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Beato Card. John H. Newman
 
Discursos sobre la fe
 
INTRODUCCIÓN
 
1. Los dieciocho Discursos a grupos de católicos y
protestantes que se ofrecen en este volumen desarrollan, según
un plan de conjunto, asuntos principales de la fe cristiana.
Estos discursos fueron compuestos y publicados por Newman
en 1849. En la intención de su autor iban dirigidos a la
conversión de los lectores: conversión al Catolicismo, si eran
anglicanos, o a una vida cristiana intensa y consecuente con
la fe, si se trataba de católicos. Constituyen por lo tanto una
especie de misión escrita, de la que solamente dos o tres
conferencias fueron pronunciadas ante el público: la primera
y la duodécima, y probablemente la segunda [1].
La redacción debió comenzar al poco tiempo de instalarse
los Oratorianos en Birmingham, con Newman como superior,
a finales de enero de 1849. Sabemos por el diario de Newman
que el 27 de octubre, terminada finalmente la composición del
texto, enviaba el manuscrito a la imprenta. La
correspondencia de los meses anteriores contiene referencias
a la elaboración y publicación próxima de los Discursos, en
cuyos frutos religiosos un autor nada inclinado a fomentar
ilusiones parecía depositar largas esperanzas [2].
El libro apareció en noviembre. Iba dedicado en la fiesta de
San Carlos a Nicolás Wiseman, que era entonces obispo
titular de Melipotamus y vicario apostólico del distrito de
Londres. Después de la novela Loss and Gain (1848), que
narraba «la historia de un converso» y tenía carácter
autobiográfico, los Discursos eran el primer volumen de
contenido propiamente espiritual que Newman escribía y
publicaba como católico. El interés y la curiosidad
provocaron una gran venta inicial. El autor se hace eco, con
serena y no disimulada alegría, de la rápida difusión de la
obra. «Mi libro se vende», escribe a una antigua conocida,
Mrs. Bowden, en enero de 1850 [3], y menciona a
continuación el hecho de que es leído por numerosos
anglicanos que estuvieron vinculados de algún modo con el
Movimiento de Oxford.
La recepción de los Discursos fue muy favorable entre los
católicos. The Tablet –dirigido entonces por Frederick Lucas–
publicó en enero una reseña altamente elogiosa, y otro tanto
hizo el Rambler, cuyo director era el converso John Capes.
Hombres de diferente personalidad se felicitaban por la
oportuna aparición de un libro que contribuiría sin duda al
enriquecimiento espiritual de quienes lo leyesen con intención
recta, a la vez que señalaba con nitidez dónde se hallaba la
única y verdadera Iglesia de Cristo.
La noticia del libro traspasó pronto los límites de
Inglaterra, y el semanario católico L’Univers –publicado en
París, y muy al corriente de la información en torno a
personas y temas religiosos ingleses– incluyó una sustanciosa
recensión de Jules Gondon en el número de 3-XII-49.
El mundo protestante británico experimentó igualmente el
impacto de los Discursos, si bien las reacciones inmediatas
fueron escasas. Contrasta en todo caso el relativo silencio de
los medios anglicanos, con la respuesta crítica pero
respetuosa y en parte laudatoria del Inquirer. Este semanario,
publicación cultural la más importante de los no-
conformistas, alababa el 16-II-1850 la elocuencia y hondo
sentido religioso de las Conferencias, y llamaba la atención
especialmente sobre los nn. 2, 6, 10-13, 15 y 16.
El libro tuvo en poco tiempo una segunda edición, y una
tercera en 1862. En 1871 apareció la edición uniforme, y en
1876 la quinta edición, que ha servido de base para la
traducción presente.
Una versión francesa, realizada por Jules Gondon [4], se
publicó en 1850, y en el año siguiente apareció la primera
traducción alemana [5].
2. Los Discursos responden a un género literario que oscila
entre la conferencia religiosa y el sermón. Muestran analogías
patentes con las Conferences de Lacordaire y las Lectures
apologéticas de Wiseman. Desarrollan, en efecto, una idea en
sus aspectos fundamentales, y lo hacen de manera ordenada y
rigurosa, apta siempre para responder a las preguntas de la
razón.
Al mismo tiempo estos textos admiten, sin hacer violencia a
la palabra, la denominación de sermones. De hecho algunos
fueron pronunciados originariamente como tales, y así los
designan, por ejemplo, las traducciones alemanas. Hay en
ellos un marcado pathos religioso, y les anima el deseo
ardiente de cambiar el corazón de quien lee o escucha.
Estas composiciones contienen los temas básicos del
Cristianismo. Descubren al lector en todo momento las líneas
doctrinales que vertebran la vida cristiana, y tratan de
moverle a la conversión y al seguimiento cercano de
Jesucristo. No son textos ocasionales, sino de valor
permanente. Asuntos destacados como la Iglesia, los
Sacramentos del Bautismo, la Eucaristía y la Penitencia, y la
Escatología no son expuestos por separado, pero puede
decirse sin exageración que penetran de un modo u otro la
gran mayoría de los Discursos y se encuentran presentes en
casi todas las páginas.
Un primer grupo de Discursos –del primero al sexto–
aborda preferentemente los aspectos ascéticos de la vida
cristiana y trata del pecado, la conversión interior, la
búsqueda de la voluntad de Dios, la santificación y la
perseverancia.
Hay en esta primera parte del libro una continua
exhortación directa e indirecta a la penitencia como virtud y
como sacramento [6]. Se aprecia también la intención de
estimular en el lector las buenas disposiciones que le permitan
captar la verdad contenida en los temas que se van a exponer
acto seguido; y en concreto que le permitan apreciar la
originalidad y necesidad de los bienes cristianos de la fe y de
la gracia, y aceptar el hecho de la Iglesia y su carácter y
misión divinos.
En la segunda parte, de predominio fundamentalmente
dogmático, el autor se detiene consiguientemente en las
virtudes teologales, y de modo particular en el principio
sobrenatural de la fe y su diferencia radical con la visión
puramente terrena del hombre y del mundo.
Los misterios del Ser divino y las figuras de Cristo y María
llenan las seis últimas conferencias. Exigido siempre por el
curso de las ideas aparece frecuentemente el tema de la
Iglesia como sociedad visible y espiritual donde se
comprenden y reciben con plenitud las verdades y promesas
divinas.
3. El primer grupo de discursos podría quizás en ocasiones
sorprender al lector de hoy por su tono severo. Pero debe
tenerse en cuenta que se trata simplemente del estilo del
tiempo en que se escribieron. Es el estilo de la literatura
religiosa del siglo XIX –basta recordar, por ejemplo, los
espectaculares sermones de San Alfonso María de Ligorio–,
que para ayudar a la conversión se esfuerza en colocar al
hombre ante las verdades sobrecogedoras que determinan su
destino eterno. Es por lo tanto un lenguaje inevitablemente
serio, que viene condicionado por su dramático contenido y
por las tendencias literarias de una época que conserva
todavía huellas del exceso romántico.
Es un estilo que tiene algo de ritual. Es decir, que está en
parte como fijado de antemano, porque se estima que dada la
importancia del asunto no puede ser de otro modo. Estamos
necesariamente en las antípodas del eufemismo.
Pero existen sobre todo razones intrínsecas que imponen la
severidad de las afirmaciones. El autor busca transmitir, y lo
hace hiperbólicamente, el contraste entre la desolación y
amarguras del pecado y la gozosa luminosidad de la vida
cristiana. La hipérbole, que no es en este caso histrionismo
literario ni pesimismo religioso, sirve legítimamente al
propósito de remover el alma y avivar en ella el temor de
Dios.
Newman se afana en pulsar todos los resortes del espíritu
cristiano, que debe movilizarse entero ante cuestiones de tanta
importancia como el pecado y la conversión a Dios por
Jesucristo.
Los Discursos contienen toda una teología de la elección.
Las afirmaciones que se hacen vienen determinadas por el
misterio de la Voluntad divina, que elige y concede la gracia
según una libérrima e inescrutable disposición. Enunciado oal menos sugerido el misterio, la enseñanza tiende a inculcar
en el lector la convicción de que tiene en sus manos su propio
destino eterno, porque Dios es un Padre providente y
misericordioso que no predestina al mal, y cuenta siempre con
el hombre para salvarle. El peso abrumador del pecado no es
lo decisivo ni tiene la última palabra, porque el hombre puede
con la gracia de Dios convertir sus faltas en felix culpa.
Por otra parte, la elección de la que se habla no es
únicamente elección para la salvación, sino que, según un
hondo sentido paulino, es una elección a la santidad. Santidad
y salvación son lo mismo. Ambos misterios –bajo el punto de
vista divino y ambas metas bajo el punto de vista del hombre–
coinciden. Ser santos y salvar el alma no dicen cosas distintas.
4. Nuestros Discursos constituyen un singular texto sobre la
fe católica y la Iglesia que la transmite en nombre de
Jesucristo. Forman grupo, por así decirlo, con otras dos obras
del autor, compuestas y aparecidas en 1850 y 1851: las
Conferencias dirigidas al denominado grupo anglocatólico
que había militado en el Movimiento de Oxford [7], y las
Conferencias sobre el Catolicismo en Inglaterra,
pronunciadas con motivo de nuevos brotes de persecución
anticatólica a raíz del restablecimiento de la Jerarquía inglesa
en 1850 [8].
Las Conferencias a los anglocatólicos se cuentan, a pesar
de su tono agresivo respecto al Anglicanismo, entre los textos
más brillantes de Newman. Son composiciones difíciles de
igualar que apuntan a demostrar el carácter no-divino de la
Iglesia de Inglaterra [9].
Las Conferencias de 1851 impugnan, con el fin de
disolverlos o al menos debilitarlos, los arraigados prejuicios
anticatólicos –de origen religioso, social y político– que
habitan la sociedad y el alma inglesas. Newman apela al buen
sentido de sus compatriotas para que adviertan honestamente
los viciosos presupuestos de sus juicios y sentimientos contra
la Iglesia romana y los católicos.
Mientras que todos los escritores católicos precedentes
habían intentado el difícil e interminable método de responder
a objeciones y críticas concretas, Newman procura desnudar y
exponer los prejuicios generalmente irracionales que
fundamentan en su país la animosidad anticatólica. Con un
uso magistral de la ironía y la sátira, logra un verdadero
modelo de exposición polémica, que sin entrar en asuntos
dogmáticos, se centra en la defensa de la vida, las actitudes y
los caracteres católicos, desfigurados por el protestantismo
político-religioso [10].
Los presentes Discursos contienen, a diferencia de los otros
dos grupos de conferencias, una fundamentación teológica, no
sólo porque abordan in recto la exposición de la fe católica
por sí misma en numerosos puntos básicos, sino también
porque, además de establecer la credibilidad de la verdad
revelada enseñada en la Iglesia –es decir, su derecho a ser
creída con fe divina–, procuran señalar su verdad intrínseca.
La prueba de la verdad católica tal como Newman la
concibe se acompaña, por tanto, de una presentación
oportuna de esa verdad, porque se piensa que la mejor
defensa del Credo según el sentido católico estriba en su
adecuada exposición. Para nuestro autor la «prueba del
Cristianismo» es precisamente el lugar donde lo polémico y lo
dogmático se encuentran como en terreno común. Este punto
de vista implica en Newman un cierto distanciamiento
respecto a los autores que conciben la demonstratio catholica
como un mero silogismo cuya hechura ignora la eventual
fuerza de las objeciones contra la fe y no admite ninguna
perplejidad intelectual que no sea malévola.
La herejía y el error –opina Newman– poseen también
algún poder de fascinación sobre almas buenas, «al menos en
Inglaterra». Hace falta por tanto una apologética que se dirija
al hombre entero sin reducirle cartesianamente a una máquina
de pensar, y que le muestre de modo positivo las excelencias y
atractivos de la doctrina verdadera [11].
El Evangelio no depende en primer término de
argumentaciones. Su mera predicación contiene una
capacidad innata de persuasión que basta para llevarlo a los
corazones y a las inteligencias [12]. La misma ley es aplicable
a las realidades sobrenaturales, que son intrínsecamente aptas
para arrastrar suave y fuertemente a todo el que las
contempla con mirada recta.
Éste es el caso de la Iglesia católica, motivo externo de
credibilidad, que nuestro autor describe con las siguientes
palabras: «Solamente ella ha manifestado la energía divina
capaz de sujetar a la humana razón y despertar en educados e
ignorantes la fe en su palabra. Incluso a muchos que son
ajenos a ella y a quienes no mueve a obediencia, mueve sin
embargo a respeto y admiración. Los más profundos
pensadores y sagaces políticos predicen sus éxitos futuros, a la
vez que se maravillan de su pasado. Sus enemigos se
amedrentan ante su vista, y no encuentran modo mejor de
combatirla que ennegrecerla con calumnias, o desterrarla al
desierto. Verla es reconocerla. Su imagen y aspecto evidencian
su estirpe real. Es verdad que sus signos y prendas divinas
podrían ser más claros. La Iglesia podría haber sido instituida
en Adán y no en Pedro, y abrazado de ese modo a toda la
familia humana. Podría haber sido instrumento para convertir
interiormente todos los corazones. Podría haber sido
protegida de escándalos e infortunios, y constituida una suerte
de paraíso en la tierra. Pero la Iglesia se nos muestra en su
ser de criatura tan espléndida como su Dios se nos presenta
en su condición de Creador. Si Él no exhibe en la naturaleza
todos los posibles signos de su presencia, ¿por qué ha de
desplegarlos su mensajera en el ámbito de la gracia?».
5. La apologética teológica trata de ayudar a la solución de
estos nobles interrogantes y procura ofrecer una respuesta a
cualquier perplejidad legitima. Como ocurre con todos los
grandes convertidos –piénsese en San Pablo o en San
Agustín–, las observaciones de Newman tienen un
considerable apoyo en la experiencia, pero esto no significa
que las evidencias o criterios internos a favor de la fe católica
encierren para él un valor primario. Es consciente del valor
relativo y escasa solidez de criterios subjetivos de credibilidad
tales como emociones, consuelos y encendimientos
espirituales [13].
Prefiere siempre argumentar inicialmente en base a hechos
que entran por los ojos y que pueden hablar elocuentemente
de acciones divinas y causas transcendentes al hombre de
buena voluntad. Precisamente «uno de los más señalados
fenómenos que ha visto la historia del mundo es el hecho
macizo del Catolicismo» y resulta asombroso –dice– «que una
nación como la nuestra haya conseguido borrarlo de su
mente» (cfr. Present Position, 42, 43).
Como era de esperar, Newman recuerda a su debido tiempo
que «las verdaderas tradiciones de la divina Revelación»
suelen acompañarse de otros signos, tales como el milagro, la
profecía, y la comprobación facilitada por la fuerza
acumulada de diferentes evidencias (id., 52).
Pero Newman, como muchos autores de su tiempo y del
nuestro, está convencido de que las dificultades reales y
concretas que impiden a muchas personas abrazar la fe
católica o vivirla con todas sus consecuencias no son de
índole intelectual sino moral. Porque el intelecto es sólo un
factor en la búsqueda de la verdad religiosa.
Muchos «no dudan de que la conclusión alcanzada sobre la
procedencia divina de la Iglesia católica sea verdadera. Su
razón no vacila acerca de esta verdad, pero no son capaces de
que su ánimo la capte y se deje penetrar por ella».
Resulta a veces extraño que quienes «contemplan la Iglesia
desde lejos y aprecian destellos de su claridad no se sientan
suficientemente atraídos como para tratar de ver más y no se
coloquen en situación de ser conducidos a la verdad».
El caso es que «no saben por qué, pero no pueden creer…
Su razón está convencida y sus dudas son de orden moral,
surgidas en su raíz de una falta de voluntad».
Se comprueba así que «los argumentos favorables a la
religión no obligan a nadiea creer, igual que los argumentos
en favor de la buena conducta no obligan a nadie a
obedecer».
«La fe es consecuencia del deseo de creer». «El espíritu
orgulloso no desea lo sobrenatural y consiguientemente no
cree en ello».
Algunos alegan nada menos que la Sagrada Escritura, para
justificar su resistencia a creer, a modo de coartada
consciente o inconsciente. Se oye decir a personas que han
perdido la fe o que no acaban de recibirla –afirma Newman–
«que sus dificultades surgieron cuando al leer la Sagrada
Escritura advirtieron el carácter no escriturístico de la
Iglesia. Pero no es cierto. Es imposible que la Sagrada
Escritura haya provocado su incredulidad. Habían dejado de
creer antes de abrir la Biblia. Comenzaron la lectura con un
espíritu de incredulidad y con el propósito de no creer…».
Se trata entonces, en primer lugar, de reconocerse criatura
de Dios y de ir extrayendo poco a poco todas las
consecuencias de este hecho.
«Una vez que la mente se ha abierto como debe a la
creencia en un poder que está por encima de ella; una vez que
comprende que no es la medida de todas las cosas…
experimentará pocas dificultades para ir adelante. No digo
que llegue o pueda llegar a otras verdades sin convicción. No
digo que deba aceptar la fe católica sin motivos. Digo
simplemente que cuando crea en Dios se habrá removido el
gran obstáculo para la fe, es decir, un espíritu orgulloso y
autosuficiente».
La libertad del hombre juega un papel decisivo, con la
ayuda imprescindible de la gracia. Es lo que Newman trató de
hacer comprender en innumerables ocasiones a personas que,
procedentes del agnosticismo o de la Iglesia anglicana, se
encontraban próximas a la fe en Dios o al Catolicismo.
Una carta de 1848 resume muy bien su pensamiento. En
ella leemos lo siguiente: «La doctrina católica sobre la fe y la
razón enseña que la razón prueba que el Catolicismo debe ser
creído y que de ese modo se presenta ante la voluntad, que lo
acepta o lo rechaza según sea movida o no por la gracia. La
razón no demuestra que el Catolicismo sea verdadero como
prueba, por ejemplo, que son verdaderas las conclusiones
matemáticas…, pero demuestra que sus razones para ser
tenido en cuenta son tan poderosas que uno ve que debe
aceptarlo. Puede haber dificultades que no podemos
responder, pero vemos en conjunto que existen motivos
suficientes para la convicción. No es una convicción pura y
simple. Porque si fuera inevitable, podría decirse que se nos
fuerza a creer, como nos vemos obligados a aceptar las
conclusiones matemáticas. Pero queda a nuestra
discrecionalidad si hay o no motivos suficientes para la
convicción, es decir, si seremos o no convencidos» [14].
Hay por tanto abundantes argumentos para llevar a una
persona hacia la Iglesia romana, pero estos argumentos no
fuerzan la voluntad. Podemos conocerlos, sin que nos lleven
adelante. «Podemos ser convencidos sin ser persuadidos. Una
cosa es ver que se debe creer, y otra creer realmente. La razón
puede por sí misma llegar a la conclusión de que existen
motivos suficientes para creer. Pero creer es un don de la
gracia».
6. La búsqueda de la verdad religiosa es un camino que la
persona de buena voluntad debe recorrer paso a paso, dado
que esa verdad no suele reconocerse completa y en su carácter
divino sino gradualmente. La gracia nos trae a la Iglesia y
«nunca se nos concede para nuestra iluminación, sin dársenos
asimismo para ser católicos».
Para andar este itinerario espiritual, que es diferente en
intensidad según cada hombre, se requiere un mínimo de
honestidad espiritual y de recta intención. Esta seriedad
interior excluye la simple curiosidad y la frivolidad de
entregarse a meros combates o disquisiciones intelectuales
(cfr. Tracto 71: Via Media, 105).
De otro modo, la búsqueda puede resultar no solamente
estéril sino catastrófica. Porque en vez de caminar hacia la
verdad puede uno separarse de ella progresivamente.
Guiado por esta idea, Newman se dirige un tanto
irónicamente a quienes sospecharan la propia carencia de
recta intención y les dice: «Evitad el inquirir en cuestiones
religiosas, porque os veréis conducidos a lugares donde no
hay luz, paz ni esperanza. Terminaréis en un abismo donde no
se ven el sol, la luna, las estrellas, ni los cielos…». Y a sus
antiguos correligionarios que se acercan a la Iglesia con
sentido provisional, sin la suficiente humildad y faltos aún de
genuina conversión, advierte: «Habéis de venir a aprender, no
a traer vuestras ideas. Habéis de venir con el deseo de ser
discípulos, y con la intención de tomar la Iglesia como vuestro
hogar y no abandonarla nunca. No vengáis a hacer
experimentos. No vengáis como quien toma asiento en una
capilla o compra billetes para una sala de conferencias. Venid
como a vuestra casa, a la escuela de vuestras almas, a la
Madre de los santos».
La conversión tiene carácter positivo, porque cada paso se
construye sobre el anterior, y aunque exige renuncias,
purificación y enriquecimientos en la creencia y en la
conducta, el hombre que ha buscado y busca sinceramente a
Dios debe desprenderse de poco [15]. De acuerdo con esto,
Newman recomienda en religión lo que podríamos llamar no
duda metódica, sino fe metódica [16], es decir, la disposición
de comenzar el camino hacia Dios con los fragmentos de la
verdad –pocos o muchos– que se poseen, en la seguridad de
que esos fragmentos son base suficiente y segura para que un
hombre de intención recta y buena conciencia efectúe los
primeros pasos y pueda en su momento alcanzar el final.
7. A la hora de plantear su fundamentación de la fe católica
y de la Iglesia, Newman estimó siempre más fácil construir lo
que denomina argumento negativo, es decir, una línea
argumental que apunta sobre todo a la remoción de
objeciones, y que pretende en último término mostrar que la
aceptación del Catolicismo no constituye una extravagancia.
Le parecía en cambio más arduo proporcionar pruebas o
medios positivos de convicción. Pero abordó ambos caminos
para sugerir la credibilidad de la fe.
El primer argumento intenta llevar al espíritu del oyente la
siguiente consideración: «Puesto que debe haber una religión
verdadera, ésta no puede ser otra que la católica» (cfr.
Letters, XIII, 319: A J.M. Capes, 2-XII-1849).
Así se dirige a los que iban a oír y leer los presentes
Discursos: «No pedimos que aceptéis sin más nuestras
palabras. Os invitamos, simplemente, a considerar, primero,
que tenéis almas que salvar, y, en segundo término, a juzgar
por vosotros mismos si, de haber revelado Dios una religión
para redimiros, esa religión puede ser otra que la fe que os
predicamos».
El razonamiento discurrirá con el apoyo de
consideraciones y datos de tipo muy diverso, interpelando al
intelecto y estimulando la imaginación. Se tratará a veces de
que la mirada advierta hechos ineludibles y el sentido interior
los interprete y valore correctamente.
En otras ocasiones se sugerirá que la explicación más
correcta de un fenómeno que parece complejo es la más
sencilla de las disponibles. Ésta es precisamente la manera de
responder al esquema racionalista del historiador Edward
Gibbon, que atribuía la expansión del Cristianismo a una
combinación favorable de causas naturales como el celo y
virtudes de los cristianos, la doctrina sobre el destino futuro
del hombre, la predicación de los milagros y la eficaz
organización eclesiástica.
«Es muy notable –escribe Newman en la Grammar of
Assent, al término de una larga exposición para razonar su
punto de vista– que no se le ocurriera a un hombre de la
sagacidad de Gibbon investigar la explicación que los mismos
cristianos dieron a la cuestión. ¿No le habría sido más
provechoso dejar a un lado las conjeturas y haberse dedicado
a consultar los hechos? ¿Por qué no ensayó la hipótesis de la
fe, la esperanza y la caridad? ¿No había oído hablar nunca
del amor de Dios y de la fe en Jesucristo? ¿No recordaba las
muchas palabras de los apóstoles, los obispos, los mártires,
los apologistas, formando todos un solo testimonio?» (El
asentimiento religioso,Herder, p. 398). A menos que se acepte
la explicación más fácil y más obvia difícilmente podrá
encontrarse otra que no sea extravagante.
Este patrón de razonamiento se aplica a veces a un nivel
más personal, como en el comentario que hace Newman a Io
VI, 67: «Nuestro Señor dijo afectuosamente a los doce:
“¿También vosotros queréis marcharos?”. A lo que Pedro
enseguida contestó que no. Pero observad la razón que ofrece:
“Señor, ¿a quién iremos?”. No alegó los motivos evidentes
derivados de la misión de Jesús, a pesar de conocerlos bien…,
sino el hecho de que si no confiaban en Cristo, no les quedaba
ya en el mundo nada en lo que pudieran confiar; y ésta era
una conclusión inaceptable para su razón y para su corazón»
(Tracto 85; Discussions and Arguments, 249-250).
8. Los mismos o parecidos materiales se aglutinan de modo
diferente para formar el argumento positivo a favor de la fe y
la Iglesia católicas. Este argumento, que Newman juzga
suficiente en la práctica, aunque algo defectuoso bajo un
punto de vista formal [17], consiste en mostrar la probabilidad
antecedente o verosimilitud de lo que se afirma. Probabilidad
no significa aquí relatividad. En lenguaje de Newman se
refiere, por el contrario, al asentimiento real y especulativo a
una verdad [18]. Es decir, se refiere a la certeza. Se juzga que
en base a una acumulación de indicios es posible construir
una prueba legítima y suficiente para lograr en el sujeto la
certeza buscada.
La convergencia de indicios permite súbitamente reconocer
la conclusión en su carácter verdadero, y en nuestro caso, los
signos o criterios de la Revelación, internos y externos, vienen
como a cristalizar en torno al centro, que se hace visible en la
luz de la fe. Logrado el resultado de creer, la convicción de la
fe es ya independiente de las razones que la han provocado.
«Es éste un punto que no debe olvidarse –explica
Newman–: la convicción es un estado de la mente, que es
distinto y se encuentra más allá de los argumentos que lo han
producido. No varía con la fuerza o el número de éstos. Los
argumentos llevan a una conclusión, y cuando son más
sólidos, la conclusión es más clara. Pero puede lograrse una
firme convicción como resultado de una convicción clara
igual que de otra todavía más clara. Un hombre puede estar
tan seguro con seis razones, que no necesita una séptima ni
estaría más seguro en caso de tenerla. Lo mismo ocurre
respecto a la Iglesia católica: las personas adquieren
convicción de muchos modos, y lo que convence a una no
convence a otra; pero esto es accidental, porque tarde o
temprano llega el tiempo en el que uno se debe convencer y de
hecho se convence, y entonces está obligado a no esperar
nuevas razones, aunque todavía podrían encontrarse algunas
más» [19].
Junto a estos modos básicos de argumentar la credibilidad
de la fe, Newman recorre a veces otros caminos convergentes.
Los presentes Discursos insisten en la consideración de que
las objeciones que impiden creer en el Catolicismo no son más
fuertes que las que podrían alzarse contra la creencia en Dios.
Adopta este argumento confiado en el hecho de que las
ideas de una providencia divina y un gobernador moral del
universo estaban profundamente arraigadas en el espíritu
inglés de aquel tiempo, y que por tanto la doctrina de la
existencia de Dios constituía un punto de apoyo en base al
cual se podía en Inglaterra conducir hacia el Catolicismo a
una persona culta. Porque ésta advertiría en los argumentos
contra la Iglesia católica una reductio ad absurdum, por el
hecho de conducir a la negación de Dios [20].
Es fácil comprobar en último término que, por encima de
los resultados definitivos y provisionales de una exposición
como la de Newman, se contiene tanta fuerza en las ardientes
palabras sembradas por el autor en sus afirmaciones como en
el más penetrante de sus mejores argumentos.
9. Pero lo decisivo de estos Discursos no es quizás su vigor
polémico, con ser tanto. Cuenta todavía más lo
específicamente religioso, la declaración de verdad que
contienen, que da sentido a todo lo demás, y lo rescata, si es el
caso, de limitaciones coyunturales.
El libro todo es una convencida invitación a la vida
cristiana. Se procura que el lector adquiera un sentido para lo
importante. En el marco de la fe en Dios, que bien entendida y
meditada señala el camino hacia la Iglesia católica a lo largo
de un proceso de conversión interior, importa sumamente a
Newman destacar los recursos definitivos con que se equipa al
viador cristiano para conseguir su fin. Estos recursos son la
Eucaristía y la Virgen.
«Es orgullo de la religión católica –leemos al final de los
Discursos– poseer el don de mantener puro el corazón joven;
y esto es porque nos entrega a Cristo como alimento y a María
como Madre solícita. Cumplid ese orgullo en vosotros».
En los Discursos impera consiguientemente una referencia
constante al lugar central y poder transformante de la
Sagrada Eucaristía. Sólo la Sangre de Cristo lava los pecados
en la penitencia. Paralela a ésta es la afirmación de que sólo
la Eucaristía puede cambiar terminativamente al hombre en
hijo de Dios.
«La admirable presencia que habita nuestros altares»
manifiesta bien a las claras que cuando los hombres se le
alejan, el Señor, en un acto de inefable condescendencia, los
llama, «conquistándonos a su Voluntad, salvándonos a pesar
de nosotros, y sin embargo, a través de nosotros».
De acuerdo con esto el cristiano puede definirse como «un
siervo de Cristo, Señor de la Iglesia, unido para siempre
mientras viva –ésa es su gran esperanza– a los Sacramentos, a
la Eucaristía, a los santos, a la Virgen María, a Jesucristo y a
Dios».
Llevado de una noble impaciencia, Newman adopta un tono
emocionado ante algunos que «no consiguen entender cómo
nuestra fe en el Santísimo Sacramento sea una porción viva de
nuestro espíritu. Piensan –continúa– que es una simple
profesión externa, que abrazamos sin asentimiento interior, y
sólo porque se nos enseña que nos perderemos en caso de no
aceptarla; o bien porque, comprometida la Iglesia católica
desde tiempos antiguos en la enseñanza de esta verdad, no
tenemos actualmente más remedio que defenderla, aunque con
gusto dejaríamos de hacerlo si no nos obligara un cierto
sentido de lealtad y un espíritu de partido».
«Creen que si pudiéramos renunciaríamos a la doctrina de
la transubstanciación como a una pesada carga. ¡Extrañas
palabras! Sería malo usarlas, hermanos míos, si no fueran
necesarias para haceros entender los dones que poseéis…
¡Palabras en verdad ofensivas y profanas! ¿Cómo puede ser
un alivio renunciar a la enseñanza de que Jesús está en
nuestros altares? Sería tanto como renunciar a la fe en la
divinidad de Cristo o a que Dios existe».
Se dirige asimismo al hombre de buena voluntad para
ilustrarle el misterio de la Eucaristía y decirle que la doctrina
católica sobre la Presencia real no es mucho más misteriosa,
por ejemplo, que el modo en que pueda existir un Dios que no
ha comenzado nunca su existencia.
«Asistid a Misa siempre que sea posible, visitad al
Santísimo Sacramento, haced actos frecuentes de fe y amor, y
procurad vivir en la presencia de Dios». Es un programa para
católicos lleno de resonancias personales, más claras aún en
la súplica que el autor sugiere y casi pone en los labios de los
lectores: «Que Tu Cuerpo sea mi comida».
10. Además de protagonizar los dos brillantes discursos
finales, la figura de María ha estado presente a lo largo de
todo el volumen. Ella es toda pura y el pecado no tuvo parte
en su vida. María, la más perfecta imagen, después de Cristo,
de todo lo bello, tierno, suave y consolador en la naturaleza,
nunca necesitó conversión. Es la luminosa Estrella de la
mañana, el único consuelo humano importante de Jesús
doliente, que no estuvo en Getsemaní porque era precisamente
la única que hubiera podido consolar a Cristo.
«Si la Madre del Salvador debe ser la primera criatura en
santidad y belleza, si desde el principio de su ser estuvo libre
de todo pecado…, ¿qué es propio desus hijos sino imitarla en
su devoción, su mansedumbre, sencillez y modestia? Sus
glorias no le han sido concedidas solamente con vistas a su
Hijo, sino también por causa y a beneficio nuestros. Imitemos
la fe de quien recibió el mensaje de Dios sin sombra de duda;
la paciencia de quien soportó la sorpresa de José sin
pronunciar una sola palabra; la obediencia de quien subió a
Belén en el invierno y dio a luz al Señor en un establo; el
espíritu de oración de quien meditaba en su corazón lo que
veía y oía acerca de su Hijo; la fortaleza de quien tuvo el
corazón atravesado por una espada de dolor; la entrega, en
fin, de quien dio a su Hijo durante el ministerio público y
aceptó abnegadamente Su muerte en la Cruz».
«María es nuestra Madre. Interesadla –exhorta el autor– en
vuestro éxito espiritual. Pedídselo seriamente, pues Ella puede
hacer por vosotros más que nadie. Recordadle en vuestra
oración los dolores que Ella sufrió cuando una afilada espada
traspasó su alma. Recordadle su propia perseverancia, que
constituyó en Ella un don del mismo Dios al que pedís la
vuestra. El Señor no os lo negará, no se lo negará a Ella, si
acudís a su intercesión».
Los Discursos se cierran con un canto mariano, en la
esperanza de que la Virgen propicie en el lector los frutos
pretendidos por el libro.
Con frecuencia se habla hoy de John Newman como
pionero de ideas y corrientes que enriquecen en la actualidad
el ámbito de la Iglesia y las actividades de numerosos
cristianos. El lector de este libro comprobará por sí mismo en
diversos aspectos la verdad y el alcance de estas afirmaciones.
El hombre de esta década puede ciertamente establecer fácil
comunicación con estas páginas que conjugan, en su letra y
espíritu, lo tradicional y lo moderno; y sentirse no sólo
interpelado sino eficazmente orientado por ellas en cuestiones
fundamentales de su existencia.
Vivimos una época de crisis espiritual semejante en muchos
sentidos a la que diagnosticó e intentó superar el autor de
estos Discursos. Es una crisis en la que el mundo parece
desmoronarse y en la que el hombre cristiano está
especialmente llamado a reconocer su identidad y a usar
todas las energías que se encierran en su condición de hijo de
Dios.
José MORALES
DEDICATORIA
 
Al Muy Reverendo Nicolás Wiseman, Doctor en Teología,
Obispo de Melipotamus y Vicario Apostólico del Distrito de
Londres.
Mi querido Señor:
Presento a la amable aceptación y al patronazgo de vuestra
Señoría la primera obra que publico como padre del Oratorio
de San Felipe Neri. Tengo una suerte de pretensión a solicitar
este permiso para hacerlo, como prenda de mi gratitud y afecto
hacia vuestra Señoría, a quien debo principalmente el hecho de
ser, bajo Dios, hijo espiritual de tan gran santo.
Al hacerme católico me encontré en el distrito de vuestra
Señoría, y por su sugerencia me trasladé primero a vuestra
inmediata vecindad y más tarde os dejé para marchar a Roma.
Allí tuve ocasión de ofreceros mi persona, con la benévola
aprobación del Santo Padre, para el servicio de San Felipe, de
quien os había oído hablar frecuentemente antes de abandonar
Inglaterra, y cuyo carácter risueño y atractivo había ganado mi
devoción incluso cuando yo era todavía protestante.
Podéis advertir por tanto, mi querido Señor, lo mucho que
tenéis que ver con mi actual situación en la Iglesia. Pero
vuestra relación conmigo es mayor aun de lo que he
expresado. No puedo olvidar que, cuando en 1839, cruzó mi
mente por primera vez la duda sobre la sostenibilidad de la
doctrina teológica que sustenta el Anglicanismo, esta duda
procedía en no escasa medida de la lectura de un trabajo sobre
los donatistas, atribuido a vuestra Señoría.
Que la gloriosa intercesión de San Felipe sea la recompensa
de vuestra fiel devoción hacia él y de vuestra amabilidad
conmigo es, mi querido Señor –mientras pido vuestra
bendición sobre mí y los míos–, la intensa oración de vuestro
amigo y siervo
JOHN HENRY NEWMAN 
del Oratorio
En la Fiesta de San Carlos 
1849
DISCURSO PRIMERO: 
LA SALVACIÓN DEL OYENTE,
INTENCIÓN DEL PREDICADOR
 
Una tarea evangélica
Cuando un grupo de hombres llega a un barrio desconocido
[1], como hacemos ahora nosotros, que somos extraños ante
extraños, y se establece, y levanta un altar, y abre una escuela,
e invita a todos a acercarse, es lógico que quienes observan se
hagan esta pregunta: ¿qué motivo les trae?, ¿quién les ha
hecho venir?, ¿qué quieren?, ¿qué predican?, ¿qué garantías
ofrecen?, ¿qué prometen? Tenéis derecho, hermanos míos, a
formular estos interrogantes.
Muchos, sin embargo, no se detendrán en la pregunta, y
pensarán que pueden contestarla por sí mismos sin dificultad.
Hay algunos que la responderán pronta y convencidamente,
según su visión habitual de las cosas y sus propios principios,
que podríamos denominar mundanos o terrenos. Pues las
ideas, los criterios, los fines del mundo [2] son muy
específicos, se ven reconocidos en todo lugar, y la gente actúa
continuamente en base a ellos. Suministran una explicación
sobre la conducta de los demás, sean quienes fueren, siempre a
punto, tan segura de su verdad en los casos corrientes como
estimada verosímil en cualquier instancia singular. Cuando
hemos de explicar efectos que observamos, los referimos,
como es lógico, a causas conocidas.
Imaginar causas de las que nada sabemos no aporta
explicación alguna. El mundo, por lo tanto, juzga a los demás,
natural y necesariamente, según la idea que tiene de sí mismo.
Los que conducen una existencia pegada a la tierra y actúan en
base a motivos mundanos, y viven con otros que se comportan
igual que ellos, atribuirán, como lo más natural del mundo, las
acciones de los demás –aunque sean muy diferentes a las
suyas– a alguna de las razones que son determinantes para
ellos; asignarán siempre los motivos de los que ellos mismos
tienen experiencia, pues no son capaces de imaginar otros.
Sabemos cómo es el mundo, especialmente en este país [3].
Es laborioso, activo, infatigable. Emprende tareas con
entusiasmo y las lleva adelante con vigor. Observadlo tal como
se dibuja fielmente, día tras día, en las publicaciones dedicadas
a servirlo, y veréis enseguida los fines que lo estimulan y las
ideas que lo gobiernan. Leeréis acerca de grandes y
perseverantes esfuerzos, realizados con vistas a un fin
temporal, bueno o malo, pero después de todo temporal,
aunque no sea siempre un fin egoísta. Generalmente es la
fama, la influencia, el poder, la riqueza, la posición social;
algunas veces es el remedio de los males que afectan a la vida
humana o a la sociedad, como la ignorancia, la enfermedad, la
pobreza o el vicio; pero el principio que mueve y anima estos
afanes es, a pesar de todo, un fin temporal. Y la excitación
producida por estas metas terrenas es tan agradable que
constituye a menudo su propia recompensa: en el sentido de
que, olvidados del fin por el que luchan, los hombres
encuentran satisfacción en las tensiones mismas, y se sienten
suficientemente recompensados del esfuerzo por el esfuerzo,
es decir, por la pelea para triunfar, la rivalidad de grupo, la
comprobación de su capacidad, las vicisitudes, riesgos e
imprevistos, y las numerosas exigencias de la batalla que
combaten, aunque la batalla nunca termine.
 
La miopía mundana
Éste es el talante del mundo, y por tanto, insisto, no es
extraño que cuando la gente descubre personas que comienzan
a trabajar con energía, tratan de que otros les sigan, y actúan
externamente como todos, aunque lo hagan en diferente
dirección y con un sentido religioso, les impute, sin dudarlo un
instante, los temporales motivos que influencian a los demás.
Con frecuencia, a modo de acusación, pero a veces sólo como
quien registra un hecho juzgado innegable, el mundo da por
supuesto que tales hombres son ambiciosos, inquietos o ávidos
de prestigio y poder. No sabe pensar mejor, y se molesta e
irrita si, a medida que el tiempo discurre, algo se manifiesta en
la conducta de los criticados que no es compatible con el
presupuesto sobre el que, en primera instanciay
sumariamente, se enjuició su actitud y anticipó su trayectoria.
Se formó una opinión acerca de ellos, los examinó desde esa
perspectiva, y a partir de alguna acción que vino a conocer, les
atribuyó sin vacilación un determinado motivo particular como
habitual principio de comportamiento. Pero advierte después
que debe modificar su juicio, asumir una nueva hipótesis, y
explicarse a sí mismo otra vez el carácter y conducta de
aquéllos. Queridos hermanos, el mundo no puede dejar de
actuar así, porque no nos conoce [4]. Se manifestará siempre
impaciente con nosotros por el hecho de que no somos
mundanos, como él lo es. Está fatalmente ciego a la única
razón que nos mueve, y se cansa de buscar en sus catálogos y
registros alguna descripción que nos cuadre; se detiene
disgustado, luego de hacer muchas conjeturas, y nos deja de
lado como fenómeno inexplicable, o nos odia como a gente
misteriosa e intrigante.
Hermanos míos, nosotros tenemos miras escondidas –es
decir, ocultas por desgracia a los hombres de mundo: ocultas a
los políticos, los esclavos del dinero, los ambiciosos, los
avarientos, egoístas y voluptuosos–. Porque la religión misma,
como su divino autor y maestro, es ya algo escondido a los
ojos profanos, y como no la conocen no pueden usarla como
clave para interpretar la conducta de los hombres en quienes
influye. No saben nada de las ideas y motivaciones que la
religión ofrece a los que la reciben y hacen suya. No entran en
semejantes cosas ni advierten su sentido, ni siquiera cuando
alguien se lo manifiesta; y no creen que un hombre pueda
sentirse movido por tales ideas, aunque las profese
exteriormente. Son incapaces de ponerse a sí mismos en la
situación de un hombre que trata sencillamente, en lo que
hace, de agradar a Dios. Son tan estrechos de mente, su
contextura espiritual es tan mezquina, que cuando un católico
hace profesión de alguna doctrina del Credo –el pecado, el
juicio, cielo e infierno, la sangre de Cristo, el poder de los
Santos, la intercesión de la Santísima Virgen, o la Presencia
Real en la Eucaristía– y dice que éstos son objetos reales que
inspiran sus pensamientos e impulsan sus acciones durante el
día, no pueden aceptar que esté hablando en serio; porque
piensan sin duda que esos puntos son precisamente las
dificultades que ese católico encuentra para creer y no suponen
otra cosa que tentaciones contra su fe, que logra superar con
violencia de su razón y pensando en ellas lo menos posible.
No imaginan ni de lejos que estas verdades puedan llenar el
corazón y ejercer una saludable influencia sobre la vida, No es
extraño, por tanto, que la gente sensual e incrédula recele de
toda persona a quien no consigue entender, y sea tan
enrevesada en sus imputaciones cuando no quiere decidirse a
aceptar la explicación más sencilla.
 
El descuido de lo espiritual
Así ha ocurrido desde el principio. Los judíos prefirieron
explicar la conducta de nuestro Señor y de su precursor por
cualquier motivo excepto el deseo de cumplir la voluntad de
Dios. Para los judíos eran ambos, dice Jesús, «como chiquillos
que, sentados en la plaza, se gritan unos a otros: os hemos
tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado
lamentos y no habéis llorado» (cfr. Lc VII, 32). Más adelante
aclara la razón de este comportamiento: «Yo te bendigo Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a
los sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí,
Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (cfr. Lc X, 21).
Dejad a los incrédulos que sigan su camino y que digan lo
que quieran contra nosotros [5]. Esto no nos impide, sin
embargo, decir lo que pensamos, lo que Dios eterno piensa y
dice. Tenemos tanto derecho a nuestro juicio sobre el mundo
apartado de Dios, como el mundo lo tiene a su opinión sobre
nosotros. Y tenemos intención de ejercitar ese derecho, porque
mientras sabemos que se nos juzga equivocadamente,
poseemos testimonio divino de que nuestro juicio es
verdadero. Pues aunque muchos se afanan en atribuir nuestra
seriedad a algunas de las razones que les mueven a ellos,
escuchadme mientras os muestro –tarea no difícil– que son
precisamente nuestro temor y oposición a esos motivos, y la
compasión que sentimos por quienes son presa de ellos, lo que
nos hace tan activos y fastidiosos, y nos impulsa a instalarnos
en un barrio desprovisto de atractivos externos pero rebosante
de almas.
El mundo, que está lleno de cosas temporales y sensuales,
se molesta poco por las almas, su estado ante la mirada de
Dios, su pasado y las perspectivas de su futuro. Forma por sí
mismo y a su manera su propia visión de la existencia, y vive
de ella. Nunca se detiene a considerar si es una visión correcta,
ni se le ocurre buscar algún criterio externo o fuente de
información que ratifiquen la verdad de sus ideas. Se contenta
con dar las cosas por supuestas según la primera apariencia, se
olvida de pensar en Dios, vive al día, y –en un sentido malo–
«no se preocupa del mañana» (cfr. Mt VI, 34). Lo que ve,
gusta y maneja le basta; esto representa el límite de sus
aspiraciones y conocimiento; sólo lo que convence y funciona
le parece respetable; la eficacia es la medida del deber, el
poder es la regla de lo justo, y el éxito, la piedra de toque de la
verdad [6]. Cree únicamente lo que toca y se muestra escéptico
hacia lo que no puede demostrar. Afirma, en consecuencia,
que un hombre no necesita hacer demasiado para salvarse; que
o bien no ha cometido grandes pecados, o bien será, sin duda
alguna, perdonado por haberlos hecho; que puede confiar en la
misericordia de Dios respecto a su destino eterno; y que debe
rechazar todo autorreproche, queja del pasado, penitencia,
mortificación y disciplina, como sentimientos ofensivos hacia
la divina misericordia. Esto enseña el mundo, a través de sus
sectas y filosofías, sobre nuestra condición en esta vida. ¿Qué
nos enseña, en cambio, la Iglesia católica?
 
La perspectiva cristiana del hombre
Enseña que originalmente el hombre fue creado a imagen
divina, hecho hijo adoptivo de Dios, heredero de la gloria
eterna, y partícipe en la tierra de grandes dones y gracias,
adelanto de la eternidad. Enseña también que ahora el hombre
es un ser caído, que se encuentra bajo la maldición del pecado
original y privado de la gracia. Es un hijo de la ira que no
puede alcanzar el cielo y está en peligro de perecer. No
decimos que esté destinado a la perdición por una ley
inexorable [7], porque no perecerá sin desearlo realmente y
obrar en consecuencia, y Dios le concede, aun en su estado
actual, multitud de inspiraciones y auxilios para conducirle a
la fe y a la obediencia. No existe un solo hombre nacido de
Adán que no pueda ser salvo, por lo que respecta al necesario
auxilio divino. Sin embargo, dados el poder de la tentación, la
fuerza de las pasiones, la solidez del egoísmo y la soberanía
del orgullo y la pereza en todo hombre, ¿quién se atrevería a
afirmar que una determinada persona será capaz de
mantenerse obediente a Dios, sin una abundancia de gracias
que, por ser desproporcionadas a las exigencias –inexistentes–
y a las estrictas necesidades de la humana naturaleza, no puede
esperar? Podemos normalmente conjeturar de todo hombre
venido a este mundo que, si llega al uso de razón y a pesar de
la usual asistencia divina, cometerá pecado y comprometerá la
salvación de su alma. No es ligero ni corriente el auxilio por el
que el hombre es defendido contra sí mismo. Necesita
remedios extraordinarios. ¡He aquí un pensamiento que arroja
luz clara sobre el estado presente de las personas! ¡Qué
diferente a las ideas que el mundo imagina! ¡Qué penetrante e
irresistible ha de ser su influencia en los corazones que lo
admitan!
Contemplad más detalladamente la historia de un hombre
nacido al mundo y educado según sus criterios, y
comprenderéis mejor la idea que quiero llevar a vuestra mente.
El niño pasa a través de sus dos, tres, cinco años de inocencia,
años benditos porque todavía no puede pecar. Pero llega un día
decisivo en el que comienza aapreciar la distinción entre el
bien y el mal. El día llega antes o después; la edad varía, pero
la fecha en cuestión llega en todo caso. El niño tiene ya la
posibilidad, terrible y sobrecogedora, de discernir y juzgar que
una acción es mala y, sin embargo, ejecutarla. Posee una nítida
noción de que ofenderá a su Creador y Juez si hace esto o
aquello; es capaz de evitarlo y libre de escogerlo. Tiene, en
una palabra, el poder terrible de cometer un pecado mortal.
Aunque es joven percibe verdaderamente el pecado y puede
prestarle auténtico consentimiento, igual que hizo el ángel
malo en su caída. Ha llegado el día. Nadie es capaz de
asegurar si se concluirá, si discurrirán muchas horas, antes de
que haya usado ese poder y perpetrado de hecho lo que no
debe hacer, lo que no necesita hacer [8], lo que puede, sin
embargo, hacer. ¿Conocemos a alguien que, si hubiera
permanecido en su estado de naturaleza, habría empleado
adecuadamente todas sus facultades para evitar la culpa y la
pena de ofender a Dios? No, hermanos míos. Una ciudad
como la nuestra es un pavoroso espectáculo. Recorremos las
calles y nos encontramos con innumerables personas que no
han recibido el Bautismo. El resto está formado en gran
medida por bautizados que han pecado contra la gracia
recibida y desde jóvenes se han apartado de la única grey
donde se encuentra la salvación. Razón y pecado han
caminado juntos desde el principio. ¡Pobre niño! A sus padres
parece el mismo. No saben lo que ha ocurrido en él, o quizás si
lo supieran no lo juzgarían importante, porque ellos también se
hallan en situación parecida. Ellos también, mucho antes de
conocerse, habían faltado gravemente, y nunca se
reconciliaron con Dios. Así han vivido años, inconscientes de
su estado. Un día se casaron, ocasión de alegría para ambos,
mas no tanto para los ángeles. Eran ricos o pobres, afortunados
o no en sus asuntos temporales, pero su unión no fue –por así
decirlo– bendecida por Dios. Tuvieron un hijo. El niño
bautizado no se vio señalado por el maligno en su nacimiento,
pero arrastraba consigo los presagios del mal y seguiría con
probabilidad el curso de toda carne. Ha llegado el tiempo; los
presagios se cumplen, y el hombre joven se aleja de Dios
libremente. El fruto prohibido ha sido por fin devorado; el
objeto pecaminoso se ha consumido con fruición; las puertas
del infierno le han atrapado silenciosamente [9] y no se ha
dado cuenta; no tiene ojos para las llamas, pero los habitantes
infernales le observan; no sabe que su sitio está dispuesto. A
menos que su Creador intervenga de alguna manera
extraordinaria está perdido.
 
Amenaza de corrupción interior
Su mente, sin embargo, no controla su propio crecimiento,
porque él se ha hecho esclavo de sus debilidades. El intelecto
se despierta, el tiempo avanza, nuestro joven aprende cosas,
posee quizás habilidades, y otros le enseñan a desarrollarlas.
Sus modales son atractivos, él es alegre y jovial, como suelen
ser los adolescentes. Paso a paso se le educa para la vida,
forma sus juicios, escoge sus principios y se moldea un
determinado carácter. Este carácter puede ser más o menos
bondadoso, puede encerrar poco o mucho de virtud natural;
pero todo esto no importa demasiado, porque el mal está
dentro, existe e irá a más. El enemigo de su alma anda suelto
en torno a él. Durante un tiempo siguió con algunas de sus
oraciones, pero ya las ha abandonado. Eran una formalidad y
no tenía ganas de rezarlas. ¿Por qué había de continuar con
ellas? ¿Para que servían? ¿Acaso estaba obligado a
mantenerlas? Así razona. Ha actuado según su razonamiento e
interrumpido las oraciones. Quizás fue ésta su primera falta, la
falta grave inicial que le arrancó la gracia: un acto de
incredulidad en la eficacia de la oración. Siendo todavía un
niño se negó a rezar, con el pretexto de que era demasiado
mayor para hacerlo y que sus padres tampoco rezaban.
Abandonó la oración, y el tentador entró en su alma, tomó
posesión de él, se instaló cómodamente como en casa propia y
vivió en su corazón sin ser molestado.
¡Pobre niño! Cada día añade nuevas ofensas a su cuenta.
Los requerimientos de la gracia consiguen un efecto cada vez
menor. Respira el aire del mal y se corrompe día tras día más
fatalmente. Ha prescindido del pensamiento de Dios y se ha
colocado a sí mismo en lugar del Altísimo. Ha rechazado las
costumbres religiosas que ve en torno suyo, y elegido en
cambio, como guía de la vida, las tradiciones mundanas, más
afines con su carácter. Está seguro de sus puntos de vista y no
sospecha que el mal le acompaña, Sabe ya burlarse de los
hombres prudentes y de las cosas serias, aprende enseguida las
historias que circulan contra ellos, y habla con aplomo de
aquello que es incapaz de juzgar o conocer. Cuanto menos cree
en la doctrina cristiana, más sabio se estima a sí mismo. Si su
buen talante natural le impide hablar con animosidad, se une,
sin embargo, por descuido o imitación, al escarnio de cosas y
personas sagradas. Es agudo, diligente e ingenioso, y emplea
sin darse mucha cuenta estas cualidades en la causa del mal.
Alienta una secreta antipatía hacia las verdades y actividades
religiosas, así como una repulsión inconsciente, que no
conseguiría explicar si alguna vez lo intentara. Así le ocurrió a
Caín, primogénito de Adán, que asesinó a su hermano
sencillamente porque las obras de éste eran buenas. Así les
ocurrió a aquellos desgraciados niños de Bethel, que insultaron
al profeta Elíseo. Cualquier cosa sirve, en efecto, al propósito
ridiculizador y ofensivo del hombre de mundo, que se irrita
siempre por la presencia de la religión.
 
El peligro de las apariencias
Podría continuar y referirme a la perversión, todavía más
repulsiva y oculta, que crece y se propaga en este joven, a
medida que pasa el tiempo y la vida se abre ante él. ¿Quién
logrará explorar lo profundo de ese mal cuya retribución es la
muerte? ¡Qué tremenda visión la de este mundo caído,
atractivo y hermoso por fuera, razonable en sus afirmaciones,
vergonzoso y ocultador de sus faltas, y, sin embargo, una masa
de corrupción bajo la superficie! Se avergüenza de sus pecados
y, sin embargo, no se confiesa a sí mismo que lo son, sino que
los defiende cuando la conciencia censura, y quizás afirma con
audacia que si todo impulso es permisible en sí, debe ser
siempre bueno en un individuo; es más, que la autosatisfacción
se justifica a sí misma y que la tentación es voz de Dios.
Pero no necesito analizar la influencia recíproca o el poder
combinado del orgullo y la sensualidad –la sensualidad
investiga los caminos que llevan al mal y el orgullo los
consolida– hasta que las verdades elementales de la
Revelación llegan a considerarse simples leyendas infantiles.
No he pretendido otra cosa que situar en su curso, por así
decirlo, a la pobre naturaleza, y dejarla a vuestra reflexión, al
comentario individual que cada uno de vosotros podrá sin
duda añadir a este leve bosquejo, descubriendo en la propia
mente y en la propia conciencia lo que ninguna palabra sabe
formular adecuadamente [10].
Su trayectoria terrena continúa. El joven se ha convertido
en hombre. Tiene ya una profesión o un oficio. Trabaja con
éxito, se casa, como su padre hizo antes que él. Desempeña su
papel en la escena de la vida mortal; las relaciones aumentan
con los años; alcanza una estimable reputación y ejerce
influencia en la esfera social donde se mueve: la reputación e
influencia de un hombre sensible, prudente y sagaz. Los hijos
crecen junto a él, la madurez pasa y su estrella comienza a
declinar. En la balanza y medida del mundo, ha llegado a una
edad respetada y venerable, ha sido un hombre de mundo y
éste le muestra reconocimiento y tributa alabanzas. ¿Pero qué
es él en la balanza del cielo? ¿Cuál es el juicio divino sobre su
vida? ¿Qué decir de su alma? ¿Su alma? ¡Ah! Es algo que
tenía olvidado. Había olvidado que poseía un alma, y sin
embargo el alma está desde el principio al final a la vista de su
Hacedor. Posuisti saeculum nostrum in illuminatione vultus
Tui (cfr. Ps LXXXIX,9): «Has colocado nuestra vida bajo la
luz de Tu rostro». ¡Qué pena! El mundo no sabe nada sobre su
alma; se despreocupa de ella; no la reconoce; solamente ve en
él un intelecto dentro de un cuerpo mortal; le importa el
hombre mientras está aquí, y se olvida de él cuando marcha
hacia allá. Y a pesar de todo ha llegado el momento en que
debe abandonar el aquí para situarse allí, y desaparece de la
vista, envuelto por las sombras de aquel mundo invisible,
acerca del cuál el mundo visible es tan escéptico.
 
La hora de la verdad
Nos interesa, por tanto, a quienes creemos en el mundo que
no se ve, preguntarnos qué ocurre a todo esto con su alma. Ha
tenido en vida placeres y satisfacciones, así como una
excelente fama; atemperó sus opiniones a medida que los años
pasaban y comenzó a pensar que el orden y la religión eran
cosas buenas, que debía prestarse cierta deferencia a la
religión del país [11] y alguna asistencia a los servicios
religiosos. Pero este hombre no es otra cosa que un sepulcro
blanqueado, como dice el Señor, sucio en el interior con
huesos de muerto y toda clase de corrupción. Todos los
pecados de su juventud, de los que nunca se arrepintió y que
jamás repudió, sus antiguas profanaciones, sus impurezas,
odios e idolatrías se pudren con él, cubiertos y ocultos
solamente por estratos sucesivos de faltas más recientes. Su
corazón es casa de tinieblas, intervenida, violada, poseída por
malos espíritus. Él mismo es un ser sin fe y sin esperanza. Si
mantiene algo como verdad, lo defiende únicamente a modo
de opinión, y si conserva una cierta paz y calma, es la calma,
no del cielo, sino del decaimiento y la disolución. Ahora el
viejo enemigo ha expulsado a su ángel bueno y se halla
próximo a él; alegre en su victoria, espera paciente la presa; el
tentador ya no le invita a cometer nuevas faltas, no sea que su
conciencia se turbe; se limita a dejarle tranquilo para que se
distraiga con apariencias de fe, piedad y práctica religiosa; le
ayuda incluso a que se cubra con formas de religión que
consuelen la debilidad de su edad terminal, pues sabe bien que
no puede durar mucho, que la muerte es cuestión de tiempo, y
que pronto podrá llevarlo con él.
La hora inevitable ha llegado, y muere. Muere
apaciblemente. Sus amigos están consolados. Dan gracias a
Dios, que lo tomó consigo y libró de las penas de la vida y los
dolores de la enfermedad. «Un buen padre», dicen, «un
excelente vecino», «un hombre sinceramente lamentado en su
muerte por innumerables amigos». Quizás añadan que «murió
firmemente confiado en la misericordia de Dios». Pero no
saben que hubiera necesitado algo que está más allá de la
misericordia divina: necesitaba de un atributo que es
incompatible con la perfección última, que no se encuentra,
que no puede encontrarse, en el Dios de suma gloria y de suma
santidad. «Confiado» iría sin duda, «en las promesas del
Evangelio», que sin embargo, nunca fueron suyas o perdió
muy pronto.
Pasa el tiempo, y de vez en cuando se le dedica algún
comentario respetuoso o tierno. Pero mientras tanto –a pesar
de este mundo falso, y aunque sus hijos no lo acepten, y griten,
y protesten con indignación cuando se alude a verdad tan
seria– él levanta sus ojos, atormentado y «sepultado en el
infierno» (Lc XVI, 22).
Ésta es la historia de un hombre en estado de naturaleza, en
estado de indigencia espiritual, para quien el Evangelio nunca
fue una realidad, en quien la buena semilla nunca echó raíces y
el auxilio divino se dispensó en vano. Ésta es su triste crónica.
Pero he hablado sólo de un hombre, y sin embargo, queridos
hermanos, es la historia de miles: es de una forma u otra el
caso de todos los hombres mundanos. «Apenas nacidos –dice
la Sabiduría– dejaron de existir, y no pueden mostrar signo
alguno de virtud, y se consumen en su maldad» (Sap V, 13).
Pueden ser ricos o pobres, cultos o ignorantes, refinados o
zafios, decentes exteriormente o de vida escandalosa, pero en
el fondo son todos iguales. No tienen fe, no tienen amor. Son
impuros y orgullosos. Se muestran muy de acuerdo unos con
otros, tanto en opiniones como en conducta. Advierten este
acuerdo mutuo y lo consideran una prueba de que su conducta
es correcta y sus opiniones verdaderas. Como el árbol, así es el
fruto. No es de extrañar que exista en todos el mismo fruto, si
procede de la misma raíz, de una naturaleza no regenerada e
inmunda [12]. Ellos, en cambio, lo consideran bueno y
saludable, porque ha madurado en muchos. Y expulsan como
odiosa e insoportable la doctrina pura de la Revelación, tan
severa con ellos. Nadie ama las malas noticias, nadie recibe
alegre lo que le condena. El mundo calumnia a la Verdad en
defensa propia porque la Verdad le denuncia.
 
El apostolado, aspecto básico de la vida cristiana
Si estas cosas son como digo, y si nosotros, católicos,
creemos que son así, si las creemos tan firmemente que nos
haría felices morir antes que dudarlas, no es extraño ni exige
una explicación complicada que vengamos a una población
como ésta, a un lugar donde el error religioso y la corrupción
que lo acompaña imperan; a una población que ciertamente no
es peor que el resto del mundo, pero tampoco mejor. No es
mejor porque no posee el don de la verdad católica; no es más
pura porque no posee el don de la gracia, único capaz de
destruir la impureza; es una población pecadora entregada a
satisfacciones ilícitas, cargada de faltas, y expuesta a eterna
ruina, porque no ha sido bendecida con la presencia del Verbo
Encarnado, que difunde suavidad, tranquilidad y pureza en el
corazón. ¿Es de admirar que comencemos a predicar a unos
hombres por los que Cristo ha muerto y tratemos de
convertirlos a Él y a su Iglesia? ¿Hacen falta más razones? ¿Es
necesario atribuir motivos humanos a una conducta tan lógica
en quienes aceptan el anuncio y los requerimientos del
Evangelio? Si estamos convencidos de que el Redentor ha
derramado su Sangre por todos los hombres, es una
consecuencia normal que nosotros, sus siervos, hermanos y
sacerdotes, no queramos que esa Sangre se derrame
inútilmente, se malgaste, por así decirlo, respecto a vosotros, y
busquemos haceros partícipes de los beneficios que nosotros
mismos hemos recibido. No es razonable que se nos llame
vanidosos, inquietos, ávidos de influencia, resentidos,
parciales o nombres parecidos, cuando a la vista está el motivo
mucho más poderoso y decisivo que explica nuestro celo.
¿Existe mayor incentivo para predicar que la creencia firme de
que se anuncia la verdad? ¿Hay algo que impulse a convertir
las almas como la conciencia del pecado y del peligro eterno
en que viven? Nada persuade tanto a urgir a los hombres su
entrada en la Iglesia como la convicción de que la Iglesia es el
medio normal que Dios emplea para salvar a los iniciados por
el mundo en el pecado y la incredulidad [13]. Admitid
solamente que creemos lo que profesamos –lo cual no es
mucho pedir, pues nada hemos hecho para merecer
desconfianza– y entenderéis sin dificultad nuestro propósito.
Venimos porque creemos que sólo hay un camino de salvación
señalado desde un principio, y que no vais por ese camino.
Venimos como ministros de la gracia extraordinaria de Dios
que necesitáis. Venimos porque hemos recibido un gran don
divino, y deseamos que participéis de nuestra alegría, pues está
escrito: «Gratis lo recibisteis, gratis dadlo» (cfr. Mt X, 8); y
porque no nos atrevemos a esconder en un paño las
misericordias de Dios: que se nos han concedido no sólo por
nosotros, sino para el beneficio de los demás.
Este celo, aunque pobre y débil en nuestras personas, ha
sido la vida de la Iglesia y el aliento de sus predicadores y
misioneros en todas las épocas. Fue el sagrado fuego que trajo
del cielo al Señor y que Él deseaba comunicar con esfuerzo a
quienes le rodeaban. «He venido a traer fuego sobre la tierra –
exclama– y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (cfr.
Lc XII, 49). Éste fue también el sentimiento del gran Apóstol a
quien su Señor se apareció para trasmitirle idéntico fervor. «Te
envío a los gentiles–le dice en su conversión– para que abras
sus ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, del
poder de Satanás a Dios». Y consecuentemente comienza
enseguida a predicarles que deben arrepentirse y volverse a
Dios con frutos dignos de penitencia, pues dice: «La caridad
de Cristo le urge», y «se ha hecho todo para todos, con el fin
de salvar a todos», y que «soporta cualquier cosa a causa de
los elegidos, para que obtengan la salvación que está en Cristo
Jesús y la gloria eterna».
Ésta fue la llama que ardía dentro de los predicadores a
quienes los ingleses debemos el Cristianismo. ¿Qué otra cosa
les trajo desde Roma a una isla lejana y a un pueblo bárbaro,
entre temores y sufrimientos innumerables, sino el deseo
incontenible y soberano de salvar al que perecía y unir los
miembros y esclavos del maligno al cuerpo de Cristo? Éste ha
sido el secreto de la propagación de la Iglesia desde el
principio, y lo será hasta el final. Ésta es la razón por la que la
Iglesia, con la gracia de Dios y ante la sorpresa mundana,
convierte las naciones y hace lo que ninguna secta puede
imitar. Ésta es la razón por la que misioneros católicos se
mezclan generosamente entre fieros indígenas y se exponen a
los más crueles tormentos, conocedores del valor de un alma,
conscientes del mundo futuro y amantes de sus hermanos.
Nosotros, hermanos míos, no somos dignos de que nuestro
nombre se mencione junto al de evangelistas, santos y
mártires. Venimos en un tiempo pacífico, en un momento
social tranquilo, recomendados por el discreto
sobrecogimiento y la reverencia que, digan lo que digan, la
mayoría de los ingleses siente por la religión de sus padres,
que ha dejado en esta tierra tantas huellas de su antigua
influencia. No exige gran celo en nosotros ni gran caridad
interpelaros sin riesgo alguno e invitaros a dejar un camino de
muerte para ser salvos. No exige nada grande, heroico o santo.
Exige únicamente convicción –y ésta no nos falta– de que la
religión católica ha sido dispensada por Dios para la salvación
de los hombres, y que las demás religiones no son otra cosa
que imitaciones. Exige simplemente fe, intención recta,
corazón honrado y un mensaje claro. Venimos en nombre de
Dios. Pedimos sólo que se nos oiga, que juzguéis por vosotros
mismos si hablamos o no las palabras de Dios. Esto no es
pedir demasiado, aunque es bastante más de lo que la mayoría
de los hombres suele conceder, porque no se atreve a
escucharnos y se muestra impaciente a causa de prejuicios o
por temor a conseguir certezas y convicciones. Hay muchos,
en efecto. que tienen buenas razones para prestarnos atención,
que debían albergar una cierta confianza en nosotros, y que sin
embargo, cierran los oídos, se apartan, y prefieren aventurarse
en la eternidad sin escuchar lo que venimos a decirles. ¡Qué
tremendo! Pero vosotros no sois, no podéis ser como ellos. No
solicitamos vuestra confianza, porque aun no nos conocéis. No
pedimos que aceptéis sin más nuestras palabras. Os invitamos
simplemente a considerar, primero, que tenéis almas que
salvar, y, en segundo término, a juzgar por vosotros mismos si,
de haber revelado Dios una religión para redimiros, esa
religión puede ser otra que la fe que os predicamos.
DISCURSO SEGUNDO: 
DESCUIDO DE LAS LLAMADAS Y
ADVERTENCIAS DIVINAS
 
Los pretextos de la tibieza
Nadie ofende a Dios sin justificarse ante sí mismo con
algún pretexto. Todo hombre se siente impulsado a hacerlo
porque no es como los animales. Tiene dentro de sí un don
divino llamado razón que le obliga a explicar sus acciones
como en presencia de un tribunal [14]. No puede, por tanto,
actuar al azar. Haga lo que haga, debe obrar según un criterio.
De otro modo se sentirá turbado e insatisfecho consigo mismo.
No es que sea muy exigente sobre si debe aducir una buena o
mala razón; pero alguna razón ha de invocar. De aquí que a
veces encontremos hombres que abandonan todo deber
religioso e invocan la conducta defectuosa de personas devotas
conocidas o de ministros sagrados o fieles, como excusa –
bastante trivial, por cierto– de su negligencia. Otros alegan el
hecho de vivir lejos de la iglesia, o estar tan ocupados en casa,
quieran o no, que les resulta imposible servir a Dios como
deben. Otros dicen que es inútil hacer más intentos, que han
ido a la confesión una y otra vez, y tratado de evitar el pecado
sin conseguirlo; e interrumpen así un esfuerzo que juzgan
estéril. Otros, al caer en pecado, se excusan con la observación
de que simplemente siguen la naturaleza; que los impulsos de
ésta son muy fuertes, y que no puede ser malo secundar las
inclinaciones naturales que Dios nos ha dado. Otros, más
audaces, se desprenden completamente de la religión, niegan
su verdad, llegan a negar incluso la providencia de Dios sobre
sus criaturas. Rechazan con desenfado la existencia de una
vida después de la muerte, y así las cosas, serían ciertamente
unos necios si no buscaran ahora el placer y no aprovecharan
lo mejor posible esta pobre vida.
Hay otros, a quienes voy a dirigirme especialmente, que
procuran infundirse paz a sí mismos con el pensamiento de
que algo ocurrirá que les libre de eterna ruina, aunque de
momento continúen negligentes de Dios. Se dicen que falta
todavía mucho camino hasta la muerte; que dispondrán de
numerosas ocasiones favorables para rectificar; que desde
luego se arrepentirán a su debido tiempo, cuando se acerque la
vejez; que, por supuesto, piensan convertirse; que, tarde o
temprano, sanearán su situación espiritual; y –si son católicos–
añaden que se cuidarán de morir con los últimos sacramentos
y que, por tanto, no necesitan preocuparse más por la cuestión.
 
La presunción
Estas personas, hermanos míos, tientan a Dios. Someten a
prueba la magnitud de su bondad, y pudiera ocurrir que se
excedan y experimenten no su perdón misericordioso sino su
severidad y su justicia. Así se condujeron los israelitas en el
desierto con respecto al Señor. En vez de sentir
sobrecogimiento ante Él, lo trataban con desenvoltura y
abusiva familiaridad. Se excusaban, formulaban continuas
quejas, se permitían censuras, como si Dios fuera un hombre
débil, como si fuera su siervo y ministro. En consecuencia, se
nos dice que «el Señor envió contra el pueblo serpientes
abrasadoras» (cfr. Num XXI, 6). A esto se refiere San Pablo
cuando escribe: «Ni tentemos al Señor como algunos de ellos
le tentaron y perecieron víctimas de las serpientes» (cfr. I Cor
X, 9). Es una advertencia de que aquellos que se conducen con
osadía e imprudencia con Dios no obtendrán el perdón
buscado; se sorprenderán, más bien, en los dominios de la
antigua serpiente, beberán su veneno, y perecerán entre sus
garras.
El mismo espíritu seductor se apareció en persona a nuestro
Señor e intentó arrastrarle a este pecado. Lo colocó en el
pináculo del templo y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, arrójate
abajo, porque está escrito: “a sus ángeles te encomendará y te
llevarán en sus manos, para que no tropiece tu pie en piedra
alguna”», pero el Señor replicó: «También está escrito: “no
tentarás al Señor tu Dios”» (cfr. Mt IV, 6 s.). De igual modo,
innumerables hombres se sienten tentados actualmente a
lanzarse por el precipicio del pecado, y se confían con la idea
de que no llegarán hasta el fondo; que no se estrellarán contra
las afiladas rocas o se sumergirán en llamas, porque allí, en el
momento y lugar de suprema necesidad, estarán los ángeles y
los santos –o al menos Dios misericordioso– para interponerse
y sacarlos indemnes de la prueba. Ésta es la falta de la que voy
a hablar: no es un pecado de incredulidad, soberbia o
desesperación, sino de presunción.
He aquí el tipo de pensamiento que cruza la mente de estos
hombres y que les tranquiliza en su camino irreligioso. Se
dicen a sí mismos: «Ahora no puedo dejar esta falta; me es
imposible abandonar estas satisfacciones; no soy capaz de
suprimir este hábito intemperante; no puedo prescindir de
estas ganancias ilícitas; no puedo romper con estos colegas o
superiores que me impiden seguir mi conciencia.En estos
momentos no estoy en condiciones de servir a Dios; no tengo
tiempo para atender los asuntos de mi alma; no siento deseos
de cambiar; no me dice nada la religión. Será más fácil
después; en un futuro será tan natural arrepentirse como lo es
ahora pecar; pues entonces experimentaré menos tentaciones y
dificultades. Los hombres viejos son a veces libertinos, pero
en general se comportan religiosamente; lo normal es que sean
gente devota; quizás usan mala lengua, juran, dicen mentiras e
incurren en parecidas minucias, pero están limpios de pecado
grave, y si de repente mueren tienen resuelto el destino
eterno».
Cuando les sorprende alguna tentación razonan del
siguiente modo: «Es un solo pecado; nunca lo cometí
anteriormente ni lo cometeré de nuevo mientras viva»; o bien:
«He obrado igualmente mal otras veces antes de ahora; es
solamente un pecado más; al fin y al cabo habré de
arrepentirme en algún momento y, decidido a ello, es tan fácil
arrepentirse de un pecado más como de un pecado menos,
dado que tendré que repudiar todo pecado»; o bien: «Si
perezco no me faltará compañía, pues lo mismo le ocurrirá a
éste y a aquél; además, soy casi un santo en comparación con
algunos, y conozco hombres arrepentidos que habían obrado
mucho peor antes que yo».
 
La vía del pecado
Los que se dicen estas excusas, hermanos míos, no conocen
el pecado en su verdadera naturaleza, ni sus propios pecados
en particular. No entienden la repulsión ni la multitud de sus
faltas. Es conveniente, por tanto, recordar uno o dos puntos de
doctrina católica que ayuden a situar el tema bajo una luz más
clara de la usual. Estas verdades resultan sencillas y obvias,
pero han sido olvidadas por las personas a que me refiero. De
otro modo no conseguirían aquietar su razón y su conciencia
mediante argumentos tan frívolos.
En primer lugar, debéis advertir que cuando un cristiano
dice: «He pecado ya antes tan gravemente como ahora» o
«éste es solamente un pecado más» o «en último término
tendré que arrepentirme y entonces me arrepentiré de todo a la
vez», olvida que todos sus pecados se encuentran a la vista de
Dios, en el libro de la vida, acumulados contra él uno tras otro,
a medida que los ha cometido. Olvida que la ofensa que ahora
comete no es un mero pecado singular, aislado de los demás,
sino que forma parte de una serie, de una larga cadena, y que
aunque sea solamente uno no es el pecado uno, dos o tres, sino
el milésimo, diezmilésimo o cienmilésimo de un prolongado
camino pecaminoso. No es el primero de sus pecados, sino el
último, quizás el verdaderamente último y terminal pecado. La
persona olvida, consigue olvidar, trata de olvidar, desea
olvidar todos los pecados anteriores, o bien los recuerda sólo
como ejemplos de su mala conducta pasada e impune, y
pruebas de que puede pecar todavía con impunidad. Pero cada
pecado tiene su historia. No es un accidente. Es el fruto de
anteriores pecados de pensamiento u obra; es la manifestación
de viejos hábitos profundamente asentados y ampliamente
extendidos; es la agravación de una enfermedad virulenta. E,
igual que se afirma que la última brizna hunde el espinazo del
caballo, así nuestro último pecado, sea el que sea, es el que
destruye nuestra esperanza y nos hace perder el cielo.
Por tanto, hermanos míos, es una artimaña del enemigo de
vuestra alma lo que os hace contemplar vuestras faltas una a
una, cuando la verdad es que Dios las ve como un todo único.
Signasti quasi in sacculo delicta mea, dice Job: «has sellado
mis pecados como dentro de un saco» (cfr XIV, 17), y un día
serán contados. Por separado, los pecados son como las
pinceladas que un pintor añade, una tras otra, al cuadro que
pinta; o como las piedras que el albañil apila y une con
cemento en la pared que levanta. Forman una unidad, son
aspectos de un todo, apuntan a un fin y aceleran su
consecución.
 
El desenlace de las faltas acumuladas
Cometed ese pecado que os empeñáis en considerar una
acción aislada, miradlo como Eva contempló la fruta
prohibida, fijaos sólo en su aparente insignificancia, y quizás
descubráis al final que era el remate de una torre de rebelión,
que sube ante la mirada de Dios y colma la medida de vuestras
maldades.
«Llenad la medida de vuestros padres», dice el Señor a los
fariseos hipócritas. La ira que vino sobre Jerusalén no fue
causada únicamente por los pecados del día en que Cristo
llegó, aunque ese día presenció la más terrible de las faltas: su
repudio por el pueblo judío. Esa conducta, sin embargo, no fue
otra cosa que el coronamiento de un largo camino de rebelión.
También en un tiempo anterior, el de Abraham, antes de que
los hebreos poseyeran la tierra prometida, tuvo lugar un gran
pecado entre los paganos que la habitaban, y a pesar de todo
no fueron destruidos inmediatamente, porque la misericordia
divina hacia ellos no se había agotado aún. El Señor concedió
todavía la gracia al pueblo extraviado y esperó su
arrepentimiento. Pero adivinó que la espera sería vana, y lo dio
a entender cuando anunció que no entregaría la tierra de
inmediato al pueblo elegido «porque las iniquidades de los
Amorritas no habían llegado a su colmo». Llegaron cien años
después, y los israelitas fueron introducidos entonces en el
territorio con el mandato de destruir con la espada a los
ocupantes.
Conocéis asimismo la historia de Baltasar. En medio de su
fastuoso banquete, hizo traer –ebrio de vino– los ricos vasos
del templo de Jerusalén, para que bebieran sus nobles, mujeres
y concubinas. Y en aquella hora se vieron unos dedos como de
hombre que escribían la ruina del rey y de su reino sobre el
muro de la festiva sala. Las palabras decían: «Dios ha medido
tu reinado y le ha puesto fin; has sido pesado en la balanza y
hallado falto de peso» (cfr. Dan V, 26-27). Aquel pobre
príncipe no había llevado la cuenta de sus faltas. A la manera
de un pródigo que no repara en sus deudas, continuó día tras
día, año tras año, sumido en su orgullo, su crueldad y sus
satisfacciones sensuales, insultando a su Creador, hasta agotar
la divina misericordia y desbordar el cáliz de la ira. Llegó su
hora. Cometió un pecado más y la copa rebosó, el juicio le
alcanzó en su instante y desapareció de la tierra.
No es necesario que el último pecado sea un gran pecado.
Puede ser menor que los precedentes. Había un hombre rico,
mencionado por el Señor, que, recogidas sus abundantes
cosechas, se dijo a sí mismo: «¿Qué haré, pues no tengo donde
reunir mi cosecha?» Y dijo: «Voy a hacer esto: demoleré mis
graneros, y edificaré otros mayores y juntaré allí todo mi trigo,
y diré a mi alma: tienes muchos bienes, descansa, come, bebe,
diviértete» (cfr. Lc XII, 17-19). Fue llevado aquella misma
noche. No era una falta muy llamativa, y seguramente no fue
su primer gran pecado. Fue el último episodio en una larga
cadena de actos de egoísmo y olvido de Dios, no mayor en
intensidad que los anteriores, pero completando un número.
Así también, cuando Nabucodonosor, padre del rey aludido
más arriba, después de despreciar por un año entero las
advertencias de Daniel, que le invitaba al arrepentimiento,
exclamó un día a la vista de su ciudad: «¿No es ésta la gran
Babilonia que yo he edificado como mi residencia real, con la
fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad?» (cfr. Dan
IV, 27). De repente, cuando aún estaban estas palabras en su
boca, el juicio vino sobre él, contrajo una extraña enfermedad,
fue separado de los hombres y se alimentaba de hierba como
los bueyes. Su final acto de soberbia no fue mayor, quizás, de
los que cometió en los doce meses anteriores.
 
La importancia de un solo pecado
No, hermanos míos, no debéis pensar que domináis a la
misericordia divina, simplemente porque la falta que ahora
cometéis parece pequeña. El último pecado no es siempre el
pecado mayor. Además, no podéis calcular cuál va a ser
vuestro último pecado en base al número de los que han tenido
lugar antes: ni siquiera aunque pudierais contarlos, pues el
número varía según la persona. Ésta es otra grave
consideración. Podéishaber cometido uno o dos pecados, y
descubrir después que estáis perdidos irremisiblemente,
mientras que otros que han faltado más veces no lo están. La
causa sólo es conocida por Dios, que muestra misericordia y
concede su gracia a todos, y que muestra mayor misericordia y
concede más gracia a un hombre que a otro.
El Señor da a todos gracia suficiente para su salvación; a
todos concede más de lo que tienen derecho a esperar, pero
concede a algunos más que a otros. Nos dice Él mismo que si
los habitantes de Tiro y Sidón hubieran visto los prodigios
realizados en Corozaín, habrían hecho penitencia. Es decir,
había algo que podía haberlos convertido, y no se les concedió
[15]. Hasta que no consideremos esto, no podremos alcanzar
una idea correcta del pecado en sí mismo, y de nuestro destino
si vivimos en él. Así como Dios establece para cada hombre la
medida de su estatura, las características de su mente, y el
número de sus días, que no son iguales para todos, dispone
también que un hijo de Adán viva un día y que otro cumpla
ochenta años; que un hombre llegue a su pecado número
ochenta y que otro cometa solamente el primero. No sabemos
por qué ocurre así, pero es similar a lo que se verifica en
asuntos humanos sin provocar sorpresa alguna. A veces entre
dos condenados por la justicia, uno logra el perdón y el otro es
entregado al cumplimiento de la pena; y esto se hace donde
nada invita a elegir entre la culpabilidad de uno o de otro, y las
razones que determinan la diferencia de trato son puramente
accidentales y externas a los dos individuos. Del mismo modo
oímos a veces cómo se diezman prisioneros, es decir, cómo se
procede a ejecutar uno de cada diez, y se deja el resto. Así
sucede, salvadas las distancias, con los juicios de Dios, aunque
no podemos averiguar sus razones. El Señor no está obligado a
librar a ningún pecador. Podría sentenciar a todos. Lo indico
solamente para mostrar cómo nuestros criterios de justicia aquí
abajo no eliminan diferencias en el tratamiento dispensado a
unos hombres o a otros. El Creador concede tiempo a un
hombre para que se convierta, y se lleva a otro mediante una
muerte repentina. Permite que uno muera con los últimos
sacramentos, mientras otro muere sin un sacerdote que reciba
su imperfecta contrición y le absuelva. Uno muere perdonado
y el otro tal vez no. Nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá
en su propio caso. Nadie puede prometerse tiempo seguro para
el arrepentimiento, o que, si dispone de tiempo, se verá
movido sobrenaturalmente hacia Dios, o que tendrá cerca un
sacerdote que le absuelva.
Algunos se han perdido por su primera falta. Éste fue,
según enseñan los teólogos, el caso de los ángeles rebeldes.
Mediante un solo pecado, un pensamiento perfecto de orgullo,
perdieron su estado primero y se convirtieron en demonios.
Hay santos que testimonian ejemplos de hombres, incluso de
niños, que, de igual modo, han proferido una blasfemia u otra
falta deliberada y han sido visitados a continuación por la
justicia divina. Casos similares aparecen en la Sagrada
Escritura. Me refiero al sobrecogedor castigo de un solo
pecado, sin atención a la virtud o distinción del pecador. Adán,
por una sola falta, pequeña en apariencia –comer el fruto
prohibido–, perdió el paraíso y causó la ruina de toda su
descendencia. Los betsamitas se atrevieron a mirar el Arca del
Señor y en consecuencia murieron más de cincuenta mil. Oza
tocó el Arca con la mano para evitar que cayera y quedó
muerto en el sitio por su imprudencia. El hombre de Dios de
Judá comió pan y bebió agua en Bethel, contra el mandato
divino, y fue devorado al poco tiempo por leones. Ananías y
Safira mintieron y cayeron muertos apenas habían terminado
de hablar. ¿Quiénes somos para que Dios aguarde por más
tiempo nuestro arrepentimiento, cuando no esperó a juzgar a
quienes pecaron menos que nosotros?
 
El silencio de Dios
Queridos hermanos, estos pensamientos presuntuosos nacen
de una noción incorrecta acerca de la gravedad del pecado en
sí. Somos culpables, e incapaces por tanto de actuar como
jueces en causa propia. Nos amamos a nosotros mismos,
defendemos nuestro caso, el pecado nos resulta algo familiar y,
por vanidad, no nos reconocemos perdidos. No sabemos en
realidad qué son el pecado, el castigo y la gracia. No sabemos
qué es el pecado, porque no conocemos a Dios. No tenemos
medida para compararlo hasta que no descubrimos lo que Dios
es. Solamente la gloria, perfecciones, santidad y belleza
divinas pueden enseñarnos, por contraste, a sentir el pecado; y
dado que en esta vida no vemos a Dios, debemos recibir con la
fe, hasta llegar al cielo, qué sea el pecado. Aun entonces, sólo
seremos capaces de odiarlo si tratamos ahora de buscar, alabar
y glorificar a Dios; sólo advierte la plenitud de maldad
contenida en la conducta pecadora Aquel que, conociendo al
Padre desde la Eternidad con perfecto conocimiento, mostró
con la muerte su sensibilidad única hacia el pecado, y siendo
Dios se entregó a terribles sufrimientos de alma y cuerpo
como adecuada satisfacción por la culpa. Recibid Su palabra, o
más bien Sus obras, como garantía de la verdad de esta
doctrina sobrecogedora: un sólo pecado grave basta para
alejaros de Dios definitivamente.
El hecho de que Dios difiera su juicio, y tengáis ocasión de
sumar nuevas faltas a las anteriores, significa sólo que, llegado
el castigo, será mayor. Dios es terrible cuando habla al
pecador. Es más terrible cuando se contiene. Es aún más
terrible cuando calla. Hay hombres a quienes permite una larga
vida, de feliz apariencia, al margen de Dios. Nada indica
externamente ni les recuerda lo que va a suceder, hasta que un
día les sorprende la sentencia irreversible. Así como la
corriente de un río fluye suavemente cercana ya a la catarata,
también la vida de aquellas personas discurre en silencio y
tranquilidad. «No padecen los trabajos propios de los hombres,
ni sufren penas como los demás». «Sus hogares se mantienen
seguros y en paz; la vara del Señor no cae sobre ellos. Sus
siervos son abundantes como un rebaño, sus hijos disfrutan y
juegan» (cfr. Eccle 2). Así ocurrió a Jerusalén cuando el Señor
la abandonó. Nunca había sido tan próspera. Herodes había
reconstruido el templo, y los mármoles que lo cubrían,
espléndidos de tamaño y belleza, brillaban al sol. Los
discípulos dirigieron la atención de Jesús hacia esta
circunstancia, pero él veía sólo el sepulcro blanqueado de un
pueblo réprobo, y predijo su destrucción: «¿Veis estas cosas?
Os aseguro que no quedará piedra sobre piedra que no sea
derruida» (cfr. Mt XXIV, 2). «Al ver la ciudad, lloró por ella,
diciendo: ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de
paz! Pero ahora está oculto a tus ojos» (cfr. Lc XIX, 42).
Oculta, en verdad, permanecía su ruina, pues millones se
agolpaban dentro de la ciudad culpable en aquella fiesta anual,
y el fin parecía lejano cuando en realidad era inminente.
 
Un diseño del juicio divino
¡Qué terrible cambio, hermanos míos, cuando la sentencia
se ha pronunciado, la vida termina, y comienza la muerte
definitiva! El pobre pecador ha vivido tanto tiempo en el
pecado, que ha olvidado tener faltas de las que arrepentirse.
Ha aprendido a olvidar que vive enemigo de Dios. Ha dejado
incluso de excusarse, como al principio. Vive en el mundo, no
cree en los Sacramentos, ni confía en los sacerdotes. Quizás no
oye hablar de la religión católica ni la menciona él mismo,
excepto para insultarla o someterla a ridículo. Ocupa sus
pensamientos en la familia y el trabajo. Si piensa en la muerte
lo hace con repugnancia, como en algo que le separará de este
mundo, y no con temor saludable, como en algo que le
introducirá en el más allá. Ha sido siempre un hombre fuerte y
de excelente salud. Nunca ha estado enfermo. La gente de su
familia vive mucho, y él cuenta, por tanto, con largo tiempo
por delante. Sus amigos mueren antes que él, y siente más
desprecio por su insignificancia que dolor por su desaparición.
Acaba de casar a una hija, ha establecido a su primogénito, y
piensa retirarsede sus actividades, aunque se pregunta cómo
empleará el tiempo cuando las haya dejado. No consigue
detenerse en la idea de su destino una vez que la vida termine,
y si alguna vez lo hace por un momento, parece seguro de una
cosa: su Creador es pura benevolencia, y resulta absurdo
hablar de condenación eterna. Así vive, pocos o muchos años,
pero en cualquier caso llega el fin. El tiempo ha pasado sin
ruido, y le sorprende como ladrón en la noche.
Tal vez era católico, y ha abusado, para su ruina, de las
misericordias de Dios. Se ha apoyado en los Sacramentos sin
preocuparse nada de albergar las disposiciones adecuadas para
recibirlos provechosamente. Vivió por un tiempo descuidado
totalmente de la religión, pero un día sintió el deseo de
reconciliarse con Dios y comenzó desde entonces a acudir
periódicamente a la confesión y a la comunión. Va al sacerdote
de vez en cuando, pero sus confesiones son convencionales y
no se decide a renunciar a sus malos hábitos y a las ocasiones
de pecado. El sacerdote escucha sus confesiones defectuosas,
pero no advierte razones suficientes para negarle la
absolución. Es absuelto, en la medida que las palabras pueden
absolverle. Cae enfermo, recibe los últimos sacramentos, y sin
embargo, su alma se ha perdido. Se ha perdido porque en
realidad nunca volvió el corazón hacia Dios, o si tuvo alguna
medida de contrición no duró ésta más allá de la primera o
segunda confesión. Se acostumbró pronto a acudir a los
Sacramentos sin dolor y sin propósito de la enmienda; se
engañó y no tuvo en cuenta sus principales y más importantes
pecados. Se decía a sí mismo que no eran pecados, o que no
eran faltas graves. Por una u otra razón, los mantuvo callados,
y sus confesiones se hicieron tan defectuosas como su
contrición. Sin embargo, este barniz de devoción bastó para
acallar su conciencia, y así fue año tras año sin hacer nunca
una buena confesión y comulgando en pecado, hasta que cayó
enfermo. Entonces, recibidos el viático y la unción, cometió
sacrilegio por última vez, y en estas condiciones comparece
ante su Dios.
¡Qué momento para la pobre alma, que se mira y se
sorprende repentinamente ante el tribunal de Cristo! ¡Qué
dramático instante, cuando, jadeante del camino, deslumbrado
por la majestad divina, confundido por lo que le sucede,
incapaz de advertir dónde se halla, el pecador escucha la voz
del espíritu acusador que le recuerda todos los pecados de su
vida! Son las faltas que ha olvidado o que estimó irrelevantes
al no considerarlas pecados, aunque sospechaba que lo fueran.
¡Qué confusión cuando oye referir las misericordias de Dios
que ha rechazado, las advertencias que tuvo en nada, los
juicios a que sobrevivió! Más terrible aún el momento en que
habla el Juez y le manda encerrar hasta que pague la deuda
infinita que contrajo. «¡Imposible que yo sea un alma
condenada! ¿Separado yo para siempre de la esperanza y de la
paz? ¡El Juez no se refería a mí! ¡Ha habido un error! ¡Cristo
Salvador, alarga tu mano, permite un instante de explicación!
Mi nombre es Dimas, soy Dimas, no soy Judas, Nicolás o
Alejandro. ¿Condenado sin remedio? ¡No puede ser!». La
pobre alma lucha y se agita en poder del demonio que le sujeta
y cuyo contacto es ya un tormento. Grita en agonía y con ira,
como si la misma intensidad del dolor fuera una prueba de su
injusticia. «No lo soporto. Detente, horrible ser; soy un
hombre, no me parezco a ti; no sirvo para tu alimento o tu
diversión; no he estado nunca, como tú, en el infierno, ni he
olido a fuego. Conozco lo que son sentimientos humanos; he
aprendido religión, he tenido una conciencia, poseo un espíritu
cultivado, soy un hombre versado en la ciencia, el arte y la
literatura, sé apreciar la belleza, soy filósofo, poeta, conocedor
de hombres, soy un héroe, un estadista, un orador, un hombre
lleno de ingenio. Más aún, soy católico, no un protestante
irredento. He recibido la gracia del Redentor y los sacramentos
durante años. Soy católico desde niño, soy hijo de
mártires…».
 
Lo imperecedero y la misericordia divina
¡Pobre alma! Mientras lucha de este modo contra el destino
y los compañeros que ha elegido, su nombre es quizás alabado
solemnemente y su memoria exaltada entre sus amigos. Su
elocuencia, mente preclara, sagacidad, sabiduría, no se
olvidan. Se le menciona de vez en cuando, se le cita como
autoridad, se repiten sus palabras, se le erige incluso un
monumento, o se escribe su biografía. ¿De qué le sirve? Su
alma está perdida.
¡Vanidad de vanidades y miseria de miserias! Los hombres
no nos escucharán ni creerán nuestras palabras. Somos pocos
en número, y ellos una multitud, y los muchos no dan crédito a
los pocos. Miles de hombres mueren diariamente, y despiertan
ante la ira eterna de Dios; vuelven la mirada a los días terrenos
y los estiman escasos y malos; desprecian los mismos
razonamientos en que una vez confiaron y que han sido
rectificados por los hechos; maldicen el descuido que les hizo
retrasar el arrepentimiento; han caído bajo la justicia de Aquel
cuya misericordia abusaron; sus amigos actúan como ellos y
pronto les acompañarán.
La nueva generación es tan presuntuosa como la anterior. El
padre no creía que Dios pudiera castigar, y el hijo tampoco lo
cree. El padre se indignaba cuando oía hablar del dolor eterno,
y el hijo rechina los dientes y sonríe despectivo ante
observaciones análogas. El mundo hablaba bien de sí mismo
hace treinta años y continuará igual dentro de otros treinta. Así
es como este vasto caudal de la vida avanza de edad en edad.
Millones de hombres trivializan el amor de Dios, tientan su
justicia, y como la piara de cerdos, caen de cabeza por el
precipicio. ¡Oh Dios Todopoderoso, Dios de Amor! ¡Es
demasiado! La miseria del hombre extendida delante de sus
ojos divinos rompió el corazón de tu dulce Hijo Jesús. Él
murió a causa de ella, a la vez que por ella. También nosotros,
según nuestra medida, sentimos que los ojos sufren, el corazón
se duele, la cabeza gira, cuando la contemplamos débilmente.
¿Cuándo querrás terminar, suavísimo corazón de Jesús, este
peso siempre creciente de pecado y perdición? ¿Cuándo
sepultarás al demonio en su infierno, y cerrarás la boca del
abismo, para que tus elegidos puedan alegrarse en Ti y no haya
quien perezca en su loca desobediencia?
Deus misereatur nostri et benedicat nobis. Señor, ten
misericordia de nosotros, y bendícenos. Haz que tu rostro nos
ilumine, y apiádate, para que reconozcamos tus caminos y tu
salvación entre todas las gentes. Que tu pueblo y todos los
pueblos te alaben, Señor. Que las naciones se alegren y salten
de gozo: porque Tú las juzgues con equidad y las dirijas con
justicía en toda la tierra, Bendícenos, Señor, y haz que todos
los confines del orbe te veneren y te amen [16].
DISCURSO TERCERO: 
LOS SACERDOTES DEL EVANGELIO,
HOMBRES
 
La dignidad de Dios
Cuando Jesucristo, el gran predicador y misionero, entró en
el mundo lo hizo de manera santa y dignísima. Aunque se
manifestó humilde y vino para sufrir, aunque nació en un
establo y yació en un pesebre, fue concebido, sin embargo, en
el vientre de una Madre inmaculada y en su forma de niño
brilló con magnífica luz. La santidad distinguió todo trazo de
su carácter y toda circunstancia de su misión. Gabriel anunció
su Encarnación; una Virgen lo concibió, llevó en su seno y
alimentó; su padre ante los hombres fue el puro y santo José;
ángeles anunciaron su nacimiento; una estrella luminosa
extendió la nueva entre los paganos; el austero Bautista
caminó delante de Él; y una turba de arrepentidos penitentes,
limpios por la gracia, le seguía a todas partes. Igual que el sol
brilla en el cielo a través de las nubes y se refleja sobre el
paisaje, así el eterno Sol de justicia, elevado sobre la tierra,
convirtió la noche en día e hizo todo nuevo mediante su luz.
Vino el Señor y se fue; y como su propósito era establecer
en el mundo una definitiva economía de gracia, dejó tras de Sí
predicadores y maestros en lugar suyo. Diréis, hermanos míos,
que si todo en torno a Él fue tan espléndidoy glorioso, sus
siervos, representantes y ministros en su ausencia habrán de
ser como Él. Si Él no tuvo pecado, tampoco ellos deberán
tenerlo; si Él es Hijo de Dios, ellos serán, por lo menos,
ángeles.
Solamente ángeles, podríais pensar, pueden desempeñar tan
alto ministerio; sólo los ángeles parecen aptos para anunciar el
nacimiento, los dolores y la muerte de Dios. Tendrían
ciertamente que cubrir su esplendor, igual que Jesucristo, su
Señor y Maestro, ocultó su divinidad; tendrían que venir,
como ocurre a veces en el Antiguo Testamento, en apariencia
de hombres. Pero en cualquier caso, parece a simple vista que
no pueden ser criaturas humanas quienes prediquen el
Evangelio eterno y dispensen los misterios divinos. Si se trata
de ofrecer el sacrificio que el Señor ofreció, continuarlo,
repetirlo y aplicarlo; si ha de tomarse entre las manos la
Sagrada Víctima; si hay que atar y desatar, bendecir y
censurar, recibir las confesiones del pueblo cristiano y
absolverle de sus pecados; si hay que enseñar los caminos de
la verdad y de la paz, únicamente un habitante del cielo puede
desempeñar el encargo.
 
El sacerdocio cristiano
Y sin embargo, hermanos míos, Dios ha enviado para el
ministerio de la reconciliación no ángeles sino hombres. Ha
enviado a vuestros hermanos, no a seres de naturaleza
desconocida y vida diferente; ha enviado para predicadores a
seres de carne y hueso como vosotros. «Varones de Galilea,
¿qué hacéis ahí mirando al cielo?» (cfr. Act I, 11). He aquí el
estilo imponente que usan los ángeles para dirigirse a
hombres, aunque se trate de Apóstoles. Es el tono de quienes
nunca han pecado y hablan desde su altura a seres pecadores.
Pero no es el de aquellos que han sido enviados por Cristo. Él
ha elegido a vuestros hermanos y a nadie más, a hijos de
Adán, iguales a vosotros en la naturaleza y distintos sólo por la
gracia; hombres expuestos a las mismas tentaciones y a la
misma lucha interior y exterior; que combaten a idénticos
enemigos, como son el mundo, el demonio y la carne, y
sienten con idéntico corazón, humano y débil, sólo diferente
en que Dios lo ha cambiado y lo gobierna.
Así es. No somos ángeles del cielo que se dirigen a
vosotros. Somos hombres a quienes la gracia, y sólo la gracia,
ha concedido una vida y una misión nuevas. Oíd al Apóstol
Pablo. Cuando los bárbaros licaonios han presenciado su
milagro y pretenden ofrecerle sacrificios como si fuera un
dios, él se apresura a gritarles: «¿Por qué hacéis esto?
Nosotros somos también hombres, de igual condición que
vosotros» (cfr. Act XIV, 15). Y a los corintios escribe: «No
nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor
nuestro, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús. Pues el
mismo Dios que dijo: brille la luz del seno de las tinieblas, ha
hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el
conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de
Cristo. Pero llevamos este tesoro en vasos de barro» (II Cor
IV, 5-7). Más adelante dice asombrosamente de sí mismo:
«Para que no me envanezca con la sublimidad de las
revelaciones, se me ha dado un aguijón en mi carne, un ángel
de Satanás que me abofetea» (II Cor XII, 7). Éstos son,
hermanos míos, vuestros predicadores y sacerdotes. No son
ángeles, ni santos, ni gente impecable, sino hombres que
habrían vivido y muerto en pecado, como cualquiera, a no ser
por la gracia de Dios, y que, aunque se preparan por la
misericordia divina para entrar en la compañía de los santos,
experimentan en la vida presente la enfermedad y la tentación,
y alientan la esperanza inmerecida de perseverar hasta el fin.
 
Ex hominibus assumptus
¡Qué extraña anomalía! Todo es perfecto y magnífico en la
dispensación que Jesucristo nos ha otorgado, excepto las
personas de sus ministros. Él mismo habita en nuestros altares.
De entre elementos y formas visibles escoge lo más selecto
para representarle y contenerle. El trigo y el vino mejores se
convierten en su cuerpo y su sangre. Palabras sagradas y
majestuosas acompañan el rito sacrificial: altares y santuarios
se adornan digna y espléndidamente; los sacerdotes
desarrollan su función vestidos con ornamentos adecuados, y
elevan a Dios un corazón limpio y unas manos santas. Y sin
embargo, esos sacerdotes, distinguidos del resto de sus
hermanos, consagrados mediante un sacramento y ceñidos con
el cíngulo del celibato, son también hijos de Adán, son
pecadores, poseen una naturaleza caída que no han
abandonado al ser regenerados por la gracia. Hasta el punto de
que en la definición de sacerdote se hace mención de los
pecados propios por los que también ofrece su sacrificio.
«Todo sacerdote –dice el Apóstol– es tomado de entre los
hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se
refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados;
y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados,
puesto que él está también envuelto en flaqueza. Y por lo tanto
debe ofrecer por los pecados suyos igual que por los del
pueblo» (cfr. Hebr V, 1-3).
Por esta razón, cuando en la Misa ofrece la Hostia antes de
la consagración, dice: Suscipe Sancte Pater, Omnipotens,
Aeterne Deus…: «Acepta, Padre Santo, Omnipotente y Eterno
Dios, esta inmaculada hostia, que yo, indigno siervo tuyo, te
ofrezco a Ti, Dios vivo y verdadero, por mis innumerables
pecados, ofensas y negligencias, por aquellos que me
acompañan, y por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos»
[17].
Todo esto resulta llamativo en sí mismo, pero no debe
sorprender si consideramos que ha sido dispuesto así por un
Dios misericordioso en grado sumo. No resulta extraño en
Dios, y el Apóstol explica por qué en el pasaje citado más
arriba. Los sacerdotes de la nueva ley son hombres, a fin de
que puedan «sentir compasión hacia los ignorantes y
extraviados, puesto que ellos están también envueltos en
flaqueza». Si vuestros hermanos sacerdotes hubieran sido
ángeles no podrían haber sentido piedad hacia vosotros, no os
habrían contemplado con afecto, no comprenderían vuestras
debilidades, como nosotros podemos hacerlo. No podrían
tampoco serviros de modelos o guías, y libraros de vosotros
mismos para conduciros a una nueva vida, como pueden
llevarlo a cabo quienes comparten vuestra condición humana,
que han sido guiados antes como vosotros sois guiados ahora,
que conocen vuestras dificultades, que han experimentado, al
menos, idénticas tentaciones, que saben la debilidad de la
carne y las argucias del demonio, que están dispuestos a
solidarizarse con vosotros y a comprenderos, que pueden,
finalmente, aconsejaros con eficacia y advertiros con
prudencia y oportunidad.
Por todo esto, el Señor os envió hombres como ministros de
reconciliación e intercesión; lo mismo que Él, aunque
impecable, quiso tomar sobre sí, al hacerse hombre, toda la
carga humana de flaqueza y debilidad. Él no podía pecar, pero
podía hacerse hombre, y asumió un corazón de hombre para
que pudiéramos confiarnos a Él, y «fue tentado en todo como
nosotros lo somos».
Meditad bien esta verdad y dejad que ella os consuele.
Entre los anunciadores y sacerdotes del Evangelio ha habido
Apóstoles, mártires, doctores y santos innumerables, y, sin
embargo, aunque dotados de alta santidad, variados carismas y
dones estupendos, ninguno hay que no comenzara como el
viejo Adán, ninguno que no esté hecho del mismo barro y no
sea hermano de muchas almas perdidas hoy para siempre. La
gracia ha vencido a la naturaleza: ésta es la sola historia de los
santos. He aquí saludables pensamientos para quienes se
inclinan a enorgullecerse por lo que hacen y son; sugestiones
confortadoras para quienes advierten con nostalgia en sus
corazones la gran diferencia entre ellos y los santos, alegres
nuevas para quienes odian el pecado y desean escapar de su
abrazo terrible, pero sienten la tentación de juzgarlo una
utopía.
 
Debilidad humana y fuerza divina
Vamos, hermanos míos, a observar esta verdad más de
cerca. Considerad en primer lugar que desde la caída de Adán
todos los seres concebidos por obra de hombre hannacido con
pecado: todos menos uno. Hay una excepción. No me refiero a
Jesucristo, porque Él no fue concebido por un hombre sino por
obra del Espíritu Santo. Me refiero a su Madre la Virgen María
que, aunque concebida y nacida de padres mortales, como
todos, fue rescatada anticipadamente de la condición humana y
nunca participó de hecho en la culpa de Adán. Fue concebida
según la vía de la naturaleza, nació como los demás hombres y
mujeres. Pero la gracia se interpuso y fue librada de todo
pecado; la gracia llenó su alma desde el primer momento de su
existencia, de modo que el mal no respiró en ella ni mancilló
la obra de Dios [18]. Tota pulchra es, Maria, et macula
originalis non est in te. «Eres toda hermosa, oh María, y en ti
no hay mancha original alguna».
Pero aparte de la Madre de Dios, toda otra criatura, el santo
más excelente y el pecador más abyecto, es decir, la persona
que de hecho llegó más arriba y la que perdió su alma,
nacieron ambas con el mismo pecado original, eran hijas de la
ira, incapaces de alcanzar el cielo.
Ambos hombres nacieron en pecado y por un tiempo
permanecieron en él. El que más tarde llegaría a la santidad
habría continuado en sus faltas y se habría perdido, a no ser
por la ayuda de una influencia sobrenatural e inmerecida que
hizo por él lo que él era incapaz de hacer por sí mismo. El
pobre niño destinado a heredar la gloria se formaba en el seno
materno como un hijo del dolor, débil y miserable, sin
esperanza y sin auxilio divino. Así estuvo largos días antes de
nacer, y cuando finalmente abrió los ojos y vio la luz se asustó
y lloró alto por haberla visto. Pero Dios oyó su gemido en este
valle de lágrimas, y propició el curso de misericordias que
conduce de la tierra al cielo. Envió a un sacerdote que le
administrase el primer sacramento y le bautizara con su gracia.
Un gran cambio tuvo lugar en su vida, pues en vez de ser presa
del demonio se convirtió en hijo de Dios, y si hubiera muerto
en aquel momento, antes de alcanzar el uso de razón, habría
sido llevado sin tardanza y admitido a la presencia de Dios.
Pero no murió, llegó a la edad de pensar por sí mismo, y
¿nos atreveremos a decir –aunque pueda afirmarse en algunos
casos singulares–, nos atreveremos a decir que no usó mal los
talentos recibidos, que no profanó la gracia que habitaba en él
y que no cayó en pecado grave? En ciertos casos, gracias a
Dios, nos atrevemos a afirmarlo. Tales parecen haber sido las
circunstancias de mi querido Padre San Felipe, que con toda
probabilidad conservó intacta su vestidura bautismal desde el
día que la tomó, nunca perdió el estado de gracia que le fue
concedido, y progresó de mérito en mérito durante el entero
curso de su larga vida, hasta que a la edad de ochenta años,
llamado a rendir cuentas, fue alegre, y atravesó como en
volandas el purgatorio, derecho al cielo.
 
Los éxitos de la gracia
Estos han sido, en verdad, algunas veces, los efectos de la
gracia divina sobre los elegidos. Pero con frecuencia mayor,
como si se tratara de asociarlos más íntimamente a sus
hermanos y convertir los favores divinos en fundamento de
ánimo y esperanza para el pecador penitente, muchos que
fueron finalmente ejemplos de santidad han experimentado
tiempos de culpable desobediencia, se han apartado de Dios,
han sido esclavos del pecado o del error hasta que un día,
recuperados por Dios, paulatina o rápidamente, volvieron a la
gracia o incluso a una situación espiritual más alta que la que
habían perdido. Así ocurrió a María Magdalena, que había
llevado una vida pecadora, hasta el punto de que ser tocado
por ella se juzgaba por todos una deshonra. Conformada a la
vida mundana, apasionada y joven, había entregado su corazón
a las criaturas antes de que la gracia de Dios venciera en su
alma. Entonces cortó sus largos cabellos, desechó sus ricos
vestidos, y de tal modo se transformó en lo que no era, que
parecía otra mujer a quienes la conocieron antes y después de
su conversión. No quedaba en la penitente rastro alguno de la
pecadora, excepto el corazón ardiente, aplicado ahora a
Jesucristo. Así ocurrió también al publicano que llegó a ser
Apóstol y evangelista: un hombre que por afán de una sucia
ganancia no vaciló en servir a los paganos y en oprimir a su
propio pueblo. Tampoco el resto de los Apóstoles estaban
hechos de barro mejor que los otros hijos de Adán. Eran por
naturaleza vulgares, sensuales e ignorantes. Dejados a sí
mismos se habrían movido por la tierra como los animales, se
habrían mirado solamente en el polvo y alimentado con él, si
la gracia de Dios no hubiera venido a sus vidas y levantado sus
ojos al cielo después de haberles colocado derechos sobre sus
pies. Igual sucedió al culto fariseo que buscó a Jesus de noche,
celoso de su reputación y confiado en su ciencia. Pero llegó
por fin el tiempo cuando, huidos los discípulos, se dispuso a
embalsamar el cuerpo abandonado de Aquel a quien no se
atrevió a confesar en vida. Veis que fue la gracia la que venció
en María de Magdala, en Mateo y en Nicodemo. La gracia
divina vino a la naturaleza corrompida, y dominó la impureza
de la joven mujer, la codicia del publicano y el respeto
humano del fariseo.
 
Agustín
Permitidme hablaros de otra señalada conquista de la gracia
divina en edad tardía, y apreciaréis cómo hace Dios un
confesor, un santo y doctor de su Iglesia a partir del pecado y
la herejía juntos. No bastaba que el padre de las escuelas
cristianas de Occidente, autor de mil obras y campeón de la
gracia fuera un pobre esclavo de la carne, sino que era también
víctima de un intelecto equivocado. El mismo que por encima
de otros iba a exaltar la gracia de Dios experimentó como
pocos la impotencia de la naturaleza. Agustín, que no tomaba
en serio su alma ni se preguntaba cómo podría limpiarse el
pecado, se aplicó a disfrutar de la carne y el mundo mientras le
duraban la juventud y la fuerza, aprendió a juzgar sobre todo
lo verdadero y lo falso mediante su capricho personal y su
fantasía, despreció a la Iglesia católica, que hablaba demasiado
de fe y sumisión, hizo de su propia razón la medida de todas
las cosas, y se adhirió a una secta pretendidamente filosófica e
ilustrada, ocupada en corregir las vulgares nociones católicas
sobre Dios, Cristo, el pecado y el camino de la salvación. En
esta secta permaneció varios años, pero lo que aprendió no le
satisfizo. Le agradó por un tiempo, hasta que descubrió estar
recibiendo alimento que no nutría. Tenía hambre y sed de algo
más sustancial, aunque desconocía qué podría ser. Se
despreciaba a sí mismo por ser esclavo de la carne, a la vez
que comprobaba con amargura que su religión no podía
socorrerle. Descubrió entonces que no había encontrado la
verdad y se preguntaba dónde la hallaría y quién le llevaría
hasta ella.
¿Por qué no entró enseguida en la Iglesia católica? Porque
aunque no veía la verdad en ningún otro sitio, aún no estaba
seguro de que se encontrase allí. Imaginaba algo como
estrechez e irracionalidad en la doctrina católica,
sencillamente porque no poseía el don de la fe. Un gran
conflicto se inició en su interior: el conflicto de la naturaleza
con la gracia, de la naturaleza –la carne y la falsa razón–
contra la conciencia y la voz del Espíritu divino, que le
invitaban a cosas mejores. A pesar de hallarse todavía en
pecado, Dios le visitaba y concedía los frutos primeros de
influencias saludables que a la larga iban a salvarle. Pasó el
tiempo; y mirándole como su ángel guardián podía hacerlo, se
diría que a pesar de mucha resistencia a la gracia y de
encontrarse todavía alejado de Dios, el favor divino se abría
paso en su alma, y él se aproximaba a la Iglesia [19]. No lo
sabía, no era capaz de examinarse a sí mismo, pero un intenso
interés hacia él y una alegría particular crecía entre los
habitantes del cielo. Finalmente entró en contacto con un gran
santo, y aunque al principio pretendía no reconocerle como tal,
su atención se detuvo en él y no pudo evitar aproximársele
más y más. Comenzó a observarle, a pensar en él, a
preguntarse si aquelhombre virtuoso era feliz. Aparecía con
frecuencia en la iglesia para oírle predicar; y un día se animó a
pedirle consejo sobre el camino que buscaba. Se le planteó
entonces un conflicto final con la carne. Era duro, muy duro,
abandonar para siempre satisfacciones de años. ¿Cómo podría
arrancarse del atractivo pecado y andar el camino severo que
lleva al cielo? Pero la gracia de Dios le atrajo con mayor
fuerza, y le convenció a la vez que le vencía. Convenció a su
razón y prevaleció sobre él. Y el que sin ella habría vivido y
muerto como hijo de las tinieblas, llegó a ser bajo su poder
admirable un ejemplo vivo de santidad y verdad.
¿Verdad que este hombre se encontraba mejor equipado que
cualquier otro para persuadir a sus hermanos, como él mismo
había sido persuadido, y predicar la doctrina que antes había
despreciado? No es que el pecado sea mejor que la obediencia,
o el pecador sea mejor que el justo. Pero Dios, en su
misericordia, usa el pecado contra el pecado mismo, y
convierte las faltas pasadas en un beneficio presente; mientras
borra el pecado y debilita su poder, lo deja en el penitente de
modo que éste, conocedor de sus artimañas, sepa atacarlo con
eficacia cuando lo descubre en otros hombres; mientras Dios
con su gracia limpia el alma como si nunca se hubiera
manchado, le concede una ternura y compasión hacia los
demás pecadores y una experiencia sobre cómo ayudarlos,
mayores que si nunca hubiera pecado; finalmente, en esos
casos extraordinarios a los que me he referido, nos presenta,
para nuestra instrucción y consuelo, lo que puede obrar en
favor del hombre más culpable que acuda sinceramente a Él en
busca de perdón y remedio. La magnanimidad y el poder de la
gracia divina no conocen límite. El hecho de sentir dolor por
nuestros pecados y suplicar el perdón de Dios es como una
señal presente en nuestros corazones de que Él nos concederá
los dones que le pedimos. En su poder está hacer lo que desee
en el espíritu del hombre, porque es infinitamente más
poderoso que el malvado espíritu al que se ha vendido el
pecador, y puede expulsarle del alma.
 
Una invitación a la esperanza
Aunque vuestra conciencia os acuse, el Señor puede
absolveros. Hayáis pecado poco o mucho, Él tiene poder para
dejaros tan limpios y aceptables a su presencia como si nunca
le hubierais ofendido. Él destruirá paulatinamente vuestros
hábitos pecadores y en un momento os restituirá su favor. Tan
grande es la eficacia del Sacramento de la Penitencia que
puede purificar todas vuestras faltas, sean cuales fueren. Para
el Señor es igual de sencillo lavar los muchos pecados como
los pocos.
¿Recordáis la historia de la curación de Naamán el Sirio por
el profeta Elíseo? Tenía aquél una terrible e incurable
enfermedad, la lepra, una costra blancuzca sobre la piel, que
hacía repugnante a la persona y era símbolo de lo odioso que
es el pecado. El profeta le ordenó bañarse en el río Jordán, y la
enfermedad desapareció. «Su carne –dice el escritor sagrado–
se tornó como la carne de un niño» (cfr. II Reg V, 14). Aquí
tenemos no solamente una representación del pecado, sino
también de la gracia. La gracia puede rehacer el pasado, puede
obrar lo imposible. No hay pecador –ni siquiera el más
recalcitrante– que no pueda convertirse en un santo. No hay
santo que no haya sido, o pudiera haber sido, un gran pecador.
La gracia –sólo la gracia– vence a la naturaleza.
No todos los hombres buenos son santos, ni todas las
personas que se convierten alcanzan santidad. No afirmo que
si os volvéis a Dios vais a lograr la misma altura de entrega
conseguida por los grandes santos. Digo, sin embargo, que
incluso los santos no son por naturaleza mejores que vosotros,
y que, por supuesto, los sacerdotes no son por naturaleza
mejores que los fieles a quienes deben convertir y santificar.
Que no seamos distintos a los demás supone una especial
misericordia de Dios hacia los hombres. Es solicitud divina la
que nos hace a nosotros, que somos hermanos vuestros,
ministros de reconciliación.
El mundo no lo entiende. No es que no comprenda
claramente que sentimos por naturaleza pasiones análogas a
las de cualquiera; pero es ciego para apreciar que, iguales por
naturaleza, somos diferentes por la gracia. Los hombres de
mundo conocen la fuerza de lo natural; nada saben, en cambio,
nada creen sobre el poder de la gracia. Y como no poseen
experiencia de energía alguna capaz de superar la naturaleza,
prensan que tal energía no existe, que, en consecuencia, todo
hombre, sacerdote o no, permanece hasta el final de su vida tal
como la naturaleza lo ha hecho, y no aceptan que pueda vivir
vida sobrenatural.
Sin embargo, no sólo el sacerdote, sino todo el que se halla
en gracia de Dios tiene vida sobrenatural según su vocación, la
medida de los dones que se le han concedido, y su fidelidad
hacia ellos. Muchos no conocen ni admiten esta realidad, y
cuando oyen algo sobre la vida que un sacerdote debe
conducir desde su juventud hasta su edad anciana ruegan que
tal existencia sea de hecho lo que profesa ser. Nada saben de la
presencia de Dios, los méritos de Cristo, la intercesión de la
Virgen, la eficacia de la oración constante, de la confesión
frecuente, de la Santa Misa. Viven ajenos al poder
trasformante de la Eucaristía. No imaginan la eficacia de
principios correctos de conducta, de los buenos amigos, de
hábitos virtuosos largo tiempo practicados, de la vigilancia
frente al pecado y la huida pronta de las tentaciones. Sólo
saben que una vez penetrado el tentador en el corazón se hace
irresistible, y que requerida el alma por la malicia de aquél es
arrollada por la necesidad de pecar.
Aseguran que, aun en su mejor momento espiritual, han
sido siempre vencidos por el enemigo de su alma antes de
comenzar a resistir, y que éste es el único estado que han
experimentado. Conocen esto y ninguna otra cosa. Dicen que
nunca han combatido con ventaja, que nunca se han visto
protegidos por los muros de una fortaleza donde el tentador no
consiguiera penetrar. Juzgan, repito, según su experiencia, y
no creen en lo que jamás han sabido.
 
La fuerza de la penitencia
Si aquí hay algunos que no consideran la gracia como algo
eficaz dentro de la Iglesia, por el hecho de que parece
conseguir poco fuera, sepan que no me dirijo a ellos. Hablo a
quienes no reducen su fe a su experiencia. Hablo a quienes
admiten que la gracia puede trasformar la naturaleza humana
en lo que no es [20]. Estas personas considerarán no una causa
de envidia y recelo sino una gran ganancia que les sean
enviados como predicadores, confesores y consejeros, seres
capaces de disculpar sus pecados. Ninguna tentación,
hermanos míos, os sobrevendrá que no pueda presentarse
también a todos los que participan en vuestra naturaleza,
aunque quizás vosotros hayáis cedido y ellos no. Estos
hombres pueden comprenderos, anticipar vuestras dificultades
y penetrar el sentido de lo que os ocurre, aunque no os
acompañen en los mismos pasos.
Serán comprensivos con vosotros y os aconsejarán con
mansedumbre, pues saben que también ellos pueden sentir
idénticas debilidades. Acercaos sin recelo a nosotros, los que
estáis cansados y oprimidas por cargas pesadas, y encontraréis
reposo en el espíritu. Venid a quienes estamos, sin mérito
nuestro, en el lugar de Cristo y hablamos en su nombre.
También nosotros hemos sido salvados en la sangre del Señor.
También nosotros seríamos pecadores sin remedio si Él no nos
hubiera mostrado piedad, si su gracia no nos hubiera
purificado, si su Iglesia no nos hubiera recibido, si sus santos
no hubieran rogado por nosotros. Sed salvos, como nosotros lo
hemos sido. «Venid, oíd, los que teméis a Dios, os contaré
todo lo que Él ha obrado en mi alma» (cfr. Ps LXVI, 16).
Escuchad nuestro testimonio, observad la alegría de nuestro
corazón, y aumentadla participando en ella vosotros mismos.
Escoged la mejor parte que hemos elegido nosotros.
Acompañadnos. Nunca os arrepentiréis de ello, estad seguros.
Aceptad la palabra de quienes tienen derecho a hablar. Nunca
os arrepentiréisde haber buscado perdón y gracia en la Iglesia
católica, única que posee gracia divina, energías espirituales, y
santos. Nunca os arrepentiréis, aunque os sea preciso padecer
dificultades y tengáis que abandonar algunas cosas. Nunca os
arrepentiréis de haber pasado de las sombras del sentido y el
tiempo [21], las decepciones terrenas y de la falsa razón, a la
estupenda libertad de los hijos de Dios.
Cuando hayáis efectuado el gran paso y os encontréis,
hermanos míos, en posesión de vuestra bendita herencia, como
pecadores reconciliados con el Padre que perdona, no os
olvidéis entonces de quienes han sido instrumentos de vuestra
reconciliación. Y así como os exhortan hoy para que volváis a
Dios, rogad por ellos al Señor, para que obtengan el gran don
de la perseverancia y permanezcan hasta la muerte en la gracia
que confían poseer ahora, no sea que después de predicar a
otros vayan a ser reprobados.
DISCURSO CUARTO: 
PUREZA Y AMOR
 
Dos tipos de santos
Si dirigimos nuestra atención a la Sagrada Escritura a la
historia de la Iglesia, y a los santos o personas que han
procurado vivir según el Evangelio, encontramos dos
especiales manifestaciones de la gracia divina en el corazón
humano. Ambas se hallan también en los Apóstoles del Señor,
representadas por los dos más destacados de aquel privilegiado
grupo: San Pedro y San Juan. San Juan es el santo de la
pureza, y San Pedro el santo del amor. No es que amor y
pureza puedan separarse, o que un santo no posea todas las
virtudes al mismo tiempo, o que San Pedro no fuera puro
además de amante, y San Juan amante con la pureza más
exquisita. Las gracias del Espíritu Santo no admiten
separación. Una supone todas las demás. ¿Qué es el amor sino
gozo en Dios, devoción hacia Él y entrega del ser entero?
¿Qué es la impureza sino un volverse a lo terreno, a lo
pecaminoso, como objeto de nuestros afectos, en lugar de
Dios? La impureza no es otra cosa que el abandono deliberado
del Creador en favor de la criatura, y la búsqueda de la
felicidad en las sombras de la muerte, no en la radiante
Presencia de la luz y la santidad. El impuro no puede amar a
Dios, y los que permanecen sin amor de Dios son incapaces de
pureza. La pureza prepara el alma para el amor, y el amor
confirma el alma en la pureza. La llama del amor no será
brillante a menos que su alimento sea límpio e incontaminado;
y la más cegadora pureza será frialdad y desolación a menos
que reciba su aliento de un ferviente amor.
Sin embargo, cierto como es todo esto, lo es también que
las obras espirituales de Dios aparecen a nuestros ojos variadas
y distintas entre sí, y manifiestan en su naturaleza e historia
unas virtudes con preferencia a otras. Es decir, ha parecido
bien al dispensador de la gracia dotar a sus santos con ciertos
dones que iluminan y embellecen particularmente un aspecto
del alma y dejan otras virtudes como en penumbra. Entonces
aquellos dones especiales se convierten en la característica de
sus personas, y nosotros los situamos como en primer término
al pensar en ellos, y consideramos sus demás virtudes como
incluidas en el don principal o dependientes de él, e incluso
llegamos a hablar como si esos santos no poseyeran los demás
dones, aunque sabemos perfectamente que los tienen; y los
designamos con un título o descripción referidos a la gracia
particular que les pertenece por antonomasia. De esta manera
podemos hablar, como pretendo hacer hoy, de dos principales
tipos de santos, cuyos emblemas serían el lirio y la rosa,
brillantes en la pureza o ardientes en el amor.
 
La pureza
Los dos Juanes son los grandes ejemplos de una vida
limpia. ¿Quién presenta, hermanos míos, una santidad tan
majestuosa y severa como el Bautista? Él alcanzó un privilegio
que se aproxima a la prerrogativa de la Santísima Madre de
Dios, pues si ella fue concebida sin pecado, él, al menos, sin
pecado nació. Ella es toda pura, toda santa, y el pecado no
tuvo parte en su vida. San Juan participó, al comienzo de su
existencia, en la maldición de Adán, estuvo bajo la ira divina,
privado por tanto de la gracia que Adán había recibido al
principio y que es vida y fuerza de la naturaleza humana. Sin
embargo tan pronto como Cristo, su Señor y Salvador, vino a
él, y María saludó a su madre, Isabel, recibió de inmediato la
gracia de Dios y la culpa original le fue borrada del alma. Por
eso celebramos el nacimiento de San Juan. La Iglesia no
celebra nada que no sea santo. No celebra la natividad de San
Pedro, San Pablo, San Agustín, San Gregorio, San Bernardo,
ni la de otro cualquier santo, por importante que sea, porque
todos nacieron en pecado. Celebra sus conversiones, sus
virtudes, sus martirios, sus muertes, pero no su nacimiento,
porque en ningún caso pudo ser santo. Conmemora solo tres
natividades: las de Nuestro Señor, su Madre, y finalmente, San
Juan.
¡Gran don, hermanos míos, éste que distingue al Bautista e
incluso le separa de todos los profetas y predicadores que han
anunciado la palabra de Dios! Y como el inicio, así fue
también el curso de su vida. Llevado al desierto por el
Espíritu, allí vivió en absoluta sencillez, vestido rudamente,
alejado de los hombres durante treinta años, entregado a la
oración y a la penitencia, hasta que fue llamado a predicar la
conversión, anunciar a Cristo y bautizarle. Efectuada su
misión, sin pecado conocido sobre sí, fue apartado como
instrumento que ha cumplido su fin, y conducido a prisión
hasta la muerte por la espada del verdugo. Santidad es la idea
central que respecto a San Juan se imprime en nosotros desde
el principio hasta el final de su existencia: un santo magnífico,
un asceta desde su infancia, un predicador a un pueblo caído, y
finalmente un mártir. Tal vida colma las expectativas que el
saludo de María suscitó antes del nacimiento [22].
Y sin embargo es todavía más bella y majestuosa la imagen
del otro Juan, el gran Apóstol, Evangelista y Profeta de la
Iglesia, que se unió desde muy pronto al grupo escogido por el
Señor, y sobrevivió por largos años a todos sus compañeros.
Podemos contemplarle en su juventud y en su edad anciana, y
observar que durante la vida entera su virtud más señalada es
la pureza. Es el Apóstol virgen, tan querido al Señor por este
motivo, «el discípulo a quien Jesús amaba», que se apoyó
sobre Su pecho, que recibió a su Madre al pie de la Cruz, que
experimentó la visión de todos los prodigios que acontecerán
al fin de los tiempos.
«Muy digno de honor –dice la Iglesia– es el bienavanturado
Juan, que se recostó en el pecho del Señor, durante la última
Cena, a quien Cristo encomendó su Madre desde la Cruz. Fue
elegido puro por el Señor, y más amado que los demás» [23].
Fue él quien en su juventud manifestó su presteza a beber con
Cristo el cáliz del dolor, vivió larga y abnegadamente en tierra
extranjera, fue luego conducido a Roma, y desterrado
finalmente a una lejana isla hasta sus últimos días.
¡Qué difícil es concebir adecuadamente la santidad de estos
dos grandes siervos de Dios, muy diferentes en su historia, su
vida y su muerte, pero semejantes en su alejamiento de lo
terreno, su serenidad y su inocencia! Nunca cometieron
pecado mortal, y muy probablemente evitaron también todo
pecado venial deliberado: Es incluso posible que en muchos
períodos de su vida no se contaminaran con falta alguna. La
gracia de Dios dominó en ellos la rebeldía de la razón, el
desvío de los sentimientos, el desorden de las ideas, la fiebre
de la pasión y la traición de los sentidos. Vivieron en un
mundo propio, interior, sereno y estable. Si hablaron al
hombre pecador como misioneros o confesores, lo hicieron
como desde un santuario, sin mezclarse del todo con aquellos
a quienes se dirigían. Hablaron como «una voz que clama en
el desierto» o «en el Espíritu del día del Señor».
Por eso nos referimos a ellos mas bien como modelos de
santidad que de amor, porque el amor mira un objeto externo,
corre hacia él y se afana en poseerlo; mientras que estos santos
se acercaron tanto al Objeto de su amor, se les concedió en tan
alta medida recibirloen sus pechos y hacerse una sola cosa
con Él, que sus corazones no ya amaban el cielo, sino que eran
ellos mismos parte del cielo: no ya veían la luz, sino que eran
luz. Vivieron entre los hombres como aquellos ángeles de
tiempos pasados que vinieron a los patriarcas para hablarles
como si fueran Dios, porque Dios estaba en ellos y hablaba
por ellos. De igual modo, nuestros dos santos estaban como
absorbidos en la Divinidad, por así decirlo, vivían una vida
divina en la medida que esto es posible a un hombre;
conducían una vida serena, por encima del dolor, el temor, el
hastío, el deseo y la aversión: eran las más perfectas imágenes
que la tierra ha visto de la paz e inmutabilidad de Dios. Lo
mismo puede afirmarse de los muchos santos castísimos que la
historia ofrece a nuestra veneración: San José, San Antonio,
Santa Cecilia, San Nicolás de Bari, Santa Catalina de Siena,
junto a otros muchos, y por encima de todos la Virgen de las
Vírgenes, Santa María.
 
El amor
Pero ahora, hermanos míos, volvamos la atención al otro
tipo de santos. He hablado de aquellos que de modo admirable
y a veces milagroso han sido preservados del pecado y
conducidos en fortaleza cada vez mayor desde la juventud
hasta la muerte. Suponed, sin embargo, que ha sido voluntad
de Dios visitar con la luz y el poder de su Espíritu a aquellos
que han malgastado los talentos recibidos y sofocado la gracia
que se les dio, y que por lo tanto se encuentran dominados en
su interior por una turba de males de los que han de ser
librados, que sufren bajo la tiranía de obstinados hábitos,
pasiones victoriosas y opiniones falsas, que han servido a
Satanás, no como niños antes del Bautismo sino
voluntariamente, con su razón, sus facultades responsables, y
sus corazones despiertos y conscientes.
¿Atraerá Dios estas almas hacia Sí sin colaboración por
parte de ellas? ¿Las cambiará con su sola Palabra, igual que
hizo al crearlas y hará cuando disponga su muerte y las
resucite del sepulcro, o entrará más bien en su intimidad para
dirigirse a ellas, persuadirlas y de este modo ganarlas? Sin
duda, podría haber sido con ellas expeditivo y dominador.
Podría haber venido sobre ellas con una bendita violencia y
haberlas convertido como de repente en almas santas. Podría
haber prescindido de todo proceso de conversión y levantado
hijos de Abraham a partir de las mismas piedras. Pero su
voluntad ha sido muy distinta. ¿Para qué, si no, habría venido
Él mismo a la tierra? ¿Por qué se rodeó, en su nacimiento, de
tantos elementos conmovedores y subyugantes? ¿Por qué
mandó a sus ángeles anunciar que se le encontraría en Belén
como un niño recién nacido, en un establo y sobre el seno de
una Virgen? ¿Por qué murió a la vista de todo el mundo,
acompañado de su Madre y del discípulo amado? ¿Por qué nos
entrega a su propia Madre como Madre nuestra, la más
perfecta imagen, después de Él, de todo lo bello, tierno, suave
y consolador en la naturaleza humana? ¿Por que se hace
presente Él mismo sobre nuestros altares, en un acto de
inefable condescendencia, y se humilla a pesar de estar
reinando en lo alto del cielo?
Todo esto manifiesta que cuando los hombres se le alejan,
Él los llama por medio de ellos mismos, «con lazos de Adán»
o de humana naturaleza, como el profeta dice,
conquistándonos, sí, a su voluntad, salvándonos a pesar de
nosotros, y sin embargo, a través de nosotros de modo que la
misma razón y los mismos afectos del viejo Adán, que se
hicieron «instrumentos de iniquidad para el pecado», se
conviertan –bajo el poder de su gracia– en «instrumentos de
justicia para Dios».
 
La suave y fuerte atracción de Dios
Sí; sin duda nos atrae «con lazos de Adán». ¿Y qué son esos
lazos sino «los lazos», «las ataduras del amor», como dice el
profeta en el mismo versículo? Es la manifestación de la gloria
de Dios en el rostro de Jesucristo; es la visión de los atributos
y perfecciones de Dios Omnipotente; es la belleza de su
Santidad, la dulzura de su Misericordia, la majestad de su Ley,
la armonía de su Providencia, la música de su voz, lo que
vence a la carne y fortalece el alma contra el mundo y el
demonio. «Me has seducido, Señor –dice el profeta–, y me
dejé seducir: me has sujetado y me has podido» (cfr. Jer XX,
7). Has echado hábilmente tu red, y sus finas mallas se han
amarrado a cada afecto de mi corazón, cautivando todo el
intelecto en servicio de Cristo. Si lo terreno presenta su
fascinación, no es menor lo que se contiene en el altar del Dios
vivo. Si los atractivos y vanidades del mundo deslumbran, lo
logra más aún la visión de ángeles que suben y bajan la escala
celeste.
¿Acaso no encierran emoción las esperanzas divinas?
¿Acaso no arrebata la caridad de Dios? «¡Qué amables son tus
moradas, oh Dios de los ejércitos! –exclama el escritor
inspirado–; mi alma anhela y languidece en busca de los atrios
de Yahveh; mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el
Dios vivo. Como un día en tus atrios vale más que mil, he
preferido vivir en el umbral de la casa de mi Dios a habitar en
las tiendas de los pecadores» (cfr. Ps LXXXIV, 2-3, 11).
Lo ha dicho San Agustín, un gran doctor y penitente: «Es
poco decir que eres atraído voluntariamente. Eres atraído
también por el agrado y el placer. ¿Qué es ser atraído por el
placer? Pon tus delicias en el Señor y Él te dará lo que pide tu
corazón (cfr. Ps XXXVI, 4). Hay un apetito en el corazón al
que le sabe dulcísimo este pan celestial. Pues si el poeta pudo
decir: “Cada uno va en pos de su afición” (cfr. Virgilio, Egloga
2), no con necesidad sino con placer, no con violencia sino con
delectación; ¿con cuánta mayor razón se debe decir que es
atraído a Cristo el hombre cuyo deleite es la verdad, y la
felicidad, y la justicia, y la vida sempiterna, todo lo cual es
Cristo? ¿Los sentidos tienen sus delectaciones y el alma no
tendrá las suyas? Si el alma no tiene sus delectaciones, ¿por
qué razón se dice: “Los hijos de los hombres esperarán a la
sombra de tus alas, y serán embriagados de la abundancia de
tu casa, y les darás a beber hasta saciarlos del torrente de tus
delicias, porque en ti está la fuente de la vida, y en tu luz
veremos la luz?” (cfr. Ps XXXV, 8). “Aquel a quien el Padre
atrae, viene a Mí”. ¿A quién atrae el Padre? A aquel que dijo:
“Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Presentas una rama
verde a la oveja y la llevas hacia ti. Muestras frutas a un niño,
y se le atrae y va corriendo allí donde se le llama; es atraído
por la afición y sin lesión alguna corporal; es atraído por los
vínculos del amor. Si pues estas cosas que entre las
delectaciones terrenas se muestran a los amantes, ejercen sobre
ellos atractivo fuerte, ¿cómo no va a atraer Cristo, puesto al
descubierto por el Padre? ¿Ama algo el alma con más ardor
que la verdad?» (cfr. San Agustín, In Ioan. Ev. Tr. 26, 4, 5).
Estos son los medios que Dios ha previsto para modelar el
santo a partir del pecador. Toma al pecador como es, y lo
emplea en contra de sí mismo: dirige sus afectos por otras vías
y extingue el amor carnal mediante la infusión de la caridad.
No es que lo conduzca como a criatura irracional que se ve
impulsada por sus instintos y gobernada sin voluntad propia
por acciones externas, y para quien toda satisfacción es,
excepto en la intensidad, idéntica a cualquier otra. He dicho ya
que justamente la victoria de la gracia radica en que Dios
penetra en el corazón del hombre, lo persuade, y prevalece
sobre él al mismo tiempo que lo cambia. No violenta en
absoluto la naturaleza del espíritu y de la mente que
originariamente dio al ser humano. Le trata como a hombre.
Le respeta la libertad de obrar de un modo o de otro. Apela a
sus potencias y facultades, a su razón, su prudencia, su sentido
moral y su conciencia. Despierta tanto sus temores como su
amor. Le instruye sobre la maldad del pecado, a la vez que le
muestra la eterna misericordia. Pero siempre, el principio
animador de la nueva vida que todo lo enciende y sostiene es
la llama de la caridad. Sólo este ardor es capaz de destruir el
viejo Adán, disolver la tiraníade los malos hábitos, apagar el
fuego de la concupiscencia y quemar los bastiones del orgullo.
Por eso el amor se nos manifiesta como la gracia distintiva
de aquellos que fueron pecadores antes de ser santos. No es
que el amor no sea la vida de toda alma santa, de los que
nunca necesitaron conversión, de la Santísima Virgen, de los
dos Juanes y de otros muchos que son «los primeros frutos en
Dios y en el Cordero». Pero mientras en aquellos que no
pecaron gravemente, el amor tiende a ser contemplativo y a
fundirse, por así decirlo, en la misma santidad de Dios, por el
contrario, en quienes mora como un principio de sanación
suele aparecer lleno de devoción, celo, actividad y buenas
obras, y confiere a su vida unos rasgos característicos.
 
Simón Pedro
Así fue el gran Apóstol sobre quien se edificó la Iglesia, y
que al principio contrastábamos con su compañero en el
apostolado, San Juan. Ya le contemplamos después de su
primera llamada, o en su arrepentimiento; Pedro es, entre
todos los Apóstoles, el más destacado en su amor hacia Jesús.
Por este amor a Cristo, convertido impetuosamente en amor
hacia los hermanos, fue escogido para ser pastor principal del
rebaño. «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?»: he
aquí la prueba a que le sometió el Señor. La recompensa fue:
«Alimenta mis corderos, alimenta mis ovejas». Asombra decir
que el Apóstol a quien Jesús amaba fue, sin embargo,
superado en amor a Jesús por otro Apóstol no tan virginal
como él, pues no es Juan, sino Pedro, el discípulo a quien el
Señor dirigió la decisiva pregunta, y a quien encomendó su
encargo.
Recordad un pasaje anterior de la misma narración. Allí
también los dos Apóstoles se contrastan en sus respectivos
caracteres. Cuando ambos se encontraban en la barca y el
Señor les habla desde la orilla, y «no sabían que fuese Él» (cfr.
Io XXI), primero «el discípulo a quien Jesús amaba dice a
Pedro: es el Señor», porque «los limpios de corazon verán a
Dios» (cfr. Mt V, 8); y fue entonces cuando Pedro, en la
impetuosidad de su amor, «se puso el vestido encima… y se
lanzó al mar» para alcanzar a Jesús antes. Juan contempla y
Pedro actúa.
La sola presencia de Jesús encendió el corazón de Pedro y
le acercó de inmediato hacia Él. En una situación precedente,
cuando vio a su Señor caminando sobre el mar, su primer
impulso fue igualmente dejar el barco y correr a su lado:
«Señor, si eres Tú, mándame ir a Ti sobre las aguas» (cfr. Mt
XIV, 28). Y cuando cayó en su gran pecado, la sola mirada de
Jesús le hizo entrar de nuevo en sí mismo: «El Señor se volvió
y miró a Pedro, y éste recordó las palabras de Jesús, y salió
afuera y lloró amargamente» (cfr. Lc XXII, 62). En otro
momento, cuando muchos de los discípulos abandonaron y Él
interrogó a los doce: «¿También vosotros queréis marcharos?»
(cfr. Io VI, 67), fue Pedro quien respondió: «¿Adónde iremos,
Señor? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos
creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».
Semejante fue el otro gran Apóstol, el doctor de los
gentiles, que por diversas razones se encuentra vinculado a
San Pedro. Convertido milagrosamente por la aparición de
nuestro Señor en el camino de Damasco, observad cómo se
expresa en sus cartas. «Si hemos perdido el juicio –dice–, ha
sido por Dios; y si somos sensatos, lo es por vosotros. Porque
el amor de Cristo nos urge… Por tanto, el que está en Cristo es
una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (cfr. II Cor
V, 13, 17). Y en otro lugar: «Con Cristo estoy crucificado y
vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida
que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de
Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (cfr. Gal II,
19-20). E insiste aún: «Yo soy el último de los Apóstoles,
indigno del nombre de Apóstol, pues perseguí a la Iglesia de
Dios. Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia no
ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos
ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios en mí» (cfr. I Cor XV,
9-10).
Veis, hermanos míos, la naturaleza del amor de Pablo. Era
un amor ferviente, enérgico, lleno de grandes obras, «más
fuerte que la muerte», una llama que aguas abundantes no
conseguían apagar: era un amor duradero hasta el fin.
 
María Magdalena
Hay en el Evangelio una tercera figura que podemos asociar
a estos dos grandes Apóstoles cuando hablamos de santos que
han amado y hecho penitencia. Me refiero a María Magdalena.
Nadie como esta mujer que había sido pecadora, que enjugó
los pies del Señor con sus lágrimas y los secó con sus cabellos
después de ungirlos con riquísimo perfume, ejemplifica de
modo tan excelente lo que trato de mostrar.
No parecía momento adecuado para semejante acción. Una
mujer, que había entrado en la sala del banquete con un
propósito festivo, iba a practicar de manera inesperada un acto
de penitencia. Era un banquete formal, ofrecido por un rico
fariseo para honrar, y de paso observar, a nuestro Señor.
Magdalena entró, joven y bella. Venía como a alegrar aquella
fiesta, al estilo de las mujeres que solían animar tales
ocasiones, provista de perfumes y ungüentos para la frente y el
cabello de los invitados. El orgulloso fariseo sufría su
presencia, con tal de no ser tocado por ella. La dejaba pasar
como se permitiría con indiferencia el acceso de animales a los
lugares donde se habita. La soportaba como un adorno
necesario en el festín, pero como un adorno sin alma, como
algo destinado a la perdición y que no suscita interés alguno.
Él, ser vanidoso, podía quizás, igual que sus hermanos de
secta, «recorrer el mar y la tierra para hacer un prosélito», pero
no entraba en sus pensamientos la posibilidad de mirar en el
corazón del nuevo convertido, para compadecer sus pecados e
intentar sanarlos. No. Pensaba sólo en las conveniencias de su
banquete, y la dejó acercarse para que realizase su papel,
atento únicamente a que lo hiciera bien y se limitara a
desempeñarlo.
Pero he aquí que ocurre algo sorprendente. ¿Fue una
inspiración repentina o una intención madurada de antemano?
¿Fue la acción de un momento o el resultado de un largo
conflicto interior? En cualquier caso, la pobre criatura del
pecado se aproxima a coronar con su rico perfume la cabeza
de Aquel en cuyo honor se celebra la fiesta. Mas ved que su
mano se detiene. Acaba de mirar, y sus ojos disciernen al
inmaculado Hijo de una Virgen. Ha reconocido al Anciano de
los días [24], el Señor de la vida y de la muerte; ha visto a su
Juez. Insiste con la mirada, y ve en Su semblante una belleza,
una sobrecogedora y majestuosa dulzura, mayores que las de
cualquier hijo de hombre, y que hacen palidecer los
esplendores de aquella sala. Mira tímida pero ávidamente, y
advierte en sus ojos y en su sonrisa la ternura, la compasión y
la misericordia del Salvador del mundo. Se mira a sí misma y
observa con dolor lo vil y repulsiva que es, tan orgullosa, poco
antes, de sus atractivos. ¡Qué marchita aquella belleza tan
alabada por sus admiradores! ¡Qué sucio se ha hecho aquel
fragante aliento, que ahora sólo recuerda los siete malos
espíritus que habitan en su alma! Allí habría permanecido
quieta hasta hundirse en la tierra, bajo el peso de su confusión
y desesperanza, si no hubiera vuelto a mirar aquel rostro
amable y perdonador. Él la mira. Es el Pastor que busca a la
oveja perdida, y la oveja perdida se le rinde. Él no habla, pero
la contempla, y ella se le acerca. ¡Alegraos, ángeles! Ella se
acerca. Sólo le ve a Él. No le importan la burla de los
orgullosos ni los comentarios de los libertinos. Se acerca, sin
saber si será o no será perdonada, si será o no será recibida, o
qué ocurrirá. Sólo sabe que Él es la fuente de la santidad, la
verdad y la misericordia, el único Ser al que puede acudir.
¡Maravilloso encuentro entre lo más sucio y lo más puro!
Esas manos procaces, esos labios contaminados han tocado,
han besado los pies del Eterno, y Él no rechaza el homenaje.
Mientras los acaricia y los empapa con sus lágrimas, el amor
de Jesús penetró tan vehementemente dentrode ella que nunca
se apagó ya en su corazón.
¡Qué nivel no alcanzaría después de que el Señor
proclamara ante todos su perdón y la causa de este perdón!
«Le son perdonados sus muchos pecados porque ha amado
mucho, pues aquel a quien poco se le perdona poco ama. Y le
dijo: Tus pecados te son perdonados; tu fe te ha salvado; vete
en paz» (cfr. Lc VII, 47).
A partir de entonces, el amor fue para ella como una herida
en el alma, con deseos tan intensos que se convertían a veces
en ansiedad. No podía vivir en ausencia de Aquel en quien
estaba su alegría. Su espíritu lo deseaba cuando no lo tenía
delante, y le servía silenciosa y reverentemente cuando se
hallaba en su radiante Presencia. La vemos en cierta ocasión,
sentada a los pies del Maestro y atenta a sus palabras, y leemos
cómo Él mismo ratificó que había escogido la mejor parte, que
nunca le sería arrebatada. Después de la Resurrección, ella
mereció por su perseverancia verle antes incluso que los
Apóstoles.
Así es el segundo tipo de santos, comparado con el primero.
El amor es la vida de los dos, pero mientras el amor del
inocente suele ser tranquilo y sereno, el amor del penitente es
ardiente e impetuoso, acometedor y activo. Éste es el amor que
vosotros, hermanos míos, debéis alcanzar según vuestra
medida, si alentáis la esperanza de ver a Dios. Pues en otro
tiempo fuisteis pecadores, por abierto desprecio a la religión,
por hábitos ocultos, por descuido o frialdad, o por haber
puesto vuestro corazón en objetos terrenos y amar vuestra
voluntad más que la de Dios.
 
El impulso de la contrición
Habéis necesitado, o necesitáis ahora, reconciliaros con Él,
ser llevados a su presencia y lavar vuestros pecados en su
Sangre. Esto sólo puede obrarlo la contrición. Y no hay
contrición sin amor. No digo que para ser perdonados debáis
conseguir en un momento el mismo amor que han tenido los
santos, el amor de Pedro o de María Magdalena. Pero sin una
parte al menos de esa misma gracia no podéis alcanzar el
perdón. Vuestras obras de penitencia deben proceder de una
viva caridad. Si queréis asegurar vuestra final perseverancia,
debéis obtenerla mediante una continua y amorosa oración al
autor de la fe y de la obediencia.
Si buscáis que Dios os acepte en vuestros últimos
momentos, recordad que sólo vuestro amor puede conseguir su
Amor y borrar el pecado. En la hora final de la vida, hermanos
míos, podría resultaros difícil, por algún motivo, recibir los
últimos Sacramentos. La muerte puede llegaros repentina, o el
sacerdote hallarse quizás a mucha distancia. Os encontraríais
como dejados a vosotros mismos, apoyados sólo en vuestra
compunción interior, vuestro propio arrepentimiento y
vuestros propósitos de enmienda. Habéis permanecido tal vez
semanas y semanas alejados de toda asistencia espiritual, y
debéis ir a Dios sin la salvaguarda, la garantía, la mediación de
ningún rito sagrado. En semejante situación sólo os salvará el
ejercicio del amor divino «derramado en los corazones por el
Espíritu Santo que se os ha dado» (cfr. Rom V, 5).
En aquella hora sólo os serán de provecho un firme hábito
de caridad que os haya protegido del pecado mortal o un
enérgico acto de amor que lo borre. Únicamente la caridad os
hará capaces de vivir bien y de morir bien. ¿Cómo soportaréis
el descanso de la noche, las incidencias de un viaje, o la
acometida de la más ligera indisposición, si vais escasamente
equipados de amor de Dios contra el cambio que
experimentaréis ciertamente un día, del que ignoráis, sin
embargo, el cuándo y el cómo? Apenas estaréis en condiciones
de presentaros ante el tribunal de Cristo con esos confusos
sentimientos que ahora logran tranquilizaros; es decir, con un
cierto nivel de fe, confianza y temor en los juicios de Dios,
pero desprovistos de todo agrado en Él, en sus atributos, su
Voluntad, sus mandamientos y su servicio: ese agrado y deleite
que los santos poseen en relativa plenitud, y que proporcionan
el acceso a los méritos de la pasión y muerte de Cristo.
Muy diferentes son los sentimientos con que el alma
enamorada, al separarse del cuerpo, comparece en la presencia
de su Redentor. Conoce su gran deuda de expiación con Dios,
aunque lleva muchos años reconciliada con Él. Sabe que le
espera el purgatorio y que ser enviada allí es una gracia
excelente. ¡Contemplar el rostro de Cristo, aunque sea por un
instante, escuchar su voz, oírle hablar, aunque sea para infligir
una pena! Vengo a Ti, oh Salvador del mundo –exclama el
alma–; vengo a Ti, que eres mi vida y mi todo, el ser en cuyo
pensamiento he vivido mi entera existencia. A Ti me entregué
cuando hube de tomar parte en los asuntos del mundo. Te
busqué como mi bien principal, pues me enseñaste pronto que
nada merece la pena fuera de Ti. ¿A quién tengo en el cielo
sino a Ti? ¿A quién he deseado y tenido en la tierra sino a Ti?
¿A quién tendré ahora, cuando estoy entre llamas
purificadoras, sino a Ti? Aunque me dispongo a descender a
una tierra desierta y sin agua, no tendré miedo porque Tú me
acompañas [25]. Te he visto hoy cara a cara, y esto me basta.
He visto tu faz, y tu mirada compensa un siglo de dolor en una
prisión oscura.
Viviré con el recuerdo de tu visión, aunque no te vea, hasta
el momento de contemplarte de nuevo y no separarme más de
Ti. Tus ojos serán luz y consuelo para mi alma cansada; tu voz
será música continua en mis oídos. Nada puede causarme
daño; soportaré valiente y serenamente mi tiempo de dolor.
Elevaré mi voz para cantar un eterno Confiteor a Ti y a tus
santos desde este severo lugar: «A Dios omnipotente y a la
bienaventurada siempre Virgen María» –Madre tuya y nuestra,
inmaculada en su concepción–, «al bienaventurado San
Miguel Arcángel» –creado en su pureza por tu poderosa
mano–, y «al bienaventurado San Juan Bautista» –santificado
ya en el vientre materno–; y después de éstos, invocaré «a los
santos Apóstoles Pedro y Pablo» –penitentes y llenos de
compasión por el pecador, desde su propia experiencia del
pecado–, y «a todos los Santos». Finalmente, «el Señor
enjugará toda lágrima de mis ojos, y no habrá ya muerte, ni
llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado»
(cfr. Apoc XXI, 4).
DISCURSO QUINTO: 
LA SANTIDAD, CRITERIO DE
CONDUCTA CRISTIANA
 
La voz de la conciencia
Sabéis muy bien, hermanos míos –y pocas personas lo
niegan–, que en el interior de todo hombre alienta un
sentimiento o percepción que le muestra la diferencia entre el
bien y el mal, y constituye la regla para medir pensamientos y
acciones. Se llama conciencia, y aunque no alcance en todo
tiempo la deseable fuerza para dirigirnos, es suficientemente
clara y elocuente para influir en nuestras opiniones y modelar
nuestros juicios en los variados asuntos que nos ocupan.
Pero la conciencia no es capaz de desempeñar
adecuadamente su papel sin una ayuda exterior. Necesita ser
orientada y sostenida. Dejada a sí misma, hablará con
corrección al principio, pero pronto se manifestará vacilante,
ambigua e incluso falsa. Requiere buenos maestros y buenos
ejemplos que la mantengan en la línea del deber.
Desgraciadamente, esa asistencia externa, esos maestros y
ejemplos faltan en muchos casos.
Es más, escasean tanto para la gran mayoría de los
hombres, que la conciencia pierde frecuentemente el camino, y
guía a la persona, en su recta hacia la eternidad, sólo de
manera indirecta y circular. Incluso en países que llamamos
cristianos, esa luz natural e íntima se oscurece, porque la luz
que ilumina a todo hombre venido a este mundo es apartada de
la vista.
Es un hecho descorazonador y terrible que en este país,
entre gente que presume de cristianismo culto, el sol se
encuentre tan eclipsado en los cielos que el espejo de la
conciencia sólo capte y refleje unos pocos rayos, y ayude
pobre y escasamente a preservar del error las conductas.
Aquella luz interior, aunque dada por Dios, se hace impotente
para iluminar el horizonte, señalarnos una dirección, y
fortalecernos con la certeza de que hemos sido creados para
una morada eterna. Semejante luz fue dispuesta en nuestrointerior como criterio del bien y de la verdad. Se nos dio para
indicarnos nuestro deber en cualquier situación, instruirnos
con detalle acerca de lo que es pecado, enjuiciar todas las
cosas que vienen a nuestro encuentro, distinguir entre lo
valioso y lo nocivo, protegernos de la seducción ejercida por
lo simplemente amable y placentero, y disipar, en fin, los
sofismas de la razón. Y sin embargo, mirad qué idea de la
verdad, de la santidad, del heroísmo y del bien poseen la
mayoría de los hombres. No me refiero ya a si actúan o no
impulsados por tan elevados motivos. Ésta es otra cuestión.
Pregunto sólo si tienen alguna noción de esas cosas; o en caso
de que no hayan conseguido borrar del alma sus ideas de
virtud y bondad, me pregunto entonces si su manera de
concebirlas y los individuos que a sus ojos las encarnan no nos
permiten afirmar de innumerables personas que «la luz que
hay en ellas es oscuridad» (cfr. Lc XI, 35).
 
La visión interior
Observad que no digo nada abstruso, difícil de entender o
irrelevante, sino algo inteligible, innegable y de general
interés. Sabéis de personas que casi nunca ven la luz del día.
Viven en pozos y minas, allí trabajan, se entretienen y quizás
mueren. ¿Creéis que, a pesar de tener ojos, poseen una idea
correcta de la luminosidad y calor del sol? ¡Qué momento
único el de aquel que es sacado repentinamente de un pozo o
una gruta, del opaco y vacilante resplandor de las antorchas,
de la monótona y artificial penumbra donde se confunden
noche y día, y ve por vez primera el claro sol que camina
majestuoso de Este a Oeste, y experimenta desde la aurora al
atardecer los agradables y graduales cambios del aire y del
cielo! ¡Qué sensación la de un ciego de nacimiento que
comenzara a ver y a disfrutar así de un sentido extraño por
completo a todas sus previas concepciones! ¡Qué maravilloso
y nuevo estado de ser, que aunque tuviera tacto y oído, nunca
habría sido capaz de imaginarse en lo más mínimo, a pesar de
la palabra y la influencia de otros! [26].
¿Verdad que le parecerá encontrarse –como suele decirse–
en un nuevo mundo? ¿Qué revolución no tendrá lugar en su
modo de pensar, en sus hábitos, en su carácter, en sus
acciones? Ya no necesitará ayudarse con sus manos y su oído,
ya no buscará su camino al tacto. Ahora puede ver. Ahora
captará mil objetos en un golpe de vista, y –lo que es más
importante– apreciará la relación y las posiciones de unos
respecto a otros. Sabrá lo que era grande y lo que era pequeño;
lo que estaba cercano o distante; lo que se encontraba unido o
separado. Verá, en una palabra, las cosas como un todo, y a sí
mismo situado en medio de ellas a la manera de un centro.
Pero conocerá, además, algo muy próximo a él y más
personal que ese nuevo mundo de objetos diferentes. Se
asomará a algo muy distinto de las formas y grupos donde
habita la luz como en un tabernáculo y que han despertado su
admiración. Descubrirá en torno suyo, extendidas y
amenazadoras, las semillas pestilentes de la enfermedad en sus
formas más elementales y variadas [27]. El aire que nos rodea
está cargado de un polvo sutil que cae suavemente sobre toda
cosa, cubre silenciosamente los objetos, ensucia y contamina,
y si no es combatido, introduce cualquier peste y engendra
cualquier epidemia. Es como aquellas cenizas que Moisés
tomó del horno (cfr. Ex IX, 8) y esparció con ayuda del viento,
para que se convirtieran en úlceras y llagas sobre el cuerpo de
los egipcios. Esta plaga sutil es padecida, en sus últimas
consecuencias, por todos, tanto los ciegos como los que ven.
Pero es mediante la vista como podemos distinguirla en su
origen y en su progreso. Es mediante la luz del sol como
apreciamos nuestra propia suciedad, así como la necesidad de
una continua purificación para librarnos de ella.
¿Y qué son este polvo y esta suciedad, hermanos míos, sino
una figura del pecado? Porque el pecado sabe ser sutil en la
manera de aproximarse, formidable en su despliegue,
incansable en sus solicitaciones, insignificante en su
apariencia, odioso en sus efectos. Cae imperceptiblemente
sobre el alma, pero ocasiona gradualmente heridas y llagas, y
acaba en la muerte definitiva. Así como no somos capaces de
ver sin luz las partículas de polvo depositadas sobre nosotros,
y la misma luz que nos permite verlas nos enseña por contraste
su fealdad, así la luz del mundo invisible, la doctrina y
ejemplos de la verdad revelada nos manifiestan la existencia y
deformidad del pecado, que de otro modo desconoceríamos u
olvidaríamos.
Igual que hay hombres que habitan en cavernas y minas, y
nunca ven la faz del día, y realizan su trabajo a la luz de una
antorcha, hay también multitudes –más aún, enteras naciones
de hombres– que aunque han recibido ojos de la naturaleza no
pueden usarlos debidamente, porque viven en un pozo
espiritual, en una región de tinieblas.
Allí han nacido, allí viven, y allí mueren. En vez de usar la
ancha y clarificadora luminosidad del sol, tientan su camino
con antorchas de lugar a lugar, o fijan lámparas en
determinados puntos, para «andar a la luz de su fuego, y en la
llama que ellos mismos han encendido», porque no disponen
de nada más claro o más puro para hacer frente a las
necesidades del día y del año. Alguna luz deben conseguir, y
cuando no descubren otra opción, la procuran por sí mismos.
El hombre, un ser dotado de razón, no puede vivir en todo
arbitrariamente. Está obligado en cierto sentido a vivir según
una norma, a adoptar una concepción de la vida, a trazarse un
fin, a establecer unos criterios de conducta y a representarse
unos modelos que le ayuden a seguirlos.
Su razón no le hace independiente, como a veces se dice. Le
fuerza más bien a una dependencia respecto de leyes y
principios precisos, en orden a satisfacer sus propios deseos.
Debe, por necesidad de su naturaleza, ajustarse a alguna
norma; Y si no logra descubrir un objeto para su veneración,
lo crea. Si no se le enseña la verdad de arriba, se enseña a sí
mismo falsedades, o las aprende de sus vecinos. Si no conoce
a Dios se fabricará ídolos. ¿Cuál de estas dos opciones,
hermanos míos, pensáis que han elegido nuestros
compatriotas? ¿Tienen el verdadero objeto de adoración o
tienen el falso? ¿Han inventado lo que no posee realidad, o
descubierto lo que la posee? ¿Caminan bajo luz del cielo o se
asemejan a los nacidos en cavernas, que hacen su fuego a
partir de las piedras y los metales de la tierra?
 
Ídolos terrenos
Mirad en torno vuestro y responded por vosotros mismos.
Contemplad los objetos que este pueblo alaba, examinad sus
criterios, ponderad sus juicios e ideas, y decidme luego si no
es evidente, a juzgar por su noción de los deseable y lo
excelente, que la bondad, la santidad y lo verdadero les
resultan desconocidos, y que no solamente no imitan, sino que
ni siquiera admiran esos atributos de la naturaleza divina.
Quiero insistir, no en lo que hacen o son, sino en lo que
reverencian y adoran: en lo que tienen como dioses. Su Dios
son las riquezas. No digo con esto que todos deseen ser ricos,
sino que todos se inclinan ante el dinero. A la riqueza tributa
siempre la multitud de los hombres un homenaje instintivo.
Miden la felicidad por la riqueza, y por la riqueza miden, a su
vez, la respetabilidad de la persona. Hay muchos, repito, que
no piensan en enriquecerse, pero que a la vista de la riqueza
sienten un sobrecogimiento involuntario, como si el rico
hubiera de ser necesariamente bueno. Les agrada que un
caballero acaudalado repare en ellos, se complacen en decir
que una vez hablaron con él, les gusta conocer a los que le
tratan, y haber entrado en su casa, etc. No viene a su mente la
idea de alcanzar algún día una situación parecida, ni ven la
riqueza, pues el hombre admirado viste quizás como cualquier
otro, ni esperan obtener beneficio alguno. No. El suyo es un
homenaje desinteresado, procedente de una honrada y sincera
admiración de la riqueza por sí misma, análoga al limpio amor
que los buenos cristianos sienten hacia su Señor. Es un
homenaje nacido de profunda fe en losbienes materiales,
nacido concretamente del sentimiento íntimo de que, al
margen de lo que el hombre parezca –pobre, mezquino,
decrépito, vulgar, ignorante, enfermo, etc.–, si es rico resulta
diferente a todos: si es rico posee un don, un encanto, una
omnipotencia, porque con riqueza lo puede todo.
Riqueza es el primer ídolo de este tiempo. Notoriedad es el
segundo. No hablo, repito, de lo que los hombres persiguen de
hecho, sino de lo que admiran y reverencian. Muchos no
tienen oportunidad de buscar lo que envidian en silencio.
Nunca pudo existir la fama, en pasadas edades del mundo,
como existe ahora. Noticias recientes de todo el orbe, privadas
y públicas, llegan hoy, día tras día, a cualquier individuo, al
artesano más pobre y al campesino más alejado, mediante un
proceso de comunicación tan uniforme, espontáneo e
invariable que se asemeja a una ley natural.
De aquí que la fama y el llamar la atención en el mundo se
consideren como un gran bien en sí mismos, y un motivo de
veneración. Hubo un tiempo en que sólo se podía figurar a
costa de grandes gastos de dinero, y la gente admiraba con
asombro a quienes disponían de numerosos criados, carruajes,
casas y jardines; lo hace todavía cuando tiene oportunidad,
dado que tal magnificencia es cosa de pocos, y pocos también
la presencian de cerca.
La notoriedad, o fama de periódico como se la denomina
también, significa para muchos lo que la moda es para quienes
pertenecen a la alta sociedad elegante. Se ha convertido en una
suerte de ídolo, adorado por sí mismo y sin referencia a las
formas en que circunstancialmente se manifiesta. Puede ser
buena o mala fama. Puede ser la fama de un gran estadista, un
gran predicador, un gran científico o un gran criminal; la fama
de un hombre que se ha ocupado en mejorar nuestros
hospitales, asilos, escuelas y prisiones, o la de un libertino que
ha ofendido la propiedad o el honor de sus conciudadanos. No
importa el motivo, con tal que se hable de la persona, se lea
mucho acerca de ella y se piense frecuentemente en ella. Cabe
incluso que un hombre muera justamente a manos de la ley, y
que sin embargo quede transfigurado en una especie de mártir.
Sus vestidos, su escritura, las circunstancias e instrumentos de
su crimen, todo se enseñará, se contemplará, se conservará
como si fueran reliquias. La cuestión no es si aquella persona
era grande, buena, sabia o virtuosa; si era vil o despreciable.
Lo importante es si está o no en boca de la gente, si ha
conseguido atraer la atención de muchos, si ha hecho algo
fuera de lo corriente, si ha sido canonizada, por decirlo así, en
las publicaciones de moda.
Todos los hombres no pueden ser famosos. Las multitudes
que honran la fama no la buscan para sí mismas: no hablo de
lo que hace la gente, sino de cómo piensa. Pero de vez en
cuando hay ejemplos de hombres desgraciados que, seducidos
por la pasión de la notoriedad, se deciden a una acción
detestable, no porque la deseen o por amor u odio hacia la
persona afectada, sino simplemente para que se hable de ellos.
«Éstos son, oh Israel, tus dioses» (cfr. Ex XXXII, 8). Este
noble pueblo, nacido para cosas grandes, nacido para el decoro
y la reverencia, he aquí que anda de un lugar a otro bajo la
antorcha de una caverna, o persigue fuegos fatuos, sin
comprenderse a sí mismo, sin entender su destino, sus
debilidades y sus indigencias, porque ha renunciado a ver,
consultar y admirar las luces del cielo.
 
La luz de la fe
¡Pero qué cambio se produce, hermanos míos, cuando la
mano del buen Dios les lleva con maravillosa providencia
hasta la salida de la gruta y luego los expone a la luz del día!
¡Qué transformación experimentan cuando comienzan a ver,
con los ojos del alma y la intuición que trae consigo la gracia,
la figura de Jesús, el Sol de Justicia, y el cielo en el que vive, y
la brillante Estrella de la mañana que es su Madre
bienaventurada, y la plácida Luna que representa a su Iglesia,
y los silenciosos astros, que son los hombres santos en camino
hacia el eterno reposo!
Así fue la sorpresa que embargó a los tres discípulos
llevados consigo por Cristo a la cumbre del Tabor. El Señor
dejó abajo el mundo enfermo y la multitud atormentada e
inquieta, les condujo a la cima del monte y se transfiguró ante
ellos. «Su rostro se tornó brillante como el sol y sus vestidos
blancos como la luz» (cfr. Mt XVII, 2). Los discípulos
levantaron los ojos y vieron una figura blanca a cada lado del
Maestro: eran dos santos de la Antigua Alianza, Moisés y
Elías, que conversaban con Él. Aquello era realmente una
escena del cielo. Los Apóstoles habían sido introducidos a un
nuevo horizonte de ideas, a una nueva esfera de
contemplación, y Pedro, desbordado por la visión, exclamó:
«Señor, es bueno estarnos aquí: hagamos tres tiendas». Había
imaginado poder conservar ya siempre con Él aquella gloria.
Lo más brillante de la tierra, lo más hermoso y noble palidecía
y se esfumaba, y se antojaba corrupción delante de aquellos
esplendores. Los más excelentes bienes terrenos eran vanidad;
las mejores ganancias, estiércol; las más profunda alegrías,
tristeza, y el pecado, una repulsiva abominación.
Salvadas las distancias, así es también el contraste,
percibido por el alma que se despierta a la gracia, entre los
objetos que admiró y persiguió en su vida pecadora y los que
contempla en su nuevo horizonte de luz. Desde ese instante, el
alma ha comenzado una nueva vida. No me refiero a la
conversión moral que ocurra dentro de ella. Se mueva o no a
actuar en base a lo que ve, considerad ahora únicamente la
gran transformación que se producirá en su visión y
estimación de las cosas tan pronto como haya oído y aceptado
con fe la voz de Dios, tan pronto como entienda que riqueza,
fama e influencia no son los bienes más importantes, y que
sólo merece la pena buscar la santidad y lo que la acompaña,
es decir, la pureza, el desprendimiento de lo material, la
fortaleza y la paciencia, el sacrificio por los demás, la renuncia
a lo mundano, el favor del cielo, la protección de los ángeles,
la sonrisa de la Virgen: los dones de la gracia, el poder
decisivo, y si hace falta milagroso de Dios, y la comunión de
los santos.
Por eso los hombres de mundo que son católicos –a no ser
que hayan perdido completamente la fe– no reaccionan
exactamente igual que quienes son ajenos a la Iglesia.
Mantienen, en efecto, una veneración instintiva hacia los que
reflejan en sus vidas las huellas de lo divino, y alaban al
menos lo que no se deciden a imitar.
 
La percepción de la santidad
Los católicos poseen una idea que una nación protestante no
percibe, es decir, poseen la idea de un santo. Creen y advierten
prácticamente la existencia de esos señalados siervos de Dios
que de tiempo en tiempo surgen en la Iglesia católica. Quizás
no se comportan bien en la vida cotidiana, pero saben dónde
está la verdad y han aprendido a pensar y a juzgar
correctamente. Conservan en la imagen de los santos un
criterio para su conducta. Un santo es un ser nacido como
cualquier otro hombre, un hijo de la ira por naturaleza,
necesitado de redención. Es bautizado como los demás e igual
que todos los niños llega un día al uso de razón. Pero pronto
sus padres y vecinos comienzan a advertir que no es un niño
exactamente y en todo como los demás. Sus hermanos y
compañeros de juegos sienten tal vez hacia él una cierta
admiración que no saben cómo explicar. Si le conociera
alguno de esos hombres que han servido a Dios mucho tiempo
en oración y obediencia notaría quizás algún signo indicativo
de una magnífica vocación. Así va creciendo, apreciado o no
en su destino sobrenatural por familiares y conocidos, pues
éste es el sello de toda grandeza, que precisamente porque es
grande no es comprendida de inmediato por la gente corriente.
Hacen falta tiempo, distancia y observación para que sea
reconocida por todos.
Nuestro hombre ha llegado a la edad de emplear su razón y,
cosa admirable, nunca ha ofendido a Dios gravemente. Otros
comienzan a usar su entendimiento abusando de él;
comprenden lo bueno,para resistirlo enseguida. No ocurre así
con el santo. No es que sus acciones sean incontaminadas si
las colocamos bajo la luz tremenda de la pureza divina, pero
no ofende a Dios mortal y voluntariamente, se ve protegido de
pecado grave, nunca se separa de Dios, quizás sólo en algunos
períodos incurre en faltas deliberadas, evita siempre las
ocasiones de pecado y resiste la tentación. Vive de continuo en
presencia de Dios, que le preserva del mal «porque el malvado
no consigue tocarle».
En numerosos aspectos no difiere, como es lógico, de otros
chicos. Ignora muchas cosas, y tal vez se comporta en
ocasiones de manera imprudente. Tiene las debilidades,
temores y esperanzas de la gente joven. Se puede sentir
movido a ira, a pronunciar una palabra dura, a inquietar a sus
padres; puede manifestarse volátil y caprichoso, inestable en
sus opiniones y juicios, a diferencia de un hombre maduro.
Pero esto no tiene importancia. Son accidentes compatibles
con la presencia de un nivel de gracia que une poderosamente
el corazón a Dios. Sería excelente que la multitud de los
hombres fueran tan piadosos en sus mejores momentos como
los santos en sus horas bajas. Ha habido santos, sin embargo,
que fueron librados incluso de las imperfecciones que he
mencionado. Ha habido santos cuya razón ha sido de tal modo
influida por Dios desde el bautismo, que se han sentido
capaces de ofrecer a su Señor y Salvador, ya desde niños, un
«sacrificio vivo, santo y aceptable». En todo caso, sean cuales
fueren las debilidades del joven que estamos imaginando, son
excepciones en el transcurso de su vida cotidiana. La oración,
la alabanza a Dios y la meditación constituyen su comida y su
bebida. Frecuenta la iglesia, se arrodilla ante el Santísimo
Sacramento, dirige su mente y su corazón a la Madre de Dios.
Vive en íntima conversación con su ángel custodio y evita
todo asomo de profanidad e impureza. Se convierte
paulatinamente en un testigo del mundo invisible, y cumple en
él las ideas y nostalgias de lo sobrenatural que se leen a veces
en poemas y narraciones, y son deseadas vagamente por
numerosos hombres jóvenes antes de que el mundo los
corrompa.
Crece, y encuentra exactamente las mismas tentaciones que
los demás, y quizás más violentas. Los hombres mundanos,
carnales e incrédulos, no conciben que las tentaciones que
ellos experimentan y a las que sucumben, puedan vencerse. Se
han convencido a sí mismos que pecar es parte de su
naturaleza y que, por lo tanto, no incurren en culpa alguna; es
decir, niegan la existencia del pecado. Consiguientemente,
cuando leen algo sobre los santos o los buenos cristianos
concluyen que éstos no han sufrido las tentaciones de ellos o
que no las han superado. Los consideran hipócritas, que
practican en privado los vicios que denuncian en público; o si
son suficientemente honrados para abstenerse de semejante
calumnia, piensan que aquellos hombres nunca han sentido
tentaciones, que son seres fríos y simples, anclados en la
niñez, desconocedores del mundo y de la vida, despreciables
por su falta de influencia, peligrosos en su ignorancia si
llegaran un día a ser influyentes.
 
La realidad de los santos
Pero no es así, hermanos míos. Leed las vidas de los santos,
y comprobaréis la falsedad y estrechez de esta visión. Estos
hombres críticos que imaginan conocer profundamente el
mundo y la naturaleza humana no saben nada de un gran
hecho que tiene lugar en el hombre, es decir, desconocen lo
que es la naturaleza bajo la influencia de la gracia. Saben muy
poco de la segunda naturaleza, del don sobrenatural infundido
por el Espíritu de Dios en nuestra primera naturaleza caída.
Nunca se han encontrado con un santo, ni han leído sobre él,
ni se han formado una noción precisa de él.
El santo sufre, repito, las mismas tentaciones que los demás
hombres, y a veces mayores, porque se le prueba como en un
crisol, porque debe hacerse rico en méritos, porque le espera
una brillante corona en el cielo. En cualquier caso, tiene
tentaciones, y difiere de los otros no en verse eximido de ellas,
sino en estar preparado contra ellas. La gracia supera la
naturaleza. La supera desde luego en todos los que se salvan,
pues nadie contemplará después el rostro de Dios si ahora no
renuncia al pecado. Pero los santos vencen con una
determinación, un vigor y una prontitud particulares. Leéis así
en sus vidas narraciones admirables de conflictos y victorias
sobre el enemigo. Son como héroes de romance, llenos de
nobleza, gracia y buen estilo. Sus acciones, hermosas como la
ficción, son sin embargo tan reales como cualquier otro hecho
real. Son actos que ensanchan la mente de todo ser humano
con ideas que antes no apreciaba y que manifiestan al mundo
entero lo que Dios puede hacer y lo que puede llegar a ser el
hombre.
Aunque desde luego no todos los santos han sido inocentes
en su juventud –pues algunos fueron movidos por Dios a
penitencia después de una juventud pecadora–, sin embargo,
una vez convertidos no se diferenciaron de quienes siempre
sirvieron al Señor: no se diferenciaron en altura de dones,
desprendimiento del mundo, unión con Cristo e intensidad de
obediencia; en nada, excepto quizás en la severidad de su
expiación. Algunos fueron llamados, no del vicio y la
impiedad, sino de una vida cristiana más o menos indiferente,
de un estado de tibieza y superficialidad, a la exigencia
heroica; y con frecuencia abandonaron tierras, propiedades,
honores, prestigio y situación social por amor de Cristo. Reyes
han dejado el trono, prelados renunciaron a su rango e
influencia, sabios despreciaron la vanidad del intelecto, para
vivir todos ellos alejados del mundo en escasez y austeridad.
En los tiempos primeros de la Iglesia fueron los mártires, a
veces niños y jóvenes doncellas, quienes soportaron las
torturas más refinadas antes que negar a Cristo. Después
aparecieron los misioneros que, por amor a las almas, no
vacilaron en arriesgar sus vidas para extender el reino del
Salvador y que, viviendo o muriendo, han llevado a la Iglesia
naciones enteras. Otros se han dedicado, en tiempos de guerra
o cautividad, a redimir esclavos cristianos de sus dueños o
conquistadores paganos. Otros se han entregado al servicio de
apestados y enfermos, a la instrucción de los pobres, a la
educación de los niños, a atender incesantemente la
predicación y el confesonario, o a una vida contemplativa de
intercesión y oración.
Los santos son muy diversos, y esta diversidad es una señal
de la riqueza de Dios. Pero a pesar de sus diferencias y de la
línea específica de su actividad, se han conducido siempre con
heroísmo. Han logrado tal autodominio, han crucificado la
carne y renunciado al mundo de tal modo, han sido tan
humildes, compasivos, alegres, devotos, laboriosos y
perdonadores de injurias, han soportado tantos dolores y
perseverado en trabajos tan grandes, que nos ofrecen un
paradigma incuestionable de magnanimidad, verdad y amor.
No son siempre ejemplo para nosotros, ni tenemos
obligación de seguirles; igual que no nos vinculan literalmente
algunas observaciones del Señor, tales como presentar la otra
mejilla o entregar el manto. Pero aunque no los tengamos
como modelo, representan siempre un criterio del bien y del
mal, están a la vista como una lección viva, nos recuerdan que
Dios existe, nos introducen en el mundo invisible, nos enseñan
el amor de Cristo, y nos aligeran el camino que conduce al
cielo. Han de ser para nosotros, que podemos verles, lo que la
riqueza, la fama, el rango y el nombre son para la multitud que
vive en oscuridad: objetos de veneración y estima.
¿Quién puede dudar entre ambas cosas? La religión
nacional [28] posee muchos atractivos. Conduce a la decencia
y al orden, a la conducta apropiada, a pensamientos
encomiables, a bellas virtudes domésticas. Pero no puede
elevar a la multitud ni ofrecer una imagen correcta de la
ciudad de Dios. Procede de la simple naturaleza, y su doctrina
es meramente natural. Usa desde luego palabras religiosas; de
otro modo no podría llamarse religión. Pero no imprimelo
sobrenatural en la imaginación, ni lo graba sobre el corazón, ni
lo introduce en la conciencia. No lleva a la mente popular idea
grande alguna, como esas que, siendo propiedad común, todos
y cada uno deben aceptar a modo de primeros principios o
dogmas que constituyen el inicio de la vida cristiana, que se
dan por supuestas y que pasan de una edad a otra como
imágenes y prendas de la eterna verdad.
La religión nacional no inculca en modo alguno el sentido
de lo invisible, y en consecuencia los valores mundanos y los
objetos materiales se convierten en los ídolos y la ruina de sus
hijos, almas que estaban hechas para Dios y la gloria. Es
impotente para resistir lo terreno y las enseñanzas falsas del
mundo. No puede sustituir el error por la verdad. Va detrás,
cuando tendría que ir delante [29]. Sólo hay un verdadero
antagonista de lo mundano: es la fe de los católicos. Cristo
estableció esa fe, y ella realizará en la tierra la tarea
encomendada, como siempre lo ha hecho, hasta que Él venga
de nuevo.
DISCURSO SEXTO: 
LA VOLUNTAD DE DIOS, FIN DE LA
VIDA
 
El fin del hombre
Voy a formularos una cuestión tan corriente y poco
interesante a primera vista, que tal vez os preguntéis por qué la
hago, y objetéis que es difícil fijar en ella la atención, y os
adelantéis incluso a decir que no producirá nada provechoso.
Es la siguiente: ¿para qué habéis sido puestos en el mundo?
Se trata de un pensamiento más obvio que frecuente, más
sencillo que familiar: quiero decir que debería veniros a la
mente, pero no os viene, y que de hecho mantenéis hacia él
una distante familiaridad que pervive desde hace muchos años.
Es posible que alguna vez esta idea os haya asaltado
íntimamente por un breve espacio de tiempo, pero sólo a la
manera de una incidencia fugaz. Hay quienes recuerdan la
primera vez que tal pensamiento les visitó. Eran niños
pequeños que un buen día se preguntaron espontáneamente, o,
mejor dicho, oyeron cómo Dios les interrogaba en su interior:
¿Por qué estoy aquí? ¿Cómo he venido? ¿Quién me trajo a este
lugar? ¿Qué debo hacer? Pudo ser el primer acto de la razón,
el inicio de la responsabilidad personal, el comienzo de
pruebas y compromisos. Tal vez data de aquel día su
capacidad de elegir entre el bien y el mal, y la posibilidad
tremenda de cometer un pecado grave. A medida que la vida
avanza, el pensamiento retorna poderosamente de vez en
cuando, en la enfermedad, en medio de algún dolor, en
momentos de soledad, al escuchar a un predicador o al leer un
libro estimulante. Les acomete entonces un sentimiento
intenso sobre la vanidad y miseria del mundo, y la pregunta se
deja oír de nuevo: ¿Para qué he sido colocado en la tierra?
Ciertamente contrasta mucho este mundo vano y
deleznable, pero imponente, con el sentido de semejante
pregunta. Parece fuera de lugar formular tal interrogante en la
presencia magnífica y espléndida de la gran Babilonia. El
mundo se siente capaz de cubrir todas nuestras necesidades,
como si fuéramos enviados a él por el hecho del envío mismo,
y sin nada que lo trascienda. Es un gran favor –se dice– haber
ingresado en este mundo majestuoso. Ahí se encuentra la
explicación del misterio de la vida. Todo hombre hace en el
mundo su propia voluntad, busca su propio placer, persigue
sus propios fines: no ha venido a otra cosa.
 
Las metas aparentes de la vida
Visitad las calles de una ciudad populosa, contemplad el
continuo flujo de energía humana y la interminable variedad
de iniciativas y caracteres, y quedad ya satisfechos. Los
caminos –acera y calzada– están repletos; multitudes van de
un sitio a otro, cada persona a su asunto, o se detienen
inactivas y curiosas, por falta de trabajo, para ver y ser vistas,
por diversión o con deseo de presumir, o bajo la excusa de una
tarea. Los carruajes de los ricos se mezclan con los lentos
carromatos cargados de provisiones y mercancías, productos
del arte y demandas del lujo. Las calles albergan tiendas
innumerables que, abiertas y coloridas, invitan a los clientes.
De vez en cuando se ensanchan en plazas o en lugares
espaciosos con grandes edificios de piedra o ladrillo, brillantes
al sol y rodeados de jardines alegres. Seguid en otra dirección
y encontraréis sólidas fábricas donde se efectúan los trabajos
mecánicos. El aire bajo está lleno de un ruido incesante y
monótono, que penetra incluso en las estancias interiores de
las casas e importuna los oídos en todo momento. El aire de
arriba, saturado de humo, esconde el día de Dios a los reinos
del tenaz y agotador esfuerzo. ¡He aquí el fin del hombre!
Si preferís, permaneced en casa, coged uno de esos
periódicos diarios que son una pintura tan verdadera del
mundo, examinad las columnas de anuncios, y descubriréis el
catálogo de afanes, proyectos, ansiedades, angustias y placeres
que ocupan la cabeza del hombre. El ser humano representa
todos los papeles. Aquí desea vender unos bienes, allí necesita
un empleo; aquí busca dinero en préstamo, allí ofrece casas,
fincas o apartamentos. Dispone de comida para millones, de
lujos para los ricos, de medicinas y remedios maravillosos
para los crédulos, de libros baratos y nuevos para los curiosos.
Pasad luego a las noticias del día y conoceréis los hechos
realizados por grandes hombres, en casa y en el extranjero.
Leeréis sobre guerras y rumores de guerras, debates en el
Parlamento, gente recién llegada, estadistas desaparecidos,
disputas políticas en la ciudad y en la nación, y
enfrentamientos de intereses rivales. Conoceréis detalles sobre
el mercado del dinero, la oferta y demanda de bienes, la
situación del comercio, la producción de manufacturas, los
barcos venidos a puerto, pérdidas, ganancias, fraudes, etc.
Seguid adelante, y os tropezaréis con los descubrimientos
efectuados en artes y ciencias, y los que, según dicen, se han
producido en el campo de la religión. Habrá también noticias
sobre la corte y la familia real, diversiones de los grandes,
lugares de recreo, procesos célebres, crímenes, accidentes,
experimentos, concursos e iniciativas de toda clase. ¡Qué
extraño es este ser infatigable, ruidoso y jadeante que
llamamos vida! ¿Y todo esto no se acabará nunca? ¿Tiene
algún sentido? Parece que jamás terminará, y que constituye
su propio objeto.
Ahora, hermanos míos, tratad una vez más de olvidar por
un momento lo que veis y leéis en la prensa, penetrad en los
corazones, y observad las ideas y los sentimientos de las
personas. Miradlas lo más atentamente que podáis; entrad en
sus casas y habitaciones privadas; asomaos inesperadamente a
caminos y calles, mansiones y cabañas, oficinas y fábricas.
¿Qué encontráis? Escuchad sus palabras y presenciad sus
acciones. Hallaréis por lo general en todos –poderosos y
humildes, cultos e ignorantes– los mismos rebeldes
pensamientos, los mismos locos deseos, incontroladas
pasiones, opiniones rastreras y comportamientos arbitrarios.
Comprobaréis que viven por el simple afán de vivir. Todos y
cada uno parecen deciros: «Somos nuestro propio centro y
nuestro propio fin». ¿Qué persiguen? ¿Qué proyectos
albergan? ¿Para qué viven? «Vivimos para nuestro exclusivo
agrado. La vida no tiene sentido si no la vivimos a nuestro
gusto. Nadie nos ha enviado aquí; sencillamente nos
encontramos en el mundo, y seremos como esclavos si no
pensamos, creemos, amamos, odiamos y hacemos lo que nos
plazca. Detestamos toda interferencia, divina o humana. Nos
importa relativamente ser ricos o influyentes; pero nos importa
por encima de todo vivir para nosotros mismos, apurar el
placer presente, asimilar toda doctrina de modo personal,
pensar en el futuro y en lo invisible mucho o poco, de acuerdo
sólo con nuestro capricho».
Es un pensamiento terrible y sin embargo real. La multitud
de los hombres viven sin objeto alguno más allá de la escena
visible. Pueden usar de vez en cuando palabras religiosas, o
profesar un culto por motivos de inercia, utilidad o deber. Pero
si en semejante profesión existiera alguna sinceridad, el curso
del mundo no sería como es.
 
El sentido de la existencia
¡Qué diferenciarespecto al sentido de la vida, tal como nos
lo propone nuestra fe! Si hay uno entre los hijos de los
hombres que podría con todo derecho haber cumplido su
propia voluntad aquí abajo, es sin duda Aquel que vino a la
tierra desde el seno de Dios y que fue tan puro en la
humanidad que asumió que no podía tender a ningún propósito
incompatible con la voluntad del Padre. Y sin embargo, Él,
Hijo de Dios y Verbo eterno, no vino a hacer su voluntad, sino
la voluntad de quien le envió, como nos repite la Sagrada
Escritura una y otra vez. El profeta del Salterio, hablando en la
persona de Cristo, dice: «He aquí que vengo, oh Dios, a
cumplir tu voluntad» (cfr. Ps XXXIX, 7 s.). Isaías exclama:
«El Señor Dios ha abierto mi oído, y yo no me resistí ni me
hice atrás» (cfr. L, 5). Y en el Evangelio dice el Señor: «Mi
comida es hacer la voluntad del que me envió, y llevar a cabo
su obra» (cfr. Io IV, 34). De aquí que también en su agonía
gritara: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (cfr. Lc XXII,
42), y que San Pablo comente: «Cristo no se agradó a Sí
mismo» (Rom XV) y «aunque era Hijo de Dios aprendió la
obediencia en lo que hubo de sufrir» (cfr. Hebr V, 8).
Así fue verdaderamente. Por ser Hijo eterno e igual al
Padre, Su voluntad era una y la misma con la del Padre, y Él
no necesitaba efectuar acto alguno de sumisión. Pero decidió
tomar la naturaleza humana y la voluntad propia de tal
naturaleza. Asumió por tanto los afectos, sentimientos e
inclinaciones propios del hombre. Asumió una voluntad
inocente, pero en cualquier caso una voluntad de hombre,
diferenciada de la voluntad divina. Tomó, en definitiva, una
voluntad que, si sólo hubiera actuado según lo que es grato a la
naturaleza, habría negado, a la hora del dolor y del esfuerzo,
su cooperación activa con la voluntad de Dios. Pero aunque
asumió la naturaleza humana, no tomó sobre Sí ese egoísmo
con que se cubre el hombre caído, sino que en todas las cosas
se ofreció al Padre como un sacrificio siempre disponible. No
vino a la tierra para buscar su propio agrado, ni para hacer su
gusto, ni para satisfacer sentimientos humanos, sino
únicamente para glorificar al Padre y hacer su voluntad. Vino
lleno de una misión, encargado de un trabajo, y no miró a
derecha ni a izquierda, ni pensó en sí mismo.
Por eso fue llevado en el vientre de una mujer humilde que,
antes de dar a luz, hubo de hacer dos viajes, de obediencia y de
amor, a las montañas de Judea y a Belén. Nació en un establo
y fue colocado sobre un pesebre. Huyó a Egipto, y vivió luego
hasta los treinta años de manera pobre, en una pequeña casa,
desempeñando un oficio tosco en una ciudad despreciada. A
continuación, llegada la hora de predicar, no tenía donde
reclinar su cabeza, y anduvo de una ciudad a otra como un
extraño en la tierra. Estuvo en el desierto y habitó por un
tiempo entre animales salvajes. Soportó frío y calor, hambre y
cansancio, reproches y calumnias. Su comida era pan vulgar y
pescado corriente y en ocasiones dependía de la hospitalidad
ajena. E igual que abandonó la majestad del Padre en lo alto y
eligió una morada terrena, así también, por deseo del Padre,
dejó el único consuelo que le había sido dado en este mundo y
se privó a sí mismo de la compañía de su Madre. Se separó de
ella y en apariencia la ignoró, como Leví, tipo del Redentor,
que mereció el sagrado ministerio cuando dijo a sus padres y
familiares: «No os conozco». Jesús ejemplificó en su propia
vida la severa máxima que dio a sus discípulos: «El que ama a
su madre más que a Mí no es digno de Mí» (cfr. Mt X, 37).
Sacrificó en todo cualquier deseo de su voluntad, para que
entendamos que si Él, el Creador, vino a su propio mundo no a
buscar su agrado sino a hacer la voluntad de su Padre, nosotros
tenemos también probablemente una tarea que realizar y
hemos de preguntarnos con seriedad cuál sea.
 
Una tarea que realizar
Así es, hermanos míos. Toda persona que respira, pobre o
rica, cultivada o ignorante, joven o anciana, hombre o mujer,
tiene una misión, un trabajo que cumplir. No hemos sido
enviados a esta tierra para nada. No hemos nacido por
casualidad. No estamos aquí para dormir durante la noche,
levantarnos por la mañana, buscar el alimento, beber y comer,
reír y bromear, ofender a Dios cuando nos viene en gana,
reformar nuestra vida cuando nos cansamos de pecar, criar
hijos y morir. Dios contempla a cada uno de nosotros, crea
toda alma, la infunde, una a una, en un cuerpo, y lo hace con
una intención. Nos necesita, se digna necesitar a cada uno de
nosotros. Tiene un plan para cada hombre. Somos iguales en
su presencia, y nos sitúa en diferentes circunstancias y estados,
no para hacer en ellos lo que nos plazca, sino en orden a
trabajar para Él. Igual que Cristo tuvo una tarea, nosotros
tenemos la nuestra. Igual que Él cumplió gozoso su trabajo,
también nosotros hemos de alegrarnos en el nuestro.
San Pablo se refiere en cierta ocasión al mundo como a la
escena de un teatro. Consideremos lo que quiere decir. Como
sabéis, los actores que aparecen sobre un escenario son
iguales, pero asumen papeles diferentes en la obra que
representan: unos son poderosos y otros humildes, unos son
alegres y otros melancólicos. Sería entonces absurdo que un
actor presumiera de la diadema ficticia que le adorna en el
tablado, o de la espada sin filo que lleva, en vez de atender a
su papel. Sería ridículo que pasara el tiempo contemplándose a
sí mismo en su lujoso vestido o que usara en provecho
particular las partes valiosas del atuendo. ¿Acaso su cometido
es otro que desempeñar adecuadamente el personaje
encomendado? El sentido común no nos indica otra cosa. Pues
bien, nosotros somos únicamente actores en este mundo.
Somos iguales unos a otros, y como iguales seremos juzgados
tan pronto como la vida concluya. Pero siendo semejantes,
cada uno desempeña un trabajo específico y ha recibido una
misión peculiar, que le exigen no ceder ante las pasiones, no
dedicarse a ganar dinero, no perseguir como meta única un
nombre en el mundo, no rehusar el esfuerzo, no seguir su
capricho, no ser egoísta, sino hacer lo que Dios le pide.
Observad a ese hombre desdichado del Evangelio, llamado
Epulón. ¿Pensáis que entraba en su mente que debía gastar sus
riquezas no en sí mismo sino para gloria de Dios? Sin
embargo, a causa de este olvido se perdió para siempre. Os
diré lo que pensaba y cómo veía las cosas. Era joven, heredó
grandes propiedades y se entregó a una vida de placeres. No se
le ocurrió pensar que sus riquezas tuvieran otro fin que
permitirle vivir lujosamente. Lázaro yacía a su puerta. Podía
haberle socorrido: ésa era ciertamente la voluntad de Dios.
Pero él consiguió acallar su conciencia y se persuadió a sí
mismo que sería un necio si no aprovechaba al máximo este
mundo mientras podía hacerlo. Se resolvió consiguientemente
a perseguir siempre y en todo su satisfacción personal. «Todos
los días banqueteaba espléndidamente» (cfr. Lc XVI, 19). Sus
bienes y utensilios –casa, muebles, vajillas, sirvientes– eran de
la mejor clase. Todo se dedicaba al disfrute y a la ostentación,
a atraer la atención del mundo y a ganar el aplauso de los
vecinos, compañeros de sus pecados.
Estos amigos eran dignos de él, hombres a la moda,
refinados, soberbios, comilones, sibaritas, exactos, sensuales,
con oídos y lengua diestros en la impureza, ministros y
testigos –en todo pensamiento, palabra y acción– del mal que
reinaba en ellos; gente exquisita y correcta en ideas y juicios a
la hora de establecer reglas para pecar; hombres sin corazón,
egoístas, puntillosos, que evitaban a Lázaro, postrado a la
entrada, como ave de mal agüero a quien el buen gusto exigía
mantener lejos. Epulón era uno de éstos, y como tal vivió el
corto espacio de su vida, consciente y amante de nada excepto
de sí mismo, hasta que un buen día, después de una violenta
querella con alguno de sus compañeros o de un ataque de
peligrosa enfermedad, se encontró inmóvil en su lecho. Allí
pasaba los días maldiciendo su fortuna e impaciente con su
médico por no sentirse mejor yno estar en condiciones de
disfrutar su juventud. Se imaginaba mejorar, cuando en
realidad su mal crecía, y se irritaba con quienes no le dirigían
palabras de consuelo en su perplejidad, a la vez que el dolor en
aumento le separaba más y más de su Creador. Finalmente
llegó su día, y murió, y fue sepultado. Así terminaron su vida y
su misión.
 
Una vida superficial
Éste ha sido el destino de vuestro ídolo y modelo, oh
jóvenes –si hay alguno presente–, que aunque no poseéis
riqueza ni rango social imitáis, sin embargo, el estilo de
quienes los poseen. Vosotros, hermanos míos, no procedéis de
casa aristocrática, no os habéis formado en los centros de alta
educación, no os relacionáis con la sociedad opulenta, ni os
interesa su tono de vida, no cultiváis el sentido romántico del
honor, ni merodeáis en torno a las mansiones de los poderosos.
Y a pesar de todo, imitáis las faltas de Epulón sin participar en
su refinamiento.
Pensáis que es propio de un caballero mantenerse por
encima de la religión, criticar a las personas que creen y
practican, mirar con imparcial desprecio a católicos y a
metodistas, adquirir un barniz de conocimientos en asuntos
varios, conocer las numerosas publicaciones frívolas y
populares del momento, leer la última novela, escuchar a los
cantantes y ver a los actores de moda, estar al día en noticias,
conocer los nombres de los personajes públicos para inclinarse
ante ellos, andar por la calle con la cabeza alta y mirar todo lo
que encontráis. Y por supuesto, decir y hacer cosas peores, de
las que estas extravagancias son únicamente el símbolo.
¡Para esto imagináis haber venido a la tierra! Por lo visto, el
Creador os dio la existencia para esta triste tarea, para ser una
mala imitación de la impiedad decorosa, una pieza de
exquisitez marchita, un perfume sin frescor que sólo ofende
los sentidos. ¡Ojalá pudierais ver lo absurdo y mezquino de
esas pretensiones a los ojos de cualquier hombre excepto
vosotros! Todo camino en la vida es digno. Quien actúa según
su condición y tarea a nadie parecerá ridículo. Quien actúa con
buen sentido y humildad hará un papel excelente en todas las
situaciones de la vida. Por el contrario, la ostentación, la
afectación y los esfuerzos ambiciosos resultan vulgares en
cualquier circunstancia. Procurad, por tanto, alejarlos de
vosotros y despreciarlos. ¡Ojalá os deis cuenta de que tenéis
alma y os apiadéis de ella! Dirigíos antes de que sea tarde a
Quien es fuente de todo lo verdaderamente alto, magnífico y
bello, todo lo que es brillante y placentero; y encontrad lo que
inconscientemente buscáis, en Aquel a quien de manera tan
insensata habéis despreciado.
Solo Él, el Hijo de Dios, es causa de todo bien y toda
felicidad para ricos y pobres. Por muy altos que estéis en la
escala social, necesitáis a Cristo; por muy bajos que estéis,
podéis siempre ofenderle. Los pobres pueden ofenderle,
pueden descuidar las llamadas divinas tanto como los ricos.
No penséis que mis observaciones sobre las clases altas y
medias no pueden, si sois pobres, aplicarse también a vosotros.
Un hombre pobre como Lázaro es capaz de tanta culpa como
Epulón. Si habéis resuelto degradaros al nivel de los animales,
que no tienen razón ni conciencia, no necesitáis riqueza ni
rango para conseguirlo. Las bestias no tienen dinero, ni
situación social, ni púrpuras, mesas espléndidas o servidores, y
sin embargo bestias son. Lo son por ley de su naturaleza. Son
pobrísimas entre los pobres. No hay vagabundo tan pobre
como ellas. Se diferencian de él no en los bienes materiales
sino en carecer de alma, y en que el hombre pobre tiene una
misión y ellas no la tienen, él puede pecar y ellas no pueden.
Es evidente, hermanos míos, que una persona puede perder
el sentido con una bebida pésima igual que con un licor
costoso; puede robar el dinero ajeno para satisfacer sus
apetitos, si no quiere gastar el propio; puede violar las leyes
naturales y sociales que le rodean, y profanar la santidad de los
deberes familiares, aunque no sea hijo de aristócratas, sino de
campesinos o artesanos. No es una bendición del pobre
experimentar menos tentaciones de egoísmo y sensualidad,
pues sufre tantas como cualquiera. La pobreza es para quienes
la viven madre de muchos dolores y penas que son como
mensajeros de Dios que invitan al arrepentimiento. Pero si el
hombre pobre cede ante sus pasiones, olvida la religión, difiere
la penitencia y muere sin conversión, importa poco que haya
sido indigente en este mundo, importa poco que haya sido
menos audaz que el rico o que se haya prometido a sí mismo el
favor del cielo. También Lázaro, en este caso, será sepultado
con Epulón, y no habrá tenido consuelos en este mundo ni en
el otro.
 
El engaño de servir a dos señores
La cuestión es –al margen de la posición social– si uno
cumple, en donde está, la misión que Dios le ha encomendado.
Prestemos atención ahora a otro tipo muy diferente de
hombres que, al ser interpelados sobre estos temas, esquivan la
pregunta y dicen: «No nos dejáis más alternativas que ser
pecadores o santos. Se nos coloca delante, por un lado, la
figura del Señor, y se extiende ante nosotros como segunda
opción la culpabilidad y ruina de un criminal plenamente
consciente de sus faltas. En realidad, nosotros no pretendemos
ir tan lejos en ninguno de los dos caminos. No ambicionamos
llegar a santos, pero tampoco deseamos en absoluto ser
pecadores. No queremos ignorar la voluntad de Dios ni
prescindir de la nuestra. Debe haber un camino intermedio en
el que la voluntad divina y la nuestra puedan encontrarse y
quedar satisfechas. Tenemos intención de disfrutar este mundo
y gozar también del más allá. Evitaremos el pecado mortal,
pues no parece necesario ni posible resistir las faltas veniales.
Solamente los santos son capaces de hacerlo. Es la meta de
toda una vida y no es cuestión de intentarla. No somos monjes,
vivimos en el mundo, tenemos negocios y familia, nos es
preciso vivir al día. Es ya un consuelo guardarse del pecado
grave, lo hacemos y nos basta para la salvación. Es cosa
excelente que nos mantengamos en gracia de Dios, pues, ¿qué
más podemos desear? Acudimos a los Sacramentos, que nos
fortalecen y estimulan. Si muriéramos, lo haríamos en el favor
de Dios, y escaparíamos al destino de los malos. Pero si
intentásemos ir más adelante, ¿dónde deberíamos parar?, ¿a
qué altura estableceríamos el límite? Sabemos bien que la
línea de separación entre faltas graves y leves es muy clara.
Pero si comenzamos a combatir nuestros pecados veniales, no
existiría razón para repudiar unos con preferencia a otros. Si
contenemos la ira, ¿por qué no contener la vanidad?, ¿por qué
no evitar también la envidia, la mentira, la murmuración y la
glotonería? Después de todo, no podemos estar sin pecado
leve, salvo que tuviésemos el privilegio de la Madre de Dios,
que es propio de ella y de nadie más. Entendemos que no se
nos invita a la conversión, porque nos hemos convertido hace
ya tiempo. Se nos invita a un vago e indefinido proyecto,
menor que la perfección y superior a la obediencia, que sin
producir ventajas concretas nos bloquea los placeres y
dificulta las obligaciones de este mundo» [30].
 
Militancia cristiana
Así discurrís. Pero vuestras premisas son más correctas que
vuestro razonamiento, y las conclusiones no se sostienen. Es
cierto que Dios os ha colocado en el mundo para que un día
lleguéis al cielo. Es cierto también que si lográis ir allí, no
podéis desear nada mejor. Concedo asimismo que no es fácil
evitar el pecado venial. No estáis del todo obligados a ser
santos y a buscar la perfección [31]. Pero no se sigue de ello
que, con tales ideas y sentimientos, os esforcéis ni siquiera
para llegar al Purgatorio.
¿Contiene vuestra práctica religiosa alguna dificultad, u os
resulta fácil en todos los aspectos? ¿Buscáis simplemente la
comodidad en vuestro modo de vivir, o encontráis además
alegría en someteros al querer de Dios? En una palabra, ¿es
vuestra religión un trabajo? Porque si no lo es, no es religión
en absoluto. Aquí tenemosya, antes de examinar vuestro
razonamiento, la prueba de su incorrección, porque os lleva a
concluir que mientras Cristo desarrolló una tarea, y los santos
–los pecadores incluso– la cumplen igualmente, vosotros, por
el contrario, que no sois santos ni pecadores, nada tenéis que
hacer. Y si alguna vez tuvisteis una misión, la consideráis ya
cumplida.
Se diría que habéis alcanzado vuestra salvación antes del
tiempo fijado y que, al permanecer en la tierra más de lo
previsto, nada os queda en qué ocuparos. Los días de trabajo
han terminado para vosotros, y ha comenzado una perenne
vacación.
¿Pero acaso os envió Dios al mundo, a diferencia de otros
hombres, para estar ociosos en lo espiritual? ¿Es vuestra única
misión buscar satisfacciones en una tierra donde sois
peregrinos y viajeros de paso? ¿Sois más que los hijos de
Adán, destinados a obtener el pan con el sudor de la frente
antes de volver a la morada de donde salieron? A menos que
trabajéis, os esforcéis y luchéis contra vosotros mismos no
podéis llamaros seguidores de aquellos que «a través de
muchos afanes entraron en el reino de Dios».
El combate es señal genuina de un cristiano. El cristiano es
soldado de Cristo, no otra cosa. Si habéis vencido al pecado
mortal, como decís, entonces debéis combatir vuestras faltas
veniales: no hay más remedio, si sois soldados de Cristo. Pero
tratad de no ser ingenuos. No penséis haber conseguido un
triunfo definitivo. No podéis vivir en paz con enemigos de
Dios, ni siquiera los más insignificantes. Si condescendéis con
vuestros pecados veniales, sabed que junto a ellos y bajo su
sombra acecha el pecado mortal. Los pecados mortales son
criatura de los veniales, que a pesar de no ser letales por sí
mismos, tienden a la muerte. Imagináis haber aniquilado a los
gigantes que dominaban vuestro corazón, y que nada debéis ya
temer. Pero los gigantes amenazan aún, pueden surgir todavía
del polvo y esclavizaros de nuevo antes de que reaccionéis.
La consumación de un propósito es la única prueba de
haberlo cumplido. Así fue el gozo del Señor en su solemne
última hora al haber hecho la obra para la que fue enviado. «Te
he glorificado en la tierra –dice en su oración al Padre–; he
terminado la misión que me confiaste; he manifestado Tu
nombre a cuantos me diste…» (cfr. Io XVII, 4, 6). Fue
asimismo la consolación de San Pablo: «He librado la buena
batalla –exclama–; he llegado a la meta en la carrera, he
conservado la fe. Ahora me aguarda la corona de justicia que
el Señor, justo Juez, me entregará en aquel día» (cfr. II Tim IV,
7).
¡Qué diferente será nuestra imagen de las cosas cuando
muramos y pasemos a la eternidad, respecto a los sueños e
imaginaciones que nos engañan ahora! ¿Qué hará el mundo
entonces por nosotros? ¿Rescatará nuestras almas del
Purgatorio o quizás del infierno? Hemos sido creados para
servir a Dios; hemos recibido talentos para glorificarle;
tenemos una conciencia para obedecerle; se nos ofrece la
perspectiva del cielo para que la mantengamos siempre ante
nuestra mirada; se nos han concedido la luz y la gracia para
seguirlas y salvarnos mediante su auxilio.
¡Desgraciados los que han muerto sin cumplir su misión,
los que llamados a la gracia han vivido en pecado, los que
invitados a adorar a Cristo han preferido el mundo incrédulo y
loco, los que convocados a luchar han permanecido ociosos,
los que invitados a ser católicos se han detenido en la religión
de sus padres! [32].
¡Triste destino el de quienes recibieron dones y no los han
usado o los han usado mal; alcanzaron riquezas y las gastaron
sólo en sí mismos; tuvieron talento, y defendieron lo
pecaminoso, ridiculizaron lo verdadero o sembraron dudas
contra lo sagrado; dispusieron de tiempo, y lo dilapidaron con
malas compañías, libros perversos o diversiones frívolas!
¡Pobres aquellos que, siendo alabados por su vida anodina o
naturalmente bondadosa, nunca intentaron purificar sus
corazones y vivir en la presencia de Dios!
El mundo pasa de una edad a otra, pero los santos ángeles y
los elegidos de Dios no cesan de dolerse ante la pérdida de
vocaciones, la destrucción de esperanzas, el desprecio del
amor de Dios y la ruina de las almas. Una generación se añade
a otra en el cielo, y cuando dirige su mirada hacia la tierra
apenas divisa otra cosa que un ejército de espíritus guardianes,
melancólicos y pensativos, que siguen con ansiedad los pasos
del hombre encomendado a su custodia y tratan, muchas veces
en vano, de protegerle de sus enemigos. Los tiempos
discurren, y el hombre no acaba de creer que lo que es ahora,
dentro de poco no será, y que otras cosas, no presentes aún,
serán durante toda la eternidad.
Al final espera el juicio; el mundo pasa; es como un
artificio y un escenario; orgullosos palacios se derrumban, la
atareada ciudad ha enmudecido y las naves de Tarsis no se ven
ya. La muerte sorprende a todo corazón y a toda carne; el velo
se ha rasgado. Alma que te diriges hacia la eternidad, ¿cómo
has empleado tus talentos, tus oportunidades, la luz que se te
dio, las advertencias recibidas, la gracia que Dios infundió en
ti?
¡Oh Señor y Salvador nuestro, ayúdanos en aquella hora
con la fuerza de tus Sacramentos y la suavidad de tus
consuelos! Que las palabras de absolución desciendan sobre
mí, y el santo óleo me unja, y tu Cuerpo sea mi comida, y tu
Sangre me rocíe. Que mi dulce Madre María respire sobre mí,
y mi ángel me susurre paz, y mi querido padre San Felipe [33]
me sonría, de modo que yo obtenga el don de la perseverancia
y muera, como deseo vivir, en Tu fe, Tu Iglesia, Tu servicio y
Tu amor.
DISCURSO SÉPTIMO: 
PERSEVERANCIA EN LA GRACIA
 
Un don de Dios
No hay una verdad, hermanos míos, que la Santa Iglesia
trate de inculcarnos con mayor insistencia como el hecho de
que nuestra salvación es desde el principio al fin, un don de
Dios. Es cierto, desde luego, que merecemos la vida eterna con
nuestras obras de obediencia, pero esas obras merecen
semejante premio no en base a su valor intrínseco sino al libre
deseo y generosa promesa de Dios. Nuestra capacidad de
realizarlas es, además, un simple resultado de la gracia [34].
Si somos justificados, si formamos en nuestro interior las
disposiciones para la justificación, si nos hacemos capaces de
buenas obras, y si perseveramos en ellas, es debido a la gracia
de Dios. No solamente dependemos de su poder desde el inicio
hasta la consumación, sino que nuestros destinos experimentan
el influjo decisivo de su soberana voluntad y su designio
inescrutable. El Señor tiene en sus manos el rumbo de nuestro
futuro. Sin un acto de su querer, independiente del nuestro, no
habríamos sido traídos a la gracia de la Iglesia católica, y sin
nuevos actos divinos adicionales no llegaremos a la gloria del
cielo. Aunque un hombre justificado merece la vida eterna, no
es capaz, sin embargo, de merecer la justificación y mucho
menos de permanecer justificado hasta el fin de sus días. No
solamente es el estado de gracia condición y vida de todo
mérito, sino que únicamente la gracia nos lleva al estado de
gracia y lo mantiene. Por eso, como he observado al comienzo,
nuestra salvación, desde el principio al final, es un don de
Dios.
 
El misterio de la libertad humana
Siendo como es ésta una doctrina inequívoca y absoluta,
enseña también la Iglesia con idénticas claridad y seriedad que
los hombres somos realmente libres y responsables. Por lo que
atañe a la ayuda divina, toda persona en la tierra puede
salvarse, según el pleno sentido de estas palabras. Todo hijo de
Adán puede, sencilla y verdaderamente, salvarse si quiere; y
puede también quererlo, porque a cada uno se le concede la
gracia necesaria.
El hecho de que, a pesar de la libertad humana, nuestra
salvación dependa completamente de Dios constituye un
misterio. Los teólogos han diseñado esquemas varios para
reconciliar dos verdades que a primera vista parecen
contrarias, pero estas explicaciones –no aceptadas por todos–
apenas nos interesan ahora. Cómo el hombre sea capaz de
actuar libremente mientras Dios hace también Suvoluntad,
está oculto a nuestros ojos, así como permanecen ocultos, por
ejemplo, la creación de la nada, la previsión divina del futuro,
o la identidad en Dios de los atributos de Justicia y Amor.
Es una de esas «cosas escondidas que pertenecen al Señor
nuestro Dios», pero que han sido reveladas para siempre a
nosotros y a nuestros hijos. Y esto es lo revelado: que nuestra
salvación depende de nosotros, y que depende de Dios. Si no
dependiera de nosotros, seríamos gente descuidada y libertina,
pues nada que hiciéramos u omitiéramos ejercería influencia
alguna sobre nuestro destino. Si no dependiera de Dios,
seríamos presuntuosos y autosuficientes.
He comenzado diciendo, hermanos míos, y lo repetiré aún
frecuentemente, que dependéis de Dios. Pero esta observación
implica necesariamente vuestra simultánea dependencia de
vosotros mismos, porque si vuestra salvación no dependiese de
vosotros, en el sentido normal de la expresión, sería absurdo
exhortaros a no olvidar vuestra dependencia de Dios. Dado
que os corresponde una participación tan grande en vuestra
propia salvación, es razonable y pertinente que nos refiramos a
la parte de Dios en esa tarea.
El Señor es Alfa y Omega, principio y fin de todas las
cosas, incluida la salvación nuestra. Habríamos vivido y
muerto despojados de todo conocimiento salvador y todo amor
hacia Él, a no ser por un don que somos incapaces de obtener
por nosotros aun en medio de una vida correcta: a no ser por el
don de su gracia. Ahora que le hemos conocido y estamos
limpios de nuestros pecados, es igualmente cierto que nada
podemos hacer sin la gracia para conseguir perseverancia en la
justicia y en la santidad. Su gracia comienza la obra y su
gracia la termina, y voy a hablar ahora sobre esta terminación,
es decir, sobre la necesidad de que Él consume su obra en
nosotros, porque de otro modo no sería terminada e incluso
ciertamente retrocedería. Voy a hablaros del don de
perseverancia en la gracia, de su inestimable valor, y de
nuestra desesperada situación sin él, a pesar de todas las
gracias anteriores.
 
La perseverancia
Es el don del que habla nuestro Señor cuando ruega al
Padre por sus discípulos antes de separarse de ellos: «Padre
Santo, guarda en tu nombre a quienes me has dado…; no te
pido que los retires del mundo, sino que los protejas del mal»
(cfr. Io XVII, 11, 15). San Pablo lo tiene presente cuando
declara a los Filipenses que «quien inició la buena obra» en los
discípulos, «la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús»
(cfr. Phil 1, 6), y San Pedro cuando escribe que «Dios, que os
ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves
sufrimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y
consolidará» (cfr. I Petr V, 10). En estos y otros muchos
pasajes de la S. Escritura, la gracia de que se habla es el don
de la perseverancia final. Veamos entonces cómo y por qué es
necesaria.
Ocurre no sólo en religión sino también en asuntos de la
vida corriente que aunque una persona acostumbre a hacer
algo muy bien, existe siempre la posibilidad de que no consiga
repetir su acción muchas veces sin cometer algún error. Un
contable excelente se equivocará alguna vez en una suma,
aunque no sea posible predecir de antemano en qué momento
cometerá la falta. Una persona aprenderá de memoria unas
líneas y las repetirá perfectamente, pero no es probable que las
diga sin algún lapsus varias veces seguidas. Así acontece con
nuestros deberes religiosos. Conseguimos quizás evitar el
pecado cada vez que nos asalta la tentación concreta, pero esto
no impide pensar que, de hecho, no seremos capaces de
escapar a toda falta. Por eso también los grandes santos
incurren en faltas menores, aunque han recibido gracia
suficiente para evitar todo pecado y toda imperfección. Es el
resultado de la fragilidad humana. Sólo una especial asistencia
divina podría preservar a un cristiano de toda falta, pero
semejante privilegio ha sido concedido únicamente a la
Santísima Virgen.
Los pecados veniales, sin embargo, no separan el alma de
Dios ni interrumpen la perseverancia en la gracia. Dios los
permite en orden al saludable fin de aumentar nuestra
humildad y movernos a penitencia, No hay, por tanto,
exención de estos defectos, pues no es necesaria a nuestra
perseverancia. Lo más importante es que seamos preservados
del pecado grave; y es de señalar que en nuestra lucha contra
éste nos acosa la misma dificultad que encontramos respecto al
pecado venial. Aquí también, aunque un hombre haya recibido
gracia suficiente para mantenerse alejado de toda falta grave,
una por una, podría sin embargo, antes o después, llegar el
momento de una infidelidad a la gracia y de una caída, a
menos que le sea concedida una ayuda adicional que le
defienda de sí mismo.
Necesita gracia para usar la gracia; necesita nuevas energías
para asegurar su fidelidad a lo que ya posee. Y las necesita
imperativamente, pues privado de estos auxilios, dado que un
solo pecado mortal separa de Dios, se encuentra en peligro de
perecer. Este don nuevo es la gracia de la perseverancia y
consiste en una amable solicitud por parte del Señor
misericordioso, que elimina las tentaciones que podrían sernos
fatales, nos socorre en momentos de especial riesgo, y dispone
el curso de nuestra vida de modo que dejemos este mundo en
estado de gracia. Como es un don imprescindible sin más,
Dios lo concede benévolamente. Si no lo hiciera, nadie
lograría salvarse. Dios nos lo concede, aunque no otorga a los
santos la capacidad de evitar todo pecado venial. Dios lo
concede, por su bondad, a nuestras oraciones, aunque no
podemos merecerlo por ninguna obra que hagamos.
 
Esperanza en la misericordia de Dios
¡Qué lección de humildad y vigilancia se contiene en esta
doctrina! Es un motivo de humildad que, con toda nuestra
actividad y esfuerzo, no consigamos escapar a las pequeñas
faltas mientras vivimos en la tierra. Aunque las ayudas de Dios
nos basten para conducir una vida sin pecado, la debilidad de
nuestra atención y de nuestro querer logran resistirlas, y de
hecho no hacemos lo que queremos.
Además –circunstancia no sólo humillante sino terrible–,
nos hallamos en peligro de pecado mortal tanto como en la
certeza de faltas veniales; y la única causa que nos libra de
aquél es el don extraordinario, concedido a quienes lo piden,
de evitar los pecados graves, aunque no siempre se reciba para
evitar las demás faltas.
A pesar de la presencia de la gracia en nuestras almas y de
las mociones concretas que recibimos, debemos cualquier
esperanza de gloria no simplemente a esa gracia interior sino a
una misericordia suplementaria, repito, que nos protege de
nosotros mismos, nos evita ocasiones de pecado, nos fortalece
en horas de peligro, y dispone el fin de nuestros días –quizás
acorta nuestra vida para asegurar el momento oportuno–
cuando ningún pecado nos mantiene separados de Dios.
Nada de lo que somos, nada de lo que hacemos, garantiza
que esta misericordia adicional se nos haya concedido. Sólo lo
conoceremos al final. Sabemos únicamente que Dios nos ha
ayudado hasta el presente, y confiamos que su auxilio no cese.
Sin embargo, la experiencia de lo que el Señor ha obrado hasta
aquí no demuestra que quiera obrar también de idéntico modo
en el futuro. Nuestra presente devoción no es necesariamente
una consecuencia del don de perseverancia. Puede ser
simplemente una ayuda, prevista para estimularnos y
permitirnos solicitar seria y constantemente aquel don.
Hay hombres que si hubieran muerto en un determinado
tiempo habrían tenido la muerte de los santos, y sin embargo,
vivieron más años para su ruina. Es un pensamiento tremendo.
No os extrañéis, por tanto, hermanos míos, cuando veáis que
los buenos y generosos, o los celosos y llenos de obras
excelentes son tomados por Dios en mitad de su camino. Es
difícil de entender. Pero quién sabe si no habrán sido
arrebatados «a facie malitiae», y librados así de un mal futuro.
«Se lo llevó –dice la Sabiduría– para que la maldad no
pervirtiera su inteligencia o el engaño sedujera sualma; pues
la fascinación del mal empaña el bien, y los vaivenes de la
concupiscencia corrompen la mente inocente. Alcanzó en
breve la perfección y en corto tiempo llenó largos años. Su
alma era del agrado del Señor; por eso se apresuró a sacarle de
entre la maldad. Lo ven las gentes y no lo comprenden; no
caen en cuenta que los elegidos del Señor encuentran gracia y
misericordia, y que Él visita a sus santos» (cfr. Sap IV, 11-15).
Duro es soportar que tal hombre desaparezca. Es cruel para
los amigos, triste incluso para los extraños, y sorprendente
para el mundo. Y sin embargo es mucho mejor morir así que
permanecer vivo para un día de pecado.
Podéis quizás preguntaros cómo el pecado era posible en su
vida. Había recibido innumerables gracias, maduradas luego
por largo tiempo. Había superado numerosas tentaciones,
echado hondas raíces y extendido ramas amplias y frondosas.
Una nueva gracia surgía de otra anterior. Por lo íntegro de su
santidad, que le rodeaba por todas partes, parecía capaz de
resistir cualquier asalto y salir incólume de cualquier prueba.
Podría aplicarse a sí mismo, si alguien hubiera con título para
hacerlo, las orgullosas palabras de una iglesia en el
Apocalipsis: «Soy rica y opulenta, y de nada tengo necesidad»
(cfr. III, 17). Dado que empezó bien –se dice– tendría que
acabar bien. La fuerza se añade naturalmente a la fuerza, y el
mérito al mérito. Así como una llama aumenta y barre la
superficie en torno suyo, apenas encendida, igualmente un
hombre justo lleva consigo el presagio de logros espirituales
cada vez mayores.
Se le juzgaría apto para escalar el cielo en virtud de una
energía inherente que, aunque derivada inicialmente de la
gracia, sin embargo, una vez dada, no vendría ya de la gracia
sino de un derecho a recibir más gracia, como por acción de
una ley dinámica según la cual gracia y mérito se alternasen
como causa y efecto recíprocos: el hombre merecería más y
más, y Dios se vería como obligado, en virtud de sus
promesas, a conceder gracia una y otra vez. Así podríamos
contemplar la situación del hombre en gracia, y pensar que
disponemos ya de todos los datos requeridos para una
espléndida e infalible conclusión, y negar por tanto que un
retroceso o caída sean posibles.
Hermanos míos, existió una vez un rey oriental, en su
tiempo el más rico de los hombres; y un sabio griego que le
visitó y supo su gloria y su majestad, fue urgido por este pobre
hijo de la vanidad a reconocer si no era acaso el más feliz de
los mortales. A lo cual el prudente visitante replicó que, antes
de dar una respuesta, necesitaba esperar y ver el final.
Lo mismo ocurre con la riqueza espiritual, porque Dios
Todopoderoso, a pesar de sus generosas promesas y su fiel
cumplimiento de ellas, no ha dejado ir de sus manos el tema de
la vida y de la muerte, y el fin viene de Él tanto como el
principio. Cuando ha concedido gracia una vez, no por eso ha
puesto en manos de la criatura todo el asunto de su propia
salvación. La criatura es capaz de mucho merecimiento, pero
así como no puede merecer la gracia de la conversión,
tampoco merece por sí sola el don de la perseverancia. De
principio a final depende de Aquel que la creó; no puede
abusar de Él; no puede pervertir la bondad divina en desafío
del Bondadoso dador; no puede exaltarse a sí misma ni
atreverse a la presunción, sino que «si imagina sostenerse, ha
de tener cuidado no caiga» (cfr. I Cor X, 12). Debe vigilar y
rezar, debe temer y trabajar con temblor, debe, en fin, «castigar
su cuerpo y someterlo, no sea que después de haber predicado
a otros, venga uno a ser reprobado» (íd. IX, 27).
 
Salomón
Pero no necesito recurrir a la historia pagana para encontrar
ejemplos. La S. Escritura nos ofrece uno mil veces más
adecuado e impresionante. ¿Quién fue tan dotado exterior e
interiormente, tan cargado de bendiciones, como Salomón? En
nadie se derramaron, como en él, los títulos y las glorias del
Hijo Eterno, Dios y hombre. El único aspecto de la adorable
persona de Cristo que no se halla en la historia de Salomón
nos recuerda precisamente la peculiaridad de sus privilegios.
Salomón no simboliza los sufrimientos de Cristo. No fue
sacerdote ni hombre de lucha y sangre como su padre, David.
Todo lo referente a mortalidad, todo lo que es prenda de
decaimiento, se encuentra excluido de nuestra idea de
Salomón. Es como un ideal de perfección. Es el rey de la paz,
constructor del templo, padre de un pueblo floreciente,
heredero de un imperio, asombro de las naciones. Es príncipe
y sin embargo un sabio; hombre de palacio y a la vez lleno de
ciencia, amante del saber y hombre de mundo, que conoce la
naturaleza humana, tanto como las plantas y los animales.
Tiene corona sin cruz, paz sin guerra, experiencia sin dolor, y
todo esto no al modo normal de los hombres o por general
providencia divina, sino venido personalmente a él de las
mismas manos del Creador, por un designio expreso y una
particular inspiración. Lo consiguió en su juventud, y es difícil
encontrar en la S. Escritura un relato tan conmovedor como el
que nos narra las circunstancias en que recibió sus magníficas
cualidades.
¿Quién censuraría por falta de temor religioso y verdadero
amor a un hombre cuyos comienzos fueron tan brillantes?
Cuando el Señor se le apareció en sueños, al poco tiempo de
subir al trono, y le dijo: «Pídeme lo que quieras recibir de Mí»,
Salomón contestó: «Oh Señor, mi Dios, Tú has hecho rey a tu
siervo en lugar de David, mi padre, pero yo soy como un niño
pequeño que no sabe salir ni entrar. Tu siervo está en medio
del pueblo que has elegido, pueblo numeroso que no se puede
contar por su gran muchedumbre» (cfr. I Reg III, 7-8). No
pidió otra cosa, en consecuencia, que el don de sabiduría para
gobernar bien a su pueblo, y como premio de petición tan
excelente, recibió no solamente la sabiduría implorada sino
también otros dones que no había solicitado. «Y le dijo Dios –
leemos en la S. Escritura–: porque has pedido esto y no has
pedido para ti larga vida, riquezas o la muerte de tus enemigos,
sino discernimiento para saber juzgar, cumplo tu ruego y te
doy un corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes de ti
ni lo habrá después. Te concedo también lo que no has pedido,
es decir, riquezas y gloria, como no tuvo nadie hasta ahora
entre los reyes» (cfr. íd. III, 10-13).
¡Rara inauguración de un gran reinado! El atractivo
monarca nada debe a la injusticia, ni a crueldad, violencia o
traición. Poder, fama y sabiduría son en él dones divinos que
le adornan por dentro y le exaltan por fuera. ¿Qué faltaba a su
felicidad? Se diría que después de haber buscado a Dios en su
juventud, crecido año tras año en santidad, fortificado su fe en
la sabiduría y su obediencia en el actuar cotidiano, de nada
carecerá en la otra vida quien es tan glorioso en ésta. Es un
santo hecho desde el principio, que posee en su juventud todo
lo que otros logran sólo en la edad madura. Es ya apto para el
cielo, cuando muchos otros se limitan a comenzar su ascensión
espiritual.
¿Qué le detiene entonces? ¿Qué le falta aún? ¿Por que
razón permanece más tiempo en la tierra cuando ya ha
conseguido la corona, y puede ser arrebatado a lo alto en feliz
juventud, y llevado a la seguridad de Dios, no ya como el
común de hombres buenos, sino como Enoch y Elías,
conducido a algún secreto paraíso hasta el día de la redención?
Permanece, sin embargo, en la tierra para mostrarnos que
podría faltarle una cosa, entre multitud tan grande de gracias;
para mostrarnos que fe, esperanza, amor, sabiduría, y una
exuberancia de méritos, representan muy poco y son pura
vanidad si se carece del don de la perseverancia. Salomón fue
en su edad joven lo que otros hombres apenas llegan a ser en
la madurez. Mejor le habría sido conservar en su final lo que el
más pequeño de los siervos de Dios posee en sus inicios.
Su gran progenitor, cuya santidad se había forjado a través
de muchos combates con el maligno, y que conocía lo arduo
de la perseverancia, próximo a su muerte había dirigido a su
hijo, como en profecía,y a su pueblo las siguientes palabras:
«Dios me dijo: Tú no edificarás una Casa a mi nombre, pues
eres hombre de guerra y has derramado sangre. Tu hijo
Salomón edificará mi Casa y mis atrios, porque le he escogido
por hijo mío, y yo seré padre para él. Haré estable su reino
para siempre, si persevera en el cumplimiento de mis
mandatos y normas como lo hace hoy. Y tú, Salomón, hijo
mío, reconoce al Dios de tu padre, y sírvele de corazón entero
y con ánimo generoso. Si le buscas, le hallarás, pero si le
dejas, Él te desechará para siempre» (cfr. I Cron XXVIII, 3, 6-
7, 9).
Cuando hubo reunido los ricos materiales para la Casa que
él no iba a construir, y se disponía a entregar el reino a su hijo,
pronunció estas palabras: «Bien sé, Dios mío, que Tú pruebas
los corazones y amas la rectitud; por eso te he ofrecido
voluntariamente todo esto con rectitud de corazón, y ahora veo
con regocijo que tu pueblo, aquí presente, te ofrece
espontáneamente sus dones. Oh Yahveh, Dios de nuestros
padres Abraham, Isaac y Jacob, conserva perpetuamente estas
cosas para formar los pensamientos en el corazón de tu pueblo
y dirige Tú mismo su corazón hacia ti. Concede también a mi
hijo Salomón un corazón perfecto, para que observe tus
mandamientos, tus instrucciones y tus preceptos, para que todo
lo ponga por obra y construya el edificio que te he preparado»
(cfr. íd. XXIX, 17-19).
Tal fue el vago presentimiento del padre, temeroso quizás a
causa de la misma abundancia y prosperidad del hijo. No es
bueno, en efecto, vivir en un esplendor tan limpio de nubes.
Hay una enseñanza en esta historia, precisamente en el hecho
de que quien prefiguraba al futuro Salvador en todos sus
oficios excepto en el de sufrir, hubiera de caer: que el rey y el
profeta, que no era sacerdote ni guerrero, no alcanzara la meta,
como para mostrar que la penitencia es la única fuente segura
del amor. «Los que siembran con lágrimas, recogerán en
alegría» (cfr. Ps CXXV, 5).
Pero Salomón, como las hermosas flores del campo que
acaban, sin embargo, secas en el fuego, no acertó a retener la
gloria, y se marchitó en su trono. El más sabio de los hombres
se convirtió en el más brutal. El más devoto se hizo el más
pervertido. El autor del Cantar de los Cantares terminó esclavo
y presa de afecciones viles. «El rey Salomón amó a muchas
mujeres extranjeras… y se apegó a ellas con gran pasión.
Cuando era anciano, sus mujeres inclinaron su corazón tras
otros dioses, como Astarté, diosa de los Sidonios, y Moloch,
ídolo de los Amonitas; y siguió la conducta de sus mujeres
extranjeras, que quemaban incienso y sacrificaban a sus
propios dioses» (cfr. I Reg XI, 1, 4, 8).
¡Qué contraste entre este apóstata de cabello gris, cargado
de años y de pecados, inclinado ante mujeres e ídolos, y
aquella figura juvenil y brillante que en la Dedicación del
Templo que había construido aparecía como mediador entre
Dios y su pueblo!
 
Una lección universal
Esta advertencia, hermanos míos, no se aplica solamente a
reyes, profetas, sabios y a otras creaciones extraordinarias de
la gracia divina: se aplica también a nosotros. Es verdad que
cuanto más santo es un hombre y cuanta mayor es su altura en
el reino de Dios, más necesita vigilar atentamente su proceder,
no sea que caiga y se pierda. Una honda convicción de esta
necesidad ha sido la gran protección de los santos. Si no
hubieran temido a Dios no habrían perseverado. Por eso, como
San Pablo, hablan con frecuencia de su pecado y de los riesgos
de su alma. Se les creería los más impuros pecadores y los
penitentes menos perseverantes.
Así les ocurría al bienaventurado mártir Ignacio, que,
cercano a la muerte, exclama: «Ahora comienzo a ser
discípulo de Cristo»; y al gran Basilio, que atribuía las
calamidades de la Iglesia a las iras divinas por sus propias
faltas personales; y a Gregorio, que aceptó su elevación al
Papado con el temor de quien arriesga su vida espiritual. Así
fue también mi querido padre San Felipe, que solía manifestar,
en medio de tantos dones como había recibido de Dios, la
inquietud acerca de sí mismo y sus perspectivas futuras.
«Todos los días –escribe su biógrafo– acostumbraba a dirigirse
al Señor, con el Santísimo Sacramento en sus manos, diciendo:
Señor, no te fíes de mí, porque puedo traicionarte y hacerte
todo el mal del mundo. En otros momentos exclamaba: La
herida en el costado de Cristo es amplia, pero si Dios no me
ayudara yo la haría mayor. En su última enfermedad, repetía
estas palabras: Señor, si recobro la salud, me comportaré
seguramente peor que nunca, pues he prometido ya muchas
veces cambiar mi vida y no he cumplido mi palabra.
Derramaba también abundantes lágrimas y decía: Nunca he
hecho una buena acción».
¡Cuánto mueve a pensar en la vida de ordinarios cristianos
este lenguaje de los santos sobre sí mismos! Multitud de
hombres viven en pecado mortal, y no les preocupan lo más
mínimo el presente, el pasado o el futuro. Pero incluso muchos
que acuden a los Sacramentos no se detienen a meditar en la
perseverancia. La consideran algo normal, algo que durará
siempre. Quizás se han convertido y repudiado una vida
pecadora, y su estado es muy diferente al que era. Sienten la
alegría del cambio, experimentan la paz de una conciencia
limpia, pero se apegan tanto a esa satisfacción interior, que
descansan en ella y se imaginan seguros para siempre. No se
previenen contra la tentación ni piden ayuda contra ella. No se
les ocurre pensar que así como han pasado del pecado a la
virtud, podrían retroceder otra vez de la devoción al pecado.
No reparan suficientemente en su continua dependencia de
Dios; y si surge una tentación o una circunstancia desfavorable
se sorprenden, ceden, y quizás nunca se recuperan.
¡Qué escenario de desengaño casi universal es esta vida!
¡Un escenario de primaveras malogradas y cosechas destruidas
que se esperaban recoger y reunir en los graneros! ¡Una escena
de tardíos e imperfectos arrepentimientos cuando no queda ya
otra alternativa; de pálidos propósitos y escasos esfuerzos
cuando la vida toca a su fin! ¡Queridos hijos, qué regocijo tan
condicionado es el nuestro, a pesar de veros caminar tan bien;
qué ansiedad experimentamos por vosotros, a pesar de la
alegría de vuestra conciencia y la sinceridad de vuestros
corazones; qué suspiros, cuando damos gracias por vosotros y
temblamos al alegrarnos en vuestras confesiones y al
impartiros la absolución! ¿Sabéis por qué? Porque conocemos
lo grande y lo alto que es el don de la perseverancia. Cuando
Hazael llegó con sus regalos al profeta Eliseo, el hombre de
Dios permaneció en silencio y amargos pensamientos ante él,
hasta que finalmente la sangre subió a su semblante y lloró.
Lloró, ante la sorpresa de Hazael, por las futuras masacres que
el soldado, ignorante todavía, iba a perpetrar desde el trono de
Siria. Nosotros no somos profetas, ni estáis vosotros
destinados a la encumbrada situación y a las tentaciones
extraordinarias de Hazael, pero quizás hay un ángel que
derrama ahora por vosotros –cuando recibís el perdón y la
gracia en la voz del sacerdote– las lágrimas que vertía
entonces el siervo de Dios.
 
El remedio de la humildad
¡Cuántos hay que atraviesan con soltura y esperanza los
momentos en apariencia más críticos de la vida, y caen cuando
parecían encontrarse más allá del peligro! Hay muchos que,
intachables en su juventud, se convierten en hombres
disolutos. Hay muchos que por un simple cambio de lugar
pierden sus costumbres religiosas, para decaer más tarde de la
simple despreocupación a la insolencia [35]. Hay muchos que
luego de cometer un solo pecado, presa del remordimiento y la
aversión hacia sí mismos, evitan la confesión por vergüenza y
desesperanza, y viven año tras año, abrumados por el peso de
un secreto miserable. Hay muchos que después del primer
fervor incurren en una tibieza tan letal como la muerte; que
por arrogancia y falsa confianza en sí malgastan las gracias
inicialmente recibidas.
Hay muchos no católicos que por gracia de Dios se dirigían
hacia la verdadera Iglesia y querepentinamente han alterado
sus pasos y equivocado la trayectoria «como una flecha
desviada». Hay muchos que, llevados adelante por un
inmerecido auxilio divino, han cedido sin embargo a la
influencia y persuasión de familiares o a los atractivos de la
riqueza y la posición social, para convertirse en escépticos o
infieles, cuando podrían haber terminado sus días en santidad.
Hay muchos cuya contrición les consiguió ser justificados,
pero que más tarde por negarse a progresar en la gracia, han
retrocedido, aunque sus hábitos naturales les permiten
conservar una apariencia de lo que una vez fueron.
¡Qué terrible naufragio es el mundo, lleno de esperanza sin
contenido, promesas incumplidas, arrepentimiento sin
enmienda, flores sin fruto y progresos sin perseverancia!
Queridos hijos, no quiero entristeceros, pues tenéis derecho
a la alegría. No quiero entristeceros, pero deseo haceros
prudentes. No dudéis un momento que Dios os dirige; y no
tengáis miedo de caer, a condición de que temáis la caída. El
temor os protegerá de aquello que teméis. Importa sólo que
seáis sobrios y vigiléis, como dice San Pedro; que no os
contentéis con lo ya adquirido, y comprendáis que el único
camino para evitar caer es seguir adelante. Abominad de todas
las ocasiones de pecado, cultivad el hábito de evitar los
comienzos de la tentación. No habléis con suficiencia de
vosotros mismos, ni despreciéis la religiosidad de los demás,
ni mencionéis con ligereza las cosas santas. Guardad vuestros
ojos, atended a vuestros pensamientos, no omitáis vuestras
diarias oraciones; pedid sobre todo continuamente el don de la
perseverancia.
Asistid a Misa siempre que os sea posible, visitad al
Santísimo Sacramento, haced actos frecuentes de fe y amor, y
procurad vivir en la presencia de Dios. Más aún, interesad a
vuestra querida Madre, la Madre de Dios, en vuestro éxito.
Pedídselo seriamente, pues Ella puede hacer por vosotros más
que nadie. Recordadle en vuestra oración los dolores que Ella
sufrió cuando una afilada espada atravesó su alma. Recordadle
su propia perseverancia, que constituyó en Ella un don del
mismo Dios a quien pedís la vuestra. El Señor no os lo negará,
no se lo negará a Ella, si acudís a su intercesión. Será
ciertamente una bendición en vuestra última hora –cuando
carne y corazón decaen, en medio del dolor, el tedio y la
postración normales en esos momentos– tenerla a vuestro lado,
más tierna aún que una madre de la tierra, para atenderos e
infundiros paz.
Será una bendición, cuando el maligno haga su último
esfuerzo a fin de arrancaros, si pudiera, de la mano de vuestro
Padre, que Jesús, José y María os acompañen, protejan de
semejantes asaltos, y reciban vuestra alma. Si ellos se
encuentran allí, nada os falta. Allí están los ángeles, allí están
los santos, allí está el cielo, que ya ha comenzado en vosotros,
para confusión de vuestro enemigo.
Ese día puede venir tarde o temprano; podéis morir jóvenes
o ancianos; en vuestro lecho o al aire libre; pero si María
intercede por vosotros, ese día os hallará vigilantes y
preparados. Todo se dispondrá para asegurar vuestra salvación.
Todos los peligros serán previstos, los obstáculos removidos y
los auxilios dispuestos. Llegará la hora, y en un instante seréis
llevados más allá del temor y del peligro. Seréis trasladados a
una condición nueva donde no existe pecado, ni ignorancia
sobre el futuro, sino fe perfecta, gozo sereno y amor
perdurable.
DISCURSO OCTAVO: 
NATURALEZA Y GRACIA
 
Llamados y elegidos
En la parábola del Buen Pastor, nuestro Señor despliega
ante nosotros una dispensación o estado de cosas que parecen
muy extraños a los ojos terrenos. Habla de la humanidad como
compuesta de dos grandes grupos, diferentes entre sí, y
divididos por una línea real de demarcación, similar al vallado
que rodea un redil. «Yo soy la Puerta –dice–; si alguno entra
por Mí, estará a salvo; entrará y saldrá, y encontrará pastos.
Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo
les doy vida eterna; no perecerán jamás, y nadie las arrebatará
de mi mano» (cfr. Io X, 9, 27-28). En su última oración por los
discípulos al Eterno Padre, exclama: «He manifestado tu
Nombre a los que me has dado sacándoles del mundo. Tuyos
eran y Tú me los has dado, y han guardado tu Palabra. Por
ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que me has
dado, porque son tuyos. Padre Santo, cuida en tu nombre a los
que me has dado, para que sean uno como nosotros» (cfr. Io
XVII, 6, 9, 11).
Estos pasajes no son únicos. «No temáis, pequeño rebaño –
dice el Señor por medio de otro evangelista– porque a vuestro
Padre ha parecido bien daros el Reino» (cfr. Lc XII, 32). Y en
otro lugar: «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y
las has revelado a los pequeños» (cfr. Lc X, 21); y en otro:
«¡Qué estrecha la entrada y qué angosta la senda que lleva a la
vida; y qué pocos son los que la encuentran!» (cfr. Mt VII, 14).
San Pablo repite y recuerda la doctrina de Jesús. «Erais un
tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor» (cfr. Eph V,
8). «Él nos ha librado del poder de las tinieblas y trasladado al
reino del Hijo de su amor» (cfr. Col I, 13). También San Juan
escribe: «Mayor es quien está en vosotros que quien está en el
mundo. Ellos son del mundo, nosotros somos de Dios» (cfr. I
Io IV, 4, 5, 6).
Hay, por lo tanto, dos grupos en esta tierra, y solamente dos,
si consideramos a los hombres en el aspecto religioso. Unos
son los pocos, que oyen la palabra de Cristo y le siguen, que
están en la luz, caminan por la senda estrecha, y poseen la
promesa del cielo. Los otros son los muchos, por quienes
Cristo no ha orado aunque ha muerto por ellos, que son sabios
y prudentes a sus propios ojos, dominados por el maligno y
sujetos a su poder.
He aquí la visión de la humanidad asumida por el Creador y
Redentor, y también por la pequeña grey que le glorifica y en
quien vive. Muy diferentemente, sin embargo, contempla el
grupo mayor, es decir el mismo mundo, a la humanidad vista
en su conjunto, a sus propias multitudes y a los que Dios ha
elegido como destinatarios de su herencia.
 
Una nueva dimensión
El mundo considera que todos los hombres se encuentran al
mismo nivel, o que, si acaso son distintos, difieren por matices
tan sutiles que sería injusto y contrario a la verdad dividirlos
en absoluto. Cada hombre es como él mismo, y como nadie
más. Cada hombre tiene sus propias opiniones, su propia regla
de fe y de conducta, su propia religión. El hecho de que un
número determinado de individuos se reúnan bajo una forma
religiosa es un accidente debido a simple conveniencia, pues
cada uno es completo en sí mismo. La religión es un asunto
personal. No existe en realidad una religión común, es decir,
un culto en el que muchos hombres participen realmente. Todo
es cuestión de juicio privado.
No hay, por lo tanto –se dice– religión alguna que pueda
con razón llamarse verdadera o falsa. Es verdadera para un
hombre la que él sinceramente estima verdadera, y la que es
cierta para uno no lo será probablemente para su vecino.
Tampoco existen doctrinas determinadas que deban creerse
necesariamente para alcanzar la salvación. Salvarse no es
difícil, y la mayoría de las personas pueden dar por supuesto
que se salvarán. Todos los hombres gozan del favor divino,
excepto cuando, y mientras, incurren en actos de pecado. Pero
acabada la situación pecaminosa vuelven como por inercia
natural a la amistad de Dios, que les recibe con indulgencia
infinita, a menos tal vez que perseveren y mueran en un
camino de pecado. El infierno no existe, o en cualquier caso el
castigo de Dios nunca es eterno. Predestinación, elección,
gracia, perseverancia, fe, santidad, incredulidad y reprobación
son ideas extravagantes y desde luego falsas.
Ésta es la opinión de los hombres en general, en la medida
que aplican su mente a la religión o cavilan por su cuenta. Si
se apartan alguna vez de este tranquilo, fácil y confiado modo
de razonar, lo hacen precisamentecuando piensan en aquellos
que se atreven a adoptar un punto de vista distinto, es decir,
que aceptan la perspectiva ofrecida por Jesucristo y sus
Apóstoles. Con éstos se muestran ordinariamente muy
severos: con las personas, por tanto, a quienes Dios reconoce
como suyas y está conduciendo hacia arriba; y en concreto,
con los católicos, que son testigos y anunciadores de las
sobrecogedoras doctrinas acerca de la gracia, doctrinas que
condenan al mundo y que a éste resultan insoportables.
 
La gracia que transforma
En realidad, el mundo no conoce la existencia de la gracia;
y no es extraño, porque ha estado siempre muy satisfecho de sí
mismo y nunca ha tenido en cuenta las ayudas sobrenaturales.
Su idea más alta del hombre permanece en el orden de la
naturaleza. Su modelo humano es el hombre natural, y juzga
erróneo que se pretenda ser otra cosa. Sabe que la naturaleza
contiene tendencias, inclinaciones y pasiones, y dado que éstas
son espontáneas, piensa que pueden y deben ser seguidas y
satisfechas como un fin en sí mismo, siempre y cuando se
procure no dañar a otros o perjudicar el bienestar mental y
físico de la propia persona. Considera que el pecado –si acepta
la palabra– radica en la falta de moderación y en el exceso; y
que hombre perfecto es quien come, bebe, duerme, pasea, se
divierte, estudia, escribe y reza moderadamente.
La devoción, el intelecto y la carne –se afirma– tienen cada
uno sus respectivos derechos, que deben ser reconocidos, para
que el Creador sea honrado debidamente. El mundo no
entiende ni admite que los impulsos y propensiones presentes
en nuestra naturaleza por obra de Dios puedan, incontenidos,
convertirse en pecado, porque el Señor los ha sometido a
principios –naturales o sobrenaturales– más altos. Por eso no
acaba de creer que los malos pensamientos disgusten
realmente a Dios y merezcan castigo. Acepta que algunas
acciones concretas, visibles y eficaces, puedan considerarse
malas. Pero no reconoce como pecaminosos, o algo más que
reprensibles, actos privados o personales; se muestra
completamente ciego para la malicia de pensamientos,
imágenes, deseos y palabras. Dado que las violentas
emociones de la ira, la avaricia y la crueldad no son falta en
los animales, que no tienen los medios ni el poder de
reprimirlas, imaginan algunos que tampoco son pecado en un
ser como el hombre, dotado de un sentido más divino y una
facultad moderadora. Juzgan lícito seguir la concupiscencia
porque es una fuerza originalmente natural.
Observad aquí la verdadera raíz y fuente de la tensión entre
la Iglesia y el mundo: abordan ambos el mismo tema y lo
hacen de modo divergente. La Iglesia descansa sobre la
doctrina de que la impureza –cuya raíz es la concupiscencia–
resulta odiosa a Dios. Con el príncipe de los Apóstoles, su
Cabeza visible, denuncia «la corrupción de la concupiscencia,
existente en el mundo» o la corrupción mundana derivada de
la concupiscencia.
Por el contrario, el mundo defiende –casi santifica,
podríamos decir– esa misma concupiscencia que le corrompe.
Sus maestros más coherentes y atrevidos hacen de tal modo
supremas las leyes de la creación material, que niegan la
existencia de milagros como una indecorosa violación de
aquéllas; a la vez deifican y adoran la naturaleza humana y sus
impulsos, y rechazan el poder y el don de la gracia. Ésta es la
fuente del odio que el mundo alienta contra la Iglesia. El
mundo advierte un amplio catálogo de pecados traídos a la luz,
y finge creer que no son pecados en absoluto. Se sorprende a sí
mismo, con indignación e impaciencia, rodeado de faltas en la
mañana, la tarde y la noche; encuentra que una terrible ley
trabaja contra él, cuando pensaba haberla ya dominado y se
había olvidado de Dios; observa que hora tras hora las culpas
se amontonan sobre él, irresistibles y sólo vulnerables al
poder, más elevado, de la gracia de Dios. Se ve en peligro de
ser humillado hasta el polvo como un rebelde, en vez de
recibir permiso para cultivar la autosuficiencia y la autonomía.
De ahí que se centre en la naturaleza y niegue o desprecie la
gracia divina.
Como el espíritu orgulloso del principio, desea reconocer en
sí mismo, y en ninguna otra cosa, su supremo bien; se aplica a
bastarse a sí en el logro de la felicidad; no desea lo
sobrenatural, y consiguientemente no cree en ello. Dado que la
naturaleza no es capaz de elevarse sobre la naturaleza, no
aceptará que la senda estrecha sea transitable. Odia, por tanto,
a los que caminan por ella, y los considera presuntuosos o
hipócritas, o ridiculiza sus aspiraciones como romance y
fanatismo. Pues de otro modo, tendría que aceptar la existencia
de la gracia.
 
La imitación de la gracia
Pensaréis quizás, por el modo en que he comparado
naturaleza y gracia, que de ninguna manera pueden
confundirse. Pero quiero mostraros a continuación cómo la
gracia puede ser tomada equivocadamente por naturaleza, y
cómo la naturaleza puede ser tomada por gracia.
Pueden, en efecto, ser fácilmente confundidas una por otra,
porque la diferencia entre ambas es, en gran medida, una
diferencia interior y, por lo tanto, oculta. La gracia se alberga
en el corazón, purifica los pensamientos y las intenciones,
eleva el alma a Dios, santifica el cuerpo, y corrige y exalta la
naturaleza humana respecto a las faltas escondidas que
avergüenzan al hombre.
Consiguientemente, la naturaleza es capaz de imitar a la
gracia en manifestaciones externas, acciones determinadas,
palabras, profesión de creencias, enseñanzas, virtudes sociales
o públicas y comportamientos heroicos o espectaculares.
Puede imitarla incluso hasta el punto de engañar al hombre en
cuya vida se produce la imitación.
Recordad que es por naturaleza, no por gracia, como el
hombre se encuentra dotado de razón y conciencia, y que estas
facultades le llevarán a descubrir, y en cierta medida a
perseguir, objetos que propiamente hablando, son
sobrenaturales y divinos. La razón natural, a partir de lo
visible, la voz de la tradición y la existencia del alma, es capaz
de inferir la existencia de Dios. El corazón natural, mediante
impulsos y anhelos, es susceptible de emociones que terminen
en amor hacia Él. La imaginación natural puede diseñar la
belleza y gloria de los atributos divinos. La conciencia natural
puede descubrir y ordenar las verdades de la ley moral, y
condenar incluso la concupiscencia que, por debilidad, no
logra dominar y tiende a permitir. La voluntad natural
consigue realizar muchas acciones buenas y dignas de
alabanza. Es más, en algunos casos o épocas –si la tentación
está lejos– aparenta tener una fuerza que en realidad no tiene,
e imita la austeridad y pureza de un santo.
Un hombre no experimenta tentaciones de avaricia; otro no
las tiene de gula o de ira; un tercero no las tiene de ambición o
vanidad. Por eso la naturaleza humana puede frecuentemente
presentarse con cierta dignidad. Se muestra amable, suave,
benévola, generosa, honesta y templada; y vista en sus mejores
representantes llega tal vez a ser una objeción para la misma
actitud creyente, pues ésta observa que a pesar de no mantener
relación con Cristo ni poseer derecho al cielo, la naturaleza
acierta a hablar de Cristo y del cielo, lee la S. Escritura, y
ejercita una especie de creencia, aunque difiera de la fe
concedida por la gracia.
Ciertamente es un pensamiento triste y lacerante el sugerido
por la conducta y carácter de quienes no han recibido la gracia
de Dios en el Sacramento del Bautismo. Son a veces gente
benévola, incansable en su benevolencia, personas prudentes y
consideradas, llenas de cualidades capaces de atraerles el
afecto de quienes las conocen. Pero dejémoslas a Dios. Su
gracia llena la tierra. Si esa ayuda divina se ve correspondida y
produce buenos frutos en el corazón de los no bautizados, el
Señor les premiará. Sin embargo, donde no hay gracia, lo que
parece brillante recibe su premio en este mundo, porque el
bien que allí se contiene no puede aspirar a más retribuciones
divinas que la habilidad en un arte o en una ciencia, la
elocuenciao el ingenio.
Sucede, además, muchas veces que donde abunda lo
atractivo y lo agradable abunda también lo pecaminoso. Los
hombres muestran en el mundo su mejor rostro, pero gran
parte de su tiempo, muchas horas del día y de la noche,
permanecen encerrados en sus propios pensamientos. Son
testigos de sí mismos, nadie les contempla excepto Dios y sus
ángeles. En tales casos sólo acertamos a juzgar lo que se ve
externamente, y admiramos únicamente lo que parece bueno,
privados como estamos de medios para determinar la
verdadera condición moral de los que actúan.
Como los niños resultan captados por la mera bondad y
afecto que les dispensan los mayores, y no son capaces de
formar un juicio más hondo sobre las personas que les tratan, y
se sorprenden quizás cuando, ya crecidos, las encuentran
indignas de su respeto; o como las personas de escasa cultura y
pobre conocimiento del mundo no saben distinguir entre una
clase y otra de hombres, y consideran iguales a todos los que
visten respetablemente; así todos nosotros –no sólo los niños y
los incultos– somos principiantes en el arte de discernir el
verdadero estado espiritual de este hombre o de aquel otro, que
se asemejan a los buenos cristianos en carácter o en conducta.
No entramos ahora en esta delicada cuestión, que excede
nuestro alcance. Pero en cualquier caso podemos asegurar que
la naturaleza es contradictoria hasta un extremo difícil de
expresar en palabras, y que no hemos de suponerla capaz de
lograr más de lo que realmente hace, o pensar que aquellos en
quienes se manifiesta más lúcida son una brizna mejores de lo
que parecen. Vemos lo mejor de ellos, y por lo que respecta a
excelencia moral vemos todo. No debemos argumentar a partir
de lo visto en favor de lo que no se ve; ni tampoco considerar
lo externo como una muestra necesaria de lo que realmente
son. Aunque un hombre así constituya un espectáculo triste
para un cristiano, no le ocasiona gran dificultad. Puede ser una
persona bondadosa y honorable, cándida y tolerante, pero
quizás ignora todo lo que un cristiano sabe y trata de vivir
sobre la humildad, la pureza y la devoción. Tal vez ama
intensamente su propio estilo de conducta, mantiene una alta
opinión acerca de sus cualidades, se burla de la fe y del temor
de Dios, y raramente dice una oración, En ocasiones, ni
siquiera la gravedad en el porte exterior garantiza la ausencia
interior de malos pensamientos y ocultas ofensas a Dios.
 
Límites de la virtud pagana
Admiramos todo lo que es excelente en los antiguos
paganos –y en los modernos que se hallan en idéntica
condición–. Reconocemos sin reserva alguna sus acciones
virtuosas y dignas de alabanza, pero sabemos en realidad tan
pocas cosas sobre el carácter y destino del sujeto de esa
bondad, como sobre la naturaleza de sustancias materiales
escondidas bajo formas y colores. Son para nosotros como
esas causas desconocidas que han influido o perturbado el
mundo y que se manifiestan en grandes efectos de tipo
político, social o ético; son como pinturas que apelan a la
vista, pero no al tacto. Ignoramos si en caso de tocarles
resultarían más reales que un cuadro. Sabemos sólo que si han
alcanzado el cielo ha sido por la gracia de Dios y su
cooperación con ella. Si han vivido y muerto sin esa gracia, no
conocerán la Vida; y si han vivido y muerto en pecado, se
hallan en el mismo estado que los malos católicos, y
conocerán la muerte eterna.
Con todo, si nos detenemos en la simple apariencia externa
de las cosas y en los esfuerzos más afortunados –aunque sean
parciales y ocasionales– de la naturaleza humana, nos admiran
su grandeza y brillantez (naturalmente, cuando conseguimos
imaginárnosla separada de los influjos sobrenaturales que
siempre la han visitado). Son grandes ciertamente los antiguos
legisladores y estadistas de Grecia, así como los austeros
héroes romanos que conquistaron el mundo y prepararon el
camino de Cristo. Son sabios y profundos los antiguos
maestros; y casi únicos los poetas cuyo poder de imaginación,
tan parecido a la profecía, palpita en sus escritos. El mundo
actual no llega a igualar en muchos aspectos semejante
grandeza, pero contiene elementos suficientes para demostrar
tanto la fuerza de la naturaleza humana como su debilidad.
Considerad la solidez de nuestra estructura política y la
expansión de nuestro imperio, y tendréis ocasión de admirar
durante días y días el genio, las virtudes y los recursos de la
naturaleza. Pero volved a mirar y veréis que allí no hay nada
parecido a la fe, sino únicamente eficacia como medida del
bien y del mal, y sólo bienestar temporal como fin de las
acciones.
Abundan actualmente narraciones y poemas que expresan
elevados y bellos sentimientos. Me atrevo a asegurar que
muchos de vosotros los leéis con deleite, y pensáis quizás que
el autor de tales escritos ha de ser un hombre de profunda
convicción y sentido religioso. ¿Es realmente así? Pienso que
no. ¿Sabéis por qué? Porque en definitiva se trata de poesía, no
de religión. Es la humana naturaleza, que emplea sus poderes
de imaginación y razón, hasta que parece poseer cualidades
que en realidad no tiene. Existen en la naturaleza inferior,
como sabéis, animales capaces de imitar la voz del hombre, y
del mismo modo la naturaleza es también a veces un remedo
de la gracia.
La verdad es que el hombre natural advierte en su
conciencia que un determinado principio es bueno o
verdadero; y entonces, dado que posee la capacidad de
razonar, deduce que si aquello es verdadero también podrían
serlo otras muchas cosas; y finalmente, con la imaginación, se
dibuja a sí mismo esas cosas como verdaderas, aunque en
realidad no las entiende. Después trae en su ayuda todo lo que
ha leído y obtenido de otros que tuvieron la gracia, con lo cual
completa su diseño. Aplica luego sus sentimientos y su
corazón, lo contempla, enciende dentro de sí una suerte de
entusiasmo, y se capacita para escribir bella y emotivamente
sobre lo que, siendo tal vez real para otros, es solamente una
ficción para él. Así escriben algunos sobre los primeros
mártires, y otros narran la vida de un gran santo medieval,
considerados no exactamente como hijos de la Iglesia católica,
sino como hombres que han alcanzado una piedad y un celo a
los que los autores son extraños.
Es un fenómeno similar al de actores en un escenario,
capaces por lo general de excitarse a sí mismos hasta pensar
que son las personas que representan; o como hombres de
mala disposición que buscan querella con otro y le imputan
una fea acción que al principio no creen ni siquiera ellos
mismos, pero llegan a creerla por la ira artificial que alimentan
y el intenso deseo de que sea verdad. Ocurre también en el
caso de muchos poetas y prosistas, que sus lectores son como
engañados por un bello estilo, y no sólo alaban –tal vez con
razón– sentimientos, temas y descripciones en lo que leen,
sino que dan por segura la existencia de fe sobrenatural en el
escritor, y aceptan finalmente afirmaciones y sentimientos
falsos por el crédito de los verdaderos. Así es como mucha
gente es llevada a aceptar falsas religiones y filosofías. Un
predicador o un conferenciante, a nivel natural o decaídos del
estado de gracia, son capaces –por cualidades humanas o ideas
tomadas de libros– de expresar muchas cosas que mueven el
corazón de un pecador o sacuden su conciencia; y éste, en la
garantía de nociones accidentales que cualquiera puede
descubrir y urgir sobre otros, les recibe como profetas o guías
de su vida.
La Sagrada Escritura nos suministra un ejemplo de
semejante profeta, que se comportó, sin embargo, como
enemigo de Dios. Me refiero al profeta Balaam. Éste procedió
a maldecir al pueblo elegido a pesar de una expresa
prohibición del cielo, y lo hizo además por dinero. Murió al
final en combate contra los israelitas. Balaam fue en su vida
como en su muerte, y como en todas sus acciones. Pero sus
palabras fueron en todo momento religiosas, juiciosas e
instructivas. Aquí tenemos un hombre que, perdida la gracia,
habla tan piadosamente, que a primeravista podría pensarse
que había de ser seguido en su discurso y que nuestra alma
encontraría con él la salvación. Frecuentemente algunos que,
conocidos sólo a través de sus escritos, parecen buenos y
generosos, nos desencantan amargamente cuando les
conocemos en persona. No reconocemos en el hombre ante
nosotros la elocuencia o la sabiduría que tanto nos
encendieron. Es un ser vulgar, y quizás insensible, egoísta,
tiránico y sensual, cuando en nuestra sencillez esperábamos
hallar la encarnación de la pureza y la ternura, o un oráculo de
la verdad divina.
Me he ocupado, hermanos míos, en enseñaros lo que puede
hacer y parecer la naturaleza humana aun sin estar unida a
Dios, sin esperanza de gloria, sin defensas contra el pecado,
sin remisión de la culpa original, e incluso en situación de
pecado mortal. Pero es un estado que de hecho nunca ha
existido sin grandes modificaciones. Nadie se ha visto privado,
durante toda la vida, de la ayuda de la gracia en orden al
examen interior y a la conversión. Incluso el mundo pagano en
su conjunto vio en cierta medida aliviada su oscuridad por
ocasionales rayos de luz.
Por diversos motivos me ha parecido útil, a pesar de todo,
mostraros lo que es la naturaleza considerada en sí misma. Es
un panorama que explica por qué los hombres se asemejan
unos a otros, al ser imitada la gracia, e incluso desafiada, por
la naturaleza, tanto en la vida social como en el corazón de las
personas. Por eso el mundo no cree en la separación que existe
realmente entre sus dominios y la Iglesia, pequeña grey de
Cristo.
 
El espejismo de la bondad natural
Por eso también, muchos que han oído el nombre de Cristo
y dicen creer en el Evangelio, no se consideran extraños a la
Iglesia o privados de sus divinos privilegios, meramente
porque cumplen su deber en términos generales, o porque se
saben benévolos y honestos. Es éste un extremo que atañe
también a los católicos, como ahora trataré de exponer.
Procurad estar seguros, hermanos míos, que en vuestro caso
no confundís naturaleza y gracia, y presentáis a veces como
obras sobrenaturales, merecedoras del cielo, lo que no son sino
acciones de un pagano. Es un pensamiento tremendo, que un
hombre pueda engañarse con la idea de que se halla a salvo
simplemente porque es católico y porque abriga un cierto amor
y temor de Dios, cuando en realidad no es mejor que muchos
protestantes que no están bautizados o que se apartaron de la
gracia al llegar al uso de razón. Es una idea perfectamente
concebible; sería consolador que de hecho nunca fuera cierta.
Es opinión de teólogos que el número de católicos que han
de salvarse será en conjunto relativamente pequeño. Muchos
que no han conocido el Evangelio se alzarán en el juicio contra
los hijos de la Iglesia, y harán ver que han obrado mejor con
oportunidades menores. Nuestro Señor habla de su pueblo
como un pequeño rebaño, y dice: «Muchos son los llamados, y
pocos los elegidos» (cfr. Mt XX, 16), y San Pablo, refiriéndose
sobre todo a los judíos, observa que «sólo un resto se salvará
según la elección de la gracia» (cfr. Rom II, 5). Habla incluso
de la posibilidad de su propia reprobación. ¡Qué extraño
pensamiento para un apóstol! Sin embargo, es un pensamiento
normal en los santos, que temen por sí mismos y por los
demás.
Se narra en la vida de San Felipe Neri que al poco tiempo
de morir se apareció a un buen religioso y le comunicó un
mensaje de consuelo para sus hijos del Oratorio. Dijo que, por
gracia de Dios, ningún miembro de la Congregación se había
perdido hasta aquel día. «¡Ninguno perdido!», podría exclamar
alguien extrañado. «Si hubiera dicho que se encontraban todos
en el cielo, habría expresado realmente un pensamiento de
consolación; pero sólo puede decir algo tan obvio como que
ninguno se ha condenado. He aquí un conjunto de hombres
que han abandonado el mundo, se han entregado a Dios y a los
demás, han pasado la vida en oración y práctica de buenas
obras, han muerto con los últimos Sacramentos, ¡y se revela de
ellos, como una grande y consoladora noticia, que ninguno se
ha perdido!».
Y sin embargo esta comunicación constituyó un gran
consuelo para nuestro Padre: una prueba, al menos, de que la
salvación no es asunto fácil o posesión barata, como a veces
tendemos a suponer. No se obtiene sólo con un simple deseo.
Si era una meta tan deseada por hombres que habían realizado
abundantes sacrificios por Cristo y vivían en santidad, mucho
más ardua de alcanzar será en quienes reconocen querer lo
terreno más que a Dios, y jamás han soñado en hacer por amor
lo que la Iglesia no les pide como deber.
 
Invitación al examen de conciencia
Decidme ahora: ¿cuál es el estado de vuestras almas y la
norma de vuestras vidas? Acudís a la confesión una vez al año,
quizás tres o cuatro veces al año. Comulgáis con frecuencia.
No omitís la Misa en los días de precepto. No tenéis
conciencia de falta grave. Pero ahí termináis. No sabéis decir
más cosas. ¿Nunca usáis en vano el nombre de Dios? Sólo en
momentos de ira. Quiere decirse que a veces incurrís en
violentos accesos de pasión, durante los cuales el demonio
pone en vuestros labios toda clase de palabras malsonantes y
escandalosas, y llegáis incluso a golpear los objetos de vuestro
enfado. Sólo algunas veces, respondéis; especialmente cuando
hemos faltado a la sobriedad. Resulta así que habéis contraído
un feo vicio. Pero alegáis enseguida que este tipo de faltas no
son importantes: ¿Debo suponer entonces que últimamente no
habéis cometido faltas graves? Dudáis un momento, y luego
reconocéis que sí, que habéis caído en pecado bastantes veces.
Pero esto no es todo. Pensáis que pecado son solamente los
actos de pecar por obra. No prestáis atención alguna a los
hábitos pecaminosos que influencian continuamente vuestros
pensamientos, palabras y obras. Sois egoístas y obstinados; no
cuidáis de vuestros hijos; amáis las diversiones frívolas;
apenas pensáis en Dios durante días y días, pues no llamo
pensar en Dios a esas oraciones vuestras precipitadas y
distraídas. Sois amigos de lo mundano, y acompañáis en
exceso a quienes no poseen sentido religioso alguno. ¿Qué me
diréis para contrarrestar todo esto? ¿Qué cosas buenas habéis
hecho? ¿Dónde estriba vuestra esperanza de salvación? Me
contestáis, quizás, que el sacramento de la Penitencia ya os
reconcilia con Dios de vez en cuando, que vivís en el mundo,
que no sois frailes, que si bien es cierto que amáis el mundo
más que a Dios, amáis a Dios lo suficiente para salvaros, y que
además confiáis en la intercesión poderosa de la Virgen María
para la hora de la muerte.
Por otra parte –decís–, os adornan también buenas
cualidades, signo de que estáis en gracia de Dios. Pensáis que,
en el peor de los casos, vuestra situación es sólo de tibieza.
¡Tibieza! Os aseguro que los vuestros no son síntomas de
tibieza. ¿Sabéis qué es una persona tibia? Tibio es el hombre
que comenzó una intensa vida cristiana y ha decaído en su
fervor; que mantiene sus buenas costumbres espirituales, pero
no las cumple con devoción suficiente; que hace muchas cosas
por Dios, pero que puede hacer todavía más. No, hermanos
míos, no os acuséis de tibieza. ¿Queréis saber la opinión que
me he formado de vosotros? Pues bien, pienso que
probablemente no estáis en gracia de Dios.
Es muy posible que por largo tiempo os hayáis acercado a
la confesión sin las debidas disposiciones, sin verdadero dolor
y sin propósito de la enmienda. Si Dios os llamara esta noche,
tal vez os perderíais para siempre. ¿Hacéis algo más que lo
simplemente natural? Hacéis algunas cosas buenas, pero, ¿qué
recompensa vais a conseguir? ¿No hacen eso mismo también
los publicanos? ¿Qué hacéis de particular? ¿No hacen eso
mismo también los gentiles?
 
Un diagnóstico espiritual
Poseéis las virtudes ordinarias de la naturaleza humana, o
algunas de ellas. Sois lo que la naturaleza os ha hecho, y no
tratáis de ser mejores. Es posible que seáis naturalmente
bondadosos, y en tal caso practicáis acciones caritativas con
los demás; tenéis un carácter fuerte,y lográis someter las
pasiones al poder de la razón; os distingue una energía
espontánea que os permite trabajar por vuestra familia; sois
naturalmente pacíficos y tratáis de evitar los conflictos; odiáis
la intemperancia y vivís por tanto una lógica sobriedad. Tenéis
las virtudes y los defectos que tienen vuestros vecinos
protestantes. ¿En qué os distinguís de ellos?
He aquí por cierto otro serio cargo contra vosotros: os
lleváis demasiado bien con los no católicos que os rodean. No
quiero decir, como es lógico, que no estéis obligados a cultivar
la paz con todos los hombres y a prestarles los servicios de
caridad a vuestro alcance. Tenéis, desde luego, esos deberes, y
el hecho de que os respeten, estimen y amen os honra y os
hará merecedores de un justo premio.
Pero a veces os quieren porque os suponen iguales a ellos y
sin diferencias en ningún aspecto. Por eso os defienden con
tanta frecuencia y llegan hasta afirmar y promover vuestros
derechos políticos. Hay, claro está, un sentido en el que
nuestros derechos civiles pueden ser defendidos por
protestantes, sin injuria para nosotros y alabanza para ellos.
Porque somos en esto como los demás; somos hombres,
miembros del mismo estado y súbditos leales del mismo
soberano; dependemos de ellos, y ellos dependen de nosotros;
sufrimos cuando se nos insulta, y nos alegramos cuando se nos
acoge. Es, por lo tanto, una solidaridad que no debe
avergonzaros. Pero ha de causarnos confusión y ansiedad –por
lo que Dios piense acerca de nosotros– si ganamos ese apoyo
dando una falsa impresión en nuestras personas de lo que es la
Iglesia católica, y de lo que los católicos están obligados a ser,
creer y hacer. Ocurre a menudo, hermanos míos, que el mundo
se interesa por vosotros porque vosotros participáis de sus
pecados.
La naturaleza es una con la naturaleza, y la gracia una con
la gracia. El mundo os acusa por el hecho mismo de
convertirse en vuestro amigo, porque no estaríais a bien con él
si no le hubieseis entregado algo de lo sagrado y precioso que
lleváis dentro. El mundo os quiere por todo lo que sois,
excepto vuestro credo; y al juzgaros suele distinguir entre
vuestra fe y vosotros, porque imagina que esa separación es
posible.
Dicen algunos: «Estas personas son mejores que su Iglesia;
poco hay que decir en alabanza de ésta pero los católicos ya no
son como antes, pues ahora se conducen de manera parecida a
los demás. Su creencia es desde luego cruel y llena de beatería,
pero hemos de ser comprensivos. No es lógico pedirles que lo
reconozcan. Hay que dejarles cambiar poco a poco, porque
nadie cambia de repente a la vista de todos. Son tan inclinados
al mundo como nosotros; se aplican con afán a las cuestiones
políticas, y les gusta salirse con la suya; no aman la austeridad,
y más bien se avergüenzan del Papa y sus Concilios. Apenas
creen ya en milagros, y les fastidia que otros católicos hablen
de ellos; nunca se refieren al Purgatorio; evitan el tema de las
indulgencias, y se sienten incómodos ante las imágenes. Las
doctrinas católicas son ya en realidad simples emblemas de
partido religioso. Los católicos siguen su propio juicio tanto
como nosotros; continúan en su Iglesia a causa de un cierto
pundonor, y por la resistencia a parecer que abandonan una
causa perdida».
Éste es el juicio mundano sobre los católicos, y vosotros,
hermanos míos, os sobrecogéis al oírlo. Pero es posible, sin
embargo, que el mundo os conozca mejor de lo que vosotros
mismos os conocéis. «Si fuerais del mundo –dice el Señor– el
mundo amaría lo que es suyo; pero como no sois del mundo,
sino que yo os he escogido de entre el mundo, éste os odia»
(cfr. Io XV, 19). Así habla Cristo a sus Apóstoles.
Aplicadas a vosotros, estas palabras podrían leerse del
siguiente modo: «Si sois del mundo, éste amará lo que es
suyo; por tanto, sois del mundo, y yo no os he elegido de entre
el mundo, porque éste os ama». No os quejéis de que os
imputen más cosas de las que son ciertas. Los que viven como
gente mundana colorean y favorecen a quienes creen parte del
mundo y parecen formar un grupo único con ellos. En la
medida que arrojéis de vosotros el yugo de Cristo, el mundo,
mediante una suerte de instinto, os reconocerá como suyos y
os alabará. Su mejor alabanza es llamaros incrédulos.
 
Rostro y lenguaje de lo mundano
Hay, hermanos míos, una perpetua enemistad entre el
mundo y la Iglesia. Ésta declara por boca del Apóstol: «Quien
se hace amigo del mundo se convierte en enemigo de Dios»
(Sant IV, 4). El mundo replica airado y califica a la Iglesia de
apóstata, hechicera y anticristo. Ella es imagen y madre de los
predestinados, y si un día, al morir, habéis de contaros entre
sus hijos, es preciso que en vida tengáis parte en los reproches
que se le dirigen.
¿Acaso no se burla el mundo de todo lo noble en nuestra
santa religión? ¿No habla contra las obras de la gracia divina?
¿No niega la posibilidad de la pureza y de la castidad? ¿Acaso
no calumnia la disciplina del celibato? ¿Acaso no rechaza la
virginidad de María y abomina incluso de la invocación de su
nombre? ¿Acaso no considera una mujer muerta a la que es
Madre de los vivos y gran intercesora de los fieles? ¿No se
burla de los santos? ¿No desprecia los Sacramentos? ¿No
blasfema la admirable Presencia que habita nuestros altares?
¿Quiénes somos nosotros, para ser mejor tratados que el
Señor, su santa Madre, sus siervos, y sus obras? ¿Qué
seríamos entonces, sino amigos de quienes nos tratasen bien, a
la vez que maltratan a Cristo?
Queridos hermanos, sed hijos de la gracia y no de lo
natural. Que no os seduzcan los planteamientos y sofismas del
mundo, cuando pretende ser la obra de Dios y en realidad
procede del maligno. «Conozco mis ovejas –dice el Señor–, y
las mías me conocen y me aman» (cfr. Io X, 14). «Muéstrame,
amado de mi alma –exclama la Esposa en el Cantar– dónde te
alimentas y dónde descansas durante el mediodía»; y él
responde: «Ve y sigue los pasos del rebaño, y alimenta tus
corderos junto a las tiendas de los pastores» (cfr. I, 7-8).
Sigamos a los santos, como ellos siguieron a Cristo, de
modo que cuando venga en juicio y aleje de Sí a los malos, «a
nosotros, pecadores, que confiamos en su infinita misericordia,
nos admita en la compañía de los santos Apóstoles y Mártires
Juan el Bautista, Esteban, Matías y Bernabé, Ignacio,
Alejandro, Marcelino y Pedro, Felicidad y Perpetua, Águeda,
Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia y de todos los santos, no por
nuestros méritos, sino conforme a su Bondad. Por Cristo
nuestro Señor» (cfr. Canon Romano).
DISCURSO NOVENO: 
LA GRACIA ILUMINADORA
 
En el momento de su creación, el hombre fue dotado
interiormente de ciertos dones ordenados a perfeccionar su
naturaleza. Igual que un poderoso estimulante, distinto del
alimento, levanta, vigoriza y concentra las energías físicas,
aumenta la precisión de nuestras percepciones y la intensidad
de nuestros esfuerzos, así también –aunque de modo superior
y mayor riqueza de aspectos–, la gracia sobrenatural de Dios
confiere un sentido, un propósito y una coherencia a las
facultades de esa unidad de cuerpo y alma que es el ser
humano. Cuando éste cayó, perdió aquel don divino e
inmerecido, y en lugar de remontarse hacia arriba se inclinó
débil sobre la tierra, en un estado de desfallecimiento y
colapso. Ahora que Dios ha decidido devolverle su favor por
los méritos de Cristo, su primer acto de misericordia consiste
en otorgarle una porción de su gracia, es decir, los frutos de
aquella energía única que informa y armoniza la entera
naturaleza humana y le permite cumplir su propio fin, a la vez
que logra otro fin más alto.
 
La ceguera espiritual
Uno de los defectos que el hombre adquirió en su caída fue
la ignorancia o ceguera espiritual. Consiguientemente, uno de
los dones que recibe en su restauración es la capacidad de
percibir las cosas espirituales, de modo que si antes de llegar a
la gracia de Cristo puede ya inquirir, razonar y obtener
conclusiones sobre las verdades religiosas, después es,
además, capaz de verlas.
«Bienaventuradoeres, Simón hijo de Juan –dijo el Señor a
Pedro cuando éste confesó su Encarnación–, porque la carne y
la sangre no te lo han revelado, sino mi Padre, que está en el
cielo» (cfr. Mt XVI, 18). Y en otro momento exclama: «Te
doy gracias, Padre: Señor del cielo y de la tierra, porque has
escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y las has
revelado a los pequeños… Nadie conoce al Padre salvo el
Hijo, y nadie conoce al Hijo excepto el Padre y aquel a quien
el Hijo ha querido revelado» (cfr. Mt XI, 25; Lc X, 21). San
Pablo escribe igualmente que «el hombre animal –natural– no
percibe las cosas del Espíritu de Dios» (cfr. I Cor II, 14), y que
«nadie puede decir Señor Jesús si no es en el Espíritu Santo»
(cfr. íd. XII, 3).
Los profetas habían prometido ya el mismo don antes de la
venida de Cristo. «Haré que todos tus hijos sean enseñados por
Yahveh», dice Isaías (cfr. LIV, 13); y Jeremías anuncia: «Ya no
tendrán que enseñar más el uno a su prójimo y el otro a su
hermano, diciendo “Conoced a Yahveh”, pues todos ellos me
conocerán, desde el más pequeño al mayor» (cfr. XXXI, 34).
Tal vez os preguntéis: ¿cuál es el sentido de estas palabras?
¿Acaso no somos hombres? ¿Acaso hemos perdido parte de
nuestro ser natural? ¿No ve la razón tanto como los ojos?
¿Acaso no somos capaces de entender mediante la razón toda
clase de verdades acerca de la tierra, la sociedad humana, el
espacio, la materia y el alma? ¿Por qué ha de exceptuarse la
religión? ¿Por qué motivo no podemos comprender con la
razón las cosas de Dios y del cielo? Si podemos investigar
unas cosas, podemos sin duda alcanzar otras. Si somos capaces
de imaginar unas, podremos también imaginar el resto. ¿Por
qué no podemos entonces llegar a las verdades de la religión
sin ayuda de la gracia? He aquí una cuestión que merece
algunas reflexiones.
 
La luz de Cristo
Preguntáis qué os hace falta, además de los ojos, para ver
las verdades de la revelación. Os lo diré enseguida: necesitáis
luz. Los ojos más penetrantes no consiguen ver en la
oscuridad. De modo que aunque vuestra mente sea la vista, la
gracia de Dios es la luz; y tan inútilmente ejercitaréis vuestros
ojos sin el sol en este mundo sensible, como acertareis a usar
la mente en el mundo espiritual sin una luz exterior análoga.
Habéis nacido privados de esta bendita luz espiritual, y
mientras esa privación continúe no veréis: no podréis ver
realmente a Dios. No digo que no seáis capaces de pensar o
hablar sobre Él. Pero no conseguiréis otra cosa que razonar
sobre lo divino. Vuestros pensamientos y palabras no irán más
allá de un simple razonamiento. Concedo vuestra afirmación.
Decís ser capaces, mediante la potencia de la mente, de pensar
acerca de Dios. Sin duda podéis hacerlo. Pero deducir una
cosa, ya sea en el mundo físico o en el espiritual, no es lo
mismo que verla.
Considerad el caso de un ciego que habla sobre formas y
colores, y comprenderéis lo que quiero decir. Un ciego logra
recoger abundante y variada información sobre los objetos de
la vista, e incluso se familiariza con ellos a pesar de que no los
ve. Es capaz de hablar sobre ellos con soltura y entusiasmo.
Puede usar el término ver, como si realmente viera, y hasta
parece actuar como quien posee la facultad de la vista. Habla
de alturas, distancias, direcciones, disposición de lugares y
formas, con la misma naturalidad que los demás hombres. No
se le juzgaría consciente de su terrible privación, porque oye lo
que otros dicen sobre esas cosas y es capaz de imitarles, y
porque necesariamente razona sobre lo que oye y deduce
conclusiones. De este modo llega a pensar que conoce lo que
no conoce en absoluto.
Este hombre oye conversar; hace que le lean libros; obtiene
vagas ideas sobre objetos de la vista, y cuando habla, sus
palabras resultan aceptablemente correctas, y no manifiestan
de inmediato lo poco que sabe de las cosas que menciona.
Infiere una cosa de otra, y logra hablar así de mucho que no
ve, pero percibe que debe ser de un modo determinado.
Por ejemplo, si sabe que los colores azul y amarillo
componen el verde, puede decir sin riesgo de equivocación
que el verde se parece más al azul que el amarillo. Si conoce
que una persona mide seis pies de altura y que otra mide algo
menos, puede comentar sin temor, si está en presencia de
ambas, que la primera es más alta que la segunda. No lo
aprecia con la vista sino con la razón.
Hace poco se habló bastante sobre un científico que
descubrió un nuevo planeta. ¿Sabéis cómo lo hizo? No fue
mediante la observación tediosa y perseverante, al aire libre,
del curso del cielo, hasta encontrar finalmente, con ayuda de
una poderosa lente, la inesperada adición a nuestro sistema
planetario. Nada de eso. Se dice que, sentado en su mesa de
trabajo, sin mirar una sola vez al cielo, calculó sobre el papel,
en base a lo que sabía del sol y los planetas, su número,
posición, movimientos e influencias, que debía existir otro
cuerpo en el lugar exacto que sus cifras indicaban, y que los
astrónomos podrían comprobarlo si dirigían hacia allí sus
telescopios. Este hombre escrutaba los cielos, no con los ojos,
sino con la razón. Porque la razón es una especie de sustitutivo
de la vista, como lo son también, en diversos aspectos, los
demás sentidos. No ignoráis la rapidez de los ciegos en
sorprender la presencia, e incluso los sentimientos, de otras
personas mediante la voz, el tono y los pasos. Hasta parecen
entender, como si vieran, miradas, gestos y expresiones
silenciosas, ante la sorpresa de quienes desean ocultarles algo.
 
El remedo de lo sobrenatural
Esto explica el modo en que el hombre natural consigue
entender parcialmente las realidades sobrenaturales y, desde
luego, hablar de ellas. En el mundo flota, por así decirlo, una
gran cantidad de verdad católica. Viene por tradición, de edad
en edad; es transmitida de una generación a otra mediante la
predicación y la profesión de fe, y se vierte en numerosos
ámbitos de la tierra. Solamente en la Iglesia se la encuentra
pura y completa. Pero porciones, grandes y pequeñas, de esta
verdad se desprenden y penetran en lugares que nunca han
sido bendecidos con la presencia y el ministerio de la Iglesia.
Muchos hombres profesan estas verdades diseminadas,
simplemente porque se han tropezado con ellas. Son
fragmentos de Revelación como, por ejemplo, la doctrina de la
Trinidad o la Expiación redentora de Cristo, que constituyen la
religión aprendida en su infancia, y consiguientemente ellos
los conservan, profesan y repiten, aunque en realidad no los
ven como los ve un católico. Se limitan a recibirlos como
palabras, en imitación de otros.
Sucede así con frecuencia que personas ajenas a la Iglesia
católica escriben sermones, redactan ejercicios piadosos, y
componen himnos, obras impecables todas ellas, derivadas no
de una mente iluminada por la gracia, sino de un estudio
cuidadoso de escritos católicos. Pues las verdades y ritos
católicos son tan bellos y consoladores que mueven a ser
amados y admirados con un amor natural, semejante al que
suscita un paisaje o una máquina poderosa. Por eso, gente de
imaginación viva puede aceptar una determinada doctrina o
adoptar una cierta costumbre litúrgica por meras razones
estéticas, sin preguntarse acerca de su verdad y sin alcanzar
ninguna percepción real o captación interior de ellas. Decoran
iglesias, enriquecen ritos, introducen candelabros, ornamentos,
flores, incienso y procesiones, no por fe, sino por sentido
poético.
El Credo católico, que procede de Dios, es además tan
armonioso y coherente consigo mismo, tan acabado y hecho
de una pieza, que un espíritu penetrante conocedor de una
parte será capaz de deducir otros aspectos por simple
razonamiento. Una persona que discurra correctamente sabe
que si Dios es infinito y el hombre es finito tiene que haber
misterios en religión. No es que experimente el carácter
misterioso de la religión, pero lo infiere, lo ve necesario y, por
sentido común, lo mantiene.
Alguien puede decir: «Dado que esta doctrina presenta
abundante evidencia históricaen su favor, debo aceptarla».
Quien así habla no posee una visión o percepción directas de
la doctrina, pero se dispone a profesarla porque, si tiene en
cuenta sus presupuestos, le parece absurdo obrar de diferente
modo. En realidad no hace otra cosa que equiparse con una
forma de palabras, en vez de contemplar con los ojos del alma
a Dios mismo, fuente de toda verdad, y a la enseñanza que
procede de su boca.
 
Decir y no ver
Un intelecto sagaz logrará que un hombre recorra mucho
camino en anticipación de doctrinas que nadie le ha
comunicado todavía. Así, por ejemplo, antes de leer la Sagrada
Escritura, podría razonar de la manera siguiente: «El pecado es
una ofensa a Dios, grande en extremo y llena de males para el
ofensor, pues de otro modo, ¿por qué habría sufrido Cristo tan
intensamente?». Es decir, advierte que, según la fe cristiana, el
pecado debe ser un gran mal, pero no por ello siente en su
conciencia que sea realmente así. Es más, cabe imaginar que
un hombre conjeture que nuestros cuerpos hayan de resucitar,
a partir del hecho de que Jesucristo ha honrado nuestra carne
mortal al tomarla para Sí. Aceptaría entonces la resurrección y
el castigo eterno como verdades derivadas de lo que ya sabe.
De igual modo, investigadores y estudiosos que se hallan
fuera de la Iglesia aciertan a componer útiles escritos sobre la
credibilidad de la religión o en defensa de algunas doctrinas, o
en explicación del entero edificio de la fe católica. En estos
casos, la razón se comporta aparentemente como sierva de la
fe, pero en realidad no se trata de la fe, porque no sobrepasa el
nivel simplemente intelectual o nocional. Afirma, pero no
capta la verdad: no la ve. Meramente se emite una opinión, se
juzga, y se alcanza una conclusión.
Veis entonces lo que puede hacer el hombre natural. Puede
sentir, imaginar, admirar, razonar, inferir. De este modo logra
hacerse, total o parcialmente, con la verdad católica, pero no
puede ver ni amar. Sin embargo, consigue sorprender a
personas religiosas que no conocen el secreto que le capacita
para semejante exhibición, pues difícilmente llegarán a
comprender cómo logra expresarse tan bien si está fuera de la
Iglesia, salvo que hable por él el Espíritu de Dios.
Esto sucedía con los libros de algunos herejes antiguos que
escribieron sobre la Encarnación. Sucede lo mismo con herejes
modernos que se han ocupado de la doctrina de la gracia.
Escriben éstos a veces con tal belleza y hondura que uno no
puede evitar admirarles, aunque percibe que la enseñanza es
incorrecta. Los sentimientos expresados son quizás buenos y
justos en sí mismos, pero no en estos escritores. Representan
en ellos verdades solitarias y aisladas que han deducido de
cuestiones que no ven con claridad. La herejía que sostienen
en otros puntos muy cercanos a aquellas verdades es una
prueba de que no comprenden las cosas que exponen. Un
ciego que habla sobre formas y colores hará observaciones
correctas y observaciones falsas, pero un solo error que
cometa bastará para manifestar que no ha aprendido realmente
las verdades que enuncia, aunque éstas sean muchas. Pues si
tuviera luz en los ojos no sólo hablaría correctamente de
bastantes cosas, sino que no se equivocaría en ninguna.
Conocedor, por ejemplo, de que dos edificios tienen idéntica
altura, podría animarse a decir que su aspecto era similar a la
vista, sin sospechar que la mayor distancia de uno de ellos
respecto a quien los mira parece reducirle a la mitad de su
verdadero tamaño. Análogamente, personas no católicas y sin
experiencia práctica sobre la devoción a la Madre de Dios,
cuando leen nuestras oraciones y letanías, y observan el vigor
de su lenguaje, afirman que María es objeto de nuestra
adoración, con exclusión o en detrimento de Dios. No
entienden que Aquel «en quien vivimos, nos movemos y
somos» (cfr. Act XVII, 28), que nos ha re-creado con su gracia
y nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, es más cercano e
íntimo a nosotros que cualquier criatura; y que los santos y
ángeles, y sobre todo la Virgen María, se encuentran,
comparados con Dios, a gran distancia de nosotros, y por tanto
el lenguaje que usamos con ellos, parecido al empleado con
Dios, encierra un sentido correcto y es proporcionado a su
objeto. Los objetores se denuncian a sí mismos, mediante su
objeción, como gente ignorante y ciega respecto a lo que
discute.
He explicado ya suficientemente lo que quiero decir cuando
afirmo que el hombre natural mantiene las verdades divinas
simplemente como opiniones y no como artículos de fe. La
gracia cree; la razón opina. La gracia engendra certeza; la
razón permanece indecisa.
 
El mérito de la certeza
Ahora bien, resulta llamativo que esta característica de la
razón se capte tan claramente por las personas de quienes
hablo, que, a pesar de la confianza depositada en sus
opiniones, cualesquiera que sean, conscientes de carecer de
base para una convicción firme sobre la verdad revelada, se
encaran audazmente con la dificultad y consideran falta el
estar cierto sobre semejante verdad, y estiman que la duda es
un mérito. La santa Iglesia católica, por ejemplo, es un objeto
de fe, como parte del Credo de los Apóstoles. Piensan, sin
embargo, que mostrarse insatisfecho con la incertidumbre
acerca de donde está la Iglesia católica y cuál es su doctrina
representa una actitud defectuosa e impaciente.
Son bien conscientes de que ningún hombre de mente
despierta y cualidades normales hará a la Iglesia establecida
[36] objeto de confianza y fe firme, a no ser que violente su
razón. Saben que la gran mayoría de sus miembros no cree en
ella en ningún sentido normal del término creer, y que el resto
sólo se atreve a afirmar que viene de Dios indirectamente y
que es prudente permanecer dentro. En estas personas no
existe fe, sino mera opinión en este artículo del Credo.
Por eso se ven obligados a decir, en defensa de su postura,
que la fe no es necesaria, y que basta un estado de duda, que es
todo lo que se espera de nosotros. Atribuyen, por tanto, a
carácter inquieto el hecho de que alguno de sus miembros trate
de ejercitar la fe en la santa Iglesia católica como un misterio
revelado, igual que ellos la profesan en la Trinidad o en la
Resurrección del Señor. Llegan incluso a denominar falta en
un católico la manifestación de confianza en la Iglesia y en sus
enseñanzas.
Ocurre con frecuencia que quienes vienen a la Iglesia
católica procedentes de algún grupo protestante, cambian la
incertidumbre y duda religiosas que padecían antes de su
conversión, en una indiscutible y serena confianza. Las dudas
en torno a su antigua comunión se han transformado en certeza
acerca de la nueva. No albergan temores, ansiedad,
dificultades o escrúpulos. Hablan como sienten; y el mundo,
ignorante de que se trata de un efecto de la gracia recibida, y
acostumbrado a medir lo que poseen los católicos por lo que él
no posee, se apresura a gritar: «¡Qué atrevidos y
extravagantes!», y considera que el cambio producido es un
cambio para mal, una equivocación y una falta, porque
produce precisamente el efecto que debería producir si fuera
un cambio para bien.
Se nos dice con esto que la certeza, la confianza y la
valentía en el hablar no son cristianas. ¿Es ésta una
argumentación honrada? ¿Es un juicio derivado de hechos?
¿Fue confianza o duda, celo o frialdad, decisión o irresolución,
lo que distinguió a los mártires en los tiempos primeros de la
Iglesia? La religión de Cristo no se propagó mediante
argumentos filosóficos, sino por impulso de la fe y el amor.
Mirad a los primeros mártires. Eran muchachos, doncellas,
soldados y esclavos corrientes; una multitud de gente joven y
tozuda, que habría vivido para hacerse prudente, de no haberse
empeñado primero en morir; eran cristianos que rasgaban
manifiestos imperiales, desafiaban a sus jueces, no
descansaban hasta encontrarse en la jaula de un león, y si eran
expulsados de una ciudad comenzaban a predicar en otra. Esto
decía el mundo ciego sobre aquellos que contemplaban al Dios
invisible.
Era en efectola visión espiritual de Dios lo que originaba su
singular comportamiento. Ningún hombre es mártir por una
conclusión. Ningún hombre es mártir por una opinión. Sólo la
fe hace mártires. El que conoce y ama las cosas de Dios no es
capaz de negarlas. Puede sentir un horror natural a la tortura y
a la muerte, pero semejante miedo se verá desbordado por la
fe, y le influirá tan escasamente como el polvo ensucia la luz
solar o una voz humana consigue frenar una rueda en
movimiento.
Los mártires veían y no podían no hablar acerca de lo visto.
Temblarían ante el dolor, pero no por eso dejaban de
contemplar. Si las amenazas tuvieran fuerza para eliminar las
verdades divinas, quizás el dolor habría logrado silenciar su
confesión de la fe. El mundo es inquisitivo, diligente y sabe
muchas cosas. Habla bien y con profundidad; pero en toda la
Babel de sus opiniones religiosas no hay una sola por la que
esté dispuesto a ser mártir. Algunas de estas opiniones pueden
ser verdaderas y otras falsas: invitadle a elegir una cualquiera
a fin de morir por ella. Sus hijos hablan alto y declaman
airadamente contra la doctrina de que Dios castiga a los malos,
pero, ¿morirían antes que confesarla? Se expresan con
elocuencia sobre la clemencia infinita de Dios, pero, ¿morirían
antes que negarla?
 
La fe que se degrada en opinión
Si no es así, carecen de entusiasmo y de una razonable
obstinación; carecen de celo y de un mínimo de espíritu
partidista para sostener sus afirmaciones; carecen sobre todo
de gracia. Hablan únicamente de opiniones y en base a
silogismos. Hay quienes exhortan a la fe en la Iglesia
establecida por ser –dicen– una rama de la Iglesia católica.
Insisten en que esta opinión es perfectamente defendible, pero
al fin y al cabo se trata de una opinión, porque, decidme,
¿cuántos de quienes la mantenéis estáis dispuestos a morir
antes que abandonarla? ¿Acaso estimáis pecaminoso ponerla
en duda? ¿Acaso no juzgáis, más bien, permisible, natural,
apropiado, humilde y prudente dudar en este caso? ¿No
pensáis mejor de un hombre por dudar, con tal que no exagere
la duda y termine por no creer en absoluto?
Por eso las mismas personas que, a pesar de sus propias
dudas, censuran tan severamente a quienes dejan la Comunión
en la que nacieron, consideran lógicamente este hecho más
como una afrenta a su Iglesia que como un daño espiritual para
quien la abandona. Lo ven como una ofensa personal a un
grupo y una injuria a una causa, de modo que la injuria es
mayor según el perjuicio que particularmente les ocasione. No
es la pérdida de quienes marchan, sino el inconveniente de los
que permanecen, lo que mide el pecado.
Si un individuo es importante o útil para ellos, protestarán
contra su deserción. Pero si les resulta incómodo por algún
motivo, o perturba el orden y bienestar del grupo, se
reconcilian rápidamente con su decisión. Los más corteses le
felicitan por su honestidad, y los más airados se felicitan a sí
mismos por haberse librado de él.
¿Es éste el sentimiento de una madre y de un familiar hacia
un hijo o un hermano? «¿Acaso olvida una mujer a su niño, y
no se compadece del hijo de sus entrañas?» (cfr. Is XLIX, 15).
Si un hombre deja la Iglesia católica, nuestro primer
sentimiento, como sabéis muy bien, hermanos míos, sería de
compasión y de temor. Pensaríamos que aunque se tratara de
alguien que fuese motivo de escándalo, la ganancia nuestra no
supondría nada comparada con la pérdida sufrida por él.
Sabemos que un cristiano no puede desertar de la Iglesia sin
apagar un inestimable don de gracia; que ha recibido ya en su
alma influencias y efectos tales, que no puede desarraigar sin
cometer el más grave de los pecados; que aunque experimente
tentaciones de incredulidad, éstas son análogas a otras
tentaciones, y por lo tanto ineficaces sin su voluntaria
cooperación. Por eso la Iglesia no puede apoyarle cuando ve
que reconsidera la cuestión de su misión y origen divinos.
La Iglesia mantiene que semejantes investigaciones y
preguntas, si bien constituyen en muchos casos un camino
normal para entrar en ella, quedan superadas después por el
don de la visión espiritual, ordenado a suprimir completamente
la duda: a partir de entonces no debe, no puede, formularse
tales interrogantes. No puede alentarlos dentro de sí, si no es
con gran culpa por su parte, y en consecuencia no debe
hacerlo.
Esto es lo que sostenemos con toda certeza, y por tanto nos
es imposible sentir satisfacción o alivio ante la defección de un
hermano. Aunque sea persona indigna o escandalosa, nuestro
primer sentimiento será de lástima. Estamos obligados, en
efecto, a tolerar en ocasiones y contra nuestra voluntad la
presencia de cristianos que originan escándalo, sencillamente
por caridad hacia ellos. Pero aquellos cuya mejor creencia es
un silogismo, y que han de repasar de vez en cuando las
razones lógicas de su credo para no perder la conclusión, dado
que no tienen fe tampoco son capaces de ejercitar la caridad, y
piensan que si les abandona un hermano incómodo se produce
doble ganancia: para él, que se encuentra finalmente donde
deseaba, y para ellos, que se han librado de una perturbación.
 
La convicción de los católicos
Lo dicho explica un segundo punto que de otro modo sería
sorprendente. La gente no cree que los católicos estemos
realmente convencidos de las verdades que decimos profesar,
y supone que, si son personas cultas, se mantienen en su
creencia por influencias externas, superstición, temor, orgullo,
interés u otros motivos despreciables. Los hombres de mundo
nunca en su vida han creído, nunca han tenido fe –sólo
opinión– en las realidades invisibles como para plantearse si
son falsas o verdaderas, y en consecuencia juzgan
extravagante toda actitud de fe absoluta e inconmovible,
especialmente cuando se ejercita sobre objetos que ellos no
aceptan o rechazan con burla y abominación.
Profetizan que la Iglesia católica decrecerá a medida que
sus fieles y los hombres en general analicen imparcial y
serenamente sus ideas y sentimientos, y distingan bien lo real
de lo imaginado. No consiguen entender cómo nuestra fe en el
Santísimo Sacramento sea una porción viva de nuestro
espíritu. Piensan que es una simple profesión externa, que
abrazamos sin asentimiento interior, y sólo porque se nos
enseña que nos perderemos en caso de no aceptarla; o bien
porque, comprometida la Iglesia católica desde tiempos
antiguos en la enseñanza de esta verdad, no tenemos
actualmente más remedio que defenderla, aunque con gusto
dejaríamos de hacerlo si no nos obligara un cierto sentido de
lealtad y un espíritu de partido.
Creen que, si pudiéramos, renunciaríamos a la doctrina de
la Transubstanciación como a una pesada carga. ¡Extrañas
palabras! Sería malo usarlas, hermanos míos, si no fueran
necesarias para haceros entender los dones que poseéis y que
el mundo incrédulo no tiene. ¡Palabras en verdad ofensivas y
profanas! ¿Cómo puede ser un alivio renunciar a la enseñanza
de que Jesús está en nuestros altares? Sería tanto como
renunciar a la fe en la divinidad de Cristo, o a que Dios existe.
Por lo visto el auténtico alivio es no creer nada, o al menos no
sentirse compelido a creer algo. Parece que fuera lo mejor
creer primero una cosa y luego otra diferente o contraria, creer
lo que más nos agrade durante el tiempo que nos agrade, es
decir, no creer sino más bien ejercitar una opinión acerca de
todo, y no permitir que nada se nos aproxime y nos
comprometa: el mundo invisible debe permanecer a distancia.
Pero si hemos de creer alguna cosa, si hemos de hacer
nuestra alguna doctrina divina, si hemos de aceptar
determinadas proposiciones o dogmas como verdaderos, ¿por
qué ha de ser una carga creer lo que es tan amable y próximo a
nosotros, en vez de lo que es menos íntimo y conmovedor?,
¿por qué –si Dios existe– no hemos de creer que está entre
nosotros, y habita nuestros altares tan realmente como está en
el cielo? Cierto que no es una afirmación evidente, y por eso
no pretendemos obtener razones de quienes se tienen por
racionales y críticosen todas sus determinaciones. Este
mundo, hermanos míos, a pesar de sus pretensiones y
apariencias, es en el fondo extraordinariamente estrecho de
miras. No es capaz de un mínimo de imaginación para
concebir que pueda existir algo de lo cual su corazón no
alberga sospecha o conocimiento. No admite ni siquiera la
simple idea de que nosotros tengamos fe, porque nunca la ha
experimentado y no está dispuesto a reconocer que haya en la
mente humana alguna cosa desconocida para él; esto
equivaldría además a reconocer la existencia de misterios.
El mundo debe saber; debe constituir la medida de todas las
cosas. Por eso, en autodefensa, nos considera hipócritas, nos
mira como a gente que profesa lo que no cree, para evitarse a
sí mismo la confesión de su ceguera. «Mirad qué amor nos ha
mostrado el Padre al querer que nos llamemos hijos de Dios y
lo seamos realmente; por eso el mundo no nos conoce, porque
no le conoce a Él» (cfr. I Io III, 1).
 
La superación de la duda
Ésta es la razón por la que algunos que buscan la verdad y
se acercan a la Iglesia encuentran difícil convencerse de que
sus dudas no continuarán después de hacerse católicos, y lo
alegan como motivo para diferir o evitar el paso. ¡Qué será de
ellos –dicen– si las acostumbradas dudas permanecen después
de la conversión! Les asusta pensar que en ese caso no les
restará nada en qué apoyarse. No se dan cuenta que sus
dificultades no son de orden intelectual sino moral.
Quiero decir que, en realidad, no dudan de que la
conclusión alcanzada sobre la procedencia divina de la Iglesia
católica sea verdadera. Su razón no vacila acerca de esta
verdad, pero no son capaces de que su ánimo la capte y se deje
penetrar por ella. La reconocen confusamente, aunque
ciertamente, como se ve el sol a través de nieblas y nubes; y
olvidan que es tarea de la gracia iluminar la oscuridad y la
penumbra, consolidar la visión vacilante, elevar la razón
mediante la fe, y convertir una conclusión lógica en un objeto
para el sentido espiritual.
No acaban de creernos cuando les aseguramos lo que hemos
podido comprobar en muchas ocasiones; es decir, que su
dolorosa perplejidad desaparecerá cuando hayan entrado en la
Comunión de los santos y en la atmósfera de gracia y luz, que
se encontrarán tan repletos de paz y alegría que no sabrán
cómo agradecerlo a Dios, y que la misma fuerza de sus
sentimientos y la necesidad de comunicarlos les llevarán a
procurar la conversión de otros, mediante un celo que
contrastará sorprendentemente con su anterior vacilación.
Deseo añadir como conclusión dos observaciones
aclaratorias.
 
Lugar de la razón
En primer lugar, no penséis que he hablado en desprecio de
la razón. La razón es el camino hacia la fe. Sus conclusiones
son a veces los mismos objetos de fe. Precede a la fe cuando
las personas se convierten a la Iglesia, y es instrumento normal
que la Iglesia emplea cuando elabora esas definiciones
doctrinales en las que, según promesa y poder de su Señor y
Salvador, es infalible. Pero a pesar de todo, la razón es una
cosa y la fe es otra; y la razón es tan incapaz de convertirse en
sustitutivo de la fe, como ésta lo es de colocarse en el lugar de
la razón.
En segundo término, me he expresado como si el estado de
naturaleza se hallara privado totalmente de la influencia de la
gracia, y como si las personas que están fuera de la Iglesia
actuaran siempre de un modo natural. He hablado de este
modo por un motivo de claridad, para que gracia y naturaleza
aparecieran nítidamente contrastadas; pero no ocurre
exactamente así.
Dios concede su gracia a todos los hombres, y a quienes la
usan bien concede más, e incluso la sigue ofreciendo a los que
apagan la primera gracia recibida. Así pues, algunos actúan de
manera puramente natural; otros obran de manera natural en
ciertos aspectos, pero no en todos; otros se dejan penetrar
gradualmente por los auxilios divinos; otros finalmente, han
utilizado con fidelidad los dones de Dios, buscan sinceramente
a Cristo y a su Iglesia, y se hallan quizás en estado de
justificación.
Es imposible por tanto aplicar estas afirmaciones generales
a individuos determinados, cuyos corazones sólo Dios puede
escrutar. Muchos, repito, caminan bajo la influencia mixta de
la razón y de la fe, creen firmemente algunas verdades y
mantienen una simple opinión sobre otras. Muchos viven un
conflicto interior y avanzan hacia una crisis, después de la cual
abrazarán la verdad o se alejarán de ella. Muchos aprovechan
tan fielmente las ayudas de la gracia, que están en vías de
recibir su inhabitación permanente en el alma. Muchos otros,
confiamos, gozan de esa luz perenne y se aproximan con paso
seguro a la Iglesia.
Algunos, por desgracia, pueden haberla recibido y por no
avanzar hacia la Casa de Dios donde está en plenitud, han
comenzado a perderla, y aunque lo ignoran, viven sólo del
recuerdo de lo que una vez tuvieron. Son situaciones
misteriosas reservadas a Dios. Pero permanecen inamovibles
las grandes verdades de que la naturaleza no puede ver a Dios,
que la gracia es el único medio de contemplarle, y que
mientras nos capacita para hacerlo, nos trae a la Iglesia y
nunca se nos concede para nuestra iluminación sin dársenos
asimismo para ser católicos.
 
El bien incomparable de la fe
¡Qué alegría y agradecimiento hemos de sentir, hermanos
míos, por el hecho de que Dios nos haya conducido a la Iglesia
de Su Hijo! ¿Qué don existe en el mundo igual a éste por su
riqueza y singularidad? En este país, donde la herejía se
extiende a lo largo y a lo ancho, donde la naturaleza irredenta
domina indiscutida, donde la gracia se profana y se desprecia,
donde innumerables bautismos perviven únicamente como
sello y carácter del alma y la fe es objeto de burla a causa de
su misma firmeza, el hecho de encontrarnos en la región de la
luz, la casa de la paz y la presencia de los santos, el hecho de
tener certeza, consistencia y estabilidad acerca de los temas
más elevados y santos del pensamiento humano, el hecho de
alentar esperanza ahora en esta vida y luego en el más allá, el
hecho de hallarnos en el monte de Cristo, mientras el pobre
mundo se confunde y disputa a sus pies, debe asombrarnos y
sobrecogernos por la inescrutable gracia de Dios que
precisamente a nosotros nos ha traído adonde estamos.
Como dice el Apóstol: «Habiendo recibido de la fe nuestra
justificación, estamos en paz con Dios por nuestro Señor
Jesucristo, por quien también hemos obtenido, mediante la fe,
el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos
gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y la esperanza
no falla porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (cfr.
Rom V, 1-5). San Juan se expresa todavía más exactamente a
nuestro propósito cuando escribe: «Tenéis una unción del
Santo» –vuestros ojos han sido ungidos por Aquel que puso
barro en los ojos del ciego: «estáis ungidos por Él, y lo
sabéis», no conjeturáis, suponéis, opináis, sino «sabéis», veis
«todas las cosas»–. «La unción que de Él habéis recibido
permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe.
Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas, y es
verdadera y no mentirosa, según os enseñó, permaneced en
Él» (cfr. I Io II, 20, 27). No podríais permanecer estables en
otra cosa. Las opiniones cambian, las conclusiones se
debilitan, las investigaciones se agotan, la razón se detiene:
sólo la fe llega hasta el final, sólo la fe permanece.
Sólo la fe y la oración resistirán en aquella última hora,
cuando el maligno movilice todos sus poderes y recursos
contra el hombre que termina su curso mortal. ¿De qué nos
servirá entonces [*] haber elaborado sutiles argumentos o
haber dirigido brillantes ataques o recorrido palmo a palmo el
campo de la historia, y disfrutar el homenaje de amigos y el
respeto del mundo por nuestros éxitos?, ¿de qué nos servirán
una distinguida posición en la vida, los frutos de un trabajo
excelente, la implantación de una idea, o el triunfo de nuestra
causa, si al final no tenemosla luz de la fe para guiarnos de
este mundo al otro?
¡Qué apetecible será intercambiar en aquel día nuestro lugar
con el hombre más oscuro e ignorante, antes que comparecer
ante el tribunal divino como uno que ha recibido grandes
dones y los ha usado únicamente para sí mismo, que ha
cerrado los ojos, que ha jugado con la verdad, que ha
reprimido sus remordimientos, que ha sido guiado por la
gracia de Dios, pero se ha detenido antes de la meta, que se ha
acercado a la tierra prometida, pero se ha negado a tomar
posesión de ella!
DISCURSO DÉCIMO: 
FE Y JUICIO PRIVADO
 
La búsqueda de la fe
Cuando consideramos la belleza, recursos y consuelos de la
religión católica, nos sorprende tal vez el hecho de que no
convierta de inmediato a las multitudes que se tropiezan con
ella. Quizás habéis sentido vosotros mismos esta sorpresa,
especialmente los que, convertidos recientemente, la
comparáis por experiencia con las religiones que profesan
millones de compatriotas nuestros. Conocéis bien la esterilidad
y el vacío de esas religiones, así como su escaso atractivo y lo
poco que pueden alegar en favor de sí mismas. Muchos en
realidad no practican religión alguna, y no os debe admirar que
quienes no toleran siquiera el pensamiento de Dios no se
sientan atraídos a su Iglesia. Son muchos también los que oyen
muy poco sobre el catolicismo o escuchan toda suerte de
insultos y calumnias, y no es extraño, por tanto, que no se
produzcan entre ellos conversiones rápidas y masivas. Pero sí
es motivo de admiración para quienes disfrutamos la plenitud
de las bendiciones cristianas, que aquellos que contemplan la
Iglesia desde lejos y aprecian destellos de su claridad no se
sientan suficientemente atraídos como para tratar de ver más y
no se coloquen en situación de ser conducidos a la Verdad, que
desde luego sólo puede reconocerse ordinariamente como
divina de manera gradual.
Cuando Moisés reparó en la zarza ardiente, se acercó para
ver qué era aquel hecho extraordinario. Natanael, que no
estimaba posible ningún bien originado en Nazaret, siguió a
Felipe para ver a Cristo. Sin embargo, las multitudes que nos
rodean ven y oyen –algunas personas en gran medida–, pero
no se animan por eso a ver y oír más; no se deciden a poner en
práctica lo que ya saben. Viendo no ven, y oyendo no oyen. Se
contentan con permanecer donde están: no desean buscar más
ni asimilan lo que ya conocen.
 
La disposición de creer
Este fenómeno puede explicarse de diversas maneras. Voy a
sugerir una que tal vez suene convencional, pero que, a mi
juicio, encierra un sentido profundo. Los hombres no se hacen
católicos, sencillamente porque no tienen fe [37]. Me diréis
que esto supone afirmar que no creen en la Iglesia católica
porque no creen en ella, lo cual no es decir nada en absoluto.
Nuestro Señor, por ejemplo, dijo: «El que viene a Mí no tendrá
hambre, y el que cree en Mí no sufrirá sed» (cfr. Io VI, 35).
Creer y venir a Él son, por lo tanto, la misma cosa. Si tuvieran
fe, entrarían, desde luego, en la Iglesia, dado que el sentido
mismo, el ejercicio mismo de la fe equivalen a entrar en la
Iglesia.
Pero yo me refiero a algo más: la fe es un estado del alma,
un modo determinado de ese pensar y actuar que ciertamente
se ejercita siempre respecto a Dios, pero que se ejercita de
maneras muy distintas. Quiero decir entonces que la mayoría
de las personas de este país no tienen este hábito o modo
interior de ser. Podríamos concebir su creencia en sus propias
religiones; y denominarla fe, aunque fuera en sentido
impropio. Pero el caso es que no creen ni siquiera en sus
propias religiones: no creen en nada.
Se trata de un claro defecto de sus mentes. Así como
podemos decir que alguien carece de liberalidad o prudencia,
aparte de que practique alguna vez o no esas virtudes mediante
actos aislados, afirmamos también que existe una virtud
llamada fe, y que existe el defecto de no tenerla. Repito
entonces que la gran masa de hombres en este país no tienen
esa virtud específica denominada fe: no la tienen en absoluto.
Igual que un hombre puede carecer de ojos o de manos, ellos
carecen de fe. Se trata de una carencia concreta, de una falta
en sus almas. Y dado que no tienen esta facultad para creer, no
es de extrañar que no abracen lo que no puede ser abrazado sin
ella. No creen, propiamente hablando, en ninguna enseñanza,
y por tanto no creen tampoco en la Iglesia católica.
Ahora bien, ¿qué es la fe? Es el asentimiento como
verdadera a una doctrina que no vemos y que no podemos
demostrar, porque Dios, que no nos engaña, dice ser cierta.
Como Dios nos anuncia la verdad de esta doctrina no con su
propia voz sino por la palabra de sus enviados, fe es también
asentimiento a lo que un hombre declara, considerado no
como hombre a secas, sino en su función de mensajero,
profeta o embajador de Dios.
En el curso ordinario del mundo estimamos que una cosa es
verdadera, bien porque la vemos, bien porque se sigue
necesariamente de otra que nos resulta evidente. Es decir,
obtenemos nuestros conocimientos mediante la vista o
mediante la razón, no a través de la fe. Diréis que aceptamos
también un conjunto de cosas que no podemos demostrar ni
ver, en base a la palabra de otras personas. Es cierto. Pero en
tal caso recibimos esas informaciones como un testimonio
humano y no le concedemos generalmente una confianza
absoluta y sin reservas. Sabemos que el hombre es falible, y
nos agrada por tanto obtener por otras vías alguna información
que ratifique la palabra humana en asuntos importantes; o
quizás recibimos su testimonio con una cierta indiferencia,
como quien escucha una simple opinión; o en el mejor de los
casos actuamos en base a lo comunicado porque nos parece lo
más prudente. Aceptamos, por tanto, la palabra humana en lo
que vale, y la usamos de acuerdo con nuestras conveniencias y
su probabilidad. Conservamos la decisión en nuestras propias
manos, y nos reservamos el derecho de revisar la cuestión
cuando lo veamos oportuno.
 
Naturaleza de la fe en Dios
La fe divina es muy diferente. Quien cree que Dios es veraz
y que ha comunicado su palabra al hombre no albergará dudas.
Tiene certeza de que la doctrina que se le enseña es tan
verdadera como Dios, que la ha revelado. Tiene certeza porque
Dios es veraz, porque Dios ha hablado, no porque vea la
verdad o esté en condiciones de demostrarla. Es decir, la fe
posee dos características: es segura, firme e inalterable en su
asentimiento, y lo presta no porque vea con los ojos o con la
razón, sino porque recibe las nuevas de uno que viene de Dios.
Así era la fe indudablemente en tiempo de los Apóstoles; y
lo que era entonces debe serlo también ahora, salvo que ya no
se trate de la misma cosa. La fe presentaba esas peculiaridades
en vida de los Apóstoles, pues sabemos que predicaban a todos
que Cristo era Hijo de Dios, que había nacido de una Virgen,
que había ascendido al cielo, y que vendría de nuevo a juzgar a
vivos y muertos. ¿Podía ver esto el mundo? ¿Podía
demostrarlo? ¿Cómo debía entonces recibirlo? ¿Por qué fue
aceptado por tantos? Fue aceptado, sencillamente, en base a la
palabra de los Apóstoles, que se presentaban de modo
convincente como mensajeros de Dios.
Los oyentes eran invitados a someter su intelecto a una
autoridad viva y presente ante ellos. Los convertidos al
Evangelio se sabían además obligados, por así decirlo, a creer
en todo lo anunciado por los Apóstoles: venían a la Iglesia en
actitud de aprender. La Iglesia era su maestra. No entraban en
ella para discutir, investigar, seleccionar o escoger doctrinas,
sino para aceptar lo que se les proponía.
Nadie duda, nadie puede dudar la realidad de esta situación
en los tiempos iniciales del Cristianismo. Un cristiano se
sentía vinculado a aceptar sin regateo ni vacilación todo lo que
los Apóstoles enseñaban como revelado. Si ellos se
pronunciaban, él debía prestar un asentimiento interior de su
mente. No era suficiente callar o simplemente no oponerse. No
era permisible aceptar sólo una parte, o dudar. Si un converso
retenía ideasdistintas y personales respecto a lo predicado; si
se resistía y oponía interiormente a las verdades recibidas y
aguardaba nuevas demostraciones antes de creer, demostraba
no haber aceptado a los Apóstoles como enviados de Dios y
anunciadores de la divina voluntad. Demostraba que en
realidad nunca había creído, según el sentido propio de la
palabra creer.
La sumisión inmediata e implícita de la mente era en
tiempo de los Apóstoles la única y necesaria prueba de la fe.
No había lugar, por lo tanto, para lo que se denomina ahora
juicio privado. Nadie podía decir: «Escogeré yo mismo el
contenido de mi religión; creeré esto y no creeré aquello; no
me comprometeré de antemano a aceptar ninguna creencia:
creeré durante el tiempo que me resulte conveniente y nada
más; si lo veo oportuno, rechazaré mañana lo que creo hoy;
creeré lo que los Apóstoles han dicho hasta ahora, pero no
creeré lo que pudieran enseñar más adelante». No es un
discurso correcto. Los Apóstoles hablaban en nombre de Dios
o hablaban en nombre propio. Si hablaban en nombre de Dios,
sus oyentes debían creer todo lo que enseñaban. Si hablaban
por su cuenta, no había razón para aceptar nada. Creer un poco
o creer más o menos contradice la misma noción de fe: si ha
de creerse una parte, han de creerse también las demás. Sería
absurdo creer una cosa y no creer otra, pues la palabra de los
Apóstoles, que hacía verdadera la primera, garantizaba
también la segunda. Una y otra cosa nada eran por sí mismas,
pero lo eran todo con el respaldo de una autoridad infalible
procedente de Dios. El mundo ha de hacerse cristiano u
olvidarse de la cuestión, porque no hay sitio en el Evangelio
para gustos y fantasías particulares: no hay sitio para el juicio
privado.
 
El testimonio de la Sagrada Escritura
Todo esto resulta muy claro por la misma naturaleza de las
cosas, pero es también evidente a partir de las palabras de la
Sagrada Escritura. «Damos gracias a Dios sin cesar –exclama
San Pablo– porque al recibir la Palabra de Dios que os
predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre sino,
cual es en verdad, como Palabra de Dios» (cfr. I Thes II, 13).
Pablo expresa las ideas que hemos expuesto más arriba. La
palabra procede de Dios, es comunicada por hombres, y debe
recibirse no como palabra humana sino como voz divina.
En otro lugar, escribe: «Quien desprecia estas cosas no
desprecia a hombre sino a Dios, que os hace don de su Espíritu
Santo» (íd. IV, 8). El Señor había formulado ya antes una
declaración semejante: «El que os escucha a vosotros, a Mí me
escucha, y el que os rechaza, a Mí me rechaza, y el que me
rechaza a Mí, rechaza al que me ha enviado» (cfr. Lc X, 16).
San Pedro se hace eco de estas palabras el día de
Pentecostés cuando dice: «Hombres de Israel, escuchad. Dios
ha resucitado a este Jesús, de lo cual nosotros somos testigos.
Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha
constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis
crucificado» (cfr. Act II, 22, 32, 36). Sabéis también que una
expresión usual de los primeros predicadores era: «Creed y
seréis salvados». No decían: «Comprobad nuestra doctrina con
vuestra razón», o «esperad a comprenderlo todo, antes de
creer» sino «creed sin ver y sin demostrar, porque nuestra
palabra no es nuestra sino de Dios».
Era, desde luego, lícito a los oyentes preguntarse e inquirir
acerca de las pretensiones de los Apóstoles, investigar
honradamente si obraban o no milagros, examinar si sus
figuras y su predicación se insinuaban, al menos, como divinas
en el Antiguo Testamento. Pero una vez asegurados
prudentemente estos extremos, los oyentes habían de recibir
sin ulteriores pruebas todo lo que los Apóstoles proclamaran,
es decir, habían de ejercitar su fe y salvarse por la escucha de
la Palabra. Por eso, como habréis observado, San Pablo llama
con toda intención a la doctrina revelada «palabra dirigida al
oído». Los hombres, en efecto, se acercaban a oír, aceptar y
obedecer; no a criticar o puntualizar lo que oían. De acuerdo
con esto, Pablo pregunta en otra epístola: «¿Cómo creerán en
Aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán si no se les predica?
Porque la fe viene mediante la escucha de la predicación, y la
predicación, por la palabra de Cristo» (cfr. Rom X, 14, 17).
 
Dos opciones irreductibles
Considerad ahora si estas dos situaciones de la mente no
son completamente distintas una de otra: creer sencillamente
lo que os anuncia una autoridad viva, o tomar un libro, como
es la Sagrada Escritura, y usarlo a vuestro gusto, someterlo a
vuestros criterios, interpretarlo discrecionalmente, y admitir
como verdad lo que elijáis y nada más [38].
Los dos procedimientos se diferencian en razón de que en el
primero os sometéis, y en el segundo juzgáis por vosotros. No
pregunto en este momento cuál es el mejor, o si ambos son
practicables desde un punto de vista religioso. Afirmo sólo que
son dos caminos, y no uno, de recibir una doctrina, porque el
sometimiento es radicalmente contrario a la afirmación del
propio juicio.
Ahora bien, ¿no es cierto que la fe en tiempos de los
Apóstoles consistía en someterse?, ¿no es cierto que no
estribaba en juzgar por uno mismo? Es inútil replicar que el
hombre que juzga a partir de los escritos apostólicos se somete
a ellos en primer término y que por tanto los acepta con fe: de
otro modo –se dice– no se referiría a ellos en absoluto.
Sin embargo –repito–, observad que hay una radical
diferencia entre el acto de sumisión a un oráculo vivo y la
obediencia a un libro. En el primer caso no cabe duda o
apelación sobre las intenciones de quien habla. En el segundo
caso, la decisión final queda en manos del lector. Considerad
por ejemplo, qué diferentes son la seguridad y el aplomo con
que se citan las palabras de otro según se encuentre presente o
ausente. En su ausencia manifestáis sin empacho lo que dijo y
lo que piensa, pero si apareciera en medio de la conversación,
vuestro tono cambiaría inmediatamente. «Creo haberle oído
decir algo parecido a esto, o al menos así lo entendí» –sería
vuestro lenguaje. O quizás modificaríais considerablemente la
afirmación o el hecho básico declarados al principio, limitando
su alcance o recortando los aspectos más delicados; y en
cualquier caso aguardaríais con cierta ansiedad hasta ver si el
interesado aceptaba o no vuestras palabras e interpretaciones.
Un fenómeno idéntico se verifica en torno a todo
documento escrito de una persona ya desaparecida. Me
imagino fácilmente a un comentador de las epístolas de San
Pablo a los Gálatas o a los Efesios, que preferiría sin duda
alguna la ausencia del autor, a su repentina reaparición entre
nosotros, no fuera que el Apóstol le retirase la palabra y
explicara por sí mismo el sentido de sus propias cartas. En
resumen, aunque el intérprete asegure que tiene fe en los
escritos de Pablo, ostensiblemente no cree en el Apóstol; y a
pesar de insistir mucho en la verdad contenida en la Sagrada
Escritura, no desea en absoluto ser uno de los cristianos que se
retratan en los libros sagrados.
 
La fe condicionada
Me siento en condiciones de asumir que esta virtud
practicada por los primeros cristianos no es conocida entre los
protestantes, o, si existe en alguna medida, se ejercita respecto
a predicadores y teólogos que niegan expresamente ser objeto
adecuado de ella y exhortan a sus gentes a juzgar por sí
mismos. Los protestantes, generalmente, no tienen fe, según el
significado original de la palabra. Si creyeran actualmente,
como se creía en la época apostólica, no podrían dudar ni
cambiar. Nadie duda si ha de creer una palabra anunciada por
Dios: es evidente que debe ser creída. En cambio, cualquiera
con modestia y sentido común suficientes puede fácilmente
dudar de sus propias inferencias y deducciones. Dado que hoy
muchos cristianos deducen sus creencias de la Sagrada
Escritura en vez de creer a un maestro, es lógico que tarde o
temprano sean víctimas de la duda, pues en determinados
momentos sentirán la fuerza de sus conclusiones con más
intensidad queen otros, y se inclinarán a modificar sus ideas, o
quizás a negarlas del todo. Esto no puede ocurrir si un hombre
tiene fe, es decir, si cree venido de Dios lo que un predicador
le anuncia.
San Pablo insiste especialmente en esta consideración
cuando nos dice que se nos han dado apóstoles, profetas,
evangelistas, pastores y maestros «para que alcancemos la
unidad de fe» (cfr. Ephes IV, 13) y «no nos comportemos
como niños llevados de aquí para allá por cualquier apariencia
de doctrina» (íd. IV, 4). ¿Y acaso no cambian hoy muchas
personas sus opiniones religiosas sin límite alguno? ¿No es
una prueba de que no poseen la fe que los Apóstoles exigían a
sus convertidos? Si tuvieran fe no cambiarían. Una vez creído
que Dios ha hablado, se está seguro de que no puede retirar su
Palabra. Él no puede engañar ni puede cambiar. Habéis
recibido su Palabra de una vez por todas, y siempre creeréis en
ella.
Ésta es a mi juicio la única noción sensata y coherente de
fe. Los protestantes se hallan tan lejos de profesarla que son
movidos a risa por su sola mención. Ridiculizan la idea misma
de que un cristiano haga depender su fe –como dicen ellos–
del Papa o del Concilio. Estiman supersticioso sin más, y
estrecho de mente, el profesar creencias en lo que la Iglesia
cree, así como asentir a lo que ella pueda definir en el futuro
como doctrina revelada.
Toman a broma la posibilidad misma de hacer lo que
indudablemente hacían los cristianos primeros. Observad que
no se limitan a preguntar si la Iglesia católica detenta un
derecho a enseñar, una autoridad y unos dones. Sería ésta una
cuestión razonable. Piensan más bien que el estado mismo de
mente que implica la pretensión de la Iglesia en quienes la
aceptan, es ya una actitud servil y esclava. Denominan con
desprecio sacerdotalismo a la insistencia en esta sumisión de
la razón, y superstición al hecho de someterse. Es decir,
censuran la disposición anímica de los cristianos que vivieron
los inicios de la Iglesia.
 
Una fe no evangélica
No hay duda –¿quién se atrevería a negarlo?– que quienes
presumen de no ser conducidos a ciegas, de juzgar por sí
mismos, de creer lo mucho o lo poco que les plazca, de odiar
imposiciones, etc., experimentarían una dificultad extrema en
aprender de labios de los Apóstoles, si hubieran vivido en
aquel tiempo. Se habrían resistido a sacrificar su libertad de
pensamiento, juzgado la vida eterna demasiado costosa a
semejante precio, y muerto en su incredulidad. Se habrían
defendido con el alegato de ser absurdo y pueril pedirles creer
sin pruebas, y exigirles renunciar a su educación, su
inteligencia y su ciencia para entregarse –a pesar de las
dificultades que la razón y el sentido hallan en la doctrina
cristiana, y a pesar de la oscuridad, carácter misterioso y
severidad de ésta– a la enseñanza de unos galileos ignorantes y
de un educado pero fanático fariseo. Esto habrían aducido
entonces. ¿Qué hay de extraño si ahora no se hacen católicos?
El sencillo motivo de que siguen donde están es que carecen
de fe, es decir, de una disposición interior, de una virtud que
tal vez reconocen como digna de alabanza, pero que no
intentan conseguir.
Lo que ellos sienten ahora es lo mismo que judíos y griegos
sentían en el tiempo de los Apóstoles, lo que el hombre natural
ha sentido desde siempre. Los hombres grandes y sabios de
cada época desprecian la fe, entonces y ahora, como impropia
de la dignidad humana. «Mirad, hermanos, vuestra vocación –
escribe San Pablo a este respecto–, pues no hay entre vosotros
muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni
muchos nobles. Sino que Dios ha escogido lo necio del mundo
para confundir a los sabios; y ha escogido lo débil del mundo
para confundir lo fuerte; y ha escogido Dios lo ínfimo y
despreciable del mundo, lo que no es, para destruir lo que es,
de modo que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios»
(cfr. I Cor I, 26-29). Por eso habla San Pablo en otro lugar de
la «locura de la predicación». Es semejante a lo que nuestro
Señor había dicho en su oración al Padre: «Te bendigo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a
los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños» (cfr.
Mt XI, 25).
Los hombres de hoy han heredado los sentimientos y
tradiciones de aquellas personas falsamente sabias y
trágicamente prudentes de los días de Cristo. Experimentan en
sus corazones idénticos obstáculos para entrar en la Iglesia
católica que fariseos y sofistas alegaban antes que ellos. Se
niegan a creer la doctrina, no tanto por falta de evidencia sobre
el origen divino de la Iglesia, como porque han de someter sus
mentes a hombres vivos que no poseen quizás su cultura e
inteligencia, y han de aceptar enseñanzas que a su imaginación
parecen extrañas y a su razón difíciles. Las características
mismas de la enseñanza y del predicador católicos constituyen
para ellos una objeción preliminar tan poderosa que anula
cualquier argumento, por sólido que sea, en favor de la misión
de aquellos predicadores y del origen de la enseñanza. En una
palabra: no tienen fe.
No poseen en el interior de su espíritu la disposición de
creer. Es irrelevante, repito, decir que, al menos, aceptan
firmemente que la Sagrada Escritura es la voz de Dios. En
realidad, es de temer que su aceptación de la Escritura sea
poco más que un prejuicio o un viejo sentimiento impreso en
ellos desde la infancia. Una prueba es que, mientras se
escandalizan ante los milagros católicos y los denominan
«prodigios mentirosos», no encuentran dificultad alguna en las
narraciones escriturísticas, que son tan arduas para la razón
como cualquier milagro recogido en las historias de los santos.
He oído de católicos, por el contrario, que se sorprenden
inicialmente cuando leen en la Sagrada Escritura los episodios
del arca de Noé, la torre de Babel, Balaam y Balac, la
liberación de Egipto y la entrada del pueblo judío en la tierra
prometida, el repudio divino de Esaú y de Saúl, etc., que los
protestantes reciben sin esfuerzo alguno. ¿Cómo aceptan los
católicos estos hechos? Los aceptan por la fe. Saben que «Dios
es veraz y el hombre mentiroso». ¿Por qué los aceptan tan
fácilmente los protestantes? ¿Por la fe? Pienso que en la
mayoría de los casos no puede hablarse en absoluto de una
sumisión de la mente. Simplemente se han acostumbrado a los
episodios y narraciones en cuestión, que les resultan familiares
y no presentan dificultades para su imaginación. No han de
superar ningún obstáculo.
Pero si por algún motivo contemplan estos pasajes en sí
mismos, y los examinan en la balanza de la probabilidad, y
comienzan a hacerse preguntas sobre ellos, como puede
suceder a un intelecto cultivado, entonces no hay manera de
que retornen a su anterior creencia habitual y mecánica.
Ignoran lo que significa sumisión a una autoridad doctrinal, y,
carentes de ella, ignoran por tanto lo que es la fe. La
consecuencia es que permanecen en un estado de duda, sin
gran tensión de la mente, o se deslizan hacia la incredulidad en
estos temas, aunque no lo traduzcan exteriormente. Ni
dudaban antes, ni cuando dudan se manifiesta en ellos la más
ligera presencia de poder alguno que vincule la razón a la
Palabra divina. Lo que parece fe es en realidad una persuasión
hereditaria, no es un principio personal [39]. Es un hábito
asimilado en la niñez, que nunca se ha trasformado en algo
superior y que, por lo tanto, se dispersa y disuelve como la
niebla ante la luz, es decir, ante la razón.
 
La verdadera fe como vía hacia la Iglesia
Si existen protestantes que no se encuentran inmersos en
uno de los dos estados descritos –de credulidad o de duda–,
sino que creen firmemente a pesar de todas las dificultades,
tienen derecho a que se les considere como cristianos bajo la
influencia de la fe. Pero nada demuestra que estos hombres, si
los hay, no estén en vías de hacerse católicos y quizás sean
llamados ya con ese nombre por sus amigos. Testifican así en
sí mismos la lógica e indiscutible conexión existente entre
tener fe y entrar en laIglesia.
Si la fe es ahora la misma facultad de la mente, la misma
suerte de hábito o acto que era en los días de los Apóstoles, he
mostrado lo que pretendía probar. Debe ciertamente ser lo
mismo. La palabra no puede significar dos cosas, ni haber
cambiado su sentido. O se dice que ahora la fe no es necesaria
en absoluto, o deberá entenderse por fe lo mismo que los
Apóstoles entendían cuando usaban este término. Pero no
puede afirmarse que se tiene fe y presentar luego algo
completamente distinto que se ha colocado en lugar suyo.
En los días apostólicos, la peculiaridad de la fe consistía en
el sometimiento a una autoridad viva: ésta era su nota
distintiva, esto la convertía realmente en un acto de sumisión
que destruía el juicio privado en cuestiones de religión. Si no
buscáis una autoridad viva, y tratáis en cambio de retener un
poco o un mucho de juicio privado, decid mejor entonces que
no tenéis fe evangélica.
De hecho no la tenéis. El grueso de la nación no la tiene.
Reconocedlo, y confesad luego que éste es el motivo por el
que no sois católicos. No sois católicos porque no tenéis fe.
¿Por qué los ciegos no ven el sol? Porque no tienen ojos. Es
igualmente vano discursear sobre la belleza y santidad de la
doctrina y culto católicos cuando no se tiene fe para aceptarlos
como divinos. Puede aceptarse su belleza, sublimidad y
santidad sin creer en ellos. Puede reconocerse que la religión
católica es noble y majestuosa, y admirar su sabiduría, su
adaptación a la naturaleza humana. Puede uno dejarse penetrar
por su ternura, y sobrecogerse por su coherencia. Pero
entregarse a ella es otra cuestión. Decir con Rut «donde tú
vayas, yo iré; donde habites, yo habitaré; tu pueblo será mi
pueblo, y tu Dios será mi Dios» (cfr. Rut I, 16) es el lenguaje
de la fe.
Hay hombres que reverencian y alaban un credo sin
inclinación alguna a obedecerlo, y sin intención de profesarlo.
Ocurre, de hecho, con frecuencia que muchos muestran
respeto hacia la religión católica, reconocen los servicios que
ha prestado a la humanidad, la aplauden, y animan a sus fieles,
se interesan en sus actividades, pero no son y nunca serán
católicos.
Morirán como han vivido, fuera de la Iglesia, porque no
poseen el sentido interior por el que uno debe acercarse a ella.
Los católicos que no les conocen a fondo o saben poco de la
naturaleza humana se asombran de que aquellos permanezcan
donde están, e incluso los mismos interesados se lamentan a
veces de su condición acatólica. Sienten o sospechan tan
íntimamente la bendición de ser católico, que exclaman:
«¡Cuánto daría yo por estar en la Iglesia! ¡Ojalá pudiera creer
lo que tanto admiro! Pero no creo, no puedo creer por el mero
hecho de desearlo, como tampoco soy capaz de saltar por
encima de una montaña sólo por quererlo. Sería mucho más
feliz si me hallara en la Iglesia, pero no estoy en ella, y no
debo engañarme. Soy lo que soy. Venero la fe católica, pero no
puedo aceptarla».
¡Lamentable situación! Es lamentable porque generalmente
se debe a culpa de quienes así hablan; y porque la Sagrada
Escritura, como saben muy bien, acentúa extraordinariamente
la necesidad de la fe para salvarse.
 
Una doctrina inmutable
La fe es en el Evangelio el fundamento y comienzo de toda
obediencia aceptable a Dios. Se la describe como «garantía» o
«prueba de las realidades que no se ven» (cfr. Hebr XI, 1). Por
la fe comprendieron los justos que existía Dios, que el mundo
fue creado por Él, que es remunerador de quienes le buscan, y
que nacería un Salvador. «Sin fe es imposible agradar a Dios»
(cfr. Hebr XI, 6). Nos apoyamos y caminamos en la fe. «Por la
fe vencemos al mundo» (cfr. I Io V, 4).
Cuando nuestro Señor dio a los Apóstoles el mandato de
predicar a todo el mundo, completó así sus propias palabras:
«El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se
condenará» (cfr. Mc XVI, 16). A Nicodemo declaró: «El que
cree en el Hijo no será condenado; pero el que no cree, ya lo
está, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de
Dios» (cfr. Io III, 18). En otra ocasión dice a los fariseos: «Si
no creéis que soy el Cristo moriréis en vuestros pecados» (cfr.
Io VIII, 24), y a los judíos: «No creéis porque no sois de mis
ovejas» (íd. X, 26). Recordáis asimismo que, antes de efectuar
un milagro, el Señor exige fe a quien se lo pide: «Todo es
posible para el que cree» (cfr. Mc IX, 23); y que en Nazaret
«no pudo hacer ningún milagro» a causa de la incredulidad de
los habitantes (cfr. Mc VI, 5).
¿Ha cambiado la fe su naturaleza? ¿Es ahora menos
necesaria? Hemos de responder que la fe es, lo mismo que era
en tiempos de los Apóstoles, la característica del Cristianismo,
el instrumento típico de renovación interior, la disposición
primera para la justificación, y una de las tres virtudes
teologales [40].
Dios podría habernos regenerado por otros medios, por la
vista, la razón o el amor, pero ha decidido purificar nuestros
corazones mediante la fe, ha querido escoger un medio que el
mundo desprecia y que, sin embargo, encierra un inmenso
poder. En su infinita Sabiduría, lo prefirió a otros. Si los
hombres no lo tienen, carecen de la base sobre la que se
forman los santos y los siervos de Dios. No lo tienen –y viven
y mueren, por lo tanto, sin las esperanzas y bendiciones del
Evangelio– porque a pesar de todo lo bueno que hay en ellos, a
pesar de su sentido del deber, su delicadeza de conciencia en
muchos aspectos, su benevolencia, rectitud y generosidad, se
hallan bajo el dominio de un terrible enemigo. Habita en ellos
un espíritu terco que les lleva a ser sus propios maestros en
asuntos que ignoran. Consideran, en efecto, que su razón es
superior a la de cualquier otro individuo, y no admiten que un
mandato venido de Dios pueda contradecir su propia idea de la
verdad.
¿Pero es que no hay en toda la tierra un solo hombre
comparable a ellos en sabiduría? ¿No hay nadie cuya palabra
deba ser atendida en temas de religión? ¿Es que no tendrán
nunca ocasión u oportunidad de creer? ¿Es la fe una virtud de
cuyo ejercicio deben desesperar? Si las pretensiones de la
Iglesia no les satisfacen, deberían acudir a otra instancia
religiosa, supuesto que puedan hacerlo. Si no logran confiarse
a la Iglesia como voz de Dios, busquen entonces otro oráculo
que venga más ciertamente de Él que Su propia institución,
que ha sido designada siempre con Su nombre divino, ha
mantenido en todo momento Sus legítimos derechos, ha
enseñado una y la misma doctrina, y ha desplazado por su
propio peso a quienes predicaban otras.
Dado que la fe apostólica era confianza en una palabra de
hombre considerada como palabra de Dios, que era en el
principio lo mismo que es ahora, y dado que es necesaria para
la salvación, dígaseles que intenten ejercitarla respecto a otra
realidad, si no quieren aceptar a la Esposa del Cordero. Que
presten su fe a alguna de esas religiones que han durado dos o
tres siglos en un rincón de la tierra. Que comprometan su
destino eterno en manos de reyes, nobles, parlamentos y
ejércitos; que se apoyen en ficciones legales, en apariencias de
teología, en ídolos populares o en oráculos de gabinetes, como
si fueran profetas de Dios [41]. ¡Mala perspectiva la suya si
necesitan una virtud que no tienen medios de ejercitar, y si
deben hacer un acto de fe pero desconocen en quién y por qué!
¡Cuántas gracias hemos de rendir a Dios, hermanos míos,
porque nos ha hecho lo que somos! Es una cuestión de
misericordia divina. Hay sin duda muchos argumentos
convincentes para que una persona entre en la Iglesia católica,
pero estas razones no son capaces por sí solas de mover la
voluntad. Podemos conocerlas y sin embargo no efectuar paso
alguno. Podemos ser convencidos y no ser persuadidos.
 
La fe, don de Dios
Una cosa es ver que se debe creer, y otra creer realmente.
La razón dejada a sí misma puede llegar a la conclusión de que
existen motivos suficientes para creer. Pero creer es un don de
la gracia. Sois lo que sois, no por mérito vuestro, sino por
gracia de Dios, que os ha elegido. Podríais habersido como
los bárbaros de África o los librepensadores de Europa.
Podríais haber recibido fuertes inspiraciones divinas, y
resistido sus efectos. Dios concede a todo hombre su medida
personal de gracia. ¿Acaso no os ha visitado con dones
sobrenaturales? Quizás fue necesario que vuestros reacios
corazones recibieran más gracia que otras gentes. Alabadle y
bendecidle continuamente por este beneficio. No olvidéis que
es un don gracioso e inmerecido. No os envanezcáis, orad para
no perderlo, y haced lo posible para que otros también lo
reciban.
Vosotros, los que todavía no sois católicos, pero mostráis
por el hecho de estar aquí un interés sincero en nuestra
doctrina y un deseo de conocerla mejor, tened en cuenta que
aunque no hayáis alcanzado aún fe en la Iglesia, Dios os ha
colocado en vías de obtenerla. Os encontráis bajo la influencia
de su gracia. Habéis recorrido una etapa del camino, y el Señor
desea que sigáis adelante, desea concederos la plenitud de sus
bendiciones.
Permanecéis aún en vuestras faltas. Se acumulan
probablemente en vosotros las culpas de muchos años, que
ninguna contrición ha limpiado y ningún sacramento ha
venido a purificar. Os turban tal vez una conciencia inquieta,
una razón insatisfecha, un corazón impuro y una voluntad
dividida. Necesitáis conversión. Pero las primeras sugestiones
de la gracia trabajan ya en vuestras almas y van a resultar
pronto en perdón del pasado y santidad para el futuro. Dios os
mueve a actos de fe, esperanza, amor, odio al pecado, y
arrepentimiento. No le decepcionéis. Colaborad con Él, y
obedecedle. Miráis y veis, por así decirlo, una gran cumbre
para escalar, y decís: «¿Cómo podré encontrar un sendero que
atraviese tantos obstáculos como hay en mi camino para ser
católico? No comprendo esta doctrina. Me asusta esa otra. Me
parece imposible aquella tercera. No logro familiarizarme con
las prácticas de devoción. Todo es para mí un conjunto
imponente de malestar y dificultades».
¡No habléis así! ¡Mantened la esperanza y confiad en Aquel
que os llama hacia arriba! «¿Quién eres tú, gran monte, ante
Zorobabel, sino una sencilla planicie?» (cfr. Zach IV, 7). El
Señor os llevará adelante, paso a paso, como ha conducido a
muchos antes que a vosotros. Enderezará lo torcido y allanará
lo escarpado. Desviará las corrientes y secará los ríos que se
interpongan en vuestro camino. «El Señor hace mis pies como
de ciervo, y me sostiene en las alturas. Ensancha mis pasos y
fortalece mis pisadas» (cfr. Ps XVIII, 34, 37). «Los jóvenes se
cansan y fatigan, los valientes tropiezan y vacilan; pero los que
esperan en el Señor recibirán fuerza, tomarán alas como las
águilas, correrán sin cansarse y andarán sin fatigarse» (cfr. Is
XL, 30-31).
DISCURSO UNDÉCIMO: 
FE Y DUDA
 
Una objeción
Algunas personas que, por curiosidad u otro motivo más
noble, inquieren sobre la religión católica, nos formulan a
veces una pregunta sorprendente. Quieren saber si, una vez
profesada la fe católica, podrán todavía, si lo desean,
reconsiderar la cuestión de su autoridad divina.
Reconsideración significa para ellos una investigación surgida
de la duda, y susceptible de terminar en negación de la fe.
La misma pregunta, en forma de objeción, es planteada
frecuentemente por otros que no piensan en absoluto hacerse
católicos, y que aseveran como algo terrible que una vez
atravesado por alguien el límite de la Iglesia se cierra detrás de
él la puerta y, con ella, toda posibilidad de salida pacífica; que
si un hombre se hace católico, ya no se le permite dudar; que,
sean cuales fueren sus dificultades intelectuales, debe
ahogarlas y alejarlas de sí con horror, como sugerencias del
maligno; en una palabra: que ha de renunciar a toda búsqueda
de la verdad y violentar su mente, lo cual –dicen– es
completamente inmoral.
Esto aseguran, hermanos míos, ciertos objetores. Deben
pensar, si son coherentes, que es una falta adherirse de una vez
para siempre a una creencia religiosa, y que por muy sagrada y
evidente que sea una doctrina –por ejemplo, la existencia de
Dios o la Divinidad de Nuestro Señor–, hemos de reservarnos
siempre la libertad de dudar de ella. No puedo evitar pensar
que una opinión tan extravagante como ésta se refuta a sí
misma. Sin embargo, voy a considerar la posición contraria, es
decir, la posición católica, según sus propios méritos, aunque
sin admitir el lenguaje que usan sus adversarios para
expresarla.
 
La seguridad de la fe
Es absolutamente verdadero que la Iglesia invita a sus hijos
a no alimentar ningún género de duda sobre su enseñanza, por
la sencilla razón de que serán católicos mientras vivan de la fe,
y porque la fe es incompatible con la duda. Nadie puede ser
católico si no acepta sin ambages que todo lo declarado por la
Iglesia en nombre de Dios es Palabra de Dios y por tanto
verdadero. Un cristiano debe creer que la Iglesia es oráculo de
Dios y ha de estar seguro de su misión como lo está de la
misión apostólica. ¿Podría alguien considerarse seguro sobre
la misión de los Apóstoles, si luego de profesarla con certeza
añadiera que no descartaba dudar de ella en algún día futuro?
Semejante anticipación equivaldría a una duda latente pero
real, y manifestaría que quien hablaba así no estaba muy
convencido de su creencia. Imaginad que una persona diga:
«Yo creo ahora, pero quizás me encuentro sin saberlo en un
estado de excitación y no puedo asegurar, por tanto, que creeré
el día de mañana»: esta persona no tiene fe. Tampoco tiene fe
un hombre que dice: «Tal vez me hallo ante una especie de
espejismo, que puede desaparecer un buen día y dejarme como
estaba antes», o «creo, en la medida de lo posible, pero existen
quizás argumentos, ahora ocultos, que podrían cambiar mi
mente».
Cuando los protestantes se irritan con nosotros porque
declaramos que quienes se nos unen deben abandonar toda
noción de dudar, en el futuro, sobre la Iglesia, no hacen otra
cosa que irritarse con nuestra insistencia en afirmar la
necesidad de la fe en ella. Si hablan claramente reconocerán
que nuestro único agravio es exigir fe en la Santa Iglesia
Católica.
Debo insistir en que la fe implica seguridad de que lo creído
es verdadero. Pero si es verdadero, ya nunca puede ser falso.
Si es verdad que Dios se hizo hombre, no tiene sentido
contemplar un tiempo futuro en el que tal vez dejaré de
aceptarlo como cierto, pues equivale a contemplar un tiempo
en el que negaré una verdad. Y si solicito que se me conceda
en el futuro la posibilidad de no creer o dudar la Encarnación
de Dios, pido en realidad permiso para rechazar una verdad
eterna.
No veo, por tanto, la ventaja o el privilegio de semejante
concesión, ni tampoco el sentido de querer alcanzarla. Si en el
presente no albergo duda acerca de esa verdad, estoy pidiendo
que se me otorgue licencia para caer en el error. Si en cambio
alimento dudas, resulta entonces que no creo, es decir, que no
tengo fe. No puedo a la vez creer realmente una verdad y
prever un tiempo en el que no creeré en ella. Contemplar la
duda futura es dudar ya en el presente. Demuestra que de
momento, no me hallo en disposición adecuada para ser
católico. Se puede amar a medias, y obedecer a medias, pero
no se puede creer a medias: o se tiene fe, o no se tiene.
Por eso, cuando un hombre se hace católico y comienza a
dialogar con una duda que vino a su mente, es muy probable
que haya incurrido en incredulidad. No me limito ya a
advertirle que puede perder su fe. No es que se encuentre en
peligro de perderla, sino que probablemente, dada la
naturaleza de las cosas, la ha perdido. Porque apagó la gracia
desde el momento que, de manera deliberada, aceptó una duda
y se dispuso a considerarla.
Nadie decide dudar de aquello de lo que está seguro, pero si
alguna vez no está seguro de que la Iglesia viene de Dios, no
cree en ella. No soy yo quien le prohíbe dudar. Él mismo ha
tomado el asunto en sus manos cuando ha solicitado permiso
para jugar con la duda; ha comenzado, y no sólo terminado, en
incredulidad; su deseo y su propósito son ya una falta. Es así
porla misma naturaleza de las cosas. Se oye eventualmente
decir a católicos que han perdido la fe, que sus dificultades
surgieron cuando al leer la Sagrada Escritura advirtieron el
carácter «no escriturístico» de la Iglesia. Pero no es cierto. Es
imposible que la Sagrada Escritura haya provocado su
incredulidad. Habían dejado de creer antes de abrir la Biblia.
Comenzaron la lectura en un espíritu de incredulidad y con el
propósito de no creer. No habrían abierto el libro si no
hubieran anticipado y esperado que encontrarían afirmaciones
«incompatibles» con la enseñanza católica. Comenzaron en
desobediencia interior y han terminado en apostasía. Ésta es la
razón obvia por la que la Iglesia no permite a sus hijos la
libertad de dudar acerca de su palabra divina. Todo el que cree
realmente ahora no concibe que en un futuro pueda descubrir
razones que turben su fe. Si imagina en serio tal posibilidad,
no tiene fe. El hecho de que numerosos protestantes
consideren tiránica a la Iglesia por no tolerar duda alguna en
sus hijos respecto a sus enseñanzas, indica solamente que la
noción de fe les resulta extraña y desconocida. No hay, sin
embargo, más alternativas que dejar de inquirir o dejar de
llamarse hijo de la Iglesia.
 
El amor del creyente
Ésta es mi primera observación. Procedo ahora a formular
la segunda. Comprendéis fácilmente, hermanos míos, que
quienes se aproximan a la Iglesia, o al menos los que han
entrado en ella, han conseguido algo más que la fe: poseen
también una cierta medida de amor divino. Han oído hablar en
la Iglesia de la caridad de Aquel que murió por ellos y que les
concedió sus Sacramentos como medios de apropiarse los
méritos de su muerte, y han sentido dentro de sus almas, en
mayor o menor grado, los inicios de una caridad que les atrae
hacia Él.
Ahora bien, ¿se compadece con una confianza amante el
hecho de que un cristiano anticipe la posibilidad de dudar o
negar las misericordias en las que se alegra? Pensad, por
ejemplo, qué diríais de un amigo fraterno que a pesar de su
actual confianza en vosotros, contemplara la posibilidad de
repudiar cualquier día vuestra amistad; y que cuando viniera a
su mente un mal pensamiento sobre vosotros, en vez de
rechazarlo con indignación o burlarse de él, considerase un
derecho el aceptarlo y examinarlo cuidadosamente. ¿Acaso
pensaríais que, si lo desprecia, está jugando con la verdad, se
muestra injusto con su razón, o le falta carácter? Más bien le
llamaríais cruel y miserable si actuara de otro modo. Si mi
amigo no eligiera la primera opción, me desagradaría
personalmente haber sido íntimo suyo, pues personas
suspicaces y celosas que miran con desconfianza e insisten
siempre en sus derechos, que imaginan ofensas y se comportan
de modo frío e imprevisto, se sufren como una cruz. Como
amigo verdadero se busca a alguien que lo es de corazón, que
se empeña con interés en mis asuntos, que me defiende cuando
soy atacado, que me estima honesto en mis juicios y acciones,
y que si me corrige –como alguna vez deberá hacer a causa de
mis defectos e imperfecciones– actúa movido por el amor y la
lealtad, por el temor de que pudiera decaer mi prestigio ante
los demás y el deseo de que todos me respeten tanto como él.
No diría que un amigo confía en mí si aplica fácilmente el
oído a cualquier crítica que se diga en perjuicio mío; y
preferiría su ausencia a su compañía si me afirmara en serio
que se veía obligado a albergar sospechas acerca de mi honor.
Trasladémonos ahora a un nivel más alto. ¿Podría un
hombre decir que confía en Dios y le ama, y mantener
simultáneamente dudas sobre su existencia o reservarse la
libertad de dudar si Dios es bueno, omnipotente y justo?
¿Podría decir que ama a Dios, y considerarse a la vez un
esclavo, incapaz de rendir a su Creador un servicio libre y
aceptable, a menos que contemple la posibilidad de someter a
duda su existencia y atributos? ¿Qué pensar de alguien que
concibiera el culto a Dios como algo sometido a precauciones
por parte de un fiel, dispuesto a suspender su creencia y su
devoción el día de mañana ante la aparición de razones para no
creer?
Yo afirmaría en tal caso, hermanos míos, que ese hombre se
venera a sí mismo y a su propia mente, en vez de adorar a
Dios; que su idea de Dios es una noción accidental que su
cabeza adopta por un tiempo, largo o corto; que no es la
imagen de Dios eterno, sino un sentimiento e imaginación
pasajeros que nada significan. Diría que la persona en cuestión
es un ser vanidoso y autosuficiente, sin amor, sin fe y sin
temor o disposición sobrenatural alguna. Añadiría que su
orgullo debe ser dominado, y regenerado su corazón antes de
que logre efectuar un solo acto religioso.
 
Reposo del espíritu en las enseñanzas cristianas
Idéntico razonamiento, a diferente nivel, es aplicable a la
Iglesia. La Iglesia viene a nosotros como mensajera de Dios.
¿Cómo puede entonces un hombre que la acepte como Madre
formular la reserva de dudar eventualmente sobre ella en un
día futuro? Poco importa que el mundo le censure y le diga
que está encadenado o que le llame beato si no se reserva el
derecho de dudar, porque él sabe bien, en cualquier caso, que
sería un ingrato y un loco si lo hiciera. Se habla de cadenas, y
ciertamente las hay, pero son cadenas de amor, son los «lazos
de Adán», únicos vínculos que unen al cristiano con la Santa
Iglesia. El bautizado es, como el Apóstol, un siervo de Cristo,
Señor de la Iglesia, unido para siempre, mientras viva –ésa es
su gran esperanza–, a los Sacramentos, a la Eucaristía, a los
santos, a la Virgen María, a Jesucristo y a Dios.
La verdad es que el mundo, ignorante de las bendiciones de
la fe católica y lleno de juicios negativos sobre ella, imagina
que todo converso, pasado el primer fervor, no siente otra cosa
que desilusión, cansancio y escándalo en su nueva religión, y
desea interiormente volver sobre sus pasos. Ésta es la raíz de
la alarma e irritación que manifiesta al oír que las dudas son
incompatibles con la profesión de la fe católica, pues da por
seguro que las dudas vendrán, y que se provocará entonces una
lamentable situación para la persona convertida.
Que el nuevo católico pueda experimentar paz interior,
alegría, libertad y fuerza espiritual dentro de la Iglesia es un
pensamiento inalcanzable para la imaginación de nuestros
críticos. Porque ven la Iglesia simplemente como una terrible
conspiración contra la felicidad del hombre, que seduce a sus
víctimas mediante engañosas creencias y, sin cuidarse de su
angustia, no tiende luego a otra cosa que no sea mantenerlas
bajo su servidumbre.
Piensan, consiguientemente, que los católicos nos hallamos
en perpetuo conflicto con nuestra razón, a causa de las
poderosas objeciones que surgen sin cesar en nuestro interior y
que nos vemos forzados a reprimir. Creen que, a la manera de
un barco que ha sufrido un accidente en altamar, estamos
continuamente achicando el agua que cae sobre nosotros,
dedicados siempre a la fatigosa tarea de mantenernos a flote; y
que conseguimos un cierto equilibrio mediante la violencia
injusta que aplicamos a nuestras mentes, o con el recurso de
apartarlas de toda cuestión religiosa. No creen nuestras
doctrinas y no comprenden que nosotros las creamos. Las
consideran tan extrañas, que están convencidos de que las
dudas nos atormentan noche y día.
El mundo piensa que un cometido capital de todo confesor
es reprimir las dudas de sus penitentes. Imagina que la razón,
como la carne, se rebela constantemente; que la duda, como la
concupiscencia, se levanta por cada mirada o sonido; y que la
tentación se insinúa en toda página de letra impresa y en toda
observación polémica de un protestante. Cuando ve a un
sacerdote católico le observa con dureza, como si quisiera
descubrir su grado de insensatez o de hipocresía.
Si éstos son también vuestros pensamientos, hermanos
míos, estáis completamente equivocados. Creedme a mí, más
que al mundo sin fe, cuando os digo que para un católico no es
difícil creer, y que a menos que se comporte mal, lo difícil
paraél es dudar. Ha recibido un don que hace fácil la fe, de
modo que sólo con esfuerzo, un miserable esfuerzo, una
persona que ha recibido semejante don consigue llegar a la
incredulidad. Violenta su mente, no porque ejercita su fe, sino
porque la disuelve. Las eventuales objeciones que, por el
hecho de vivir en un mundo incrédulo, pudieran venirle se le
antojan tan odiosas y desagradables como un pensamiento
impuro a una persona virtuosa. Huye de ellas y las rechaza, no
solamente porque son peligrosas, sino porque las encuentra
crueles y rastreras. Su amante Señor ha hecho todo por él y no
se merece tal respuesta. Popule meus, quid feci tibi? «Pueblo
mío, ¿qué mal te he hecho o en qué te he ofendido?
Contéstame. Te saqué de la tierra de Egipto y te libré de la
esclavitud. Envié a Moisés delante de ti. Te rodeé con un muro
y te planté con las más selectas vides. ¿Qué más podía hacer
por ti?» (cfr. Mich VI, 3-4).
El Señor nos ha dado su gracia, nos ha acompañado en
nuestras dificultades, nos ha llevado de una verdad a otra, ha
perdonado nuestros pecados, ha satisfecho nuestra razón, nos
ha hecho fácil la fe: ¿por qué habríamos de abandonarle?, ¿por
qué he de revisar lo que ya he examinado de una vez para
siempre?, ¿por qué debo escuchar cualquier palabra vana que
pasa cerca de mí, para que no me llamen beato y esclavo, si al
considerarla me comporto con Dios como no lo haría con un
amigo o benefactor humano? Si mi razón está convencida y mi
corazón se encuentra persuadido, ¿por qué no se me permite
continuar tranquilo en mi religión?
 
El sentido común cristiano
Me he extendido suficientemente sobre nuestro tema. Pero
hay todavía un tercer aspecto que será útil considerar. La
prudencia personal no es quizás el primer motivo para no
prestar atención a las objeciones contra la Iglesia. Pero es
desde luego un motivo, dada la naturaleza singular de la fe
divina, que no debe tratarse como una convicción o creencia
ordinarias.
La fe es un don de Dios y no un simple acto nuestro que
podamos prestar a nuestro antojo. Se diferencia mucho de un
mero ejercicio de la razón, aunque siga a ésta. Puedo sentir la
fuerza de un argumento a favor del origen divino de la Iglesia,
ver que debo creer, y sin embargo ser incapaz de hacerlo. No
se trata de un caso imaginario. Hay muchos hombres que
tienen razones suficientes para creer, que quieren creer, pero
que no pueden hacerlo. Es siempre, desde luego, por una cierta
culpa de ellos, pues Dios concede la gracia a todos los que la
piden y la usan adecuadamente; pero en cualquier caso es un
hecho que la convicción no equivale a la fe.
Considerad el ejemplo paralelo de la obediencia. Muchos
hombres saben que deben obedecer a Dios, pero no consiguen
hacerlo. La falta es de ellos, pero ciertamente no pueden
obedecer porque sólo con la gracia lo lograrían. Ahora bien, la
fe no es una convicción ordinaria de la razón, sino un firme
asentimiento: es una certeza mayor que cualquier otra, de
modo que la gracia y sólo la gracia puede causarla en la mente.
Así como los hombres pueden ser convencidos y sin embargo
no actuar según su convicción, de igual modo pueden ser
convencidos y no creer de acuerdo con su convicción. Pueden
conceder que los argumentos no les apoyan, que nada pueden
alegar en su favor, y que creer supone un estado de paz
interior; y a pesar de todo afirman su incapacidad de creer. No
saben por qué, pero no pueden creer. Permanecen así en la
incredulidad y se apartan de Dios y de su Iglesia. Su razón está
convencida y sus dudas son de orden moral, surgidas en su
raíz de una falta de la voluntad. En una palabra, los
argumentos favorables a la religión no obligan a nadie a creer,
igual que los argumentos en favor de la buena conducta no
obligan a nadie a obedecer.
La obediencia es consecuencia del deseo de obedecer, y la
fe es consecuencia del deseo de creer. Podemos ver por
nosotros mismos lo que está bien, sea en asuntos de fe o de
obediencia, pero no podemos querer lo bueno sin la gracia de
Dios. He aquí la diferencia entre otros ejercicios de la razón y
los argumentos en pro de la verdad religiosa. Asentir a la
verdad de que dos y dos son cuatro no exige acto de fe alguno.
No podemos evitar aceptarlo, de aquí que semejante
asentimiento no suponga ningún mérito. Pero encierra mérito
creer que la Iglesia procede de Dios, porque aunque existen
numerosas razones para demostrarlo, podríamos, sin cometer
un absurdo, negar la conclusión. Podríamos en concreto, si
queremos, alegar oscuridad, suspender nuestro asentimiento o
admitir dudas, de modo que sólo la gracia conseguiría tornar
una disposición mala en buena voluntad.
Comprenderéis ahora mejor por qué un católico no gusta de
atender a objeciones contra su fe. No teme que demuestren,
por ejemplo, el carácter no sobrenatural de la Iglesia. Teme
que si las escucha imprudentemente y sin suficiente motivo,
pueda exponerse a perder su fe.
Ésta es una de las causas de ese lamentable estado interior
que he mencionado antes, en el cual algunos imaginan ser
buenos católicos cuando en realidad no lo son. Han jugado con
sus convicciones; han escuchado argumentos contra lo que
tenían por verdadero, y han incurrido en una especie de letargo
espiritual. La fe les ha abandonado, y con el tiempo
manifiestan en sus palabras y acciones el castigo divino que
les ha visitado. Pronto se hacen indiferentes y descuidados,
inquietos, tristes e impacientes ante las contradicciones. Piden
consejo continuamente, pero se oponen a él una vez que lo han
recibido. No intentan responder a las razones que se les
dirigen, y se limitan simplemente a no creer. Éste es el
resumen de su situación: no tienen fe.
A partir de este momento pueden tomar cualquier rumbo.
Quizás continúan por un tiempo en esta situación, cercanos a
la Iglesia, pero en realidad fuera de ella. Dado que no saben lo
que creen y lo que no creen, se asemejan a hombres ciegos que
no consiguen guiarse a sí mismos. Si son individuos de mente
vigorosa pueden precipitarse en un curso de infidelidad que, a
medida que pasa el tiempo, adopta formas mayores de error
hasta terminar tal vez en ateísmo. Éste es el fin de aquellos que
con el pretexto de investigar la verdad juegan con la
convicción.
 
La coherencia de la Iglesia maestra
Hemos comentado algunas de las razones por las que la
Iglesia católica no puede coherentemente permitir a sus hijos
dudar sobre la divinidad y verdad de sus palabras. La normal
investigación de los motivos para creer no equivale sin
embargo a dudar. Tampoco la consideración y el estudio
justificados de las objeciones formuladas contra la fe católica
denotan dudas. Hablo solamente de una duda real o de un
ilícito mantenimiento interior de objeciones.
La Iglesia denuncia ambas actitudes no sólo por los motivos
aludidos, sino porque actuar de otro modo supondría un claro
abandono de su misión. La Iglesia, que detenta una
prerrogativa de infalibilidad, no puede permitir que sus hijos
duden esta cualidad única.
Una actitud indiferente hacia cristianos rebeldes a su
autoridad supondría en la Iglesia, que es portavoz de la verdad,
una seria incoherencia. La Iglesia actúa sencillamente como
actuaron antes que ella los Apóstoles a quienes ha sucedido.
«El que nos desprecia –escribe San Pablo– no desprecia a
hombre sino a Dios, que ha infundido su Santo Espíritu
también en nosotros» (cfr. I Tes 4). San Juan dice: «Somos de
Dios; el que conoce a Dios nos escucha; el que no es de Dios
no nos escucha; por esto conocemos el Espíritu de Verdad y el
espíritu de error» (cfr. I Io IV, 6).
Considerad asimismo un episodio del Antiguo Testamento.
Cuando Elías fue arrebatado al cielo, Eliseo fue el único
testigo del prodigio. Al retornar a los hijos de los profetas
dudaron éstos del paradero de Elías y quisieron buscarlo, de
modo que aunque aceptaron a Eliseo como sucesor de Elías,
no aceptaron su palabra en esta cuestión. Eliseo había
golpeado las aguas del Jordán y éstas se habían dividido a su
paso; era una prueba suficiente para creer en él, y
consiguientemente«los hijos de los profetas que le resistían en
Jericó vieron el milagro y exclamaron: el espíritu de Elías
permanece ahora en Eliseo, y vinieron a él para venerarle,
postrándose en su presencia» (cfr. II Reg II, 15).
¿Qué más necesitaban? Habían reconocido que Eliseo
poseía el espíritu de su gran maestro y con ello parecían
reconocer también que el maestro se había ido de este mundo.
Sin embargo, por defecto de sus mentes, se decidieron a
formular una petición que indicaba duda: «Hay entre tus
siervos 50 hombres fuertes dispuestos a buscar al Maestro, por
si el Espíritu de Dios lo tomó y lo dejó luego en algún monte o
valle» (íd., II, 16). Solicitaban que sus dudas se tradujesen en
una investigación. ¿Lo permitió Eliseo? Sabía perfectamente
que la búsqueda confirmaría la verdad, como así ocurrió. Pero
significaba ceder a un mal espíritu, y no la autorizó.
Aquellos hombres religiosos se conducían de un modo
extrañamente contradictorio. Sometían a duda la palabra de
Eliseo, a quien poco antes habían venerado como profeta, y le
discutían además la suprema autoridad, cuando sugerían que
Elías se encontraba aún entre ellos. Por eso, Eliseo se opuso a
su iniciativa. «Les dijo: No enviéis a nadie» (íd.).
Es lo que el mundo denominaría ahogar una investigación.
Se diría tiránico y abusivo este obligarles a aceptar por su
palabra algo que podían comprobar por sí mismos, y a pesar
de todo Eliseo no podía obrar de otro modo sin infidelidad a su
misión divina y sin pasarles por alto una grave falta.
Es verdad que «cuando insistieron consintió finalmente y
dijo: Enviadlos» (cfr. íd., II, 17), pero fue sólo un gesto de
condescendencia a su debilidad o un permiso concedido de
mala gana, como el que Dios otorgó a Balaam en parecidas
circunstancias. Cuando Balaam pidió al Señor autorización
para ir con los ancianos de Moab fue respondido por Dios:
«No debes ir con ellos». Ante la insistencia de Balaam, dijo el
Señor: «Levántate, y ve con ellos»; pero el texto sagrado
añade: «Balaam fue con ellos, y Dios se irritó». También aquí,
con el permiso de Eliseo, «enviaron 50 hombres, y buscaron
por tres días, pero no le encontraron». Aunque se confirmaba
de este modo su autoridad, Eliseo mostró ostensiblemente su
insatisfacción por aquella conducta defectuosa.
De manera semejante, la Iglesia desaconseja nuevas
averiguaciones a los que ya reconocen su autoridad. Si a pesar
de todo inquieren, no se lo impedirá, pero han de saber que
dan un paso imposible de justificar.
 
Un ejemplo de inseguridad religiosa
Supongo, hermanos míos, que habéis comprendido ya por
qué la búsqueda precede a la fe, pero no debe seguirla. Habéis
buscado antes de venir a la Iglesia. Habéis logrado finalmente
una respuesta satisfactoria a vuestros interrogantes, y Dios os
ha premiado con la gracia de la fe. Si os dispusierais a
continuar vuestras inquisiciones, se pudiera pensar que habéis
vuelto a perder la fe, pues inquirir y creer son actos
incompatibles por naturaleza.
Añadiré que ningún grupo religioso, salvo la Iglesia
católica, pretende el derecho de exigir fe y de prohibir
ulteriores búsquedas, por la sencilla razón de que ninguna otra
religión [42] se proclama infalible, y mucho menos demuestra
sus eventuales afirmaciones en tal sentido.
Aquí radica el defecto que descalifica originariamente a
toda religión y le impide competir en serio con la Iglesia de
Dios. Las sectas que nos rodean, lejos de exigiros fe en ellas,
os invitan expresamente a dudar con libertad sobre sus
capacidades y títulos religiosos. Protestan ser asociaciones
voluntarias, y se ofenderían si se las considerase de modo
diferente. Invitan a no pensar que sus predicadores sean otra
cosa que meros hombres pecadores, y os piden que llevéis la
Biblia a los sermones, y juzguéis por vosotros si la doctrina
que anuncian está de acuerdo con la Sagrada Escritura.
Por lo que respecta a la Iglesia anglicana, es cierto que
algunos en ella vetan la inquisición racional sobre sus
enseñanzas, pero no se atreven a mantener su infalibilidad. Les
resulta, por tanto, muy difícil, por no decir imposible, evitar a
la hora de la verdad la vacilación de sus fieles, así como
exigirles una fe absoluta. En estas circunstancias, la fe no es
realmente fe sino obstinación. De hecho no se deciden a
exigirla. Se limitan negativamente a prescribir: «No inquiráis».
Pero no dicen positivamente: «Tened fe». Porque ¿a quién
deberían creer sus adheridos?, ¿de qué individuo o colegio de
hombres podrían decir: poseen un don de infalibilidad y no
pueden engañarnos?
Por eso, cuando se les invita a exponer sus ideas, suelen
fundamentar su deber de fidelidad a la Comunión anglicana,
no en la fe que le prestan, sino en una adhesión o apegamiento,
que son algo muy distinto. Son, en efecto, disposiciones
completamente distintas, porque existen diversas razones que
explican una inclinación hacia la religión y el culto en los que
han sido educados desde niños. Sus porciones de enseñanza
católica, su decencia y orden, el bello inglés de sus oraciones y
literatura, la piedad que se advierte en muchos de sus fieles, la
influencia de superiores y amigos, su carácter familiar, el
recuerdo de tiempos pasados: todo esto y más cosas aún
vinculan y sujetan el espíritu a la religión nacional.
Pero este apegamiento no equivale a confianza, así como
admirar no es obedecer. De hecho, no pienso que un hombre
juicioso y culto pueda creer o confiar en la palabra de la
Iglesia establecida. Jamás he encontrado una persona que
afirmara tal cosa, y creo que ese tipo de individuo no existe.
Los fieles anglicanos creerían si pudieran, pero aun en su
mejor momento de confianza no escapan a la vacilación.
Obedecen o permanecen en silencio ante la voz de los
superiores, pero en ningún caso profesan creer. Es evidente,
por tanto, que si para salvarse se requiere fe en la Palabra de
Dios, la Iglesia católica es la única vía donde podemos
ejercitarla.
 
La Iglesia católica, casa definitiva
Me diréis, quizás, los que no sois católicos, que si toda
búsqueda ha de cesar cuando entréis en la Iglesia, será
necesario asegurarse bien de que la Iglesia es de Dios, antes de
venir a ella. Tenéis razón. Nadie debe hacerse católico si no
posee un firme propósito de aceptar la palabra de la Iglesia, en
todas las cuestiones de doctrina y de moral, como venida
directamente de Dios, que es la Verdad.
Debéis abordar el tema sin ambages y calcular el costo. Si
no venís en este espíritu, mejor es que continuéis donde ahora.
Ricos y pobres, cultos e ignorantes: todos deben venir a
aprender. Si entendéis bien estos presupuestos, no erraréis
luego el camino. Pero si os acercáis con otras disposiciones es
preferible que esperéis hasta superarlas.
Habéis de venir, repito, a aprender, no a traer vuestras ideas.
Habéis de venir con el deseo de ser discípulos, y con la
intención de tomar la Iglesia como vuestro hogar y no
abandonarla nunca. No vengáis a hacer experimentos. No
vengáis como quien toma asiento en una capilla o compra
billetes para una sala de conferencias. Venid como a vuestra
casa, a la escuela de vuestras almas, a la Madre de los santos.
No os agobiéis con el pensamiento de si, una vez en la
Iglesia, persistirá vuestra fe. Esta idea es una sugestión del
maligno, que quiere detener vuestros pasos. El que ha
comenzado la buena obra en vosotros la terminará. El que os
ha escogido os será fiel. Poned vuestra causa en sus manos,
esperad en Él, y perseveraréis. ¿Qué obra buena llegaríais a
comenzar si desearais, ya desde el principio, ver la
terminación? Si queréis hacer todo de una vez no haréis nada.
El que comienza bien ha realizado la mitad del trabajo. Pero
no escucharéis al final la alabanza del Señor si escondéis ahora
vuestros talentos. Cuando os haya traído del error a la verdad,
habrá hecho lo más difícil –si algo fuera difícil para Él–, y
desde luego os preservará de una vuelta al error. Observad la
experiencia de quienes os han precedido en este camino. Antes
de decidirse albergaban temores de un fracaso en la fe, perosu
miedo desapareció al dar el paso decisivo. Antes de recibir la
gracia temían perderla luego de haberla conseguido, pero los
temores se desvanecieron cuando la gracia llegó de hecho a
sus almas.
Convenceos de que la Iglesia católica es maestra que Dios
os envía, y será suficiente. No deseo que os unáis a ella hasta
no lograr esa convicción. Si estáis convencidos a medias,
pedid a Dios una convicción plena, y esperad a tenerla. Es
mejor venir con rapidez. Pero es aún mejor venir con lentitud
que hacerlo frívolamente, pues a veces sucede, como dice el
refrán, que a mayor prisa peor velocidad.
Procurad sin embargo aseguraros que la lentitud o el retraso
no obedecen a culpa de vuestra parte, es decir, a algo que
podéis remediar. Dios actúa de modo diferente según las
personas. Hay hombres a quienes la convicción viene
lentamente, mientras que otros la adquieren con gran rapidez.
En algunos casos es el resultado de mucha reflexión. En otros
es el fruto de una iluminación casi repentina. Un hombre es
convertido en seguida, como en el ejemplo que narra San
Pablo cuando escribe: «Si todos profetizan, y llega uno que no
cree o uno que es ignorante, resulta convencido de todo e
informado de todo. Los secretos de su corazón se hacen
manifiestos, y postrado sobre su rostro adorará a Dios y
reconocerá que Dios se halla entre vosotros» (cfr. I Cor 14,
23).
Este caso se repite también ahora. Algunos se convierten
simplemente por entrar en una Iglesia católica o mediante la
lectura de un libro, o bien por la atracción de una doctrina.
Muchos sienten el peso de sus pecados y ven que si una
religión tiene medios de perdonarlos, debe venir de Dios.
Otros se conmueven ante la santidad y belleza de la religión
católica, o desean ardientemente una guía entre la confusión
de lenguas, de modo que la doctrina sobre la fe, tan difícil para
algunos, es luminosa para ellos. Otros escuchan las objeciones
contra la Iglesia, exploran minuciosamente las diversas
cuestiones debatidas, y logran la convicción al final de una
larga búsqueda.
Como sucede en los tribunales de justicia, la inocencia de
un hombre puede ser probada de inmediato, mientras que la de
otro se demuestra después de una cuidadosa y larga
investigación. El primero no presenta nada sospechoso en su
conducta, y el segundo en cambio debe argumentar contra
varias presunciones que le señalan culpable. De igual modo, la
Santa Iglesia aparece diferentemente a hombres diferentes que
la miran desde fuera. Dios actúa sobre ellos de manera
distinta, pero si son fieles a la luz que han recibido, llega
finalmente un momento diferente en cada caso, en el que son
llevados por el Señor al estado de mente, bien definido e
inequívoco, que llamamos convicción. No tendrán duda
alguna, sean cuales fueren las dificultades todavía pendientes,
de que la Iglesia procede de Dios. Tal vez no sepan responder
a esta o aquella objeción, pero a pesar de todo habrán
alcanzado certeza.
 
La solidez de una convicción genuina
Es éste un punto que no debe olvidarse: la convicción es un
estado de la mente, que es distinto y se encuentra más allá de
los argumentos que lo han producido. No varía con la fuerza o
el número de éstos. Los argumentos llevan a una conclusión, y
cuando son más sólidos, la conclusión es más clara. Pero
puede lograrse una firme convicción como resultado de una
conclusión clara igual que de otra todavía más clara. Un
hombre puede estar tan seguro con seis razones, que no
necesita una séptima ni estaría más seguro en caso de tenerla.
Lo mismo ocurre respecto a la Iglesia católica: las personas
adquieren convicción de muchos modos, y lo que convence a
una no convence a otra; pero esto es accidental, porque tarde o
temprano llega el tiempo en el que uno se debe convencer y de
hecho se convence, y entonces está obligado a no esperar
nuevas razones, aunque todavía podrían encontrarse algunas
más.
Se encontrará en una situación en la que rehusará oír más
argumentos en pro de la Iglesia. No deseará leer o pensar más
sobre la cuestión, porque su ánimo está ya decidido. En tal
caso, su deber es entrar de inmediato en la Iglesia. No debe
retrasar la conversión. Conviene que sea prudente en oír
consejos, y rápido en ejecutarlos. Esto es lo que inquieta a los
católicos que le rodean: no es que le inviten a obrar
precipitadamente, sino que, conocedores de las tentaciones
frecuentes en estos casos, temen fraternalmente por su alma,
no sea que después de haber llegado a las puertas de la
convicción, pase de largo y malgaste la oportunidad de
convertirse. Si es así, podría no retornar otro momento
parecido, pues la condición de católico es un raro don de Dios
que a algunos se ofrece sólo una vez en la vida.
«La sabiduría grita en las calles y en las plazas levanta su
voz. Desde lo alto de los muros llama; a la entrada de las
puertas de la ciudad pronuncia sus discursos. ¿Hasta cuándo,
simples, amaréis la simpleza, y los burlones se deleitarán en la
burla, y los necios aborrecerán la ciencia? Convertíos a mis
exhortaciones: he aquí que yo derramaré sobre vosotros mi
espíritu, yo os haré conocer mis palabras. Porque yo he
llamado y vosotros me habéis rechazado, he tendido mi mano
y nadie hizo caso. Porque habéis despreciado todos mis
consejos y no habéis querido mis amonestaciones. También yo
me reiré de vuestra desventura, me vengaré cuando venga
sobre vosotros el terror; cuando el terror venga sobre vosotros
como el huracán, y como un torbellino os sobrevenga la
desventura, cuando la tribulación y la angustia vengan sobre
vosotros. Entonces ellos me llamarán y no responderé; me
buscarán y no me encontrarán. Porque han aborrecido mi
ciencia y no han amado el temor de Yahveh. No han aceptado
mis consejos y han desdeñado todas mis exhortaciones,
comerán el fruto de sus errores y se hartarán de sus propios
consejos» (cfr. Prov I, 20-31).
¡Doloroso será ser contado en ese número! ¡Terrible el
pensamiento de una eternidad apartado de Dios! ¡Oh aguijón
del pensamiento que dice: «Fui llamado, pude responder, y no
lo hice»! ¡Felices si podemos recordar pasados momentos de
prueba, cuando los amigos nos imploraban y los enemigos se
burlaban de nosotros, y exclamar: «Qué habría sido de mí si
no hubiera seguido la invitación del Señor»! ¡Qué confusión
de la mente, naufragio de fe y opinión, vacío, triste
escepticismo y desesperanza constituirían ahora mi única
herencia, adelanto de las tinieblas futuras, si no hubiera
escuchado la voz de Cristo! He perdido amigos, pero he
ganado a Aquel que al darse a Sí mismo da el ciento por uno
en casas, hermanos, hermanas, hijos y tierra. He perdido lo
perecedero y ganado lo infinito. He perdido lo temporal y
ganado lo eterno. «Señor, mi Dios, soy tu siervo, hijo de tu
esclava. Has roto mis cadenas. Te ofreceré sacrificios de
alabanza, e invocaré el Nombre del Señor» (cfr. Ps CXV, 16).
DISCURSO DUODÉCIMO: 
PERSPECTIVAS DEL PREDICADOR
CATÓLICO
 
La misión de la Iglesia
Pueden pareceros éstos, hermanos míos, un tiempo y un
lugar extraños para comenzar una empresa como la que
acometemos hoy [43] nosotros, confiados en la misericordia
de Dios. En esta inmensa ciudad, entre una población de seres
humanos tan vasta que cada uno vive en solitario, y que como
el océano cede y se cierra de nuevo sobre todo intento de
influenciarla, en este mero agregado de individuos que no
admite cambio ni reforma porque no posee orden interno
alguno o dependencias mutuas, donde nadie conoce a su
vecino inmediato, donde en cada lugar coexisten mil mundos,
cada uno de ellos a la búsqueda de su interés e indiferente al
resto, ¿cómo lograremos un puñado de hombres prestar un
servicio digno del Señor que nos ha llamado y a quien
dedicamos nuestras vidas? «Grita, no te calles» (cfr. Is LVIII,
1), dice el profeta. Bien puede repetirlo también aquí, porque
no hay grito suficientemente alto, excepto la divina trompeta
del último día, para atravesar el imponente ruido de la
agitación y del esfuerzo que se eleva de la tierra como un
vapor, y para llegar hasta las densas multitudesque llenan la
jungla de edificios, conocidos solamente a quienes los habitan.
Intentar lo imposible es pretensión de un loco. Parece que
alguien nos dijera: Continuad en vuestro sitio, y seréis gente
respetable. Construid sobre los viejos cimientos, y avanzaréis
con seguridad. Pero no comencéis nada nuevo, no hagáis
experimentos, no aceleréis el paso, no compliquéis las
responsabilidades de vuestra Madre la Iglesia, no vaya a
ocurrir que en su edad anciana la expongáis al ridículo, y la
gente se burle de ella, que en otro tiempo engendró muchos
hijos y ahora vive extenuada [44].
Hay además otra consideración que hacerse –se nos dice–.
Es el tiempo que habéis elegido para venir [45]. Ahora no
tenéis como antes un centro inconmovible; no sois lo que
erais; vuestra vida peligra y vuestro futuro no es halagüeño;
vuestra cabeza está en el exilio [46]; tenéis, en suma, trabajo
suficiente en vuestra propia casa. ¡Observad la roca de la que
habéis sido cortados, la cantera de la que habéis salido!
¿Dónde está Pedro ahora? Magni nominis umbra, como
escribe el poeta pagano: una causa anticuada, noble en su
momento, pero pasada de moda. Es más, una causa verdadera
y divina tiempo ha, en la medida en que algo puede serlo, pero
falsa en la actualidad, terrena ya por ser débil, encorvada por
el peso de 18 siglos y a punto de desplomarse. Porque debéis
saber que para los ingleses el éxito es la medida de todo
criterio, y el poder es la prueba de lo justo. ¿No entendéis
nuestra regla de acción? Elevamos a los hombres y les
apartamos, elogiamos o censuramos, sentimos respeto o
desprecio, según tengan éxito o fracasen. Estáis equivocados
porque os acosa el infortunio. El poder es la verdad. Riqueza
es poder, inteligencia es poder, fama es poder, ciencia es
poder, y nosotros veneramos la riqueza, la inteligencia, la
ciencia y la fama. Reconocemos la inteligencia y la riqueza,
pero, ¿vosotros quiénes sois? [47], ¿qué tenemos que ver
nosotros con los fantasmas de un mundo pretérito y las figuras
de una organización anacrónica?
 
El mundo como heredad
Es verdad, hermanos míos. Es éste un tiempo extraño, y un
lugar extraño para comenzar nuestra tarea: un lugar
desacostumbrado para que santos y ángeles planten sus
tiendas. No diré extraño para ti, mi Madre María, pues ninguna
parte de la herencia católica te resulta lejana, y eres en todo
sitio donde se halla la Iglesia –Porta manes et Stella maris–
objeto constante de su devoción y universal abogada de sus
hijos. Pero esta ciudad aparece un tanto extraña a mi santo
patrón y maestro Felipe Neri. Es en efecto extraño para ti,
querido padre, pasar de las ciudades brillantes y tranquilas del
Sur a esta escena de quehacer profano y de iniciativas
autosuficientes. Es extraño verte con prisa por nuestras calles
llenas de gente, en vez de moverte a tu paso tranquilo por los
caminos abiertos y sitios espaciosos de la Urbe en la que desde
tu juventud y por deseo divino fijaste tu habitación de por
vida. Sí; todo esto sorprende al mundo. Pero no contiene
novedad para la Esposa del Cordero, cuyo mismo ser y cuyos
dones singulares resultan más extraños aún a los ojos de la
incredulidad que cualquier detalle de lugar o actuación en que
aquellos se manifiestan. No contiene novedad para la Iglesia,
que vino al principio como un peregrino a la tierra, cuyo
destino es una perpetua batalla, y cuyo territorio espiritual
constituye una incesante conquista.
En un tiempo parecido a éste, se dirigió el príncipe de los
Apóstoles, el primer Papa, hacia la ciudad pagana en la que,
por voluntad divina, había de establecer su sede. Se fatigó a lo
largo de un camino que le conducía derecho a la capital del
mundo. Se cruzó con multitudes de gente ociosa y gente
ocupada, de extranjeros y nacionales que poblaban los
interminables suburbios. Atravesó altas puertas y caminó entre
palacios de mármol y templos llenos de columnas. Encontró
procesiones de sacerdotes paganos en honor de sus ídolos,
damas ricas llevadas en literas por sus esclavos, legionarios
vigorosos que habían sido los martillos de hierro del orbe
entero, políticos inquietos acompañados de hombres de
negocios, y oradores que, admirados por la juventud y por sus
clientes, volvían a casa después de una intervención
afortunada en el foro.
Veía en torno suyo las muestras de un poder magnífico,
convertido en un establecimiento político tangible, maduro en
su religión, sus leyes, sus tradiciones ciudadanas y su
expansión imperial a través de varios siglos, mientras que él
no era sino un pobre extranjero entrado en años, en nada
diferente de la multitud: un egipcio, un caldeo, quizás un judío
o un oriental, como pensarían los transeúntes a la vez que le
miraban con indiferencia y sin la más remota idea de que este
hombre estaba destinado a iniciar una edad religiosa en la que
ellos podrían gastar dos veces sus propios tiempos paganos y
no ver todavía el fin.
En un tiempo como éste, siendo ya un hombre anciano,
tímido, amante de la soledad y de los libros, e inexperto en los
conflictos mundanos, apareció repentinamente el gran doctor
S. Gregorio Nacianceno en la arriana ciudad de
Constantinopla, y a pesar de la resistencia de un pueblo
fanático y un clero herético, predicó la verdad y consiguió
prevalecer, para asombro suyo y gloria de esa gracia que es
fuerte en la debilidad y más se acerca al éxito cuanto más es
despreciada.
En un tiempo como éste, otro San Gregorio, el primer Papa
de este nombre –cuando todo se derrumbaba, cuando los
bárbaros habían ocupado la tierra, cuando la peste, el hambre y
la herejía asolaban todas las regiones– acosado como estaba
por continua enfermedad, hasta el punto de que su lecho era el
trono papal, gobernaba, dirigía y consolidaba la Iglesia en los
que consideraba los últimos momentos del mundo; lo hacía
sometiendo él los arrianos en España, a los donatistas en
África, a una tercera herejía en Egipto y a una cuarta en las
Galias, humillando el orgullo del Oriente, reconciliando a los
godos con la Iglesia, y llevando hasta ella a nuestros
antepasados paganos, a la vez que aseguraba su estabilidad,
embellecía su ritual y fortalecía las bases de su influencia
salvadora.
Y en un tiempo como éste hacían sus votos los seis
primeros jesuitas, Ignacio y sus compañeros, en la pequeña
iglesia de Montmartre, mientras el mundo se alegraba por la
crisis de la Iglesia y muchos se intercambiaban presentes
porque habían desaparecido los profetas que les recordaban
sus pecados; y atrayendo a otros con la fuerza de su celo y la
elocuencia de su santidad, se dirigieron en calma y silencio a
la India en el Este y a las Américas en el Oeste, y mientras
añadían enteras naciones a la Iglesia, restauraban en casa el
catolicismo de numerosos pueblos.
No es, por tanto, nuevo en la Iglesia que durante un tiempo
de confusión e inquietud, abundante en ofensas a Dios y con el
enemigo a las puertas, sus hijos –lejos de desmayar y más bien
gloriándose en el peligro– salgan a cumplir su tarea, como si la
Iglesia se encontrara en los días más florecientes de su
prosperidad. La vieja Roma, en sus momentos más difíciles,
enviaba legiones a destinos lejanos por una puerta, mientras
acosaban por otra los invasores cartagineses. En realidad,
como ha dicho un compatriota nuestro, nosotros los católicos
no sabemos cuándo se nos derrota. Avanzamos, cuando todas
las leyes de la guerra anuncian que debíamos caer. Soñamos
con triunfos, y confundimos –así se afirma– la derrota por la
victoria. Porque gravitan sobre nosotros presagios de éxito en
los recuerdos del pasado. Leemos en nuestras banderas los
nombres de muchos campos de batalla y de gloria. Somos
fuertes en la fortaleza de nuestros padres, y pretendemos hacer
en nuestra humilde medida lo que santos han hecho antes que
nosotros.
 
Una tarea para todo cristiano
Es verdad que solamente los santos llevan a cabo hazañas y
salen airosos de grandes pruebas, pero los hombres corrientes,
los cristianos de a pie que militan en la Iglesia, pueden
también intentarlo. No requiere heroísmoen nosotros,
hermanos míos, el hecho de que nos encaremos con un tiempo
como éste, y consideremos livianas las dificultades, porque
somos católicos. Tenemos la experiencia de dieciocho siglos.
El gran filósofo de la antigüedad nos dice que la simple
experiencia supone valentía, no ciertamente de la mejor
calidad, pero suficiente para el éxito. Una o dos docenas de
derrotas –si las sufriéramos– no bastan para vaciar la majestad
de lo católico. Estamos dispuestos a aceptar incluso el criterio
de verdad de esta generación, y a dejar que la intensidad de
nuestro propósito avale el carácter divino de nuestra empresa.
Nos sentimos seguros por ser los herederos de San Pedro y de
todos los hombres santos y fieles que en su tiempo han
promovido la causa católica con la palabra, las obras y la
oración. Participamos en sus méritos e intercesión, y hablamos
con su voz. Por eso hacemos sin necesidad de heroísmo lo que
otros, que no son católicos, tratan de hacer heroicamente. Si
los judíos se afanaran en convertir una vasta población a los
ritos de la Ley, o los Unitarios se dispusieran a la conversión
de la santa Iglesia romana, o los cuáqueros desearan
evangelizar a toda la nación francesa, podría con toda razón
llamarse heroísmo a semejantes intentos. No sería, desde
luego, un heroísmo verdaderamente religioso, pero tendría
mucho de extraordinario y llamativo. Sería una idea original y
audaz, pues supondría una gran aventura en torno a una gran
incertidumbre.
Pero no supone especial valor o magnanimidad personal
que un católico deje de impresionarse por el mundo y
comience a predicarle, aunque éste le vuelva la espalda.
Conoce bien la naturaleza y hábitos del mundo y está
acostumbrado a tratarle; se limita a obrar según su vocación, y
no sería católico si se condujera de otro modo. Conoce
asimismo la barca en que ha entrado. Es la barca de Pedro.
Cuando el más grande de los romanos navegaba por el
Adriático y se desató una tempestad, dijo al asustado piloto:
Caesarem vehis et fortunam Caesaris: «Llevas a César y el
destino de César». Lo que él decía presuntuosamente podemos
nosotros, en la fe, repetirlo de aquel barco en el que Cristo se
sentó y predicó. No lo hemos escogido, para que ahora
vayamos a temer por encontrarnos en él. No hemos subido,
para que ahora deseemos abandonarlo. Por el contrario,
navegamos sobre una inundación de pecado e incredulidad que
son capaces de hundir cualquier otro barco.
 
Remedio universal para mal universal
Hemos comenzado nuestro trabajo guiados por Pedro, en la
fiesta de su Cátedra, y en el lugar donde reposan sus reliquias.
Si alguno se admira de que hayamos elegido esta ciudad y este
tiempo para nuestra tarea misionera, sepa que somos de
aquellos que miden el presente por el pasado, y sitúan el
mundo sobre un centro distante. Actuamos de acuerdo con
nuestro nombre, y los católicos se sienten como en casa en
todo tiempo y lugar, en todo estado de la vida, en toda clase de
la sociedad, en todo nivel de cultura. Ninguna situación
sorprende a un sacerdote católico. Tiene siempre un cometido
que realizar y una cosecha que recoger.
Si fuera de otro modo, si el predicador no conservara la
confianza aun en medio del día más oscuro y el barrio más
hostil, estaría renunciando a una característica principal de la
Iglesia. La Iglesia es católica porque trae un remedio universal
para una enfermedad universal. La enfermedad es el pecado.
Todos los hombres han pecado. Todos necesitan recobrar la
salud en Cristo. A todos debe predicarse y dispensarse la
salvación. Si existe entonces un predicador y dispensador de la
salud enviado por Dios, ese mensajero debe hablar, no a uno,
sino a todos. Debe adaptarse a todos, debe ir a toda la raza de
Adán, y poder ser reconocido por cualquier individuo de la
familia humana.
No digo que debe persuadir a todos o prevalecer sobre
todos, porque esto depende de la voluntad de cada uno. Pero
debe mostrar su capacidad de convertir a todos convirtiendo en
concreto a algunos de cada tiempo, cada lugar, cada situación
social, cada edad. Si el pecado fuera una desgracia parcial,
podrían aplicársele remedios parciales; pero si no es local o
pasajero, sino universal, universal ha de ser el remedio. Una
religión local no es de Dios. La religión verdadera debe desde
luego nacer en un sitio y crecer allí. Puede incluso permanecer
siglos en el lugar de su origen, con tal que madure mientras
tanto su carácter interior y declare que todavía no ha alcanzado
su perfección. Existen, sin duda, razones en los designios
divinos por las que la Revelación de su voluntad al hombre se
ha elaborado lentamente y completado de modo gradual en la
forma elemental del judaísmo. Pero esa Revelación progresaba
sin cesar durante el período judío, y los profetas anunciaban un
día en el que se extendería por toda la tierra. El judaísmo era
local porque era imperfecto. Cuando alcanzó la perfección por
dentro se hizo universal por fuera y tomó el nombre de
católico.
 
El peso específico de la Iglesia
Mirad en torno vuestro las formas de religión que existen
actualmente en el mundo, y encontraréis que una y sólo una
presenta la nota de un origen divino. La Iglesia católica ha
acompañado a la sociedad humana a través de una revolución
de su gran año, y comienza ahora una segunda. Ha atravesado
un ciclo completo de cambios, para mostrarnos que es
independiente de todos ellos. Ha juzgado al Este y al Oeste, a
monarquía y democracia, a paz y guerra, a tiranías imperiales
y feudales, a tiempos de oscurantismo y de ilustración, de
rudeza y de lujo, a esclavos y libres, a ciudades y naciones, a
países viejos y jóvenes, a metrópolis y a colonias. Surgió en la
edad más feliz que quizás ha conocido el mundo. Hubo de
luchar durante dos o tres siglos contra la autoridad de la ley,
formas establecidas de religión, poder militar, un imperio bien
trabado y una población próspera y satisfecha. En el curso de
este período, esta asociación débil y despreciada fue capaz de
vencer a su opresor imperial, a pesar de los esfuerzos violentos
de éste, ejercidos una y otra vez para librarse de un enemigo
tan despreciable.
A pesar de la calumnia, las revueltas populares y los crueles
tormentos, los señores del mundo se vieron obligados –como
único modo de conservar su imperio– a entenderse con aquella
sociedad, de la que la Iglesia presente es en el nombre, el
perfil, la doctrina, los principios, el estilo y las características
morales, heredera y representante.
Sus enemigos se vieron obligados a humillarse ante ella, a
entrar en su ámbito, a exaltarla, y a reprimir a sus adversarios.
La Iglesia triunfó como nadie lo hizo antes o después. Pero
esto no fue todo. Apenas había asegurado su victoria cuando el
mundo se trastrocó, porque el poder romano, que había sido
subyugado con tanta sangre y paciencia, vino a ser nada. Se
hundió y pereció, y contra él se alzaron millones de bárbaros
del Norte y del Este que no poseían Dios ni conciencia, ni
compasión natural. La Iglesia tuvo que empezar de nuevo. Los
bárbaros venían, horda tras horda, como olas rugientes, como
las bandas armadas que enviaba el rey de Israel contra el
Profeta, y así como éste hizo caer un fuego del cielo que
devoró a sus adversarios, también la santa Iglesia, más de
acuerdo con su amable naturaleza y encendida con celo y
amor, devoró a sus enemigos con la llama que el Señor había
suscitado y venciendo el mal con el bien. De este modo hizo
de aquellos feroces extranjeros sus más leales hijos; y cuando
apareció un fuerte poder militar, mas artificial que el romano,
con tradiciones y precedentes que iban a durar siglos,
inicialmente campeón de la Iglesia y luego rival suyo, hubo
ella de padecer un nuevo conflicto y obtener una nueva
victoria. Podría seguir y referirme a sus numerosos éxitos en lo
histórico, lo intelectual, lo social, etc., todo lo cual demuestra,
con la solidez de una demostración física, que la Iglesia no
procede de la tierra ni depende del hombre, pues de otro modo
el que la hubiera creado podría también destruirla.¡Qué diferentes de la Iglesia, católica, grandiosa e
inmutable, son todas las demás religiones! Éstas dependen del
tiempo y del lugar para existir, viven sólo durante un período
de la historia o habitan en una región concreta. Son criaturas
del suelo que, como plantas indígenas, florecen a cierta
temperatura en lo húmedo o en lo seco, y mueren si son
trasplantadas. Su habitat forma parte de su descripción
científica. Así por ejemplo, el Cisma griego, el Nestorianismo,
la herejía de Calvino o el Metodismo tienen cada uno sus
límites geográficos. El Protestantismo no ha ganado nada en
Europa después de su primer estallido. Algunos accidentes
originan estas manifestaciones religiosas. Un clima malsano,
el sol ardiente, el terreno pantanoso engendran una pestilencia
que permanece por un tiempo en donde surgió, hasta que un
cambio en la tierra o en los cielos la reducen a la nada. A
veces estos azotes divinos se asientan en la tierra y afectan a
una porción de la Iglesia católica. Así fue la impostura árabe
forjada por Mahoma. Me preguntaréis quizás si esta religión
no ha realizado lo que según afirmé antes sólo la Iglesia puede
realizar, y demostrado tener un principio interno de vida que
no depende del hombre. Pero no es así, hermanos míos. Mirad
atentamente y veréis enseguida la clara distinción que existe
entre la religión de Mahoma y la Iglesia de Cristo. El
Islamismo ha hecho poco más que la Comunión anglicana
hace en el presente.
Esta Comunión se halla en muchas partes del mundo. Su
primado ejerce una jurisdicción todavía mayor que el antiguo
patriarca Nestoriano. Mantiene establecimientos en Malta,
Jerusalén, India, China, Australia, Sudáfrica y Canadá. Aquí
vemos –se diría– catolicidad, más extensa que la de Mahoma.
Sin embargo, no debéis permitir que las palabras os engañen.
¿Se atreverá un hombre sensato a afirmar por un momento que
la religión establecida está por encima del tiempo y del lugar?
¿No radica su esencia, por el contrario, en su reconocimiento
por parte del Estado? ¿Acaso no consiste su misma forma en
su carácter establecido? ¿Qué sería de ella si fuera abandonada
a sí misma? ¿Duraría siquiera diez años? Es su establecimiento
legal lo que le confiere unidad e individualidad. ¿Podéis
imaginarla separada de sus iglesias, palacios, parroquias,
rentas, privilegios civiles y situación nacional? Privadla de
estas cosas y le habréis practicado una operación mortal,
porque habrá dejado de existir. Sacad a sus obispos del
Parlamento, retirad sus ritos de la legislación estatal, abrid sus
universidades a los no-anglicanos, permitid a su clero hacerse
laicos y legalizad las reuniones e iniciativas religiosas que
promuevan, y ¿qué será entonces de la Iglesia anglicana?
Sabéis bien que si el Estado no la obligara a ser una se
dividiría inmediatamente en tres cuerpos [48], cada uno de
ellos a su vez portador de elementos aptos para ulteriores
divisiones. No posee consistencia interna alguna,
individualidad o alma que puedan otorgarle capacidad de
propagación. El Metodismo representa al menos algún tipo de
idea. El Congregacionalismo responde a una idea. Pero la
Iglesia establecida no es nada aparte del establecimiento. Su
extensión es por lo general algo pasivo, no activo. Ha sido
llevada a otros lugares por razones de Estado y sus
movimientos son también del Estado. Se comporta como un
apéndice, instrumento o decoración del poder soberano. No es
la religión de una raza o de un pueblo, sino de la clase
dominante de un pueblo. El anglosajón ha hecho hoy lo que el
sarraceno hizo siglos atrás. Aquél hace por razones prácticas
lo que éste hacía por fanatismo. Ésta es la gran diferencia entre
ambos.
 
Convertir al hombre
Sólo hay una forma de Cristianismo, hermanos míos, que
esté en posesión de aquella real unidad interna que constituye
la condición primaria de toda independencia. Esta nota de
carácter divino falta en Rusia, Inglaterra y Alemania. En
nuestro país especialmente no existe nada más amplio que
unas religiones de clase. La misma religión establecida no es
otra cosa que una religión clasista. Hay una religión para el
rico y otra para el pobre. Se nace en esta o aquella secta. Los
entusiastas van a un sitio, y los de talante más racional se
dirigen a otro. Hacen dinero, se elevan socialmente y entonces,
profesan la religión establecida. Un grupo disfruta la sonrisa
del mundo, mientras que el otro padece su mirada crítica. Pero
ninguno de los dos emprende la tarea de cambiar la naturaleza
humana. Ninguno asume al hombre entero. Ninguno coloca a
los hombres a un mismo nivel. Ninguno se dirige al intelecto y
al corazón, al temor y al amor, al activo y al contemplativo.
Se considera, con razón, como una prueba a favor del
Cristianismo que los hombres más capaces han sido cristianos.
No que todos los hombres profundos han profesado la fe
cristiana, sino que ésta ha ganado sus victorias entre muchos
individuos diferentes y ha mostrado con ella que la simple
habilidad o cultura no eran las razones de su conversión. Ésta
es también una característica del Catolicismo, que alcanza a
los más altos en rango social, los más modestos, los más
cultos, los más sencillos, e incluye entre sus hijos a cualquier
tipo de personas.
La Iglesia es el consuelo de los despreciados, la moderadora
de los prósperos y la guía de los extraviados. Vigila al inocente
con ojos de madre, sujeta al rebelde y mantiene su autoridad
sobre el orgulloso. Instruye al ignorante y humilla el intelecto
del más dotado. No son éstas simples palabras. La Iglesia lo ha
hecho, lo hace todavía, y se propone hacerlo en el futuro. Sólo
pide campo libre, y libertad de actuación. No pretende
patronazgo alguno del poder civil. En tiempos y lugares
pasados lo solicitó, y al igual que el Protestantismo aceptó los
servicios de la espada profana. Lo hizo así porque en ciertas
épocas era el modo usual de obrar, el más expeditivo, y libre
de toda objeción; y porque el pueblo lo exigía y lo realizaba
anticipadamente por ella.
Pero la historia ha demostrado que la Iglesia no necesita ese
patronazgo, pues se ha desarrollado y florecido sin él. Está
dispuesta a prestar cualquier servicio, a aceptar el mundo tal
como es, porque sólo la fuerza puede reprimirla. Ved,
hermanos míos, lo que hace ahora en este país. Por tres siglos
el poder civil la ha pisoteado y mantenido su pie sobre ella.
Finalmente, las circunstancias históricas han removida la
tiranía [49], y he aquí que la hermosa figura de la primitiva
Iglesia surge de nuevo, tan lozana y vigorosa como si nunca
hubiera interrumpido su crecimiento. Es la misma de hace tres
siglos, antes de que existieran las religiones actuales del país.
Sabéis que es la misma. Es precisamente la acusación que se
lanza contra ella: que no cambia. Y en verdad, el tiempo y el
lugar no la afectan, porque tiene su origen allí donde no hay
lugar ni tiempo, junto al trono de Dios Eterno.
Con estos sentimientos, no podemos temer que nos falte
trabajo en una gran ciudad como ésta, que tiene tanta
necesidad de nosotros. Aquel en quien nos apoyamos es «el
mismo ayer y hoy y por siempre» (cfr. Hebr XIII, 8). Si
efectuó milagros en sus días sobre la tierra, los hará también
ahora. Si entonces los débiles e indignos fueron hechos
ministros suyos para bien, el mismo fenómeno se repite
actualmente. Sabemos que si confiamos en Él y si somos
leales a su Iglesia, se apoyará en nosotros. No sabemos cómo
lo hará, ni quiénes serán objeto de su misericordia, pero
sabemos que miles de hombres nos llaman y que sin duda
somos enviados a sus elegidos. «La palabra que ha salido de
su boca no volverá a Él vacía, sino que cumplirá su Voluntad y
será fecunda en las cosas a las que ha sido enviada» (cfr. Is LV,
11). No hay hombres tan inocentes, tan pecadores, tan necios o
tan sabios que no deban ser destinatarios de la gracia de la
Iglesia católica. Si no prosperamos con los cultos, nos
dirigiremos a los ignorantes; si fracasamos con los viejos,
ganaremos a los jóvenes; si no convencemos a los serios y
respetables, tendremos éxito

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