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Beato Card. John H. Newman Discursos sobre la fe INTRODUCCIÓN 1. Los dieciocho Discursos a grupos de católicos y protestantes que se ofrecen en este volumen desarrollan, según un plan de conjunto, asuntos principales de la fe cristiana. Estos discursos fueron compuestos y publicados por Newman en 1849. En la intención de su autor iban dirigidos a la conversión de los lectores: conversión al Catolicismo, si eran anglicanos, o a una vida cristiana intensa y consecuente con la fe, si se trataba de católicos. Constituyen por lo tanto una especie de misión escrita, de la que solamente dos o tres conferencias fueron pronunciadas ante el público: la primera y la duodécima, y probablemente la segunda [1]. La redacción debió comenzar al poco tiempo de instalarse los Oratorianos en Birmingham, con Newman como superior, a finales de enero de 1849. Sabemos por el diario de Newman que el 27 de octubre, terminada finalmente la composición del texto, enviaba el manuscrito a la imprenta. La correspondencia de los meses anteriores contiene referencias a la elaboración y publicación próxima de los Discursos, en cuyos frutos religiosos un autor nada inclinado a fomentar ilusiones parecía depositar largas esperanzas [2]. El libro apareció en noviembre. Iba dedicado en la fiesta de San Carlos a Nicolás Wiseman, que era entonces obispo titular de Melipotamus y vicario apostólico del distrito de Londres. Después de la novela Loss and Gain (1848), que narraba «la historia de un converso» y tenía carácter autobiográfico, los Discursos eran el primer volumen de contenido propiamente espiritual que Newman escribía y publicaba como católico. El interés y la curiosidad provocaron una gran venta inicial. El autor se hace eco, con serena y no disimulada alegría, de la rápida difusión de la obra. «Mi libro se vende», escribe a una antigua conocida, Mrs. Bowden, en enero de 1850 [3], y menciona a continuación el hecho de que es leído por numerosos anglicanos que estuvieron vinculados de algún modo con el Movimiento de Oxford. La recepción de los Discursos fue muy favorable entre los católicos. The Tablet –dirigido entonces por Frederick Lucas– publicó en enero una reseña altamente elogiosa, y otro tanto hizo el Rambler, cuyo director era el converso John Capes. Hombres de diferente personalidad se felicitaban por la oportuna aparición de un libro que contribuiría sin duda al enriquecimiento espiritual de quienes lo leyesen con intención recta, a la vez que señalaba con nitidez dónde se hallaba la única y verdadera Iglesia de Cristo. La noticia del libro traspasó pronto los límites de Inglaterra, y el semanario católico L’Univers –publicado en París, y muy al corriente de la información en torno a personas y temas religiosos ingleses– incluyó una sustanciosa recensión de Jules Gondon en el número de 3-XII-49. El mundo protestante británico experimentó igualmente el impacto de los Discursos, si bien las reacciones inmediatas fueron escasas. Contrasta en todo caso el relativo silencio de los medios anglicanos, con la respuesta crítica pero respetuosa y en parte laudatoria del Inquirer. Este semanario, publicación cultural la más importante de los no- conformistas, alababa el 16-II-1850 la elocuencia y hondo sentido religioso de las Conferencias, y llamaba la atención especialmente sobre los nn. 2, 6, 10-13, 15 y 16. El libro tuvo en poco tiempo una segunda edición, y una tercera en 1862. En 1871 apareció la edición uniforme, y en 1876 la quinta edición, que ha servido de base para la traducción presente. Una versión francesa, realizada por Jules Gondon [4], se publicó en 1850, y en el año siguiente apareció la primera traducción alemana [5]. 2. Los Discursos responden a un género literario que oscila entre la conferencia religiosa y el sermón. Muestran analogías patentes con las Conferences de Lacordaire y las Lectures apologéticas de Wiseman. Desarrollan, en efecto, una idea en sus aspectos fundamentales, y lo hacen de manera ordenada y rigurosa, apta siempre para responder a las preguntas de la razón. Al mismo tiempo estos textos admiten, sin hacer violencia a la palabra, la denominación de sermones. De hecho algunos fueron pronunciados originariamente como tales, y así los designan, por ejemplo, las traducciones alemanas. Hay en ellos un marcado pathos religioso, y les anima el deseo ardiente de cambiar el corazón de quien lee o escucha. Estas composiciones contienen los temas básicos del Cristianismo. Descubren al lector en todo momento las líneas doctrinales que vertebran la vida cristiana, y tratan de moverle a la conversión y al seguimiento cercano de Jesucristo. No son textos ocasionales, sino de valor permanente. Asuntos destacados como la Iglesia, los Sacramentos del Bautismo, la Eucaristía y la Penitencia, y la Escatología no son expuestos por separado, pero puede decirse sin exageración que penetran de un modo u otro la gran mayoría de los Discursos y se encuentran presentes en casi todas las páginas. Un primer grupo de Discursos –del primero al sexto– aborda preferentemente los aspectos ascéticos de la vida cristiana y trata del pecado, la conversión interior, la búsqueda de la voluntad de Dios, la santificación y la perseverancia. Hay en esta primera parte del libro una continua exhortación directa e indirecta a la penitencia como virtud y como sacramento [6]. Se aprecia también la intención de estimular en el lector las buenas disposiciones que le permitan captar la verdad contenida en los temas que se van a exponer acto seguido; y en concreto que le permitan apreciar la originalidad y necesidad de los bienes cristianos de la fe y de la gracia, y aceptar el hecho de la Iglesia y su carácter y misión divinos. En la segunda parte, de predominio fundamentalmente dogmático, el autor se detiene consiguientemente en las virtudes teologales, y de modo particular en el principio sobrenatural de la fe y su diferencia radical con la visión puramente terrena del hombre y del mundo. Los misterios del Ser divino y las figuras de Cristo y María llenan las seis últimas conferencias. Exigido siempre por el curso de las ideas aparece frecuentemente el tema de la Iglesia como sociedad visible y espiritual donde se comprenden y reciben con plenitud las verdades y promesas divinas. 3. El primer grupo de discursos podría quizás en ocasiones sorprender al lector de hoy por su tono severo. Pero debe tenerse en cuenta que se trata simplemente del estilo del tiempo en que se escribieron. Es el estilo de la literatura religiosa del siglo XIX –basta recordar, por ejemplo, los espectaculares sermones de San Alfonso María de Ligorio–, que para ayudar a la conversión se esfuerza en colocar al hombre ante las verdades sobrecogedoras que determinan su destino eterno. Es por lo tanto un lenguaje inevitablemente serio, que viene condicionado por su dramático contenido y por las tendencias literarias de una época que conserva todavía huellas del exceso romántico. Es un estilo que tiene algo de ritual. Es decir, que está en parte como fijado de antemano, porque se estima que dada la importancia del asunto no puede ser de otro modo. Estamos necesariamente en las antípodas del eufemismo. Pero existen sobre todo razones intrínsecas que imponen la severidad de las afirmaciones. El autor busca transmitir, y lo hace hiperbólicamente, el contraste entre la desolación y amarguras del pecado y la gozosa luminosidad de la vida cristiana. La hipérbole, que no es en este caso histrionismo literario ni pesimismo religioso, sirve legítimamente al propósito de remover el alma y avivar en ella el temor de Dios. Newman se afana en pulsar todos los resortes del espíritu cristiano, que debe movilizarse entero ante cuestiones de tanta importancia como el pecado y la conversión a Dios por Jesucristo. Los Discursos contienen toda una teología de la elección. Las afirmaciones que se hacen vienen determinadas por el misterio de la Voluntad divina, que elige y concede la gracia según una libérrima e inescrutable disposición. Enunciado oal menos sugerido el misterio, la enseñanza tiende a inculcar en el lector la convicción de que tiene en sus manos su propio destino eterno, porque Dios es un Padre providente y misericordioso que no predestina al mal, y cuenta siempre con el hombre para salvarle. El peso abrumador del pecado no es lo decisivo ni tiene la última palabra, porque el hombre puede con la gracia de Dios convertir sus faltas en felix culpa. Por otra parte, la elección de la que se habla no es únicamente elección para la salvación, sino que, según un hondo sentido paulino, es una elección a la santidad. Santidad y salvación son lo mismo. Ambos misterios –bajo el punto de vista divino y ambas metas bajo el punto de vista del hombre– coinciden. Ser santos y salvar el alma no dicen cosas distintas. 4. Nuestros Discursos constituyen un singular texto sobre la fe católica y la Iglesia que la transmite en nombre de Jesucristo. Forman grupo, por así decirlo, con otras dos obras del autor, compuestas y aparecidas en 1850 y 1851: las Conferencias dirigidas al denominado grupo anglocatólico que había militado en el Movimiento de Oxford [7], y las Conferencias sobre el Catolicismo en Inglaterra, pronunciadas con motivo de nuevos brotes de persecución anticatólica a raíz del restablecimiento de la Jerarquía inglesa en 1850 [8]. Las Conferencias a los anglocatólicos se cuentan, a pesar de su tono agresivo respecto al Anglicanismo, entre los textos más brillantes de Newman. Son composiciones difíciles de igualar que apuntan a demostrar el carácter no-divino de la Iglesia de Inglaterra [9]. Las Conferencias de 1851 impugnan, con el fin de disolverlos o al menos debilitarlos, los arraigados prejuicios anticatólicos –de origen religioso, social y político– que habitan la sociedad y el alma inglesas. Newman apela al buen sentido de sus compatriotas para que adviertan honestamente los viciosos presupuestos de sus juicios y sentimientos contra la Iglesia romana y los católicos. Mientras que todos los escritores católicos precedentes habían intentado el difícil e interminable método de responder a objeciones y críticas concretas, Newman procura desnudar y exponer los prejuicios generalmente irracionales que fundamentan en su país la animosidad anticatólica. Con un uso magistral de la ironía y la sátira, logra un verdadero modelo de exposición polémica, que sin entrar en asuntos dogmáticos, se centra en la defensa de la vida, las actitudes y los caracteres católicos, desfigurados por el protestantismo político-religioso [10]. Los presentes Discursos contienen, a diferencia de los otros dos grupos de conferencias, una fundamentación teológica, no sólo porque abordan in recto la exposición de la fe católica por sí misma en numerosos puntos básicos, sino también porque, además de establecer la credibilidad de la verdad revelada enseñada en la Iglesia –es decir, su derecho a ser creída con fe divina–, procuran señalar su verdad intrínseca. La prueba de la verdad católica tal como Newman la concibe se acompaña, por tanto, de una presentación oportuna de esa verdad, porque se piensa que la mejor defensa del Credo según el sentido católico estriba en su adecuada exposición. Para nuestro autor la «prueba del Cristianismo» es precisamente el lugar donde lo polémico y lo dogmático se encuentran como en terreno común. Este punto de vista implica en Newman un cierto distanciamiento respecto a los autores que conciben la demonstratio catholica como un mero silogismo cuya hechura ignora la eventual fuerza de las objeciones contra la fe y no admite ninguna perplejidad intelectual que no sea malévola. La herejía y el error –opina Newman– poseen también algún poder de fascinación sobre almas buenas, «al menos en Inglaterra». Hace falta por tanto una apologética que se dirija al hombre entero sin reducirle cartesianamente a una máquina de pensar, y que le muestre de modo positivo las excelencias y atractivos de la doctrina verdadera [11]. El Evangelio no depende en primer término de argumentaciones. Su mera predicación contiene una capacidad innata de persuasión que basta para llevarlo a los corazones y a las inteligencias [12]. La misma ley es aplicable a las realidades sobrenaturales, que son intrínsecamente aptas para arrastrar suave y fuertemente a todo el que las contempla con mirada recta. Éste es el caso de la Iglesia católica, motivo externo de credibilidad, que nuestro autor describe con las siguientes palabras: «Solamente ella ha manifestado la energía divina capaz de sujetar a la humana razón y despertar en educados e ignorantes la fe en su palabra. Incluso a muchos que son ajenos a ella y a quienes no mueve a obediencia, mueve sin embargo a respeto y admiración. Los más profundos pensadores y sagaces políticos predicen sus éxitos futuros, a la vez que se maravillan de su pasado. Sus enemigos se amedrentan ante su vista, y no encuentran modo mejor de combatirla que ennegrecerla con calumnias, o desterrarla al desierto. Verla es reconocerla. Su imagen y aspecto evidencian su estirpe real. Es verdad que sus signos y prendas divinas podrían ser más claros. La Iglesia podría haber sido instituida en Adán y no en Pedro, y abrazado de ese modo a toda la familia humana. Podría haber sido instrumento para convertir interiormente todos los corazones. Podría haber sido protegida de escándalos e infortunios, y constituida una suerte de paraíso en la tierra. Pero la Iglesia se nos muestra en su ser de criatura tan espléndida como su Dios se nos presenta en su condición de Creador. Si Él no exhibe en la naturaleza todos los posibles signos de su presencia, ¿por qué ha de desplegarlos su mensajera en el ámbito de la gracia?». 5. La apologética teológica trata de ayudar a la solución de estos nobles interrogantes y procura ofrecer una respuesta a cualquier perplejidad legitima. Como ocurre con todos los grandes convertidos –piénsese en San Pablo o en San Agustín–, las observaciones de Newman tienen un considerable apoyo en la experiencia, pero esto no significa que las evidencias o criterios internos a favor de la fe católica encierren para él un valor primario. Es consciente del valor relativo y escasa solidez de criterios subjetivos de credibilidad tales como emociones, consuelos y encendimientos espirituales [13]. Prefiere siempre argumentar inicialmente en base a hechos que entran por los ojos y que pueden hablar elocuentemente de acciones divinas y causas transcendentes al hombre de buena voluntad. Precisamente «uno de los más señalados fenómenos que ha visto la historia del mundo es el hecho macizo del Catolicismo» y resulta asombroso –dice– «que una nación como la nuestra haya conseguido borrarlo de su mente» (cfr. Present Position, 42, 43). Como era de esperar, Newman recuerda a su debido tiempo que «las verdaderas tradiciones de la divina Revelación» suelen acompañarse de otros signos, tales como el milagro, la profecía, y la comprobación facilitada por la fuerza acumulada de diferentes evidencias (id., 52). Pero Newman, como muchos autores de su tiempo y del nuestro, está convencido de que las dificultades reales y concretas que impiden a muchas personas abrazar la fe católica o vivirla con todas sus consecuencias no son de índole intelectual sino moral. Porque el intelecto es sólo un factor en la búsqueda de la verdad religiosa. Muchos «no dudan de que la conclusión alcanzada sobre la procedencia divina de la Iglesia católica sea verdadera. Su razón no vacila acerca de esta verdad, pero no son capaces de que su ánimo la capte y se deje penetrar por ella». Resulta a veces extraño que quienes «contemplan la Iglesia desde lejos y aprecian destellos de su claridad no se sientan suficientemente atraídos como para tratar de ver más y no se coloquen en situación de ser conducidos a la verdad». El caso es que «no saben por qué, pero no pueden creer… Su razón está convencida y sus dudas son de orden moral, surgidas en su raíz de una falta de voluntad». Se comprueba así que «los argumentos favorables a la religión no obligan a nadiea creer, igual que los argumentos en favor de la buena conducta no obligan a nadie a obedecer». «La fe es consecuencia del deseo de creer». «El espíritu orgulloso no desea lo sobrenatural y consiguientemente no cree en ello». Algunos alegan nada menos que la Sagrada Escritura, para justificar su resistencia a creer, a modo de coartada consciente o inconsciente. Se oye decir a personas que han perdido la fe o que no acaban de recibirla –afirma Newman– «que sus dificultades surgieron cuando al leer la Sagrada Escritura advirtieron el carácter no escriturístico de la Iglesia. Pero no es cierto. Es imposible que la Sagrada Escritura haya provocado su incredulidad. Habían dejado de creer antes de abrir la Biblia. Comenzaron la lectura con un espíritu de incredulidad y con el propósito de no creer…». Se trata entonces, en primer lugar, de reconocerse criatura de Dios y de ir extrayendo poco a poco todas las consecuencias de este hecho. «Una vez que la mente se ha abierto como debe a la creencia en un poder que está por encima de ella; una vez que comprende que no es la medida de todas las cosas… experimentará pocas dificultades para ir adelante. No digo que llegue o pueda llegar a otras verdades sin convicción. No digo que deba aceptar la fe católica sin motivos. Digo simplemente que cuando crea en Dios se habrá removido el gran obstáculo para la fe, es decir, un espíritu orgulloso y autosuficiente». La libertad del hombre juega un papel decisivo, con la ayuda imprescindible de la gracia. Es lo que Newman trató de hacer comprender en innumerables ocasiones a personas que, procedentes del agnosticismo o de la Iglesia anglicana, se encontraban próximas a la fe en Dios o al Catolicismo. Una carta de 1848 resume muy bien su pensamiento. En ella leemos lo siguiente: «La doctrina católica sobre la fe y la razón enseña que la razón prueba que el Catolicismo debe ser creído y que de ese modo se presenta ante la voluntad, que lo acepta o lo rechaza según sea movida o no por la gracia. La razón no demuestra que el Catolicismo sea verdadero como prueba, por ejemplo, que son verdaderas las conclusiones matemáticas…, pero demuestra que sus razones para ser tenido en cuenta son tan poderosas que uno ve que debe aceptarlo. Puede haber dificultades que no podemos responder, pero vemos en conjunto que existen motivos suficientes para la convicción. No es una convicción pura y simple. Porque si fuera inevitable, podría decirse que se nos fuerza a creer, como nos vemos obligados a aceptar las conclusiones matemáticas. Pero queda a nuestra discrecionalidad si hay o no motivos suficientes para la convicción, es decir, si seremos o no convencidos» [14]. Hay por tanto abundantes argumentos para llevar a una persona hacia la Iglesia romana, pero estos argumentos no fuerzan la voluntad. Podemos conocerlos, sin que nos lleven adelante. «Podemos ser convencidos sin ser persuadidos. Una cosa es ver que se debe creer, y otra creer realmente. La razón puede por sí misma llegar a la conclusión de que existen motivos suficientes para creer. Pero creer es un don de la gracia». 6. La búsqueda de la verdad religiosa es un camino que la persona de buena voluntad debe recorrer paso a paso, dado que esa verdad no suele reconocerse completa y en su carácter divino sino gradualmente. La gracia nos trae a la Iglesia y «nunca se nos concede para nuestra iluminación, sin dársenos asimismo para ser católicos». Para andar este itinerario espiritual, que es diferente en intensidad según cada hombre, se requiere un mínimo de honestidad espiritual y de recta intención. Esta seriedad interior excluye la simple curiosidad y la frivolidad de entregarse a meros combates o disquisiciones intelectuales (cfr. Tracto 71: Via Media, 105). De otro modo, la búsqueda puede resultar no solamente estéril sino catastrófica. Porque en vez de caminar hacia la verdad puede uno separarse de ella progresivamente. Guiado por esta idea, Newman se dirige un tanto irónicamente a quienes sospecharan la propia carencia de recta intención y les dice: «Evitad el inquirir en cuestiones religiosas, porque os veréis conducidos a lugares donde no hay luz, paz ni esperanza. Terminaréis en un abismo donde no se ven el sol, la luna, las estrellas, ni los cielos…». Y a sus antiguos correligionarios que se acercan a la Iglesia con sentido provisional, sin la suficiente humildad y faltos aún de genuina conversión, advierte: «Habéis de venir a aprender, no a traer vuestras ideas. Habéis de venir con el deseo de ser discípulos, y con la intención de tomar la Iglesia como vuestro hogar y no abandonarla nunca. No vengáis a hacer experimentos. No vengáis como quien toma asiento en una capilla o compra billetes para una sala de conferencias. Venid como a vuestra casa, a la escuela de vuestras almas, a la Madre de los santos». La conversión tiene carácter positivo, porque cada paso se construye sobre el anterior, y aunque exige renuncias, purificación y enriquecimientos en la creencia y en la conducta, el hombre que ha buscado y busca sinceramente a Dios debe desprenderse de poco [15]. De acuerdo con esto, Newman recomienda en religión lo que podríamos llamar no duda metódica, sino fe metódica [16], es decir, la disposición de comenzar el camino hacia Dios con los fragmentos de la verdad –pocos o muchos– que se poseen, en la seguridad de que esos fragmentos son base suficiente y segura para que un hombre de intención recta y buena conciencia efectúe los primeros pasos y pueda en su momento alcanzar el final. 7. A la hora de plantear su fundamentación de la fe católica y de la Iglesia, Newman estimó siempre más fácil construir lo que denomina argumento negativo, es decir, una línea argumental que apunta sobre todo a la remoción de objeciones, y que pretende en último término mostrar que la aceptación del Catolicismo no constituye una extravagancia. Le parecía en cambio más arduo proporcionar pruebas o medios positivos de convicción. Pero abordó ambos caminos para sugerir la credibilidad de la fe. El primer argumento intenta llevar al espíritu del oyente la siguiente consideración: «Puesto que debe haber una religión verdadera, ésta no puede ser otra que la católica» (cfr. Letters, XIII, 319: A J.M. Capes, 2-XII-1849). Así se dirige a los que iban a oír y leer los presentes Discursos: «No pedimos que aceptéis sin más nuestras palabras. Os invitamos, simplemente, a considerar, primero, que tenéis almas que salvar, y, en segundo término, a juzgar por vosotros mismos si, de haber revelado Dios una religión para redimiros, esa religión puede ser otra que la fe que os predicamos». El razonamiento discurrirá con el apoyo de consideraciones y datos de tipo muy diverso, interpelando al intelecto y estimulando la imaginación. Se tratará a veces de que la mirada advierta hechos ineludibles y el sentido interior los interprete y valore correctamente. En otras ocasiones se sugerirá que la explicación más correcta de un fenómeno que parece complejo es la más sencilla de las disponibles. Ésta es precisamente la manera de responder al esquema racionalista del historiador Edward Gibbon, que atribuía la expansión del Cristianismo a una combinación favorable de causas naturales como el celo y virtudes de los cristianos, la doctrina sobre el destino futuro del hombre, la predicación de los milagros y la eficaz organización eclesiástica. «Es muy notable –escribe Newman en la Grammar of Assent, al término de una larga exposición para razonar su punto de vista– que no se le ocurriera a un hombre de la sagacidad de Gibbon investigar la explicación que los mismos cristianos dieron a la cuestión. ¿No le habría sido más provechoso dejar a un lado las conjeturas y haberse dedicado a consultar los hechos? ¿Por qué no ensayó la hipótesis de la fe, la esperanza y la caridad? ¿No había oído hablar nunca del amor de Dios y de la fe en Jesucristo? ¿No recordaba las muchas palabras de los apóstoles, los obispos, los mártires, los apologistas, formando todos un solo testimonio?» (El asentimiento religioso,Herder, p. 398). A menos que se acepte la explicación más fácil y más obvia difícilmente podrá encontrarse otra que no sea extravagante. Este patrón de razonamiento se aplica a veces a un nivel más personal, como en el comentario que hace Newman a Io VI, 67: «Nuestro Señor dijo afectuosamente a los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. A lo que Pedro enseguida contestó que no. Pero observad la razón que ofrece: “Señor, ¿a quién iremos?”. No alegó los motivos evidentes derivados de la misión de Jesús, a pesar de conocerlos bien…, sino el hecho de que si no confiaban en Cristo, no les quedaba ya en el mundo nada en lo que pudieran confiar; y ésta era una conclusión inaceptable para su razón y para su corazón» (Tracto 85; Discussions and Arguments, 249-250). 8. Los mismos o parecidos materiales se aglutinan de modo diferente para formar el argumento positivo a favor de la fe y la Iglesia católicas. Este argumento, que Newman juzga suficiente en la práctica, aunque algo defectuoso bajo un punto de vista formal [17], consiste en mostrar la probabilidad antecedente o verosimilitud de lo que se afirma. Probabilidad no significa aquí relatividad. En lenguaje de Newman se refiere, por el contrario, al asentimiento real y especulativo a una verdad [18]. Es decir, se refiere a la certeza. Se juzga que en base a una acumulación de indicios es posible construir una prueba legítima y suficiente para lograr en el sujeto la certeza buscada. La convergencia de indicios permite súbitamente reconocer la conclusión en su carácter verdadero, y en nuestro caso, los signos o criterios de la Revelación, internos y externos, vienen como a cristalizar en torno al centro, que se hace visible en la luz de la fe. Logrado el resultado de creer, la convicción de la fe es ya independiente de las razones que la han provocado. «Es éste un punto que no debe olvidarse –explica Newman–: la convicción es un estado de la mente, que es distinto y se encuentra más allá de los argumentos que lo han producido. No varía con la fuerza o el número de éstos. Los argumentos llevan a una conclusión, y cuando son más sólidos, la conclusión es más clara. Pero puede lograrse una firme convicción como resultado de una convicción clara igual que de otra todavía más clara. Un hombre puede estar tan seguro con seis razones, que no necesita una séptima ni estaría más seguro en caso de tenerla. Lo mismo ocurre respecto a la Iglesia católica: las personas adquieren convicción de muchos modos, y lo que convence a una no convence a otra; pero esto es accidental, porque tarde o temprano llega el tiempo en el que uno se debe convencer y de hecho se convence, y entonces está obligado a no esperar nuevas razones, aunque todavía podrían encontrarse algunas más» [19]. Junto a estos modos básicos de argumentar la credibilidad de la fe, Newman recorre a veces otros caminos convergentes. Los presentes Discursos insisten en la consideración de que las objeciones que impiden creer en el Catolicismo no son más fuertes que las que podrían alzarse contra la creencia en Dios. Adopta este argumento confiado en el hecho de que las ideas de una providencia divina y un gobernador moral del universo estaban profundamente arraigadas en el espíritu inglés de aquel tiempo, y que por tanto la doctrina de la existencia de Dios constituía un punto de apoyo en base al cual se podía en Inglaterra conducir hacia el Catolicismo a una persona culta. Porque ésta advertiría en los argumentos contra la Iglesia católica una reductio ad absurdum, por el hecho de conducir a la negación de Dios [20]. Es fácil comprobar en último término que, por encima de los resultados definitivos y provisionales de una exposición como la de Newman, se contiene tanta fuerza en las ardientes palabras sembradas por el autor en sus afirmaciones como en el más penetrante de sus mejores argumentos. 9. Pero lo decisivo de estos Discursos no es quizás su vigor polémico, con ser tanto. Cuenta todavía más lo específicamente religioso, la declaración de verdad que contienen, que da sentido a todo lo demás, y lo rescata, si es el caso, de limitaciones coyunturales. El libro todo es una convencida invitación a la vida cristiana. Se procura que el lector adquiera un sentido para lo importante. En el marco de la fe en Dios, que bien entendida y meditada señala el camino hacia la Iglesia católica a lo largo de un proceso de conversión interior, importa sumamente a Newman destacar los recursos definitivos con que se equipa al viador cristiano para conseguir su fin. Estos recursos son la Eucaristía y la Virgen. «Es orgullo de la religión católica –leemos al final de los Discursos– poseer el don de mantener puro el corazón joven; y esto es porque nos entrega a Cristo como alimento y a María como Madre solícita. Cumplid ese orgullo en vosotros». En los Discursos impera consiguientemente una referencia constante al lugar central y poder transformante de la Sagrada Eucaristía. Sólo la Sangre de Cristo lava los pecados en la penitencia. Paralela a ésta es la afirmación de que sólo la Eucaristía puede cambiar terminativamente al hombre en hijo de Dios. «La admirable presencia que habita nuestros altares» manifiesta bien a las claras que cuando los hombres se le alejan, el Señor, en un acto de inefable condescendencia, los llama, «conquistándonos a su Voluntad, salvándonos a pesar de nosotros, y sin embargo, a través de nosotros». De acuerdo con esto el cristiano puede definirse como «un siervo de Cristo, Señor de la Iglesia, unido para siempre mientras viva –ésa es su gran esperanza– a los Sacramentos, a la Eucaristía, a los santos, a la Virgen María, a Jesucristo y a Dios». Llevado de una noble impaciencia, Newman adopta un tono emocionado ante algunos que «no consiguen entender cómo nuestra fe en el Santísimo Sacramento sea una porción viva de nuestro espíritu. Piensan –continúa– que es una simple profesión externa, que abrazamos sin asentimiento interior, y sólo porque se nos enseña que nos perderemos en caso de no aceptarla; o bien porque, comprometida la Iglesia católica desde tiempos antiguos en la enseñanza de esta verdad, no tenemos actualmente más remedio que defenderla, aunque con gusto dejaríamos de hacerlo si no nos obligara un cierto sentido de lealtad y un espíritu de partido». «Creen que si pudiéramos renunciaríamos a la doctrina de la transubstanciación como a una pesada carga. ¡Extrañas palabras! Sería malo usarlas, hermanos míos, si no fueran necesarias para haceros entender los dones que poseéis… ¡Palabras en verdad ofensivas y profanas! ¿Cómo puede ser un alivio renunciar a la enseñanza de que Jesús está en nuestros altares? Sería tanto como renunciar a la fe en la divinidad de Cristo o a que Dios existe». Se dirige asimismo al hombre de buena voluntad para ilustrarle el misterio de la Eucaristía y decirle que la doctrina católica sobre la Presencia real no es mucho más misteriosa, por ejemplo, que el modo en que pueda existir un Dios que no ha comenzado nunca su existencia. «Asistid a Misa siempre que sea posible, visitad al Santísimo Sacramento, haced actos frecuentes de fe y amor, y procurad vivir en la presencia de Dios». Es un programa para católicos lleno de resonancias personales, más claras aún en la súplica que el autor sugiere y casi pone en los labios de los lectores: «Que Tu Cuerpo sea mi comida». 10. Además de protagonizar los dos brillantes discursos finales, la figura de María ha estado presente a lo largo de todo el volumen. Ella es toda pura y el pecado no tuvo parte en su vida. María, la más perfecta imagen, después de Cristo, de todo lo bello, tierno, suave y consolador en la naturaleza, nunca necesitó conversión. Es la luminosa Estrella de la mañana, el único consuelo humano importante de Jesús doliente, que no estuvo en Getsemaní porque era precisamente la única que hubiera podido consolar a Cristo. «Si la Madre del Salvador debe ser la primera criatura en santidad y belleza, si desde el principio de su ser estuvo libre de todo pecado…, ¿qué es propio desus hijos sino imitarla en su devoción, su mansedumbre, sencillez y modestia? Sus glorias no le han sido concedidas solamente con vistas a su Hijo, sino también por causa y a beneficio nuestros. Imitemos la fe de quien recibió el mensaje de Dios sin sombra de duda; la paciencia de quien soportó la sorpresa de José sin pronunciar una sola palabra; la obediencia de quien subió a Belén en el invierno y dio a luz al Señor en un establo; el espíritu de oración de quien meditaba en su corazón lo que veía y oía acerca de su Hijo; la fortaleza de quien tuvo el corazón atravesado por una espada de dolor; la entrega, en fin, de quien dio a su Hijo durante el ministerio público y aceptó abnegadamente Su muerte en la Cruz». «María es nuestra Madre. Interesadla –exhorta el autor– en vuestro éxito espiritual. Pedídselo seriamente, pues Ella puede hacer por vosotros más que nadie. Recordadle en vuestra oración los dolores que Ella sufrió cuando una afilada espada traspasó su alma. Recordadle su propia perseverancia, que constituyó en Ella un don del mismo Dios al que pedís la vuestra. El Señor no os lo negará, no se lo negará a Ella, si acudís a su intercesión». Los Discursos se cierran con un canto mariano, en la esperanza de que la Virgen propicie en el lector los frutos pretendidos por el libro. Con frecuencia se habla hoy de John Newman como pionero de ideas y corrientes que enriquecen en la actualidad el ámbito de la Iglesia y las actividades de numerosos cristianos. El lector de este libro comprobará por sí mismo en diversos aspectos la verdad y el alcance de estas afirmaciones. El hombre de esta década puede ciertamente establecer fácil comunicación con estas páginas que conjugan, en su letra y espíritu, lo tradicional y lo moderno; y sentirse no sólo interpelado sino eficazmente orientado por ellas en cuestiones fundamentales de su existencia. Vivimos una época de crisis espiritual semejante en muchos sentidos a la que diagnosticó e intentó superar el autor de estos Discursos. Es una crisis en la que el mundo parece desmoronarse y en la que el hombre cristiano está especialmente llamado a reconocer su identidad y a usar todas las energías que se encierran en su condición de hijo de Dios. José MORALES DEDICATORIA Al Muy Reverendo Nicolás Wiseman, Doctor en Teología, Obispo de Melipotamus y Vicario Apostólico del Distrito de Londres. Mi querido Señor: Presento a la amable aceptación y al patronazgo de vuestra Señoría la primera obra que publico como padre del Oratorio de San Felipe Neri. Tengo una suerte de pretensión a solicitar este permiso para hacerlo, como prenda de mi gratitud y afecto hacia vuestra Señoría, a quien debo principalmente el hecho de ser, bajo Dios, hijo espiritual de tan gran santo. Al hacerme católico me encontré en el distrito de vuestra Señoría, y por su sugerencia me trasladé primero a vuestra inmediata vecindad y más tarde os dejé para marchar a Roma. Allí tuve ocasión de ofreceros mi persona, con la benévola aprobación del Santo Padre, para el servicio de San Felipe, de quien os había oído hablar frecuentemente antes de abandonar Inglaterra, y cuyo carácter risueño y atractivo había ganado mi devoción incluso cuando yo era todavía protestante. Podéis advertir por tanto, mi querido Señor, lo mucho que tenéis que ver con mi actual situación en la Iglesia. Pero vuestra relación conmigo es mayor aun de lo que he expresado. No puedo olvidar que, cuando en 1839, cruzó mi mente por primera vez la duda sobre la sostenibilidad de la doctrina teológica que sustenta el Anglicanismo, esta duda procedía en no escasa medida de la lectura de un trabajo sobre los donatistas, atribuido a vuestra Señoría. Que la gloriosa intercesión de San Felipe sea la recompensa de vuestra fiel devoción hacia él y de vuestra amabilidad conmigo es, mi querido Señor –mientras pido vuestra bendición sobre mí y los míos–, la intensa oración de vuestro amigo y siervo JOHN HENRY NEWMAN del Oratorio En la Fiesta de San Carlos 1849 DISCURSO PRIMERO: LA SALVACIÓN DEL OYENTE, INTENCIÓN DEL PREDICADOR Una tarea evangélica Cuando un grupo de hombres llega a un barrio desconocido [1], como hacemos ahora nosotros, que somos extraños ante extraños, y se establece, y levanta un altar, y abre una escuela, e invita a todos a acercarse, es lógico que quienes observan se hagan esta pregunta: ¿qué motivo les trae?, ¿quién les ha hecho venir?, ¿qué quieren?, ¿qué predican?, ¿qué garantías ofrecen?, ¿qué prometen? Tenéis derecho, hermanos míos, a formular estos interrogantes. Muchos, sin embargo, no se detendrán en la pregunta, y pensarán que pueden contestarla por sí mismos sin dificultad. Hay algunos que la responderán pronta y convencidamente, según su visión habitual de las cosas y sus propios principios, que podríamos denominar mundanos o terrenos. Pues las ideas, los criterios, los fines del mundo [2] son muy específicos, se ven reconocidos en todo lugar, y la gente actúa continuamente en base a ellos. Suministran una explicación sobre la conducta de los demás, sean quienes fueren, siempre a punto, tan segura de su verdad en los casos corrientes como estimada verosímil en cualquier instancia singular. Cuando hemos de explicar efectos que observamos, los referimos, como es lógico, a causas conocidas. Imaginar causas de las que nada sabemos no aporta explicación alguna. El mundo, por lo tanto, juzga a los demás, natural y necesariamente, según la idea que tiene de sí mismo. Los que conducen una existencia pegada a la tierra y actúan en base a motivos mundanos, y viven con otros que se comportan igual que ellos, atribuirán, como lo más natural del mundo, las acciones de los demás –aunque sean muy diferentes a las suyas– a alguna de las razones que son determinantes para ellos; asignarán siempre los motivos de los que ellos mismos tienen experiencia, pues no son capaces de imaginar otros. Sabemos cómo es el mundo, especialmente en este país [3]. Es laborioso, activo, infatigable. Emprende tareas con entusiasmo y las lleva adelante con vigor. Observadlo tal como se dibuja fielmente, día tras día, en las publicaciones dedicadas a servirlo, y veréis enseguida los fines que lo estimulan y las ideas que lo gobiernan. Leeréis acerca de grandes y perseverantes esfuerzos, realizados con vistas a un fin temporal, bueno o malo, pero después de todo temporal, aunque no sea siempre un fin egoísta. Generalmente es la fama, la influencia, el poder, la riqueza, la posición social; algunas veces es el remedio de los males que afectan a la vida humana o a la sociedad, como la ignorancia, la enfermedad, la pobreza o el vicio; pero el principio que mueve y anima estos afanes es, a pesar de todo, un fin temporal. Y la excitación producida por estas metas terrenas es tan agradable que constituye a menudo su propia recompensa: en el sentido de que, olvidados del fin por el que luchan, los hombres encuentran satisfacción en las tensiones mismas, y se sienten suficientemente recompensados del esfuerzo por el esfuerzo, es decir, por la pelea para triunfar, la rivalidad de grupo, la comprobación de su capacidad, las vicisitudes, riesgos e imprevistos, y las numerosas exigencias de la batalla que combaten, aunque la batalla nunca termine. La miopía mundana Éste es el talante del mundo, y por tanto, insisto, no es extraño que cuando la gente descubre personas que comienzan a trabajar con energía, tratan de que otros les sigan, y actúan externamente como todos, aunque lo hagan en diferente dirección y con un sentido religioso, les impute, sin dudarlo un instante, los temporales motivos que influencian a los demás. Con frecuencia, a modo de acusación, pero a veces sólo como quien registra un hecho juzgado innegable, el mundo da por supuesto que tales hombres son ambiciosos, inquietos o ávidos de prestigio y poder. No sabe pensar mejor, y se molesta e irrita si, a medida que el tiempo discurre, algo se manifiesta en la conducta de los criticados que no es compatible con el presupuesto sobre el que, en primera instanciay sumariamente, se enjuició su actitud y anticipó su trayectoria. Se formó una opinión acerca de ellos, los examinó desde esa perspectiva, y a partir de alguna acción que vino a conocer, les atribuyó sin vacilación un determinado motivo particular como habitual principio de comportamiento. Pero advierte después que debe modificar su juicio, asumir una nueva hipótesis, y explicarse a sí mismo otra vez el carácter y conducta de aquéllos. Queridos hermanos, el mundo no puede dejar de actuar así, porque no nos conoce [4]. Se manifestará siempre impaciente con nosotros por el hecho de que no somos mundanos, como él lo es. Está fatalmente ciego a la única razón que nos mueve, y se cansa de buscar en sus catálogos y registros alguna descripción que nos cuadre; se detiene disgustado, luego de hacer muchas conjeturas, y nos deja de lado como fenómeno inexplicable, o nos odia como a gente misteriosa e intrigante. Hermanos míos, nosotros tenemos miras escondidas –es decir, ocultas por desgracia a los hombres de mundo: ocultas a los políticos, los esclavos del dinero, los ambiciosos, los avarientos, egoístas y voluptuosos–. Porque la religión misma, como su divino autor y maestro, es ya algo escondido a los ojos profanos, y como no la conocen no pueden usarla como clave para interpretar la conducta de los hombres en quienes influye. No saben nada de las ideas y motivaciones que la religión ofrece a los que la reciben y hacen suya. No entran en semejantes cosas ni advierten su sentido, ni siquiera cuando alguien se lo manifiesta; y no creen que un hombre pueda sentirse movido por tales ideas, aunque las profese exteriormente. Son incapaces de ponerse a sí mismos en la situación de un hombre que trata sencillamente, en lo que hace, de agradar a Dios. Son tan estrechos de mente, su contextura espiritual es tan mezquina, que cuando un católico hace profesión de alguna doctrina del Credo –el pecado, el juicio, cielo e infierno, la sangre de Cristo, el poder de los Santos, la intercesión de la Santísima Virgen, o la Presencia Real en la Eucaristía– y dice que éstos son objetos reales que inspiran sus pensamientos e impulsan sus acciones durante el día, no pueden aceptar que esté hablando en serio; porque piensan sin duda que esos puntos son precisamente las dificultades que ese católico encuentra para creer y no suponen otra cosa que tentaciones contra su fe, que logra superar con violencia de su razón y pensando en ellas lo menos posible. No imaginan ni de lejos que estas verdades puedan llenar el corazón y ejercer una saludable influencia sobre la vida, No es extraño, por tanto, que la gente sensual e incrédula recele de toda persona a quien no consigue entender, y sea tan enrevesada en sus imputaciones cuando no quiere decidirse a aceptar la explicación más sencilla. El descuido de lo espiritual Así ha ocurrido desde el principio. Los judíos prefirieron explicar la conducta de nuestro Señor y de su precursor por cualquier motivo excepto el deseo de cumplir la voluntad de Dios. Para los judíos eran ambos, dice Jesús, «como chiquillos que, sentados en la plaza, se gritan unos a otros: os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado lamentos y no habéis llorado» (cfr. Lc VII, 32). Más adelante aclara la razón de este comportamiento: «Yo te bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (cfr. Lc X, 21). Dejad a los incrédulos que sigan su camino y que digan lo que quieran contra nosotros [5]. Esto no nos impide, sin embargo, decir lo que pensamos, lo que Dios eterno piensa y dice. Tenemos tanto derecho a nuestro juicio sobre el mundo apartado de Dios, como el mundo lo tiene a su opinión sobre nosotros. Y tenemos intención de ejercitar ese derecho, porque mientras sabemos que se nos juzga equivocadamente, poseemos testimonio divino de que nuestro juicio es verdadero. Pues aunque muchos se afanan en atribuir nuestra seriedad a algunas de las razones que les mueven a ellos, escuchadme mientras os muestro –tarea no difícil– que son precisamente nuestro temor y oposición a esos motivos, y la compasión que sentimos por quienes son presa de ellos, lo que nos hace tan activos y fastidiosos, y nos impulsa a instalarnos en un barrio desprovisto de atractivos externos pero rebosante de almas. El mundo, que está lleno de cosas temporales y sensuales, se molesta poco por las almas, su estado ante la mirada de Dios, su pasado y las perspectivas de su futuro. Forma por sí mismo y a su manera su propia visión de la existencia, y vive de ella. Nunca se detiene a considerar si es una visión correcta, ni se le ocurre buscar algún criterio externo o fuente de información que ratifiquen la verdad de sus ideas. Se contenta con dar las cosas por supuestas según la primera apariencia, se olvida de pensar en Dios, vive al día, y –en un sentido malo– «no se preocupa del mañana» (cfr. Mt VI, 34). Lo que ve, gusta y maneja le basta; esto representa el límite de sus aspiraciones y conocimiento; sólo lo que convence y funciona le parece respetable; la eficacia es la medida del deber, el poder es la regla de lo justo, y el éxito, la piedra de toque de la verdad [6]. Cree únicamente lo que toca y se muestra escéptico hacia lo que no puede demostrar. Afirma, en consecuencia, que un hombre no necesita hacer demasiado para salvarse; que o bien no ha cometido grandes pecados, o bien será, sin duda alguna, perdonado por haberlos hecho; que puede confiar en la misericordia de Dios respecto a su destino eterno; y que debe rechazar todo autorreproche, queja del pasado, penitencia, mortificación y disciplina, como sentimientos ofensivos hacia la divina misericordia. Esto enseña el mundo, a través de sus sectas y filosofías, sobre nuestra condición en esta vida. ¿Qué nos enseña, en cambio, la Iglesia católica? La perspectiva cristiana del hombre Enseña que originalmente el hombre fue creado a imagen divina, hecho hijo adoptivo de Dios, heredero de la gloria eterna, y partícipe en la tierra de grandes dones y gracias, adelanto de la eternidad. Enseña también que ahora el hombre es un ser caído, que se encuentra bajo la maldición del pecado original y privado de la gracia. Es un hijo de la ira que no puede alcanzar el cielo y está en peligro de perecer. No decimos que esté destinado a la perdición por una ley inexorable [7], porque no perecerá sin desearlo realmente y obrar en consecuencia, y Dios le concede, aun en su estado actual, multitud de inspiraciones y auxilios para conducirle a la fe y a la obediencia. No existe un solo hombre nacido de Adán que no pueda ser salvo, por lo que respecta al necesario auxilio divino. Sin embargo, dados el poder de la tentación, la fuerza de las pasiones, la solidez del egoísmo y la soberanía del orgullo y la pereza en todo hombre, ¿quién se atrevería a afirmar que una determinada persona será capaz de mantenerse obediente a Dios, sin una abundancia de gracias que, por ser desproporcionadas a las exigencias –inexistentes– y a las estrictas necesidades de la humana naturaleza, no puede esperar? Podemos normalmente conjeturar de todo hombre venido a este mundo que, si llega al uso de razón y a pesar de la usual asistencia divina, cometerá pecado y comprometerá la salvación de su alma. No es ligero ni corriente el auxilio por el que el hombre es defendido contra sí mismo. Necesita remedios extraordinarios. ¡He aquí un pensamiento que arroja luz clara sobre el estado presente de las personas! ¡Qué diferente a las ideas que el mundo imagina! ¡Qué penetrante e irresistible ha de ser su influencia en los corazones que lo admitan! Contemplad más detalladamente la historia de un hombre nacido al mundo y educado según sus criterios, y comprenderéis mejor la idea que quiero llevar a vuestra mente. El niño pasa a través de sus dos, tres, cinco años de inocencia, años benditos porque todavía no puede pecar. Pero llega un día decisivo en el que comienza aapreciar la distinción entre el bien y el mal. El día llega antes o después; la edad varía, pero la fecha en cuestión llega en todo caso. El niño tiene ya la posibilidad, terrible y sobrecogedora, de discernir y juzgar que una acción es mala y, sin embargo, ejecutarla. Posee una nítida noción de que ofenderá a su Creador y Juez si hace esto o aquello; es capaz de evitarlo y libre de escogerlo. Tiene, en una palabra, el poder terrible de cometer un pecado mortal. Aunque es joven percibe verdaderamente el pecado y puede prestarle auténtico consentimiento, igual que hizo el ángel malo en su caída. Ha llegado el día. Nadie es capaz de asegurar si se concluirá, si discurrirán muchas horas, antes de que haya usado ese poder y perpetrado de hecho lo que no debe hacer, lo que no necesita hacer [8], lo que puede, sin embargo, hacer. ¿Conocemos a alguien que, si hubiera permanecido en su estado de naturaleza, habría empleado adecuadamente todas sus facultades para evitar la culpa y la pena de ofender a Dios? No, hermanos míos. Una ciudad como la nuestra es un pavoroso espectáculo. Recorremos las calles y nos encontramos con innumerables personas que no han recibido el Bautismo. El resto está formado en gran medida por bautizados que han pecado contra la gracia recibida y desde jóvenes se han apartado de la única grey donde se encuentra la salvación. Razón y pecado han caminado juntos desde el principio. ¡Pobre niño! A sus padres parece el mismo. No saben lo que ha ocurrido en él, o quizás si lo supieran no lo juzgarían importante, porque ellos también se hallan en situación parecida. Ellos también, mucho antes de conocerse, habían faltado gravemente, y nunca se reconciliaron con Dios. Así han vivido años, inconscientes de su estado. Un día se casaron, ocasión de alegría para ambos, mas no tanto para los ángeles. Eran ricos o pobres, afortunados o no en sus asuntos temporales, pero su unión no fue –por así decirlo– bendecida por Dios. Tuvieron un hijo. El niño bautizado no se vio señalado por el maligno en su nacimiento, pero arrastraba consigo los presagios del mal y seguiría con probabilidad el curso de toda carne. Ha llegado el tiempo; los presagios se cumplen, y el hombre joven se aleja de Dios libremente. El fruto prohibido ha sido por fin devorado; el objeto pecaminoso se ha consumido con fruición; las puertas del infierno le han atrapado silenciosamente [9] y no se ha dado cuenta; no tiene ojos para las llamas, pero los habitantes infernales le observan; no sabe que su sitio está dispuesto. A menos que su Creador intervenga de alguna manera extraordinaria está perdido. Amenaza de corrupción interior Su mente, sin embargo, no controla su propio crecimiento, porque él se ha hecho esclavo de sus debilidades. El intelecto se despierta, el tiempo avanza, nuestro joven aprende cosas, posee quizás habilidades, y otros le enseñan a desarrollarlas. Sus modales son atractivos, él es alegre y jovial, como suelen ser los adolescentes. Paso a paso se le educa para la vida, forma sus juicios, escoge sus principios y se moldea un determinado carácter. Este carácter puede ser más o menos bondadoso, puede encerrar poco o mucho de virtud natural; pero todo esto no importa demasiado, porque el mal está dentro, existe e irá a más. El enemigo de su alma anda suelto en torno a él. Durante un tiempo siguió con algunas de sus oraciones, pero ya las ha abandonado. Eran una formalidad y no tenía ganas de rezarlas. ¿Por qué había de continuar con ellas? ¿Para que servían? ¿Acaso estaba obligado a mantenerlas? Así razona. Ha actuado según su razonamiento e interrumpido las oraciones. Quizás fue ésta su primera falta, la falta grave inicial que le arrancó la gracia: un acto de incredulidad en la eficacia de la oración. Siendo todavía un niño se negó a rezar, con el pretexto de que era demasiado mayor para hacerlo y que sus padres tampoco rezaban. Abandonó la oración, y el tentador entró en su alma, tomó posesión de él, se instaló cómodamente como en casa propia y vivió en su corazón sin ser molestado. ¡Pobre niño! Cada día añade nuevas ofensas a su cuenta. Los requerimientos de la gracia consiguen un efecto cada vez menor. Respira el aire del mal y se corrompe día tras día más fatalmente. Ha prescindido del pensamiento de Dios y se ha colocado a sí mismo en lugar del Altísimo. Ha rechazado las costumbres religiosas que ve en torno suyo, y elegido en cambio, como guía de la vida, las tradiciones mundanas, más afines con su carácter. Está seguro de sus puntos de vista y no sospecha que el mal le acompaña, Sabe ya burlarse de los hombres prudentes y de las cosas serias, aprende enseguida las historias que circulan contra ellos, y habla con aplomo de aquello que es incapaz de juzgar o conocer. Cuanto menos cree en la doctrina cristiana, más sabio se estima a sí mismo. Si su buen talante natural le impide hablar con animosidad, se une, sin embargo, por descuido o imitación, al escarnio de cosas y personas sagradas. Es agudo, diligente e ingenioso, y emplea sin darse mucha cuenta estas cualidades en la causa del mal. Alienta una secreta antipatía hacia las verdades y actividades religiosas, así como una repulsión inconsciente, que no conseguiría explicar si alguna vez lo intentara. Así le ocurrió a Caín, primogénito de Adán, que asesinó a su hermano sencillamente porque las obras de éste eran buenas. Así les ocurrió a aquellos desgraciados niños de Bethel, que insultaron al profeta Elíseo. Cualquier cosa sirve, en efecto, al propósito ridiculizador y ofensivo del hombre de mundo, que se irrita siempre por la presencia de la religión. El peligro de las apariencias Podría continuar y referirme a la perversión, todavía más repulsiva y oculta, que crece y se propaga en este joven, a medida que pasa el tiempo y la vida se abre ante él. ¿Quién logrará explorar lo profundo de ese mal cuya retribución es la muerte? ¡Qué tremenda visión la de este mundo caído, atractivo y hermoso por fuera, razonable en sus afirmaciones, vergonzoso y ocultador de sus faltas, y, sin embargo, una masa de corrupción bajo la superficie! Se avergüenza de sus pecados y, sin embargo, no se confiesa a sí mismo que lo son, sino que los defiende cuando la conciencia censura, y quizás afirma con audacia que si todo impulso es permisible en sí, debe ser siempre bueno en un individuo; es más, que la autosatisfacción se justifica a sí misma y que la tentación es voz de Dios. Pero no necesito analizar la influencia recíproca o el poder combinado del orgullo y la sensualidad –la sensualidad investiga los caminos que llevan al mal y el orgullo los consolida– hasta que las verdades elementales de la Revelación llegan a considerarse simples leyendas infantiles. No he pretendido otra cosa que situar en su curso, por así decirlo, a la pobre naturaleza, y dejarla a vuestra reflexión, al comentario individual que cada uno de vosotros podrá sin duda añadir a este leve bosquejo, descubriendo en la propia mente y en la propia conciencia lo que ninguna palabra sabe formular adecuadamente [10]. Su trayectoria terrena continúa. El joven se ha convertido en hombre. Tiene ya una profesión o un oficio. Trabaja con éxito, se casa, como su padre hizo antes que él. Desempeña su papel en la escena de la vida mortal; las relaciones aumentan con los años; alcanza una estimable reputación y ejerce influencia en la esfera social donde se mueve: la reputación e influencia de un hombre sensible, prudente y sagaz. Los hijos crecen junto a él, la madurez pasa y su estrella comienza a declinar. En la balanza y medida del mundo, ha llegado a una edad respetada y venerable, ha sido un hombre de mundo y éste le muestra reconocimiento y tributa alabanzas. ¿Pero qué es él en la balanza del cielo? ¿Cuál es el juicio divino sobre su vida? ¿Qué decir de su alma? ¿Su alma? ¡Ah! Es algo que tenía olvidado. Había olvidado que poseía un alma, y sin embargo el alma está desde el principio al final a la vista de su Hacedor. Posuisti saeculum nostrum in illuminatione vultus Tui (cfr. Ps LXXXIX,9): «Has colocado nuestra vida bajo la luz de Tu rostro». ¡Qué pena! El mundo no sabe nada sobre su alma; se despreocupa de ella; no la reconoce; solamente ve en él un intelecto dentro de un cuerpo mortal; le importa el hombre mientras está aquí, y se olvida de él cuando marcha hacia allá. Y a pesar de todo ha llegado el momento en que debe abandonar el aquí para situarse allí, y desaparece de la vista, envuelto por las sombras de aquel mundo invisible, acerca del cuál el mundo visible es tan escéptico. La hora de la verdad Nos interesa, por tanto, a quienes creemos en el mundo que no se ve, preguntarnos qué ocurre a todo esto con su alma. Ha tenido en vida placeres y satisfacciones, así como una excelente fama; atemperó sus opiniones a medida que los años pasaban y comenzó a pensar que el orden y la religión eran cosas buenas, que debía prestarse cierta deferencia a la religión del país [11] y alguna asistencia a los servicios religiosos. Pero este hombre no es otra cosa que un sepulcro blanqueado, como dice el Señor, sucio en el interior con huesos de muerto y toda clase de corrupción. Todos los pecados de su juventud, de los que nunca se arrepintió y que jamás repudió, sus antiguas profanaciones, sus impurezas, odios e idolatrías se pudren con él, cubiertos y ocultos solamente por estratos sucesivos de faltas más recientes. Su corazón es casa de tinieblas, intervenida, violada, poseída por malos espíritus. Él mismo es un ser sin fe y sin esperanza. Si mantiene algo como verdad, lo defiende únicamente a modo de opinión, y si conserva una cierta paz y calma, es la calma, no del cielo, sino del decaimiento y la disolución. Ahora el viejo enemigo ha expulsado a su ángel bueno y se halla próximo a él; alegre en su victoria, espera paciente la presa; el tentador ya no le invita a cometer nuevas faltas, no sea que su conciencia se turbe; se limita a dejarle tranquilo para que se distraiga con apariencias de fe, piedad y práctica religiosa; le ayuda incluso a que se cubra con formas de religión que consuelen la debilidad de su edad terminal, pues sabe bien que no puede durar mucho, que la muerte es cuestión de tiempo, y que pronto podrá llevarlo con él. La hora inevitable ha llegado, y muere. Muere apaciblemente. Sus amigos están consolados. Dan gracias a Dios, que lo tomó consigo y libró de las penas de la vida y los dolores de la enfermedad. «Un buen padre», dicen, «un excelente vecino», «un hombre sinceramente lamentado en su muerte por innumerables amigos». Quizás añadan que «murió firmemente confiado en la misericordia de Dios». Pero no saben que hubiera necesitado algo que está más allá de la misericordia divina: necesitaba de un atributo que es incompatible con la perfección última, que no se encuentra, que no puede encontrarse, en el Dios de suma gloria y de suma santidad. «Confiado» iría sin duda, «en las promesas del Evangelio», que sin embargo, nunca fueron suyas o perdió muy pronto. Pasa el tiempo, y de vez en cuando se le dedica algún comentario respetuoso o tierno. Pero mientras tanto –a pesar de este mundo falso, y aunque sus hijos no lo acepten, y griten, y protesten con indignación cuando se alude a verdad tan seria– él levanta sus ojos, atormentado y «sepultado en el infierno» (Lc XVI, 22). Ésta es la historia de un hombre en estado de naturaleza, en estado de indigencia espiritual, para quien el Evangelio nunca fue una realidad, en quien la buena semilla nunca echó raíces y el auxilio divino se dispensó en vano. Ésta es su triste crónica. Pero he hablado sólo de un hombre, y sin embargo, queridos hermanos, es la historia de miles: es de una forma u otra el caso de todos los hombres mundanos. «Apenas nacidos –dice la Sabiduría– dejaron de existir, y no pueden mostrar signo alguno de virtud, y se consumen en su maldad» (Sap V, 13). Pueden ser ricos o pobres, cultos o ignorantes, refinados o zafios, decentes exteriormente o de vida escandalosa, pero en el fondo son todos iguales. No tienen fe, no tienen amor. Son impuros y orgullosos. Se muestran muy de acuerdo unos con otros, tanto en opiniones como en conducta. Advierten este acuerdo mutuo y lo consideran una prueba de que su conducta es correcta y sus opiniones verdaderas. Como el árbol, así es el fruto. No es de extrañar que exista en todos el mismo fruto, si procede de la misma raíz, de una naturaleza no regenerada e inmunda [12]. Ellos, en cambio, lo consideran bueno y saludable, porque ha madurado en muchos. Y expulsan como odiosa e insoportable la doctrina pura de la Revelación, tan severa con ellos. Nadie ama las malas noticias, nadie recibe alegre lo que le condena. El mundo calumnia a la Verdad en defensa propia porque la Verdad le denuncia. El apostolado, aspecto básico de la vida cristiana Si estas cosas son como digo, y si nosotros, católicos, creemos que son así, si las creemos tan firmemente que nos haría felices morir antes que dudarlas, no es extraño ni exige una explicación complicada que vengamos a una población como ésta, a un lugar donde el error religioso y la corrupción que lo acompaña imperan; a una población que ciertamente no es peor que el resto del mundo, pero tampoco mejor. No es mejor porque no posee el don de la verdad católica; no es más pura porque no posee el don de la gracia, único capaz de destruir la impureza; es una población pecadora entregada a satisfacciones ilícitas, cargada de faltas, y expuesta a eterna ruina, porque no ha sido bendecida con la presencia del Verbo Encarnado, que difunde suavidad, tranquilidad y pureza en el corazón. ¿Es de admirar que comencemos a predicar a unos hombres por los que Cristo ha muerto y tratemos de convertirlos a Él y a su Iglesia? ¿Hacen falta más razones? ¿Es necesario atribuir motivos humanos a una conducta tan lógica en quienes aceptan el anuncio y los requerimientos del Evangelio? Si estamos convencidos de que el Redentor ha derramado su Sangre por todos los hombres, es una consecuencia normal que nosotros, sus siervos, hermanos y sacerdotes, no queramos que esa Sangre se derrame inútilmente, se malgaste, por así decirlo, respecto a vosotros, y busquemos haceros partícipes de los beneficios que nosotros mismos hemos recibido. No es razonable que se nos llame vanidosos, inquietos, ávidos de influencia, resentidos, parciales o nombres parecidos, cuando a la vista está el motivo mucho más poderoso y decisivo que explica nuestro celo. ¿Existe mayor incentivo para predicar que la creencia firme de que se anuncia la verdad? ¿Hay algo que impulse a convertir las almas como la conciencia del pecado y del peligro eterno en que viven? Nada persuade tanto a urgir a los hombres su entrada en la Iglesia como la convicción de que la Iglesia es el medio normal que Dios emplea para salvar a los iniciados por el mundo en el pecado y la incredulidad [13]. Admitid solamente que creemos lo que profesamos –lo cual no es mucho pedir, pues nada hemos hecho para merecer desconfianza– y entenderéis sin dificultad nuestro propósito. Venimos porque creemos que sólo hay un camino de salvación señalado desde un principio, y que no vais por ese camino. Venimos como ministros de la gracia extraordinaria de Dios que necesitáis. Venimos porque hemos recibido un gran don divino, y deseamos que participéis de nuestra alegría, pues está escrito: «Gratis lo recibisteis, gratis dadlo» (cfr. Mt X, 8); y porque no nos atrevemos a esconder en un paño las misericordias de Dios: que se nos han concedido no sólo por nosotros, sino para el beneficio de los demás. Este celo, aunque pobre y débil en nuestras personas, ha sido la vida de la Iglesia y el aliento de sus predicadores y misioneros en todas las épocas. Fue el sagrado fuego que trajo del cielo al Señor y que Él deseaba comunicar con esfuerzo a quienes le rodeaban. «He venido a traer fuego sobre la tierra – exclama– y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (cfr. Lc XII, 49). Éste fue también el sentimiento del gran Apóstol a quien su Señor se apareció para trasmitirle idéntico fervor. «Te envío a los gentiles–le dice en su conversión– para que abras sus ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás a Dios». Y consecuentemente comienza enseguida a predicarles que deben arrepentirse y volverse a Dios con frutos dignos de penitencia, pues dice: «La caridad de Cristo le urge», y «se ha hecho todo para todos, con el fin de salvar a todos», y que «soporta cualquier cosa a causa de los elegidos, para que obtengan la salvación que está en Cristo Jesús y la gloria eterna». Ésta fue la llama que ardía dentro de los predicadores a quienes los ingleses debemos el Cristianismo. ¿Qué otra cosa les trajo desde Roma a una isla lejana y a un pueblo bárbaro, entre temores y sufrimientos innumerables, sino el deseo incontenible y soberano de salvar al que perecía y unir los miembros y esclavos del maligno al cuerpo de Cristo? Éste ha sido el secreto de la propagación de la Iglesia desde el principio, y lo será hasta el final. Ésta es la razón por la que la Iglesia, con la gracia de Dios y ante la sorpresa mundana, convierte las naciones y hace lo que ninguna secta puede imitar. Ésta es la razón por la que misioneros católicos se mezclan generosamente entre fieros indígenas y se exponen a los más crueles tormentos, conocedores del valor de un alma, conscientes del mundo futuro y amantes de sus hermanos. Nosotros, hermanos míos, no somos dignos de que nuestro nombre se mencione junto al de evangelistas, santos y mártires. Venimos en un tiempo pacífico, en un momento social tranquilo, recomendados por el discreto sobrecogimiento y la reverencia que, digan lo que digan, la mayoría de los ingleses siente por la religión de sus padres, que ha dejado en esta tierra tantas huellas de su antigua influencia. No exige gran celo en nosotros ni gran caridad interpelaros sin riesgo alguno e invitaros a dejar un camino de muerte para ser salvos. No exige nada grande, heroico o santo. Exige únicamente convicción –y ésta no nos falta– de que la religión católica ha sido dispensada por Dios para la salvación de los hombres, y que las demás religiones no son otra cosa que imitaciones. Exige simplemente fe, intención recta, corazón honrado y un mensaje claro. Venimos en nombre de Dios. Pedimos sólo que se nos oiga, que juzguéis por vosotros mismos si hablamos o no las palabras de Dios. Esto no es pedir demasiado, aunque es bastante más de lo que la mayoría de los hombres suele conceder, porque no se atreve a escucharnos y se muestra impaciente a causa de prejuicios o por temor a conseguir certezas y convicciones. Hay muchos, en efecto. que tienen buenas razones para prestarnos atención, que debían albergar una cierta confianza en nosotros, y que sin embargo, cierran los oídos, se apartan, y prefieren aventurarse en la eternidad sin escuchar lo que venimos a decirles. ¡Qué tremendo! Pero vosotros no sois, no podéis ser como ellos. No solicitamos vuestra confianza, porque aun no nos conocéis. No pedimos que aceptéis sin más nuestras palabras. Os invitamos simplemente a considerar, primero, que tenéis almas que salvar, y, en segundo término, a juzgar por vosotros mismos si, de haber revelado Dios una religión para redimiros, esa religión puede ser otra que la fe que os predicamos. DISCURSO SEGUNDO: DESCUIDO DE LAS LLAMADAS Y ADVERTENCIAS DIVINAS Los pretextos de la tibieza Nadie ofende a Dios sin justificarse ante sí mismo con algún pretexto. Todo hombre se siente impulsado a hacerlo porque no es como los animales. Tiene dentro de sí un don divino llamado razón que le obliga a explicar sus acciones como en presencia de un tribunal [14]. No puede, por tanto, actuar al azar. Haga lo que haga, debe obrar según un criterio. De otro modo se sentirá turbado e insatisfecho consigo mismo. No es que sea muy exigente sobre si debe aducir una buena o mala razón; pero alguna razón ha de invocar. De aquí que a veces encontremos hombres que abandonan todo deber religioso e invocan la conducta defectuosa de personas devotas conocidas o de ministros sagrados o fieles, como excusa – bastante trivial, por cierto– de su negligencia. Otros alegan el hecho de vivir lejos de la iglesia, o estar tan ocupados en casa, quieran o no, que les resulta imposible servir a Dios como deben. Otros dicen que es inútil hacer más intentos, que han ido a la confesión una y otra vez, y tratado de evitar el pecado sin conseguirlo; e interrumpen así un esfuerzo que juzgan estéril. Otros, al caer en pecado, se excusan con la observación de que simplemente siguen la naturaleza; que los impulsos de ésta son muy fuertes, y que no puede ser malo secundar las inclinaciones naturales que Dios nos ha dado. Otros, más audaces, se desprenden completamente de la religión, niegan su verdad, llegan a negar incluso la providencia de Dios sobre sus criaturas. Rechazan con desenfado la existencia de una vida después de la muerte, y así las cosas, serían ciertamente unos necios si no buscaran ahora el placer y no aprovecharan lo mejor posible esta pobre vida. Hay otros, a quienes voy a dirigirme especialmente, que procuran infundirse paz a sí mismos con el pensamiento de que algo ocurrirá que les libre de eterna ruina, aunque de momento continúen negligentes de Dios. Se dicen que falta todavía mucho camino hasta la muerte; que dispondrán de numerosas ocasiones favorables para rectificar; que desde luego se arrepentirán a su debido tiempo, cuando se acerque la vejez; que, por supuesto, piensan convertirse; que, tarde o temprano, sanearán su situación espiritual; y –si son católicos– añaden que se cuidarán de morir con los últimos sacramentos y que, por tanto, no necesitan preocuparse más por la cuestión. La presunción Estas personas, hermanos míos, tientan a Dios. Someten a prueba la magnitud de su bondad, y pudiera ocurrir que se excedan y experimenten no su perdón misericordioso sino su severidad y su justicia. Así se condujeron los israelitas en el desierto con respecto al Señor. En vez de sentir sobrecogimiento ante Él, lo trataban con desenvoltura y abusiva familiaridad. Se excusaban, formulaban continuas quejas, se permitían censuras, como si Dios fuera un hombre débil, como si fuera su siervo y ministro. En consecuencia, se nos dice que «el Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras» (cfr. Num XXI, 6). A esto se refiere San Pablo cuando escribe: «Ni tentemos al Señor como algunos de ellos le tentaron y perecieron víctimas de las serpientes» (cfr. I Cor X, 9). Es una advertencia de que aquellos que se conducen con osadía e imprudencia con Dios no obtendrán el perdón buscado; se sorprenderán, más bien, en los dominios de la antigua serpiente, beberán su veneno, y perecerán entre sus garras. El mismo espíritu seductor se apareció en persona a nuestro Señor e intentó arrastrarle a este pecado. Lo colocó en el pináculo del templo y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, arrójate abajo, porque está escrito: “a sus ángeles te encomendará y te llevarán en sus manos, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”», pero el Señor replicó: «También está escrito: “no tentarás al Señor tu Dios”» (cfr. Mt IV, 6 s.). De igual modo, innumerables hombres se sienten tentados actualmente a lanzarse por el precipicio del pecado, y se confían con la idea de que no llegarán hasta el fondo; que no se estrellarán contra las afiladas rocas o se sumergirán en llamas, porque allí, en el momento y lugar de suprema necesidad, estarán los ángeles y los santos –o al menos Dios misericordioso– para interponerse y sacarlos indemnes de la prueba. Ésta es la falta de la que voy a hablar: no es un pecado de incredulidad, soberbia o desesperación, sino de presunción. He aquí el tipo de pensamiento que cruza la mente de estos hombres y que les tranquiliza en su camino irreligioso. Se dicen a sí mismos: «Ahora no puedo dejar esta falta; me es imposible abandonar estas satisfacciones; no soy capaz de suprimir este hábito intemperante; no puedo prescindir de estas ganancias ilícitas; no puedo romper con estos colegas o superiores que me impiden seguir mi conciencia.En estos momentos no estoy en condiciones de servir a Dios; no tengo tiempo para atender los asuntos de mi alma; no siento deseos de cambiar; no me dice nada la religión. Será más fácil después; en un futuro será tan natural arrepentirse como lo es ahora pecar; pues entonces experimentaré menos tentaciones y dificultades. Los hombres viejos son a veces libertinos, pero en general se comportan religiosamente; lo normal es que sean gente devota; quizás usan mala lengua, juran, dicen mentiras e incurren en parecidas minucias, pero están limpios de pecado grave, y si de repente mueren tienen resuelto el destino eterno». Cuando les sorprende alguna tentación razonan del siguiente modo: «Es un solo pecado; nunca lo cometí anteriormente ni lo cometeré de nuevo mientras viva»; o bien: «He obrado igualmente mal otras veces antes de ahora; es solamente un pecado más; al fin y al cabo habré de arrepentirme en algún momento y, decidido a ello, es tan fácil arrepentirse de un pecado más como de un pecado menos, dado que tendré que repudiar todo pecado»; o bien: «Si perezco no me faltará compañía, pues lo mismo le ocurrirá a éste y a aquél; además, soy casi un santo en comparación con algunos, y conozco hombres arrepentidos que habían obrado mucho peor antes que yo». La vía del pecado Los que se dicen estas excusas, hermanos míos, no conocen el pecado en su verdadera naturaleza, ni sus propios pecados en particular. No entienden la repulsión ni la multitud de sus faltas. Es conveniente, por tanto, recordar uno o dos puntos de doctrina católica que ayuden a situar el tema bajo una luz más clara de la usual. Estas verdades resultan sencillas y obvias, pero han sido olvidadas por las personas a que me refiero. De otro modo no conseguirían aquietar su razón y su conciencia mediante argumentos tan frívolos. En primer lugar, debéis advertir que cuando un cristiano dice: «He pecado ya antes tan gravemente como ahora» o «éste es solamente un pecado más» o «en último término tendré que arrepentirme y entonces me arrepentiré de todo a la vez», olvida que todos sus pecados se encuentran a la vista de Dios, en el libro de la vida, acumulados contra él uno tras otro, a medida que los ha cometido. Olvida que la ofensa que ahora comete no es un mero pecado singular, aislado de los demás, sino que forma parte de una serie, de una larga cadena, y que aunque sea solamente uno no es el pecado uno, dos o tres, sino el milésimo, diezmilésimo o cienmilésimo de un prolongado camino pecaminoso. No es el primero de sus pecados, sino el último, quizás el verdaderamente último y terminal pecado. La persona olvida, consigue olvidar, trata de olvidar, desea olvidar todos los pecados anteriores, o bien los recuerda sólo como ejemplos de su mala conducta pasada e impune, y pruebas de que puede pecar todavía con impunidad. Pero cada pecado tiene su historia. No es un accidente. Es el fruto de anteriores pecados de pensamiento u obra; es la manifestación de viejos hábitos profundamente asentados y ampliamente extendidos; es la agravación de una enfermedad virulenta. E, igual que se afirma que la última brizna hunde el espinazo del caballo, así nuestro último pecado, sea el que sea, es el que destruye nuestra esperanza y nos hace perder el cielo. Por tanto, hermanos míos, es una artimaña del enemigo de vuestra alma lo que os hace contemplar vuestras faltas una a una, cuando la verdad es que Dios las ve como un todo único. Signasti quasi in sacculo delicta mea, dice Job: «has sellado mis pecados como dentro de un saco» (cfr XIV, 17), y un día serán contados. Por separado, los pecados son como las pinceladas que un pintor añade, una tras otra, al cuadro que pinta; o como las piedras que el albañil apila y une con cemento en la pared que levanta. Forman una unidad, son aspectos de un todo, apuntan a un fin y aceleran su consecución. El desenlace de las faltas acumuladas Cometed ese pecado que os empeñáis en considerar una acción aislada, miradlo como Eva contempló la fruta prohibida, fijaos sólo en su aparente insignificancia, y quizás descubráis al final que era el remate de una torre de rebelión, que sube ante la mirada de Dios y colma la medida de vuestras maldades. «Llenad la medida de vuestros padres», dice el Señor a los fariseos hipócritas. La ira que vino sobre Jerusalén no fue causada únicamente por los pecados del día en que Cristo llegó, aunque ese día presenció la más terrible de las faltas: su repudio por el pueblo judío. Esa conducta, sin embargo, no fue otra cosa que el coronamiento de un largo camino de rebelión. También en un tiempo anterior, el de Abraham, antes de que los hebreos poseyeran la tierra prometida, tuvo lugar un gran pecado entre los paganos que la habitaban, y a pesar de todo no fueron destruidos inmediatamente, porque la misericordia divina hacia ellos no se había agotado aún. El Señor concedió todavía la gracia al pueblo extraviado y esperó su arrepentimiento. Pero adivinó que la espera sería vana, y lo dio a entender cuando anunció que no entregaría la tierra de inmediato al pueblo elegido «porque las iniquidades de los Amorritas no habían llegado a su colmo». Llegaron cien años después, y los israelitas fueron introducidos entonces en el territorio con el mandato de destruir con la espada a los ocupantes. Conocéis asimismo la historia de Baltasar. En medio de su fastuoso banquete, hizo traer –ebrio de vino– los ricos vasos del templo de Jerusalén, para que bebieran sus nobles, mujeres y concubinas. Y en aquella hora se vieron unos dedos como de hombre que escribían la ruina del rey y de su reino sobre el muro de la festiva sala. Las palabras decían: «Dios ha medido tu reinado y le ha puesto fin; has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso» (cfr. Dan V, 26-27). Aquel pobre príncipe no había llevado la cuenta de sus faltas. A la manera de un pródigo que no repara en sus deudas, continuó día tras día, año tras año, sumido en su orgullo, su crueldad y sus satisfacciones sensuales, insultando a su Creador, hasta agotar la divina misericordia y desbordar el cáliz de la ira. Llegó su hora. Cometió un pecado más y la copa rebosó, el juicio le alcanzó en su instante y desapareció de la tierra. No es necesario que el último pecado sea un gran pecado. Puede ser menor que los precedentes. Había un hombre rico, mencionado por el Señor, que, recogidas sus abundantes cosechas, se dijo a sí mismo: «¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?» Y dijo: «Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, y edificaré otros mayores y juntaré allí todo mi trigo, y diré a mi alma: tienes muchos bienes, descansa, come, bebe, diviértete» (cfr. Lc XII, 17-19). Fue llevado aquella misma noche. No era una falta muy llamativa, y seguramente no fue su primer gran pecado. Fue el último episodio en una larga cadena de actos de egoísmo y olvido de Dios, no mayor en intensidad que los anteriores, pero completando un número. Así también, cuando Nabucodonosor, padre del rey aludido más arriba, después de despreciar por un año entero las advertencias de Daniel, que le invitaba al arrepentimiento, exclamó un día a la vista de su ciudad: «¿No es ésta la gran Babilonia que yo he edificado como mi residencia real, con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad?» (cfr. Dan IV, 27). De repente, cuando aún estaban estas palabras en su boca, el juicio vino sobre él, contrajo una extraña enfermedad, fue separado de los hombres y se alimentaba de hierba como los bueyes. Su final acto de soberbia no fue mayor, quizás, de los que cometió en los doce meses anteriores. La importancia de un solo pecado No, hermanos míos, no debéis pensar que domináis a la misericordia divina, simplemente porque la falta que ahora cometéis parece pequeña. El último pecado no es siempre el pecado mayor. Además, no podéis calcular cuál va a ser vuestro último pecado en base al número de los que han tenido lugar antes: ni siquiera aunque pudierais contarlos, pues el número varía según la persona. Ésta es otra grave consideración. Podéishaber cometido uno o dos pecados, y descubrir después que estáis perdidos irremisiblemente, mientras que otros que han faltado más veces no lo están. La causa sólo es conocida por Dios, que muestra misericordia y concede su gracia a todos, y que muestra mayor misericordia y concede más gracia a un hombre que a otro. El Señor da a todos gracia suficiente para su salvación; a todos concede más de lo que tienen derecho a esperar, pero concede a algunos más que a otros. Nos dice Él mismo que si los habitantes de Tiro y Sidón hubieran visto los prodigios realizados en Corozaín, habrían hecho penitencia. Es decir, había algo que podía haberlos convertido, y no se les concedió [15]. Hasta que no consideremos esto, no podremos alcanzar una idea correcta del pecado en sí mismo, y de nuestro destino si vivimos en él. Así como Dios establece para cada hombre la medida de su estatura, las características de su mente, y el número de sus días, que no son iguales para todos, dispone también que un hijo de Adán viva un día y que otro cumpla ochenta años; que un hombre llegue a su pecado número ochenta y que otro cometa solamente el primero. No sabemos por qué ocurre así, pero es similar a lo que se verifica en asuntos humanos sin provocar sorpresa alguna. A veces entre dos condenados por la justicia, uno logra el perdón y el otro es entregado al cumplimiento de la pena; y esto se hace donde nada invita a elegir entre la culpabilidad de uno o de otro, y las razones que determinan la diferencia de trato son puramente accidentales y externas a los dos individuos. Del mismo modo oímos a veces cómo se diezman prisioneros, es decir, cómo se procede a ejecutar uno de cada diez, y se deja el resto. Así sucede, salvadas las distancias, con los juicios de Dios, aunque no podemos averiguar sus razones. El Señor no está obligado a librar a ningún pecador. Podría sentenciar a todos. Lo indico solamente para mostrar cómo nuestros criterios de justicia aquí abajo no eliminan diferencias en el tratamiento dispensado a unos hombres o a otros. El Creador concede tiempo a un hombre para que se convierta, y se lleva a otro mediante una muerte repentina. Permite que uno muera con los últimos sacramentos, mientras otro muere sin un sacerdote que reciba su imperfecta contrición y le absuelva. Uno muere perdonado y el otro tal vez no. Nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá en su propio caso. Nadie puede prometerse tiempo seguro para el arrepentimiento, o que, si dispone de tiempo, se verá movido sobrenaturalmente hacia Dios, o que tendrá cerca un sacerdote que le absuelva. Algunos se han perdido por su primera falta. Éste fue, según enseñan los teólogos, el caso de los ángeles rebeldes. Mediante un solo pecado, un pensamiento perfecto de orgullo, perdieron su estado primero y se convirtieron en demonios. Hay santos que testimonian ejemplos de hombres, incluso de niños, que, de igual modo, han proferido una blasfemia u otra falta deliberada y han sido visitados a continuación por la justicia divina. Casos similares aparecen en la Sagrada Escritura. Me refiero al sobrecogedor castigo de un solo pecado, sin atención a la virtud o distinción del pecador. Adán, por una sola falta, pequeña en apariencia –comer el fruto prohibido–, perdió el paraíso y causó la ruina de toda su descendencia. Los betsamitas se atrevieron a mirar el Arca del Señor y en consecuencia murieron más de cincuenta mil. Oza tocó el Arca con la mano para evitar que cayera y quedó muerto en el sitio por su imprudencia. El hombre de Dios de Judá comió pan y bebió agua en Bethel, contra el mandato divino, y fue devorado al poco tiempo por leones. Ananías y Safira mintieron y cayeron muertos apenas habían terminado de hablar. ¿Quiénes somos para que Dios aguarde por más tiempo nuestro arrepentimiento, cuando no esperó a juzgar a quienes pecaron menos que nosotros? El silencio de Dios Queridos hermanos, estos pensamientos presuntuosos nacen de una noción incorrecta acerca de la gravedad del pecado en sí. Somos culpables, e incapaces por tanto de actuar como jueces en causa propia. Nos amamos a nosotros mismos, defendemos nuestro caso, el pecado nos resulta algo familiar y, por vanidad, no nos reconocemos perdidos. No sabemos en realidad qué son el pecado, el castigo y la gracia. No sabemos qué es el pecado, porque no conocemos a Dios. No tenemos medida para compararlo hasta que no descubrimos lo que Dios es. Solamente la gloria, perfecciones, santidad y belleza divinas pueden enseñarnos, por contraste, a sentir el pecado; y dado que en esta vida no vemos a Dios, debemos recibir con la fe, hasta llegar al cielo, qué sea el pecado. Aun entonces, sólo seremos capaces de odiarlo si tratamos ahora de buscar, alabar y glorificar a Dios; sólo advierte la plenitud de maldad contenida en la conducta pecadora Aquel que, conociendo al Padre desde la Eternidad con perfecto conocimiento, mostró con la muerte su sensibilidad única hacia el pecado, y siendo Dios se entregó a terribles sufrimientos de alma y cuerpo como adecuada satisfacción por la culpa. Recibid Su palabra, o más bien Sus obras, como garantía de la verdad de esta doctrina sobrecogedora: un sólo pecado grave basta para alejaros de Dios definitivamente. El hecho de que Dios difiera su juicio, y tengáis ocasión de sumar nuevas faltas a las anteriores, significa sólo que, llegado el castigo, será mayor. Dios es terrible cuando habla al pecador. Es más terrible cuando se contiene. Es aún más terrible cuando calla. Hay hombres a quienes permite una larga vida, de feliz apariencia, al margen de Dios. Nada indica externamente ni les recuerda lo que va a suceder, hasta que un día les sorprende la sentencia irreversible. Así como la corriente de un río fluye suavemente cercana ya a la catarata, también la vida de aquellas personas discurre en silencio y tranquilidad. «No padecen los trabajos propios de los hombres, ni sufren penas como los demás». «Sus hogares se mantienen seguros y en paz; la vara del Señor no cae sobre ellos. Sus siervos son abundantes como un rebaño, sus hijos disfrutan y juegan» (cfr. Eccle 2). Así ocurrió a Jerusalén cuando el Señor la abandonó. Nunca había sido tan próspera. Herodes había reconstruido el templo, y los mármoles que lo cubrían, espléndidos de tamaño y belleza, brillaban al sol. Los discípulos dirigieron la atención de Jesús hacia esta circunstancia, pero él veía sólo el sepulcro blanqueado de un pueblo réprobo, y predijo su destrucción: «¿Veis estas cosas? Os aseguro que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (cfr. Mt XXIV, 2). «Al ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos» (cfr. Lc XIX, 42). Oculta, en verdad, permanecía su ruina, pues millones se agolpaban dentro de la ciudad culpable en aquella fiesta anual, y el fin parecía lejano cuando en realidad era inminente. Un diseño del juicio divino ¡Qué terrible cambio, hermanos míos, cuando la sentencia se ha pronunciado, la vida termina, y comienza la muerte definitiva! El pobre pecador ha vivido tanto tiempo en el pecado, que ha olvidado tener faltas de las que arrepentirse. Ha aprendido a olvidar que vive enemigo de Dios. Ha dejado incluso de excusarse, como al principio. Vive en el mundo, no cree en los Sacramentos, ni confía en los sacerdotes. Quizás no oye hablar de la religión católica ni la menciona él mismo, excepto para insultarla o someterla a ridículo. Ocupa sus pensamientos en la familia y el trabajo. Si piensa en la muerte lo hace con repugnancia, como en algo que le separará de este mundo, y no con temor saludable, como en algo que le introducirá en el más allá. Ha sido siempre un hombre fuerte y de excelente salud. Nunca ha estado enfermo. La gente de su familia vive mucho, y él cuenta, por tanto, con largo tiempo por delante. Sus amigos mueren antes que él, y siente más desprecio por su insignificancia que dolor por su desaparición. Acaba de casar a una hija, ha establecido a su primogénito, y piensa retirarsede sus actividades, aunque se pregunta cómo empleará el tiempo cuando las haya dejado. No consigue detenerse en la idea de su destino una vez que la vida termine, y si alguna vez lo hace por un momento, parece seguro de una cosa: su Creador es pura benevolencia, y resulta absurdo hablar de condenación eterna. Así vive, pocos o muchos años, pero en cualquier caso llega el fin. El tiempo ha pasado sin ruido, y le sorprende como ladrón en la noche. Tal vez era católico, y ha abusado, para su ruina, de las misericordias de Dios. Se ha apoyado en los Sacramentos sin preocuparse nada de albergar las disposiciones adecuadas para recibirlos provechosamente. Vivió por un tiempo descuidado totalmente de la religión, pero un día sintió el deseo de reconciliarse con Dios y comenzó desde entonces a acudir periódicamente a la confesión y a la comunión. Va al sacerdote de vez en cuando, pero sus confesiones son convencionales y no se decide a renunciar a sus malos hábitos y a las ocasiones de pecado. El sacerdote escucha sus confesiones defectuosas, pero no advierte razones suficientes para negarle la absolución. Es absuelto, en la medida que las palabras pueden absolverle. Cae enfermo, recibe los últimos sacramentos, y sin embargo, su alma se ha perdido. Se ha perdido porque en realidad nunca volvió el corazón hacia Dios, o si tuvo alguna medida de contrición no duró ésta más allá de la primera o segunda confesión. Se acostumbró pronto a acudir a los Sacramentos sin dolor y sin propósito de la enmienda; se engañó y no tuvo en cuenta sus principales y más importantes pecados. Se decía a sí mismo que no eran pecados, o que no eran faltas graves. Por una u otra razón, los mantuvo callados, y sus confesiones se hicieron tan defectuosas como su contrición. Sin embargo, este barniz de devoción bastó para acallar su conciencia, y así fue año tras año sin hacer nunca una buena confesión y comulgando en pecado, hasta que cayó enfermo. Entonces, recibidos el viático y la unción, cometió sacrilegio por última vez, y en estas condiciones comparece ante su Dios. ¡Qué momento para la pobre alma, que se mira y se sorprende repentinamente ante el tribunal de Cristo! ¡Qué dramático instante, cuando, jadeante del camino, deslumbrado por la majestad divina, confundido por lo que le sucede, incapaz de advertir dónde se halla, el pecador escucha la voz del espíritu acusador que le recuerda todos los pecados de su vida! Son las faltas que ha olvidado o que estimó irrelevantes al no considerarlas pecados, aunque sospechaba que lo fueran. ¡Qué confusión cuando oye referir las misericordias de Dios que ha rechazado, las advertencias que tuvo en nada, los juicios a que sobrevivió! Más terrible aún el momento en que habla el Juez y le manda encerrar hasta que pague la deuda infinita que contrajo. «¡Imposible que yo sea un alma condenada! ¿Separado yo para siempre de la esperanza y de la paz? ¡El Juez no se refería a mí! ¡Ha habido un error! ¡Cristo Salvador, alarga tu mano, permite un instante de explicación! Mi nombre es Dimas, soy Dimas, no soy Judas, Nicolás o Alejandro. ¿Condenado sin remedio? ¡No puede ser!». La pobre alma lucha y se agita en poder del demonio que le sujeta y cuyo contacto es ya un tormento. Grita en agonía y con ira, como si la misma intensidad del dolor fuera una prueba de su injusticia. «No lo soporto. Detente, horrible ser; soy un hombre, no me parezco a ti; no sirvo para tu alimento o tu diversión; no he estado nunca, como tú, en el infierno, ni he olido a fuego. Conozco lo que son sentimientos humanos; he aprendido religión, he tenido una conciencia, poseo un espíritu cultivado, soy un hombre versado en la ciencia, el arte y la literatura, sé apreciar la belleza, soy filósofo, poeta, conocedor de hombres, soy un héroe, un estadista, un orador, un hombre lleno de ingenio. Más aún, soy católico, no un protestante irredento. He recibido la gracia del Redentor y los sacramentos durante años. Soy católico desde niño, soy hijo de mártires…». Lo imperecedero y la misericordia divina ¡Pobre alma! Mientras lucha de este modo contra el destino y los compañeros que ha elegido, su nombre es quizás alabado solemnemente y su memoria exaltada entre sus amigos. Su elocuencia, mente preclara, sagacidad, sabiduría, no se olvidan. Se le menciona de vez en cuando, se le cita como autoridad, se repiten sus palabras, se le erige incluso un monumento, o se escribe su biografía. ¿De qué le sirve? Su alma está perdida. ¡Vanidad de vanidades y miseria de miserias! Los hombres no nos escucharán ni creerán nuestras palabras. Somos pocos en número, y ellos una multitud, y los muchos no dan crédito a los pocos. Miles de hombres mueren diariamente, y despiertan ante la ira eterna de Dios; vuelven la mirada a los días terrenos y los estiman escasos y malos; desprecian los mismos razonamientos en que una vez confiaron y que han sido rectificados por los hechos; maldicen el descuido que les hizo retrasar el arrepentimiento; han caído bajo la justicia de Aquel cuya misericordia abusaron; sus amigos actúan como ellos y pronto les acompañarán. La nueva generación es tan presuntuosa como la anterior. El padre no creía que Dios pudiera castigar, y el hijo tampoco lo cree. El padre se indignaba cuando oía hablar del dolor eterno, y el hijo rechina los dientes y sonríe despectivo ante observaciones análogas. El mundo hablaba bien de sí mismo hace treinta años y continuará igual dentro de otros treinta. Así es como este vasto caudal de la vida avanza de edad en edad. Millones de hombres trivializan el amor de Dios, tientan su justicia, y como la piara de cerdos, caen de cabeza por el precipicio. ¡Oh Dios Todopoderoso, Dios de Amor! ¡Es demasiado! La miseria del hombre extendida delante de sus ojos divinos rompió el corazón de tu dulce Hijo Jesús. Él murió a causa de ella, a la vez que por ella. También nosotros, según nuestra medida, sentimos que los ojos sufren, el corazón se duele, la cabeza gira, cuando la contemplamos débilmente. ¿Cuándo querrás terminar, suavísimo corazón de Jesús, este peso siempre creciente de pecado y perdición? ¿Cuándo sepultarás al demonio en su infierno, y cerrarás la boca del abismo, para que tus elegidos puedan alegrarse en Ti y no haya quien perezca en su loca desobediencia? Deus misereatur nostri et benedicat nobis. Señor, ten misericordia de nosotros, y bendícenos. Haz que tu rostro nos ilumine, y apiádate, para que reconozcamos tus caminos y tu salvación entre todas las gentes. Que tu pueblo y todos los pueblos te alaben, Señor. Que las naciones se alegren y salten de gozo: porque Tú las juzgues con equidad y las dirijas con justicía en toda la tierra, Bendícenos, Señor, y haz que todos los confines del orbe te veneren y te amen [16]. DISCURSO TERCERO: LOS SACERDOTES DEL EVANGELIO, HOMBRES La dignidad de Dios Cuando Jesucristo, el gran predicador y misionero, entró en el mundo lo hizo de manera santa y dignísima. Aunque se manifestó humilde y vino para sufrir, aunque nació en un establo y yació en un pesebre, fue concebido, sin embargo, en el vientre de una Madre inmaculada y en su forma de niño brilló con magnífica luz. La santidad distinguió todo trazo de su carácter y toda circunstancia de su misión. Gabriel anunció su Encarnación; una Virgen lo concibió, llevó en su seno y alimentó; su padre ante los hombres fue el puro y santo José; ángeles anunciaron su nacimiento; una estrella luminosa extendió la nueva entre los paganos; el austero Bautista caminó delante de Él; y una turba de arrepentidos penitentes, limpios por la gracia, le seguía a todas partes. Igual que el sol brilla en el cielo a través de las nubes y se refleja sobre el paisaje, así el eterno Sol de justicia, elevado sobre la tierra, convirtió la noche en día e hizo todo nuevo mediante su luz. Vino el Señor y se fue; y como su propósito era establecer en el mundo una definitiva economía de gracia, dejó tras de Sí predicadores y maestros en lugar suyo. Diréis, hermanos míos, que si todo en torno a Él fue tan espléndidoy glorioso, sus siervos, representantes y ministros en su ausencia habrán de ser como Él. Si Él no tuvo pecado, tampoco ellos deberán tenerlo; si Él es Hijo de Dios, ellos serán, por lo menos, ángeles. Solamente ángeles, podríais pensar, pueden desempeñar tan alto ministerio; sólo los ángeles parecen aptos para anunciar el nacimiento, los dolores y la muerte de Dios. Tendrían ciertamente que cubrir su esplendor, igual que Jesucristo, su Señor y Maestro, ocultó su divinidad; tendrían que venir, como ocurre a veces en el Antiguo Testamento, en apariencia de hombres. Pero en cualquier caso, parece a simple vista que no pueden ser criaturas humanas quienes prediquen el Evangelio eterno y dispensen los misterios divinos. Si se trata de ofrecer el sacrificio que el Señor ofreció, continuarlo, repetirlo y aplicarlo; si ha de tomarse entre las manos la Sagrada Víctima; si hay que atar y desatar, bendecir y censurar, recibir las confesiones del pueblo cristiano y absolverle de sus pecados; si hay que enseñar los caminos de la verdad y de la paz, únicamente un habitante del cielo puede desempeñar el encargo. El sacerdocio cristiano Y sin embargo, hermanos míos, Dios ha enviado para el ministerio de la reconciliación no ángeles sino hombres. Ha enviado a vuestros hermanos, no a seres de naturaleza desconocida y vida diferente; ha enviado para predicadores a seres de carne y hueso como vosotros. «Varones de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?» (cfr. Act I, 11). He aquí el estilo imponente que usan los ángeles para dirigirse a hombres, aunque se trate de Apóstoles. Es el tono de quienes nunca han pecado y hablan desde su altura a seres pecadores. Pero no es el de aquellos que han sido enviados por Cristo. Él ha elegido a vuestros hermanos y a nadie más, a hijos de Adán, iguales a vosotros en la naturaleza y distintos sólo por la gracia; hombres expuestos a las mismas tentaciones y a la misma lucha interior y exterior; que combaten a idénticos enemigos, como son el mundo, el demonio y la carne, y sienten con idéntico corazón, humano y débil, sólo diferente en que Dios lo ha cambiado y lo gobierna. Así es. No somos ángeles del cielo que se dirigen a vosotros. Somos hombres a quienes la gracia, y sólo la gracia, ha concedido una vida y una misión nuevas. Oíd al Apóstol Pablo. Cuando los bárbaros licaonios han presenciado su milagro y pretenden ofrecerle sacrificios como si fuera un dios, él se apresura a gritarles: «¿Por qué hacéis esto? Nosotros somos también hombres, de igual condición que vosotros» (cfr. Act XIV, 15). Y a los corintios escribe: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor nuestro, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús. Pues el mismo Dios que dijo: brille la luz del seno de las tinieblas, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo. Pero llevamos este tesoro en vasos de barro» (II Cor IV, 5-7). Más adelante dice asombrosamente de sí mismo: «Para que no me envanezca con la sublimidad de las revelaciones, se me ha dado un aguijón en mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea» (II Cor XII, 7). Éstos son, hermanos míos, vuestros predicadores y sacerdotes. No son ángeles, ni santos, ni gente impecable, sino hombres que habrían vivido y muerto en pecado, como cualquiera, a no ser por la gracia de Dios, y que, aunque se preparan por la misericordia divina para entrar en la compañía de los santos, experimentan en la vida presente la enfermedad y la tentación, y alientan la esperanza inmerecida de perseverar hasta el fin. Ex hominibus assumptus ¡Qué extraña anomalía! Todo es perfecto y magnífico en la dispensación que Jesucristo nos ha otorgado, excepto las personas de sus ministros. Él mismo habita en nuestros altares. De entre elementos y formas visibles escoge lo más selecto para representarle y contenerle. El trigo y el vino mejores se convierten en su cuerpo y su sangre. Palabras sagradas y majestuosas acompañan el rito sacrificial: altares y santuarios se adornan digna y espléndidamente; los sacerdotes desarrollan su función vestidos con ornamentos adecuados, y elevan a Dios un corazón limpio y unas manos santas. Y sin embargo, esos sacerdotes, distinguidos del resto de sus hermanos, consagrados mediante un sacramento y ceñidos con el cíngulo del celibato, son también hijos de Adán, son pecadores, poseen una naturaleza caída que no han abandonado al ser regenerados por la gracia. Hasta el punto de que en la definición de sacerdote se hace mención de los pecados propios por los que también ofrece su sacrificio. «Todo sacerdote –dice el Apóstol– es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, puesto que él está también envuelto en flaqueza. Y por lo tanto debe ofrecer por los pecados suyos igual que por los del pueblo» (cfr. Hebr V, 1-3). Por esta razón, cuando en la Misa ofrece la Hostia antes de la consagración, dice: Suscipe Sancte Pater, Omnipotens, Aeterne Deus…: «Acepta, Padre Santo, Omnipotente y Eterno Dios, esta inmaculada hostia, que yo, indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, Dios vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias, por aquellos que me acompañan, y por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos» [17]. Todo esto resulta llamativo en sí mismo, pero no debe sorprender si consideramos que ha sido dispuesto así por un Dios misericordioso en grado sumo. No resulta extraño en Dios, y el Apóstol explica por qué en el pasaje citado más arriba. Los sacerdotes de la nueva ley son hombres, a fin de que puedan «sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, puesto que ellos están también envueltos en flaqueza». Si vuestros hermanos sacerdotes hubieran sido ángeles no podrían haber sentido piedad hacia vosotros, no os habrían contemplado con afecto, no comprenderían vuestras debilidades, como nosotros podemos hacerlo. No podrían tampoco serviros de modelos o guías, y libraros de vosotros mismos para conduciros a una nueva vida, como pueden llevarlo a cabo quienes comparten vuestra condición humana, que han sido guiados antes como vosotros sois guiados ahora, que conocen vuestras dificultades, que han experimentado, al menos, idénticas tentaciones, que saben la debilidad de la carne y las argucias del demonio, que están dispuestos a solidarizarse con vosotros y a comprenderos, que pueden, finalmente, aconsejaros con eficacia y advertiros con prudencia y oportunidad. Por todo esto, el Señor os envió hombres como ministros de reconciliación e intercesión; lo mismo que Él, aunque impecable, quiso tomar sobre sí, al hacerse hombre, toda la carga humana de flaqueza y debilidad. Él no podía pecar, pero podía hacerse hombre, y asumió un corazón de hombre para que pudiéramos confiarnos a Él, y «fue tentado en todo como nosotros lo somos». Meditad bien esta verdad y dejad que ella os consuele. Entre los anunciadores y sacerdotes del Evangelio ha habido Apóstoles, mártires, doctores y santos innumerables, y, sin embargo, aunque dotados de alta santidad, variados carismas y dones estupendos, ninguno hay que no comenzara como el viejo Adán, ninguno que no esté hecho del mismo barro y no sea hermano de muchas almas perdidas hoy para siempre. La gracia ha vencido a la naturaleza: ésta es la sola historia de los santos. He aquí saludables pensamientos para quienes se inclinan a enorgullecerse por lo que hacen y son; sugestiones confortadoras para quienes advierten con nostalgia en sus corazones la gran diferencia entre ellos y los santos, alegres nuevas para quienes odian el pecado y desean escapar de su abrazo terrible, pero sienten la tentación de juzgarlo una utopía. Debilidad humana y fuerza divina Vamos, hermanos míos, a observar esta verdad más de cerca. Considerad en primer lugar que desde la caída de Adán todos los seres concebidos por obra de hombre hannacido con pecado: todos menos uno. Hay una excepción. No me refiero a Jesucristo, porque Él no fue concebido por un hombre sino por obra del Espíritu Santo. Me refiero a su Madre la Virgen María que, aunque concebida y nacida de padres mortales, como todos, fue rescatada anticipadamente de la condición humana y nunca participó de hecho en la culpa de Adán. Fue concebida según la vía de la naturaleza, nació como los demás hombres y mujeres. Pero la gracia se interpuso y fue librada de todo pecado; la gracia llenó su alma desde el primer momento de su existencia, de modo que el mal no respiró en ella ni mancilló la obra de Dios [18]. Tota pulchra es, Maria, et macula originalis non est in te. «Eres toda hermosa, oh María, y en ti no hay mancha original alguna». Pero aparte de la Madre de Dios, toda otra criatura, el santo más excelente y el pecador más abyecto, es decir, la persona que de hecho llegó más arriba y la que perdió su alma, nacieron ambas con el mismo pecado original, eran hijas de la ira, incapaces de alcanzar el cielo. Ambos hombres nacieron en pecado y por un tiempo permanecieron en él. El que más tarde llegaría a la santidad habría continuado en sus faltas y se habría perdido, a no ser por la ayuda de una influencia sobrenatural e inmerecida que hizo por él lo que él era incapaz de hacer por sí mismo. El pobre niño destinado a heredar la gloria se formaba en el seno materno como un hijo del dolor, débil y miserable, sin esperanza y sin auxilio divino. Así estuvo largos días antes de nacer, y cuando finalmente abrió los ojos y vio la luz se asustó y lloró alto por haberla visto. Pero Dios oyó su gemido en este valle de lágrimas, y propició el curso de misericordias que conduce de la tierra al cielo. Envió a un sacerdote que le administrase el primer sacramento y le bautizara con su gracia. Un gran cambio tuvo lugar en su vida, pues en vez de ser presa del demonio se convirtió en hijo de Dios, y si hubiera muerto en aquel momento, antes de alcanzar el uso de razón, habría sido llevado sin tardanza y admitido a la presencia de Dios. Pero no murió, llegó a la edad de pensar por sí mismo, y ¿nos atreveremos a decir –aunque pueda afirmarse en algunos casos singulares–, nos atreveremos a decir que no usó mal los talentos recibidos, que no profanó la gracia que habitaba en él y que no cayó en pecado grave? En ciertos casos, gracias a Dios, nos atrevemos a afirmarlo. Tales parecen haber sido las circunstancias de mi querido Padre San Felipe, que con toda probabilidad conservó intacta su vestidura bautismal desde el día que la tomó, nunca perdió el estado de gracia que le fue concedido, y progresó de mérito en mérito durante el entero curso de su larga vida, hasta que a la edad de ochenta años, llamado a rendir cuentas, fue alegre, y atravesó como en volandas el purgatorio, derecho al cielo. Los éxitos de la gracia Estos han sido, en verdad, algunas veces, los efectos de la gracia divina sobre los elegidos. Pero con frecuencia mayor, como si se tratara de asociarlos más íntimamente a sus hermanos y convertir los favores divinos en fundamento de ánimo y esperanza para el pecador penitente, muchos que fueron finalmente ejemplos de santidad han experimentado tiempos de culpable desobediencia, se han apartado de Dios, han sido esclavos del pecado o del error hasta que un día, recuperados por Dios, paulatina o rápidamente, volvieron a la gracia o incluso a una situación espiritual más alta que la que habían perdido. Así ocurrió a María Magdalena, que había llevado una vida pecadora, hasta el punto de que ser tocado por ella se juzgaba por todos una deshonra. Conformada a la vida mundana, apasionada y joven, había entregado su corazón a las criaturas antes de que la gracia de Dios venciera en su alma. Entonces cortó sus largos cabellos, desechó sus ricos vestidos, y de tal modo se transformó en lo que no era, que parecía otra mujer a quienes la conocieron antes y después de su conversión. No quedaba en la penitente rastro alguno de la pecadora, excepto el corazón ardiente, aplicado ahora a Jesucristo. Así ocurrió también al publicano que llegó a ser Apóstol y evangelista: un hombre que por afán de una sucia ganancia no vaciló en servir a los paganos y en oprimir a su propio pueblo. Tampoco el resto de los Apóstoles estaban hechos de barro mejor que los otros hijos de Adán. Eran por naturaleza vulgares, sensuales e ignorantes. Dejados a sí mismos se habrían movido por la tierra como los animales, se habrían mirado solamente en el polvo y alimentado con él, si la gracia de Dios no hubiera venido a sus vidas y levantado sus ojos al cielo después de haberles colocado derechos sobre sus pies. Igual sucedió al culto fariseo que buscó a Jesus de noche, celoso de su reputación y confiado en su ciencia. Pero llegó por fin el tiempo cuando, huidos los discípulos, se dispuso a embalsamar el cuerpo abandonado de Aquel a quien no se atrevió a confesar en vida. Veis que fue la gracia la que venció en María de Magdala, en Mateo y en Nicodemo. La gracia divina vino a la naturaleza corrompida, y dominó la impureza de la joven mujer, la codicia del publicano y el respeto humano del fariseo. Agustín Permitidme hablaros de otra señalada conquista de la gracia divina en edad tardía, y apreciaréis cómo hace Dios un confesor, un santo y doctor de su Iglesia a partir del pecado y la herejía juntos. No bastaba que el padre de las escuelas cristianas de Occidente, autor de mil obras y campeón de la gracia fuera un pobre esclavo de la carne, sino que era también víctima de un intelecto equivocado. El mismo que por encima de otros iba a exaltar la gracia de Dios experimentó como pocos la impotencia de la naturaleza. Agustín, que no tomaba en serio su alma ni se preguntaba cómo podría limpiarse el pecado, se aplicó a disfrutar de la carne y el mundo mientras le duraban la juventud y la fuerza, aprendió a juzgar sobre todo lo verdadero y lo falso mediante su capricho personal y su fantasía, despreció a la Iglesia católica, que hablaba demasiado de fe y sumisión, hizo de su propia razón la medida de todas las cosas, y se adhirió a una secta pretendidamente filosófica e ilustrada, ocupada en corregir las vulgares nociones católicas sobre Dios, Cristo, el pecado y el camino de la salvación. En esta secta permaneció varios años, pero lo que aprendió no le satisfizo. Le agradó por un tiempo, hasta que descubrió estar recibiendo alimento que no nutría. Tenía hambre y sed de algo más sustancial, aunque desconocía qué podría ser. Se despreciaba a sí mismo por ser esclavo de la carne, a la vez que comprobaba con amargura que su religión no podía socorrerle. Descubrió entonces que no había encontrado la verdad y se preguntaba dónde la hallaría y quién le llevaría hasta ella. ¿Por qué no entró enseguida en la Iglesia católica? Porque aunque no veía la verdad en ningún otro sitio, aún no estaba seguro de que se encontrase allí. Imaginaba algo como estrechez e irracionalidad en la doctrina católica, sencillamente porque no poseía el don de la fe. Un gran conflicto se inició en su interior: el conflicto de la naturaleza con la gracia, de la naturaleza –la carne y la falsa razón– contra la conciencia y la voz del Espíritu divino, que le invitaban a cosas mejores. A pesar de hallarse todavía en pecado, Dios le visitaba y concedía los frutos primeros de influencias saludables que a la larga iban a salvarle. Pasó el tiempo; y mirándole como su ángel guardián podía hacerlo, se diría que a pesar de mucha resistencia a la gracia y de encontrarse todavía alejado de Dios, el favor divino se abría paso en su alma, y él se aproximaba a la Iglesia [19]. No lo sabía, no era capaz de examinarse a sí mismo, pero un intenso interés hacia él y una alegría particular crecía entre los habitantes del cielo. Finalmente entró en contacto con un gran santo, y aunque al principio pretendía no reconocerle como tal, su atención se detuvo en él y no pudo evitar aproximársele más y más. Comenzó a observarle, a pensar en él, a preguntarse si aquelhombre virtuoso era feliz. Aparecía con frecuencia en la iglesia para oírle predicar; y un día se animó a pedirle consejo sobre el camino que buscaba. Se le planteó entonces un conflicto final con la carne. Era duro, muy duro, abandonar para siempre satisfacciones de años. ¿Cómo podría arrancarse del atractivo pecado y andar el camino severo que lleva al cielo? Pero la gracia de Dios le atrajo con mayor fuerza, y le convenció a la vez que le vencía. Convenció a su razón y prevaleció sobre él. Y el que sin ella habría vivido y muerto como hijo de las tinieblas, llegó a ser bajo su poder admirable un ejemplo vivo de santidad y verdad. ¿Verdad que este hombre se encontraba mejor equipado que cualquier otro para persuadir a sus hermanos, como él mismo había sido persuadido, y predicar la doctrina que antes había despreciado? No es que el pecado sea mejor que la obediencia, o el pecador sea mejor que el justo. Pero Dios, en su misericordia, usa el pecado contra el pecado mismo, y convierte las faltas pasadas en un beneficio presente; mientras borra el pecado y debilita su poder, lo deja en el penitente de modo que éste, conocedor de sus artimañas, sepa atacarlo con eficacia cuando lo descubre en otros hombres; mientras Dios con su gracia limpia el alma como si nunca se hubiera manchado, le concede una ternura y compasión hacia los demás pecadores y una experiencia sobre cómo ayudarlos, mayores que si nunca hubiera pecado; finalmente, en esos casos extraordinarios a los que me he referido, nos presenta, para nuestra instrucción y consuelo, lo que puede obrar en favor del hombre más culpable que acuda sinceramente a Él en busca de perdón y remedio. La magnanimidad y el poder de la gracia divina no conocen límite. El hecho de sentir dolor por nuestros pecados y suplicar el perdón de Dios es como una señal presente en nuestros corazones de que Él nos concederá los dones que le pedimos. En su poder está hacer lo que desee en el espíritu del hombre, porque es infinitamente más poderoso que el malvado espíritu al que se ha vendido el pecador, y puede expulsarle del alma. Una invitación a la esperanza Aunque vuestra conciencia os acuse, el Señor puede absolveros. Hayáis pecado poco o mucho, Él tiene poder para dejaros tan limpios y aceptables a su presencia como si nunca le hubierais ofendido. Él destruirá paulatinamente vuestros hábitos pecadores y en un momento os restituirá su favor. Tan grande es la eficacia del Sacramento de la Penitencia que puede purificar todas vuestras faltas, sean cuales fueren. Para el Señor es igual de sencillo lavar los muchos pecados como los pocos. ¿Recordáis la historia de la curación de Naamán el Sirio por el profeta Elíseo? Tenía aquél una terrible e incurable enfermedad, la lepra, una costra blancuzca sobre la piel, que hacía repugnante a la persona y era símbolo de lo odioso que es el pecado. El profeta le ordenó bañarse en el río Jordán, y la enfermedad desapareció. «Su carne –dice el escritor sagrado– se tornó como la carne de un niño» (cfr. II Reg V, 14). Aquí tenemos no solamente una representación del pecado, sino también de la gracia. La gracia puede rehacer el pasado, puede obrar lo imposible. No hay pecador –ni siquiera el más recalcitrante– que no pueda convertirse en un santo. No hay santo que no haya sido, o pudiera haber sido, un gran pecador. La gracia –sólo la gracia– vence a la naturaleza. No todos los hombres buenos son santos, ni todas las personas que se convierten alcanzan santidad. No afirmo que si os volvéis a Dios vais a lograr la misma altura de entrega conseguida por los grandes santos. Digo, sin embargo, que incluso los santos no son por naturaleza mejores que vosotros, y que, por supuesto, los sacerdotes no son por naturaleza mejores que los fieles a quienes deben convertir y santificar. Que no seamos distintos a los demás supone una especial misericordia de Dios hacia los hombres. Es solicitud divina la que nos hace a nosotros, que somos hermanos vuestros, ministros de reconciliación. El mundo no lo entiende. No es que no comprenda claramente que sentimos por naturaleza pasiones análogas a las de cualquiera; pero es ciego para apreciar que, iguales por naturaleza, somos diferentes por la gracia. Los hombres de mundo conocen la fuerza de lo natural; nada saben, en cambio, nada creen sobre el poder de la gracia. Y como no poseen experiencia de energía alguna capaz de superar la naturaleza, prensan que tal energía no existe, que, en consecuencia, todo hombre, sacerdote o no, permanece hasta el final de su vida tal como la naturaleza lo ha hecho, y no aceptan que pueda vivir vida sobrenatural. Sin embargo, no sólo el sacerdote, sino todo el que se halla en gracia de Dios tiene vida sobrenatural según su vocación, la medida de los dones que se le han concedido, y su fidelidad hacia ellos. Muchos no conocen ni admiten esta realidad, y cuando oyen algo sobre la vida que un sacerdote debe conducir desde su juventud hasta su edad anciana ruegan que tal existencia sea de hecho lo que profesa ser. Nada saben de la presencia de Dios, los méritos de Cristo, la intercesión de la Virgen, la eficacia de la oración constante, de la confesión frecuente, de la Santa Misa. Viven ajenos al poder trasformante de la Eucaristía. No imaginan la eficacia de principios correctos de conducta, de los buenos amigos, de hábitos virtuosos largo tiempo practicados, de la vigilancia frente al pecado y la huida pronta de las tentaciones. Sólo saben que una vez penetrado el tentador en el corazón se hace irresistible, y que requerida el alma por la malicia de aquél es arrollada por la necesidad de pecar. Aseguran que, aun en su mejor momento espiritual, han sido siempre vencidos por el enemigo de su alma antes de comenzar a resistir, y que éste es el único estado que han experimentado. Conocen esto y ninguna otra cosa. Dicen que nunca han combatido con ventaja, que nunca se han visto protegidos por los muros de una fortaleza donde el tentador no consiguiera penetrar. Juzgan, repito, según su experiencia, y no creen en lo que jamás han sabido. La fuerza de la penitencia Si aquí hay algunos que no consideran la gracia como algo eficaz dentro de la Iglesia, por el hecho de que parece conseguir poco fuera, sepan que no me dirijo a ellos. Hablo a quienes no reducen su fe a su experiencia. Hablo a quienes admiten que la gracia puede trasformar la naturaleza humana en lo que no es [20]. Estas personas considerarán no una causa de envidia y recelo sino una gran ganancia que les sean enviados como predicadores, confesores y consejeros, seres capaces de disculpar sus pecados. Ninguna tentación, hermanos míos, os sobrevendrá que no pueda presentarse también a todos los que participan en vuestra naturaleza, aunque quizás vosotros hayáis cedido y ellos no. Estos hombres pueden comprenderos, anticipar vuestras dificultades y penetrar el sentido de lo que os ocurre, aunque no os acompañen en los mismos pasos. Serán comprensivos con vosotros y os aconsejarán con mansedumbre, pues saben que también ellos pueden sentir idénticas debilidades. Acercaos sin recelo a nosotros, los que estáis cansados y oprimidas por cargas pesadas, y encontraréis reposo en el espíritu. Venid a quienes estamos, sin mérito nuestro, en el lugar de Cristo y hablamos en su nombre. También nosotros hemos sido salvados en la sangre del Señor. También nosotros seríamos pecadores sin remedio si Él no nos hubiera mostrado piedad, si su gracia no nos hubiera purificado, si su Iglesia no nos hubiera recibido, si sus santos no hubieran rogado por nosotros. Sed salvos, como nosotros lo hemos sido. «Venid, oíd, los que teméis a Dios, os contaré todo lo que Él ha obrado en mi alma» (cfr. Ps LXVI, 16). Escuchad nuestro testimonio, observad la alegría de nuestro corazón, y aumentadla participando en ella vosotros mismos. Escoged la mejor parte que hemos elegido nosotros. Acompañadnos. Nunca os arrepentiréis de ello, estad seguros. Aceptad la palabra de quienes tienen derecho a hablar. Nunca os arrepentiréisde haber buscado perdón y gracia en la Iglesia católica, única que posee gracia divina, energías espirituales, y santos. Nunca os arrepentiréis, aunque os sea preciso padecer dificultades y tengáis que abandonar algunas cosas. Nunca os arrepentiréis de haber pasado de las sombras del sentido y el tiempo [21], las decepciones terrenas y de la falsa razón, a la estupenda libertad de los hijos de Dios. Cuando hayáis efectuado el gran paso y os encontréis, hermanos míos, en posesión de vuestra bendita herencia, como pecadores reconciliados con el Padre que perdona, no os olvidéis entonces de quienes han sido instrumentos de vuestra reconciliación. Y así como os exhortan hoy para que volváis a Dios, rogad por ellos al Señor, para que obtengan el gran don de la perseverancia y permanezcan hasta la muerte en la gracia que confían poseer ahora, no sea que después de predicar a otros vayan a ser reprobados. DISCURSO CUARTO: PUREZA Y AMOR Dos tipos de santos Si dirigimos nuestra atención a la Sagrada Escritura a la historia de la Iglesia, y a los santos o personas que han procurado vivir según el Evangelio, encontramos dos especiales manifestaciones de la gracia divina en el corazón humano. Ambas se hallan también en los Apóstoles del Señor, representadas por los dos más destacados de aquel privilegiado grupo: San Pedro y San Juan. San Juan es el santo de la pureza, y San Pedro el santo del amor. No es que amor y pureza puedan separarse, o que un santo no posea todas las virtudes al mismo tiempo, o que San Pedro no fuera puro además de amante, y San Juan amante con la pureza más exquisita. Las gracias del Espíritu Santo no admiten separación. Una supone todas las demás. ¿Qué es el amor sino gozo en Dios, devoción hacia Él y entrega del ser entero? ¿Qué es la impureza sino un volverse a lo terreno, a lo pecaminoso, como objeto de nuestros afectos, en lugar de Dios? La impureza no es otra cosa que el abandono deliberado del Creador en favor de la criatura, y la búsqueda de la felicidad en las sombras de la muerte, no en la radiante Presencia de la luz y la santidad. El impuro no puede amar a Dios, y los que permanecen sin amor de Dios son incapaces de pureza. La pureza prepara el alma para el amor, y el amor confirma el alma en la pureza. La llama del amor no será brillante a menos que su alimento sea límpio e incontaminado; y la más cegadora pureza será frialdad y desolación a menos que reciba su aliento de un ferviente amor. Sin embargo, cierto como es todo esto, lo es también que las obras espirituales de Dios aparecen a nuestros ojos variadas y distintas entre sí, y manifiestan en su naturaleza e historia unas virtudes con preferencia a otras. Es decir, ha parecido bien al dispensador de la gracia dotar a sus santos con ciertos dones que iluminan y embellecen particularmente un aspecto del alma y dejan otras virtudes como en penumbra. Entonces aquellos dones especiales se convierten en la característica de sus personas, y nosotros los situamos como en primer término al pensar en ellos, y consideramos sus demás virtudes como incluidas en el don principal o dependientes de él, e incluso llegamos a hablar como si esos santos no poseyeran los demás dones, aunque sabemos perfectamente que los tienen; y los designamos con un título o descripción referidos a la gracia particular que les pertenece por antonomasia. De esta manera podemos hablar, como pretendo hacer hoy, de dos principales tipos de santos, cuyos emblemas serían el lirio y la rosa, brillantes en la pureza o ardientes en el amor. La pureza Los dos Juanes son los grandes ejemplos de una vida limpia. ¿Quién presenta, hermanos míos, una santidad tan majestuosa y severa como el Bautista? Él alcanzó un privilegio que se aproxima a la prerrogativa de la Santísima Madre de Dios, pues si ella fue concebida sin pecado, él, al menos, sin pecado nació. Ella es toda pura, toda santa, y el pecado no tuvo parte en su vida. San Juan participó, al comienzo de su existencia, en la maldición de Adán, estuvo bajo la ira divina, privado por tanto de la gracia que Adán había recibido al principio y que es vida y fuerza de la naturaleza humana. Sin embargo tan pronto como Cristo, su Señor y Salvador, vino a él, y María saludó a su madre, Isabel, recibió de inmediato la gracia de Dios y la culpa original le fue borrada del alma. Por eso celebramos el nacimiento de San Juan. La Iglesia no celebra nada que no sea santo. No celebra la natividad de San Pedro, San Pablo, San Agustín, San Gregorio, San Bernardo, ni la de otro cualquier santo, por importante que sea, porque todos nacieron en pecado. Celebra sus conversiones, sus virtudes, sus martirios, sus muertes, pero no su nacimiento, porque en ningún caso pudo ser santo. Conmemora solo tres natividades: las de Nuestro Señor, su Madre, y finalmente, San Juan. ¡Gran don, hermanos míos, éste que distingue al Bautista e incluso le separa de todos los profetas y predicadores que han anunciado la palabra de Dios! Y como el inicio, así fue también el curso de su vida. Llevado al desierto por el Espíritu, allí vivió en absoluta sencillez, vestido rudamente, alejado de los hombres durante treinta años, entregado a la oración y a la penitencia, hasta que fue llamado a predicar la conversión, anunciar a Cristo y bautizarle. Efectuada su misión, sin pecado conocido sobre sí, fue apartado como instrumento que ha cumplido su fin, y conducido a prisión hasta la muerte por la espada del verdugo. Santidad es la idea central que respecto a San Juan se imprime en nosotros desde el principio hasta el final de su existencia: un santo magnífico, un asceta desde su infancia, un predicador a un pueblo caído, y finalmente un mártir. Tal vida colma las expectativas que el saludo de María suscitó antes del nacimiento [22]. Y sin embargo es todavía más bella y majestuosa la imagen del otro Juan, el gran Apóstol, Evangelista y Profeta de la Iglesia, que se unió desde muy pronto al grupo escogido por el Señor, y sobrevivió por largos años a todos sus compañeros. Podemos contemplarle en su juventud y en su edad anciana, y observar que durante la vida entera su virtud más señalada es la pureza. Es el Apóstol virgen, tan querido al Señor por este motivo, «el discípulo a quien Jesús amaba», que se apoyó sobre Su pecho, que recibió a su Madre al pie de la Cruz, que experimentó la visión de todos los prodigios que acontecerán al fin de los tiempos. «Muy digno de honor –dice la Iglesia– es el bienavanturado Juan, que se recostó en el pecho del Señor, durante la última Cena, a quien Cristo encomendó su Madre desde la Cruz. Fue elegido puro por el Señor, y más amado que los demás» [23]. Fue él quien en su juventud manifestó su presteza a beber con Cristo el cáliz del dolor, vivió larga y abnegadamente en tierra extranjera, fue luego conducido a Roma, y desterrado finalmente a una lejana isla hasta sus últimos días. ¡Qué difícil es concebir adecuadamente la santidad de estos dos grandes siervos de Dios, muy diferentes en su historia, su vida y su muerte, pero semejantes en su alejamiento de lo terreno, su serenidad y su inocencia! Nunca cometieron pecado mortal, y muy probablemente evitaron también todo pecado venial deliberado: Es incluso posible que en muchos períodos de su vida no se contaminaran con falta alguna. La gracia de Dios dominó en ellos la rebeldía de la razón, el desvío de los sentimientos, el desorden de las ideas, la fiebre de la pasión y la traición de los sentidos. Vivieron en un mundo propio, interior, sereno y estable. Si hablaron al hombre pecador como misioneros o confesores, lo hicieron como desde un santuario, sin mezclarse del todo con aquellos a quienes se dirigían. Hablaron como «una voz que clama en el desierto» o «en el Espíritu del día del Señor». Por eso nos referimos a ellos mas bien como modelos de santidad que de amor, porque el amor mira un objeto externo, corre hacia él y se afana en poseerlo; mientras que estos santos se acercaron tanto al Objeto de su amor, se les concedió en tan alta medida recibirloen sus pechos y hacerse una sola cosa con Él, que sus corazones no ya amaban el cielo, sino que eran ellos mismos parte del cielo: no ya veían la luz, sino que eran luz. Vivieron entre los hombres como aquellos ángeles de tiempos pasados que vinieron a los patriarcas para hablarles como si fueran Dios, porque Dios estaba en ellos y hablaba por ellos. De igual modo, nuestros dos santos estaban como absorbidos en la Divinidad, por así decirlo, vivían una vida divina en la medida que esto es posible a un hombre; conducían una vida serena, por encima del dolor, el temor, el hastío, el deseo y la aversión: eran las más perfectas imágenes que la tierra ha visto de la paz e inmutabilidad de Dios. Lo mismo puede afirmarse de los muchos santos castísimos que la historia ofrece a nuestra veneración: San José, San Antonio, Santa Cecilia, San Nicolás de Bari, Santa Catalina de Siena, junto a otros muchos, y por encima de todos la Virgen de las Vírgenes, Santa María. El amor Pero ahora, hermanos míos, volvamos la atención al otro tipo de santos. He hablado de aquellos que de modo admirable y a veces milagroso han sido preservados del pecado y conducidos en fortaleza cada vez mayor desde la juventud hasta la muerte. Suponed, sin embargo, que ha sido voluntad de Dios visitar con la luz y el poder de su Espíritu a aquellos que han malgastado los talentos recibidos y sofocado la gracia que se les dio, y que por lo tanto se encuentran dominados en su interior por una turba de males de los que han de ser librados, que sufren bajo la tiranía de obstinados hábitos, pasiones victoriosas y opiniones falsas, que han servido a Satanás, no como niños antes del Bautismo sino voluntariamente, con su razón, sus facultades responsables, y sus corazones despiertos y conscientes. ¿Atraerá Dios estas almas hacia Sí sin colaboración por parte de ellas? ¿Las cambiará con su sola Palabra, igual que hizo al crearlas y hará cuando disponga su muerte y las resucite del sepulcro, o entrará más bien en su intimidad para dirigirse a ellas, persuadirlas y de este modo ganarlas? Sin duda, podría haber sido con ellas expeditivo y dominador. Podría haber venido sobre ellas con una bendita violencia y haberlas convertido como de repente en almas santas. Podría haber prescindido de todo proceso de conversión y levantado hijos de Abraham a partir de las mismas piedras. Pero su voluntad ha sido muy distinta. ¿Para qué, si no, habría venido Él mismo a la tierra? ¿Por qué se rodeó, en su nacimiento, de tantos elementos conmovedores y subyugantes? ¿Por qué mandó a sus ángeles anunciar que se le encontraría en Belén como un niño recién nacido, en un establo y sobre el seno de una Virgen? ¿Por qué murió a la vista de todo el mundo, acompañado de su Madre y del discípulo amado? ¿Por qué nos entrega a su propia Madre como Madre nuestra, la más perfecta imagen, después de Él, de todo lo bello, tierno, suave y consolador en la naturaleza humana? ¿Por que se hace presente Él mismo sobre nuestros altares, en un acto de inefable condescendencia, y se humilla a pesar de estar reinando en lo alto del cielo? Todo esto manifiesta que cuando los hombres se le alejan, Él los llama por medio de ellos mismos, «con lazos de Adán» o de humana naturaleza, como el profeta dice, conquistándonos, sí, a su voluntad, salvándonos a pesar de nosotros, y sin embargo, a través de nosotros de modo que la misma razón y los mismos afectos del viejo Adán, que se hicieron «instrumentos de iniquidad para el pecado», se conviertan –bajo el poder de su gracia– en «instrumentos de justicia para Dios». La suave y fuerte atracción de Dios Sí; sin duda nos atrae «con lazos de Adán». ¿Y qué son esos lazos sino «los lazos», «las ataduras del amor», como dice el profeta en el mismo versículo? Es la manifestación de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo; es la visión de los atributos y perfecciones de Dios Omnipotente; es la belleza de su Santidad, la dulzura de su Misericordia, la majestad de su Ley, la armonía de su Providencia, la música de su voz, lo que vence a la carne y fortalece el alma contra el mundo y el demonio. «Me has seducido, Señor –dice el profeta–, y me dejé seducir: me has sujetado y me has podido» (cfr. Jer XX, 7). Has echado hábilmente tu red, y sus finas mallas se han amarrado a cada afecto de mi corazón, cautivando todo el intelecto en servicio de Cristo. Si lo terreno presenta su fascinación, no es menor lo que se contiene en el altar del Dios vivo. Si los atractivos y vanidades del mundo deslumbran, lo logra más aún la visión de ángeles que suben y bajan la escala celeste. ¿Acaso no encierran emoción las esperanzas divinas? ¿Acaso no arrebata la caridad de Dios? «¡Qué amables son tus moradas, oh Dios de los ejércitos! –exclama el escritor inspirado–; mi alma anhela y languidece en busca de los atrios de Yahveh; mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo. Como un día en tus atrios vale más que mil, he preferido vivir en el umbral de la casa de mi Dios a habitar en las tiendas de los pecadores» (cfr. Ps LXXXIV, 2-3, 11). Lo ha dicho San Agustín, un gran doctor y penitente: «Es poco decir que eres atraído voluntariamente. Eres atraído también por el agrado y el placer. ¿Qué es ser atraído por el placer? Pon tus delicias en el Señor y Él te dará lo que pide tu corazón (cfr. Ps XXXVI, 4). Hay un apetito en el corazón al que le sabe dulcísimo este pan celestial. Pues si el poeta pudo decir: “Cada uno va en pos de su afición” (cfr. Virgilio, Egloga 2), no con necesidad sino con placer, no con violencia sino con delectación; ¿con cuánta mayor razón se debe decir que es atraído a Cristo el hombre cuyo deleite es la verdad, y la felicidad, y la justicia, y la vida sempiterna, todo lo cual es Cristo? ¿Los sentidos tienen sus delectaciones y el alma no tendrá las suyas? Si el alma no tiene sus delectaciones, ¿por qué razón se dice: “Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus alas, y serán embriagados de la abundancia de tu casa, y les darás a beber hasta saciarlos del torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente de la vida, y en tu luz veremos la luz?” (cfr. Ps XXXV, 8). “Aquel a quien el Padre atrae, viene a Mí”. ¿A quién atrae el Padre? A aquel que dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Presentas una rama verde a la oveja y la llevas hacia ti. Muestras frutas a un niño, y se le atrae y va corriendo allí donde se le llama; es atraído por la afición y sin lesión alguna corporal; es atraído por los vínculos del amor. Si pues estas cosas que entre las delectaciones terrenas se muestran a los amantes, ejercen sobre ellos atractivo fuerte, ¿cómo no va a atraer Cristo, puesto al descubierto por el Padre? ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad?» (cfr. San Agustín, In Ioan. Ev. Tr. 26, 4, 5). Estos son los medios que Dios ha previsto para modelar el santo a partir del pecador. Toma al pecador como es, y lo emplea en contra de sí mismo: dirige sus afectos por otras vías y extingue el amor carnal mediante la infusión de la caridad. No es que lo conduzca como a criatura irracional que se ve impulsada por sus instintos y gobernada sin voluntad propia por acciones externas, y para quien toda satisfacción es, excepto en la intensidad, idéntica a cualquier otra. He dicho ya que justamente la victoria de la gracia radica en que Dios penetra en el corazón del hombre, lo persuade, y prevalece sobre él al mismo tiempo que lo cambia. No violenta en absoluto la naturaleza del espíritu y de la mente que originariamente dio al ser humano. Le trata como a hombre. Le respeta la libertad de obrar de un modo o de otro. Apela a sus potencias y facultades, a su razón, su prudencia, su sentido moral y su conciencia. Despierta tanto sus temores como su amor. Le instruye sobre la maldad del pecado, a la vez que le muestra la eterna misericordia. Pero siempre, el principio animador de la nueva vida que todo lo enciende y sostiene es la llama de la caridad. Sólo este ardor es capaz de destruir el viejo Adán, disolver la tiraníade los malos hábitos, apagar el fuego de la concupiscencia y quemar los bastiones del orgullo. Por eso el amor se nos manifiesta como la gracia distintiva de aquellos que fueron pecadores antes de ser santos. No es que el amor no sea la vida de toda alma santa, de los que nunca necesitaron conversión, de la Santísima Virgen, de los dos Juanes y de otros muchos que son «los primeros frutos en Dios y en el Cordero». Pero mientras en aquellos que no pecaron gravemente, el amor tiende a ser contemplativo y a fundirse, por así decirlo, en la misma santidad de Dios, por el contrario, en quienes mora como un principio de sanación suele aparecer lleno de devoción, celo, actividad y buenas obras, y confiere a su vida unos rasgos característicos. Simón Pedro Así fue el gran Apóstol sobre quien se edificó la Iglesia, y que al principio contrastábamos con su compañero en el apostolado, San Juan. Ya le contemplamos después de su primera llamada, o en su arrepentimiento; Pedro es, entre todos los Apóstoles, el más destacado en su amor hacia Jesús. Por este amor a Cristo, convertido impetuosamente en amor hacia los hermanos, fue escogido para ser pastor principal del rebaño. «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?»: he aquí la prueba a que le sometió el Señor. La recompensa fue: «Alimenta mis corderos, alimenta mis ovejas». Asombra decir que el Apóstol a quien Jesús amaba fue, sin embargo, superado en amor a Jesús por otro Apóstol no tan virginal como él, pues no es Juan, sino Pedro, el discípulo a quien el Señor dirigió la decisiva pregunta, y a quien encomendó su encargo. Recordad un pasaje anterior de la misma narración. Allí también los dos Apóstoles se contrastan en sus respectivos caracteres. Cuando ambos se encontraban en la barca y el Señor les habla desde la orilla, y «no sabían que fuese Él» (cfr. Io XXI), primero «el discípulo a quien Jesús amaba dice a Pedro: es el Señor», porque «los limpios de corazon verán a Dios» (cfr. Mt V, 8); y fue entonces cuando Pedro, en la impetuosidad de su amor, «se puso el vestido encima… y se lanzó al mar» para alcanzar a Jesús antes. Juan contempla y Pedro actúa. La sola presencia de Jesús encendió el corazón de Pedro y le acercó de inmediato hacia Él. En una situación precedente, cuando vio a su Señor caminando sobre el mar, su primer impulso fue igualmente dejar el barco y correr a su lado: «Señor, si eres Tú, mándame ir a Ti sobre las aguas» (cfr. Mt XIV, 28). Y cuando cayó en su gran pecado, la sola mirada de Jesús le hizo entrar de nuevo en sí mismo: «El Señor se volvió y miró a Pedro, y éste recordó las palabras de Jesús, y salió afuera y lloró amargamente» (cfr. Lc XXII, 62). En otro momento, cuando muchos de los discípulos abandonaron y Él interrogó a los doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» (cfr. Io VI, 67), fue Pedro quien respondió: «¿Adónde iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». Semejante fue el otro gran Apóstol, el doctor de los gentiles, que por diversas razones se encuentra vinculado a San Pedro. Convertido milagrosamente por la aparición de nuestro Señor en el camino de Damasco, observad cómo se expresa en sus cartas. «Si hemos perdido el juicio –dice–, ha sido por Dios; y si somos sensatos, lo es por vosotros. Porque el amor de Cristo nos urge… Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (cfr. II Cor V, 13, 17). Y en otro lugar: «Con Cristo estoy crucificado y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (cfr. Gal II, 19-20). E insiste aún: «Yo soy el último de los Apóstoles, indigno del nombre de Apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios. Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios en mí» (cfr. I Cor XV, 9-10). Veis, hermanos míos, la naturaleza del amor de Pablo. Era un amor ferviente, enérgico, lleno de grandes obras, «más fuerte que la muerte», una llama que aguas abundantes no conseguían apagar: era un amor duradero hasta el fin. María Magdalena Hay en el Evangelio una tercera figura que podemos asociar a estos dos grandes Apóstoles cuando hablamos de santos que han amado y hecho penitencia. Me refiero a María Magdalena. Nadie como esta mujer que había sido pecadora, que enjugó los pies del Señor con sus lágrimas y los secó con sus cabellos después de ungirlos con riquísimo perfume, ejemplifica de modo tan excelente lo que trato de mostrar. No parecía momento adecuado para semejante acción. Una mujer, que había entrado en la sala del banquete con un propósito festivo, iba a practicar de manera inesperada un acto de penitencia. Era un banquete formal, ofrecido por un rico fariseo para honrar, y de paso observar, a nuestro Señor. Magdalena entró, joven y bella. Venía como a alegrar aquella fiesta, al estilo de las mujeres que solían animar tales ocasiones, provista de perfumes y ungüentos para la frente y el cabello de los invitados. El orgulloso fariseo sufría su presencia, con tal de no ser tocado por ella. La dejaba pasar como se permitiría con indiferencia el acceso de animales a los lugares donde se habita. La soportaba como un adorno necesario en el festín, pero como un adorno sin alma, como algo destinado a la perdición y que no suscita interés alguno. Él, ser vanidoso, podía quizás, igual que sus hermanos de secta, «recorrer el mar y la tierra para hacer un prosélito», pero no entraba en sus pensamientos la posibilidad de mirar en el corazón del nuevo convertido, para compadecer sus pecados e intentar sanarlos. No. Pensaba sólo en las conveniencias de su banquete, y la dejó acercarse para que realizase su papel, atento únicamente a que lo hiciera bien y se limitara a desempeñarlo. Pero he aquí que ocurre algo sorprendente. ¿Fue una inspiración repentina o una intención madurada de antemano? ¿Fue la acción de un momento o el resultado de un largo conflicto interior? En cualquier caso, la pobre criatura del pecado se aproxima a coronar con su rico perfume la cabeza de Aquel en cuyo honor se celebra la fiesta. Mas ved que su mano se detiene. Acaba de mirar, y sus ojos disciernen al inmaculado Hijo de una Virgen. Ha reconocido al Anciano de los días [24], el Señor de la vida y de la muerte; ha visto a su Juez. Insiste con la mirada, y ve en Su semblante una belleza, una sobrecogedora y majestuosa dulzura, mayores que las de cualquier hijo de hombre, y que hacen palidecer los esplendores de aquella sala. Mira tímida pero ávidamente, y advierte en sus ojos y en su sonrisa la ternura, la compasión y la misericordia del Salvador del mundo. Se mira a sí misma y observa con dolor lo vil y repulsiva que es, tan orgullosa, poco antes, de sus atractivos. ¡Qué marchita aquella belleza tan alabada por sus admiradores! ¡Qué sucio se ha hecho aquel fragante aliento, que ahora sólo recuerda los siete malos espíritus que habitan en su alma! Allí habría permanecido quieta hasta hundirse en la tierra, bajo el peso de su confusión y desesperanza, si no hubiera vuelto a mirar aquel rostro amable y perdonador. Él la mira. Es el Pastor que busca a la oveja perdida, y la oveja perdida se le rinde. Él no habla, pero la contempla, y ella se le acerca. ¡Alegraos, ángeles! Ella se acerca. Sólo le ve a Él. No le importan la burla de los orgullosos ni los comentarios de los libertinos. Se acerca, sin saber si será o no será perdonada, si será o no será recibida, o qué ocurrirá. Sólo sabe que Él es la fuente de la santidad, la verdad y la misericordia, el único Ser al que puede acudir. ¡Maravilloso encuentro entre lo más sucio y lo más puro! Esas manos procaces, esos labios contaminados han tocado, han besado los pies del Eterno, y Él no rechaza el homenaje. Mientras los acaricia y los empapa con sus lágrimas, el amor de Jesús penetró tan vehementemente dentrode ella que nunca se apagó ya en su corazón. ¡Qué nivel no alcanzaría después de que el Señor proclamara ante todos su perdón y la causa de este perdón! «Le son perdonados sus muchos pecados porque ha amado mucho, pues aquel a quien poco se le perdona poco ama. Y le dijo: Tus pecados te son perdonados; tu fe te ha salvado; vete en paz» (cfr. Lc VII, 47). A partir de entonces, el amor fue para ella como una herida en el alma, con deseos tan intensos que se convertían a veces en ansiedad. No podía vivir en ausencia de Aquel en quien estaba su alegría. Su espíritu lo deseaba cuando no lo tenía delante, y le servía silenciosa y reverentemente cuando se hallaba en su radiante Presencia. La vemos en cierta ocasión, sentada a los pies del Maestro y atenta a sus palabras, y leemos cómo Él mismo ratificó que había escogido la mejor parte, que nunca le sería arrebatada. Después de la Resurrección, ella mereció por su perseverancia verle antes incluso que los Apóstoles. Así es el segundo tipo de santos, comparado con el primero. El amor es la vida de los dos, pero mientras el amor del inocente suele ser tranquilo y sereno, el amor del penitente es ardiente e impetuoso, acometedor y activo. Éste es el amor que vosotros, hermanos míos, debéis alcanzar según vuestra medida, si alentáis la esperanza de ver a Dios. Pues en otro tiempo fuisteis pecadores, por abierto desprecio a la religión, por hábitos ocultos, por descuido o frialdad, o por haber puesto vuestro corazón en objetos terrenos y amar vuestra voluntad más que la de Dios. El impulso de la contrición Habéis necesitado, o necesitáis ahora, reconciliaros con Él, ser llevados a su presencia y lavar vuestros pecados en su Sangre. Esto sólo puede obrarlo la contrición. Y no hay contrición sin amor. No digo que para ser perdonados debáis conseguir en un momento el mismo amor que han tenido los santos, el amor de Pedro o de María Magdalena. Pero sin una parte al menos de esa misma gracia no podéis alcanzar el perdón. Vuestras obras de penitencia deben proceder de una viva caridad. Si queréis asegurar vuestra final perseverancia, debéis obtenerla mediante una continua y amorosa oración al autor de la fe y de la obediencia. Si buscáis que Dios os acepte en vuestros últimos momentos, recordad que sólo vuestro amor puede conseguir su Amor y borrar el pecado. En la hora final de la vida, hermanos míos, podría resultaros difícil, por algún motivo, recibir los últimos Sacramentos. La muerte puede llegaros repentina, o el sacerdote hallarse quizás a mucha distancia. Os encontraríais como dejados a vosotros mismos, apoyados sólo en vuestra compunción interior, vuestro propio arrepentimiento y vuestros propósitos de enmienda. Habéis permanecido tal vez semanas y semanas alejados de toda asistencia espiritual, y debéis ir a Dios sin la salvaguarda, la garantía, la mediación de ningún rito sagrado. En semejante situación sólo os salvará el ejercicio del amor divino «derramado en los corazones por el Espíritu Santo que se os ha dado» (cfr. Rom V, 5). En aquella hora sólo os serán de provecho un firme hábito de caridad que os haya protegido del pecado mortal o un enérgico acto de amor que lo borre. Únicamente la caridad os hará capaces de vivir bien y de morir bien. ¿Cómo soportaréis el descanso de la noche, las incidencias de un viaje, o la acometida de la más ligera indisposición, si vais escasamente equipados de amor de Dios contra el cambio que experimentaréis ciertamente un día, del que ignoráis, sin embargo, el cuándo y el cómo? Apenas estaréis en condiciones de presentaros ante el tribunal de Cristo con esos confusos sentimientos que ahora logran tranquilizaros; es decir, con un cierto nivel de fe, confianza y temor en los juicios de Dios, pero desprovistos de todo agrado en Él, en sus atributos, su Voluntad, sus mandamientos y su servicio: ese agrado y deleite que los santos poseen en relativa plenitud, y que proporcionan el acceso a los méritos de la pasión y muerte de Cristo. Muy diferentes son los sentimientos con que el alma enamorada, al separarse del cuerpo, comparece en la presencia de su Redentor. Conoce su gran deuda de expiación con Dios, aunque lleva muchos años reconciliada con Él. Sabe que le espera el purgatorio y que ser enviada allí es una gracia excelente. ¡Contemplar el rostro de Cristo, aunque sea por un instante, escuchar su voz, oírle hablar, aunque sea para infligir una pena! Vengo a Ti, oh Salvador del mundo –exclama el alma–; vengo a Ti, que eres mi vida y mi todo, el ser en cuyo pensamiento he vivido mi entera existencia. A Ti me entregué cuando hube de tomar parte en los asuntos del mundo. Te busqué como mi bien principal, pues me enseñaste pronto que nada merece la pena fuera de Ti. ¿A quién tengo en el cielo sino a Ti? ¿A quién he deseado y tenido en la tierra sino a Ti? ¿A quién tendré ahora, cuando estoy entre llamas purificadoras, sino a Ti? Aunque me dispongo a descender a una tierra desierta y sin agua, no tendré miedo porque Tú me acompañas [25]. Te he visto hoy cara a cara, y esto me basta. He visto tu faz, y tu mirada compensa un siglo de dolor en una prisión oscura. Viviré con el recuerdo de tu visión, aunque no te vea, hasta el momento de contemplarte de nuevo y no separarme más de Ti. Tus ojos serán luz y consuelo para mi alma cansada; tu voz será música continua en mis oídos. Nada puede causarme daño; soportaré valiente y serenamente mi tiempo de dolor. Elevaré mi voz para cantar un eterno Confiteor a Ti y a tus santos desde este severo lugar: «A Dios omnipotente y a la bienaventurada siempre Virgen María» –Madre tuya y nuestra, inmaculada en su concepción–, «al bienaventurado San Miguel Arcángel» –creado en su pureza por tu poderosa mano–, y «al bienaventurado San Juan Bautista» –santificado ya en el vientre materno–; y después de éstos, invocaré «a los santos Apóstoles Pedro y Pablo» –penitentes y llenos de compasión por el pecador, desde su propia experiencia del pecado–, y «a todos los Santos». Finalmente, «el Señor enjugará toda lágrima de mis ojos, y no habrá ya muerte, ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (cfr. Apoc XXI, 4). DISCURSO QUINTO: LA SANTIDAD, CRITERIO DE CONDUCTA CRISTIANA La voz de la conciencia Sabéis muy bien, hermanos míos –y pocas personas lo niegan–, que en el interior de todo hombre alienta un sentimiento o percepción que le muestra la diferencia entre el bien y el mal, y constituye la regla para medir pensamientos y acciones. Se llama conciencia, y aunque no alcance en todo tiempo la deseable fuerza para dirigirnos, es suficientemente clara y elocuente para influir en nuestras opiniones y modelar nuestros juicios en los variados asuntos que nos ocupan. Pero la conciencia no es capaz de desempeñar adecuadamente su papel sin una ayuda exterior. Necesita ser orientada y sostenida. Dejada a sí misma, hablará con corrección al principio, pero pronto se manifestará vacilante, ambigua e incluso falsa. Requiere buenos maestros y buenos ejemplos que la mantengan en la línea del deber. Desgraciadamente, esa asistencia externa, esos maestros y ejemplos faltan en muchos casos. Es más, escasean tanto para la gran mayoría de los hombres, que la conciencia pierde frecuentemente el camino, y guía a la persona, en su recta hacia la eternidad, sólo de manera indirecta y circular. Incluso en países que llamamos cristianos, esa luz natural e íntima se oscurece, porque la luz que ilumina a todo hombre venido a este mundo es apartada de la vista. Es un hecho descorazonador y terrible que en este país, entre gente que presume de cristianismo culto, el sol se encuentre tan eclipsado en los cielos que el espejo de la conciencia sólo capte y refleje unos pocos rayos, y ayude pobre y escasamente a preservar del error las conductas. Aquella luz interior, aunque dada por Dios, se hace impotente para iluminar el horizonte, señalarnos una dirección, y fortalecernos con la certeza de que hemos sido creados para una morada eterna. Semejante luz fue dispuesta en nuestrointerior como criterio del bien y de la verdad. Se nos dio para indicarnos nuestro deber en cualquier situación, instruirnos con detalle acerca de lo que es pecado, enjuiciar todas las cosas que vienen a nuestro encuentro, distinguir entre lo valioso y lo nocivo, protegernos de la seducción ejercida por lo simplemente amable y placentero, y disipar, en fin, los sofismas de la razón. Y sin embargo, mirad qué idea de la verdad, de la santidad, del heroísmo y del bien poseen la mayoría de los hombres. No me refiero ya a si actúan o no impulsados por tan elevados motivos. Ésta es otra cuestión. Pregunto sólo si tienen alguna noción de esas cosas; o en caso de que no hayan conseguido borrar del alma sus ideas de virtud y bondad, me pregunto entonces si su manera de concebirlas y los individuos que a sus ojos las encarnan no nos permiten afirmar de innumerables personas que «la luz que hay en ellas es oscuridad» (cfr. Lc XI, 35). La visión interior Observad que no digo nada abstruso, difícil de entender o irrelevante, sino algo inteligible, innegable y de general interés. Sabéis de personas que casi nunca ven la luz del día. Viven en pozos y minas, allí trabajan, se entretienen y quizás mueren. ¿Creéis que, a pesar de tener ojos, poseen una idea correcta de la luminosidad y calor del sol? ¡Qué momento único el de aquel que es sacado repentinamente de un pozo o una gruta, del opaco y vacilante resplandor de las antorchas, de la monótona y artificial penumbra donde se confunden noche y día, y ve por vez primera el claro sol que camina majestuoso de Este a Oeste, y experimenta desde la aurora al atardecer los agradables y graduales cambios del aire y del cielo! ¡Qué sensación la de un ciego de nacimiento que comenzara a ver y a disfrutar así de un sentido extraño por completo a todas sus previas concepciones! ¡Qué maravilloso y nuevo estado de ser, que aunque tuviera tacto y oído, nunca habría sido capaz de imaginarse en lo más mínimo, a pesar de la palabra y la influencia de otros! [26]. ¿Verdad que le parecerá encontrarse –como suele decirse– en un nuevo mundo? ¿Qué revolución no tendrá lugar en su modo de pensar, en sus hábitos, en su carácter, en sus acciones? Ya no necesitará ayudarse con sus manos y su oído, ya no buscará su camino al tacto. Ahora puede ver. Ahora captará mil objetos en un golpe de vista, y –lo que es más importante– apreciará la relación y las posiciones de unos respecto a otros. Sabrá lo que era grande y lo que era pequeño; lo que estaba cercano o distante; lo que se encontraba unido o separado. Verá, en una palabra, las cosas como un todo, y a sí mismo situado en medio de ellas a la manera de un centro. Pero conocerá, además, algo muy próximo a él y más personal que ese nuevo mundo de objetos diferentes. Se asomará a algo muy distinto de las formas y grupos donde habita la luz como en un tabernáculo y que han despertado su admiración. Descubrirá en torno suyo, extendidas y amenazadoras, las semillas pestilentes de la enfermedad en sus formas más elementales y variadas [27]. El aire que nos rodea está cargado de un polvo sutil que cae suavemente sobre toda cosa, cubre silenciosamente los objetos, ensucia y contamina, y si no es combatido, introduce cualquier peste y engendra cualquier epidemia. Es como aquellas cenizas que Moisés tomó del horno (cfr. Ex IX, 8) y esparció con ayuda del viento, para que se convirtieran en úlceras y llagas sobre el cuerpo de los egipcios. Esta plaga sutil es padecida, en sus últimas consecuencias, por todos, tanto los ciegos como los que ven. Pero es mediante la vista como podemos distinguirla en su origen y en su progreso. Es mediante la luz del sol como apreciamos nuestra propia suciedad, así como la necesidad de una continua purificación para librarnos de ella. ¿Y qué son este polvo y esta suciedad, hermanos míos, sino una figura del pecado? Porque el pecado sabe ser sutil en la manera de aproximarse, formidable en su despliegue, incansable en sus solicitaciones, insignificante en su apariencia, odioso en sus efectos. Cae imperceptiblemente sobre el alma, pero ocasiona gradualmente heridas y llagas, y acaba en la muerte definitiva. Así como no somos capaces de ver sin luz las partículas de polvo depositadas sobre nosotros, y la misma luz que nos permite verlas nos enseña por contraste su fealdad, así la luz del mundo invisible, la doctrina y ejemplos de la verdad revelada nos manifiestan la existencia y deformidad del pecado, que de otro modo desconoceríamos u olvidaríamos. Igual que hay hombres que habitan en cavernas y minas, y nunca ven la faz del día, y realizan su trabajo a la luz de una antorcha, hay también multitudes –más aún, enteras naciones de hombres– que aunque han recibido ojos de la naturaleza no pueden usarlos debidamente, porque viven en un pozo espiritual, en una región de tinieblas. Allí han nacido, allí viven, y allí mueren. En vez de usar la ancha y clarificadora luminosidad del sol, tientan su camino con antorchas de lugar a lugar, o fijan lámparas en determinados puntos, para «andar a la luz de su fuego, y en la llama que ellos mismos han encendido», porque no disponen de nada más claro o más puro para hacer frente a las necesidades del día y del año. Alguna luz deben conseguir, y cuando no descubren otra opción, la procuran por sí mismos. El hombre, un ser dotado de razón, no puede vivir en todo arbitrariamente. Está obligado en cierto sentido a vivir según una norma, a adoptar una concepción de la vida, a trazarse un fin, a establecer unos criterios de conducta y a representarse unos modelos que le ayuden a seguirlos. Su razón no le hace independiente, como a veces se dice. Le fuerza más bien a una dependencia respecto de leyes y principios precisos, en orden a satisfacer sus propios deseos. Debe, por necesidad de su naturaleza, ajustarse a alguna norma; Y si no logra descubrir un objeto para su veneración, lo crea. Si no se le enseña la verdad de arriba, se enseña a sí mismo falsedades, o las aprende de sus vecinos. Si no conoce a Dios se fabricará ídolos. ¿Cuál de estas dos opciones, hermanos míos, pensáis que han elegido nuestros compatriotas? ¿Tienen el verdadero objeto de adoración o tienen el falso? ¿Han inventado lo que no posee realidad, o descubierto lo que la posee? ¿Caminan bajo luz del cielo o se asemejan a los nacidos en cavernas, que hacen su fuego a partir de las piedras y los metales de la tierra? Ídolos terrenos Mirad en torno vuestro y responded por vosotros mismos. Contemplad los objetos que este pueblo alaba, examinad sus criterios, ponderad sus juicios e ideas, y decidme luego si no es evidente, a juzgar por su noción de los deseable y lo excelente, que la bondad, la santidad y lo verdadero les resultan desconocidos, y que no solamente no imitan, sino que ni siquiera admiran esos atributos de la naturaleza divina. Quiero insistir, no en lo que hacen o son, sino en lo que reverencian y adoran: en lo que tienen como dioses. Su Dios son las riquezas. No digo con esto que todos deseen ser ricos, sino que todos se inclinan ante el dinero. A la riqueza tributa siempre la multitud de los hombres un homenaje instintivo. Miden la felicidad por la riqueza, y por la riqueza miden, a su vez, la respetabilidad de la persona. Hay muchos, repito, que no piensan en enriquecerse, pero que a la vista de la riqueza sienten un sobrecogimiento involuntario, como si el rico hubiera de ser necesariamente bueno. Les agrada que un caballero acaudalado repare en ellos, se complacen en decir que una vez hablaron con él, les gusta conocer a los que le tratan, y haber entrado en su casa, etc. No viene a su mente la idea de alcanzar algún día una situación parecida, ni ven la riqueza, pues el hombre admirado viste quizás como cualquier otro, ni esperan obtener beneficio alguno. No. El suyo es un homenaje desinteresado, procedente de una honrada y sincera admiración de la riqueza por sí misma, análoga al limpio amor que los buenos cristianos sienten hacia su Señor. Es un homenaje nacido de profunda fe en losbienes materiales, nacido concretamente del sentimiento íntimo de que, al margen de lo que el hombre parezca –pobre, mezquino, decrépito, vulgar, ignorante, enfermo, etc.–, si es rico resulta diferente a todos: si es rico posee un don, un encanto, una omnipotencia, porque con riqueza lo puede todo. Riqueza es el primer ídolo de este tiempo. Notoriedad es el segundo. No hablo, repito, de lo que los hombres persiguen de hecho, sino de lo que admiran y reverencian. Muchos no tienen oportunidad de buscar lo que envidian en silencio. Nunca pudo existir la fama, en pasadas edades del mundo, como existe ahora. Noticias recientes de todo el orbe, privadas y públicas, llegan hoy, día tras día, a cualquier individuo, al artesano más pobre y al campesino más alejado, mediante un proceso de comunicación tan uniforme, espontáneo e invariable que se asemeja a una ley natural. De aquí que la fama y el llamar la atención en el mundo se consideren como un gran bien en sí mismos, y un motivo de veneración. Hubo un tiempo en que sólo se podía figurar a costa de grandes gastos de dinero, y la gente admiraba con asombro a quienes disponían de numerosos criados, carruajes, casas y jardines; lo hace todavía cuando tiene oportunidad, dado que tal magnificencia es cosa de pocos, y pocos también la presencian de cerca. La notoriedad, o fama de periódico como se la denomina también, significa para muchos lo que la moda es para quienes pertenecen a la alta sociedad elegante. Se ha convertido en una suerte de ídolo, adorado por sí mismo y sin referencia a las formas en que circunstancialmente se manifiesta. Puede ser buena o mala fama. Puede ser la fama de un gran estadista, un gran predicador, un gran científico o un gran criminal; la fama de un hombre que se ha ocupado en mejorar nuestros hospitales, asilos, escuelas y prisiones, o la de un libertino que ha ofendido la propiedad o el honor de sus conciudadanos. No importa el motivo, con tal que se hable de la persona, se lea mucho acerca de ella y se piense frecuentemente en ella. Cabe incluso que un hombre muera justamente a manos de la ley, y que sin embargo quede transfigurado en una especie de mártir. Sus vestidos, su escritura, las circunstancias e instrumentos de su crimen, todo se enseñará, se contemplará, se conservará como si fueran reliquias. La cuestión no es si aquella persona era grande, buena, sabia o virtuosa; si era vil o despreciable. Lo importante es si está o no en boca de la gente, si ha conseguido atraer la atención de muchos, si ha hecho algo fuera de lo corriente, si ha sido canonizada, por decirlo así, en las publicaciones de moda. Todos los hombres no pueden ser famosos. Las multitudes que honran la fama no la buscan para sí mismas: no hablo de lo que hace la gente, sino de cómo piensa. Pero de vez en cuando hay ejemplos de hombres desgraciados que, seducidos por la pasión de la notoriedad, se deciden a una acción detestable, no porque la deseen o por amor u odio hacia la persona afectada, sino simplemente para que se hable de ellos. «Éstos son, oh Israel, tus dioses» (cfr. Ex XXXII, 8). Este noble pueblo, nacido para cosas grandes, nacido para el decoro y la reverencia, he aquí que anda de un lugar a otro bajo la antorcha de una caverna, o persigue fuegos fatuos, sin comprenderse a sí mismo, sin entender su destino, sus debilidades y sus indigencias, porque ha renunciado a ver, consultar y admirar las luces del cielo. La luz de la fe ¡Pero qué cambio se produce, hermanos míos, cuando la mano del buen Dios les lleva con maravillosa providencia hasta la salida de la gruta y luego los expone a la luz del día! ¡Qué transformación experimentan cuando comienzan a ver, con los ojos del alma y la intuición que trae consigo la gracia, la figura de Jesús, el Sol de Justicia, y el cielo en el que vive, y la brillante Estrella de la mañana que es su Madre bienaventurada, y la plácida Luna que representa a su Iglesia, y los silenciosos astros, que son los hombres santos en camino hacia el eterno reposo! Así fue la sorpresa que embargó a los tres discípulos llevados consigo por Cristo a la cumbre del Tabor. El Señor dejó abajo el mundo enfermo y la multitud atormentada e inquieta, les condujo a la cima del monte y se transfiguró ante ellos. «Su rostro se tornó brillante como el sol y sus vestidos blancos como la luz» (cfr. Mt XVII, 2). Los discípulos levantaron los ojos y vieron una figura blanca a cada lado del Maestro: eran dos santos de la Antigua Alianza, Moisés y Elías, que conversaban con Él. Aquello era realmente una escena del cielo. Los Apóstoles habían sido introducidos a un nuevo horizonte de ideas, a una nueva esfera de contemplación, y Pedro, desbordado por la visión, exclamó: «Señor, es bueno estarnos aquí: hagamos tres tiendas». Había imaginado poder conservar ya siempre con Él aquella gloria. Lo más brillante de la tierra, lo más hermoso y noble palidecía y se esfumaba, y se antojaba corrupción delante de aquellos esplendores. Los más excelentes bienes terrenos eran vanidad; las mejores ganancias, estiércol; las más profunda alegrías, tristeza, y el pecado, una repulsiva abominación. Salvadas las distancias, así es también el contraste, percibido por el alma que se despierta a la gracia, entre los objetos que admiró y persiguió en su vida pecadora y los que contempla en su nuevo horizonte de luz. Desde ese instante, el alma ha comenzado una nueva vida. No me refiero a la conversión moral que ocurra dentro de ella. Se mueva o no a actuar en base a lo que ve, considerad ahora únicamente la gran transformación que se producirá en su visión y estimación de las cosas tan pronto como haya oído y aceptado con fe la voz de Dios, tan pronto como entienda que riqueza, fama e influencia no son los bienes más importantes, y que sólo merece la pena buscar la santidad y lo que la acompaña, es decir, la pureza, el desprendimiento de lo material, la fortaleza y la paciencia, el sacrificio por los demás, la renuncia a lo mundano, el favor del cielo, la protección de los ángeles, la sonrisa de la Virgen: los dones de la gracia, el poder decisivo, y si hace falta milagroso de Dios, y la comunión de los santos. Por eso los hombres de mundo que son católicos –a no ser que hayan perdido completamente la fe– no reaccionan exactamente igual que quienes son ajenos a la Iglesia. Mantienen, en efecto, una veneración instintiva hacia los que reflejan en sus vidas las huellas de lo divino, y alaban al menos lo que no se deciden a imitar. La percepción de la santidad Los católicos poseen una idea que una nación protestante no percibe, es decir, poseen la idea de un santo. Creen y advierten prácticamente la existencia de esos señalados siervos de Dios que de tiempo en tiempo surgen en la Iglesia católica. Quizás no se comportan bien en la vida cotidiana, pero saben dónde está la verdad y han aprendido a pensar y a juzgar correctamente. Conservan en la imagen de los santos un criterio para su conducta. Un santo es un ser nacido como cualquier otro hombre, un hijo de la ira por naturaleza, necesitado de redención. Es bautizado como los demás e igual que todos los niños llega un día al uso de razón. Pero pronto sus padres y vecinos comienzan a advertir que no es un niño exactamente y en todo como los demás. Sus hermanos y compañeros de juegos sienten tal vez hacia él una cierta admiración que no saben cómo explicar. Si le conociera alguno de esos hombres que han servido a Dios mucho tiempo en oración y obediencia notaría quizás algún signo indicativo de una magnífica vocación. Así va creciendo, apreciado o no en su destino sobrenatural por familiares y conocidos, pues éste es el sello de toda grandeza, que precisamente porque es grande no es comprendida de inmediato por la gente corriente. Hacen falta tiempo, distancia y observación para que sea reconocida por todos. Nuestro hombre ha llegado a la edad de emplear su razón y, cosa admirable, nunca ha ofendido a Dios gravemente. Otros comienzan a usar su entendimiento abusando de él; comprenden lo bueno,para resistirlo enseguida. No ocurre así con el santo. No es que sus acciones sean incontaminadas si las colocamos bajo la luz tremenda de la pureza divina, pero no ofende a Dios mortal y voluntariamente, se ve protegido de pecado grave, nunca se separa de Dios, quizás sólo en algunos períodos incurre en faltas deliberadas, evita siempre las ocasiones de pecado y resiste la tentación. Vive de continuo en presencia de Dios, que le preserva del mal «porque el malvado no consigue tocarle». En numerosos aspectos no difiere, como es lógico, de otros chicos. Ignora muchas cosas, y tal vez se comporta en ocasiones de manera imprudente. Tiene las debilidades, temores y esperanzas de la gente joven. Se puede sentir movido a ira, a pronunciar una palabra dura, a inquietar a sus padres; puede manifestarse volátil y caprichoso, inestable en sus opiniones y juicios, a diferencia de un hombre maduro. Pero esto no tiene importancia. Son accidentes compatibles con la presencia de un nivel de gracia que une poderosamente el corazón a Dios. Sería excelente que la multitud de los hombres fueran tan piadosos en sus mejores momentos como los santos en sus horas bajas. Ha habido santos, sin embargo, que fueron librados incluso de las imperfecciones que he mencionado. Ha habido santos cuya razón ha sido de tal modo influida por Dios desde el bautismo, que se han sentido capaces de ofrecer a su Señor y Salvador, ya desde niños, un «sacrificio vivo, santo y aceptable». En todo caso, sean cuales fueren las debilidades del joven que estamos imaginando, son excepciones en el transcurso de su vida cotidiana. La oración, la alabanza a Dios y la meditación constituyen su comida y su bebida. Frecuenta la iglesia, se arrodilla ante el Santísimo Sacramento, dirige su mente y su corazón a la Madre de Dios. Vive en íntima conversación con su ángel custodio y evita todo asomo de profanidad e impureza. Se convierte paulatinamente en un testigo del mundo invisible, y cumple en él las ideas y nostalgias de lo sobrenatural que se leen a veces en poemas y narraciones, y son deseadas vagamente por numerosos hombres jóvenes antes de que el mundo los corrompa. Crece, y encuentra exactamente las mismas tentaciones que los demás, y quizás más violentas. Los hombres mundanos, carnales e incrédulos, no conciben que las tentaciones que ellos experimentan y a las que sucumben, puedan vencerse. Se han convencido a sí mismos que pecar es parte de su naturaleza y que, por lo tanto, no incurren en culpa alguna; es decir, niegan la existencia del pecado. Consiguientemente, cuando leen algo sobre los santos o los buenos cristianos concluyen que éstos no han sufrido las tentaciones de ellos o que no las han superado. Los consideran hipócritas, que practican en privado los vicios que denuncian en público; o si son suficientemente honrados para abstenerse de semejante calumnia, piensan que aquellos hombres nunca han sentido tentaciones, que son seres fríos y simples, anclados en la niñez, desconocedores del mundo y de la vida, despreciables por su falta de influencia, peligrosos en su ignorancia si llegaran un día a ser influyentes. La realidad de los santos Pero no es así, hermanos míos. Leed las vidas de los santos, y comprobaréis la falsedad y estrechez de esta visión. Estos hombres críticos que imaginan conocer profundamente el mundo y la naturaleza humana no saben nada de un gran hecho que tiene lugar en el hombre, es decir, desconocen lo que es la naturaleza bajo la influencia de la gracia. Saben muy poco de la segunda naturaleza, del don sobrenatural infundido por el Espíritu de Dios en nuestra primera naturaleza caída. Nunca se han encontrado con un santo, ni han leído sobre él, ni se han formado una noción precisa de él. El santo sufre, repito, las mismas tentaciones que los demás hombres, y a veces mayores, porque se le prueba como en un crisol, porque debe hacerse rico en méritos, porque le espera una brillante corona en el cielo. En cualquier caso, tiene tentaciones, y difiere de los otros no en verse eximido de ellas, sino en estar preparado contra ellas. La gracia supera la naturaleza. La supera desde luego en todos los que se salvan, pues nadie contemplará después el rostro de Dios si ahora no renuncia al pecado. Pero los santos vencen con una determinación, un vigor y una prontitud particulares. Leéis así en sus vidas narraciones admirables de conflictos y victorias sobre el enemigo. Son como héroes de romance, llenos de nobleza, gracia y buen estilo. Sus acciones, hermosas como la ficción, son sin embargo tan reales como cualquier otro hecho real. Son actos que ensanchan la mente de todo ser humano con ideas que antes no apreciaba y que manifiestan al mundo entero lo que Dios puede hacer y lo que puede llegar a ser el hombre. Aunque desde luego no todos los santos han sido inocentes en su juventud –pues algunos fueron movidos por Dios a penitencia después de una juventud pecadora–, sin embargo, una vez convertidos no se diferenciaron de quienes siempre sirvieron al Señor: no se diferenciaron en altura de dones, desprendimiento del mundo, unión con Cristo e intensidad de obediencia; en nada, excepto quizás en la severidad de su expiación. Algunos fueron llamados, no del vicio y la impiedad, sino de una vida cristiana más o menos indiferente, de un estado de tibieza y superficialidad, a la exigencia heroica; y con frecuencia abandonaron tierras, propiedades, honores, prestigio y situación social por amor de Cristo. Reyes han dejado el trono, prelados renunciaron a su rango e influencia, sabios despreciaron la vanidad del intelecto, para vivir todos ellos alejados del mundo en escasez y austeridad. En los tiempos primeros de la Iglesia fueron los mártires, a veces niños y jóvenes doncellas, quienes soportaron las torturas más refinadas antes que negar a Cristo. Después aparecieron los misioneros que, por amor a las almas, no vacilaron en arriesgar sus vidas para extender el reino del Salvador y que, viviendo o muriendo, han llevado a la Iglesia naciones enteras. Otros se han dedicado, en tiempos de guerra o cautividad, a redimir esclavos cristianos de sus dueños o conquistadores paganos. Otros se han entregado al servicio de apestados y enfermos, a la instrucción de los pobres, a la educación de los niños, a atender incesantemente la predicación y el confesonario, o a una vida contemplativa de intercesión y oración. Los santos son muy diversos, y esta diversidad es una señal de la riqueza de Dios. Pero a pesar de sus diferencias y de la línea específica de su actividad, se han conducido siempre con heroísmo. Han logrado tal autodominio, han crucificado la carne y renunciado al mundo de tal modo, han sido tan humildes, compasivos, alegres, devotos, laboriosos y perdonadores de injurias, han soportado tantos dolores y perseverado en trabajos tan grandes, que nos ofrecen un paradigma incuestionable de magnanimidad, verdad y amor. No son siempre ejemplo para nosotros, ni tenemos obligación de seguirles; igual que no nos vinculan literalmente algunas observaciones del Señor, tales como presentar la otra mejilla o entregar el manto. Pero aunque no los tengamos como modelo, representan siempre un criterio del bien y del mal, están a la vista como una lección viva, nos recuerdan que Dios existe, nos introducen en el mundo invisible, nos enseñan el amor de Cristo, y nos aligeran el camino que conduce al cielo. Han de ser para nosotros, que podemos verles, lo que la riqueza, la fama, el rango y el nombre son para la multitud que vive en oscuridad: objetos de veneración y estima. ¿Quién puede dudar entre ambas cosas? La religión nacional [28] posee muchos atractivos. Conduce a la decencia y al orden, a la conducta apropiada, a pensamientos encomiables, a bellas virtudes domésticas. Pero no puede elevar a la multitud ni ofrecer una imagen correcta de la ciudad de Dios. Procede de la simple naturaleza, y su doctrina es meramente natural. Usa desde luego palabras religiosas; de otro modo no podría llamarse religión. Pero no imprimelo sobrenatural en la imaginación, ni lo graba sobre el corazón, ni lo introduce en la conciencia. No lleva a la mente popular idea grande alguna, como esas que, siendo propiedad común, todos y cada uno deben aceptar a modo de primeros principios o dogmas que constituyen el inicio de la vida cristiana, que se dan por supuestas y que pasan de una edad a otra como imágenes y prendas de la eterna verdad. La religión nacional no inculca en modo alguno el sentido de lo invisible, y en consecuencia los valores mundanos y los objetos materiales se convierten en los ídolos y la ruina de sus hijos, almas que estaban hechas para Dios y la gloria. Es impotente para resistir lo terreno y las enseñanzas falsas del mundo. No puede sustituir el error por la verdad. Va detrás, cuando tendría que ir delante [29]. Sólo hay un verdadero antagonista de lo mundano: es la fe de los católicos. Cristo estableció esa fe, y ella realizará en la tierra la tarea encomendada, como siempre lo ha hecho, hasta que Él venga de nuevo. DISCURSO SEXTO: LA VOLUNTAD DE DIOS, FIN DE LA VIDA El fin del hombre Voy a formularos una cuestión tan corriente y poco interesante a primera vista, que tal vez os preguntéis por qué la hago, y objetéis que es difícil fijar en ella la atención, y os adelantéis incluso a decir que no producirá nada provechoso. Es la siguiente: ¿para qué habéis sido puestos en el mundo? Se trata de un pensamiento más obvio que frecuente, más sencillo que familiar: quiero decir que debería veniros a la mente, pero no os viene, y que de hecho mantenéis hacia él una distante familiaridad que pervive desde hace muchos años. Es posible que alguna vez esta idea os haya asaltado íntimamente por un breve espacio de tiempo, pero sólo a la manera de una incidencia fugaz. Hay quienes recuerdan la primera vez que tal pensamiento les visitó. Eran niños pequeños que un buen día se preguntaron espontáneamente, o, mejor dicho, oyeron cómo Dios les interrogaba en su interior: ¿Por qué estoy aquí? ¿Cómo he venido? ¿Quién me trajo a este lugar? ¿Qué debo hacer? Pudo ser el primer acto de la razón, el inicio de la responsabilidad personal, el comienzo de pruebas y compromisos. Tal vez data de aquel día su capacidad de elegir entre el bien y el mal, y la posibilidad tremenda de cometer un pecado grave. A medida que la vida avanza, el pensamiento retorna poderosamente de vez en cuando, en la enfermedad, en medio de algún dolor, en momentos de soledad, al escuchar a un predicador o al leer un libro estimulante. Les acomete entonces un sentimiento intenso sobre la vanidad y miseria del mundo, y la pregunta se deja oír de nuevo: ¿Para qué he sido colocado en la tierra? Ciertamente contrasta mucho este mundo vano y deleznable, pero imponente, con el sentido de semejante pregunta. Parece fuera de lugar formular tal interrogante en la presencia magnífica y espléndida de la gran Babilonia. El mundo se siente capaz de cubrir todas nuestras necesidades, como si fuéramos enviados a él por el hecho del envío mismo, y sin nada que lo trascienda. Es un gran favor –se dice– haber ingresado en este mundo majestuoso. Ahí se encuentra la explicación del misterio de la vida. Todo hombre hace en el mundo su propia voluntad, busca su propio placer, persigue sus propios fines: no ha venido a otra cosa. Las metas aparentes de la vida Visitad las calles de una ciudad populosa, contemplad el continuo flujo de energía humana y la interminable variedad de iniciativas y caracteres, y quedad ya satisfechos. Los caminos –acera y calzada– están repletos; multitudes van de un sitio a otro, cada persona a su asunto, o se detienen inactivas y curiosas, por falta de trabajo, para ver y ser vistas, por diversión o con deseo de presumir, o bajo la excusa de una tarea. Los carruajes de los ricos se mezclan con los lentos carromatos cargados de provisiones y mercancías, productos del arte y demandas del lujo. Las calles albergan tiendas innumerables que, abiertas y coloridas, invitan a los clientes. De vez en cuando se ensanchan en plazas o en lugares espaciosos con grandes edificios de piedra o ladrillo, brillantes al sol y rodeados de jardines alegres. Seguid en otra dirección y encontraréis sólidas fábricas donde se efectúan los trabajos mecánicos. El aire bajo está lleno de un ruido incesante y monótono, que penetra incluso en las estancias interiores de las casas e importuna los oídos en todo momento. El aire de arriba, saturado de humo, esconde el día de Dios a los reinos del tenaz y agotador esfuerzo. ¡He aquí el fin del hombre! Si preferís, permaneced en casa, coged uno de esos periódicos diarios que son una pintura tan verdadera del mundo, examinad las columnas de anuncios, y descubriréis el catálogo de afanes, proyectos, ansiedades, angustias y placeres que ocupan la cabeza del hombre. El ser humano representa todos los papeles. Aquí desea vender unos bienes, allí necesita un empleo; aquí busca dinero en préstamo, allí ofrece casas, fincas o apartamentos. Dispone de comida para millones, de lujos para los ricos, de medicinas y remedios maravillosos para los crédulos, de libros baratos y nuevos para los curiosos. Pasad luego a las noticias del día y conoceréis los hechos realizados por grandes hombres, en casa y en el extranjero. Leeréis sobre guerras y rumores de guerras, debates en el Parlamento, gente recién llegada, estadistas desaparecidos, disputas políticas en la ciudad y en la nación, y enfrentamientos de intereses rivales. Conoceréis detalles sobre el mercado del dinero, la oferta y demanda de bienes, la situación del comercio, la producción de manufacturas, los barcos venidos a puerto, pérdidas, ganancias, fraudes, etc. Seguid adelante, y os tropezaréis con los descubrimientos efectuados en artes y ciencias, y los que, según dicen, se han producido en el campo de la religión. Habrá también noticias sobre la corte y la familia real, diversiones de los grandes, lugares de recreo, procesos célebres, crímenes, accidentes, experimentos, concursos e iniciativas de toda clase. ¡Qué extraño es este ser infatigable, ruidoso y jadeante que llamamos vida! ¿Y todo esto no se acabará nunca? ¿Tiene algún sentido? Parece que jamás terminará, y que constituye su propio objeto. Ahora, hermanos míos, tratad una vez más de olvidar por un momento lo que veis y leéis en la prensa, penetrad en los corazones, y observad las ideas y los sentimientos de las personas. Miradlas lo más atentamente que podáis; entrad en sus casas y habitaciones privadas; asomaos inesperadamente a caminos y calles, mansiones y cabañas, oficinas y fábricas. ¿Qué encontráis? Escuchad sus palabras y presenciad sus acciones. Hallaréis por lo general en todos –poderosos y humildes, cultos e ignorantes– los mismos rebeldes pensamientos, los mismos locos deseos, incontroladas pasiones, opiniones rastreras y comportamientos arbitrarios. Comprobaréis que viven por el simple afán de vivir. Todos y cada uno parecen deciros: «Somos nuestro propio centro y nuestro propio fin». ¿Qué persiguen? ¿Qué proyectos albergan? ¿Para qué viven? «Vivimos para nuestro exclusivo agrado. La vida no tiene sentido si no la vivimos a nuestro gusto. Nadie nos ha enviado aquí; sencillamente nos encontramos en el mundo, y seremos como esclavos si no pensamos, creemos, amamos, odiamos y hacemos lo que nos plazca. Detestamos toda interferencia, divina o humana. Nos importa relativamente ser ricos o influyentes; pero nos importa por encima de todo vivir para nosotros mismos, apurar el placer presente, asimilar toda doctrina de modo personal, pensar en el futuro y en lo invisible mucho o poco, de acuerdo sólo con nuestro capricho». Es un pensamiento terrible y sin embargo real. La multitud de los hombres viven sin objeto alguno más allá de la escena visible. Pueden usar de vez en cuando palabras religiosas, o profesar un culto por motivos de inercia, utilidad o deber. Pero si en semejante profesión existiera alguna sinceridad, el curso del mundo no sería como es. El sentido de la existencia ¡Qué diferenciarespecto al sentido de la vida, tal como nos lo propone nuestra fe! Si hay uno entre los hijos de los hombres que podría con todo derecho haber cumplido su propia voluntad aquí abajo, es sin duda Aquel que vino a la tierra desde el seno de Dios y que fue tan puro en la humanidad que asumió que no podía tender a ningún propósito incompatible con la voluntad del Padre. Y sin embargo, Él, Hijo de Dios y Verbo eterno, no vino a hacer su voluntad, sino la voluntad de quien le envió, como nos repite la Sagrada Escritura una y otra vez. El profeta del Salterio, hablando en la persona de Cristo, dice: «He aquí que vengo, oh Dios, a cumplir tu voluntad» (cfr. Ps XXXIX, 7 s.). Isaías exclama: «El Señor Dios ha abierto mi oído, y yo no me resistí ni me hice atrás» (cfr. L, 5). Y en el Evangelio dice el Señor: «Mi comida es hacer la voluntad del que me envió, y llevar a cabo su obra» (cfr. Io IV, 34). De aquí que también en su agonía gritara: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (cfr. Lc XXII, 42), y que San Pablo comente: «Cristo no se agradó a Sí mismo» (Rom XV) y «aunque era Hijo de Dios aprendió la obediencia en lo que hubo de sufrir» (cfr. Hebr V, 8). Así fue verdaderamente. Por ser Hijo eterno e igual al Padre, Su voluntad era una y la misma con la del Padre, y Él no necesitaba efectuar acto alguno de sumisión. Pero decidió tomar la naturaleza humana y la voluntad propia de tal naturaleza. Asumió por tanto los afectos, sentimientos e inclinaciones propios del hombre. Asumió una voluntad inocente, pero en cualquier caso una voluntad de hombre, diferenciada de la voluntad divina. Tomó, en definitiva, una voluntad que, si sólo hubiera actuado según lo que es grato a la naturaleza, habría negado, a la hora del dolor y del esfuerzo, su cooperación activa con la voluntad de Dios. Pero aunque asumió la naturaleza humana, no tomó sobre Sí ese egoísmo con que se cubre el hombre caído, sino que en todas las cosas se ofreció al Padre como un sacrificio siempre disponible. No vino a la tierra para buscar su propio agrado, ni para hacer su gusto, ni para satisfacer sentimientos humanos, sino únicamente para glorificar al Padre y hacer su voluntad. Vino lleno de una misión, encargado de un trabajo, y no miró a derecha ni a izquierda, ni pensó en sí mismo. Por eso fue llevado en el vientre de una mujer humilde que, antes de dar a luz, hubo de hacer dos viajes, de obediencia y de amor, a las montañas de Judea y a Belén. Nació en un establo y fue colocado sobre un pesebre. Huyó a Egipto, y vivió luego hasta los treinta años de manera pobre, en una pequeña casa, desempeñando un oficio tosco en una ciudad despreciada. A continuación, llegada la hora de predicar, no tenía donde reclinar su cabeza, y anduvo de una ciudad a otra como un extraño en la tierra. Estuvo en el desierto y habitó por un tiempo entre animales salvajes. Soportó frío y calor, hambre y cansancio, reproches y calumnias. Su comida era pan vulgar y pescado corriente y en ocasiones dependía de la hospitalidad ajena. E igual que abandonó la majestad del Padre en lo alto y eligió una morada terrena, así también, por deseo del Padre, dejó el único consuelo que le había sido dado en este mundo y se privó a sí mismo de la compañía de su Madre. Se separó de ella y en apariencia la ignoró, como Leví, tipo del Redentor, que mereció el sagrado ministerio cuando dijo a sus padres y familiares: «No os conozco». Jesús ejemplificó en su propia vida la severa máxima que dio a sus discípulos: «El que ama a su madre más que a Mí no es digno de Mí» (cfr. Mt X, 37). Sacrificó en todo cualquier deseo de su voluntad, para que entendamos que si Él, el Creador, vino a su propio mundo no a buscar su agrado sino a hacer la voluntad de su Padre, nosotros tenemos también probablemente una tarea que realizar y hemos de preguntarnos con seriedad cuál sea. Una tarea que realizar Así es, hermanos míos. Toda persona que respira, pobre o rica, cultivada o ignorante, joven o anciana, hombre o mujer, tiene una misión, un trabajo que cumplir. No hemos sido enviados a esta tierra para nada. No hemos nacido por casualidad. No estamos aquí para dormir durante la noche, levantarnos por la mañana, buscar el alimento, beber y comer, reír y bromear, ofender a Dios cuando nos viene en gana, reformar nuestra vida cuando nos cansamos de pecar, criar hijos y morir. Dios contempla a cada uno de nosotros, crea toda alma, la infunde, una a una, en un cuerpo, y lo hace con una intención. Nos necesita, se digna necesitar a cada uno de nosotros. Tiene un plan para cada hombre. Somos iguales en su presencia, y nos sitúa en diferentes circunstancias y estados, no para hacer en ellos lo que nos plazca, sino en orden a trabajar para Él. Igual que Cristo tuvo una tarea, nosotros tenemos la nuestra. Igual que Él cumplió gozoso su trabajo, también nosotros hemos de alegrarnos en el nuestro. San Pablo se refiere en cierta ocasión al mundo como a la escena de un teatro. Consideremos lo que quiere decir. Como sabéis, los actores que aparecen sobre un escenario son iguales, pero asumen papeles diferentes en la obra que representan: unos son poderosos y otros humildes, unos son alegres y otros melancólicos. Sería entonces absurdo que un actor presumiera de la diadema ficticia que le adorna en el tablado, o de la espada sin filo que lleva, en vez de atender a su papel. Sería ridículo que pasara el tiempo contemplándose a sí mismo en su lujoso vestido o que usara en provecho particular las partes valiosas del atuendo. ¿Acaso su cometido es otro que desempeñar adecuadamente el personaje encomendado? El sentido común no nos indica otra cosa. Pues bien, nosotros somos únicamente actores en este mundo. Somos iguales unos a otros, y como iguales seremos juzgados tan pronto como la vida concluya. Pero siendo semejantes, cada uno desempeña un trabajo específico y ha recibido una misión peculiar, que le exigen no ceder ante las pasiones, no dedicarse a ganar dinero, no perseguir como meta única un nombre en el mundo, no rehusar el esfuerzo, no seguir su capricho, no ser egoísta, sino hacer lo que Dios le pide. Observad a ese hombre desdichado del Evangelio, llamado Epulón. ¿Pensáis que entraba en su mente que debía gastar sus riquezas no en sí mismo sino para gloria de Dios? Sin embargo, a causa de este olvido se perdió para siempre. Os diré lo que pensaba y cómo veía las cosas. Era joven, heredó grandes propiedades y se entregó a una vida de placeres. No se le ocurrió pensar que sus riquezas tuvieran otro fin que permitirle vivir lujosamente. Lázaro yacía a su puerta. Podía haberle socorrido: ésa era ciertamente la voluntad de Dios. Pero él consiguió acallar su conciencia y se persuadió a sí mismo que sería un necio si no aprovechaba al máximo este mundo mientras podía hacerlo. Se resolvió consiguientemente a perseguir siempre y en todo su satisfacción personal. «Todos los días banqueteaba espléndidamente» (cfr. Lc XVI, 19). Sus bienes y utensilios –casa, muebles, vajillas, sirvientes– eran de la mejor clase. Todo se dedicaba al disfrute y a la ostentación, a atraer la atención del mundo y a ganar el aplauso de los vecinos, compañeros de sus pecados. Estos amigos eran dignos de él, hombres a la moda, refinados, soberbios, comilones, sibaritas, exactos, sensuales, con oídos y lengua diestros en la impureza, ministros y testigos –en todo pensamiento, palabra y acción– del mal que reinaba en ellos; gente exquisita y correcta en ideas y juicios a la hora de establecer reglas para pecar; hombres sin corazón, egoístas, puntillosos, que evitaban a Lázaro, postrado a la entrada, como ave de mal agüero a quien el buen gusto exigía mantener lejos. Epulón era uno de éstos, y como tal vivió el corto espacio de su vida, consciente y amante de nada excepto de sí mismo, hasta que un buen día, después de una violenta querella con alguno de sus compañeros o de un ataque de peligrosa enfermedad, se encontró inmóvil en su lecho. Allí pasaba los días maldiciendo su fortuna e impaciente con su médico por no sentirse mejor yno estar en condiciones de disfrutar su juventud. Se imaginaba mejorar, cuando en realidad su mal crecía, y se irritaba con quienes no le dirigían palabras de consuelo en su perplejidad, a la vez que el dolor en aumento le separaba más y más de su Creador. Finalmente llegó su día, y murió, y fue sepultado. Así terminaron su vida y su misión. Una vida superficial Éste ha sido el destino de vuestro ídolo y modelo, oh jóvenes –si hay alguno presente–, que aunque no poseéis riqueza ni rango social imitáis, sin embargo, el estilo de quienes los poseen. Vosotros, hermanos míos, no procedéis de casa aristocrática, no os habéis formado en los centros de alta educación, no os relacionáis con la sociedad opulenta, ni os interesa su tono de vida, no cultiváis el sentido romántico del honor, ni merodeáis en torno a las mansiones de los poderosos. Y a pesar de todo, imitáis las faltas de Epulón sin participar en su refinamiento. Pensáis que es propio de un caballero mantenerse por encima de la religión, criticar a las personas que creen y practican, mirar con imparcial desprecio a católicos y a metodistas, adquirir un barniz de conocimientos en asuntos varios, conocer las numerosas publicaciones frívolas y populares del momento, leer la última novela, escuchar a los cantantes y ver a los actores de moda, estar al día en noticias, conocer los nombres de los personajes públicos para inclinarse ante ellos, andar por la calle con la cabeza alta y mirar todo lo que encontráis. Y por supuesto, decir y hacer cosas peores, de las que estas extravagancias son únicamente el símbolo. ¡Para esto imagináis haber venido a la tierra! Por lo visto, el Creador os dio la existencia para esta triste tarea, para ser una mala imitación de la impiedad decorosa, una pieza de exquisitez marchita, un perfume sin frescor que sólo ofende los sentidos. ¡Ojalá pudierais ver lo absurdo y mezquino de esas pretensiones a los ojos de cualquier hombre excepto vosotros! Todo camino en la vida es digno. Quien actúa según su condición y tarea a nadie parecerá ridículo. Quien actúa con buen sentido y humildad hará un papel excelente en todas las situaciones de la vida. Por el contrario, la ostentación, la afectación y los esfuerzos ambiciosos resultan vulgares en cualquier circunstancia. Procurad, por tanto, alejarlos de vosotros y despreciarlos. ¡Ojalá os deis cuenta de que tenéis alma y os apiadéis de ella! Dirigíos antes de que sea tarde a Quien es fuente de todo lo verdaderamente alto, magnífico y bello, todo lo que es brillante y placentero; y encontrad lo que inconscientemente buscáis, en Aquel a quien de manera tan insensata habéis despreciado. Solo Él, el Hijo de Dios, es causa de todo bien y toda felicidad para ricos y pobres. Por muy altos que estéis en la escala social, necesitáis a Cristo; por muy bajos que estéis, podéis siempre ofenderle. Los pobres pueden ofenderle, pueden descuidar las llamadas divinas tanto como los ricos. No penséis que mis observaciones sobre las clases altas y medias no pueden, si sois pobres, aplicarse también a vosotros. Un hombre pobre como Lázaro es capaz de tanta culpa como Epulón. Si habéis resuelto degradaros al nivel de los animales, que no tienen razón ni conciencia, no necesitáis riqueza ni rango para conseguirlo. Las bestias no tienen dinero, ni situación social, ni púrpuras, mesas espléndidas o servidores, y sin embargo bestias son. Lo son por ley de su naturaleza. Son pobrísimas entre los pobres. No hay vagabundo tan pobre como ellas. Se diferencian de él no en los bienes materiales sino en carecer de alma, y en que el hombre pobre tiene una misión y ellas no la tienen, él puede pecar y ellas no pueden. Es evidente, hermanos míos, que una persona puede perder el sentido con una bebida pésima igual que con un licor costoso; puede robar el dinero ajeno para satisfacer sus apetitos, si no quiere gastar el propio; puede violar las leyes naturales y sociales que le rodean, y profanar la santidad de los deberes familiares, aunque no sea hijo de aristócratas, sino de campesinos o artesanos. No es una bendición del pobre experimentar menos tentaciones de egoísmo y sensualidad, pues sufre tantas como cualquiera. La pobreza es para quienes la viven madre de muchos dolores y penas que son como mensajeros de Dios que invitan al arrepentimiento. Pero si el hombre pobre cede ante sus pasiones, olvida la religión, difiere la penitencia y muere sin conversión, importa poco que haya sido indigente en este mundo, importa poco que haya sido menos audaz que el rico o que se haya prometido a sí mismo el favor del cielo. También Lázaro, en este caso, será sepultado con Epulón, y no habrá tenido consuelos en este mundo ni en el otro. El engaño de servir a dos señores La cuestión es –al margen de la posición social– si uno cumple, en donde está, la misión que Dios le ha encomendado. Prestemos atención ahora a otro tipo muy diferente de hombres que, al ser interpelados sobre estos temas, esquivan la pregunta y dicen: «No nos dejáis más alternativas que ser pecadores o santos. Se nos coloca delante, por un lado, la figura del Señor, y se extiende ante nosotros como segunda opción la culpabilidad y ruina de un criminal plenamente consciente de sus faltas. En realidad, nosotros no pretendemos ir tan lejos en ninguno de los dos caminos. No ambicionamos llegar a santos, pero tampoco deseamos en absoluto ser pecadores. No queremos ignorar la voluntad de Dios ni prescindir de la nuestra. Debe haber un camino intermedio en el que la voluntad divina y la nuestra puedan encontrarse y quedar satisfechas. Tenemos intención de disfrutar este mundo y gozar también del más allá. Evitaremos el pecado mortal, pues no parece necesario ni posible resistir las faltas veniales. Solamente los santos son capaces de hacerlo. Es la meta de toda una vida y no es cuestión de intentarla. No somos monjes, vivimos en el mundo, tenemos negocios y familia, nos es preciso vivir al día. Es ya un consuelo guardarse del pecado grave, lo hacemos y nos basta para la salvación. Es cosa excelente que nos mantengamos en gracia de Dios, pues, ¿qué más podemos desear? Acudimos a los Sacramentos, que nos fortalecen y estimulan. Si muriéramos, lo haríamos en el favor de Dios, y escaparíamos al destino de los malos. Pero si intentásemos ir más adelante, ¿dónde deberíamos parar?, ¿a qué altura estableceríamos el límite? Sabemos bien que la línea de separación entre faltas graves y leves es muy clara. Pero si comenzamos a combatir nuestros pecados veniales, no existiría razón para repudiar unos con preferencia a otros. Si contenemos la ira, ¿por qué no contener la vanidad?, ¿por qué no evitar también la envidia, la mentira, la murmuración y la glotonería? Después de todo, no podemos estar sin pecado leve, salvo que tuviésemos el privilegio de la Madre de Dios, que es propio de ella y de nadie más. Entendemos que no se nos invita a la conversión, porque nos hemos convertido hace ya tiempo. Se nos invita a un vago e indefinido proyecto, menor que la perfección y superior a la obediencia, que sin producir ventajas concretas nos bloquea los placeres y dificulta las obligaciones de este mundo» [30]. Militancia cristiana Así discurrís. Pero vuestras premisas son más correctas que vuestro razonamiento, y las conclusiones no se sostienen. Es cierto que Dios os ha colocado en el mundo para que un día lleguéis al cielo. Es cierto también que si lográis ir allí, no podéis desear nada mejor. Concedo asimismo que no es fácil evitar el pecado venial. No estáis del todo obligados a ser santos y a buscar la perfección [31]. Pero no se sigue de ello que, con tales ideas y sentimientos, os esforcéis ni siquiera para llegar al Purgatorio. ¿Contiene vuestra práctica religiosa alguna dificultad, u os resulta fácil en todos los aspectos? ¿Buscáis simplemente la comodidad en vuestro modo de vivir, o encontráis además alegría en someteros al querer de Dios? En una palabra, ¿es vuestra religión un trabajo? Porque si no lo es, no es religión en absoluto. Aquí tenemosya, antes de examinar vuestro razonamiento, la prueba de su incorrección, porque os lleva a concluir que mientras Cristo desarrolló una tarea, y los santos –los pecadores incluso– la cumplen igualmente, vosotros, por el contrario, que no sois santos ni pecadores, nada tenéis que hacer. Y si alguna vez tuvisteis una misión, la consideráis ya cumplida. Se diría que habéis alcanzado vuestra salvación antes del tiempo fijado y que, al permanecer en la tierra más de lo previsto, nada os queda en qué ocuparos. Los días de trabajo han terminado para vosotros, y ha comenzado una perenne vacación. ¿Pero acaso os envió Dios al mundo, a diferencia de otros hombres, para estar ociosos en lo espiritual? ¿Es vuestra única misión buscar satisfacciones en una tierra donde sois peregrinos y viajeros de paso? ¿Sois más que los hijos de Adán, destinados a obtener el pan con el sudor de la frente antes de volver a la morada de donde salieron? A menos que trabajéis, os esforcéis y luchéis contra vosotros mismos no podéis llamaros seguidores de aquellos que «a través de muchos afanes entraron en el reino de Dios». El combate es señal genuina de un cristiano. El cristiano es soldado de Cristo, no otra cosa. Si habéis vencido al pecado mortal, como decís, entonces debéis combatir vuestras faltas veniales: no hay más remedio, si sois soldados de Cristo. Pero tratad de no ser ingenuos. No penséis haber conseguido un triunfo definitivo. No podéis vivir en paz con enemigos de Dios, ni siquiera los más insignificantes. Si condescendéis con vuestros pecados veniales, sabed que junto a ellos y bajo su sombra acecha el pecado mortal. Los pecados mortales son criatura de los veniales, que a pesar de no ser letales por sí mismos, tienden a la muerte. Imagináis haber aniquilado a los gigantes que dominaban vuestro corazón, y que nada debéis ya temer. Pero los gigantes amenazan aún, pueden surgir todavía del polvo y esclavizaros de nuevo antes de que reaccionéis. La consumación de un propósito es la única prueba de haberlo cumplido. Así fue el gozo del Señor en su solemne última hora al haber hecho la obra para la que fue enviado. «Te he glorificado en la tierra –dice en su oración al Padre–; he terminado la misión que me confiaste; he manifestado Tu nombre a cuantos me diste…» (cfr. Io XVII, 4, 6). Fue asimismo la consolación de San Pablo: «He librado la buena batalla –exclama–; he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Ahora me aguarda la corona de justicia que el Señor, justo Juez, me entregará en aquel día» (cfr. II Tim IV, 7). ¡Qué diferente será nuestra imagen de las cosas cuando muramos y pasemos a la eternidad, respecto a los sueños e imaginaciones que nos engañan ahora! ¿Qué hará el mundo entonces por nosotros? ¿Rescatará nuestras almas del Purgatorio o quizás del infierno? Hemos sido creados para servir a Dios; hemos recibido talentos para glorificarle; tenemos una conciencia para obedecerle; se nos ofrece la perspectiva del cielo para que la mantengamos siempre ante nuestra mirada; se nos han concedido la luz y la gracia para seguirlas y salvarnos mediante su auxilio. ¡Desgraciados los que han muerto sin cumplir su misión, los que llamados a la gracia han vivido en pecado, los que invitados a adorar a Cristo han preferido el mundo incrédulo y loco, los que convocados a luchar han permanecido ociosos, los que invitados a ser católicos se han detenido en la religión de sus padres! [32]. ¡Triste destino el de quienes recibieron dones y no los han usado o los han usado mal; alcanzaron riquezas y las gastaron sólo en sí mismos; tuvieron talento, y defendieron lo pecaminoso, ridiculizaron lo verdadero o sembraron dudas contra lo sagrado; dispusieron de tiempo, y lo dilapidaron con malas compañías, libros perversos o diversiones frívolas! ¡Pobres aquellos que, siendo alabados por su vida anodina o naturalmente bondadosa, nunca intentaron purificar sus corazones y vivir en la presencia de Dios! El mundo pasa de una edad a otra, pero los santos ángeles y los elegidos de Dios no cesan de dolerse ante la pérdida de vocaciones, la destrucción de esperanzas, el desprecio del amor de Dios y la ruina de las almas. Una generación se añade a otra en el cielo, y cuando dirige su mirada hacia la tierra apenas divisa otra cosa que un ejército de espíritus guardianes, melancólicos y pensativos, que siguen con ansiedad los pasos del hombre encomendado a su custodia y tratan, muchas veces en vano, de protegerle de sus enemigos. Los tiempos discurren, y el hombre no acaba de creer que lo que es ahora, dentro de poco no será, y que otras cosas, no presentes aún, serán durante toda la eternidad. Al final espera el juicio; el mundo pasa; es como un artificio y un escenario; orgullosos palacios se derrumban, la atareada ciudad ha enmudecido y las naves de Tarsis no se ven ya. La muerte sorprende a todo corazón y a toda carne; el velo se ha rasgado. Alma que te diriges hacia la eternidad, ¿cómo has empleado tus talentos, tus oportunidades, la luz que se te dio, las advertencias recibidas, la gracia que Dios infundió en ti? ¡Oh Señor y Salvador nuestro, ayúdanos en aquella hora con la fuerza de tus Sacramentos y la suavidad de tus consuelos! Que las palabras de absolución desciendan sobre mí, y el santo óleo me unja, y tu Cuerpo sea mi comida, y tu Sangre me rocíe. Que mi dulce Madre María respire sobre mí, y mi ángel me susurre paz, y mi querido padre San Felipe [33] me sonría, de modo que yo obtenga el don de la perseverancia y muera, como deseo vivir, en Tu fe, Tu Iglesia, Tu servicio y Tu amor. DISCURSO SÉPTIMO: PERSEVERANCIA EN LA GRACIA Un don de Dios No hay una verdad, hermanos míos, que la Santa Iglesia trate de inculcarnos con mayor insistencia como el hecho de que nuestra salvación es desde el principio al fin, un don de Dios. Es cierto, desde luego, que merecemos la vida eterna con nuestras obras de obediencia, pero esas obras merecen semejante premio no en base a su valor intrínseco sino al libre deseo y generosa promesa de Dios. Nuestra capacidad de realizarlas es, además, un simple resultado de la gracia [34]. Si somos justificados, si formamos en nuestro interior las disposiciones para la justificación, si nos hacemos capaces de buenas obras, y si perseveramos en ellas, es debido a la gracia de Dios. No solamente dependemos de su poder desde el inicio hasta la consumación, sino que nuestros destinos experimentan el influjo decisivo de su soberana voluntad y su designio inescrutable. El Señor tiene en sus manos el rumbo de nuestro futuro. Sin un acto de su querer, independiente del nuestro, no habríamos sido traídos a la gracia de la Iglesia católica, y sin nuevos actos divinos adicionales no llegaremos a la gloria del cielo. Aunque un hombre justificado merece la vida eterna, no es capaz, sin embargo, de merecer la justificación y mucho menos de permanecer justificado hasta el fin de sus días. No solamente es el estado de gracia condición y vida de todo mérito, sino que únicamente la gracia nos lleva al estado de gracia y lo mantiene. Por eso, como he observado al comienzo, nuestra salvación, desde el principio al final, es un don de Dios. El misterio de la libertad humana Siendo como es ésta una doctrina inequívoca y absoluta, enseña también la Iglesia con idénticas claridad y seriedad que los hombres somos realmente libres y responsables. Por lo que atañe a la ayuda divina, toda persona en la tierra puede salvarse, según el pleno sentido de estas palabras. Todo hijo de Adán puede, sencilla y verdaderamente, salvarse si quiere; y puede también quererlo, porque a cada uno se le concede la gracia necesaria. El hecho de que, a pesar de la libertad humana, nuestra salvación dependa completamente de Dios constituye un misterio. Los teólogos han diseñado esquemas varios para reconciliar dos verdades que a primera vista parecen contrarias, pero estas explicaciones –no aceptadas por todos– apenas nos interesan ahora. Cómo el hombre sea capaz de actuar libremente mientras Dios hace también Suvoluntad, está oculto a nuestros ojos, así como permanecen ocultos, por ejemplo, la creación de la nada, la previsión divina del futuro, o la identidad en Dios de los atributos de Justicia y Amor. Es una de esas «cosas escondidas que pertenecen al Señor nuestro Dios», pero que han sido reveladas para siempre a nosotros y a nuestros hijos. Y esto es lo revelado: que nuestra salvación depende de nosotros, y que depende de Dios. Si no dependiera de nosotros, seríamos gente descuidada y libertina, pues nada que hiciéramos u omitiéramos ejercería influencia alguna sobre nuestro destino. Si no dependiera de Dios, seríamos presuntuosos y autosuficientes. He comenzado diciendo, hermanos míos, y lo repetiré aún frecuentemente, que dependéis de Dios. Pero esta observación implica necesariamente vuestra simultánea dependencia de vosotros mismos, porque si vuestra salvación no dependiese de vosotros, en el sentido normal de la expresión, sería absurdo exhortaros a no olvidar vuestra dependencia de Dios. Dado que os corresponde una participación tan grande en vuestra propia salvación, es razonable y pertinente que nos refiramos a la parte de Dios en esa tarea. El Señor es Alfa y Omega, principio y fin de todas las cosas, incluida la salvación nuestra. Habríamos vivido y muerto despojados de todo conocimiento salvador y todo amor hacia Él, a no ser por un don que somos incapaces de obtener por nosotros aun en medio de una vida correcta: a no ser por el don de su gracia. Ahora que le hemos conocido y estamos limpios de nuestros pecados, es igualmente cierto que nada podemos hacer sin la gracia para conseguir perseverancia en la justicia y en la santidad. Su gracia comienza la obra y su gracia la termina, y voy a hablar ahora sobre esta terminación, es decir, sobre la necesidad de que Él consume su obra en nosotros, porque de otro modo no sería terminada e incluso ciertamente retrocedería. Voy a hablaros del don de perseverancia en la gracia, de su inestimable valor, y de nuestra desesperada situación sin él, a pesar de todas las gracias anteriores. La perseverancia Es el don del que habla nuestro Señor cuando ruega al Padre por sus discípulos antes de separarse de ellos: «Padre Santo, guarda en tu nombre a quienes me has dado…; no te pido que los retires del mundo, sino que los protejas del mal» (cfr. Io XVII, 11, 15). San Pablo lo tiene presente cuando declara a los Filipenses que «quien inició la buena obra» en los discípulos, «la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús» (cfr. Phil 1, 6), y San Pedro cuando escribe que «Dios, que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves sufrimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y consolidará» (cfr. I Petr V, 10). En estos y otros muchos pasajes de la S. Escritura, la gracia de que se habla es el don de la perseverancia final. Veamos entonces cómo y por qué es necesaria. Ocurre no sólo en religión sino también en asuntos de la vida corriente que aunque una persona acostumbre a hacer algo muy bien, existe siempre la posibilidad de que no consiga repetir su acción muchas veces sin cometer algún error. Un contable excelente se equivocará alguna vez en una suma, aunque no sea posible predecir de antemano en qué momento cometerá la falta. Una persona aprenderá de memoria unas líneas y las repetirá perfectamente, pero no es probable que las diga sin algún lapsus varias veces seguidas. Así acontece con nuestros deberes religiosos. Conseguimos quizás evitar el pecado cada vez que nos asalta la tentación concreta, pero esto no impide pensar que, de hecho, no seremos capaces de escapar a toda falta. Por eso también los grandes santos incurren en faltas menores, aunque han recibido gracia suficiente para evitar todo pecado y toda imperfección. Es el resultado de la fragilidad humana. Sólo una especial asistencia divina podría preservar a un cristiano de toda falta, pero semejante privilegio ha sido concedido únicamente a la Santísima Virgen. Los pecados veniales, sin embargo, no separan el alma de Dios ni interrumpen la perseverancia en la gracia. Dios los permite en orden al saludable fin de aumentar nuestra humildad y movernos a penitencia, No hay, por tanto, exención de estos defectos, pues no es necesaria a nuestra perseverancia. Lo más importante es que seamos preservados del pecado grave; y es de señalar que en nuestra lucha contra éste nos acosa la misma dificultad que encontramos respecto al pecado venial. Aquí también, aunque un hombre haya recibido gracia suficiente para mantenerse alejado de toda falta grave, una por una, podría sin embargo, antes o después, llegar el momento de una infidelidad a la gracia y de una caída, a menos que le sea concedida una ayuda adicional que le defienda de sí mismo. Necesita gracia para usar la gracia; necesita nuevas energías para asegurar su fidelidad a lo que ya posee. Y las necesita imperativamente, pues privado de estos auxilios, dado que un solo pecado mortal separa de Dios, se encuentra en peligro de perecer. Este don nuevo es la gracia de la perseverancia y consiste en una amable solicitud por parte del Señor misericordioso, que elimina las tentaciones que podrían sernos fatales, nos socorre en momentos de especial riesgo, y dispone el curso de nuestra vida de modo que dejemos este mundo en estado de gracia. Como es un don imprescindible sin más, Dios lo concede benévolamente. Si no lo hiciera, nadie lograría salvarse. Dios nos lo concede, aunque no otorga a los santos la capacidad de evitar todo pecado venial. Dios lo concede, por su bondad, a nuestras oraciones, aunque no podemos merecerlo por ninguna obra que hagamos. Esperanza en la misericordia de Dios ¡Qué lección de humildad y vigilancia se contiene en esta doctrina! Es un motivo de humildad que, con toda nuestra actividad y esfuerzo, no consigamos escapar a las pequeñas faltas mientras vivimos en la tierra. Aunque las ayudas de Dios nos basten para conducir una vida sin pecado, la debilidad de nuestra atención y de nuestro querer logran resistirlas, y de hecho no hacemos lo que queremos. Además –circunstancia no sólo humillante sino terrible–, nos hallamos en peligro de pecado mortal tanto como en la certeza de faltas veniales; y la única causa que nos libra de aquél es el don extraordinario, concedido a quienes lo piden, de evitar los pecados graves, aunque no siempre se reciba para evitar las demás faltas. A pesar de la presencia de la gracia en nuestras almas y de las mociones concretas que recibimos, debemos cualquier esperanza de gloria no simplemente a esa gracia interior sino a una misericordia suplementaria, repito, que nos protege de nosotros mismos, nos evita ocasiones de pecado, nos fortalece en horas de peligro, y dispone el fin de nuestros días –quizás acorta nuestra vida para asegurar el momento oportuno– cuando ningún pecado nos mantiene separados de Dios. Nada de lo que somos, nada de lo que hacemos, garantiza que esta misericordia adicional se nos haya concedido. Sólo lo conoceremos al final. Sabemos únicamente que Dios nos ha ayudado hasta el presente, y confiamos que su auxilio no cese. Sin embargo, la experiencia de lo que el Señor ha obrado hasta aquí no demuestra que quiera obrar también de idéntico modo en el futuro. Nuestra presente devoción no es necesariamente una consecuencia del don de perseverancia. Puede ser simplemente una ayuda, prevista para estimularnos y permitirnos solicitar seria y constantemente aquel don. Hay hombres que si hubieran muerto en un determinado tiempo habrían tenido la muerte de los santos, y sin embargo, vivieron más años para su ruina. Es un pensamiento tremendo. No os extrañéis, por tanto, hermanos míos, cuando veáis que los buenos y generosos, o los celosos y llenos de obras excelentes son tomados por Dios en mitad de su camino. Es difícil de entender. Pero quién sabe si no habrán sido arrebatados «a facie malitiae», y librados así de un mal futuro. «Se lo llevó –dice la Sabiduría– para que la maldad no pervirtiera su inteligencia o el engaño sedujera sualma; pues la fascinación del mal empaña el bien, y los vaivenes de la concupiscencia corrompen la mente inocente. Alcanzó en breve la perfección y en corto tiempo llenó largos años. Su alma era del agrado del Señor; por eso se apresuró a sacarle de entre la maldad. Lo ven las gentes y no lo comprenden; no caen en cuenta que los elegidos del Señor encuentran gracia y misericordia, y que Él visita a sus santos» (cfr. Sap IV, 11-15). Duro es soportar que tal hombre desaparezca. Es cruel para los amigos, triste incluso para los extraños, y sorprendente para el mundo. Y sin embargo es mucho mejor morir así que permanecer vivo para un día de pecado. Podéis quizás preguntaros cómo el pecado era posible en su vida. Había recibido innumerables gracias, maduradas luego por largo tiempo. Había superado numerosas tentaciones, echado hondas raíces y extendido ramas amplias y frondosas. Una nueva gracia surgía de otra anterior. Por lo íntegro de su santidad, que le rodeaba por todas partes, parecía capaz de resistir cualquier asalto y salir incólume de cualquier prueba. Podría aplicarse a sí mismo, si alguien hubiera con título para hacerlo, las orgullosas palabras de una iglesia en el Apocalipsis: «Soy rica y opulenta, y de nada tengo necesidad» (cfr. III, 17). Dado que empezó bien –se dice– tendría que acabar bien. La fuerza se añade naturalmente a la fuerza, y el mérito al mérito. Así como una llama aumenta y barre la superficie en torno suyo, apenas encendida, igualmente un hombre justo lleva consigo el presagio de logros espirituales cada vez mayores. Se le juzgaría apto para escalar el cielo en virtud de una energía inherente que, aunque derivada inicialmente de la gracia, sin embargo, una vez dada, no vendría ya de la gracia sino de un derecho a recibir más gracia, como por acción de una ley dinámica según la cual gracia y mérito se alternasen como causa y efecto recíprocos: el hombre merecería más y más, y Dios se vería como obligado, en virtud de sus promesas, a conceder gracia una y otra vez. Así podríamos contemplar la situación del hombre en gracia, y pensar que disponemos ya de todos los datos requeridos para una espléndida e infalible conclusión, y negar por tanto que un retroceso o caída sean posibles. Hermanos míos, existió una vez un rey oriental, en su tiempo el más rico de los hombres; y un sabio griego que le visitó y supo su gloria y su majestad, fue urgido por este pobre hijo de la vanidad a reconocer si no era acaso el más feliz de los mortales. A lo cual el prudente visitante replicó que, antes de dar una respuesta, necesitaba esperar y ver el final. Lo mismo ocurre con la riqueza espiritual, porque Dios Todopoderoso, a pesar de sus generosas promesas y su fiel cumplimiento de ellas, no ha dejado ir de sus manos el tema de la vida y de la muerte, y el fin viene de Él tanto como el principio. Cuando ha concedido gracia una vez, no por eso ha puesto en manos de la criatura todo el asunto de su propia salvación. La criatura es capaz de mucho merecimiento, pero así como no puede merecer la gracia de la conversión, tampoco merece por sí sola el don de la perseverancia. De principio a final depende de Aquel que la creó; no puede abusar de Él; no puede pervertir la bondad divina en desafío del Bondadoso dador; no puede exaltarse a sí misma ni atreverse a la presunción, sino que «si imagina sostenerse, ha de tener cuidado no caiga» (cfr. I Cor X, 12). Debe vigilar y rezar, debe temer y trabajar con temblor, debe, en fin, «castigar su cuerpo y someterlo, no sea que después de haber predicado a otros, venga uno a ser reprobado» (íd. IX, 27). Salomón Pero no necesito recurrir a la historia pagana para encontrar ejemplos. La S. Escritura nos ofrece uno mil veces más adecuado e impresionante. ¿Quién fue tan dotado exterior e interiormente, tan cargado de bendiciones, como Salomón? En nadie se derramaron, como en él, los títulos y las glorias del Hijo Eterno, Dios y hombre. El único aspecto de la adorable persona de Cristo que no se halla en la historia de Salomón nos recuerda precisamente la peculiaridad de sus privilegios. Salomón no simboliza los sufrimientos de Cristo. No fue sacerdote ni hombre de lucha y sangre como su padre, David. Todo lo referente a mortalidad, todo lo que es prenda de decaimiento, se encuentra excluido de nuestra idea de Salomón. Es como un ideal de perfección. Es el rey de la paz, constructor del templo, padre de un pueblo floreciente, heredero de un imperio, asombro de las naciones. Es príncipe y sin embargo un sabio; hombre de palacio y a la vez lleno de ciencia, amante del saber y hombre de mundo, que conoce la naturaleza humana, tanto como las plantas y los animales. Tiene corona sin cruz, paz sin guerra, experiencia sin dolor, y todo esto no al modo normal de los hombres o por general providencia divina, sino venido personalmente a él de las mismas manos del Creador, por un designio expreso y una particular inspiración. Lo consiguió en su juventud, y es difícil encontrar en la S. Escritura un relato tan conmovedor como el que nos narra las circunstancias en que recibió sus magníficas cualidades. ¿Quién censuraría por falta de temor religioso y verdadero amor a un hombre cuyos comienzos fueron tan brillantes? Cuando el Señor se le apareció en sueños, al poco tiempo de subir al trono, y le dijo: «Pídeme lo que quieras recibir de Mí», Salomón contestó: «Oh Señor, mi Dios, Tú has hecho rey a tu siervo en lugar de David, mi padre, pero yo soy como un niño pequeño que no sabe salir ni entrar. Tu siervo está en medio del pueblo que has elegido, pueblo numeroso que no se puede contar por su gran muchedumbre» (cfr. I Reg III, 7-8). No pidió otra cosa, en consecuencia, que el don de sabiduría para gobernar bien a su pueblo, y como premio de petición tan excelente, recibió no solamente la sabiduría implorada sino también otros dones que no había solicitado. «Y le dijo Dios – leemos en la S. Escritura–: porque has pedido esto y no has pedido para ti larga vida, riquezas o la muerte de tus enemigos, sino discernimiento para saber juzgar, cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes de ti ni lo habrá después. Te concedo también lo que no has pedido, es decir, riquezas y gloria, como no tuvo nadie hasta ahora entre los reyes» (cfr. íd. III, 10-13). ¡Rara inauguración de un gran reinado! El atractivo monarca nada debe a la injusticia, ni a crueldad, violencia o traición. Poder, fama y sabiduría son en él dones divinos que le adornan por dentro y le exaltan por fuera. ¿Qué faltaba a su felicidad? Se diría que después de haber buscado a Dios en su juventud, crecido año tras año en santidad, fortificado su fe en la sabiduría y su obediencia en el actuar cotidiano, de nada carecerá en la otra vida quien es tan glorioso en ésta. Es un santo hecho desde el principio, que posee en su juventud todo lo que otros logran sólo en la edad madura. Es ya apto para el cielo, cuando muchos otros se limitan a comenzar su ascensión espiritual. ¿Qué le detiene entonces? ¿Qué le falta aún? ¿Por que razón permanece más tiempo en la tierra cuando ya ha conseguido la corona, y puede ser arrebatado a lo alto en feliz juventud, y llevado a la seguridad de Dios, no ya como el común de hombres buenos, sino como Enoch y Elías, conducido a algún secreto paraíso hasta el día de la redención? Permanece, sin embargo, en la tierra para mostrarnos que podría faltarle una cosa, entre multitud tan grande de gracias; para mostrarnos que fe, esperanza, amor, sabiduría, y una exuberancia de méritos, representan muy poco y son pura vanidad si se carece del don de la perseverancia. Salomón fue en su edad joven lo que otros hombres apenas llegan a ser en la madurez. Mejor le habría sido conservar en su final lo que el más pequeño de los siervos de Dios posee en sus inicios. Su gran progenitor, cuya santidad se había forjado a través de muchos combates con el maligno, y que conocía lo arduo de la perseverancia, próximo a su muerte había dirigido a su hijo, como en profecía,y a su pueblo las siguientes palabras: «Dios me dijo: Tú no edificarás una Casa a mi nombre, pues eres hombre de guerra y has derramado sangre. Tu hijo Salomón edificará mi Casa y mis atrios, porque le he escogido por hijo mío, y yo seré padre para él. Haré estable su reino para siempre, si persevera en el cumplimiento de mis mandatos y normas como lo hace hoy. Y tú, Salomón, hijo mío, reconoce al Dios de tu padre, y sírvele de corazón entero y con ánimo generoso. Si le buscas, le hallarás, pero si le dejas, Él te desechará para siempre» (cfr. I Cron XXVIII, 3, 6- 7, 9). Cuando hubo reunido los ricos materiales para la Casa que él no iba a construir, y se disponía a entregar el reino a su hijo, pronunció estas palabras: «Bien sé, Dios mío, que Tú pruebas los corazones y amas la rectitud; por eso te he ofrecido voluntariamente todo esto con rectitud de corazón, y ahora veo con regocijo que tu pueblo, aquí presente, te ofrece espontáneamente sus dones. Oh Yahveh, Dios de nuestros padres Abraham, Isaac y Jacob, conserva perpetuamente estas cosas para formar los pensamientos en el corazón de tu pueblo y dirige Tú mismo su corazón hacia ti. Concede también a mi hijo Salomón un corazón perfecto, para que observe tus mandamientos, tus instrucciones y tus preceptos, para que todo lo ponga por obra y construya el edificio que te he preparado» (cfr. íd. XXIX, 17-19). Tal fue el vago presentimiento del padre, temeroso quizás a causa de la misma abundancia y prosperidad del hijo. No es bueno, en efecto, vivir en un esplendor tan limpio de nubes. Hay una enseñanza en esta historia, precisamente en el hecho de que quien prefiguraba al futuro Salvador en todos sus oficios excepto en el de sufrir, hubiera de caer: que el rey y el profeta, que no era sacerdote ni guerrero, no alcanzara la meta, como para mostrar que la penitencia es la única fuente segura del amor. «Los que siembran con lágrimas, recogerán en alegría» (cfr. Ps CXXV, 5). Pero Salomón, como las hermosas flores del campo que acaban, sin embargo, secas en el fuego, no acertó a retener la gloria, y se marchitó en su trono. El más sabio de los hombres se convirtió en el más brutal. El más devoto se hizo el más pervertido. El autor del Cantar de los Cantares terminó esclavo y presa de afecciones viles. «El rey Salomón amó a muchas mujeres extranjeras… y se apegó a ellas con gran pasión. Cuando era anciano, sus mujeres inclinaron su corazón tras otros dioses, como Astarté, diosa de los Sidonios, y Moloch, ídolo de los Amonitas; y siguió la conducta de sus mujeres extranjeras, que quemaban incienso y sacrificaban a sus propios dioses» (cfr. I Reg XI, 1, 4, 8). ¡Qué contraste entre este apóstata de cabello gris, cargado de años y de pecados, inclinado ante mujeres e ídolos, y aquella figura juvenil y brillante que en la Dedicación del Templo que había construido aparecía como mediador entre Dios y su pueblo! Una lección universal Esta advertencia, hermanos míos, no se aplica solamente a reyes, profetas, sabios y a otras creaciones extraordinarias de la gracia divina: se aplica también a nosotros. Es verdad que cuanto más santo es un hombre y cuanta mayor es su altura en el reino de Dios, más necesita vigilar atentamente su proceder, no sea que caiga y se pierda. Una honda convicción de esta necesidad ha sido la gran protección de los santos. Si no hubieran temido a Dios no habrían perseverado. Por eso, como San Pablo, hablan con frecuencia de su pecado y de los riesgos de su alma. Se les creería los más impuros pecadores y los penitentes menos perseverantes. Así les ocurría al bienaventurado mártir Ignacio, que, cercano a la muerte, exclama: «Ahora comienzo a ser discípulo de Cristo»; y al gran Basilio, que atribuía las calamidades de la Iglesia a las iras divinas por sus propias faltas personales; y a Gregorio, que aceptó su elevación al Papado con el temor de quien arriesga su vida espiritual. Así fue también mi querido padre San Felipe, que solía manifestar, en medio de tantos dones como había recibido de Dios, la inquietud acerca de sí mismo y sus perspectivas futuras. «Todos los días –escribe su biógrafo– acostumbraba a dirigirse al Señor, con el Santísimo Sacramento en sus manos, diciendo: Señor, no te fíes de mí, porque puedo traicionarte y hacerte todo el mal del mundo. En otros momentos exclamaba: La herida en el costado de Cristo es amplia, pero si Dios no me ayudara yo la haría mayor. En su última enfermedad, repetía estas palabras: Señor, si recobro la salud, me comportaré seguramente peor que nunca, pues he prometido ya muchas veces cambiar mi vida y no he cumplido mi palabra. Derramaba también abundantes lágrimas y decía: Nunca he hecho una buena acción». ¡Cuánto mueve a pensar en la vida de ordinarios cristianos este lenguaje de los santos sobre sí mismos! Multitud de hombres viven en pecado mortal, y no les preocupan lo más mínimo el presente, el pasado o el futuro. Pero incluso muchos que acuden a los Sacramentos no se detienen a meditar en la perseverancia. La consideran algo normal, algo que durará siempre. Quizás se han convertido y repudiado una vida pecadora, y su estado es muy diferente al que era. Sienten la alegría del cambio, experimentan la paz de una conciencia limpia, pero se apegan tanto a esa satisfacción interior, que descansan en ella y se imaginan seguros para siempre. No se previenen contra la tentación ni piden ayuda contra ella. No se les ocurre pensar que así como han pasado del pecado a la virtud, podrían retroceder otra vez de la devoción al pecado. No reparan suficientemente en su continua dependencia de Dios; y si surge una tentación o una circunstancia desfavorable se sorprenden, ceden, y quizás nunca se recuperan. ¡Qué escenario de desengaño casi universal es esta vida! ¡Un escenario de primaveras malogradas y cosechas destruidas que se esperaban recoger y reunir en los graneros! ¡Una escena de tardíos e imperfectos arrepentimientos cuando no queda ya otra alternativa; de pálidos propósitos y escasos esfuerzos cuando la vida toca a su fin! ¡Queridos hijos, qué regocijo tan condicionado es el nuestro, a pesar de veros caminar tan bien; qué ansiedad experimentamos por vosotros, a pesar de la alegría de vuestra conciencia y la sinceridad de vuestros corazones; qué suspiros, cuando damos gracias por vosotros y temblamos al alegrarnos en vuestras confesiones y al impartiros la absolución! ¿Sabéis por qué? Porque conocemos lo grande y lo alto que es el don de la perseverancia. Cuando Hazael llegó con sus regalos al profeta Eliseo, el hombre de Dios permaneció en silencio y amargos pensamientos ante él, hasta que finalmente la sangre subió a su semblante y lloró. Lloró, ante la sorpresa de Hazael, por las futuras masacres que el soldado, ignorante todavía, iba a perpetrar desde el trono de Siria. Nosotros no somos profetas, ni estáis vosotros destinados a la encumbrada situación y a las tentaciones extraordinarias de Hazael, pero quizás hay un ángel que derrama ahora por vosotros –cuando recibís el perdón y la gracia en la voz del sacerdote– las lágrimas que vertía entonces el siervo de Dios. El remedio de la humildad ¡Cuántos hay que atraviesan con soltura y esperanza los momentos en apariencia más críticos de la vida, y caen cuando parecían encontrarse más allá del peligro! Hay muchos que, intachables en su juventud, se convierten en hombres disolutos. Hay muchos que por un simple cambio de lugar pierden sus costumbres religiosas, para decaer más tarde de la simple despreocupación a la insolencia [35]. Hay muchos que luego de cometer un solo pecado, presa del remordimiento y la aversión hacia sí mismos, evitan la confesión por vergüenza y desesperanza, y viven año tras año, abrumados por el peso de un secreto miserable. Hay muchos que después del primer fervor incurren en una tibieza tan letal como la muerte; que por arrogancia y falsa confianza en sí malgastan las gracias inicialmente recibidas. Hay muchos no católicos que por gracia de Dios se dirigían hacia la verdadera Iglesia y querepentinamente han alterado sus pasos y equivocado la trayectoria «como una flecha desviada». Hay muchos que, llevados adelante por un inmerecido auxilio divino, han cedido sin embargo a la influencia y persuasión de familiares o a los atractivos de la riqueza y la posición social, para convertirse en escépticos o infieles, cuando podrían haber terminado sus días en santidad. Hay muchos cuya contrición les consiguió ser justificados, pero que más tarde por negarse a progresar en la gracia, han retrocedido, aunque sus hábitos naturales les permiten conservar una apariencia de lo que una vez fueron. ¡Qué terrible naufragio es el mundo, lleno de esperanza sin contenido, promesas incumplidas, arrepentimiento sin enmienda, flores sin fruto y progresos sin perseverancia! Queridos hijos, no quiero entristeceros, pues tenéis derecho a la alegría. No quiero entristeceros, pero deseo haceros prudentes. No dudéis un momento que Dios os dirige; y no tengáis miedo de caer, a condición de que temáis la caída. El temor os protegerá de aquello que teméis. Importa sólo que seáis sobrios y vigiléis, como dice San Pedro; que no os contentéis con lo ya adquirido, y comprendáis que el único camino para evitar caer es seguir adelante. Abominad de todas las ocasiones de pecado, cultivad el hábito de evitar los comienzos de la tentación. No habléis con suficiencia de vosotros mismos, ni despreciéis la religiosidad de los demás, ni mencionéis con ligereza las cosas santas. Guardad vuestros ojos, atended a vuestros pensamientos, no omitáis vuestras diarias oraciones; pedid sobre todo continuamente el don de la perseverancia. Asistid a Misa siempre que os sea posible, visitad al Santísimo Sacramento, haced actos frecuentes de fe y amor, y procurad vivir en la presencia de Dios. Más aún, interesad a vuestra querida Madre, la Madre de Dios, en vuestro éxito. Pedídselo seriamente, pues Ella puede hacer por vosotros más que nadie. Recordadle en vuestra oración los dolores que Ella sufrió cuando una afilada espada atravesó su alma. Recordadle su propia perseverancia, que constituyó en Ella un don del mismo Dios a quien pedís la vuestra. El Señor no os lo negará, no se lo negará a Ella, si acudís a su intercesión. Será ciertamente una bendición en vuestra última hora –cuando carne y corazón decaen, en medio del dolor, el tedio y la postración normales en esos momentos– tenerla a vuestro lado, más tierna aún que una madre de la tierra, para atenderos e infundiros paz. Será una bendición, cuando el maligno haga su último esfuerzo a fin de arrancaros, si pudiera, de la mano de vuestro Padre, que Jesús, José y María os acompañen, protejan de semejantes asaltos, y reciban vuestra alma. Si ellos se encuentran allí, nada os falta. Allí están los ángeles, allí están los santos, allí está el cielo, que ya ha comenzado en vosotros, para confusión de vuestro enemigo. Ese día puede venir tarde o temprano; podéis morir jóvenes o ancianos; en vuestro lecho o al aire libre; pero si María intercede por vosotros, ese día os hallará vigilantes y preparados. Todo se dispondrá para asegurar vuestra salvación. Todos los peligros serán previstos, los obstáculos removidos y los auxilios dispuestos. Llegará la hora, y en un instante seréis llevados más allá del temor y del peligro. Seréis trasladados a una condición nueva donde no existe pecado, ni ignorancia sobre el futuro, sino fe perfecta, gozo sereno y amor perdurable. DISCURSO OCTAVO: NATURALEZA Y GRACIA Llamados y elegidos En la parábola del Buen Pastor, nuestro Señor despliega ante nosotros una dispensación o estado de cosas que parecen muy extraños a los ojos terrenos. Habla de la humanidad como compuesta de dos grandes grupos, diferentes entre sí, y divididos por una línea real de demarcación, similar al vallado que rodea un redil. «Yo soy la Puerta –dice–; si alguno entra por Mí, estará a salvo; entrará y saldrá, y encontrará pastos. Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano» (cfr. Io X, 9, 27-28). En su última oración por los discípulos al Eterno Padre, exclama: «He manifestado tu Nombre a los que me has dado sacándoles del mundo. Tuyos eran y Tú me los has dado, y han guardado tu Palabra. Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que me has dado, porque son tuyos. Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros» (cfr. Io XVII, 6, 9, 11). Estos pasajes no son únicos. «No temáis, pequeño rebaño – dice el Señor por medio de otro evangelista– porque a vuestro Padre ha parecido bien daros el Reino» (cfr. Lc XII, 32). Y en otro lugar: «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños» (cfr. Lc X, 21); y en otro: «¡Qué estrecha la entrada y qué angosta la senda que lleva a la vida; y qué pocos son los que la encuentran!» (cfr. Mt VII, 14). San Pablo repite y recuerda la doctrina de Jesús. «Erais un tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor» (cfr. Eph V, 8). «Él nos ha librado del poder de las tinieblas y trasladado al reino del Hijo de su amor» (cfr. Col I, 13). También San Juan escribe: «Mayor es quien está en vosotros que quien está en el mundo. Ellos son del mundo, nosotros somos de Dios» (cfr. I Io IV, 4, 5, 6). Hay, por lo tanto, dos grupos en esta tierra, y solamente dos, si consideramos a los hombres en el aspecto religioso. Unos son los pocos, que oyen la palabra de Cristo y le siguen, que están en la luz, caminan por la senda estrecha, y poseen la promesa del cielo. Los otros son los muchos, por quienes Cristo no ha orado aunque ha muerto por ellos, que son sabios y prudentes a sus propios ojos, dominados por el maligno y sujetos a su poder. He aquí la visión de la humanidad asumida por el Creador y Redentor, y también por la pequeña grey que le glorifica y en quien vive. Muy diferentemente, sin embargo, contempla el grupo mayor, es decir el mismo mundo, a la humanidad vista en su conjunto, a sus propias multitudes y a los que Dios ha elegido como destinatarios de su herencia. Una nueva dimensión El mundo considera que todos los hombres se encuentran al mismo nivel, o que, si acaso son distintos, difieren por matices tan sutiles que sería injusto y contrario a la verdad dividirlos en absoluto. Cada hombre es como él mismo, y como nadie más. Cada hombre tiene sus propias opiniones, su propia regla de fe y de conducta, su propia religión. El hecho de que un número determinado de individuos se reúnan bajo una forma religiosa es un accidente debido a simple conveniencia, pues cada uno es completo en sí mismo. La religión es un asunto personal. No existe en realidad una religión común, es decir, un culto en el que muchos hombres participen realmente. Todo es cuestión de juicio privado. No hay, por lo tanto –se dice– religión alguna que pueda con razón llamarse verdadera o falsa. Es verdadera para un hombre la que él sinceramente estima verdadera, y la que es cierta para uno no lo será probablemente para su vecino. Tampoco existen doctrinas determinadas que deban creerse necesariamente para alcanzar la salvación. Salvarse no es difícil, y la mayoría de las personas pueden dar por supuesto que se salvarán. Todos los hombres gozan del favor divino, excepto cuando, y mientras, incurren en actos de pecado. Pero acabada la situación pecaminosa vuelven como por inercia natural a la amistad de Dios, que les recibe con indulgencia infinita, a menos tal vez que perseveren y mueran en un camino de pecado. El infierno no existe, o en cualquier caso el castigo de Dios nunca es eterno. Predestinación, elección, gracia, perseverancia, fe, santidad, incredulidad y reprobación son ideas extravagantes y desde luego falsas. Ésta es la opinión de los hombres en general, en la medida que aplican su mente a la religión o cavilan por su cuenta. Si se apartan alguna vez de este tranquilo, fácil y confiado modo de razonar, lo hacen precisamentecuando piensan en aquellos que se atreven a adoptar un punto de vista distinto, es decir, que aceptan la perspectiva ofrecida por Jesucristo y sus Apóstoles. Con éstos se muestran ordinariamente muy severos: con las personas, por tanto, a quienes Dios reconoce como suyas y está conduciendo hacia arriba; y en concreto, con los católicos, que son testigos y anunciadores de las sobrecogedoras doctrinas acerca de la gracia, doctrinas que condenan al mundo y que a éste resultan insoportables. La gracia que transforma En realidad, el mundo no conoce la existencia de la gracia; y no es extraño, porque ha estado siempre muy satisfecho de sí mismo y nunca ha tenido en cuenta las ayudas sobrenaturales. Su idea más alta del hombre permanece en el orden de la naturaleza. Su modelo humano es el hombre natural, y juzga erróneo que se pretenda ser otra cosa. Sabe que la naturaleza contiene tendencias, inclinaciones y pasiones, y dado que éstas son espontáneas, piensa que pueden y deben ser seguidas y satisfechas como un fin en sí mismo, siempre y cuando se procure no dañar a otros o perjudicar el bienestar mental y físico de la propia persona. Considera que el pecado –si acepta la palabra– radica en la falta de moderación y en el exceso; y que hombre perfecto es quien come, bebe, duerme, pasea, se divierte, estudia, escribe y reza moderadamente. La devoción, el intelecto y la carne –se afirma– tienen cada uno sus respectivos derechos, que deben ser reconocidos, para que el Creador sea honrado debidamente. El mundo no entiende ni admite que los impulsos y propensiones presentes en nuestra naturaleza por obra de Dios puedan, incontenidos, convertirse en pecado, porque el Señor los ha sometido a principios –naturales o sobrenaturales– más altos. Por eso no acaba de creer que los malos pensamientos disgusten realmente a Dios y merezcan castigo. Acepta que algunas acciones concretas, visibles y eficaces, puedan considerarse malas. Pero no reconoce como pecaminosos, o algo más que reprensibles, actos privados o personales; se muestra completamente ciego para la malicia de pensamientos, imágenes, deseos y palabras. Dado que las violentas emociones de la ira, la avaricia y la crueldad no son falta en los animales, que no tienen los medios ni el poder de reprimirlas, imaginan algunos que tampoco son pecado en un ser como el hombre, dotado de un sentido más divino y una facultad moderadora. Juzgan lícito seguir la concupiscencia porque es una fuerza originalmente natural. Observad aquí la verdadera raíz y fuente de la tensión entre la Iglesia y el mundo: abordan ambos el mismo tema y lo hacen de modo divergente. La Iglesia descansa sobre la doctrina de que la impureza –cuya raíz es la concupiscencia– resulta odiosa a Dios. Con el príncipe de los Apóstoles, su Cabeza visible, denuncia «la corrupción de la concupiscencia, existente en el mundo» o la corrupción mundana derivada de la concupiscencia. Por el contrario, el mundo defiende –casi santifica, podríamos decir– esa misma concupiscencia que le corrompe. Sus maestros más coherentes y atrevidos hacen de tal modo supremas las leyes de la creación material, que niegan la existencia de milagros como una indecorosa violación de aquéllas; a la vez deifican y adoran la naturaleza humana y sus impulsos, y rechazan el poder y el don de la gracia. Ésta es la fuente del odio que el mundo alienta contra la Iglesia. El mundo advierte un amplio catálogo de pecados traídos a la luz, y finge creer que no son pecados en absoluto. Se sorprende a sí mismo, con indignación e impaciencia, rodeado de faltas en la mañana, la tarde y la noche; encuentra que una terrible ley trabaja contra él, cuando pensaba haberla ya dominado y se había olvidado de Dios; observa que hora tras hora las culpas se amontonan sobre él, irresistibles y sólo vulnerables al poder, más elevado, de la gracia de Dios. Se ve en peligro de ser humillado hasta el polvo como un rebelde, en vez de recibir permiso para cultivar la autosuficiencia y la autonomía. De ahí que se centre en la naturaleza y niegue o desprecie la gracia divina. Como el espíritu orgulloso del principio, desea reconocer en sí mismo, y en ninguna otra cosa, su supremo bien; se aplica a bastarse a sí en el logro de la felicidad; no desea lo sobrenatural, y consiguientemente no cree en ello. Dado que la naturaleza no es capaz de elevarse sobre la naturaleza, no aceptará que la senda estrecha sea transitable. Odia, por tanto, a los que caminan por ella, y los considera presuntuosos o hipócritas, o ridiculiza sus aspiraciones como romance y fanatismo. Pues de otro modo, tendría que aceptar la existencia de la gracia. La imitación de la gracia Pensaréis quizás, por el modo en que he comparado naturaleza y gracia, que de ninguna manera pueden confundirse. Pero quiero mostraros a continuación cómo la gracia puede ser tomada equivocadamente por naturaleza, y cómo la naturaleza puede ser tomada por gracia. Pueden, en efecto, ser fácilmente confundidas una por otra, porque la diferencia entre ambas es, en gran medida, una diferencia interior y, por lo tanto, oculta. La gracia se alberga en el corazón, purifica los pensamientos y las intenciones, eleva el alma a Dios, santifica el cuerpo, y corrige y exalta la naturaleza humana respecto a las faltas escondidas que avergüenzan al hombre. Consiguientemente, la naturaleza es capaz de imitar a la gracia en manifestaciones externas, acciones determinadas, palabras, profesión de creencias, enseñanzas, virtudes sociales o públicas y comportamientos heroicos o espectaculares. Puede imitarla incluso hasta el punto de engañar al hombre en cuya vida se produce la imitación. Recordad que es por naturaleza, no por gracia, como el hombre se encuentra dotado de razón y conciencia, y que estas facultades le llevarán a descubrir, y en cierta medida a perseguir, objetos que propiamente hablando, son sobrenaturales y divinos. La razón natural, a partir de lo visible, la voz de la tradición y la existencia del alma, es capaz de inferir la existencia de Dios. El corazón natural, mediante impulsos y anhelos, es susceptible de emociones que terminen en amor hacia Él. La imaginación natural puede diseñar la belleza y gloria de los atributos divinos. La conciencia natural puede descubrir y ordenar las verdades de la ley moral, y condenar incluso la concupiscencia que, por debilidad, no logra dominar y tiende a permitir. La voluntad natural consigue realizar muchas acciones buenas y dignas de alabanza. Es más, en algunos casos o épocas –si la tentación está lejos– aparenta tener una fuerza que en realidad no tiene, e imita la austeridad y pureza de un santo. Un hombre no experimenta tentaciones de avaricia; otro no las tiene de gula o de ira; un tercero no las tiene de ambición o vanidad. Por eso la naturaleza humana puede frecuentemente presentarse con cierta dignidad. Se muestra amable, suave, benévola, generosa, honesta y templada; y vista en sus mejores representantes llega tal vez a ser una objeción para la misma actitud creyente, pues ésta observa que a pesar de no mantener relación con Cristo ni poseer derecho al cielo, la naturaleza acierta a hablar de Cristo y del cielo, lee la S. Escritura, y ejercita una especie de creencia, aunque difiera de la fe concedida por la gracia. Ciertamente es un pensamiento triste y lacerante el sugerido por la conducta y carácter de quienes no han recibido la gracia de Dios en el Sacramento del Bautismo. Son a veces gente benévola, incansable en su benevolencia, personas prudentes y consideradas, llenas de cualidades capaces de atraerles el afecto de quienes las conocen. Pero dejémoslas a Dios. Su gracia llena la tierra. Si esa ayuda divina se ve correspondida y produce buenos frutos en el corazón de los no bautizados, el Señor les premiará. Sin embargo, donde no hay gracia, lo que parece brillante recibe su premio en este mundo, porque el bien que allí se contiene no puede aspirar a más retribuciones divinas que la habilidad en un arte o en una ciencia, la elocuenciao el ingenio. Sucede, además, muchas veces que donde abunda lo atractivo y lo agradable abunda también lo pecaminoso. Los hombres muestran en el mundo su mejor rostro, pero gran parte de su tiempo, muchas horas del día y de la noche, permanecen encerrados en sus propios pensamientos. Son testigos de sí mismos, nadie les contempla excepto Dios y sus ángeles. En tales casos sólo acertamos a juzgar lo que se ve externamente, y admiramos únicamente lo que parece bueno, privados como estamos de medios para determinar la verdadera condición moral de los que actúan. Como los niños resultan captados por la mera bondad y afecto que les dispensan los mayores, y no son capaces de formar un juicio más hondo sobre las personas que les tratan, y se sorprenden quizás cuando, ya crecidos, las encuentran indignas de su respeto; o como las personas de escasa cultura y pobre conocimiento del mundo no saben distinguir entre una clase y otra de hombres, y consideran iguales a todos los que visten respetablemente; así todos nosotros –no sólo los niños y los incultos– somos principiantes en el arte de discernir el verdadero estado espiritual de este hombre o de aquel otro, que se asemejan a los buenos cristianos en carácter o en conducta. No entramos ahora en esta delicada cuestión, que excede nuestro alcance. Pero en cualquier caso podemos asegurar que la naturaleza es contradictoria hasta un extremo difícil de expresar en palabras, y que no hemos de suponerla capaz de lograr más de lo que realmente hace, o pensar que aquellos en quienes se manifiesta más lúcida son una brizna mejores de lo que parecen. Vemos lo mejor de ellos, y por lo que respecta a excelencia moral vemos todo. No debemos argumentar a partir de lo visto en favor de lo que no se ve; ni tampoco considerar lo externo como una muestra necesaria de lo que realmente son. Aunque un hombre así constituya un espectáculo triste para un cristiano, no le ocasiona gran dificultad. Puede ser una persona bondadosa y honorable, cándida y tolerante, pero quizás ignora todo lo que un cristiano sabe y trata de vivir sobre la humildad, la pureza y la devoción. Tal vez ama intensamente su propio estilo de conducta, mantiene una alta opinión acerca de sus cualidades, se burla de la fe y del temor de Dios, y raramente dice una oración, En ocasiones, ni siquiera la gravedad en el porte exterior garantiza la ausencia interior de malos pensamientos y ocultas ofensas a Dios. Límites de la virtud pagana Admiramos todo lo que es excelente en los antiguos paganos –y en los modernos que se hallan en idéntica condición–. Reconocemos sin reserva alguna sus acciones virtuosas y dignas de alabanza, pero sabemos en realidad tan pocas cosas sobre el carácter y destino del sujeto de esa bondad, como sobre la naturaleza de sustancias materiales escondidas bajo formas y colores. Son para nosotros como esas causas desconocidas que han influido o perturbado el mundo y que se manifiestan en grandes efectos de tipo político, social o ético; son como pinturas que apelan a la vista, pero no al tacto. Ignoramos si en caso de tocarles resultarían más reales que un cuadro. Sabemos sólo que si han alcanzado el cielo ha sido por la gracia de Dios y su cooperación con ella. Si han vivido y muerto sin esa gracia, no conocerán la Vida; y si han vivido y muerto en pecado, se hallan en el mismo estado que los malos católicos, y conocerán la muerte eterna. Con todo, si nos detenemos en la simple apariencia externa de las cosas y en los esfuerzos más afortunados –aunque sean parciales y ocasionales– de la naturaleza humana, nos admiran su grandeza y brillantez (naturalmente, cuando conseguimos imaginárnosla separada de los influjos sobrenaturales que siempre la han visitado). Son grandes ciertamente los antiguos legisladores y estadistas de Grecia, así como los austeros héroes romanos que conquistaron el mundo y prepararon el camino de Cristo. Son sabios y profundos los antiguos maestros; y casi únicos los poetas cuyo poder de imaginación, tan parecido a la profecía, palpita en sus escritos. El mundo actual no llega a igualar en muchos aspectos semejante grandeza, pero contiene elementos suficientes para demostrar tanto la fuerza de la naturaleza humana como su debilidad. Considerad la solidez de nuestra estructura política y la expansión de nuestro imperio, y tendréis ocasión de admirar durante días y días el genio, las virtudes y los recursos de la naturaleza. Pero volved a mirar y veréis que allí no hay nada parecido a la fe, sino únicamente eficacia como medida del bien y del mal, y sólo bienestar temporal como fin de las acciones. Abundan actualmente narraciones y poemas que expresan elevados y bellos sentimientos. Me atrevo a asegurar que muchos de vosotros los leéis con deleite, y pensáis quizás que el autor de tales escritos ha de ser un hombre de profunda convicción y sentido religioso. ¿Es realmente así? Pienso que no. ¿Sabéis por qué? Porque en definitiva se trata de poesía, no de religión. Es la humana naturaleza, que emplea sus poderes de imaginación y razón, hasta que parece poseer cualidades que en realidad no tiene. Existen en la naturaleza inferior, como sabéis, animales capaces de imitar la voz del hombre, y del mismo modo la naturaleza es también a veces un remedo de la gracia. La verdad es que el hombre natural advierte en su conciencia que un determinado principio es bueno o verdadero; y entonces, dado que posee la capacidad de razonar, deduce que si aquello es verdadero también podrían serlo otras muchas cosas; y finalmente, con la imaginación, se dibuja a sí mismo esas cosas como verdaderas, aunque en realidad no las entiende. Después trae en su ayuda todo lo que ha leído y obtenido de otros que tuvieron la gracia, con lo cual completa su diseño. Aplica luego sus sentimientos y su corazón, lo contempla, enciende dentro de sí una suerte de entusiasmo, y se capacita para escribir bella y emotivamente sobre lo que, siendo tal vez real para otros, es solamente una ficción para él. Así escriben algunos sobre los primeros mártires, y otros narran la vida de un gran santo medieval, considerados no exactamente como hijos de la Iglesia católica, sino como hombres que han alcanzado una piedad y un celo a los que los autores son extraños. Es un fenómeno similar al de actores en un escenario, capaces por lo general de excitarse a sí mismos hasta pensar que son las personas que representan; o como hombres de mala disposición que buscan querella con otro y le imputan una fea acción que al principio no creen ni siquiera ellos mismos, pero llegan a creerla por la ira artificial que alimentan y el intenso deseo de que sea verdad. Ocurre también en el caso de muchos poetas y prosistas, que sus lectores son como engañados por un bello estilo, y no sólo alaban –tal vez con razón– sentimientos, temas y descripciones en lo que leen, sino que dan por segura la existencia de fe sobrenatural en el escritor, y aceptan finalmente afirmaciones y sentimientos falsos por el crédito de los verdaderos. Así es como mucha gente es llevada a aceptar falsas religiones y filosofías. Un predicador o un conferenciante, a nivel natural o decaídos del estado de gracia, son capaces –por cualidades humanas o ideas tomadas de libros– de expresar muchas cosas que mueven el corazón de un pecador o sacuden su conciencia; y éste, en la garantía de nociones accidentales que cualquiera puede descubrir y urgir sobre otros, les recibe como profetas o guías de su vida. La Sagrada Escritura nos suministra un ejemplo de semejante profeta, que se comportó, sin embargo, como enemigo de Dios. Me refiero al profeta Balaam. Éste procedió a maldecir al pueblo elegido a pesar de una expresa prohibición del cielo, y lo hizo además por dinero. Murió al final en combate contra los israelitas. Balaam fue en su vida como en su muerte, y como en todas sus acciones. Pero sus palabras fueron en todo momento religiosas, juiciosas e instructivas. Aquí tenemos un hombre que, perdida la gracia, habla tan piadosamente, que a primeravista podría pensarse que había de ser seguido en su discurso y que nuestra alma encontraría con él la salvación. Frecuentemente algunos que, conocidos sólo a través de sus escritos, parecen buenos y generosos, nos desencantan amargamente cuando les conocemos en persona. No reconocemos en el hombre ante nosotros la elocuencia o la sabiduría que tanto nos encendieron. Es un ser vulgar, y quizás insensible, egoísta, tiránico y sensual, cuando en nuestra sencillez esperábamos hallar la encarnación de la pureza y la ternura, o un oráculo de la verdad divina. Me he ocupado, hermanos míos, en enseñaros lo que puede hacer y parecer la naturaleza humana aun sin estar unida a Dios, sin esperanza de gloria, sin defensas contra el pecado, sin remisión de la culpa original, e incluso en situación de pecado mortal. Pero es un estado que de hecho nunca ha existido sin grandes modificaciones. Nadie se ha visto privado, durante toda la vida, de la ayuda de la gracia en orden al examen interior y a la conversión. Incluso el mundo pagano en su conjunto vio en cierta medida aliviada su oscuridad por ocasionales rayos de luz. Por diversos motivos me ha parecido útil, a pesar de todo, mostraros lo que es la naturaleza considerada en sí misma. Es un panorama que explica por qué los hombres se asemejan unos a otros, al ser imitada la gracia, e incluso desafiada, por la naturaleza, tanto en la vida social como en el corazón de las personas. Por eso el mundo no cree en la separación que existe realmente entre sus dominios y la Iglesia, pequeña grey de Cristo. El espejismo de la bondad natural Por eso también, muchos que han oído el nombre de Cristo y dicen creer en el Evangelio, no se consideran extraños a la Iglesia o privados de sus divinos privilegios, meramente porque cumplen su deber en términos generales, o porque se saben benévolos y honestos. Es éste un extremo que atañe también a los católicos, como ahora trataré de exponer. Procurad estar seguros, hermanos míos, que en vuestro caso no confundís naturaleza y gracia, y presentáis a veces como obras sobrenaturales, merecedoras del cielo, lo que no son sino acciones de un pagano. Es un pensamiento tremendo, que un hombre pueda engañarse con la idea de que se halla a salvo simplemente porque es católico y porque abriga un cierto amor y temor de Dios, cuando en realidad no es mejor que muchos protestantes que no están bautizados o que se apartaron de la gracia al llegar al uso de razón. Es una idea perfectamente concebible; sería consolador que de hecho nunca fuera cierta. Es opinión de teólogos que el número de católicos que han de salvarse será en conjunto relativamente pequeño. Muchos que no han conocido el Evangelio se alzarán en el juicio contra los hijos de la Iglesia, y harán ver que han obrado mejor con oportunidades menores. Nuestro Señor habla de su pueblo como un pequeño rebaño, y dice: «Muchos son los llamados, y pocos los elegidos» (cfr. Mt XX, 16), y San Pablo, refiriéndose sobre todo a los judíos, observa que «sólo un resto se salvará según la elección de la gracia» (cfr. Rom II, 5). Habla incluso de la posibilidad de su propia reprobación. ¡Qué extraño pensamiento para un apóstol! Sin embargo, es un pensamiento normal en los santos, que temen por sí mismos y por los demás. Se narra en la vida de San Felipe Neri que al poco tiempo de morir se apareció a un buen religioso y le comunicó un mensaje de consuelo para sus hijos del Oratorio. Dijo que, por gracia de Dios, ningún miembro de la Congregación se había perdido hasta aquel día. «¡Ninguno perdido!», podría exclamar alguien extrañado. «Si hubiera dicho que se encontraban todos en el cielo, habría expresado realmente un pensamiento de consolación; pero sólo puede decir algo tan obvio como que ninguno se ha condenado. He aquí un conjunto de hombres que han abandonado el mundo, se han entregado a Dios y a los demás, han pasado la vida en oración y práctica de buenas obras, han muerto con los últimos Sacramentos, ¡y se revela de ellos, como una grande y consoladora noticia, que ninguno se ha perdido!». Y sin embargo esta comunicación constituyó un gran consuelo para nuestro Padre: una prueba, al menos, de que la salvación no es asunto fácil o posesión barata, como a veces tendemos a suponer. No se obtiene sólo con un simple deseo. Si era una meta tan deseada por hombres que habían realizado abundantes sacrificios por Cristo y vivían en santidad, mucho más ardua de alcanzar será en quienes reconocen querer lo terreno más que a Dios, y jamás han soñado en hacer por amor lo que la Iglesia no les pide como deber. Invitación al examen de conciencia Decidme ahora: ¿cuál es el estado de vuestras almas y la norma de vuestras vidas? Acudís a la confesión una vez al año, quizás tres o cuatro veces al año. Comulgáis con frecuencia. No omitís la Misa en los días de precepto. No tenéis conciencia de falta grave. Pero ahí termináis. No sabéis decir más cosas. ¿Nunca usáis en vano el nombre de Dios? Sólo en momentos de ira. Quiere decirse que a veces incurrís en violentos accesos de pasión, durante los cuales el demonio pone en vuestros labios toda clase de palabras malsonantes y escandalosas, y llegáis incluso a golpear los objetos de vuestro enfado. Sólo algunas veces, respondéis; especialmente cuando hemos faltado a la sobriedad. Resulta así que habéis contraído un feo vicio. Pero alegáis enseguida que este tipo de faltas no son importantes: ¿Debo suponer entonces que últimamente no habéis cometido faltas graves? Dudáis un momento, y luego reconocéis que sí, que habéis caído en pecado bastantes veces. Pero esto no es todo. Pensáis que pecado son solamente los actos de pecar por obra. No prestáis atención alguna a los hábitos pecaminosos que influencian continuamente vuestros pensamientos, palabras y obras. Sois egoístas y obstinados; no cuidáis de vuestros hijos; amáis las diversiones frívolas; apenas pensáis en Dios durante días y días, pues no llamo pensar en Dios a esas oraciones vuestras precipitadas y distraídas. Sois amigos de lo mundano, y acompañáis en exceso a quienes no poseen sentido religioso alguno. ¿Qué me diréis para contrarrestar todo esto? ¿Qué cosas buenas habéis hecho? ¿Dónde estriba vuestra esperanza de salvación? Me contestáis, quizás, que el sacramento de la Penitencia ya os reconcilia con Dios de vez en cuando, que vivís en el mundo, que no sois frailes, que si bien es cierto que amáis el mundo más que a Dios, amáis a Dios lo suficiente para salvaros, y que además confiáis en la intercesión poderosa de la Virgen María para la hora de la muerte. Por otra parte –decís–, os adornan también buenas cualidades, signo de que estáis en gracia de Dios. Pensáis que, en el peor de los casos, vuestra situación es sólo de tibieza. ¡Tibieza! Os aseguro que los vuestros no son síntomas de tibieza. ¿Sabéis qué es una persona tibia? Tibio es el hombre que comenzó una intensa vida cristiana y ha decaído en su fervor; que mantiene sus buenas costumbres espirituales, pero no las cumple con devoción suficiente; que hace muchas cosas por Dios, pero que puede hacer todavía más. No, hermanos míos, no os acuséis de tibieza. ¿Queréis saber la opinión que me he formado de vosotros? Pues bien, pienso que probablemente no estáis en gracia de Dios. Es muy posible que por largo tiempo os hayáis acercado a la confesión sin las debidas disposiciones, sin verdadero dolor y sin propósito de la enmienda. Si Dios os llamara esta noche, tal vez os perderíais para siempre. ¿Hacéis algo más que lo simplemente natural? Hacéis algunas cosas buenas, pero, ¿qué recompensa vais a conseguir? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? ¿Qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Un diagnóstico espiritual Poseéis las virtudes ordinarias de la naturaleza humana, o algunas de ellas. Sois lo que la naturaleza os ha hecho, y no tratáis de ser mejores. Es posible que seáis naturalmente bondadosos, y en tal caso practicáis acciones caritativas con los demás; tenéis un carácter fuerte,y lográis someter las pasiones al poder de la razón; os distingue una energía espontánea que os permite trabajar por vuestra familia; sois naturalmente pacíficos y tratáis de evitar los conflictos; odiáis la intemperancia y vivís por tanto una lógica sobriedad. Tenéis las virtudes y los defectos que tienen vuestros vecinos protestantes. ¿En qué os distinguís de ellos? He aquí por cierto otro serio cargo contra vosotros: os lleváis demasiado bien con los no católicos que os rodean. No quiero decir, como es lógico, que no estéis obligados a cultivar la paz con todos los hombres y a prestarles los servicios de caridad a vuestro alcance. Tenéis, desde luego, esos deberes, y el hecho de que os respeten, estimen y amen os honra y os hará merecedores de un justo premio. Pero a veces os quieren porque os suponen iguales a ellos y sin diferencias en ningún aspecto. Por eso os defienden con tanta frecuencia y llegan hasta afirmar y promover vuestros derechos políticos. Hay, claro está, un sentido en el que nuestros derechos civiles pueden ser defendidos por protestantes, sin injuria para nosotros y alabanza para ellos. Porque somos en esto como los demás; somos hombres, miembros del mismo estado y súbditos leales del mismo soberano; dependemos de ellos, y ellos dependen de nosotros; sufrimos cuando se nos insulta, y nos alegramos cuando se nos acoge. Es, por lo tanto, una solidaridad que no debe avergonzaros. Pero ha de causarnos confusión y ansiedad –por lo que Dios piense acerca de nosotros– si ganamos ese apoyo dando una falsa impresión en nuestras personas de lo que es la Iglesia católica, y de lo que los católicos están obligados a ser, creer y hacer. Ocurre a menudo, hermanos míos, que el mundo se interesa por vosotros porque vosotros participáis de sus pecados. La naturaleza es una con la naturaleza, y la gracia una con la gracia. El mundo os acusa por el hecho mismo de convertirse en vuestro amigo, porque no estaríais a bien con él si no le hubieseis entregado algo de lo sagrado y precioso que lleváis dentro. El mundo os quiere por todo lo que sois, excepto vuestro credo; y al juzgaros suele distinguir entre vuestra fe y vosotros, porque imagina que esa separación es posible. Dicen algunos: «Estas personas son mejores que su Iglesia; poco hay que decir en alabanza de ésta pero los católicos ya no son como antes, pues ahora se conducen de manera parecida a los demás. Su creencia es desde luego cruel y llena de beatería, pero hemos de ser comprensivos. No es lógico pedirles que lo reconozcan. Hay que dejarles cambiar poco a poco, porque nadie cambia de repente a la vista de todos. Son tan inclinados al mundo como nosotros; se aplican con afán a las cuestiones políticas, y les gusta salirse con la suya; no aman la austeridad, y más bien se avergüenzan del Papa y sus Concilios. Apenas creen ya en milagros, y les fastidia que otros católicos hablen de ellos; nunca se refieren al Purgatorio; evitan el tema de las indulgencias, y se sienten incómodos ante las imágenes. Las doctrinas católicas son ya en realidad simples emblemas de partido religioso. Los católicos siguen su propio juicio tanto como nosotros; continúan en su Iglesia a causa de un cierto pundonor, y por la resistencia a parecer que abandonan una causa perdida». Éste es el juicio mundano sobre los católicos, y vosotros, hermanos míos, os sobrecogéis al oírlo. Pero es posible, sin embargo, que el mundo os conozca mejor de lo que vosotros mismos os conocéis. «Si fuerais del mundo –dice el Señor– el mundo amaría lo que es suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido de entre el mundo, éste os odia» (cfr. Io XV, 19). Así habla Cristo a sus Apóstoles. Aplicadas a vosotros, estas palabras podrían leerse del siguiente modo: «Si sois del mundo, éste amará lo que es suyo; por tanto, sois del mundo, y yo no os he elegido de entre el mundo, porque éste os ama». No os quejéis de que os imputen más cosas de las que son ciertas. Los que viven como gente mundana colorean y favorecen a quienes creen parte del mundo y parecen formar un grupo único con ellos. En la medida que arrojéis de vosotros el yugo de Cristo, el mundo, mediante una suerte de instinto, os reconocerá como suyos y os alabará. Su mejor alabanza es llamaros incrédulos. Rostro y lenguaje de lo mundano Hay, hermanos míos, una perpetua enemistad entre el mundo y la Iglesia. Ésta declara por boca del Apóstol: «Quien se hace amigo del mundo se convierte en enemigo de Dios» (Sant IV, 4). El mundo replica airado y califica a la Iglesia de apóstata, hechicera y anticristo. Ella es imagen y madre de los predestinados, y si un día, al morir, habéis de contaros entre sus hijos, es preciso que en vida tengáis parte en los reproches que se le dirigen. ¿Acaso no se burla el mundo de todo lo noble en nuestra santa religión? ¿No habla contra las obras de la gracia divina? ¿No niega la posibilidad de la pureza y de la castidad? ¿Acaso no calumnia la disciplina del celibato? ¿Acaso no rechaza la virginidad de María y abomina incluso de la invocación de su nombre? ¿Acaso no considera una mujer muerta a la que es Madre de los vivos y gran intercesora de los fieles? ¿No se burla de los santos? ¿No desprecia los Sacramentos? ¿No blasfema la admirable Presencia que habita nuestros altares? ¿Quiénes somos nosotros, para ser mejor tratados que el Señor, su santa Madre, sus siervos, y sus obras? ¿Qué seríamos entonces, sino amigos de quienes nos tratasen bien, a la vez que maltratan a Cristo? Queridos hermanos, sed hijos de la gracia y no de lo natural. Que no os seduzcan los planteamientos y sofismas del mundo, cuando pretende ser la obra de Dios y en realidad procede del maligno. «Conozco mis ovejas –dice el Señor–, y las mías me conocen y me aman» (cfr. Io X, 14). «Muéstrame, amado de mi alma –exclama la Esposa en el Cantar– dónde te alimentas y dónde descansas durante el mediodía»; y él responde: «Ve y sigue los pasos del rebaño, y alimenta tus corderos junto a las tiendas de los pastores» (cfr. I, 7-8). Sigamos a los santos, como ellos siguieron a Cristo, de modo que cuando venga en juicio y aleje de Sí a los malos, «a nosotros, pecadores, que confiamos en su infinita misericordia, nos admita en la compañía de los santos Apóstoles y Mártires Juan el Bautista, Esteban, Matías y Bernabé, Ignacio, Alejandro, Marcelino y Pedro, Felicidad y Perpetua, Águeda, Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia y de todos los santos, no por nuestros méritos, sino conforme a su Bondad. Por Cristo nuestro Señor» (cfr. Canon Romano). DISCURSO NOVENO: LA GRACIA ILUMINADORA En el momento de su creación, el hombre fue dotado interiormente de ciertos dones ordenados a perfeccionar su naturaleza. Igual que un poderoso estimulante, distinto del alimento, levanta, vigoriza y concentra las energías físicas, aumenta la precisión de nuestras percepciones y la intensidad de nuestros esfuerzos, así también –aunque de modo superior y mayor riqueza de aspectos–, la gracia sobrenatural de Dios confiere un sentido, un propósito y una coherencia a las facultades de esa unidad de cuerpo y alma que es el ser humano. Cuando éste cayó, perdió aquel don divino e inmerecido, y en lugar de remontarse hacia arriba se inclinó débil sobre la tierra, en un estado de desfallecimiento y colapso. Ahora que Dios ha decidido devolverle su favor por los méritos de Cristo, su primer acto de misericordia consiste en otorgarle una porción de su gracia, es decir, los frutos de aquella energía única que informa y armoniza la entera naturaleza humana y le permite cumplir su propio fin, a la vez que logra otro fin más alto. La ceguera espiritual Uno de los defectos que el hombre adquirió en su caída fue la ignorancia o ceguera espiritual. Consiguientemente, uno de los dones que recibe en su restauración es la capacidad de percibir las cosas espirituales, de modo que si antes de llegar a la gracia de Cristo puede ya inquirir, razonar y obtener conclusiones sobre las verdades religiosas, después es, además, capaz de verlas. «Bienaventuradoeres, Simón hijo de Juan –dijo el Señor a Pedro cuando éste confesó su Encarnación–, porque la carne y la sangre no te lo han revelado, sino mi Padre, que está en el cielo» (cfr. Mt XVI, 18). Y en otro momento exclama: «Te doy gracias, Padre: Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños… Nadie conoce al Padre salvo el Hijo, y nadie conoce al Hijo excepto el Padre y aquel a quien el Hijo ha querido revelado» (cfr. Mt XI, 25; Lc X, 21). San Pablo escribe igualmente que «el hombre animal –natural– no percibe las cosas del Espíritu de Dios» (cfr. I Cor II, 14), y que «nadie puede decir Señor Jesús si no es en el Espíritu Santo» (cfr. íd. XII, 3). Los profetas habían prometido ya el mismo don antes de la venida de Cristo. «Haré que todos tus hijos sean enseñados por Yahveh», dice Isaías (cfr. LIV, 13); y Jeremías anuncia: «Ya no tendrán que enseñar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo “Conoced a Yahveh”, pues todos ellos me conocerán, desde el más pequeño al mayor» (cfr. XXXI, 34). Tal vez os preguntéis: ¿cuál es el sentido de estas palabras? ¿Acaso no somos hombres? ¿Acaso hemos perdido parte de nuestro ser natural? ¿No ve la razón tanto como los ojos? ¿Acaso no somos capaces de entender mediante la razón toda clase de verdades acerca de la tierra, la sociedad humana, el espacio, la materia y el alma? ¿Por qué ha de exceptuarse la religión? ¿Por qué motivo no podemos comprender con la razón las cosas de Dios y del cielo? Si podemos investigar unas cosas, podemos sin duda alcanzar otras. Si somos capaces de imaginar unas, podremos también imaginar el resto. ¿Por qué no podemos entonces llegar a las verdades de la religión sin ayuda de la gracia? He aquí una cuestión que merece algunas reflexiones. La luz de Cristo Preguntáis qué os hace falta, además de los ojos, para ver las verdades de la revelación. Os lo diré enseguida: necesitáis luz. Los ojos más penetrantes no consiguen ver en la oscuridad. De modo que aunque vuestra mente sea la vista, la gracia de Dios es la luz; y tan inútilmente ejercitaréis vuestros ojos sin el sol en este mundo sensible, como acertareis a usar la mente en el mundo espiritual sin una luz exterior análoga. Habéis nacido privados de esta bendita luz espiritual, y mientras esa privación continúe no veréis: no podréis ver realmente a Dios. No digo que no seáis capaces de pensar o hablar sobre Él. Pero no conseguiréis otra cosa que razonar sobre lo divino. Vuestros pensamientos y palabras no irán más allá de un simple razonamiento. Concedo vuestra afirmación. Decís ser capaces, mediante la potencia de la mente, de pensar acerca de Dios. Sin duda podéis hacerlo. Pero deducir una cosa, ya sea en el mundo físico o en el espiritual, no es lo mismo que verla. Considerad el caso de un ciego que habla sobre formas y colores, y comprenderéis lo que quiero decir. Un ciego logra recoger abundante y variada información sobre los objetos de la vista, e incluso se familiariza con ellos a pesar de que no los ve. Es capaz de hablar sobre ellos con soltura y entusiasmo. Puede usar el término ver, como si realmente viera, y hasta parece actuar como quien posee la facultad de la vista. Habla de alturas, distancias, direcciones, disposición de lugares y formas, con la misma naturalidad que los demás hombres. No se le juzgaría consciente de su terrible privación, porque oye lo que otros dicen sobre esas cosas y es capaz de imitarles, y porque necesariamente razona sobre lo que oye y deduce conclusiones. De este modo llega a pensar que conoce lo que no conoce en absoluto. Este hombre oye conversar; hace que le lean libros; obtiene vagas ideas sobre objetos de la vista, y cuando habla, sus palabras resultan aceptablemente correctas, y no manifiestan de inmediato lo poco que sabe de las cosas que menciona. Infiere una cosa de otra, y logra hablar así de mucho que no ve, pero percibe que debe ser de un modo determinado. Por ejemplo, si sabe que los colores azul y amarillo componen el verde, puede decir sin riesgo de equivocación que el verde se parece más al azul que el amarillo. Si conoce que una persona mide seis pies de altura y que otra mide algo menos, puede comentar sin temor, si está en presencia de ambas, que la primera es más alta que la segunda. No lo aprecia con la vista sino con la razón. Hace poco se habló bastante sobre un científico que descubrió un nuevo planeta. ¿Sabéis cómo lo hizo? No fue mediante la observación tediosa y perseverante, al aire libre, del curso del cielo, hasta encontrar finalmente, con ayuda de una poderosa lente, la inesperada adición a nuestro sistema planetario. Nada de eso. Se dice que, sentado en su mesa de trabajo, sin mirar una sola vez al cielo, calculó sobre el papel, en base a lo que sabía del sol y los planetas, su número, posición, movimientos e influencias, que debía existir otro cuerpo en el lugar exacto que sus cifras indicaban, y que los astrónomos podrían comprobarlo si dirigían hacia allí sus telescopios. Este hombre escrutaba los cielos, no con los ojos, sino con la razón. Porque la razón es una especie de sustitutivo de la vista, como lo son también, en diversos aspectos, los demás sentidos. No ignoráis la rapidez de los ciegos en sorprender la presencia, e incluso los sentimientos, de otras personas mediante la voz, el tono y los pasos. Hasta parecen entender, como si vieran, miradas, gestos y expresiones silenciosas, ante la sorpresa de quienes desean ocultarles algo. El remedo de lo sobrenatural Esto explica el modo en que el hombre natural consigue entender parcialmente las realidades sobrenaturales y, desde luego, hablar de ellas. En el mundo flota, por así decirlo, una gran cantidad de verdad católica. Viene por tradición, de edad en edad; es transmitida de una generación a otra mediante la predicación y la profesión de fe, y se vierte en numerosos ámbitos de la tierra. Solamente en la Iglesia se la encuentra pura y completa. Pero porciones, grandes y pequeñas, de esta verdad se desprenden y penetran en lugares que nunca han sido bendecidos con la presencia y el ministerio de la Iglesia. Muchos hombres profesan estas verdades diseminadas, simplemente porque se han tropezado con ellas. Son fragmentos de Revelación como, por ejemplo, la doctrina de la Trinidad o la Expiación redentora de Cristo, que constituyen la religión aprendida en su infancia, y consiguientemente ellos los conservan, profesan y repiten, aunque en realidad no los ven como los ve un católico. Se limitan a recibirlos como palabras, en imitación de otros. Sucede así con frecuencia que personas ajenas a la Iglesia católica escriben sermones, redactan ejercicios piadosos, y componen himnos, obras impecables todas ellas, derivadas no de una mente iluminada por la gracia, sino de un estudio cuidadoso de escritos católicos. Pues las verdades y ritos católicos son tan bellos y consoladores que mueven a ser amados y admirados con un amor natural, semejante al que suscita un paisaje o una máquina poderosa. Por eso, gente de imaginación viva puede aceptar una determinada doctrina o adoptar una cierta costumbre litúrgica por meras razones estéticas, sin preguntarse acerca de su verdad y sin alcanzar ninguna percepción real o captación interior de ellas. Decoran iglesias, enriquecen ritos, introducen candelabros, ornamentos, flores, incienso y procesiones, no por fe, sino por sentido poético. El Credo católico, que procede de Dios, es además tan armonioso y coherente consigo mismo, tan acabado y hecho de una pieza, que un espíritu penetrante conocedor de una parte será capaz de deducir otros aspectos por simple razonamiento. Una persona que discurra correctamente sabe que si Dios es infinito y el hombre es finito tiene que haber misterios en religión. No es que experimente el carácter misterioso de la religión, pero lo infiere, lo ve necesario y, por sentido común, lo mantiene. Alguien puede decir: «Dado que esta doctrina presenta abundante evidencia históricaen su favor, debo aceptarla». Quien así habla no posee una visión o percepción directas de la doctrina, pero se dispone a profesarla porque, si tiene en cuenta sus presupuestos, le parece absurdo obrar de diferente modo. En realidad no hace otra cosa que equiparse con una forma de palabras, en vez de contemplar con los ojos del alma a Dios mismo, fuente de toda verdad, y a la enseñanza que procede de su boca. Decir y no ver Un intelecto sagaz logrará que un hombre recorra mucho camino en anticipación de doctrinas que nadie le ha comunicado todavía. Así, por ejemplo, antes de leer la Sagrada Escritura, podría razonar de la manera siguiente: «El pecado es una ofensa a Dios, grande en extremo y llena de males para el ofensor, pues de otro modo, ¿por qué habría sufrido Cristo tan intensamente?». Es decir, advierte que, según la fe cristiana, el pecado debe ser un gran mal, pero no por ello siente en su conciencia que sea realmente así. Es más, cabe imaginar que un hombre conjeture que nuestros cuerpos hayan de resucitar, a partir del hecho de que Jesucristo ha honrado nuestra carne mortal al tomarla para Sí. Aceptaría entonces la resurrección y el castigo eterno como verdades derivadas de lo que ya sabe. De igual modo, investigadores y estudiosos que se hallan fuera de la Iglesia aciertan a componer útiles escritos sobre la credibilidad de la religión o en defensa de algunas doctrinas, o en explicación del entero edificio de la fe católica. En estos casos, la razón se comporta aparentemente como sierva de la fe, pero en realidad no se trata de la fe, porque no sobrepasa el nivel simplemente intelectual o nocional. Afirma, pero no capta la verdad: no la ve. Meramente se emite una opinión, se juzga, y se alcanza una conclusión. Veis entonces lo que puede hacer el hombre natural. Puede sentir, imaginar, admirar, razonar, inferir. De este modo logra hacerse, total o parcialmente, con la verdad católica, pero no puede ver ni amar. Sin embargo, consigue sorprender a personas religiosas que no conocen el secreto que le capacita para semejante exhibición, pues difícilmente llegarán a comprender cómo logra expresarse tan bien si está fuera de la Iglesia, salvo que hable por él el Espíritu de Dios. Esto sucedía con los libros de algunos herejes antiguos que escribieron sobre la Encarnación. Sucede lo mismo con herejes modernos que se han ocupado de la doctrina de la gracia. Escriben éstos a veces con tal belleza y hondura que uno no puede evitar admirarles, aunque percibe que la enseñanza es incorrecta. Los sentimientos expresados son quizás buenos y justos en sí mismos, pero no en estos escritores. Representan en ellos verdades solitarias y aisladas que han deducido de cuestiones que no ven con claridad. La herejía que sostienen en otros puntos muy cercanos a aquellas verdades es una prueba de que no comprenden las cosas que exponen. Un ciego que habla sobre formas y colores hará observaciones correctas y observaciones falsas, pero un solo error que cometa bastará para manifestar que no ha aprendido realmente las verdades que enuncia, aunque éstas sean muchas. Pues si tuviera luz en los ojos no sólo hablaría correctamente de bastantes cosas, sino que no se equivocaría en ninguna. Conocedor, por ejemplo, de que dos edificios tienen idéntica altura, podría animarse a decir que su aspecto era similar a la vista, sin sospechar que la mayor distancia de uno de ellos respecto a quien los mira parece reducirle a la mitad de su verdadero tamaño. Análogamente, personas no católicas y sin experiencia práctica sobre la devoción a la Madre de Dios, cuando leen nuestras oraciones y letanías, y observan el vigor de su lenguaje, afirman que María es objeto de nuestra adoración, con exclusión o en detrimento de Dios. No entienden que Aquel «en quien vivimos, nos movemos y somos» (cfr. Act XVII, 28), que nos ha re-creado con su gracia y nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, es más cercano e íntimo a nosotros que cualquier criatura; y que los santos y ángeles, y sobre todo la Virgen María, se encuentran, comparados con Dios, a gran distancia de nosotros, y por tanto el lenguaje que usamos con ellos, parecido al empleado con Dios, encierra un sentido correcto y es proporcionado a su objeto. Los objetores se denuncian a sí mismos, mediante su objeción, como gente ignorante y ciega respecto a lo que discute. He explicado ya suficientemente lo que quiero decir cuando afirmo que el hombre natural mantiene las verdades divinas simplemente como opiniones y no como artículos de fe. La gracia cree; la razón opina. La gracia engendra certeza; la razón permanece indecisa. El mérito de la certeza Ahora bien, resulta llamativo que esta característica de la razón se capte tan claramente por las personas de quienes hablo, que, a pesar de la confianza depositada en sus opiniones, cualesquiera que sean, conscientes de carecer de base para una convicción firme sobre la verdad revelada, se encaran audazmente con la dificultad y consideran falta el estar cierto sobre semejante verdad, y estiman que la duda es un mérito. La santa Iglesia católica, por ejemplo, es un objeto de fe, como parte del Credo de los Apóstoles. Piensan, sin embargo, que mostrarse insatisfecho con la incertidumbre acerca de donde está la Iglesia católica y cuál es su doctrina representa una actitud defectuosa e impaciente. Son bien conscientes de que ningún hombre de mente despierta y cualidades normales hará a la Iglesia establecida [36] objeto de confianza y fe firme, a no ser que violente su razón. Saben que la gran mayoría de sus miembros no cree en ella en ningún sentido normal del término creer, y que el resto sólo se atreve a afirmar que viene de Dios indirectamente y que es prudente permanecer dentro. En estas personas no existe fe, sino mera opinión en este artículo del Credo. Por eso se ven obligados a decir, en defensa de su postura, que la fe no es necesaria, y que basta un estado de duda, que es todo lo que se espera de nosotros. Atribuyen, por tanto, a carácter inquieto el hecho de que alguno de sus miembros trate de ejercitar la fe en la santa Iglesia católica como un misterio revelado, igual que ellos la profesan en la Trinidad o en la Resurrección del Señor. Llegan incluso a denominar falta en un católico la manifestación de confianza en la Iglesia y en sus enseñanzas. Ocurre con frecuencia que quienes vienen a la Iglesia católica procedentes de algún grupo protestante, cambian la incertidumbre y duda religiosas que padecían antes de su conversión, en una indiscutible y serena confianza. Las dudas en torno a su antigua comunión se han transformado en certeza acerca de la nueva. No albergan temores, ansiedad, dificultades o escrúpulos. Hablan como sienten; y el mundo, ignorante de que se trata de un efecto de la gracia recibida, y acostumbrado a medir lo que poseen los católicos por lo que él no posee, se apresura a gritar: «¡Qué atrevidos y extravagantes!», y considera que el cambio producido es un cambio para mal, una equivocación y una falta, porque produce precisamente el efecto que debería producir si fuera un cambio para bien. Se nos dice con esto que la certeza, la confianza y la valentía en el hablar no son cristianas. ¿Es ésta una argumentación honrada? ¿Es un juicio derivado de hechos? ¿Fue confianza o duda, celo o frialdad, decisión o irresolución, lo que distinguió a los mártires en los tiempos primeros de la Iglesia? La religión de Cristo no se propagó mediante argumentos filosóficos, sino por impulso de la fe y el amor. Mirad a los primeros mártires. Eran muchachos, doncellas, soldados y esclavos corrientes; una multitud de gente joven y tozuda, que habría vivido para hacerse prudente, de no haberse empeñado primero en morir; eran cristianos que rasgaban manifiestos imperiales, desafiaban a sus jueces, no descansaban hasta encontrarse en la jaula de un león, y si eran expulsados de una ciudad comenzaban a predicar en otra. Esto decía el mundo ciego sobre aquellos que contemplaban al Dios invisible. Era en efectola visión espiritual de Dios lo que originaba su singular comportamiento. Ningún hombre es mártir por una conclusión. Ningún hombre es mártir por una opinión. Sólo la fe hace mártires. El que conoce y ama las cosas de Dios no es capaz de negarlas. Puede sentir un horror natural a la tortura y a la muerte, pero semejante miedo se verá desbordado por la fe, y le influirá tan escasamente como el polvo ensucia la luz solar o una voz humana consigue frenar una rueda en movimiento. Los mártires veían y no podían no hablar acerca de lo visto. Temblarían ante el dolor, pero no por eso dejaban de contemplar. Si las amenazas tuvieran fuerza para eliminar las verdades divinas, quizás el dolor habría logrado silenciar su confesión de la fe. El mundo es inquisitivo, diligente y sabe muchas cosas. Habla bien y con profundidad; pero en toda la Babel de sus opiniones religiosas no hay una sola por la que esté dispuesto a ser mártir. Algunas de estas opiniones pueden ser verdaderas y otras falsas: invitadle a elegir una cualquiera a fin de morir por ella. Sus hijos hablan alto y declaman airadamente contra la doctrina de que Dios castiga a los malos, pero, ¿morirían antes que confesarla? Se expresan con elocuencia sobre la clemencia infinita de Dios, pero, ¿morirían antes que negarla? La fe que se degrada en opinión Si no es así, carecen de entusiasmo y de una razonable obstinación; carecen de celo y de un mínimo de espíritu partidista para sostener sus afirmaciones; carecen sobre todo de gracia. Hablan únicamente de opiniones y en base a silogismos. Hay quienes exhortan a la fe en la Iglesia establecida por ser –dicen– una rama de la Iglesia católica. Insisten en que esta opinión es perfectamente defendible, pero al fin y al cabo se trata de una opinión, porque, decidme, ¿cuántos de quienes la mantenéis estáis dispuestos a morir antes que abandonarla? ¿Acaso estimáis pecaminoso ponerla en duda? ¿Acaso no juzgáis, más bien, permisible, natural, apropiado, humilde y prudente dudar en este caso? ¿No pensáis mejor de un hombre por dudar, con tal que no exagere la duda y termine por no creer en absoluto? Por eso las mismas personas que, a pesar de sus propias dudas, censuran tan severamente a quienes dejan la Comunión en la que nacieron, consideran lógicamente este hecho más como una afrenta a su Iglesia que como un daño espiritual para quien la abandona. Lo ven como una ofensa personal a un grupo y una injuria a una causa, de modo que la injuria es mayor según el perjuicio que particularmente les ocasione. No es la pérdida de quienes marchan, sino el inconveniente de los que permanecen, lo que mide el pecado. Si un individuo es importante o útil para ellos, protestarán contra su deserción. Pero si les resulta incómodo por algún motivo, o perturba el orden y bienestar del grupo, se reconcilian rápidamente con su decisión. Los más corteses le felicitan por su honestidad, y los más airados se felicitan a sí mismos por haberse librado de él. ¿Es éste el sentimiento de una madre y de un familiar hacia un hijo o un hermano? «¿Acaso olvida una mujer a su niño, y no se compadece del hijo de sus entrañas?» (cfr. Is XLIX, 15). Si un hombre deja la Iglesia católica, nuestro primer sentimiento, como sabéis muy bien, hermanos míos, sería de compasión y de temor. Pensaríamos que aunque se tratara de alguien que fuese motivo de escándalo, la ganancia nuestra no supondría nada comparada con la pérdida sufrida por él. Sabemos que un cristiano no puede desertar de la Iglesia sin apagar un inestimable don de gracia; que ha recibido ya en su alma influencias y efectos tales, que no puede desarraigar sin cometer el más grave de los pecados; que aunque experimente tentaciones de incredulidad, éstas son análogas a otras tentaciones, y por lo tanto ineficaces sin su voluntaria cooperación. Por eso la Iglesia no puede apoyarle cuando ve que reconsidera la cuestión de su misión y origen divinos. La Iglesia mantiene que semejantes investigaciones y preguntas, si bien constituyen en muchos casos un camino normal para entrar en ella, quedan superadas después por el don de la visión espiritual, ordenado a suprimir completamente la duda: a partir de entonces no debe, no puede, formularse tales interrogantes. No puede alentarlos dentro de sí, si no es con gran culpa por su parte, y en consecuencia no debe hacerlo. Esto es lo que sostenemos con toda certeza, y por tanto nos es imposible sentir satisfacción o alivio ante la defección de un hermano. Aunque sea persona indigna o escandalosa, nuestro primer sentimiento será de lástima. Estamos obligados, en efecto, a tolerar en ocasiones y contra nuestra voluntad la presencia de cristianos que originan escándalo, sencillamente por caridad hacia ellos. Pero aquellos cuya mejor creencia es un silogismo, y que han de repasar de vez en cuando las razones lógicas de su credo para no perder la conclusión, dado que no tienen fe tampoco son capaces de ejercitar la caridad, y piensan que si les abandona un hermano incómodo se produce doble ganancia: para él, que se encuentra finalmente donde deseaba, y para ellos, que se han librado de una perturbación. La convicción de los católicos Lo dicho explica un segundo punto que de otro modo sería sorprendente. La gente no cree que los católicos estemos realmente convencidos de las verdades que decimos profesar, y supone que, si son personas cultas, se mantienen en su creencia por influencias externas, superstición, temor, orgullo, interés u otros motivos despreciables. Los hombres de mundo nunca en su vida han creído, nunca han tenido fe –sólo opinión– en las realidades invisibles como para plantearse si son falsas o verdaderas, y en consecuencia juzgan extravagante toda actitud de fe absoluta e inconmovible, especialmente cuando se ejercita sobre objetos que ellos no aceptan o rechazan con burla y abominación. Profetizan que la Iglesia católica decrecerá a medida que sus fieles y los hombres en general analicen imparcial y serenamente sus ideas y sentimientos, y distingan bien lo real de lo imaginado. No consiguen entender cómo nuestra fe en el Santísimo Sacramento sea una porción viva de nuestro espíritu. Piensan que es una simple profesión externa, que abrazamos sin asentimiento interior, y sólo porque se nos enseña que nos perderemos en caso de no aceptarla; o bien porque, comprometida la Iglesia católica desde tiempos antiguos en la enseñanza de esta verdad, no tenemos actualmente más remedio que defenderla, aunque con gusto dejaríamos de hacerlo si no nos obligara un cierto sentido de lealtad y un espíritu de partido. Creen que, si pudiéramos, renunciaríamos a la doctrina de la Transubstanciación como a una pesada carga. ¡Extrañas palabras! Sería malo usarlas, hermanos míos, si no fueran necesarias para haceros entender los dones que poseéis y que el mundo incrédulo no tiene. ¡Palabras en verdad ofensivas y profanas! ¿Cómo puede ser un alivio renunciar a la enseñanza de que Jesús está en nuestros altares? Sería tanto como renunciar a la fe en la divinidad de Cristo, o a que Dios existe. Por lo visto el auténtico alivio es no creer nada, o al menos no sentirse compelido a creer algo. Parece que fuera lo mejor creer primero una cosa y luego otra diferente o contraria, creer lo que más nos agrade durante el tiempo que nos agrade, es decir, no creer sino más bien ejercitar una opinión acerca de todo, y no permitir que nada se nos aproxime y nos comprometa: el mundo invisible debe permanecer a distancia. Pero si hemos de creer alguna cosa, si hemos de hacer nuestra alguna doctrina divina, si hemos de aceptar determinadas proposiciones o dogmas como verdaderos, ¿por qué ha de ser una carga creer lo que es tan amable y próximo a nosotros, en vez de lo que es menos íntimo y conmovedor?, ¿por qué –si Dios existe– no hemos de creer que está entre nosotros, y habita nuestros altares tan realmente como está en el cielo? Cierto que no es una afirmación evidente, y por eso no pretendemos obtener razones de quienes se tienen por racionales y críticosen todas sus determinaciones. Este mundo, hermanos míos, a pesar de sus pretensiones y apariencias, es en el fondo extraordinariamente estrecho de miras. No es capaz de un mínimo de imaginación para concebir que pueda existir algo de lo cual su corazón no alberga sospecha o conocimiento. No admite ni siquiera la simple idea de que nosotros tengamos fe, porque nunca la ha experimentado y no está dispuesto a reconocer que haya en la mente humana alguna cosa desconocida para él; esto equivaldría además a reconocer la existencia de misterios. El mundo debe saber; debe constituir la medida de todas las cosas. Por eso, en autodefensa, nos considera hipócritas, nos mira como a gente que profesa lo que no cree, para evitarse a sí mismo la confesión de su ceguera. «Mirad qué amor nos ha mostrado el Padre al querer que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos realmente; por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoce a Él» (cfr. I Io III, 1). La superación de la duda Ésta es la razón por la que algunos que buscan la verdad y se acercan a la Iglesia encuentran difícil convencerse de que sus dudas no continuarán después de hacerse católicos, y lo alegan como motivo para diferir o evitar el paso. ¡Qué será de ellos –dicen– si las acostumbradas dudas permanecen después de la conversión! Les asusta pensar que en ese caso no les restará nada en qué apoyarse. No se dan cuenta que sus dificultades no son de orden intelectual sino moral. Quiero decir que, en realidad, no dudan de que la conclusión alcanzada sobre la procedencia divina de la Iglesia católica sea verdadera. Su razón no vacila acerca de esta verdad, pero no son capaces de que su ánimo la capte y se deje penetrar por ella. La reconocen confusamente, aunque ciertamente, como se ve el sol a través de nieblas y nubes; y olvidan que es tarea de la gracia iluminar la oscuridad y la penumbra, consolidar la visión vacilante, elevar la razón mediante la fe, y convertir una conclusión lógica en un objeto para el sentido espiritual. No acaban de creernos cuando les aseguramos lo que hemos podido comprobar en muchas ocasiones; es decir, que su dolorosa perplejidad desaparecerá cuando hayan entrado en la Comunión de los santos y en la atmósfera de gracia y luz, que se encontrarán tan repletos de paz y alegría que no sabrán cómo agradecerlo a Dios, y que la misma fuerza de sus sentimientos y la necesidad de comunicarlos les llevarán a procurar la conversión de otros, mediante un celo que contrastará sorprendentemente con su anterior vacilación. Deseo añadir como conclusión dos observaciones aclaratorias. Lugar de la razón En primer lugar, no penséis que he hablado en desprecio de la razón. La razón es el camino hacia la fe. Sus conclusiones son a veces los mismos objetos de fe. Precede a la fe cuando las personas se convierten a la Iglesia, y es instrumento normal que la Iglesia emplea cuando elabora esas definiciones doctrinales en las que, según promesa y poder de su Señor y Salvador, es infalible. Pero a pesar de todo, la razón es una cosa y la fe es otra; y la razón es tan incapaz de convertirse en sustitutivo de la fe, como ésta lo es de colocarse en el lugar de la razón. En segundo término, me he expresado como si el estado de naturaleza se hallara privado totalmente de la influencia de la gracia, y como si las personas que están fuera de la Iglesia actuaran siempre de un modo natural. He hablado de este modo por un motivo de claridad, para que gracia y naturaleza aparecieran nítidamente contrastadas; pero no ocurre exactamente así. Dios concede su gracia a todos los hombres, y a quienes la usan bien concede más, e incluso la sigue ofreciendo a los que apagan la primera gracia recibida. Así pues, algunos actúan de manera puramente natural; otros obran de manera natural en ciertos aspectos, pero no en todos; otros se dejan penetrar gradualmente por los auxilios divinos; otros finalmente, han utilizado con fidelidad los dones de Dios, buscan sinceramente a Cristo y a su Iglesia, y se hallan quizás en estado de justificación. Es imposible por tanto aplicar estas afirmaciones generales a individuos determinados, cuyos corazones sólo Dios puede escrutar. Muchos, repito, caminan bajo la influencia mixta de la razón y de la fe, creen firmemente algunas verdades y mantienen una simple opinión sobre otras. Muchos viven un conflicto interior y avanzan hacia una crisis, después de la cual abrazarán la verdad o se alejarán de ella. Muchos aprovechan tan fielmente las ayudas de la gracia, que están en vías de recibir su inhabitación permanente en el alma. Muchos otros, confiamos, gozan de esa luz perenne y se aproximan con paso seguro a la Iglesia. Algunos, por desgracia, pueden haberla recibido y por no avanzar hacia la Casa de Dios donde está en plenitud, han comenzado a perderla, y aunque lo ignoran, viven sólo del recuerdo de lo que una vez tuvieron. Son situaciones misteriosas reservadas a Dios. Pero permanecen inamovibles las grandes verdades de que la naturaleza no puede ver a Dios, que la gracia es el único medio de contemplarle, y que mientras nos capacita para hacerlo, nos trae a la Iglesia y nunca se nos concede para nuestra iluminación sin dársenos asimismo para ser católicos. El bien incomparable de la fe ¡Qué alegría y agradecimiento hemos de sentir, hermanos míos, por el hecho de que Dios nos haya conducido a la Iglesia de Su Hijo! ¿Qué don existe en el mundo igual a éste por su riqueza y singularidad? En este país, donde la herejía se extiende a lo largo y a lo ancho, donde la naturaleza irredenta domina indiscutida, donde la gracia se profana y se desprecia, donde innumerables bautismos perviven únicamente como sello y carácter del alma y la fe es objeto de burla a causa de su misma firmeza, el hecho de encontrarnos en la región de la luz, la casa de la paz y la presencia de los santos, el hecho de tener certeza, consistencia y estabilidad acerca de los temas más elevados y santos del pensamiento humano, el hecho de alentar esperanza ahora en esta vida y luego en el más allá, el hecho de hallarnos en el monte de Cristo, mientras el pobre mundo se confunde y disputa a sus pies, debe asombrarnos y sobrecogernos por la inescrutable gracia de Dios que precisamente a nosotros nos ha traído adonde estamos. Como dice el Apóstol: «Habiendo recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo, por quien también hemos obtenido, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y la esperanza no falla porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (cfr. Rom V, 1-5). San Juan se expresa todavía más exactamente a nuestro propósito cuando escribe: «Tenéis una unción del Santo» –vuestros ojos han sido ungidos por Aquel que puso barro en los ojos del ciego: «estáis ungidos por Él, y lo sabéis», no conjeturáis, suponéis, opináis, sino «sabéis», veis «todas las cosas»–. «La unción que de Él habéis recibido permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas, y es verdadera y no mentirosa, según os enseñó, permaneced en Él» (cfr. I Io II, 20, 27). No podríais permanecer estables en otra cosa. Las opiniones cambian, las conclusiones se debilitan, las investigaciones se agotan, la razón se detiene: sólo la fe llega hasta el final, sólo la fe permanece. Sólo la fe y la oración resistirán en aquella última hora, cuando el maligno movilice todos sus poderes y recursos contra el hombre que termina su curso mortal. ¿De qué nos servirá entonces [*] haber elaborado sutiles argumentos o haber dirigido brillantes ataques o recorrido palmo a palmo el campo de la historia, y disfrutar el homenaje de amigos y el respeto del mundo por nuestros éxitos?, ¿de qué nos servirán una distinguida posición en la vida, los frutos de un trabajo excelente, la implantación de una idea, o el triunfo de nuestra causa, si al final no tenemosla luz de la fe para guiarnos de este mundo al otro? ¡Qué apetecible será intercambiar en aquel día nuestro lugar con el hombre más oscuro e ignorante, antes que comparecer ante el tribunal divino como uno que ha recibido grandes dones y los ha usado únicamente para sí mismo, que ha cerrado los ojos, que ha jugado con la verdad, que ha reprimido sus remordimientos, que ha sido guiado por la gracia de Dios, pero se ha detenido antes de la meta, que se ha acercado a la tierra prometida, pero se ha negado a tomar posesión de ella! DISCURSO DÉCIMO: FE Y JUICIO PRIVADO La búsqueda de la fe Cuando consideramos la belleza, recursos y consuelos de la religión católica, nos sorprende tal vez el hecho de que no convierta de inmediato a las multitudes que se tropiezan con ella. Quizás habéis sentido vosotros mismos esta sorpresa, especialmente los que, convertidos recientemente, la comparáis por experiencia con las religiones que profesan millones de compatriotas nuestros. Conocéis bien la esterilidad y el vacío de esas religiones, así como su escaso atractivo y lo poco que pueden alegar en favor de sí mismas. Muchos en realidad no practican religión alguna, y no os debe admirar que quienes no toleran siquiera el pensamiento de Dios no se sientan atraídos a su Iglesia. Son muchos también los que oyen muy poco sobre el catolicismo o escuchan toda suerte de insultos y calumnias, y no es extraño, por tanto, que no se produzcan entre ellos conversiones rápidas y masivas. Pero sí es motivo de admiración para quienes disfrutamos la plenitud de las bendiciones cristianas, que aquellos que contemplan la Iglesia desde lejos y aprecian destellos de su claridad no se sientan suficientemente atraídos como para tratar de ver más y no se coloquen en situación de ser conducidos a la Verdad, que desde luego sólo puede reconocerse ordinariamente como divina de manera gradual. Cuando Moisés reparó en la zarza ardiente, se acercó para ver qué era aquel hecho extraordinario. Natanael, que no estimaba posible ningún bien originado en Nazaret, siguió a Felipe para ver a Cristo. Sin embargo, las multitudes que nos rodean ven y oyen –algunas personas en gran medida–, pero no se animan por eso a ver y oír más; no se deciden a poner en práctica lo que ya saben. Viendo no ven, y oyendo no oyen. Se contentan con permanecer donde están: no desean buscar más ni asimilan lo que ya conocen. La disposición de creer Este fenómeno puede explicarse de diversas maneras. Voy a sugerir una que tal vez suene convencional, pero que, a mi juicio, encierra un sentido profundo. Los hombres no se hacen católicos, sencillamente porque no tienen fe [37]. Me diréis que esto supone afirmar que no creen en la Iglesia católica porque no creen en ella, lo cual no es decir nada en absoluto. Nuestro Señor, por ejemplo, dijo: «El que viene a Mí no tendrá hambre, y el que cree en Mí no sufrirá sed» (cfr. Io VI, 35). Creer y venir a Él son, por lo tanto, la misma cosa. Si tuvieran fe, entrarían, desde luego, en la Iglesia, dado que el sentido mismo, el ejercicio mismo de la fe equivalen a entrar en la Iglesia. Pero yo me refiero a algo más: la fe es un estado del alma, un modo determinado de ese pensar y actuar que ciertamente se ejercita siempre respecto a Dios, pero que se ejercita de maneras muy distintas. Quiero decir entonces que la mayoría de las personas de este país no tienen este hábito o modo interior de ser. Podríamos concebir su creencia en sus propias religiones; y denominarla fe, aunque fuera en sentido impropio. Pero el caso es que no creen ni siquiera en sus propias religiones: no creen en nada. Se trata de un claro defecto de sus mentes. Así como podemos decir que alguien carece de liberalidad o prudencia, aparte de que practique alguna vez o no esas virtudes mediante actos aislados, afirmamos también que existe una virtud llamada fe, y que existe el defecto de no tenerla. Repito entonces que la gran masa de hombres en este país no tienen esa virtud específica denominada fe: no la tienen en absoluto. Igual que un hombre puede carecer de ojos o de manos, ellos carecen de fe. Se trata de una carencia concreta, de una falta en sus almas. Y dado que no tienen esta facultad para creer, no es de extrañar que no abracen lo que no puede ser abrazado sin ella. No creen, propiamente hablando, en ninguna enseñanza, y por tanto no creen tampoco en la Iglesia católica. Ahora bien, ¿qué es la fe? Es el asentimiento como verdadera a una doctrina que no vemos y que no podemos demostrar, porque Dios, que no nos engaña, dice ser cierta. Como Dios nos anuncia la verdad de esta doctrina no con su propia voz sino por la palabra de sus enviados, fe es también asentimiento a lo que un hombre declara, considerado no como hombre a secas, sino en su función de mensajero, profeta o embajador de Dios. En el curso ordinario del mundo estimamos que una cosa es verdadera, bien porque la vemos, bien porque se sigue necesariamente de otra que nos resulta evidente. Es decir, obtenemos nuestros conocimientos mediante la vista o mediante la razón, no a través de la fe. Diréis que aceptamos también un conjunto de cosas que no podemos demostrar ni ver, en base a la palabra de otras personas. Es cierto. Pero en tal caso recibimos esas informaciones como un testimonio humano y no le concedemos generalmente una confianza absoluta y sin reservas. Sabemos que el hombre es falible, y nos agrada por tanto obtener por otras vías alguna información que ratifique la palabra humana en asuntos importantes; o quizás recibimos su testimonio con una cierta indiferencia, como quien escucha una simple opinión; o en el mejor de los casos actuamos en base a lo comunicado porque nos parece lo más prudente. Aceptamos, por tanto, la palabra humana en lo que vale, y la usamos de acuerdo con nuestras conveniencias y su probabilidad. Conservamos la decisión en nuestras propias manos, y nos reservamos el derecho de revisar la cuestión cuando lo veamos oportuno. Naturaleza de la fe en Dios La fe divina es muy diferente. Quien cree que Dios es veraz y que ha comunicado su palabra al hombre no albergará dudas. Tiene certeza de que la doctrina que se le enseña es tan verdadera como Dios, que la ha revelado. Tiene certeza porque Dios es veraz, porque Dios ha hablado, no porque vea la verdad o esté en condiciones de demostrarla. Es decir, la fe posee dos características: es segura, firme e inalterable en su asentimiento, y lo presta no porque vea con los ojos o con la razón, sino porque recibe las nuevas de uno que viene de Dios. Así era la fe indudablemente en tiempo de los Apóstoles; y lo que era entonces debe serlo también ahora, salvo que ya no se trate de la misma cosa. La fe presentaba esas peculiaridades en vida de los Apóstoles, pues sabemos que predicaban a todos que Cristo era Hijo de Dios, que había nacido de una Virgen, que había ascendido al cielo, y que vendría de nuevo a juzgar a vivos y muertos. ¿Podía ver esto el mundo? ¿Podía demostrarlo? ¿Cómo debía entonces recibirlo? ¿Por qué fue aceptado por tantos? Fue aceptado, sencillamente, en base a la palabra de los Apóstoles, que se presentaban de modo convincente como mensajeros de Dios. Los oyentes eran invitados a someter su intelecto a una autoridad viva y presente ante ellos. Los convertidos al Evangelio se sabían además obligados, por así decirlo, a creer en todo lo anunciado por los Apóstoles: venían a la Iglesia en actitud de aprender. La Iglesia era su maestra. No entraban en ella para discutir, investigar, seleccionar o escoger doctrinas, sino para aceptar lo que se les proponía. Nadie duda, nadie puede dudar la realidad de esta situación en los tiempos iniciales del Cristianismo. Un cristiano se sentía vinculado a aceptar sin regateo ni vacilación todo lo que los Apóstoles enseñaban como revelado. Si ellos se pronunciaban, él debía prestar un asentimiento interior de su mente. No era suficiente callar o simplemente no oponerse. No era permisible aceptar sólo una parte, o dudar. Si un converso retenía ideasdistintas y personales respecto a lo predicado; si se resistía y oponía interiormente a las verdades recibidas y aguardaba nuevas demostraciones antes de creer, demostraba no haber aceptado a los Apóstoles como enviados de Dios y anunciadores de la divina voluntad. Demostraba que en realidad nunca había creído, según el sentido propio de la palabra creer. La sumisión inmediata e implícita de la mente era en tiempo de los Apóstoles la única y necesaria prueba de la fe. No había lugar, por lo tanto, para lo que se denomina ahora juicio privado. Nadie podía decir: «Escogeré yo mismo el contenido de mi religión; creeré esto y no creeré aquello; no me comprometeré de antemano a aceptar ninguna creencia: creeré durante el tiempo que me resulte conveniente y nada más; si lo veo oportuno, rechazaré mañana lo que creo hoy; creeré lo que los Apóstoles han dicho hasta ahora, pero no creeré lo que pudieran enseñar más adelante». No es un discurso correcto. Los Apóstoles hablaban en nombre de Dios o hablaban en nombre propio. Si hablaban en nombre de Dios, sus oyentes debían creer todo lo que enseñaban. Si hablaban por su cuenta, no había razón para aceptar nada. Creer un poco o creer más o menos contradice la misma noción de fe: si ha de creerse una parte, han de creerse también las demás. Sería absurdo creer una cosa y no creer otra, pues la palabra de los Apóstoles, que hacía verdadera la primera, garantizaba también la segunda. Una y otra cosa nada eran por sí mismas, pero lo eran todo con el respaldo de una autoridad infalible procedente de Dios. El mundo ha de hacerse cristiano u olvidarse de la cuestión, porque no hay sitio en el Evangelio para gustos y fantasías particulares: no hay sitio para el juicio privado. El testimonio de la Sagrada Escritura Todo esto resulta muy claro por la misma naturaleza de las cosas, pero es también evidente a partir de las palabras de la Sagrada Escritura. «Damos gracias a Dios sin cesar –exclama San Pablo– porque al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios» (cfr. I Thes II, 13). Pablo expresa las ideas que hemos expuesto más arriba. La palabra procede de Dios, es comunicada por hombres, y debe recibirse no como palabra humana sino como voz divina. En otro lugar, escribe: «Quien desprecia estas cosas no desprecia a hombre sino a Dios, que os hace don de su Espíritu Santo» (íd. IV, 8). El Señor había formulado ya antes una declaración semejante: «El que os escucha a vosotros, a Mí me escucha, y el que os rechaza, a Mí me rechaza, y el que me rechaza a Mí, rechaza al que me ha enviado» (cfr. Lc X, 16). San Pedro se hace eco de estas palabras el día de Pentecostés cuando dice: «Hombres de Israel, escuchad. Dios ha resucitado a este Jesús, de lo cual nosotros somos testigos. Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (cfr. Act II, 22, 32, 36). Sabéis también que una expresión usual de los primeros predicadores era: «Creed y seréis salvados». No decían: «Comprobad nuestra doctrina con vuestra razón», o «esperad a comprenderlo todo, antes de creer» sino «creed sin ver y sin demostrar, porque nuestra palabra no es nuestra sino de Dios». Era, desde luego, lícito a los oyentes preguntarse e inquirir acerca de las pretensiones de los Apóstoles, investigar honradamente si obraban o no milagros, examinar si sus figuras y su predicación se insinuaban, al menos, como divinas en el Antiguo Testamento. Pero una vez asegurados prudentemente estos extremos, los oyentes habían de recibir sin ulteriores pruebas todo lo que los Apóstoles proclamaran, es decir, habían de ejercitar su fe y salvarse por la escucha de la Palabra. Por eso, como habréis observado, San Pablo llama con toda intención a la doctrina revelada «palabra dirigida al oído». Los hombres, en efecto, se acercaban a oír, aceptar y obedecer; no a criticar o puntualizar lo que oían. De acuerdo con esto, Pablo pregunta en otra epístola: «¿Cómo creerán en Aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán si no se les predica? Porque la fe viene mediante la escucha de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo» (cfr. Rom X, 14, 17). Dos opciones irreductibles Considerad ahora si estas dos situaciones de la mente no son completamente distintas una de otra: creer sencillamente lo que os anuncia una autoridad viva, o tomar un libro, como es la Sagrada Escritura, y usarlo a vuestro gusto, someterlo a vuestros criterios, interpretarlo discrecionalmente, y admitir como verdad lo que elijáis y nada más [38]. Los dos procedimientos se diferencian en razón de que en el primero os sometéis, y en el segundo juzgáis por vosotros. No pregunto en este momento cuál es el mejor, o si ambos son practicables desde un punto de vista religioso. Afirmo sólo que son dos caminos, y no uno, de recibir una doctrina, porque el sometimiento es radicalmente contrario a la afirmación del propio juicio. Ahora bien, ¿no es cierto que la fe en tiempos de los Apóstoles consistía en someterse?, ¿no es cierto que no estribaba en juzgar por uno mismo? Es inútil replicar que el hombre que juzga a partir de los escritos apostólicos se somete a ellos en primer término y que por tanto los acepta con fe: de otro modo –se dice– no se referiría a ellos en absoluto. Sin embargo –repito–, observad que hay una radical diferencia entre el acto de sumisión a un oráculo vivo y la obediencia a un libro. En el primer caso no cabe duda o apelación sobre las intenciones de quien habla. En el segundo caso, la decisión final queda en manos del lector. Considerad por ejemplo, qué diferentes son la seguridad y el aplomo con que se citan las palabras de otro según se encuentre presente o ausente. En su ausencia manifestáis sin empacho lo que dijo y lo que piensa, pero si apareciera en medio de la conversación, vuestro tono cambiaría inmediatamente. «Creo haberle oído decir algo parecido a esto, o al menos así lo entendí» –sería vuestro lenguaje. O quizás modificaríais considerablemente la afirmación o el hecho básico declarados al principio, limitando su alcance o recortando los aspectos más delicados; y en cualquier caso aguardaríais con cierta ansiedad hasta ver si el interesado aceptaba o no vuestras palabras e interpretaciones. Un fenómeno idéntico se verifica en torno a todo documento escrito de una persona ya desaparecida. Me imagino fácilmente a un comentador de las epístolas de San Pablo a los Gálatas o a los Efesios, que preferiría sin duda alguna la ausencia del autor, a su repentina reaparición entre nosotros, no fuera que el Apóstol le retirase la palabra y explicara por sí mismo el sentido de sus propias cartas. En resumen, aunque el intérprete asegure que tiene fe en los escritos de Pablo, ostensiblemente no cree en el Apóstol; y a pesar de insistir mucho en la verdad contenida en la Sagrada Escritura, no desea en absoluto ser uno de los cristianos que se retratan en los libros sagrados. La fe condicionada Me siento en condiciones de asumir que esta virtud practicada por los primeros cristianos no es conocida entre los protestantes, o, si existe en alguna medida, se ejercita respecto a predicadores y teólogos que niegan expresamente ser objeto adecuado de ella y exhortan a sus gentes a juzgar por sí mismos. Los protestantes, generalmente, no tienen fe, según el significado original de la palabra. Si creyeran actualmente, como se creía en la época apostólica, no podrían dudar ni cambiar. Nadie duda si ha de creer una palabra anunciada por Dios: es evidente que debe ser creída. En cambio, cualquiera con modestia y sentido común suficientes puede fácilmente dudar de sus propias inferencias y deducciones. Dado que hoy muchos cristianos deducen sus creencias de la Sagrada Escritura en vez de creer a un maestro, es lógico que tarde o temprano sean víctimas de la duda, pues en determinados momentos sentirán la fuerza de sus conclusiones con más intensidad queen otros, y se inclinarán a modificar sus ideas, o quizás a negarlas del todo. Esto no puede ocurrir si un hombre tiene fe, es decir, si cree venido de Dios lo que un predicador le anuncia. San Pablo insiste especialmente en esta consideración cuando nos dice que se nos han dado apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros «para que alcancemos la unidad de fe» (cfr. Ephes IV, 13) y «no nos comportemos como niños llevados de aquí para allá por cualquier apariencia de doctrina» (íd. IV, 4). ¿Y acaso no cambian hoy muchas personas sus opiniones religiosas sin límite alguno? ¿No es una prueba de que no poseen la fe que los Apóstoles exigían a sus convertidos? Si tuvieran fe no cambiarían. Una vez creído que Dios ha hablado, se está seguro de que no puede retirar su Palabra. Él no puede engañar ni puede cambiar. Habéis recibido su Palabra de una vez por todas, y siempre creeréis en ella. Ésta es a mi juicio la única noción sensata y coherente de fe. Los protestantes se hallan tan lejos de profesarla que son movidos a risa por su sola mención. Ridiculizan la idea misma de que un cristiano haga depender su fe –como dicen ellos– del Papa o del Concilio. Estiman supersticioso sin más, y estrecho de mente, el profesar creencias en lo que la Iglesia cree, así como asentir a lo que ella pueda definir en el futuro como doctrina revelada. Toman a broma la posibilidad misma de hacer lo que indudablemente hacían los cristianos primeros. Observad que no se limitan a preguntar si la Iglesia católica detenta un derecho a enseñar, una autoridad y unos dones. Sería ésta una cuestión razonable. Piensan más bien que el estado mismo de mente que implica la pretensión de la Iglesia en quienes la aceptan, es ya una actitud servil y esclava. Denominan con desprecio sacerdotalismo a la insistencia en esta sumisión de la razón, y superstición al hecho de someterse. Es decir, censuran la disposición anímica de los cristianos que vivieron los inicios de la Iglesia. Una fe no evangélica No hay duda –¿quién se atrevería a negarlo?– que quienes presumen de no ser conducidos a ciegas, de juzgar por sí mismos, de creer lo mucho o lo poco que les plazca, de odiar imposiciones, etc., experimentarían una dificultad extrema en aprender de labios de los Apóstoles, si hubieran vivido en aquel tiempo. Se habrían resistido a sacrificar su libertad de pensamiento, juzgado la vida eterna demasiado costosa a semejante precio, y muerto en su incredulidad. Se habrían defendido con el alegato de ser absurdo y pueril pedirles creer sin pruebas, y exigirles renunciar a su educación, su inteligencia y su ciencia para entregarse –a pesar de las dificultades que la razón y el sentido hallan en la doctrina cristiana, y a pesar de la oscuridad, carácter misterioso y severidad de ésta– a la enseñanza de unos galileos ignorantes y de un educado pero fanático fariseo. Esto habrían aducido entonces. ¿Qué hay de extraño si ahora no se hacen católicos? El sencillo motivo de que siguen donde están es que carecen de fe, es decir, de una disposición interior, de una virtud que tal vez reconocen como digna de alabanza, pero que no intentan conseguir. Lo que ellos sienten ahora es lo mismo que judíos y griegos sentían en el tiempo de los Apóstoles, lo que el hombre natural ha sentido desde siempre. Los hombres grandes y sabios de cada época desprecian la fe, entonces y ahora, como impropia de la dignidad humana. «Mirad, hermanos, vuestra vocación – escribe San Pablo a este respecto–, pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Sino que Dios ha escogido lo necio del mundo para confundir a los sabios; y ha escogido lo débil del mundo para confundir lo fuerte; y ha escogido Dios lo ínfimo y despreciable del mundo, lo que no es, para destruir lo que es, de modo que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios» (cfr. I Cor I, 26-29). Por eso habla San Pablo en otro lugar de la «locura de la predicación». Es semejante a lo que nuestro Señor había dicho en su oración al Padre: «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños» (cfr. Mt XI, 25). Los hombres de hoy han heredado los sentimientos y tradiciones de aquellas personas falsamente sabias y trágicamente prudentes de los días de Cristo. Experimentan en sus corazones idénticos obstáculos para entrar en la Iglesia católica que fariseos y sofistas alegaban antes que ellos. Se niegan a creer la doctrina, no tanto por falta de evidencia sobre el origen divino de la Iglesia, como porque han de someter sus mentes a hombres vivos que no poseen quizás su cultura e inteligencia, y han de aceptar enseñanzas que a su imaginación parecen extrañas y a su razón difíciles. Las características mismas de la enseñanza y del predicador católicos constituyen para ellos una objeción preliminar tan poderosa que anula cualquier argumento, por sólido que sea, en favor de la misión de aquellos predicadores y del origen de la enseñanza. En una palabra: no tienen fe. No poseen en el interior de su espíritu la disposición de creer. Es irrelevante, repito, decir que, al menos, aceptan firmemente que la Sagrada Escritura es la voz de Dios. En realidad, es de temer que su aceptación de la Escritura sea poco más que un prejuicio o un viejo sentimiento impreso en ellos desde la infancia. Una prueba es que, mientras se escandalizan ante los milagros católicos y los denominan «prodigios mentirosos», no encuentran dificultad alguna en las narraciones escriturísticas, que son tan arduas para la razón como cualquier milagro recogido en las historias de los santos. He oído de católicos, por el contrario, que se sorprenden inicialmente cuando leen en la Sagrada Escritura los episodios del arca de Noé, la torre de Babel, Balaam y Balac, la liberación de Egipto y la entrada del pueblo judío en la tierra prometida, el repudio divino de Esaú y de Saúl, etc., que los protestantes reciben sin esfuerzo alguno. ¿Cómo aceptan los católicos estos hechos? Los aceptan por la fe. Saben que «Dios es veraz y el hombre mentiroso». ¿Por qué los aceptan tan fácilmente los protestantes? ¿Por la fe? Pienso que en la mayoría de los casos no puede hablarse en absoluto de una sumisión de la mente. Simplemente se han acostumbrado a los episodios y narraciones en cuestión, que les resultan familiares y no presentan dificultades para su imaginación. No han de superar ningún obstáculo. Pero si por algún motivo contemplan estos pasajes en sí mismos, y los examinan en la balanza de la probabilidad, y comienzan a hacerse preguntas sobre ellos, como puede suceder a un intelecto cultivado, entonces no hay manera de que retornen a su anterior creencia habitual y mecánica. Ignoran lo que significa sumisión a una autoridad doctrinal, y, carentes de ella, ignoran por tanto lo que es la fe. La consecuencia es que permanecen en un estado de duda, sin gran tensión de la mente, o se deslizan hacia la incredulidad en estos temas, aunque no lo traduzcan exteriormente. Ni dudaban antes, ni cuando dudan se manifiesta en ellos la más ligera presencia de poder alguno que vincule la razón a la Palabra divina. Lo que parece fe es en realidad una persuasión hereditaria, no es un principio personal [39]. Es un hábito asimilado en la niñez, que nunca se ha trasformado en algo superior y que, por lo tanto, se dispersa y disuelve como la niebla ante la luz, es decir, ante la razón. La verdadera fe como vía hacia la Iglesia Si existen protestantes que no se encuentran inmersos en uno de los dos estados descritos –de credulidad o de duda–, sino que creen firmemente a pesar de todas las dificultades, tienen derecho a que se les considere como cristianos bajo la influencia de la fe. Pero nada demuestra que estos hombres, si los hay, no estén en vías de hacerse católicos y quizás sean llamados ya con ese nombre por sus amigos. Testifican así en sí mismos la lógica e indiscutible conexión existente entre tener fe y entrar en laIglesia. Si la fe es ahora la misma facultad de la mente, la misma suerte de hábito o acto que era en los días de los Apóstoles, he mostrado lo que pretendía probar. Debe ciertamente ser lo mismo. La palabra no puede significar dos cosas, ni haber cambiado su sentido. O se dice que ahora la fe no es necesaria en absoluto, o deberá entenderse por fe lo mismo que los Apóstoles entendían cuando usaban este término. Pero no puede afirmarse que se tiene fe y presentar luego algo completamente distinto que se ha colocado en lugar suyo. En los días apostólicos, la peculiaridad de la fe consistía en el sometimiento a una autoridad viva: ésta era su nota distintiva, esto la convertía realmente en un acto de sumisión que destruía el juicio privado en cuestiones de religión. Si no buscáis una autoridad viva, y tratáis en cambio de retener un poco o un mucho de juicio privado, decid mejor entonces que no tenéis fe evangélica. De hecho no la tenéis. El grueso de la nación no la tiene. Reconocedlo, y confesad luego que éste es el motivo por el que no sois católicos. No sois católicos porque no tenéis fe. ¿Por qué los ciegos no ven el sol? Porque no tienen ojos. Es igualmente vano discursear sobre la belleza y santidad de la doctrina y culto católicos cuando no se tiene fe para aceptarlos como divinos. Puede aceptarse su belleza, sublimidad y santidad sin creer en ellos. Puede reconocerse que la religión católica es noble y majestuosa, y admirar su sabiduría, su adaptación a la naturaleza humana. Puede uno dejarse penetrar por su ternura, y sobrecogerse por su coherencia. Pero entregarse a ella es otra cuestión. Decir con Rut «donde tú vayas, yo iré; donde habites, yo habitaré; tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios» (cfr. Rut I, 16) es el lenguaje de la fe. Hay hombres que reverencian y alaban un credo sin inclinación alguna a obedecerlo, y sin intención de profesarlo. Ocurre, de hecho, con frecuencia que muchos muestran respeto hacia la religión católica, reconocen los servicios que ha prestado a la humanidad, la aplauden, y animan a sus fieles, se interesan en sus actividades, pero no son y nunca serán católicos. Morirán como han vivido, fuera de la Iglesia, porque no poseen el sentido interior por el que uno debe acercarse a ella. Los católicos que no les conocen a fondo o saben poco de la naturaleza humana se asombran de que aquellos permanezcan donde están, e incluso los mismos interesados se lamentan a veces de su condición acatólica. Sienten o sospechan tan íntimamente la bendición de ser católico, que exclaman: «¡Cuánto daría yo por estar en la Iglesia! ¡Ojalá pudiera creer lo que tanto admiro! Pero no creo, no puedo creer por el mero hecho de desearlo, como tampoco soy capaz de saltar por encima de una montaña sólo por quererlo. Sería mucho más feliz si me hallara en la Iglesia, pero no estoy en ella, y no debo engañarme. Soy lo que soy. Venero la fe católica, pero no puedo aceptarla». ¡Lamentable situación! Es lamentable porque generalmente se debe a culpa de quienes así hablan; y porque la Sagrada Escritura, como saben muy bien, acentúa extraordinariamente la necesidad de la fe para salvarse. Una doctrina inmutable La fe es en el Evangelio el fundamento y comienzo de toda obediencia aceptable a Dios. Se la describe como «garantía» o «prueba de las realidades que no se ven» (cfr. Hebr XI, 1). Por la fe comprendieron los justos que existía Dios, que el mundo fue creado por Él, que es remunerador de quienes le buscan, y que nacería un Salvador. «Sin fe es imposible agradar a Dios» (cfr. Hebr XI, 6). Nos apoyamos y caminamos en la fe. «Por la fe vencemos al mundo» (cfr. I Io V, 4). Cuando nuestro Señor dio a los Apóstoles el mandato de predicar a todo el mundo, completó así sus propias palabras: «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (cfr. Mc XVI, 16). A Nicodemo declaró: «El que cree en el Hijo no será condenado; pero el que no cree, ya lo está, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios» (cfr. Io III, 18). En otra ocasión dice a los fariseos: «Si no creéis que soy el Cristo moriréis en vuestros pecados» (cfr. Io VIII, 24), y a los judíos: «No creéis porque no sois de mis ovejas» (íd. X, 26). Recordáis asimismo que, antes de efectuar un milagro, el Señor exige fe a quien se lo pide: «Todo es posible para el que cree» (cfr. Mc IX, 23); y que en Nazaret «no pudo hacer ningún milagro» a causa de la incredulidad de los habitantes (cfr. Mc VI, 5). ¿Ha cambiado la fe su naturaleza? ¿Es ahora menos necesaria? Hemos de responder que la fe es, lo mismo que era en tiempos de los Apóstoles, la característica del Cristianismo, el instrumento típico de renovación interior, la disposición primera para la justificación, y una de las tres virtudes teologales [40]. Dios podría habernos regenerado por otros medios, por la vista, la razón o el amor, pero ha decidido purificar nuestros corazones mediante la fe, ha querido escoger un medio que el mundo desprecia y que, sin embargo, encierra un inmenso poder. En su infinita Sabiduría, lo prefirió a otros. Si los hombres no lo tienen, carecen de la base sobre la que se forman los santos y los siervos de Dios. No lo tienen –y viven y mueren, por lo tanto, sin las esperanzas y bendiciones del Evangelio– porque a pesar de todo lo bueno que hay en ellos, a pesar de su sentido del deber, su delicadeza de conciencia en muchos aspectos, su benevolencia, rectitud y generosidad, se hallan bajo el dominio de un terrible enemigo. Habita en ellos un espíritu terco que les lleva a ser sus propios maestros en asuntos que ignoran. Consideran, en efecto, que su razón es superior a la de cualquier otro individuo, y no admiten que un mandato venido de Dios pueda contradecir su propia idea de la verdad. ¿Pero es que no hay en toda la tierra un solo hombre comparable a ellos en sabiduría? ¿No hay nadie cuya palabra deba ser atendida en temas de religión? ¿Es que no tendrán nunca ocasión u oportunidad de creer? ¿Es la fe una virtud de cuyo ejercicio deben desesperar? Si las pretensiones de la Iglesia no les satisfacen, deberían acudir a otra instancia religiosa, supuesto que puedan hacerlo. Si no logran confiarse a la Iglesia como voz de Dios, busquen entonces otro oráculo que venga más ciertamente de Él que Su propia institución, que ha sido designada siempre con Su nombre divino, ha mantenido en todo momento Sus legítimos derechos, ha enseñado una y la misma doctrina, y ha desplazado por su propio peso a quienes predicaban otras. Dado que la fe apostólica era confianza en una palabra de hombre considerada como palabra de Dios, que era en el principio lo mismo que es ahora, y dado que es necesaria para la salvación, dígaseles que intenten ejercitarla respecto a otra realidad, si no quieren aceptar a la Esposa del Cordero. Que presten su fe a alguna de esas religiones que han durado dos o tres siglos en un rincón de la tierra. Que comprometan su destino eterno en manos de reyes, nobles, parlamentos y ejércitos; que se apoyen en ficciones legales, en apariencias de teología, en ídolos populares o en oráculos de gabinetes, como si fueran profetas de Dios [41]. ¡Mala perspectiva la suya si necesitan una virtud que no tienen medios de ejercitar, y si deben hacer un acto de fe pero desconocen en quién y por qué! ¡Cuántas gracias hemos de rendir a Dios, hermanos míos, porque nos ha hecho lo que somos! Es una cuestión de misericordia divina. Hay sin duda muchos argumentos convincentes para que una persona entre en la Iglesia católica, pero estas razones no son capaces por sí solas de mover la voluntad. Podemos conocerlas y sin embargo no efectuar paso alguno. Podemos ser convencidos y no ser persuadidos. La fe, don de Dios Una cosa es ver que se debe creer, y otra creer realmente. La razón dejada a sí misma puede llegar a la conclusión de que existen motivos suficientes para creer. Pero creer es un don de la gracia. Sois lo que sois, no por mérito vuestro, sino por gracia de Dios, que os ha elegido. Podríais habersido como los bárbaros de África o los librepensadores de Europa. Podríais haber recibido fuertes inspiraciones divinas, y resistido sus efectos. Dios concede a todo hombre su medida personal de gracia. ¿Acaso no os ha visitado con dones sobrenaturales? Quizás fue necesario que vuestros reacios corazones recibieran más gracia que otras gentes. Alabadle y bendecidle continuamente por este beneficio. No olvidéis que es un don gracioso e inmerecido. No os envanezcáis, orad para no perderlo, y haced lo posible para que otros también lo reciban. Vosotros, los que todavía no sois católicos, pero mostráis por el hecho de estar aquí un interés sincero en nuestra doctrina y un deseo de conocerla mejor, tened en cuenta que aunque no hayáis alcanzado aún fe en la Iglesia, Dios os ha colocado en vías de obtenerla. Os encontráis bajo la influencia de su gracia. Habéis recorrido una etapa del camino, y el Señor desea que sigáis adelante, desea concederos la plenitud de sus bendiciones. Permanecéis aún en vuestras faltas. Se acumulan probablemente en vosotros las culpas de muchos años, que ninguna contrición ha limpiado y ningún sacramento ha venido a purificar. Os turban tal vez una conciencia inquieta, una razón insatisfecha, un corazón impuro y una voluntad dividida. Necesitáis conversión. Pero las primeras sugestiones de la gracia trabajan ya en vuestras almas y van a resultar pronto en perdón del pasado y santidad para el futuro. Dios os mueve a actos de fe, esperanza, amor, odio al pecado, y arrepentimiento. No le decepcionéis. Colaborad con Él, y obedecedle. Miráis y veis, por así decirlo, una gran cumbre para escalar, y decís: «¿Cómo podré encontrar un sendero que atraviese tantos obstáculos como hay en mi camino para ser católico? No comprendo esta doctrina. Me asusta esa otra. Me parece imposible aquella tercera. No logro familiarizarme con las prácticas de devoción. Todo es para mí un conjunto imponente de malestar y dificultades». ¡No habléis así! ¡Mantened la esperanza y confiad en Aquel que os llama hacia arriba! «¿Quién eres tú, gran monte, ante Zorobabel, sino una sencilla planicie?» (cfr. Zach IV, 7). El Señor os llevará adelante, paso a paso, como ha conducido a muchos antes que a vosotros. Enderezará lo torcido y allanará lo escarpado. Desviará las corrientes y secará los ríos que se interpongan en vuestro camino. «El Señor hace mis pies como de ciervo, y me sostiene en las alturas. Ensancha mis pasos y fortalece mis pisadas» (cfr. Ps XVIII, 34, 37). «Los jóvenes se cansan y fatigan, los valientes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor recibirán fuerza, tomarán alas como las águilas, correrán sin cansarse y andarán sin fatigarse» (cfr. Is XL, 30-31). DISCURSO UNDÉCIMO: FE Y DUDA Una objeción Algunas personas que, por curiosidad u otro motivo más noble, inquieren sobre la religión católica, nos formulan a veces una pregunta sorprendente. Quieren saber si, una vez profesada la fe católica, podrán todavía, si lo desean, reconsiderar la cuestión de su autoridad divina. Reconsideración significa para ellos una investigación surgida de la duda, y susceptible de terminar en negación de la fe. La misma pregunta, en forma de objeción, es planteada frecuentemente por otros que no piensan en absoluto hacerse católicos, y que aseveran como algo terrible que una vez atravesado por alguien el límite de la Iglesia se cierra detrás de él la puerta y, con ella, toda posibilidad de salida pacífica; que si un hombre se hace católico, ya no se le permite dudar; que, sean cuales fueren sus dificultades intelectuales, debe ahogarlas y alejarlas de sí con horror, como sugerencias del maligno; en una palabra: que ha de renunciar a toda búsqueda de la verdad y violentar su mente, lo cual –dicen– es completamente inmoral. Esto aseguran, hermanos míos, ciertos objetores. Deben pensar, si son coherentes, que es una falta adherirse de una vez para siempre a una creencia religiosa, y que por muy sagrada y evidente que sea una doctrina –por ejemplo, la existencia de Dios o la Divinidad de Nuestro Señor–, hemos de reservarnos siempre la libertad de dudar de ella. No puedo evitar pensar que una opinión tan extravagante como ésta se refuta a sí misma. Sin embargo, voy a considerar la posición contraria, es decir, la posición católica, según sus propios méritos, aunque sin admitir el lenguaje que usan sus adversarios para expresarla. La seguridad de la fe Es absolutamente verdadero que la Iglesia invita a sus hijos a no alimentar ningún género de duda sobre su enseñanza, por la sencilla razón de que serán católicos mientras vivan de la fe, y porque la fe es incompatible con la duda. Nadie puede ser católico si no acepta sin ambages que todo lo declarado por la Iglesia en nombre de Dios es Palabra de Dios y por tanto verdadero. Un cristiano debe creer que la Iglesia es oráculo de Dios y ha de estar seguro de su misión como lo está de la misión apostólica. ¿Podría alguien considerarse seguro sobre la misión de los Apóstoles, si luego de profesarla con certeza añadiera que no descartaba dudar de ella en algún día futuro? Semejante anticipación equivaldría a una duda latente pero real, y manifestaría que quien hablaba así no estaba muy convencido de su creencia. Imaginad que una persona diga: «Yo creo ahora, pero quizás me encuentro sin saberlo en un estado de excitación y no puedo asegurar, por tanto, que creeré el día de mañana»: esta persona no tiene fe. Tampoco tiene fe un hombre que dice: «Tal vez me hallo ante una especie de espejismo, que puede desaparecer un buen día y dejarme como estaba antes», o «creo, en la medida de lo posible, pero existen quizás argumentos, ahora ocultos, que podrían cambiar mi mente». Cuando los protestantes se irritan con nosotros porque declaramos que quienes se nos unen deben abandonar toda noción de dudar, en el futuro, sobre la Iglesia, no hacen otra cosa que irritarse con nuestra insistencia en afirmar la necesidad de la fe en ella. Si hablan claramente reconocerán que nuestro único agravio es exigir fe en la Santa Iglesia Católica. Debo insistir en que la fe implica seguridad de que lo creído es verdadero. Pero si es verdadero, ya nunca puede ser falso. Si es verdad que Dios se hizo hombre, no tiene sentido contemplar un tiempo futuro en el que tal vez dejaré de aceptarlo como cierto, pues equivale a contemplar un tiempo en el que negaré una verdad. Y si solicito que se me conceda en el futuro la posibilidad de no creer o dudar la Encarnación de Dios, pido en realidad permiso para rechazar una verdad eterna. No veo, por tanto, la ventaja o el privilegio de semejante concesión, ni tampoco el sentido de querer alcanzarla. Si en el presente no albergo duda acerca de esa verdad, estoy pidiendo que se me otorgue licencia para caer en el error. Si en cambio alimento dudas, resulta entonces que no creo, es decir, que no tengo fe. No puedo a la vez creer realmente una verdad y prever un tiempo en el que no creeré en ella. Contemplar la duda futura es dudar ya en el presente. Demuestra que de momento, no me hallo en disposición adecuada para ser católico. Se puede amar a medias, y obedecer a medias, pero no se puede creer a medias: o se tiene fe, o no se tiene. Por eso, cuando un hombre se hace católico y comienza a dialogar con una duda que vino a su mente, es muy probable que haya incurrido en incredulidad. No me limito ya a advertirle que puede perder su fe. No es que se encuentre en peligro de perderla, sino que probablemente, dada la naturaleza de las cosas, la ha perdido. Porque apagó la gracia desde el momento que, de manera deliberada, aceptó una duda y se dispuso a considerarla. Nadie decide dudar de aquello de lo que está seguro, pero si alguna vez no está seguro de que la Iglesia viene de Dios, no cree en ella. No soy yo quien le prohíbe dudar. Él mismo ha tomado el asunto en sus manos cuando ha solicitado permiso para jugar con la duda; ha comenzado, y no sólo terminado, en incredulidad; su deseo y su propósito son ya una falta. Es así porla misma naturaleza de las cosas. Se oye eventualmente decir a católicos que han perdido la fe, que sus dificultades surgieron cuando al leer la Sagrada Escritura advirtieron el carácter «no escriturístico» de la Iglesia. Pero no es cierto. Es imposible que la Sagrada Escritura haya provocado su incredulidad. Habían dejado de creer antes de abrir la Biblia. Comenzaron la lectura en un espíritu de incredulidad y con el propósito de no creer. No habrían abierto el libro si no hubieran anticipado y esperado que encontrarían afirmaciones «incompatibles» con la enseñanza católica. Comenzaron en desobediencia interior y han terminado en apostasía. Ésta es la razón obvia por la que la Iglesia no permite a sus hijos la libertad de dudar acerca de su palabra divina. Todo el que cree realmente ahora no concibe que en un futuro pueda descubrir razones que turben su fe. Si imagina en serio tal posibilidad, no tiene fe. El hecho de que numerosos protestantes consideren tiránica a la Iglesia por no tolerar duda alguna en sus hijos respecto a sus enseñanzas, indica solamente que la noción de fe les resulta extraña y desconocida. No hay, sin embargo, más alternativas que dejar de inquirir o dejar de llamarse hijo de la Iglesia. El amor del creyente Ésta es mi primera observación. Procedo ahora a formular la segunda. Comprendéis fácilmente, hermanos míos, que quienes se aproximan a la Iglesia, o al menos los que han entrado en ella, han conseguido algo más que la fe: poseen también una cierta medida de amor divino. Han oído hablar en la Iglesia de la caridad de Aquel que murió por ellos y que les concedió sus Sacramentos como medios de apropiarse los méritos de su muerte, y han sentido dentro de sus almas, en mayor o menor grado, los inicios de una caridad que les atrae hacia Él. Ahora bien, ¿se compadece con una confianza amante el hecho de que un cristiano anticipe la posibilidad de dudar o negar las misericordias en las que se alegra? Pensad, por ejemplo, qué diríais de un amigo fraterno que a pesar de su actual confianza en vosotros, contemplara la posibilidad de repudiar cualquier día vuestra amistad; y que cuando viniera a su mente un mal pensamiento sobre vosotros, en vez de rechazarlo con indignación o burlarse de él, considerase un derecho el aceptarlo y examinarlo cuidadosamente. ¿Acaso pensaríais que, si lo desprecia, está jugando con la verdad, se muestra injusto con su razón, o le falta carácter? Más bien le llamaríais cruel y miserable si actuara de otro modo. Si mi amigo no eligiera la primera opción, me desagradaría personalmente haber sido íntimo suyo, pues personas suspicaces y celosas que miran con desconfianza e insisten siempre en sus derechos, que imaginan ofensas y se comportan de modo frío e imprevisto, se sufren como una cruz. Como amigo verdadero se busca a alguien que lo es de corazón, que se empeña con interés en mis asuntos, que me defiende cuando soy atacado, que me estima honesto en mis juicios y acciones, y que si me corrige –como alguna vez deberá hacer a causa de mis defectos e imperfecciones– actúa movido por el amor y la lealtad, por el temor de que pudiera decaer mi prestigio ante los demás y el deseo de que todos me respeten tanto como él. No diría que un amigo confía en mí si aplica fácilmente el oído a cualquier crítica que se diga en perjuicio mío; y preferiría su ausencia a su compañía si me afirmara en serio que se veía obligado a albergar sospechas acerca de mi honor. Trasladémonos ahora a un nivel más alto. ¿Podría un hombre decir que confía en Dios y le ama, y mantener simultáneamente dudas sobre su existencia o reservarse la libertad de dudar si Dios es bueno, omnipotente y justo? ¿Podría decir que ama a Dios, y considerarse a la vez un esclavo, incapaz de rendir a su Creador un servicio libre y aceptable, a menos que contemple la posibilidad de someter a duda su existencia y atributos? ¿Qué pensar de alguien que concibiera el culto a Dios como algo sometido a precauciones por parte de un fiel, dispuesto a suspender su creencia y su devoción el día de mañana ante la aparición de razones para no creer? Yo afirmaría en tal caso, hermanos míos, que ese hombre se venera a sí mismo y a su propia mente, en vez de adorar a Dios; que su idea de Dios es una noción accidental que su cabeza adopta por un tiempo, largo o corto; que no es la imagen de Dios eterno, sino un sentimiento e imaginación pasajeros que nada significan. Diría que la persona en cuestión es un ser vanidoso y autosuficiente, sin amor, sin fe y sin temor o disposición sobrenatural alguna. Añadiría que su orgullo debe ser dominado, y regenerado su corazón antes de que logre efectuar un solo acto religioso. Reposo del espíritu en las enseñanzas cristianas Idéntico razonamiento, a diferente nivel, es aplicable a la Iglesia. La Iglesia viene a nosotros como mensajera de Dios. ¿Cómo puede entonces un hombre que la acepte como Madre formular la reserva de dudar eventualmente sobre ella en un día futuro? Poco importa que el mundo le censure y le diga que está encadenado o que le llame beato si no se reserva el derecho de dudar, porque él sabe bien, en cualquier caso, que sería un ingrato y un loco si lo hiciera. Se habla de cadenas, y ciertamente las hay, pero son cadenas de amor, son los «lazos de Adán», únicos vínculos que unen al cristiano con la Santa Iglesia. El bautizado es, como el Apóstol, un siervo de Cristo, Señor de la Iglesia, unido para siempre, mientras viva –ésa es su gran esperanza–, a los Sacramentos, a la Eucaristía, a los santos, a la Virgen María, a Jesucristo y a Dios. La verdad es que el mundo, ignorante de las bendiciones de la fe católica y lleno de juicios negativos sobre ella, imagina que todo converso, pasado el primer fervor, no siente otra cosa que desilusión, cansancio y escándalo en su nueva religión, y desea interiormente volver sobre sus pasos. Ésta es la raíz de la alarma e irritación que manifiesta al oír que las dudas son incompatibles con la profesión de la fe católica, pues da por seguro que las dudas vendrán, y que se provocará entonces una lamentable situación para la persona convertida. Que el nuevo católico pueda experimentar paz interior, alegría, libertad y fuerza espiritual dentro de la Iglesia es un pensamiento inalcanzable para la imaginación de nuestros críticos. Porque ven la Iglesia simplemente como una terrible conspiración contra la felicidad del hombre, que seduce a sus víctimas mediante engañosas creencias y, sin cuidarse de su angustia, no tiende luego a otra cosa que no sea mantenerlas bajo su servidumbre. Piensan, consiguientemente, que los católicos nos hallamos en perpetuo conflicto con nuestra razón, a causa de las poderosas objeciones que surgen sin cesar en nuestro interior y que nos vemos forzados a reprimir. Creen que, a la manera de un barco que ha sufrido un accidente en altamar, estamos continuamente achicando el agua que cae sobre nosotros, dedicados siempre a la fatigosa tarea de mantenernos a flote; y que conseguimos un cierto equilibrio mediante la violencia injusta que aplicamos a nuestras mentes, o con el recurso de apartarlas de toda cuestión religiosa. No creen nuestras doctrinas y no comprenden que nosotros las creamos. Las consideran tan extrañas, que están convencidos de que las dudas nos atormentan noche y día. El mundo piensa que un cometido capital de todo confesor es reprimir las dudas de sus penitentes. Imagina que la razón, como la carne, se rebela constantemente; que la duda, como la concupiscencia, se levanta por cada mirada o sonido; y que la tentación se insinúa en toda página de letra impresa y en toda observación polémica de un protestante. Cuando ve a un sacerdote católico le observa con dureza, como si quisiera descubrir su grado de insensatez o de hipocresía. Si éstos son también vuestros pensamientos, hermanos míos, estáis completamente equivocados. Creedme a mí, más que al mundo sin fe, cuando os digo que para un católico no es difícil creer, y que a menos que se comporte mal, lo difícil paraél es dudar. Ha recibido un don que hace fácil la fe, de modo que sólo con esfuerzo, un miserable esfuerzo, una persona que ha recibido semejante don consigue llegar a la incredulidad. Violenta su mente, no porque ejercita su fe, sino porque la disuelve. Las eventuales objeciones que, por el hecho de vivir en un mundo incrédulo, pudieran venirle se le antojan tan odiosas y desagradables como un pensamiento impuro a una persona virtuosa. Huye de ellas y las rechaza, no solamente porque son peligrosas, sino porque las encuentra crueles y rastreras. Su amante Señor ha hecho todo por él y no se merece tal respuesta. Popule meus, quid feci tibi? «Pueblo mío, ¿qué mal te he hecho o en qué te he ofendido? Contéstame. Te saqué de la tierra de Egipto y te libré de la esclavitud. Envié a Moisés delante de ti. Te rodeé con un muro y te planté con las más selectas vides. ¿Qué más podía hacer por ti?» (cfr. Mich VI, 3-4). El Señor nos ha dado su gracia, nos ha acompañado en nuestras dificultades, nos ha llevado de una verdad a otra, ha perdonado nuestros pecados, ha satisfecho nuestra razón, nos ha hecho fácil la fe: ¿por qué habríamos de abandonarle?, ¿por qué he de revisar lo que ya he examinado de una vez para siempre?, ¿por qué debo escuchar cualquier palabra vana que pasa cerca de mí, para que no me llamen beato y esclavo, si al considerarla me comporto con Dios como no lo haría con un amigo o benefactor humano? Si mi razón está convencida y mi corazón se encuentra persuadido, ¿por qué no se me permite continuar tranquilo en mi religión? El sentido común cristiano Me he extendido suficientemente sobre nuestro tema. Pero hay todavía un tercer aspecto que será útil considerar. La prudencia personal no es quizás el primer motivo para no prestar atención a las objeciones contra la Iglesia. Pero es desde luego un motivo, dada la naturaleza singular de la fe divina, que no debe tratarse como una convicción o creencia ordinarias. La fe es un don de Dios y no un simple acto nuestro que podamos prestar a nuestro antojo. Se diferencia mucho de un mero ejercicio de la razón, aunque siga a ésta. Puedo sentir la fuerza de un argumento a favor del origen divino de la Iglesia, ver que debo creer, y sin embargo ser incapaz de hacerlo. No se trata de un caso imaginario. Hay muchos hombres que tienen razones suficientes para creer, que quieren creer, pero que no pueden hacerlo. Es siempre, desde luego, por una cierta culpa de ellos, pues Dios concede la gracia a todos los que la piden y la usan adecuadamente; pero en cualquier caso es un hecho que la convicción no equivale a la fe. Considerad el ejemplo paralelo de la obediencia. Muchos hombres saben que deben obedecer a Dios, pero no consiguen hacerlo. La falta es de ellos, pero ciertamente no pueden obedecer porque sólo con la gracia lo lograrían. Ahora bien, la fe no es una convicción ordinaria de la razón, sino un firme asentimiento: es una certeza mayor que cualquier otra, de modo que la gracia y sólo la gracia puede causarla en la mente. Así como los hombres pueden ser convencidos y sin embargo no actuar según su convicción, de igual modo pueden ser convencidos y no creer de acuerdo con su convicción. Pueden conceder que los argumentos no les apoyan, que nada pueden alegar en su favor, y que creer supone un estado de paz interior; y a pesar de todo afirman su incapacidad de creer. No saben por qué, pero no pueden creer. Permanecen así en la incredulidad y se apartan de Dios y de su Iglesia. Su razón está convencida y sus dudas son de orden moral, surgidas en su raíz de una falta de la voluntad. En una palabra, los argumentos favorables a la religión no obligan a nadie a creer, igual que los argumentos en favor de la buena conducta no obligan a nadie a obedecer. La obediencia es consecuencia del deseo de obedecer, y la fe es consecuencia del deseo de creer. Podemos ver por nosotros mismos lo que está bien, sea en asuntos de fe o de obediencia, pero no podemos querer lo bueno sin la gracia de Dios. He aquí la diferencia entre otros ejercicios de la razón y los argumentos en pro de la verdad religiosa. Asentir a la verdad de que dos y dos son cuatro no exige acto de fe alguno. No podemos evitar aceptarlo, de aquí que semejante asentimiento no suponga ningún mérito. Pero encierra mérito creer que la Iglesia procede de Dios, porque aunque existen numerosas razones para demostrarlo, podríamos, sin cometer un absurdo, negar la conclusión. Podríamos en concreto, si queremos, alegar oscuridad, suspender nuestro asentimiento o admitir dudas, de modo que sólo la gracia conseguiría tornar una disposición mala en buena voluntad. Comprenderéis ahora mejor por qué un católico no gusta de atender a objeciones contra su fe. No teme que demuestren, por ejemplo, el carácter no sobrenatural de la Iglesia. Teme que si las escucha imprudentemente y sin suficiente motivo, pueda exponerse a perder su fe. Ésta es una de las causas de ese lamentable estado interior que he mencionado antes, en el cual algunos imaginan ser buenos católicos cuando en realidad no lo son. Han jugado con sus convicciones; han escuchado argumentos contra lo que tenían por verdadero, y han incurrido en una especie de letargo espiritual. La fe les ha abandonado, y con el tiempo manifiestan en sus palabras y acciones el castigo divino que les ha visitado. Pronto se hacen indiferentes y descuidados, inquietos, tristes e impacientes ante las contradicciones. Piden consejo continuamente, pero se oponen a él una vez que lo han recibido. No intentan responder a las razones que se les dirigen, y se limitan simplemente a no creer. Éste es el resumen de su situación: no tienen fe. A partir de este momento pueden tomar cualquier rumbo. Quizás continúan por un tiempo en esta situación, cercanos a la Iglesia, pero en realidad fuera de ella. Dado que no saben lo que creen y lo que no creen, se asemejan a hombres ciegos que no consiguen guiarse a sí mismos. Si son individuos de mente vigorosa pueden precipitarse en un curso de infidelidad que, a medida que pasa el tiempo, adopta formas mayores de error hasta terminar tal vez en ateísmo. Éste es el fin de aquellos que con el pretexto de investigar la verdad juegan con la convicción. La coherencia de la Iglesia maestra Hemos comentado algunas de las razones por las que la Iglesia católica no puede coherentemente permitir a sus hijos dudar sobre la divinidad y verdad de sus palabras. La normal investigación de los motivos para creer no equivale sin embargo a dudar. Tampoco la consideración y el estudio justificados de las objeciones formuladas contra la fe católica denotan dudas. Hablo solamente de una duda real o de un ilícito mantenimiento interior de objeciones. La Iglesia denuncia ambas actitudes no sólo por los motivos aludidos, sino porque actuar de otro modo supondría un claro abandono de su misión. La Iglesia, que detenta una prerrogativa de infalibilidad, no puede permitir que sus hijos duden esta cualidad única. Una actitud indiferente hacia cristianos rebeldes a su autoridad supondría en la Iglesia, que es portavoz de la verdad, una seria incoherencia. La Iglesia actúa sencillamente como actuaron antes que ella los Apóstoles a quienes ha sucedido. «El que nos desprecia –escribe San Pablo– no desprecia a hombre sino a Dios, que ha infundido su Santo Espíritu también en nosotros» (cfr. I Tes 4). San Juan dice: «Somos de Dios; el que conoce a Dios nos escucha; el que no es de Dios no nos escucha; por esto conocemos el Espíritu de Verdad y el espíritu de error» (cfr. I Io IV, 6). Considerad asimismo un episodio del Antiguo Testamento. Cuando Elías fue arrebatado al cielo, Eliseo fue el único testigo del prodigio. Al retornar a los hijos de los profetas dudaron éstos del paradero de Elías y quisieron buscarlo, de modo que aunque aceptaron a Eliseo como sucesor de Elías, no aceptaron su palabra en esta cuestión. Eliseo había golpeado las aguas del Jordán y éstas se habían dividido a su paso; era una prueba suficiente para creer en él, y consiguientemente«los hijos de los profetas que le resistían en Jericó vieron el milagro y exclamaron: el espíritu de Elías permanece ahora en Eliseo, y vinieron a él para venerarle, postrándose en su presencia» (cfr. II Reg II, 15). ¿Qué más necesitaban? Habían reconocido que Eliseo poseía el espíritu de su gran maestro y con ello parecían reconocer también que el maestro se había ido de este mundo. Sin embargo, por defecto de sus mentes, se decidieron a formular una petición que indicaba duda: «Hay entre tus siervos 50 hombres fuertes dispuestos a buscar al Maestro, por si el Espíritu de Dios lo tomó y lo dejó luego en algún monte o valle» (íd., II, 16). Solicitaban que sus dudas se tradujesen en una investigación. ¿Lo permitió Eliseo? Sabía perfectamente que la búsqueda confirmaría la verdad, como así ocurrió. Pero significaba ceder a un mal espíritu, y no la autorizó. Aquellos hombres religiosos se conducían de un modo extrañamente contradictorio. Sometían a duda la palabra de Eliseo, a quien poco antes habían venerado como profeta, y le discutían además la suprema autoridad, cuando sugerían que Elías se encontraba aún entre ellos. Por eso, Eliseo se opuso a su iniciativa. «Les dijo: No enviéis a nadie» (íd.). Es lo que el mundo denominaría ahogar una investigación. Se diría tiránico y abusivo este obligarles a aceptar por su palabra algo que podían comprobar por sí mismos, y a pesar de todo Eliseo no podía obrar de otro modo sin infidelidad a su misión divina y sin pasarles por alto una grave falta. Es verdad que «cuando insistieron consintió finalmente y dijo: Enviadlos» (cfr. íd., II, 17), pero fue sólo un gesto de condescendencia a su debilidad o un permiso concedido de mala gana, como el que Dios otorgó a Balaam en parecidas circunstancias. Cuando Balaam pidió al Señor autorización para ir con los ancianos de Moab fue respondido por Dios: «No debes ir con ellos». Ante la insistencia de Balaam, dijo el Señor: «Levántate, y ve con ellos»; pero el texto sagrado añade: «Balaam fue con ellos, y Dios se irritó». También aquí, con el permiso de Eliseo, «enviaron 50 hombres, y buscaron por tres días, pero no le encontraron». Aunque se confirmaba de este modo su autoridad, Eliseo mostró ostensiblemente su insatisfacción por aquella conducta defectuosa. De manera semejante, la Iglesia desaconseja nuevas averiguaciones a los que ya reconocen su autoridad. Si a pesar de todo inquieren, no se lo impedirá, pero han de saber que dan un paso imposible de justificar. Un ejemplo de inseguridad religiosa Supongo, hermanos míos, que habéis comprendido ya por qué la búsqueda precede a la fe, pero no debe seguirla. Habéis buscado antes de venir a la Iglesia. Habéis logrado finalmente una respuesta satisfactoria a vuestros interrogantes, y Dios os ha premiado con la gracia de la fe. Si os dispusierais a continuar vuestras inquisiciones, se pudiera pensar que habéis vuelto a perder la fe, pues inquirir y creer son actos incompatibles por naturaleza. Añadiré que ningún grupo religioso, salvo la Iglesia católica, pretende el derecho de exigir fe y de prohibir ulteriores búsquedas, por la sencilla razón de que ninguna otra religión [42] se proclama infalible, y mucho menos demuestra sus eventuales afirmaciones en tal sentido. Aquí radica el defecto que descalifica originariamente a toda religión y le impide competir en serio con la Iglesia de Dios. Las sectas que nos rodean, lejos de exigiros fe en ellas, os invitan expresamente a dudar con libertad sobre sus capacidades y títulos religiosos. Protestan ser asociaciones voluntarias, y se ofenderían si se las considerase de modo diferente. Invitan a no pensar que sus predicadores sean otra cosa que meros hombres pecadores, y os piden que llevéis la Biblia a los sermones, y juzguéis por vosotros si la doctrina que anuncian está de acuerdo con la Sagrada Escritura. Por lo que respecta a la Iglesia anglicana, es cierto que algunos en ella vetan la inquisición racional sobre sus enseñanzas, pero no se atreven a mantener su infalibilidad. Les resulta, por tanto, muy difícil, por no decir imposible, evitar a la hora de la verdad la vacilación de sus fieles, así como exigirles una fe absoluta. En estas circunstancias, la fe no es realmente fe sino obstinación. De hecho no se deciden a exigirla. Se limitan negativamente a prescribir: «No inquiráis». Pero no dicen positivamente: «Tened fe». Porque ¿a quién deberían creer sus adheridos?, ¿de qué individuo o colegio de hombres podrían decir: poseen un don de infalibilidad y no pueden engañarnos? Por eso, cuando se les invita a exponer sus ideas, suelen fundamentar su deber de fidelidad a la Comunión anglicana, no en la fe que le prestan, sino en una adhesión o apegamiento, que son algo muy distinto. Son, en efecto, disposiciones completamente distintas, porque existen diversas razones que explican una inclinación hacia la religión y el culto en los que han sido educados desde niños. Sus porciones de enseñanza católica, su decencia y orden, el bello inglés de sus oraciones y literatura, la piedad que se advierte en muchos de sus fieles, la influencia de superiores y amigos, su carácter familiar, el recuerdo de tiempos pasados: todo esto y más cosas aún vinculan y sujetan el espíritu a la religión nacional. Pero este apegamiento no equivale a confianza, así como admirar no es obedecer. De hecho, no pienso que un hombre juicioso y culto pueda creer o confiar en la palabra de la Iglesia establecida. Jamás he encontrado una persona que afirmara tal cosa, y creo que ese tipo de individuo no existe. Los fieles anglicanos creerían si pudieran, pero aun en su mejor momento de confianza no escapan a la vacilación. Obedecen o permanecen en silencio ante la voz de los superiores, pero en ningún caso profesan creer. Es evidente, por tanto, que si para salvarse se requiere fe en la Palabra de Dios, la Iglesia católica es la única vía donde podemos ejercitarla. La Iglesia católica, casa definitiva Me diréis, quizás, los que no sois católicos, que si toda búsqueda ha de cesar cuando entréis en la Iglesia, será necesario asegurarse bien de que la Iglesia es de Dios, antes de venir a ella. Tenéis razón. Nadie debe hacerse católico si no posee un firme propósito de aceptar la palabra de la Iglesia, en todas las cuestiones de doctrina y de moral, como venida directamente de Dios, que es la Verdad. Debéis abordar el tema sin ambages y calcular el costo. Si no venís en este espíritu, mejor es que continuéis donde ahora. Ricos y pobres, cultos e ignorantes: todos deben venir a aprender. Si entendéis bien estos presupuestos, no erraréis luego el camino. Pero si os acercáis con otras disposiciones es preferible que esperéis hasta superarlas. Habéis de venir, repito, a aprender, no a traer vuestras ideas. Habéis de venir con el deseo de ser discípulos, y con la intención de tomar la Iglesia como vuestro hogar y no abandonarla nunca. No vengáis a hacer experimentos. No vengáis como quien toma asiento en una capilla o compra billetes para una sala de conferencias. Venid como a vuestra casa, a la escuela de vuestras almas, a la Madre de los santos. No os agobiéis con el pensamiento de si, una vez en la Iglesia, persistirá vuestra fe. Esta idea es una sugestión del maligno, que quiere detener vuestros pasos. El que ha comenzado la buena obra en vosotros la terminará. El que os ha escogido os será fiel. Poned vuestra causa en sus manos, esperad en Él, y perseveraréis. ¿Qué obra buena llegaríais a comenzar si desearais, ya desde el principio, ver la terminación? Si queréis hacer todo de una vez no haréis nada. El que comienza bien ha realizado la mitad del trabajo. Pero no escucharéis al final la alabanza del Señor si escondéis ahora vuestros talentos. Cuando os haya traído del error a la verdad, habrá hecho lo más difícil –si algo fuera difícil para Él–, y desde luego os preservará de una vuelta al error. Observad la experiencia de quienes os han precedido en este camino. Antes de decidirse albergaban temores de un fracaso en la fe, perosu miedo desapareció al dar el paso decisivo. Antes de recibir la gracia temían perderla luego de haberla conseguido, pero los temores se desvanecieron cuando la gracia llegó de hecho a sus almas. Convenceos de que la Iglesia católica es maestra que Dios os envía, y será suficiente. No deseo que os unáis a ella hasta no lograr esa convicción. Si estáis convencidos a medias, pedid a Dios una convicción plena, y esperad a tenerla. Es mejor venir con rapidez. Pero es aún mejor venir con lentitud que hacerlo frívolamente, pues a veces sucede, como dice el refrán, que a mayor prisa peor velocidad. Procurad sin embargo aseguraros que la lentitud o el retraso no obedecen a culpa de vuestra parte, es decir, a algo que podéis remediar. Dios actúa de modo diferente según las personas. Hay hombres a quienes la convicción viene lentamente, mientras que otros la adquieren con gran rapidez. En algunos casos es el resultado de mucha reflexión. En otros es el fruto de una iluminación casi repentina. Un hombre es convertido en seguida, como en el ejemplo que narra San Pablo cuando escribe: «Si todos profetizan, y llega uno que no cree o uno que es ignorante, resulta convencido de todo e informado de todo. Los secretos de su corazón se hacen manifiestos, y postrado sobre su rostro adorará a Dios y reconocerá que Dios se halla entre vosotros» (cfr. I Cor 14, 23). Este caso se repite también ahora. Algunos se convierten simplemente por entrar en una Iglesia católica o mediante la lectura de un libro, o bien por la atracción de una doctrina. Muchos sienten el peso de sus pecados y ven que si una religión tiene medios de perdonarlos, debe venir de Dios. Otros se conmueven ante la santidad y belleza de la religión católica, o desean ardientemente una guía entre la confusión de lenguas, de modo que la doctrina sobre la fe, tan difícil para algunos, es luminosa para ellos. Otros escuchan las objeciones contra la Iglesia, exploran minuciosamente las diversas cuestiones debatidas, y logran la convicción al final de una larga búsqueda. Como sucede en los tribunales de justicia, la inocencia de un hombre puede ser probada de inmediato, mientras que la de otro se demuestra después de una cuidadosa y larga investigación. El primero no presenta nada sospechoso en su conducta, y el segundo en cambio debe argumentar contra varias presunciones que le señalan culpable. De igual modo, la Santa Iglesia aparece diferentemente a hombres diferentes que la miran desde fuera. Dios actúa sobre ellos de manera distinta, pero si son fieles a la luz que han recibido, llega finalmente un momento diferente en cada caso, en el que son llevados por el Señor al estado de mente, bien definido e inequívoco, que llamamos convicción. No tendrán duda alguna, sean cuales fueren las dificultades todavía pendientes, de que la Iglesia procede de Dios. Tal vez no sepan responder a esta o aquella objeción, pero a pesar de todo habrán alcanzado certeza. La solidez de una convicción genuina Es éste un punto que no debe olvidarse: la convicción es un estado de la mente, que es distinto y se encuentra más allá de los argumentos que lo han producido. No varía con la fuerza o el número de éstos. Los argumentos llevan a una conclusión, y cuando son más sólidos, la conclusión es más clara. Pero puede lograrse una firme convicción como resultado de una conclusión clara igual que de otra todavía más clara. Un hombre puede estar tan seguro con seis razones, que no necesita una séptima ni estaría más seguro en caso de tenerla. Lo mismo ocurre respecto a la Iglesia católica: las personas adquieren convicción de muchos modos, y lo que convence a una no convence a otra; pero esto es accidental, porque tarde o temprano llega el tiempo en el que uno se debe convencer y de hecho se convence, y entonces está obligado a no esperar nuevas razones, aunque todavía podrían encontrarse algunas más. Se encontrará en una situación en la que rehusará oír más argumentos en pro de la Iglesia. No deseará leer o pensar más sobre la cuestión, porque su ánimo está ya decidido. En tal caso, su deber es entrar de inmediato en la Iglesia. No debe retrasar la conversión. Conviene que sea prudente en oír consejos, y rápido en ejecutarlos. Esto es lo que inquieta a los católicos que le rodean: no es que le inviten a obrar precipitadamente, sino que, conocedores de las tentaciones frecuentes en estos casos, temen fraternalmente por su alma, no sea que después de haber llegado a las puertas de la convicción, pase de largo y malgaste la oportunidad de convertirse. Si es así, podría no retornar otro momento parecido, pues la condición de católico es un raro don de Dios que a algunos se ofrece sólo una vez en la vida. «La sabiduría grita en las calles y en las plazas levanta su voz. Desde lo alto de los muros llama; a la entrada de las puertas de la ciudad pronuncia sus discursos. ¿Hasta cuándo, simples, amaréis la simpleza, y los burlones se deleitarán en la burla, y los necios aborrecerán la ciencia? Convertíos a mis exhortaciones: he aquí que yo derramaré sobre vosotros mi espíritu, yo os haré conocer mis palabras. Porque yo he llamado y vosotros me habéis rechazado, he tendido mi mano y nadie hizo caso. Porque habéis despreciado todos mis consejos y no habéis querido mis amonestaciones. También yo me reiré de vuestra desventura, me vengaré cuando venga sobre vosotros el terror; cuando el terror venga sobre vosotros como el huracán, y como un torbellino os sobrevenga la desventura, cuando la tribulación y la angustia vengan sobre vosotros. Entonces ellos me llamarán y no responderé; me buscarán y no me encontrarán. Porque han aborrecido mi ciencia y no han amado el temor de Yahveh. No han aceptado mis consejos y han desdeñado todas mis exhortaciones, comerán el fruto de sus errores y se hartarán de sus propios consejos» (cfr. Prov I, 20-31). ¡Doloroso será ser contado en ese número! ¡Terrible el pensamiento de una eternidad apartado de Dios! ¡Oh aguijón del pensamiento que dice: «Fui llamado, pude responder, y no lo hice»! ¡Felices si podemos recordar pasados momentos de prueba, cuando los amigos nos imploraban y los enemigos se burlaban de nosotros, y exclamar: «Qué habría sido de mí si no hubiera seguido la invitación del Señor»! ¡Qué confusión de la mente, naufragio de fe y opinión, vacío, triste escepticismo y desesperanza constituirían ahora mi única herencia, adelanto de las tinieblas futuras, si no hubiera escuchado la voz de Cristo! He perdido amigos, pero he ganado a Aquel que al darse a Sí mismo da el ciento por uno en casas, hermanos, hermanas, hijos y tierra. He perdido lo perecedero y ganado lo infinito. He perdido lo temporal y ganado lo eterno. «Señor, mi Dios, soy tu siervo, hijo de tu esclava. Has roto mis cadenas. Te ofreceré sacrificios de alabanza, e invocaré el Nombre del Señor» (cfr. Ps CXV, 16). DISCURSO DUODÉCIMO: PERSPECTIVAS DEL PREDICADOR CATÓLICO La misión de la Iglesia Pueden pareceros éstos, hermanos míos, un tiempo y un lugar extraños para comenzar una empresa como la que acometemos hoy [43] nosotros, confiados en la misericordia de Dios. En esta inmensa ciudad, entre una población de seres humanos tan vasta que cada uno vive en solitario, y que como el océano cede y se cierra de nuevo sobre todo intento de influenciarla, en este mero agregado de individuos que no admite cambio ni reforma porque no posee orden interno alguno o dependencias mutuas, donde nadie conoce a su vecino inmediato, donde en cada lugar coexisten mil mundos, cada uno de ellos a la búsqueda de su interés e indiferente al resto, ¿cómo lograremos un puñado de hombres prestar un servicio digno del Señor que nos ha llamado y a quien dedicamos nuestras vidas? «Grita, no te calles» (cfr. Is LVIII, 1), dice el profeta. Bien puede repetirlo también aquí, porque no hay grito suficientemente alto, excepto la divina trompeta del último día, para atravesar el imponente ruido de la agitación y del esfuerzo que se eleva de la tierra como un vapor, y para llegar hasta las densas multitudesque llenan la jungla de edificios, conocidos solamente a quienes los habitan. Intentar lo imposible es pretensión de un loco. Parece que alguien nos dijera: Continuad en vuestro sitio, y seréis gente respetable. Construid sobre los viejos cimientos, y avanzaréis con seguridad. Pero no comencéis nada nuevo, no hagáis experimentos, no aceleréis el paso, no compliquéis las responsabilidades de vuestra Madre la Iglesia, no vaya a ocurrir que en su edad anciana la expongáis al ridículo, y la gente se burle de ella, que en otro tiempo engendró muchos hijos y ahora vive extenuada [44]. Hay además otra consideración que hacerse –se nos dice–. Es el tiempo que habéis elegido para venir [45]. Ahora no tenéis como antes un centro inconmovible; no sois lo que erais; vuestra vida peligra y vuestro futuro no es halagüeño; vuestra cabeza está en el exilio [46]; tenéis, en suma, trabajo suficiente en vuestra propia casa. ¡Observad la roca de la que habéis sido cortados, la cantera de la que habéis salido! ¿Dónde está Pedro ahora? Magni nominis umbra, como escribe el poeta pagano: una causa anticuada, noble en su momento, pero pasada de moda. Es más, una causa verdadera y divina tiempo ha, en la medida en que algo puede serlo, pero falsa en la actualidad, terrena ya por ser débil, encorvada por el peso de 18 siglos y a punto de desplomarse. Porque debéis saber que para los ingleses el éxito es la medida de todo criterio, y el poder es la prueba de lo justo. ¿No entendéis nuestra regla de acción? Elevamos a los hombres y les apartamos, elogiamos o censuramos, sentimos respeto o desprecio, según tengan éxito o fracasen. Estáis equivocados porque os acosa el infortunio. El poder es la verdad. Riqueza es poder, inteligencia es poder, fama es poder, ciencia es poder, y nosotros veneramos la riqueza, la inteligencia, la ciencia y la fama. Reconocemos la inteligencia y la riqueza, pero, ¿vosotros quiénes sois? [47], ¿qué tenemos que ver nosotros con los fantasmas de un mundo pretérito y las figuras de una organización anacrónica? El mundo como heredad Es verdad, hermanos míos. Es éste un tiempo extraño, y un lugar extraño para comenzar nuestra tarea: un lugar desacostumbrado para que santos y ángeles planten sus tiendas. No diré extraño para ti, mi Madre María, pues ninguna parte de la herencia católica te resulta lejana, y eres en todo sitio donde se halla la Iglesia –Porta manes et Stella maris– objeto constante de su devoción y universal abogada de sus hijos. Pero esta ciudad aparece un tanto extraña a mi santo patrón y maestro Felipe Neri. Es en efecto extraño para ti, querido padre, pasar de las ciudades brillantes y tranquilas del Sur a esta escena de quehacer profano y de iniciativas autosuficientes. Es extraño verte con prisa por nuestras calles llenas de gente, en vez de moverte a tu paso tranquilo por los caminos abiertos y sitios espaciosos de la Urbe en la que desde tu juventud y por deseo divino fijaste tu habitación de por vida. Sí; todo esto sorprende al mundo. Pero no contiene novedad para la Esposa del Cordero, cuyo mismo ser y cuyos dones singulares resultan más extraños aún a los ojos de la incredulidad que cualquier detalle de lugar o actuación en que aquellos se manifiestan. No contiene novedad para la Iglesia, que vino al principio como un peregrino a la tierra, cuyo destino es una perpetua batalla, y cuyo territorio espiritual constituye una incesante conquista. En un tiempo parecido a éste, se dirigió el príncipe de los Apóstoles, el primer Papa, hacia la ciudad pagana en la que, por voluntad divina, había de establecer su sede. Se fatigó a lo largo de un camino que le conducía derecho a la capital del mundo. Se cruzó con multitudes de gente ociosa y gente ocupada, de extranjeros y nacionales que poblaban los interminables suburbios. Atravesó altas puertas y caminó entre palacios de mármol y templos llenos de columnas. Encontró procesiones de sacerdotes paganos en honor de sus ídolos, damas ricas llevadas en literas por sus esclavos, legionarios vigorosos que habían sido los martillos de hierro del orbe entero, políticos inquietos acompañados de hombres de negocios, y oradores que, admirados por la juventud y por sus clientes, volvían a casa después de una intervención afortunada en el foro. Veía en torno suyo las muestras de un poder magnífico, convertido en un establecimiento político tangible, maduro en su religión, sus leyes, sus tradiciones ciudadanas y su expansión imperial a través de varios siglos, mientras que él no era sino un pobre extranjero entrado en años, en nada diferente de la multitud: un egipcio, un caldeo, quizás un judío o un oriental, como pensarían los transeúntes a la vez que le miraban con indiferencia y sin la más remota idea de que este hombre estaba destinado a iniciar una edad religiosa en la que ellos podrían gastar dos veces sus propios tiempos paganos y no ver todavía el fin. En un tiempo como éste, siendo ya un hombre anciano, tímido, amante de la soledad y de los libros, e inexperto en los conflictos mundanos, apareció repentinamente el gran doctor S. Gregorio Nacianceno en la arriana ciudad de Constantinopla, y a pesar de la resistencia de un pueblo fanático y un clero herético, predicó la verdad y consiguió prevalecer, para asombro suyo y gloria de esa gracia que es fuerte en la debilidad y más se acerca al éxito cuanto más es despreciada. En un tiempo como éste, otro San Gregorio, el primer Papa de este nombre –cuando todo se derrumbaba, cuando los bárbaros habían ocupado la tierra, cuando la peste, el hambre y la herejía asolaban todas las regiones– acosado como estaba por continua enfermedad, hasta el punto de que su lecho era el trono papal, gobernaba, dirigía y consolidaba la Iglesia en los que consideraba los últimos momentos del mundo; lo hacía sometiendo él los arrianos en España, a los donatistas en África, a una tercera herejía en Egipto y a una cuarta en las Galias, humillando el orgullo del Oriente, reconciliando a los godos con la Iglesia, y llevando hasta ella a nuestros antepasados paganos, a la vez que aseguraba su estabilidad, embellecía su ritual y fortalecía las bases de su influencia salvadora. Y en un tiempo como éste hacían sus votos los seis primeros jesuitas, Ignacio y sus compañeros, en la pequeña iglesia de Montmartre, mientras el mundo se alegraba por la crisis de la Iglesia y muchos se intercambiaban presentes porque habían desaparecido los profetas que les recordaban sus pecados; y atrayendo a otros con la fuerza de su celo y la elocuencia de su santidad, se dirigieron en calma y silencio a la India en el Este y a las Américas en el Oeste, y mientras añadían enteras naciones a la Iglesia, restauraban en casa el catolicismo de numerosos pueblos. No es, por tanto, nuevo en la Iglesia que durante un tiempo de confusión e inquietud, abundante en ofensas a Dios y con el enemigo a las puertas, sus hijos –lejos de desmayar y más bien gloriándose en el peligro– salgan a cumplir su tarea, como si la Iglesia se encontrara en los días más florecientes de su prosperidad. La vieja Roma, en sus momentos más difíciles, enviaba legiones a destinos lejanos por una puerta, mientras acosaban por otra los invasores cartagineses. En realidad, como ha dicho un compatriota nuestro, nosotros los católicos no sabemos cuándo se nos derrota. Avanzamos, cuando todas las leyes de la guerra anuncian que debíamos caer. Soñamos con triunfos, y confundimos –así se afirma– la derrota por la victoria. Porque gravitan sobre nosotros presagios de éxito en los recuerdos del pasado. Leemos en nuestras banderas los nombres de muchos campos de batalla y de gloria. Somos fuertes en la fortaleza de nuestros padres, y pretendemos hacer en nuestra humilde medida lo que santos han hecho antes que nosotros. Una tarea para todo cristiano Es verdad que solamente los santos llevan a cabo hazañas y salen airosos de grandes pruebas, pero los hombres corrientes, los cristianos de a pie que militan en la Iglesia, pueden también intentarlo. No requiere heroísmoen nosotros, hermanos míos, el hecho de que nos encaremos con un tiempo como éste, y consideremos livianas las dificultades, porque somos católicos. Tenemos la experiencia de dieciocho siglos. El gran filósofo de la antigüedad nos dice que la simple experiencia supone valentía, no ciertamente de la mejor calidad, pero suficiente para el éxito. Una o dos docenas de derrotas –si las sufriéramos– no bastan para vaciar la majestad de lo católico. Estamos dispuestos a aceptar incluso el criterio de verdad de esta generación, y a dejar que la intensidad de nuestro propósito avale el carácter divino de nuestra empresa. Nos sentimos seguros por ser los herederos de San Pedro y de todos los hombres santos y fieles que en su tiempo han promovido la causa católica con la palabra, las obras y la oración. Participamos en sus méritos e intercesión, y hablamos con su voz. Por eso hacemos sin necesidad de heroísmo lo que otros, que no son católicos, tratan de hacer heroicamente. Si los judíos se afanaran en convertir una vasta población a los ritos de la Ley, o los Unitarios se dispusieran a la conversión de la santa Iglesia romana, o los cuáqueros desearan evangelizar a toda la nación francesa, podría con toda razón llamarse heroísmo a semejantes intentos. No sería, desde luego, un heroísmo verdaderamente religioso, pero tendría mucho de extraordinario y llamativo. Sería una idea original y audaz, pues supondría una gran aventura en torno a una gran incertidumbre. Pero no supone especial valor o magnanimidad personal que un católico deje de impresionarse por el mundo y comience a predicarle, aunque éste le vuelva la espalda. Conoce bien la naturaleza y hábitos del mundo y está acostumbrado a tratarle; se limita a obrar según su vocación, y no sería católico si se condujera de otro modo. Conoce asimismo la barca en que ha entrado. Es la barca de Pedro. Cuando el más grande de los romanos navegaba por el Adriático y se desató una tempestad, dijo al asustado piloto: Caesarem vehis et fortunam Caesaris: «Llevas a César y el destino de César». Lo que él decía presuntuosamente podemos nosotros, en la fe, repetirlo de aquel barco en el que Cristo se sentó y predicó. No lo hemos escogido, para que ahora vayamos a temer por encontrarnos en él. No hemos subido, para que ahora deseemos abandonarlo. Por el contrario, navegamos sobre una inundación de pecado e incredulidad que son capaces de hundir cualquier otro barco. Remedio universal para mal universal Hemos comenzado nuestro trabajo guiados por Pedro, en la fiesta de su Cátedra, y en el lugar donde reposan sus reliquias. Si alguno se admira de que hayamos elegido esta ciudad y este tiempo para nuestra tarea misionera, sepa que somos de aquellos que miden el presente por el pasado, y sitúan el mundo sobre un centro distante. Actuamos de acuerdo con nuestro nombre, y los católicos se sienten como en casa en todo tiempo y lugar, en todo estado de la vida, en toda clase de la sociedad, en todo nivel de cultura. Ninguna situación sorprende a un sacerdote católico. Tiene siempre un cometido que realizar y una cosecha que recoger. Si fuera de otro modo, si el predicador no conservara la confianza aun en medio del día más oscuro y el barrio más hostil, estaría renunciando a una característica principal de la Iglesia. La Iglesia es católica porque trae un remedio universal para una enfermedad universal. La enfermedad es el pecado. Todos los hombres han pecado. Todos necesitan recobrar la salud en Cristo. A todos debe predicarse y dispensarse la salvación. Si existe entonces un predicador y dispensador de la salud enviado por Dios, ese mensajero debe hablar, no a uno, sino a todos. Debe adaptarse a todos, debe ir a toda la raza de Adán, y poder ser reconocido por cualquier individuo de la familia humana. No digo que debe persuadir a todos o prevalecer sobre todos, porque esto depende de la voluntad de cada uno. Pero debe mostrar su capacidad de convertir a todos convirtiendo en concreto a algunos de cada tiempo, cada lugar, cada situación social, cada edad. Si el pecado fuera una desgracia parcial, podrían aplicársele remedios parciales; pero si no es local o pasajero, sino universal, universal ha de ser el remedio. Una religión local no es de Dios. La religión verdadera debe desde luego nacer en un sitio y crecer allí. Puede incluso permanecer siglos en el lugar de su origen, con tal que madure mientras tanto su carácter interior y declare que todavía no ha alcanzado su perfección. Existen, sin duda, razones en los designios divinos por las que la Revelación de su voluntad al hombre se ha elaborado lentamente y completado de modo gradual en la forma elemental del judaísmo. Pero esa Revelación progresaba sin cesar durante el período judío, y los profetas anunciaban un día en el que se extendería por toda la tierra. El judaísmo era local porque era imperfecto. Cuando alcanzó la perfección por dentro se hizo universal por fuera y tomó el nombre de católico. El peso específico de la Iglesia Mirad en torno vuestro las formas de religión que existen actualmente en el mundo, y encontraréis que una y sólo una presenta la nota de un origen divino. La Iglesia católica ha acompañado a la sociedad humana a través de una revolución de su gran año, y comienza ahora una segunda. Ha atravesado un ciclo completo de cambios, para mostrarnos que es independiente de todos ellos. Ha juzgado al Este y al Oeste, a monarquía y democracia, a paz y guerra, a tiranías imperiales y feudales, a tiempos de oscurantismo y de ilustración, de rudeza y de lujo, a esclavos y libres, a ciudades y naciones, a países viejos y jóvenes, a metrópolis y a colonias. Surgió en la edad más feliz que quizás ha conocido el mundo. Hubo de luchar durante dos o tres siglos contra la autoridad de la ley, formas establecidas de religión, poder militar, un imperio bien trabado y una población próspera y satisfecha. En el curso de este período, esta asociación débil y despreciada fue capaz de vencer a su opresor imperial, a pesar de los esfuerzos violentos de éste, ejercidos una y otra vez para librarse de un enemigo tan despreciable. A pesar de la calumnia, las revueltas populares y los crueles tormentos, los señores del mundo se vieron obligados –como único modo de conservar su imperio– a entenderse con aquella sociedad, de la que la Iglesia presente es en el nombre, el perfil, la doctrina, los principios, el estilo y las características morales, heredera y representante. Sus enemigos se vieron obligados a humillarse ante ella, a entrar en su ámbito, a exaltarla, y a reprimir a sus adversarios. La Iglesia triunfó como nadie lo hizo antes o después. Pero esto no fue todo. Apenas había asegurado su victoria cuando el mundo se trastrocó, porque el poder romano, que había sido subyugado con tanta sangre y paciencia, vino a ser nada. Se hundió y pereció, y contra él se alzaron millones de bárbaros del Norte y del Este que no poseían Dios ni conciencia, ni compasión natural. La Iglesia tuvo que empezar de nuevo. Los bárbaros venían, horda tras horda, como olas rugientes, como las bandas armadas que enviaba el rey de Israel contra el Profeta, y así como éste hizo caer un fuego del cielo que devoró a sus adversarios, también la santa Iglesia, más de acuerdo con su amable naturaleza y encendida con celo y amor, devoró a sus enemigos con la llama que el Señor había suscitado y venciendo el mal con el bien. De este modo hizo de aquellos feroces extranjeros sus más leales hijos; y cuando apareció un fuerte poder militar, mas artificial que el romano, con tradiciones y precedentes que iban a durar siglos, inicialmente campeón de la Iglesia y luego rival suyo, hubo ella de padecer un nuevo conflicto y obtener una nueva victoria. Podría seguir y referirme a sus numerosos éxitos en lo histórico, lo intelectual, lo social, etc., todo lo cual demuestra, con la solidez de una demostración física, que la Iglesia no procede de la tierra ni depende del hombre, pues de otro modo el que la hubiera creado podría también destruirla.¡Qué diferentes de la Iglesia, católica, grandiosa e inmutable, son todas las demás religiones! Éstas dependen del tiempo y del lugar para existir, viven sólo durante un período de la historia o habitan en una región concreta. Son criaturas del suelo que, como plantas indígenas, florecen a cierta temperatura en lo húmedo o en lo seco, y mueren si son trasplantadas. Su habitat forma parte de su descripción científica. Así por ejemplo, el Cisma griego, el Nestorianismo, la herejía de Calvino o el Metodismo tienen cada uno sus límites geográficos. El Protestantismo no ha ganado nada en Europa después de su primer estallido. Algunos accidentes originan estas manifestaciones religiosas. Un clima malsano, el sol ardiente, el terreno pantanoso engendran una pestilencia que permanece por un tiempo en donde surgió, hasta que un cambio en la tierra o en los cielos la reducen a la nada. A veces estos azotes divinos se asientan en la tierra y afectan a una porción de la Iglesia católica. Así fue la impostura árabe forjada por Mahoma. Me preguntaréis quizás si esta religión no ha realizado lo que según afirmé antes sólo la Iglesia puede realizar, y demostrado tener un principio interno de vida que no depende del hombre. Pero no es así, hermanos míos. Mirad atentamente y veréis enseguida la clara distinción que existe entre la religión de Mahoma y la Iglesia de Cristo. El Islamismo ha hecho poco más que la Comunión anglicana hace en el presente. Esta Comunión se halla en muchas partes del mundo. Su primado ejerce una jurisdicción todavía mayor que el antiguo patriarca Nestoriano. Mantiene establecimientos en Malta, Jerusalén, India, China, Australia, Sudáfrica y Canadá. Aquí vemos –se diría– catolicidad, más extensa que la de Mahoma. Sin embargo, no debéis permitir que las palabras os engañen. ¿Se atreverá un hombre sensato a afirmar por un momento que la religión establecida está por encima del tiempo y del lugar? ¿No radica su esencia, por el contrario, en su reconocimiento por parte del Estado? ¿Acaso no consiste su misma forma en su carácter establecido? ¿Qué sería de ella si fuera abandonada a sí misma? ¿Duraría siquiera diez años? Es su establecimiento legal lo que le confiere unidad e individualidad. ¿Podéis imaginarla separada de sus iglesias, palacios, parroquias, rentas, privilegios civiles y situación nacional? Privadla de estas cosas y le habréis practicado una operación mortal, porque habrá dejado de existir. Sacad a sus obispos del Parlamento, retirad sus ritos de la legislación estatal, abrid sus universidades a los no-anglicanos, permitid a su clero hacerse laicos y legalizad las reuniones e iniciativas religiosas que promuevan, y ¿qué será entonces de la Iglesia anglicana? Sabéis bien que si el Estado no la obligara a ser una se dividiría inmediatamente en tres cuerpos [48], cada uno de ellos a su vez portador de elementos aptos para ulteriores divisiones. No posee consistencia interna alguna, individualidad o alma que puedan otorgarle capacidad de propagación. El Metodismo representa al menos algún tipo de idea. El Congregacionalismo responde a una idea. Pero la Iglesia establecida no es nada aparte del establecimiento. Su extensión es por lo general algo pasivo, no activo. Ha sido llevada a otros lugares por razones de Estado y sus movimientos son también del Estado. Se comporta como un apéndice, instrumento o decoración del poder soberano. No es la religión de una raza o de un pueblo, sino de la clase dominante de un pueblo. El anglosajón ha hecho hoy lo que el sarraceno hizo siglos atrás. Aquél hace por razones prácticas lo que éste hacía por fanatismo. Ésta es la gran diferencia entre ambos. Convertir al hombre Sólo hay una forma de Cristianismo, hermanos míos, que esté en posesión de aquella real unidad interna que constituye la condición primaria de toda independencia. Esta nota de carácter divino falta en Rusia, Inglaterra y Alemania. En nuestro país especialmente no existe nada más amplio que unas religiones de clase. La misma religión establecida no es otra cosa que una religión clasista. Hay una religión para el rico y otra para el pobre. Se nace en esta o aquella secta. Los entusiastas van a un sitio, y los de talante más racional se dirigen a otro. Hacen dinero, se elevan socialmente y entonces, profesan la religión establecida. Un grupo disfruta la sonrisa del mundo, mientras que el otro padece su mirada crítica. Pero ninguno de los dos emprende la tarea de cambiar la naturaleza humana. Ninguno asume al hombre entero. Ninguno coloca a los hombres a un mismo nivel. Ninguno se dirige al intelecto y al corazón, al temor y al amor, al activo y al contemplativo. Se considera, con razón, como una prueba a favor del Cristianismo que los hombres más capaces han sido cristianos. No que todos los hombres profundos han profesado la fe cristiana, sino que ésta ha ganado sus victorias entre muchos individuos diferentes y ha mostrado con ella que la simple habilidad o cultura no eran las razones de su conversión. Ésta es también una característica del Catolicismo, que alcanza a los más altos en rango social, los más modestos, los más cultos, los más sencillos, e incluye entre sus hijos a cualquier tipo de personas. La Iglesia es el consuelo de los despreciados, la moderadora de los prósperos y la guía de los extraviados. Vigila al inocente con ojos de madre, sujeta al rebelde y mantiene su autoridad sobre el orgulloso. Instruye al ignorante y humilla el intelecto del más dotado. No son éstas simples palabras. La Iglesia lo ha hecho, lo hace todavía, y se propone hacerlo en el futuro. Sólo pide campo libre, y libertad de actuación. No pretende patronazgo alguno del poder civil. En tiempos y lugares pasados lo solicitó, y al igual que el Protestantismo aceptó los servicios de la espada profana. Lo hizo así porque en ciertas épocas era el modo usual de obrar, el más expeditivo, y libre de toda objeción; y porque el pueblo lo exigía y lo realizaba anticipadamente por ella. Pero la historia ha demostrado que la Iglesia no necesita ese patronazgo, pues se ha desarrollado y florecido sin él. Está dispuesta a prestar cualquier servicio, a aceptar el mundo tal como es, porque sólo la fuerza puede reprimirla. Ved, hermanos míos, lo que hace ahora en este país. Por tres siglos el poder civil la ha pisoteado y mantenido su pie sobre ella. Finalmente, las circunstancias históricas han removida la tiranía [49], y he aquí que la hermosa figura de la primitiva Iglesia surge de nuevo, tan lozana y vigorosa como si nunca hubiera interrumpido su crecimiento. Es la misma de hace tres siglos, antes de que existieran las religiones actuales del país. Sabéis que es la misma. Es precisamente la acusación que se lanza contra ella: que no cambia. Y en verdad, el tiempo y el lugar no la afectan, porque tiene su origen allí donde no hay lugar ni tiempo, junto al trono de Dios Eterno. Con estos sentimientos, no podemos temer que nos falte trabajo en una gran ciudad como ésta, que tiene tanta necesidad de nosotros. Aquel en quien nos apoyamos es «el mismo ayer y hoy y por siempre» (cfr. Hebr XIII, 8). Si efectuó milagros en sus días sobre la tierra, los hará también ahora. Si entonces los débiles e indignos fueron hechos ministros suyos para bien, el mismo fenómeno se repite actualmente. Sabemos que si confiamos en Él y si somos leales a su Iglesia, se apoyará en nosotros. No sabemos cómo lo hará, ni quiénes serán objeto de su misericordia, pero sabemos que miles de hombres nos llaman y que sin duda somos enviados a sus elegidos. «La palabra que ha salido de su boca no volverá a Él vacía, sino que cumplirá su Voluntad y será fecunda en las cosas a las que ha sido enviada» (cfr. Is LV, 11). No hay hombres tan inocentes, tan pecadores, tan necios o tan sabios que no deban ser destinatarios de la gracia de la Iglesia católica. Si no prosperamos con los cultos, nos dirigiremos a los ignorantes; si fracasamos con los viejos, ganaremos a los jóvenes; si no convencemos a los serios y respetables, tendremos éxito