estos	cuentos	no	asustan	a	nadie.	Están	narrados	con	ironía.
Típicamente	franceses.
—Franceses,	¿eh?	Eso	me	recuerda	algo:	para	eso	he	venido	aquí,	en	busca	de
un	libro	francés.	¿Cómo	se	llama	éste?	—Miró	la	portada—.	Cuentos
populares	de	la	Provenza	.	Hum,	no	menciona	ningún	autor,	ya	veo.	¿Y	el
cuento?
—Tampoco.	Lo	único	que	sé	es	que	se	titula	«El	Diablillo».	Desconozco	cuál
será	el	título	francés.
Cerró	el	libro	bruscamente.	El	sordo	ruido	pareció	excesivamente	fuerte	en
una	habitación	tan	silenciosa.
La	puerta	del	desván	se	cerró	estrepitosamente;	George	no	había	contado	con
el	viento.	Inundado	por	el	calor	del	pasillo,	giró	hacia	la	izquierda	y	se	quedó
involuntariamente	paralizado	al	ver	la	silueta	en	el	umbral…,	aunque	su
cerebro	la	había	identificado	ya.
—Lo	siento,	Walt.	¿Te	he	despertado?
Walter	se	dejó	caer	otra	vez	en	la	cama,	con	los	ojos	hinchados	y	casi
cerrados.	Las	arrugas	de	la	colcha	habían	quedado	marcadas	en	su	mejilla.
—Dios	—murmuró,	todavía	con	cierta	flojedad	en	los	labios—,	has	hecho	bien.
Estaba	teniendo	una	pesadilla	infernal.
George	entró	en	la	habitación	y	permaneció	junto	a	la	cama,	azorado.	Ojalá
Walter	hubiera	elegido	otro	sitio	para	dormir.	Había	dejado	un	rancio	olor	a
licor	en	el	dormitorio.
—Chico,	me	costará	un	rato	olvidar	este	sueño.	Parecía	tan	condenadamente
real…
George	sonrió.
—Igual	que	todos	los	sueños,	ésa	es	la	verdad.
El	otro	hombre	no	se	sintió	aliviado	por	ello.
—Aún	puedo	verlo.	Era	de	noche,	lo	recuerdo…
—¿Seguro	que	quieres	comentarlo?	Lo	olvidarás	antes	si	te	lo	quitas	de	la
cabeza.
Le	fastidiaban	los	sueños	de	otras	personas.
—No,	hombre,	lo	has	entendido	al	revés.	Debes	hablar	de	tus	pesadillas.	Te
ayuda	a	librarte	de	ellas.	—Walter	sacudió	la	cabeza	y	se	puso	cómodo	encima
de	la	colcha.	Los	muelles	de	la	cama	vibraron	hasta	con	el	más	ligero
movimiento	de	su	cuerpo—.	Era	de	noche,	¿sabes?,	pero	temprano,	poco
después	de	la	puesta	del	sol…	No	me	preguntes	cómo	lo	sé.	Y	yo	iba	en	el
coche,	de	vuelta	a	casa.	Los	alrededores	eran	exactamente	éstos.
—¿Éstos?	¿Esta	parte	del	estado?
—Sí.	Pero	eran	las	siete,	hace	unas	horas,	y	Joyce	no	me	acompañaba.	Yo	iba
solo	en	el	coche,	y	quería	llegar	a	casa.	Y	no	sé	cómo,	ya	sabes	lo	que	pasa	en
los	sueños,	comprendí	que	me	había	perdido.	Todas	las	carreteras	tenían	el
mismo	aspecto,	y	recuerdo	habernotado	claramente	que	cada	vez	oscurecía
más,	y	que	si	oscurecía	demasiado	no	llegaría	nunca	a	casa.	Iba	por	esa
carretera	que	atraviesa	un	tabacal,	igual	que	la	que	hemos	recorrido	esta
noche.
—Cierto,	hay	una	gran	cosecha	en	los	alrededores.	Hay	plantaciones	a	lo
largo	de	la	carretera.
—Sí,	plantas	extravagantes,	planas	y	regulares…	Pero	yo	apenas	veía	el
campo.	Ya	estaba	todo	a	oscuras,	aparte	de	un	fulgor	en	el	cielo,	y	yo
conducía	despacio,	muy	despacio,	para	encontrar	el	camino.	Imagínatelo,
como	si	siguiera	las	luces	de	los	faros…	Y	luego,	a	cierta	distancia,	vi	un
granjero,	o	algún	peón,	metido	en	el	tabacal.	Paré	en	la	cuneta	y	me	incliné
hacia	la	otra	ventanilla,	para	preguntar…	Y	después	de	bajar	la	ventanilla	he
empezado	a	llamar	a	gritos	al	tipo,	que	hacía	un	curioso	gesto	con	la	cabeza,
como	si	me	saludara.	Pero	no	podía	verle	la	cara,	y	después	se	ha	acercado	al
coche,	se	ha	inclinado	y	he	visto	que	no	era	un	hombre.
George	le	concedió	un	momento	de	silencio	antes	de	hacer	la	pregunta.
—Bien,	¿qué	era	pues?
Walter	se	frotó	los	ojos.
—Oh,	algo	oscuro,	abultado,	no	totalmente	formado…	No	lo	sé,	sólo	era	un
sueño.
—¡Pero,	maldita	sea,	si	acabas	de	decir	que	era	muy	real!
Miró	hacia	la	ventana,	observó	la	sombra	del	olmo,	y	se	sintió	irritado.
—Bien,	ya	sabes	con	qué	rapidez	se	olvidan	los	sueños,	en	cuanto	los
explicas…	No	lo	sé,	no	quiero	seguir	pensando	en	eso.	Vamos	abajo	a	tomar
algo.
George	siguió	a	su	amigo	mientras	el	típico	dolor	aumentaba	de	nuevo	en	su
estómago.	Se	sentía	traicionado	tanto	por	el	mundo	como	por	su	organismo.
—Un	libro	francés,	¿eh?	¿Buscas	algo	especial?	—preguntó	Doris.
Dejó	el	libro	de	cuentos	en	la	estantería.
Ellie	sonrió.
—Parece	que	seas	la	dueña	de	la	casa.
—Bien…,	me	gustan	los	libros.	A	diferencia	de	mi	marido.
—Te	lo	explicaré…	—Ellie	inspeccionó	la	habitación	con	las	manos	en	las
caderas—.	En	realidad	estoy	buscando	un	diccionario	francés.	¿Hay	algún
orden	aquí?	¿Algo	parecido	a	una	sección	de	libros	de	consulta?
—Por	aquí,	madame	.
Si	bien	casi	todos	los	libros	del	salón	estaban	forrados	en	piel,	obviamente
seleccionados	por	su	rasgo	decorativo,	la	colección	de	la	biblioteca	era
estrictamente	funcional.	Lustrosos	libros	de	bolsillo	de	reciente	adquisición
aparecían	apretados	contra	raídos	libros	en	cuarto	cuyos	títulos	había
borrado	el	paso	del	tiempo.	Una	Guía	Práctica	de	los	Mamíferos	en	rústica
estaba	perdida	en	la	sombra	de	una	colección	de	dibujos	de	Audubon,	y	raros
ejemplares	de	revistas	de	fantasía	se	apoyaban	en	una	resistente	hilera	negra
de	publicaciones	de	Arkham	House;	los	dorados	caracteres	de	los	lomos	de
éstas	perdían	su	color	junto	a	los	llamativos	colores	primarios	de	las	revistas.
La	sección	de	libros	de	consulta	era	relativamente	pequeña,	como	si	el
coleccionista	hubiera	comprendido	cuán	poco	se	aprende	con	libros	que
intentan	enseñar	mucho.	Había,	sin	embargo,	un	diccionario	francés	en	el
estante	inferior,	junto	a	un	tomo	titulado	El	libro	del	Ocultismo	.
—Sólo	quería	descifrar	una	palabra	de	ese	estúpido	folleto	—explicó	Ellie
mientras	pasaba	las	hojas—.	El	que	iba	incluido	con	las	cartas.
Doris	vio	cómo	leía	su	amiga.
—¿La	has	encontrado?
—Sí,	écartée	.	Significa	aislada,	apartada.
—¿Era	tu	carta?
Ellie	asintió.
—Esa	soy	yo,	supongo.	La	original	mujer	aislada.	—Se	rió	un	momento—.	¡Eh,
mira	esto!	¡Hablando	del	rey	de	Roma…!	—Señaló	la	estantería,	un	poco	por
encima	del	nivel	de	la	vista,	donde	tres	libros	de	Tarot	se	agazapaban	entre
una	historia	de	la	superstición	y	El	callejón	de	las	almas	perdidas	de	Gresham
—.	Cogeré	los	tres	—decidió.	Dos	eran	libros	de	bolsillo,	el	tercero	un	grueso
volumen	forrado	con	papel	marrón—.	Milt	debe	de	estar	muriéndose	por	salir
de	aquí,	pero	antes	tengo	que	hacer	una	lectura	correcta	a	cierta	persona.
—¡Hambriento!	Oh,	por	el	amor	de	Dios,	otra	vez	eso,	no.	Te	aseguro	que
estoy	asqueado	de	eso,	de	verdad.	Acaban	de	darte	de	cenar,	no	hace	más
de…
El	hombre	de	la	cama	meneó	la	cabeza.
—Ah,	de	pronto	has	dejado	de	tener	hambre,	¿eh?	Y	harás	muy	bien	no
teniendo	hambre,	porque	voy	a	irme	dentro	de	un	momento.	En	serio.	No
tengo	necesidad	de	estar	aquí	encerrado	y	escuchando	estupideces.	—Hizo
una	pausa	y,	con	ostentosos	gestos,	miró	su	reloj	de	pulsera—.	De	acuerdo,	no
tienes	hambre.
Un	movimiento	afirmativo	con	la	cabeza.
—¿Tiene	hambre	otra	persona?
Otro	gesto	afirmativo,	más	enérgico.
—Bueno,	¿y	a	quién	narices	le	importa	que…?	Oh,	de	acuerdo,	adelante.
El	pie	estaba	deletreando	otra	palabra.	Un	golpe	y	seis	más.	P.	Cinco.	E.	Dos	y
un	silencioso	movimiento	sin	tocar	la	pared.	T.	Cinco.	E.	Dos	y	cinco
finalmente.	Y.
—¿Petey?	Ya,	Petey	tiene	hambre,	pobrecito.	Y	seguramente	debe	de	ser
algún	animalito,	algún	perro	o	algún	gato	tuyo,	¿eh?	Muy	bien,	ya	basta.
El	enfermero	se	levantó.	Los	golpes	continuaban,	pero	él	se	metió	el	papel	en
el	bolsillo.
—Ya	basta,	tío.	Ya	he	perdido	mucho	tiempo	contigo.	¡Puedes	derribar	la
pared	a	golpes	si	quieres!	Me	importa	un	pito.	—Dio	media	vuelta	y	se	fue	por
el	pasillo	murmurando—:	Maldito	amante	de	los	animales…
Hubo	una	Expansión	Piramidal,	una	Expansión	del	Mágico	Siete,	una
Expansión	del	Deseo,	una	Expansión	de	la	Vida,	una	Expansión	del	Horóscopo
y,	según	uno	de	los	libros	de	bolsillo,	algo	denominado	«Expansión	del
Sefirot»,	así	como	una	Expansión	Cabalística	y	una	Expansión	de	la	Cruz
(«que	abarcaba»,	tal	como	sugirió	Milton,	«casi	todas	las	religiones,	aunque
no	había	Expansión	de	la	Estrella	de	David»…).	Pero	los	Brackman	tenían
prisa	por	partir,	otros	ya	se	habían	ido	y	Milton	los	hizo	pasar	a	todos	por	una
sencilla	«Expansión	del	Sí	o	el	No»	que	precisaba	solamente	cinco	cartas.
—Las	dos	de	la	derecha	son	el	pasado,	las	dos	de	la	izquierda	el	futuro	y	la	del
centro	es	el	presente.
Ellie	estaba	leyendo	en	voz	alta	uno	de	los	libros	de	bolsillo.
El	tomo	forrado	en	piel	había	sido	una	desilusión.	El	autor	deprimió	el	ánimo
de	todos	desde	el	primer	momento	al	explicar	a	los	lectores	que	el	invento	del
Tarot	databa	del	siglo	quince	y,	detalle	peor	aún,	era	obra	de	charlatanes.	La
baraja	de	setenta	y	ocho	cartas	se	componía	en	realidad	de	dos	barajas
erróneamente	unidas,	la	primera	formada	por	cincuenta	y	seis	naipes,	los
Arcanos	Menores,	y	la	segunda	por	veintidós	cartas	de	figura,	los	Arcanos
Mayores,	que	mostraban	diversos	símbolos	mágicos.	Cualquier	atributo	de
adivinación	de	la	suerte,	sostenía	el	autor,	era	meramente	ilusorio.	Cuando
acabó	de	facilitar	esta	información	a	los	invitados,	leyendo	extensos
fragmentos	al	pie	de	la	letra,	Ellie	alzó	la	vista	y	descubrió	que	el	auditorio
había	pasado	de	más	de	diez	personas	a	incluir	a	su	esposo,	Sid	y	Doris
Gerdts	y	Paul	Strauss.	El	grupo	estaba	reunido	en	torno	a	una	mesa	de	bridge
situada	cerca	del	recibidor.
—Abrigaste	ilusiones	domésticas	—estaba	diciendo	Ellie—,	pero	ahora	las	has
superado…
—¿Qué	demonios	son	«ilusiones	domésticas»?	—preguntó	Paul.
—…	y	tienes	miras	más	elevadas,	aspiraciones	filosóficas.
Ellie	tenía	ambos	libros	abiertos	ante	ella	y,	de	forma	similar	a	la
incuestionable	fe	medieval	en	las	cosmologías	cristiana	y	clásica,	no	veía
discrepancias	en	los	dos	tipos	de	predicciones,	pese	a	lo	discordantes	que
eran	frecuentemente.
La	tierna	sonrisa	de	esposo	de	Milton	no	titubeó	un	solo	momento	durante
toda	la	actuación	de	Ellie.
—Hasta	aquí	mi	pasado	—dijo	Milton—.	Ahora	el	presente.	—Levantó	la	carta
central—.	Este	soy	yo	ahora.
Gerdts	contuvo	la	risa.
—¡Parece	que	eres	una	mujer,	Miltie!
Ciertamente,	la	carta	era	la	Reina	de	Pentáculos;	rodeada	como	estaba	de
follaje,	sentada	en	un	prado	bajo	un	enrejado	de	rosas,	parecía	la	más
femenina	de	las	reinas.	Milton	esbozó	una	forzada	sonrisa.
—Ah,	¿qué	saben	estas	cartas?	—dijo.
Tendió	la	mano	hacia	la	primera	de	las	tres	cartas	del	futuro.
—No,	espera	—dijo	su	esposa—.	Estoy	segura	de	que	aquí	habrá	una
interpretación.	Recuerda,	sólo	es	un	símbolo.	—Su	mirada	pasó	de	uno	a	otro
libro—.	¿Lo	ves?	Escucha:	es	un	símbolo	de	fertilidad.	—Las	cejas	de	Milt	se
arquearon—.	Y	de	bondad.Dice	que	tienes	un	temperamento	Libra,	vete	a
saber	qué	será	eso…
—¡Oh,	Dios	mío!	—exclamó	Paul—.	¡Astrología	también,	no!
—…	y	en	consecuencia	un	profundo	amor	sentido	de	la	justicia.	—Alzó	la	vista.
Sus	ojos	se	encontraron	con	los	de	Milton—.	Bueno,	esta	parte	es	cierta.
—Sí.
—Y	ahora	el	futuro	—dijo	Gerdts—.	Adelante,	Milt.
El	aludido	tendió	la	mano	hacia	la	primera	carta.
—Alto	un	segundo	—ordenó	Ellie—.	Recordad,	chicos,	esta	carta	es	el	futuro
inmediato,	porque	está	junto	al	centro…	Y	la	última	es	el	futuro	lejano.
—Te	entiendo.
Levantó	la	primera	carta.
—Está	al	revés	—dijo	Doris—.	A	ver,	déjame…
—No,	déjala	así	—ordenó	Ellie—.	El	significado	cambia	si	la	carta	está	al
revés.	—Examinó	las	ilustraciones	en	el	manual,	y	se	encogió	de	hombros—.
No	hay	nada	parecido.	Este	libro	es	rematadamente	malo.
Buscó	en	el	otro	libro,	donde	se	explicaba	que	«Todas	las	barajas	se	basan	en
idéntica	idea,	aunque	las	ilustraciones	pueden	ser	distintas.	Como	los	quesos.
A	veces	una	reina	es	una	mujer	joven	y	hermosa,	mientras	que	en	otras
ocasiones	es	una	diosa	egipcia,	una	monja	o	una	muchacha	desnuda».	Los
ojos	de	Ellie	continuaron	escudriñando	las	páginas.
—No	veo	nada	parecido.	Y	no	hay	número	de	referencia	en	la	parte	baja.	Así
es	más	difícil	identificarla.	¿Qué	veis	vosotros?
—Algo	que	cuelga	de	un	árbol	—dijo	Doris—.	Un	murciélago	o	un	perezoso.	A
los	perezosos	les	crecen	hongos	encima,	ya	sabéis…	—Dio	la	vuelta	a	la	carta
—.	Y	así	parece…
Arrugó	la	frente.
—Un	perezoso	en	tierra	—dijo	Milton—.	Visto	por	detrás.
—Igual	que	esos	animales	prehistóricos	—añadió	Paul—.	Perezosos	de	tierra
gigantes.
De	hecho,	había	un	rasgo	antiguo	en	la	rechoncha	figura	gris	que	se
arrastraba	por	un	camino	bajo	el	estrellado	cielo,	y	su	cabeza	era	una	simple
protuberancia	en	el	trasfondo.
—¿Hay	índice	alfabético?	—preguntó	Milton.	Su	esposa	asintió—.	Busca	el
Perezoso.	O	mejor	aún,	la	Bestia.
—Me	recuerda	a	ese	cuento	popular	de	Maine	—dijo	Gerdts—.	Ése	del
cazador	que	mata	un	oso	y	lo	despelleja.	Regresa	tapado	con	la	piel,	y
abandona	allí	mismo	su	abrigo…	Vuelve	la	cabeza	y	ve	que	el	oso	está
siguiéndole,	con	el	abrigo	puesto.	Eso	hay	en	la	carta,	un	oso	despellejado.
—¿No	podría	ser	la	carta	de	la	Muerte?	—preguntó	la	esposa	del	anterior—.	A
mí	me	parece	la	Muerte.
Gerdts	buscó	en	la	baraja.
—Me	temo	que	no,	Dorie.	Ésta	es	la	Vieja	Señora	Muerte,	¿ves?
Los	ojos	de	la	calavera	miraron	ciegamente	a	los	invitados.
—He	repasado	todo	esto	—Ellie	dejó	a	un	lado	los	libros—	y	no	hay	nada
parecido.	—Buscó	en	el	tercer	libro—.	Tal	vez	pertenece	a	otra	baraja.
Milton	dio	la	vuelta	al	naipe.	El	reverso	tenía	el	mismo	dibujo	que	las	otras
cartas.
Ellie	suspiró.
—Este	libro	tampoco	es	bueno.	Tal	vez	tenga	que	recurrir	a	un	proceso	de
eliminación.	—Paul	miró	a	escondidas	su	reloj—.	Lo	averiguaré,	no	te
preocupes.
—No	estoy	preocupado	—dijo	Milton.
—Creo	que	tendré	que	marcharme	—dijo	Paul—.	Ya	me	explicaréis	cómo
acaba	esto.
Buscó	con	la	mirada	a	los	anfitriones.
—Estoy	segura	de	que	no	es	una	carta	numerada,	ni	real	—dijo	Ellie—,	y	eso
implica	que	ha	de	ser	uno	de	los	Triunfos	Mayores.
—Ah,	ya	lo	tengo	—intervino	Milton—.	Satán.
—Pero	si	apenas	se	parece…
—Debe	serlo.	He	repasado	toda	la	baraja	y	no	hay	ninguna	carta	de	Satán.
—Bueno…	—Ellie	observó	la	carta	en	cuestión—.	Sí,	tal	vez	hay	un	indicio	de
cuerno,	en	el	otro	lado,	pero…	¿es	normal	que	el	diablo	esté	de	espaldas?
—Es	posible	que	enseñe	el	culo	para	que	lo	besemos	—comentó	Doris.
Se	ruborizó.
—¡Ultima	ronda	de	tarta	rellena!	—gritó	Phyllis	desde	el	otro	extremo	del
salón—.	¡Aprovechad	ahora	que	está	caliente!
Los	Goodhue	y	los	Fitzgerald	se	habían	ido	ya,	tras	pasar	la	velada
conversando	con	nadie	aparte	de	ellos	mismos,	y	Paul	estaba	poniéndose	el
abrigo.	Se	detuvo	un	momento	para	probar	por	última	vez	la	tarta	rellena.
Los	Gerdts	se	dirigieron	a	la	mesa	de	la	comida,	más	por	obligación	que	por
hambre,	y	Milton,	tras	asegurarse	de	que	su	esposa	estaba	«completamente
atiborrada»,	imitó	al	otro	matrimonio,	dejando	a	Ellie	sola	con	las	cartas.
Sí,	la	forma	gris	debía	representar	al	Diablo.	El	misterio	estaba	resuelto.	Sin
embargo	el	caso	era	más	bien	enojoso,	porque	Satán	estaba	representado	en
un	libro	como	una	deidad	de	apariencia	mosaica	con	abundante	barba;	en
otro,	un	brujo;	y	en	el	tercero,	una	tétrica	criatura	cabruna	que	oficiaba	el
profano	matrimonio	de	dos	discípulos.	El	ser	que	parecía	caminar	lerdamente
en	la	carta	no	se	asemejaba	a	nada	de	eso.	Era	simplemente,	tal	como	había
apuntado	Milton,	la	Bestia.
Ellie	estaba	pensando	en	el	Diablillo	del	libro	de	cuentos	(Le	Petit	Diable	,
suponía	ella	que	debía	de	llamarse)	cuando	su	mano,	tras	desviarse	por
casualidad	hacia	la	restante	carta	de	Milton,	le	dio	la	vuelta
involuntariamente,	dejando	ver	al	Diablo	en	su	trono,	con	dos	desnudos
mortales	unidos	en	matrimonio	ante	él.
Los	Lazarus	acababan	de	irse,	y	Janet	Mulholland	se	apartó	de	la	fría	ráfaga
de	aire	que	fluyó	hacia	sus	piernas	en	el	momento	de	cerrarse	la	puerta.	Su
esposo	estaba	ayudándola	a	ponerse	el	abrigo,	y	Mike	Carlinsky	buscaba	en	el
armario	los	guantes	de	su	novia.	Arthur	Faschman	se	hallaba	de	pie	junto	a	la
ventana	en	compañía	de	Herb,	contemplando	el	éxodo.
—Se	está	haciendo	tarde	—dijo	Herb.
Faschman	miró	su	reloj.
—¡Vaya,	y	que	lo	digas!	¡Eh,	Judy!	—gritó—.	¿Tienes	idea	de	la	hora	que	es?
—Más	de	las	doce.	¿Y	qué?
—Que	mañana	por	la	mañana	tengo	que	llevar	a	Andy	al	ortodoncista,	sólo
eso.	A	no	ser	que	quieras	hacerlo	tú.	—Se	volvió	hacia	Herb—.	Escúchala.	La
más	juerguista.	Tendrías	que	escucharla	la	mañana	siguiente.	Mejor	aún,
¡tendrías	que	verla!	—Miró	su	reloj,	más	nervioso	esta	vez—.	Eh,	¿qué	tiempo
hace?	No	estará	lloviendo,	espero…
Miró	por	la	ventana.
—Hace	frío	—dijo	Milton—.	George	ha	comentado	que	incluso	podría	nevar.	El
y	yo	no	pretendíamos	quedarnos,	pero	ahora	estamos	pensando	en	pasar	la
noche	aquí.
—Francamente,	está	llevando	demasiado	lejos	su	papel	de	caballero	del
campo	—observó	Faschman—.	Basta	mirar	eso.	¿No	es	un	espantapájaros	lo
que	se	ve	ahí	fuera?
—¿Dónde?	—Milton	pasó	el	puño	por	el	vidrio.	La	luz	del	salón	era	intensa,	y
no	consiguió	ver	más	que	su	propio	reflejo—.	¿Dónde,	en	el	patio?
—No,	a	bastante	distancia,	al	otro	lado	del	campo.	—Dio	un	golpe	en	una
parte	del	vidrio,	que	estaba	manchado	de	humedad—.	¿Lo	ves?	Ah,	demasiado
tarde,	la	luna	está	detrás	de	una	nube.	Pasaréis	muy	cerca	cuando	os	vayáis.
¿De	verdad	vais	a	quedaros	toda	la	noche?
—Claro,	¿por	qué	no?	Desayuno	gratis.
—Sí	—dijo	Judy	Faschman	mientras	se	acercaba	por	detrás	de	los	dos
hombres—,	si	no	te	importa	desayunar	restos	de	tarta	rellena.
Con	sumo	cuidado,	Ellie	extendió	las	cartas.	El	Sol,	la	Luna,	la	Estrella…,	la
Justicia,	la	Templanza	y	el	Juicio…	Llevaba	media	hora	comprobando	la
baraja,	y	allí	estaban	todas	las	cartas.	El	Emperador,	el	Ermitaño,	el
Hierofante…,	la	Fuerza,	el	Mundo	y	la	Rueda	de	la	Fortuna.	Las	veintidós
cartas,	los	Triunfos	Mayores,	todos	con	su	mensaje.	El	Diablo,	la	Muerte,	el
Ahorcado…,	e	incluso	el	Loco.	(¿Por	qué	siempre	relacionaba	esa	carta	con	el
pobre	George?	El	hombre	había	estado	tan	indispuesto	esa	noche…).
Todo	estaba	comprobado;	Ellie	había	cotejado	las	cartas	con	las	ilustraciones
del	libro.	¿Cuál	era,	pues,	esa	carta	extra?	La	caja	verde	que	contenía	la
baraja	decía	«78	cartas».	Eso,	la	marca	registrada,	Grand	Etteilla	(que
derivaba,	explicaba	el	folleto,	de	Alliette,	el	desagradable	mago	que	introdujo
las	cartas	en	la	corte	francesa)	y	debajo	el	sello	del	impresor,	B.	P.	Grimaud,
de	Marsella.	Nada	sobre	un	triunfo	extra,	un	naipe	suplementario,	un
comodín…
Examinó	de	nuevo	la	carta.	No	lo	había	notado	hasta	entonces,	pero	en
ciertos	puntos	la	ilustración	era	turbadoramente	detallada.	Ellie	distinguió	el
perfil	de	una	cabeza	similar	a	una	bala	a	punto	de	volverse	hacia	ella,	y	una
garra	delantera	levantada,	imprecisa	sobre	el	fondo	nocturno.	Cierto	detalle
de	la	configuración	de	las	estrellas	en	el	trasfondo	le	recordaba	el	cielo	que	se
veíapor	las	ventanas…
Se	apresuró	a	poner	las	cartas	en	la	caja,	y	metió	la	criatura	gris	y	encorvada
en	el	centro	del	mazo,	como	para	enjaularla.	El	triunfo	número	veintitrés,
sospechaba	ella,	no	era	un	venturoso	comodín.
—Y	yo	que	pensaba	que	pasaríais	la	noche	aquí	—dijo	Phyllis.
—Oh,	Phyl,	vamos.	Admítelo,	es	un	alivio	librarte	de	nosotros.	Una	cama
menos	que	hacer	por	la	mañana.	—Milton	se	inclinó	y	le	dio	un	beso	en	la
mejilla—.	Mi	mujer	dice	que	está	cansada,	y	cuando	mi	mujer	dice	que	está
cansada	eso	significa	que	es	hora	de	volver	a	casa.
La	excusa	era	insatisfactoria.	La	repentina	decisión	de	irse	por	parte	de	Ellie,
sin	ni	siquiera	ofrecerse	para	recoger	platos,	había	sido	una	grosería.
—¿Seguro	que	no	queréis	una	última	copa	antes	de	salir?	—preguntó	George.
(¿De	dónde	había	salido?).	Agitó	tentadoramente	su	vaso,	aunque	la	bebida
era	la	misma	que	había	estado	sorbiendo	toda	la	noche.
Milton	sacudió	la	cabeza,	risueño,	con	timidez.
—Francamente,	chicos,	quiero	decir	una	cosa	antes	de	irme,	que	si	me	he
desmandado	un	poco	esta	noche,	ya	me	entendéis,	si	he	dicho	algo
indebido…,	bueno,	nunca	he	destacado	cuando	se	trata	de	administrar	la
bebida	y…
—Ha	sido	un	placer,	viejo	camarada,	sinceramente.	—George	le	dio	una
palmada	en	el	brazo.	Milt	parecía	estar	recobrándose—.	Si	has	dicho	algo
desagradable,	yo	no	lo	he	oído.
El	alivio	se	reflejó	en	el	semblante	de	Milton.
—Sí,	bueno,	muchas	gracias.	Lo	digo	en	serio.	Me	encanta	esta	casa	y	lo	he
pasado	en	grande	esta	noche.	—Extendió	la	mano	hacia	la	de	George—.	Y
espero	que	tú	y	Phyl	seáis…
—¡Cariño!	—sonó	la	voz	de	Ellie	en	el	camino	de	acceso	a	la	casa—.	¡Estoy
muerta	de	frío	y	tú	tienes	las	llaves	del	coche!
—Dios,	sí,	voy	corriendo.	—Miró	por	encima	del	hombro—.	Lamento	que	El
esté	un	poco	caprichosa,	pero	ya	conoces	a	las	mujeres.	¡Imposible
mantenerlas	en	pie	después	de	medianoche!	—Tras	subirse	el	cuello	del
abrigo,	ofreció	a	Phyllis	una	cordial	sonrisa—.	Ella	lo	ha	pasado	muy	bien,	y
puedes	estar	segura	de	que…
—¡Cariño!
Milton	se	alzó	de	hombros.
—Adiós.	—Se	asomó	al	pasillo—.	¡Buenas	noches	a	todos!	¡Nos	veremos
pronto!	—Y	en	el	momento	de	salir	agregó—:	¡Demonios,	aléjate	de	la	puerta,
Phyl,	vas	a	enfriarte!
Sus	pasos	resonaron	en	la	grava.
El	silencio	se	adueñó	del	salón;	la	conversación	había	chisporroteado	antes	de
apagarse.	Los	hombres	juzgaron	el	bostezo	de	George	como	la	señal	de
partida,	pero	debían	aguardar	a	que	sus	esposas	acabaran	de	ayudar	a	Phyllis
a	recoger	el	salón	y	tuvieron	la	prudencia	de	no	reconocer	cuán	tarde	era.
Allen	Goldberg	estaba	fumando	en	el	sofá,	desconsolado,	mientras	Cissy
Hawkins	recogía	hecha	un	manojo	de	nervios	las	últimas	fuentes	de	canapés	y
fruta.	Único	soltero	presente,	puesto	que	Paul	Strauss	se	había	marchado,
Allen	tenía	la	implícita	obligación	de	llevar	a	Cissy	a	su	casa.	Allen	miró	a
Joyce	Applebaum,	que	se	dirigía	a	la	cocina	con	dos	platos	de	salsa	de	almejas
y	los	restos	de	un	pastel	de	queso.	Ella	era	mucho	más	atractiva	que	Cissy.	Su
esposo	yacía	repantigado	en	el	gran	sillón,	con	la	cara	enrojecida	por	el
alcohol	y	la	fatiga;	había	dormido	durante	gran	parte	de	la	fiesta.
—Vamos,	nena,	date	prisa	—dijo	Walter.
Nena.	Todos	los	hombres	repararon	en	el	detalle.	Walter	se	había	casado
hacía	pocos	meses.
Cuando	Cissy	se	ofreció	para	fregar	el	suelo	de	la	cocina,	Phyllis	tuvo	que
disuadirla.
—O	puedo	ayudar	a	lavar	platos	—suplicó	la	joven.
—Francamente,	Cis,	has	sido	una	ayuda	fabulosa	toda	la	noche,	y	no	queda
nada	por	hacer.	—Sacó	las	manos	de	la	fregadera	y	las	agitó	para	limpiarlas
de	espuma—.	Ahora	vuelve	allí	y	tranquilízate,	y	nosotros	nos	aseguraremos
de	que	alguien	te	lleve	a	casa.
Aliviada,	Cissy	regresó	al	salón…,	donde	tuvo	que	hacer	frente	a	las
malhumoradas	miradas	de	los	hombres.	Se	acercó	torpemente	a	la	mesa	de
bridge	y	empezó	a	recoger	cosas…	Luego,	para	entretenerse,	abrió	la	caja
verde	de	las	cartas.	El	Seis	de	Dagas	estaba	encima,	seguido	por	la	Torre.	Las
pondría	en	orden,	decidió,	del	mismo	modo	que	pasaba	horas,	en	su	piso,
arreglando	una	y	otra	vez	las	pocas	decenas	de	libros	que	poseía.	Dagas	en	un
montón,	cálices	en	otro,	cartas	de	figura	en	un	tercero…
Las	cartas	de	figura	eran	las	más	bonitas,	pero	Cissy	no	estuvo	segura	de
cómo	ordenarlas	hasta	que	vio	los	números	en	la	parte	inferior.	El	Juicio,
número	20,	la	gente	desnuda	que	brotaba	de	las	tumbas	igual	que	maíz
(caramba,	se	veían	los	pezones	de	la	mujer).	La	número	7,	el	Carro,	iría	antes
que	ésa,	una	esfinge	negra	y	otra	blanca	atadas,	y	luego	la	10,	la	Rueda	de	la
Fortuna,	con	la	esfinge	blanca	(¿la	misma?)	colgada	en	lo	alto,	y	la	12,	el
Ahorcado,	con	su	afectada	y	perspicaz	sonrisa.	Después	el	Loco,
inexplicablemente	numerado	con	un	cero	(tal	vez	fuera	un	error,	y	Cissy	dejó
a	un	lado	la	carta),	la	8,	la	Fuerza,	la	mujer	con…	¿qué	era	aquello?…,	un
león,	después	la	Luna,	18,	derramando	su	luz	sobre	los	campos,	con	unos
perros	que	aullaban	bajo	ella,	y	un	enorme	animal	gris	que	observaba
maliciosamente	algo	situado	más	allá	del	borde	del	naipe;	habían	omitido	el
número	y	Cissy	dejó	esa	carta	con	el	Loco.	Después	la	Templanza,	número	14,
que	le	hizo	sonreír	porque	su	abuela	había	pertenecido	a	la	Agrupación
Femenina	de	la	Templanza	Cristiana…	Se	preguntó	si,	para	ciertas	personas,
sus	creencias	serían	tan	ridículas,	y	siguió	contando:	el	Mundo,	los	Amantes	y
la	Muerte…	¿Cuándo	iba	a	preguntarle	él	si	necesitaba	que	la	llevaran	a	casa?
Allen	había	cometido	el	error	de	observar	a	Cissy,	y	cuando	ésta	lo	miró	sus
ojos	se	encontraron.	Como	si	hubiera	recibido	una	señal,	Allen	apagó	el
cigarrillo	y	se	levantó.
—Ah,	Cissy,	¿quieres	que	te	lleve	a	casa?
George	entró	en	la	cocina.
—¿Planean	quedarse	toda	la	noche?	—musitó	su	esposa.
George	se	encogió	de	hombros.
—Ya	conoces	a	Herb:	el	último	en	llegar,	el	último	en	marchar.	Además	luce
esa	expresión	suya,	esa	expresión	de	discusión	filosófica.	—Phyllis	suspiró	al
oír	esto—.	Pero	ya	sabes,	a	mí	no	me	importaría	quedarme	un	rato.	En
realidad	no	estoy	cansado.
—Pero	Tammie	sí,	y	yo	también.	Si	vosotros	dos	queréis	pasar	la	noche	entera
hablando,	es	cosa	vuestra.	Yo	voy	a	prepararles	el	cuarto	de	los	huéspedes,
pero	después	de	eso	iré	derecha	a	mi	cama.	—Miró	acusadoramente	a	su
esposo—.	Claro	que	no	estás	cansado,	tú	no	has	tenido	que	ir	de	un	lado	para
otro	el	día	entero.	Has	pasado	media	fiesta	escondido	en	el	cuarto	de	baño.
De	nuevo	en	el	salón,	Herb	lo	recibió	con	un	consejo.
—¿Sabes	una	cosa,	George?	Lo	que	esta	casa	necesita	es	un	buen	fuego.	Eso
habría	significado	el	éxito	de	la	fiesta,	quemar	unos	troncos.
—Sí,	pero	eso	causa	muchas	molestias.
Durante	un	momento	George	había	pensado	que	Herb	sugería	reducir	a
cenizas	la	casa.
—Pero	¿de	qué	sirve	un	hogar	si	no	quemas	unos	troncos	en	una	noche	fría?
—Si	quieres	que	te	diga	la	verdad,	ni	siquiera	estoy	seguro	de	que	esta
chimenea	sirva	para	algo.	Tendré	que	llamar	a	alguien	para	que	revise	el
cañón.	—El	desnudo	hogar	parecía	un	escenario	desierto,	con	un	actor
todavía	a	la	espera	a	un	lado—.	Además,	Phyllis	tiró	todos	los	troncos,	y	si
quieres	conseguir	más	tienes	que	caminar	medio	kilómetro	para	ir	a	la	leñera
—hizo	un	gesto	en	dirección	a	la	ventana—,	por	detrás	de	la	casa.
Herb	se	levantó.
—Estoy	dispuesto	—repuso—.	Dime	dónde	está.
Tammie	salió	del	cuarto	de	baño	de	la	planta	baja,	con	el	cabello	arreglado	de
nuevo,	oculta	ya	la	fatiga	de	sus	ojos.
—¿Y	adónde	crees	que	vas?	—preguntó.
—A	coger	unos	troncos	—contestó	Herb—.	Para	la	chimenea.
—Herb	intenta	demostrar	que	es	hombre	de	campo	—explicó	George—.	Me	he
reído	de	él	hace	un	rato…,	porque	os	perdisteis	al	venir	hacia	aquí,	a	eso	me
refiero…	Y	ahora	quiere	dejarme	en	ridículo.
Tammie	hizo	pucheros.
—De	verdad,	cariño,	todos	están	cansados	y	a	punto	de	acostarse…	Y	de
repente	te	empeñas	en	quemar	unos	troncos…
—Yo	no	estoy	cansado	—dijo	Herb,	a	la	defensiva—.	De	todas	maneras,	un
montón	de	leña	junto	a	los	morillos	alegraría	el	salón.	Crearía	cierto
ambiente.
—Estupendo	—repuso	George,	que	no	estabade	humor	para	discutir—.	Te
contrato.	Eres	nuestro	nuevo	decorador	de	interiores.	Ahora	pasa	por	la
cocina	y	sal	por	la	puerta	en	dirección	al	invernadero,	pero	antes	de	meterte
allí	gira	a	la	derecha,	bajo	los	escalones	y	verás	un	camino	que	sale	de	la
parte	trasera	de	la	casa.	Síguelo,	bordea	el	garaje	y	verás	la	leñera,	cerca	de
la	valla.	Estoy	seguro	de	que	no	está	cerrada	con	llave.
—Mejor	que	te	pongas	un	abrigo,	cariño.
—No	me	hace	falta.
Herb	se	dirigió	resueltamente	a	la	cocina.
—¿Qué	te	parece	la	novia	de	Mike?	—preguntó	Tammie	en	cuanto	estuvo	a
solas	con	George.	Cogió	un	cigarrillo—.	¿Crees	que	es	la	mujer	adecuada	para
él?
—Oh,	ya	la	conocía.	Ideal.	Fue	Ellie	la	que	los	presentó,	¿sabes?
—¡No	me	digas!	¿Dónde,	en	la	playa,	el	verano	pasado?
—Sí.
—¿Y	qué	te	ha	parecido	Ellie	esta	noche,	dando	una	conferencia	con	ese
libro?
—Oh,	ella	se	entusiasma	un	poco	con	el	sonido	de	su	voz,	eso	es	todo.	—Vio
los	libros	que	Ellie	había	dejado	en	la	mesa	de	bridge	y	se	acercó.	Debían
estar	en	la	biblioteca.	En	el	salón	sólo	podía	haber	libros	forrados	en	piel—.
Ellie	es	una	mujer	muy	decidida.
—No	lo	dudo.	¿Has	visto	cómo	domina	a	Milt?	Cuando	ha	decidido	que	era
hora	de	salir,	asunto	concluido,	él	ha	tenido	que	obedecer.	Igual	que…	—Miró
hacia	la	ventana—.	Vaya,	aquí	llega	Herb	con	la	leña.
—¿Qué,	tan	pronto?	No,	debe	de	haberse	perdido.	Me	extraña	que	llegue	por
la	parte	delantera.
Tras	un	profundo	suspiro,	abrió	la	caja	verde.	Las	cartas	se	esparcieron	por	la
mesa.
Phyllis	entró	en	el	salón	secándose	las	manos	con	un	trapo	de	cocina.
George	levantó	varios	triunfos	menores,	luego	una	carta	de	figura.	La	Torre.
El	destello	de	un	rayo,	muros	de	piedra	desmoronándose	y	a	lo	lejos	el	mar
embravecido.	Dejó	la	carta	a	un	lado.	Sin	saber	por	qué,	deseaba	que	Herb	no
hubiera	salido	de	la	casa.
—Eh,	cariño,	¿has	cerrado	con	llave	la	puerta	de	atrás?
—Aún	no.	¿Por	qué?	—Se	dirigió	a	la	ventana	y	echó	las	cortinas—.	¿Todos
listos	para	ir	a	la	cama?	Voy	a	buscar	sábanas	limpias.
—Oye,	¿seguro	que	no	es	una	molestia?	—preguntó	Tammie.	Se	levantó.	Herb
y	yo	podemos	arreglarnos	con	estos	sofás,	¿sabes?
Oyeron	ruido	de	pisadas	en	la	grava.
—¡Tonterías!	Vamos	arriba,	arreglaremos	el	dormitorio	y	cuando	bajemos	los
hombres	tendrán	el	fuego	encendido.
George	no	alzó	la	vista.	Estaba	absorto,	repasando	las	cartas	en	busca	de	una
en	particular.
—Y	desayunaremos	chocolate.	¿No	es	estupendo?
En	el	exterior	sonó	un	agudísimo	silbido.	Algo	golpeó	sordamente	la	puerta.
Tammie,	que	era	la	que	estaba	más	cerca,	fue	al	recibidor.	Cuando	su	mano
aferró	la	perilla,	George	abrió	la	boca.	Retrocedió	de	forma	tambaleante	y
dejó	caer	la	carta	y	lo	que	tan	ferozmente	le	miraba	en	ella.
—¡No,	Tammie,	no!	—chilló	cuando	su	amiga	abrió	la	puerta.
Pero	ya	era	demasiado	tarde.	Un	cuerpo	gris	tapaba	el	umbral,	empañaba	la
noche…	Y	del	mismo	modo	que	en	la	carta,	aquel	cuerpo	se	volvió	para	mirar
a	George.
Destemple
BERNARD	TAYLOR
Hay	rasgos	sombríos	incluso	en	el	más	brillante	de	los	días	si	uno	decide
buscarlos;	y	hay	cierta	brillantez	en	lo	sombrío,	para	ser	justos.	Lo	que	a
veces	se	precisa,	por	tanto,	es	una	mezcla	de	ambas	cosas,	que	una	parezca
ser	la	otra	hasta	tal	punto	que	lo	que	parece	ser,	no	es.	Quizás.	En	un
momento	dado,	jugar	a	«fingir»	nos	empuja	a	algo	más	que	un	simple	juego.
Bernard	Taylor	es	autor	de	Sweetheart,	Sweetheart	(Amor,	amor),	el	mejor
relato	contemporáneo	de	fantasmas,	sin	excepción.	Vive	en	Londres,	donde
también	trabaja	como	actor	y	guionista	cinematográfico.
—¡Oh,	el	veintiuno,	no!	—dijo	Paul	Gunn—.	¿Por	qué	has	elegido	esa	fecha?
—No	la	elegí	yo.	Es	el	día	normal	de	la	reunión:	el	tercer	viernes	del	mes.	—
Sylvia	sacudió	la	cabeza—.	No	podía	hacer	nada.
—Podías	haber	logrado	que	la	maldita	reunión	se	celebrara	en	otro	sitio,	¿no?
¿Tiene	que	ser	aquí?
—Me	toca	a	mí	—dijo	Sylvia,	suspirando—.	Además,	soy	la	presidenta…	Y,
aparte	de	eso,	no	lo	pensé,	supongo.	No	esperarás	que	me	acuerde	de	todo.
—No,	pero	sí	espero	que	recuerdes	las	cosas	importantes.	—Emitió	un	sonido
de	exasperación—.	¿No	puedes	cambiarlo?	Es	malo	hasta	en	el	peor	de	los
casos,	pero	cuando	la	maldita	casa	está	llena	de	gente…
—Sólo	quedan	tres	días	—dijo	Sylvia,	intentando	que	él	lo	entendiera—.
Planeamos	la	reunión	hace	semanas	y	ya	es	demasiado	tarde	para	cambiarla.
—Miró	a	Paul	con	aire	suplicante—.	Oh,	por	favor,	no	te	enfades.	Estarás	a
gusto.	Nadie	te	molestará.
Pero	él	se	negaba	a	oír	súplicas,	no	quería	calmarse,	y	Sylvia	lo	vio	recoger	el
periódico,	muy	enfadado,	abrirlo	de	modo	innecesariamente	rudo	y	sumirse
en	su	contenido.	Fin	de	la	conversación,	como	siempre.
Las	morenas	manazas	de	Paul	eran	muy	oscuras	sobre	el	fondo	blanco	del
papel.	Era	por	el	vello.	Espeso	y	negro,	el	pelo	conseguía	que	sus	manos
parecieran	más	grandes.	Seguramente	una	atracción	para	algunas	mujeres,
pensó	Sylvia.	Pero	no	para	ella.	Ya	no…,	suponiendo	que	lo	hubiera	sido
alguna	vez.
Pero	era	un	rasgo	atractivo	para	Norma	Russell,	Sylvia	estaba	convencida.
Norma,	con	sus	medidas	de	modelo,	88	×	60	×	90,	sus	pómulos	salientes	y	su
terso	cabello	rubio.	El	hirsuto	cuerpo	de	Paul	era	el	detalle	preciso	para
atraerla.
Si	era	cuestión	de	aspecto	físico,	reflexionó	Sylvia,	era	evidente	que	ella	no
podía	compararse	con	una	mujer	como	Norma.	Oh,	en	tiempos	ella	había	sido
bonita,	vaga,	oscuramente	bonita,	pero	de	eso	hacía	años.	Bien,	ella	no	había
hecho	ningún	esfuerzo,	¿no?	¿Y	para	qué	iba	a	esforzarse	ahora,	cuando	no
había	motivo?
Y	ya	no	había	motivo.	Más	que	eso,	para	ella	sería	el	colmo	de	la	estupidez
aceptar	el	fastidio	de	emperejilarse	cuando	prácticamente	el	único	hombre
que	la	miraba	era	su	esposo…,	y	cuando	él	la	miraba	ni	siquiera	la	veía.	Sí,
absurdo,	por	no	decir	algo	peor.
Paul,	por	otra	parte,	parecía	haber	ido	mejorando	su	presencia	y	su	aspecto
con	el	paso	de	los	años,	como	por	un	método	de	sobrealimentación.	El	éxito	se
reflejaba	con	claridad	en	su	persona,	en	su	forma	de	vestir	y	en	su	cuerpo…,	y
en	sus	mujeres.	Sí,	tenía	mejor	aspecto.	Consecuencia,	suponía	Sylvia,	de	la
satisfacción	y	la	complacencia.	Le	lanzó	una	mirada	de	odio	mientras	él
perdía	el	tiempo,	protegido	por	el	escudo	de	su	periódico.	Luego	dio	media
vuelta	y	fue	arriba.
Aquella	casa,	igualmente,	era	una	muestra	del	éxito	de	Paul.	Apartada	en
Tallowford,	un	pueblecito	de	Yorkshire,	la	vivienda	era	inmensa	y	de	irregular
construcción,	exquisitamente	amueblada;	otro	testimonio	de	los	años	de
esfuerzo	que	él	había	dedicado	a	su	compañía	constructora,	en	ese	momento
una	de	las	pequeñas	empresas	más	lucrativas	de	la	cercana	Bradford.
Ya	en	su	estudio,	Sylvia	tomó	asiento	ante	su	elegante	escritorio	estilo	Luis
XIV,	genuino.	Abrió	su	diario	y	consultó	de	nuevo	la	fecha	de	la	reunión.	El
día	21.	No	había	error.	Luego	estudió	la	lista	del	comité	del	Círculo
Femenino.	Iban	a	ser	seis.	En	las	dos	últimas	reuniones	sólo	habían	sido
cinco:	ella,	Pamela	Horley,	Jill	Marks,	Janet	True	y	Mary	Drewett.	En	esta
ocasión,	sin	embargo,	volverían	a	ser	seis.	Habían	encontrado	sustituía	para
Lilly	Sloane	después	de	que	ésta	se	mudara…,	una	sustituta	propuesta	por	la
misma	Sylvia	y	aceptada	tras	votación	unánime	por	las	demás	mujeres:
Norma	Russell.
Norma,	naturalmente,	había	aceptado	gustosamente	el	puesto	que	le	ofrecían
en	el	comité.	«Bien,	si	me	queréis	allí	y	creéis	que	puedo	ser	útil…»,	había
dicho	ella.	Pero	ni	por	un	momento	engañó	a	Sylvia.	Ella	sabía	perfectamente
que	las	ansias	de	Norma	derivaban	de	un	hecho	concreto:	puesto	que	una	de
cada	tres	reuniones	se	celebraba	en	el	hogar	de	los	Gunn,	estar	en	el	comité
sólo	podía	conducir	a	más	encuentros	entre	ella	y	Paul…
Sylvia	repasó	la	lista	metódicamente	y	habló	por	teléfono	con	las
componentes	del	comité	para	comprobar	que	todas	acudirían	el	día	21.	Con
todas	excepto	con	Norma.	El	teléfono	de	ella	comunicaba.	Pero	Sylvia	no
tenía	motivo	de	preocupación;	si	podía	contar	con	alguien	con	seguridad,	ese
alguien	era	Norma.
Tras	dejar	a	un	lado	los	papeles,	Sylvia	se	dio	la	vuelta	en	elsillón	y	miró
alrededor.	No	se	había	reparado	en	gastos	en	aquella	habitación.	El	resto	del
mobiliario	era	tan	elegante	como	el	escritorio	donde	se	apoyaba	su	codo,	tan
elegante	como	el	del	dormitorio	contiguo,	el	dormitorio	donde	ella	dormía
sola…,	excepto	las	noches	en	que	Paul	se	presentaba	y	la	usaba	para	aliviar
sus	frustraciones…
Así	habían	ido	las	cosas.	Así	continuarían…,	a	menos	que	se	hiciera	algo	para
impedirlo.	Oh,	ella	estaba	a	salvo,	lo	sabía,	suficientemente	a	salvo	en	el
continuo	de	sus	comodidades	materiales.	Aunque	a	Paul	sólo	le	gustara	verla
de	espaldas,	jamás	se	divorciaría	de	ella…,	ni	tan	sólo	la	abandonaría.	Él	sabía
en	qué	lado	de	su	pan	estaba	la	mantequilla,	perfectamente.	De	ahí	el
bienestar	en	que	la	mantenía.	Y	eso,	con	toda	seguridad,	era	en	parte	la	razón
de	que	estuviera	resentido	con	su	esposa:	el	hecho	de	saber	que	estaban
irrevocablemente	unidos,	en	la	enfermedad	y	en	la	muerte,	hasta	el	fin	de	sus
días…,	porque	él	dependía	de	ella.
¿Por	qué,	se	preguntaba	Sylvia	de	vez	en	cuando,	no	lo	abandono	yo?	Pero
¿qué	conseguiría	con	eso?	Paul	no	pagaría	su	manutención,	y	ella	no	poseía
conocimientos	para	desempeñar	alguna	ocupación	particular.	Durante	los
últimos	veinticinco	años	sólo	había	conocido	esa	vida:	estar	casada	con	un
hombre	cuya	gratitud	por	la	comprensión	de	su	esposa	no	había	mermado	en
ningún	momento…
Pero	a	pesar	de	todo,	pensó	Sylvia,	ella	habría	podido	soportar	la	situación…
de	no	haber	sido	por	las	aventuras	de	Paul.	Una	tras	otra,	esas	aventuras
habían	salpicado	sus	años	de	vida	matrimonial.	Y	en	este	punto	era	ella	la
resentida,	no	sólo	por	la	infidelidad	de	él,	no	sólo	porque	la	rechazaba,	sino
porque	además	Paul	ofrecía	a	las	otras	lo	que	jamás	le	ofrecía,	lo	que	jamás	le
había	ofrecido	a	ella…,	o	al	menos	no	después	de	los	primeros	meses	de
noviazgo.	Las	otras	tenían	la	ventaja	de	que	sólo	veían	el	lado	bueno	de	Paul,
la	jovialidad,	la	caballerosidad,	la	solicitud.	Ella,	por	su	casi	total	aceptación
de	la	persona	real,	estaba	condenada	a	soportar	todo,	defectos	incluidos.
Sylvia	se	levantó	del	escritorio	y	permaneció	inmóvil	en	la	silenciosa
habitación.	Las	cosas	no	podían	continuar	así.	Y	no	continuarían	así.	No,
después	del	día	21	no	seguirían	igual.	A	partir	del	día	21	habría	cambios.
Norma	Russell	sería	la	última,	ella	se	aseguraría	de	eso.	Después	de	Norma
no	habría	más	aventuras.
Al	bajar	encontró	a	Paul	al	teléfono.	Él	se	sobresaltó	ligeramente	al	verla
repentinamente	delante.
—Bueno,	Frank	—dijo	temblorosamente,	con	una	voz	cargada	de	malicia	y	no
poco	sentimiento	de	culpabilidad—,	creo	que	tendremos	que	dejarlo	hasta	la
reunión	de	la	semana	próxima…	Entonces	lo	discutiremos	detalladamente…
Y	Sylvia	sonrió	secretamente	al	pasar	junto	a	él	mientras	comprendía	por	qué
el	teléfono	de	Norma	estaba	comunicando,	contenta	porque	ellos	creían	que
era	muy	fácil	engañarla.	A	ella,	no.	A	Frank,	sí.	Ella	era	mucho	más	lista	de	lo
que	ellos	podían	soñar.	Ciertamente	muchísimo	más	lista	que	aquella	necia	de
Norma,	Norma	con	su	sonrisa	tonta,	sus	zapatos	Gucci,	su	perfume	Charlie	y
sus	gafas	de	sol	Dior.	Norma	Russell,	con	sus	elegantes	modales	y	su	carácter
presumido	y	sabelotodo	no	lo	sabía	todo	ni	mucho	menos.
Aún	no.	Se	enteraría	a	su	debido	tiempo.
Ese	viernes,	Paul	salió	temprano	de	su	oficina,	llegó	a	su	casa	y	se	desplomó
en	el	sofá	diciendo	que	le	dolía	la	cabeza.	Sylvia	supuso	perfectamente	cómo
debía	sentirse	él,	pero	la	poca	simpatía	que	en	tiempos	había	experimentado
por	su	esposo	se	había	esfumado	por	completo.
Cenaron	pronto	y	en	cuanto	terminaron	Paul	subió	al	desván.	Sylvia	hizo	lo
mismo	al	cabo	de	un	rato,	abrió	la	puerta	en	silencio	y	observó	el	interior.
Paul	dormía	profundamente.	Sylvia	dio	un	paso	atrás,	cerró	la	puerta	con
llave	y	echó	los	cerrojos.	Aguzó	el	oído	un	momento	pero	ningún	sonido	era
audible	al	otro	lado	de	la	gruesa	puerta	de	roble.	Dio	media	vuelta	y	bajó	la
escalera	a	fin	de	prepararse	para	la	reunión.
Todas	las	mujeres	llegaron	con	escasos	minutos	de	diferencia	hacia	las	ocho,
y	con	el	café	ya	preparado	abordaron	con	gran	rapidez	las	tareas	de	la	noche.
Esas	tareas	eran	la	próxima	fiesta	de	verano	y	la	participación	en	ella	del
Círculo	Femenino.	La	discusión	discurrió	sin	problemas,	y	así	debía	ser,	ya
que	todas	ellas,	con	la	excepción	de	Norma,	habían	colaborado	en	la
organización	de	una	decena	de	actos	similares	en	el	pasado.
Finalmente,	todo	estuvo	resuelto	y	Sylvia	resumió	los	resultados	de	la
discusión.
—Bien,	pues	—dijo—,	creo	que	ya	está	todo.	Tú,	Pam,	y	tú,	Janet,	actuaréis
juntas	y	organizaréis	los	refrescos	y	el	concurso	de	cocina.	Y	vosotras,	Jill	y
Mary,	os	ocuparéis	de	la	venta	de	artículos	donados.	—Tras	sonreír	a	Norma,
que	le	devolvió	la	sonrisa,	Sylvia	prosiguió—.	Y	sólo	quedamos	Norma	y	yo
para	los	artículos	de	fantasía	y	el	puesto	de	objetos	raros.	¿De	acuerdo?
Los	siguientes	cuarenta	minutos	los	pasaron	tomando	más	café	y	comentando
en	general	los	mejores	detalles	de	sus	diversas	tareas.	Se	habló	mucho	de
«personas	dispuestas»,	«colaboradores»	y	«generosos	donantes»;	algunos
apellidos	brotaron	en	todos	los	labios,	y	las	mujeres	manifestaron
interminablemente	sus	esperanzas	de	que	en	el	día	señalado	el	tiempo	se
portara	bien	con	ellas.	Sylvia	empezó	a	pensar	que	la	reunión	no	acabaría
nunca;	nunca	hasta	entonces	le	había	parecido	tan	absurda	la	conversación
de	sus	amigas.	Pero,	claro	estaba,	nunca	hasta	entonces	había	tenido	asuntos
tan	graves	en	su	cabeza.
Pero	por	fin	llegó	la	hora,	las	diez	menos	cuarto.	La	reunión	se	dio	por
concluida.	Todas	se	levantaron	para	marcharse,	hubo	un	coro	de	«buenas
noches»	y	Sylvia	cogió	por	la	manga	a	Norma.
—Ah,	Norma…	¿tienes	que	irte	enseguida?
—No,	¿por	qué?
La	expresión	de	ansiedad-por-complacer	de	Norma	no	engañó	ni	un	segundo
a	Sylvia.	En	ese	momento	Norma	era	igual	que	un	gato	que	ha	descubierto	la
leche;	no	sólo	la	habían	admitido	en	el	comité	sino	que	además	la	habían
elegido	para	trabajar	en	estrecho	contacto	con	Sylvia.	A	partir	de	entonces
tendría	una	excusa	sólida	para	telefonear	o	visitar	la	casa	prácticamente	a
cualquier	hora.	Sylvia	sonrió	con	la	máxima	dulzura	y	naturalidad	que	le	era
posible	en	aquellas	circunstancias.
—Estaba	pensando	si	te	importaría	quedarte	un	rato	más	para	repasar,	más
detalladamente,	algunas	cosas	que	tú	y	yo	tendremos	que	buscar…
—Naturalmente.	Con	mucho	gusto.	Cuando	quieras,	Sylvia,	basta	con	que	lo
digas.
Había	cogido	su	bolso,	pero	volvió	a	dejarlo	a	un	lado	del	sofá.
En	cuanto	las	otras	componentes	del	comité	desaparecieron	en	la	noche,
Sylvia	regresó	a	la	sala	de	estar.
—Supongo	que	a	Paul	le	disgusta	estar	aquí	cuando	se	celebran	estas…	estas
tertulias	femeninas,	¿verdad?	—dijo	Norma	mientras	Sylvia	tomaba	asiento.
—Las	aborrece,	querida	mía.	Totalmente.
—Y	él…,	eh…,	eh…	¿vuelve	tarde?
Ah,	pensó	Sylvia,	obviamente	Norma	había	comunicado	a	Paul	que	estaría
presente	en	la	reunión…,	y	era	igualmente	obvio	que	Paul	le	había	dicho	que
estaría	en	otra	parte.	Bien,	eso	era	comprensible.
—¿Cómo?	—dijo	Sylvia—.	¿Qué	me	has	preguntado?
—Paul…	¿suele	volver	tarde	cuando	se	celebran	estas	reuniones?
—Oh,	sí,	normalmente	vuelve	tarde.	Pero	no	esta	noche…
Y	con	eso,	pensó	Sylvia,	tendrá	que	seguirme	el	juego.	Y	así	fue.
—Ah	—repuso	Norma—.	¿Tiene	algo	de	especial	esta	noche?
Lo	dijo	con	enorme	naturalidad.
—Sí,	el	pobrecito	no	ha	salido.	No	puede.	No	está	en	condiciones.
Sylvia	observó	a	la	otra,	y	ocultó	el	placer	que	experimentó	al	ver	la
preocupación	que	chispeaba	en	los	verdes	ojos	de	Norma.
—¿Está	enfermo?
—No,	no,	sólo	un	poco	destemplado.
—Ah,	qué	lástima.	Debiste	telefonear	y	anular	la	reunión.	¿No	lo	habremos
molestado	con	tanto	parloteo?
Sylvia	meneó	la	cabeza.
—No,	no	habrá	oído	una	sola	palabra.	Está	en	el	desván.	En	su	guarida,	como
dice	él.	Tiene	una	cama	allí…,	bien	lejos	de	todo.	Es	el	mejor	lugar	de	la	casa
para	él	en	momentos	como	éste,	cuando	no	se	encuentra	bien.	En	fin…	—
Movió	su	libreta	de	notas	hacia	ella	como	para	indicar	que	era	hora	de
ponerse	a	trabajar.Luego,	de	pronto,	con	turbada	expresión,	soltó	el	bolígrafo
y	se	tapó	la	boca	con	una	mano—.	¡Oh,	Dios	mío!
—¿Qué	sucede?
Norma	la	miró	sorprendida.	Su	preocupación	parecía	sincera.
—Creo	que	estoy	perdiendo	la	memoria	—dijo	Sylvia—.	Se	me	va,	te	juro	que
se	me	va.	La	memoria.	¡Oh,	Dios	mío!
—¿Qué	pasa?
—Esta	tarde	me	comprometí	a	llevar	algunas	cosas	a	casa	de	la	señora
Harrison.	Ella	no	puede	salir,	por	culpa	de	su	pierna,	y	su	hija	viene	a	comer
mañana.	Esta	tarde	le	hice	todas	las	compras…	y	aún	están	aquí,	en	la	cocina.
—Miró	el	reloj—.	Las	diez	en	punto.	Seguro	que	ha	estado	esperándome	todo
el	día.	Qué	espantoso.	—Se	recostó	como	si	meditara	y	añadió—:	Sé	que	no	se
acuesta	hasta	muy	tarde…	Creo	que	la	llamaré	y	le	llevaré	las	cosas.	No
tendré	oportunidad	por	la	mañana,	lo	sé…
Mientras	acababa	de	hablar	Sylvia	estaba	abriendo	ya	su	agenda	en	busca	del
número	de	la	señora	Harrison.	Lo	marcó	y	ésta	respondió	casi	al	momento.	Le
complació	mucho	oír	la	voz	de	Sylvia.	No,	dijo,	no	se	había	acostado.	Estaba
viendo	el	campeonato	de	dardos	«por	la	tele»…,	y	tras	una	risita	agregó	que
le	gustaban	mucho	los	hombres	robustos.	No	queriendo	obtener	un	no	por
respuesta,	Sylvia	dijo	que	iba	a	salir	inmediatamente	con	su	bicicleta	para
llevarle	la	compra.	Al	fin	y	al	cabo,	sólo	había	tres	kilómetros	de	distancia	y
en	Tallowford	no	había	nadie	capaz	de	causar	daño.
Sylvia	se	había	puesto	el	abrigo	y	estaba	cogiendo	la	cesta	cuando	fingió
recordar	que	Norma	continuaba	allí.
—Oh,	Norma,	querida	mía	—dijo—.	Después	de	pedirte	que	te	quedaras	tengo
que	salir	corriendo.	Te	pido	excusas.	¿Qué	estarás	pensando	de	mí?
—Pienso	que	eres	una	persona	muy	amable	—dijo	Norma,	sonriendo
tontamente—.	Eso	pienso.
Y	Sylvia,	a	pesar	de	que	odiaba	a	la	criatura,	no	pudo	menos	que	pensar:
«Cuán	cierto».
Se	colocó	mejor	el	asa	de	la	cesta	en	su	brazo.
—Mi	bicicleta	está	aquí	al	lado	—dijo—.	¿Querrías	ser	mi	ángel	de	la	guarda	y
asegurarte	de	que	he	apagado	el	gas	y	no	hay	colillas	encendidas	por	ahí?…
Ah,	y	si	por	casualidad	Paul	me	llama	dile	que	volveré	dentro	de	una	hora,	tal
vez	un	poco	más.	¿Te	importaría?	—Se	dirigió	a	la	puerta—.	Sabrás	salir	sola,
¿no?
Sin	apenas	oír	la	respuesta	de	Norma,	Sylvia	abrió	la	puerta	y	fue	hacia	la
bicicleta.	Luego,	tras	asegurar	bien	la	cesta,	montó	e	inició	el	pedaleo.	La
noche	era	tan	brillante	cuando	aceleró	por	la	solitaria	carretera	comarcal	que
prácticamente	no	le	hacía	ninguna	falta	el	faro	de	la	bicicleta.
Desde	la	ventana,	Norma	contempló	el	rojo	fulgor	de	la	luz	trasera	de	Sylvia
hasta	que	desapareció.	Después	hizo	una	rápida	comprobación	de	las	espitas
de	gas	y	los	ceniceros.	Todo	estaba	bien.
Sí,	todo	estaba	bien.	Todo	iba	a	la	perfección.
En	el	pasillo	permaneció	muy	quieta	y	miró	la	escalera.	Luego,	al	cabo	de
unos	segundos,	empezó	a	subir.	No	encendió	las	luces.	No	podía	arriesgarse	a
que	algún	lugareño	la	viera	por	una	ventana.
Él	estaba	en	el	desván,	había	dicho	Sylvia.	Norma	siguió	subiendo,	pasó	por	la
segunda	planta	y	se	dirigió	al	siguiente	tramo	de	escalera…,	más	estrecha	y
con	recodos.	Al	llegar	arriba	se	detuvo	y	dudó	un	momento	antes	de	hablar.
—¿Paul?…	—dijo	en	voz	baja.
Silencio.	Y	entonces	oyó	un	ruido.	Procedía	de	la	puerta,	dos	metros	a	su
derecha.	Al	avanzar	hacia	ella	vio	para	su	horror	que	estaba	cerrada	con	llave
y	cerrojos.	¡Sylvia	había	encerrado	a	Paul!	¿Cómo	había	podido	hacer	eso?
Pero	la	llave	estaba	en	la	cerradura.	La	hizo	girar,	y	acto	seguido	descorrió
los	cerrojos.	Luego	agarró	el	puño,	abrió	la	puerta	y	entró.
—¿Paul?…
Se	hallaba	de	espaldas	a	la	cerrada	puerta	mientras	musitaba	el	nombre	de	él
a	oscuras.
—¿Paul?	Paul,	¿estás	ahí?	Soy	yo,	Norma.	He	venido	a	hacerte	una	visita
sorpresa…
La	habitación	estaba	sumida	en	sombras.	Norma	no	veía	nada.	Pero	oía	algo.
¿La	respiración	de	Paul?
—Paul,	¿eres	tú?	—Aquel	ruido	no	parecía	brotar	de	Paul—.	Sylvia	ha	dicho
que	no	te	encontrabas	muy	bien	esta	noche.	Vengo	a	animarte	un	poco…,	¡si
es	que	puedo!
Rió	nerviosamente	en	la	oscuridad.	El	sonido	de	aquella	respiración	era	algo
más	audible,	se	acercaba.
—Paul	—dijo	ella—.	¿Estás	ahí?…	Vamos,	hombre…	No	hagas	el	tonto…
De	pronto	la	luna,	la	luna	llena,	dejó	de	estar	tapada	por	nubes.	De	pronto	la
habitación	quedó	inundada	de	luz.	Norma	vio	los	barrotes	en	la	ventana,
gruesos	barrotes	metálicos.	También	reparó	en	la	ausencia	total	de	muebles.
Sólo	había	paja	en	el	suelo.	Percibió	igualmente	el	fuerte	hedor	animal	que
impregnaba	el	aire	alrededor	de	ella.
Y	en	ese	momento	vio	que	Paul	avanzaba	hacia	ella.
A	la	brillante	y	plateada	luz	de	la	luna	llena,	Paul	se	lanzó	hacia	ella	y	Norma
se	notó	agarrada	por	una	enorme	zarpa	e	impulsada	hacia	el	descomunal
hocico	y	los	largos	colmillos	que	sobresalían	vorazmente.	Oyó	el	sonido
gutural	que	brotaba	de	la	garganta	de	Paul.
El	sonido	que	intentó	salir	de	la	garganta	de	Norma,	un	flojo	y	suplicante
grito	de	terror,	se	apagó	antes	de	que	ella	tuviera	oportunidad	de	chillar.
En	casa	de	la	señora	Harrison,	Sylvia	miró	su	reloj.	Eran	casi	las	once.	Dejó
su	taza	en	la	mesa,	se	levantó	y	cogió	la	cesta	vacía.	Le	había	encantado	estar
allí,	dijo,	pero	debía	regresar.	Tenía	que	recoger	muchas	cosas.	Además,	Paul
podía	despertar	y	se	sentiría	preocupado	por	ella.	Nunca	se	despertaba,
normalmente,	aunque	podía	ponerse	muy	raro	cuando	estaba	destemplado.
—La	culpa	será	seguramente	de	la	luna	llena	—dijo	la	señora	Harrison,
riéndose	tontamente—.	¿Has	visto	que	hay	luna	llena	esta	noche?	Te	aseguro
que	eso	tiene	importancia	para	ciertas	personas.	Tal	vez	no	lo	creas,	pero
estoy	convencida	de	que	afectaba	a	mi	marido.	Solía	dejarse	toda	la	comida.
No	probaba	bocado.
Sylvia	observó	por	la	ventana	la	enorme	y	blanca	faz	de	la	luna.
—Oh,	bueno	—repuso	con	una	sonrisita—.	No	puedo	decir	que	a	Paul	le	pase
lo	mismo.	A	él	se	le	abre	un	apetito	voraz.
El	club	del	sol
RAMSEY	CAMPBELL
La	vida,	nos	querrán	hacer	creer	algunas	personas,	sería	terriblemente
sencilla	si	tan	sólo	se	nos	permitiera	expresar	nuestras	emociones	con	más
libertad,	dejar	de	lado	cualquier	restricción	y	comportarnos,	nosotros	y
nuestro	prójimo,	con	honradez	y	sinceridad.	El	problema,	no	obstante,	reside
en	las	definiciones	de	«sinceridad»,	«honradez»	y	«sencillez».	¿Quién	decide
cuáles	son	las	correctas?	¿Y	quién,	por	la	misma	razón,	puede	juzgar
realmente	si	la	sinceridad	está	mirándonos	cara	a	cara?	Hay	quien	opina	que
no	siempre	es	beneficioso	saber	todo	lo	que	piensa	otra	persona.
Ramsey	Campbell	ha	obtenido	los	premios	World	y	British	Fantasy	Award	por
varios	de	sus	relatos,	sus	novelas	—la	más	reciente	es	The	Nameless	(El	sin
nombre)—	han	sido	nominadas	para	los	mismos	premios,	y	además	es	un
soberbio	compilador.	Vive	en	Inglaterra	con	su	esposa	Jenny	y	una	cada	vez
más	numerosa	familia,	y	se	luce	tanto	más	cuanto	más	tétrico	es.
—¿Será	la	última	sesión?	—preguntó	Bent.
Cerré	su	expediente	encima	de	mi	escritorio	y	miré	al	hombre	para	detectar
impaciencia	o	súplica,	pero	sus	ojos	se	habían	llenado	de	puesta	de	sol	tanto
como	de	sangre.	Estaba	atento	al	gato	que	había	al	otro	lado	de	la	ventana;	el
animal	aguardaba	agazapado	en	el	balcón	mientras	el	capullo	de	araña,	un
blando	trozo	de	mármol	blanco	en	un	rincón	del	cristal,	bullía	con	la	actividad
de	un	agitado	nacimiento.	Bent	se	agarró	a	mi	escritorio	y	miró	ferozmente	al
gato,	que	había	avanzado	poco	a	poco	por	el	balcón	desde	el	despacho
contiguo.
—Va	a	matarlas,	¿no	es	cierto?	—preguntó	Bent—.	¿Cómo	puede	tener	esa
sangre	fría?
—Siente	atracción	por	las	arañas	—sugerí.
Naturalmente,	ya	lo	sabía.
—Supongo	que	eso	se	relaciona	con	la	carne	cruda.
—En	realidad,	sí.	Sí,	volviendo	a	su	pregunta,	ésta	podría	ser	la	última	sesión.
Quiero	comentarle	los	datos	que	me	facilitó	sometido	a	hipnosis.
—¿Lo	de	los	ajos?
—Los	ajos,	sí,	y	las	cruces.
Bent	se	sobresaltó	y	consiguió	dominarse	con	una	sonrisa.
—Cuéntemelo,	pues	—dijo.
—Por	favor,	siéntese	un	momento	—rogué	yo	mientras	bordeaba	el	escritorio
para	interponerme	entre	él	y	el	gato—.	¿Cómo	ha	ido	la	jornada?—No	he	podido	trabajar	—murmuró—.	Estaba	despierto	pero	pensaba	una	y
otra	vez	en	el	comedor	de	la	empresa.	Todas	aquellas	puercas	riéndose	y
señalando.	Tiene	que	deshacerse	de	eso.
—Esté	seguro,	lo	haré.	—Lo	devolveré	a	la	cadena	de	producción	antes	de	que
se	entere,	pensé—.	Aunque	hay	logros	más	importantes.
—¡Pero	todos	me	vieron!	—exclamó—.	¡Ahora	todo	el	mundo	mirará!
—Mi	querido	señor	Bent…,	no,	Clive,	¿puedo	llamarle	Clive?…	Debe	recordar,
Clive,	que	todos	los	días,	en	los	comedores,	se	piden	platos	más	raros	que
carne	cruda.	Siempre	puede	explicar	que	es	para	curar	una	resaca.
—¿Cuando	ni	siquiera	yo	sé	el	porqué?	No	quiero	esa	carne	—dijo	con
vehemencia—.	Yo	no	la	quería.
—Bien,	al	menos	ha	venido	a	verme.	Quizá	podamos	encontrar	una	alternativa
a	la	carne	cruda.
—Sí,	sí	—repuso	esperanzado.
Aguardé,	contemplando	mientras	tanto	las	paredes	de	mi	despacho,	alisadas
por	la	pintura	color	verde	claro.	Por	un	momento	me	sentí	encerrado	en	la
obsesión	de	Bent,	y	tuve	que	hacer	una	pausa	para	recordar	el	porqué.	Al
bajar	la	vista	descubrí	que	la	estilográfica	que	sostenía	en	mi	mano	estaba
trazando	apresuradas	cruces	en	el	papel	secante,	y	rápidamente	puse	éste	del
revés.	Durante	un	instante	temí	una	recaída.
—Tiéndase	—sugerí—,	si	ello	le	hace	sentirse	cómodo.
—Trataré	de	no	dormirme	—dijo,	y	en	tono	más	esperanzado	añadió—:	Casi	es
de	noche.
En	cuanto	estuvo	tumbado	en	el	sofá	bajó	la	vista	hacia	sus	manos	apoyadas
en	el	pecho.	Descubiertas,	se	separaron	rápidamente.
—Relájese	tanto	como	pueda	—dije—,	no	se	preocupe	de	cómo	lo	hace.
Y	vi	que	sus	manos,	poco	a	poco,	se	unían	cómodamente	sobre	su	pecho.	Las
mangas	le	apretaban	a	la	altura	de	los	codos,	y	él	se	incorporó	para	sacarse	la
chaqueta.	Se	había	quitado	el	sombrero	al	entrar	en	el	despacho,	aunque	con
la	amplia	ala	negra	del	mismo,	más	los	guantes	y	el	alto	cuello	había	desviado
la	picadura	del	sol	de	su	encogida	carne.	Yo	acababa	de	forzar	a	su	cuerpo	a
salir	de	la	negrura	y	su	mente	seguía	el	ejemplo,	tanteaba	tímidamente	desde
las	defensas	que	la	habían	rodeado.
—¡Vale!	—exclamó	como	si	estuviéramos	jugando	al	escondite.
Me	situé	entre	el	sofá	y	la	ventana	para	ver	sus	expresiones.
—Muy	bien,	Clive	—dije—.	La	última	vez	me	habló	de	un	restaurante	donde
sus	padres	habían	sostenido	una	discusión.	¿Recuerda?
Su	semblante	se	agitó	como	agua	agitada.	Pero	detrás	de	sus	párpados	había
silencio.
—Hábleme	de	sus	padres	—dije	por	fin.
—Pero	si	ya	lo	sabe	—dijo	su	comprimida	cara—.	Mi	padre	era	bueno
conmigo.	Hasta	que	se	hartó	de	las	discusiones.
—¿Y	su	madre?
—¡Ella	no	lo	dejaba	en	paz!	—exclamó	cegadoramene	su	cara—.	Tantas	biblias
que	ella	sabía	que	él	no	quería,	para	decirle	que	debía	acompañarla	a	la
iglesia,	sabiendo	que	a	él	le	daba	miedo…
—Pero	no	había	nada	que	temer,	¿no	es	cierto?
—Nada.	Usted	lo	sabe.
—Pues	ya	lo	ve,	él	era	un	hombre	débil.	Recuerde	eso.	Bien,	¿por	qué	se
pelearon	en	el	restaurante?
—No	lo	sé,	no	puedo	recordarlo.	¡Dígalo	usted!	¿Por	qué	no	lo	dice	usted?
—Porque	es	importante	que	lo	diga	usted.	Como	mínimo	recuerda	el
restaurante.	Adelante,	Clive.	¿Qué	había	encima	de	su	cabeza?
—Arañas	de	luces	—dijo	en	tono	de	fatiga.
Una	franja	de	sol	poniente	se	alzaba	junto	a	sus	ojos.
—¿Qué	otras	cosas	ve?
—Esas	cubiteras	con	botellas	dentro.
—¿No	ve	bien?
—No,	hay	poca	luz.	Velas…
Su	voz	permaneció	paralizada.
—¡Ahora	ve,	Clive!	¿Por	qué?
—¡Llamas!	Ll…	¡Las	llamas	del	infierno!
—Usted	no	cree	en	el	infierno,	Clive.	Me	lo	dijo	cuando	estaba	hipnotizado.
Probemos	de	nuevo.	¿Llamas?
—Estaban…,	dentro	de	ellas	había…	¡la	cara	de	un	hombre,	fundiéndose!	Yo
vi	que	se	acercaba,	pero	nadie	estaba	mirando…
—¿Por	qué	no	miraban?
Su	temblorosa	cabeza	se	apretó	al	sofá.
—¡Porque	venía	hacia	mí!
—No,	Clive,	en	absoluto.	Porque	ellos	sabían	qué	era.
Pero	él	no	quería	hablar.	Aguardé,	mirando	hacia	la	ventana	para	que	él
tuviera	que	reclamar	mi	atención.	Las	diminutas	arañas	se	agitaban	como
inquieto	caviar.
—Bien,	explíquese	—dijo	esquivamente,	con	voz	triste.
—Hay	una	docena	de	restaurantes	donde	podría	ver	a	su	hombre	en	llamas,
en	cualquiera	de	ellos.	Ahora	comienza	a	entender	por	qué	ha	dado	la	espalda
a	cualquier	cosa	que	sus	padres	consideraban	natural.	¿Cuántos	años	tenía
entonces?
—Nueve.
—¿Lo	ve	claramente?
—Ya	sabe	que	no	comprendo	estas	cosas.	¡Ayúdeme!	¡Para	eso	le	pago!
—Estoy	ayudándole,	y	casi	hemos	llegado	al	final.	Todavía	no	ha	empezado	a
comer.
—No	quiero.
—Claro	que	quiere.
—¡No!	No…
—No…
Al	otro	lado	de	la	ventana,	sobre	el	fondo	de	un	cielo	salpicado	por	rayas	de
tigre,	el	gato	se	puso	tenso	para	saltar.
—¡No	cuando	mi	padre	no	puede!	—musitó	roncamente	Bent.
—¡Siga,	siga,	Clive!	¿Por	qué	no	puede	él?
—Porque	no	le	sirven	la	carne	como	a	él	le	gusta.
—¿Y	su	madre?	¿Qué	hace	ella?
—Está	riéndose.	Dice	que	ella	comerá	de	todas	formas.	Está	mirando	a	mi
padre	cuando	traen…,	oh…
Su	cabeza	se	movió	a	tirones.
—¿Sí?
—Carne…
—¿Sí?
—¡Ga!	¡Ga!	—Podía	ser	un	sollozo,	o	que	estaba	atragantándose—.	¡Ajo!	—
exclamó,	y	tembló.
—¿Su	padre?	¿Qué	hace	él?
—Está	levantándose.	¡Siéntate!	¡No!	Ella	repite	todo,	que	es	sacrílego	comer
carne…	Él,	oh,	arranca	el	mantel	de	la	mesa,	todo	cae	encima	de	mí,	todo	el
mundo	mira,	ella	le	pega,	él	la	coge	por	el	pelo,	ella	le	muerde	y	luego	chilla,
él	sonríe,	¡él	está	sonriendo,	lo	odio!
Bent	se	estremeció	y	se	desplomó	en	las	tinieblas.
—Abra	los	ojos	—dije.
Se	abrieron	mucho,	confiados,	protegidos	por	el	crepúsculo.
—Permítame	explicarle	qué	veo	yo	—dije.
—Creo	que	comprendo	algunas	cosas	—musitó.
—Sólo	escuche.	¿Por	qué	tiene	miedo	de	los	ajos	y	las	cruces?	Porque	su
madre	destrozó	a	su	padre	con	esas	cosas.	¿Por	qué	quiere	y	sin	embargo	no
quiere	carne	cruda?	Para	ser	como	su	padre,	que	usted	sabía	perfectamente
era	un	hombre	débil,	para	ser	más	fuerte	que	el	hombre	que	acabó
destrozado.	Pero	ahora	sabe	que	él	era	débil,	sabe	que	usted	es	más	fuerte.
Más	fuerte	que	las	mujeres	que	se	burlan	de	usted	porque	saben	que	usted	es
fuerte.	Y	si	usted	conserva	el	gusto	por	la	carne	con	mucha	sangre,	hay
locales	que	se	la	servirán.	¿La	luz	del	sol	que	usted	teme?	Eso	es	el	hombre
en	llamas,	que	a	usted	le	aterrorizaba	porque	creía	que	su	padre	estaba
condenado	a	ir	al	infierno.
—Lo	sé	—dijo	Bent—.	Sólo	era	un	camarero	que	estaba	asando	carne.
Encendí	la	lámpara	del	escritorio.
—Exacto.	¿Se	siente	mejor?
Tal	vez	estaba	palpando	su	mente	para	comprobar	si	había	algo	roto.
—Sí,	creo	que	sí	—dijo	por	fin.
—Se	sentirá	mejor.	¿No	es	cierto?
—Sí.
—Sin	vacilación.	Correcto.	Pero,	Clive,	no	quiero	que	tenga	dudas	en	cuanto
salga	de	este	despacho.	Aguarde	un	momento.	—Saqué	mi	billetero—.	Le	doy
una	tarjeta	de	un	club	del	centro,	el	Club	del	Sol.	Diga	que	va	de	parte	mía.
Descubrirá	que	muchos	miembros	del	club	han	pasado	por	una	experiencia
similar	a	la	de	usted.	Eso	le	resultará	provechoso.
—De	acuerdo	—dijo	mientras	miraba	la	tarjeta	con	la	frente	arrugada.
—Prométame	que	irá.
—Iré	—prometió—.	Usted	sabe	más	que	yo.
Se	abotonó	el	abrigo.
—¿Piensa	quedarse	con	el	sombrero?	No,	no	lo	conserve.	Tírelo	a	la	basura	—
dijo	jactanciosamente.	Se	volvió	cuando	estaba	en	la	puerta	y	miró	algo
situado	detrás	de	mí—.	Nunca	me	ha	explicado	para	qué	tiene	esas	arañas.
—Ah,	¿ésas?	Simplemente	un	poco	de	sangre.
Observé	la	oscilación	de	su	cabeza	mientras	bajaba	los	nueve	tramos	de
escalera.	Tal	vez	acabara	durmiendo	durante	la	noche	y	saliendo	de	día,	pero
los	retoques	importantes	estaban	hechos:	Bent	había	emprendido	el	camino
de	aceptar	lo	que	era.	Una	vez	más	agradecí	la	existencia	de	turnos	de	noche.
Volví	al	escritorio	y	puse	en	orden	el	expediente	de	Clive	Bent.	Más	tarde
podía	pasarme	por	el	Club	del	Sol,	para	familiarizarme	con	Bent	y	otras	caras.
Luego,	durante	un	momento,	sentí	un	temor	irritante.	Bent	podía	toparse	con
Mullen	en	el	club.	Mullen	era	otro	que	había	recurrido	a	mí	para	que	lo
curara,	sin	saber	que	la	única	cura	era	la	muerte.	Al	recordar	que	Mullen
había	partido	hacia	Grecia	meses	antes,	me	tranquilicé…,ya	que	había
aliviado	los	temores	de	Mullen	con	la	misma	historia,	la	carne	cruda	y	los
ajos,	los	padres	discutiendo	de	la	Biblia…	De	hecho	las	cosas	no	habían
sucedido	así	(mi	madre	provocó	el	alboroto	en	la	mesa	del	comedor	y	había
una	cruz)	pero	yo	estaba	ya	más	familiarizado	con	la	versión	práctica.
El	gato	arañó	la	ventana.	Al	acercarme	a	él,	los	ojos	del	animal	quedaron
reducidos	a	oscuras	rendijas,	y	su	cuerpo	se	tensó.	Aguardé	y	abrí
bruscamente	la	ventana.	El	gato	maulló	y	cayó.	Nueve	pisos:	difícil	sobrevivir,
aun	tratándose	de	un	gato.	Contemplé	las	luces	de	la	ciudad,	las	luces	que	se
apiñaban	hacia	el	negro	horizonte.	Y	las	menudas	arañas,	rojas	e	inquietas,
flotaron	en	sus	hilos	lejos	de	la	ventana,	para	retroceder	después	y	posarse
suavemente,	igual	que	una	lluvia	de	sangre,	en	mi	cara.
Entre	los	muertos
GARDNER	DOZOIS	y	JACK	DANN
Los	horrores	inherentes	a	este	tema	son	muy	obvios.	Pensar	que	sería	posible
aumentarlos	mediante	una	pincelada	de	Fantasía	Siniestra	y	el
reconocimiento	de	lo	que	un	ser	humano	puede	hacer	(y	hará)	cuando	se	le
ofrece	la	oportunidad	precisa	en	el	momento	adecuado,	no	es	simplemente
añadir	ácido	a	la	quemadura.	Éste	es	un	relato	de	terror	en	todo	el	sentido	de
la	palabra.
Gardner	Dozois	vive	en	Filadelfia,	es	autor	de	la	aclamada	novela	Strangers
(Extraños)	y	ha	compilado,	tanto	con	Jack	Dann	como	por	su	cuenta,	la	flor	y
nata	de	las	antologías	editadas	en	la	última	década.	Jack	Dann	vive	en
Binghamton,	Nueva	York,	y	es	autor	de	obras	tan	apreciadas	como	Junction
(Empalme)	y	Timetripping	(Viaje	en	el	tiempo).	Escribe	con	poca	frecuencia,
pero	con	una	fuerza	tan	suave	como	la	de	un	martillo.
Bruckman	descubrió	que	Wernecke	era	un	vampiro	cuando	ambos	fueron	a	la
cantera	aquella	mañana.
Estaba	agachado	para	coger	una	gran	piedra	cuando	creyó	oír	algo	en	la
hondonada	cercana.	Miró	alrededor	y	vio	a	Wernecke	inclinado	sobre	un
Musselmann	,	un	muerto	viviente,	otro	hombre	que	no	había	podido	soportar
la	terrible	realidad	del	campo	de	concentración.
—¿Necesitas	ayuda?	—preguntó	Bruckman	en	voz	baja.
Wernecke	alzó	la	cabeza,	sorprendido,	y	se	tapó	la	boca	con	la	mano,	como	si
indicara	a	Bruckman	que	guardase	silencio.
Pero	Bruckman	estaba	convencido	de	haber	visto	manchas	de	sangre	en	la
boca	de	Wernecke.
—El	Musselmann	,	¿está	vivo?	—Wernecke	había	arriesgado	su	vida	a	menudo
para	salvar	a	algún	prisionero.	Pero	¿arriesgar	la	vida	por	un	Musselmann	?
—.	¿Qué	pasa?
—Fuera.
De	acuerdo,	pensó	Bruckman.	Mejor	dejarlo	en	paz.	El	hombre	estaba	pálido,
quizás	tenía	tifus.	Los	guardianes	lo	trataban	con	gran	dureza,	y	Wernecke
era	el	prisionero	de	más	edad	de	la	cuadrilla.	Que	se	sentara	un	momento	y
descansara.	Pero	¿y	esa	sangre?…
—¡Eh,	tú!	¿Qué	estás	haciendo?	—gritó	a	Bruckman	uno	de	los	jóvenes
guardianes	de	las	SS.
Bruckman	cogió	la	piedra	y,	como	si	no	hubiera	oído	al	nazi,	se	alejó	de	la
hondonada,	caminando	hacia	el	oxidado	carretón	situado	en	los	carriles	que
llevaban	a	la	valla	de	alambre	de	púas	del	campo.	Intentaría	desviar	la
atención	del	guardián.	Pero	éste	le	gritó	que	se	detuviera.
—Descansando	un	poco,	¿eh?	—preguntó,	y	Bruckman	se	puso	tenso,
preparado	para	recibir	una	paliza.
Aquel	guardián	era	nuevo,	iba	pulcramente	vestido,	sin	una	mancha…,	y	era
una	incógnita.	Se	acercó	a	la	hondonada	y	vio	a	Wernecke	y	al	Musselmann	.
—Ajá,	así	que	tú	amigo	está	cuidando	enfermos.
Hizo	un	gesto	para	que	Bruckman	lo	siguiera	a	la	hondonada.
Bruckman	había	hecho	lo	imperdonable:	metido	en	un	lío	a	Wernecke.	Maldijo
en	silencio.	Llevaba	en	aquel	campo	de	concentración	el	tiempo	suficiente
para	saber	tener	la	boca	cerrada.
El	guardián	dio	una	violenta	patada	en	las	costillas	de	Wernecke.
—Quiero	que	pongas	al	Musselmann	en	el	carretón.	¡Venga!
Dio	otra	patada	a	Wernecke,	como	si	acabara	de	pensar	en	hacerlo.	El
prisionero	gimió,	pero	se	puso	en	pie.
—Ayúdalo	a	llevar	al	Musselmann	al	carretón	—dijo	el	guardián	a	Bruckman.
Después	sonrió	y	trazó	un	círculo	en	el	aire:	el	símbolo	del	humo,	el	humo	que
brotaba	de	las	altas	chimeneas	situadas	detrás	de	ellos.
Aquel	Musselmann	estaría	en	el	horno	al	cabo	de	una	hora	y	sus	cenizas
pronto	flotarían	en	el	ardiente	y	viciado	aire,	igual	que	si	fueran	las	partículas
de	su	alma.
Wernecke	dio	una	patada	al	Musselmann	y	el	guardián	rió	entre	dientes	antes
de	hacer	un	gesto	a	otro	miembro	de	las	SS	que	estaba	observando	y
retroceder	un	par	de	metros.	Se	detuvo	con	las	manos	en	las	caderas.
—Vamos,	muerto,	levántate	o	vas	a	morir	en	el	horno	—susurró	Wernecke
mientras	se	esforzaba	en	poner	en	pie	al	caído.
Bruckman	ayudó	al	tambaleante	Musselmann	,	que	gemía	débilmente.
Wernecke	le	dio	un	bofetón.
—¿Quieres	vivir,	Musselmann	?	¿Quieres	volver	a	ver	a	tu	familia,	notar	el
tacto	de	una	mujer,	oler	a	hierba	después	de	segarla?	Pues	muévete.
El	Musselmann	arrastró	los	pies	entre	Wernecke	y	Bruckman.
—Estás	muerto,	¿eh,	Musselmann	?	—lo	provocó	Bruckman—.	Tan	muerto
como	tu	padre	y	tu	madre,	tan	muerto	como	tu	cariñosa	esposa,	si	es	que
alguna	vez	tuviste	una,	¿no?	¡Muerto!
El	Musselmann	gimió	y	sacudió	la	cabeza.
—No	está	muerta,	mi	mujer…
—Ah,	habla	—dijo	Wernecke,	en	voz	lo	bastante	alta	para	que	la	oyera	el
guardián	que	caminaba	un	paso	detrás	de	ellos—.	¿Tienes	nombre,	cadáver?
—Josef,	y	no	soy	un	Musselmann	.
—El	cadáver	dice	que	está	vivo	—comentó	Wernecke,	de	nuevo	en	voz	alta
para	que	el	nazi	lo	oyera.	Luego,	en	un	susurro,	añadió—:	Josef,	si	no	eres	un
Musselmann	,	debes	trabajar	ahora,	¿lo	entiendes?
Josef	tropezó	y	Bruckman	lo	agarró.
—No	lo	toques	—dijo	Wernecke—.	Que	camine	él	solo	hasta	el	carretón.
—Al	carretón	no	—tartamudeó	Josef—.	La	muerte	no,	no…
—Entonces	agáchate	y	coge	piedras,	demuestra	al	cerdo	del	guardián	que
puedes	trabajar.
—No	puedo.	Estoy	enfermo,	soy…
—¡Un	Musselmann	!
Josef	se	agachó,	cayó	de	rodillas,	pero	cogió	una	piedra	y	se	levantó	con	ella
en	la	mano.
—Ya	lo	ve	—dijo	Wernecke	al	nazi—,	aún	no	está	muerto.	Todavía	puede
trabajar.
—Te	he	ordenado	que	lo	lleves	al	carretón,	¿no	es	cierto?	—dijo	el	guardián,
malhumorado.
—Demuéstrale	que	puedes	trabajar	—dijo	Wernecke	a	Josef—,	o	seguramente
vas	a	ser	humo.
Y	Josef	se	alejó	de	Wernecke	y	Bruckman	dando	tumbos,	inclinado	como	si
fuera	detrás	de	la	piedra	que	sostenía.
—¡Cogedlo!	—gritó	el	guardián.
Pero	su	atención	se	vio	desviada	de	Josef	por	otros	prisioneros	que,	intuyendo
complicaciones,	estaban	congregándose	en	las	cercanías.	Otro	guardián	se
puso	a	chillar	y	a	dar	patadas	a	los	hombres	más	cercanos,	y	el	nuevo	lo
ayudó.	De	momento,	se	había	olvidado	de	Josef.
—Pongámonos	a	trabajar,	no	sea	que	venga	otra	vez	—dijo	Wernecke.
—Siento	haber…
Wernecke	se	rió	e	hizo	un	agitado	gesto	con	la	mano:	humo	ascendiendo.
—Todo	es	azar,	amigo	mío.	Suerte.	—De	nuevo	la	risa—.	Ha	sido	un	pecado
venial	—y	su	semblante	pareció	oscurecerse—.	Pero	no	lo	hagas	otra	vez,	no
sea	que	piense	que	tú	eres	gafe.
—Carl,	¿te	encuentras	bien?	—preguntó	Bruckman—.	He	visto	sangre
cuando…
—¿Te	sangran	las	llagas	de	los	pies	por	la	mañana?	—repuso	Wernecke,
enojado.
Bruckman	asintió,	sintiéndose	estúpido	y	turbado.
—Lo	mismo	pasa	con	mis	encías.	Y	ahora	vete,	desgraciado,	y	déjame	vivir.
Se	separaron	y	Bruckman	intentó	hacerse	invisible,	intentó	imaginar	que
estaba	dentro	de	las	rocas,	la	tierra	y	la	arena,	en	el	aire	asfixiante.	Solía
jugar	a	eso	cuando	era	niño.	Cerraba	los	ojos	y,	puesto	que	él	no	veía	a	nadie,
fingía	que	nadie	podía	verlo.	Y	así	era	nuevamente.	Fingir	que	los	guardianes
no	podían	verlo	era	una	forma	de	sobrevivir	tan	buena	como	cualquiera.
Debía	otras	excusas	a	Wernecke,	otras	disculpas	que	no	podía	pedir.	No	debía
haber	preguntado	por	la	enfermedad	de	Wernecke.	Daba	mala	suerte	hablar
de	esas	cosas.	Así	se	lo	había	dicho	Wernecke	cuando	él,	Bruckman,	llegó	a
los	barracones.	De	no	haber	sido	por	Carl,	que	había	compartido	su	comida
con	él,	podía	haberse	convertido	en	un	Musselmann	.	O	estar	muerto,	que	era
lo	mismo.
El	día	era	supurantemente	caluroso,	y	tanto	vigilantes	como	prisionerostosían.	El	aire	estaba	viciado,	el	sol	era	una	mancha	en	el	turbio	y	amarillento
cielo.	Todos	los	colores	eran	ilógicos:	las	cenizas	de	los	hornos	alteraban	la
luz,	y	los	hombres	iban	asfixiándose	poco	a	poco	con	los	restos	de	amigos,
esposas	y	padres	muertos.	Los	guardianes	estaban	reunidos	tranquilamente,
hablaban	en	voz	baja,	observaban	a	los	prisioneros,	y	se	percibía	una	perversa
libertad…,	como	si	vigilantes	y	presos	no	mantuvieran	ya	la	misma	relación,
como	si	todos	fueran	partes	de	la	misma	carnosa	máquina.
Al	atardecer,	los	vigilantes	interrumpieron	la	hipnosis	de	coger,	gruñir	y
sudar	y	formaron	en	filas	a	los	prisioneros.	Volvieron	al	campo	a	través	de	los
campos,	junto	a	las	vías	férreas,	la	valla	electrificada	y	las	torres	cónicas	y
cruzaron	la	entrada	principal.
Bruckman	trató	de	anular	un	peligroso	recuerdo	extraviado	de	su	esposa.	La
recordó	como	en	una	alucinación:	ella	estaba	en	sus	brazos.	El	vagón
apestaba	a	sudor,	heces	y	orina,	pero	Bruckman	había	estado	tanto	tiempo
allí	que	ya	se	había	acostumbrado	al	olor.	Miriam	estaba	durmiendo.	De
pronto	descubrió	que	estaba	muerta.	Mientras	chillaba,	los	olores	del	vagón
abrumaron	a	Bruckman,	los	olores	de	la	muerte.
Wernecke	le	tocó	el	brazo,	como	si	comprendiera,	como	si	pudiera	ver	a
través	de	los	ojos	de	Bruckman.	Y	éste	sabía	qué	estaban	diciendo	los	ojos	de
Wernecke:	«Otro	día.	Estamos	vivos.	Contra	viento	y	marea.	Hemos	vencido	a
la	muerte».	Josef	caminaba	junto	a	ellos,	pero	continuaba	tambaleándose
mientras	se	deslizaba	de	nuevo	hacia	la	muerte,	mientras	se	transformaba	en
un	Musselmann	.	Wernecke	lo	ayudaba	a	marchar,	lo	empujaba.
—Deberíamos	dejar	morir	a	este	hombre	—dijo	a	Bruckman.
Bruckman	se	limitó	a	asentir,	pero	notó	que	un	escalofrío	recorría	su
sudorosa	espalda.	Estaba	viendo	de	nuevo	la	cara	de	Wernecke	como	la	había
visto	un	instante	por	la	mañana.	Manchada	de	sangre.
Sí,	pensó	Bruckman,	deberíamos	dejar	morir	al	Musselmann	.	Todos
deberíamos	estar	muertos…
Wernecke	sirvió	el	agua	tibia	con	trozos	de	nabo	que	flotaban	encima,	el
líquido	que	pasaba	por	sopa	para	los	prisioneros.	Todos	se	hallaban	sentados
o	arrodillados	en	las	toscas	tablas	del	suelo,	ya	que	no	había	sillas.
Bruckman	tomó	su	ración,	contó	sorbos	y	bocados,	hizo	un	esfuerzo	para
demorarse.	Más	tarde	daría	un	mordisquito	al	pan	que	guardaba	en	el
bolsillo.	Siempre	guardaba	un	bocado	de	comida	para	más	tarde.	En	el	mundo
sin	fin	del	campo	de	concentración	había	aprendido	a	ofrecerse	cosas
deseables.	Mejor	soñar	con	pan	que	perderse	en	el	presente.	Ése	era	el	sino
de	los	Musselmänner	.
Pero	siempre	soñaba	con	comida.	El	hambre	le	acompañaba	todos	los
instantes	del	día	y	de	la	noche.	Los	momentos	que	pasaba	comiendo
realmente	eran	en	cierto	sentido	los	más	difíciles,	porque	nunca	había
suficiente	para	satisfacerle.	Notaba	el	gusto	de	algo	blando	en	su	paladar,	y	al
cabo	de	un	instante	la	sensación	desaparecía.	El	vacío	adoptaba	forma	de
dolor:	comer	dolía.	Por	comida,	pensó,	habría	matado	a	su	padre,	o	a	su
mujer.	Que	Dios	lo	perdonara,	y	miró	a	Wernecke…	Wernecke,	que	había
compartido	el	pan	con	él,	que	había	muerto	un	poco	para	que	él	pudiera	vivir.
«Es	mejor	persona	que	yo»,	pensó	Bruckman.
Había	oscuridad	en	los	barracones.	Una	simple	bombilla	colgaba	del	techo	y
formaba	nítidas	sombras	en	los	cavernosos	dormitorios.	Dos	hileras	de	tablas
de	metro	y	medio	de	anchura	ocupaban	tres	lados	del	barracón,	estantes	de
madera	donde	los	presos	dormían	sin	mantas	ni	colchones.	En	lo	alto	de	la
pared	norte	había	una	ventana	de	rejilla	que	dejaba	pasar	la	austera	luz	de	los
focos	klieg	.	En	el	exterior,	las	luces	convertían	el	terreno	en	una	cadavérica
imitación	del	día;	sólo	dentro	de	los	barracones	era	de	noche.
—¿Sabéis	qué	noche	es	hoy,	amigos	míos?	—preguntó	Wernecke.
Se	hallaba	sentado	en	el	fondo	del	barracón	con	Josef,	que	hora	tras	hora
recuperaba	su	condición	de	Musselmann	.	La	cara	de	Wernecke	tenía	un
aspecto	hueco,	contraído	a	la	luz	de	la	ventana	y	la	bombilla.	Sus	ojos	estaban
hundidos	y	en	su	alargada	cara	profundas	arrugas	aparecían	desde	la	nariz
hasta	las	comisuras	de	los	finos	labios.	Su	cabello	era	negro,	y	mucho	menos
abundante	que	cuando	Bruckman	conoció	al	prisionero.	Era	un	hombre	muy
alto,	de	casi	metro	noventa	de	estatura,	y	ello	lo	hacía	sobresalir	entre	un
gentío,	detalle	peligroso	en	un	campo	de	concentración.	Pero	Wernecke	tenía
métodos	secretos	para	confundirse	entre	el	gentío,	para	volverse	invisible.
—No,	dinos	qué	noche	es	hoy	—dijo	Bohme,	el	viejo	loco.
Que	hombres	como	Bohme	sobrevivieran	era	un	milagro	o,	como	pensaba
Bruckman,	la	confirmación	de	que	existían	hombres	como	Wernecke,	que	de
alguna	forma	encontraban	fuerzas	para	ayudar	a	vivir	a	los	demás.
—Es	Pascua	—dijo	Wernecke.
—¿Cómo	lo	sabe?	—murmuró	alguien,	pero	poco	importaba	cómo	lo	sabía
Wernecke,	porque	él	lo	sabía…,	aunque	en	realidad	no	fuera	Pascua	en	el
calendario.
En	los	pobremente	iluminados	barracones,	era	Pascua,	la	fiesta	de	la	libertad,
el	momento	de	dar	gracias.
—Pero	¿cómo	podemos	celebrar	Pascua	sin	un	seder	?	—preguntó	Bohme—.
Ni	siquiera	tenemos	matzoh	—se	lamentó.
—Tampoco	tenemos	velas,	ni	una	copa	de	plata	para	Elías,	ni	el	hueso	de
pierna,	ni	haroset	…,	y	tampoco	celebraría	yo	el	rito	con	el	traif	que	los	nazis
tienen	la	generosidad	de	darnos	—replicó	Wernecke,	sonriente—.	Pero
podemos	rezar,	¿no?	Y	cuando	salgamos	de	aquí,	cuando	estemos	en	nuestros
hogares	el	año	que	viene	si	Dios	quiere,	entonces	comeremos	doble:	dos
afikomens	,	una	botella	de	vino	para	Elías	y	los	haggadahs	que	nuestros
padres	y	los	padres	de	nuestros	padres	usaron.
Era	Pascua.
—Isadore,	¿recuerdas	las	cuatro	preguntas?	—preguntó	Wernecke	a
Bruckman.
Y	Bruckman	oyó	su	propia	voz.	Volvía	a	tener	doce	años	y	se	hallaba	en	la
mesa	alargada	junto	a	su	padre,	que	ocupaba	el	lugar	de	honor.	Sentarse	al
lado	de	su	padre	era	un	honor	de	por	sí.	«¿En	qué	se	diferencia	esta	noche	de
las	demás?	Las	demás	noches	comemos	pan	y	matzoh	.	¿Por	qué	esta	noche
sólo	comemos	matzoh	?».
—M’a	nisht’ana	balylah	hareah	…
El	sueño	no	acudió	a	Bruckman	esa	noche,	aunque	estaba	tan	cansado	que	se
sentía	como	si	la	médula	de	sus	huesos	estuviera	borrada	y	sustituida	con
plomo.
Yacía	en	la	penumbra,	notando	el	dolor	de	sus	músculos,	notando	la	ácida
mordedura	del	hambre.	Normalmente	estaba	tan	aturdido	por	el	cansancio
que	podía	vaciar	su	mente,	cerrarse	y	caer	con	rapidez	en	el	olvido,	pero	no
esa	noche.	Esa	noche	estaba	percibiendo	cosas	de	nuevo,	el	ambiente	calaba
en	él	otra	vez,	de	un	modo	desconocido	desde	su	llegada	al	campo.	El	calor
era	sofocante	y	el	aire	estaba	cargado	de	hedores,	de	muerte,	sudor	y	fiebre,
de	rancia	orina	y	seca	sangre.	Los	que	dormían	se	agitaban	y	revolvían,	como
si	pelearan	con	el	sueño,	y	mientras	dormían,	muchos	hablaban,	murmuraban
o	chillaban.	Vivían	otras	vidas	en	sueños,	condensadísimas	vidas	soñadas
rápidamente,	porque	pronto	amanecería	y	una	vez	sucediera	eso	iban	a
mandarlos	al	infierno.	Apretujado	entre	ellos,	con	durmientes	apelotonados
por	todas	partes,	Bruckman	pensó	de	pronto	que	aquellos	pálidos	cadáveres
estaban	muertos	ya,	que	estaba	durmiendo	en	una	tumba.	De	repente	vio	de
nuevo	el	vagón.	Y	su	esposa,	Miriam,	estaba	muerta	otra	vez,	muerta,
pudriéndose	y	no	iban	a	enterrarla…
Resueltamente,	Bruckman	vació	su	mente.	Se	encontraba	desasosegado	y
tembloroso,	y	pensó	si	volvería	a	presentarse	el	tifus,	pero	no	podía
permitirse	esa	preocupación.	Los	que	no	dormían	no	podían	sobrevivir.
«Regula	tu	respiración,	esfuérzate	en	relajar	los	músculos,	no	pienses.	No
pienses».
Por	alguna	razón	inexplicable,	pese	a	lograr	anular	incluso	el	recuerdo	de	su
fallecida	esposa,	Bruckman	no	pudo	librarse	de	una	imagen,	la	sangre	en	los
labios	de	Wernecke.
Había	otras	imágenes	mezcladas	con	ésa,	los	brazos	alzados	y	la	cara
levantada	hacia	arriba	de	Wernecke	mientras	él	dirigía	los	rezos,	el	pálido	y
tenso	rostro	del	tambaleante	Musselmann	,	Wernecke	levantando	la	cabeza,
sobresaltado,	mientras	se	hallaba	inclinado	sobre	Josef…	Pero	losfebriles
pensamientos	de	Bruckman	volvieron	a	la	sangre,	y	vio	una	y	otra	vez	en	la
susurrante	y	fétida	oscuridad:	el	acuoso	lustre	de	la	sangre	en	los	labios	de
Wernecke,	el	embreado	goteo	de	la	sangre	en	las	comisuras	de	sus	labios,
igual	que	un	gusanillo	escarlata…
En	ese	momento	una	sombra	pasó	por	delante	de	la	ventana,	negramente
perfilada	un	momento	en	el	áspero	resplandor	blanco,	y	Bruckman	dedujo	por
la	altura	y	el	extraño	encorvamiento	de	la	sombra	que	se	trataba	de
Wernecke.
¿Adónde	iba?	A	veces	un	prisionero	era	incapaz	de	aguardar	la	mañana,
cuando	los	alemanes	les	permitían	hacer	una	nueva	visita	a	la	trinchera
utilizada	como	letrina,	e	iba	avergonzado	a	un	rincón	apartado	para	orinar	en
la	pared,	pero	Wernecke	era	demasiado	veterano	para	hacer	eso…	Casi	todos
los	prisioneros	dormían	en	las	tablas,	en	especial	en	las	noches	frías,	que
pasaban	apiñados	para	darse	calor.	Pero	algunas	veces,	en	tiempo	caluroso,
algunos	se	apartaban	de	las	maderas	y	dormían	en	el	suelo.	El	mismo
Bruckman	había	pensado	hacerlo,	ya	que	los	inquietos	cuerpos	de	los
durmientes	que	le	rodeaban	aumentaban	sus	dificultades	para	dormir.	Tal	vez
Wernecke,	que	siempre	tenía	problemas	para	acomodarse	en	los	atestados
huecos,	estaba	buscando	un	sitio	donde	tumbarse	y	estirar	las	piernas…
En	ese	momento	Bruckman	recordó	que	Josef	se	había	dormido	en	el	rincón
del	barracón	donde	Wernecke	había	estado	sentado	para	rezar,	y	que	los
demás	lo	habían	dejado	allí,	solo.
Sin	saber	por	qué,	Bruckman	se	encontró	de	pie.	Tan	silenciosamente	como	el
fantasma	en	el	que	a	veces	creía	estar	transformándose,	caminó	por	el
barracón	en	la	misma	dirección	seguida	por	Wernecke,	sin	comprender	qué
hacía	ni	por	qué	lo	hacía.	El	rostro	del	Musselmann	,	Josef,	parecía	flotar	ante
sus	ojos.	Le	dolían	los	pies	y	sabía,	sin	necesidad	de	mirarlos,	que	estaban
sangrando,	dejando	tenues	rastros	detrás	de	él.	En	ese	rincón	había	menos
luz,	al	estar	lejos	de	la	ventana,	pero	Bruckman	sabía	que	debía	de
encontrarse	ya	cerca	de	la	pared,	y	se	detuvo	para	que	sus	ojos	se	amoldaran
a	la	casi	oscuridad.
En	cuanto	su	vista	se	adaptó	a	la	menor	iluminación,	Bruckman	vio	a	Josef
sentado	en	el	suelo,	apoyado	en	la	pared.	Wernecke	estaba	inclinado	sobre	el
Musselmann	.	Besándolo.	Una	mano	de	Josef	estaba	enredada	en	el	cada	vez
más	escaso	cabello	de	Wernecke.
Antes	de	que	Bruckman	pudiera	reaccionar	(sabía	que	esa	clase	de	incidentes
había	ocurrido	un	par	de	veces	anteriormente,	pero	le	asombró	enormemente
que	Wernecke	estuviera	implicado	en	tal	indecencia)	Josef	soltó	el	cabello	de
Wernecke.	El	brazo	levantado	cayó	fláccidamente	a	un	lado,	y	la	mano	chocó
con	el	suelo	con	un	golpe	apagado	pero	fuerte	que	necesariamente	debía	de
ser	doloroso…,	pero	Josef	no	emitió	sonido	alguno.
Wernecke	se	incorporó	y	dio	media	vuelta.	La	luz	más	intensa	que	entraba
por	la	elevada	ventana	iluminó	momentáneamente	su	cara	mientras	se
levantaba.
La	boca	de	Wernecke	estaba	manchada	de	sangre.
—¡Dios	mío!	—exclamó	Bruckman.
Sobresaltado,	Wernecke	se	asustó.	Después	dio	dos	rápidas	zancadas	y
agarró	por	el	brazo	a	Bruckman.
—¡Silencio!	—musitó.
Sus	dedos	eran	fríos	y	duros.
En	ese	momento,	como	si	el	brusco	movimiento	de	Wernecke	fuera	una	señal,
el	cuerpo	de	Josef	se	deslizó	hacia	el	suelo	pegado	a	la	pared.	Mientras	los
otros	dos	observaban,	fugazmente	atraídos	por	la	visión,	Josef	cayó	al	suelo	y
su	cabeza	golpeó	las	tablas	del	piso	con	el	mismo	ruido	que	podría	haber
producido	un	melón.	No	hizo	gesto	alguno	para	evitar	la	caída	o	proteger	su
cabeza,	y	en	ese	momento	yacía	inmóvil.
—Dios	mío	—repitió	Bruckman.
—Silencio,	ya	te	lo	explicaré	—dijo	Wernecke,	con	los	labios	aún	lustrosos	a
causa	de	la	sangre	del	Musselmann	—.	¿Quieres	perdernos	a	todos?	Por	el
amor	de	Dios,	guarda	silencio.
Pero	Bruckman	se	había	soltado	bruscamente	de	la	mano	de	Wernecke	y	se
hallaba	arrodillado	junto	a	Josef,	inclinado	sobre	él	igual	que	el	otro
prisionero	unos	momentos	antes.	Apoyó	la	palma	de	su	mano	en	el	pecho	de
Josef,	sólo	un	instante,	luego	le	tocó	un	lado	del	cuello.	Bruckman	alzó	la	vista
lentamente	hacia	Wernecke.
—Está	muerto	—dijo,	en	voz	más	baja.
Wernecke	se	acuclilló	al	otro	lado	del	cadáver	de	Josef,	y	el	resto	de	la
conversación	tuvo	lugar	en	murmullos	muy	cerca	del	pecho	del	fallecido,
como	amigos	que	conversan	junto	al	lecho	de	otro	amigo	enfermo	que	por	fin
se	ha	entregado	a	un	espasmódico	sueño.
—Sí,	está	muerto	—dijo	Wernecke—.	Estaba	muerto	ayer,	¿no?	Hoy
simplemente	ha	dejado	de	andar.
Sus	ojos	quedaban	ocultos	en	las	más	pronunciadas	sombras	próximas	al
suelo,	pero	aún	quedaba	luz	suficiente	para	que	Bruckman	viera	que	su
compañero	se	había	limpiado	los	labios	de	sangre.	O	se	los	había	relamido,
pensó	Bruckman,	y	sintió	que	se	apoderaba	de	él	un	espasmo	de	asco.
—Pero	tú…	—balbuceó	Bruckman—.	Tú…	estabas…
—¿Chupando	su	sangre?	—repuso	Wernecke—.	Sí,	he	chupado	su	sangre.
La	mente	de	Bruckman	estaba	aturdida.	No	podía	enfrentarse	a	eso,	no	podía
comprenderlo.
—Pero	¿por	qué,	Eduard?	¿Por	qué?
—Para	vivir,	naturalmente.	¿Cuál	es	el	objetivo	de	todos	los	que	estamos
aquí?	Si	quiero	vivir,	necesito	sangre.	Sin	sangre,	me	arriesgaría	a	una
muerte	aún	más	segura	que	la	que	nos	ofrecen	los	nazis.
Bruckman	abrió	y	cerró	la	boca,	pero	ningún	sonido	brotó	de	ella,	como	si	las
palabras	que	deseaba	pronunciar	estuvieran	tan	melladas	que	no	pudieran
pasar	por	la	garganta.
—¿Un	vampiro?	—logró	gruñir	por	fin—.	¿Eres	un	vampiro?	¿Igual	que	en	las
leyendas	antiguas?
—Los	hombres	me	llamarían	así	—dijo	tranquilamente	Wernecke.	Hizo	una
pausa	y	asintió—.	Sí,	así	me	llamarían	los	hombres…	Como	si	pudieran
comprender	algo	simplemente	asignándole	un	nombre.
—Pero,	Eduard	—contestó	débilmente	Bruckman,	casi	de	mal	humor—.	El
Musselmann	…
—Recuerda	que	Josef	era	un	Musselmann	—dijo	Wernecke.	Inclinó	el	cuerpo
hacia	delante	y	habló	con	más	brusquedad—.	Se	había	quedado	sin	fuerzas,
estaba	hundiéndose.	De	todas	formas,	habría	estado	muerto	por	la	mañana.
Le	he	cogido	algo	que	ya	no	necesitaba,	pero	que	yo	necesitaba	para	vivir.
¿Qué	importancia	tiene	eso?	Hombres	muertos	de	hambre	en	botes	salvavidas
han	comido	los	cuerpos	de	sus	compañeros	muertos	para	sobrevivir.	Lo	que
yo	he	hecho	¿es	peor	que	eso?
—Pero	él	no	estaba	muerto.	Lo	has	matado	tú…
Wernecke	guardó	silencio	unos	instantes.
—¿Qué	otra	cosa	mejor	podía	haber	hecho	por	él?	—dijo	por	fin,	en	voz	muy
baja—.	No	pienso	disculparme	por	lo	que	he	hecho,	Isadore.	Hago	todo	lo	que
puedo	para	vivir.	Normalmente	sólo	quito	un	poco	de	sangre	a	unos	cuantos
hombres,	la	suficiente	para	sobrevivir.	Y	eso	no	es	justo,	¿eh?	¿No	he	dado
comida	a	los	demás,	para	ayudarlos	a	vivir?	¿A	ti,	Isadore?	Sólo	en	contadas
ocasiones	cojo	más	que	un	mínimo	a	un	solo	hombre,	aunque	siempre	estoy
débil	y	hambriento,	créeme.	Y	jamás	he	arrebatado	la	vida	a	una	persona	que
deseara	vivir.	Al	contrario,	he	ayudado	a	muchos	a	luchar	por	la
supervivencia,	con	todos	los	medios	a	mi	disposición,	y	tú	lo	sabes.
Extendió	el	brazo	como	si	quisiera	tocar	a	Bruckman,	pero	lo	pensó	mejor	y
volvió	a	poner	la	mano	en	su	rodilla.	Sacudió	la	cabeza.
—Pero	estos	Musselmänner	,	los	que	han	renunciado	a	la	vida,	los	muertos
vivientes…	Para	ellos	es	un	favor	quitársela,	darles	el	solaz	de	la	muerte.	¿Te
atreves	sinceramente	a	negar	eso,	aquí?	¿Te	atreves	a	decir	que	es	mejor
para	ellos	ir	por	ahí	muertos,	sufriendo	los	golpes	y	abusos	de	los	nazis	hasta
que	su	cuerpo	no	aguanta	más,	y	entonces	los	echan	al	horno	y	los	queman
como	si	fueran	basura?	¿Te	atreves	a	decir	eso?	¿Dirían	ellos	eso,	si
comprendieran	su	situación?	¿O	me	darían	las	gracias?
De	pronto	Wernecke	se	incorporó,	y	Bruckman	hizo	lo	propio.	Cuando	la	cara
del	primero	quedó	de	nuevo	a	la	luz,	Bruckman	vio	que	aquellos	ojos	estaban
llenos	de	lágrimas.
—Tú	has	vivido	soportando	a	los	nazis	—dijo	Wernecke—.	¿Te	atreves	a
llamarme	monstruo?	¿No	sigo	siendo	judío,	a	pesar	de	todo?	¿No	estoy	aquí,
en	un	campo	de	concentración?	¿No	soy	también	un	perseguido,	tan
perseguido	como	cualquiera?¿No	corro	tanto	peligro	como	el	que	más?	Si	no
soy	judío,	díselo	a	los	nazis…,	ellos	parecen	creer	lo	contrario.	—Hizo	una
pausa,	sonrió	amargamente—.	Y	olvida	tus	supersticiosas	leyendas.	No	soy	un
espíritu	nocturno.	Si	pudiera	convertirme	en	murciélago	y	volar	lejos	de	aquí,
lo	habría	hecho	hace	tiempo,	créeme.
Bruckman	sonrió	mientras	pensaba	en	ello,	después	hizo	una	mueca.	Los	dos
hombres	evitaron	mirarse,	Bruckman	observó	el	suelo,	y	se	produjo	un	tenso
silencio,	interrumpido	únicamente	por	los	suspiros	y	gemidos	de	los	hombres
que	dormían	en	el	lado	opuesto	del	barracón.
—¿Y	él?	—dijo	Bruckman	sin	alzar	la	vista,	aceptando	tácitamente	la	derrota
—.	Los	nazis	encontrarán	el	cadáver	y	habrá	problemas…
—No	te	preocupes	—repuso	Wernecke—.	No	hay	señales	obvias.	Y	nadie	hace
autopsias	en	un	campo	de	concentración.	Para	los	nazis,	Josef	será	un	simple
judío	más	que	ha	muerto	a	consecuencia	del	calor,	de	hambre,	enfermo,	por
un	fallo	cardiaco.
Bruckman	levantó	la	cabeza	en	ese	momento	y	ambos	hombres	se	miraron	a
la	cara	un	instante.	Aun	sabiendo	lo	que	sabía,	le	resultaba	difícil	ver	a
Wernecke	como	una	persona	distinta	de	la	que	aparentaba	ser:	un	judío
envejecido	y	cada	vez	más	calvo,	encorvado	y	delgado,	de	ojos	tristes	y	rostro
fatigado	y	penoso.
—Bien,	Isadore	—dijo	por	fin	Wernecke,	con	suma	naturalidad—.	Mi	vida	está
en	tus	manos.	No	cometeré	la	grosería	de	recordarte	cuántas	veces	la	tuya	ha
estado	en	las	mías.
Y	se	fue,	volvió	a	las	tablas	de	dormir,	una	sombra	que	no	tardó	en	perderse
entre	otras	sombras.
Bruckman	permaneció	solitario	en	la	penumbra	durante	largo	rato,	y	luego
imitó	a	su	compañero.	Fue	precisa	toda	su	fuerza	de	voluntad	para	no
observar	por	encima	del	hombro	el	rincón	donde	yacía	Josef,	y	aun	así
Bruckman	imaginó	que	los	ojos	del	muerto	le	miraban	con	reproche	mientras
se	alejaba,	mientras	dejaba	a	Josef	en	la	fría	y	apartada	compañía	de	los
muertos.
Bruckman	no	concilio	el	sueño	esa	noche,	y	por	la	mañana,	cuando	los	nazis
destrozaron	la	grisácea	quietud	que	precedía	al	alba	al	irrumpir	en	el
barracón	con	gritos,	agudos	silbidos	y	ladridos	de	perros	policía,	se	sintió
como	si	tuviera	mil	años.
Los	hicieron	formar	en	dos	columnas,	todos	temblando	con	el	desapacible
viento	matutino,	y	partieron	hacia	la	cantera.	La	pegajosa	niebla	del
amanecer	aún	no	se	había	disipado	y	Bruckman,	mientras	la	recorría,
mientras	atravesaba	el	blanco	vacío	sin	sombras,	se	sintió	más	que	nunca
igual	que	un	fantasma,	suspendido	incorpóreamente	en	una	especie	de	limbo
entre	el	cielo	y	la	tierra.	Sólo	la	picadura	de	piedras	y	escorias	en	sus	llagados
y	sangrantes	pies	lo	mantenía	anclado	al	mundo,	y	él	se	aferró	al	dolor	como
si	fuera	un	cabo	salvavidas,	y	se	esforzó	en	librarse	de	la	sensación	de
aterimiento	e	irrealidad.	Por	más	extraños,	por	más	extravagantes	que
hubieran	sido	los	hechos	de	la	pasada	noche,	eran	reales.	Dudar	de	ellos,
pensar	que	todo	había	sido	un	febril	sueño	provocado	por	el	hambre	y	el
agotamiento	equivalía	a	dar	el	primer	paso	para	convertirse	en	un
Musselmann	.
«Wernecke	es	un	vampiro»,	pensó	Bruckman.	Ésa	era	la	cruel,	dura	realidad
que,	del	mismo	modo	que	la	realidad	del	campo	de	concentración,	había	que
afrontar.	¿Acaso	era	una	realidad	más	surrealista,	más	increíble	que	la
pesadilla	que	rodeaba	a	los	prisioneros?	Debía	olvidar	los	cuentos	que	su	vieja
abuela	le	había	contado,	las	«leyendas	supersticiosas»	a	que	se	había	referido
el	mismo	Wernecke,	relatos	sólo	en	parte	recordados	que	fundían	sus	rodillas
en	cuanto	pensaba	en	la	sangre	untada	en	la	boca	de	Wernecke,	en	cuanto
pensaba	en	los	ojos	de	su	compañero	observándole	en	la	oscuridad…
—¡Despierta,	judío!	—refunfuñó	el	vigilante	que	marchaba	junto	a	él	al	mismo
tiempo	que	le	golpeaba	suavemente	el	brazo	con	la	culata	del	fusil.
Bruckman	se	tambaleó,	logró	conservar	el	equilibrio	y	siguió	marchando.	«Sí,
despierta»,	pensó.	«Amóldate	a	la	realidad	del	caso,	tal	como	te	amoldaste	a
la	realidad	del	campo».	Se	trataba	tan	sólo	de	otro	hecho	desagradable	al	que
tendría	que	adaptarse,	debía	aprender	a	soportarlo…
Soportarlo,	¿cómo?,	pensó,	y	se	estremeció.
Cuando	llegaron	a	la	cantera,	la	niebla	se	estaba	disipando,	remolineaba	junto
a	los	presos	fragmentada	y	deshilachada,	y	comenzaba	ya	a	hacer	calor.	Allí
estaba	Wernecke,	con	su	casi	calva	cabeza	brillando	débilmente	con	la	áspera
luz	matutina.	No	desaparecía	con	la	luz	del	sol,	una	leyenda	supersticiosa
refutada…
Se	pusieron	a	trabajar	como	golems,	como	una	muchedumbre	de	mecanismos
de	relojería.
La	falta	de	sueño	había	agotado	las	escasas	reservas	de	fuerza	que	poseía
Bruckman,	y	el	trabajo	fue	muy	duro	para	él	ese	día.	Hacía	tiempo	que	había
aprendido	todos	los	trucos,	sabía	aprovechar	las	oportunidades,	sabía
«equivocarse»	en	el	momento	oportuno,	conocía	los	métodos	seguros	para
obtener	breves	momentos	de	reposo,	los	métodos	para	efectuar	un	mínimo	de
trabajo	con	la	máxima	ostentación	de	esfuerzo,	los	métodos	para	evitar	atraer
la	atención	de	los	guardianes,	para	esfumarse	entre	el	anónimo	gentío	de
prisioneros	y	no	destacar…,	pero	ese	día	su	cabeza	estaba	confusa	y	atontada,
y	ningún	truco	dio	resultado.
Su	cuerpo	le	parecía	una	hoja	de	vidrio,	frágil,	a	punto	de	convertirse	en
polvo,	y	la	penosa	y	artrítica	lentitud	de	sus	movimientos	le	sirvió	para
ganarse	gritos,	primero,	y	golpes	después.	El	vigilante	le	dio	dos	patadas	por
añadidura	antes	de	que	pudiera	levantarse.
De	nuevo	en	pie	tras	enormes	esfuerzos,	Bruckman	vio	que	Wernecke	estaba
mirándole,	la	cara	vaga,	los	ojos	inexpresivos,	una	mirada	que	podía	significar
cualquier	cosa.
Bruckman	notó	la	sangre	que	goteaba	en	las	comisuras	de	sus	labios	y	pensó,
la	sangre…,	está	mirando	la	sangre…,	y	una	vez	más	se	estremeció.
Bruckman	hizo	un	esfuerzo	para	trabajar	con	más	celeridad,	y	aunque	sus
músculos	ardían	de	dolor,	no	volvieron	a	golpearle	y	el	día	pasó.
Cuando	formaron	para	regresar	al	campo,	Bruckman,	casi	de	modo
inconsciente,	se	aseguró	de	no	estar	en	la	columna	de	Wernecke.
Esa	noche,	en	el	barracón,	Bruckman	vio	que	Wernecke	hablaba	con	otros
hombres,	se	esforzaba	en	ayudar	a	un	novato	a	adaptarse	a	la	espantosa
realidad	del	campo,	animaba	a	alguien	sumido	en	la	desesperación	a	vivir
para	escupir	a	sus	verdugos,	bromeaba	con	otros	veteranos	usando	las	frases
insulsas,	siniestras	y	amargas	que	pasaban	por	humor	entre	los	prisioneros,
arrancaba	una	tenue	sonrisa	e	incluso	de	vez	en	cuando	alguna	carcajada.	Y
finalmente	Wernecke	dirigió	las	oraciones	de	todos,	alzó	su	fuerte	y	calmada
voz	para	pronunciar	otra	vez	las	antiguas	palabras	y	darles	nuevamente
significado…
«Nos	mantiene	unidos»,	pensó	Bruckman,	«nos	mantiene	en	pie.	Sin	él	no
duraríamos	una	semana.	Eso	debe	valer	un	poco	de	sangre,	un	poco	de	todos
los	hombres,	tan	poco	que	ni	duele…	Los	prisioneros	no	le	escatimarían	eso,
si	lo	sabían	y	si	lo	entendían	realmente…	No,	él	es	una	buena	persona,	mejor
que	todos	nosotros,	a	pesar	de	su	terrible	mal».
Bruckman	había	evitado	la	mirada	de	Wernecke,	no	había	hablado	con	él	en
todo	el	día,	y	de	pronto	notó	una	oleada	de	vergüenza	que	recorría	su	cuerpo
al	pensar	con	qué	vileza	había	tratado	a	su	amigo.	Sí,	su	amigo	a	pesar	de
todo,	el	hombre	que	le	había	salvado	la	vida…	De	forma	deliberada,	miró	a
Wernecke,	bajó	y	subió	la	cabeza	y,	con	cierta	timidez,	sonrió.	Al	cabo	de	un
momento	Wernecke	le	devolvió	la	sonrisa	y	Bruckman	sintió	un	calorcillo	cada
vez	mayor	y	el	alivio	desencogió	sus	entrañas.	Todo	iba	a	ir	bien,	tan	bien
como	podía	ir	allí…
Sin	embargo,	en	cuanto	la	iluminación	interior	se	apagó	esa	noche	y
Bruckman	se	encontró	acostado	solo	en	la	oscuridad,	empezó	a	hormiguearle
la	piel.
Un	instante	antes	había	sido	incapaz	de	mantener	los	ojos	abiertos,	pero	tras
la	repentina	oscuridad	se	sintió	tenso	y	palpitantemente	despierto.	¿Dónde
estaba	Wernecke?	¿Qué	estaba	haciendo,	a	quién	estaba	visitando	esa	noche?
¿Se	hallaba	en	la	oscuridad	en	ese	mismo	momento,	arrastrándose,
acercándose	poco	a	poco…?	«Basta»,	pensó	Bruckman,	inquieto,	«olvida	las
leyendas	supersticiosas.Se	trata	de	tu	amigo,	un	buen	hombre,	no	un
monstruo…».	Pero	no	consiguió	dominar	el	miedo	que	erizaba	el	vello	de	sus
brazos,	no	pudo	evitar	que	siguieran	apareciendo	espeluznantes	imágenes…
Los	ojos	de	Wernecke,	chispeando	en	la	oscuridad…	¿Brillaba	ya	la	sangre	en
los	labios	de	Wernecke,	mientras	la	chupaba…?	El	recuerdo	de	la	sangre	que
manchaba	los	amarillentos	dientes	de	su	compañero	dejó	a	Bruckman	frío	y
nauseoso.	Pero	la	imagen	que	no	consiguió	apartar	de	su	mente	esa	noche	fue
la	de	Josef	en	el	momento	de	desplomarse	tan	débil	y	siniestramente,	en	el
momento	de	golpearse	la	cabeza	en	el	suelo…	Bruckman	había	visto	morir	de
formas	más	horrendas	durante	su	estancia	en	el	campo	de	concentración,
había	visto	fusilamientos,	palizas	mortales,	fiebre	alta	y	espasmos	agónicos,
casos	de	pulmonía	con	los	enfermos	escupiendo	con	la	tos	sangrientos	jirones
de	pulmón,	había	visto	prisioneros	colgando	como	carbonizados
espantapájaros	en	las	vallas	electrificadas,	desgarrados	por	los	perros…	Pero
por	alguna	razón	era	la	blanda,	pasiva,	casi	reposada	caída	de	Josef	hacia	la
muerte	la	única	que	le	turbaba.	Eso,	y	la	repugnante	flojedad	de	los	brazos	de
Josef,	repantigado	igual	que	un	inservible	muñeco	de	trapo,	con	el	pálido	y
demacrado	rostro	brillando	lleno	de	reproches	en	la	oscuridad…
Como	no	podía	soportarlo	más,	Bruckman	se	levantó	temblorosamente	y	se
alejó	entre	las	sombras,	de	nuevo	sin	saber	adónde	iba	o	qué	hacía,	pero
arrastrado	por	un	vago	instinto	que	ni	él	mismo	comprendía.	En	esta	ocasión
avanzó	con	gran	cautela,	a	tientas	y	esforzándose	en	no	hacer	ruido,
esperando	ver	en	cualquier	momento	la	sombra	negra	como	el	carbón	de
Wernecke	alzada	ante	él.
Se	detuvo,	ya	que	un	tenue	sonido	raspaba	sus	orejas,	continuó	avanzando,
con	más	cautela	todavía,	se	agachó,	casi	se	arrastró	por	el	mugriento	suelo.
El	instinto	que	lo	guiaba,	fuera	cual	fuese	(¿sonidos	oídos	e	interpretados	de
forma	subliminal,	quizá?)	había	elegido	perfectamente	el	momento	de	su
llegada.	Wernecke	tenía	un	hombre	tumbado	en	el	suelo,	tal	vez	un	prisionero
que	había	arrastrado	entre	la	apretujada	masa	de	hombres	que	dormían	en
las	tablas,	alguien	del	borde	exterior	de	cuerpos	cuya	presencia	no	iba	a	ser
echada	de	menos,	o	quizás	alguien	que	había	decidido	dormir	en	el	suelo,	en
busca	de	soledad	o	más	comodidad.
Fuera	quien	fuese,	el	desconocido	se	debatía	entre	las	manos	de	Wernecke,
pero	éste	lo	dominaba	con	facilidad,	casi	con	indiferencia,	de	un	modo	que
denotaba	gran	fuerza	física.	Bruckman	oyó	los	esfuerzos	que	hacía	la	víctima
para	chillar,	pero	Wernecke	lo	aferraba	por	el	cuello,	prácticamente	estaba
estrangulándolo,	y	el	único	sonido	audible	era	un	sibilante	jadeo.	El
desconocido	se	agitaba	entre	las	manos	de	Wernecke	igual	que	una	cometa	en
manos	de	un	niño,	una	cometa	flotando	con	el	viento.	Y	con	deliberados
movimientos,	Wernecke	calmó	al	desgraciado	como	si	fuera	una	cometa,	lo
apretó,	lo	dejó	liso	en	el	suelo.
Wernecke	se	agachó	y	acercó	los	labios	a	la	garganta	de	la	víctima.
Bruckman	contempló	la	escena	horrorizado,	sabiendo	que	debía	gritar,
chillar,	hacer	algo	para	despertar	al	resto	de	prisioneros,	pero	incapaz	de
actuar,	incapaz	de	abrir	la	boca,	de	forzar	sus	pulmones.	El	miedo	lo
paralizaba,	como	a	un	conejo	en	presencia	de	un	animal	de	presa,	un	terror
más	agudo	e	intenso	que	todos	los	terrores	que	había	experimentado.
La	resistencia	de	la	víctima	fue	debilitándose,	y	seguramente	Wernecke	debía
de	haber	aflojado	la	estranguladora	presión	de	su	mano,	ya	que	el	otro
hombre	estaba	diciendo	algo	en	voz	apagada	y	confusa.
—No	hagas	eso…,	por	favor…,	no…
El	desconocido	había	estado	golpeando	la	espalda	y	los	costados	de
Wernecke,	pero	en	ese	momento	el	ritmo	del	tamborileo	se	hizo	más	lento…,
más	lento…,	y	cesó.	Los	brazos	del	desgraciado	cayeron	fláccidamente	al
suelo.
—No	lo	hagas…	—musitó.
Gimió	y	murmuró	palabras	incomprensibles	durante	algunos	segundos	más	y
finalmente	enmudeció.
El	silencio	se	prolongó	uno,	dos,	tres	minutos,	y	Wernecke	continuó	inclinado
sobre	su	víctima,	que	ya	había	dejado	de	moverse…
Wernecke	se	estremeció,	como	dominado	por	un	escalofrío,	igual	que	un	gato
desperezándose.	Se	levantó.	Su	rostro	quedó	iluminado	por	la	luz	que	entraba
por	la	ventana,	y	allí	estaba	la	sangre,	brillantemente	negra	a	la	áspera	luz	de
los	focos	klieg	.	Bajo	la	atenta	mirada	de	Bruckman,	Wernecke	se	relamió:	su
lengua,	también	negra	a	causa	de	la	especial	iluminación,	se	deslizó	como	si
fuera	una	sinuosa	serpiente	por	los	labios,	con	movimientos	bruscos,	sin
desaprovechar	una	sola	gota	de	sangre…
«Qué	aspecto	tan	presumido	tiene»,	pensó	Bruckman,	«igual	que	un	gato	que
ha	descubierto	la	leche…».	Y	la	cólera	que	llameó	en	su	interior	al	pensar	en
eso	le	permitió	actuar	y	recuperar	el	habla.
—Wernecke	—dijo	roncamente.
Wernecke	miró	tranquilamente	en	dirección	a	él.
—¿Otra	vez	tú,	Isadore?	—preguntó—.	¿No	duermes	nunca?	—Hablaba	con
pereza,	con	ironía,	sin	reflejar	sorpresa,	y	Bruckman	pensó	que	su	compañero
debía	de	haber	reparado	en	su	presencia	desde	hacía	rato—.	¿O	simplemente
disfrutas	mirándome?
—Mentiras	—contestó	Bruckman—.	Todo	lo	que	dijiste	era	mentira.	¿Por	qué
te	tomaste	esa	molestia?
—Estabas	excitado	—dijo	Wernecke—.	Me	sorprendiste.	Me	pareció	preferible
explicarte	lo	que	tú	querías	oír.	Si	quedabas	satisfecho	era	una	fácil	solución
al	problema.
—«Jamás	he	arrebatado	la	vida	a	una	persona	que	deseara	vivir»	—repuso
amargamente	Bruckman,	parodiando	a	su	compañero—.	«Sólo	quito	un	poco
de	sangre	a	unos	cuantos	hombres».	¡Dios	mió,	y	yo	te	creí!	¡Hasta	sentí	pena
por	ti!
Wernecke	hizo	un	gesto	de	indiferencia.
—Casi	todo	era	cierto.	Normalmente	sólo	quito	un	poco	a	unos	cuantos
hombres,	con	suavidad,	con	cuidado,	de	forma	que	nunca	se	enteran,	de
forma	que	por	la	mañana	sólo	estén	un	poco	más	débiles	que	lo	que	de	todos
modos	estarían…
—¿Como	con	Josef?	—contestó	Bruckman,	iracundo—.	¿Como	el	pobre	diablo
que	mataste	ayer	por	la	noche?
Wernecke	continuó	mostrando	indiferencia.
—He	tenido	poco	cuidado	las	últimas	noches,	lo	admito.	Pero	me	hace	falta
reponer	fuerzas.	—Sus	ojos	chispearon	en	la	oscuridad—.	Las	cosas	están
tocando	a	su	fin	aquí.	¿No	lo	notas,	Isadore,	no	te	das	cuenta?	La	guerra
acabará	pronto,	todo	el	mundo	lo	sabe.	Antes	de	eso,	abandonarán	este
campo,	y	los	nazis	nos	trasladarán	al	interior…	o	nos	matarán.	Aquí	me	he
debilitado,	y	pronto	necesitaré	todas	mis	fuerzas	para	sobrevivir,	para
aprovechar	la	primera	posibilidad	de	fuga	que	se	presente.	Debo	estar
preparado.	Y	por	eso	he	accedido	a	volver	a	beber	mucho,	a	saciarme	por
primera	vez	en	muchos	meses…
Wernecke	se	relamió,	quizá	de	forma	inconsciente,	y	esbozó	una	suave
sonrisa.
—No	aprecias	mi	comedimiento,	Isadore	—prosiguió—.	No	comprendes	cuán
difícil	ha	sido	para	mí	contenerme,	coger	sólo	un	poco	noche	tras	noche.	No
comprendes	cuánto	me	ha	costado	ese	comedimiento…
—Eres	muy	generoso	—se	burló	Bruckman.
Wernecke	rió.
—No,	pero	soy	un	hombre	racional.	Me	enorgullezco	de	serlo.	Vosotros,	los
demás	prisioneros	erais	mi	única	fuente	de	alimento,	y	he	tenido	que	actuar
con	mucho	tacto	para	asegurarme	de	que	duraríais.	No	tengo	acceso	a	los
nazis,	al	fin	y	al	cabo.	Estoy	atrapado	aquí,	tan	preso	como	tú,	aunque	creas
otra	cosa…,	y	no	sólo	he	tenido	que	buscar	formas	de	supervivencia	en	el
campo,	¡también	he	tenido	que	procurarme	alimento!	Ningún	pastor	ha
vigilado	su	rebaño	con	tanta	ternura	como	yo.
—¿Eso	éramos	para	ti,	ovejas?	¿Animales	que	acabarán	sacrificados?
Wernecke	sonrió.
—Exactamente.
—Eres	peor	que	los	nazis	—dijo	Bruckman	en	cuanto	logró	dominar	en	parte
su	voz.
—Me	cuesta	creerlo	—repuso	tranquilamente	Wernecke,	y	por	un	momento
reflejó	cansancio,	como	si	algo	inimaginablemente	viejo	e	indeciblemente
fatigado	se	hubiera	asomado	por	sus	ojos—.	Este	campo	de	concentración	lo
construyeron	los	nazis…,	no	es	obra	mía.	Los	nazis	nos	mandaron	aquí,	no	yo.
Los	nazis	han	intentado	mataros	todos	los	días	desde	entonces,	de	una	forma
u	otra…,	y	yo	me	he	esforzado	en	manteneros	convida,	incluso	corriendo
riesgos.	Nadie	está	más	interesado	en	la	supervivencia	de	su	ganado	que	el
propio	ganadero,	aunque	de	vez	en	cuando	sacrifique	un	animal	inferior.	Os
he	dado	comida…
—¡Comida	que	no	te	servía	para	nada!	¡No	has	sacrificado	nada!
—Eso	es	cierto,	desde	luego.	Pero	tú	la	necesitabas,	recuérdalo.	Fueran
cuales	fuesen	los	motivos,	te	he	ayudado	a	sobrevivir	aquí…,	a	ti	y	a	otros
muchos.	Haciendo	eso	también	actuaba	por	interés	personal,	desde	luego,
pero	después	de	haber	sufrido	la	experiencia	de	este	campo,	¿cómo	se	puede
creer	en	cosas	como	el	altruismo?	¿Qué	importancia	tiene	la	razón	que	me
indujo	a	ayudar…?	A	pesar	de	todo,	te	ayudé,	¿no	es	cierto?
—¡Sofisterías!	—dijo	Bruckman—.	¡Racionalizaciones!	Juegas	con	las	palabras
para	justificarte,	pero	no	puedes	ocultar	lo	que	eres	en	realidad:	¡un
monstruo!
Wernecke	sonrió	levemente,	como	si	las	palabras	de	Bruckman	lo	divirtieran,
e	hizo	ademán	de	alejarse,	pero	el	otro	preso	alzó	un	brazo	para	impedírselo.
No	se	tocaron,	mas	Wernecke	se	quedó	inmóvil,	y	una	nueva	y	estremecedora
clase	de	tensión	cobró	repentinamente	existencia	en	el	aire	que	los	separaba.
—Yo	te	pararé	los	pies	—dijo	Bruckman—.	Te	pararé	los	pies	de	alguna
manera,	evitaré	que	cometas	estos	actos	horribles…
—Tú	no	harás	nada	—repuso	Wernecke.	Su	voz	era	ronca,	fría	y	categórica,
como	si	una	roca	hablara—.	¿Qué	puedes	hacer?	¿Informar	a	los	otros?
¿Quién	te	creería?	Pensarían	que	te	has	vuelto	loco.	¿Hablar	con	los	nazis,
pues?	—Wernecke	rió	ásperamente—.	También	pensarían	que	te	has	vuelto
loco,	y	te	llevarían	al	hospital…,	y	no	es	preciso	que	te	diga	cuáles	son	las
posibilidades	de	salir	de	allí	con	vida,	¿eh?	No,	no	harás	nada.
Wernecke	dio	un	paso	al	frente.	Sus	ojos	eran	brillantes,	inexpresivos	y	duros,
como	hielo,	como	los	despiadados	ojos	de	un	ave	de	presa,	y	Bruckman	sintió
que	una	morbosa	oleada	de	miedo	interrumpía	su	cólera.	Se	apartó,	se	echó
hacia	atrás	de	modo	involuntario,	y	Wernecke	pasó	junto	a	él	y
aparentemente	lo	rozó	sin	tocarlo.
Una	vez	superado	el	obstáculo,	Wernecke	se	volvió	para	mirar	fijamente	a
Bruckman,	y	éste	tuvo	que	recurrir	a	la	poca	obstinación	que	conservaba	para
no	apartar	la	mirada	de	los	ojos	de	su	compañero,	duros	como	ágata.
—Tú	eres	el	animal	más	fuerte	e	inteligente,	Isadore	—dijo	Wernecke	en	tono
sosegado,	natural,	casi	como	si	meditara—.	Me	has	sido	útil.	Todos	los
pastores	necesitan	un	buen	perro	ovejero.	Yo	sigo	necesitándote,	para	que	me
ayudes	a	controlar	a	los	demás,	y	para	que	me	ayudes	a	mantenerlos	de	pie	el
tiempo	preciso	para	satisfacer	mis	necesidades.	Ése	es	el	motivo	de	que	haya
perdido	tanto	tiempo	contigo,	en	vez	de	matarte	el	primer	día.	—Se	alzó	de
hombros—.	Así	pues,	seamos	racionales.	Tú	no	te	metes	conmigo,	Isadore,	y
yo	te	dejaré	en	paz.	Permaneceremos	apartados	y	nos	preocuparemos	de
nuestros	asuntos	respectivos.	¿Sí?
—Los	otros…	—balbuceó	Bruckman.
—Deben	cuidarse	ellos	mismos	—dijo	Wernecke.	Esbozó	una	sonrisa	con	un
ligero	y	casi	invisible	movimiento	de	sus	labios—.	¿No	te	he	enseñado	eso,
Isadore?	Aquí	todos	debemos	cuidar	de	nosotros	mismos.	¿Qué	importa	lo	que
pueda	pasarle	a	otro?	Dentro	de	pocas	semanas	casi	todos	estarán	muertos	de
todas	maneras.
—Eres	un	monstruo	—repuso	Bruckman.
—No	soy	muy	distinto	a	ti,	Isadore.	El	fuerte	sobrevive,	sea	cual	sea	el	precio.
—No	me	parezco	en	nada	a	ti	—dijo	Bruckman,	con	odio.
—¿No?	—inquirió	Wernecke,	con	ironía,	y	se	alejó.
Dio	unos	pasos,	cojeó,	se	agachó	y	se	esfumó	en	las	sombras,	convirtiéndose
de	nuevo	en	el	inofensivo	y	viejo	judío.
Bruckman	permaneció	inmóvil	un	momento.	Luego,	con	pasos	lentos	y	de
mala	gana,	se	acercó	al	rincón	donde	yacía	la	víctima	de	Wernecke.
Era	uno	de	los	recién	llegados	con	los	que	Wernecke	había	hablado	por	la
tarde.	Y	naturalmente	estaba	bien	muerto.
Vergüenza	y	culpabilidad	se	apoderaron	de	Bruckman	en	ese	momento,	unas
emociones	que	creía	haber	olvidado,	unas	emociones	oscuras,	intensas	y
amargas	que	lo	agarraron	por	el	cuello	del	mismo	modo	que	Wernecke	había
agarrado	al	novato.
Bruckman	no	recordaba	haber	vuelto	a	su	tabla	de	dormir,	pero	de	pronto	se
encontró	allí,	echado	de	espalda	y	contemplando	la	sofocante	oscuridad,
rodeado	por	la	gimiente,	inquieta	y	maloliente	masa	de	durmientes.	Había
cruzado	las	manos	sobre	su	cuello	para	protegerse,	aunque	no	recordaba
haberlas	puesto	allí,	y	temblaba	convulsivamente.	¿Cuántas	mañanas	había
despertado	con	un	vago	dolor	en	el	cuello	y	pensado	que	era	simplemente	un
dolor	más,	uno	más	de	los	dolores	musculares	que	todos	los	prisioneros
acababan	considerando	como	algo	natural?	¿Cuántas	noches	se	había
aprovechado	Wernecke	de	él	para	alimentarse?
Nada	más	cerrar	los	ojos,	Bruckman	vio	la	cara	de	Wernecke	flotando	en	la
luminosa	oscuridad	que	había	detrás	de	sus	párpados…,	Wernecke	con	los
ojos	entrecerrados,	semblante	vulpino,	cruel	y	saciado…,	la	cara	de	Wernecke
acercándose	y	acercándose,	sus	ojos	abriéndose	como	un	negro	pozo,	sus
labios	esbozando	una	sonrisa	y	dejando	al	descubierto	los	dientes…,	los	labios
de	Wernecke,	pegajosos	y	enrojecidos	por	la	sangre…,	y	luego	creyó	notar	el
húmedo	tacto	de	los	labios	de	Wernecke	en	su	cuello,	los	dientes	de	Wernecke
mordiendo	su	carne,	y	los	ojos	de	Bruckman	se	abrieron	bruscamente.
Estaban	contemplando	oscuridad.	Allí	no	había	nada.	Nada,	y	sin	embargo…,
Bruckman	veía	las	mismas	escenas	en	cuanto	cerraba	los	ojos.
El	amanecer	era	una	oscura	y	grisácea	inminencia	en	la	ventana	del	barracón
antes	de	que	Bruckman	pudiera	apartarse	del	cuello	sus	protectores	brazos,	y
de	nuevo	no	había	pegado	ojo.
El	trabajo	de	ese	día	fue	una	pesadilla	de	dolor	y	agotamiento	para	Bruckman,
la	jornada	más	dura	que	había	conocido	desde	los	primeros	días	en	el	campo.
Sin	saber	cómo	logró	levantarse,	consiguió	tambalearse	hasta	el	patio	y
recorrer	el	camino	de	la	cantera,	y	pensó	flotar	sobre	el	suelo,	como	si	su
cabeza	fuera	un	globo	hinchado	y	los	pies	estuvieran	a	mil	kilómetros,	al	final
de	unos	tallos,	al	final	de	unas	piernas	sin	huesos	que	apenas	podía	controlar.
Cayó	dos	veces,	y	le	dieron	varias	patadas	antes	de	que	lograra	ponerse	en
pie	y	lanzarse	hacia	delante	como	un	borracho.	El	sol	se	hallaba	ante	los
prisioneros,	un	cruel	disco	rojo	en	un	enfermizo	cielo	amarillento,	y	Bruckman
pensó	que	era	un	ojo	vidrioso	y	sin	párpados	que	contemplaba	con
indiferencia	el	mundo,	para	ver	a	los	prisioneros	agitándose,	luchando	y
muriendo,	igual	que	el	ojo	de	un	científico	mientras	observa	un	laberinto	de
laboratorio.
Veía	el	disco	del	sol	mientras	se	tambaleaba	hacia	él;	parecía	oscilar	y	rielar
paso	tras	penoso	paso,	parecía	crecer,	hincharse,	inflarse	casi	hasta	engullir
el	cielo…
Luego	se	encontró	levantando	una	roca,	gimiendo	a	causa	del	esfuerzo,
notando	que	la	irregular	piedra	le	desgarraba	las	manos…
La	realidad	iba	deslizándose,	apartándose	poco	a	poco	de	Bruckman.	Durante
largos	períodos	el	mundo	estaba	vacío,	y	el	preso	regresaba	lentamente	a	su
cuerpo	como	si	recorriera	una	gran	distancia.	Oía	su	voz	diciendo	palabras
incomprensibles	para	él,	lloraba	absurdamente,	gruñía	de	un	modo	ronco,
animalesco,	y	descubría	que	su	cuerpo	estaba	trabajando	mecánicamente,
que	se	agachaba,	recogía	y	llevaba	piedras	sin	querer	hacerlo…
«Un	Musselmann	»,	pensó	Bruckman,	«estoy	convirtiéndome	en	un
Musselmann	»…,	y	un	escalofrío	de	espanto	recorrió	su	cuerpo.	Pugnó	por
aferrarse	al	mundo,	temeroso	de	que	la	próxima	vez	que	se	escabullera	no
fuera	capaz	de	regresar,	se	golpeó	deliberadamente	las	manos	en	las	rocas,
se	hirió,	despejó	su	cabeza	con	dolor.
El	mundo	se	estabilizó	alrededor	de	Bruckman.	Un	guardián	lo	reprendió	con
rudos	gritos	y	le	dio	un	golpe	con	la	culata	del	fusil,	y	Bruckman	se	esforzó	en
trabajar	con	más	rapidez,	aunque	sin	poder	reprimir	mudos	sollozos	por	el
dolor	que	le	producían	sus	movimientos.
Notó	que	Wernecke	estaba	mirándole,	y	le	devolvió	la	mirada,	desafiante,
mientras	las	amargas	lágrimas	continuaban	surcando	sus	sucias	mejillas.	«No
me	convertiré	en	un	Musselmann	para	ti,	no	te	facilitarélas	cosas,	no	seré
otra	víctima	indefensa	para	ti…».	Wernecke	sostuvo	su	mirada	un	momento,
luego	hizo	un	gesto	de	indiferencia	y	se	alejó.
Bruckman	se	agachó	para	coger	otra	piedra,	los	músculos	de	su	espalda
crujieron	y	el	dolor	le	traspasó	como	cuchillos.	¿Qué	estaba	pensando
Wernecke,	qué	ocultaba	tras	la	vaguedad	de	su	inexpresivo	semblante?
¿Habría	captado	debilidad,	habría	señalado	a	Bruckman	como	su	próxima
víctima?	¿Le	desilusionaba,	le	turbaba	la	fuerza	de	voluntad	de	Bruckman
para	sobrevivir?	¿Concentraría	por	ello	su	atención	en	otro	prisionero?
Pasó	la	mañana,	y	Bruckman	se	sintió	nuevamente	febril.	Notó	la	fiebre	en	su
cara,	la	fiebre	que	era	como	ardiente	arena	en	sus	ojos,	la	fiebre	que	le
tensaba	la	piel	en	los	pómulos,	y	se	preguntó	cuánto	tiempo	podría
mantenerse	en	pie.	Vacilar,	debilitarse	e	insensibilizarse	equivalía	a	una
muerte	segura.	Si	los	nazis	no	lo	mataban,	Wernecke	se	encargaría	de
hacerlo…	Wernecke	no	estaba	cerca	en	ese	momento,	se	hallaba	en	el	otro
extremo	de	la	cantera,	pero	Bruckman	pensaba	que	los	crueles	y	pedernalinos
ojos	de	su	compañero	le	seguían	a	todas	partes,	flotaban	alrededor	de	él,	se
desviaban	un	instante	de	la	nuca	de	un	soldado	nazi,	le	observaban	desde	el
descolorido	lado	metálico	de	un	vagón,	le	escudriñaban	desde	diez	ángulos
distintos.	Se	agachó	pesadamente	en	busca	de	otra	roca,	y	tras	levantarla	del
suelo	descubrió	los	ojos	de	Wernecke	debajo,	mirándole	sin	pestañear	en	la
mojada	y	pálida	tierra…
Por	la	tarde	hubo	grandes	fulgores	en	el	horizonte	oriental,	a	lo	largo	de	la
interminable	extensión	de	la	estepa,	destellos	en	rápida	secuencia	que
iluminaron	el	cielo	triste	y	grisáceo,	sin	ruidos.	Los	nazis	se	reunieron	en	un
solo	grupo,	miraron	hacia	el	este	y	conversaron	en	voz	baja,	olvidándose
momentáneamente	de	los	prisioneros.	Bruckman	reparó	por	vez	primera	en	el
aspecto	de	los	guardianes	durante	los	últimos	días,	todos	ellos	desaseados	y
sin	afeitar,	como	si	se	hubieran	cansado,	como	si	nada	les	importara	ya.	Sus
semblantes	estaban	tensos	y	preocupados,	y	más	de	uno	parecía	fascinado
por	los	fuegos	que	brillaban	en	el	lejano	borde	del	mundo.
Melnick	dijo	que	sólo	se	trataba	de	una	tormenta,	pero	el	viejo	Bohme	afirmó
que	era	una	batalla	de	artillería,	y	que	ello	significaba	que	los	rusos	estaban
avanzando,	que	pronto	iban	a	liberarlos.	Bohme	se	excitó	tanto	que	se	puso	a
chillar.
—¡Los	rusos!	¡Son	los	rusos!	¡Los	rusos	vienen	a	liberarnos!
Dichstein	y	Melnick	trataron	de	hacerlo	callar,	pero	Bohme	siguió	brincando	y
chillando,	bailando	una	grotesca	jiga	sin	dejar	de	gritar	y	agitar	los	brazos…,
hasta	que	atrajo	la	atención	de	los	soldados.	Enfurecidos,	dos	de	ellos	se
abalanzaron	sobre	Bohme	y	le	dieron	una	brutal	paliza:	lo	golpearon	con	las
culatas	con	desacostumbrada	fuerza,	lo	derribaron	y	siguieron	pegándole	y
pateándole	en	el	suelo.	Bohme	se	retorció	como	un	gusano	herido	bajo	las
brutales	botas.	Seguramente	habrían	acabado	con	el	infeliz	allí	mismo,	pero
Wernecke	organizó	una	maniobra	de	distracción	con	otros	prisioneros	y,
mientras	los	soldados	se	alejaban	para	ocuparse	del	nuevo	alboroto,	ayudó	a
Bohme	a	ponerse	en	pie	y	renquear	hacia	el	otro	extremo	de	la	cantera,
donde	los	demás	presos	lo	taparon	con	sus	cuerpos	lo	mejor	que	pudieron
durante	el	resto	de	la	tarde.
Ciertos	detalles,	la	forma	como	Wernecke	había	instado	a	levantarse	a
Bohme,	cómo	lo	había	ayudado	a	alejarse,	cojo	y	dando	tumbos,	la	protectora,
posesiva	curva	de	su	brazo	sobre	los	hombros	del	infeliz,	indicaron	a
Bruckman	que	el	vampiro	había	elegido	su	próxima	víctima.
Esa	noche	Bruckman	vomitó	la	magra	y	rancia	cena	que	les	dieron;	su
estómago	se	crispó	irremediablemente	tras	los	primeros	bocados.	Temblando
a	causa	del	hambre,	el	agotamiento	y	la	fiebre,	se	apoyó	en	la	pared	y	observó
los	desvelos	de	Wernecke	con	Bohme.	El	vampiro	lo	atendió	como	si	fuera	un
niño	enfermo,	le	dijo	palabras	cariñosas,	le	limpió	parte	de	la	sangre	que	aún
brotaba	de	las	comisuras	de	sus	labios,	le	obligó	a	tomar	unos	sorbos	de	sopa
y	finalmente	dispuso	que	Bohme	se	acostara	en	el	suelo	lejos	de	las	tablas
para	dormir,	para	que	los	demás	no	le	dieran	empujones…
En	cuanto	la	luz	interior	se	apagó	esa	noche,	Bruckman	se	levantó,	recorrió	el
barracón	rápidamente	y	sin	vacilar	y	se	tendió	en	las	sombras	cerca	del	lugar
donde	Bohme	murmuraba,	se	retorcía	y	gemía.
Tembloroso,	Bruckman	esperó	en	la	oscuridad,	percibiendo	el	intenso	olor	a
tierra,	aguardó	la	llegada	de	Wernecke…
En	su	mano,	mantenida	cerca	del	pecho,	había	una	afilada	cuchara,	con	una
punta	fina	e	irregular,	la	cuchara	que	había	robado	y	empezado	a	afilar	en	la
prisión	civil	de	Colonia,	hacía	tanto	tiempo	que	casi	no	lo	recordaba.	La	había
frotado	sin	cesar	contra	la	pétrea	pared	de	su	celda,	todas	las	noches	varias
horas,	y	logró	ocultarla	en	su	cuerpo	durante	el	viaje	de	pesadilla	en	el
bochornoso	furgón	y	los	horribles	primeros	días	en	el	campo	de
concentración.	No	comentó	con	nadie	la	existencia	de	la	cuchara,	ni	siquiera
con	Wernecke	durante	los	meses	en	que	lo	consideró	casi	como	un	santo.
Mantuvo	oculta	su	arma	mucho	tiempo	después	de	que	la	posibilidad	de	fuga
fuera	tan	remota	como	para	no	fantasear	siquiera	al	respecto,	y	a	partir	de
entonces	la	conservó	más	como	vínculo	tangible	con	la	tierra	de	ilusión	de	su
pasado	que	como	herramienta	que	pensara	realmente	emplear.	Había	cuidado
la	cuchara	casi	como	si	fuera	una	reliquia	sagrada,	un	resto	del	esfumado
mundo	que	de	no	ser	por	eso	podía	suponer	que	jamás	había	existido…
Y	finalmente	había	llegado	el	momento	de	usarla.	Bruckman	se	mostraba	poco
dispuesto	a	utilizarla,	a	mancharla	con	sangre	de	otro	hombre…
Acarició	nerviosamente	la	cuchara,	le	dio	vueltas	y	más	vueltas.	Era	dura	y
lisa	y	estaba	fría,	y	Bruckman	la	apretó	con	todas	sus	fuerzas,	esforzándose
en	no	percibir	el	suave	temblor	de	sus	manos.
Tenía	que	matar	a	Wernecke…
Náuseas	y	una	extraña	sensación	de	pánico	abrumaron	a	Bruckman	tras	ese
pensamiento,	pero	no	tenía	alternativa,	no	había	otra	solución…	No	podía
continuar	así,	sus	fuerzas	estaban	agotándose.	Wernecke	estaba	matándolo,
tan	ciertamente	como	había	matado	a	los	otros,	al	impedirle	conciliar	el
sueño…	Y	mientras	Wernecke	viviera,	él	nunca	estaría	a	salvo,	siempre
existiría	la	posibilidad	de	que	el	vampiro	atacara	en	cuanto	bajara	la
guardia…	¿Iba	a	tener	escrúpulos	Wernecke	para	matarlo,	si	creía	poder
hacerlo	con	impunidad?…	No,	naturalmente	que	no…	Si	tenía	ocasión,
Wernecke	acabaría	con	él	sin	pensarlo	un	momento…	No,	debía	atacar	él
primero.
Bruckman	se	humedeció	los	labios,	muy	nervioso.	Esa	misma	noche.	Tenía
que	matar	a	Wernecke	esa	misma	noche…
Hubo	un	susurro,	un	crujido:	alguien	estaba	levantándose,	separándose	de	la
masa	de	hombres	que	dormían	en	una	de	las	plataformas.	Una	umbría	silueta
cruzó	el	barracón	en	dirección	a	Bruckman,	y	éste	se	puso	tenso,	pasó	el
pulgar	por	la	mellada	punta	de	la	cuchara,	se	preparó	para	levantarse,	para
atacar…,	pero	en	el	último	instante	la	silueta	varió	de	dirección	y	se	dirigió
tambaleante	hacia	otro	rincón.	Se	oyó	un	ruido	como	de	lluvia	repiqueteando
en	un	trapo.	El	desconocido	se	tambaleó	un	momento	y	acto	seguido,	muy
despacio,	volvió	a	su	tabla	arrastrando	los	pies,	como	si	hubiera	orinado	su
vida	en	la	pared.	No	era	Wernecke.
Bruckman	se	acurrucó	de	nuevo	en	el	suelo.	Le	pareció	que	el	corazón	hacía
estremecer	todo	su	consumido	cuerpo	con	la	fuerza	de	los	latidos.	Tenía	la
mano	empapada	de	sudor.	Se	la	secó	en	sus	harapientos	pantalones	y	aferró
nuevamente	la	cuchara…
Fue	como	si	el	tiempo	se	hubiera	detenido.	Bruckman	continuó	esperando,	se
tendió	en	las	duras	tablas	del	piso	y	la	tosca	madera	le	arañó	la	piel	y	el	polvo
le	obstruyó	la	garganta	y	la	nariz.	Se	sintió	igual	que	si	hubiera	muerto	ya,	un
cadáver	depositado	en	un	basto	ataúd	de	madera	de	pino,	y	la	eternidad	se
amontonó	sobre	su	pecho	como	pesados	grumos	de	húmeda	y	negra	tierra…
Afuera	resplandecían	los	focos,	anulaban	la	noche,	la	prohibían.	Pero	en	el
interior	de	la	barraca	era	de	noche,	ahí	la	nochesobrevivía,	quizás	fuera	el
único	resto	de	noche	en	un	planeta	iluminado	por	luces	de	klieg	,	y	los	rayos
de	luz	que	se	colaban	por	la	ventana	de	rejilla	sólo	servían	para	realzar	la
oscuridad	del	ambiente,	para	aumentarla	y	hacerla	más	intensa	por
contraste…	En	la	oscuridad	nada	cambiaba,	nunca…,	sólo	había	un	calor
sofocante,	el	peso	de	la	eterna	negrura,	los	inalterables	segundos	que	no
pasaban	porque	no	había	nada	para	diferenciar	uno	de	otro…
En	numerosas	ocasiones,	mientras	Bruckman	aguardaba,	sus	ojos	se
fatigaban	y	cerraban	poco	a	poco,	pero	se	abrían	de	nuevo	bruscamente,	y
miraban	fijamente	las	sombras	en	busca	de	Wernecke.	El	sueño	no	podía
dominarle	ya,	era	un	reino	cerrado	para	él,	un	reino	que	lo	expulsaba	en
cuanto	intentaba	entrar	en	él,	del	mismo	modo	que	su	estómago	expulsaba	el
alimento	introducido…
Pensar	en	comida	condujo	a	Bruckman	a	un	más	acusado	estado	de	vigilancia,
y	continuó	en	la	oscuridad,	agazapado	con	su	hambre,	lo	que	le	permitió
olvidarse	momentáneamente	de	cualquier	otra	cosa.	Jamás	había	estado	tan
hambriento…	Pensó	en	la	comida	que	había	desperdiciado	horas	antes,	y	tan
sólo	los	últimos	jirones	de	dominio	de	sus	emociones	le	impidieron	gemir
audiblemente.
Bohme	gimió	audiblemente	en	ese	momento,	como	si	el	nerviosismo	fuera
contagioso.	Bruckman	miró	a	su	compañero.
—Anya	—dijo	el	herido	en	tono	claro	y	sosegado.	Murmuró	algo	y	luego,	en
voz	un	poco	más	alta,	añadió—:	Tseitel,	¿has	puesto	ya	la	mesa?
Y	Bruckman	comprendió	que	Bohme	no	estaba	ya	en	el	campo	de
concentración,	que	Bohme	había	vuelto	a	su	sencillo	piso	de	Dusseldorf	con
su	obesa	mujer	y	sus	cuatro	saludables	hijos,	y	sintió	una	punzada	de	envidia,
envidia	de	Bohme,	que	había	huido.
En	ese	preciso	instante	Bruckman	vio	que	Wernecke	estaba	allí	mismo,	al	otro
lado	de	Bohme.
Bruckman	no	había	visto	movimiento	alguno.	Wernecke,	al	parecer,	se	había
materializado	lentamente	en	la	oscuridad,	átomo	tras	átomo,	fragmento	tras
infinitesimal	fragmento,	hasta	que	en	determinado	momento	su	presencia
tuvo	la	solidez	suficiente	para	quedar	registrada	por	el	cerebro	de	Bruckman,
de	tal	modo	que	lo	que	había	sido	una	sombra	se	transformó	brusca	e
inconfundiblemente	en	Wernecke	aunque	todavía	conservara	su	apariencia	de
sombra.
La	boca	de	Bruckman	quedó	reseca	a	causa	del	terror,	y	casi	creyó	oír	la	voz
de	su	fallecida	abuela	musitándole	cosas	al	oído.	Leyendas	supersticiosas…
Wernecke	había	dicho	«No	soy	un	espíritu	nocturno».	Sí,	lo	había	dicho…
Wernecke	se	hallaba	casi	al	alcance	de	la	mano.	Estaba	contemplando	a
Bohme.	Su	cara,	iluminada	por	un	polvoriento	rayo	de	luz	que	entraba	por	la
ventana,	era	fría	y	remota;	tan	sólo	la	total	falta	de	expresión	sugería	el	ardor
que	bullía	y	se	agitaba	detrás	de	la	máscara.	Poco	a	poco,	con	enorme	calma,
Wernecke	se	inclinó	sobre	el	herido.
—Anya	—repitió	Bohme,	con	cariño,	y	la	boca	de	Wernecke	se	lanzó	hacia	su
cuello.
Que	se	alimente,	dijo	una	fría	y	despiadada	voz	en	la	mente	de	Bruckman.
Será	más	fácil	sorprenderlo	cuando	esté	casi	harto,	cuando	esté	absorto,
cuando	se	sienta	aletargado	y	pesado…,	cuando	esté	lleno…
Muy	despacio,	con	infinito	cuidado,	Bruckman	se	preparó	para	saltar,	sin
dejar	de	ver,	fascinado,	cómo	se	alimentaba	Wernecke.	Oyó	el	ruido	que	éste
hacía	al	succionar	el	jugo	de	Bohme,	como	si	el	necio	viejo	no	tuviera	sangre
suficiente	para	saciarlo,	como	si	no	hubiera	bastante	sangre	en	todo	el	campo
de	concentración…	O	quizás	en	el	mundo	entero…	Y	Bohme	redujo	su	débil
forcejeo,	se	iba	quedando	más	y	más	inmóvil…
Bruckman	se	lanzó	sobre	Wernecke.	Lo	apuñaló	dos	veces	en	la	espalda	antes
de	que	su	peso	hiciera	caer	a	ambos.	Hubo	un	momento	de	confusión,
rodaron	y	lucharon,	sin	un	solo	ruido,	y	por	fin	Bruckman	se	encontró	a
horcajadas	encima	del	vampiro,	con	la	cara	de	éste	vuelta	hacia	él.	Le	hundió
el	arma	en	el	cuerpo	otra	vez,	y	el	impacto	le	hizo	vibrar	el	brazo	hasta	el
hombro.	Wernecke	no	chilló.	Tenía	los	ojos	vidriosos,	pero	miraba	a
Bruckman	sabiendo	quién	era	el	atacante,	con	fría	cólera,	con	amarga	ironía
y,	curiosamente,	con	algo	similar	a	resignación	o	alivio,	casi	con	pena…
Bruckman	lo	acuchilló	una	y	otra	vez,	asestó	los	golpes	con	histérica	fuerza,
jadeante	y	bamboleándose	encima	de	su	víctima.	Notó	las	salpicaduras	de
sangre	en	su	cara,	envuelta	por	el	calor	y	el	vapor	que	brotaban	del
desgarrado	cuerpo	de	Wernecke	igual	que	una	asfixiante	nube	negra.	Tosió	y
se	atragantó	al	percibir	el	vapor	que	penetraba	por	sus	poros	y	se	introducía
en	la	médula	de	sus	huesos.	Creyó	que	el	mundo	temblaba,	bullía	y	cambiaba
alrededor	de	él,	como	si	de	pronto	viera	gracias	a	otros	ojos,	como	si	hubiera
nacido	algo	en	su	interior,	y	de	repente	notó	el	olor	de	la	sangre	de
Wernecke,	el	cálido	tufo	orgánico,	y	se	agachó	para	embeberse	en	aquel	olor
bruscamente	irresistible,	mejor	que	el	aroma	del	pan	recién	hecho,	mejor	que
cualquier	cosa	que	recordaba,	un	olor	rico,	embriagador,	intenso,
inimaginable.
Hubo	un	instante	de	asco	y	horror,	y	Bruckman	tuvo	tiempo	para	preguntarse
desde	cuándo	la	antiquísima	perversión	estaba	pasando	de	hombre	a	hombre,
hasta	qué	época	del	pasado	se	remontaba	la	cadena	de	vidas,	cómo	había	sido
atrapado	el	mismo	Wernecke.	Y	finalmente	sus	resecos	labios	tocaron
humedad,	y	Bruckman	bebió,	chupó	con	fuerza	y	voracidad,	y	su	paladar	se
deleitó	con	el	intenso	y	puro	sabor	cobrizo.
El	chino	loco
JOHN	COYNE
El	arrepentimiento	por	cosas	que	hemos	hecho	y	no	debíamos	hacer	puede
conducir,	si	no	se	afronta	del	modo	correcto,	a	increíbles	manifestaciones	de
golpes	en	el	pecho	y	autocompasión.	La	sensación	de	culpabilidad,	tanto	si	es
justificada	como	si	no,	puede	ser	liberadora	o	destructiva.	Ambas
posibilidades	pueden	ser	mortíferas	si	el	objeto	de	nuestro	arrepentimiento,
racional	o	irracionalmente,	no	desea	que	logremos	olvidar	lo	que	hemos
hecho.	Se	trata	de	un	problema	que	no	podríamos	eludir	aunque	quisiéramos.
En	especial	aunque	quisiéramos	eludirlo.
John	Coyne,	uno	de	los	escritores	más	doctos	y	de	más	talento	del	momento,
es	autor	de	novelas	de	gran	éxito	como	The	Piercing	(La	perforación),	The
Searing	(El	socarrado)	y,	más	recientemente,	Hobgoblin	(Duende).	Reside	en
Nueva	York	y	su	próxima	novela	llevará	por	título	The	Shroud	(La	mortaja).
Después	de	haberlo	hecho	Pete	se	arrepintió	de	haber	dicho	algo	al	hombre,
pero	naturalmente	ya	era	demasiado	tarde.	Estaban	jugando	a	canicas	en	la
base	del	tanque	de	agua	cuando	llegó	el	extranjero.
—¡Eh,	chico!	—dijo	Joe,	el	más	robusto	de	los	dos,	tras	volver	la	cabeza—.
¿Por	qué	no	sonríes,	porcelana	china?
Pete,	el	otro	chico,	más	delgado	y	menos	alto	que	el	primer	caddy	,	se	echó	a
reír.	Esa	ocurrencia	era	muy	divertida	entre	ellos.
—¿Por	qué	siempre	me	llamas	chino?	—se	extrañó	el	hombre—.	Soy	filipino.
Antes	de	la	guerra	mis	padres	eran	personas	importantes.
Al	hablar,	su	menudo	cuerpo	tembló.	Superaba	los	veinticinco	años,	aunque
era	difícil	determinar	la	edad	exacta	ya	que	su	cara	tenía	un	aspecto	juvenil	y
frágil,	del	color	del	cobre.
Los	dos	chicos	miraron	al	filipino.
—Bien	—dijo	el	mayor,	riendo—,	si	eres	un	pez	gordo	en	Filipinas,	¿por	qué	no
vuelves	a	casa?	Aquí	eres	un	don	nadie.
El	caddy	tenía	razón.	El	filipino	era	un	don	nadie.	También	trabajaba	en	el
club,	durante	la	temporada	veraniega,	cuando	no	tenía	que	ir	a	la
universidad.	Estaba	en	la	cocina	por	las	noches,	lavando	platos	y	limpiando	el
local.
Los	chicos	lo	habían	visto	muchas	veces	como	ese	día,	andando	solitario	al
atardecer.	Siempre	iba	vestido	de	blanco,	siempre	caminaba	muy	despacio
con	las	manos	metidas	en	los	bolsillos	traseros,	el	semblante	pasivo,	la	mirada
gacha.
Mientras	los	caddies	seguían	jugando,	el	filipino	se	acercó	y	estuvo
contemplándolos	un	momento.
—¿Qué	es	lo	que	te	he	hecho?	—preguntó	a	Joe.
El	chico	continuó	jugando	y	respondió	sin	mirar	al	extranjero.
—No	has	hecho	nada.	¿Para	qué	haces	preguntas	tan	tontas?
—Porque	tú	quieres	ofenderme,	más	que	ningún	otro	caddy	.
—Estás	loco	—dijo	Joe.	Había	fallado	cuatro	tiros	sucesivos,	y	tras	volver	la
cabezahacia	el	filipino	añadió—:	Vamos,	porcelana	china,	déjame	en	paz.	Me
das	mala	suerte.
—No	soy	chino.	Soy	filipino.	Ahora	explícame	por	qué	me	odias.
—De	acuerdo,	porcelana	china,	te	lo	explicaré.	Mi	viejo	quería	tu	trabajo,	pero
el	director	dijo,	no,	lo	reservamos	para	nuestro	pequeño	filipino.	Y	ahora	no
tiene	un	jodido	trabajo	por	culpa	tuya.
El	filipino	guardó	silencio	un	momento.	Permaneció	inmóvil,	con	el	cuerpo
inclinado	hacia	delante,	mirando	el	suelo,	con	las	manos	metidas	en	los
bolsillos	traseros.
—¿Ésa	es	la	razón?	—dijo	por	fin.
—¿Por	qué	no	te	quedas	en	tu	jodido	país?
El	filipino	no	replicó,	pero	siguió	mirando	al	chico.	Su	expresión	continuó
pasiva.	Sus	ojos,	pequeños	y	oscuros,	se	nublaron	fugazmente	con	lágrimas.
—Di	a	tu	padre	que	puede	quedarse	con	mi	empleo	—le	dijo	al	caddy	,	casi	en
tono	de	disculpa—.	Yo	no	lo	quiero.
Se	apartó	de	los	caddies	y	se	alejó	hacia	el	camino	principal	del	campo	de
golf.
Los	caddies	no	hicieron	comentarios	hasta	que	se	alejó	lo	suficiente	para	no
poderlos	oír.
—Eh,	Joe	—preguntó	el	más	joven—,	¿qué	le	pasa	a	ése?
—¿Cómo	narices	quieres	que	lo	sepa?	De	todas	maneras,	ese	chino	está	loco.
¡Venga,	juega!
El	filipino	anduvo	todo	el	trecho	hasta	el	camino	principal.	Luego	dio	media
vuelta	y	regresó,	y	empezó	a	trepar	por	el	depósito	de	agua.	Sólo	en	ese
momento	volvieron	a	prestarle	atención	los	caddies	.
—¡Eh,	porcelana	china!	¿Qué	haces?	—preguntó	Joe.
Había	dejado	de	jugar	para	mirar	al	filipino.
El	extranjero	no	respondió,	siguió	subiendo	travesaño	a	travesaño.
—¿Qué	piensa	hacer,	Joe?	—preguntó	el	caddy	más	joven.
—¿Cómo	narices	quieres	que	lo	sepa?	—Y	tras	volverse	hacia	el	filipino	gritó
—:	¡Eh,	porcelana	china,	vas	a	matarte!
—Seguro	que	se	tira,	Joe.	¡Seguro!
—No	digas	más	tonterías,	¿quieres?	No	se	tirará.	Vamos,	juega.
—No,	quiero	mirar.
El	chico	se	apartó	de	la	base	del	tanque	para	ver	mejor.
El	filipino	había	llegado	al	extremo	superior	de	la	pata	y	se	introdujo	por	el
pequeño	agujero	abierto	en	la	plataforma	que	rodeaba	el	blanco	depósito.	Se
incorporó	en	la	plataforma	y	miró	por	la	barandilla	del	tanque,	a	treinta
metros	de	altura.
Los	caddies	repararon	en	el	brusco	contraste	entre	la	cara	y	las	manos	del
extranjero,	de	color	moreno,	y	su	atuendo	y	el	depósito,	ambos	blancos.	El
filipino	paseó	pausadamente	alrededor	del	tanque	y	miró	a	lo	lejos.
—Ya	te	había	dicho	que	sólo	estaba	curioseando.	Vamos,	volvamos	a	casa.
—No	iré	a	ninguna	parte,	Joe,	hasta	ver	si	se	tira.
—¿Qué	importancia	tiene	para	ti	que	un	chino	loco	se	tire	o	no	se	tire?	No	es
amigo	tuyo.
—Va	a	suicidarse.
—¿Qué	narices	te	importa	eso?
El	filipino	había	vuelto	al	lado	delantero	del	depósito	y	estaba	mirándolos.
—¡Eh,	porcelana	china!	—le	gritó	Joe—.	¿Qué	piensas	hacer?	¿Tirarte?
El	filipino	no	contestó.	Estaba	apoyado	en	la	barandilla,	con	la	cabeza
levantada.	Todo	era	blanco,	las	nubes,	el	tanque,	su	vestimenta.	Su	cara	y	sus
manos,	muy	morenas,	eran	las	únicas	manchas	oscuras	del	cuadro.	Poco	a
poco	pasó	la	pierna	izquierda	por	encima	de	la	barandilla,	y	luego,	tras
sentarse	en	ésta,	hizo	lo	mismo	con	la	otra	pierna,	de	forma	que	los	dos
caddies	vieron	las	colgantes	piernas.
—Te	lo	había	dicho,	Joe.	¡Va	a	tirarse!	—exclamó	Pete	sin	apartar	los	ojos	del
cuerpo	colgado	en	la	elevada	barandilla—.	¡La	culpa	es	tuya,	Joe!	¡La	maldita
culpa	es	tuya!
—¡Eso	es	una	cochina	mentira!
—Lo	llamaste	porcelana	china.
—Igual	que	tú,	igual	que	todos.	No	me	eches	la	culpa	a	mí,	tío.
—Sí,	pero	tú	fuiste	el	primero.	Vamos,	tenemos	que	llamar	a	alguien.
—Alto.	No	vamos	a	pedir	ayuda	—respondió	Joe—.	Eso	quiere	el	jodido	chino.
En	cuanto	nos	vayamos,	bajará.	Nos	despedirán	si	alguien	viene	corriendo
aquí	por	nuestra	culpa	y	el	chino	está	vivo.	¡Ese	jodido!
—¿Eso	crees,	Joe?
Joe	no	contestó,	pero	habló	con	el	filipino.
—¡Muy	bien,	porcelana	china,	salta!	¡Yo	te	cogeré!	¡Vamos!	¿Qué	te	pasa,
porcelana	china,	tienes	miedo?
Extendió	los	brazos.
En	ese	instante,	mientras	Joe	extendía	los	brazos,	el	extranjero	se	tiró.	El
color	oscuro	y	parte	del	blanco	desaparecieron	del	cuadro,	y	el	hombre	cayó
grácilmente,	despacio,	con	piernas	y	brazos	extendidos.
Durante	un	momento	ambos	caddies	permanecieron	pasmados.	Luego	Pete	se
apartó	corriendo.	Era	Joe	el	que	no	podía	moverse.	Con	las	manos	extendidas,
esperó	la	llegada	de	la	blanca	figura.	Pero	en	el	último	instante	Joe	se	apartó,
porque	le	aterrorizaba	verlo,	y	el	cuerpo	topó	con	el	suelo,	se	alzó	de	nuevo
por	encima	de	la	cabeza	del	caddy	,	cayó	por	segunda	vez,	se	retorció	un
momento	y	quedó	inmóvil.
—¡Te	dije	que	se	tiraría!	¡Te	lo	dije!	—chilló	Pete.
Joe	contempló	el	cuerpo,	vio	el	chorro	de	sangre	que	brotaba	de	la	abierta
boca	del	filipino,	y	corrió	hacia	él.
—¿Por	qué	has	saltado?	—le	gritó—.	¿Por	qué	te	has	tirado,	chino	loco?
El	filipino	no	respondió.	Simplemente	se	puso	en	pie	y	trepó	de	nuevo	por	el
depósito.
Pete	lanzó	un	chillido.
Joe	permaneció	inmóvil,	con	los	brazos	desesperadamente	extendidos.
El	filipino	se	tiró	y	Joe	volvió	a	fallar.	Hubo	un	tercer	salto,	y	un	cuarto,	hasta
que	Pete	se	fue	corriendo,	porque	no	deseaba	estar	allí	cuando	por	fin	Joe
cogiera	al	hombre.
Bebés	grávidos
MICHAEL	BISHOP
Novela	de	amenaza	terrorífica	muy	resumida
Una	de	las	hazañas	más	arduas	cuando	se	escriben	relatos
horroríficos/terroríficos	es	obtener	los	resultados	apetecidos	y,	al	mismo
tiempo,	una	sonrisa	en	el	semblante	del	lector.	En	manos	menos	expertas	que
las	de	Bishop,	existe	la	tendencia	a	que	el	lector	acabe	de	leer	sin	darse
cuenta	de	que	está	desangrándose.	Unos	momentos	de	reflexión,	no	obstante,
suelen	bastar	para	corregir	la	situación,	en	cuanto	se	comprende	que	lo
juzgado	curioso,	o	divertido,	es	otra	cosa.
Michael	Bishop	ha	escrito,	en	Transfigurations	(Transfiguraciones)	y	The
White	Otters	of	Childhood	(Las	blancas	nutrias	de	la	infancia),	parte	de	la
ciencia	ficción	más	reveladora	de	los	últimos	veinte	años.	También	ha
exhibido	su	inclinación	por	lo	macabro,	con	una	destreza	que	humilla	a	gran
parte	de	sus	colegas.
Carrion	City,	en	el	estado	de	Colorado,	antaño	bulliciosa	población	con
yacimientos	auríferos	aferrada	a	una	ventosa	pradera	en	las	montañas	Sangre
de	Cristo,	es	en	la	actualidad	una	ruinosa	sombra	de	lo	que	fue.	Dos
cafeterías,	un	almacén	de	piensos,	un	garaje,	una	tienda	de	ultramarinos,	una
escuela	y	tres	o	cuatro	comercios	para	complacer	al	turismo	de	temporada
proporcionan	empleo	a	parte	de	los	lugareños,	pero	el	Hospital	Helen	Hidalgo
Hutton	(especializado	en	casos	de	Hebefrenia	Licantrópica	avanzada)	ha
impedido	que	Carrion	City	se	convierta	en	otro	pueblo	fantasma	más.	Da
trabajo	a	veintidós	residentes	del	pueblo	(casi	una	quinta	parte	de	la
población)	y	el	impresionante	edificio,	similar	a	una	cárcel,	atrae	enfermos	y
curiosos	del	mundo	entero.	A	finales	de	1981,	por	ejemplo,	tres	emigrados	ex
víctimas	de	la	HL	habían	sanado	de	forma	tan	espectacular	que	se	les
autorizó	a	pasar	las	revisiones	mensuales	como	pacientes	externos;	uno	de
ellos	se	desplazaba	regularmente	desde	Silistra	(Bulgaria).	Otros	doce
enfermos	viven	en	el	hospital,	recorren	descalzos	los	embaldosados	pasillos,
se	acurrucan	todos	juntos	para	dormir	y,	durante	las	tormentas	o	ventiscas,
alzan	sus	espectrales	voces	en	vibrante	armonía	con	el	viento.	A	pesar	de	que
un	importante	funcionario	estatal	designado	a	raíz	del	triunfo	electoral	de
Ronald	Reagan	insiste	en	que	el	personal	del	centro	supera	en	número	a	los
pacientes,	el	hospital	resiste	estos	ataques	políticos	tan	en	boga	por	cuanto
las	aportaciones	de	ex	pacientes	(muchos	de	ellos	titulados	europeos	de
asombrosa	longevidad	y	no	poca	opulencia)	le	permiten	autofinanciarse	casi
por	completo.	Además,	nadie,	ni	siquiera	el	muy	pérfido	partidario	de	Reagan,
desea	realmente	acabar	con	la	última	raison	d’être	de	Carrion	City.
Mary	Smithson,	Sylvester	hasta	el	día	de	su	matrimonio,	trabaja	en	el	turno
de	noche	del	hospital	en	calidad	de	directora	de	psiquiatras	residentes,	cargo
al	que	llegó	en	sólo	ocho	años.	Producto	de	la	escuelade	Carrion	City,	entre
1968	y	1972	Mary	Sylvester	estudió	en	una	semiprestigiosa	escuela	de
medicina	y	en	un	instituto	psiquiátrico	de	Denver	gracias	a	una	beca
concedida	por	la	Fundación	Benéfica	Helen	Hidalgo	Hutton.	Las	condiciones
de	la	beca	exigían	que	ella	compaginara	sus	estudios	profesionales	con	una
minuciosa	inspección	de	las	treinta	y	siete	novelas	publicadas	por	la	señora
Hutton,	al	ritmo	aproximado	de	una	por	mes	(sin	contar	veranos	y	períodos	de
exámenes	antes	de	vacaciones).	Posteriormente,	como	era	de	esperar,	se
exigió	a	Mary	que	trabajara	en	el	hospital	no	menos	de	cuatro	años	y	que
dedicara	su	tiempo	libre	a	promocionar	activamente	la	obra	de	Hutton	entre
la	ciudadanía	culta	del	suroeste	de	los	Estados	Unidos.	Esta	última
estipulación	ni	irritó	ni	desmoralizó	a	Mary,	ya	que	con	la	excepción	de	Mi
amigo	Pecas	(la	historia	de	un	perro	sentimental)	le	gustaban	todas	las
novelas	de	su	fallecida	benefactora,	casi	todas	de	estilo	escalofriantemente
gótico	o	aventuras	románticas	rebosantes	de	suspense	.	Sus	favoritas,	que
leía	una	y	otra	vez,	eran	Rebecca	Random	Recuerda	y	Los	lobos	de	las	fuentes
de	West	Elk	.	Aunque	las	condiciones	de	la	beca	fueron	causa	de	que	se
graduara	entre	los	diez	últimos	de	su	promoción,	ningún	estigma	particular
acompañó	a	este	pobre	resultado,	como	atestigua	vívidamente	su	rápido	y
merecidísimo	ascenso	en	el	mismo	hospital.
Russell	Smithson,	esposo	de	Mary,	es	otro	caso.	Mary	lo	conoció	en	Denver,
no	en	el	instituto	sino	en	una	tétrica	taberna	de	ambiente	contracultural	al
abrigo	de	un	ruidoso	paso	superior	de	ferrocarril.	Aquel	solitario	joven	se
hallaba	absorto	en	la	lectura	de	un	libro	a	la	luz	de	las	velas,	indiferente	al
chabacano	estruendo	de	un	piano	y	los	desafinados	chillidos	del	barbudo
músico	que	lo	manoseaba.	Aprovechando	al	máximo	la	nueva	tolerancia	entre
personas,	Mary	tomó	asiento	ante	la	mesa	del	solitario.	(El	libro	que	tenía
delante	Russell	resultó	ser	Love	Story	de	Erich	Segal.	Mary	llevaba
ejemplares	de	Base	patológica	de	la	enfermedad	y	de	la	edición	original	—
1922—	de	La	fidelidad	de	Fidelia	Leal	).	Muy	pronto	estas	dos	personas,	que
un	momento	antes	no	se	conocían,	estuvieron	enzarzadas	en	animados
debates	sobre	la	guerra	del	sudeste	asiático,	el	aborto,	la	legalización	del
porro,	el	desarme	nuclear	y	la	poesía	de	Rod	McKuen.	Puesto	que
discrepaban	en	casi	todo,	los	dos	acabaron	echando	chispas.	El	hecho	de	que
Russell	aspiraba	a	ser	escritor	dejó	aturdida	a	Mary.	Ello	disculpaba	no	sólo
los	gustos	del	joven	en	cuanto	a	literatura	contemporánea	sino	además	su
innata	sensibilidad	burguesa	que	parecía	un	eco	de	Calvin	Coolidge.	A	modo
de	prueba,	Mary	le	prestó	La	fidelidad	de	Fidelia	Leal	,	el	más	apasionado
opúsculo	feminista	en	forma	de	novela	de	la	señora	Hutton	(en	realidad,	el
único).	Cuando	la	pareja	volvió	a	encontrarse	una	semana	más	tarde,	Russell
expresó	un	limitado	pero	indudablemente	sincero	respeto	por	la	prosa	y	la
destreza	narrativa	de	la	vieja	señora.	Ni	siquiera	el	«desvarío	sufragista	y	las
fullerías»	(su	crítica	más	severa	a	la	novela)	le	habían	desconcertado.	Estas
novedades	aliviaron	y	complacieron	a	Mary.	Tres	meses	más	tarde	se	casaron,
y	las	fotografías	de	boda	tomadas	en	el	anfiteatro	de	Red	Rocks	muestran	a	la
feliz	pareja	ataviada	de	pies	a	cabeza	con	cuero	cosido	a	mano	y	collares
indios.
Hoy,	en	Carrion	City,	Russell	es	amo	de	casa.	Tiffany,	de	dieciocho	meses,
cuya	gestación	y	parto	no	apartó	mucho	tiempo	a	Mary	de	sus	obligaciones
como	psiquiatra	residente	del	hospital,	ocupa	gran	parte	del	tiempo	de
Russell,	en	particular	desde	que	la	niña	duerme	durante	el	día,	igual	que
Mary.	Russell	debe	adaptarse	al	mismo	horario	o	confiar	en	siestecillas	e
intersticiales	cabezadas	para	purgar	su	organismo	de	los	venenos	del
insomnio.	Por	la	noche,	mientras	Mary	trabaja	y	Tiffany	da	sus	primeros	pasos
por	la	estucada	casita	de	los	Smithson,	Russell	prepara	la	receta	especial	a
base	de	soja	para	la	niña	y	planea	la	principal	comida	del	día,	que	harán
cuando	casi	el	resto	de	la	población	de	Carrion	City	se	siente	a	desayunar.
Este	arreglo	no	disgusta	a	Russell	por	la	expresiva	razón	de	que	así	dispone
de	excusa	(una	excusa	que	no	estuvo	a	su	disposición	entre	1972	y	1980)	para
la	notable	falta	de	éxito	de	su	carrera	literaria.	Además,	con	ese	horario	está
en	su	casa	durmiendo	cuando	muchos	habitantes	de	Carrion	City	se	hallan
maliciosamente	en	la	calle,	listos	a	saltar	sobre	el	escritor,	si	topa	con	ellos,
para	hacerle	infinidad	de	punzantes	preguntas	relacionadas	con	su	perpetua
falta	de	«trabajo	lucrativo».	Incluso	los	negligentes	viejos	y	los	pipiolos	que
pretenden	ser	buscadores	de	minas	le	han	increpado	en	el	almacén	de
piensos	por	su	pereza,	siendo	como	es	un	varón	fuerte	y	sano.	Tiffany,	bendita
sea,	ha	puesto	fin	a	la	insufrible	furia	de	los	lugareños.	La	niña	ha	mitigado	la
sensación	de	culpabilidad	de	Russell	sin	forzarle	todavía	a	renunciar	a	sus
últimas	esperanzas	literarias.	La	búsqueda	de	riquezas	literarias	no	está
totalmente	reñida,	a	pesar	de	todo,	con	las	mundanas	responsabilidades	de	un
amo	de	casa.
Durante	los	ocho	últimos	meses	Russell	ha	seguido	un	curso	por
correspondencia	de	la	Escuela	de	Prósperos	Colaboradores	Anónimos,	una
sociedad	de	Baltimore	(Maryland).	(Los	anuncios	de	este	programa	de
estudios,	que	incluyen	el	respaldo	de	solicitadísimos	mercenarios	que	han
desvelado	bajo	otro	nombre	las	vidas	de	celebridades	de	Hollywood	y	llevado
a	juicio	a	políticos	y	dechados	de	perfección	adictos	a	las	drogas,	aparecen
con	regularidad	intercalados	en	revistas	femeninas	y	semanarios	dedicados	a
los	programas	de	televisión).	Entre	sus	numerosos	quehaceres	domésticos
Russell	intercala	como	puede	momentos	que	dedicar	al	estudio.	Su	lista	de
lecturas	incluye	las	autobiografías	de	Benvenutto	Cellini,	Benjamin	Franklin,
Ulysses	S.	Grant,	Vera	Brittain	y	Malcolm	X.	Según	los	prospectos	que	recibió
con	el	primer	envío	de	tareas,	lo	esencial	para	ser	un	buen	escritor	anónimo
es	saber	simular	de	modo	convincente	una	autobiografía	genuina.	De	hecho,
su	primera	tarea	como	estudiante	por	correspondencia	le	exigió	rehacer
penosamente	a	mano	tres	capítulos	de	las	Confesiones	de	Rousseau.
Posteriormente	tendrá	que	simular	la	personalidad,	ideando	el	estilo
conveniente	para	ello,	de	personajes	populares	tan	diversos	como	Mickey
Mouse,	Mickey	Spillane,	David	Stockman,	Yogi	Berra,	Paul	«Oso»	Bryant,
Anita	Bryant,	Ron	Ely,	Ronald	McDonald	y	un	largo	etcétera.	No	es	fácil.	En
dos	o	tres	ocasiones	Mary	ha	vuelto	a	casa	y	Russell	había	olvidado	preparar
la	cena	o	cambiar	el	culero	a	Tiffany	por	culpa	de	un	maniaco	esfuerzo	para
terminar	sus	irritantes	tareas.	Puesto	que	comprende	los	motivos	y	las
necesidades	de	su	esposo,	Mary	no	le	regaña.	Sin	embargo,	le	duele	descubrir
que	Russell	es	incapaz	de	algo	más	que	plagiar	el	material	de	Rolling	Stone	o
The	National	Enquirer	cuando	el	plazo	máximo	de	envío	está	a	punto	de
cumplirse	y	uno	de	estos	desdichados	tabloides	contiene	información
marginalmente	utilizable	para	sus	propósitos.	Qué	vulgar	es	Russell	algunas
veces.
A	decir	verdad,	sin	embargo,	la	mente	de	Mary	suele	concentrarse	en	su
trabajo.	El	personal	del	turno	nocturno	del	Hospital	Hutton	tiene	una
responsabilidad	sumamente	onerosa.	Como	incluso	los	estudiosos
accidentales	de	la	enfermedad	deben	saber,	las	víctimas	de	la	hebefrenia
licantrópica,	en	especial	en	las	últimas	fases	de	la	dolencia,	se	entregan	de
modo	casi	invariable	a	las	más	radicales	transformaciones	mágicas	entre	las
doce	de	la	noche	y	una	hora	antes	del	alba.	Médicos,	enfermeros,	enfermeras
y	personal	de	custodia	que	trabajan	en	estas	horas	críticas	deben	enfrentarse
con	frecuencia	en	la	realidad	a	ese	espantoso	aspecto	de	la	HL	que	con	tanta
insistencia	y	falta	de	rigor	explotan	productores	de	cine,	novelistas	y
publicaciones	populares.	Mary	Smithson	ha	estado	cara	a	cara	con	la
realidad.	En	consecuencia,	ella	sabe	que	las	víctimas	del	síndrome	de	Chaney
(como	a	veces	se	denomina	la	enfermedad	en	los	textos),	del	mismo	modo	que
cualquierpersona	propensa	a	ataques	epilépticos	o	urticaria,	poseen
capacidad	para	vivir,	satisfacción	vocacional	y	desarrollo	espiritual,	igual	que
cualquier	ser	humano	no	afectado	por	esa	dolencia.	Las	imágenes
sensacionalistas	de	hombres	y	mujeres	velludos,	que	babean	como	animales
mientras	trotan	a	cuatro	patas	bajo	la	luna	llena	o	casi	llena	no	reflejan	la
realidad	de	la	enfermedad	ni	mejoran	las	previsiones	para	los	infortunados
que	la	padecen.	Esas	imágenes	refuerzan	prejuicios	científicamente
desacreditados	y	destruyen	la	dignidad	de	la	víctima	precisamente	cuando
una	buena	dosis	de	pundonor	puede	conducir	a	la	recuperación	total.	A	la
inversa,	una	pobre	imagen	personal	puede	provocar	una	recaída	irreversible
en	un	estado	licantrópico	sin	dimensión	psicológica	alguna.	Los	hombres	lobo
auténticos	se	crean,	no	nacen	así,	suele	explicar	Mary	al	personal	médico	que
visita	el	centro,	y	los	crea	precisamente	la	codicia	y	la	insensibilidad	que
abundan	en	la	sociedad.	Por	otro	lado,	las	manifestaciones	hebefrénicas	de	la
licantropía	responden	excepcionalmente	bien	al	tratamiento	profesional.
Mary	posee	la	prueba	de	esta	observación	en	la	persona	de	Amadeus	Howell,
un	joven	inglés	internado	en	el	hospital	desde	la	fundación	de	éste.	(El
expediente	archivado	en	las	oficinas	administrativas	indica	que	Howell	nació
en	Londres	[Inglaterra]	el	12	de	agosto	de	1914,	pero	con	su	disfraz	humano,
al	que	el	paciente	se	aferra	en	la	actualidad	con	animada	tenacidad,	sigue	sin
aparentar	más	de	veinte	años).	Repentinas	recaídas	físicas,	aproximadamente
dos	veces	por	mes,	dan	fe	de	la	prolongada	esclavitud	del	enfermo	respecto	a
la	enfermedad.	Además,	su	conducta	en	períodos	relativamente	libres	de
lupinos	cambios	de	forma	continúa	mostrando	un	rasgo	frívolo	o	juvenil
debido	a	la	persistencia	de	la	hebefrenia.	No	obstante,	Mary	confía	en	que
sensatas	dosis	de	azufre,	asafétida	(vulgarmente	denominada	excremento	del
diablo),	ricino	e	hipericón	(corazoncillo),	junto	con	amistosos	consejos
nocturnos,	pronto	permitirán	al	joven	Howell	aprovechar	el	programa	para
pacientes	externos	del	hospital.	El	hecho	de	que	el	enfermo	haya	dejado	de
formular	preguntas	tontas	como:	«¿Por	qué	no	usa	un	tapón	de	botella	a
prueba	de	niños	como	anticonceptivo?»,	en	favor	de	cuodlibetos	tan
formidables	como:	«¿De	dónde	procede	el	mal?»,	o	«Si	un	solo	niño	inocente
sufre,	¿no	sería	mejor	que	el	mundo	no	existiera?»,	es	juzgado	por	Mary	como
prueba	irrefutable	de	una	mejoría	orientada	hacia	la	liberación	de	Howell.
Que	él	idee	estos	enigmas	mientras	huele	el	chicle	pegado	a	la	suela	de	su
zapato	o	juegue	una	partida	de	Donkey	Kong	con	el	libro	de	matemáticas
delante	en	el	cuarto	de	estar	del	tercer	piso,	reflexiona	Mary,	resalta
simplemente	la	urgencia	de	un	arduo	esfuerzo	por	parte	del	personal	para
exorcizar	los	últimos	vestigios	de	su	prolongada	puerilidad.	Pero	están	muy
cerca	del	éxito.	Mary	casi	paladea	el	inminente	triunfo.
En	marzo,	con	la	nieve	posada	como	tarta	helada	en	las	torrecillas	y	almenas
del	hospital,	Russell	hace	saber	a	Mary	que	la	Escuela	de	Prósperos
Colaboradores	Anónimos	desea	dos	capítulos	de	«la	autobiografía	de	un
personaje	inolvidable»	(le	enseña	esta	frase	en	la	hoja	de	tareas)	a	finales	de
abril.	Los	alumnos	que	no	presenten	un	mínimo	de	diez	mil	palabras	de
material	aceptable	se	arriesgan	a	no	continuar	estudios	o	pagar	más	por	la
enseñanza,	probablemente	lo	segundo.	Los	Smithson	no	pueden	permitirse
otro	aumento	en	los	gastos	de	enseñanza	de	Russell.	Su	más	reciente	trabajo
por	correspondencia	ha	suscitado	no	sólo	tumultuosas	correcciones	por	parte
de	los	tutores	de	Baltimore,	sino	además	un	diluvio	de	sarcasmo	entre	líneas.
Russell	intenta	consolarse	con	el	hecho	de	que	los	pasajes	más	alcanzados	por
estas	críticas	son	los	copiados	palabra	por	palabra	de	los	tabloides,	pero	su
moral	continúa	hundiéndose	y	Mary	teme	por	la	estabilidad	mental	y	emotiva
de	su	marido.
—¿Cómo	voy	a	hacer	esta	tarea	si	hasta	un	simple	ejercicio	de	dedos	como
asumir	la	personalidad	de	Alexander	Haig	me	descompone?	—quiere	saber
Russell.
Un	loup-garou	,	piensa	Mary,	incapaz	de	separar	la	molesta	crisis	de	su
esposo	de	sus	consideraciones	profesionales.	Este	pensamiento,	a	su	vez,	le
hace	recordar	el	caso	y	el	semblante	de	Amadeus	Howell.
—¿Dónde	voy	a	encontrar	un	personaje	inolvidable	cuya	autobiografía	pueda
escribir	como	si	fuera	él?
Y	tras	esta	pregunta	de	Russell,	Mary	no	puede	menos	que	sugerir	a	su
principal	paciente	como	sujeto	probable.	Russell	rezuma	gratitud	y
entusiasmo	aproximadamente	a	partes	iguales.	Igual	que	Studs	Terkel,
pretende	grabar	el	testimonio	de	su	elegido.	Luego	transcribirá	a	conciencia
la	vida	de	Asmadeus	para	enviarla	inmediatamente	a	Baltimore.	De	nuevo,
confiesa,	su	esposa	le	ha	salvado	de	un	fracaso	casi	cierto.
—No	es	Asmadeus	—replica	Mary,	nerviosa	porque	ya	está	arrepentida	de
haber	hablado—.	Es	Amadeus.
Las	entrevistas	en	el	hospital	empiezan	muy	bien.	Mientras	Mary	desvía
abnegadamente	sus	energías	hacia	otros	enfermos,	Amadeus	habla	ante	la
grabadora	de	su	esposo	de	forma	alentadoramente	detallada.	Por	desgracia,
Mary	ha	olvidado	explicar	a	Russell	que	Amadeus	no	sólo	padece	el	síndrome
de	Chaney,	sino	además	una	variedad	de	alexitimia	esporádica	que	a	veces
hace	sumamente	tediosa	su	narrativa	verbal.	Otras	personas	colorearían	sus
relatos	de	episodios	formativos	con	la	angustia	o	el	gozo	que	recuerdan,	pero
Amadeus	se	limita	a	enumerar	y	hablar	monótonamente.	Una	noche,	de
hecho,	evita	cualquier	discusión	de	su	pasado	para	relatar	en	penoso	y
repetitivo	detalle	el	argumento	de	una	novela	de	Helen	Hidalgo	Hutton	en	la
que	la	autora	encontró	un	purgante	desfogue	para	una	parte	de	sus
periódicas	experiencias	con	la	HL.	Russell	se	retuerce.	Mary	siempre	ha
evitado	el	problema	de	la	alexitimia	del	joven	Howell	valiéndose	de	técnicas
de	enfrentamiento	al	insulto,	pero	Russell,	que	las	ignora,	acusa	a	su	esposa
de	intentar	sabotear	su	trabajo	por	correspondencia	al	presentarle	a	un
majadero	congénito.	Y	lo	que	es	peor,	él	debe	ir	con	Tiffany	a	las	entrevistas,
y	la	niña	está	cada	vez	más	inquieta	por	tener	que	sentarse	en	las	baldosas
para	apilar	las	rosquillas	en	el	obelisco	de	plástico.	Mary	calma	a	su	marido
con	explicaciones	y	una	sincera	súplica	de	que	vuelva	a	intentarlo.	Dos	noches
más	tarde,	mientras	pasea	de	un	lado	a	otro	y	recita	los	detalles	sumamente
fascinantes	de	los	años	que	pasó	en	el	Soho,	Amadeus	sufre	el	asombroso
cambio	especialísimamente	característico	del	síndrome	de	Chaney.	Los
efectos	especiales	de	Hollywood	no	llegan	a	la	suela	del	zapato	de	la	realidad
provocadora	de	sudor	de	esta	transformación.	Los	ojos	de	Tiffany	sobresalen
como	ampollas	producidas	por	una	quemadura	y	Russell	se	apresura	a
garabatear	notas	al	mismo	tiempo	que	trata	de	observar	los	evanescentes
aleteos	de	este	raro	fenómeno	anatómico.	Esta	noche	ha	reventado	la	presa
física	además	de	la	psíquica,	y	Russell	cree	que	La	autobiografía	de	Amadeus
Howell	va	a	catapultarle	al	primer	puesto	de	su	clase	por	correspondencia.
—Perrito	guapo	—dice	Tiffany	mientras	Amadeus	pasa	corriendo	junto	al
montón	de	rosquillas	de	plástico.
El	hombre	lobo	está	esbozando	con	los	labios	lo	que	Russell	supone	debe	de
ser	la	continuación	del	relato	de	su	vida.	Gemidos	y	gruñidos	vagamente
irónicos	sostienen	ahora	el	peso	principal	del	relato,	empero,	y	son
francamente	ininteligibles.
—Perrito	guapo	—repite	Tiff	mientras	toca	el	grisáceo	hombro	del	animal-
hombre.
Amadeus	tiene	ciertamente	el	aspecto	de	un	perrito	guapo.	Los	movimientos
de	su	esbelto	aunque	robusto	cuerpo	tranquilizan	más	que	amenazan,	y	los
retazos	en	forma	de	oruga	de	horrible	piel	blanca	sobre	sus	opalescentes	ojos
le	confieren	una	cómica	apariencia	de	confusión,	algo	así	como	un	docto
caballero	con	las	cejas	alzadas.	(Su	ropa	yace	en	arrugados	montones	por
toda	la	habitación.	¿Cómo	ha	podido	quitárselas	sin	rasgarlas,	sin	dejar	al
descubierto	un	delincuente	retazo	de	carne	humana?	Russell	no	lo	sabe).
Mientras	el	juguetón	Amadeus	frota	la	narizcontra	Tiffany,	Russell	apaga	la
grabadora	para	observar.	Al	parecer	los	aspectos	hebefrénicos	de	la
enfermedad	son	más	pronunciados	en	su	manifiesta	fase	lupina,	ya	que	el
animal-hombre	está	brincando	como	un	cachorrillo.	Coge	una	rosquilla	de
plástico	de	Tiffany	y	la	tira	por	el	aire.	Por	alguna	inexplicable	razón	la
jugarreta	molesta	a	la	niña;	cuando	su	compañero	de	juegos	se	lanza	a	por
otro	de	sus	juguetes,	Tiffany	le	agarra	dos	puñados	de	frondoso	pelaje	y	le	da
un	cruel	mordisco	en	el	costado.	(A	pesar	de	hallarse	dos	pisos	más	abajo,
incluso	Mary	oye	el	aullido	de	Amadeus).	El	hombre	lobo	se	revuelve,	muerde
el	labio	inferior	de	Tiff	y	se	lanza	hacia	Russell	como	si	quisiera	derribarlo.
Pero	en	vez	de	eso	huye	por	el	pasillo	y	se	oculta	en	las	entrañas	del	edificio;
el	enfurecido	lamento	de	la	pequeña	lo	persigue	como	una	de	las	Furias.
Mary,	agobiada	por	contradictorias	variedades	de	remordimiento,	pone	fin	a
los	privilegios	de	visitante	de	Russell.	Al	menos,	se	consuela	la	madre,	la
mordedura	de	hombre	lobo	de	su	pequeña	no	es	nada	del	otro	mundo,	una
simple	marca	roja.
Los	hechos	subsiguientes	se	apelotonan	y	empujan	unos	a	otros.	Russell	se
recluye,	se	aparta	de	esposa	e	hija	y	completa	su	tarea	de	vida	o	muerte	en	un
colérico	y	repentino	derroche	de	energías	que	dura	cuarenta	y	ocho	horas.
Posteriormente,	el	domingo	por	la	noche,	anuncia	que	a	partir	de	ahora
piensa	adoptar	un	horario	más	convencional.	Para	acomodarse	a	dicho
horario,	Tiff	deberá	ir	a	la	Guardería	Diurna	Lucy	van	Pelt	para	Preciosos
Párvulos	de	Willa	Clanahan,	institución	de	la	vecindad	que	tiene	un
presupuesto	bajo	y	(más	o	menos)	ocho	alumnos.	Si	los	tutores	de	Baltimore
le	dan	calabazas	por	los	dos	primeros	capítulos	de	La	autobiografía	de
Amadeus	Howell	,	Russell	abandonará	la	búsqueda	de	fama	literaria	e
invertirá	los	escasos	ahorros	del	matrimonio	en	la	apertura	de	una	armería	en
la	moribunda	cafetería	Timberline	de	Jim	Rawley.	Mary,	aferrada	a	la
esperanza	de	que	los	tutores	de	Baltimore	mantengan	sus	cínicamente
severas	normas,	asiente.	El	hecho	de	que	Russell	amenace	con	embarcarse	en
un	negocio	de	nueve	a	cinco,	aunque	sea	regentar	una	armería,	alegra	su
alma	resignada.	Si	bien	Mary	sería	capaz	de	escribir	una	novela	de	terror	en
torno	a	la	década	en	la	que	ha	prestado	apoyo	emotivo	o	financiero	a	su
esposo,	Russell	seguramente	no	podría.	Las	postales	suelen	agotar	el	talento
de	su	marido	tanto	como	su	vigor,	a	despecho	de	su	reciente	parranda
creativa.	Mientras	tanto,	el	talento	y	el	vigor	de	Mary	deben	empeñarse	en
rescatar	a	Amadeus	Howell	de	la	desastrosa	recaída	provocada	por	la
presencia	conjunta	de	Russell	y	Tiffany	en	su	habitación.	Desde	el	incidente	el
enfermo	se	muestra	arisco,	distante	e	incluso	más	tonto	que	de	costumbre.
Durante	el	fin	de	semana,	de	hecho,	ha	sufrido	otras	dos	metamorfosis
lupinas,	y	en	el	turno	de	noche	del	lunes	Mary	lo	encuentra	con	un	collar	de
saldo	aparte	de	la	cadena	de	elegante	diseño	que	otro	miembro	del	personal
le	regaló	en	Navidad.	Tan	virulenta	es	la	frivolidad	residual	que	atormenta	al
paciente	que	cuando	Mary	le	hace	una	pregunta,	Howell	responde	con	un
fragmento	lírico	antigramatical	de	un	éxito	de	los	años	50	obra	de	Sam	el
Farsante	y	los	Faraones.	Más	tarde,	durante	un	descanso	para	tomar	café,
Mary	debe	hacer	esfuerzos	para	no	llorar.
La	primera	semana	de	Tiffany	en	la	guardería	de	Willa	Clanahan	tampoco	va
bien.	Tiff	carece	de	experiencia	en	juegos	con	otros	niños	y	los	párvulos	de	la
Guardería	Lucy	van	Pelt	forman	un	conjunto	agresivo	e	indócil.	Russell,
acomodado	frente	a	los	concursos	y	melodramas	del	televisor,	resiste	una
serie	de	llamadas	telefónicas	de	la	señora	Clanahan,	que	se	queja	del	carácter
mandón,	el	egoísmo	y	las	altaneras	negativas	de	Tiff	a	llegar	a	un	compromiso
con	las	otras	«criaturas»,	cuya	veteranía	Tiffany	no	muestra	intención	alguna
de	reconocer,	ni	mucho	menos	respetar.
—Átela	a	una	silla	en	la	cocina	—aconseja	Russell	a	la	señora	Clanahan.
—Ni	hablar	—afirma	la	engañada	mujer,	y	cuelga.
Pero	la	señora	Clanahan	llama	de	nuevo	más	tarde	para	comunicar	que	Tiff	ha
puesto	en	práctica	la	vil	estrategia	de	ir	de	niño	en	niño	y	morderlos	a	todos
en	el	muslo	o	en	el	codo,	en	el	blanco	anatómico	más	accesible.	Tras	causar
estas	heridas,	la	niña	echa	atrás	la	cabeza	y	aúlla	con	bastante	dulzura
mientras	contempla	la	lámpara	de	cristal	de	la	sala.
—He	pensado	atarla	a	una	silla	en	la	cocina	—admite	la	señora	Clanahan.
—No	pierda	un	momento	—replicó	Russell.
El	viernes,	una	vez	puesta	en	práctica	la	drástica	medida	de	precaución
acordada,	a	regañadientes,	la	tarde	anterior,	la	señora	Clanahan	telefonea
para	exponer	la	anómala	conducta	de	Tiff	durante	la	merienda.	La	niña	no
quiere	beber	leche,	no	quiere	comer	su	bocadillo	de	pollo	e	insiste	en
alimentos	tan	exóticos	como	zarzaparrilla	rociada	con	Ovaltine	y	sobras	de
ensalada	con	fríjoles.
—¿Hay	problema	en	darle	eso?	—inquiere	la	señora	Clanahan.
—No	pierda	un	momento	—replica	Russell—.	Mientras	no	sea	carne
envenenada	para	los	coyotes,	no	me	importa	un	pito	lo	que	usted	pueda	darle
de	comer.
La	señora	Clanahan	desaprueba	tan	insensato	criterio,	pero	accede
generosamente	al	capricho	de	Tiffany.	Los	niños	son	el	principal	estímulo	de
su	vida.
El	sábado	por	la	mañana	la	niña	está	sumamente	enferma.	Russell	achaca	la
responsabilidad	a	la	señora	Clanahan,	pero	Mary,	que	acaba	de	llegar	a	casa
tras	otra	mala	noche	en	el	hospital,	examina	atentamente	a	su	hija	e	identifica
la	dolencia	como	vómitos	de	embarazo.	Durante	un	momento	los	padres
permanecen	estupefactos	y	temblorosos	pensando	en	la	cardiaca	aberración
de	tal	posibilidad.	Qué	contingencia	tan	perversa,	repugnante,	diabólica	e
impensable.
—Es	el	pequeño	de	Jim	Rawley,	Sean	—estalla	por	fin	Russell—.	Jamás	he
confiado	en	ese	solapado	chaval,	pero,	fíjate	bien	en	lo	que	digo,	¡voy	a
preocuparme	de	que	obre	con	honor!
Mary,	con	otra	sospecha	en	la	cabeza,	impide	que	su	marido	adopte	este
curso	con	la	sugerencia	de	llevar	a	Tiff	al	hospital	para	someterla	a	pruebas
más	concluyentes.	El	conejo	muere.	De	nuevo	en	casa,	ponen	a	la	niña	tan
cómoda	como	pueden	y	afrontan	una	curiosa	serie	de	opciones	igualmente
odiosas.	(El	oficio	de	progenitores	en	los	últimos	veinte	años	del	siglo	actual
plantea	retos	totalmente	inimaginables	por	madres	y	padres	de	anteriores
generaciones).	Pero	una	semana	más	tarde	los	Smithson	encuentran
compañía	en	su	desgracia,	porque	la	señora	Clanahan,	que	tiene	cierta
experiencia	en	embarazos	y	partos,	ha	decidido	por	su	cuenta	que	cuatro
compañeras	de	Tiffany	comparten	sin	duda	alguna	el	delicado	estado	de	la
niña.	Noticias	de	calibre	tan	espectacular	como	la	presente	se	difunden	con
rapidez	en	Carrion	City.	Y	cuando	Mary	confiesa	a	su	esposo	que	Amadeus
Howell	podría	ser	responsable,	directo	aunque	sin	saberlo,	de	los	actuales
problemas	de	Tiff,	y	por	tanto	responsable	indirecto	de	la	epidemia	en	la
Guardería	Diurna	Lucy	van	Pelt,	Russell	difunde	también	esta	noticia,	con	el
resultado	de	que	pronto	la	población	entera	arde	en	rumores	sobre	hombres
lobo	que	atacan	el	Hospital	Helen	Hidalgo	Hutton	(especializado	en	casos	de
hebefrenia	licantrópica	avanzada).	Que	las	hijas	de	los	hombres	no	sufran
más	indignidades,	los	monstruos	deben	morir…
En	la	encantadora	noche	de	abril,	mientras	Russell	Smithson,	Jim	Rawley	y	la
numerosa	cohorte	de	machos	reúnen	sus	camionetas	de	tracción	delantera	en
el	almacén	de	piensos	de	Sam	Kelsall,	para	cargar	las	escopetas,	comprobar
los	faros	y	darse	nerviosos	ánimos,	Mary	lleva	a	Tiffany	al	hospital	para
aconsejar	a	Amadeus	Howell	y	los	demás	pacientes	que	huyan.	También	hace
una	llamada	telefónica	al	cuartelillo	de	la	patrulla	de	carreteras	de	Pueblo
(Colorado),	a	tres	horas	de	distancia	en	el	borde	oriental	salpicado	de
artemisas	de	la	región	de	las	grandes	praderas.	¿Llegarán	a	tiempo	los
miembros	de	la	patrulla	para	agarrar	por	la	barba	a	los	lugareños	varones	por
su	mal	organizada	vigilancia?	No.	Pero	cuando	se	produce	el	ataque	hasta	el
último	de	los	perplejos	hebefrénicosha	huido	ya.	Amadeus,	presidente
honorario	de	la	Sociedad	Fenris	que	forman	los	enfermos,	los	conduce	hacia
los	nevados	picos	de	la	cordillera	Sangre	de	Cristo.	(Babean	como	animales
mientras	trotan	a	cuatro	patas	bajo	la	luna	casi	llena).	Mientras	tanto,	Russell
y	sus	vengativos	secuaces,	sin	saber	que	Mary	y	Tiffany	están	agazapadas	en
el	interior	del	edificio,	destrozan	los	muros	con	postas	y	meditan	los	diversos
métodos	que	les	permitan	arrasar	el	hospital.	Saben	perfectamente	que	en
este	punto	del	proceso	es	obligatoria	una	conflagración,	pero	nadie	ha
resuelto	todavía	cómo	prender	fuego	a	la	desolada	e	impresionante
estructura.	Cerillas	usadas	yacen	esparcidas	al	borde	del	camino,	y	el	aroma
de	la	mezcla	de	gasolina	y	alcohol	emana	en	oleadas	de	los	cimientos	del
edificio.	La	institución	de	la	señora	Hutton	no	prende.	Por	fin,	entre	el	aullido
de	las	sirenas,	cuatro	vehículos	de	la	patrulla	estatal	irrumpen	cual	coches	de
carreras	en	Carrion	City.	Casi	en	el	mismo	instante	Mary	aparece	en	las
almenas	con	Tiffany	en	los	brazos,	una	Ofelia	moderna	muy	por	encima	de	la
vergonzosa	anarquía	de	los	lugareños.	Avergonzado	por	tan	brava	y
melancólica	exhibición,	Russell	pide	prestado	un	megáfono	y	convence	a	Mary
de	que	baje	recitando	la	primera	parte	entera	de	«Aullido»	de	Allen	Ginsberg,
extraída	de	sus	tanto	tiempo	reprimidos	recuerdos.	Veinte	minutos	antes	de
que	termine,	la	policía	estatal	y	los	compañeros	de	armas	de	Russell	regresan
a	sus	hogares.	El	cerco	ha	terminado.	Los	Smithson	están	unidos	de	nuevo.
Pero	¿a	costa	de	qué?
Sin	pacientes,	el	hospital	debe	cerrar	sus	puertas	y	despedir	al	personal
temporalmente.	Mary,	más	afortunada	que	casi	todos	los	demás,	obtiene	un
puesto	interino	en	la	junta	directiva	de	la	Fundación	Benéfica	Helen	Hidalgo
Hutton.	Poco	después,	Russell	se	entera	de	que	un	agente	de	la	Escuela	de
Prósperos	Colaboradores	Anónimos,	partiendo	de	los	dos	primeros	capítulos
de	su	trabajo,	ha	negociado	una	cantidad	de	seis	cifras	con	una	famosa
editorial	de	Nueva	York	como	anticipo	por	la	publicación	de	La	autobiografía
de	Amadeus	Howell	,	que	será	comercializada	en	forma	de	novela.	Russell
dispone	de	dieciocho	meses	para	entregar	el	manuscrito	completo.	Mary
disimula	su	disgusto	lo	mejor	que	puede.	Entusiasmado	pero	calculador,
Russell	alquila	una	avioneta	y	contrata	los	servicios	de	un	piloto	experto	en
vuelos	sobre	selvas	para	que	le	ayude	a	localizar	a	los	fugados	enfermos;
entre	éstos	se	halla	el	único	ser	humano	capaz	de	aportar	un	final	correcto	y
auténtico	a	la	inconclusa	novela.	Durante	la	tercera	semana	de	ausencia	de
Russell	(su	búsqueda	no	va	nada	bien),	Tiffany	pare	tres	minúsculos
malamutes	con	encantadoras	cejas	color	crema.	En	un	esfuerzo	para
conservar	el	optimismo,	Mary	piensa	que	al	menos	ella	y	Russell	no	tendrán
que	comprar	un	perro	a	la	niña.	Una	semana	más	tarde	las	cuatro
compañeras	de	Tiffany	de	la	guardería	de	la	señora	Clanahan	tienen
alumbramientos	igualmente	asombrosos,	y	siguiendo	la	mejor	tradición
pionera,	los	vecinos	intercambian	visitas	para	ofrecerse	sosiego	y	consuelo.
(Hay	cierta	especulación,	discreta	pero	esperanzada,	en	cuanto	a	que	esos
niños	caninos	repueblen	un	día	el	hospital).	Russell	regresa	por	fin	al	hogar,
renqueante,	sin	haber	localizado	a	nadie,	ni	a	Amadeus	ni	al	resto	de
miembros	de	la	Sociedad	Fenris.	Mary	sabe	que	su	marido	va	a	ser	un
malísimo	abuelo.	Russell	se	refiere	a	usar	los	cachorros	como	perros	de
trineo,	en	cuanto	tengan	peso	y	fuerza	suficiente	para	ayudarle	en	la
búsqueda	de	su	ausente	progenitor.	Tras	un	gruñido,	el	más	valiente	de	los
cachorros	muerde	el	tobillo	de	Russell.	Mary	interviene	para	salvar	el	costado
de	su	nieto.	Más	tarde,	por	la	noche,	Mary	se	acuesta	junto	a	su	ingenuo
esposo	y	piensa	en	Amadeus	Howell	y	en	el	escondrijo	similar	a	una
madriguera	que	el	ex	paciente	tiene	entre	los	helados	precipicios.	Ciertos
pasajes	de	Los	lobos	de	las	fuentes	de	West	Elk	parecen	haber	predicho	este
portentoso	momento.	Hay	una	vibración	en	su	estómago.	Es	terriblemente
difícil	no	dejar	escapar	una	risita…
La	silla
DENNIS	ETCHISON
No	siempre	es	necesario	(ni	preciso)	ir	hasta	los	límites	de	la	fantasía
siniestra	para	sentir	miedo;	ciertamente	ya	se	tiene	bastante	sólo	con	ir	por	el
llamado	mundo	real,	ése	que	está	ahí,	al	otro	lado	de	la	puerta.	Pero	la	forma
más	fácil	de	sentir	miedo	es	pensar	en	un	asesinato	múltiple	o	en	un
psicópata	francotirador,	o	imaginarse	de	repente	a	un	veterano	de	una	guerra
u	otra.	Pero	resulta	mucho	más	difícil	conseguir	ese	mismo	efecto	utilizando	a
una	persona	normal	y	corriente…	—como	tú,	por	ejemplo—,	y	estudiar	la
posibilidad	muy	real	de	que	nadie,	nadie	en	absoluto,	es	permanentemente
racional.	Reflexiona	sobre	esto:	hay	cantidad	de	personas	ahí	fuera,
sonriendo.
Dennis	Etchison	es	el	principal	autor	de	fantasía	siniestra,	y	acaba	de	publicar
su	primera	recopilación	de	cuentos.	Vive	en	California,	y	en	1982	fue	ganador
del	British	Fantasy	Award.
—Marty	—dijo	ella—.	Te	necesito.
Él	observó	sus	labios.	El	aire	era	opalescente	debido	al	humo	de	los
cigarrillos,	y	la	luz	llegaba	con	dificultad.	El	aspecto	de	ella	era	suave	y	tenso:
unas	tenues	gotas	de	sudor	le	brillaban	en	la	sombra	de	sus	pómulos.	Era
imposible,	por	supuesto,	y	sin	embargo…
—¿Christy?	—preguntó	él,	incrédulo.
Quería	acercársele	y	tocarla	para	estar	seguro.	Pero,	al	mismo	tiempo,	una
desconocida	fuerza	le	impelía	a	levantarse	de	la	silla	y	salir	corriendo:	a
través	de	sillas	y	mesas,	incluso	de	la	pista	de	baile,	donde	rostros	que	creía
conocer	habían	sido	injertados	en	cuerpos	que	le	eran	desconocidos,	cuerpos
que	ahora	giraban	frenéticamente	al	son	de	una	música	que	él	suponía	ya
perdida	en	las	profundidades	de	su	mente.
—Te	he	estado	buscando	toda	la	noche	—dijo	ella—.	Temía…,	tenía	miedo	de
que	no	vinieses.	—Su	voz	le	llegaba	apagada	por	el	bullicio,	como	a	través	de
un	túnel	de	viento—.	¿Podemos	ir	a	cualquier	otra	parte?	Aquí	es	imposible
hablar…
Martin	se	incorporó,	dubitativo,	y	la	siguió.	La	multitud	oscilaba	como	una
ola,	y	la	figura	de	ella	empequeñeció	hasta	perderse	de	vista.	Él	se	abrió
camino	entre	un	grupo	de	sillas	abandonadas	y	sus	brazos	tropezaron	con	un
vaso	que	había	encima	de	una	mesa,	desparramando	el	rojizo	líquido.
Enderezó	el	vaso	ya	vacío	y	trató	de	seguir	avanzando.
Una	mano	poderosa	le	sujetó	una	muñeca.
—No	creerás	que	vas	a	largarte	tan	fácilmente,	¿eh?
Martin	elevó	la	mirada.	La	ajada	copia	de	un	rostro	perteneciente	a	su
adolescencia	campeaba	por	encima	del	suyo.	Alrededor	de	los	ojos,	unas
arrugas	grisáceas	remarcaban	asombro	y	daban	énfasis	a	unas	lentes	de
contacto	de	un	azul	fuera	de	lo	natural.
—Bill	Crabbe	—dijo	el	hombre	alto.
Martin	pestañeó.	Era	verdad:	Crabbe,	la	estrella	del	equipo	de	béisbol
escolar…	Se	estrecharon	las	manos.
—¿Cómo	va,	compañero?	—Crabbe	le	bombeó	el	brazo—.	¡Por	todos	los
demonios,	Jerry	Marber!	¿Qué	ha	sido	de	tu	vida	en	todos	estos	años?
Martin	se	dio	cuenta	de	que	le	había	confundido	con	otra	persona.
Pensó	en	disipar	el	equívoco	del	hombre	alto,	pero	en	aquel	instante	la
música	cesó,	y	las	acaloradas	parejas	regresaron	entre	las	columnas	de
madera	empujándose	hacia	sus	mesas.	Una	nube	casi	tóxica	de	aromas	a	laca
y	colonias	flotó	hacia	él,	que	elevó	su	mirada	por	encima	de	la	multitud,
buscando	el	rostro	de	Christy.
Se	aclaró	la	garganta.
—Dispensa,	Jerry	—dijo	abruptamente	Crabbe—,	pero	allí	está	Wayne	Fuller.
Tengo	que	saludarle.	¡Por	todos	los	diablos,	míralo!	¿A	que	no	ha	cambiado
nada?	¡Wayne,	viejo!	¡Aquí!
Crabbe	se	adelantó,	dirigiéndose	al	compacto	grupo	de	gente	desde	el	cual	la
enorme	mano	del	pitcher	les	estaba	saludando.
Martin	buscó	la	salida.
Christy,	o	alguien	que	se	le	parecía	mucho,	se	hallaba	apoyada	sobre	la
lacada	superficie	de	la	puerta,	tratando	de	encender	un	cigarrillo.	Sus	ojos
fueron	deslumbrados	por	el	resplandor	de	un	globo	luminoso.
«Me	está	esperando	—pensó—.	A	mí,	después	de	tantos	años…	Debería
haberlo	pensado.	Debería	haber	mantenido	el	encanto.	Aunque	quizás	lo	he
hecho	sindarme	cuenta…	Pronto	lo	averiguaremos»,	se	dijo	a	sí	mismo.
Las	parejas	pasaban	a	su	lado	con	inquieta	premura.	La	sala	parecía	que	iba	a
inclinarse	cuando	los	cuerpos	se	acumulaban	en	uno	de	sus	extremos.	Ante	la
barra,	unas	seis	líneas	de	espaldas	de	hombre	embutidos	en	trajes	de
poliéster	y	talle	indefinido	se	movían	inquietas.	Martin	inspiró
profundamente.	Se	sentía	borracho.	Se	apoyó	en	el	respaldo	de	una	silla	y
miró	en	otra	dirección.
—¡Jimmy!	—tronó	una	voz.
Intentó	abrirse	paso,	enredando	su	cabeza	entre	las	serpentinas	que	volaban
desde	el	escenario.	Un	coro	de	voces	parecía	formar	un	muro	ante	él;	rostros
grisáceos	y	melenas	con	rizos	que	evidenciaban	una	permanente	se
interponían	en	su	camino.	Cuando	los	hubo	superado,	se	dio	cuenta	de	que
Christy	ya	no	se	hallaba	junto	a	la	puerta.
—¡Jimmy	Madden!	¡Sabía	que	eras	tú!
El	atronador	vozarrón	del	cuello	de	toro	del	entrenador	del	equipo	tronó	de
nuevo.	Esta	vez	fue	arrastrado	hasta	un	reservado.
Martin	se	volvió	y	se	halló	ante	una	camiseta	adornada	con	publicidad:	el
mismo	tipo	de	anagrama	que	le	recordaba	de	la	época	escolar.	Escudriñó	el
rostro	que	se	elevaba	ante	él	y	sacudió	su	cabeza,	sonriendo	con	impaciencia.
¿Cómo	se	llamaba	el	entrenador?
Luego	se	dio	cuenta	de	que,	a	pesar	de	todo,	aquélla	no	era	la	cara	del
entrenador.	Era	Warrick.	Mark	Warrick,	el	que	había	sido	una	figura	en	la
delantera	de	los	Greenworth	Buckskins.	Había	sido	el	mejor	en	las	finales	del
campeonato	del	estado,	si	no	recordaba	mal.
—Encantado	de	verte,	Mark	—dijo	Martin,	respirando	profundamente—.	Pero
yo	no,	no…
Una	mujer	de	sonrisa	melosa	se	separó	del	grupo	y	se	colgó	del	brazo	de
Martin.	Su	pecho	le	presionó	con	firmeza	el	costado.
—¡Gail!	—exclamó	Warrick	y	su	prominente	mandíbula	se	quedó	abierta,
mostrándole	una	dentadura	irregular	y	húmeda	de	saliva—.	¿Sigues	con	Bob?
Quiero	decir…
—No,	desde	hace	año	y	medio	—anunció	Gail,	y	apretó	el	antebrazo	de
Martin,	como	si	se	lo	estuviera	midiendo—.	¿Y	cómo	estás	tú,	Joe?
—¿Sabes	una	cosa,	Gail?	—dijo	el	hombre	con	la	camiseta	deportiva—.	Ahora
soy	el	primer	entrenador	del	GHS.	¿Qué	dices	a	eso?	¡Uau!	¿Estás…,	quiero
decir	si	has	venido	sola?
—¿Aquélla	no	es	tu	esposa,	Mark?	—dijo	Gail—.	¿Esa	cosita	dulce	allá	en	la
esquina,	esperando	que	alguien	la	saque	a	bailar?	¿Cuál	era	su	nombre?
Martin	se	percató	de	cómo	le	separaba	las	costillas	el	armazón	metálico	de
sus	sostenes.	Gail	se	volvió	de	nuevo	hacia	él,	a	pocos	centímetros,	y	sus	ojos
parpadearon	sobre	la	espesa	máscara	de	maquillaje	de	su	rostro.
—Joe	Ivy,	¿sabes	que	mis	mejores	recuerdos	amorosos	te	pertenecen?
—Sí	—dijo	Martin,	apresuradamente—.	No,	no	lo	sabía.	No.	Ése	no	soy	yo…
En	realidad	no	estoy	aquí.
Se	liberó	del	abrazo	y	se	alejó,	arrugándole	el	vestido	de	raso	a	alguien.	La
salida	parecía	como	si	se	hallara	al	otro	extremo	de	un	campo	de	rugby,	como
si	la	contemplase	a	través	de	un	telescopio	invertido.
Se	abrió	paso	a	codazos,	dejó	cubitos	de	hielo	tintineando	en	vasos	de	plástico
tras	él,	y	emprendió	una	última	carrera	hacia	la	cubierta	y	la	oscura	noche	de
afuera.
Una	repentina	brisa	portuaria	acariciándole	el	cuello	le	hizo	estremecer.
No	se	detuvo	hasta	que	llegó	al	otro	extremo	de	la	cubierta	Promenade.	Una
vez	allí,	se	apoyó	sobre	los	codos	y	examinó	la	imagen	de	la	Windsor	Room,
con	sus	ojos	de	buey	enmarcados	por	rejas	recién	pintadas.
La	puerta	de	la	sala	de	fiestas	permanecía	abierta,	lanzando	un	rectángulo	de
luz	amarillenta	sobre	el	suelo	que	había	bajo	el	mástil	principal.	A	través	de	la
puerta	distinguía	la	pancarta	escrita	a	mano	que	colgaba	en	la	pared,	encima
del	bar.
BIENVENIDOS	A	LA	REUNIÓN
EX	ALUMNOS	DE	LA	ESCUELA	SUPERIOR	GREENWORTH
CURSO	DEL	62
Ella	se	detuvo	ante	él,	mirándole	como	antes	solía	hacer.	Detrás	de	su	cabeza,
un	cálido	resplandor	atrapó	su	pelo.	Él	intentó	leer	su	expresión,	pero	a
contraluz	no	le	fue	posible.	Estaba	buscando	la	manera	más	adecuada	para
empezar	de	nuevo.	Se	enderezó,	e	involuntariamente	su	cuerpo	se	aproximó
al	de	ella.	El	hálito	de	calor	cesó	al	cerrarse	repentinamente	la	puerta	de	la
sala.	Una	ola	de	aplausos	creció	desde	el	interior,	cuando	desde	el	escenario
se	hicieron	unos	brindis;	sin	embargo,	tras	la	puerta	al	cerrarse	únicamente
quedó	el	ronroneo	de	un	tambor	que	se	unió	al	murmullo	de	las	oscuras	aguas
que	se	agitaban	casi	imperceptiblemente	bajo	sus	pies.
Quería	recuperar	tanto	tiempo	perdido,	forzarla	a	una	confrontación	tanto
tiempo	ansiada,	lanzar	las	llamas	de	su	tristeza	sobre	su	cuerpo,	por	su
garganta…	y	sin	embargo	dijo:
—Christy…
Ella	lanzó	su	cigarrillo,	y	el	viento	desmenuzó	la	brasa	en	un	estallido	de
chispas.
—Necesito	saber	cómo	te	ha	ido	—dijo	él—.	Quiero	saberlo	todo.	O	lo	que	tú
quieras	contarme.	Si	es	que	puedes.	Tú	sabes	que	sí	puedes,	Christy.
Le	cogió	la	mano.
Ella	bajó	los	ojos	y	encendió	otro	cigarrillo.
—Estoy	contento	de	que	todo	os	haya	salido	bien,	a	ti	y	a	Sherman	—mintió	él.
Casi	se	había	confundido	al	ir	a	pronunciar	el	nombre.	Era	la	primera	vez	que
lo	hacía,	incluso	la	primera	vez	que	se	permitía	pensarlo	en	los	últimos	quince
años.	Sherman	el	perdedor,	el	tipo	que	nunca	tuvo	amigos…	hasta	que
apareció	Martin	y	quiso	echarle	una	mano.	Al	final,	Martin	había	aprendido	lo
que	significa	ayudar	en	exceso…
«Cámbiame	los	pensamientos,	tengo	miedo	de	ir	más	lejos	—le	bullían	las
ideas—.	Dime	que	todo	acabó	entre	vosotros,	que	nunca	hubo	nada.	Dime	que
no	has	cambiado,	y	que	tampoco	he	cambiado	yo.	Hazlo.	Hazlo	ahora,	o
desaparece	por	el	resto	de	mi	vida».
Pero	no	habló.
De	repente,	ella	pareció	avergonzada,	incapaz	de	mirarle	a	la	cara.
—No	sé	cómo…
—Empieza	por	donde	quieras.
Él	esperó.
Una	solitaria	embarcación	de	recreo	cruzó	la	bahía,	sus	oscilantes	lucecitas
momentáneamente	oscurecidas	por	el	inmenso	aparejo	de	la	cubierta	donde
él	y	Christy	se	hallaban.
—Siempre	le	odiaste,	¿no	es	cierto?	—dijo	ella	con	voz	extraña,	como	si
quisiera	reafirmarse	a	través	de	las	palabras,	como	si	la	idea	le	causara	algún
tipo	de	satisfacción.
—¿Y	eso	qué	importa?
—Yo	creo	que	sí	importa.	Por	eso	he	venido.
«¿Ésa	es	la	razón?	—pensó	él,	notando	cómo	el	desconcierto	lo	dominaba—.
Bien,	si	quiere	darme	explicaciones	se	está	tomando	su	tiempo…	Como	si	me
importara…	Como	si	algo	pudiera	tener	importancia	a	estas	alturas».
Él	nunca	había	sentido	rencor	hacia	ella.	Herido,	sí.	Y	confundido.	«Yo	me
habría	casado	contigo,	¿lo	sabías?».	Pero	¿enfadado?
«Yo	nunca	me	lo	hubiese	permitido,	y	ahora	forma	parte	de	otra	vida,	que
sucedió	entonces».
Algo	era	cierto:	ella	no	podía	hablar	por	él.	No	pudo	entonces	y	no	podía
ahora.	Él	tuvo	su	oportunidad	de	dar	la	cara	y	no	lo	hizo.	Ahora	ya	era
demasiado	tarde.
—Olvídalo	—dijo	él—.	Son	cosas	que	pasan.	Incluso	entre	amigos.
Especialmente	entre	los	mejores	amigos.
Ella	elevó	sus	ojos,	y	éstos	relucieron;	fuegos	artificiales	en	el	centro.
—Siempre	fuiste	lamentablemente	olvidadizo.	Hazme	un	favor,	Marty:	¡deja
ya	de	ser	tan	comprensivo!	Tú	sabes	que	le	odias.	¡Admítelo!
«¿Se	estaba	aprovechando	de	él?	No	podía	creerlo.	¿Cuál	podía	ser	la
razón?».
—Christy,	quise	decir	lo	que	he	dicho.	Necesito	saber	que	estás	bien,	que	eres
feliz.	Eso	es	todo.	Si	no	lo	crees,	es	que	nunca	llegaste	a	conocerme	de
verdad.
—Pero	yo	te	conozco.	Ahí	está	el	motivo,	Marty.	Te	conozco	y	por	eso	te
necesito	ahora.
Su	voz	se	suavizó	y	los	años	se	esfumaron	como	flores	silvestres	en	el	campo.
Él	la	recordó	o	se	la	imaginó…	—no	estaba	seguro—	extendida	sobre	su
regazo,	abrazada	a	su	pecho.	Tantas	noches…
—Marty.
Entonces,	inesperadamente,	el	tono	de	su	voz,	otra	vez	endurecido,	le
trasladó	al	presente.	En	su	modo	de	hablarle	había	algo	de	emoción
sorprendentemente	nítida.
Empezó	a	dudar	de	sí	mismo.	¿Había	sido	suya	la	culpa,	entonces?	¿Había
habido	algún	incidente	que	él	se	había	obligado	a	olvidar	en	todo	ese	tiempo,
y	que	fue	la	causa	de	que	ella	se	lanzara	a	los	brazos	de	Sherman?	¿Había
olvidado	en	cierto	modo	lo	ocurrido	aquella	noche?	¿Era	eso	posible?
Marty.	Sólo	ella	le	había	llamado	así,

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