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Veinte relatos, inéditos en su mayor parte, que constituyen la mejor antología de terror contemporáneo hasta hoy. Ésta es la primera vez que se reúnen en un solo volumen los autores más brillantes de la literatura de terror actual. Charles L. Grant, compilador de la antología, es el mejor especialista en trabajos de selección dentro de este género. En este caso ha agrupado con singular talento las narraciones más representativas que era posible ofrecer al lector exigente, y el resultado ha sido una obra maestra que no debe faltar en ninguna biblioteca. Con un mérito adicional: muchos de estos relatos han sido escritos especialmente para el presente volumen. AA. VV. Horror Lo mejor del terror contemporáneo Horror - 1 ePub r1.3 Trujano 30.09.14 Título original: The Dodd, Mead Gallery of Horror AA. VV., 1983 Traducción: César Terrón Compilador: Charles L. Grant Editor digital: Trujano Corrección de erratas: Mina815, Yorik ePub base r1.1 Introducción Hace más años de los que me atrevo a recordar, solía pasar la tarde de los sábados en el Teatro Lincoln de Kearny, New Jersey, junto con mis amigos en una huida de la escuela, del tiempo, de los padres, de los deberes escolares y de cualquier cosa (o persona) capaz de chasquear al peor monstruo de la infancia: ser responsable (también conocido como portarse de acuerdo con la edad de uno o madurar). Entonces era muy natural reemplazar este monstruo por una deliciosa hornada de otros monstruos: el hombre lobo, el vampiro, el fantasma, el espíritu de los alaridos, el horror del sótano, el horror del desván… Muchas veces mis amigos y yo salíamos del cine riendo, caminando con las piernas muy rígidas o fingiendo que llevábamos largas capas negras y enseñando los colmillos a las chicas que pasaban. Pero con la misma seguridad que la caricatura sigue al primer artículo importante, también había una noche del sábado. En la cama. Solo. Sumido en el sueño del inocente hasta que algo me despertaba. Me despertaba con tanta fuerza, de hecho, que lo pasaba muy mal para volverme a dormir. Y a menudo precisaba los tranquilizadores servicios de mis padres para asegurarme que yo, sin ninguna duda, vería el próximo amanecer. Podría creerse que muchos años así debieron curarme de Karloff, Lugosi, Zucco y todos los demás, pero no fue así. Y tampoco fue así para ninguno de mis amigos, aunque nadie quisiera admitir las pesadillas que seguían a la sesión de tarde del sábado. Lo único que sabíamos era esto: las películas nos divertían. No cuando soñábamos, sino cuando las contábamos. Al fin y al cabo, por eso principalmente íbamos a verlas: para asustarnos entonces y para asustarnos más tarde. Desde entonces el Monstruo ya me ha atrapado, en general. He madurado, he aceptado cierta dosis de responsabilidad acá y allá y, en ocasiones, me porto de acuerdo con mi edad (sea cual sea el maldito significado de la expresión). Por otra parte, también escribo y hago recopilaciones como ésta, libros que, si todo va bien, de vez en cuando ofrecen a los lectores una buena dosis de escalofríos, temblores y aullidos verdaderos. En el fondo, para ser sinceros, no somos tan maduros. El miedo que tenemos ahora no es el mismo que cuando éramos niños, pero es miedo de todos modos. Nos hace sudar las palmas de las manos, nos produce pesadillas y a veces tiene la fuerza suficiente para alterar nuestro carácter. El miedo es ahora, como entonces real . ¿Por qué, pues, leemos relatos de terror? Porque usted puede dejar este libro, apartarse de él, cerrarlo bruscamente con la certeza de que las cosas horribles que suceden a la gente en estas páginas no pueden sucederle. Lo que hay en estas páginas no existe. No obstante, creo que de todos modos es divertido flirtear con el miedo, entregarse a él de vez en cuando, y si nos afecta más que cuando éramos niños…, bien, es el riesgo de la pesadilla, ¿no? Ahí interviene la diversión. Y para estar seguros de que estos autores no han perdido el tiempo, ellos exigen al lector únicamente una cosa (aparte de una habitación en penumbra, viento frío y un cristal que vibra amilanadoramente en la ventana): del mismo modo que una película con diez asesinatos gráficos y a todo color tiende a entumecer la mente y produce poca cosa más que bostezos, leer veinte o más cuentos seguidos es aburrido y acaba siendo frustrante. A los escritores reunidos aquí no les importa en absoluto la velocidad del tráfico en la calle del lector; lo único que piden es la oportunidad de lograr lo que usted desea de ellos: horrorizarlo, aterrorizarlo o darle una simple dosis de nerviosa ansiedad. Estos relatos son diversamente gráficos, sosegados, orientados hacia lo sobrenatural, encauzados hacia lo psicológico. Algunos son cachiporras, y otros cuchillas de afeitar. Algunos exigirán de usted más trabajo que otros, y algunos ejercerán su efecto más de una vez, como el impacto de un potente veneno que entra en su organismo… y el regusto que deja. Todos ellos, no obstante, pretenden hacer recordar pesadillas. Y tarde o temprano usted puede toparse con una de las suyas. Naturalmente, mientras las luces sigan encendidas y usted no crea ni por un momento en todas estas cosas, puede estar tranquilo. Ese Monstruo de la infancia lo ha atrapado y transformado, y usted puede enfrentarse a casi todo en la actualidad, en especial a cuentos que no pasan de morder un poquito en su imaginación, agitar un poco las sombras que usted estaba seguro de que habían desaparecido en cuanto salió el sol… Usted se atreve a todo. Que duerma bien. CHARLES L. GRANT Newton, Nueva Jersey, EEUU Algo repelente WILLIAM F. NOLAN Los adultos parecen encontrar maravillosos deleites atormentando a los niños hasta hacerlos llorar o sufrir pesadillas, sobre todo recurriendo directamente a lo que saben asustará más a los chicos. Quizá sea una reacción a sus experiencias antes de «madurar», o tal vez se trate de otra cosa peor…, algo básico. William F. Nolan, residente en California, ha editado, escrito y colaborado en decenas de libros con temas que van desde lo macabro hasta las emociones de las carreras automovilísticas, o su reciente biografía de Steve McQueen. También ha escrito guiones para el cine y la televisión. —¿Aún no te has duchado, Janey? Era la voz de su madre en la planta baja, que flotaba como el humo hacia ella, apenas audible desde su cama. Más fuerte en ese momento, insistente. —¡Janey! ¡Contesta! Se levantó, se estiró como una gata, salió al pasillo, al rellano, donde su madre pudiera oírla. —Estaba leyendo. —Pero si te dije que tío Gus vendría esta tarde. —Le odio —dijo Janey en voz baja. —Estás murmurando. No te entiendo. —Frustración. Enojo y frustración—. Baja ahora mismo. Cuando Janey llegó al pie de la escalera, la imagen de su madre ondeaba como el agua. La pequeña cerró y abrió los ojos con rapidez, esforzándose en despejar sus lacrimosos ojos. La madre de Janey se alzaba ante ella, alta, voluminosa y perfumada con su satinado vestido veraniego. Mamá siempre parece bonita cuando viene tío Gus. —¿Por qué lloras? El enfado había cedido el paso a la preocupación. —Porque sí —dijo Janey. —¿Por qué? —Porque no quiero hablar con tío Gus. —¡Pero si él te adora! Viene especialmente a verte. —No, no es verdad —dijo Janey mientras se frotaba la mejilla con su puñito—. No me adora, y no viene especialmente a verme. Viene a pedir dinero a papá. Su madre se sobresaltó. —¡Es espantoso que digas eso! —Pero es verdad. ¿A que sí? —A tu tío Gus lo hirieron en la guerra y no puede hacer un trabajo normal. Hacemos lo que podemos para ayudarle. —Yo nunca le he gustado —contestó Janey—. Dice que hago mucho ruido. Y nunca me deja jugar con «Bigotes» cuando está aquí. —Eso es porque los gatos le fastidian. No está acostumbrado a ellos. No le gustan las cosas con pelo. —La mujer tocó el cabello de Janey. Oro blando—. ¿Recuerdas ese ratón que trajiste la Navidad pasada, qué nervioso puso a tío Gus…? ¿Te acuerdas? —«Pete» era muy listo —dijo Janey—. No legustaba tío Gus, igual que a mí. —A los ratones ni les gusta ni les disgusta la gente —le explicó su madre—. No tienen bastante inteligencia para eso. Janey meneó tercamente la cabeza. —«Pete» era muy inteligente. Encontraba el queso en cualquier parte de mi cuarto, aunque estuviera muy escondido. —Eso está relacionado con el sentido básico del olfato, no con la inteligencia —dijo su madre—. Pero estamos perdiendo el tiempo, Janey. Sube corriendo, dúchate y ponte tu bonito vestido nuevo, el de lunares rojos. —Son fresas. Tiene fresitas rojas en la tela. —Estupendo. Ahora obedece. Gus llegará pronto y quiero que mi hermano se sienta orgulloso de su sobrina. Con la rubia cabeza gacha y arrastrando los taloncitos en cada escalón, Janey subió la escalera. —No hablaré de esto a tu padre —estaba diciendo su madre, y la voz iba apagándose conforme la pequeña seguía subiendo—. Sólo le diré que te has dormido. —No me importa lo que le digas a papá —murmuró Janey. Las palabras desaparecieron como humo en el pasillo mientras la niña se dirigía a su habitación. Papá creía todo lo que le decía mamá. Siempre. A veces era verdad, lo de dormir más de la cuenta. Era difícil despertar de la siesta. Porque yo no quiero irme a dormir. Porque lo odio . Igual que comer brócoli, tomar pastillas de vitaminas en forma de animalitos de colores, visitar al dentista y subir en las montañas rusas. Tío Gus la había llevado a una montaña rusa, altísima y pavorosa, el último verano, y Janey había vomitado. A él le gustaba ponerla nerviosa, asustarla. Mamá no sabía cuántas veces le decía cosas espantosas tío Gus, o le hacía bromas pesadas, o la llevaba a sitios que a ella no le gustaban. Mamá la dejaba a solas con él mientras iba a comprar, y Janey aborrecía totalmente estar en la vieja y oscura casa de tío Gus. Él sabía que la oscuridad la asustaba. Se sentaba delante de ella con las luces apagadas, le explicaba historias fantasmales, llenas de detalles tenebrosos y atroces, y su voz era empalagosa y horrible. Janey se espantaba tanto cuando escuchaba a su tío que a veces acababa llorando. Y las lágrimas hacían sonreír a tío Gus. —Gus. ¡Siempre es una alegría verte! —Hola, hermanita. —Pasa. Jim está holgazaneando por ahí. He preparado una cena buenísima. Pavo troceado. Y he hecho tortas de maíz. —¿Y dónde está mi sobrina favorita? —Janey bajará en cualquier momento. Llevará su nuevo vestido… sólo para ti. —Bien, vaya; eso es magnífico. Janey estaba observando en lo alto de la escalera, tumbada en el suelo para que no la vieran. Qué rabia le daba ver a mamá abrazando a tío Gus de aquella forma, siempre que venía, como si hubieran pasado años desde la última visita. ¿Por qué mamá no se daba cuenta de lo malvado que era tío Gus? Todos los amigos de la clase de Janey habían comprendido que él era una mala persona el primer día que la llevó al colegio. Los niños suelen saber inmediatamente cómo es una persona. Igual que aquel viejo miserable, el señor Kruger, de geografía, que obligaba a Janey a quedarse en clase cuando olvidaba hacer los deberes. Todos los niños sabían que el señor Kruger era espantoso. ¿Por qué los adultos tardaban tanto tiempo en comprender las cosas? Janey se deslizó hacia atrás en las sombras del pasillo. Se levantó. Tenía que bajar… con la ropa de estar por casa. Eso significaría seguramente una zurra en cuanto se marchara tío Gus, pero valía la pena a cambio de no tenerse que poner el vestido nuevo en su honor. Las zurras no hacían demasiado daño. Valía la pena. —¡Vaya, aquí está mi princesita! —Tío Gus estaba levantándola por el aire, muy fuerte, para marearla. Ya sabía que ella odiaba los zarandeos. La dejó en el suelo con un ruido sordo. La miró con sus crueles ojazos—. ¿Y dónde está ese bonito vestido nuevo de que me hablaba tu mamá? —Se me ha roto —dijo Janey, con la mirada fija en la alfombra—. No puedo ponérmelo hoy. Su madre volvió a enfadarse. —Eso no es verdad, señorita, ¡y tú lo sabes! Planché ese vestido por la mañana y está perfecto. —Señaló arriba—. ¡Sube otra vez a tu cuarto y ponte ese vestido! —No, Maggie. —Gus sacudió la cabeza—. Deja a la niña tal como está. Tiene muy buen aspecto. Vamos a cenar. —Pinchó el estómago de Janey con un dedo—. Apuesto a que esa barriguita tuya se muere de ganas de probar un poco de pavo. Y tío Gus fingió que reía. A Janey no la engañaba nunca; ella sabía distinguir las risas verdaderas de las fingidas. Pero mamá y papá jamás parecían notar la diferencia. La madre de Janey suspiró y sonrió a Gus. —De acuerdo, lo pasaré por alto esta vez… Pero creo que la mimas demasiado. —Tonterías. Janey y yo nos entendemos muy bien. —Miró fijamente a la pequeña—. ¿No es cierto, guapa? La cena no fue divertida. Janey no pudo acabar el puré de patata, y sólo probó el pavo. Nunca podía disfrutar con la comida si su tío estaba presente. Como de costumbre, su padre apenas se dio cuenta de que ella estaba en la mesa. Él no se preocupó en saber si llevaba puesto el vestido nuevo. Mamá se ocupaba de esas cosas, y papá de su trabajo, fuera cual fuese. Janey no había averiguado nunca qué hacía, pero él se iba todos los días a cierta oficina desconocida para ella y ganaba dinero suficiente, por lo que siempre podía dar algo a tío Gus cuando mamá le pedía un cheque. Ese día era domingo y papá estaba en casa para leer el enorme periódico, limpiar el coche y podar el césped. Hacía las mismas cosas todos los domingos. ¿Me quiere papá? Sé que mami me quiere, aunque a veces me zurre. Pero ella siempre me abraza después. Papá nunca me abraza. Me compra helados y me lleva al cine los sábados por la tarde, pero no creo que me quiera. Por eso ella nunca podría decirle la verdad sobre tío Gus. Papá no le haría caso. Y mamá, simplemente, no lo entendía. Después de la cena, tío Gus agarró firmemente de la mano a Janey y la llevó al patio. Después la hizo sentar cerca de él en la gran mecedora de madera. —Apostaría a que tu vestido nuevo es feo —dijo con frialdad. —No. ¡Es bonito! La aflicción de la niña complació a tío Gus. Se agachó, acercó los labios a la oreja derecha de Janey. —¿Quieres saber un secreto? Janey contestó que no con la cabeza. —Quiero volver con mamá. No me gusta estar aquí. Janey se dispuso a alejarse, pero él la agarró, la atrajo con brusquedad hacia la mecedora. —Presta atención cuando te hablo. —Sus ojos chispeaban—. Voy a contarte un secreto… De ti misma. —Pues cuéntamelo. Gus sonrió. —Tienes una cosa dentro. —¿Y eso qué quiere decir? —Quiere decir que hay algo muy dentro de tu asqueroso estomaguito. ¡Y está vivo! —¿Eh? —Janey parpadeó: empezaba a tener miedo. —Una criatura. Que vive de lo que tú comes, que respira el aire que tú respiras, y que ve gracias a tus ojos. —Acercó la cara de la niña a la suya—. Abre la boca, Janey, para que yo pueda mirar y ver qué cosa vive ahí abajo… —¡No, no quiero! —Se retorció para intentar soltarse, pero él era muy fuerte —. ¡Mientes! ¡Estás contándome una mentira horrible! ¡Mientes! —Ábrela bien —dijo, e hizo fuerza en la mandíbula de la niña con los dedos de su mano derecha hasta que la boca se abrió—. Ah, así está mejor. Vamos a ver… —Escudriñó el interior de la boca—. Sí, ahí. ¡Ahora lo veo! Janey se echó hacia atrás, con los ojos muy abiertos, francamente alarmada. —¿Cómo es? —¡Repelente! ¡Espantosa! Con unos dientes muy afilados. Una rata diría yo. O algo parecido a una rata. Larga, gris y gorda. —¡Yo no tengo eso! ¡No! —Oh, claro que sí, Janey. —Su voz era empalagosa—. He visto brillar sus ojos rojos y he visto su larga cola. Está ahí dentro, sí. Algo repelente. Y se echó a reír. Esta vez de verdad. No era una risa fingida. Tío Gus estaba divirtiéndose. Janey sabía que él sólo pretendía asustarla una vez más…, pero no estaba completamente segura respecto a la cosa que llevaba dentro. Quizás él había visto algo. —¿Hay… otras personas con… criaturas… que viven dentro de ellas? —Depende —dijo tío Gus—. Las criaturas malas viven dentro de las personas malas. Las niñasbuenas no tienen ninguna. —¡Yo soy buena! —Bueno, eso es cuestión de opinión, ¿no crees? —Su voz era dulce y desagradable—. Si fueras buena no tendrías una cosa repelente viviendo dentro de ti. —No te creo —dijo Janey, que respiraba con dificultad—. ¿Cómo puede ser verdad? —Las cosas son reales cuando la gente cree en ellas. —Encendió un largo cigarrillo negro, aspiró el humo y lo expulsó con lentitud—. ¿Has oído hablar del vudú, Janey? La niña meneó la cabeza. —Funciona así: un brujo maldice a una persona haciendo un muñeco y hundiendo una aguja en el corazón del muñeco. Luego deja el muñeco en la casa del hombre maldito. Cuando el hombre lo ve se asusta mucho. Convierte en real la maldición al creer en ella. —¿Y luego qué pasa? —Su corazón deja de funcionar y muere. Janey notó que su corazón latía muy deprisa. —Tienes miedo, ¿verdad, Janey? —Puede que… un poco. —Claro que tienes miedo. —Rió entre dientes—. Y es lógico…, ¡con una cosa así dentro de ti! —¡Eres un hombre malo y muy cruel! —le dijo Janey, con los ojos nublados por las lágrimas. Y regresó corriendo a la vivienda. Esa noche, en su cuarto, Janey permanecía sentada en la cama, rígida, abrazando a «Bigotes». Al gato le gustaba entrar allí por la noche y acurrucarse en la colcha, a los pies de la niña, para dormitar hasta el amanecer. Era un plácido gato doméstico, gris y negro, que jamás se quejaba de nada y siempre contestaba con un «miau» de alegría cuando Janey lo cogía para acariciarlo. Después ronroneaba. Esa noche «Bigotes» no ronroneaba. Captaba las ásperas vibraciones de la habitación, captaba el nerviosismo de Janey. El animal se estremeció inquieto en los brazos de la pequeña. —Tío Gus me ha mentido, ¿verdad, «Bigotes»? —La voz de la niña reflejaba tensión, incertidumbre—. Míralo… —Acercó más al gato—. No hay nada ahí, ¿verdad? Y abrió la boca para demostrar a su amigo que ninguna rata vivía allí. Si había una rata, el viejo «Bigotes» metería una pata para cazarla. Pero el gato no reaccionó. Se limitó a cerrar y abrir sus rasgados ojos verdes. —Lo sabía —dijo Janey, enormemente aliviada—. Si yo no creo que esté ahí, no está . Poco a poco relajó los tensos músculos de su cuerpo…, y «Bigotes», al percibir el cambio, empezó a ronronear: un suave y tranquilizador sonido de motor en la noche. Todo estaba bien. Ninguna criatura de ojos rojos existía en su barriguita. De pronto la niña se sintió agotada. Era tarde, y por la mañana tenía que ir al colegio. Janey se deslizó bajo la sábana y cerró los ojos tras soltar a «Bigotes», que se alejó silenciosamente hacia su habitual rincón de la cama. Janey tenía muchas cosas que contar a sus amigos. Era jueves, un día que Janey solía odiar. Un jueves sí y otro no, su madre iba de compras y la dejaba cenando con tío Gus en la casona encantada de éste, con los postigos bien cerrados para que no entrara el sol, y las sombras llenando todos los pasillos. Pero ese jueves iba a ser distinto, y Janey no se preocupó cuando su madre se marchó y la dejó sola con su tío. Esta vez, pensó la niña, no iba a tener miedo. Soltó una risita. ¡Hasta podía divertirse! Tras ponerle un plato de sopa delante, tío Gus le preguntó cómo se encontraba. —Bien —dijo Janey tranquilamente, con los ojos bajos. —Entonces podrás apreciar la sopa. —Sonrió, tratando de que su apariencia fuera agradable—. Es una receta especial. Pruébala. Janey se metió una cucharada en la boca. —¿A qué sabe? —Un poco ácida. Gus meneó la cabeza mientras probaba la sopa. —Ummm… Deliciosa. —Hizo una pausa—. ¿Sabes de qué está hecha? Janey contestó que no con la cabeza. Gus sonrió y se inclinó hacia la niña al otro lado de la mesa. —Es sopa de ojos de búho. Hecha con ojos de búho muerto. Machacados y recién extraídos para ti. Janey sostuvo la mirada de su tío. —Quieres que devuelva, ¿verdad, tío Gus? —Dios mío, no, Janey. —Había un empalagoso deleite en su voz—. Pensaba que te gustaría saber qué estabas tragando. Janey apartó su plato. —No voy a vomitar porque no te creo. Y cuando no crees una cosa, no es real. Gus la miró ceñudamente mientras terminaba la sopa. Janey sabía que él planeaba contarle otra espantosa historia de fantasmas después de comer, pero no estaba nerviosa. No lo estaba. No lo estaba porque no habría sobremesa para tío Gus. Había llegado el momento de su sorpresa. —Tengo algo que decirte, tío Gus. —Pues dímelo. Su voz era aguda y desagradable. —Todos mis amigos del colegio saben lo del animal que está dentro. Hablamos mucho de eso, y ahora todos lo creemos. Tiene ojos rojos… Es muy peludo y huele mal. Y tiene muchísimos dientes afilados. —Naturalmente que sí —dijo Gus, con el rostro iluminado por las palabras de la niña—. Y siempre tiene hambre. —Pero ¿a qué no sabes una cosa? —prosiguió Janey—. ¡Sorpresa! No está dentro de mí, tío Gus… ¡Está dentro de ti! Gus la miró coléricamente. —Eso no es nada divertido, pequeña zorra. No intentes dar la vuelta a las cosas y fingir que… Se detuvo sin acabar la frase, y mientras la cuchara caía con estrépito al suelo, se levantó de repente. Tenía la cara enrojecida, como a punto de asfixiarse. —Y ahora quiere salir —dijo Janey. Gus dobló el cuerpo sobre la mesa, aferrándose el estómago con las manos. —Llama… Llama al… médico —dijo jadeante. —Un médico no servirá de nada —contestó satisfecha Janey—. Nada sirve ya de nada. Janey siguió tranquilamente a su tío mientras masticaba una manzana. Le vio tambalearse y caer ante la puerta, le vio agitarse, con los ojos desorbitados por el pánico. Janey se detuvo junto a tío Gus y le miró el estómago bajo la camisa blanca. Algo abultaba allí. Gus lanzó un grito. Más tarde, esa noche, sola en su cuarto, Janey apretó a «Bigotes» contra su pecho y musitó en la temblorosa oreja de su gatito: —Mamá ha llorado —explicó al animal—. Está muy triste por lo que le pasó a tío Gus. ¿Estás triste tú, «Bigotes»? El gato abrió la boca y dejó ver sus afilados y blancos dientes. —No lo había pensado… Eso es porque tío Gus te gustaba tanto como a mí, ¿verdad? Abrazó al gato. —¿Quieres saber un secreto, «Bigotes»? El gato cerró y abrió los ojos tranquilamente, y empezó a ronronear. —¿Sabes, ese viejo malo del colegio…, el señor Kruger? Bueno, ¿sabes qué? — Sonrió—. Yo y los otros niños pensamos hablar con él mañana para decirle que tiene algo dentro… Janey se estremeció de placer. —¡Algo repelente! Y se rió como una tonta. El patio trasero de Canavan JOSEPH PAYNE BRENNAN La mejor fantasía siniestra trata, como cualquier buena literatura, de lo real, del presente, del mundo que todos conocemos. La diferencia, por supuesto, es el giro que da el autor a lo que creíamos conocer, a lo que nos resultaba agradable. Ese giro no ha de ser por fuerza dislocador; sólo precisa hacer que las cosas parezcan ligeramente descompuestas. Joseph Payne Brennan es uno de los maestros de la fantasía siniestra, sin ninguna duda. Sus relatos cortos han preparado el terreno para que todos nosotros trabajemos en el campo actualmente, y el cuento que sigue ha resistido el paso del tiempo de tal modo que puede considerársele un clásico con pleno derecho. Conocí a Canavan hace veinte años, poco después de que él abandonara Londres. Era anticuario y aficionado a los libros antiguos. Fue muy natural que inaugurara una tienda de libros de segunda mano tras establecerse en New Haven. Dado que su pequeño capital no le permitía alquilar un local en el centro de la ciudad, Canavan alquiló como tienda y vivienda al mismo tiempo una casa vieja y aislada casi en las afueras de la urbe. La zona se hallaba escasamente habitada, pero como un buen porcentaje del material usado por Canavan llegaba por correo, el problema no tenía particular importancia. Muy a menudo, tras una mañana pasada ante la máquina de escribir, yo iba a la tienda de Canavan y dedicaba gran parte de la tarde a hojear los viejos libros. Encontraba en ello gran placer, en especial porque Canavan jamás recurría a métodos enérgicos para lograr unaventa. Él conocía mi precaria situación financiera, nunca se enfadaba si me iba con las manos vacías. De hecho, Canavan parecía alegrarse con mi simple compañía. Pocos compradores visitaban con regularidad su tienda, y creo que estaba solo con frecuencia. A veces, cuando el negocio iba mal, preparaba una tetera de té inglés y los dos permanecíamos sentados durante horas, bebiendo y hablando de libros. Canavan incluso tenía la apariencia de un vendedor de libros antiguos…, o la caricatura popular de uno de ellos. Era menudo de cuerpo, un poco encorvado, y sus ojos azules observaban detrás de unos arcaicos anteojos con bordes de acero y rectos cristales. Aunque dudo que sus ingresos anuales igualaran alguna vez los de un buen empapelador, se las arreglaba para «ir tirando» y era feliz. Es decir, feliz hasta que empezó a observar su patio trasero. Detrás de la vieja y destartalada casa en la que vivía y se ocupaba de su negocio, se extendía un largo y desolado patio cubierto de zarzas y leonada hierba alta. Varios manzanos muertos, mellados y negros a causa de la podredumbre, realzaban el aspecto depresivo de la escena. Las vallas rotas de madera a ambos lados del patio estaban prácticamente devoradas por la maraña de hierba áspera. Parecían hundirse literalmente en la tierra. En conjunto, el patio ofrecía una imagen anormalmente depresiva, y yo solía extrañarme de que Canavan no limpiara el lugar. Pero el problema no me incumbía; jamás lo mencioné. Una tarde que visité la tienda, Canavan no se hallaba en la habitación donde exponía los libros, por lo que recorrí un estrecho pasillo hasta llegar a un almacén donde a veces trabajaba él, haciendo y deshaciendo paquetes de libros. Al entrar en el almacén, Canavan se hallaba de pie ante la ventana, contemplando el patio trasero. Me dispuse a hablar y, por alguna razón, no lo hice. Creo que lo que me detuvo fue la expresión de Canavan. Estaba mirando el patio con una concentración peculiar, como si lo absorbiera por completo algo que veía allí. Diversas y conflictivas emociones se revelaban en sus tensas facciones. Parecía fascinado y asustado, atraído y repelido al mismo tiempo. Cuando por fin reparó en mí, casi dio un brinco. Me miró fijamente un momento, como si yo fuera un desconocido. Después reapareció su típica y natural sonrisa, y sus ojos azules chispearon tras los rectos cristales. Sacudió la cabeza. —Ese patio mío es extraño algunas veces. Lo miras mucho tiempo, ¡y crees que se extiende varios kilómetros! Eso fue lo único que comentó entonces, y yo no tardé en olvidarlo. No sabía que iba a ser sólo el principio del horrible asunto. Después de eso, siempre que visitaba la granja encontraba a Canavan en el almacén. De vez en cuando estaba trabajando, pero casi siempre se hallaba de pie ante la ventana, mirando su deprimente patio. A veces permanecía allí varios minutos sin reparar en mi presencia. Lo que veía, fuera lo que fuese, cautivaba toda su atención. En tales ocasiones su rostro mostraba una expresión de espanto mezclada con una ansiedad extraña y placentera. Normalmente yo tenía que toser o arrastrar los pies para que él se apartara de la ventana. Después, al hablar de libros, Canavan parecía recobrar su antigua personalidad, pero yo empecé a experimentar la desconcertante sensación de que mientras él charlaba sobre incunables sus pensamientos continuaban centrados en aquel patio infernal. En diversas ocasiones pensé en preguntarle por el patio, pero cuando las palabras estaban en la punta de mi lengua, una sensación de vergüenza me impedía pronunciarlas. ¿Cómo reprender a un hombre por mirar por la ventana el patio trasero de su casa? ¿Qué decir y cómo decirlo? Guardé silencio. Más tarde lo lamenté amargamente. El negocio de Canavan, nunca floreciente, empezó a empeorar. Y un detalle peor, el librero parecía decaer físicamente. Se encorvó y demacró más. Aunque sus ojos jamás perdían su agudo centelleo, acabé pensando que el brillo se debía más a la fiebre que al saludable entusiasmo que los animaba. Una tarde, cuando entré en la tienda, no encontré a Canavan en ninguna parte. Pensando que podía estar en la parte trasera de la casa, enfrascado en algún quehacer doméstico, me incliné sobre la ventana de atrás y miré. No vi a Canavan, pero al contemplar el patio me vi sumido en una repentina e inexplicable idea de desolación que me inundaba como las olas de un mar helado. Mi impulso inicial fue apartarme de la ventana, pero algo me retuvo allí. Mientras observaba la miserable maraña de zarzas y hierba agostada, experimenté algo que, a falta de mejor término, sólo puedo denominar curiosidad. Quizás una parte fría, analítica y desapasionada de mi cerebro quería descubrir simplemente la causa de mi repentina sensación de depresión grave. O tal vez algún rasgo del lastimoso panorama me atraía por culpa de un impulso inconsciente que yo había reprimido en mis horas de cordura. En cualquier caso, permanecí junto a la ventana. La hierba, alta, reseca y tostada, se agitaba ligeramente con el viento. Los podridos árboles negros se alzaban inmóviles. Ni un solo pájaro, ni siquiera una mariposa revoloteaba en la desolada extensión. No había nada que ver aparte las briznas de alta y leonada hierba, los muertos árboles y los dispersos grupos de bajas zarzas. Sin embargo, había algo en aquel fragmento aislado del paisaje que me resultaba intrigante. Creo haber tenido la sensación de que el lugar ofrecía una especie de enigma y de que, si lo contemplaba el tiempo suficiente, el enigma se resolvería por sí solo. Después de varios minutos de contemplación experimenté la extraña sensación de que la perspectiva estaba alterándose de forma sutil. Ni la hierba ni los árboles cambiaron, y no obstante el patio pareció expandir sus dimensiones. Al principio, me limité a juzgar que el patio era mucho más espacioso de lo que yo creía hasta entonces. Luego, pensé que en realidad ocupaba varias hectáreas. Finalmente, me convencí de que se prolongaba hasta una distancia interminable y que, si yo entraba allí, podría caminar kilómetros y kilómetros antes de alcanzar el final. Me abrumó el repentino y casi irresistible deseo de salir corriendo por la puerta trasera, zambullirme en aquel mar de hierba oscilante y caminar hasta descubrir por mí mismo a cuánta distancia se extendía el patio. Estaba de hecho apunto de hacerlo…, cuando vi a Canavan. Surgió bruscamente entre la maraña de hierba alta de la parte más próxima del patio. Durante un minuto como mínimo se comportó como si estuviera totalmente perdido. Observó la parte posterior de su casa como si no la hubiera visto en su vida. Estaba despeinado y claramente excitado. Colgaban zarzas de sus pantalones y su chaqueta, y unas briznas de hierba pendían de los corchetes de sus anticuados zapatos. Sus ojos vagaron frenéticamente por el lugar y creí que estaba a punto de dar media vuelta y lanzarse hacia la maraña de la que acababa de salir. Golpeé el cristal de la ventana. Canavan se detuvo, casi de espaldas ya, miró por encima del hombro y me vio. Poco a poco reapareció en sus agitadas facciones una expresión de normalidad. Con el paso fatigado y un andar indolente se acercó a la casa. Corrí hacia la puerta y la abrí para que entrara. Canavan fue directamente a la tienda y se desplomó en un sillón. Alzó la cabeza cuando yo entré detrás de él en la habitación. —Frank —dijo casi en un susurro—, ¿sería tan amable de preparar té? Así lo hice, y él tomó el té casi hirviendo sin pronunciar palabra. Parecía sumamente exhausto. Comprendí que estaba demasiado fatigado para explicarme lo ocurrido. —Será mejor que no salga de la casa en los próximos días —dije antes de marcharme. Él asintió débilmente, sin levantar la cabeza, y me dijo adiós. Cuando volví a la tienda la tarde siguiente, Canavan me pareció descansado y reavivado, si bien taciturno y deprimido. No hizo mención alguna del episodio del día anterior. Durante una semana pensé que el librero acabaría olvidándose del patio. Pero undía, cuando entré en la tienda, Canavan se hallaba de pie ante la ventana de atrás, y vi que si bien se apartaba de allí, lo hacía con la peor de las disposiciones. Después de ese día, la norma se repitió con regularidad. Comprendí que la misteriosa maraña de leonada hierba del patio le obsesionaba cada vez más. Puesto que yo temía tanto por su negocio como por su frágil salud, finalmente le reconvine. Comenté que estaba perdiendo clientes, que hacía meses que no publicaba un catálogo de libros. Le dije que las horas que pasaba contemplando los mil embrujados metros cuadrados que él llamaba su patio trasero podía aprovecharlas mejor clasificando sus libros y haciendo pedidos. Le aseguré que una obsesión como la suya acabaría minando forzosamente su salud. Y por último le señalé los aspectos absurdos y ridículos del asunto. Si la gente se enteraba de que pasaba horas mirando por la ventana una simple jungla en miniatura de hierba y zarzas, cualquiera podía pensar que estaba loco de remate. Terminé preguntándole resueltamente cuál había sido su experiencia aquella tarde en la que le vi salir de entre la hierba con expresión aturdida. Canavan se quitó sus anticuados anteojos con un suspiro. —Frank —dijo—, sé que sus intenciones son buenas. Pero hay algo en ese patio…, un secreto…, que debo averiguar. No sé qué es con exactitud… Creo que se trata de algo relacionado con distancia, dimensiones y perspectivas. Pero sea lo que sea, he acabado considerándolo…, bien, como un desafío. Tengo que llegar a la raíz del misterio. Si piensa usted que estoy loco, lo siento. Pero no podré descansar hasta que resuelva el enigma de esa porción de tierra. Volvió a ponerse los anteojos con el ceño fruncido. —Aquella tarde —prosiguió—, cuando usted miró por la ventana, tuve una extraña y alarmante experiencia ahí afuera. Había estado observando el patio por la ventana, y finalmente me sentí irresistiblemente tentado a salir. Me adentré en la hierba con una sensación de gozo, de aventura, de ansiedad. Al avanzar por el patio, esa sensación de júbilo se transformó con rapidez en una tétrica depresión. Di media vuelta para tratar de salir de allí inmediatamente…, pero no pude. No lo creerá, lo sé, pero me había perdido. Simplemente perdí todo sentido de orientación y no supe por dónde debía ir. ¡Esa hierba es más alta de lo que parece! Cuando te adentras en ella, no ves nada más allá. »Sé que esto parece increíble…, pero estuve una hora vagando por allí. El patio era fantásticamente extenso…, casi parecía alterar sus dimensiones conforme yo avanzaba, siempre había una gran extensión de terreno ante mí. Debí caminar en círculo. ¡Juro que recorrí kilómetros! Meneó la cabeza. —No es preciso que me crea —continuó—. No espero que lo haga. Pero eso fue lo que ocurrió. Cuando por fin logré salir, fue por pura casualidad. Y la parte más extraña de todo ello es que, una vez fuera, me sentí repentinamente aterrorizado sin la alta hierba rodeándome, ¡y quise retroceder! Retroceder a pesar de la sensación espectral de soledad que despertaba en mí el lugar. »Pero tengo que volver. Tengo que resolver ese misterio. Ahí afuera hay algo que desafía las leyes de la naturaleza terrenal tal como la conocemos. Pretendo averiguar qué es. Creo tener un plan y me propongo llevarlo a la práctica. Sus palabras me impresionaron de un modo muy extraño y cuando recordé con inquietud mi experiencia en la ventana aquella tarde, me resultó difícil despreciar el relato como si fuera pura estupidez. Intenté, sin excesivo ánimo, disuadirlo de que volviera al patio, pero incluso mientras lo hacía sabía que estaba perdiendo el tiempo. Aquella tarde, salí de la tienda con un presentimiento y sintiendo una angustia que nada pudo aliviar. Cuando me presenté varios días más tarde, mis peores temores se confirmaron: Canavan había desaparecido. La puerta principal de la tienda estaba abierta como de costumbre, pero el librero no se hallaba en la casa. Miré en todas las habitaciones. Por fin, con un espanto infinito, abrí la puerta de atrás y dirigí la mirada al patio. Las alargadas briznas de tostada hierba se rozaban movidas por la suave brisa, emitiendo secos y sibilantes murmullos. Los árboles muertos se alzaban negros e inmóviles. Aunque todavía era verano, no oí el gorjeo de un solo pájaro ni el chirrido de un solo insecto. El mismo patio parecía estar alerta. Tras notar algo en el pie, bajé la mirada y vi un grueso cordel que salía de la puerta, atravesaba el escaso espacio desbrozado inmediato a la vivienda y se perdía en el muro fluctuante de hierba. Al instante, recordé que Canavan había mencionado un «plan». Comprendí de inmediato que su plan consistía en adentrarse en el patio dejando una cuerda sólida tras él. Por más giros y vueltas que diera, debió razonar el librero, siempre encontraría la salida recogiendo el cordel. Parecía un plan factible, y ello me produjo alivio. Seguramente Canavan continuaba en el patio. Decidí esperar su salida. Quizá si podía vagar por el patio mucho tiempo, sin interrupción, el lugar perdería su maléfica fascinación, y Canavan lo olvidaría. Volví a la tienda y hojeé algunos libros. Al cabo de una hora me intranquilicé de nuevo. Me pregunté cuánto tiempo debía llevar Canavan en el patio. Al considerar la incierta salud del anciano, me sentí responsable en parte. Finalmente, regresé a la puerta de atrás, comprobé que no había rastro del librero y grité su nombre. Experimenté la sensación inquietante de que mi grito no llegaba más allá del borde de la susurrante pared de hierba. Fue como si algo hubiera apagado, ahogado, anulado el sonido en cuanto las vibraciones llegaron al borde del espectral patio. Grité una y otra vez, pero no hubo respuesta. Por último, decidí ir en busca de Canavan. Seguiría el cordel, pensé, y sin duda localizaría al librero. Juzgué que la espesa hierba ahogaba mis gritos y que, en cualquier caso, Canavan podría sufrir una ligera sordera. Cerca de la puerta, dentro de la casa, el cordel estaba atado con seguridad a la pata de una pesada mesa. Sin soltarlo, atravesé la parte sin hierba del patio y me deslicé en la susurrante extensión de hierba. La marcha fue fácil al principio y avancé con rapidez. Pero conforme me adentraba, la hierba era más gruesa y las briznas estaban más unidas, y me vi forzado a abrirme paso a empellones. Cuando no llevaba más que unos metros dentro de la maraña, me vi abrumado por la misma sensación insondable de soledad que había experimentado anteriormente. Ciertamente, había algo sobrenatural en el lugar. Me sentía como si de pronto hubiera entrado en otro mundo…, un mundo de zarzas y leonada hierba cuyos incesantes y tenues murmullos parecían animados de una vida maléfica. Seguí adentrándome, y el cordel se acabó de repente. Al mirar al suelo, comprobé que se había agarrado en unos espinos y había terminado por romperse con el roce. A pesar de que me agaché y examiné el lugar durante varios minutos, fui incapaz de localizar el otro extremo del cordel. Seguramente, Canavan no sabía que el cordel se había roto y debía de haberlo arrastrado en su avance. Me incorporé, ahuequé las manos en torno a mi boca y grité. El grito parecía ahogarse prácticamente en mi garganta ante aquella depresiva pared de hierba. Me sentí como si estuviera en el fondo de un pozo, dando gritos. Con el ceño fruncido a causa de mi creciente nerviosismo, seguí vagando. La hierba era cada vez más gruesa y espesa, y acabé necesitando ambas manos para avanzar entre las enmarañadas plantas. Empecé a sudar copiosamente. Me dolía la cabeza, y creí que mi vista se nublaba. Sentía la misma angustia, tensa y casi insoportable, que se experimenta en un bochornoso día estival cuando se acerca una tormenta y la atmósfera está cargada de electricidad estática. Además, me di cuenta, con un ligero temblor de miedo, de que había dado vueltas y no sabía en qué parte del patio me hallaba. Durante medio minuto de objetividad en el que pensé que realmente me preocupaba perderme en el patiotrasero de alguien, estuve a punto de echarme a reír…, a punto. Pero cierto rasgo del lugar impedía la risa. Proseguí mi lento avance con el semblante muy serio. En ese momento presentí que no estaba solo. Tuve la repentina y enervante convicción de que alguien, o algo, se arrastraba por la hierba detrás de mí. No puedo asegurar que oyera algo, aunque es posible que así fuera, pero de pronto tuve la certeza de que cierta criatura reptaba o se retorcía detrás de mí a poca distancia. Me pareció que me observaban y que el observador era sumamente maligno. En un instante de pánico, consideré una precipitada huida. Luego, inexplicablemente, la rabia se apoderó de mí. De pronto me enfureció Canavan, me enfureció el patio, me enfureció estar allí. Mi tensión contenida explotó, una explosión de cólera que barrió el miedo. Juré que debía llegar a la raíz de aquel misterio espectral. El patio no iba a continuar atormentándome y frustrándome. Di media vuelta bruscamente y me lancé hacia la hierba, hacia el lugar donde creía que se ocultaba mi furtivo perseguidor. Me detuve súbitamente. Mi cólera salvaje se transformó en un horror indecible. A la tenue pero luminosa luz solar que se filtraba entre los impresionantes tallos, Canavan se hallaba agazapado a cuatro patas igual que una bestia a punto de saltar. No llevaba los anteojos, su ropa estaba hecha pedazos y sus retorcidos labios formaban una mueca de loco, en parte sonrisa, en parte refunfuño. Permanecí como petrificado, mirándole fijamente. Sus ojos, extrañamente desenfocados, me lanzaron una mirada de odio concentrado sin ningún chispeo que denotara reconocimiento. Su cabello cano era una maraña de hierbas y ramitas; todo su cuerpo, de hecho, sin excluir los andrajosos restos de su vestimenta, estaba cubierto de hierba, como si se hubiera arrastrado o rodado por el suelo igual que un animal salvaje. Tras el susto inicial que me paralizó la garganta, conseguí hablar por fin. —¡Canavan! —le grité—. ¡Canavan, por el amor de Dios! ¿No me conoce? Su respuesta fue un ronco gruñido gutural. Sus labios se abrieron dejando ver unos dientes amarillentos, y su cuerpo agazapado se tensó, dispuesto a saltar. Un puro terror se apoderó de mí. Salté a un lado y me lancé hacia el infernal muro de hierba un instante antes de que él atacara. La intensidad de mi terror debió proporcionarme nuevas fuerzas. Me lancé de cabeza entre los tallos retorcidos que tan laboriosamente había apartado antes. Oí crujir la hierba y las zarzas a mi espalda, y comprendí que corría para salvar mi vida. Avancé como en una pesadilla. Los tallos fustigaron mi cara igual que látigos y los espinos me desgarraron la carne igual que cuchillas de afeitar, pero no sentí nada. Todos mis recursos físicos y mentales se concentraron en un alocado propósito: salir del maléfico campo de hierba y alejarme del ser monstruoso que me pisaba los talones. Mi respiración acabó por convertirse en estremecidos sollozos. Mis piernas se debilitaron y creí estar viendo a través de remolineantes platillos de luz. Pero seguí corriendo. La criatura que me perseguía estaba ganando terreno. La oí gruñir, y noté que arremetía contra el suelo a sólo unos centímetros de mis huidizos pies. Y en ningún momento me libré de la enloquecedora convicción de estar corriendo en círculo. Por fin, cuando creía que iba a derrumbarme en cualquier momento, crucé la última maraña leonada y salí al aire libre. Ante mí se extendía la parte desbrozada del patio de Canavan. Al otro lado estaba la casa. Jadeante y casi asfixiado, me arrastré hacia la puerta. Por un motivo que tanto entonces como después me pareció inexplicable, tuve la certeza de que el terror que pisaba mis talones no se aventuraría a salir al aire libre. Ni siquiera me volví para asegurarme. En el interior de la vivienda, caí débilmente sobre un sillón. Mi respiración forzada recuperó poco a poco la normalidad, pero mi mente continuó atrapada en un remolino de puro horror y espantosas conjeturas. Comprendí que Canavan había enloquecido por completo. Una emoción desagradable lo había transformado en una bestia voraz, en un lunático que ansiaba destruir salvajemente a cualquier ser viviente que se cruzara en su camino. Al recordar los ojos extrañamente enfocados que me habían contemplado con una llamarada de ferocidad animalesca, deduje que la mente de Canavan no estaba simplemente desquiciada: esa mente no existía. La muerte era el único alivio posible. Pero Canavan continuaba teniendo como mínimo el caparazón de un ser humano, y había sido mi amigo. No podía aplicar la ley por mi propia mano. Con una aprensión enorme, llamé a la policía y pedí una ambulancia. Lo que siguió fue más locura, y una sesión de preguntas y exigencias que me dejó en un estado de práctico abatimiento nervioso. Media docena de fornidos agentes de policía pasaron casi una hora entera patrullando por la fluctuante y leonada hierba sin encontrar rastro alguno de Canavan. Salieron de allí maldiciendo, frotándose los ojos y meneando la cabeza. Estaban sonrojados, furiosos…, y turbados. Anunciaron que no habían visto ni oído nada, aparte de un perro furtivo que siempre se ocultaba y gruñía de vez en cuando. Cuando mencionaron el perro gruñón, abrí la boca para hablar, pero lo pensé mejor y no dije nada. Me observaban ya con franco recelo, como si pensaran que mi mente estuviera descomponiéndose. Repetí mi relato al menos veinte veces, y sin embargo los agentes no quedaron satisfechos. Registraron la casa de arriba abajo. Examinaron los archivos de Canavan. Incluso levantaron algunas tablas sueltas de una de las habitaciones y rebuscaron debajo. Por fin decidieron de mala gana que Canavan padecía una pérdida total de memoria tras haber experimentado alguna emoción fuerte y había salido de la vivienda en estado de amnesia poco después de que yo lo encontrara en el patio. Mi descripción del aspecto y los actos del librero desestimaron aquella explicación por considerarla extravagantemente exagerada. Tras advertirme que probablemente me harían nuevas preguntas y que tal vez registraran mi casa, me permitieron marcharme a regañadientes. Las búsquedas e investigaciones subsiguientes no revelaron nada nuevo y Canavan quedó registrado en la lista de personas desaparecidas, quizás afectado por amnesia aguda. Pero yo no quedé satisfecho, y me resultaba imposible descansar. Seis meses de paciente, penosa y aburrida investigación en los archivos y estanterías de la biblioteca universitaria de la localidad dieron por fin un provecho que no ofrezco como explicación, ni siquiera como pista definitiva, sino tan sólo como una fantástica cuasi-imposibilidad que no pretendo que nadie crea. Una tarde, después de que mi prolongada investigación de varios meses no diera resultados importantes, el conservador de libros raros de la biblioteca trajo con aire triunfante a mi reservado un minúsculo y casi desmenuzado panfleto impreso en New Haven en 1695. No mencionaba autor alguno y llevaba el austero título de Muerte de Goodie Larkins, bruja . Varios años antes, revelaba el escrito, los vecinos acusaron a una vieja bruja, Goodie Larkins, de convertir a un niño desaparecido en un perro salvaje. La locura de Salem estaba en su apogeo por entonces, y tras un juicio sumario Goodie Larkins fue condenada a muerte. En lugar de quemarla en la hoguera, la condujeron a un pantano en las profundidades del bosque, y soltaron tras ella siete perros salvajes que llevaban veinticuatro horas sin comer. Al parecer, los acusadores creyeron que aquello sería una pincelada de auténtica justicia poética. Cuando los hambrientos animales estaban a punto de alcanzarla, los vecinos que se retiraban la oyeron pronunciar a gritos una pavorosa maldición: «¡Que esta tierra sobre la que caigo conduzca derecha al infierno! ¡Y que quienes se detengan aquí sean como estas bestias que van a desgarrarme hasta morir! ». . El posterior examen de viejos mapas y escrituras de propiedad me recompensó con el descubrimiento de queel pantano donde Goodie Larkins fue hecha pedazos por los perros tras pronunciar su espantosa maldición… ¡ocupaba entonces el mismo solar o terreno que en la actualidad cercaba el infernal patio trasero de Canavan! No digo nada más. Sólo regresé una vez a aquel lugar diabólico. Fue en un frío y triste día de otoño, y un viento plañidero batía los leonados tallos. No puedo explicar qué me impulsó a volver a aquel paraje impío: quizás el persistente sentido de lealtad hacia el Canavan que yo había conocido. Tal vez acudí allí llevado incluso por un último jirón de esperanza. Pero en cuanto entré en la parte desbrozada detrás de la tapiada casa de Canavan, comprendí que había cometido un error. Al contemplar la rígida y fluctuante hierba, los árboles pelados y las negras e irregulares zarzas, sentí como si alguien o algo, a su vez, estuviera contemplándome. Noté como si algo extraño y diabólico estuviera observándome y, pese a mi terror, experimenté el perverso y alocado impulso de lanzarme de cabeza en la susurrante extensión de hierba. De nuevo creí ver que el monstruoso paisaje alteraba sus dimensiones y su perspectiva, hasta que tuve ante mí un tramo de sibilante hierba leonada y árboles podridos que se extendía kilómetros y kilómetros. Algo me incitaba a entrar, a perderme en la hermosa hierba, a rodar por el suelo y arrastrarme entre las raíces, a desgarrar los estúpidos estorbos de las prendas que me cubrían y echar a correr entre voraces aullidos, a correr, a correr… En lugar de eso, di media vuelta y salí corriendo. Corrí como un loco por las ventosas calles otoñales. Me precipité en mi casa y cerré la puerta con llave. Nunca he vuelto allí desde entonces. Y nunca volveré. El gusano conquistador STEPHEN R. DONALDSON Existen, por supuesto, buen número de temores basados en seres procedentes del más allá, del mundo de lo sobrenatural en el que nosotros, como es natural, no creemos…, casi nunca. Pero hay igual número de cosas que logran asustarnos bastante, o nos hacen encoger, sin que haya que calificarlas de preternaturales. Los hombres, de vez en cuando, pelean entre ellos, simplemente porque temen dar mucho de su persona y quedar reducidos a algo inferior a la imagen que tienen de sí mismos. Algunas veces estos problemas se resuelven. Otras no. Stephen R. Donaldson vive en Nuevo México y es autor de la serie de fantasía de éxito mundial Crónicas de Thomas Covenant El Incrédulo. Y cualquier persona que viva en el suroeste de los Estados Unidos se apresurará a confirmar que la criatura de este relato no es una exageración. Y mucho de Locura, y más de Pecado, y Horror como alma de la trama. EDGAR ALLAN POE Antes de darse cuenta de lo que hacía, asestó una cuchillada… (El hogar de Creel y Vi Sump. El salón. (El verdadero nombre de ella es Violeta, pero todos la llaman Vi. Llevan casados dos años, y ella no está floreciendo. (Su hogar es modesto pero confortable: Creel tiene un buen empleo en su empresa, aunque no asciende. En el salón, parte del mobiliario es mejor que el espacio que ocupa. Un buen estéreo contrasta con el estado del papel de las paredes. La disposición de los muebles indica ciertas dosis de frustración: imposible disponer sillones y sofá de forma que la gente que se siente en ellos no vea las manchas de humedad del techo. Las flores del jarrón de la mesa rinconera son de verdad, pero parecen de plástico. Por la noche, las luces crean sombras en curiosos lugares del salón). Estuvieron fuera hasta muy tarde, en una gran fiesta donde conocidos, compañeros de trabajo y desconocidos bebieron mucho. Mientras abría la puerta y entraba en el salón delante de Vi, Creel tenía más que nunca el aspecto de un oso desgreñado. El whisky lograba que el deslustre usual de sus ojos pareciera maléfico. Detrás de él, Vi se asemejaba a una flor camino de convertirse en avispa. —No me importa —dijo él mientras iba derecho al mueble bar para servirse otro vaso—. Me gustaría que no hicieras eso. Vi se sentó en el sofá y se sacó los zapatos. —Dios, estoy cansada. —Si no estás interesada en otra cosa —dijo él—, piensa en mí. Tengo que trabajar con casi toda esa gente. La mitad podrían despedirme si quisieran. Estás influyendo en mi trabajo. —Hemos tenido esta conversación otras veces —repuso ella—. Ocho veces este mes. —Un vago movimiento en una de las sombras del lado opuesto de la habitación le hizo volver la cabeza hacia el rincón—. ¿Qué es eso? —¿Qué es, qué? —He visto algo que se movía. Allí, en el rincón. No me digas que tenemos ratones. —Yo no he visto nada. No tenemos ratones. Y no me importa cuántas veces hemos tenido esta conversación. Quiero que dejes de hacerlo. Ella contempló el rincón un momento. Luego se recostó en el sofá. —No puedo dejar de hacerlo. No estoy haciendo nada. —No me vengas con cuentos. —Dio un sorbo y llenó de nuevo el vaso—. Si te esforzaras un poco más en ir detrás de él, ya tendrías la mano dentro de sus calzoncillos. —Eso no es cierto. —Crees que nadie ve lo que haces. Actúas como si estuvieras sola. Pero no lo estás. Todo el mundo en esa maldita fiesta estaba mirándote. Por tu forma de flirtear… —No estaba flirteando. Sólo estaba hablando con él. —Por tu forma de flirtear, deberías tener la decencia de estar avergonzada. —Oh, vete a la cama. Estoy demasiado cansada para esto. —¿Lo haces porque él es vicepresidente? ¿Piensas que por eso será mejor en la cama? ¿O es que te gusta el prestigio de coquetear con un vicepresidente? —No he flirteado con él. Lo juro por Dios. A ti te pasa algo. Sólo hemos estado hablando. Ya me entiendes, moviendo los labios para que las palabras pudieran salir. Él se especializó en literatura en la universidad. Tenemos algo en común. Hemos leído los mismos libros. ¿Recuerdas los libros? ¿Esos objetos con ideas y relatos impresos? Tú sólo hablas de rugby…, que cierta persona de la empresa te la tiene jurada…, que la secretaria nueva no lleva sostenes… A veces pienso que soy la última persona culta con vida. —Vi levantó la cabeza para mirar a Creel. Luego suspiró—. ¿Por qué me molesto? No estás escuchándome. —Tienes razón —dijo él—. Hay algo en el rincón. Lo he visto moverse. Los dos observaron el rincón. Al cabo de un momento, un ciempiés salió a la luz. Su aspecto era viscoso y malicioso, y agitaba vorazmente sus antenas. Medía casi treinta centímetros. Sus gruesas patas parecían ondear mientras recorría con rapidez la alfombra. Después se detuvo para examinar los alrededores. Creel y Vi vieron que las mandíbulas masticaban ansiosamente mientras el animal flexionaba sus uñas venenosas. Había entrado en la vivienda huyendo de la fría y desapacible noche…, y para buscar comida. Vi no era de esa clase de mujeres que chillan con facilidad. Pero saltó al sofá para apartar del suelo sus pies descalzos. —Santo cielo —musitó—. Creel, mira eso. No dejes que se acerque. Creel brincó hacia el ciempiés y trató de aplastarlo con uno de sus gruesos zapatos. Pero el animal reaccionó con tanta celeridad que el zapato ni siquiera lo rozó. Ni Vi ni Creel vieron adonde iba. —Está debajo del sofá —dijo él—. Apártate. Vi obedeció sin rechistar. Sobresaltada, saltó al centro de la alfombra. En cuanto ella se apartó, Creel apoyó el sofá sobre el respaldo. El ciempiés no estaba allí. —El veneno no es mortal —dijo Vi—. Un niño del barrio recibió una picadura la semana pasada. Su madre me lo contó. Es un poco peor que la picadura de abeja. Creel no estaba escuchándola. Alzó en el aire el sofá para ver mejor el suelo. Pero el ciempiés había desaparecido. Soltó el mueble, dio un golpe a la mesa rinconera y las flores se cayeron. —¿Adónde ha ido ese hijo de perra? Registraron la habitación durante varios minutos sin abandonar la protección de la luz. Después Creel se sirvió otro vaso de whisky. Le temblaban las manos. —No he estado flirteando —dijo Vi. Creel la miró. —Entonces es algo peor. Ya te has acostado con él. Debéis de haber estado haciendo planes para la próxima vez que os veáis. —Me voy a la cama—repuso ella—. No estoy obligada a tolerar esto. Eres odioso. Creel apuró el vaso y lo llenó con la botella más próxima. (La sala de juego de los Sump. (Esta habitación es el auténtico motivo de que Creel comprara el piso a pesar de los reparos de Vi: deseaba una casa con sala de juego. El dinero que podía haber cambiado el papel de las paredes y arreglado el techo del salón se ha gastado aquí. La sala contiene una mesa de billar reglamentaria con todos los accesorios, un alargado sofá de cuero artificial en una pared y un mueble bar con bebidas alcohólicas. Pero la iluminación no es mejor que la del salón ya que la luz de las lámparas está centrada en la mesa de billar. El mueble bar está tan débilmente iluminado que los usuarios deben adivinar qué hacen. (Cuando no tiene trabajo, cuando no está de viaje de negocios o viendo rugby con sus amigotes, Creel pasa largos ratos aquí). Después de que Vi se acostara, Creel entró en la sala de juego. En primer lugar se acercó al bar y corrigió la vacuidad de su vaso. Luego dispuso las bolas y golpeó con tanta fuerza que la roja se salió de la mesa. La bola produjo un sordo, grave ruido al rebotar en el esponjoso linóleo. —Jo —dijo Creel mientras se movía pesadamente en busca de la bola. La cantidad de alcohol que había consumido se reflejaba en su forma de actuar pero no en su hablar. Parecía sobrio. Tras apoyarse en su taco, hecho a la medida para él, se agachó para recoger la bola. Antes de que volviera a situarla en la mesa, Vi entró en la habitación. No se había cambiado de ropa para acostarse. Sin embargo, llevaba puestos los zapatos. Observó las sombras del suelo y debajo de la mesa antes de mirar a Creel. —Creía que te habías acostado —dijo él. —No puedo dejar el asunto así —repuso ella cansadamente—. Me fastidia. —¿Qué quieres de mí? —preguntó él—. ¿Aprobación? —Vi le lanzó una mirada feroz. Creel no se contuvo—. Eso sería fantástico para ti. Si yo lo apruebo, no tendrías que preocuparte por nada. El único problema sería que casi todos los hijos de perra que te presento están casados. Sus esposas podrían ser un poco más normales. Podrían crearte complicaciones. Vi se mordió el labio y siguió fulminando a Creel con la mirada. —Pero no veo por qué habrías de preocuparte por eso. Si esas mujeres no son tan comprensivas como yo, mala suerte para ellas. La cuestión es que yo lo apruebe, ¿no? No hay motivo para que no folles con cualquier hombre que te apetezca. —¿Has terminado? —Demonios, no hay motivo para que no folles con todos. Es decir, mientras yo lo apruebe. ¿Por qué desperdiciar ocasiones? —Maldita sea, ¿has terminado? —Sólo hay una cosa que no entiendo. Si eres tan ardorosa, ¿cómo es que no quieres follar conmigo? —Eso no es cierto. Creel la miró y parpadeó a través de la neblina del alcohol. —¿Qué es lo que no es cierto? ¿Que eres muy ardorosa o que no quieres follar conmigo? No me hagas reír. —Creel, ¿qué te pasa? No entiendo nada de esto. Tú no eras así. No eras así cuando nos conocimos. No eras así cuando nos casamos. ¿Qué te ha ocurrido? Durante un minuto, él no contestó. Volvió al borde de la mesa de billar, donde había dejado el vaso. Pero con el taco en una mano y la bola en otra, no le quedaba una mano libre. Con sumo cuidado, dejó el taco sobre la mesa. Después apuró el vaso. —Has cambiado —dijo. —¿Que yo he cambiado? Eres tú el que se comporta como un loco. Lo único que he hecho yo ha sido hablar de libros con cierto vicepresidente de la compañía. —No, no es cierto —repuso él. Tenía blancos los nudillos de la mano que aferraba la bola—. Crees que soy tonto. Porque no me especialicé en literatura en la universidad. Tal vez haya cambiado eso. Cuando nos casamos no pensabas que yo era tonto. Pero ahora sí. Crees que soy demasiado tonto para notar la diferencia. —¿Qué diferencia es ésa? —Ya no quieres hacer el amor conmigo. —Oh, por el amor de Dios —dijo ella—. Lo hicimos anteayer. Creel la miró a los ojos. —Pero tú no querías. Lo sé. Nunca lo deseas. —¿Qué quiere decir eso de que lo sabes? —Pones muchas excusas. —No es cierto. —Y cuando hacemos el amor, no me prestas atención. Siempre estás en otra parte. Pensando en otra cosa. Siempre pensando en otro. —Pero eso es normal —dijo ella—. Todas las personas lo hacen. Todos fantaseamos durante el acto. Eso es lo que lo hace divertido. Al principio, Vi no observó que el ciempiés salía retorciéndose de debajo de la mesa de billar, con las antenas apuntadas a sus piernas. Pero después bajó la cabeza por casualidad. —¡Creel! El animal avanzó hacia ella. Vi retrocedió de un salto para apartarse. Creel lanzó la bola de billar con toda su fuerza. La bola roja dejó un hoyo en el linóleo, junto al ciempiés, y se estrelló contra el mueble bar. El ciempiés atacó a Vi. Lo hizo con tanta rapidez que ella no pudo alejarse. Iluminados, los segmentos de su cuerpo destellaron venenosamente. Creel agarró el taco y golpeó en dirección al animal. Falló de nuevo. Pero las astillas de madera desprendidas obligaron al ciempiés a dar media vuelta y huir en dirección contraria. El animal desapareció debajo del sofá. —Mátalo —dijo Vi, jadeante. Creel blandió los fragmentos del taco ante ella. —Te explicaré mis fantasías. Imagino que te gusta hacer el amor conmigo. Tú imaginas que soy otro hombre. Separó el sofá de la pared, esgrimiendo su arma. —Lo mismo harías tú si tuvieras que acostarte con un animal tan sensible, considerado e imaginativo como tú —replicó Vi. Tras salir de la habitación, cerró bruscamente la puerta. Creel movió de un lado a otro todos los muebles para continuar la cacería del ciempiés. (El dormitorio. (Esta habitación define a Vi tanto como permiten las limitaciones de la vivienda. La cama es francamente grande para el espacio disponible, pero al menos tiene una cabecera y un pie de bronce trabajado. Las sábanas y las fundas de las almohadas hacen juego con la colcha, que está decorada con flores blancas sobre fondo azul. Por desgracia, el peso de Creel comba la cama. Las puertas del armario están torcidas y es imposible cerrarlas. (Hay una lámpara en el techo, pero Vi no la enciende nunca. Confía en un par de lámparas de lectura en forma de S. En consecuencia, la cama parece estar rodeada de penumbra por todas partes). Creel se sentó en la cama y contempló la puerta del cuarto de baño. Tenía la espalda doblada. Su mano derecha aferraba el cuello de una botella de tequila, pero no estaba bebiendo. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada. Creel parecía estar mirándose en el espejo de cuerpo entero unido a la puerta. Pero se veía una franja de luz fluorescente por debajo de la madera. Creel vio la sombra de Vi moviéndose en el interior del cuarto de baño. Estuvo contemplando la puerta durante varios minutos, pero ella estaba tomándose su tiempo. Por fin se cambió la botella de mano. —Nunca comprendo qué haces ahí dentro. —Espero a que te atontes para poder descansar en paz —repuso ella al otro lado de la puerta. Creel se sintió ofendido. —Bien, no voy a atontarme. Nunca me atonto. Ya puedes olvidarte de eso. De pronto se abrió la puerta. Vi apagó de un manotazo la luz del cuarto de baño y apareció en el oscurecido umbral, con los ojos clavados en Creel. Iba con ropa de cama, con un camisón que la habría hecho parecer apetecible si ella lo hubiera deseado. —¿Qué quieres ahora? —preguntó—. ¿Ya has terminado de destrozar la sala de juego? —He intentado matar a ese ciempiés. El que tanto te ha espantado. —No me ha espantado…, solamente ha sido el susto. Sólo es un ciempiés. ¿Lo has matado? —No. —Eres muy lento. Tendrás que llamar a un fumigador. —Al infierno con el fumigador —dijo muy despacio—. Que se vaya, a la mierda. Igual que el ciempiés. Puedo ocuparme de mis problemas. ¿Por qué me has llamado así? —¿Cómo te he llamado? —Animal. —Creel no la miró al decir esto, pero sí después—. Jamás he movido un dedo para pegarte. Vi pasó junto a él, se acostó y apoyó la almohada en la cabecera de bronce. Sentada en la cama,cruzó las piernas y se recostó en el almohadón. —Lo sé —dijo—. No quería decir eso. Estaba furiosa. Creel arrugó la frente. —No querías decir eso. Qué bonito. Eso me hace sentir mucho mejor. ¿Qué demonios querías decir? —Espero que comprendas que no estás facilitando las cosas. —No son fáciles para mí. ¿Crees que me gusta estar sentado aquí, rogando a mi esposa que me explique por qué no soy lo bastante bueno para ella? —En realidad —contestó Vi—, creo que te gusta. De esta forma puedes sentirte víctima. Creel alzó la botella hasta ponerla a la luz. Observó el dorado líquido un momento y cambió el tequila de mano. Pero no respondió. —Muy bien —dijo ella al cabo de unos instantes—. Me tratas como si no te importara qué pienso o cómo me siento. —Lo hago como sé hacerlo —protestó él—. Si a mí me gusta, se supone que ha de gustarte a ti. —No estoy hablando de sexualidad. Estoy hablando de tu forma de tratarme. De tu forma de hablarme. Supones que me ha de gustar todo lo que a ti te gusta y que me ha de disgustar todo lo que a ti te disgusta. Piensas que toda mi vida debe girar en torno a ti. —Entonces ¿por qué te casaste conmigo? ¿Te ha costado dos años averiguar que no deseas ser mi mujer? Vi extendió las piernas ante ella. El camisón las tapaba hasta las rodillas. —Me casé contigo porque te amaba. No porque deseara que me trataras como un objeto el resto de mi vida. Necesito amistades. Gente con la que compartir cosas. Gente que se interese por mis ideas. Estuve a punto de ir a una universidad para graduados porque deseaba estudiar a Baudelaire. Llevamos casados dos años y aún no sabes quién es Baudelaire. Las únicas personas que conozco son tus amigos borrachines. O la gente que trabaja en tu empresa. —Creel se dispuso a replicar, pero ella siguió hablando—. Necesito libertad. Me hace falta tomar decisiones…, elegir. Necesito independencia. —De nuevo Creel intentó decir algo—. Y necesito aprecio. Me utilizas como si fuera menos interesante que tu precioso taco de billar. —Se ha roto —dijo rotundamente Creel. —Sé que se ha roto —contestó ella—. No me importa. Esto es más importante. Yo soy más importante. —Has dicho que me amabas —repuso él en idéntico tono—. Eso se acabó. —Dios, estás atontado. Piénsalo. ¿Qué diablos haces para que piense que tú me amas? Creel volvió a pasarse la botella a la mano izquierda. —Has estado en otras camas. Seguramente follas con cualquier hijo de puta que engatusas. Por eso ya no me quieres. Seguramente ellos te hacen las cosas sucias que yo no te hago. Y estás enviciada. Estás aburrida de mí porque no soy lo bastante excitante. Vi dejó caer los brazos sobre los almohadones que tenía junto a ella. —Creel, eso es morboso. Eres un morboso. Molesto por el movimiento de Vi, el ciempiés salió de entre los almohadones y se introdujo en la manga izquierda de la mujer. Agitó las uñas venenosas mientras probaba la piel con las antenas, en busca del mejor punto para picar. Esta vez, Vi no chilló. Como una loca, levantó el brazo. El ciempiés salió por los aires. Rebotó en el techo y cayó en la desnuda pierna de Vi. Estaba irritado. Sus gruesas patas se agitaron para agarrarse en la pierna y atacar. Con la mano libre, Creel asestó un golpe de revés a lo largo de la pierna que lanzó despedido al ciempiés. En el momento en que el miriápodo rebotaba en la pared, Creel le lanzó la botella, con la esperanza de aplastarlo. Pero el animal se había esfumado ya en la penumbra que rodeaba la cama. Una rociada de vidrios y tequila cubrió la colcha. Vi saltó de la cama y se escondió detrás de su marido. —No soporto más esto. Me voy. —Sólo es un ciempiés —dijo él casi sin aliento mientras arrancaba la barra de bronce del pie de la cama. Con la barra en una mano a modo de maza, apoyó el otro brazo bajo la cama y la levantó. Parecían sobrarle fuerzas para aplastar a un simple ciempiés—. ¿De qué tienes miedo? —Tengo miedo de ti. Tengo miedo de la forma en que trabaja tu mente. Al mover la cama, Creel derribó una de las lámparas de cristal. La habitación quedó más oscura todavía. Tras encender la lámpara del techo, le fue imposible localizar al ciempiés. El dormitorio entero apestaba a tequila. (El salón. (El sofá sigue donde Creel lo dejó. La mesa rinconera está de lado, rodeada de marchitas flores. El agua del jarrón ha dejado una mancha similar a cualquier otra sombra de la alfombra. Pero por lo demás el salón no ha cambiado. Las luces están encendidas. La brillantez realza todos los puntos adonde no llega luz. (Creel y Vi están allí. Él se sienta en un sillón y observa a su esposa, que está rebuscando en el armario grande. Ella quiere cosas para llevarse y una maleta para meterlas. Se ha puesto un vestido sin forma y sin cinturón. Extrañamente, esa prenda la hace aparentar menos años. Él parece más torpe que de costumbre, sin algo que beber en las manos). —Tengo la impresión de que disfrutas con esto —dijo él. —Naturalmente —repuso ella—. Siempre tienes razón. ¿Por qué no ibas a tenerla ahora? No me había divertido tanto desde que me disloqué el tobillo en el instituto. —¿Y nuestra noche de bodas? Fue uno de los acontecimientos de tu vida. Vi interrumpió lo que hacía para mirarlo ferozmente. —Si continúas así, voy a vomitar ahora mismo, delante de ti. —Me haces sentir pura mierda. —Cierto otra vez. Estás muy brillante esta noche. —Bien, parece que estás divirtiéndote. Hace años que no te veo tan excitada. Seguramente esperabas una oportunidad como ésta desde que empezaste a usar otras camas. Vi lanzó un neceser al otro lado del salón y continuó rebuscando en el armario. —Siento curiosidad por esa primera vez —dijo Creel—. ¿Te sedujo él? Apuesto a que fuiste tú la seductora. Apuesto a que le rogaste que te llevara a la cama para que te enseñara todas las porquerías que conocía. —Cierra el pico —murmuró Vi desde dentro del armario—. Cierra el pico. No estoy escuchándote. —Luego averiguaste que él era demasiado normal para ti. Lo único que deseaba él era desfogarse. Abandonaste al pobre hijo de perra y buscaste otro más imaginativo. En este momento debes de ser una experta convenciendo a un hombre para que te baje las bragas. Vi salió del armario con uno de sus antiguos bates de béisbol. —Maldito seas, Creel. Si no te callas, y que Dios me castigue si no lo digo en serio, voy a machacarte tus podridos sesos. Creel rió secamente. —No puedes hacer eso. No castigan la infidelidad. Pero te meterán en la cárcel por asesinar a tu marido. Tras arrojar el bate al interior del armario, Vi continuó buscando. Él no apartaba los ojos de su esposa. Cuando salía del armario, observaba todo cuanto ella hacía. —No debes consentir que un ciempiés te trastorne tanto —dijo al cabo de unos minutos. Ella no le prestó atención. —Yo me ocuparé de ese bicho —continuó Creel—. Nunca he permitido que te pasara nada. Sé que he fallado varias veces. Te he decepcionado. Pero me encargaré del ciempiés. Llamaré a un fumigador por la mañana. Demonios, llamaré a diez fumigadores. No hace falta que te vayas. Vi continuaba sin prestarle atención. Durante un minuto, Creel ocultó la cara entre las manos. Después bajó éstas hasta su regazo. Su expresión había cambiado. —O podemos conservarlo como mascota. Lo entrenaremos para que nos despierte por la mañana. Para recoger el periódico. Hacer café. Ya no necesitaremos despertador. Vi arrastró una gran maleta fuera del armario. Tras echarla en el sofá, la abrió y se puso a meter prendas en ella. —Podemos llamarlo «Baudelaire» —dijo él. Vi sintió asco. —«Baudelaire el Mayordomo». Recibirá a la gente en la puerta. Contestará el teléfono. Hará las camas. Cuidando siempre de que no se forme una idea equivocada, podría ayudarte a elegir los vestidos que has de ponerte. »No, tengo una idea mejor. Puedes llevarlo encima. Te pones el ciempiés al cuello y lo usas como si fuera un collar. Será la última moda en artículos sexys. Y conseguirás que follen contigo tanto como quieras. Tras morderse el labio para no gritar, Vivolvió al armario y cogió un jersey de uno de los estantes superiores. En el momento de sacar el suéter, el ciempiés cayó sobre su cabeza. Su retroceso instintivo la hizo salir del armario. Creel tuvo una visión perfecta de lo que ocurría: el ciempiés cayó en el hombro de Vi y se metió bajo el cuello del vestido. Vi quedó paralizada. La sangre huyó de su cara. Su aterrada mirada quedó fija delante de ella. —Creel —dijo en un susurro—. Oh, Dios mío. Ayúdame. La silueta del ciempiés se hizo visible bajo el vestido mientras el animal recorría los pechos de Vi. —Creel. Al verlo, él se levantó del sillón y saltó hacia Vi. Se detuvo inmediatamente. —No puedo darle un golpe —dijo—. Te haría daño. Te picaría. Si intento levantarte el vestido para cogerlo, podría picarte. Ella no podía hablar. La sensación del ciempiés arrastrándose por su piel la paralizaba. —No sé qué hacer. —Durante un momento, Creel pareció estar completamente desesperado. Tenía las manos vacías. De pronto, su semblante se iluminó—. Iré a por un cuchillo. Dio media vuelta y salió corriendo del salón en dirección a la cocina. Vi cerró los ojos con fuerza y apretó los puños. Brotaron gemidos de sus labios, pero ella no se movió. Muy despacio, el ciempiés cruzó su vientre. Las antenas exploraron el ombligo. El resto de su cuerpo se encogió, pero Vi mantuvo rígidos los músculos del vientre. Y entonces el miriápodo encontró el cálido lugar entre las piernas de la mujer. Por algún motivo, el ciempiés no se detuvo allí. Se arrastró por el muslo izquierdo y siguió bajando. Vi abrió los ojos y vio que el animal se asomaba bajo el dobladillo del vestido. Sin dejar de explorar un solo centímetro de piel, el ciempiés se arrastró desde la espinilla hasta el tobillo. Allí se detuvo hasta que Vi creyó que le iba a ser imposible no prorrumpir en gritos. En ese momento el miriápodo se movió nuevamente. En cuanto llegó al suelo, Vi dio un salto hacia atrás. Se desahogó chillando entonces, pero no consintió que los gritos la demoraran. Con la máxima rapidez posible, se lanzó hacia la puerta de la vivienda, la abrió de par en par y salió. El ciempiés no tenía prisa. Estaba tranquilo y confiado cuando sus gruesas patas lo condujeron bajo el sofá. Un segundo más tarde, Creel volvió de la cocina. Blandía un trinchante de larga y sanguinaria hoja. —¿Vi? —gritó—. ¿Vi? En ese momento vio la puerta de la calle abierta. Al instante, un gruñido retorció sus facciones. —Hijo de perra —musitó—. Oh, hijo de perra. Me la has hecho buena. Se agachó bruscamente y examinó la alfombra. Sostuvo el cuchillo en alto ante él. —Voy a castigarte por esto. Voy a encontrarte. Puedes estar seguro de que te encontraré. Y cuando te encuentre, te cortaré a trozos. Te cortaré en trozos pequeños, minúsculos. Te arrancaré todas las patas, una a una. Y luego te tiraré al triturador de basura. Al acecho, mientras recorría la parte trasera del sofá, Creel llegó al lugar donde yacía tumbada la mesa rinconera rodeada de flores muertas. —Buen hijo de perra estás hecho. Ella era mi mujer. Pero no encontró al ciempiés. El animal se hallaba oculto en la oscura mancha de agua, junto al jarrón. Creel estuvo a punto de pisarlo. En un abrir y cerrar de ojos, el animal se lanzó hacia un zapato y desapareció por la pernera de los pantalones. Creel no supo que el ciempiés estaba allí hasta que lo notó trepar por su rodilla. Bajó la cabeza y vio que el alargado bulto de sus pantalones avanzaba hacia su entrepierna. Antes de darse cuenta de lo que hacía, asestó una cuchillada… ¡Muerte al Conejito de Pascua! ALAN RYAN Uno de los aspectos más fascinantes de la edad adulta es la facilidad con que los mayores olvidan cuán aterradoras pueden ser todas esas maravillosas criaturas festivas para la gente menuda. De hecho, los adultos tienden a olvidar casi por completo cómo fue su niñez, y cuando se les ofrece un recuerdo exacto, totalmente opuesto a una variedad particular de revisionismo, ni todas las protestas del mundo alteran la realidad de que ser más maduro y sensato no significa ya tener menos miedo. La novela más reciente de Alan Ryan es The Kill (La matanza), y sus cuentos continúan publicándose en todas las revistas y antologías importantes del género. Además, Ryan es crítico de libros de The Washington Post y The Cleveland Plain Dealer, y todo ello lo hace en un piso del Bronx forrado de libros. Cuando Paul, yo y las chicas conocimos al anciano del bosque aquel día, ni por un momento pensamos que acabaríamos viviendo aquí, en las montañas. Como es lógico, tampoco pensamos que tendríamos que matar al Conejito de Pascua[1] . Los cuatro (es decir, Paul, Susana, Bárbara y yo) estábamos buscando un lugar para ir los fines de semana, un sitio que no fuera caro ni estuviera demasiado lejos de Nueva York. Cuando descubrimos Deacons Kill, a cuatro horas de viaje hacia el norte, en los Catskills, comprendimos al instante que ésa era la clase de lugar que nos interesaba. En su mayor parte está formado por granjas lecheras, boscosas montañas, llanuras y gente decente. La población también es agradable; pequeña, con habitantes muy amistosos, y hay un magnífico hotel antiguo, llamado Hotel Centenario, en la plaza del pueblo. El invierno pasado, nada más descubrir Kill (así llaman todos al pueblo), empezamos a ir allí constantemente. Y allí estábamos un día los cuatro, de paseo por una carretera rústica, sólo dando una vuelta porque hacía bastante frío y no queríamos alejarnos demasiado del coche, y Susana se quejaba de no llevar ropa de abrigo y Bárbara decía que le dolían los pies con sus botas nuevas. Entonces Paul vio una senda que se adentraba en el bosque, entre los pinos, y se empeñó en seguirla un trecho. Hubo alguna discusión entre los cuatro y por fin acordamos recorrer una distancia corta, quizá cinco minutos de caminata, antes de volver. En realidad, yo habría preferido estar con Bárbara en nuestra habitación del Hotel Centenario, solos los dos, pero si entonces no hubiera accedido a los deseos de Paul jamás habríamos conocido al anciano, el Conejito de Pascua seguiría rondando por ahí y nada de esto habría sucedido. Habíamos recorrido sólo unos metros entre los pinos cuando, de pronto, sonó una voz. Los gritos iban dirigidos hacia nosotros, imposible equivocarse. —¡Ya basta! ¡Alto ahí mismo! No fue la brusquedad, ni siquiera el sonido de la voz lo que nos obligó a detenernos al instante. En realidad, sólo era la voz de un viejo, desabrida y un poco ronca, pero de un viejo a pesar de todo. Sin embargo, lo que nos impresionó a todos en cuanto la oímos fue el tono. Reflejaba muchas emociones al mismo tiempo: enfado, exasperación, resolución, amenaza. Y susto. La voz reflejaba susto. Los cuatro nos quedamos como una piedra donde estábamos. —¿Qué estáis haciendo aquí? ¡Este sitio no es para vosotros! Volví la cabeza para ver de dónde provenía la voz y allí estaba el anciano. No tengo edad suficiente para recordar a Gabby Hayes, pero he visto fotografías de él y ese anciano se le parecía mucho. O quizá se parecía un poco a nuestra imagen de Rip van Winkle. Tenía una barba grisácea y fibrosa, sus ojos brillaban y estaban rodeados de arrugas, su vestimenta era del color del bosque (gris, marrón y ningún color en particular) y estaba apuntándonos con una escopeta de dos cañones. —¡Aguanta! —dijo Paul detrás de mí. —¿Qué estáis haciendo aquí? —repitió el anciano, e hizo girar la escopeta como si fuera una cámara de cine. Vi que tenía el dedo en el gatillo. —¡Un momento! —dije—. No estamos haciendo nada. Sólo dando un paseo. El viejo me miró con aire escéptico durante unos instantes. Yo pensé con rapidez, o traté de hacerlo, y deseé que Paul dijera algo ingenioso. Nadie me había apuntado con un arma anteriormente. Pensé que si el viejo disparaba, yo sería el primero en caer, y supongo que es un pensamiento bastante egoísta. Pero antes de que pudiera imaginar qué decir, el anciano bajó la escopeta y la dejó apuntada al suelo. En ese momento mis rodillasempezaron a temblar y mi corazón latió con fuerza. Detrás de mí, oí que Bárbara decía: «¡Oh, Dios mío!» y descubrí que mi mano estaba extendida hacia atrás para proteger a la chica. Ella la cogió y la sostuvo muy fuerte. —¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó de nuevo el anciano, pero menos enfadado que hasta entonces. Pensé que casi parecía un poco aliviado. Insistí en que sólo estábamos dando un paseo, sí, en invierno, no nos importaba el frío, que esperábamos no habernos metido en un terreno privado, que no, que no llevábamos armas, que sí, que pensábamos volver a la carretera, y así sucesivamente. Paul colaboró en las respuestas y por fin el anciano comenzó a parecerme un simple viejo que por casualidad llevaba una escopeta. Fue Paul el que hizo la pregunta y, cuando lo hizo casi le habría dado una patada por ello. —¿Qué hace usted aquí? —dijo al anciano—. ¿Es el dueño de este bosque? El viejo miró con dureza a Paul, luego me miró a mí, después a las chicas y de nuevo a Paul. Era fácil imaginar que estaba decidiendo si estábamos desafiándolo o simplemente haciendo una pregunta como gente normal. Mantuve la vista fija en los cañones de la escopeta, pero continuaron apuntados al suelo. El anciano nos examinó unos segundos más antes de hablar. —Soy tan dueño de este bosque como el que más derecho tenga. Tal vez más. Había algo así como pétrea severidad en su tono. Se produjo una especie de punto muerto en ese momento, mientras él continuaba estudiándonos y nosotros observándolo. Luego vi que su postura perdía tensión y comprendí que habíamos superado las dificultades. Creo que Bárbara dijo algo después, quizá le hizo una pregunta, y a partir de entonces hubo una conversación bastante normal, teniendo en cuenta las circunstancias. No fue precisamente una charla brillante ni nada por el estilo, como la que se sostiene en un buen bar a últimas horas de la noche, pero todos hablamos con más o menos naturalidad al cabo de un minuto. Ese primer encuentro resulta todavía más extraño ahora. Yo no sé de qué hablamos y los demás tampoco lo recuerdan (supongo que estábamos nerviosos aún después del susto). Lo único que sé es que él se refirió a «intrusos» un par de veces, a gente que se entremetía en su bosque. Recuerdo haber pensado que el anciano incluso podía acabar siendo una persona amigable con el tiempo, a pesar de que no averiguamos nada de su vida. Por lo poco que supimos aquella vez, él podía vivir en los árboles. En realidad, esa suposición habría sido errónea. Cuando la conversación, si puede llamársela así, empezaba a decaer, el anciano dijo algo que recuerdo con gran claridad. —Podéis hacerme otra visita cuando paséis por aquí. —Y en voz más baja añadió—: Estaré aquí. Y así empezó todo. Como es natural hablamos mucho del viejo aquel fin de semana y en ocasiones posteriores. Y por supuesto hablamos del incidente la próxima vez que fuimos allí, un par de semanas más tarde. Sólo llevábamos un rato en el hotel el viernes por la tarde. Bárbara y yo aún estábamos sacando cosas de las maletas y guardándolas, y ella se enfadó porque la blusa que quería ponerse para la comida del sábado se había arrugado. Y además tonteamos un poco mientras deshacíamos las maletas. Hubo un golpe en la puerta, abrí y entraron Susana y Paul. Mi amigo se dejó caer en una de las sillas que estaban junto a la ventana y Susana se sentó en sus rodillas. —Vamos a ver a ese viejo extraño del bosque —dijo Paul. —Debes de estar bromeando —repuse al instante, pero lo cierto era que yo mismo lo había pensado y no me atrevía a decirlo porque creía que los demás me juzgarían loco. —No estoy bromeando. —Paul hablaba en serio—. Quiero ir a verlo. Creo —y en este momento Paul adoptó una expresión solemne y grave que se reflejó también en su voz— que fue simplemente el destino lo que nos llevó hasta él. El destino, os lo aseguro. Kismet . Está decidido que conozcamos al viejo simplón y corramos toda clase de aventuras con él. Paul es profesor de lengua inglesa, detalle que explica muchas cosas. Bien, lo comentamos un rato y tanto Bárbara y Susana como yo dijimos que no nos interesaba en absoluto y que de todas formas hacía demasiado frío para ir de excursión al bosque. Pero en realidad ninguno de los tres hablábamos en serio, y finalmente decidimos volver, localizar la senda y comprobar si el anciano seguía realmente allí. El sábado fuimos en coche por la misma carretera, encontramos la senda e iniciamos la caminata. Nuestro nerviosismo aumentó conforme nos adentrábamos, y esa vez tuvimos que recorrer un largo trecho antes de que ocurriera algo. Un trecho tan largo, en realidad, que empezamos a pensar si no habríamos imaginado al anciano o si era tan sólo un granjero de la localidad o un vago que se había divertido un poco a nuestra costa. Pero naturalmente, cuando estábamos comentando que sería mejor volver hacia la carretera, porque realmente hacía mucho frío ese día, el anciano salió de detrás de un árbol (o por lo menos eso pensamos cuando hablamos de ello más tarde) y se situó en la senda, delante de nosotros. No dijo nada en esta ocasión, sólo nos miró. Conservaba la escopeta, pero la tenía apuntada al suelo. Creo que ninguno de los cuatro pensábamos volver a verlo. Pero ahí estaba, con el mismo aspecto que la primera vez. El anciano movió un poco la cabeza, un gesto que yo interpreté como saludo. Paul había ido en primer lugar y era el más próximo al viejo, y por eso fue el primero en hablar. —Hola —dijo—. Seguro que pensaba no volver a vernos. No fue una frase muy brillante, pero de pronto me hizo comprender que desconocíamos el nombre del viejo. —Seguro que vosotros no pensabais volver a verme —repuso el anciano. No sonreía. Quedamos algo confusos después de eso, porque naturalmente era cierto. Lo siguiente que recuerdo es que de nuevo conversamos con el viejo, igual que la primera vez, con sosiego y naturalidad. Hablamos del bosque, creo, ya que no imagino otra cosa. Siempre fue así, entonces y después, y el incidente siempre parece raro más tarde: los cuatro en el bosque, al principio en invierno y después en primavera, verano y otoño, hablando con él un rato pero sin recordar una sola palabra de cuanto se decía. Pero recuerdo claramente algo que nos dijo él. —Venid a mi casa. Sé que fuimos detrás de él, que salimos de la senda y nos adentramos en las profundidades del bosque, y sé que subimos cerros (y sé que él tuvo que guiarnos hasta la senda después), pero no tengo una imagen clara en mi mente de cómo llegamos a su casa, ni aquella primera vez ni las posteriores. Cuando pienso en ello ahora, debo admitir que no comprendo por qué fuimos con él. Pero fuimos. Él nos guió y nosotros le seguimos. El anciano vive en lo alto de una colina, en la parte más oscura y espesa del bosque, la clase de lugar que casi te hace imaginar al Lobo Malo saltando para atacar a Caperucita Roja. La clase de lugar que ves en sueños cuando eres niño…, por lo menos ése es el mejor recuerdo que yo conservo. Después nunca hubo más claridad, no más que aquella primera vez. Era como si la niebla o una nube rodeara el paraje, ocultándonos sus detalles pero permitiéndonos vislumbrar lo suficiente para pensar que ni era tan extraño ni tan espantoso. Podía ser una choza, una cabaña o una enorme y antigua mansión del bosque. Podía ser una cueva o una construcción de madera en las copas de los árboles. Podía no ser nada de eso. No lo supimos entonces y no lo sabemos ahora. Pero el anciano siempre se las arreglaba para que todo estuviera claro. El interior era igual: vago pero claro, real e irreal, ni frío ni calor, raro y no tan extraño. Esa primera vez, el viejo nos invitó a tomar asiento (había muebles para sentarse pero no recuerdo de qué clase) y nos ofreció bebida (algo ni frío ni caliente, pero no sé qué era). Y habló. Nos habló de las montañas, los bosques, los ríos, los riachuelos, los árboles, las rocas y la tierra, nos habló de la naturaleza, de su salvajismo, su orden, su belleza y su bestialidad, delaire, el clima, las tormentas, las lluvias, las nevadas y los vientos. Prestamos atención (esa primera vez, recuerdo, y todas las posteriores) embelesados. Y habló de la ciudad, de su diferencia respecto al campo, nos dijo que teníamos que aprender las costumbres de las montañas, y extrañamente comprendimos que tenía razón. Y al cabo de un rato nos guió para salir del bosque, regresamos a la senda, a la carretera y al coche, y los cuatro nos mirábamos como divertidos, con cierta turbación, y ninguno quiso ser el primero en afirmar que todo había sido real o irreal, aunque naturalmente sabíamos que lo había sido. —¡Aguanta! —dijo en voz baja Paul en cuanto estuvimos a salvo en el automóvil. Nadie dijo nada más entonces, pero hablamos mucho en cuanto regresamos al Centenario. Lo que no significa que extrajéramos conclusiones de todo ello, en especial cuando los cuatro no teníamos idea clara ni de por qué habíamos acompañado al anciano ni de cómo nos había guiado por el bosque. No sabíamos cómo era su casa (suponiendo que fuera una casa), ni de qué habíamos hablado con él. Nada estaba claro, nada tenía sentido lógico. Lo único que sabíamos con certeza era que, después de los primeros segundos con el viejo, nadie había tenido miedo. —Es algo así como un mago —dijo Paul, pero no miró a la cara de nadie cuando lo dijo. —Los magos no existen —repuso Bárbara—. No seas ridículo. Bárbara enseña física y no tiene paciencia con temas como ése. Es una chica alegre, uno de los detalles que más me gustan de ella, pero puede mostrarse bastante brusca con cosas que considera estupideces. —Escuchad —dijo Paul. Adoptó su expresión más natural y miró a Bárbara porque sabía que ella era la persona más escéptica del grupo—. No digo que lo crea, pero tampoco digo que no lo crea. —Una explicación bonita y clara —contestó Bárbara. Vi que estaba poniéndose nerviosa. —Vamos, escuchad —dijo Paul—. Examinemos el caso, ¿de acuerdo? Conocemos a un tipo extraño en el bosque. Primero nos da un susto mortal, apareciendo de pronto. Luego resulta ser una buena persona. Hablamos con él un rato y… —… y después no recordamos qué sucedió —se apresuró a decir Bárbara. —Hablo de la primera vez —observó Paul. —Yo hablo de las dos veces —replicó Bárbara. Paul estaba inquieto. —Bien, de acuerdo, pero eso es parte del asunto. Es decir, el hecho de que no recordemos con claridad lo sucedido sugiere que… —Paul vaciló, sonrió, se alzó de hombros—. Es posible que nos hechizara. —Oh, Dios —dijo Bárbara—. Esto es increíble. —Encaja. Bárbara apartó los ojos de él. —Encaja —repitió Paul. —El aire fresco del campo está pudriéndote el cerebro —repuso Bárbara, y con ello supe que estaba empezando a ceder. —¿Qué opinas tú, Greg? —me preguntó Susana—. Estás muy callado. Yo estaba callado porque tenía las mismas alocadas ideas de Paul y prefería que él se encargara de expresarlas en palabras. —Yo opino que es una explicación tan buena como cualquiera. Tendremos que estar más atentos la próxima vez, tomar notas, fotos o lo que sea, y luego veremos qué pasa. Los otros asintieron, y de pronto nos miramos unos a otros y Bárbara me apretó con fuerza la mano. No habíamos hablado de regresar, no habíamos dicho una palabra, pero yo acababa de anunciar «la próxima vez» y todos sabíamos que volveríamos. Eso fue en febrero, y hasta principios de marzo, tres semanas más tarde, ni volvimos a Deacons Kill ni vimos otra vez al anciano. Bárbara había estado jugando a baloncesto con las chicas en el local del colegio y se había torcido el tobillo. Tuvo que llevarlo vendado dos semanas. Fui con ella al médico el día que le quitaron las vendas y el médico le dijo que ya tenía bien el tobillo. —Bien, estoy preparada —anunció ella en cuanto volvimos al coche. Y comprendí a qué se refería. Telefoneé a Paul nada más llegar a casa y él contestó que avisaría a Susana (no tenía que ir muy lejos porque la oí decir algo en segundo término) y que estarían listos para salir el viernes. Aparte de eso sólo comentamos si iríamos en su coche o en el mío. No hablamos una sola palabra del anciano mientras estuvimos en la ciudad. Todo sucedió igual, con una excepción. Esta vez, posteriormente, recordamos la conversación con el viejo. Por lo menos, yo la recordé. Con gran claridad. Los demás no hicieron comentarios y yo jamás dije una palabra, ni siquiera a Bárbara, pero aseguraría que también la recordaron. Los cuatro evitamos mirarnos y no puedo afirmarlo. El anciano habló nuevamente de intrusos, igual que cuando lo conocimos. Se refirió a que el mundo estaba lleno de extrañas criaturas, extraños entes, seres vivientes pero vivos de una forma totalmente distinta a cualquier clase de vida que existe en el mundo; y en consecuencia no pertenecen al mundo real, no encajan en el mundo de los hombres. Y el viejo comentó cuán necesario era librarnos de ellos, cuánto pervertían nuestras mentes y distorsionaban nuestra visión de la realidad. Era muy lógico, tal como él lo explicaba. Todavía oigo su voz aquella vez, baja y suave pero con un rasgo de dura tensión. Él sabía de qué hablaba. Dijo que su esposa estaba dedicada a liberar al mundo de aquellos intrusos. Y dijo que había muchos intrusos, que eran demasiado fuertes para un viejo, que necesitaba ayuda y nos había elegido para ello. No mencionó al Conejito de Pascua aquella vez. Cuando dijo que necesitaba vernos a los cuatro dentro de una semana, todos contestamos al unísono que allí estaríamos. Ésa fue la primera vez que mencionó al Conejito de Pascua. Los cuatro estábamos sentados en la… digamos casa del anciano, porque por entonces la veíamos con más claridad que anteriormente. Todavía nos resultaba vaga la ruta para ascender la colina desde la senda, la ubicación exacta de la casa y su apariencia externa. Pero el interior era lo bastante claro para que lo viéramos. Las paredes eran muy toscas (quizá de piedra o de una rara variedad de troncos) y no había ventanas, pero sí alfombras o pieles de animal en el suelo y muchos lugares donde sentarse, sillas y bancos, aunque normalmente nos sentábamos en círculo en el centro de una habitación enorme, los cinco, mientras el anciano hablaba. Poco a poco, conforme la frecuencia de nuestras visitas fue aumentando, comenzamos a formular preguntas, en lugar de prestar atención a la charla del anciano solamente. Nos comentó una vez que se sentía muy contento por habernos elegido y que le alegraba que fuéramos captando la esencia del asunto, mostráramos progresos y empezáramos a entender el peligro que amenazaba al mundo. Así lo expresaba él: el peligro que amenazaba al mundo. Era muy convincente hablando. Sé que no recurría a trucos con nosotros, hipnotismo o algo similar. Estoy seguro de que no hizo nada de eso. Lo único que sé es que nos convenció (y era obvio, desde el principio) de que había estado aguardándonos y de que…, y de que nosotros habíamos acudido a él. Todo es muy raro. Al fin y al cabo, los cuatro somos personas normales, como todo el mundo. No somos extraños ni nada parecido, no pertenecemos a locas sectas religiosas, nos importa un bledo la astrología, el tarot y esa clase de cosas, las locuras y las extravagancias. Los cuatro somos inteligentes, supongo, y estamos bastante bien educados, pero todo ello redunda ciertamente en favor nuestro. Como mínimo hace menos probable que el anciano pudiera habernos embaucado, tanto entonces como ahora. La simple realidad era que todo cuanto decía él era lógico. Todo era lógico. Y cuando terminó de hablarnos del Conejito de Pascua, comprendimos a qué se refería al hablar de peligro, el peligro que amenazaba al mundo. Bárbara fue la primera en plantear la cuestión al anciano. —Muchísima gente —dijo, manteniendo firme la voz— opina que el Conejito de Pascua es pura imaginación. El viejo le sonrió con aire paciente y después nos ofreció su sonrisa a los demás. —Lo entendéis —dijo en voz alta—. Entendéis a qué me refiero. De eso precisamente estoy hablando. Ese monstruo sale de su escondite, vaga contanta libertad como quiere por el mundo entero y sin embargo ha convencido a la gente de que ni siquiera existe. ¡Es asombroso lo que estas criaturas pueden hacer con la mente humana! ¡Absolutamente asombroso! Y terrible. Se inclinó hacia delante, dentro del círculo, y su mirada se deslizó de uno a otro de nosotros mientras seguía hablando. —Lo entendéis, ¿no es cierto? Sé que lo entendéis. Pensadlo. Si preguntarais a alguien, a cualquier persona, estoy convencido de que os diría qué aspecto tiene más o menos el Conejito de Pascua. Y naturalmente todo el mundo lo considera muy… Bien, la gente usaría palabras como «precioso», «mimoso», «dulce»… ¡Imaginaos! Y sin embargo, si preguntáis si él existe o no, todos dirán que no, que es una criatura mítica o algo así. Pero los niños, los niños pequeños saben perfectamente que el Conejito de Pascua existe y así lo afirmarán sin vacilación. Los niños están mucho más próximos a esa clase de conocimiento, perciben por instinto criaturas extrañas y primitivas como ésa. Y si os paráis a pensar en ello, no hay un solo niño en el mundo capaz de permanecer quieto y sonreír si viera al Conejito de Pascua doblar una esquina y caminar hacia él. Sabéis que los niños echarían a correr como si les fuera la vida en ello. Bien, los niños conocen a estos seres y los entienden. Oh, sí, los niños los conocen. Sólo más tarde, cuando crecen, se nublan sus mentes, olvidan cosas importantísimas, los especiales conocimientos instintivos que poseían cuando eran jovencitos, antes de que el mundo se apoderara de sus mentes. Pero conocen a esos seres. Los niños los conocen. Y lo suficiente como para asustarse. Quedamos atónitos tras la explicación, asombrados por su fuerza, por el miedo que reflejaba la voz del anciano, por su resolución para hacernos comprender, para obligarnos a rasgar el velo de la edad adulta que podía nublar nuestros ojos, para convencernos de la urgencia de actuar. Fue un momento especial y los cuatro quedamos paralizados y en silencio cuando él terminó de hablar. —¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Bárbara. Siempre escéptica, por la fuerza de la costumbre, pero deduje de su expresión que ella estaba convencida. —Yo soy distinto —respondió amablemente el viejo—. Soy especial. Puedo ver con más claridad que otros. Y puedo ayudaros a ver. Estábamos asintiendo, ya convencidos. También Bárbara. —Cuando llegue la hora —dijo el anciano, apenas en un susurro, ya que estaba claramente agotado a causa de la tensión—, cuando llegue la hora os lo enseñaré y lo comprenderéis por vosotros mismos. Más tarde, ese mismo día, cuando nos guió desde la casa hasta la senda, el neblinoso bosque parecía repleto de espíritus fugaces y sombras movedizas. Posteriormente, fuimos al bosque todos los fines de semana. Entre viaje y viaje, jamás hacíamos comentarios entre nosotros. Esa clase de conversación estaba reservada para el bosque, para la casa del anciano y para la seguridad de su hogar y su presencia. El tiempo en marzo aún fue malo algunas veces, pero a principios de abril el ambiente se caldeó un poco y un colorcillo verde comenzó a brotar a los lados de las carreteras de Deacons Kill. Los árboles continuaban muy oscuros y pelados, excepto los abetos, y mojados a causa de la lluvia de abril. Cuando el anciano nos guiaba desde la senda todos los fines de semana, ni siquiera intentábamos observar el camino. El bosque era aterrador, estaba repleto de espíritus malevolentes y criaturas sólo en parte vivas. —Se acerca el momento —nos recordaba el viejo todas las semanas. El Lunes de Pascua era a finales de abril y nuestra tensión aumentaba día a día. Dos semanas antes de la fecha, el anciano nos puso a trabajar. Nos llevó fuera de la casa por primera vez. Inspeccionó los árboles con gran atención; el bosque era tan espeso, tan extrañamente denso en los alrededores de la casa que era imposible ver a más de cinco metros. El viejo eligió varios arbolillos que nosotros talamos, desbrozamos e introdujimos en la casa, siempre bajo su atenta supervisión. Nos enseñó a tallar el extremo hasta dejarlo reducido a una afilada y muy dura punta y a mondar el tallo a fin de obtener un firme agarradero. Preparamos cuatro para cada uno, veinte en total. Estuvimos trabajando en ello dos fines de semana y por fin estuvimos preparados para Pascua Florida. Puesto que la universidad cerraba con motivo de la fiesta, salimos pronto el Viernes Santo. Los viajes de cuatro horas en coche a Deacons Kill habían sido cada vez más silenciosos en las últimas semanas, pero éste lo hicimos en silencio total. El único sonido que oímos fue el de los neumáticos al rozar la carretera. Todos sabíamos qué nos esperaba y los cuatro nos hallábamos, estoy convencido, sumidos en nuestros pensamientos particulares. Y en nuestros temores particulares. La gente del hotel ya nos conocía por entonces, naturalmente. Siempre se mostraban muy atentos y desde hacía tiempo nos consideraban «clientes regulares», pero también habían sabido con rapidez que no nos gustaba hablar de nuestras salidas de los sábados. Supongo que ese día estábamos especialmente tensos, ya que recuerdo que la mujer nos entregó las llaves sin pronunciar palabra. Por entonces teníamos habitaciones fijas, que tenían reservadas para nosotros los viernes. Después de las primeras visitas me habían preguntado un día si íbamos a venir todos los fines de semana; contesté que sí y nos hicieron una reducción en el precio. Son gente buena y generosa, personas decentes, y no tienen la menor idea del peligro que les amenaza. Por gente como ellos hacemos esto. Pensar en gente como ellos nos proporciona la fuerza y el valor que precisamos. Cenamos esa noche en el comedor del hotel (lo llaman el Comedor) y nadie habló, y recuerdo que hubo mucho silencio porque poca gente salía de casa para cenar un Viernes Santo. Los cuatro pedimos una buena cena, intentando hacer acopio de fuerzas, supongo, aunque estoy convencido de que los demás no tenían más apetito que yo. Pero nos obligamos a comer y en cuanto acabamos fuimos arriba. Paul y Susana marcharon a su habitación y Bárbara y yo a la nuestra sin decirles una sola palabra. Nadie podía hablar, de nada. No dormimos demasiado. Yo estuve contemplando el techo casi toda la noche y sé que Bárbara se agitó y revolvió a mi lado. Estoy seguro de que dormité un rato, pero creo que en general estuve más despierto que dormido. Por la mañana, Paul y Susana también tenían aspecto cansado y ojeroso. No pronunciamos palabra cuando subimos al coche y fuimos al bosque para reunimos con el anciano. No había nada que decir. Esta vez fue distinto. Muy distinto. El anciano no dijo nada; simplemente nos condujo a la casa. Las afiladas estacas que habíamos preparado la semana anterior estaban alineadas en la pared. Nos estremecimos al verlas. El tiempo había sido lluvioso y frío cuando salimos del hotel y fuimos hasta la senda en busca del viejo, y también eso nos había hecho temblar. Creo que en ese momento no habríamos apostado demasiado por nuestras posibilidades. El anciano estaba claramente nervioso. No podía apartar los ojos de las estacas apoyadas en la pared, las miraba constantemente, como si quisiera asegurarse de que continuaban allí. Pero él sabía cómo nos sentíamos nosotros, y no tardó en indicarnos que debíamos descansar un poco, dormir tanto como pudiéramos durante el día ya que por la noche íbamos a estar en el bosque, antes de las primeras luces del alba, y ya sabíamos lo que nos aguardaba. Sin más conversación, nos echamos en las mantas y nos dormimos al momento. El anciano nos despertó de noche, poco antes del amanecer. Todavía noto sus huesudos dedos estrujando mi hombro. Me estremecí y vi que los demás estaban despertando también. En silencio, el viejo se acercó por turno a nosotros y nos entregó cuatro de las estacas que habíamos preparado. Al coger las mías, noté la frialdad de la madera en mi mano. Y salimos. El ambiente era húmedo y frío y todos nos apretamos la chaqueta. El anciano se volvió paramirarnos. —¡Muerte al Conejito de Pascua! —musitó. Su aliento flotó como niebla por el aire húmedo. Luego dio media vuelta y se adentró lenta pero resueltamente en la parte más oscura del bosque, y nosotros fuimos tras él. Cuando llevábamos caminando varios minutos, el ambiente pareció alterarse. La espesa niebla cambió y se convirtió casi en una fina bruma ordinaria. Después empezó a lloviznar y pudimos ver un poco mejor; los detalles de árboles y ramas fueron aclarándose conforme nuestros ojos se acostumbraban al bosque. Además, poco a poco, el ambiente iba iluminándose. El frío y la humedad, tanto como el miedo, nos hacían temblar sin interrupción pero nos esforzamos en superar el inconveniente. Comprendimos con gran rapidez que una persona puede estar asustada y sin embargo resuelta a hacer lo que debe. Permanecimos muy juntos, y muy silenciosos, mientras nos abríamos paso entre los árboles detrás del anciano. Finalmente, nuestro guía se detuvo y levantó una mano a modo de señal para nosotros. Nos acercamos a él y vimos que nos encontrábamos en el borde de un pequeño claro natural del bosque. En silencio, el anciano señaló con el dedo y vimos, gracias a la iluminación cada vez más brillante, el tenue rastro de una senda que entraba en el claro por un lado y salía por el otro. Allí debíamos aguardar al Conejito de Pascua. Por gestos, siempre en silencio, el anciano nos indicó dónde debíamos ocultarnos. Aparte de los crujidos de las ramas en lo alto, el suave murmullo de los pinos y el constante goteo de los árboles, el bosque se hallaba silencioso alrededor de nosotros. Sintiéndonos fríos, mojados y nerviosos iniciamos la espera. No fue larga. Yo estaba sentado en el suelo, notando el frío y la lluvia que empapaba mis ropas y esforzándome en no pensar en lo que sucedía. Estirando un poco el cuello veía a Bárbara en su escondite a pocos metros de distancia e imaginaba qué debía tener en la cabeza en ese momento. Ella no había querido creer en esto, no había querido que fuera real. Como todos nosotros. Pero, naturalmente, no teníamos alternativa: el anciano se había explicado con detalle, y cuando te enteras de una realidad como ésta no puedes continuar sentado e ignorarla. Y por eso estábamos allí. Flexioné los dedos en torno a los tallos de mis cuatro lanzas. Temía que, si permanecía quieto demasiado tiempo, se helaran mis dedos y quedara a merced de la bestia. Desde nuestros escondites veíamos la casi oscura senda que entraba en el claro por la parte opuesta. Nuestros ojos estaban fijos en ella mientras aguardábamos. Y de repente vi algo. Más allá del claro, a cierta distancia de la apenas visible senda, creí ver movimiento, creí ver algo blanco que se movía entre los oscuros árboles. Me incliné hacia delante, sin soltar las lanzas, y escudriñé la bruma. Creí volver a verlo, algo blanco, más blanco que la bruma, y un instante después lo perdí. Mi corazón latía con fuerza, martilleaba mi pecho, y casi no podía respirar. Y entonces lo vi otra vez. Me erguí un poco, lo suficiente para ver a Bárbara, y por el ángulo que formaba su rígido cuerpo deduje que también ella lo había visto. Contuve el aliento. Y volví a verlo, más cerca esta vez. Había sido una simple mancha blanca al principio, un retazo de blancura que avanzaba sobre el tono blancuzco de la bruma. Pero en ese momento tenía forma. Iba erguido, y era alto. Parecía flotar o planear entre los árboles y se aproximaba cada vez más al claro donde nos ocultábamos, pero a pesar de todo no pude distinguir los detalles. A mi izquierda, oí un suave y apagado jadeo del anciano y entonces comprendí que el momento se acercaba realmente. Cerré los ojos un segundo, los abrí rápidamente y los fijé en el último lugar donde había visto a la criatura. Allí estaba, avanzando hacia nosotros, su silueta oculta por los árboles un segundo, fugazmente visible a través de la espesa y remolineante bruma, luego oculta de nuevo. La niebla, la escasa luz y el miedo daban un aspecto enorme al fantasma, pensé. No podía ser tan enorme como parecía. Era un conejo. Un descomunal conejo. Su grueso pelaje era de un blanco brillante, velludo y blando. Cuando estuvo un poco más cerca vi sus largas y fofas orejas y creí distinguir incluso una pincelada de rosa en la parte interna. Sus patas delanteras eran cortas…, cortas comparadas con el tamaño del cuerpo pero enormes de todas formas, y al parecer las tenía pegadas al pecho. No iba dando saltos, como haría un conejo real al apoyarse en sus potentes patas traseras, sino caminando. Lo vi con claridad, caminaba resueltamente a lo largo de la senda. Imposible equivocarse. Caminaba erecto del modo más grotesco. Lo contemplé, fascinado y horrorizado al mismo tiempo, mientras su tamaño iba aumentando y se materializaba poco a poco como si hubiera surgido, así lo parecía, de la niebla. Imposible negarlo. Estaba observando al Conejito de Pascua, y todo cuanto había dicho el anciano era cierto. Era real e irreal al mismo tiempo, un ser que se movía en este mundo, el real, y sin embargo no pertenecía a este mundo. Un monstruo. Había que matarlo. —¡Muerte al Conejito de Pascua! —dije en un susurro, y me agazapé dispuesto a saltar. Estaba tenso pero ya no asustado. Sabía qué debía hacer. Por un extraño tipo de comunicación que sólo se presenta en momentos de crisis extrema, supe que los demás me imitaban, se preparaban para atacar a la bestia en cuanto estuviera a nuestro alcance. Y en ese instante el enorme conejo llegó al borde del claro. Unos pasos más lo conducirían al espacio despejado donde podríamos atacarlo. Y, Dios mío, era enorme, quizá dos veces más alto que yo. Lo vi entonces, lo vi con auténtica claridad por primera vez. Vi su cara, su rosada nariz, sus blancos bigotes horriblemente largos. Y vi lo que llevaba en las patas que alzaba ante él. Era una cesta de Pascua, brillantemente adornada con satinadas tiras amarillas y púrpuras, una cesta de paja. Tuve que hacer un esfuerzo para no quedar paralizado por la visión. La criatura entró en el claro, casi llenándolo con su inmenso tamaño. Y nos lanzamos sobre él. El anciano fue el primero. Tras un grito ronco, casi inaudible, salió de los árboles junto al Conejito de Pascua, saltó sobre él y le clavó una lanza en el blando y blanco pelaje del cuello. Sorprendido, el Conejito de Pascua retrocedió dando tumbos. Los otros cuatro ya estábamos en acción, con las lanzas apuntadas al corazón del animal, tal como nos había instruido el anciano. No sé si las lanzas de los otros alcanzaron su objetivo en ese primer alocado ataque, pero sé que la mía lo alcanzó. Noté el impacto, noté cómo la carne se resistía a la entrada de la estaca. Sabiendo que había hincado la lanza, me alejé rápidamente (el anciano nos había enseñado bien), cogí otra y avancé dispuesto a herirlo de nuevo. La técnica era similar a la del toreo: clavar y dejar allí las primeras banderillas para debilitar y entorpecer a la bestia, luego atacarla con el resto de varas. Pese a todo, el animal no emitió sonido alguno. Ahora pude ver las otras lanzas hundidas en su cuerpo, colgadas de él, agitándose mientras el conejo se revolvía aún confundido por el repentino ataque. Varios chorros rojos corrían por su pelaje. Continuaba apretando desesperadamente la cesta a su pecho, quizá para protegerse de las estacas que le lanzábamos, pero ese gesto nos proporcionó otro momento ventajoso e hicimos buen uso de él. Una de las lanzas arrojadas, creo que por el anciano, lo alcanzó en la cara y uno de sus ojos comenzó a sangrar. Soltó la cesta y dio varias vueltas, cayó de patas y, desesperado, buscó una dirección que le permitiera huir y ponerse a salvo. Tenía la boca abierta y de ella brotaba espuma salpicada de sangre. Sus sonrosados ojos parecían desorbitados. Pero nosotros lo atacábamos por todas partes, lo pinchábamos y acometíamos con nuestras lanzas sin ofrecerle posibilidad alguna de huida. El anciano fue el que más se acercó a la bestia, casi se puso encima de ella, para darle lanzazosy más lanzazos. Cuando la estaca que usaba se hundió en un costado del monstruo y se partió, empleó el fragmento restante para aguijonearle los ojos y hacerle sangrar más. La criatura se agachó aún más, casi se pegó al suelo, dio media vuelta, retrocedió, pero no le dejamos espacio para continuar. Estaba debilitándose ya, y cubierto de sangre. Luego se alzó de pronto sobre las patas traseras, unos miembros de fuertes músculos capaces de partir la espalda a un hombre de una sola coz. Si hubiera tenido una sola oportunidad de abalanzarse con fuerza hacia delante, tal vez se nos hubiera escapado. Vi que Paul atacaba y hundía su lanza en el vientre del animal. Bárbara y Susana le pincharon repetidas veces la cara y el conejo trató de alzar sus fuertes garras delanteras para protegerse. En ese momento el anciano aprovechó la ocasión para acercarse más, se situó casi junto al animal exponiéndose al aplastamiento si le caía encima, y con ambas manos a fin de tener más fuerza clavó la vara en el corazón del monstruo y la hundió hasta el mismo punto por donde la empuñaba. La criatura se estremeció violentamente, quedó inmóvil un momento más tarde, en delicadísimo equilibrio. Media docena de lanzas sobresalían de su cuerpo. Sangre de color rojo brillante manchaba su blanco pelaje. Ambos ojos estaban sangrientos y ciegos. La cesta de paja yacía pisoteada y destrozada bajo sus enormes patas. Saltamos para apartarnos cuando el conejo se derrumbó. El ruido que produjo al tocar el suelo pareció hacer temblar la tierra del bosque y el lecho de roca de la montaña. Permanecimos allí, sudorosos, temblorosos y jadeantes, con las lanzas preparadas, dispuestos a un nuevo ataque si un solo músculo se movía o retorcía. Aguardamos largo rato, respirando roncamente, de pie en círculo alrededor del sangrante cuerpo, viendo cómo la sangre empapaba la tierra, pero el Conejito de Pascua no volvió a removerse. Los cuatro vivimos ahora en Deacons Kill. Terminamos el trimestre escolar en Nueva York, pero no firmamos contratos por otro año. Todos encontramos trabajo en Kill y aquí trabajamos ahora. En realidad no importa nuestra ocupación, mientras podamos subsistir, y además, vivimos con gran sencillez. Tras reunir todos nuestros ahorros, tuvimos lo suficiente para comprar una casa muy cerca del bosque del anciano. Los cuatro vivimos aquí y congeniamos estupendamente. Bárbara y yo nos casamos en junio. Susana también quería ser novia de junio, por lo que celebramos una ceremonia doble. Es fantástico tener amigos con los que poder contar, y estar cerca de ellos. Y naturalmente ahora vemos siempre al anciano. La casa es bonita. Pequeña, pero hemos logrado que fuera muy confortable. Su mejor detalle, todos estamos de acuerdo, es el gran hogar. En cuanto llega el frío en octubre, apreciamos mucho nuestro hogar. A ninguno nos disgusta tener que cortar leña, ya que es maravilloso tener encendido el fuego por las tardes y no tener frío por las noches. Pero no hay fuego en el hogar esta noche. Los inviernos son muy fríos en las montañas, hace mucho frío en la casa ahora mismo y los cinco estamos apretujados para calentarnos. Pero no nos importa. Cumpliremos con nuestra obligación y aguardaremos pese al frío y la oscuridad tanto como sea preciso. El pasado mes de abril, cuando matamos al Conejito de Pascua, nuestro trabajo acababa simplemente de empezar. Aquél sólo fue el principio. Ahora tenemos nuevas tareas, y aguardaremos aquí tanto como sea necesario, junto al hogar y la chimenea, porque esta noche es Nochebuena, tenemos colgados los calcetines y estamos preparados. El cuarto de goma ROBERT BLOCH Una persona civilizada se considera capaz únicamente de actos civilizados, deplora el resto de actos aunque en secreto teme que un día pueda, sólo pueda, ser impulsada a cometer uno de esos otros actos. Es, de forma muy literal, una pesadilla viviente que casi todos nosotros logramos confinar a la oscuridad de nuestros sueños. Pero las mejores intenciones no siempre conducen a los mejores resultados. Robert Bloch es autor de decenas de novelas y relatos en los géneros de la fantasía siniestra, la ciencia ficción, el suspense y el misterio. Su novela más reciente es el éxito editorial Psycosis II. Emery insistió en que no estaba loco, pero, a pesar de todo, lo metieron en el cuarto de goma. Lo sentimos, amigo, le dijeron. Sólo temporalmente. Tenemos problema de espacio, esto está abarrotado, lo trasladaremos a otra celda dentro de un par de horas, le dijeron. Es mejor que estar en la celda grande con todos los borrachos, le dijeron. De acuerdo, ya ha llamado a su abogado pero tómese las cosas con calma hasta que él llegue aquí, le dijeron. Y la puerta se cerró estrepitosamente. Allí estaba él, atrapado casi en un extremo de los bloques de celdas, solo en una pequeña habitación. Le habían quitado el reloj de pulsera y la cartera, las llaves y el cinturón, incluso los cordones de los zapatos, de modo que no pudiera causarse daño alguno a menos que se mordiera las muñecas. Pero eso habría sido una locura, y Emery no estaba loco. Lo único que podía hacer era aguardar. No había nada más que hacer, no había opciones, nada en cuanto te metían en el cuarto de goma. Para empezar, el cuarto era pequeño: seis pasos de largura y otros tanto de anchura. Un hombre normalmente activo podía recorrer de un salto la distancia que separaba las paredes, aunque tendría que tomar carrerilla. Y era absurdo intentarlo, porque él acababa de rebotar, sin hacerse daño, en el grueso muro acolchado. Las paredes, carentes de ventanas, estaban acolchadas por todas partes, desde el suelo hasta el techo, igual que la puerta. El almohadillado era sin costuras, para que fuera imposible rasgarlo o arrancarlo. Incluso el suelo estaba acolchado, aparte de un cuadrado de veinticinco centímetros en el rincón izquierdo del fondo que debía servir de retrete. En lo alto, una bombillita brillaba tenuemente detrás de la red protectora, seguramente alejada del suelo. El techo que rodeaba la luz también estaba acolchado, probablemente para amortiguar los ruidos. Sala de confinamiento, así la llamaban, pero normalmente era una celda acolchada. «Cuarto de goma» era el término popular. Y quizás ese término de la jerga no fuera tan popular si más personas se viesen enfrentadas a la realidad. Antes de darse cuenta de lo que hacía, Emery empezó a ir de un lado a otro. Seis pasos hacia delante, seis pasos hacia atrás, lo mismo una y otra vez, igual que un animal en una jaula. Eso era exactamente: no una habitación, una simple jaula. Y si permaneces demasiado tiempo en una jaula te transformas en animal. Desgarras, arañas, te golpeas la cabeza en las paredes y pides a gritos que te saquen de allí. Si no estás loco al entrar, te vuelves loco antes de salir. El truco, naturalmente, consiste en no permanecer allí demasiado tiempo. Pero ¿cuánto tiempo era demasiado tiempo? ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar el abogado? Seis pasos adelante, seis pasos atrás . El grisáceo y esponjoso acolchado ahogaba sus pasos y absorbía la luz de la bombilla, dejando las paredes en sombras. También las sombras podían hacer enloquecer. Igual que el silencio, y la soledad. Soledad entre sombras y en silencio, como estaba cuando lo encontraron en la habitación…, la otra habitación, la de la casa. Fue como una pesadilla. Quizá se sentía eso cuando se estaba loco, y en ese caso él debía de haber estado loco cuando sucedió aquello. Pero no estaba loco ahora. Estaba totalmente cuerdo, completamente dominado. Y allí no había nada que pudiera causarle daño. El silencio no daña. ¿Cómo era aquel dicho? La violencia es oro. No, nada de violencia. ¿De dónde había salido eso? Un desliz freudiano. Al diablo con Freud, ¿qué sabía él? Nadie lo sabía. Y si él guardaba silencio nadie lo sabría nunca. Aunque lo hubieran encontrado, no podrían demostrar nada. No si él guardaba silencio, si dejaba hablar a su abogado. El silencio era su amigo. Y también las sombras eran sus amigas. Las sombras ocultantodo. Había sombras en aquel otro cuarto y nadie podía haberlo visto con claridad cuando lo encontraron. Creyeron verlo, les diría. No, se había olvidado: no debía decirles nada, sólo dejar hablar al abogado. ¿Qué le ocurría, estaba enloqueciendo a pesar de todo? Seis pasos adelante, seis pasos atrás . Sigue andando, guarda silencio. Mantente lejos de esas sombras de los rincones. Las sombras eran cada vez más oscuras. Más oscuras y más densas. Algo parecía moverse allí, en el rincón derecho del fondo. Emery sintió que se tensaban los músculos de su garganta, y él no podía controlarlos. Sabía que iba a chillar de un momento a otro. Y entonces se abrió la puerta a su espalda y con la luz del corredor la sombra desapareció. Buen detalle que no hubiera chillado. En ese caso ellos habrían estado seguros de su locura, y todo se habría echado a perder. Pero puesto que la sombra había desaparecido, Emery se tranquilizó. Cuando lo sacaron al corredor y le dejaron en la sala de visitas estaba de nuevo muy calmado. Su abogado le aguardaba allí, sentado al otro lado de la enrejada barrera, y nadie más iba a oírles. Eso dijo el abogado. Nadie nos oye, puede explicarme todo. Emery meneó la cabeza y sonrió porque él no era tan tonto. La violencia es oro e incluso las paredes tienen oídos. Quiso advertir a su abogado que le estaban espiando, pero eso parecía una tontería. Lo sensato era no mencionarlo, tener cuidado y decir las cosas apropiadas. Explicó al abogado lo que todos sabían de él. Era un hombre decente, tenía trabajo fijo, pagaba sus facturas, no fumaba, no bebía, no era desordenado. Trabajador, responsable, pulcro, limpio, sin antecedentes policiales, no era un pendenciero. Mamá siempre se enorgullecía de su hijo y estaría orgullosa de él ese día si viviera aún. Él siempre se había preocupado por su madre, y al morir ella siguió preocupándose de la casa, la cuidó, se cuidó de él mismo tal como su madre le había enseñado. Así pues, ¿a qué venía tanto alboroto? Supongamos que usted me lo explica, dijo el abogado. Ésa era la parte difícil, hacer comprender al hombre, pero Emery sabían que todo dependía de ello. Habló muy despacio, eligió las palabras con sumo cuidado, se aferró a los hechos. La segunda guerra mundial tuvo lugar antes de que él naciera, pero era un hecho. Emery conocía muchos hechos de la segunda guerra mundial ya que había leído muchos libros en la biblioteca en vida de su madre. Mejora tu mente, decía ella. Leer es mejor que ver tanta violencia por televisión, decía ella. Por la noche, cuando no podía dormir, pasaba horas leyendo, sentado en su cuarto. La gente que trabajaba con él en la tienda lo llamaba ratón de biblioteca pero a él no le molestaba. Los ratones de biblioteca no existían, él lo sabía. Había gusanos que comían microorganismos de la tierra, pájaros que comían gusanos, animales que comían pájaros, personas que comían animales y microorganismos que comían personas…, como los que comieron a su madre hasta matarla. Todo lo que existe (gérmenes, plantas, animales, personas) mata otras cosas para sobrevivir. Se trata de un hecho, un hecho cruel. Emery aún recordaba los chillidos de su madre. Después de la muerte de ella Emery leyó más. Fue entonces cuando realmente se interesó por la historia. Los griegos mataron a los persas, los romanos mataron a los griegos, los bárbaros mataron a los romanos, los cristianos mataron a los bárbaros, los musulmanes mataron a los cristianos y los hindúes mataron a los musulmanes. Los negros mataron a los blancos, los blancos mataron a los indios, los indios mataron a otros indios, los orientales mataron a otros orientales, los protestantes mataron a los católicos, los católicos mataron a los judíos, los judíos mataron al Redentor en la Cruz. Amaos los unos a los otros, dijo Jesús, y lo mataron por ello. Si el Redentor hubiera vivido, el Evangelio se habría extendido por el mundo entero y no habría existido violencia. Pero los judíos mataron a Nuestro Señor. Eso explicó Emery al abogado, pero no profundizó. Vaya al grano, dijo el abogado. Emery estaba acostumbrado a esa clase de reacción. La había escuchado otras veces cuando intentaba explicar cosas a las mujeres que conoció tras el fallecimiento de su madre. Mamá no aprobaba que él fuera con chicas y Emery solía enfadarse por ello. En cuanto ella murió los compañeros de trabajo le dijeron que la compañía femenina le sería provechosa. Sal de tu caparazón, le dijeron. Por eso consintió participar en salidas de dos parejas y entonces averiguó que su madre tenía razón. Las chicas se reían de él cuando comentaba hechos. Era preferible permanecer en su caparazón, igual que un caracol. Los caracoles sabían protegerse en un mundo donde todos matan para vivir, y los judíos mataron al Redentor. Hechos, dijo el abogado. Exponga hechos. Y Emery le habló de la segunda guerra mundial. Ahí empezó la verdadera matanza. Banqueros judíos de todo el mundo financiaron las guerras napoleónicas y la primera guerra mundial, pero estos conflictos no fueron nada comparados con la segunda guerra mundial. Hitler conocía los planes de los judíos y trató de impedirlos; por eso invadió otras naciones, para librarse de los judíos tal como había hecho en Alemania. Los judíos habían planeado una guerra para destruir el mundo, para tomar el poder. Pero nadie lo comprendió y al final los ejércitos financiados por los judíos ganaron la guerra. Los judíos mataron a Hitler igual que mataron al Redentor. La historia se repite, y también eso es un hecho. Emery explicó todo esto con enorme paciencia, sin recurrir a otra cosa que no fueran hechos, pero por la mirada del abogado dedujo que todo era inútil. Y Emery regresó a su caparazón. Pero en esta ocasión llevó al abogado con él. Le explicó cómo era su vida, solo en su casa, que en realidad era un gran caparazón que lo protegía. Demasiado grande al principio, y demasiado vacío, hasta que Emery comenzó a llenarlo con libros. Libros sobre la segunda guerra mundial, debido a los hechos. Pero cuanto más leyó tanto más comprendió que casi todos los libros no contenían hechos. Los vencedores escribían los relatos y, puesto que habían ganado los judíos, sólo escribían mentiras. Mentían acerca de Hitler, del partido nazi y sus ideales. Emery fue una de las pocas personas capaz de leer entre mentiras y distinguir la verdad. Podía encontrar recordatorios de la verdad fuera de los libros, y él recurrió a esos recuerdos y empezó a coleccionarlos. Atavíos y banderas, cascos y medallas de acero. También las cruces de hierro eran recordatorios: los judíos destruyeron al Redentor en una cruz y ahora trataban de destruir las mismas cruces. Entonces comenzó a entender lo que ocurría, cuando fue a las tiendas de antigüedades donde vendían esa clase de objetos. Había otras personas en esas tiendas y todas miraban a Emery. Nadie pronunciaba palabra, pero todos observaban. A veces él creía oír murmullos cuando estaba de espaldas y daba por hecho que los mirones tomaban notas. Eso no era producto de su imaginación, porque al cabo de poco tiempo algunos compañeros de trabajo le hicieron preguntas sobre su colección: las fotos de los líderes del partido, las esvásticas, las insignias y las fotografías de niñas que ofrecían flores al Führer en mítines y desfiles. Difícil creer que esas niñas fueran ya mujeres cincuentonas. A veces Emery pensaba que si conocía a una de ellas podría arreglarse con ella y ser feliz; como mínimo ella lo entendería porque conocía los hechos. En cierta ocasión estuvo a punto de poner un anuncio para tratar de localizar a una de esas mujeres, pero pensó que podía ser peligroso. ¿Y si los judíos la buscaban? Lo cogerían a él también. Eso era un hecho. El abogado de Emery meneó la cabeza. Su cara, al otro lado del enrejado, adoptó una expresión que disgustó a Emery. Era la expresión de la gente cuando va al zoo, cuando contempla los animales a través de barras o alambradas. Fue entonces cuando Emery decidió que debería explicar el resto al abogado.Era un riesgo, pero si deseaba que creyeran en él, su abogado debía conocer todos los hechos. Y le habló de la conspiración. Los secuestros de toda índole que ocurrían en la actualidad formaban parte de la conspiración. Y los terroristas que actuaban tapándose los ojos con gafas de esquiador también formaban parte del plan. En el mundo actual, el terror luce gafas de esquiador. Algunas veces se llaman árabes, pero sólo para confundir a la gente. Ellos fueron los responsables de las bombas puestas en Irlanda del Norte y de los asesinatos de Latinoamérica. La conspiración internacional judía era responsable de todo ello, y detrás de unas gafas de esquiador hay un rostro judío. Se esparcen por todo el mundo, provocando miedo y confusión. Y también habían estado allí, tramando, maquinando y espiando a sus enemigos. Mamá lo sabía. Cuando él era pequeño y hacía una travesura mamá solía decirle que se portara bien. Pórtate bien o el judío te cogerá, decía mamá. Emery pensaba que ella intentaba asustarlo, pero ahora comprendía que su madre estaba diciéndole la verdad. Como cuando ella lo sorprendió masturbándose y lo encerró en el armario. El judío te cogerá, le dijo. Y estuvo solo a oscuras, vio que el judío atravesaba la puerta, empezó a chillar y su madre lo sacó justo a tiempo. De lo contrario el judío lo habría cogido. Emery sabía ahora que ése era el medio que empleaban para conseguir reclutas. Cogían a los hijos de otras personas y les lavaban el cerebro, los educaban para ser terroristas políticos en países del mundo entero (Italia, Irlanda, Indonesia, el Oriente Medio) de forma que nadie sospechara los hechos reales. Los hechos reales, la responsabilidad de los judíos, preparar otra guerra. Y cuando las demás naciones se destruyeran unas a otras, Israel dominaría el mundo. Emery estaba hablando en voz más alta en ese momento, pero no se dio cuenta hasta que el abogado le rogó que se calmara. ¿Qué le hace pensar que esos terroristas van detrás de usted?, preguntó el abogado. ¿Alguna vez ha visto un terrorista? No, le explicó Emery, ellos son demasiado listos para eso. Pero tienen espías, sus agentes están por todas partes. El rostro del abogado estaba enrojeciendo y Emery reparó en el detalle. Le explicó por qué hacía tanto calor en la sala de visita: los agentes judíos estaban en acción de nuevo. Las personas que Emery vio al comprar banderas, esvásticas y cruces de hierro habían sido enviadas a las tiendas para espiarle. Y los compañeros de su trabajo que se mofaban de su colección también eran espías, y sabían que él había averiguado la verdad. Los terroristas llevaban ya varios meses detrás de él, planeaban matarle. Intentaron atropellarlo con sus coches al cruzar la calle, pero él se salvó. Hacía dos semanas, al encender el televisor, se produjo una explosión. Parecía un cortocircuito pero Emery no era tan tonto; habían querido electrocutarlo sin conseguirlo. Él era demasiado listo para llamar a un reparador, ya que ellos querían precisamente eso: enviar uno de sus asesinos en lugar del técnico. Las únicas personas que en la actualidad hacen visitas a domicilio son los asesinos. Durante dos semanas Emery se las apañó como pudo sin electricidad. Entonces debieron de poner los aparatos en las paredes. Los terroristas poseían aparatos para calentar cosas y por la noche él escuchaba un zumbido en la oscuridad. Buscó por todas partes, dio golpes en las paredes y no encontró nada, pero sabía que los aparatos estaban allí. A veces el calor aumentaba tanto que acababa empapado de sudor, pero él no intentaba apagar la calefacción. Les demostraría que podía soportarlo. Y no pensaba salir de la casa, porque eso era lo que ellos deseaban. Ése era su plan, obligarlo a salir para poder atacarlo y matarlo. Emery era demasiado listo para eso. Tenía suficientes alimentos enlatados y otras cosas para resistir y era más seguro no moverse. Cuando sonaba el teléfono, él no contestaba; seguramente alguien de la tienda llamaba para preguntarle por qué no iba a trabajar. Eso era lo único que debía hacer: volver al trabajo para que pudieran asesinarlo en el camino. Era preferible esconderse en su dormitorio con las cruces de hierro y las esvásticas en las paredes. La esvástica es un símbolo muy antiguo, un símbolo sagrado, y lo protegía. Igual que la gran fotografía del Führer. Saber que estaba allí era suficiente protección, incluso a oscuras. Emery no podía dormir ya debido a los ruidos de las paredes; al principio fue un zumbido, pero poco a poco fue captando voces. No sabía hebreo, y sólo con el tiempo supo qué estaban diciéndole. Sal, asqueroso ario, sal y muere . Se presentaban todas las noches, igual que vampiros, con antifaces de esquiador para ocultar sus caras. Llegaban y musitaban, sal, sal, estés donde estés . Pero él no salía. Algunos libros de historia afirmaban que Hitler era un loco, y quizás eso fuera cierto. Si lo era, Emery sabía el porqué. Porque también el Führer debió de oír las voces y comprendió que ellos lo acosaban. No era extraño que insistiera en hablar de la respuesta al problema judío. Ellos estaban corrompiendo la raza humana y Hitler tenía que frenarlos. Pero ellos lo hicieron arder en un búnker. Mataron al Redentor. ¿No puede entenderlo? El abogado contestó que no y dijo que quizás Emery debía hablar con un médico y no con él. Pero Emery no quería hablar con un médico. Esos médicos judíos formaban parte de la conspiración. Lo que él debía decir a continuación era estrictamente confidencial. Pues dígamelo, por el amor de Dios, repuso el abogado. Y Emery dijo que sí, que se lo explicaría. Por el amor de Dios, por el amor del Redentor. Hacía dos días se quedó sin latas. Tenía hambre, mucha hambre, y si no comía, moriría. Los terroristas querían matarlo de hambre pero él era demasiado listo para eso. Decidió ir al supermercado. Antes miró a hurtadillas por todas las ventanas, pero no vio a nadie con gafas de esquiador. Eso no significaba que salir fuera seguro, por supuesto, porque los judíos también empleaban gente ordinaria. Lo único que podía hacer era arriesgarse. Y antes de salir se puso en el cuello una cruz de hierro con cadena. Serviría para protegerle. Cuando anochecía, Emery fue al supermercado, calle abajo. Era absurdo ir en coche, porque los terroristas podían haber colocado una bomba, y por eso fue andando. Se sintió extraño al estar en la calle de nuevo, y aunque no vio nada sospechoso temblaba de pies a cabeza cuando llegó al supermercado. Allí había grandes tubos fluorescentes y ninguna sombra. Emery no vio espías y agentes por allí, aunque naturalmente ellos eran lo bastante listos para no dejarse ver. Emery confiaba en volver a casa antes de que ellos actuaran. Los clientes tenían aspecto de personas normales. El problema es que nunca se puede estar seguro en estos tiempos. Emery cogió latas con la máxima rapidez posible y se alegró de llegar al final de la cola de la caja sin más problemas. La empleada lo miró de una forma extraña, quizá porque no se había afeitado o cambiado de ropa desde hacía días. De todos modos pudo salir, aunque empezaba a dolerle la cabeza. Era de noche cuando salió del supermercado con la bolsa llena de latas, y no había un alma en la calle. Otro logro de los terroristas: hacer que la gente tuviera miedo a pasear sola por la calle. ¿Ve lo que han conseguido? ¡Todo el mundo se asusta de estar fuera por la noche! Eso le dijo la niña. Se hallaba de pie en la esquina del bloque cuando Emery la vio: una monada, quizá de cinco años, con unos ojazos color castaño y cabello rizado. Y estaba llorando, mortalmente asustada. Me he perdido, dijo la pequeña. Me he perdido, quiero que venga mi mamá. Emery lo comprendió. Todo el mundo anda perdido en estos tiempos, todo el mundo quiere alguien que lo proteja. Pero no existe ya protección, no con esos terroristas al acecho, a la espera de su oportunidad, escondidos en las sombras. Y había sombras en la calle, sombras junto a la casa de Emery. Él quería ayudar pero nopodía arriesgarse a estar hablando en la calle. Siguió andando, subió los escalones del porche y no vio que la pequeña lo había seguido hasta que abrió la puerta. Una niña llorando, diciendo por favor, señor, lléveme con mi mamá. Sintió deseos de entrar y cerrar la puerta, pero comprendió que debía hacer algo. ¿Cómo te has perdido?, le preguntó. La niña dijo que estaba aguardando en el coche delante del supermercado mientras mamá iba de compras, pero como no volvía salió del automóvil para buscarla en la tienda y ya no estaba allí. Luego creyó verla calle abajo y echó a correr, pero era otra señora. No sabía dónde estaba y ¿querría él llevarla a casa, por favor? Emery sabía que no podía hacer eso, pero la niña se puso a llorar otra vez, escandalosamente. Si había alguien cerca oiría a la pequeña. Emery le dijo que entrara. La casa tenía un olor raro por la falta de ventilación y hacía mucho calor. Estaba a oscuras, además, con todas las luces apagadas debido a los terroristas. Emery trató de explicarse, pero la niña lloró con más fuerza porque la oscuridad la asustaba. No te asustes, le dijo Emery. Dime el nombre de tu mamá y la telefonearé para que venga a recogerte. Ella le facilitó el nombre (señora Rubelsky, Sylvia Rubelsky)…, pero desconocía la dirección. Era difícil oír con claridad a causa del zumbido de las paredes. Emery agarró la linterna que guardaba en la cocina para los apuros y fue al salón para buscar el apellido en el listín. No había ningún Rubelsky. Emery probó con apellidos similares: Rubelski, Roubelsky, Rebelsky, Rabelsky… Nada. ¿Estás segura?, preguntó. Entonces la niña dijo que no tenían teléfono. Curioso; todo el mundo tenía teléfono. La pequeña dijo que no importaba, que si él la llevaba a la Calle Sexta le señalaría la casa. Emery no estaba dispuesto a ir a ninguna parte, y menos a la Calle Sexta. Pertenecía a un barrio judío. Y pensándolo bien, Rubelsky era un apellido judío. ¿Eres judía?, preguntó. La niña dejó de llorar y miró a Emery, y sus ojazos castaños se abrieron cada vez más. Esa forma de mirar aumentó el dolor de cabeza de Emery. ¿Qué estás mirando?, le dijo. Esa cosa que lleva en el cuello, contestó ella. Esa cruz de hierro. Es como la de los nazis. ¿Qué sabes tú de los nazis?, preguntó él. Mataron a mi abuelito, dijo ella. Lo mataron en Belsen. Mamá me lo explicó. Los nazis son malos. De pronto la verdad brotó como un fogonazo, un fogonazo que hizo palpitar la cabeza de Emery. Ella era uno de ellos. La habían dejado en la calle como un cebo, sabiendo que él la dejaría entrar en su casa. ¿Qué pretendían? ¿Por qué lleva cosas feas?, dijo ella. Quítese eso. Tenía la mano extendida hacia la cadena, la cadena con la cruz de hierro. Era como en aquella antigua película que Emery había visto hacía tiempo, la del Golem. Aquel enorme monstruo petrificado cobra vida en el ghetto judío, luciendo la estrella de David en el pecho. Una niña arranca la estrella y el Golem cae muerto. Por eso habían enviado a la niña, para arrancarle la cruz de hierro y matarlo. De eso nada, dijo él. Y abofeteó a la pequeña, no con fuerza pero ella se puso a llorar. Emery no podía soportarlo, le puso sus manos en torno al cuello sólo para que dejara de llorar, hubo una especie de crujido y luego… ¿Qué ocurrió luego?, preguntó el abogado. No quiero hablar de eso, dijo Emery. Pero no podía contenerse, estaba hablando de eso. Al principio, al no encontrar el pulso a la niña, pensó que la había matado. Pero no había estrujado con fuerza, la muerte debió de producirse cuando la niña tocó la cruz de hierro. Eso significaba que su suposición era correcta, que la pequeña era uno de ellos. Pero él no podía decirlo a nadie, sabía que la gente jamás creería en unos terroristas que enviaban una pequeña judía a su casa para matarlo. Y él no podía tolerar que encontraran así a la niña. Qué hacer, ése era el problema. El problema judío. Luego lo recordó. Hitler averiguó la respuesta. Emery sabía ya qué debía hacer. Hacía calor allí y todavía más abajo. Allí la llevó, abajo, donde estaba funcionando la caldera de la calefacción. Un horno de gas. Oh, Dios mío, dijo el abogado. Oh, Dios mío. Y de pronto el abogado se levantó, se acercó a la puerta que había al otro lado del enrejado y llamó al vigilante. Vuelva aquí, dijo Emery. Pero el hombre no le hizo caso, continuó musitando algo al vigilante. Y después llegaron otros agentes por el lado del enrejado que ocupaba Emery y lo agarraron por los brazos. Les pidió a gritos que lo soltaran, que no escucharan al abogado judío… ¿No comprendían que él debía de ser uno de ellos? En lugar de prestarle atención lo llevaron por el corredor hasta el cuarto de goma y lo metieron allí de un empujón. Prometieron que me pondrían en otra celda, dijo Emery. No quiero estar aquí. No estoy loco. Un vigilante dijo tranquilo, el médico vendrá a darle algo para que pueda dormir. Y la puerta se cerró estruendosamente. Emery volvía a encontrarse en el cuarto de goma, pero en esta ocasión no paseó, y no gritó que lo sacaran. De nada iba a servirle. Ya sabía cómo se había sentido el Redentor, traicionado y a la espera de la crucifixión. También Emery había sido traicionado, traicionado por el abogado judío, y lo único que podía hacer era esperar la llegada del doctor judío. Para que durmiera, había dicho el vigilante. Así funcionaba la conspiración: lo obligarían a dormir para siempre. Pero él no lo consentiría, permanecería en vela, exigiría un juicio justo. Eso era imposible. Los policías explicarían que habían oído gritar a la niña, que entraron en la casa y encontraron a Emery. Lo acusarían de pederasta y asesino. Y el juez lo sentenciaría a muerte. El juez creería en los judíos tanto como Poncio Pilato, igual que los aliados cuando mataron a nuestro Führer. Emery no había muerto todavía pero no tenía escapatoria. No podía rehuir el juicio, no podía escapar del cuarto de goma. ¿O sí? La respuesta surgió de improviso. Alegaría locura. Emery sabía que no estaba loco, pero podía engañarlos para que lo creyeran. Estar loco no era una desgracia, algunas personas opinaban que Jesucristo y el Führer también estaban locos. Y lo único que debía hacer era fingir. Sí, ésa era la respuesta. Y bastó con pensar en ello para que se sintiera mejor. Aunque lo encerraran en un cuarto de goma como ése sobreviviría. Podría andar, hablar, comer, dormir y pensar. Pensar en cómo los había engañado, a todos los terroristas judíos dispuestos a matarlo. Debía tener mucho cuidado. No debería mentir, no como había mentido al abogado. Podía admitir la verdad. Matar a la pequeña judía no fue un accidente, él sabía qué hacía en el momento que le rodeó el cuello con sus manos. Apretó tanto como pudo porque ése había sido siempre su deseo. Apretar los cuellos de las chicas que se reían de él, los de los compañeros de trabajo que no le escuchaban cuando hablaba de su colección y sí, lo diría, había querido apretar también el cuello de su madre porque ella siempre había hecho lo mismo con él, lo había ahogado, lo había estrangulado, había destrozado su vida. Pero sobre todo quería estrujar a los judíos, los asquerosos terroristas semitas que pretendían acabar con él y destruir el mundo. Y eso había hecho él. No había partido el cuello de la niña, ella no estaba muerta cuando la llevó abajo y abrió la puerta del horno. Lo que había hecho en realidad era resolver el problema judío. Lo había resuelto y ellos no podrían tocarle un dedo. Se hallaba a salvo ya, a salvo de todos los terroristas y espíritus malignos ansiosos de venganza, a salvo para siempre allí, en el cuarto de goma. Lo único que le disgustaba eran las sombras. Recordaba haberlas visto antes, recordaba que la del rincón del fondo había parecido volverse más oscura y más espesa. Y en ese momento estaba ocurriendo lo mismo. No la mires, pensó. Estás imaginando cosas. Sólo los locos ven moverse las sombras. Moverse y retorcerse como una nube, una nube de humo que sale de un horno de gas.Pero tuvo que mirar porque la sombra estaba cambiando, cobrando forma. Emery lo vio de pie en el rincón, la figura de un hombre. Un hombre vestido de negro, con la cara negra. Y estaba avanzando. Emery retrocedió mientras la figura se deslizaba hacia él suave y silenciosamente por el acolchonado suelo, y abrió la boca para chillar. Pero el chillido no brotó. La amenazadora figura avanzaba delante de Emery, que se apretó a la pared del cuarto de goma. Vio el negro rostro con gran claridad…, pero no era un rostro. Eran unas gafas de esquiador. Los brazos de la figura se alzaron y las manos se extendieron, y Emery vio negras gotitas que caían de las humosas muñecas en el momento que los dedos se cerraban en torno a su cuello. Emery golpeó las gafas de esquiador, introdujo los dedos en los agujeros de los ojos, pinchó los mismos ojos. Pero no había nada detrás de las gafas, nada en absoluto. Fue en ese momento cuando Emery enloqueció realmente. Cuando se abrió la puerta del cuarto de goma la sombra había desaparecido. Sólo encontraron a Emery, y estaba muerto. Apoplejía, dijeron. Fallo cardiaco. Mejor redactar un rápido informe médico y cerrar el caso. Cerrar también el cuarto de goma mientras se ocupaban del informe. Era sólo una coincidencia, por supuesto, pero la gente podía pensar cosas raras si lo averiguaban. Dos muertes en la misma celda, Emery y el otro chiflado que la semana anterior se abrió las venas de las muñecas a mordiscos, el terrorista loco que llevaba unas gafas de esquiador. Petey T. E. D. KLEIN El terror no siempre alcanza el apogeo de su efectividad cuando se aborda por la vía rápida. A veces es precisa cierta dosis de lentitud, un ritmo que permita al lector prever lo que se avecina con el adelanto suficiente a fin de que esté preparado…, bien para que se aparte del camino o bien para que se defienda. El problema, no obstante, es que no se puede hacer nada. Solamente observar, y continuar indefenso. T. E. D. Klein vive en Nueva York, dirige la revista The Twilight Zone y ha escrito mucho menos que lo que sus numerosos seguidores desearían. Aunque sus escenarios son contemporáneos, su gusto tiende a lo tradicional…, un gusto que Klein desarrolla con enorme y eficaz provecho. —Enfrentémonos a los hechos, doctor. Si un paciente se suicida, demonios, hay poco que hacer. Sí, claro, puede quitarle los zapatos para que no se estrangule con los cordones, y la ropa por la misma razón… Una vez vi un hombre que se colgó de las rejas de su ventana con la camiseta… Y tal vez para asegurarse, saque usted la cama de la habitación, puesto que el año pasado tuvimos una mujerzuela que se cortó las venas con los muelles… »Pero es imposible estar en todo. Es decir, si quieren matarse, encontrarán la forma de hacerlo. Una vez tuvimos un tipo que se lanzó de cabeza contra la pared varias veces. Era una celda normal, pequeña, de modo que él no podía lanzarse con demasiada fuerza… A pesar de eso se hizo un bonito chichón. Y dejó un buen agujero en el yeso, además. Ahora, lógicamente, tenemos el lugar acolchado. Y otro que tuvimos, lo juro por Dios, contuvo la respiración hasta que la diñó. Lo digo en serio, si quieren, pueden hacerlo. »El tipo que va a ver ahora, bueno, nos engañó. Creímos haber tomado todas las precauciones, ¿comprende? pero debimos usar una camisa de fuerza. Cristo, el tipo se desgarró infernalmente el cuello. Sólo con sus manos. —George, tengo que admitirlo: estoy celoso de verdad. Esta casa es fantástica. —Milton alzó su vaso—. ¡Por ti, viejo hijo de puta! Y por tu nueva casa. Estaba a punto de acabar su whisky, pero Ellie le sostuvo la mano. —Cariño, espera. Que todo el mundo participe. Se volvió hacia los demás invitados, que se hallaban reunidos en grupitos de conversación por todo el salón. —¡Eh, todo el mundo! ¿Podéis concederme vuestra atención, por favor? Mi marido acaba de proponer un brindis por nuestros encantadores anfitriones… —Aguardó a que se hiciera silencio—. Y por su generosa amabilidad al permitir que nosotros, pobres campesinos… —¡Peones, Ellie, peones! —gritó Walter. Igual que los demás, estaba ya bastante bebido. —¡Sí! —se hizo eco Harold—. ¡Nosotros, miserables peones! —De acuerdo —contestó Ellie sin dejar de reírse—. Por su generosa amabilidad al abrir su nuevo hogar. —Su majestuoso nuevo hogar. —¡Su mansión! —Por abrir su mansión a unos pobres, miserables y pisoteados peones como nosotros. Y además… —¡Eh! —la interrumpió su esposo—. ¡Pensaba que era yo el que iba a hacer el brindis! —Todos rieron—. ¡He estado toda la semana practicando para esto! —Miró a los demás para saborear el chiste—. ¡Os lo aseguro, la vieja ya no me deja meter baza! —¡Sí, vamos, El! —gritó Walter—. ¡Da una oportunidad al pobre chico, ya le pondrás el bozal más tarde! Todos rieron excepto la esposa de Walter, Joyce, que musitó: —De verdad, cariño, a veces pienso que eres tú el que necesitarías… —Señoras y caballeros. —Milton habló con fingida seriedad—. Propongo un brindis por nuestro estimado anfitrión… Todos los ojos se volvieron hacia George, que sonrió e hizo una ligera reverencia. —… y por Phyllis, nuestra igualmente estimada anfitriona… —¡Caramba, Ellie, lo tienes bien amaestrado, vaya que sí! —Admito libremente que después de veintiocho años… —dijo Milton mientras se llevaba al corazón la mano que sostenía el vaso. —Veintisiete. —¡Parecen veintiocho! —Oh, Waltie, cállate. —Que después de veintisiete años de arrobamiento matrimonial ella lo ha conseguido por fin. ¡Incluso ha conseguido que me haga la cama! —Hizo una pausa para los vítores y gruñidos; luego se volvió hacia Phyllis—. Pero como iba diciendo, me gustaría rendir tributo a la graciosa, encantadora, arrebatadoramente hermosa… Phyllis rió disimuladamente. —… magníficamente peinada… Con cierta timidez, Phyllis se tocó los rizos, arreglados de forma que parecían plumas rodeando su cara. —… y deliciosamente sexy mujer que él llama su esposa. —¡Brindo por eso! —¡Bravo, bravo! —A ti también se te permite brindar por eso, Phyllis. —Sí, que alguien prepare un cubata para Phyllis. —¡Oh, qué tontería! —protestó Phyllis—. Se supone que no debo brindar por mí. —Absurdo, querida mía. George le dio una tónica con vodka, y después cogió su vaso. —Y por último —continuó Milton, alzando la voz y su vaso—, brindo por la razón de que todos estemos reunidos aquí esta noche, por la causa de nuestra alegría… —Y nuestros celos —añadió su esposa. —Por esta hermosa, hermosísima casa, por este refugio rústico escondido entre los bosques de Connecticut, este hallazgo de toda una vida, que deja nuestras casas de pisos a desnivel a la altura del betún… —Estás exagerando un poco —dijo George. Hizo un guiño a los demás—. Creo que Milt equivocó su profesión. Debería haber sido poeta, no corredor de bolsa. —¡O vendedor de terrenos! —exclamó Walter. Milton prosiguió impávido: —Este museo… —¿Museo? —George se sobresaltó. Tantas felicitaciones lo molestaban. Percibía la envidia, y la amargura—. ¡Es más bien un mausoleo! —… que contiene habitación tras habitación con las más rarísimas antigüedades… —¡Chatarra! ¡Simple chatarra! —… esta espléndida mansión colonial… —¡Ah, vamos, Milt! ¡Sólo es un viejo granero, por el amor de Dios! —… en la que George puede representar el papel de hacendado rural y Phyllis, señora de la finca, estará a sus anchas… George se echó a reír. —¡De todas formas tendré que ir a trabajar todos los días! —… esta casa señorial, este recreo de la nobleza provinciana, esta irrefutable manifestación de los elegantísimos terrenos que dejan en mal lugar este lado de la isla de Manhattan… La sonrisa de George se esfumó. —… esta gloriosa heredad, ahora nuevo hogar de George y Phyllis, en la esperanza de que sus años juntos gocen de tanta bendición como suerte han tenido al adquirir esta casa. Hubo un momento de nervioso silencio. —¿Has terminado, Milt? —dijo George. —Exacto, viejo camarada. Milton acabó su whisky. Los demás reaccionaron con aplausos, aunquedébiles; la turbación de George los turbaba a todos. —¡Y en la esperanza de que deis más fiestas como ésta! —exclamó Walter—. ¿Qué os parece todos los fines de semana, para empezar? Y la propuesta tranquilizó e hizo reír a todos, pero la risa fue algo fuerte, algo prolongada. —¿Cuándo vas a enseñarnos el resto de la casa? —gritó Sidney Gerdts. —¡Sí! ¿Cuándo hacemos el recorrido de vuestras posesiones? ¡Para eso hemos venido! —Vamos, Phyl, lo prometiste. —Ella ha estado hablando de este lugar desde hace seis meses. —Sí, has conseguido que se nos cayera la baba. —¿Y qué hace ella ahora? ¡Nos mantiene enjaulados en este salón como si fuéramos un puñado de críos! —¿Qué dices, Phyl? ¿De qué estás avergonzada? Phyllis sonrió. —El recorrido empezará cuando estéis todos aquí. —¿Quién no está aquí? —¿Quién falta? —Herb y Tammi Rosenzweig no han aparecido todavía —dijo George—. Me aseguraron que podían venir… —Creo que tenían problemas para encontrar un canguro —dijo Doris, la esposa de Sidney—. Hablé con ellos esta mañana. Harold hizo una mueca. —Bah, siempre llegan tarde. Tammie tarda dos horas en maquillarse. Arrastró los pies hacia el bar y se sirvió otro whisky con soda. —Empecemos sin ellos, pues. —Vaya, Sid, hombre —dijo Doris, y cogió a su esposo de la mano—. Sabes que eso no sería justo. Vamos, acerquémonos a ver eso. —Lo arrastró hacia una pared llena de estantes—. Quizá tú puedas llegar a los estantes de arriba. Están demasiado altos para mí. —Oh, Dios, cariño, sólo es un montón de libros viejos. Para niños, además, por el aspecto que tienen. Cuentos de hadas. Seguramente incluidos con la compra de la casa. —Pero parecen interesantes, esos grandes, ahí arriba. Podrían valer muchísimo dinero. Refunfuñando, Sidney se puso de puntillas y extrajo un libro, un pesado volumen del que se desprendieron escamas de cuero cuando lo abrió, igual que la piel de un muerto. —Ten, para ti. Yo no sé leer esto. Dio el libro a su esposa y dio media vuelta, fastidiado. Doris miró el texto con los ojos entrecerrados y arrugó la frente, desilusionada. —Oh, maldita sea —murmuró—. ¿Es que no lo sabías? George dejó de hablar de negocios con Fred Weingast y se acercó a Doris, vaso en mano. —¿Tienes problemas, Doris? Ella hizo una mueca. —Esto me recuerda los años que tengo. Yo sabía mucho francés…, hasta sabía algunas palabras de provenzal, que creo es la lengua en que está escrito esto…, y ahora no recuerdo nada. —Yo nunca lo he soportado. Todo ese lío de los masculinos y los femeninos, y esos malditos acentos… —Sorbió el vodka—. En realidad me desharía de todos estos libros viejos de buena gana, pero son una buena inversión. Gerdts volvió con ellos. —¿Inversión, has dicho? ¿Pretendes decir que estos trastos valen realmente algo? —Ya lo creo. Su cotización siempre sube. —Hizo un gesto de cabeza al hombre que hablaba a pocos pasos de distancia—. ¿No es cierto, Fred? Weingast se acercó, seguido de Harold y otro invitado, Arthur Faschman. —Sí, mi contable me aconsejó que me dedicara a los libros, en especial tal como está el mercado. Pero has de tener el espacio para guardarlos. —Se encogió de hombros—. Por lo que a mí respecta, mi piso es demasiado pequeño. —No, ése no es el problema —dijo Faschman—. El problema es mantenerlos en un sitio frío y seco. Fijaos en ésos de arriba…, seguramente estarán llenos de ratones y bichos. George se echó a reír, con cierto nerviosismo. —Oh, dudo que haya un solo ratón. Pedimos que fumigaran la casa antes del traslado. ¡Y está bien fumigada! —Otro sorbo de vodka—. Pero claro, tienes razón, estos trastos se pudren terriblemente, y cuando llegue el verano apuesto a que olerán. Os diré la verdad. He pensado en vender el lote completo a alguna tienda de New Haven. Tal vez compre un buen equipo de alta fidelidad, o alguno de esos Betamax. —Sí, buena idea —dijo Faschman—. Yo también quiero comprar uno. Y te diré qué puedes hacer después: invierte en sellos. Es mucho más fácil conservarlos. Weingast asintió. —Sellos, eso está muy bien —dijo—. Pero mi contable opina que las monedas son preferibles. Con el precio del oro subiendo, son una apuesta bastante segura. Cuando George se fue, los otros estaban enfrascados en altas finanzas. Volvió al bar y llenó de nuevo su vaso. A pesar del retraso de los Rosenzweig, la ausencia de los Fogler y los Green y el hecho de que Bob Childs estaba enfermo y Evelyn Platt de viaje, la fiesta de estreno de la casa estaba muy concurrida. Allí estaban los Brackman, Milt y Ellie, los Gerdts, Sid y Doris, Arthur y Judy Faschman, Fred y Laura Weingast, los Stanley recién llegados de Miami, Dennis y Sarah luciendo su bronceado, Harold y Frances Lazarus, el corpulento Mike Carlinsky con su novia, cuyo nombre olvidaban todos constantemente, Phil y Mimi Katz, los Chasen, Chuck y Cindy, Walter Applebaum y su nueva esposa, Joyce, Steve y Janet Mulholland, Allen Goldberg y Paul Strauss y la pobre Cissy Hawkins, tan vulgar que ninguno de los anteriores le dirigía la palabra, aunque al parecer le habían asignado como pareja a uno de los dos. Treinta y una personas reunidas en el salón de los Kurtz. Y con la llegada de los Rosenzweig, entre abrazos, apretones de manos, gritos de «¡Por fin!» y «¡Ya era hora!», y los inevitables silbidos de lobo al escotado vestido de Tammie Rosenzweig, la cifra se elevó a treinta y tres. Muchísima gente, decidió George. Demasiados, en realidad, si se tenía en cuenta que muchos no eran amigos íntimos. Caramba, él y Phyllis apenas veían a los Mulholland de año en año. Y en cuanto a los Goodhue, ni siquiera los conocían; los habían invitado los Fitzgerald. Apoyado en el mostrador del bar, George colocó el vaso ante sus ojos y examinó a los invitados a través de la escarcha del vodka. En momentos como ése era difícil atenderlos a todos: demasiadas caras que exigían una sonrisa, demasiados apellidos que recordar. A veces caras y apellidos parecían casi intercambiables. A pesar de todo, era estupendo tener un salón lo bastante espacioso para dar cabida a ese gentío. Y de todos modos, pensó George, él y Phyllis habían prometido convertirse en grandes anfitriones en cuanto se mudaran de casa. Una fiesta como ésa era el medio perfecto para establecer sus nuevas identidades. —¡George! —Phyllis irrumpió en su meditación—. Ven aquí y coge el abrigo de Tammie. —Miró a Herb—. Y en cuanto a ti, creo que eres un chico muy grandote y podrás colgarte tú mismo el abrigo. Hay mucha informalidad esta noche, todavía no hemos completado el traslado. ¡Y tendréis que prepararos bebidas vosotros mismos, ni siquiera tenemos camarero! Phyllis se echó a reír, como si quisiera sugerir que, en el futuro, en su elegante nuevo hogar, tener camareros sería una rutina. Tammie estaba comentando lo difícil que era encontrar un canguro decente en aquellos tiempos. —Y finalmente dijimos al diablo con la canguro, y dejamos a la niña con los padres de Herb. Ellos ya no salen nunca. Alisó su vestido nuevo. —¡Dios santo, George, esta casa es de órdago! —dijo Herb mientras estrujaba la mano del aludido—. Lamento que no llegáramos antes, para poder verla a la luz del día. Apuesto a que esos árboles son maravillosos en esta época del año. Pero, Dios todopoderoso, si me permites decirlo, es dificilísimo encontrar este lugar. —¿No se explicó bien Phyllis? —Oh, claro, no ha habido problema. —Herb siguió a George hasta el armario de los abrigos—. Me refiero a que aquí, en el campo, oscurece mucho. No estoy acostumbrado a eso. —Hizo una pausa hasta que George encontró un colgador desocupado para el abrigo de Tammie—. Fuimos por la autopista hasta New Haven. Esa parte fue bien, claro. Y salimos por Clinton, tal como debíamos hacer… Pero en cuanto sales de la 81, la carretera está muy mal. ¡Es como si de pronto apagaran las luces! Ni una señal, nada. —Meneó la cabeza—. Eres influyente en la Comisión Estatal de Carreteras, ¿no, George? Me refiero a que deberías hacer algo. ¡Es una desgracia! —Sí, las carreteras son un poco engañosasde noche, hasta que te acostumbras a ellas. —¿Engañosas? Algo mucho peor que engañosas, te lo aseguro. ¡Casi atropello a un bicho! Te lo juro, creo que era un oso. —¡Oh, vamos Herb! —George le dio una palmada en la espalda—. Has vivido demasiado tiempo en Yonkers. Estamos en el campo, claro, ¡pero no en plena selva, por el amor de Dios! ¡Esto es Connecticut! Hace siglos que no aparece un oso por aquí. —Bueno, fuera lo que fuera… —Seguramente algún pobre perro pastor. Todos los granjeros de los alrededores tienen perros pastores. —De acuerdo, de acuerdo, fue un perro pastor, entonces. ¿Quién sabe? Estaba tan oscuro… En fin, casi atropello al bicho, y lo habría atropellado si Tammie no hubiera chillado. Luego estaba tan azorado que no vi el desvío de… ¿cómo se llama? ¿Death’s Head? George se echó a reír. —¡Chico, qué imaginación tienes! Los de Madison Avenue sois todos iguales. ¡El nombre del pueblo es Beth Head, papanatas! Beth Head. También Herb se echó a reír. —En fin, me despisté completamente y acabé en la entrada de un parque estatal. ¿Puedes creerlo? ¡Tammie tuvo un ataque de nervios! ¡Estábamos buscando tu casa y acabamos en un maldito parque! —Sí, eso es Chatfield Hollow. He ido de pesca algunas veces. Una zona muy bonita. —Debe de serlo, durante el día. Pero no es la clase de sitio que me gustaría visitar de noche. Tammie creyó ver luz en la cabaña del guardabosque…, ya sabes, la que está junto a la verja…, y salí a preguntar. ¡Ni siquiera llevábamos un maldito mapa! George sonrió de oreja a oreja. —¡Pobre Herb! ¡Nunca serás un buen montañés! —¡Muy cierto! —repuso riendo Herb—. Tammie perdió tanto tiempo con su condenado vestido que ni siquiera pensó en… Bueno, en fin, me acerco a esa miserable choza y al instante me doy cuenta de que Tammie se ha equivocado… No hay ninguna luz, la cabaña está cerrada en esta época… Pero por si acaso, llamo a la puerta, ¿sabes?, y llamo a gritos al guardabosque. ¡Estamos completamente perdidos! —Bajó la voz—. Además, sabía que Tammie se pondría como una loca si no me aseguraba de que la cabaña estaba vacía. —¿Y lo estaba? —¡Claro que sí! ¿Quién demonios pasaría la noche en un sitio como ése? — Sacudió la cabeza—. Y allí me tienes, aporreando la puerta y pensando si habría por allí un teléfono público para llamarte…, cuando oigo algo pesado que se mueve en los matorrales. —Seguramente el guardabosque. —No esperé a saberlo. ¡Tendrías que haber visto con qué rapidez he vuelto al coche y he salido de allí! Créeme, estaba dispuesto a regresar a Nueva York, pero Tammie quería lucir su vestido nuevo. —Hizo una pausa—. Y naturalmente, yo quería ver esta casa. —¿Comentaste con Tammie lo que habías oído? —¿Bromeas? Se habría reído tanto de mí que aún estaría esperando a que se calmara. Escucha, ella cree que soy un cobarde. Ella es la dura, lo es de verdad. Nunca habría encontrado esta casa de no haber sido por Tammie. Distinguió el último desvío cuando ya lo habíamos dejado casi medio kilómetro atrás. ¡La condenada carretera está casi tapada por los árboles! ¡Deberías talar algunos, por el amor de Dios! —Creía que eras un gran conservacionista. Herb se echó a reír. —Bien, que mande dinero al Sierra Club no significa que adore los árboles. Mira, alguien va a sufrir un accidente uno de estos días. En serio, George, deberías hacer algo. Oblígalos a que pongan luces o algo. Tienes influencia en la Comisión de Carreteras, ¿no? —No tanta como piensa la gente. —Bueno, en fin, allí no hay seguridad. Esa carretera tan retorcida, tan condenadamente estrecha que he tenido que ir a treinta por hora… Una suerte que no vinieran coches en dirección contraria. En realidad, no vimos un solo coche en la carretera. Un lugar muy desolado para estar tan cerca de Nueva York. —No hay polución. —¡Muy cierto! Eh, hablo en serio, viejo camarada. Tal vez no sea un fanático de la naturaleza, pero creo que esto es fantástico. Me gustaría vivir por aquí. —¿Por qué no te mudas, entonces? Debe de haber alguna casa de campo en venta en estas zonas. Sé que hay un par en el condado más próximo. Hasta te ayudaría a mirar. Bueno, el sitio es un poco solitario… —Eh, pensaba que te gustaba vivir aquí. —Oh, claro, naturalmente que me gusta. No lo cambiaría por nada del mundo. Me refiero a que todavía no tenemos conocidos en la zona, y sería agradable tener alguno cerca. —Bah, tú tardas poco en hacer amigos, George. Además, yo no podría pagar un sitio como éste. ¡Con tanto terreno!… —No, de verdad, no es para tanto. No ha costado demasiado. —¡Venga, hombre! Tienes espacio para un par de campos de golf reglamentarios. Y ese camino de acceso tuyo es tan largo como una carretera rural. ¿Sabes una cosa? Me cuesta creer que estamos tan cerca de la ciudad. Hay mucho terreno, apostaría a que puedes ir de caza por tus propiedades. Y seguramente hasta puedes perderte. —Sí, bueno, supongo que estamos perdidos en el campo. —¡Pero si eso es lo mejor! Lo digo en serio, ¡es fabuloso! Qué mejor razón para vivir aquí, ahora lo comprendo. El aislamiento, la soledad… ¡Chico, ojalá tuviera un poco de soledad estos días! —Las cosas van mal, ¿eh? —Chico, tú lo has dicho. Todos nos hemos apretado el cinturón. ¿Y tú? —Oh, más o menos igual, supongo. —Eh, no seas modesto, George. Siempre haciéndote el pobre. Esta casa debe de haberte costado una pequeña fortuna. George hizo una pausa y carraspeó. —Bueno, si quieres que te diga la verdad, casi no me ha costado nada. La conseguí por cuatro perras. El propietario estaba un poco ya-sabes-qué. Se dio unos golpecitos en la cabeza. —¡Cristo! ¡Vaya ganga! Ya estaban otra vez en el salón. Herb miró alrededor, observó los muebles, la espaciosidad de la habitación, los rostros familiares de los otros invitados… —Ah, bien, supongo que los demás tendremos que conformarnos con nuestras barracas de los suburbios… —Yo no, chico —sonó la aflautada voz de Walter—. Voy a comprar un terreno igual que éste. —Los otros interrumpieron sus conversaciones. Walter sonrió —. ¡En cuanto el mercado se recobre! —Será mejor que tengas cuidado, Walt —dijo Frances—. Un día alguien podría pensar que hablas en serio. Te toparás con algún estafador y acabarás de patitas en la calle, andando por ahí metido en un tonel. Milton se acercó, un poco tambaleante, y apoyó un brazo en el hombro de Walter. Estaba bastante borracho. —Si quieres comprar tierras, no has de esperar a que el mercado esté mejor —dijo—. Sólo tienes que conocer a las personas adecuadas. ¿No es cierto, George? Bajo el peso de tantas miradas de curiosidad, George logró mantener la sonrisa…, pero no sin esfuerzo. —Oh, hace falta un poco de paciencia, eso es todo. Y hay que esperar a que surja la ocasión. Lo mío fue pura suerte, supongo. La mirada que le lanzó Milton no fue muy agradable. Phyllis intervino, ni un instante demasiado pronto, para hacer un alegre anuncio. —Bien, tú no sé, pero yo estoy muy contenta de vivir en un sitio como éste. Y puesto que Herb y Tammie están por fin aquí, me gustaría mostraros la suerte que tenemos. —Bueno, ya era hora —dijo Ellie. Volvió la cabeza hacia los demás—. Ella ha conseguido que estuviéramos ansiosos. —¿Quieres decir que por fin vamos a ver la casa? —preguntó Frances. —Exacto —replicó Phyllis, todo ella sonrisas. Sus párpados aletearon parodiando a una gran duquesa—. Madame Kurtz acompañará ahora a sus invitados en un recorrido por sus palaciegas posesiones. George logró esbozar una sonrisa de disculpa. —Sólo es un viejo granero —dijo—. De verdad: ¡un simple granero! Mírelo, lo tengo atado bastante fuerte. ¡No me hará cometer dos veces el mismo error, no, señor! —¿Está seguro de que las correas no están un poco…, eh…, demasiado prietas? —¿Bromea, doctor? Si las suelto, se arrancaría los vendajes en dos segundos. No, señor, así está bien. El médico entró en la sala. —Bien, hola —dijo jovialmente—. Lamento encontrarlo así. Espero que no esté terriblemente incómodo. En cuanto esas heridas cicatricen, le quitaremos las vendas…, y luego veremossi podemos sacarlo de esa camisa, ¿de acuerdo? Aquí somos partidarios de ofrecer una segunda oportunidad a nuestros pacientes. El hombre que estaba en la cama le lanzó una mirada feroz. —Y por eso espero que…, eh… —Miró al enfermero—. ¿Puede oír lo que digo? —Oh, sí, puede oírle perfectamente. Pero pensamos que debe de haberle pasado algo en las cuerdas vocales, ¿sabe? Tal parece que no puede hablar. — Sonrió—. Entre usted y yo, ese detalle no me apena mucho. Quiero decir que tantos chillidos me ponían nervioso. Siempre chillaba a la hora de comer… ¡Bueno, cualquiera pensaría que yo no le daba de comer nunca! —No es justo. Francamente, no es justo. —Ellie señaló el dormitorio—. Fíjate. Exactamente la clase de cama que Milt y yo hemos estado buscando por todo Nueva York. —Apostaría a que además es bronce auténtico —dijo Doris—. ¡Eh, Frannie! — gritó por encima del hombro—. ¿Crees que el armazón de esa cama es bronce auténtico? Frances salió del cuarto de aseo, seguida por Irene Crystal. —Me temo que sí —dijo—. Dios, estoy totalmente verde de envidia. Y ese edredón… ¿Habíais visto algo parecido? ¡Deben de ser años de trabajo! ¿No es encantador? —Oh, sí —dijo Doris—. Es bellísimo. Pasó la mano por uno de los relucientes pilares. —Esto es criminal, eso pienso yo —dijo Ellie—. Me paso la vida entera soñando en una casa en el campo, con invernadero, despensa, una cocina espaciosa que te permita moverte… —Y una biblioteca de verdad —intervino Doris. —Exacto, una biblioteca de verdad, como las que salen en esas películas de Joan Fontaine, ¿recordáis? Con cómodos sillones y mesitas al lado para sentarse y tomar un jerez mientras lees… ¿Y quién ha conseguido todo esto? Los Kurtz. Repito, francamente criminal. ¿Alguien ha visto a uno de los dos abriendo un libro? —Oh, a George le gusta leer —dijo Frances—. Lo sé. —¿Cómo? Frances sonrió con picardía. —¡Hay un montón de revistas deportivas en el cuarto de baño! —¿Y qué me dices de ese cuarto de los niños? —dijo Doris. Disfrutaba provocando a Ellie. —Sí, ¿te imaginas? Un cuarto especial, y ni siquiera tienen hijos. ¡Estoy tan enfadada que podría chillar! —Oh, vamos, El —dijo Frances—, no te excites tanto. Tus dos hijos ya no son unos bebés exactamente. ¡El mayor ya está en la universidad, por el amor de Dios! —De todas formas, no puedo dejar de pensar qué agradable habría sido esta casa cuando Milt y yo empezamos. Maldita sea, volver a Long Island va a ser un chasco. —Y que lo digas —intervino Irene—. Y el trayecto de vuelta tampoco será muy divertido. Jack ha estado gruñendo toda la noche por eso. Calculamos que, saliendo de aquí a las once…, porque, claro, tendremos que estar hasta esa hora, como mínimo. Saliendo de aquí a las once llegaremos a casa más tarde de la una. —Bien, mi marido ha tenido una brillante idea —dijo Frances. Se sentó en la cama—. Echó un vistazo al cuarto de huéspedes, el que está al final del pasillo, ése que tiene muchos juguetes antiguos, y decidió pasar la noche aquí. Dice que si nos demoramos mucho, ellos tendrán que rogarnos que pasemos la noche aquí. —¡Eh, miserables intrigantes, vosotras! —Todas volvieron la cabeza con acusadora sorpresa, pero sólo era Mike Carlinsky que lucía estatura y corpulencia en el umbral, con su novia del brazo—. Lo he oído todo. Podéis tramar cuanto queráis para pasar la noche aquí, pero os advierto, Gail y yo hemos reclamado esta habitación. Entró, y las amplias tablas del suelo crujieron bajo su peso. —Lo siento, Mike, me temo que no tienes suerte —dijo Frances—. Estamos en la habitación del señor, ¿no lo ves? Dos tocadores, dos espejos, y mesillas haciendo juego. Carlinsky sonrió. —Pero sólo una cama, ¿eh? —Los muelles crujieron cuando se sentó pesadamente en ella—. Espacio para dos, lo admito, pero de todas maneras… no creo que el viejo George sea capaz de muchas hazañas. Fred Weingast asomó la cabeza por la puerta. Se oían otras voces en el pasillo, detrás de él. —Michael, puedo afirmarlo, eres tan chismoso como las mujeres. —Se apoyó en el marco, todavía con medio cóctel en la mano—. Vosotros no sé, pero yo no estoy seguro de querer pasar la noche aquí. Soy hombre de ciudad, ¿sabéis? Los sitios como éste me ponen nervioso. —Bah, ¿cuál es el problema? —dijo Carlinsky—. ¿No puedes dormir sin el ruido del tráfico? —Echará de menos las cucarachas —comentó Ellie. —Acércate y siéntate con nosotros. Carlinsky dio unas palmadas a la cama. Apenas había sitio para otra persona más. Weingast vaciló. —Bueno, no creo que el viejo George se ponga muy contento si su cama se viene abajo… Creo que iré a echar una mirada al desván, si es que puedo subir esa escalera. He oído decir que vale la pena verlo. En fin, chicos, será mejor que cuidéis vuestros modales. Nuestra estimada anfitriona está subiendo la escalera… —miró hacia atrás por encima del hombro—, acompañada, creo, por su séquito real. Y ciertamente, el murmullo de voces se hizo más fuerte. Phyllis estaba dirigiendo el prometido recorrido por la casa. Al principio los invitados habían ido en tropel detrás de ella igual que una columna de obedientes colegiales, todos boquiabiertos al ver las diversas habitaciones que constituían la planta baja: el recibidor y la despensa, la biblioteca con muros de repletas estanterías interrumpidas solamente por una serie de ventanas, la cocina con las originales vigas de roble y ganchos de carnicería de hierro forjado todavía colgados de ellas, el comedor, las bodegas y el fragante cobertizo lleno de macetas que conducía al invernadero… Pero treinta adultos, embriagados para colmo, eran un grupo difícil de mantener unido. Se diseminaron por los pasillos desviados por viejos mapas, se rezagaron y volvieron al salón para llenar de nuevo los vasos… Finalmente Phyllis se resignó y los animó a vagar por donde quisieran. —Pero preocuparos de que Walter no se caiga por la escalera —les había dicho, haciendo un guiño al aludido—. ¡Parece tan borracho que puede partirse el cuello! Y, ah, a propósito, sé que casi todo es chatarra, pero no rompáis nada tan pronto, por favor. ¡Esperad a que hayamos vivido aquí un poco más! Por lo demás, podéis divertiros por la casa y, supongo, por el terreno… si es que alguien tiene ganas de salir con este tiempo. —Miró inciertamente hacia la ventana. —¿Qué pasa? —dijo Herb—. ¿No se puede entrar en los cuartos de baño? Phyllis se echó a reír. —Si os vais a marear, preferiría que «lo» hicierais afuera, encima de las hojas muertas, y no en mi bonita alfombra nueva. Casi todas las mujeres habían vuelto inmediatamente a la cocina para maravillarse de nuevo de la mesa de arce y la vieja cocina de gas de hierro fraguado con un hondo compartimiento para hacer pan. Otras habían subido al piso de arriba, y un reducido grupo de varones fue derecho a la angosta escalera del desván, prometiendo «trabajar desde el principio». Phyllis avanzaba en ese momento por el pasillo del piso de arriba, acompañada por las invitadas más fieles, entre ellas Cissy Hawkins, que la seguía como una niña temerosa de perderse. —¡Caramba! —estaba diciendo Cissy—. ¡Los escalones de estas casas antiguas son muy empinados! —Quedó rezagada cerca del final de la escalera, jadeante—. ¿Cómo te va a ti, Phyl? —Recuerda, ya hace seis semanas que vivo aquí. —Sonrió a las otras que aún se hallaban en la escalera. Janet Mulholland se encontraba en el rellano, respirando con cierta dificultad y agarrada a la barandilla—. Francamente, chicas, esto hace milagros con la silueta. Janet la miró con una pizca de malicia antes de seguir subiendo. —No tenía ni idea de que estuviera en tan mala forma —murmuró—. ¡No había estado tan sofocada desde que se estropeó el ascensor! Pero Phyllis estaba ya en el pasillo camino de su dormitorio, mostrando los tapices de las paredes a Cissy y las demás. —Éste tuvimos que arreglarlo —estaba diciendo—. ¿Lo veis? Aquí, en la esquina, junto al borde. Encargamos la restauración a una tiendecilla de New Haven. Cobran muy barato. —¡Santo Dios! ¿Qué es eso? —preguntóCissy—. Supongo que la parte verde deben de ser hojas, pero… ¿y ese grupo del centro? ¿Caras? —Caras de animales, sí. Pero están tan descoloridas que casi no las veréis. El hombre de la tienda dijo que era un diseño de Oriente Medio. —Phyllis se volvió y dirigió la palabra al grupo del pasillo—. Escuchad, hay dos clases de tapices: los grutescos y los arabescos. Los arabescos sólo tienen hojas y flores, pero éste es grutesco: hay animales entremezclados. Ellie se hallaba en la entrada del dormitorio cuando volvió la cabeza hacia Frances. —Francamente, ¿no es demasiado? —musitó—. Escúchala, haciendo alarde de sus nuevos conocimientos para impresionar a las masas. —Igual que en el libro, ¿no? —estaba diciendo Cissy—. Fábulas de lo grotesco y lo arabesco . —¿Ah, sí? —preguntó Phyllis—. ¿Qué libro? —Se acercó al siguiente tapiz. Estaba torcido, y lo arregló—. Éste se halla en mejor estado. ¿Veis? Un ciervo y un oso, creo. George quiere que lo tasen. Frances salió del dormitorio. —A propósito, ¿dónde está él? —preguntó. —Oh, seguramente abajo. —Lo he visto entrar en el lavabo que hay al final del pasillo —dijo Weingast. Arrastró los pies hacia la escalera del desván y su bebida chapoteó en el vaso —. El viejo parecía un poco indispuesto. Demasiado de esto. —Alzó el vaso—. ¿Alguien se atreve a acompañarme? —¿Al ático? —preguntó Carlinsky. Se levantó de la cama con un gruñido (y un ligero empujón de su novia)—. Algunos ya están allí merodeando, creo. Siguió a Weingast escalera arriba, arrastrando detrás a su acompañante. —Santo Dios, Phyl, ¿pretendes decir que tienes dos cuartos de baño aquí arriba? —preguntó Cissy. Phyllis asintió modestamente. —Y dos abajo. Detrás de ellas se oyó un jadeo. —¡Oh, estas cosas son encantadoras! —Janet había conseguido subir la escalera, y estaba examinando las figurillas que había en una repisa junto al cuarto de los huéspedes—. ¡Las expresiones de estas caritas son preciosas! Son de porcelana, ¿verdad? —Eso creo. ¿Habéis visto las que hay dentro? La siguieron al cuarto de los huéspedes, una de cuyas paredes estaba llena de repisas ornamentales. —¡Eh, vaya colección! Phyllis se limitó a sonreír. —¡Lo que faltaba! —dijo riendo Ellie—. ¿Cómo nombras estas cosas? ¿Chucherías, fruslerías, como-se-llamen o…, eh…, veamos, qué te parece chismes? —¡Sencillamente antigüedades, me conformo con eso! —Jesús, hacía años que no veía uno de éstos. Ellie cogió un pequeño globo de vidrio con una escena invernal en el interior: al agitarlo, remolineaba la nieve formando una ventisca en miniatura. El globo contiguo al anterior contenía un brillante escarabajo negro, y el siguiente un minúsculo ramillete de flores secas: crisantemos, margaritas amarillas, incluso un diminuto cardo, todos los colores del otoño. Walter y Joyce Applebaum entraron cogidos del brazo. Mientras ella se reunía con las otras mujeres ante las repisas, él se apoyó en la pared y cerró los ojos, como si quisiera aislarse de la habitación repleta de féminas. Estaba claramente ebrio. —Estos objetos deben de valer una fortuna —dijo Janet mientras examinaba la figurilla de un duende tallado en caoba—. No se ven cosas como ésta todos los días. Y apuesto a que las de abajo costarán doscientos dólares, al menos en Nueva York —indicó un estante con antiguos bancos de hierro forjado, perros, elefantes, un cazador y un oso, un payaso con un aro… Phyllis se encogió de hombros. —Algunas cosas son bastante valiosas, cierto, pero casi todo es pura chatarra. George no ha encontrado tiempo para tirarlo. —Apartó dos pequeñas tallas de piedra (cabezas totémicas de basalto californiano) y cogió un candelero de cerámica gris en forma de gárgola; la velita negra parecía brotar de entre las alas de la criatura—. Esto, por ejemplo. Parece antiguo, ¿no? —Medieval. —Sí, pero toca. —Entregó el objeto a Janet—. ¿Lo ves? Ligero como una pluma. Es algún souvenir barato hecho de yeso. Francés, muy apropiado. Vimos muchos iguales cuando estuvimos en París el año pasado. Los venden en Notre Dame por siete u ocho francos. Cissy estaba desilusionada. —Bien, tal vez no sea exactamente inestimable —dijo—, pero no hay duda de que tienes suficiente material para abrir una tienda de antigüedades. —¡Tres tiendas! —dijo Frances. Phyllis se echó a reír. —Esto no es nada. ¡Esperad a ver el desván! —¿Qué? ¿Más? ¿Dónde habéis comprado todo esto? —No lo olvides, no lo adquirimos nosotros. Fue el hombre que vendió la casa a George. Aquel lunático. —Bien, tal vez fuera un lunático, pero ciertamente tenía buen gusto —observó Joyce mientras estudiaba un grupo de grabados situado en la pared, junto a la ventana: una serie de ilustraciones para libros obra de Doré, Rackham y otros. Un bosquejo a pluma de una iglesia escocesa mostraba algo parecido a la gárgola de Notre Dame, aunque con las alas sustituidas por correosos tentáculos—. Ecléctico, por lo menos. ¿Cómo era el hombre? —Ni idea —dijo Phyllis—. No llegué a conocerlo, gracias a Dios. George no me lo permitió. Sé que era enormemente desagradable. —¿Cuál era el problema? —preguntó Frances. Estaba sacando el cajón de una mesita rinconera. El interior había sido limpiado recientemente, y estaba vacío—. ¿Desvariaba, veía hombrecillos verdes? —Tal vez. Es muy posible. Lo único que sé es que tenía hábitos poco aseados. Esta casa apestaba como una cloaca la primera vez que la vi. Y no estaba arreglada así, creedme. Era un revoltijo. —¿Qué, la casa entera? —Casi no se podía pasar, debido a los trastos viejos. —No, me refiero al olor. ¿Estaba por todas partes? Phyllis hizo una pausa para correr las cortinas e impedir el paso a la noche. —Por todas las habitaciones. Por eso tardamos tanto tiempo en mudarnos. Primero intentamos airear la casa, pero no dio resultado. Luego llamamos a los expertos para que la fumigaran. Y creedme, esa gente te cobra un ojo de la cara. George casi tuvo un ataque. —Lo único que sé yo es que ahora huele bien —dijo Cissy con excesiva rapidez —. De verdad, Phyl, has hecho un maravilloso trabajo de limpieza. —Bien, en realidad el mérito no es mío. Puedes contratar a personas para trabajos como ése. Estas chimeneas fueron la peor parte, lo sé. Estaban llenas de polvo y cenizas. Me alegra no tener que depender de ellas cuando llegue el invierno. ¡Imaginaos, una en cada habitación! —Hasta en la cocina —dijo suspirando Joyce—. Oh, Waltie, si tan sólo pudiéramos construir una en la cocina…, aunque fuera falsa… ¿No sería bonito? Su esposo abrió los ojos. Los tenía inyectados de sangre. —Sí —dijo—, haríamos furor en Scarsdale. Desvió la mirada. —¿Por qué no os conformáis con los ganchos? —preguntó Frances. —¿Te refieres a esos ganchos del techo? —Claro, no pueden costar mucho. ¡Y Walter podría colgar salami en ellos! —Pero no tenemos vigas para colgar los ganchos. —Obviamente, pues —intervino Phyllis—, lo que hay que hacer es que George te busque una casa como ésta, con vigas y todo lo demás. —Eso es lo que estoy repitiendo a todos —gimió Walter. Phyllis no le prestó atención. —Vamos, permitidme que os enseñe nuestro dormitorio. Hay más chatarra allí. La siguieron por el pasillo, y todas las mujeres que aún no habían visto la cama de bronce padecieron los convenientes y predecibles jadeos de placer. —Oh, ¿dónde la conseguiste? —quiso saber Janet—. No pretenderás decirme que iba incluida también con la casa. —¿Dónde, si no? —repuso Phyllis, radiante. —Chica, el antiguo propietario debía de vivir muy bien aquí. ¿Qué pasó, murió su esposa y él se hundió por completo? —Naturalmente no lo sé —dijo Phyllis—. Dudo que estuviera casado siquiera. Los ojos de Janet se abrieron mucho. —¿Quieres decir que vivía solo aquí? ¿En esta enorme casa? Phyllis se encogió de hombros. —Ya os he dicho que estaba loco. Tal vez tuviera un perro o algo así para hacerle compañía, no estoy segura. Creo que George mencionó una mascota. Los muelles de la cama crujieron en el momento en que Walter se dejó caer pesadamente en el colchón. Se tumbó de espaldas,aunque con el cuidado suficiente para mantener los zapatos fuera del centón. —Bien, yo diría que ese tipo sabía vivir. —Tras un prolongado bostezo, se echó como si estuviera preparado para dormir—. Quiero decir que esta casa es confortable. Un poco expuesta a corrientes de aire, pero confortable. Cerró los ojos y pareció dormitar. Joyce se excusó con una mirada a la anfitriona. —Siempre se pone así después de una semana dura. ¿Alguien quiere ayudarme a sacarlo de aquí? —No-no-no, déjalo tranquilo. Que eche una cabezada. Tal como ha dicho él, es una cama confortable. —Phyllis se enorgullecía de su tacto—. Lo extraño es que el hombre que nos vendió la casa ni siquiera usaba esta cama. Dormía en un catre. —¡Estás de broma! —¿Solamente un catre? —Exacto. Francamente, algunos solteros viven de una forma… —Phyllis meneó la cabeza—. George encontró esta cama de bronce en el desván, debajo de un montón de trastos. La abrillantamos y compramos un colchón nuevo. Pero de todas maneras no está tan bien conservada. ¿Veis? —Señaló las patas metálicas; parecían mordisqueadas—. Creo que se estropeó un poco allá arriba. En el pasillo se oyó el sonido de pesados pies sobre madera, y voces. Herb asomó la cabeza por la puerta y parpadeó, deslumbrado por la luz. —Perdón, señoras. ¿Está mi esposa aquí? —Tammie está abajo. —¡Eh, Walt! ¡Walt! —Harold Lazarus irrumpió en la habitación apartando a empujones a los demás—. Despierta, muchacho, tienes que subir a ver el desván. Tiró de los tobillos de Walter. —Cariño, vamos, déjalo en paz. Está echando una cabezada. —Frances rodeó con el brazo la cintura de Harold—. Vamos abajo. Quiero otro refresco. —¿Es tan bonito el desván? —preguntó Cissy. —¡Es fabuloso! —dijo Harold mientras se soltaba del brazo de su esposa—. Hay montones de revistas, algunos almanaques extravagantes, cartas estelares, cuchillos antiguos, un sillón de barbero, juguetes… Casi todo está muy oxidado, pero deberíais ver las revistas. Un siglo de antigüedad, algunas. Phyllis arrugó la frente. —Casi me olvido de eso. Cuando limpiamos la casa, dejamos el desván para otro día. Metimos todos los trastos allí, todo lo que no nos servía. Algún día lo repasaremos de punta a punta…, en cuanto haga más calor. Tal como está, un incendio sería terrible, con tanto papel… —Eh, no tiréis esas revistas —dijo Harold—. Podrían valer algo. Unos cuantos dólares, por lo menos. Phyllis meneó la cabeza. —Es un nido de ratas ese desván. Como algo ideado por los hermanos Collier. —¡De eso no hay duda! —exclamó Harold. Fred Weingast entró en la habitación, con el vaso vacío ya. —Eh, vaya jungla tienes ahí, Phyl. Un montón de juguetes antiguos, cosas en jarros, viejos uniformes… Dios, no creía volver a ver una de esas chaquetas del ejército, las que llevan broches en los bolsillos… Hay hasta un maniquí de unos grandes almacenes, escondido en un rincón, bastante destrozado, pero infernalmente espantoso. —Se echó a reír—. ¡Estaba sin ropa! ¡Herb pensó que habíamos encontrado un cadáver! —Vamos, Frannie, subamos. —Harold tiró del brazo de su esposa—. Quiero enseñarte esas revistas antiguas. Hay anuncios de ropa femenina, y algunos son muy cómicos. —Oh, cariño, estoy muy cansada, y esos escalones parecen tan empinados… ¿No podrías bajar algunas revistas? Miró a Phyllis en busca de ayuda. —En realidad no vale la pena subir —convino Phyllis—. El desván no está aislado, y se pone francamente helado en esta época del año. En especial de noche. —Ella tiene razón, ¿sabes? —dijo Weingast mientras se pasaba el vacío vaso de una mano a otra—. Puedes ver tu aliento, incluso eso. Creo que yo volveré a bajar para servirme… algo que me caliente. —Se volvió para mirar el pasillo —. De todas formas, creo que mi mujer está abajo. Harold se mostró desilusionado mientras los demás salían en fila detrás de Weingast. Contempló a su amigo. Walter yacía tumbado de cualquier modo en la cama, roncando con suavidad igual que un enorme animal en plena hibernación. Harold le propinó un par de ineficaces codazos. —Ah, demonios —dijo, y se fue con los demás a la planta baja. George estaba sentado en el cuarto de baño, agazapado como un animalillo perseguido. Percibía claramente las apagadas voces que traspasaban la puerta, interrumpidas de vez en cuando por los tonos más estrepitosos de las parejas que pasaban por el pasillo al otro lado del cuarto de aseo. Se inclinó, a la espera de que cesaran los retortijones. Si contenía la respiración y aguzaba el oído podía captar algunas palabras ocasionalmente: —… puedo hacerme con la opción, pero ellos no… Ése debía ser Faschman, acompañado casi con toda seguridad por Sid Gerdts. Silencio durante un rato. Pasos arriba, en el desván. Luego susurros, femeninos. —No, espera, no entres. —Sólo… —No, creo que hay alguien dentro. Las voces se alejaron. George suspiró y observó las baldosas del suelo, ansiando tener algo que leer. En contra de los deseos de Phyllis siempre dejaba algunas revistas en el cuarto de baño que estaba cerca de la escalera, pero ése estaba ocupado. Y el que ocupaba ahora, delante mismo del cuarto de los huéspedes, continuaba relativamente vacío, aparte de los estantes de plástico negro y la jabonera, todo ello lustroso y afilado, que su esposa había puesto por la mañana. El jabón estaba fundiéndose ya como hielo en un charquito de agua sucia. Y las toallas negras para los invitados, también idea de Phyllis, con rígidos bordes de encaje, yacían empapadas en el suelo o dejadas torpemente en la percha. La casa no era habitable todavía. Pese a todo, cualquier deficiencia era preferible a la mugre en la que él había encontrado la casa. Naturalmente fue lo esperado, después de ver los lunares de piel seca en los labios del individuo y aquella mancha en sus pantalones. Un ermitaño, así lo llamaban, para usar un término educado. Ojos de mago, decían. Quizá la gente de la localidad lo considerara pintoresco. Pero George aún recordaba los calcetines en el tocador, la porquería acumulada bajo el fregadero y el hedor a carne podrida. Y las amenazas… Notó que sus intestinos se revolvían y se encogió. ¿Cuándo acabaría eso? Las baldosas parecían formar un dibujo, pero el dolor impacientaba a George. Un rectángulo rojo en la parte superior izquierda de todos los cuadrados, no, uno sí y otro no, y en la siguiente hilera el dibujo se invertía, de modo que… Pero cerca de la puerta la norma variaba. Automáticamente maldijo a los antiguos y anónimos constructores de la casa, antes de recordar que él mismo había ordenado cambiar las baldosas con anterioridad al traslado. Sin embargo, habían conservado los accesorios originales. Reforzaba el ambiente. La bañera incluso tenía patas, como en las viejas películas, que a George le recordaban gruesas, rechonchas garras. Uno, dos, tres… Perdió la cuenta y empezó otra vez. Sí, había cinco dedos en cada zarpa. Ya no construían bañeras como ésa. Con el tamaño suficiente para toda una familia, además, y no porque el primer propietario hubiera necesitado tanto espacio. Olía como si no se hubiera bañado desde hacía años. Una risa femenina resonó en el pasillo, y después la voz baja y ansiosa de un hombre, quizá explicando un chiste. ¡Maldición, se había perdido toda la fiesta de esa guisa! Buscó algo para pasar el tiempo, sacó el billetero y lo revisó. Las tarjetas de identidad le indicaron que él era George W. Kurtz, las tarjetas de crédito explicaban las limitaciones en menudas letras azules… Qué aburrimiento. Contó dinero. —¿George? —Phyllis llamó a la puerta—. ¿Estás ahí? —Sí —gruñó él—. Ahora mismo salgo. —¿Estás bien, cielo? —Sí, estoy perfectamente. Ahora mismo salgo. —¿Quieres que te traiga algo? —He dicho que estoy perfectamente. Phyllis pareció alejarse y retroceder un momento después. Su voz sonó muy cerca de la puerta. —Todos vamos a ir abajo. Pero Walt está dormido en la cama. No lo despiertes. —Mmm. —¿Has dicho algo, cielo? Tras contener la respiración, George oyó el aliento de su esposa al otro lado de la puerta.Phyllis se detuvo como si quisiera añadir algo, y finalmente se marchó. En el silencio que siguió George se preguntó qué le pasaba. Algo que había comido, quizá. ¿Las gambas de la noche pasada? Pero no, eso había sido dos noches antes, y apenas había probado bocado en todo el día. Tal vez no aguantaba el alcohol. No obstante, el dolor parecía miedo. ¿Qué temía? Siempre le pasaba lo mismo: notaba tensión en la boca del estómago, y sólo después se esforzaba en diferenciar los pensamientos que la habían causado. Primero el efecto, luego la causa…, como si su mente albergara muchos niveles inexplorados, misterios y más misterios, de tal modo que él no conocía el contenido hasta que su estómago se lo indicaba. Nervios, era obvio, por el éxito de la fiesta. La ruina de todos los anfitriones, en particular de una celebración tan impresionante como ésta. Sin embargo, George no había creído estar tan preocupado… Una explicación insatisfactoria…, pero de pronto el dolor desapareció. Se arregló y salió al pasillo, y observó a Walter al pasar junto al dormitorio. El rostro apoyado en la colcha tenía un aspecto rojizo e hinchado, igual que el de un niño que ha ido a la cama berreando. George ajustó la puerta del desván, para impedir el paso del frío, y se dirigió a la planta baja. —Supongo que papel y lápiz es inaceptable… —Sí, claro, si es que no lo entiendo mal. Suéltele una mano y agarrará las vendas. Déle un lápiz y se sacará los ojos. No pongo nada al alcance de esta gente, no después de lo que he visto. El médico suspiró. —Es muy frustrante, debe admitirlo. Un caso perfecto de suicida depresivo, listo para terapia, y él no puede hablar. —Contempló al hombre echado en la cama; éste le devolvió la mirada—. Tal vez cuando la garganta esté curada, si lo mantenemos sujeto… —A veces habla conmigo. —¿Cómo? ¿Dice que habla…? —Bueno, no, no exactamente. Me refiero a que golpea la pared con el pie, ¿comprende? Como cuando quiere que yo lo ayude a darse la vuelta. El otro hombre meneó la cabeza. —Me temo que eso difícilmente es auténtica comunicación. Una respuesta sí- no, tal vez, pero totalmente inútil para nuestras exigencias. No, creo que tendremos que aguardar uno o dos meses, y entonces… —Oh, él no dice sí o no solamente. Con los golpes deletrea palabras enteras. Mire, tenemos este código. —Extrajo de su bolsillo un arrugado trozo de papel —. A es un golpe; B, dos… Funciona así. —Y para decir una palabra como «zoo» haría falta toda la noche. No, gracias. —El médico consultó su reloj de pulsera—. De momento, algún medicamento… —No, no lo entiende. Mire, Z son dos golpes y otros seis después. Veintiséis, ¿comprende? Y O sería… —Examinó el papel—. Sería uno y luego cinco. Bastante ingenioso, ¿no? —De todas formas haría falta la noche entera, y debo preocuparme de otros treinta pacientes. —Consultó de nuevo su reloj—. Y visitas antes de acostarme. No, creo que deberá continuar con toracina, y voy a recetar veinticinco miligramos de tofranil. Probaremos con eso durante algún tiempo… El médico se alejó por el pasillo mientras garabateaba en su libreta de notas. El enfermero permaneció en la entrada de la habitación, con los ojos fijos en el hombre acostado. Éste le devolvió la mirada. En el salón, Herb Rosenzweig intentaba organizar un juego. Las caras se volvieron con la entrada de George. —Te echábamos de menos, George. ¡Creíamos que habías caído en la taza! George esbozó una tímida sonrisa y se dirigió al bar, tanto halagado como irritado por el hecho de que hubieran reparado en su ausencia. ¿No podía apañarse sola esa gente? No era como si no se conocieran unos a otros. —¡Herb pensaba que te había devorado un oso! —Eso les he dicho, George. George se alzó de hombros. —Mala suerte. ¡Creo que eso fue lo que comí hoy! En medio de las risas, Phyllis tuvo que gritar para hacerse oír. —¡Vaya, no les metas ideas raras en la cabeza o ninguno acabará la tarta rellena! ¡He pasado el día entero haciéndola! —Señaló los platos con canapés que había junto al bar—. ¡Y vosotros, no habéis probado los embutidos! Se estropearán en el frigorífico si nadie los come. Algunos invitados, avergonzados, se deslizaron hacia los platos. —¡Vamos a conocer nuestra suerte, George! —gritó Cissy al otro lado del salón—. ¡Estás a tiempo! ¡Herb tiene cartas! —Una baraja de Tarot —dijo Herb, subrayando la t final—. La he encontrado en vuestro desván, en uno de los baúles. —Mostró una caja de cartas de color verde decorada con dibujos a pluma y las palabras Grand Etteilla —. Quería ver cómo son las cartas —explicó—. Espero que no te importará. No creo que alguien haya abierto la caja anteriormente. —¿Sabes usarlas? —Hay un folleto de instrucciones dentro. El único problema es que está en francés. —Yo estoy un poco oxidado —estaba diciendo George, pero Milton lo interrumpió. —Ellie es un as del francés. Dios, deberíais haberla visto allí, el verano pasado. Pensaban que era nativa. —Agarró el folleto de las manos de Herb y lo entregó a su esposa—. Adelante, ¿qué dice? —Oh, esto es fácil —repuso ella—. «Manière de Tirer le Grand Etteilla ou Tarots Egyptiens, Composé de Soixante-dix-huit Cartes Illustrées ». Bueno, cualquiera puede entenderlo, ¿no? —Algo sobre cartas egipcias —dijo Frances. —¿Dice cómo hay que echarlas? —preguntó Herb. Ellie hojeó el folleto. —Hum, no hay dibujos. Muy sencillo. Pero hay algo delante. «Para usar las cartas es preciso en primer lugar que la persona que…». —Hizo una pausa en la lectura—. Ah, ya entiendo. La persona cuya suerte va a saberse debe coger las cartas con la mano izquierda. —¿De quién vamos a saber la suerte? —preguntó George, sin excesivo interés. Cualquier cosa, no obstante, con tal de divertir a los invitados… Herb hizo un gesto de indiferencia. —Podemos probar con Tammie, si ella quiere. ¿Explica cómo hay que extenderlas? —Ojalá me acordara de cómo lo hacía Joan Blondell en El callejón de las almas perdidas —dijo Ellie—. Lo único que recuerdo es que ella siempre sacaba la carta de la muerte a Tyrone Power. —El Ahorcado —dijo Cissy, con una nerviosa risita. —Hum, es cierto. Bien, veamos. —Ellie se concentró en el folleto—. Oh, chica, es tan complicado… No sé si vale la pena. Tardaremos media hora en empezar. —Oh, olvídalo, pues —dijo Herb, que ya estaba buscando otros juegos. Tammie le puso un brazo en los hombros. —A partir de ahora nos conformaremos con galletitas de la fortuna. George vio que el grupo se dispersaba alrededor de él, se disolvía en grupitos de conversación, pero Phyllis insistió en jugar. —¿Por qué no lo hacemos con un método rápido? Todos cogemos una carta, y ésa será nuestra suerte. Venga, dame, yo barajaré. Por respeto a la tradición dio un golpe al mazo, y las cartas fueron debidamente repartidas entre los invitados hasta que todos tuvieron una. —¡Me siento como si estuviéramos a punto de jugar al bingo! —dijo Fred Weingast mientras examinaba su carta—. Bueno, ¿qué es esto? Es el tres de algo, lo sé, pero ¿de qué? ¿Platos para comer? Harold miró por encima del hombro. —Esa carta es… ¡el Tres de Platos para Comer! —A mí me parecen monedas —opinó la esposa de Weingast. Ellie estaba repasando el folleto. —No —dijo—, son Pentáculos. ¿Entendéis? Estrellas de cinco puntas dentro de los círculos. —¿Qué se supone que significan? —Veamos. Ajá, aquí va. —Miró a Weingast y sonrió misteriosamente. Luego continuó con el texto—. «Una persona noble y distinguida…». —¡Eh, ese soy yo a la perfección! —exclamó Weingast. Ellie esperó a que cesaran las risas y prosiguió. —Lo siento, pandilla, pero lo habéis entendido mal. Escuchad. «Una persona noble y distinguida precisa plata… eh, dinero…, y usted tendrá que prestárselo». De inmediato, y previsiblemente, Harold se acercó y le dio unas palmadas en la espalda. —Fred, viejo camarada, ¿qué me dices? Aún quedaban varios párrafos por leer, pero el chiste había obrado efecto. Ellie miró a los demás. —Bien, chicos, ¿quién va ahora? Haciendo caso omiso de los vacilantes gritos de«Yo-yo-yo-yo», Ellie cogió la carta de Frances. Una manchada litografía mostraba un niño rubio que sostenía un cáliz de oro; el fondo era pastoral, con montañas color verde oscuro y una cascada. —Oh, una carta de figura —dijo Ellie—. Tal vez signifique que es importante. —Forzó la vista para leer el texto—. Al parecer es el Paje de Cálices. Algo así como la J de Diamantes, supongo. «Tenga confianza plena», dice, plena confianza, «en el jovencito rubio que vos ofrece…, que le ofrece sus servicios». Vaya, Frannie ¿a quién conoces que sea rubio? Harold respondió por ella. —¡Maldición, apuesto a que es aquel repartidor! Hizo una gran actuación fingiéndose el marido cornudo, broma que todos excepto Frances encontraron divertida. —Ahora la de Phyllis —sugirió alguien. —Sí, venga, la de Phyllis. Los demás repitieron la cantinela. Phyllis se retorció igual que una niña obligada a decir unas palabras en un cumpleaños. —No —dijo, sonriendo nerviosamente—, de verdad, no quiero saber mi suerte. Siempre creo en las cartas, y siempre son malas. —Ocultó el naipe a la espalda—. Lee antes la de George. Ellie se encogió de hombros. —De acuerdo, pues, déjame verla. Extendió la mano. —Pero si yo no tengo carta —dijo George. —Demasiado atareado con su papel de anfitrión perfecto —observó Milton. Cogió la baraja—. Vamos, quedan más de la mitad de cartas. Coge una. —Cierra los ojos primero —añadió Herb. George suspiró. —De acuerdo, de acuerdo. Pero lo repito, los invitados deberían tener preferencia. —Cogió las cartas que tendía Milton y las barajó con los ojos cerrados. Cogió una del centro del mazo y la miró—. ¡Dios santo! —Volvió a meterla en la baraja y siguió barajando. —¡Eh! —exclamó Ellie—. Lo he visto. Muy mal. ¡Has hecho trampa! —Tiene derecho —dijo Bernie—. Es decir, ésta es su casa, ¿no? Los otros invitados habían perdido interés por cualquier suerte que no fuera la suya. Algunos habían ido al bar. Pero Ellie no desistió. —Apuesto a que él tenía el Ahorcado. ¿Me equivoco, George? ¿Igual que en la película? —Igual que en la película —dijo George, con los ojos cerrados—. Toma, léeme ésta. Sacó una carta y la entregó a Ellie. —El Ocho de Varas —dijo ella—. «Aprenda un oficio o profesión. Empleo o misión inminente. Habilidad en asuntos…, en asuntos materiales». Me temo que es una suerte muy general. —Bien, no está tan desencaminada —observó Milton—. George es un experto en asuntos materiales. Herb se alzó de hombros. —Sí, igual que todos. Quiero decir que estas cosas pueden aplicarse a cualquiera de los presentes. En realidad no es mejor que la columna del News . Ya me entendéis, La profecía del astrólogo o algo por el estilo. Mi secretaria vive de eso. George se había alejado de ellos. Se hallaba ante una de las ventanas, contemplando la noche, intentando ocultar su dolor de estómago. A causa de la iluminación interior era difícil ver bien, pero se oían los ruidos de las hojas muertas al chocar contra el vidrio. George oyó también a algunas invitadas que chillaban al ver la carta de Phyllis, los Amantes, y pensó en el naipe que él había cogido y devuelto precipitadamente al mazo nada más verlo: una amorfa masa gris, igual que el lomo de un animal enorme, como iluminada por la luna. Le había parecido inquietantemente conocida. Entre la confusión de voces el recuerdo estaba perdiéndose ya, pero no la inquietud que había suscitado, una vaga, semioculta sensación de culpa… George vio con sobresalto un reflejo en la ventana, el salvaje sesgo de sus labios. Se alisó el cabello, sonrió, y volvió con los invitados. La entropía había sobrevenido. Todos los jugadores excepto unos pocos se habían cansado del Tarot y de nuevo habían formado grupos más reducidos. Los más aburridos se deslizaron hacia el bar igual que el sedimento se desliza hacia el fondo del estanque. Sidney Gerdts estaba dando la tabarra a los Goodhue y a los Fitzgerald (la caída del dólar, o quizás el aumento de la delincuencia) y Phyllis se esforzaba en que Paul Strauss dirigiera la palabra a la pobre Cissy Hawkins. Fred Weingast estaba sirviéndose otra copa. Cerca de un rincón Herb y Milton ocupaban el sofá para comparar las hazañas de sus hijos. Otros habían ido a la biblioteca o a la cocina. De momento todos parecían ocupados. George pasó entre ellos sin que lo vieran, camino del cuarto de aseo. —Nunca lo había visto así —estaba diciendo Herb—. Se ha mostrado muy evasivo. Normalmente se jactará de un buen negocio hasta que te hartes de oírlo, pero esta vez se ha hecho el modesto conmigo. Noté algo raro nada más llegar. —Te refieres a ese comentario, «pura suerte, supongo», ¿no? ¡Dios, qué estupidez! Milton meneó la cabeza. —Sí, lo único que sabe decir es que el tipo estaba cada vez más chiflado y le vendió la casa por cuatro cuartos. —¿Eso te ha dicho? —Exacto. Pero, bueno, tú pareces saber algo más sobre lo que pasó realmente. Milton bajó los ojos hacia el vaso y vio cómo los cubitos encogían y cambiaban de forma. —Bien, no sé tanto. —Oh, vamos. Me han dicho que has estado agobiándolo toda la noche. —Tal vez se me ha pasado un poco la borrachera desde entonces. —Oh, demonios, sabes que guardaré el secreto. Milton contempló el rostro de Herb, y vio los interminables cócteles en fiestas cuyo coste iba a la cuenta de gastos generales, las cotidianas traiciones con el disfraz de la buena amistad. Herb podía idear toda una novela con aquello. —¿Qué me dices? —Bueno… —Milton vio que George recorría furtivamente el salón y se dirigía a la escalera—. De acuerdo, ¿por qué no? Arriba, en el dormitorio, Walter dormía irregularmente. Una tabla del piso crujió al otro lado de la puerta (George que recorría el pasillo) y fue imitada por la enorme rama de un olmo más allá de la ventana. Walter dio media vuelta pesadamente, hundió la cara en la almohada y siguió durmiendo, con una mano aferrada a una arruga de la colcha como si empuñara un volante. Las mujeres del sofá se habían puesto a comentar los precios de los productos alimenticios y Tammie estaba aburrida. Fiestas como ésa le recordaban que prefería la compañía masculina. —Estoy segura de que son mejores para ti —estaba diciendo Janet Mulholland —, pero los precios que cobran en esas tiendas de alimentos dietéticos son abusivos. Tammie buscó a su esposo con la mirada; él se hallaba en un rincón, junto a la ventana, hablando con Milt Brackman. Dentro de poco intercambiarían chistes verdes. Había una mesa de bridge cerca del bar, repleta de platos y tenedores de plástico. El corpulento Mike Carlinsky estaba inclinado sobre la mesa, enseñando algo a su novia…, ¿cómo se llamaba ella?…, Gail. —¿Quieres conocer tu suerte? —Mike sonrió cuando Tammie se acercó. Gail la miró con frialdad—. Según esto, voy a tener cinco hijos, pero Gail sólo tendrá dos. —Sonriente, señaló una hoja del abierto folleto, pero Tammie no sabía una palabra de francés—. ¿Todavía tienes tu carta? La caja verde se encontraba junto a una fuente despojada de canapés, y las cartas de Tarot yacían amontonadas de cualquier modo tal como las habían dejado los invitados. La carta de encima mostraba una torre de piedra que se desmoronaba al ser alcanzada por un rayo. En el fondo, el mar bramaba con furia. —No, dejé la mía en la caja. Tenía demasiadas personas delante de mí. Pero veamos, creo que podré localizarla. Separó las cartas, sabedora de que los ojos de Mike estaban fijos en ella. Seguramente Carlinsky debía de estar decidiendo si ella llevaba sostenes o no. —Eh, mirad esto —dijo Tammie al encontrar la ilustración de una majestuosa mujer—. ¡Esta carta me gusta más que la mía! ¿Qué significa? —La Reina de Dagas —repuso Gail—. Pero no está permitido elegir. No puedes coger la carta más bonita y decir que la quieres. Miró cautelosamente a su novio. Mike estaba ya hojeando el folleto. —La Reina de Dagas, ¿eh? Parece peligroso. —Se detuvo y leyó en silencio, moviendo los labios—. Algo sobre la vejez, creo. Tammie se puso rígida. —Vieja es vielle , ¿no? —Mike vio que Tammie no sonreía,y también su sonrisa desapareció—. Pero al parecer la carta significa una cosa derecha y otra al revés. —Estaba derecha, ¿verdad? —dijo Gail. —Al revés —continuó Mike— significa que la mujer tiraniza a su marido. ¡Hum! ¡Pobre Herb! Y yo que siempre había creído que era él el que llevaba los pantalones. Tammie rió forzadamente. —¡Oh, hago que se lo crea, eso es todo! —Observó a su esposo, todavía enfrascado en su conversación con Milton—. Ahora quiero encontrar la carta que cogí. Examinó la baraja. Muchas cartas no tenían nada aparte de grupos de símbolos (siete cálices, cuatro pentagramas, una serie de objetos alargados), cosa que le hizo recordar su baraja para jugar a la canasta. Pero algunas tenían ilustraciones a todo color, incluso arquetipos reconocibles. —Ésta es bonita. Una carroza, supongo. ¡Uf! Aquí está la Muerte. —El esqueleto se apoyaba con naturalidad en la guadaña—. Creía que el Ahorcado era la carta de la muerte. —Creo que no —dijo Gail—. ¿Ves? Aquí está. —Puso la carta al revés, de tal modo que la figura mirara a los otros—. Y fijaos, está sonriendo. —¿Qué es esto? —preguntó Mike—. Parece un símbolo fálico, ¿no? Miró a Tammie. La carta mostraba una mano enorme de apariencia divina que brotaba entre las nubes, aferrando una erecta vara. —Es el As de Varas —dijo Gail. Y para explicarse, añadió—: Tengo un libro en casa. Pero todavía no he comprado las cartas. He visto barajas mucho más bonitas que ésta. ¿Recuerdas, Mike? ¿En Greenwich? Pero pienso que es tirar el dinero. —Hum. —Mike levantó varias cartas dejadas boca abajo—. Tal vez te compre una baraja. Para fiestas aburridas. —Se echó a reír culpablemente—. ¿Qué opinas que es esto? Gail le cogió la carta y la miró. Era una escena nocturna, con algunas estrellas sobre el horizonte como fondo. En el centro había algo gris en forma de hígado. Un animal, al parecer, aunque la cabeza estaba vuelta. —Vaya, no creo haberla visto nunca. —Devolvió la carta a Mike, sin mirarla—. Pero, claro, todas las barajas son distintas. Prefiero las modernas. Como la que vimos aquella vez en Greenwich Village. Tammie contempló la carta un instante y esbozó una incierta sonrisa. —¡Me recuerda una chuleta de ternera! —Un momento después imitó la risa de Mike y dejó la carta boca abajo en la mesa—. ¿Creéis qué quedará alguna de esas salchichas tan buenas? —Bueno, la fuente está vacía, pero miraré en la nevera. —Apoyó una mano en el hombro de Gail—. Vuelvo enseguida, preciosa. El pie golpeó la pared ocho veces seguidas. Sentado al pie de la cama, el enfermero miró el papel. —Ocho, ésa es la… H. El pie dio dos golpes, se detuvo, otro más. U. Nueve golpes. I. Un golpe, luego ocho más. —Me enteré de todo gracias a Bart Cipriano —estaba diciendo Milton—. Trabaja en la oficina del comisionado Brodsky, en el capitolio, y es muy amigo de George. Igual que Brodsky. Al principio me sorprendió que ninguno de los dos estuviera aquí esta noche, pero luego recordé que habían estado en la casa…, y bastantes veces, diría yo. Además, George debe de sentirse un poco avergonzado con ellos. —¿Por qué? ¿Quién es ese Brodsky? —Pertenece a la Comisión Estatal de Carreteras. —Ah, sí, recuerdo haber oído que George tiene cierta influencia en esa comisión. No está mal, un tipo con despacho en Nueva York. —Pero no olvides que él ha pasado toda su vida en Connecticut. Y hasta hace pocos meses vivió en el mismo bloque de Brodsky. Grandes jugadores de póquer, los dos. —Buscó indicios de interés en el semblante del otro hombre. La mirada de Herb no titubeó un solo instante—. En fin, según Cipriano el estado planeaba construir una autopista en lugar de la carretera 81… —¡Ya era hora! Las carreteras están tan oscuras que casi tuve un maldito accidente cuando venía hacia aquí. —… y debía pasar justo por en medio de esta propiedad. —Fingió que partía algo con los dedos—. Sí, así era, todos estos terrenos, esta casa incluso, interrumpían el trazado de la autopista. Iban a tener que desalojar a cierto número de personas. No muchas, por supuesto. Estos parajes están bastante despoblados. Tierra de tabaco, fundamentalmente, y algunas granjas pequeñas. Supongo que por eso eligieron esta zona para la autopista. —¡Dios mío! ¿Pretendes decir que van a demoler esta casa? Milton sacudió la cabeza. —No tan rápido. Poco después de que enviaran las notificaciones…, ya sabes, «Muy señor nuestro: Dispone de seis meses para buscar otra casa», o algo por el estilo, después de eso los estafadores de la oficina del gobernador recortaron los fondos y el plan entero fue anulado. Ninguna autopista finalmente. Pero gracias al acostumbrado papeleo (ya sabes cómo son estos gobiernos estatales) decidieron que el recorte no sería oficial hasta que finalizara el año fiscal. Lo que significaba que Brodsky, durante todo ese tiempo, iba a tener en su despacho la carta de anulación del proyecto, pero se suponía que no debía informar a nadie. —Hizo una pausa teatral—. Bien, adivina a quién se lo dijo. —¿A George? —Amigo tuyo y mío. Creo que él debía de saber que George buscaba una vivienda más espaciosa y, ¿quién sabe?, tal vez le debía un favor. No seamos ingenuos, estas cosas pasan todos los días. Y tal vez George tuviera algún asunto pendiente con él, no lo sé. En fin, dio el visto bueno a George. Le dijo, de hecho, escoge la casa que más te apetezca entre Bert Head y Tylersville, y nos preocuparemos de que sea tuya. —Sorbió su bebida—. Supongo que cierta suma de dinero cambió de manos. —No lo entiendo. ¿Pretendes decir que él podía elegir a su antojo? ¿Cualquier casa que quisiera? —Exacto. Y quiso ésta. —Milton se encogió de hombros—. ¿Quién no? Echa una ojeada. Aunque no creo que George viera el interior de la casa antes de que los alguaciles echaran abajo la puerta. El tipo que vivía aquí no quería irse. Era un chiflado, decían. —Y en cuanto George se mudó… —Exacto. Anunciaron que la autopista no pasaría por allí. Y por entonces ya era demasiado tarde. —Pero…, ¿y el tipo que echaron a patadas? ¿No podía presentar una denuncia, por el amor de Dios? Quiero decir que tenía el caso ganado y… ¡Demonios! Podía llevarlos a juicio por una jugada como ésa. —Nanay, no donde está él ahora. ¿No te he dicho que era un lunático? —¿Quieres decir que…? —Ajá. Lo encerraron. —Milton sonrió—. Oh, todo eso se hizo sin tapujos, no tiene nada de especial. Por lo que sé, el antiguo propietario era un caso digno de camisa de fuerza. Dio patadas como un salvaje cuando se lo llevaron, mordió, escupió… Y rogó a su hijo que viniera a ayudarle. Gritó muchas veces el nombre de su hijo, «Petey, Petey», o al menos algo que sonaba así. Supongo que creyó que su hijo acudiría a socorrerlo. Pero… —Pero ¿qué? —Que no tenía ningún hijo. —Vaya, vaya, vaya. Pobre tipo. —Sí, bueno, eso pensé yo. Pero Cipriano dice que el hombre no tenía un carácter muy encantador. Según me contó, los alguaciles tuvieron que taparse la nariz, literalmente, en cuanto derribaron la puerta. Así estaba la casa. Igual que las leoneras del zoo, me dijo Cipriano. Es posible que el tipo tuviera animales domésticos y no se preocupara de limpiar lo que iban dejando en el suelo. George gastó una fortuna para arreglar la casa. —Milton observó el vaso. El hielo se había desecho y flotaba en la superficie igual que una medusa que hubiera seguido una evolución invertida—. A pesar de todo, George hizo su agosto. Compró la casa al estado, y la consiguió prácticamente regalada. —¿Y las otras personas que desalojaron? ¿También echaron pestes? —¿Es un juego de palabras? Herb lanzó una risotada. —¡No me había dado cuenta! —No lo entiendes, nunca tuvieron que echar a nadie más. Aguardaron a que George estuviera cómodamente instalado y entonces Brodsky anunció el recorte de fondos. Las notificaciones quedaron anuladas, y todo el mundo quedó contento. —Ah, ya lo entiendo. —Herb estaba desilusionado—. Ya es demasiado tarde, ¿no? —Demasiado tarde ¿para qué? —Para conseguir una casa como ésta para mí. —H. U. I. R. ¿Huir? El hombre de lacama asintió. Su pie dio cinco golpes, uno y nueve más, tres, uno, uno y seis, uno, uno y ocho finalmente. —Escapar. El hombre de la cama asintió. Irene Crystal puso su mano en la de Phyllis. —Perdóname —musitó—, nos vamos ahora, sólo quería despedirme. Phyllis dejó que Cissy mirara por sí misma. —¡Oh, qué lástima! —exclamó automáticamente—. ¿No podéis quedaros un poquito más? Aún es temprano. —Me encantaría, querida, créeme. Pero los padres de Jack vendrán mañana por la mañana, y suponiendo que yo sepa cómo son —puso los ojos en blanco en un cómico gesto—, llamarán al timbre a las nueve. Phyllis dejó hablar a Irene mientras la acompañaba al armario de los abrigos, nerviosa por temor a que la visión de tan temprana partida creara un éxodo masivo por parte del resto de invitados. —Bien, espero de verdad que muy pronto tengáis tiempo para visitarnos otra vez. No estamos tan lejos como parece, en realidad, en cuanto se sabe el camino. —Oh, no, francamente, el viaje no ha ido mal —aseguró Irene. Jack estaba ya junto al armario. Phyllis miró nerviosamente a los otros invitados—. Es porque van a venir sus padres, de lo contrario ni se nos ocurriría marchar tan pronto. Jack se inclinó hacia Phyllis. —Quería dar las gracias por todo a George —dijo solemnemente, como un niño que de pronto recuerda cómo ha de comportarse—, pero él estaba en el lavabo. ¿Querrás darle las gracias de mi parte? —Dios mío, ¿otra vez está en el lavabo? —Phyllis sonrió—. Sí, por supuesto que lo haré. —Dile que creemos que es la casa más fantástica que hemos visto en toda nuestra vida. Un verdadero hallazgo. Algunos de los que estaban en el bar habían visto a los Crystal. Fred Weingast consultó su reloj. —Sí, por supuesto que lo haré. Phyllis ansiaba que el matrimonio se apresurara y saliera en silencio. —Todavía estoy asombrada después de lo que dijiste arriba. —¿Cómo dices? —Arriba —prosiguió Irene—. En tu dormitorio. Sobre el hombre que vivió aquí antes que vosotros. Phyllis miró a Weingast por el rabillo del ojo. —Todo un carácter, ¿no te parece? —Pero ¿por qué un cuarto para los niños? —¿Qué? ¡Ah, el cuarto para los niños! Bien, intentamos dejar las cosas tal como las encontramos al principio. Ese cuarto estaba igual cuando llegamos. Tal vez lo transformemos en otra habitación para huéspedes. —Esbozó una amplia sonrisa—. Así podréis venir más a menudo, sin… —No —insistió Irene—. El cuarto ya estaba aquí cuando hicisteis el traslado, ¿no? Pero has dicho que aquel hombre no tenía hijos. ¡Maldición! Arthur Faschman estaba mirando el reloj. —Yo no lo sé —contestó precipitadamente Phyllis—. Supongo que el cuarto estaría aquí cuando él se trasladó. —¿Con todos esos juguetes? Muchos parecen usados. —Es posible que el hombre jugara con ellos. Ya os he dicho que estaba loco. —Cariño, nos espera un largo trayecto —dijo Jack—. No quiero volver muy tarde. —Avanzó por el recibidor mientras se abotonaba el abrigo. Phyllis les abrió la puerta. —¡Fiu! ¡Estas noches de noviembre son glaciales! Es el campo, dice George, el viento no encuentra resistencia. —Se apartó de las ráfagas de aire frío y, como si recitara, añadió—: Conducid con cuidado para que lleguéis sin problemas. Irene sonrió. —Sólo le he permitido tomar dos copas en toda la noche. —Besó a Phyllis en la mejilla—. Adiós, querida, y gracias. —Acuérdate de dar las gracias a George —dijo Jack mientras se cerraba la puerta. —Así pues, piensas que vas a escaparte, ¿eh? —El hombre de la cama contestó que no con la cabeza—. ¡No, señor! No vas a ir a ninguna parte, no. La última vez que un paciente se escapó, lo cogimos en menos de doce horas, y eso fue antes de que instaláramos el nuevo sistema de alarma. ¡Ah-ah, olvídalo! El hombre de la cama sacudió de nuevo la cabeza, en esta ocasión con más violencia. Sus labios se crisparon gruñonamente. —Ah, ya te entiendo, quieres que me vaya yo. Más furia todavía. Acto seguido, con gran rapidez, una serie de golpes con el pie: ocho, uno, uno y tres, dos… H. A. M. B. R. I. E. N. T. O. Las voces del salón se perdían en los recodos del pasillo, y la biblioteca estaba a oscuras y abandonada. La puerta había quedado abierta, pero Ellie se demoró en el pasillo, reacia a entrar. Pasó la mano junto a la parte interior del marco y, al no encontrar interruptor alguno, avanzó poco a poco hacia una de las pesadas lámparas de pie situadas junto a un escritorio, las dos siluetas perfiladas por la luz de la luna. Notó la alfombra gruesa y silenciosa bajo sus pies, igual que la piel de un animal. La habitación poseía un rasgo que obligaba a recorrerla de puntillas, por temor a molestar a cierta presencia. El repentino resplandor de la lámpara deslumbró a Ellie, y en el momento anterior a la ceguera vio algo que se alzaba en el escritorio. Hubo dos gritos, pero la persona que lanzó el otro fue la primera en hablar. —¿Quién…? Ah, oh, ¿qué hora es? —¡Doris! ¡Dios, qué susto me has dado! ¿De quién te escondes? —Lo siento, debo haberme quedado dormida. Estaba leyendo esto —señaló el libro que yacía abierto en el escritorio— y he pensado que me iría bien echar una cabezada. Nos espera un largo viaje de vuelta y sé que Sid no estará en condiciones de conducir. —Se frotó los ojos—. ¿Ha estado buscándome él? —Lamento decir que no has sido echada de menos. —Bueno, ¿qué hora es? —Aún no son las once, creo. —Vaya, qué alivio. Todavía es temprano, pues. Siento haberte asustado. No debería haber apagado la luz. —¿Qué estabas leyendo? Doris empujó el libro hacia la otra mujer. —Es otra versión del que hay en el salón. Me asombra que el hombre comprara dos ejemplares. Un libro infantil, creo. —Deduzco que lo has usado como almohada. Doris sonrió. —Sí, yo… ¡Oh, Dios mío! ¿Me han quedado marcas en la mejilla? —Inclinó la cara hacia la luz para que Ellie pudiera examinarla—. El polvo y el tizne se pegan mucho a este maquillaje, sobre todo en la ciudad. —Estás perfectamente. Pero es posible que hayas manchado un poco la ilustración. —Señaló un pequeño grabado en boj en el centro de la página izquierda—. ¡Dios santo! ¿Qué es eso? —Encantador, ¿no? Se llama el Diablillo. —Pasó páginas hacia el principio del cuento—. Mira, el campesino planta esta semilla, la riega todos los días —fue señalando las ilustraciones— y cuando llega el otoño y el tiempo de la siega, ahí está él, brotando de la tierra. Ellie arrugó la nariz. —Precioso. George apagó de un manotazo la luz del cuarto de baño y caminó por el pasillo hacia la puerta del otro extremo. Al abrirla, una ráfaga de aire helado fustigó su cuerpo. Mientras subía los escalones de madera anotó mentalmente, por décima vez, que debía preocuparse de aislar el desván. De lo contrario tendrían que mantener cerrada la puerta todo el invierno. Ya arriba su aliento se convirtió en bruma, pero el frío le serenó; era un agradable contraste con el ambiente sofocado de la planta baja. De todas formas sólo pensaba estar allí un par de minutos, el tiempo suficiente para comprobar si los recuerdos se correspondían. Se abrió paso entre los montones de revistas, unas pulcramente atadas con cordel, resultado de la limpieza de la casa, otras esparcidas por el suelo. Los trastos se habían acumulado en la parte alta de la casa como restos tras una inundación. Una sombra en el rincón atrajo la atención de George, un objeto rosa y vulnerable: el maniquí, con la cabeza destrozada, apretado en la grieta donde el inclinado techo se unía a las tablas del piso. Al desviarse hacia los armarios metálicos apoyados en la pared opuesta, George se sintió nervioso sabiendo que el maniquí estaba detrás de él. Alguien había apartado la vieja manta que él había echado encima del muñeco, Herb o alguno de los otros. Pensó brevemente en buscar un trapo, quizás una vieja lona, pero el frío se había filtrado por su fina camisa de algodón y reforzaba su creciente sensación de urgencia. En el exterior, el viento hacía crujir las vigas del techo. El camino hacia los armarios estaba obstruido por los destrozados restosde una cómoda y, apoyado en ella, un botiquín con la curvada puerta abierta y el espejo milagrosamente intacto. George evitó ver la imagen de su cara al pasar por allí: un antiguo temor, revivido por la tenue iluminación del desván, ver otra cara mirándole. Hizo un esfuerzo, apartó la cómoda y tiró de la puerta más próxima, que cedió quejumbrosamente con el roce de metal contra metal. Dentro, había un colgador con ropa de niño; otras prendas yacían arrugadas en el suelo de metal, cubiertas de polvo. Toda la ropa estaba arrugada, como si la hubieran guardado después de mancharla, y el armario, igual que una taquilla de gimnasio, apestaba a rancio sudor. George dejó la puerta abierta. El siguiente armario tenía amplios estantes, vacíos aparte de algunas oxidadas herramientas que se habían deslizado hacia la oscuridad. Y la puerta del tercer armario estaba separada de las bisagras, doblada, metida en el interior y con un mellado extremo que sobresalía. La puerta del último armario se abrió con más facilidad, pero era imposible abrirla por completo, obstruida como estaba por la cómoda. George dio un tirón que hizo mover ligeramente el armario, pero nada más que eso. Bordeó la cómoda y contempló el interior. Estaba tal como lo recordaba. Los potes vibraban al rozar el metal como en respuesta al frío, y los líquidos que contenían se agitaban rítmicamente. En la hilera anterior arrugados cuerpecillos flotaban serenamente en formaldehído: fetos de perros, cerdos y hombres, los bulbosos ojos cerrados como en un gesto de arrobamiento, con sólo las etiquetas para diferenciarlos. George apretó la cadera contra la cómoda. La puerta se abrió varios centímetros más y el tajo de luz se ensanchó. Al meter la mano en la oscuridad, George volcó uno de los potes. Bajo una etiqueta adhesiva que indicaba «Cerdo» una acurrucada forma subía y bajaba. La abertura continuaba siendo demasiado estrecha, el pote tan grande que era imposible sacarlo, pero en el espacio posterior George distinguió una segunda hilera de recipientes. Movió uno hacia afuera, hacia un aislado rayo de luz que atravesaba una grieta de la puerta, y limpió la fina capa de polvo que oscurecía el contenido. En la etiqueta se leía «PD ≠ 14», escrito con bolígrafo negro. Tras lamentarse de no conocer el significado de aquellos signos, arrancó la etiqueta para observar mejor el contenido. Sí, los recuerdos se correspondían. Aquello era igual que la criatura de la carta. Pero el proceso de descomposición estaba mucho más avanzado que en los recuerdos de George, mucho más que el de los otros especímenes, como si la criatura se hubiera encogido y deformado. Medio enterrado en sedimentos, el grumito gris reposaba en el fondo, dando ociosas vueltas en el turbio líquido. Anteriormente, la primera vez que estuvo allí, George había tenido deseos de rascar la cera que cerraba la tapa, desenroscar ésta y tirar el contenido al retrete igual que si fuera un trozo de carne en mal estado. Pero esa noche dedujo, aunque sólo fuera por el suave aroma que flotaba en los estantes, que el olor podría marearlo con facilidad. Empujó el pote hacia el sitio que le correspondía, entre los recipientes que llevaban las etiquetas «PD ≠ 13» y «PD ≠ 14», donde chocó con otra hilera de vasijas… y aún había una cuarta fila detrás de ésa. Los estantes eran muy profundos. Había veintidós potes en total, vio George, y los especímenes aumentaban de tamaño número tras número. En ese momento recordó haber visto un recipiente en el fondo del armario, oculto en parte, casi repleto de algo cuya putrefacta carne flotaba en jirones. Había sido muy desagradable mirarlo de cerca. Cerró el armario y se abrió paso hacia la escalera, y tropezó con el diminuto brazo (o la pierna) de algún muñeco desechado hacía tiempo. Mientras bajaba por la escalera pensó cuánto costaría arreglar el desván. En cierto sentido la casa había acabado siendo más cara que el precio de compra. Notó la frialdad y la delgadez de la barandilla de hierro bajo su mano, y vio que cedía ligeramente si se apoyaba en ella; un hombre fuerte podría arrancarla con facilidad. Cuántas reparaciones precisaba una casa antigua… George lamentó no ser más diestro en esa clase de tareas. Una vez, hacía mucho tiempo, había tenido la habilidad necesaria, y disfrutaba trabajando con las manos. Por entonces él era universitario; el mundo albergaba menos secretos. La biología fue su afición especial, incluso había soñado, en tiempos, matricularse en la escuela de medicina. Cuántas cosas había olvidado desde entonces y cuán desconcertante se había vuelto el mundo. Quizá pudiera localizar un doctor en la región, algún médico general digno de confianza. Le formularía numerosas preguntas: sobre cosas que flotaban silenciosas en potes, y de qué se alimentaban. Y qué tamaño podían alcanzar. —Oh, El, eres un vulgar vejestorio. ¿No te gustan los cuentos de hadas? — Doris señaló el grabado en boj—. ¿Ves? El campesino le pone un vestidito, lo acuesta por la noche y ya tiene un amiguito. —No creo que me gustara eso como amigo. —Bien, ése es el problema. Por eso lo llaman el Diablillo. Debe ayudar al campesino a cuidar el huerto y limpiar la casa, pero hace travesuras y come cualquier cosa que tiene al alcance. Como por ejemplo algunos vecinos. Ellie se alzó de hombros. —Me temo que no apruebo los cuentos de hadas, al menos no para niños pequeños. Son muy aterradores, y muchísimos de ellos innecesariamente violentos, ¿no te parece? Nuestros dos hijos crecieron tranquilamente sin necesidad de esos cuentos, gracias a Dios. —Hizo una pausa antes de continuar—. Aunque una dieta constante de superhéroes y muñecas tampoco es mucho mejor. —Oh, estos cuentos no asustan a nadie. Están narrados con ironía. Típicamente franceses. —Franceses, ¿eh? Eso me recuerda algo: para eso he venido aquí, en busca de un libro francés. ¿Cómo se llama éste? —Miró la portada—. Cuentos populares de la Provenza . Hum, no menciona ningún autor, ya veo. ¿Y el cuento? —Tampoco. Lo único que sé es que se titula «El Diablillo». Desconozco cuál será el título francés. Cerró el libro bruscamente. El sordo ruido pareció excesivamente fuerte en una habitación tan silenciosa. La puerta del desván se cerró estrepitosamente; George no había contado con el viento. Inundado por el calor del pasillo, giró hacia la izquierda y se quedó involuntariamente paralizado al ver la silueta en el umbral…, aunque su cerebro la había identificado ya. —Lo siento, Walt. ¿Te he despertado? Walter se dejó caer otra vez en la cama, con los ojos hinchados y casi cerrados. Las arrugas de la colcha habían quedado marcadas en su mejilla. —Dios —murmuró, todavía con cierta flojedad en los labios—, has hecho bien. Estaba teniendo una pesadilla infernal. George entró en la habitación y permaneció junto a la cama, azorado. Ojalá Walter hubiera elegido otro sitio para dormir. Había dejado un rancio olor a licor en el dormitorio. —Chico, me costará un rato olvidar este sueño. Parecía tan condenadamente real… George sonrió. —Igual que todos los sueños, ésa es la verdad. El otro hombre no se sintió aliviado por ello. —Aún puedo verlo. Era de noche, lo recuerdo… —¿Seguro que quieres comentarlo? Lo olvidarás antes si te lo quitas de la cabeza. Le fastidiaban los sueños de otras personas. —No, hombre, lo has entendido al revés. Debes hablar de tus pesadillas. Te ayuda a librarte de ellas. —Walter sacudió la cabeza y se puso cómodo encima de la colcha. Los muelles de la cama vibraron hasta con el más ligero movimiento de su cuerpo—. Era de noche, ¿sabes?, pero temprano, poco después de la puesta del sol… No me preguntes cómo lo sé. Y yo iba en el coche, de vuelta a casa. Los alrededores eran exactamente éstos. —¿Éstos? ¿Esta parte del estado? —Sí. Pero eran las siete, hace unas horas, y Joyce no me acompañaba. Yo iba solo en el coche, y quería llegar a casa. Y no sé cómo, ya sabes lo que pasa en los sueños, comprendí que me había perdido. Todas las carreteras tenían el mismo aspecto, y recuerdo habernotado claramente que cada vez oscurecía más, y que si oscurecía demasiado no llegaría nunca a casa. Iba por esa carretera que atraviesa un tabacal, igual que la que hemos recorrido esta noche. —Cierto, hay una gran cosecha en los alrededores. Hay plantaciones a lo largo de la carretera. —Sí, plantas extravagantes, planas y regulares… Pero yo apenas veía el campo. Ya estaba todo a oscuras, aparte de un fulgor en el cielo, y yo conducía despacio, muy despacio, para encontrar el camino. Imagínatelo, como si siguiera las luces de los faros… Y luego, a cierta distancia, vi un granjero, o algún peón, metido en el tabacal. Paré en la cuneta y me incliné hacia la otra ventanilla, para preguntar… Y después de bajar la ventanilla he empezado a llamar a gritos al tipo, que hacía un curioso gesto con la cabeza, como si me saludara. Pero no podía verle la cara, y después se ha acercado al coche, se ha inclinado y he visto que no era un hombre. George le concedió un momento de silencio antes de hacer la pregunta. —Bien, ¿qué era pues? Walter se frotó los ojos. —Oh, algo oscuro, abultado, no totalmente formado… No lo sé, sólo era un sueño. —¡Pero, maldita sea, si acabas de decir que era muy real! Miró hacia la ventana, observó la sombra del olmo, y se sintió irritado. —Bien, ya sabes con qué rapidez se olvidan los sueños, en cuanto los explicas… No lo sé, no quiero seguir pensando en eso. Vamos abajo a tomar algo. George siguió a su amigo mientras el típico dolor aumentaba de nuevo en su estómago. Se sentía traicionado tanto por el mundo como por su organismo. —Un libro francés, ¿eh? ¿Buscas algo especial? —preguntó Doris. Dejó el libro de cuentos en la estantería. Ellie sonrió. —Parece que seas la dueña de la casa. —Bien…, me gustan los libros. A diferencia de mi marido. —Te lo explicaré… —Ellie inspeccionó la habitación con las manos en las caderas—. En realidad estoy buscando un diccionario francés. ¿Hay algún orden aquí? ¿Algo parecido a una sección de libros de consulta? —Por aquí, madame . Si bien casi todos los libros del salón estaban forrados en piel, obviamente seleccionados por su rasgo decorativo, la colección de la biblioteca era estrictamente funcional. Lustrosos libros de bolsillo de reciente adquisición aparecían apretados contra raídos libros en cuarto cuyos títulos había borrado el paso del tiempo. Una Guía Práctica de los Mamíferos en rústica estaba perdida en la sombra de una colección de dibujos de Audubon, y raros ejemplares de revistas de fantasía se apoyaban en una resistente hilera negra de publicaciones de Arkham House; los dorados caracteres de los lomos de éstas perdían su color junto a los llamativos colores primarios de las revistas. La sección de libros de consulta era relativamente pequeña, como si el coleccionista hubiera comprendido cuán poco se aprende con libros que intentan enseñar mucho. Había, sin embargo, un diccionario francés en el estante inferior, junto a un tomo titulado El libro del Ocultismo . —Sólo quería descifrar una palabra de ese estúpido folleto —explicó Ellie mientras pasaba las hojas—. El que iba incluido con las cartas. Doris vio cómo leía su amiga. —¿La has encontrado? —Sí, écartée . Significa aislada, apartada. —¿Era tu carta? Ellie asintió. —Esa soy yo, supongo. La original mujer aislada. —Se rió un momento—. ¡Eh, mira esto! ¡Hablando del rey de Roma…! —Señaló la estantería, un poco por encima del nivel de la vista, donde tres libros de Tarot se agazapaban entre una historia de la superstición y El callejón de las almas perdidas de Gresham —. Cogeré los tres —decidió. Dos eran libros de bolsillo, el tercero un grueso volumen forrado con papel marrón—. Milt debe de estar muriéndose por salir de aquí, pero antes tengo que hacer una lectura correcta a cierta persona. —¡Hambriento! Oh, por el amor de Dios, otra vez eso, no. Te aseguro que estoy asqueado de eso, de verdad. Acaban de darte de cenar, no hace más de… El hombre de la cama meneó la cabeza. —Ah, de pronto has dejado de tener hambre, ¿eh? Y harás muy bien no teniendo hambre, porque voy a irme dentro de un momento. En serio. No tengo necesidad de estar aquí encerrado y escuchando estupideces. —Hizo una pausa y, con ostentosos gestos, miró su reloj de pulsera—. De acuerdo, no tienes hambre. Un movimiento afirmativo con la cabeza. —¿Tiene hambre otra persona? Otro gesto afirmativo, más enérgico. —Bueno, ¿y a quién narices le importa que…? Oh, de acuerdo, adelante. El pie estaba deletreando otra palabra. Un golpe y seis más. P. Cinco. E. Dos y un silencioso movimiento sin tocar la pared. T. Cinco. E. Dos y cinco finalmente. Y. —¿Petey? Ya, Petey tiene hambre, pobrecito. Y seguramente debe de ser algún animalito, algún perro o algún gato tuyo, ¿eh? Muy bien, ya basta. El enfermero se levantó. Los golpes continuaban, pero él se metió el papel en el bolsillo. —Ya basta, tío. Ya he perdido mucho tiempo contigo. ¡Puedes derribar la pared a golpes si quieres! Me importa un pito. —Dio media vuelta y se fue por el pasillo murmurando—: Maldito amante de los animales… Hubo una Expansión Piramidal, una Expansión del Mágico Siete, una Expansión del Deseo, una Expansión de la Vida, una Expansión del Horóscopo y, según uno de los libros de bolsillo, algo denominado «Expansión del Sefirot», así como una Expansión Cabalística y una Expansión de la Cruz («que abarcaba», tal como sugirió Milton, «casi todas las religiones, aunque no había Expansión de la Estrella de David»…). Pero los Brackman tenían prisa por partir, otros ya se habían ido y Milton los hizo pasar a todos por una sencilla «Expansión del Sí o el No» que precisaba solamente cinco cartas. —Las dos de la derecha son el pasado, las dos de la izquierda el futuro y la del centro es el presente. Ellie estaba leyendo en voz alta uno de los libros de bolsillo. El tomo forrado en piel había sido una desilusión. El autor deprimió el ánimo de todos desde el primer momento al explicar a los lectores que el invento del Tarot databa del siglo quince y, detalle peor aún, era obra de charlatanes. La baraja de setenta y ocho cartas se componía en realidad de dos barajas erróneamente unidas, la primera formada por cincuenta y seis naipes, los Arcanos Menores, y la segunda por veintidós cartas de figura, los Arcanos Mayores, que mostraban diversos símbolos mágicos. Cualquier atributo de adivinación de la suerte, sostenía el autor, era meramente ilusorio. Cuando acabó de facilitar esta información a los invitados, leyendo extensos fragmentos al pie de la letra, Ellie alzó la vista y descubrió que el auditorio había pasado de más de diez personas a incluir a su esposo, Sid y Doris Gerdts y Paul Strauss. El grupo estaba reunido en torno a una mesa de bridge situada cerca del recibidor. —Abrigaste ilusiones domésticas —estaba diciendo Ellie—, pero ahora las has superado… —¿Qué demonios son «ilusiones domésticas»? —preguntó Paul. —… y tienes miras más elevadas, aspiraciones filosóficas. Ellie tenía ambos libros abiertos ante ella y, de forma similar a la incuestionable fe medieval en las cosmologías cristiana y clásica, no veía discrepancias en los dos tipos de predicciones, pese a lo discordantes que eran frecuentemente. La tierna sonrisa de esposo de Milton no titubeó un solo momento durante toda la actuación de Ellie. —Hasta aquí mi pasado —dijo Milton—. Ahora el presente. —Levantó la carta central—. Este soy yo ahora. Gerdts contuvo la risa. —¡Parece que eres una mujer, Miltie! Ciertamente, la carta era la Reina de Pentáculos; rodeada como estaba de follaje, sentada en un prado bajo un enrejado de rosas, parecía la más femenina de las reinas. Milton esbozó una forzada sonrisa. —Ah, ¿qué saben estas cartas? —dijo. Tendió la mano hacia la primera de las tres cartas del futuro. —No, espera —dijo su esposa—. Estoy segura de que aquí habrá una interpretación. Recuerda, sólo es un símbolo. —Su mirada pasó de uno a otro libro—. ¿Lo ves? Escucha: es un símbolo de fertilidad. —Las cejas de Milt se arquearon—. Y de bondad.Dice que tienes un temperamento Libra, vete a saber qué será eso… —¡Oh, Dios mío! —exclamó Paul—. ¡Astrología también, no! —… y en consecuencia un profundo amor sentido de la justicia. —Alzó la vista. Sus ojos se encontraron con los de Milton—. Bueno, esta parte es cierta. —Sí. —Y ahora el futuro —dijo Gerdts—. Adelante, Milt. El aludido tendió la mano hacia la primera carta. —Alto un segundo —ordenó Ellie—. Recordad, chicos, esta carta es el futuro inmediato, porque está junto al centro… Y la última es el futuro lejano. —Te entiendo. Levantó la primera carta. —Está al revés —dijo Doris—. A ver, déjame… —No, déjala así —ordenó Ellie—. El significado cambia si la carta está al revés. —Examinó las ilustraciones en el manual, y se encogió de hombros—. No hay nada parecido. Este libro es rematadamente malo. Buscó en el otro libro, donde se explicaba que «Todas las barajas se basan en idéntica idea, aunque las ilustraciones pueden ser distintas. Como los quesos. A veces una reina es una mujer joven y hermosa, mientras que en otras ocasiones es una diosa egipcia, una monja o una muchacha desnuda». Los ojos de Ellie continuaron escudriñando las páginas. —No veo nada parecido. Y no hay número de referencia en la parte baja. Así es más difícil identificarla. ¿Qué veis vosotros? —Algo que cuelga de un árbol —dijo Doris—. Un murciélago o un perezoso. A los perezosos les crecen hongos encima, ya sabéis… —Dio la vuelta a la carta —. Y así parece… Arrugó la frente. —Un perezoso en tierra —dijo Milton—. Visto por detrás. —Igual que esos animales prehistóricos —añadió Paul—. Perezosos de tierra gigantes. De hecho, había un rasgo antiguo en la rechoncha figura gris que se arrastraba por un camino bajo el estrellado cielo, y su cabeza era una simple protuberancia en el trasfondo. —¿Hay índice alfabético? —preguntó Milton. Su esposa asintió—. Busca el Perezoso. O mejor aún, la Bestia. —Me recuerda a ese cuento popular de Maine —dijo Gerdts—. Ése del cazador que mata un oso y lo despelleja. Regresa tapado con la piel, y abandona allí mismo su abrigo… Vuelve la cabeza y ve que el oso está siguiéndole, con el abrigo puesto. Eso hay en la carta, un oso despellejado. —¿No podría ser la carta de la Muerte? —preguntó la esposa del anterior—. A mí me parece la Muerte. Gerdts buscó en la baraja. —Me temo que no, Dorie. Ésta es la Vieja Señora Muerte, ¿ves? Los ojos de la calavera miraron ciegamente a los invitados. —He repasado todo esto —Ellie dejó a un lado los libros— y no hay nada parecido. —Buscó en el tercer libro—. Tal vez pertenece a otra baraja. Milton dio la vuelta al naipe. El reverso tenía el mismo dibujo que las otras cartas. Ellie suspiró. —Este libro tampoco es bueno. Tal vez tenga que recurrir a un proceso de eliminación. —Paul miró a escondidas su reloj—. Lo averiguaré, no te preocupes. —No estoy preocupado —dijo Milton. —Creo que tendré que marcharme —dijo Paul—. Ya me explicaréis cómo acaba esto. Buscó con la mirada a los anfitriones. —Estoy segura de que no es una carta numerada, ni real —dijo Ellie—, y eso implica que ha de ser uno de los Triunfos Mayores. —Ah, ya lo tengo —intervino Milton—. Satán. —Pero si apenas se parece… —Debe serlo. He repasado toda la baraja y no hay ninguna carta de Satán. —Bueno… —Ellie observó la carta en cuestión—. Sí, tal vez hay un indicio de cuerno, en el otro lado, pero… ¿es normal que el diablo esté de espaldas? —Es posible que enseñe el culo para que lo besemos —comentó Doris. Se ruborizó. —¡Ultima ronda de tarta rellena! —gritó Phyllis desde el otro extremo del salón—. ¡Aprovechad ahora que está caliente! Los Goodhue y los Fitzgerald se habían ido ya, tras pasar la velada conversando con nadie aparte de ellos mismos, y Paul estaba poniéndose el abrigo. Se detuvo un momento para probar por última vez la tarta rellena. Los Gerdts se dirigieron a la mesa de la comida, más por obligación que por hambre, y Milton, tras asegurarse de que su esposa estaba «completamente atiborrada», imitó al otro matrimonio, dejando a Ellie sola con las cartas. Sí, la forma gris debía representar al Diablo. El misterio estaba resuelto. Sin embargo el caso era más bien enojoso, porque Satán estaba representado en un libro como una deidad de apariencia mosaica con abundante barba; en otro, un brujo; y en el tercero, una tétrica criatura cabruna que oficiaba el profano matrimonio de dos discípulos. El ser que parecía caminar lerdamente en la carta no se asemejaba a nada de eso. Era simplemente, tal como había apuntado Milton, la Bestia. Ellie estaba pensando en el Diablillo del libro de cuentos (Le Petit Diable , suponía ella que debía de llamarse) cuando su mano, tras desviarse por casualidad hacia la restante carta de Milton, le dio la vuelta involuntariamente, dejando ver al Diablo en su trono, con dos desnudos mortales unidos en matrimonio ante él. Los Lazarus acababan de irse, y Janet Mulholland se apartó de la fría ráfaga de aire que fluyó hacia sus piernas en el momento de cerrarse la puerta. Su esposo estaba ayudándola a ponerse el abrigo, y Mike Carlinsky buscaba en el armario los guantes de su novia. Arthur Faschman se hallaba de pie junto a la ventana en compañía de Herb, contemplando el éxodo. —Se está haciendo tarde —dijo Herb. Faschman miró su reloj. —¡Vaya, y que lo digas! ¡Eh, Judy! —gritó—. ¿Tienes idea de la hora que es? —Más de las doce. ¿Y qué? —Que mañana por la mañana tengo que llevar a Andy al ortodoncista, sólo eso. A no ser que quieras hacerlo tú. —Se volvió hacia Herb—. Escúchala. La más juerguista. Tendrías que escucharla la mañana siguiente. Mejor aún, ¡tendrías que verla! —Miró su reloj, más nervioso esta vez—. Eh, ¿qué tiempo hace? No estará lloviendo, espero… Miró por la ventana. —Hace frío —dijo Milton—. George ha comentado que incluso podría nevar. El y yo no pretendíamos quedarnos, pero ahora estamos pensando en pasar la noche aquí. —Francamente, está llevando demasiado lejos su papel de caballero del campo —observó Faschman—. Basta mirar eso. ¿No es un espantapájaros lo que se ve ahí fuera? —¿Dónde? —Milton pasó el puño por el vidrio. La luz del salón era intensa, y no consiguió ver más que su propio reflejo—. ¿Dónde, en el patio? —No, a bastante distancia, al otro lado del campo. —Dio un golpe en una parte del vidrio, que estaba manchado de humedad—. ¿Lo ves? Ah, demasiado tarde, la luna está detrás de una nube. Pasaréis muy cerca cuando os vayáis. ¿De verdad vais a quedaros toda la noche? —Claro, ¿por qué no? Desayuno gratis. —Sí —dijo Judy Faschman mientras se acercaba por detrás de los dos hombres—, si no te importa desayunar restos de tarta rellena. Con sumo cuidado, Ellie extendió las cartas. El Sol, la Luna, la Estrella…, la Justicia, la Templanza y el Juicio… Llevaba media hora comprobando la baraja, y allí estaban todas las cartas. El Emperador, el Ermitaño, el Hierofante…, la Fuerza, el Mundo y la Rueda de la Fortuna. Las veintidós cartas, los Triunfos Mayores, todos con su mensaje. El Diablo, la Muerte, el Ahorcado…, e incluso el Loco. (¿Por qué siempre relacionaba esa carta con el pobre George? El hombre había estado tan indispuesto esa noche…). Todo estaba comprobado; Ellie había cotejado las cartas con las ilustraciones del libro. ¿Cuál era, pues, esa carta extra? La caja verde que contenía la baraja decía «78 cartas». Eso, la marca registrada, Grand Etteilla (que derivaba, explicaba el folleto, de Alliette, el desagradable mago que introdujo las cartas en la corte francesa) y debajo el sello del impresor, B. P. Grimaud, de Marsella. Nada sobre un triunfo extra, un naipe suplementario, un comodín… Examinó de nuevo la carta. No lo había notado hasta entonces, pero en ciertos puntos la ilustración era turbadoramente detallada. Ellie distinguió el perfil de una cabeza similar a una bala a punto de volverse hacia ella, y una garra delantera levantada, imprecisa sobre el fondo nocturno. Cierto detalle de la configuración de las estrellas en el trasfondo le recordaba el cielo que se veíapor las ventanas… Se apresuró a poner las cartas en la caja, y metió la criatura gris y encorvada en el centro del mazo, como para enjaularla. El triunfo número veintitrés, sospechaba ella, no era un venturoso comodín. —Y yo que pensaba que pasaríais la noche aquí —dijo Phyllis. —Oh, Phyl, vamos. Admítelo, es un alivio librarte de nosotros. Una cama menos que hacer por la mañana. —Milton se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Mi mujer dice que está cansada, y cuando mi mujer dice que está cansada eso significa que es hora de volver a casa. La excusa era insatisfactoria. La repentina decisión de irse por parte de Ellie, sin ni siquiera ofrecerse para recoger platos, había sido una grosería. —¿Seguro que no queréis una última copa antes de salir? —preguntó George. (¿De dónde había salido?). Agitó tentadoramente su vaso, aunque la bebida era la misma que había estado sorbiendo toda la noche. Milton sacudió la cabeza, risueño, con timidez. —Francamente, chicos, quiero decir una cosa antes de irme, que si me he desmandado un poco esta noche, ya me entendéis, si he dicho algo indebido…, bueno, nunca he destacado cuando se trata de administrar la bebida y… —Ha sido un placer, viejo camarada, sinceramente. —George le dio una palmada en el brazo. Milt parecía estar recobrándose—. Si has dicho algo desagradable, yo no lo he oído. El alivio se reflejó en el semblante de Milton. —Sí, bueno, muchas gracias. Lo digo en serio. Me encanta esta casa y lo he pasado en grande esta noche. —Extendió la mano hacia la de George—. Y espero que tú y Phyl seáis… —¡Cariño! —sonó la voz de Ellie en el camino de acceso a la casa—. ¡Estoy muerta de frío y tú tienes las llaves del coche! —Dios, sí, voy corriendo. —Miró por encima del hombro—. Lamento que El esté un poco caprichosa, pero ya conoces a las mujeres. ¡Imposible mantenerlas en pie después de medianoche! —Tras subirse el cuello del abrigo, ofreció a Phyllis una cordial sonrisa—. Ella lo ha pasado muy bien, y puedes estar segura de que… —¡Cariño! Milton se alzó de hombros. —Adiós. —Se asomó al pasillo—. ¡Buenas noches a todos! ¡Nos veremos pronto! —Y en el momento de salir agregó—: ¡Demonios, aléjate de la puerta, Phyl, vas a enfriarte! Sus pasos resonaron en la grava. El silencio se adueñó del salón; la conversación había chisporroteado antes de apagarse. Los hombres juzgaron el bostezo de George como la señal de partida, pero debían aguardar a que sus esposas acabaran de ayudar a Phyllis a recoger el salón y tuvieron la prudencia de no reconocer cuán tarde era. Allen Goldberg estaba fumando en el sofá, desconsolado, mientras Cissy Hawkins recogía hecha un manojo de nervios las últimas fuentes de canapés y fruta. Único soltero presente, puesto que Paul Strauss se había marchado, Allen tenía la implícita obligación de llevar a Cissy a su casa. Allen miró a Joyce Applebaum, que se dirigía a la cocina con dos platos de salsa de almejas y los restos de un pastel de queso. Ella era mucho más atractiva que Cissy. Su esposo yacía repantigado en el gran sillón, con la cara enrojecida por el alcohol y la fatiga; había dormido durante gran parte de la fiesta. —Vamos, nena, date prisa —dijo Walter. Nena. Todos los hombres repararon en el detalle. Walter se había casado hacía pocos meses. Cuando Cissy se ofreció para fregar el suelo de la cocina, Phyllis tuvo que disuadirla. —O puedo ayudar a lavar platos —suplicó la joven. —Francamente, Cis, has sido una ayuda fabulosa toda la noche, y no queda nada por hacer. —Sacó las manos de la fregadera y las agitó para limpiarlas de espuma—. Ahora vuelve allí y tranquilízate, y nosotros nos aseguraremos de que alguien te lleve a casa. Aliviada, Cissy regresó al salón…, donde tuvo que hacer frente a las malhumoradas miradas de los hombres. Se acercó torpemente a la mesa de bridge y empezó a recoger cosas… Luego, para entretenerse, abrió la caja verde de las cartas. El Seis de Dagas estaba encima, seguido por la Torre. Las pondría en orden, decidió, del mismo modo que pasaba horas, en su piso, arreglando una y otra vez las pocas decenas de libros que poseía. Dagas en un montón, cálices en otro, cartas de figura en un tercero… Las cartas de figura eran las más bonitas, pero Cissy no estuvo segura de cómo ordenarlas hasta que vio los números en la parte inferior. El Juicio, número 20, la gente desnuda que brotaba de las tumbas igual que maíz (caramba, se veían los pezones de la mujer). La número 7, el Carro, iría antes que ésa, una esfinge negra y otra blanca atadas, y luego la 10, la Rueda de la Fortuna, con la esfinge blanca (¿la misma?) colgada en lo alto, y la 12, el Ahorcado, con su afectada y perspicaz sonrisa. Después el Loco, inexplicablemente numerado con un cero (tal vez fuera un error, y Cissy dejó a un lado la carta), la 8, la Fuerza, la mujer con… ¿qué era aquello?…, un león, después la Luna, 18, derramando su luz sobre los campos, con unos perros que aullaban bajo ella, y un enorme animal gris que observaba maliciosamente algo situado más allá del borde del naipe; habían omitido el número y Cissy dejó esa carta con el Loco. Después la Templanza, número 14, que le hizo sonreír porque su abuela había pertenecido a la Agrupación Femenina de la Templanza Cristiana… Se preguntó si, para ciertas personas, sus creencias serían tan ridículas, y siguió contando: el Mundo, los Amantes y la Muerte… ¿Cuándo iba a preguntarle él si necesitaba que la llevaran a casa? Allen había cometido el error de observar a Cissy, y cuando ésta lo miró sus ojos se encontraron. Como si hubiera recibido una señal, Allen apagó el cigarrillo y se levantó. —Ah, Cissy, ¿quieres que te lleve a casa? George entró en la cocina. —¿Planean quedarse toda la noche? —musitó su esposa. George se encogió de hombros. —Ya conoces a Herb: el último en llegar, el último en marchar. Además luce esa expresión suya, esa expresión de discusión filosófica. —Phyllis suspiró al oír esto—. Pero ya sabes, a mí no me importaría quedarme un rato. En realidad no estoy cansado. —Pero Tammie sí, y yo también. Si vosotros dos queréis pasar la noche entera hablando, es cosa vuestra. Yo voy a prepararles el cuarto de los huéspedes, pero después de eso iré derecha a mi cama. —Miró acusadoramente a su esposo—. Claro que no estás cansado, tú no has tenido que ir de un lado para otro el día entero. Has pasado media fiesta escondido en el cuarto de baño. De nuevo en el salón, Herb lo recibió con un consejo. —¿Sabes una cosa, George? Lo que esta casa necesita es un buen fuego. Eso habría significado el éxito de la fiesta, quemar unos troncos. —Sí, pero eso causa muchas molestias. Durante un momento George había pensado que Herb sugería reducir a cenizas la casa. —Pero ¿de qué sirve un hogar si no quemas unos troncos en una noche fría? —Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera estoy seguro de que esta chimenea sirva para algo. Tendré que llamar a alguien para que revise el cañón. —El desnudo hogar parecía un escenario desierto, con un actor todavía a la espera a un lado—. Además, Phyllis tiró todos los troncos, y si quieres conseguir más tienes que caminar medio kilómetro para ir a la leñera —hizo un gesto en dirección a la ventana—, por detrás de la casa. Herb se levantó. —Estoy dispuesto —repuso—. Dime dónde está. Tammie salió del cuarto de baño de la planta baja, con el cabello arreglado de nuevo, oculta ya la fatiga de sus ojos. —¿Y adónde crees que vas? —preguntó. —A coger unos troncos —contestó Herb—. Para la chimenea. —Herb intenta demostrar que es hombre de campo —explicó George—. Me he reído de él hace un rato…, porque os perdisteis al venir hacia aquí, a eso me refiero… Y ahora quiere dejarme en ridículo. Tammie hizo pucheros. —De verdad, cariño, todos están cansados y a punto de acostarse… Y de repente te empeñas en quemar unos troncos… —Yo no estoy cansado —dijo Herb, a la defensiva—. De todas maneras, un montón de leña junto a los morillos alegraría el salón. Crearía cierto ambiente. —Estupendo —repuso George, que no estabade humor para discutir—. Te contrato. Eres nuestro nuevo decorador de interiores. Ahora pasa por la cocina y sal por la puerta en dirección al invernadero, pero antes de meterte allí gira a la derecha, bajo los escalones y verás un camino que sale de la parte trasera de la casa. Síguelo, bordea el garaje y verás la leñera, cerca de la valla. Estoy seguro de que no está cerrada con llave. —Mejor que te pongas un abrigo, cariño. —No me hace falta. Herb se dirigió resueltamente a la cocina. —¿Qué te parece la novia de Mike? —preguntó Tammie en cuanto estuvo a solas con George. Cogió un cigarrillo—. ¿Crees que es la mujer adecuada para él? —Oh, ya la conocía. Ideal. Fue Ellie la que los presentó, ¿sabes? —¡No me digas! ¿Dónde, en la playa, el verano pasado? —Sí. —¿Y qué te ha parecido Ellie esta noche, dando una conferencia con ese libro? —Oh, ella se entusiasma un poco con el sonido de su voz, eso es todo. —Vio los libros que Ellie había dejado en la mesa de bridge y se acercó. Debían estar en la biblioteca. En el salón sólo podía haber libros forrados en piel—. Ellie es una mujer muy decidida. —No lo dudo. ¿Has visto cómo domina a Milt? Cuando ha decidido que era hora de salir, asunto concluido, él ha tenido que obedecer. Igual que… —Miró hacia la ventana—. Vaya, aquí llega Herb con la leña. —¿Qué, tan pronto? No, debe de haberse perdido. Me extraña que llegue por la parte delantera. Tras un profundo suspiro, abrió la caja verde. Las cartas se esparcieron por la mesa. Phyllis entró en el salón secándose las manos con un trapo de cocina. George levantó varios triunfos menores, luego una carta de figura. La Torre. El destello de un rayo, muros de piedra desmoronándose y a lo lejos el mar embravecido. Dejó la carta a un lado. Sin saber por qué, deseaba que Herb no hubiera salido de la casa. —Eh, cariño, ¿has cerrado con llave la puerta de atrás? —Aún no. ¿Por qué? —Se dirigió a la ventana y echó las cortinas—. ¿Todos listos para ir a la cama? Voy a buscar sábanas limpias. —Oye, ¿seguro que no es una molestia? —preguntó Tammie. Se levantó. Herb y yo podemos arreglarnos con estos sofás, ¿sabes? Oyeron ruido de pisadas en la grava. —¡Tonterías! Vamos arriba, arreglaremos el dormitorio y cuando bajemos los hombres tendrán el fuego encendido. George no alzó la vista. Estaba absorto, repasando las cartas en busca de una en particular. —Y desayunaremos chocolate. ¿No es estupendo? En el exterior sonó un agudísimo silbido. Algo golpeó sordamente la puerta. Tammie, que era la que estaba más cerca, fue al recibidor. Cuando su mano aferró la perilla, George abrió la boca. Retrocedió de forma tambaleante y dejó caer la carta y lo que tan ferozmente le miraba en ella. —¡No, Tammie, no! —chilló cuando su amiga abrió la puerta. Pero ya era demasiado tarde. Un cuerpo gris tapaba el umbral, empañaba la noche… Y del mismo modo que en la carta, aquel cuerpo se volvió para mirar a George. Destemple BERNARD TAYLOR Hay rasgos sombríos incluso en el más brillante de los días si uno decide buscarlos; y hay cierta brillantez en lo sombrío, para ser justos. Lo que a veces se precisa, por tanto, es una mezcla de ambas cosas, que una parezca ser la otra hasta tal punto que lo que parece ser, no es. Quizás. En un momento dado, jugar a «fingir» nos empuja a algo más que un simple juego. Bernard Taylor es autor de Sweetheart, Sweetheart (Amor, amor), el mejor relato contemporáneo de fantasmas, sin excepción. Vive en Londres, donde también trabaja como actor y guionista cinematográfico. —¡Oh, el veintiuno, no! —dijo Paul Gunn—. ¿Por qué has elegido esa fecha? —No la elegí yo. Es el día normal de la reunión: el tercer viernes del mes. — Sylvia sacudió la cabeza—. No podía hacer nada. —Podías haber logrado que la maldita reunión se celebrara en otro sitio, ¿no? ¿Tiene que ser aquí? —Me toca a mí —dijo Sylvia, suspirando—. Además, soy la presidenta… Y, aparte de eso, no lo pensé, supongo. No esperarás que me acuerde de todo. —No, pero sí espero que recuerdes las cosas importantes. —Emitió un sonido de exasperación—. ¿No puedes cambiarlo? Es malo hasta en el peor de los casos, pero cuando la maldita casa está llena de gente… —Sólo quedan tres días —dijo Sylvia, intentando que él lo entendiera—. Planeamos la reunión hace semanas y ya es demasiado tarde para cambiarla. —Miró a Paul con aire suplicante—. Oh, por favor, no te enfades. Estarás a gusto. Nadie te molestará. Pero él se negaba a oír súplicas, no quería calmarse, y Sylvia lo vio recoger el periódico, muy enfadado, abrirlo de modo innecesariamente rudo y sumirse en su contenido. Fin de la conversación, como siempre. Las morenas manazas de Paul eran muy oscuras sobre el fondo blanco del papel. Era por el vello. Espeso y negro, el pelo conseguía que sus manos parecieran más grandes. Seguramente una atracción para algunas mujeres, pensó Sylvia. Pero no para ella. Ya no…, suponiendo que lo hubiera sido alguna vez. Pero era un rasgo atractivo para Norma Russell, Sylvia estaba convencida. Norma, con sus medidas de modelo, 88 × 60 × 90, sus pómulos salientes y su terso cabello rubio. El hirsuto cuerpo de Paul era el detalle preciso para atraerla. Si era cuestión de aspecto físico, reflexionó Sylvia, era evidente que ella no podía compararse con una mujer como Norma. Oh, en tiempos ella había sido bonita, vaga, oscuramente bonita, pero de eso hacía años. Bien, ella no había hecho ningún esfuerzo, ¿no? ¿Y para qué iba a esforzarse ahora, cuando no había motivo? Y ya no había motivo. Más que eso, para ella sería el colmo de la estupidez aceptar el fastidio de emperejilarse cuando prácticamente el único hombre que la miraba era su esposo…, y cuando él la miraba ni siquiera la veía. Sí, absurdo, por no decir algo peor. Paul, por otra parte, parecía haber ido mejorando su presencia y su aspecto con el paso de los años, como por un método de sobrealimentación. El éxito se reflejaba con claridad en su persona, en su forma de vestir y en su cuerpo…, y en sus mujeres. Sí, tenía mejor aspecto. Consecuencia, suponía Sylvia, de la satisfacción y la complacencia. Le lanzó una mirada de odio mientras él perdía el tiempo, protegido por el escudo de su periódico. Luego dio media vuelta y fue arriba. Aquella casa, igualmente, era una muestra del éxito de Paul. Apartada en Tallowford, un pueblecito de Yorkshire, la vivienda era inmensa y de irregular construcción, exquisitamente amueblada; otro testimonio de los años de esfuerzo que él había dedicado a su compañía constructora, en ese momento una de las pequeñas empresas más lucrativas de la cercana Bradford. Ya en su estudio, Sylvia tomó asiento ante su elegante escritorio estilo Luis XIV, genuino. Abrió su diario y consultó de nuevo la fecha de la reunión. El día 21. No había error. Luego estudió la lista del comité del Círculo Femenino. Iban a ser seis. En las dos últimas reuniones sólo habían sido cinco: ella, Pamela Horley, Jill Marks, Janet True y Mary Drewett. En esta ocasión, sin embargo, volverían a ser seis. Habían encontrado sustituía para Lilly Sloane después de que ésta se mudara…, una sustituta propuesta por la misma Sylvia y aceptada tras votación unánime por las demás mujeres: Norma Russell. Norma, naturalmente, había aceptado gustosamente el puesto que le ofrecían en el comité. «Bien, si me queréis allí y creéis que puedo ser útil…», había dicho ella. Pero ni por un momento engañó a Sylvia. Ella sabía perfectamente que las ansias de Norma derivaban de un hecho concreto: puesto que una de cada tres reuniones se celebraba en el hogar de los Gunn, estar en el comité sólo podía conducir a más encuentros entre ella y Paul… Sylvia repasó la lista metódicamente y habló por teléfono con las componentes del comité para comprobar que todas acudirían el día 21. Con todas excepto con Norma. El teléfono de ella comunicaba. Pero Sylvia no tenía motivo de preocupación; si podía contar con alguien con seguridad, ese alguien era Norma. Tras dejar a un lado los papeles, Sylvia se dio la vuelta en elsillón y miró alrededor. No se había reparado en gastos en aquella habitación. El resto del mobiliario era tan elegante como el escritorio donde se apoyaba su codo, tan elegante como el del dormitorio contiguo, el dormitorio donde ella dormía sola…, excepto las noches en que Paul se presentaba y la usaba para aliviar sus frustraciones… Así habían ido las cosas. Así continuarían…, a menos que se hiciera algo para impedirlo. Oh, ella estaba a salvo, lo sabía, suficientemente a salvo en el continuo de sus comodidades materiales. Aunque a Paul sólo le gustara verla de espaldas, jamás se divorciaría de ella…, ni tan sólo la abandonaría. Él sabía en qué lado de su pan estaba la mantequilla, perfectamente. De ahí el bienestar en que la mantenía. Y eso, con toda seguridad, era en parte la razón de que estuviera resentido con su esposa: el hecho de saber que estaban irrevocablemente unidos, en la enfermedad y en la muerte, hasta el fin de sus días…, porque él dependía de ella. ¿Por qué, se preguntaba Sylvia de vez en cuando, no lo abandono yo? Pero ¿qué conseguiría con eso? Paul no pagaría su manutención, y ella no poseía conocimientos para desempeñar alguna ocupación particular. Durante los últimos veinticinco años sólo había conocido esa vida: estar casada con un hombre cuya gratitud por la comprensión de su esposa no había mermado en ningún momento… Pero a pesar de todo, pensó Sylvia, ella habría podido soportar la situación… de no haber sido por las aventuras de Paul. Una tras otra, esas aventuras habían salpicado sus años de vida matrimonial. Y en este punto era ella la resentida, no sólo por la infidelidad de él, no sólo porque la rechazaba, sino porque además Paul ofrecía a las otras lo que jamás le ofrecía, lo que jamás le había ofrecido a ella…, o al menos no después de los primeros meses de noviazgo. Las otras tenían la ventaja de que sólo veían el lado bueno de Paul, la jovialidad, la caballerosidad, la solicitud. Ella, por su casi total aceptación de la persona real, estaba condenada a soportar todo, defectos incluidos. Sylvia se levantó del escritorio y permaneció inmóvil en la silenciosa habitación. Las cosas no podían continuar así. Y no continuarían así. No, después del día 21 no seguirían igual. A partir del día 21 habría cambios. Norma Russell sería la última, ella se aseguraría de eso. Después de Norma no habría más aventuras. Al bajar encontró a Paul al teléfono. Él se sobresaltó ligeramente al verla repentinamente delante. —Bueno, Frank —dijo temblorosamente, con una voz cargada de malicia y no poco sentimiento de culpabilidad—, creo que tendremos que dejarlo hasta la reunión de la semana próxima… Entonces lo discutiremos detalladamente… Y Sylvia sonrió secretamente al pasar junto a él mientras comprendía por qué el teléfono de Norma estaba comunicando, contenta porque ellos creían que era muy fácil engañarla. A ella, no. A Frank, sí. Ella era mucho más lista de lo que ellos podían soñar. Ciertamente muchísimo más lista que aquella necia de Norma, Norma con su sonrisa tonta, sus zapatos Gucci, su perfume Charlie y sus gafas de sol Dior. Norma Russell, con sus elegantes modales y su carácter presumido y sabelotodo no lo sabía todo ni mucho menos. Aún no. Se enteraría a su debido tiempo. Ese viernes, Paul salió temprano de su oficina, llegó a su casa y se desplomó en el sofá diciendo que le dolía la cabeza. Sylvia supuso perfectamente cómo debía sentirse él, pero la poca simpatía que en tiempos había experimentado por su esposo se había esfumado por completo. Cenaron pronto y en cuanto terminaron Paul subió al desván. Sylvia hizo lo mismo al cabo de un rato, abrió la puerta en silencio y observó el interior. Paul dormía profundamente. Sylvia dio un paso atrás, cerró la puerta con llave y echó los cerrojos. Aguzó el oído un momento pero ningún sonido era audible al otro lado de la gruesa puerta de roble. Dio media vuelta y bajó la escalera a fin de prepararse para la reunión. Todas las mujeres llegaron con escasos minutos de diferencia hacia las ocho, y con el café ya preparado abordaron con gran rapidez las tareas de la noche. Esas tareas eran la próxima fiesta de verano y la participación en ella del Círculo Femenino. La discusión discurrió sin problemas, y así debía ser, ya que todas ellas, con la excepción de Norma, habían colaborado en la organización de una decena de actos similares en el pasado. Finalmente, todo estuvo resuelto y Sylvia resumió los resultados de la discusión. —Bien, pues —dijo—, creo que ya está todo. Tú, Pam, y tú, Janet, actuaréis juntas y organizaréis los refrescos y el concurso de cocina. Y vosotras, Jill y Mary, os ocuparéis de la venta de artículos donados. —Tras sonreír a Norma, que le devolvió la sonrisa, Sylvia prosiguió—. Y sólo quedamos Norma y yo para los artículos de fantasía y el puesto de objetos raros. ¿De acuerdo? Los siguientes cuarenta minutos los pasaron tomando más café y comentando en general los mejores detalles de sus diversas tareas. Se habló mucho de «personas dispuestas», «colaboradores» y «generosos donantes»; algunos apellidos brotaron en todos los labios, y las mujeres manifestaron interminablemente sus esperanzas de que en el día señalado el tiempo se portara bien con ellas. Sylvia empezó a pensar que la reunión no acabaría nunca; nunca hasta entonces le había parecido tan absurda la conversación de sus amigas. Pero, claro estaba, nunca hasta entonces había tenido asuntos tan graves en su cabeza. Pero por fin llegó la hora, las diez menos cuarto. La reunión se dio por concluida. Todas se levantaron para marcharse, hubo un coro de «buenas noches» y Sylvia cogió por la manga a Norma. —Ah, Norma… ¿tienes que irte enseguida? —No, ¿por qué? La expresión de ansiedad-por-complacer de Norma no engañó ni un segundo a Sylvia. En ese momento Norma era igual que un gato que ha descubierto la leche; no sólo la habían admitido en el comité sino que además la habían elegido para trabajar en estrecho contacto con Sylvia. A partir de entonces tendría una excusa sólida para telefonear o visitar la casa prácticamente a cualquier hora. Sylvia sonrió con la máxima dulzura y naturalidad que le era posible en aquellas circunstancias. —Estaba pensando si te importaría quedarte un rato más para repasar, más detalladamente, algunas cosas que tú y yo tendremos que buscar… —Naturalmente. Con mucho gusto. Cuando quieras, Sylvia, basta con que lo digas. Había cogido su bolso, pero volvió a dejarlo a un lado del sofá. En cuanto las otras componentes del comité desaparecieron en la noche, Sylvia regresó a la sala de estar. —Supongo que a Paul le disgusta estar aquí cuando se celebran estas… estas tertulias femeninas, ¿verdad? —dijo Norma mientras Sylvia tomaba asiento. —Las aborrece, querida mía. Totalmente. —Y él…, eh…, eh… ¿vuelve tarde? Ah, pensó Sylvia, obviamente Norma había comunicado a Paul que estaría presente en la reunión…, y era igualmente obvio que Paul le había dicho que estaría en otra parte. Bien, eso era comprensible. —¿Cómo? —dijo Sylvia—. ¿Qué me has preguntado? —Paul… ¿suele volver tarde cuando se celebran estas reuniones? —Oh, sí, normalmente vuelve tarde. Pero no esta noche… Y con eso, pensó Sylvia, tendrá que seguirme el juego. Y así fue. —Ah —repuso Norma—. ¿Tiene algo de especial esta noche? Lo dijo con enorme naturalidad. —Sí, el pobrecito no ha salido. No puede. No está en condiciones. Sylvia observó a la otra, y ocultó el placer que experimentó al ver la preocupación que chispeaba en los verdes ojos de Norma. —¿Está enfermo? —No, no, sólo un poco destemplado. —Ah, qué lástima. Debiste telefonear y anular la reunión. ¿No lo habremos molestado con tanto parloteo? Sylvia meneó la cabeza. —No, no habrá oído una sola palabra. Está en el desván. En su guarida, como dice él. Tiene una cama allí…, bien lejos de todo. Es el mejor lugar de la casa para él en momentos como éste, cuando no se encuentra bien. En fin… — Movió su libreta de notas hacia ella como para indicar que era hora de ponerse a trabajar.Luego, de pronto, con turbada expresión, soltó el bolígrafo y se tapó la boca con una mano—. ¡Oh, Dios mío! —¿Qué sucede? Norma la miró sorprendida. Su preocupación parecía sincera. —Creo que estoy perdiendo la memoria —dijo Sylvia—. Se me va, te juro que se me va. La memoria. ¡Oh, Dios mío! —¿Qué pasa? —Esta tarde me comprometí a llevar algunas cosas a casa de la señora Harrison. Ella no puede salir, por culpa de su pierna, y su hija viene a comer mañana. Esta tarde le hice todas las compras… y aún están aquí, en la cocina. —Miró el reloj—. Las diez en punto. Seguro que ha estado esperándome todo el día. Qué espantoso. —Se recostó como si meditara y añadió—: Sé que no se acuesta hasta muy tarde… Creo que la llamaré y le llevaré las cosas. No tendré oportunidad por la mañana, lo sé… Mientras acababa de hablar Sylvia estaba abriendo ya su agenda en busca del número de la señora Harrison. Lo marcó y ésta respondió casi al momento. Le complació mucho oír la voz de Sylvia. No, dijo, no se había acostado. Estaba viendo el campeonato de dardos «por la tele»…, y tras una risita agregó que le gustaban mucho los hombres robustos. No queriendo obtener un no por respuesta, Sylvia dijo que iba a salir inmediatamente con su bicicleta para llevarle la compra. Al fin y al cabo, sólo había tres kilómetros de distancia y en Tallowford no había nadie capaz de causar daño. Sylvia se había puesto el abrigo y estaba cogiendo la cesta cuando fingió recordar que Norma continuaba allí. —Oh, Norma, querida mía —dijo—. Después de pedirte que te quedaras tengo que salir corriendo. Te pido excusas. ¿Qué estarás pensando de mí? —Pienso que eres una persona muy amable —dijo Norma, sonriendo tontamente—. Eso pienso. Y Sylvia, a pesar de que odiaba a la criatura, no pudo menos que pensar: «Cuán cierto». Se colocó mejor el asa de la cesta en su brazo. —Mi bicicleta está aquí al lado —dijo—. ¿Querrías ser mi ángel de la guarda y asegurarte de que he apagado el gas y no hay colillas encendidas por ahí?… Ah, y si por casualidad Paul me llama dile que volveré dentro de una hora, tal vez un poco más. ¿Te importaría? —Se dirigió a la puerta—. Sabrás salir sola, ¿no? Sin apenas oír la respuesta de Norma, Sylvia abrió la puerta y fue hacia la bicicleta. Luego, tras asegurar bien la cesta, montó e inició el pedaleo. La noche era tan brillante cuando aceleró por la solitaria carretera comarcal que prácticamente no le hacía ninguna falta el faro de la bicicleta. Desde la ventana, Norma contempló el rojo fulgor de la luz trasera de Sylvia hasta que desapareció. Después hizo una rápida comprobación de las espitas de gas y los ceniceros. Todo estaba bien. Sí, todo estaba bien. Todo iba a la perfección. En el pasillo permaneció muy quieta y miró la escalera. Luego, al cabo de unos segundos, empezó a subir. No encendió las luces. No podía arriesgarse a que algún lugareño la viera por una ventana. Él estaba en el desván, había dicho Sylvia. Norma siguió subiendo, pasó por la segunda planta y se dirigió al siguiente tramo de escalera…, más estrecha y con recodos. Al llegar arriba se detuvo y dudó un momento antes de hablar. —¿Paul?… —dijo en voz baja. Silencio. Y entonces oyó un ruido. Procedía de la puerta, dos metros a su derecha. Al avanzar hacia ella vio para su horror que estaba cerrada con llave y cerrojos. ¡Sylvia había encerrado a Paul! ¿Cómo había podido hacer eso? Pero la llave estaba en la cerradura. La hizo girar, y acto seguido descorrió los cerrojos. Luego agarró el puño, abrió la puerta y entró. —¿Paul?… Se hallaba de espaldas a la cerrada puerta mientras musitaba el nombre de él a oscuras. —¿Paul? Paul, ¿estás ahí? Soy yo, Norma. He venido a hacerte una visita sorpresa… La habitación estaba sumida en sombras. Norma no veía nada. Pero oía algo. ¿La respiración de Paul? —Paul, ¿eres tú? —Aquel ruido no parecía brotar de Paul—. Sylvia ha dicho que no te encontrabas muy bien esta noche. Vengo a animarte un poco…, ¡si es que puedo! Rió nerviosamente en la oscuridad. El sonido de aquella respiración era algo más audible, se acercaba. —Paul —dijo ella—. ¿Estás ahí?… Vamos, hombre… No hagas el tonto… De pronto la luna, la luna llena, dejó de estar tapada por nubes. De pronto la habitación quedó inundada de luz. Norma vio los barrotes en la ventana, gruesos barrotes metálicos. También reparó en la ausencia total de muebles. Sólo había paja en el suelo. Percibió igualmente el fuerte hedor animal que impregnaba el aire alrededor de ella. Y en ese momento vio que Paul avanzaba hacia ella. A la brillante y plateada luz de la luna llena, Paul se lanzó hacia ella y Norma se notó agarrada por una enorme zarpa e impulsada hacia el descomunal hocico y los largos colmillos que sobresalían vorazmente. Oyó el sonido gutural que brotaba de la garganta de Paul. El sonido que intentó salir de la garganta de Norma, un flojo y suplicante grito de terror, se apagó antes de que ella tuviera oportunidad de chillar. En casa de la señora Harrison, Sylvia miró su reloj. Eran casi las once. Dejó su taza en la mesa, se levantó y cogió la cesta vacía. Le había encantado estar allí, dijo, pero debía regresar. Tenía que recoger muchas cosas. Además, Paul podía despertar y se sentiría preocupado por ella. Nunca se despertaba, normalmente, aunque podía ponerse muy raro cuando estaba destemplado. —La culpa será seguramente de la luna llena —dijo la señora Harrison, riéndose tontamente—. ¿Has visto que hay luna llena esta noche? Te aseguro que eso tiene importancia para ciertas personas. Tal vez no lo creas, pero estoy convencida de que afectaba a mi marido. Solía dejarse toda la comida. No probaba bocado. Sylvia observó por la ventana la enorme y blanca faz de la luna. —Oh, bueno —repuso con una sonrisita—. No puedo decir que a Paul le pase lo mismo. A él se le abre un apetito voraz. El club del sol RAMSEY CAMPBELL La vida, nos querrán hacer creer algunas personas, sería terriblemente sencilla si tan sólo se nos permitiera expresar nuestras emociones con más libertad, dejar de lado cualquier restricción y comportarnos, nosotros y nuestro prójimo, con honradez y sinceridad. El problema, no obstante, reside en las definiciones de «sinceridad», «honradez» y «sencillez». ¿Quién decide cuáles son las correctas? ¿Y quién, por la misma razón, puede juzgar realmente si la sinceridad está mirándonos cara a cara? Hay quien opina que no siempre es beneficioso saber todo lo que piensa otra persona. Ramsey Campbell ha obtenido los premios World y British Fantasy Award por varios de sus relatos, sus novelas —la más reciente es The Nameless (El sin nombre)— han sido nominadas para los mismos premios, y además es un soberbio compilador. Vive en Inglaterra con su esposa Jenny y una cada vez más numerosa familia, y se luce tanto más cuanto más tétrico es. —¿Será la última sesión? —preguntó Bent. Cerré su expediente encima de mi escritorio y miré al hombre para detectar impaciencia o súplica, pero sus ojos se habían llenado de puesta de sol tanto como de sangre. Estaba atento al gato que había al otro lado de la ventana; el animal aguardaba agazapado en el balcón mientras el capullo de araña, un blando trozo de mármol blanco en un rincón del cristal, bullía con la actividad de un agitado nacimiento. Bent se agarró a mi escritorio y miró ferozmente al gato, que había avanzado poco a poco por el balcón desde el despacho contiguo. —Va a matarlas, ¿no es cierto? —preguntó Bent—. ¿Cómo puede tener esa sangre fría? —Siente atracción por las arañas —sugerí. Naturalmente, ya lo sabía. —Supongo que eso se relaciona con la carne cruda. —En realidad, sí. Sí, volviendo a su pregunta, ésta podría ser la última sesión. Quiero comentarle los datos que me facilitó sometido a hipnosis. —¿Lo de los ajos? —Los ajos, sí, y las cruces. Bent se sobresaltó y consiguió dominarse con una sonrisa. —Cuéntemelo, pues —dijo. —Por favor, siéntese un momento —rogué yo mientras bordeaba el escritorio para interponerme entre él y el gato—. ¿Cómo ha ido la jornada?—No he podido trabajar —murmuró—. Estaba despierto pero pensaba una y otra vez en el comedor de la empresa. Todas aquellas puercas riéndose y señalando. Tiene que deshacerse de eso. —Esté seguro, lo haré. —Lo devolveré a la cadena de producción antes de que se entere, pensé—. Aunque hay logros más importantes. —¡Pero todos me vieron! —exclamó—. ¡Ahora todo el mundo mirará! —Mi querido señor Bent…, no, Clive, ¿puedo llamarle Clive?… Debe recordar, Clive, que todos los días, en los comedores, se piden platos más raros que carne cruda. Siempre puede explicar que es para curar una resaca. —¿Cuando ni siquiera yo sé el porqué? No quiero esa carne —dijo con vehemencia—. Yo no la quería. —Bien, al menos ha venido a verme. Quizá podamos encontrar una alternativa a la carne cruda. —Sí, sí —repuso esperanzado. Aguardé, contemplando mientras tanto las paredes de mi despacho, alisadas por la pintura color verde claro. Por un momento me sentí encerrado en la obsesión de Bent, y tuve que hacer una pausa para recordar el porqué. Al bajar la vista descubrí que la estilográfica que sostenía en mi mano estaba trazando apresuradas cruces en el papel secante, y rápidamente puse éste del revés. Durante un instante temí una recaída. —Tiéndase —sugerí—, si ello le hace sentirse cómodo. —Trataré de no dormirme —dijo, y en tono más esperanzado añadió—: Casi es de noche. En cuanto estuvo tumbado en el sofá bajó la vista hacia sus manos apoyadas en el pecho. Descubiertas, se separaron rápidamente. —Relájese tanto como pueda —dije—, no se preocupe de cómo lo hace. Y vi que sus manos, poco a poco, se unían cómodamente sobre su pecho. Las mangas le apretaban a la altura de los codos, y él se incorporó para sacarse la chaqueta. Se había quitado el sombrero al entrar en el despacho, aunque con la amplia ala negra del mismo, más los guantes y el alto cuello había desviado la picadura del sol de su encogida carne. Yo acababa de forzar a su cuerpo a salir de la negrura y su mente seguía el ejemplo, tanteaba tímidamente desde las defensas que la habían rodeado. —¡Vale! —exclamó como si estuviéramos jugando al escondite. Me situé entre el sofá y la ventana para ver sus expresiones. —Muy bien, Clive —dije—. La última vez me habló de un restaurante donde sus padres habían sostenido una discusión. ¿Recuerda? Su semblante se agitó como agua agitada. Pero detrás de sus párpados había silencio. —Hábleme de sus padres —dije por fin. —Pero si ya lo sabe —dijo su comprimida cara—. Mi padre era bueno conmigo. Hasta que se hartó de las discusiones. —¿Y su madre? —¡Ella no lo dejaba en paz! —exclamó cegadoramene su cara—. Tantas biblias que ella sabía que él no quería, para decirle que debía acompañarla a la iglesia, sabiendo que a él le daba miedo… —Pero no había nada que temer, ¿no es cierto? —Nada. Usted lo sabe. —Pues ya lo ve, él era un hombre débil. Recuerde eso. Bien, ¿por qué se pelearon en el restaurante? —No lo sé, no puedo recordarlo. ¡Dígalo usted! ¿Por qué no lo dice usted? —Porque es importante que lo diga usted. Como mínimo recuerda el restaurante. Adelante, Clive. ¿Qué había encima de su cabeza? —Arañas de luces —dijo en tono de fatiga. Una franja de sol poniente se alzaba junto a sus ojos. —¿Qué otras cosas ve? —Esas cubiteras con botellas dentro. —¿No ve bien? —No, hay poca luz. Velas… Su voz permaneció paralizada. —¡Ahora ve, Clive! ¿Por qué? —¡Llamas! Ll… ¡Las llamas del infierno! —Usted no cree en el infierno, Clive. Me lo dijo cuando estaba hipnotizado. Probemos de nuevo. ¿Llamas? —Estaban…, dentro de ellas había… ¡la cara de un hombre, fundiéndose! Yo vi que se acercaba, pero nadie estaba mirando… —¿Por qué no miraban? Su temblorosa cabeza se apretó al sofá. —¡Porque venía hacia mí! —No, Clive, en absoluto. Porque ellos sabían qué era. Pero él no quería hablar. Aguardé, mirando hacia la ventana para que él tuviera que reclamar mi atención. Las diminutas arañas se agitaban como inquieto caviar. —Bien, explíquese —dijo esquivamente, con voz triste. —Hay una docena de restaurantes donde podría ver a su hombre en llamas, en cualquiera de ellos. Ahora comienza a entender por qué ha dado la espalda a cualquier cosa que sus padres consideraban natural. ¿Cuántos años tenía entonces? —Nueve. —¿Lo ve claramente? —Ya sabe que no comprendo estas cosas. ¡Ayúdeme! ¡Para eso le pago! —Estoy ayudándole, y casi hemos llegado al final. Todavía no ha empezado a comer. —No quiero. —Claro que quiere. —¡No! No… —No… Al otro lado de la ventana, sobre el fondo de un cielo salpicado por rayas de tigre, el gato se puso tenso para saltar. —¡No cuando mi padre no puede! —musitó roncamente Bent. —¡Siga, siga, Clive! ¿Por qué no puede él? —Porque no le sirven la carne como a él le gusta. —¿Y su madre? ¿Qué hace ella? —Está riéndose. Dice que ella comerá de todas formas. Está mirando a mi padre cuando traen…, oh… Su cabeza se movió a tirones. —¿Sí? —Carne… —¿Sí? —¡Ga! ¡Ga! —Podía ser un sollozo, o que estaba atragantándose—. ¡Ajo! — exclamó, y tembló. —¿Su padre? ¿Qué hace él? —Está levantándose. ¡Siéntate! ¡No! Ella repite todo, que es sacrílego comer carne… Él, oh, arranca el mantel de la mesa, todo cae encima de mí, todo el mundo mira, ella le pega, él la coge por el pelo, ella le muerde y luego chilla, él sonríe, ¡él está sonriendo, lo odio! Bent se estremeció y se desplomó en las tinieblas. —Abra los ojos —dije. Se abrieron mucho, confiados, protegidos por el crepúsculo. —Permítame explicarle qué veo yo —dije. —Creo que comprendo algunas cosas —musitó. —Sólo escuche. ¿Por qué tiene miedo de los ajos y las cruces? Porque su madre destrozó a su padre con esas cosas. ¿Por qué quiere y sin embargo no quiere carne cruda? Para ser como su padre, que usted sabía perfectamente era un hombre débil, para ser más fuerte que el hombre que acabó destrozado. Pero ahora sabe que él era débil, sabe que usted es más fuerte. Más fuerte que las mujeres que se burlan de usted porque saben que usted es fuerte. Y si usted conserva el gusto por la carne con mucha sangre, hay locales que se la servirán. ¿La luz del sol que usted teme? Eso es el hombre en llamas, que a usted le aterrorizaba porque creía que su padre estaba condenado a ir al infierno. —Lo sé —dijo Bent—. Sólo era un camarero que estaba asando carne. Encendí la lámpara del escritorio. —Exacto. ¿Se siente mejor? Tal vez estaba palpando su mente para comprobar si había algo roto. —Sí, creo que sí —dijo por fin. —Se sentirá mejor. ¿No es cierto? —Sí. —Sin vacilación. Correcto. Pero, Clive, no quiero que tenga dudas en cuanto salga de este despacho. Aguarde un momento. —Saqué mi billetero—. Le doy una tarjeta de un club del centro, el Club del Sol. Diga que va de parte mía. Descubrirá que muchos miembros del club han pasado por una experiencia similar a la de usted. Eso le resultará provechoso. —De acuerdo —dijo mientras miraba la tarjeta con la frente arrugada. —Prométame que irá. —Iré —prometió—. Usted sabe más que yo. Se abotonó el abrigo. —¿Piensa quedarse con el sombrero? No, no lo conserve. Tírelo a la basura — dijo jactanciosamente. Se volvió cuando estaba en la puerta y miró algo situado detrás de mí—. Nunca me ha explicado para qué tiene esas arañas. —Ah, ¿ésas? Simplemente un poco de sangre. Observé la oscilación de su cabeza mientras bajaba los nueve tramos de escalera. Tal vez acabara durmiendo durante la noche y saliendo de día, pero los retoques importantes estaban hechos: Bent había emprendido el camino de aceptar lo que era. Una vez más agradecí la existencia de turnos de noche. Volví al escritorio y puse en orden el expediente de Clive Bent. Más tarde podía pasarme por el Club del Sol, para familiarizarme con Bent y otras caras. Luego, durante un momento, sentí un temor irritante. Bent podía toparse con Mullen en el club. Mullen era otro que había recurrido a mí para que lo curara, sin saber que la única cura era la muerte. Al recordar que Mullen había partido hacia Grecia meses antes, me tranquilicé…,ya que había aliviado los temores de Mullen con la misma historia, la carne cruda y los ajos, los padres discutiendo de la Biblia… De hecho las cosas no habían sucedido así (mi madre provocó el alboroto en la mesa del comedor y había una cruz) pero yo estaba ya más familiarizado con la versión práctica. El gato arañó la ventana. Al acercarme a él, los ojos del animal quedaron reducidos a oscuras rendijas, y su cuerpo se tensó. Aguardé y abrí bruscamente la ventana. El gato maulló y cayó. Nueve pisos: difícil sobrevivir, aun tratándose de un gato. Contemplé las luces de la ciudad, las luces que se apiñaban hacia el negro horizonte. Y las menudas arañas, rojas e inquietas, flotaron en sus hilos lejos de la ventana, para retroceder después y posarse suavemente, igual que una lluvia de sangre, en mi cara. Entre los muertos GARDNER DOZOIS y JACK DANN Los horrores inherentes a este tema son muy obvios. Pensar que sería posible aumentarlos mediante una pincelada de Fantasía Siniestra y el reconocimiento de lo que un ser humano puede hacer (y hará) cuando se le ofrece la oportunidad precisa en el momento adecuado, no es simplemente añadir ácido a la quemadura. Éste es un relato de terror en todo el sentido de la palabra. Gardner Dozois vive en Filadelfia, es autor de la aclamada novela Strangers (Extraños) y ha compilado, tanto con Jack Dann como por su cuenta, la flor y nata de las antologías editadas en la última década. Jack Dann vive en Binghamton, Nueva York, y es autor de obras tan apreciadas como Junction (Empalme) y Timetripping (Viaje en el tiempo). Escribe con poca frecuencia, pero con una fuerza tan suave como la de un martillo. Bruckman descubrió que Wernecke era un vampiro cuando ambos fueron a la cantera aquella mañana. Estaba agachado para coger una gran piedra cuando creyó oír algo en la hondonada cercana. Miró alrededor y vio a Wernecke inclinado sobre un Musselmann , un muerto viviente, otro hombre que no había podido soportar la terrible realidad del campo de concentración. —¿Necesitas ayuda? —preguntó Bruckman en voz baja. Wernecke alzó la cabeza, sorprendido, y se tapó la boca con la mano, como si indicara a Bruckman que guardase silencio. Pero Bruckman estaba convencido de haber visto manchas de sangre en la boca de Wernecke. —El Musselmann , ¿está vivo? —Wernecke había arriesgado su vida a menudo para salvar a algún prisionero. Pero ¿arriesgar la vida por un Musselmann ? —. ¿Qué pasa? —Fuera. De acuerdo, pensó Bruckman. Mejor dejarlo en paz. El hombre estaba pálido, quizás tenía tifus. Los guardianes lo trataban con gran dureza, y Wernecke era el prisionero de más edad de la cuadrilla. Que se sentara un momento y descansara. Pero ¿y esa sangre?… —¡Eh, tú! ¿Qué estás haciendo? —gritó a Bruckman uno de los jóvenes guardianes de las SS. Bruckman cogió la piedra y, como si no hubiera oído al nazi, se alejó de la hondonada, caminando hacia el oxidado carretón situado en los carriles que llevaban a la valla de alambre de púas del campo. Intentaría desviar la atención del guardián. Pero éste le gritó que se detuviera. —Descansando un poco, ¿eh? —preguntó, y Bruckman se puso tenso, preparado para recibir una paliza. Aquel guardián era nuevo, iba pulcramente vestido, sin una mancha…, y era una incógnita. Se acercó a la hondonada y vio a Wernecke y al Musselmann . —Ajá, así que tú amigo está cuidando enfermos. Hizo un gesto para que Bruckman lo siguiera a la hondonada. Bruckman había hecho lo imperdonable: metido en un lío a Wernecke. Maldijo en silencio. Llevaba en aquel campo de concentración el tiempo suficiente para saber tener la boca cerrada. El guardián dio una violenta patada en las costillas de Wernecke. —Quiero que pongas al Musselmann en el carretón. ¡Venga! Dio otra patada a Wernecke, como si acabara de pensar en hacerlo. El prisionero gimió, pero se puso en pie. —Ayúdalo a llevar al Musselmann al carretón —dijo el guardián a Bruckman. Después sonrió y trazó un círculo en el aire: el símbolo del humo, el humo que brotaba de las altas chimeneas situadas detrás de ellos. Aquel Musselmann estaría en el horno al cabo de una hora y sus cenizas pronto flotarían en el ardiente y viciado aire, igual que si fueran las partículas de su alma. Wernecke dio una patada al Musselmann y el guardián rió entre dientes antes de hacer un gesto a otro miembro de las SS que estaba observando y retroceder un par de metros. Se detuvo con las manos en las caderas. —Vamos, muerto, levántate o vas a morir en el horno —susurró Wernecke mientras se esforzaba en poner en pie al caído. Bruckman ayudó al tambaleante Musselmann , que gemía débilmente. Wernecke le dio un bofetón. —¿Quieres vivir, Musselmann ? ¿Quieres volver a ver a tu familia, notar el tacto de una mujer, oler a hierba después de segarla? Pues muévete. El Musselmann arrastró los pies entre Wernecke y Bruckman. —Estás muerto, ¿eh, Musselmann ? —lo provocó Bruckman—. Tan muerto como tu padre y tu madre, tan muerto como tu cariñosa esposa, si es que alguna vez tuviste una, ¿no? ¡Muerto! El Musselmann gimió y sacudió la cabeza. —No está muerta, mi mujer… —Ah, habla —dijo Wernecke, en voz lo bastante alta para que la oyera el guardián que caminaba un paso detrás de ellos—. ¿Tienes nombre, cadáver? —Josef, y no soy un Musselmann . —El cadáver dice que está vivo —comentó Wernecke, de nuevo en voz alta para que el nazi lo oyera. Luego, en un susurro, añadió—: Josef, si no eres un Musselmann , debes trabajar ahora, ¿lo entiendes? Josef tropezó y Bruckman lo agarró. —No lo toques —dijo Wernecke—. Que camine él solo hasta el carretón. —Al carretón no —tartamudeó Josef—. La muerte no, no… —Entonces agáchate y coge piedras, demuestra al cerdo del guardián que puedes trabajar. —No puedo. Estoy enfermo, soy… —¡Un Musselmann ! Josef se agachó, cayó de rodillas, pero cogió una piedra y se levantó con ella en la mano. —Ya lo ve —dijo Wernecke al nazi—, aún no está muerto. Todavía puede trabajar. —Te he ordenado que lo lleves al carretón, ¿no es cierto? —dijo el guardián, malhumorado. —Demuéstrale que puedes trabajar —dijo Wernecke a Josef—, o seguramente vas a ser humo. Y Josef se alejó de Wernecke y Bruckman dando tumbos, inclinado como si fuera detrás de la piedra que sostenía. —¡Cogedlo! —gritó el guardián. Pero su atención se vio desviada de Josef por otros prisioneros que, intuyendo complicaciones, estaban congregándose en las cercanías. Otro guardián se puso a chillar y a dar patadas a los hombres más cercanos, y el nuevo lo ayudó. De momento, se había olvidado de Josef. —Pongámonos a trabajar, no sea que venga otra vez —dijo Wernecke. —Siento haber… Wernecke se rió e hizo un agitado gesto con la mano: humo ascendiendo. —Todo es azar, amigo mío. Suerte. —De nuevo la risa—. Ha sido un pecado venial —y su semblante pareció oscurecerse—. Pero no lo hagas otra vez, no sea que piense que tú eres gafe. —Carl, ¿te encuentras bien? —preguntó Bruckman—. He visto sangre cuando… —¿Te sangran las llagas de los pies por la mañana? —repuso Wernecke, enojado. Bruckman asintió, sintiéndose estúpido y turbado. —Lo mismo pasa con mis encías. Y ahora vete, desgraciado, y déjame vivir. Se separaron y Bruckman intentó hacerse invisible, intentó imaginar que estaba dentro de las rocas, la tierra y la arena, en el aire asfixiante. Solía jugar a eso cuando era niño. Cerraba los ojos y, puesto que él no veía a nadie, fingía que nadie podía verlo. Y así era nuevamente. Fingir que los guardianes no podían verlo era una forma de sobrevivir tan buena como cualquiera. Debía otras excusas a Wernecke, otras disculpas que no podía pedir. No debía haber preguntado por la enfermedad de Wernecke. Daba mala suerte hablar de esas cosas. Así se lo había dicho Wernecke cuando él, Bruckman, llegó a los barracones. De no haber sido por Carl, que había compartido su comida con él, podía haberse convertido en un Musselmann . O estar muerto, que era lo mismo. El día era supurantemente caluroso, y tanto vigilantes como prisionerostosían. El aire estaba viciado, el sol era una mancha en el turbio y amarillento cielo. Todos los colores eran ilógicos: las cenizas de los hornos alteraban la luz, y los hombres iban asfixiándose poco a poco con los restos de amigos, esposas y padres muertos. Los guardianes estaban reunidos tranquilamente, hablaban en voz baja, observaban a los prisioneros, y se percibía una perversa libertad…, como si vigilantes y presos no mantuvieran ya la misma relación, como si todos fueran partes de la misma carnosa máquina. Al atardecer, los vigilantes interrumpieron la hipnosis de coger, gruñir y sudar y formaron en filas a los prisioneros. Volvieron al campo a través de los campos, junto a las vías férreas, la valla electrificada y las torres cónicas y cruzaron la entrada principal. Bruckman trató de anular un peligroso recuerdo extraviado de su esposa. La recordó como en una alucinación: ella estaba en sus brazos. El vagón apestaba a sudor, heces y orina, pero Bruckman había estado tanto tiempo allí que ya se había acostumbrado al olor. Miriam estaba durmiendo. De pronto descubrió que estaba muerta. Mientras chillaba, los olores del vagón abrumaron a Bruckman, los olores de la muerte. Wernecke le tocó el brazo, como si comprendiera, como si pudiera ver a través de los ojos de Bruckman. Y éste sabía qué estaban diciendo los ojos de Wernecke: «Otro día. Estamos vivos. Contra viento y marea. Hemos vencido a la muerte». Josef caminaba junto a ellos, pero continuaba tambaleándose mientras se deslizaba de nuevo hacia la muerte, mientras se transformaba en un Musselmann . Wernecke lo ayudaba a marchar, lo empujaba. —Deberíamos dejar morir a este hombre —dijo a Bruckman. Bruckman se limitó a asentir, pero notó que un escalofrío recorría su sudorosa espalda. Estaba viendo de nuevo la cara de Wernecke como la había visto un instante por la mañana. Manchada de sangre. Sí, pensó Bruckman, deberíamos dejar morir al Musselmann . Todos deberíamos estar muertos… Wernecke sirvió el agua tibia con trozos de nabo que flotaban encima, el líquido que pasaba por sopa para los prisioneros. Todos se hallaban sentados o arrodillados en las toscas tablas del suelo, ya que no había sillas. Bruckman tomó su ración, contó sorbos y bocados, hizo un esfuerzo para demorarse. Más tarde daría un mordisquito al pan que guardaba en el bolsillo. Siempre guardaba un bocado de comida para más tarde. En el mundo sin fin del campo de concentración había aprendido a ofrecerse cosas deseables. Mejor soñar con pan que perderse en el presente. Ése era el sino de los Musselmänner . Pero siempre soñaba con comida. El hambre le acompañaba todos los instantes del día y de la noche. Los momentos que pasaba comiendo realmente eran en cierto sentido los más difíciles, porque nunca había suficiente para satisfacerle. Notaba el gusto de algo blando en su paladar, y al cabo de un instante la sensación desaparecía. El vacío adoptaba forma de dolor: comer dolía. Por comida, pensó, habría matado a su padre, o a su mujer. Que Dios lo perdonara, y miró a Wernecke… Wernecke, que había compartido el pan con él, que había muerto un poco para que él pudiera vivir. «Es mejor persona que yo», pensó Bruckman. Había oscuridad en los barracones. Una simple bombilla colgaba del techo y formaba nítidas sombras en los cavernosos dormitorios. Dos hileras de tablas de metro y medio de anchura ocupaban tres lados del barracón, estantes de madera donde los presos dormían sin mantas ni colchones. En lo alto de la pared norte había una ventana de rejilla que dejaba pasar la austera luz de los focos klieg . En el exterior, las luces convertían el terreno en una cadavérica imitación del día; sólo dentro de los barracones era de noche. —¿Sabéis qué noche es hoy, amigos míos? —preguntó Wernecke. Se hallaba sentado en el fondo del barracón con Josef, que hora tras hora recuperaba su condición de Musselmann . La cara de Wernecke tenía un aspecto hueco, contraído a la luz de la ventana y la bombilla. Sus ojos estaban hundidos y en su alargada cara profundas arrugas aparecían desde la nariz hasta las comisuras de los finos labios. Su cabello era negro, y mucho menos abundante que cuando Bruckman conoció al prisionero. Era un hombre muy alto, de casi metro noventa de estatura, y ello lo hacía sobresalir entre un gentío, detalle peligroso en un campo de concentración. Pero Wernecke tenía métodos secretos para confundirse entre el gentío, para volverse invisible. —No, dinos qué noche es hoy —dijo Bohme, el viejo loco. Que hombres como Bohme sobrevivieran era un milagro o, como pensaba Bruckman, la confirmación de que existían hombres como Wernecke, que de alguna forma encontraban fuerzas para ayudar a vivir a los demás. —Es Pascua —dijo Wernecke. —¿Cómo lo sabe? —murmuró alguien, pero poco importaba cómo lo sabía Wernecke, porque él lo sabía…, aunque en realidad no fuera Pascua en el calendario. En los pobremente iluminados barracones, era Pascua, la fiesta de la libertad, el momento de dar gracias. —Pero ¿cómo podemos celebrar Pascua sin un seder ? —preguntó Bohme—. Ni siquiera tenemos matzoh —se lamentó. —Tampoco tenemos velas, ni una copa de plata para Elías, ni el hueso de pierna, ni haroset …, y tampoco celebraría yo el rito con el traif que los nazis tienen la generosidad de darnos —replicó Wernecke, sonriente—. Pero podemos rezar, ¿no? Y cuando salgamos de aquí, cuando estemos en nuestros hogares el año que viene si Dios quiere, entonces comeremos doble: dos afikomens , una botella de vino para Elías y los haggadahs que nuestros padres y los padres de nuestros padres usaron. Era Pascua. —Isadore, ¿recuerdas las cuatro preguntas? —preguntó Wernecke a Bruckman. Y Bruckman oyó su propia voz. Volvía a tener doce años y se hallaba en la mesa alargada junto a su padre, que ocupaba el lugar de honor. Sentarse al lado de su padre era un honor de por sí. «¿En qué se diferencia esta noche de las demás? Las demás noches comemos pan y matzoh . ¿Por qué esta noche sólo comemos matzoh ?». —M’a nisht’ana balylah hareah … El sueño no acudió a Bruckman esa noche, aunque estaba tan cansado que se sentía como si la médula de sus huesos estuviera borrada y sustituida con plomo. Yacía en la penumbra, notando el dolor de sus músculos, notando la ácida mordedura del hambre. Normalmente estaba tan aturdido por el cansancio que podía vaciar su mente, cerrarse y caer con rapidez en el olvido, pero no esa noche. Esa noche estaba percibiendo cosas de nuevo, el ambiente calaba en él otra vez, de un modo desconocido desde su llegada al campo. El calor era sofocante y el aire estaba cargado de hedores, de muerte, sudor y fiebre, de rancia orina y seca sangre. Los que dormían se agitaban y revolvían, como si pelearan con el sueño, y mientras dormían, muchos hablaban, murmuraban o chillaban. Vivían otras vidas en sueños, condensadísimas vidas soñadas rápidamente, porque pronto amanecería y una vez sucediera eso iban a mandarlos al infierno. Apretujado entre ellos, con durmientes apelotonados por todas partes, Bruckman pensó de pronto que aquellos pálidos cadáveres estaban muertos ya, que estaba durmiendo en una tumba. De repente vio de nuevo el vagón. Y su esposa, Miriam, estaba muerta otra vez, muerta, pudriéndose y no iban a enterrarla… Resueltamente, Bruckman vació su mente. Se encontraba desasosegado y tembloroso, y pensó si volvería a presentarse el tifus, pero no podía permitirse esa preocupación. Los que no dormían no podían sobrevivir. «Regula tu respiración, esfuérzate en relajar los músculos, no pienses. No pienses». Por alguna razón inexplicable, pese a lograr anular incluso el recuerdo de su fallecida esposa, Bruckman no pudo librarse de una imagen, la sangre en los labios de Wernecke. Había otras imágenes mezcladas con ésa, los brazos alzados y la cara levantada hacia arriba de Wernecke mientras él dirigía los rezos, el pálido y tenso rostro del tambaleante Musselmann , Wernecke levantando la cabeza, sobresaltado, mientras se hallaba inclinado sobre Josef… Pero losfebriles pensamientos de Bruckman volvieron a la sangre, y vio una y otra vez en la susurrante y fétida oscuridad: el acuoso lustre de la sangre en los labios de Wernecke, el embreado goteo de la sangre en las comisuras de sus labios, igual que un gusanillo escarlata… En ese momento una sombra pasó por delante de la ventana, negramente perfilada un momento en el áspero resplandor blanco, y Bruckman dedujo por la altura y el extraño encorvamiento de la sombra que se trataba de Wernecke. ¿Adónde iba? A veces un prisionero era incapaz de aguardar la mañana, cuando los alemanes les permitían hacer una nueva visita a la trinchera utilizada como letrina, e iba avergonzado a un rincón apartado para orinar en la pared, pero Wernecke era demasiado veterano para hacer eso… Casi todos los prisioneros dormían en las tablas, en especial en las noches frías, que pasaban apiñados para darse calor. Pero algunas veces, en tiempo caluroso, algunos se apartaban de las maderas y dormían en el suelo. El mismo Bruckman había pensado hacerlo, ya que los inquietos cuerpos de los durmientes que le rodeaban aumentaban sus dificultades para dormir. Tal vez Wernecke, que siempre tenía problemas para acomodarse en los atestados huecos, estaba buscando un sitio donde tumbarse y estirar las piernas… En ese momento Bruckman recordó que Josef se había dormido en el rincón del barracón donde Wernecke había estado sentado para rezar, y que los demás lo habían dejado allí, solo. Sin saber por qué, Bruckman se encontró de pie. Tan silenciosamente como el fantasma en el que a veces creía estar transformándose, caminó por el barracón en la misma dirección seguida por Wernecke, sin comprender qué hacía ni por qué lo hacía. El rostro del Musselmann , Josef, parecía flotar ante sus ojos. Le dolían los pies y sabía, sin necesidad de mirarlos, que estaban sangrando, dejando tenues rastros detrás de él. En ese rincón había menos luz, al estar lejos de la ventana, pero Bruckman sabía que debía de encontrarse ya cerca de la pared, y se detuvo para que sus ojos se amoldaran a la casi oscuridad. En cuanto su vista se adaptó a la menor iluminación, Bruckman vio a Josef sentado en el suelo, apoyado en la pared. Wernecke estaba inclinado sobre el Musselmann . Besándolo. Una mano de Josef estaba enredada en el cada vez más escaso cabello de Wernecke. Antes de que Bruckman pudiera reaccionar (sabía que esa clase de incidentes había ocurrido un par de veces anteriormente, pero le asombró enormemente que Wernecke estuviera implicado en tal indecencia) Josef soltó el cabello de Wernecke. El brazo levantado cayó fláccidamente a un lado, y la mano chocó con el suelo con un golpe apagado pero fuerte que necesariamente debía de ser doloroso…, pero Josef no emitió sonido alguno. Wernecke se incorporó y dio media vuelta. La luz más intensa que entraba por la elevada ventana iluminó momentáneamente su cara mientras se levantaba. La boca de Wernecke estaba manchada de sangre. —¡Dios mío! —exclamó Bruckman. Sobresaltado, Wernecke se asustó. Después dio dos rápidas zancadas y agarró por el brazo a Bruckman. —¡Silencio! —musitó. Sus dedos eran fríos y duros. En ese momento, como si el brusco movimiento de Wernecke fuera una señal, el cuerpo de Josef se deslizó hacia el suelo pegado a la pared. Mientras los otros dos observaban, fugazmente atraídos por la visión, Josef cayó al suelo y su cabeza golpeó las tablas del piso con el mismo ruido que podría haber producido un melón. No hizo gesto alguno para evitar la caída o proteger su cabeza, y en ese momento yacía inmóvil. —Dios mío —repitió Bruckman. —Silencio, ya te lo explicaré —dijo Wernecke, con los labios aún lustrosos a causa de la sangre del Musselmann —. ¿Quieres perdernos a todos? Por el amor de Dios, guarda silencio. Pero Bruckman se había soltado bruscamente de la mano de Wernecke y se hallaba arrodillado junto a Josef, inclinado sobre él igual que el otro prisionero unos momentos antes. Apoyó la palma de su mano en el pecho de Josef, sólo un instante, luego le tocó un lado del cuello. Bruckman alzó la vista lentamente hacia Wernecke. —Está muerto —dijo, en voz más baja. Wernecke se acuclilló al otro lado del cadáver de Josef, y el resto de la conversación tuvo lugar en murmullos muy cerca del pecho del fallecido, como amigos que conversan junto al lecho de otro amigo enfermo que por fin se ha entregado a un espasmódico sueño. —Sí, está muerto —dijo Wernecke—. Estaba muerto ayer, ¿no? Hoy simplemente ha dejado de andar. Sus ojos quedaban ocultos en las más pronunciadas sombras próximas al suelo, pero aún quedaba luz suficiente para que Bruckman viera que su compañero se había limpiado los labios de sangre. O se los había relamido, pensó Bruckman, y sintió que se apoderaba de él un espasmo de asco. —Pero tú… —balbuceó Bruckman—. Tú… estabas… —¿Chupando su sangre? —repuso Wernecke—. Sí, he chupado su sangre. La mente de Bruckman estaba aturdida. No podía enfrentarse a eso, no podía comprenderlo. —Pero ¿por qué, Eduard? ¿Por qué? —Para vivir, naturalmente. ¿Cuál es el objetivo de todos los que estamos aquí? Si quiero vivir, necesito sangre. Sin sangre, me arriesgaría a una muerte aún más segura que la que nos ofrecen los nazis. Bruckman abrió y cerró la boca, pero ningún sonido brotó de ella, como si las palabras que deseaba pronunciar estuvieran tan melladas que no pudieran pasar por la garganta. —¿Un vampiro? —logró gruñir por fin—. ¿Eres un vampiro? ¿Igual que en las leyendas antiguas? —Los hombres me llamarían así —dijo tranquilamente Wernecke. Hizo una pausa y asintió—. Sí, así me llamarían los hombres… Como si pudieran comprender algo simplemente asignándole un nombre. —Pero, Eduard —contestó débilmente Bruckman, casi de mal humor—. El Musselmann … —Recuerda que Josef era un Musselmann —dijo Wernecke. Inclinó el cuerpo hacia delante y habló con más brusquedad—. Se había quedado sin fuerzas, estaba hundiéndose. De todas formas, habría estado muerto por la mañana. Le he cogido algo que ya no necesitaba, pero que yo necesitaba para vivir. ¿Qué importancia tiene eso? Hombres muertos de hambre en botes salvavidas han comido los cuerpos de sus compañeros muertos para sobrevivir. Lo que yo he hecho ¿es peor que eso? —Pero él no estaba muerto. Lo has matado tú… Wernecke guardó silencio unos instantes. —¿Qué otra cosa mejor podía haber hecho por él? —dijo por fin, en voz muy baja—. No pienso disculparme por lo que he hecho, Isadore. Hago todo lo que puedo para vivir. Normalmente sólo quito un poco de sangre a unos cuantos hombres, la suficiente para sobrevivir. Y eso no es justo, ¿eh? ¿No he dado comida a los demás, para ayudarlos a vivir? ¿A ti, Isadore? Sólo en contadas ocasiones cojo más que un mínimo a un solo hombre, aunque siempre estoy débil y hambriento, créeme. Y jamás he arrebatado la vida a una persona que deseara vivir. Al contrario, he ayudado a muchos a luchar por la supervivencia, con todos los medios a mi disposición, y tú lo sabes. Extendió el brazo como si quisiera tocar a Bruckman, pero lo pensó mejor y volvió a poner la mano en su rodilla. Sacudió la cabeza. —Pero estos Musselmänner , los que han renunciado a la vida, los muertos vivientes… Para ellos es un favor quitársela, darles el solaz de la muerte. ¿Te atreves sinceramente a negar eso, aquí? ¿Te atreves a decir que es mejor para ellos ir por ahí muertos, sufriendo los golpes y abusos de los nazis hasta que su cuerpo no aguanta más, y entonces los echan al horno y los queman como si fueran basura? ¿Te atreves a decir eso? ¿Dirían ellos eso, si comprendieran su situación? ¿O me darían las gracias? De pronto Wernecke se incorporó, y Bruckman hizo lo propio. Cuando la cara del primero quedó de nuevo a la luz, Bruckman vio que aquellos ojos estaban llenos de lágrimas. —Tú has vivido soportando a los nazis —dijo Wernecke—. ¿Te atreves a llamarme monstruo? ¿No sigo siendo judío, a pesar de todo? ¿No estoy aquí, en un campo de concentración? ¿No soy también un perseguido, tan perseguido como cualquiera?¿No corro tanto peligro como el que más? Si no soy judío, díselo a los nazis…, ellos parecen creer lo contrario. —Hizo una pausa, sonrió amargamente—. Y olvida tus supersticiosas leyendas. No soy un espíritu nocturno. Si pudiera convertirme en murciélago y volar lejos de aquí, lo habría hecho hace tiempo, créeme. Bruckman sonrió mientras pensaba en ello, después hizo una mueca. Los dos hombres evitaron mirarse, Bruckman observó el suelo, y se produjo un tenso silencio, interrumpido únicamente por los suspiros y gemidos de los hombres que dormían en el lado opuesto del barracón. —¿Y él? —dijo Bruckman sin alzar la vista, aceptando tácitamente la derrota —. Los nazis encontrarán el cadáver y habrá problemas… —No te preocupes —repuso Wernecke—. No hay señales obvias. Y nadie hace autopsias en un campo de concentración. Para los nazis, Josef será un simple judío más que ha muerto a consecuencia del calor, de hambre, enfermo, por un fallo cardiaco. Bruckman levantó la cabeza en ese momento y ambos hombres se miraron a la cara un instante. Aun sabiendo lo que sabía, le resultaba difícil ver a Wernecke como una persona distinta de la que aparentaba ser: un judío envejecido y cada vez más calvo, encorvado y delgado, de ojos tristes y rostro fatigado y penoso. —Bien, Isadore —dijo por fin Wernecke, con suma naturalidad—. Mi vida está en tus manos. No cometeré la grosería de recordarte cuántas veces la tuya ha estado en las mías. Y se fue, volvió a las tablas de dormir, una sombra que no tardó en perderse entre otras sombras. Bruckman permaneció solitario en la penumbra durante largo rato, y luego imitó a su compañero. Fue precisa toda su fuerza de voluntad para no observar por encima del hombro el rincón donde yacía Josef, y aun así Bruckman imaginó que los ojos del muerto le miraban con reproche mientras se alejaba, mientras dejaba a Josef en la fría y apartada compañía de los muertos. Bruckman no concilio el sueño esa noche, y por la mañana, cuando los nazis destrozaron la grisácea quietud que precedía al alba al irrumpir en el barracón con gritos, agudos silbidos y ladridos de perros policía, se sintió como si tuviera mil años. Los hicieron formar en dos columnas, todos temblando con el desapacible viento matutino, y partieron hacia la cantera. La pegajosa niebla del amanecer aún no se había disipado y Bruckman, mientras la recorría, mientras atravesaba el blanco vacío sin sombras, se sintió más que nunca igual que un fantasma, suspendido incorpóreamente en una especie de limbo entre el cielo y la tierra. Sólo la picadura de piedras y escorias en sus llagados y sangrantes pies lo mantenía anclado al mundo, y él se aferró al dolor como si fuera un cabo salvavidas, y se esforzó en librarse de la sensación de aterimiento e irrealidad. Por más extraños, por más extravagantes que hubieran sido los hechos de la pasada noche, eran reales. Dudar de ellos, pensar que todo había sido un febril sueño provocado por el hambre y el agotamiento equivalía a dar el primer paso para convertirse en un Musselmann . «Wernecke es un vampiro», pensó Bruckman. Ésa era la cruel, dura realidad que, del mismo modo que la realidad del campo de concentración, había que afrontar. ¿Acaso era una realidad más surrealista, más increíble que la pesadilla que rodeaba a los prisioneros? Debía olvidar los cuentos que su vieja abuela le había contado, las «leyendas supersticiosas» a que se había referido el mismo Wernecke, relatos sólo en parte recordados que fundían sus rodillas en cuanto pensaba en la sangre untada en la boca de Wernecke, en cuanto pensaba en los ojos de su compañero observándole en la oscuridad… —¡Despierta, judío! —refunfuñó el vigilante que marchaba junto a él al mismo tiempo que le golpeaba suavemente el brazo con la culata del fusil. Bruckman se tambaleó, logró conservar el equilibrio y siguió marchando. «Sí, despierta», pensó. «Amóldate a la realidad del caso, tal como te amoldaste a la realidad del campo». Se trataba tan sólo de otro hecho desagradable al que tendría que adaptarse, debía aprender a soportarlo… Soportarlo, ¿cómo?, pensó, y se estremeció. Cuando llegaron a la cantera, la niebla se estaba disipando, remolineaba junto a los presos fragmentada y deshilachada, y comenzaba ya a hacer calor. Allí estaba Wernecke, con su casi calva cabeza brillando débilmente con la áspera luz matutina. No desaparecía con la luz del sol, una leyenda supersticiosa refutada… Se pusieron a trabajar como golems, como una muchedumbre de mecanismos de relojería. La falta de sueño había agotado las escasas reservas de fuerza que poseía Bruckman, y el trabajo fue muy duro para él ese día. Hacía tiempo que había aprendido todos los trucos, sabía aprovechar las oportunidades, sabía «equivocarse» en el momento oportuno, conocía los métodos seguros para obtener breves momentos de reposo, los métodos para efectuar un mínimo de trabajo con la máxima ostentación de esfuerzo, los métodos para evitar atraer la atención de los guardianes, para esfumarse entre el anónimo gentío de prisioneros y no destacar…, pero ese día su cabeza estaba confusa y atontada, y ningún truco dio resultado. Su cuerpo le parecía una hoja de vidrio, frágil, a punto de convertirse en polvo, y la penosa y artrítica lentitud de sus movimientos le sirvió para ganarse gritos, primero, y golpes después. El vigilante le dio dos patadas por añadidura antes de que pudiera levantarse. De nuevo en pie tras enormes esfuerzos, Bruckman vio que Wernecke estaba mirándole, la cara vaga, los ojos inexpresivos, una mirada que podía significar cualquier cosa. Bruckman notó la sangre que goteaba en las comisuras de sus labios y pensó, la sangre…, está mirando la sangre…, y una vez más se estremeció. Bruckman hizo un esfuerzo para trabajar con más celeridad, y aunque sus músculos ardían de dolor, no volvieron a golpearle y el día pasó. Cuando formaron para regresar al campo, Bruckman, casi de modo inconsciente, se aseguró de no estar en la columna de Wernecke. Esa noche, en el barracón, Bruckman vio que Wernecke hablaba con otros hombres, se esforzaba en ayudar a un novato a adaptarse a la espantosa realidad del campo, animaba a alguien sumido en la desesperación a vivir para escupir a sus verdugos, bromeaba con otros veteranos usando las frases insulsas, siniestras y amargas que pasaban por humor entre los prisioneros, arrancaba una tenue sonrisa e incluso de vez en cuando alguna carcajada. Y finalmente Wernecke dirigió las oraciones de todos, alzó su fuerte y calmada voz para pronunciar otra vez las antiguas palabras y darles nuevamente significado… «Nos mantiene unidos», pensó Bruckman, «nos mantiene en pie. Sin él no duraríamos una semana. Eso debe valer un poco de sangre, un poco de todos los hombres, tan poco que ni duele… Los prisioneros no le escatimarían eso, si lo sabían y si lo entendían realmente… No, él es una buena persona, mejor que todos nosotros, a pesar de su terrible mal». Bruckman había evitado la mirada de Wernecke, no había hablado con él en todo el día, y de pronto notó una oleada de vergüenza que recorría su cuerpo al pensar con qué vileza había tratado a su amigo. Sí, su amigo a pesar de todo, el hombre que le había salvado la vida… De forma deliberada, miró a Wernecke, bajó y subió la cabeza y, con cierta timidez, sonrió. Al cabo de un momento Wernecke le devolvió la sonrisa y Bruckman sintió un calorcillo cada vez mayor y el alivio desencogió sus entrañas. Todo iba a ir bien, tan bien como podía ir allí… Sin embargo, en cuanto la iluminación interior se apagó esa noche y Bruckman se encontró acostado solo en la oscuridad, empezó a hormiguearle la piel. Un instante antes había sido incapaz de mantener los ojos abiertos, pero tras la repentina oscuridad se sintió tenso y palpitantemente despierto. ¿Dónde estaba Wernecke? ¿Qué estaba haciendo, a quién estaba visitando esa noche? ¿Se hallaba en la oscuridad en ese mismo momento, arrastrándose, acercándose poco a poco…? «Basta», pensó Bruckman, inquieto, «olvida las leyendas supersticiosas.Se trata de tu amigo, un buen hombre, no un monstruo…». Pero no consiguió dominar el miedo que erizaba el vello de sus brazos, no pudo evitar que siguieran apareciendo espeluznantes imágenes… Los ojos de Wernecke, chispeando en la oscuridad… ¿Brillaba ya la sangre en los labios de Wernecke, mientras la chupaba…? El recuerdo de la sangre que manchaba los amarillentos dientes de su compañero dejó a Bruckman frío y nauseoso. Pero la imagen que no consiguió apartar de su mente esa noche fue la de Josef en el momento de desplomarse tan débil y siniestramente, en el momento de golpearse la cabeza en el suelo… Bruckman había visto morir de formas más horrendas durante su estancia en el campo de concentración, había visto fusilamientos, palizas mortales, fiebre alta y espasmos agónicos, casos de pulmonía con los enfermos escupiendo con la tos sangrientos jirones de pulmón, había visto prisioneros colgando como carbonizados espantapájaros en las vallas electrificadas, desgarrados por los perros… Pero por alguna razón era la blanda, pasiva, casi reposada caída de Josef hacia la muerte la única que le turbaba. Eso, y la repugnante flojedad de los brazos de Josef, repantigado igual que un inservible muñeco de trapo, con el pálido y demacrado rostro brillando lleno de reproches en la oscuridad… Como no podía soportarlo más, Bruckman se levantó temblorosamente y se alejó entre las sombras, de nuevo sin saber adónde iba o qué hacía, pero arrastrado por un vago instinto que ni él mismo comprendía. En esta ocasión avanzó con gran cautela, a tientas y esforzándose en no hacer ruido, esperando ver en cualquier momento la sombra negra como el carbón de Wernecke alzada ante él. Se detuvo, ya que un tenue sonido raspaba sus orejas, continuó avanzando, con más cautela todavía, se agachó, casi se arrastró por el mugriento suelo. El instinto que lo guiaba, fuera cual fuese (¿sonidos oídos e interpretados de forma subliminal, quizá?) había elegido perfectamente el momento de su llegada. Wernecke tenía un hombre tumbado en el suelo, tal vez un prisionero que había arrastrado entre la apretujada masa de hombres que dormían en las tablas, alguien del borde exterior de cuerpos cuya presencia no iba a ser echada de menos, o quizás alguien que había decidido dormir en el suelo, en busca de soledad o más comodidad. Fuera quien fuese, el desconocido se debatía entre las manos de Wernecke, pero éste lo dominaba con facilidad, casi con indiferencia, de un modo que denotaba gran fuerza física. Bruckman oyó los esfuerzos que hacía la víctima para chillar, pero Wernecke lo aferraba por el cuello, prácticamente estaba estrangulándolo, y el único sonido audible era un sibilante jadeo. El desconocido se agitaba entre las manos de Wernecke igual que una cometa en manos de un niño, una cometa flotando con el viento. Y con deliberados movimientos, Wernecke calmó al desgraciado como si fuera una cometa, lo apretó, lo dejó liso en el suelo. Wernecke se agachó y acercó los labios a la garganta de la víctima. Bruckman contempló la escena horrorizado, sabiendo que debía gritar, chillar, hacer algo para despertar al resto de prisioneros, pero incapaz de actuar, incapaz de abrir la boca, de forzar sus pulmones. El miedo lo paralizaba, como a un conejo en presencia de un animal de presa, un terror más agudo e intenso que todos los terrores que había experimentado. La resistencia de la víctima fue debilitándose, y seguramente Wernecke debía de haber aflojado la estranguladora presión de su mano, ya que el otro hombre estaba diciendo algo en voz apagada y confusa. —No hagas eso…, por favor…, no… El desconocido había estado golpeando la espalda y los costados de Wernecke, pero en ese momento el ritmo del tamborileo se hizo más lento…, más lento…, y cesó. Los brazos del desgraciado cayeron fláccidamente al suelo. —No lo hagas… —musitó. Gimió y murmuró palabras incomprensibles durante algunos segundos más y finalmente enmudeció. El silencio se prolongó uno, dos, tres minutos, y Wernecke continuó inclinado sobre su víctima, que ya había dejado de moverse… Wernecke se estremeció, como dominado por un escalofrío, igual que un gato desperezándose. Se levantó. Su rostro quedó iluminado por la luz que entraba por la ventana, y allí estaba la sangre, brillantemente negra a la áspera luz de los focos klieg . Bajo la atenta mirada de Bruckman, Wernecke se relamió: su lengua, también negra a causa de la especial iluminación, se deslizó como si fuera una sinuosa serpiente por los labios, con movimientos bruscos, sin desaprovechar una sola gota de sangre… «Qué aspecto tan presumido tiene», pensó Bruckman, «igual que un gato que ha descubierto la leche…». Y la cólera que llameó en su interior al pensar en eso le permitió actuar y recuperar el habla. —Wernecke —dijo roncamente. Wernecke miró tranquilamente en dirección a él. —¿Otra vez tú, Isadore? —preguntó—. ¿No duermes nunca? —Hablaba con pereza, con ironía, sin reflejar sorpresa, y Bruckman pensó que su compañero debía de haber reparado en su presencia desde hacía rato—. ¿O simplemente disfrutas mirándome? —Mentiras —contestó Bruckman—. Todo lo que dijiste era mentira. ¿Por qué te tomaste esa molestia? —Estabas excitado —dijo Wernecke—. Me sorprendiste. Me pareció preferible explicarte lo que tú querías oír. Si quedabas satisfecho era una fácil solución al problema. —«Jamás he arrebatado la vida a una persona que deseara vivir» —repuso amargamente Bruckman, parodiando a su compañero—. «Sólo quito un poco de sangre a unos cuantos hombres». ¡Dios mió, y yo te creí! ¡Hasta sentí pena por ti! Wernecke hizo un gesto de indiferencia. —Casi todo era cierto. Normalmente sólo quito un poco a unos cuantos hombres, con suavidad, con cuidado, de forma que nunca se enteran, de forma que por la mañana sólo estén un poco más débiles que lo que de todos modos estarían… —¿Como con Josef? —contestó Bruckman, iracundo—. ¿Como el pobre diablo que mataste ayer por la noche? Wernecke continuó mostrando indiferencia. —He tenido poco cuidado las últimas noches, lo admito. Pero me hace falta reponer fuerzas. —Sus ojos chispearon en la oscuridad—. Las cosas están tocando a su fin aquí. ¿No lo notas, Isadore, no te das cuenta? La guerra acabará pronto, todo el mundo lo sabe. Antes de eso, abandonarán este campo, y los nazis nos trasladarán al interior… o nos matarán. Aquí me he debilitado, y pronto necesitaré todas mis fuerzas para sobrevivir, para aprovechar la primera posibilidad de fuga que se presente. Debo estar preparado. Y por eso he accedido a volver a beber mucho, a saciarme por primera vez en muchos meses… Wernecke se relamió, quizá de forma inconsciente, y esbozó una suave sonrisa. —No aprecias mi comedimiento, Isadore —prosiguió—. No comprendes cuán difícil ha sido para mí contenerme, coger sólo un poco noche tras noche. No comprendes cuánto me ha costado ese comedimiento… —Eres muy generoso —se burló Bruckman. Wernecke rió. —No, pero soy un hombre racional. Me enorgullezco de serlo. Vosotros, los demás prisioneros erais mi única fuente de alimento, y he tenido que actuar con mucho tacto para asegurarme de que duraríais. No tengo acceso a los nazis, al fin y al cabo. Estoy atrapado aquí, tan preso como tú, aunque creas otra cosa…, y no sólo he tenido que buscar formas de supervivencia en el campo, ¡también he tenido que procurarme alimento! Ningún pastor ha vigilado su rebaño con tanta ternura como yo. —¿Eso éramos para ti, ovejas? ¿Animales que acabarán sacrificados? Wernecke sonrió. —Exactamente. —Eres peor que los nazis —dijo Bruckman en cuanto logró dominar en parte su voz. —Me cuesta creerlo —repuso tranquilamente Wernecke, y por un momento reflejó cansancio, como si algo inimaginablemente viejo e indeciblemente fatigado se hubiera asomado por sus ojos—. Este campo de concentración lo construyeron los nazis…, no es obra mía. Los nazis nos mandaron aquí, no yo. Los nazis han intentado mataros todos los días desde entonces, de una forma u otra…, y yo me he esforzado en manteneros convida, incluso corriendo riesgos. Nadie está más interesado en la supervivencia de su ganado que el propio ganadero, aunque de vez en cuando sacrifique un animal inferior. Os he dado comida… —¡Comida que no te servía para nada! ¡No has sacrificado nada! —Eso es cierto, desde luego. Pero tú la necesitabas, recuérdalo. Fueran cuales fuesen los motivos, te he ayudado a sobrevivir aquí…, a ti y a otros muchos. Haciendo eso también actuaba por interés personal, desde luego, pero después de haber sufrido la experiencia de este campo, ¿cómo se puede creer en cosas como el altruismo? ¿Qué importancia tiene la razón que me indujo a ayudar…? A pesar de todo, te ayudé, ¿no es cierto? —¡Sofisterías! —dijo Bruckman—. ¡Racionalizaciones! Juegas con las palabras para justificarte, pero no puedes ocultar lo que eres en realidad: ¡un monstruo! Wernecke sonrió levemente, como si las palabras de Bruckman lo divirtieran, e hizo ademán de alejarse, pero el otro preso alzó un brazo para impedírselo. No se tocaron, mas Wernecke se quedó inmóvil, y una nueva y estremecedora clase de tensión cobró repentinamente existencia en el aire que los separaba. —Yo te pararé los pies —dijo Bruckman—. Te pararé los pies de alguna manera, evitaré que cometas estos actos horribles… —Tú no harás nada —repuso Wernecke. Su voz era ronca, fría y categórica, como si una roca hablara—. ¿Qué puedes hacer? ¿Informar a los otros? ¿Quién te creería? Pensarían que te has vuelto loco. ¿Hablar con los nazis, pues? —Wernecke rió ásperamente—. También pensarían que te has vuelto loco, y te llevarían al hospital…, y no es preciso que te diga cuáles son las posibilidades de salir de allí con vida, ¿eh? No, no harás nada. Wernecke dio un paso al frente. Sus ojos eran brillantes, inexpresivos y duros, como hielo, como los despiadados ojos de un ave de presa, y Bruckman sintió que una morbosa oleada de miedo interrumpía su cólera. Se apartó, se echó hacia atrás de modo involuntario, y Wernecke pasó junto a él y aparentemente lo rozó sin tocarlo. Una vez superado el obstáculo, Wernecke se volvió para mirar fijamente a Bruckman, y éste tuvo que recurrir a la poca obstinación que conservaba para no apartar la mirada de los ojos de su compañero, duros como ágata. —Tú eres el animal más fuerte e inteligente, Isadore —dijo Wernecke en tono sosegado, natural, casi como si meditara—. Me has sido útil. Todos los pastores necesitan un buen perro ovejero. Yo sigo necesitándote, para que me ayudes a controlar a los demás, y para que me ayudes a mantenerlos de pie el tiempo preciso para satisfacer mis necesidades. Ése es el motivo de que haya perdido tanto tiempo contigo, en vez de matarte el primer día. —Se alzó de hombros—. Así pues, seamos racionales. Tú no te metes conmigo, Isadore, y yo te dejaré en paz. Permaneceremos apartados y nos preocuparemos de nuestros asuntos respectivos. ¿Sí? —Los otros… —balbuceó Bruckman. —Deben cuidarse ellos mismos —dijo Wernecke. Esbozó una sonrisa con un ligero y casi invisible movimiento de sus labios—. ¿No te he enseñado eso, Isadore? Aquí todos debemos cuidar de nosotros mismos. ¿Qué importa lo que pueda pasarle a otro? Dentro de pocas semanas casi todos estarán muertos de todas maneras. —Eres un monstruo —repuso Bruckman. —No soy muy distinto a ti, Isadore. El fuerte sobrevive, sea cual sea el precio. —No me parezco en nada a ti —dijo Bruckman, con odio. —¿No? —inquirió Wernecke, con ironía, y se alejó. Dio unos pasos, cojeó, se agachó y se esfumó en las sombras, convirtiéndose de nuevo en el inofensivo y viejo judío. Bruckman permaneció inmóvil un momento. Luego, con pasos lentos y de mala gana, se acercó al rincón donde yacía la víctima de Wernecke. Era uno de los recién llegados con los que Wernecke había hablado por la tarde. Y naturalmente estaba bien muerto. Vergüenza y culpabilidad se apoderaron de Bruckman en ese momento, unas emociones que creía haber olvidado, unas emociones oscuras, intensas y amargas que lo agarraron por el cuello del mismo modo que Wernecke había agarrado al novato. Bruckman no recordaba haber vuelto a su tabla de dormir, pero de pronto se encontró allí, echado de espalda y contemplando la sofocante oscuridad, rodeado por la gimiente, inquieta y maloliente masa de durmientes. Había cruzado las manos sobre su cuello para protegerse, aunque no recordaba haberlas puesto allí, y temblaba convulsivamente. ¿Cuántas mañanas había despertado con un vago dolor en el cuello y pensado que era simplemente un dolor más, uno más de los dolores musculares que todos los prisioneros acababan considerando como algo natural? ¿Cuántas noches se había aprovechado Wernecke de él para alimentarse? Nada más cerrar los ojos, Bruckman vio la cara de Wernecke flotando en la luminosa oscuridad que había detrás de sus párpados…, Wernecke con los ojos entrecerrados, semblante vulpino, cruel y saciado…, la cara de Wernecke acercándose y acercándose, sus ojos abriéndose como un negro pozo, sus labios esbozando una sonrisa y dejando al descubierto los dientes…, los labios de Wernecke, pegajosos y enrojecidos por la sangre…, y luego creyó notar el húmedo tacto de los labios de Wernecke en su cuello, los dientes de Wernecke mordiendo su carne, y los ojos de Bruckman se abrieron bruscamente. Estaban contemplando oscuridad. Allí no había nada. Nada, y sin embargo…, Bruckman veía las mismas escenas en cuanto cerraba los ojos. El amanecer era una oscura y grisácea inminencia en la ventana del barracón antes de que Bruckman pudiera apartarse del cuello sus protectores brazos, y de nuevo no había pegado ojo. El trabajo de ese día fue una pesadilla de dolor y agotamiento para Bruckman, la jornada más dura que había conocido desde los primeros días en el campo. Sin saber cómo logró levantarse, consiguió tambalearse hasta el patio y recorrer el camino de la cantera, y pensó flotar sobre el suelo, como si su cabeza fuera un globo hinchado y los pies estuvieran a mil kilómetros, al final de unos tallos, al final de unas piernas sin huesos que apenas podía controlar. Cayó dos veces, y le dieron varias patadas antes de que lograra ponerse en pie y lanzarse hacia delante como un borracho. El sol se hallaba ante los prisioneros, un cruel disco rojo en un enfermizo cielo amarillento, y Bruckman pensó que era un ojo vidrioso y sin párpados que contemplaba con indiferencia el mundo, para ver a los prisioneros agitándose, luchando y muriendo, igual que el ojo de un científico mientras observa un laberinto de laboratorio. Veía el disco del sol mientras se tambaleaba hacia él; parecía oscilar y rielar paso tras penoso paso, parecía crecer, hincharse, inflarse casi hasta engullir el cielo… Luego se encontró levantando una roca, gimiendo a causa del esfuerzo, notando que la irregular piedra le desgarraba las manos… La realidad iba deslizándose, apartándose poco a poco de Bruckman. Durante largos períodos el mundo estaba vacío, y el preso regresaba lentamente a su cuerpo como si recorriera una gran distancia. Oía su voz diciendo palabras incomprensibles para él, lloraba absurdamente, gruñía de un modo ronco, animalesco, y descubría que su cuerpo estaba trabajando mecánicamente, que se agachaba, recogía y llevaba piedras sin querer hacerlo… «Un Musselmann », pensó Bruckman, «estoy convirtiéndome en un Musselmann »…, y un escalofrío de espanto recorrió su cuerpo. Pugnó por aferrarse al mundo, temeroso de que la próxima vez que se escabullera no fuera capaz de regresar, se golpeó deliberadamente las manos en las rocas, se hirió, despejó su cabeza con dolor. El mundo se estabilizó alrededor de Bruckman. Un guardián lo reprendió con rudos gritos y le dio un golpe con la culata del fusil, y Bruckman se esforzó en trabajar con más rapidez, aunque sin poder reprimir mudos sollozos por el dolor que le producían sus movimientos. Notó que Wernecke estaba mirándole, y le devolvió la mirada, desafiante, mientras las amargas lágrimas continuaban surcando sus sucias mejillas. «No me convertiré en un Musselmann para ti, no te facilitarélas cosas, no seré otra víctima indefensa para ti…». Wernecke sostuvo su mirada un momento, luego hizo un gesto de indiferencia y se alejó. Bruckman se agachó para coger otra piedra, los músculos de su espalda crujieron y el dolor le traspasó como cuchillos. ¿Qué estaba pensando Wernecke, qué ocultaba tras la vaguedad de su inexpresivo semblante? ¿Habría captado debilidad, habría señalado a Bruckman como su próxima víctima? ¿Le desilusionaba, le turbaba la fuerza de voluntad de Bruckman para sobrevivir? ¿Concentraría por ello su atención en otro prisionero? Pasó la mañana, y Bruckman se sintió nuevamente febril. Notó la fiebre en su cara, la fiebre que era como ardiente arena en sus ojos, la fiebre que le tensaba la piel en los pómulos, y se preguntó cuánto tiempo podría mantenerse en pie. Vacilar, debilitarse e insensibilizarse equivalía a una muerte segura. Si los nazis no lo mataban, Wernecke se encargaría de hacerlo… Wernecke no estaba cerca en ese momento, se hallaba en el otro extremo de la cantera, pero Bruckman pensaba que los crueles y pedernalinos ojos de su compañero le seguían a todas partes, flotaban alrededor de él, se desviaban un instante de la nuca de un soldado nazi, le observaban desde el descolorido lado metálico de un vagón, le escudriñaban desde diez ángulos distintos. Se agachó pesadamente en busca de otra roca, y tras levantarla del suelo descubrió los ojos de Wernecke debajo, mirándole sin pestañear en la mojada y pálida tierra… Por la tarde hubo grandes fulgores en el horizonte oriental, a lo largo de la interminable extensión de la estepa, destellos en rápida secuencia que iluminaron el cielo triste y grisáceo, sin ruidos. Los nazis se reunieron en un solo grupo, miraron hacia el este y conversaron en voz baja, olvidándose momentáneamente de los prisioneros. Bruckman reparó por vez primera en el aspecto de los guardianes durante los últimos días, todos ellos desaseados y sin afeitar, como si se hubieran cansado, como si nada les importara ya. Sus semblantes estaban tensos y preocupados, y más de uno parecía fascinado por los fuegos que brillaban en el lejano borde del mundo. Melnick dijo que sólo se trataba de una tormenta, pero el viejo Bohme afirmó que era una batalla de artillería, y que ello significaba que los rusos estaban avanzando, que pronto iban a liberarlos. Bohme se excitó tanto que se puso a chillar. —¡Los rusos! ¡Son los rusos! ¡Los rusos vienen a liberarnos! Dichstein y Melnick trataron de hacerlo callar, pero Bohme siguió brincando y chillando, bailando una grotesca jiga sin dejar de gritar y agitar los brazos…, hasta que atrajo la atención de los soldados. Enfurecidos, dos de ellos se abalanzaron sobre Bohme y le dieron una brutal paliza: lo golpearon con las culatas con desacostumbrada fuerza, lo derribaron y siguieron pegándole y pateándole en el suelo. Bohme se retorció como un gusano herido bajo las brutales botas. Seguramente habrían acabado con el infeliz allí mismo, pero Wernecke organizó una maniobra de distracción con otros prisioneros y, mientras los soldados se alejaban para ocuparse del nuevo alboroto, ayudó a Bohme a ponerse en pie y renquear hacia el otro extremo de la cantera, donde los demás presos lo taparon con sus cuerpos lo mejor que pudieron durante el resto de la tarde. Ciertos detalles, la forma como Wernecke había instado a levantarse a Bohme, cómo lo había ayudado a alejarse, cojo y dando tumbos, la protectora, posesiva curva de su brazo sobre los hombros del infeliz, indicaron a Bruckman que el vampiro había elegido su próxima víctima. Esa noche Bruckman vomitó la magra y rancia cena que les dieron; su estómago se crispó irremediablemente tras los primeros bocados. Temblando a causa del hambre, el agotamiento y la fiebre, se apoyó en la pared y observó los desvelos de Wernecke con Bohme. El vampiro lo atendió como si fuera un niño enfermo, le dijo palabras cariñosas, le limpió parte de la sangre que aún brotaba de las comisuras de sus labios, le obligó a tomar unos sorbos de sopa y finalmente dispuso que Bohme se acostara en el suelo lejos de las tablas para dormir, para que los demás no le dieran empujones… En cuanto la luz interior se apagó esa noche, Bruckman se levantó, recorrió el barracón rápidamente y sin vacilar y se tendió en las sombras cerca del lugar donde Bohme murmuraba, se retorcía y gemía. Tembloroso, Bruckman esperó en la oscuridad, percibiendo el intenso olor a tierra, aguardó la llegada de Wernecke… En su mano, mantenida cerca del pecho, había una afilada cuchara, con una punta fina e irregular, la cuchara que había robado y empezado a afilar en la prisión civil de Colonia, hacía tanto tiempo que casi no lo recordaba. La había frotado sin cesar contra la pétrea pared de su celda, todas las noches varias horas, y logró ocultarla en su cuerpo durante el viaje de pesadilla en el bochornoso furgón y los horribles primeros días en el campo de concentración. No comentó con nadie la existencia de la cuchara, ni siquiera con Wernecke durante los meses en que lo consideró casi como un santo. Mantuvo oculta su arma mucho tiempo después de que la posibilidad de fuga fuera tan remota como para no fantasear siquiera al respecto, y a partir de entonces la conservó más como vínculo tangible con la tierra de ilusión de su pasado que como herramienta que pensara realmente emplear. Había cuidado la cuchara casi como si fuera una reliquia sagrada, un resto del esfumado mundo que de no ser por eso podía suponer que jamás había existido… Y finalmente había llegado el momento de usarla. Bruckman se mostraba poco dispuesto a utilizarla, a mancharla con sangre de otro hombre… Acarició nerviosamente la cuchara, le dio vueltas y más vueltas. Era dura y lisa y estaba fría, y Bruckman la apretó con todas sus fuerzas, esforzándose en no percibir el suave temblor de sus manos. Tenía que matar a Wernecke… Náuseas y una extraña sensación de pánico abrumaron a Bruckman tras ese pensamiento, pero no tenía alternativa, no había otra solución… No podía continuar así, sus fuerzas estaban agotándose. Wernecke estaba matándolo, tan ciertamente como había matado a los otros, al impedirle conciliar el sueño… Y mientras Wernecke viviera, él nunca estaría a salvo, siempre existiría la posibilidad de que el vampiro atacara en cuanto bajara la guardia… ¿Iba a tener escrúpulos Wernecke para matarlo, si creía poder hacerlo con impunidad?… No, naturalmente que no… Si tenía ocasión, Wernecke acabaría con él sin pensarlo un momento… No, debía atacar él primero. Bruckman se humedeció los labios, muy nervioso. Esa misma noche. Tenía que matar a Wernecke esa misma noche… Hubo un susurro, un crujido: alguien estaba levantándose, separándose de la masa de hombres que dormían en una de las plataformas. Una umbría silueta cruzó el barracón en dirección a Bruckman, y éste se puso tenso, pasó el pulgar por la mellada punta de la cuchara, se preparó para levantarse, para atacar…, pero en el último instante la silueta varió de dirección y se dirigió tambaleante hacia otro rincón. Se oyó un ruido como de lluvia repiqueteando en un trapo. El desconocido se tambaleó un momento y acto seguido, muy despacio, volvió a su tabla arrastrando los pies, como si hubiera orinado su vida en la pared. No era Wernecke. Bruckman se acurrucó de nuevo en el suelo. Le pareció que el corazón hacía estremecer todo su consumido cuerpo con la fuerza de los latidos. Tenía la mano empapada de sudor. Se la secó en sus harapientos pantalones y aferró nuevamente la cuchara… Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Bruckman continuó esperando, se tendió en las duras tablas del piso y la tosca madera le arañó la piel y el polvo le obstruyó la garganta y la nariz. Se sintió igual que si hubiera muerto ya, un cadáver depositado en un basto ataúd de madera de pino, y la eternidad se amontonó sobre su pecho como pesados grumos de húmeda y negra tierra… Afuera resplandecían los focos, anulaban la noche, la prohibían. Pero en el interior de la barraca era de noche, ahí la nochesobrevivía, quizás fuera el único resto de noche en un planeta iluminado por luces de klieg , y los rayos de luz que se colaban por la ventana de rejilla sólo servían para realzar la oscuridad del ambiente, para aumentarla y hacerla más intensa por contraste… En la oscuridad nada cambiaba, nunca…, sólo había un calor sofocante, el peso de la eterna negrura, los inalterables segundos que no pasaban porque no había nada para diferenciar uno de otro… En numerosas ocasiones, mientras Bruckman aguardaba, sus ojos se fatigaban y cerraban poco a poco, pero se abrían de nuevo bruscamente, y miraban fijamente las sombras en busca de Wernecke. El sueño no podía dominarle ya, era un reino cerrado para él, un reino que lo expulsaba en cuanto intentaba entrar en él, del mismo modo que su estómago expulsaba el alimento introducido… Pensar en comida condujo a Bruckman a un más acusado estado de vigilancia, y continuó en la oscuridad, agazapado con su hambre, lo que le permitió olvidarse momentáneamente de cualquier otra cosa. Jamás había estado tan hambriento… Pensó en la comida que había desperdiciado horas antes, y tan sólo los últimos jirones de dominio de sus emociones le impidieron gemir audiblemente. Bohme gimió audiblemente en ese momento, como si el nerviosismo fuera contagioso. Bruckman miró a su compañero. —Anya —dijo el herido en tono claro y sosegado. Murmuró algo y luego, en voz un poco más alta, añadió—: Tseitel, ¿has puesto ya la mesa? Y Bruckman comprendió que Bohme no estaba ya en el campo de concentración, que Bohme había vuelto a su sencillo piso de Dusseldorf con su obesa mujer y sus cuatro saludables hijos, y sintió una punzada de envidia, envidia de Bohme, que había huido. En ese preciso instante Bruckman vio que Wernecke estaba allí mismo, al otro lado de Bohme. Bruckman no había visto movimiento alguno. Wernecke, al parecer, se había materializado lentamente en la oscuridad, átomo tras átomo, fragmento tras infinitesimal fragmento, hasta que en determinado momento su presencia tuvo la solidez suficiente para quedar registrada por el cerebro de Bruckman, de tal modo que lo que había sido una sombra se transformó brusca e inconfundiblemente en Wernecke aunque todavía conservara su apariencia de sombra. La boca de Bruckman quedó reseca a causa del terror, y casi creyó oír la voz de su fallecida abuela musitándole cosas al oído. Leyendas supersticiosas… Wernecke había dicho «No soy un espíritu nocturno». Sí, lo había dicho… Wernecke se hallaba casi al alcance de la mano. Estaba contemplando a Bohme. Su cara, iluminada por un polvoriento rayo de luz que entraba por la ventana, era fría y remota; tan sólo la total falta de expresión sugería el ardor que bullía y se agitaba detrás de la máscara. Poco a poco, con enorme calma, Wernecke se inclinó sobre el herido. —Anya —repitió Bohme, con cariño, y la boca de Wernecke se lanzó hacia su cuello. Que se alimente, dijo una fría y despiadada voz en la mente de Bruckman. Será más fácil sorprenderlo cuando esté casi harto, cuando esté absorto, cuando se sienta aletargado y pesado…, cuando esté lleno… Muy despacio, con infinito cuidado, Bruckman se preparó para saltar, sin dejar de ver, fascinado, cómo se alimentaba Wernecke. Oyó el ruido que éste hacía al succionar el jugo de Bohme, como si el necio viejo no tuviera sangre suficiente para saciarlo, como si no hubiera bastante sangre en todo el campo de concentración… O quizás en el mundo entero… Y Bohme redujo su débil forcejeo, se iba quedando más y más inmóvil… Bruckman se lanzó sobre Wernecke. Lo apuñaló dos veces en la espalda antes de que su peso hiciera caer a ambos. Hubo un momento de confusión, rodaron y lucharon, sin un solo ruido, y por fin Bruckman se encontró a horcajadas encima del vampiro, con la cara de éste vuelta hacia él. Le hundió el arma en el cuerpo otra vez, y el impacto le hizo vibrar el brazo hasta el hombro. Wernecke no chilló. Tenía los ojos vidriosos, pero miraba a Bruckman sabiendo quién era el atacante, con fría cólera, con amarga ironía y, curiosamente, con algo similar a resignación o alivio, casi con pena… Bruckman lo acuchilló una y otra vez, asestó los golpes con histérica fuerza, jadeante y bamboleándose encima de su víctima. Notó las salpicaduras de sangre en su cara, envuelta por el calor y el vapor que brotaban del desgarrado cuerpo de Wernecke igual que una asfixiante nube negra. Tosió y se atragantó al percibir el vapor que penetraba por sus poros y se introducía en la médula de sus huesos. Creyó que el mundo temblaba, bullía y cambiaba alrededor de él, como si de pronto viera gracias a otros ojos, como si hubiera nacido algo en su interior, y de repente notó el olor de la sangre de Wernecke, el cálido tufo orgánico, y se agachó para embeberse en aquel olor bruscamente irresistible, mejor que el aroma del pan recién hecho, mejor que cualquier cosa que recordaba, un olor rico, embriagador, intenso, inimaginable. Hubo un instante de asco y horror, y Bruckman tuvo tiempo para preguntarse desde cuándo la antiquísima perversión estaba pasando de hombre a hombre, hasta qué época del pasado se remontaba la cadena de vidas, cómo había sido atrapado el mismo Wernecke. Y finalmente sus resecos labios tocaron humedad, y Bruckman bebió, chupó con fuerza y voracidad, y su paladar se deleitó con el intenso y puro sabor cobrizo. El chino loco JOHN COYNE El arrepentimiento por cosas que hemos hecho y no debíamos hacer puede conducir, si no se afronta del modo correcto, a increíbles manifestaciones de golpes en el pecho y autocompasión. La sensación de culpabilidad, tanto si es justificada como si no, puede ser liberadora o destructiva. Ambas posibilidades pueden ser mortíferas si el objeto de nuestro arrepentimiento, racional o irracionalmente, no desea que logremos olvidar lo que hemos hecho. Se trata de un problema que no podríamos eludir aunque quisiéramos. En especial aunque quisiéramos eludirlo. John Coyne, uno de los escritores más doctos y de más talento del momento, es autor de novelas de gran éxito como The Piercing (La perforación), The Searing (El socarrado) y, más recientemente, Hobgoblin (Duende). Reside en Nueva York y su próxima novela llevará por título The Shroud (La mortaja). Después de haberlo hecho Pete se arrepintió de haber dicho algo al hombre, pero naturalmente ya era demasiado tarde. Estaban jugando a canicas en la base del tanque de agua cuando llegó el extranjero. —¡Eh, chico! —dijo Joe, el más robusto de los dos, tras volver la cabeza—. ¿Por qué no sonríes, porcelana china? Pete, el otro chico, más delgado y menos alto que el primer caddy , se echó a reír. Esa ocurrencia era muy divertida entre ellos. —¿Por qué siempre me llamas chino? —se extrañó el hombre—. Soy filipino. Antes de la guerra mis padres eran personas importantes. Al hablar, su menudo cuerpo tembló. Superaba los veinticinco años, aunque era difícil determinar la edad exacta ya que su cara tenía un aspecto juvenil y frágil, del color del cobre. Los dos chicos miraron al filipino. —Bien —dijo el mayor, riendo—, si eres un pez gordo en Filipinas, ¿por qué no vuelves a casa? Aquí eres un don nadie. El caddy tenía razón. El filipino era un don nadie. También trabajaba en el club, durante la temporada veraniega, cuando no tenía que ir a la universidad. Estaba en la cocina por las noches, lavando platos y limpiando el local. Los chicos lo habían visto muchas veces como ese día, andando solitario al atardecer. Siempre iba vestido de blanco, siempre caminaba muy despacio con las manos metidas en los bolsillos traseros, el semblante pasivo, la mirada gacha. Mientras los caddies seguían jugando, el filipino se acercó y estuvo contemplándolos un momento. —¿Qué es lo que te he hecho? —preguntó a Joe. El chico continuó jugando y respondió sin mirar al extranjero. —No has hecho nada. ¿Para qué haces preguntas tan tontas? —Porque tú quieres ofenderme, más que ningún otro caddy . —Estás loco —dijo Joe. Había fallado cuatro tiros sucesivos, y tras volver la cabezahacia el filipino añadió—: Vamos, porcelana china, déjame en paz. Me das mala suerte. —No soy chino. Soy filipino. Ahora explícame por qué me odias. —De acuerdo, porcelana china, te lo explicaré. Mi viejo quería tu trabajo, pero el director dijo, no, lo reservamos para nuestro pequeño filipino. Y ahora no tiene un jodido trabajo por culpa tuya. El filipino guardó silencio un momento. Permaneció inmóvil, con el cuerpo inclinado hacia delante, mirando el suelo, con las manos metidas en los bolsillos traseros. —¿Ésa es la razón? —dijo por fin. —¿Por qué no te quedas en tu jodido país? El filipino no replicó, pero siguió mirando al chico. Su expresión continuó pasiva. Sus ojos, pequeños y oscuros, se nublaron fugazmente con lágrimas. —Di a tu padre que puede quedarse con mi empleo —le dijo al caddy , casi en tono de disculpa—. Yo no lo quiero. Se apartó de los caddies y se alejó hacia el camino principal del campo de golf. Los caddies no hicieron comentarios hasta que se alejó lo suficiente para no poderlos oír. —Eh, Joe —preguntó el más joven—, ¿qué le pasa a ése? —¿Cómo narices quieres que lo sepa? De todas maneras, ese chino está loco. ¡Venga, juega! El filipino anduvo todo el trecho hasta el camino principal. Luego dio media vuelta y regresó, y empezó a trepar por el depósito de agua. Sólo en ese momento volvieron a prestarle atención los caddies . —¡Eh, porcelana china! ¿Qué haces? —preguntó Joe. Había dejado de jugar para mirar al filipino. El extranjero no respondió, siguió subiendo travesaño a travesaño. —¿Qué piensa hacer, Joe? —preguntó el caddy más joven. —¿Cómo narices quieres que lo sepa? —Y tras volverse hacia el filipino gritó —: ¡Eh, porcelana china, vas a matarte! —Seguro que se tira, Joe. ¡Seguro! —No digas más tonterías, ¿quieres? No se tirará. Vamos, juega. —No, quiero mirar. El chico se apartó de la base del tanque para ver mejor. El filipino había llegado al extremo superior de la pata y se introdujo por el pequeño agujero abierto en la plataforma que rodeaba el blanco depósito. Se incorporó en la plataforma y miró por la barandilla del tanque, a treinta metros de altura. Los caddies repararon en el brusco contraste entre la cara y las manos del extranjero, de color moreno, y su atuendo y el depósito, ambos blancos. El filipino paseó pausadamente alrededor del tanque y miró a lo lejos. —Ya te había dicho que sólo estaba curioseando. Vamos, volvamos a casa. —No iré a ninguna parte, Joe, hasta ver si se tira. —¿Qué importancia tiene para ti que un chino loco se tire o no se tire? No es amigo tuyo. —Va a suicidarse. —¿Qué narices te importa eso? El filipino había vuelto al lado delantero del depósito y estaba mirándolos. —¡Eh, porcelana china! —le gritó Joe—. ¿Qué piensas hacer? ¿Tirarte? El filipino no contestó. Estaba apoyado en la barandilla, con la cabeza levantada. Todo era blanco, las nubes, el tanque, su vestimenta. Su cara y sus manos, muy morenas, eran las únicas manchas oscuras del cuadro. Poco a poco pasó la pierna izquierda por encima de la barandilla, y luego, tras sentarse en ésta, hizo lo mismo con la otra pierna, de forma que los dos caddies vieron las colgantes piernas. —Te lo había dicho, Joe. ¡Va a tirarse! —exclamó Pete sin apartar los ojos del cuerpo colgado en la elevada barandilla—. ¡La culpa es tuya, Joe! ¡La maldita culpa es tuya! —¡Eso es una cochina mentira! —Lo llamaste porcelana china. —Igual que tú, igual que todos. No me eches la culpa a mí, tío. —Sí, pero tú fuiste el primero. Vamos, tenemos que llamar a alguien. —Alto. No vamos a pedir ayuda —respondió Joe—. Eso quiere el jodido chino. En cuanto nos vayamos, bajará. Nos despedirán si alguien viene corriendo aquí por nuestra culpa y el chino está vivo. ¡Ese jodido! —¿Eso crees, Joe? Joe no contestó, pero habló con el filipino. —¡Muy bien, porcelana china, salta! ¡Yo te cogeré! ¡Vamos! ¿Qué te pasa, porcelana china, tienes miedo? Extendió los brazos. En ese instante, mientras Joe extendía los brazos, el extranjero se tiró. El color oscuro y parte del blanco desaparecieron del cuadro, y el hombre cayó grácilmente, despacio, con piernas y brazos extendidos. Durante un momento ambos caddies permanecieron pasmados. Luego Pete se apartó corriendo. Era Joe el que no podía moverse. Con las manos extendidas, esperó la llegada de la blanca figura. Pero en el último instante Joe se apartó, porque le aterrorizaba verlo, y el cuerpo topó con el suelo, se alzó de nuevo por encima de la cabeza del caddy , cayó por segunda vez, se retorció un momento y quedó inmóvil. —¡Te dije que se tiraría! ¡Te lo dije! —chilló Pete. Joe contempló el cuerpo, vio el chorro de sangre que brotaba de la abierta boca del filipino, y corrió hacia él. —¿Por qué has saltado? —le gritó—. ¿Por qué te has tirado, chino loco? El filipino no respondió. Simplemente se puso en pie y trepó de nuevo por el depósito. Pete lanzó un chillido. Joe permaneció inmóvil, con los brazos desesperadamente extendidos. El filipino se tiró y Joe volvió a fallar. Hubo un tercer salto, y un cuarto, hasta que Pete se fue corriendo, porque no deseaba estar allí cuando por fin Joe cogiera al hombre. Bebés grávidos MICHAEL BISHOP Novela de amenaza terrorífica muy resumida Una de las hazañas más arduas cuando se escriben relatos horroríficos/terroríficos es obtener los resultados apetecidos y, al mismo tiempo, una sonrisa en el semblante del lector. En manos menos expertas que las de Bishop, existe la tendencia a que el lector acabe de leer sin darse cuenta de que está desangrándose. Unos momentos de reflexión, no obstante, suelen bastar para corregir la situación, en cuanto se comprende que lo juzgado curioso, o divertido, es otra cosa. Michael Bishop ha escrito, en Transfigurations (Transfiguraciones) y The White Otters of Childhood (Las blancas nutrias de la infancia), parte de la ciencia ficción más reveladora de los últimos veinte años. También ha exhibido su inclinación por lo macabro, con una destreza que humilla a gran parte de sus colegas. Carrion City, en el estado de Colorado, antaño bulliciosa población con yacimientos auríferos aferrada a una ventosa pradera en las montañas Sangre de Cristo, es en la actualidad una ruinosa sombra de lo que fue. Dos cafeterías, un almacén de piensos, un garaje, una tienda de ultramarinos, una escuela y tres o cuatro comercios para complacer al turismo de temporada proporcionan empleo a parte de los lugareños, pero el Hospital Helen Hidalgo Hutton (especializado en casos de Hebefrenia Licantrópica avanzada) ha impedido que Carrion City se convierta en otro pueblo fantasma más. Da trabajo a veintidós residentes del pueblo (casi una quinta parte de la población) y el impresionante edificio, similar a una cárcel, atrae enfermos y curiosos del mundo entero. A finales de 1981, por ejemplo, tres emigrados ex víctimas de la HL habían sanado de forma tan espectacular que se les autorizó a pasar las revisiones mensuales como pacientes externos; uno de ellos se desplazaba regularmente desde Silistra (Bulgaria). Otros doce enfermos viven en el hospital, recorren descalzos los embaldosados pasillos, se acurrucan todos juntos para dormir y, durante las tormentas o ventiscas, alzan sus espectrales voces en vibrante armonía con el viento. A pesar de que un importante funcionario estatal designado a raíz del triunfo electoral de Ronald Reagan insiste en que el personal del centro supera en número a los pacientes, el hospital resiste estos ataques políticos tan en boga por cuanto las aportaciones de ex pacientes (muchos de ellos titulados europeos de asombrosa longevidad y no poca opulencia) le permiten autofinanciarse casi por completo. Además, nadie, ni siquiera el muy pérfido partidario de Reagan, desea realmente acabar con la última raison d’être de Carrion City. Mary Smithson, Sylvester hasta el día de su matrimonio, trabaja en el turno de noche del hospital en calidad de directora de psiquiatras residentes, cargo al que llegó en sólo ocho años. Producto de la escuelade Carrion City, entre 1968 y 1972 Mary Sylvester estudió en una semiprestigiosa escuela de medicina y en un instituto psiquiátrico de Denver gracias a una beca concedida por la Fundación Benéfica Helen Hidalgo Hutton. Las condiciones de la beca exigían que ella compaginara sus estudios profesionales con una minuciosa inspección de las treinta y siete novelas publicadas por la señora Hutton, al ritmo aproximado de una por mes (sin contar veranos y períodos de exámenes antes de vacaciones). Posteriormente, como era de esperar, se exigió a Mary que trabajara en el hospital no menos de cuatro años y que dedicara su tiempo libre a promocionar activamente la obra de Hutton entre la ciudadanía culta del suroeste de los Estados Unidos. Esta última estipulación ni irritó ni desmoralizó a Mary, ya que con la excepción de Mi amigo Pecas (la historia de un perro sentimental) le gustaban todas las novelas de su fallecida benefactora, casi todas de estilo escalofriantemente gótico o aventuras románticas rebosantes de suspense . Sus favoritas, que leía una y otra vez, eran Rebecca Random Recuerda y Los lobos de las fuentes de West Elk . Aunque las condiciones de la beca fueron causa de que se graduara entre los diez últimos de su promoción, ningún estigma particular acompañó a este pobre resultado, como atestigua vívidamente su rápido y merecidísimo ascenso en el mismo hospital. Russell Smithson, esposo de Mary, es otro caso. Mary lo conoció en Denver, no en el instituto sino en una tétrica taberna de ambiente contracultural al abrigo de un ruidoso paso superior de ferrocarril. Aquel solitario joven se hallaba absorto en la lectura de un libro a la luz de las velas, indiferente al chabacano estruendo de un piano y los desafinados chillidos del barbudo músico que lo manoseaba. Aprovechando al máximo la nueva tolerancia entre personas, Mary tomó asiento ante la mesa del solitario. (El libro que tenía delante Russell resultó ser Love Story de Erich Segal. Mary llevaba ejemplares de Base patológica de la enfermedad y de la edición original — 1922— de La fidelidad de Fidelia Leal ). Muy pronto estas dos personas, que un momento antes no se conocían, estuvieron enzarzadas en animados debates sobre la guerra del sudeste asiático, el aborto, la legalización del porro, el desarme nuclear y la poesía de Rod McKuen. Puesto que discrepaban en casi todo, los dos acabaron echando chispas. El hecho de que Russell aspiraba a ser escritor dejó aturdida a Mary. Ello disculpaba no sólo los gustos del joven en cuanto a literatura contemporánea sino además su innata sensibilidad burguesa que parecía un eco de Calvin Coolidge. A modo de prueba, Mary le prestó La fidelidad de Fidelia Leal , el más apasionado opúsculo feminista en forma de novela de la señora Hutton (en realidad, el único). Cuando la pareja volvió a encontrarse una semana más tarde, Russell expresó un limitado pero indudablemente sincero respeto por la prosa y la destreza narrativa de la vieja señora. Ni siquiera el «desvarío sufragista y las fullerías» (su crítica más severa a la novela) le habían desconcertado. Estas novedades aliviaron y complacieron a Mary. Tres meses más tarde se casaron, y las fotografías de boda tomadas en el anfiteatro de Red Rocks muestran a la feliz pareja ataviada de pies a cabeza con cuero cosido a mano y collares indios. Hoy, en Carrion City, Russell es amo de casa. Tiffany, de dieciocho meses, cuya gestación y parto no apartó mucho tiempo a Mary de sus obligaciones como psiquiatra residente del hospital, ocupa gran parte del tiempo de Russell, en particular desde que la niña duerme durante el día, igual que Mary. Russell debe adaptarse al mismo horario o confiar en siestecillas e intersticiales cabezadas para purgar su organismo de los venenos del insomnio. Por la noche, mientras Mary trabaja y Tiffany da sus primeros pasos por la estucada casita de los Smithson, Russell prepara la receta especial a base de soja para la niña y planea la principal comida del día, que harán cuando casi el resto de la población de Carrion City se siente a desayunar. Este arreglo no disgusta a Russell por la expresiva razón de que así dispone de excusa (una excusa que no estuvo a su disposición entre 1972 y 1980) para la notable falta de éxito de su carrera literaria. Además, con ese horario está en su casa durmiendo cuando muchos habitantes de Carrion City se hallan maliciosamente en la calle, listos a saltar sobre el escritor, si topa con ellos, para hacerle infinidad de punzantes preguntas relacionadas con su perpetua falta de «trabajo lucrativo». Incluso los negligentes viejos y los pipiolos que pretenden ser buscadores de minas le han increpado en el almacén de piensos por su pereza, siendo como es un varón fuerte y sano. Tiffany, bendita sea, ha puesto fin a la insufrible furia de los lugareños. La niña ha mitigado la sensación de culpabilidad de Russell sin forzarle todavía a renunciar a sus últimas esperanzas literarias. La búsqueda de riquezas literarias no está totalmente reñida, a pesar de todo, con las mundanas responsabilidades de un amo de casa. Durante los ocho últimos meses Russell ha seguido un curso por correspondencia de la Escuela de Prósperos Colaboradores Anónimos, una sociedad de Baltimore (Maryland). (Los anuncios de este programa de estudios, que incluyen el respaldo de solicitadísimos mercenarios que han desvelado bajo otro nombre las vidas de celebridades de Hollywood y llevado a juicio a políticos y dechados de perfección adictos a las drogas, aparecen con regularidad intercalados en revistas femeninas y semanarios dedicados a los programas de televisión). Entre sus numerosos quehaceres domésticos Russell intercala como puede momentos que dedicar al estudio. Su lista de lecturas incluye las autobiografías de Benvenutto Cellini, Benjamin Franklin, Ulysses S. Grant, Vera Brittain y Malcolm X. Según los prospectos que recibió con el primer envío de tareas, lo esencial para ser un buen escritor anónimo es saber simular de modo convincente una autobiografía genuina. De hecho, su primera tarea como estudiante por correspondencia le exigió rehacer penosamente a mano tres capítulos de las Confesiones de Rousseau. Posteriormente tendrá que simular la personalidad, ideando el estilo conveniente para ello, de personajes populares tan diversos como Mickey Mouse, Mickey Spillane, David Stockman, Yogi Berra, Paul «Oso» Bryant, Anita Bryant, Ron Ely, Ronald McDonald y un largo etcétera. No es fácil. En dos o tres ocasiones Mary ha vuelto a casa y Russell había olvidado preparar la cena o cambiar el culero a Tiffany por culpa de un maniaco esfuerzo para terminar sus irritantes tareas. Puesto que comprende los motivos y las necesidades de su esposo, Mary no le regaña. Sin embargo, le duele descubrir que Russell es incapaz de algo más que plagiar el material de Rolling Stone o The National Enquirer cuando el plazo máximo de envío está a punto de cumplirse y uno de estos desdichados tabloides contiene información marginalmente utilizable para sus propósitos. Qué vulgar es Russell algunas veces. A decir verdad, sin embargo, la mente de Mary suele concentrarse en su trabajo. El personal del turno nocturno del Hospital Hutton tiene una responsabilidad sumamente onerosa. Como incluso los estudiosos accidentales de la enfermedad deben saber, las víctimas de la hebefrenia licantrópica, en especial en las últimas fases de la dolencia, se entregan de modo casi invariable a las más radicales transformaciones mágicas entre las doce de la noche y una hora antes del alba. Médicos, enfermeros, enfermeras y personal de custodia que trabajan en estas horas críticas deben enfrentarse con frecuencia en la realidad a ese espantoso aspecto de la HL que con tanta insistencia y falta de rigor explotan productores de cine, novelistas y publicaciones populares. Mary Smithson ha estado cara a cara con la realidad. En consecuencia, ella sabe que las víctimas del síndrome de Chaney (como a veces se denomina la enfermedad en los textos), del mismo modo que cualquierpersona propensa a ataques epilépticos o urticaria, poseen capacidad para vivir, satisfacción vocacional y desarrollo espiritual, igual que cualquier ser humano no afectado por esa dolencia. Las imágenes sensacionalistas de hombres y mujeres velludos, que babean como animales mientras trotan a cuatro patas bajo la luna llena o casi llena no reflejan la realidad de la enfermedad ni mejoran las previsiones para los infortunados que la padecen. Esas imágenes refuerzan prejuicios científicamente desacreditados y destruyen la dignidad de la víctima precisamente cuando una buena dosis de pundonor puede conducir a la recuperación total. A la inversa, una pobre imagen personal puede provocar una recaída irreversible en un estado licantrópico sin dimensión psicológica alguna. Los hombres lobo auténticos se crean, no nacen así, suele explicar Mary al personal médico que visita el centro, y los crea precisamente la codicia y la insensibilidad que abundan en la sociedad. Por otro lado, las manifestaciones hebefrénicas de la licantropía responden excepcionalmente bien al tratamiento profesional. Mary posee la prueba de esta observación en la persona de Amadeus Howell, un joven inglés internado en el hospital desde la fundación de éste. (El expediente archivado en las oficinas administrativas indica que Howell nació en Londres [Inglaterra] el 12 de agosto de 1914, pero con su disfraz humano, al que el paciente se aferra en la actualidad con animada tenacidad, sigue sin aparentar más de veinte años). Repentinas recaídas físicas, aproximadamente dos veces por mes, dan fe de la prolongada esclavitud del enfermo respecto a la enfermedad. Además, su conducta en períodos relativamente libres de lupinos cambios de forma continúa mostrando un rasgo frívolo o juvenil debido a la persistencia de la hebefrenia. No obstante, Mary confía en que sensatas dosis de azufre, asafétida (vulgarmente denominada excremento del diablo), ricino e hipericón (corazoncillo), junto con amistosos consejos nocturnos, pronto permitirán al joven Howell aprovechar el programa para pacientes externos del hospital. El hecho de que el enfermo haya dejado de formular preguntas tontas como: «¿Por qué no usa un tapón de botella a prueba de niños como anticonceptivo?», en favor de cuodlibetos tan formidables como: «¿De dónde procede el mal?», o «Si un solo niño inocente sufre, ¿no sería mejor que el mundo no existiera?», es juzgado por Mary como prueba irrefutable de una mejoría orientada hacia la liberación de Howell. Que él idee estos enigmas mientras huele el chicle pegado a la suela de su zapato o juegue una partida de Donkey Kong con el libro de matemáticas delante en el cuarto de estar del tercer piso, reflexiona Mary, resalta simplemente la urgencia de un arduo esfuerzo por parte del personal para exorcizar los últimos vestigios de su prolongada puerilidad. Pero están muy cerca del éxito. Mary casi paladea el inminente triunfo. En marzo, con la nieve posada como tarta helada en las torrecillas y almenas del hospital, Russell hace saber a Mary que la Escuela de Prósperos Colaboradores Anónimos desea dos capítulos de «la autobiografía de un personaje inolvidable» (le enseña esta frase en la hoja de tareas) a finales de abril. Los alumnos que no presenten un mínimo de diez mil palabras de material aceptable se arriesgan a no continuar estudios o pagar más por la enseñanza, probablemente lo segundo. Los Smithson no pueden permitirse otro aumento en los gastos de enseñanza de Russell. Su más reciente trabajo por correspondencia ha suscitado no sólo tumultuosas correcciones por parte de los tutores de Baltimore, sino además un diluvio de sarcasmo entre líneas. Russell intenta consolarse con el hecho de que los pasajes más alcanzados por estas críticas son los copiados palabra por palabra de los tabloides, pero su moral continúa hundiéndose y Mary teme por la estabilidad mental y emotiva de su marido. —¿Cómo voy a hacer esta tarea si hasta un simple ejercicio de dedos como asumir la personalidad de Alexander Haig me descompone? —quiere saber Russell. Un loup-garou , piensa Mary, incapaz de separar la molesta crisis de su esposo de sus consideraciones profesionales. Este pensamiento, a su vez, le hace recordar el caso y el semblante de Amadeus Howell. —¿Dónde voy a encontrar un personaje inolvidable cuya autobiografía pueda escribir como si fuera él? Y tras esta pregunta de Russell, Mary no puede menos que sugerir a su principal paciente como sujeto probable. Russell rezuma gratitud y entusiasmo aproximadamente a partes iguales. Igual que Studs Terkel, pretende grabar el testimonio de su elegido. Luego transcribirá a conciencia la vida de Asmadeus para enviarla inmediatamente a Baltimore. De nuevo, confiesa, su esposa le ha salvado de un fracaso casi cierto. —No es Asmadeus —replica Mary, nerviosa porque ya está arrepentida de haber hablado—. Es Amadeus. Las entrevistas en el hospital empiezan muy bien. Mientras Mary desvía abnegadamente sus energías hacia otros enfermos, Amadeus habla ante la grabadora de su esposo de forma alentadoramente detallada. Por desgracia, Mary ha olvidado explicar a Russell que Amadeus no sólo padece el síndrome de Chaney, sino además una variedad de alexitimia esporádica que a veces hace sumamente tediosa su narrativa verbal. Otras personas colorearían sus relatos de episodios formativos con la angustia o el gozo que recuerdan, pero Amadeus se limita a enumerar y hablar monótonamente. Una noche, de hecho, evita cualquier discusión de su pasado para relatar en penoso y repetitivo detalle el argumento de una novela de Helen Hidalgo Hutton en la que la autora encontró un purgante desfogue para una parte de sus periódicas experiencias con la HL. Russell se retuerce. Mary siempre ha evitado el problema de la alexitimia del joven Howell valiéndose de técnicas de enfrentamiento al insulto, pero Russell, que las ignora, acusa a su esposa de intentar sabotear su trabajo por correspondencia al presentarle a un majadero congénito. Y lo que es peor, él debe ir con Tiffany a las entrevistas, y la niña está cada vez más inquieta por tener que sentarse en las baldosas para apilar las rosquillas en el obelisco de plástico. Mary calma a su marido con explicaciones y una sincera súplica de que vuelva a intentarlo. Dos noches más tarde, mientras pasea de un lado a otro y recita los detalles sumamente fascinantes de los años que pasó en el Soho, Amadeus sufre el asombroso cambio especialísimamente característico del síndrome de Chaney. Los efectos especiales de Hollywood no llegan a la suela del zapato de la realidad provocadora de sudor de esta transformación. Los ojos de Tiffany sobresalen como ampollas producidas por una quemadura y Russell se apresura a garabatear notas al mismo tiempo que trata de observar los evanescentes aleteos de este raro fenómeno anatómico. Esta noche ha reventado la presa física además de la psíquica, y Russell cree que La autobiografía de Amadeus Howell va a catapultarle al primer puesto de su clase por correspondencia. —Perrito guapo —dice Tiffany mientras Amadeus pasa corriendo junto al montón de rosquillas de plástico. El hombre lobo está esbozando con los labios lo que Russell supone debe de ser la continuación del relato de su vida. Gemidos y gruñidos vagamente irónicos sostienen ahora el peso principal del relato, empero, y son francamente ininteligibles. —Perrito guapo —repite Tiff mientras toca el grisáceo hombro del animal- hombre. Amadeus tiene ciertamente el aspecto de un perrito guapo. Los movimientos de su esbelto aunque robusto cuerpo tranquilizan más que amenazan, y los retazos en forma de oruga de horrible piel blanca sobre sus opalescentes ojos le confieren una cómica apariencia de confusión, algo así como un docto caballero con las cejas alzadas. (Su ropa yace en arrugados montones por toda la habitación. ¿Cómo ha podido quitárselas sin rasgarlas, sin dejar al descubierto un delincuente retazo de carne humana? Russell no lo sabe). Mientras el juguetón Amadeus frota la narizcontra Tiffany, Russell apaga la grabadora para observar. Al parecer los aspectos hebefrénicos de la enfermedad son más pronunciados en su manifiesta fase lupina, ya que el animal-hombre está brincando como un cachorrillo. Coge una rosquilla de plástico de Tiffany y la tira por el aire. Por alguna inexplicable razón la jugarreta molesta a la niña; cuando su compañero de juegos se lanza a por otro de sus juguetes, Tiffany le agarra dos puñados de frondoso pelaje y le da un cruel mordisco en el costado. (A pesar de hallarse dos pisos más abajo, incluso Mary oye el aullido de Amadeus). El hombre lobo se revuelve, muerde el labio inferior de Tiff y se lanza hacia Russell como si quisiera derribarlo. Pero en vez de eso huye por el pasillo y se oculta en las entrañas del edificio; el enfurecido lamento de la pequeña lo persigue como una de las Furias. Mary, agobiada por contradictorias variedades de remordimiento, pone fin a los privilegios de visitante de Russell. Al menos, se consuela la madre, la mordedura de hombre lobo de su pequeña no es nada del otro mundo, una simple marca roja. Los hechos subsiguientes se apelotonan y empujan unos a otros. Russell se recluye, se aparta de esposa e hija y completa su tarea de vida o muerte en un colérico y repentino derroche de energías que dura cuarenta y ocho horas. Posteriormente, el domingo por la noche, anuncia que a partir de ahora piensa adoptar un horario más convencional. Para acomodarse a dicho horario, Tiff deberá ir a la Guardería Diurna Lucy van Pelt para Preciosos Párvulos de Willa Clanahan, institución de la vecindad que tiene un presupuesto bajo y (más o menos) ocho alumnos. Si los tutores de Baltimore le dan calabazas por los dos primeros capítulos de La autobiografía de Amadeus Howell , Russell abandonará la búsqueda de fama literaria e invertirá los escasos ahorros del matrimonio en la apertura de una armería en la moribunda cafetería Timberline de Jim Rawley. Mary, aferrada a la esperanza de que los tutores de Baltimore mantengan sus cínicamente severas normas, asiente. El hecho de que Russell amenace con embarcarse en un negocio de nueve a cinco, aunque sea regentar una armería, alegra su alma resignada. Si bien Mary sería capaz de escribir una novela de terror en torno a la década en la que ha prestado apoyo emotivo o financiero a su esposo, Russell seguramente no podría. Las postales suelen agotar el talento de su marido tanto como su vigor, a despecho de su reciente parranda creativa. Mientras tanto, el talento y el vigor de Mary deben empeñarse en rescatar a Amadeus Howell de la desastrosa recaída provocada por la presencia conjunta de Russell y Tiffany en su habitación. Desde el incidente el enfermo se muestra arisco, distante e incluso más tonto que de costumbre. Durante el fin de semana, de hecho, ha sufrido otras dos metamorfosis lupinas, y en el turno de noche del lunes Mary lo encuentra con un collar de saldo aparte de la cadena de elegante diseño que otro miembro del personal le regaló en Navidad. Tan virulenta es la frivolidad residual que atormenta al paciente que cuando Mary le hace una pregunta, Howell responde con un fragmento lírico antigramatical de un éxito de los años 50 obra de Sam el Farsante y los Faraones. Más tarde, durante un descanso para tomar café, Mary debe hacer esfuerzos para no llorar. La primera semana de Tiffany en la guardería de Willa Clanahan tampoco va bien. Tiff carece de experiencia en juegos con otros niños y los párvulos de la Guardería Lucy van Pelt forman un conjunto agresivo e indócil. Russell, acomodado frente a los concursos y melodramas del televisor, resiste una serie de llamadas telefónicas de la señora Clanahan, que se queja del carácter mandón, el egoísmo y las altaneras negativas de Tiff a llegar a un compromiso con las otras «criaturas», cuya veteranía Tiffany no muestra intención alguna de reconocer, ni mucho menos respetar. —Átela a una silla en la cocina —aconseja Russell a la señora Clanahan. —Ni hablar —afirma la engañada mujer, y cuelga. Pero la señora Clanahan llama de nuevo más tarde para comunicar que Tiff ha puesto en práctica la vil estrategia de ir de niño en niño y morderlos a todos en el muslo o en el codo, en el blanco anatómico más accesible. Tras causar estas heridas, la niña echa atrás la cabeza y aúlla con bastante dulzura mientras contempla la lámpara de cristal de la sala. —He pensado atarla a una silla en la cocina —admite la señora Clanahan. —No pierda un momento —replicó Russell. El viernes, una vez puesta en práctica la drástica medida de precaución acordada, a regañadientes, la tarde anterior, la señora Clanahan telefonea para exponer la anómala conducta de Tiff durante la merienda. La niña no quiere beber leche, no quiere comer su bocadillo de pollo e insiste en alimentos tan exóticos como zarzaparrilla rociada con Ovaltine y sobras de ensalada con fríjoles. —¿Hay problema en darle eso? —inquiere la señora Clanahan. —No pierda un momento —replica Russell—. Mientras no sea carne envenenada para los coyotes, no me importa un pito lo que usted pueda darle de comer. La señora Clanahan desaprueba tan insensato criterio, pero accede generosamente al capricho de Tiffany. Los niños son el principal estímulo de su vida. El sábado por la mañana la niña está sumamente enferma. Russell achaca la responsabilidad a la señora Clanahan, pero Mary, que acaba de llegar a casa tras otra mala noche en el hospital, examina atentamente a su hija e identifica la dolencia como vómitos de embarazo. Durante un momento los padres permanecen estupefactos y temblorosos pensando en la cardiaca aberración de tal posibilidad. Qué contingencia tan perversa, repugnante, diabólica e impensable. —Es el pequeño de Jim Rawley, Sean —estalla por fin Russell—. Jamás he confiado en ese solapado chaval, pero, fíjate bien en lo que digo, ¡voy a preocuparme de que obre con honor! Mary, con otra sospecha en la cabeza, impide que su marido adopte este curso con la sugerencia de llevar a Tiff al hospital para someterla a pruebas más concluyentes. El conejo muere. De nuevo en casa, ponen a la niña tan cómoda como pueden y afrontan una curiosa serie de opciones igualmente odiosas. (El oficio de progenitores en los últimos veinte años del siglo actual plantea retos totalmente inimaginables por madres y padres de anteriores generaciones). Pero una semana más tarde los Smithson encuentran compañía en su desgracia, porque la señora Clanahan, que tiene cierta experiencia en embarazos y partos, ha decidido por su cuenta que cuatro compañeras de Tiffany comparten sin duda alguna el delicado estado de la niña. Noticias de calibre tan espectacular como la presente se difunden con rapidez en Carrion City. Y cuando Mary confiesa a su esposo que Amadeus Howell podría ser responsable, directo aunque sin saberlo, de los actuales problemas de Tiff, y por tanto responsable indirecto de la epidemia en la Guardería Diurna Lucy van Pelt, Russell difunde también esta noticia, con el resultado de que pronto la población entera arde en rumores sobre hombres lobo que atacan el Hospital Helen Hidalgo Hutton (especializado en casos de hebefrenia licantrópica avanzada). Que las hijas de los hombres no sufran más indignidades, los monstruos deben morir… En la encantadora noche de abril, mientras Russell Smithson, Jim Rawley y la numerosa cohorte de machos reúnen sus camionetas de tracción delantera en el almacén de piensos de Sam Kelsall, para cargar las escopetas, comprobar los faros y darse nerviosos ánimos, Mary lleva a Tiffany al hospital para aconsejar a Amadeus Howell y los demás pacientes que huyan. También hace una llamada telefónica al cuartelillo de la patrulla de carreteras de Pueblo (Colorado), a tres horas de distancia en el borde oriental salpicado de artemisas de la región de las grandes praderas. ¿Llegarán a tiempo los miembros de la patrulla para agarrar por la barba a los lugareños varones por su mal organizada vigilancia? No. Pero cuando se produce el ataque hasta el último de los perplejos hebefrénicosha huido ya. Amadeus, presidente honorario de la Sociedad Fenris que forman los enfermos, los conduce hacia los nevados picos de la cordillera Sangre de Cristo. (Babean como animales mientras trotan a cuatro patas bajo la luna casi llena). Mientras tanto, Russell y sus vengativos secuaces, sin saber que Mary y Tiffany están agazapadas en el interior del edificio, destrozan los muros con postas y meditan los diversos métodos que les permitan arrasar el hospital. Saben perfectamente que en este punto del proceso es obligatoria una conflagración, pero nadie ha resuelto todavía cómo prender fuego a la desolada e impresionante estructura. Cerillas usadas yacen esparcidas al borde del camino, y el aroma de la mezcla de gasolina y alcohol emana en oleadas de los cimientos del edificio. La institución de la señora Hutton no prende. Por fin, entre el aullido de las sirenas, cuatro vehículos de la patrulla estatal irrumpen cual coches de carreras en Carrion City. Casi en el mismo instante Mary aparece en las almenas con Tiffany en los brazos, una Ofelia moderna muy por encima de la vergonzosa anarquía de los lugareños. Avergonzado por tan brava y melancólica exhibición, Russell pide prestado un megáfono y convence a Mary de que baje recitando la primera parte entera de «Aullido» de Allen Ginsberg, extraída de sus tanto tiempo reprimidos recuerdos. Veinte minutos antes de que termine, la policía estatal y los compañeros de armas de Russell regresan a sus hogares. El cerco ha terminado. Los Smithson están unidos de nuevo. Pero ¿a costa de qué? Sin pacientes, el hospital debe cerrar sus puertas y despedir al personal temporalmente. Mary, más afortunada que casi todos los demás, obtiene un puesto interino en la junta directiva de la Fundación Benéfica Helen Hidalgo Hutton. Poco después, Russell se entera de que un agente de la Escuela de Prósperos Colaboradores Anónimos, partiendo de los dos primeros capítulos de su trabajo, ha negociado una cantidad de seis cifras con una famosa editorial de Nueva York como anticipo por la publicación de La autobiografía de Amadeus Howell , que será comercializada en forma de novela. Russell dispone de dieciocho meses para entregar el manuscrito completo. Mary disimula su disgusto lo mejor que puede. Entusiasmado pero calculador, Russell alquila una avioneta y contrata los servicios de un piloto experto en vuelos sobre selvas para que le ayude a localizar a los fugados enfermos; entre éstos se halla el único ser humano capaz de aportar un final correcto y auténtico a la inconclusa novela. Durante la tercera semana de ausencia de Russell (su búsqueda no va nada bien), Tiffany pare tres minúsculos malamutes con encantadoras cejas color crema. En un esfuerzo para conservar el optimismo, Mary piensa que al menos ella y Russell no tendrán que comprar un perro a la niña. Una semana más tarde las cuatro compañeras de Tiffany de la guardería de la señora Clanahan tienen alumbramientos igualmente asombrosos, y siguiendo la mejor tradición pionera, los vecinos intercambian visitas para ofrecerse sosiego y consuelo. (Hay cierta especulación, discreta pero esperanzada, en cuanto a que esos niños caninos repueblen un día el hospital). Russell regresa por fin al hogar, renqueante, sin haber localizado a nadie, ni a Amadeus ni al resto de miembros de la Sociedad Fenris. Mary sabe que su marido va a ser un malísimo abuelo. Russell se refiere a usar los cachorros como perros de trineo, en cuanto tengan peso y fuerza suficiente para ayudarle en la búsqueda de su ausente progenitor. Tras un gruñido, el más valiente de los cachorros muerde el tobillo de Russell. Mary interviene para salvar el costado de su nieto. Más tarde, por la noche, Mary se acuesta junto a su ingenuo esposo y piensa en Amadeus Howell y en el escondrijo similar a una madriguera que el ex paciente tiene entre los helados precipicios. Ciertos pasajes de Los lobos de las fuentes de West Elk parecen haber predicho este portentoso momento. Hay una vibración en su estómago. Es terriblemente difícil no dejar escapar una risita… La silla DENNIS ETCHISON No siempre es necesario (ni preciso) ir hasta los límites de la fantasía siniestra para sentir miedo; ciertamente ya se tiene bastante sólo con ir por el llamado mundo real, ése que está ahí, al otro lado de la puerta. Pero la forma más fácil de sentir miedo es pensar en un asesinato múltiple o en un psicópata francotirador, o imaginarse de repente a un veterano de una guerra u otra. Pero resulta mucho más difícil conseguir ese mismo efecto utilizando a una persona normal y corriente… —como tú, por ejemplo—, y estudiar la posibilidad muy real de que nadie, nadie en absoluto, es permanentemente racional. Reflexiona sobre esto: hay cantidad de personas ahí fuera, sonriendo. Dennis Etchison es el principal autor de fantasía siniestra, y acaba de publicar su primera recopilación de cuentos. Vive en California, y en 1982 fue ganador del British Fantasy Award. —Marty —dijo ella—. Te necesito. Él observó sus labios. El aire era opalescente debido al humo de los cigarrillos, y la luz llegaba con dificultad. El aspecto de ella era suave y tenso: unas tenues gotas de sudor le brillaban en la sombra de sus pómulos. Era imposible, por supuesto, y sin embargo… —¿Christy? —preguntó él, incrédulo. Quería acercársele y tocarla para estar seguro. Pero, al mismo tiempo, una desconocida fuerza le impelía a levantarse de la silla y salir corriendo: a través de sillas y mesas, incluso de la pista de baile, donde rostros que creía conocer habían sido injertados en cuerpos que le eran desconocidos, cuerpos que ahora giraban frenéticamente al son de una música que él suponía ya perdida en las profundidades de su mente. —Te he estado buscando toda la noche —dijo ella—. Temía…, tenía miedo de que no vinieses. —Su voz le llegaba apagada por el bullicio, como a través de un túnel de viento—. ¿Podemos ir a cualquier otra parte? Aquí es imposible hablar… Martin se incorporó, dubitativo, y la siguió. La multitud oscilaba como una ola, y la figura de ella empequeñeció hasta perderse de vista. Él se abrió camino entre un grupo de sillas abandonadas y sus brazos tropezaron con un vaso que había encima de una mesa, desparramando el rojizo líquido. Enderezó el vaso ya vacío y trató de seguir avanzando. Una mano poderosa le sujetó una muñeca. —No creerás que vas a largarte tan fácilmente, ¿eh? Martin elevó la mirada. La ajada copia de un rostro perteneciente a su adolescencia campeaba por encima del suyo. Alrededor de los ojos, unas arrugas grisáceas remarcaban asombro y daban énfasis a unas lentes de contacto de un azul fuera de lo natural. —Bill Crabbe —dijo el hombre alto. Martin pestañeó. Era verdad: Crabbe, la estrella del equipo de béisbol escolar… Se estrecharon las manos. —¿Cómo va, compañero? —Crabbe le bombeó el brazo—. ¡Por todos los demonios, Jerry Marber! ¿Qué ha sido de tu vida en todos estos años? Martin se dio cuenta de que le había confundido con otra persona. Pensó en disipar el equívoco del hombre alto, pero en aquel instante la música cesó, y las acaloradas parejas regresaron entre las columnas de madera empujándose hacia sus mesas. Una nube casi tóxica de aromas a laca y colonias flotó hacia él, que elevó su mirada por encima de la multitud, buscando el rostro de Christy. Se aclaró la garganta. —Dispensa, Jerry —dijo abruptamente Crabbe—, pero allí está Wayne Fuller. Tengo que saludarle. ¡Por todos los diablos, míralo! ¿A que no ha cambiado nada? ¡Wayne, viejo! ¡Aquí! Crabbe se adelantó, dirigiéndose al compacto grupo de gente desde el cual la enorme mano del pitcher les estaba saludando. Martin buscó la salida. Christy, o alguien que se le parecía mucho, se hallaba apoyada sobre la lacada superficie de la puerta, tratando de encender un cigarrillo. Sus ojos fueron deslumbrados por el resplandor de un globo luminoso. «Me está esperando —pensó—. A mí, después de tantos años… Debería haberlo pensado. Debería haber mantenido el encanto. Aunque quizás lo he hecho sindarme cuenta… Pronto lo averiguaremos», se dijo a sí mismo. Las parejas pasaban a su lado con inquieta premura. La sala parecía que iba a inclinarse cuando los cuerpos se acumulaban en uno de sus extremos. Ante la barra, unas seis líneas de espaldas de hombre embutidos en trajes de poliéster y talle indefinido se movían inquietas. Martin inspiró profundamente. Se sentía borracho. Se apoyó en el respaldo de una silla y miró en otra dirección. —¡Jimmy! —tronó una voz. Intentó abrirse paso, enredando su cabeza entre las serpentinas que volaban desde el escenario. Un coro de voces parecía formar un muro ante él; rostros grisáceos y melenas con rizos que evidenciaban una permanente se interponían en su camino. Cuando los hubo superado, se dio cuenta de que Christy ya no se hallaba junto a la puerta. —¡Jimmy Madden! ¡Sabía que eras tú! El atronador vozarrón del cuello de toro del entrenador del equipo tronó de nuevo. Esta vez fue arrastrado hasta un reservado. Martin se volvió y se halló ante una camiseta adornada con publicidad: el mismo tipo de anagrama que le recordaba de la época escolar. Escudriñó el rostro que se elevaba ante él y sacudió su cabeza, sonriendo con impaciencia. ¿Cómo se llamaba el entrenador? Luego se dio cuenta de que, a pesar de todo, aquélla no era la cara del entrenador. Era Warrick. Mark Warrick, el que había sido una figura en la delantera de los Greenworth Buckskins. Había sido el mejor en las finales del campeonato del estado, si no recordaba mal. —Encantado de verte, Mark —dijo Martin, respirando profundamente—. Pero yo no, no… Una mujer de sonrisa melosa se separó del grupo y se colgó del brazo de Martin. Su pecho le presionó con firmeza el costado. —¡Gail! —exclamó Warrick y su prominente mandíbula se quedó abierta, mostrándole una dentadura irregular y húmeda de saliva—. ¿Sigues con Bob? Quiero decir… —No, desde hace año y medio —anunció Gail, y apretó el antebrazo de Martin, como si se lo estuviera midiendo—. ¿Y cómo estás tú, Joe? —¿Sabes una cosa, Gail? —dijo el hombre con la camiseta deportiva—. Ahora soy el primer entrenador del GHS. ¿Qué dices a eso? ¡Uau! ¿Estás…, quiero decir si has venido sola? —¿Aquélla no es tu esposa, Mark? —dijo Gail—. ¿Esa cosita dulce allá en la esquina, esperando que alguien la saque a bailar? ¿Cuál era su nombre? Martin se percató de cómo le separaba las costillas el armazón metálico de sus sostenes. Gail se volvió de nuevo hacia él, a pocos centímetros, y sus ojos parpadearon sobre la espesa máscara de maquillaje de su rostro. —Joe Ivy, ¿sabes que mis mejores recuerdos amorosos te pertenecen? —Sí —dijo Martin, apresuradamente—. No, no lo sabía. No. Ése no soy yo… En realidad no estoy aquí. Se liberó del abrazo y se alejó, arrugándole el vestido de raso a alguien. La salida parecía como si se hallara al otro extremo de un campo de rugby, como si la contemplase a través de un telescopio invertido. Se abrió paso a codazos, dejó cubitos de hielo tintineando en vasos de plástico tras él, y emprendió una última carrera hacia la cubierta y la oscura noche de afuera. Una repentina brisa portuaria acariciándole el cuello le hizo estremecer. No se detuvo hasta que llegó al otro extremo de la cubierta Promenade. Una vez allí, se apoyó sobre los codos y examinó la imagen de la Windsor Room, con sus ojos de buey enmarcados por rejas recién pintadas. La puerta de la sala de fiestas permanecía abierta, lanzando un rectángulo de luz amarillenta sobre el suelo que había bajo el mástil principal. A través de la puerta distinguía la pancarta escrita a mano que colgaba en la pared, encima del bar. BIENVENIDOS A LA REUNIÓN EX ALUMNOS DE LA ESCUELA SUPERIOR GREENWORTH CURSO DEL 62 Ella se detuvo ante él, mirándole como antes solía hacer. Detrás de su cabeza, un cálido resplandor atrapó su pelo. Él intentó leer su expresión, pero a contraluz no le fue posible. Estaba buscando la manera más adecuada para empezar de nuevo. Se enderezó, e involuntariamente su cuerpo se aproximó al de ella. El hálito de calor cesó al cerrarse repentinamente la puerta de la sala. Una ola de aplausos creció desde el interior, cuando desde el escenario se hicieron unos brindis; sin embargo, tras la puerta al cerrarse únicamente quedó el ronroneo de un tambor que se unió al murmullo de las oscuras aguas que se agitaban casi imperceptiblemente bajo sus pies. Quería recuperar tanto tiempo perdido, forzarla a una confrontación tanto tiempo ansiada, lanzar las llamas de su tristeza sobre su cuerpo, por su garganta… y sin embargo dijo: —Christy… Ella lanzó su cigarrillo, y el viento desmenuzó la brasa en un estallido de chispas. —Necesito saber cómo te ha ido —dijo él—. Quiero saberlo todo. O lo que tú quieras contarme. Si es que puedes. Tú sabes que sí puedes, Christy. Le cogió la mano. Ella bajó los ojos y encendió otro cigarrillo. —Estoy contento de que todo os haya salido bien, a ti y a Sherman —mintió él. Casi se había confundido al ir a pronunciar el nombre. Era la primera vez que lo hacía, incluso la primera vez que se permitía pensarlo en los últimos quince años. Sherman el perdedor, el tipo que nunca tuvo amigos… hasta que apareció Martin y quiso echarle una mano. Al final, Martin había aprendido lo que significa ayudar en exceso… «Cámbiame los pensamientos, tengo miedo de ir más lejos —le bullían las ideas—. Dime que todo acabó entre vosotros, que nunca hubo nada. Dime que no has cambiado, y que tampoco he cambiado yo. Hazlo. Hazlo ahora, o desaparece por el resto de mi vida». Pero no habló. De repente, ella pareció avergonzada, incapaz de mirarle a la cara. —No sé cómo… —Empieza por donde quieras. Él esperó. Una solitaria embarcación de recreo cruzó la bahía, sus oscilantes lucecitas momentáneamente oscurecidas por el inmenso aparejo de la cubierta donde él y Christy se hallaban. —Siempre le odiaste, ¿no es cierto? —dijo ella con voz extraña, como si quisiera reafirmarse a través de las palabras, como si la idea le causara algún tipo de satisfacción. —¿Y eso qué importa? —Yo creo que sí importa. Por eso he venido. «¿Ésa es la razón? —pensó él, notando cómo el desconcierto lo dominaba—. Bien, si quiere darme explicaciones se está tomando su tiempo… Como si me importara… Como si algo pudiera tener importancia a estas alturas». Él nunca había sentido rencor hacia ella. Herido, sí. Y confundido. «Yo me habría casado contigo, ¿lo sabías?». Pero ¿enfadado? «Yo nunca me lo hubiese permitido, y ahora forma parte de otra vida, que sucedió entonces». Algo era cierto: ella no podía hablar por él. No pudo entonces y no podía ahora. Él tuvo su oportunidad de dar la cara y no lo hizo. Ahora ya era demasiado tarde. —Olvídalo —dijo él—. Son cosas que pasan. Incluso entre amigos. Especialmente entre los mejores amigos. Ella elevó sus ojos, y éstos relucieron; fuegos artificiales en el centro. —Siempre fuiste lamentablemente olvidadizo. Hazme un favor, Marty: ¡deja ya de ser tan comprensivo! Tú sabes que le odias. ¡Admítelo! «¿Se estaba aprovechando de él? No podía creerlo. ¿Cuál podía ser la razón?». —Christy, quise decir lo que he dicho. Necesito saber que estás bien, que eres feliz. Eso es todo. Si no lo crees, es que nunca llegaste a conocerme de verdad. —Pero yo te conozco. Ahí está el motivo, Marty. Te conozco y por eso te necesito ahora. Su voz se suavizó y los años se esfumaron como flores silvestres en el campo. Él la recordó o se la imaginó… —no estaba seguro— extendida sobre su regazo, abrazada a su pecho. Tantas noches… —Marty. Entonces, inesperadamente, el tono de su voz, otra vez endurecido, le trasladó al presente. En su modo de hablarle había algo de emoción sorprendentemente nítida. Empezó a dudar de sí mismo. ¿Había sido suya la culpa, entonces? ¿Había habido algún incidente que él se había obligado a olvidar en todo ese tiempo, y que fue la causa de que ella se lanzara a los brazos de Sherman? ¿Había olvidado en cierto modo lo ocurrido aquella noche? ¿Era eso posible? Marty. Sólo ella le había llamado así,