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Euclides Eslava 
 
 
La Pasión de 
Jesús 
 
 
 
 
 
 
Publicaciones Universidad de La Sabana 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
2 
 
EDICIÓN 
Dirección de Publicaciones 
Campus del Puente del Común 
Km 7 Autopista Norte de Bogotá 
Chía, Cundinamarca, Colombia 
Tels.: 861 55555 – 861 6666, ext. 45101 
www.unisabana.edu.co 
https://publicaciones.unisabana.edu.co 
publicaciones@unisabana.edu.co 
 
 
 
CORRECCIÓN DE ESTILO 
María José Díaz Granados 
 
 
Con licencia eclesiástica de monseñor Héctor Cubillos Peña, obispo de 
la Diócesis de Zipaquirá, 3 de septiembre de 2020. 
 
 
 
 
http://www.unisabana.edu.co/
https://publicaciones.unisabana.edu.co/
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
3 
 
ÍNDICE con enlaces 
 
Autor 
Contenido 
Prólogo 
1. Camino de Jerusalén 
1.1. Primer anuncio de la muerte y resurrección 
1.2. El celibato por el reino de los cielos 
1.3. La unción en Betania 
2. Domingo de Ramos 
2.1. Jesús, manso y humilde de corazón 
2.2. El grano de trigo 
3. Discusiones con los fariseos 
3.1. Parábola de los dos hijos 
3.2. Parábola de los viñadores homicidas 
3.3. Parábola de los invitados a la boda 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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3.4. El tributo al césar 
3.5. El mandamiento principal 
3.6. La ofrenda de la viuda 
3.7. La resurrección de los muertos 
4. El Triduo Pascual 
4.1. El Jueves Santo 
4.2. Viernes Santo 
4.3. Sábado Santo: María, nuestra madre 
Bibliografía 
 
 
 
 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
5 
 
Autor 
 
 
Euclides Eslava es sacerdote, médico y doctor en 
Filosofía. Jefe del Departamento de Teología, director del 
Centro de Estudios para el Desarrollo Humano Integral 
(Cedhin) de la Universidad de La Sabana, y miembro del 
grupo de investigación Racionalidad y Cultura de la misma 
institución; compilador del libro Perdón, compasión y 
esperanza (2020); autor de los libros Milagros: los signos 
del Mesías (2019), El Hijo de María (2018), Como los 
primeros Doce (2017), El secreto de las parábolas (2016), 
La filosofía de Ratzinger (2014) y El escándalo cristiano 
(2da. ed., 2009), entre otras obras. 
 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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Prólogo 
 
 
El hombre solamente es importante si es verdad que 
un Dios ha muerto por él. 
Nicolás Gómez Dávila (1992, p. 71) 
 
 
En el relato autobiográfico de Sohrab Amhari, un 
iraní ateo y marxista con educación islámica, cuenta que se 
encontró un día leyendo por casualidad el evangelio de 
Mateo. El autor refiere que los primeros 25 capítulos no 
supusieron nada especial para él, que no lo impresionaron 
demasiado. Sin embargo, “todo cambió cuando llegué al 
capítulo 26, la narración de la Pasión. Recuerdo que me 
incorporé y leí con atención, cuando antes había estado 
hojeando lánguidamente. Contra todas mis inclinaciones y 
todos mis instintos, la narración del evangelista me fascinó” 
(2019, p. 62). 
Las palabras que le generaron tanto interés fueron: 
“Cuando acabó Jesús todos estos discursos, dijo a sus 
discípulos: ‘Sabéis que dentro de dos días se celebra la 
Pascua y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser 
crucificado’” (Mt 26,1-2). Le impresionó que en dos 
versículos quedara cristalizada la doble tragedia de la 
pasión: de una parte, que se condenara y ejecutara a un 
inocente; y, por otro lado, que ese hombre se entregara 
 
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voluntariamente a la humillación aunque era omnipotente. 
La conclusión de aquel futuro católico fue que, si bien el 
cristianismo “no dejaba de ser tan falso como cualquier 
religión, no era fácil desecharlo; algo había en el mito del 
sacrificio de Cristo que trascendía la historia y la lucha de 
clases” (Amhari, 2019, p. 63). 
Comenzamos nuestro itinerario por el pasaje más 
crucial de la vida de Jesús con un testimonio 
contemporáneo, que nos ayuda a valorar la trascendencia 
de los eventos que consideraremos en estas páginas. Y es 
que el misterio de la pasión del Señor ha removido muchas 
conciencias a lo largo de la historia. La fuerza del sacrificio 
del cordero pascual sigue confrontando a las personas que, 
al considerar esas escenas, caen en la cuenta de que no son 
simples relatos del pasado sino que conservan su 
actualidad: que somos protagonistas de esos hechos, tanto 
porque formamos parte de la multitud culpable como 
porque somos beneficiarios de aquel holocausto. 
Estas páginas aspiran a ser un retiro espiritual, un 
rato de conversación con Dios sobre los momentos 
definitivos de Jesucristo y de la humanidad entera y, por 
tanto, de nuestra vida personal. De esa manera, se espera 
hacer vida el anuncio que el papa Francisco hizo a los 
jóvenes: 
 
 
Ese Cristo que nos salvó en la Cruz de nuestros 
pecados, sigue salvándonos y rescatándonos hoy con ese 
mismo poder de su entrega total. Mira su Cruz, aférrate a Él, 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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déjate salvar, porque “quienes se dejan salvar por Él son 
liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del 
aislamiento” (2013b, n. 1). Y si pecas y te alejas, Él vuelve a 
levantarte con el poder de su Cruz. Nunca olvides que “Él 
perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus 
hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad 
que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos 
permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una 
ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede 
devolvernos la alegría” (2013b, n. 3). (2019, n. 119) 
 
 
La Madre de Jesús es una de las pocas personas 
fieles al Señor en el Calvario. A ella le pedimos que la 
meditación de este libro nos ayude a una nueva conversión, 
a recomenzar cada día nuestra lucha para unirnos al 
sacrificio redentor de acuerdo con su enseñanza: “Si alguno 
quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome 
su cruz y me siga” (Mc 8,34). 
 
 
Bogotá, 6-10-2020 
 
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1. Camino de Jerusalén 
 
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1.1. Primer anuncio de la muerte y resurrección 
 
 
En el capítulo 16 del evangelio de san Mateo, y en el 
octavo de san Marcos, se presenta una peculiar encuesta 
que hizo Jesús sobre quién decía la gente que era él, y qué 
habían comprendido los Apóstoles sobre su persona y su 
misión. Pedro respondió con audacia que Jesús era el 
Mesías, ante lo cual el Maestro los conminó a guardar esa 
verdad como un secreto. Podemos intuir el sentido último 
de ese diálogo con el anuncio que el Señor hizo a 
continuación: “comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos 
que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte 
de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía 
que ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21). 
La clave del mesianismo del Señor pasa por la cruz, 
de acuerdo con lo que habían predicho los profetas, como 
se ve en los cánticos del siervo del Señor que presenta 
Isaías (50,5-9): “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, 
las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el 
rostro ante ultrajes y salivazos”. Pedro, representante de 
nuestra falta de fe, lo reprendió por decir tales cosas justo 
cuando acababa de confirmarles el esplendor de su 
mesianismo: “Se lo llevóaparte y se puso a increparlo” (Mc 
8, 32). Jesús, a su vez, le hizo ver que razonaba con lógica 
humana ante el modo de obrar de Dios. Quizás el primer 
papa entendía el papel de Jesús en clave política, como casi 
todos sus contemporáneos. Jesús no dudó en corregirlo de 
modo llamativo: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas 
como los hombres, no como Dios!”. 
 
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La reconvención —vade retro— puede considerarse 
enigmática: se solía traducir como “apártate de mí”, y ahora 
se ha mejorado con la versión “ponte detrás de mí”, que el 
papa Benedicto XVI (2006) glosa: 
No me señales tú el camino; yo tomo mi sendero y tú 
debes ponerte detrás de mí. Pedro aprende así lo que 
significa en realidad seguir a Jesús. Nosotros, como Pedro, 
debemos convertirnos siempre de nuevo. Debemos seguir a 
Jesús y no ponernos por delante. Es él quien nos muestra la 
vía. Así, Pedro nos dice: tú piensas que tienes la receta y 
que debes transformar el cristianismo, pero es el Señor 
quien conoce el camino. Es el Señor quien me dice a mí, 
quien te dice a ti: sígueme. Y debemos tener la valentía y la 
humildad de seguir a Jesús, porque él es el camino, la 
verdad y la vida. 
La increpación de Jesús a Pedro se completa y 
explica con la siguiente invitación: “Si alguno quiere venir 
en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me 
siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el 
que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”. 
Es como una nueva vocación. Muchas personas han 
sentido el llamado divino al escuchar estas palabras: “Es la 
ley exigente del seguimiento: hay que saber renunciar, si es 
necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos 
valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios 
en el mundo” (Benedicto XVI, 2006). 
No hay mejor negocio: “el que pierda su vida por mí 
y por el Evangelio, la salvará”, gozará la verdadera alegría 
ya en esta tierra y después, mucho más, en el cielo. Pero el 
 
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precio es perder la vida. Como dice el Catecismo: la 
perfección cristiana “pasa por la cruz. No hay santidad sin 
renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual 
implica la ascesis y la mortificación que conducen 
gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las 
bienaventuranzas” (Iglesia Católica, 1993, n. 2015). 
Juan del Encina lo enseñaba de manera poética: 
“Corazón que no quiera sufrir dolores, pase la vida entera 
libre de amores”. El Santo Cura de Ars (san Juan María 
Vianney, 2015) predicaba que, … desde que el hombre pecó, 
sus sentidos todos se rebelaron contra la razón; por 
consiguiente, si queremos que la carne esté sometida al 
espíritu y a la razón, es necesario mortificarla; si queremos 
que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso 
castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, 
es necesario mortificar el alma con todas sus potencias. (p. 
66) 
Sacrificarse voluntariamente por amor a Jesús no es 
otra cosa que seguir sus huellas: él nació y vivió pobre, 
ayunó cuarenta días con sus noches, no tenía dónde 
reclinar la cabeza, pasó hambre y sed, sufrió persecución, 
padeció en la cárcel y en juicios inicuos, fue sometido al Vía 
Crucis y, finalmente, murió en la cruz. Tú y yo, ¿qué hemos 
hecho para seguirlo de cerca?, ¿nos damos cuenta de la 
importancia de negarnos a nosotros mismos, de tomar 
nuestra cruz —siempre pequeña, comparada con la suya— 
y de seguirle? 
Probablemente a nosotros no nos toque repetir los 
padecimientos y los ayunos de Jesús, pero vale la pena 
mirar en la oración qué cosas pequeñas (o no tan 
 
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pequeñas) podemos ofrecerle a Dios. La única manera de 
seguir a Jesucristo es negándonos a nosotros mismos, a 
nuestros egoísmos, a nuestra sensualidad, rechazando las 
tentaciones que pretenden apartarnos del camino. Pero el 
seguimiento de Jesús no es solo un sendero de negaciones. 
Ese “ponerse detrás” del Maestro que Jesús recomienda 
supone, sobre todo, tomar positivamente la cruz, buscarla 
en las circunstancias ordinarias. 
Por eso es tan importante que, en nuestra lucha 
interior, tengamos una lista de mortificaciones, de 
pequeños sacrificios que son como la oración del cuerpo, 
con los que vamos condimentando la jornada: desde el 
primer momento, podemos ofrecer el “minuto heroico”, la 
levantada en punto, que tanto nos ayuda a vivir con talante 
de lucha. Cada uno puede hablar con el Señor, 
comprometerse con él en otros pequeños ofrecimientos a lo 
largo del día: bañarse con agua fría; dejar ordenados el 
cuarto y el baño antes de salir; comer con templanza, en 
cuanto a la cantidad y a la calidad; llegar puntualmente al 
trabajo, trabajar con intensidad, aprovechar el tiempo, 
hacer sus labores con orden, servir a los demás, estudiar 
con constancia, evitar las distracciones en el uso de internet 
y de las redes sociales, vivir la caridad en el trabajo y en la 
calle (conducir como lo haría Jesucristo, ceder el paso, 
respetar las normas del tránsito). 
Y también al llegar a casa: sonreír —a pesar del 
cansancio de la jornada laboral—, cuidar el orden en la 
ropa, en el cuarto, en el baño, en el estudio; ceder el 
televisor o el computador a quien lo necesita, no hacer un 
comentario gracioso pero molesto, perdonar, pedir perdón, 
 
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adelantarse a las necesidades ajenas, ofrecerse a hacer un 
oficio menos grato, moderar el carácter, etc. 
Pueden servir para nuestra oración unas palabras de 
Benedicto XVI, en la Encíclica Spe salvi (2007b), sobre la 
mortificación como una manera de tomar la cruz del Señor, 
cada día: la idea de poder “ofrecer” las pequeñas 
dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez 
como punzadas más o menos molestas, dándoles así un 
sentido, eran parte de una forma de devoción todavía muy 
difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez 
menos practicada […]. Estas personas estaban convencidas 
de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-
padecer de Cristo, que así entraban a formar parte de algún 
modo del tesoro de compasión que necesita el género 
humano. (n. 40) 
La consideración de este pasaje nos debe confirmar 
en nuestra decisión de seguir a Jesucristo en su camino a la 
cruz. De identificarnos con él, como sugiere san Pablo: 
“Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de s, por la 
cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo” 
(Ga 6,14). Tomás de Aquino presenta la cruz como la mejor 
escuela para aprender la ciencia de la identificación con 
Jesucristo en virtudes como la caridad, la paciencia, la 
humildad o la obediencia: 
La pasión de Cristo tiene el don de uniformar toda 
nuestra vida. El que quiera vivir con rectitud, no puede 
rechazar lo que Cristo no despreció, y ha de desear lo que 
Cristo deseó. En la cruz no falta el ejemplo de ninguna 
virtud. Si buscas la caridad, ahí tienes al Crucificado. Si la 
paciencia, la encuentras en grado eminente en la cruz. Si la 
 
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humildad, vuelve a mirar a la cruz. Si la obediencia, sigue al 
que se ha hecho obediente al Padre hasta la muerte de cruz. 
(Collationes de Credo in Deum, citado por Belda, 2006, p. 
130) 
“Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a 
sí mismo, tome su cruz y me siga”. El sentido del 
sufrimiento, del dolor, del tomar la cruz cotidiana consiste 
en ir detrás de Cristo, en acompañarlo en su tarea 
salvadora, en ser corredentores con él; no es una prácticamasoquista. Tampoco es cuestión de cumplir unos 
propósitos, sino de destinar la vida, de gastarla al servicio 
del Señor y de las almas. “Porque, quien quiera salvar su 
vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el 
Evangelio, la salvará”. 
Sin embargo, no hemos de olvidar el planteamiento 
inicial del pasaje que estamos contemplando: “El Hijo del 
hombre tiene que padecer mucho, […] y resucitar a los tres 
días”. ¡Hay esperanza! Se trata de un plan divino para 
salvarnos. La última palabra no es de dolor y de muerte, 
sino de alegría y de vida, como enseñaba san Josemaría, 
basado en su propia experiencia de padecimientos por 
Cristo: 
 
Solo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se 
decide a colocar en el centro de su alma la cruz, negándose 
a sí mismo por amor a Dios, estando realmente 
desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, 
es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y 
sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la 
 
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gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo. Es entonces 
también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que 
Cristo nos ha ganado, que se nos comunican con la gracia 
del Espíritu Santo. (San Josemaría, 2010, n. 137) 
Por ese camino de identificación con Jesucristo, de 
seguirlo hasta el Calvario, este santo descubrió que “la 
alegría tiene sus raíces en forma de cruz” (San Josemaría, 
2010, n. 43; cf. 2009b, n. 28). Porque esa es la única vía para 
realizar su llamado a corredimir con él. Lo consideramos en 
el cuarto misterio doloroso del santo Rosario: “No te 
resignes con la cruz. Resignación es palabra poco generosa. 
Quiere la cruz. Cuando de verdad la quieras, tu cruz será... 
una cruz, sin cruz. Y de seguro, como él, encontrarás a 
María en el camino”. 
 
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1.2. El celibato por el reino de los cielos 
 
 
Después del segundo anuncio de la pasión, san 
Mateo relata que los fariseos se acercaron con insidia a 
Jesús preguntándole, “para tentarle” (19, 1-12): 
 
 
Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, 
para ponerlo a prueba: “¿Es lícito a un hombre repudiar a 
su mujer por cualquier motivo?”. Él les respondió: “¿No 
habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre 
y mujer, y dijo: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su 
madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola 
carne’? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. 
Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. 
 
 
El Señor expone la dignidad del matrimonio, inscrito 
en el plan original de la creación. También muestra las 
exigencias de santidad que ese sacramento conlleva, ante lo 
cual sus propios discípulos reaccionan diciendo: “Si esa es 
la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta 
casarse”. La respuesta del Señor es una clase magistral 
sobre el celibato: “No todos entienden esto, solo los que han 
recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre 
de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los 
cielos. El que pueda entender, entienda”. 
El contexto es claramente polémico: el primer 
requisito para entender esta doctrina es querer. Si uno se 
acerca con predisposiciones negativas, nacidas quizá de la 
propia incapacidad para vivirlo, no lo entenderá nunca. La 
respuesta de Jesús habla de tres clases de eunucos o de 
célibes: congénitos, castrados para servir en las cortes, y los 
voluntarios que se dedican libremente a las exigencias del 
reino. Este último grupo se relaciona con las propuestas 
radicales que el Señor había hecho once capítulos atrás, en 
el mismo Evangelio de Mateo (8,22): “Sígueme y deja a los 
muertos enterrar a sus muertos”. También resuenan aquí 
las enseñanzas de san Pablo sobre la superioridad de la 
virginidad cristiana (1Co 7,25ss): “Quien desposa a su 
virgen obra bien; y quien no la desposa obra mejor”. 
Gnilka (1995) cuenta que, por el uso de la palabra 
“eunuco”, se trataba de un insulto a Jesús: los enemigos le 
decían de esa forma (así como le llamaban “comedor y 
bebedor”), escandalizados por su celibato voluntario, que 
suscitaba extrañeza en el judaísmo contemporáneo. No se 
trata de un ideal ascético, ni tampoco de un escalafón para 
alcanzar el reinado de Dios, sino de una opción para 
dedicarse con todas las fuerzas a trabajar para el reino, por 
amor. 
El celibato “por el reino de los cielos” forma parte 
del anuncio cristiano a través de los tiempos y no pierde su 
vigencia en las circunstancias actuales, pero requiere una 
perspectiva teológica para comprenderlo, no se puede 
afrontar solo desde encuestas sociológicas. La esencia del 
 
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19 
 
celibato consiste, en palabras de Echevarría (2003), en que 
manifiesta la completa y libre oblación que el candidato 
hace de su propia vida, para Cristo y para la Iglesia, 
siguiendo el ejemplo —y la llamada y la gracia— de 
Jesucristo. San Josemaría hablaba en una ocasión a la luz de 
su propia experiencia: 
El sacerdote, si tiene verdadero espíritu sacerdotal, 
si es hombre de vida interior, nunca se podrá sentir solo. 
¡Nadie como él podrá tener un corazón tan enamorado! Es 
el hombre del Amor, el representante entre los hombres del 
Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, 
con Jesucristo y en Jesucristo. Es una realidad divina que 
me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, 
alzando y teniendo en las manos el cáliz y la sagrada hostia, 
repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: 
Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso... Por él, con él, en él, para 
él y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo 
yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas 
miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día 
se renueva. (Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-
4-1969, citado por Echevarría, 2003) 
Me parece que de esas palabras pueden sacarse 
muchas consecuencias, pero sobre todo propósitos, 
teniendo en cuenta que todos los cristianos somos 
sacerdotes —por el bautismo y la confirmación—, si bien 
de modo distinto al sacerdocio ministerial. 
Una idea, quizá la principal, es la de no sentirse solo. 
El cristiano que tiene vida interior no se siente nunca solo 
y, por eso, no busca compensaciones. Quien hace oración, 
habla con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo, 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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acude a la intercesión de la Virgen, de los ángeles y de los 
santos; visita con frecuencia a Jesús en el sagrario, tendrá 
siempre un corazón enamorado, “nadie como él” podrá 
sentirse tan acompañado. 
En ese contexto es posible decir que el sacerdote —y 
todo cristiano enamorado de Dios— “es el hombre del 
Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho 
hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo 
y en Jesucristo”. Pensar en esas preposiciones admite 
mucho examen de conciencia: tú y yo, ¿vivimos “por, para, 
con y en” Jesucristo? 
Inmediatamente pensamos en el final de la plegaria 
eucarística, ese momento en que le presentamos al Padre el 
Cuerpo y la Sangre de Cristo, recién consagrados, ofrecidos 
en alto por las manos del sacerdote, que dice: “Por Cristo, 
con él y en él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del 
Espíritu Santo, todo honor y toda gloria…” ¿Cuántas veces 
nos hemos conmovido al responder “Amén”, después de 
esta doxología? 
San Josemaría dice que se conmueve hastalas 
entrañas “cuando todos los días, alzando y teniendo en las 
manos el cáliz y la sagrada hostia, repito despacio, 
saboreándolas, estas palabras del Canon: […] Por él, con él, 
en él, para él y para las almas vivo yo” (Apuntes tomados en 
una reunión familiar, 10-4-1969, citado por Echevarría, 
2003). Una objeción que puede surgir ante palabras tan 
encendidas, que nos permiten adentrarnos en el corazón de 
un santo es, precisamente, que nosotros somos pecadores. 
Podemos ver el ejemplo de los bienaventurados como un 
ideal inaccesible, para “genios de la santidad”, como decía el 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
21 
 
entonces cardenal Ratzinger. Y para eso nos ayudan las 
últimas palabras de esta cita: “De su Amor y para su Amor 
vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de 
esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada 
día se renueva” (Apuntes tomados en una reunión familiar, 
10-4-1969, citado por Echevarría, 2003), que muestran una 
lucha que ha durado toda la vida, hasta la muerte. 
Contaba que, siendo muy joven, un profesor le había 
enseñado la necesidad del celibato para los curas: “porque 
no concuerda el salterio con la cítara”. De esa manera le 
aclaraba que no hay lugar —ni tiempo— para un cariño 
humano. Y viene al caso una anécdota que trae el libro de 
las hermanas Toranzo acerca de “Una familia del 
Somontano”: refieren que, mientras Josemaría era 
estudiante en el Seminario de Zaragoza, durante algún 
periodo, unas mujeres que no conocía en absoluto, con 
cierta frecuencia, intentaron provocarlo, pero él ni las 
miraba siquiera y soportó esta persecución diabólica —que 
no podía evitar—, poniéndose en manos de la Virgen. 
Cuando su papá le sugirió “que era mejor ser un buen padre 
de familia que un mal sacerdote”, la respuesta del 
seminarista fue que “en el mismo momento en que se había 
dado cuenta de la persecución de aquellas mujeres 
desconocidas, a las cuales, por su parte, no había ofrecido ni 
la más mínima consideración, se había apresurado a 
informar al Rector del Seminario”. Pidió al padre que 
estuviera tranquilo, porque aquello “no había venido a 
enturbiar su decisión de hacerse sacerdote, con todas las 
consecuencias requeridas” (2004, p. 119). Cuántas 
anécdotas parecidas tendremos que contar nosotros si 
queremos de verdad que, a pesar de nuestras miserias —
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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quizá por ellas—, sea nuestro Amor “un amor que cada día 
se renueva”. 
Acudimos a la Virgen Santísima para que cada vez 
sean muchas las personas que se decidan a vivir el celibato 
por el reino de los cielos. Y que todos los cristianos vivamos 
“por Cristo, con Cristo, en Cristo, para Cristo y para las 
almas”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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1.3. La unción en Betania 
 
 
El Sábado de Pasión, la víspera del domingo de 
Ramos, conmemoramos el día cuando el Señor fue a comer 
a Betania, la pequeña aldea cercana a Jerusalén, a donde 
tanto le gustaba llegar. Allí, con la compañía de esos 
queridísimos amigos Lázaro, María y Marta, Jesús 
descansaba y reponía fuerzas (cf. Jn 12,1-11). Habían 
invitado al Maestro para celebrar la resurrección del 
hermano mayor, pero no había sido fácil concretar el día, 
debido a la persecución que habían desencadenado sus 
enemigos. 
“Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro 
era uno de los que estaban con él a la mesa”. María, 
detallista como siempre, había empleado una buena 
cantidad de sus ahorros para comprar un perfume 
importado del Oriente. En los momentos iniciales, cuando 
el protocolo sugería ofrecer al invitado agua para que se 
limpiara los pies —como sabemos por el banquete en casa 
de Simón el fariseo (cf. Lc 7,36-50)—, “María tomó una 
libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a 
Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera”. 
Este gesto nos habla, además de la natural 
manifestación de gratitud por la resurrección de Lázaro, de 
un amor generoso y pródigo al Señor, del trato delicado y 
fino con quien nos ha mostrado caridad hasta el extremo. Y 
nos invita a preguntarnos cómo le demostramos a Jesús que 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
24 
 
lo queremos, a él directamente y en sus hermanos más 
pequeños. 
Estas dos manifestaciones pueden ser el tema de 
nuestra meditación de hoy. Al comienzo de la Semana 
Santa, podemos examinar cuántas veces te hemos 
agradecido, Señor, durante el tiempo de la cuaresma, por 
habernos redimido; qué esfuerzo hemos hecho para tener 
muestras de delicadeza y afecto contigo. Por ejemplo, cómo 
cuidamos la preparación remota y próxima de la santa 
misa, cómo la celebramos o participamos, con cuánto amor 
vivimos cada parte de la eucaristía, desde el primer 
momento. 
Regresemos a la escena: “María tomó una libra de 
perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los 
pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la 
fragancia del perfume”. Ese aroma nos llega a través del 
tiempo hasta el hoy de nuestra oración. Es la esencia del 
amor, de la generosidad, del cariño por el Maestro. Ese 
“buen olor, incienso de Cristo”, del que habla san Pablo, 
pregunta por nuestra labor apostólica, que es el contexto en 
el que el Apóstol de las gentes lo menciona: “Doy gracias a 
Dios, que siempre nos asocia a la victoria de Cristo y 
difunde por medio de nosotros en todas partes la fragancia 
de su conocimiento” (2Co 2,15). 
Pidamos al Señor que, como fruto de nuestro amor 
por él —queremos que nuestro cariño sea como el de los 
hermanos de Betania—, tengamos ese sano afán de difundir 
en nuestro ambiente la vida y la doctrina de Jesús. Que, con 
nuestras palabras y con nuestras obras, con el esfuerzo por 
adquirir las virtudes, seamos de verdad ese buen olor que 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
25 
 
salva. De esa manera se cumplirán en nuestra vida las 
palabras del Apóstol: “Porque somos incienso de Cristo 
ofrecido a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden; 
para unos, olor de muerte que mata; para los otros, olor de 
vida, para vida” (2Co 2,15-16). 
Esta dicotomía la vemos reflejada en la escena de 
Betania. En medio del buen ambiente que se respiraba, 
había una persona para la cual la fragancia de nardo era 
olor de muerte: “Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el 
que lo iba a entregar, dice: ‘¿Por qué no se ha vendido este 
perfume por trescientos denarios para dárselos a los 
pobres?’”. San Juan añade que esa repentina preocupación 
social se debía en realidad a la codicia: “Esto lo dijo no 
porque le importasen los pobres, sino porque era un 
ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban 
echando”. 
San Juan Pablo II comenta que, “como la mujer de la 
unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de 
‘derrochar’, dedicando sus mejores recursos para expresar 
su reverente asombro ante el don inconmensurable de la 
eucaristía” (2003b, n. 48). En el mismo sentido había 
escrito antes san Josemaría: “Aquella mujer que en casa de 
Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la 
cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser 
espléndidos en el culto de Dios. —Todo el lujo, la majestad 
y la belleza me parecen poco” (2008, n. 527). 
Un ejemplo de ese cuidado nos lo brinda un pasaje 
de la biografía de san Manuel González, cuando dejó 
reservado por primera vez el Santísimo Sacramento en un 
convento: “Después de haber cerrado el sagrario, ya lleno 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
26 
 
con la presenciareal del Maestro divino de Nazaret, se 
despedía el Fundador de sus hijas, recordando la frase del 
beato Ávila, les repetía: ‘¡Que me lo tratéis bien, que es Hijo 
de buena Madre!’” (cf. Rodríguez, 2004, n. 531). 
Podemos repetir la oración de san Josemaría al 
recordar ese suceso: ‘¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien’ 
[…] —¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para 
clamar de este modo al oído y al corazón de muchos 
cristianos, de muchos!” (2008, n. 531). Aprendamos del 
ejemplo de María de Betania y de tantos santos 
enamorados de Jesucristo, prisionero de amor en la 
eucaristía. Que lo acojamos con el nardo de nuestras 
penitencias, de nuestra piedad renovada, del cariño 
fraterno, del afán apostólico incesante. 
Volviendo a la escena de la unción en Betania, 
podemos preguntarnos: ¿cómo reaccionó Jesús ante la 
incómoda situación en que lo puso el comentario de Judas 
Iscariote? San Juan Pablo II continúa su exégesis: la 
valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al 
deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han 
de dedicar siempre los discípulos —“pobres tendréis 
siempre con vosotros”—, él se fija en el acontecimiento 
inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que 
se le hace como anticipación del honor que su cuerpo 
merece también después de la muerte, por estar 
indisolublemente unido al misterio de su persona. (2003b, 
n. 47) Jesús dijo: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi 
sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con 
vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”. Por ese motivo 
este pasaje se lee el Lunes Santo, como preparación 
inmediata para la celebración del Triduo Pascual. El Señor 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
27 
 
anuncia veladamente que muy poco tiempo después estará 
sepultado. Y lo hace con una paz y una serenidad que 
muestran que en él se cumple la profecía del Siervo de 
Isaías, que se lee como primera lectura de la misa durante 
las jornadas iniciales de la Semana Santa (caps. 40-55): “No 
gritará, no clamará, no voceará por las calles. Yo no resistí 
ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, 
las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el 
rostro ante ultrajes y salivazos”. 
Jesucristo ofreció su vida generosamente por 
nosotros, asumió la voluntad del Padre de entregarse a la 
muerte por nuestra salvación. Debemos pensar, como el 
Apóstol san Pablo, que también podemos manifestar 
nuestro amor a Dios imitándolo en esa abnegación por 
nuestros hermanos, que nos permita decir, como el 
Apóstol: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por 
vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los 
padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la 
Iglesia”. 
La mejor manera de tomar la cruz de Cristo, camino 
del Calvario, es sufrir por los demás —sin dramatismos—, 
ser sus cirineos. Pidamos al Señor que nos ayude a 
descubrir su rostro en esos hermanos que salen a nuestro 
encuentro desde sus “periferias existenciales”, como dice el 
papa Francisco: con la enfermedad, la pobreza, las 
necesidades de afecto, de comprensión, de compañía. 
Podemos hacernos las preguntas que él mismo sugería: 
 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
28 
 
¿Se tiene la experiencia de que formamos parte de 
un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que 
Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros 
más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? 
¿O nos refugiamos en un amor universal que se 
compromete con los que están lejos en el mundo, pero 
olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta 
cerrada? (2015a) 
Cuando hablamos del amor a Dios y a los hombres, 
del que María de Betania es ejemplar, pensamos también en 
la Madre de Jesús, que al mismo tiempo es nuestra Madre. A 
ella, que “se entregó completamente al Señor y estuvo 
siempre pendiente de los hombres; hoy le pedimos que 
interceda por nosotros, para que, en nuestras vidas, el amor 
a Dios y el amor al prójimo se unan en una sola cosa, como 
las dos caras de una misma moneda” (Echevarría, 2004). 
 
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29 
 
2. Domingo de Ramos 
 
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2.1. Jesús, manso y humilde de corazón 
 
 
El domingo de Ramos se considera en la liturgia la 
figura de un rey especial anunciado por el profeta Zacarías 
(9,9-10): “¡Salta de gozo, Sión; alégrate, ¡Jerusalén! Mira que 
viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un 
borrico, en un pollino de asna”. Estas palabras no dejan de 
ser misteriosas, por paradójicas: anuncian a un rey, pero 
montado en un borrico, no en un brioso corcel: un rey 
pobre, un rey que no gobierna con poder político y militar. 
Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre 
ante Dios y ante los hombres. Esa esencia, que lo 
contrapone a los grandes reyes del mundo, se manifiesta en 
el hecho de que llega montado en un asno, la cabalgadura 
de los pobres. (Benedicto XVI, 2011, p. 14) 
 
 
Si las primeras semanas del tiempo de cuaresma 
ponen el acento en el esfuerzo ascético del cristiano para 
convertirse, la última semana, en cambio, insiste en la 
contemplación del ejemplo de Jesús al final de su caminar 
terreno, según el Evangelio de san Juan. Se pretende 
responder a la pregunta por la naturaleza de Jesús 
(Aldazábal, 2003, pp. 93 ss.). En este pasaje se nos ofrece 
una respuesta: “Su naturaleza más íntima es la humildad, la 
mansedumbre ante Dios y ante los hombres”. Se ve que 
Jesucristo es “un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Su 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
31 
 
poder reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios” 
(Benedicto XVI, 2011, p. 14). 
Humildad, mansedumbre, sencillez, pobreza. Estas 
son las notas prioritarias del rey que anunciaba Zacarías. 
Ese es el camino de Dios, desde el nacimiento en la 
humildad del pesebre hasta la muerte en el madero de la 
cruz, mientras que la piel del diablo es la soberbia (San 
Josemaría, 2009b, n. 726). Por tanto, es apenas lógico que la 
liturgia relacione la profecía sobre el rey humilde con el 
autorretrato de Jesús que transmite el Evangelio de Mateo 
(11,25-30): “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de 
mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis 
descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero 
y mi carga ligera”. 
No es lo mismo tu yugo suave y tu carga ligera que 
nuestros cansancios y agobios. Nuestro descanso es llevar 
tu yugo del modo en que tú lo portas: con mansedumbre y 
humildad. De esa manera es como tu carga alcanza la 
suavidad. San Josemaría tiene dos textos en los que habla 
de este yugo, que pueden servirnos para nuestra oración: 
“el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la 
unidad, el yugo es la vida, que él nos ganó en la cruz” (1992, 
n. 31). Y en el Viacrucis (n. 2, 4) añade otra característica: 
“mi yugo es la eficacia”. 
Se trata del compromiso con Dios que, aunque 
vincula, también libera. Es la enseñanza cristiana sobre la 
auténtica libertad, que no es ausencia de compromisos, sino 
capacidad de darse: el que más se entrega es más libre (por 
lo cual Jesús fue el hombre más libre de todos, atado con 
clavos a un madero, porque lo hizo con la libertad que da el 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
32 
 
amor). Y por ese motivo quien toma el yugo de Cristo es 
más libre que, por ejemplo, el hijo pródigo, que terminó 
esclavo de sus vicios. 
En la homilía se añade: “el yugo es la vida, que él nos 
ganó en la cruz”. Setrata de un peso que es fruto del amor. 
Puestos a sufrir —como había dicho Job (7,1): “la vida del 
hombre sobre la tierra es una milicia”—, mejor hacerlo por 
caridad que por egoísmo, mejor buscar la alegría de Dios 
que nuestro pequeño capricho. 
Podemos pensar en la manera como la Virgen acogió 
la llamada del Señor: con un “hágase” generoso, sin 
condiciones. Refiriéndose a esa respuesta, san Josemaría 
veía en ella “el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por 
Dios” (1992, n. 25). El descanso para nuestras almas está en 
llevar libremente tu yugo, Señor; en decidirnos por Ti, y 
aprender así de tu mansedumbre y de tu humildad. 
Aprender a ser libres como lo fuiste tú, entregándonos sin 
condiciones a la voluntad del Padre, a cumplir la vocación, 
la misión que nos has asignado. 
La persona que se compromete libremente, que se 
entrega cada día por amor, sabe que, cuando llega el dolor, 
“se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que 
el peso es ligero y la carga suave, porque lo lleva él sobre 
sus hombros, como se abrazó al madero cuando estaba en 
juego nuestra felicidad eterna” (San Josemaría, 1992, n. 28). 
Por eso el yugo de Cristo es vida, la vida que el mismo 
Señor nos ganó en la cruz: porque el yugo es el madero que 
él abrazó, porque él es nuestro cirineo. De ese modo, Jesús 
toma sobre sus hombros nuestras contradicciones y aligera 
nuestra carga. El Señor nos propone un intercambio: darle 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
33 
 
lo que nos pesa y tomar nosotros su carga. Saldremos 
ganando, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera. Nos 
mueve a abandonar en él nuestra soberbia, que tantas 
fatigas nos procura, y a revestirnos su humildad, que 
permite considerar las cuestiones en su verdadera 
dimensión, sin exagerar las dificultades. A mudar nuestra 
ira y nuestra arrogancia, por su mansedumbre. Siempre un 
cambio a nuestro favor: cargamos sobre él la opresión que 
nuestros vicios y pecados merecen, y conseguimos las 
virtudes y la paz que él nos trae. Nos llama a canjear el 
desordenado amor propio, por ese amor de Dios que se 
entrega a todos. (Echevarría, 2005, p. 190) 
 
San Agustín había esclarecido que el principal yugo 
que el Señor había venido a quitarnos de encima era el peso 
de los propios pecados, ¿Puede haber una carga más 
insufrible?: “Dice Jesús a los hombres que llevan cargas tan 
pesadas y detestables y que sudan en vano bajo ellas: 
‘Venid a mí… y yo os aliviaré’. ¿Cómo alivia a los cargados 
con pecados, sino perdonándoselos?” (Sermón 164, 4). 
Dios cambia el misterio de la iniquidad de nuestros 
primeros padres y de nosotros mismos por el misterio de 
su caridad infinita, que es el camino de la liberación, de la 
redención, de la justificación. Por esa razón, la propuesta 
del Señor para liberarnos del yugo del pecado es que 
acudamos a su misericordia, que acojamos su voluntad y 
que imitemos su ejemplo: “Tomad mi yugo sobre vosotros y 
aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
34 
 
¡Cuántas manifestaciones de humildad podríamos 
comentar! Por ejemplo: recordar que el apostolado es de 
Dios, no nuestro. Que lo que atrae y conquista a las almas es 
la gracia de Dios, la fuerza del Evangelio, y no nuestras 
pobres palabras humanas —aunque tenemos que prever 
muy bien lo que vayamos a decir—. Por eso, la mejor 
preparación del apostolado, de la predicación, de la caridad, 
es “gastar” tiempo delante del sagrario, “perder” esos 
minutos en adoración, desagravio, pidiendo perdón, y en 
intercesión por tantas almas y tantos asuntos: 
encomendarlos a Dios para que sea él quien haga su obra, 
antes, más y mejor. Como hemos visto antes, “mi yugo es la 
eficacia”. Humildad es esforzarse por hacer muy bien la 
oración, lo que san Agustín resumía diciendo que primero 
está la oración y después la peroración (cf. De Doctrina 
Christiana, n. 32). San Josemaría lo afirmaba con palabras 
parecidas: “antes de hablar a las almas de Dios, hablad 
mucho a Dios de las almas” (citado por Echevarría, 2016). 
Podemos concluir con un elenco de siete virtudes 
que manifiestan la humildad interior. Si nos faltan esas 
características de la vida cristiana, es que quizá hay una 
“soberbia oculta” en el fondo de nuestra alma: 
 
— “La oración” es la humildad del hombre que 
reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien 
se dirige y adora, de manera que todo lo espera de él y nada 
de sí mismo. 
— “La fe” es la humildad de la razón, que renuncia a 
su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad 
de la Iglesia. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
35 
 
— “La obediencia” es la humildad de la voluntad, 
que se sujeta al querer ajeno, por Dios. 
— “La castidad” es la humildad de la carne, que se 
somete al espíritu. 
— “La mortificación” exterior es la humildad de los 
sentidos. 
— “La penitencia” es la humildad de todas las 
pasiones, inmoladas al Señor. 
— La humildad es la verdad en el camino de la lucha 
ascética (2009a, n. 259) 
 
Acudamos a la Virgen Santísima, quien decía que el 
Señor la había llamado porque se había fijado “en la 
humildad de su esclava”, y pidámosle que nos alcance la 
audacia necesaria para decidirnos a llevar sobre nosotros el 
yugo de su Hijo y a aprender de él, que es manso y humilde 
de corazón. De esa manera, Madre nuestra, encontraremos 
el verdadero descanso para nuestras almas: “porque su 
yugo es llevadero y su carga ligera”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
36 
 
2.2. El grano de trigo 
 
 
El Evangelio de san Juan presenta las últimas 
jornadas de Jesús con una consideración teológica, más que 
como un simple recuento de esos eventos. En el capítulo 12 
(20-36) muestra que el Señor subió a Jerusalén para 
celebrar la que sería su última Pascua en la tierra. Acababa 
de pasar la entrada triunfal en la ciudad santa y, entre los 
peregrinos, “había algunos griegos; estos, acercándose a 
Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: ‘Señor, 
queremos ver a Jesús’. Felipe fue a decírselo a Andrés; y 
Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús”. 
Parece un relato prescindible y, sin embargo, tiene 
un significado importante: la misión universal de Jesús. 
Justo cuando las autoridades del pueblo elegido lo 
rechazarán como su Mesías, unos extranjeros se interesan 
por él. Además, esta primera escena nos muestra el “hecho 
religioso”, que todas las culturas buscan a Dios: “queremos 
ver a Jesús”. Y también nos enseña la importancia del 
testimonio cristiano: aquellos griegos se acercaron a Felipe 
porque sabían que era un seguidor de Cristo. Y él actuó con 
prontitud, consciente del valor de cada alma. Se unió a otro 
Apóstol y, con él, intercedió ante el Maestro por esos 
hombres. 
Jesús reaccionó con alegría y les contestó: “Ha 
llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. 
Pero ¿en qué consiste esa exaltación? Uno se imagina un 
ensalzamiento, una festividad. Sin embargo, el Señor 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
37 
 
continúa con una pequeña parábola, que explica lo que 
sucederá en los siguientes días de la primera Semana Santa: 
“En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en 
tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho 
fruto”. 
Todos eran conscientes de la dinámica agraria, de la 
muerte de la semilla, y captaban el significado de la 
enseñanza. Sin embargo, para que no quedaran dudas, Jesús 
aclaró: “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se 
aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la 
vida eterna”. Muchaspersonas, leyendo estas palabras del 
Evangelio, han visto claramente la vocación a la que el 
Señor las llamaba: dar la propia vida, aborrecer los 
reclamos del mundo y decidirse a servir a Jesús y, de ese 
modo, ganar la vida eterna. 
En otras ocasiones, personas ya entregadas a Dios se 
han reafirmado en los propósitos de entrega, como 
queremos hacer nosotros ahora. Pensemos, por ejemplo, en 
la experiencia espiritual de san Josemaría: 
Le decía yo al Señor, hace unos días, en la santa 
misa: “Dime algo, Jesús, dime algo”. Y, como respuesta, vi 
con claridad un sueño que había tenido la noche anterior, 
en el que Jesús era grano, enterrado y podrido —
aparentemente—, para ser después espiga cuajada y 
fecunda. Y comprendí que ése, y no otro, es mi camino. 
¡Buena respuesta! Efectivamente, desde octubre, aunque 
creo que nada he dicho, no me falta cruz..., cruces de todos 
los tamaños; aunque a mí, de ordinario, me pesan poco: las 
lleva él. (Apuntes íntimos, n. 1304, citado por Rodríguez, 
2004, n. 199) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
38 
 
 
Seguir a Cristo en su camino hacia el Calvario; ser 
grano enterrado, sacrificado como Jesús, para resucitar con 
él. “¡Buena respuesta!”, buen propósito para acompañar al 
Maestro cargando con la cruz de cada día: “Procura vivir de 
tal manera que sepas, voluntariamente, privarte de la 
comodidad y bienestar que verías mal en los hábitos de 
otro hombre de Dios. Mira que eres el grano de trigo del 
que habla el Evangelio. —Si no te entierras y mueres, no 
habrá fruto” (San Josemaría, 2008, n. 938). 
Podemos examinarnos sobre cómo vivimos la 
penitencia: ¿qué tanto escuchamos la invitación y el 
ejemplo del Señor para convertirnos de nuevo? ¿Notamos 
la exigencia en la mortificación interior (imaginación, 
curiosidad, inteligencia, voluntad), en los pequeños ayunos, 
en la mortificación de los sentidos (uno por uno), en el 
“minuto heroico” al levantarse, en la puntualidad, en la 
lucha por dominar nuestro carácter? ¿Cómo hemos afinado 
en el plan de vida espiritual, en la santa misa, en el santo 
rosario, en la oración mental? 
“El que quiera servirme, que me siga, y donde esté 
yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el 
Padre lo honrará”. El camino del seguimiento de Cristo en 
su morir como la semilla de trigo pasa también por la unión 
con él en la eucaristía, donde se cumple la “mutua 
inmanencia”: “el que come mi carne y bebe mi sangre 
habita en mí y yo en él”. 
A continuación, san Juan transmite la intimidad de 
Jesús, su autoconciencia divina, por medio de unas palabras 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
39 
 
relacionadas con la oración en el huerto de Getsemaní (que 
el cuarto Evangelio omite): “Ahora mi alma está agitada, y 
¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he 
venido, para esta hora”. La voluntad humana de Jesús se 
identifica con la voluntad divina, acoge la llamada a la cruz, 
a la muerte del grano de trigo. Y el “hágase tu voluntad” de 
los sinópticos aparece aquí como “¡Padre, glorifica tu 
nombre!”. 
Es difícil, para nuestra mentalidad, entender que la 
glorificación del Padre se da por medio del sacrificio del 
Hijo. Y que la llamada que Jesús quiere hacernos es a que lo 
sigamos por ese camino de acoger la cruz en nuestra vida, 
de morir con él a través de la penitencia para después 
resucitar con él, como decía san Pablo (Rm 6,5): “si hemos 
sido injertados en él con una muerte como la suya, también 
lo seremos con una resurrección como la suya”. 
El Padre confirma esta doctrina con una teofanía con 
la cual expresa que glorificará a Jesús por medio de la 
Resurrección. Siempre da más de lo que pide. El Hijo le 
entrega su vida terrena y recibe, a cambio, la gloria de la 
exaltación definitiva: 
Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y 
volveré a glorificarlo”. La gente que estaba allí y lo oyó, 
decía que había sido un trueno; otros decían que le había 
hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no 
ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado 
el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado 
fuera”. (Jn 12,30) 
 
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40 
 
 
 
La escena del Evangelio concluye con una expresión 
un poco misteriosa: “Y cuando yo sea elevado sobre la 
tierra, atraeré a todos hacia mí”. Juan se ve obligado a 
aclarar: “Esto lo decía dando a entender la muerte de que 
iba a morir”. San Josemaría tuvo una experiencia mística 
con estas palabras del Evangelio, y exponía las 
consecuencias de su interpretación para los cristianos de 
hoy: “Cristo, muriendo en la cruz, atrae a sí la Creación 
entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio 
del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, 
colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades 
humanas” (2011, 59). 
Podemos terminar haciendo nuestra una oración 
que el cardenal Ratzinger escribió para el último Viacrucis 
que presidió Juan Pablo II: 
Señor Jesucristo, has aceptado por nosotros correr la 
suerte del grano de trigo que cae en tierra y muere para 
producir mucho fruto […]. Líbranos del temor a la cruz, del 
miedo a las burlas de los demás, a que se nos pueda escapar 
nuestra vida si no aprovechamos con afán todo lo que nos 
ofrece. Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que 
prometen vida, pero cuyos resultados, al final, sólo nos 
dejan vacíos y frustrados. Que, en vez de querer 
apoderarnos de la vida, la entreguemos. Ayúdanos, al 
acompañarte en este itinerario del grano de trigo, a 
encontrar, en el “perder la vida”, la vía del amor, la vía que 
verdaderamente nos da la vida, y vida en abundancia. 
(2005b, pp. 3, 6) 
 
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3. Discusiones con los fariseos 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
42 
 
3.1. Parábola de los dos hijos 
 
 
Seguimos acompañando a Jesús, que se encuentra en 
Jerusalén, ya en los últimos días de su vida terrenal. En el 
apretado resumen de los últimos capítulos de su Evangelio, 
san Mateo presenta sus controversias en el templo con “los 
sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo”, que le 
preguntan por el origen de la autoridad que se atribuía para 
expulsar a los vendedores del templo, para curar a los 
enfermos y para enseñar allí: “¿Con qué autoridad haces 
esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?” (21,23). 
El Maestro les responde por medio de una parábola: 
“Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: 
‘Hijo, ve hoy a trabajar en la viña’”. Se trata de una parábola 
más sobre agricultores. Pero en este caso, el dueño no se 
dirige a los obreros o a los arrendatarios, sino a sus propios 
hijos, y como manifestación de amor comparte con ellos la 
responsabilidad de la casa. 
“Hijo, ve hoy”… En la Escritura el “hoy” es muy 
importante. Muestra la actualidad del amor divino: “Tú eres 
mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2), como también la 
santa impaciencia que el Señor tiene para que acudamos a 
Él con prontitud: “Ojalá escuchéis hoy su voz” (Sal 94). 
Además, el mismo Jesús nos enseña a pedirle que nos 
atienda de inmediato: “Danos hoy nuestro pan de cada día” 
(Mt 6,11). El Catecismo comenta que ese “‘Hoy’ es también 
una expresión de confianza. El Señor nos lo enseña; no 
hubiéramos podido inventarlo. […] Este ‘hoy’ no es 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
43 
 
solamente el de nuestro tiempo mortal: es el Hoy de Dios” 
(n. 2836). 
El padre de la parábola se dirige a ellos con un 
apelativocariñoso: “hijo mío, ve hoy a trabajar en la viña”. 
Los hijos viven gracias a esa finca, y la recibirán en herencia 
cuando su padre fallezca. Están directamente implicados en 
ella, no le hacen ningún favor si van a trabajar allí: es una 
obligación de justicia, hasta un buen negocio. San Josemaría 
comenta: 
 
Tú y yo hemos de recordarnos y de recordar a los 
demás que somos hijos de Dios, a los que, como aquellos 
personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha 
dirigido idéntica invitación: “hijo, ve a trabajar en mi viña” 
(Mt 21,28). Os aseguro que, si nos empeñamos diariamente 
en considerar así nuestras obligaciones personales, como 
un requerimiento divino, aprenderemos a terminar la tarea 
con la mayor perfección humana y sobrenatural de que 
seamos capaces. (1992, n. 57) 
 
Imaginemos que somos uno de esos hijos, y 
pensemos a cuál de los dos nos parecemos: El primero 
responde de mala manera: “no quiero”. Al menos es sincero, 
manifiesta con espontaneidad —quizá excesiva— lo que 
piensa, lo que siente, el estado de su alma: “no quiero”. 
Tampoco dice que no irá, sino que no quiere. Podría 
compararse con la respuesta de Jesús al padre en 
Getsemaní, que humanamente tampoco quería: “Padre, si 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
44 
 
quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi 
voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). 
“No quiero”. La respuesta suena grosera y 
maleducada, pero también nosotros nos rebelamos ante las 
peticiones del Señor, cuando nos pide más entrega, más 
lucha, que apartemos las ocasiones de pecado, que 
apaguemos las tentaciones en los primeros chispazos; que 
nos entreguemos a los demás. ¡Cuántas veces respondemos, 
como el primer hijo: “No quiero”! 
El padre no replicó a la mala respuesta de su hijo. 
Quizás esbozó un gesto de desencanto y “se acercó al 
segundo y le dijo lo mismo”. El segundo hijo es más 
educado y respetuoso, pues —además de que promete 
obedecer— trata a su padre como “señor”. Es formalista, 
pero se queda en las apariencias. Dice que sí, pero no hace; 
promete pero no cumple. Trae al recuerdo las enseñanzas 
de Mt 7,21, donde Jesús había dicho: “No todo el que me 
dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el 
que hace la voluntad de mi Padre”. 
Mientras tanto, el primer hijo recapacitó: pensó que 
no había hecho bien al responder de ese modo a un padre al 
que tanto debía. Se dio cuenta de su error, lo reconoció, 
“pero después se arrepintió y fue”. Esta es una de las 
palabras clave de la parábola: arrepentimiento. Aquel 
muchacho cayó en la cuenta de que el trabajo era en la viña 
de su padre, que también era su propiedad. No trabajaba 
para otro, sino para sí. El padre no “abusaba”, no pedía para 
él mismo: con ese encargo le estaba ayudando al hijo a ser 
mejor y a acrecentar su propio patrimonio. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
45 
 
Se trata de un verdadero proceso de conversión, en 
el que también podemos imitarlo. Ya que, en ocasiones, nos 
hemos parecido a él en su respuesta negativa al Padre, 
también podemos imitar su decisión de cambio, su 
arrepentimiento con obras, su rectificación: “Quizá en 
alguna ocasión nos rebelemos —como el hijo mayor que 
respondió: ‘no quiero’—, pero sabremos reaccionar, 
arrepentidos, y nos dedicaremos con mayor esfuerzo al 
cumplimiento del deber” (San Josemaría, 1992, n. 57). 
El arrepentimiento, la conversión, muda al 
desobediente en hijo que no solo cumple la voluntad del 
padre, sino que también cree. La parábola se trifurca en sus 
llamadas a la conversión: 
-al arrepentimiento, a reconocer que hemos 
respondido negativamente a los mandatos de Dios, y 
convertir nuestra vida en un sí definitivo. 
-a la fe, confianza de hijos. En este caso, a atender la 
predicación de Juan y el ministerio de Jesús. El Señor nos 
invita a desconfiar de nosotros mismos y a creerle al Padre, 
a redescubrir su misericordia, que no responde a la imagen 
del amo arrogante que se habían formado los hijos de esta 
parábola, igual que los del relato del hijo pródigo. 
-y a la obediencia al Padre. No solo decir, sino hacer. 
Es preferible negarse al comienzo pero después obrar, que 
responder con decoro y más adelante desobedecer. Por esa 
razón, Jesús concluye la parábola diciendo que los 
pecadores arrepentidos precederían a las autoridades 
religiosas que se negaban a aceptar el ministerio de Juan y 
el mesianismo de Jesús. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
46 
 
 
Una nueva manifestación de la misericordia divina, 
que nos llena de esperanza a quienes nos reconocemos 
pecadores: Dios está pendiente de nuestra reacción y nos 
acoge inmediatamente, como el padre del hijo pródigo. Ya 
lo había profetizado Ezequiel (18,20-22), al hablar de la 
actitud misericordiosa del Señor ante el arrepentimiento 
del pecador: “Si el malvado se convierte de todos los 
pecados cometidos y observa todos mis preceptos, practica 
el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá. No 
se tendrán en cuenta los delitos cometidos; por la justicia 
que ha practicado, vivirá”. 
Conversión, acoger la misericordia de Dios. El 
Evangelio nos llama a rectificar nuestra mala conducta. Esta 
era la característica principal de la predicación de Juan 
Bautista, y Jesús comenzó su enseñanza con la misma 
invitación: “Arrepentíos. Convertíos”. 
 
San Josemaría lo expresó en dos puntos breves y 
gráficos de Camino: “Comenzar es de todos; perseverar, de 
santos”; “La conversión es cosa de un instante. —La 
santificación es obra de toda la vida”. El itinerario del 
cristiano exige una actitud de permanente y renovada 
conversión, porque se ha de crecer constantemente en la 
riqueza espiritual del trato con Dios. Esta perseverancia 
implica empeño, decisión, concretar propósitos en un santo 
afán por rectificar y mejorar cada día un poco, sin ceder al 
cansancio y menos aún al desánimo. (Echevarría, 2002, p. 
84) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
47 
 
 
Rectificar, decidirse a la conversión, exige una 
profunda humildad: reconocer el propio error, un acto al 
que se opone nuestra soberbia. Y también hace falta ser 
muy humildes para saberse necesitados de la gracia de 
Dios: 
 
Se equivocaría, sin embargo, quien considerara esa 
perseverancia en la conversión como fruto de la propia y 
exclusiva fuerza de voluntad. La conversión —como la fe, 
con la que está íntimamente relacionada— es don de Dios. 
Y también viene de Él la constancia en el esfuerzo en el que 
la mudanza se prolonga. (Echevarría, 2002, p. 84) 
 
Volvamos al diálogo del padre con el segundo hijo. 
“Él le contestó: ‘Voy, señor’”. Si ante la respuesta del primer 
hijo el agricultor sintió desencanto, la actitud pronta del 
segundo le devolvió la tranquilidad: tenía con quien contar, 
la pequeña viña estaría atendida, se cumpliría el proyecto 
que tenía para aquella jornada. “Pero no fue”. Todo se 
quedó en agua de borrajas, en meras promesas. Como 
nosotros, cuando no cumplimos los propósitos en la vida de 
oración, en el apostolado o en el trabajo. 
Después de formular la parábola, Jesús pregunta: 
“¿Quién de los dos cumplió la voluntad del padre?”. Esta es 
la clave de la vocación cristiana, lo que caracteriza al buen 
hijo, la señal de familiaridad con Jesús: “El que haga la 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
48 
 
voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi 
hermano y mi hermana y mi madre” (Mt 12,50). Cumplir la 
voluntad del Padre. En otra ocasión, Jesús mismo dijo que 
en eso consistía su alimento (Jn 4,34). Y nos enseñó a pedir, 
en el Padrenuestro,que se hiciera su voluntad en la tierra 
como en el cielo (Mt 6,10). 
“¿Quién de los dos cumplió la voluntad del padre?”. 
Esa es la pregunta que interesa, la que debemos hacernos 
en todo momento: ¿estoy cumpliendo la voluntad de Dios? 
Con este trabajo, con esta diversión, con esta actitud, con 
este pensamiento, ¿estoy colaborando en las faenas de la 
viña del Señor?, ¿edifico la Iglesia?, ¿cumplo la palabra de 
Dios en mi vida? Cumplir la voluntad del Padre, amarla 
hasta superar nuestra debilidad: 
 
Obedece sin tantas cavilaciones inútiles... Mostrar 
tristeza o desgana ante el mandato es falta muy 
considerable. Pero sentirla nada más, no sólo no es culpa, 
sino que puede ser la ocasión de un vencimiento grande, de 
coronar un acto de virtud heroico. No me lo invento yo. ¿Te 
acuerdas? Narra el Evangelio que un padre de familia hizo 
el mismo encargo a sus dos hijos... Y Jesús se goza en el que, 
a pesar de haber puesto dificultades, ¡cumple!; se goza, 
porque la disciplina es fruto del Amor. (San Josemaría, 
2009a, n. 378) 
“Contestaron: ‘El primero’”. Todos tenemos claro 
cuál es el camino para llegar a ser felices, para ser santos: 
cumplir la voluntad del Padre, aunque en un primer 
momento nos cueste decirle que sí. Por eso, Jesús anuncia 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
49 
 
que vino a curar a los enfermos, a llamar a los pecadores. Y, 
por la misma razón, recrimina a las autoridades religiosas 
de su tiempo, que se tenían por justificadas delante de Dios. 
El Señor privilegió la respuesta de las personas peor 
vistas en aquella época: los publicanos y las prostitutas. 
Estos, al reconocerse necesitados, se convirtieron con más 
facilidad —como Mateo, Zaqueo o la samaritana— y por 
eso iban de primeros en el camino de la justificación: “En 
verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por 
delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a 
vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le 
creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le 
creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os 
arrepentisteis ni le creísteis”. 
Podemos concluir acudiendo a la intercesión de la 
Virgen, para que nuestra respuesta sea como la del primer 
hijo, que cumplamos la voluntad del Señor y nos 
convirtamos de nuestras reacciones negativas: 
 
En la historia de muchas almas, el primer paso del 
retorno a la casa del Padre ha brotado de un encuentro con 
María. Este es otro motivo más para invocar a la Virgen 
Santa como “Causa de nuestra alegría”. De Ella nació el 
Salvador del mundo. A través de Ella se torna al camino que 
conduce a su Hijo, porque —como recordaba el Fundador 
del Opus Dei—, “a Jesús siempre se va y se ‘vuelve’ por 
María”. (Echevarría, 2002, p. 86) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
50 
 
3.2. Parábola de los viñadores homicidas 
 
 
Continuamos en la controversia de Jesús con las 
autoridades judías. Después de la parábola de los dos hijos, 
el Maestro expone la parábola de los viñadores homicidas, 
que se desarrolla en un ambiente similar a la anterior (Mt 
21,33-43): “Había un propietario que plantó una viña, la 
rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una 
torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos”. 
Los Padres de la Iglesia interpretan que el hombre 
que cuida tanto de la viña es una figura del Señor y sus 
trabajos son la creación: compra el terreno, lo trabaja, lo 
protege, lo dispone, lo edifica y lo arrienda a unos hombres. 
Recuerda el pasaje de Isaías (5,1-7): “Mi amigo tenía una 
viña en un fértil collado. La entrecavó, quitó las piedras y 
plantó buenas cepas; construyó en medio una torre y cavó 
un lagar”. La viña del Señor es también una figura para 
simbolizar a la mujer amada. San Juan Crisóstomo comenta: 
 
Mirad la gran providencia de Dios y la inexplicable 
indolencia de ellos. En verdad, Él mismo hizo lo que tocaba 
a los labradores. Solo les dejó un cuidado mínimo: guardar 
lo que ya tenían, cuidar lo que se les había dado. Nada se 
había omitido, todo estaba acabado. Mas ni aun así 
supieron aprovecharse, no obstante los grandes dones que 
recibieron de Él. (Citado por Oden y Hall, 2000, 1b, p. 181) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
51 
 
 
Podemos ver, en esa viña, el mundo que Dios nos 
entrega: lleno de bondades naturales, solo nos encarga que 
lo perfeccionemos. El Génesis dice que el ser humano fue 
puesto en el jardín del Edén “para que lo guardara y lo 
cultivara” (Gn 2,15); por tanto, el trabajo no es un castigo 
sino una bendición de Dios: 
 
Los cristianos no debemos abandonar esta viña, en 
la que nos ha metido el Señor. Hemos de emplear nuestras 
fuerzas en esa labor, dentro de la cerca, trabajando en el 
lagar y, acabada la faena diaria, descansando en la torre. Si 
nos dejáramos arrastrar por la comodidad, sería como 
contestar a Cristo: ¡eh!, que mis años son para mí, no para 
Ti. No deseo decidirme a cuidar tu viña. (San Josemaría, 
1992, n. 48) 
 
Es fácil notar, en estas parábolas sobre el trabajo, la 
actitud perezosa del hombre: el hermano mayor del hijo 
pródigo se lamenta de haber trabajado muchos años al lado 
de su padre, y no se da cuenta de que esa labor era una gran 
bendición, con tan buena compañía; los dos hermanos 
miran con recelo el trabajo en la finca; como dice san Juan 
Crisóstomo, estos labradores no “supieron aprovecharse, 
no obstante los grandes dones que recibieron de Él”. Es una 
de las consecuencias del pecado original: perder de vista la 
grandeza de trabajar para Dios, que compensa cualquier 
cansancio que pueda conllevar. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
52 
 
Trabajar con Dios, encontrarse con Él. Santificarse, 
cumpliendo la misión que nos ha encomendado: llevar el 
mundo a la perfección, reconciliarlo con Él, embellecer su 
obra. ¡Qué maravilla, qué ideales tan grandes los que le dan 
sentido a la vida de un cristiano, descubrir lo que significa 
trabajar en tu viña, Señor, que es santificarse en el trabajo 
ordinario! 
Esto quiere decir trabajar “con perfección humana y 
cristiana”. La perfección humana implica trabajar bien, “con 
orden, intensidad, constancia, competencia y espíritu de 
servicio y de colaboración con los demás; en una palabra, 
con profesionalidad” (O’Callaghan, 2011). Como predicaba 
san Josemaría: “Hemos de trabajar como el mejor de los 
colegas. Y si puede ser, mejor que el mejor. Un hombre sin 
ilusión profesional no me sirve” (San Josemaría, Carta XIV, 
n. 15). 
Perfección humana, pero también perfección 
cristiana: poniendo a Dios en primer lugar, pues la vocación 
profesional es parte esencial de la vocación divina 
destinada a cada hombre en la tierra. […] rectificando la 
intención, hay que intentar trabajar sólo para que el Señor 
esté contento con nuestro quehacer, aunque a los ojos del 
mundo parezca de poco valor, con un desprendimiento 
interior de cualquier reconocimiento humano: Deo omnis 
gloria! [¡Para Dios toda la gloria!]. En esta lucha por 
progresar día a día, perseverantemente, con ganas y sin 
ganas, forjamos, con la ayuda del Señor, la unidad de vida. 
“Mido la eficacia y el valor de las obras, por el grado de 
santidad que adquieren los instrumentos que las realizan. 
Con la misma fuerza con que antes os invitaba a trabajar, y 
a trabajar bien, sin miedo al cansancio; con esa misma 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
53 
 
insistencia, os invito ahora a tener vida interior” (San 
Josemaría, Carta XIV, n. 20). (O’Callaghan, 2011) 
 
“Llegado el tiempo de los frutos, envió sus criados a 
los labradores para percibir losfrutos que le 
correspondían”. Manda a los siervos y al hijo en busca de 
frutos, como había hecho el mismo Jesús con la higuera en 
los versículos anteriores. Dios nos da una misión y espera 
que demos frutos, buenos resultados. Serán el indicador de 
que hemos acogido su regalo, de que hemos cumplido el 
encargo. No trabajamos por las utilidades, pero es justo que 
el Señor pueda decir: “bien hecho, siervo bueno y fiel” (Mt 
25,23). Lo más importante no es nuestro esfuerzo, sino la 
gracia de Dios, pero Él quiere contar con nuestro concurso, 
con nuestra participación: nos entrega su viña con la 
esperanza de alcanzar fruto para nuestro bien y el de 
nuestros hermanos los hombres. 
Por eso, es muy triste leer, como en paralelo, los 
frutos que produjo la viña del canto de Isaías que es como 
la música de fondo de esta parábola. El profeta pone en 
boca de Dios las siguientes palabras: “Esperaba que diese 
uvas, pero dio agrazones” (Is 5,2). Nos puede servir, para 
nuestro diálogo personal con Jesucristo, un consejo de san 
Josemaría: 
Pidamos al Señor que seamos almas dispuestas a 
trabajar con heroísmo feraz. Porque no faltan en la tierra 
muchos, en los que, cuando se acercan las criaturas, 
descubren sólo hojas: grandes, relucientes, lustrosas. Sólo 
follaje, exclusivamente eso, y nada más. Y las almas nos 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
54 
 
miran con la esperanza de saciar su hambre, que es hambre 
de Dios. No es posible olvidar que contamos con todos los 
medios: con la doctrina suficiente y con la gracia del Señor, 
a pesar de nuestras miserias. (1992, n. 51) 
 
Aquellos hombres comenzaron siendo perezosos, no 
quisieron trabajar y, por eso, la viña produjo uvas agrias. 
Cuando el alma empieza por el camino de tibieza y acidia 
espiritual, el final puede ser desastroso y terminar en la 
ofensa a Dios, en el pecado. Esos labradores desoyeron a los 
mensajeros de Dios, e incluso mataron a algunos. Los 
siervos mártires son una imagen de los profetas del Antiguo 
Testamento, maltratados por anunciar el mensaje de Dios: 
“Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a 
uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo 
otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos 
lo mismo”. 
Por último, envía al hijo, símbolo del mismo Cristo. Y 
la reacción de los viñadores fue peor: “‘Este es el heredero: 
venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia’. Y 
agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron”. La 
parábola es dramática, y Jesús la cuenta justo en la última 
semana de su vida. Pocos días después, sus interlocutores 
lo sacarían fuera de Jerusalén y lo matarían. Pero con Dios 
nunca hay finales tristes, pues solo Él puede sacar vida de la 
muerte, amor del odio, gracia del pecado. Ese es el mensaje 
final de la historia: la esperanza en Cristo. “Y Jesús les dice: 
‘¿No habéis leído nunca en la Escritura: «La piedra que 
desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el 
Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente»?’”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
55 
 
El Señor invita a aquellos hombres tibios, que están 
a punto de caer en el pecado del deicidio, a que se 
conviertan. Como ellos, también nosotros estamos a tiempo 
de poner a Jesús como la piedra angular de nuestras vidas, 
como la clave de una nueva existencia, a que nos olvidemos 
de nosotros mismos y nos dispongamos a ser sus discípulos 
a partir de ahora. Se lo pedimos, con el Salmo 79: “Señor, 
vuelve tus ojos, mira tu viña y visítala; protege la planta 
sembrada por tu mano, el renuevo que tú mismo cultivaste. 
Ya no nos alejaremos de ti; consérvanos la vida; alabaremos 
tu poder. Restablécenos, Señor, míranos con bondad y 
estaremos a salvo”. 
En este pasaje, Jesucristo identifica al final la viña 
con el Reino de Dios. Y si llegó el tiempo de los frutos quiere 
decir que ese reino llegó. Cuando los arrendatarios dicen: 
“Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos 
con su herencia”, están queriendo quedarse con la viña, con 
el reino de Dios. Ellos decidirían entonces en qué consiste 
ese reino, dirían con sus obras, como en otra parábola, “no 
queremos que este llegue a reinar sobre nosotros” (Lc 
19,14), no queremos ser unos simples mediadores. Mejor 
matamos a Dios y nos quedamos con su poder. Resuena la 
tentación del Antiguo Testamento: “seréis como Dios” (Gn 
3,5). También nosotros podemos dar la espalda al querer 
divino cuando queremos imponer nuestra voluntad, 
implantar el reino de Dios de un modo distinto al que Él nos 
enseñó, cuando pensamos hacer compatibles nuestros 
caprichos con la llamada a la santidad que Él nos hace. 
Dios quiere que demos fruto: de humildad, de 
docilidad, de imitación y seguimiento de su Hijo. Que Él sea 
para nosotros la piedra angular, el fundamento de la 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
56 
 
construcción. Y ese fruto de identificación con Él, incluye 
cargar la cruz de cada día, la lucha espiritual, rechazar las 
tentaciones, ofrecer la vida en servicio a los demás, como 
enseña el papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti 
(2020b), o como escribió san Josemaría en una de las cartas 
(2020, IV, n. 3): 
Nuestra actitud —ante las almas— se resume así, en 
esa expresión del Apóstol, que es casi un grito: caritas mea 
cum omnibus vobis in Christo Iesu! (1Co 16,24): “mi cariño 
para todos vosotros, en Cristo Jesús”. Con la caridad, seréis 
sembradores de paz y de alegría en el mundo, amando y 
defendiendo la libertad personal de las almas, la libertad 
que Cristo respeta y nos ganó (Ga 4,31). La Obra de Dios ha 
nacido para extender por todo el mundo el mensaje de 
amor y de paz, que el Señor nos ha legado; para invitar a 
todos los hombres al respeto de los derechos de la persona. 
Así quiero que mis hijos se formen, y así sois. 
El mismo Señor nos promete que escuchará nuestras 
súplicas y que, aunque no hayamos dado los frutos que 
esperaba, los alcanzaremos si nos apoyamos en la gracia 
que nos ofrece a través de la Iglesia, que es su familia en la 
tierra, por medio de los sacramentos: “Por eso os digo que 
se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un 
pueblo que produzca sus frutos” (v. 43). Dios cumple sus 
designios, incluso por medio de la desobediencia de sus 
enemigos. Debemos contar, en nuestra lucha por ser 
buenos hijos, con la contradicción en la tierra, con la acción 
del diablo, con la cruz. Pero también con la conciencia de la 
omnipotencia divina, que cuenta con nosotros para 
corredimir, para reconciliar el mundo con Dios, para 
anunciar su Reino por toda la tierra. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
57 
 
La Virgen es la Reina de la familia de Dios en la 
tierra, la Reina Madre de ese Reino de Dios que Cristo vino 
a instaurar. A Ella acudimos para pedirle que nos ayude a 
recibir con gratitud la misión que el Señor nos encomienda, 
y a renovar el propósito de unirnos con Él a través de 
nuestro trabajo: una labor realizada con la mayor 
perfección posible, humana y cristiana, al servicio de los 
demás. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
58 
 
3.3. Parábola de los invitados a la boda 
 
 
Después de las dos parábolas del juicio, la de los dos 
hijos y la de los viñadores homicidas, Jesús continúa en el 
templo su controversia con las autoridades judías acerca 
del origen de su autoridad. En esta ocasión cambia el 
ambiente agrícola por el festivo. Se trata de la tercera 
parábola, que no solo está presente en el evangelio de 
Mateo (22, 1-14), sino también en el de san Lucas (14,15 
ss): “El reino de loscielos se parece a un rey que celebraba 
a boda de su hijo”. 
En esta ocasión Jesús pone el ejemplo de una fiesta 
grande, no un jolgorio cualquiera. ¡Es el banquete que 
ofrece un rey por las bodas de su hijo! El rey, que es el 
mismo padre de las parábolas anteriores, es Dios; el Hijo —
el esposo de las bodas mesiánicas— es Jesús. El banquete 
es una figura utilizada en el antiguo testamento para hablar 
del Reino de Dios o de la vida eterna. Un ejemplo es el 
capítulo 25 de Isaías: “El Señor del universo preparará en 
este monte, para todos los pueblos, un festín de manjares 
suculentos, un festín de vinos de solera”. Jesús solía asistir a 
banquetes, festejaba la vida, la amistad, se dejaba celebrar. 
De esa manera, preparaba el banquete definitivo: la 
eucaristía, el festín que deseaba compartir “ardientemente” 
con sus discípulos (Lc 22,15). 
Regresemos a la parábola: “mandó a sus criados 
para que llamaran a los convidados”. El éxito de la fiesta 
depende del trabajo de los criados —de nuestro 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
59 
 
apostolado— y de la libre aceptación de los invitados. El 
papa Francisco dice que la misión evangelizadora permite 
vislumbrar mejor el designio amoroso del Padre, que es 
mucho más grande que todos nuestros cálculos y 
previsiones, y que no puede reducirse a un puñado de 
personas o a un determinado contexto cultural. El discípulo 
misionero no es un mercenario de la fe ni un generador de 
prosélitos, sino un mendicante que reconoce que le faltan 
sus hermanos, hermanas y madres, con quienes celebrar y 
festejar el don irrevocable de la reconciliación que Jesús 
nos regala a todos: el banquete está preparado, salgan a 
buscar a todos los que encuentren por el camino (cf. Mt 
22,4.9). Este envío es fuente de alegría, gratitud y felicidad 
plena, porque “le permitimos a Dios que nos lleve más allá 
de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más 
verdadero. Allí está el manantial de la acción 
evangelizadora” (2013b, n. 8). (2019b) 
En cambio, si evaluamos en la parábola cómo fue la 
libre aceptación del llamado, vemos que en este caso fue 
negativa: “pero no quisieron ir”. Rechazaron al rey. No es 
un acto de mera descortesía y desinterés, sino que 
constituye un verdadero agravio, una ofensa para la 
dignidad del anfitrión y de su hijo. Algunos invitados 
consideraron más importantes sus negocios que la 
comunión en el banquete del esposo. 
“Volvió a mandar otros criados encargándoles que 
dijeran a los convidados: ‘Tengo preparado el banquete, he 
matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid 
a la boda’”. Como en la anterior parábola, el señor insiste en 
su invitación a compartir. “Pero ellos no hicieron caso; uno 
se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”. Reincidieron 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
60 
 
en el desprecio al rey y al esposo, atendieron otros 
compromisos, ¡tenían excusas! También hoy, escribió san 
Josemaría, se repite la escena, como con los convidados de 
la parábola. Unos, miedo; otros, ocupaciones; bastantes..., 
cuentos, excusas tontas. Se resisten. Así les va: hastiados, 
hechos un lío, sin ganas de nada, aburridos, amargados. 
¡Con lo fácil que es aceptar la divina invitación de cada 
momento, y vivir alegre y feliz! (2009a, n. 67) 
La parábola toma tintes trágicos cuando el rechazo 
llega hasta la violencia: al igual que en la parábola de los 
viñadores asesinos, “los demás agarraron a los criados y los 
maltrataron y los mataron”. Como si la invitación no fuera 
un don generoso, sino un agravio. El rey se venga —es una 
parábola de juicio—, “montó en cólera, envió sus tropas, 
que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la 
ciudad”. Este evento simboliza la destrucción de Jerusalén 
ocurrida en el año 70. 
Y comienza un nuevo acto, la llamada universal: “dijo 
a sus criados: ‘La boda está preparada, pero los convidados 
no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a 
todos los que encontréis, llamadlos a la boda’”. Llama la 
atención el modo en que los siervos obedecieron las 
indicaciones del rey: “Los criados salieron a los caminos y 
reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La 
sala del banquete se llenó de comensales”. Vemos aquí otra 
alusión a la parábola de los hijos: los pecadores preceden a 
los que se consideran justos. Y también se refiere a otro 
pueblo, al que se le dará el Reino de Dios. 
Los invitados en apariencia selectos no asistieron y, 
entonces, la invitación se extendió a malos y buenos; en el 
 
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pasaje paralelo de san Lucas (14,21) se invita a “los pobres, 
a los lisiados, a los ciegos y a los cojos”. Así, la sala del 
banquete se llena, como dice el papa Francisco (2020c), de 
“excluidos”, los que están “fuera”, de aquellos que nunca 
habían parecido dignos de asistir a una fiesta, a un 
banquete de bodas. Al contrario: el amo, el rey, dice a los 
mensajeros: “Llamad a todos, buenos y malos. ¡A todos!”. 
Dios también llama a los malos. “No, soy malo, he hecho 
tantas...”. Te llama: “¡ven, ven, ven!”. Y Jesús iba a almorzar 
con los publicanos, que eran los pecadores públicos, eran 
los malos. Dios no tiene miedo de nuestra alma herida por 
tantas maldades, porque nos ama, nos invita. 
En la fase final, cuando todo parece estar resuelto 
con el banquete lleno de comensales, el rey en persona 
exige preparación, que los invitados se hayan dispuesto a 
participar de modo digno en la cena del esposo: “Cuando el 
rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no 
llevaba traje de fiesta y le dijo: ‘Amigo, ¿cómo has entrado 
aquí sin el vestido de boda?’. El otro no abrió la boca”. El 
que no lleva traje de boda es incoherente: acepta la 
invitación, pero no se pone el vestido. Decíamos al 
comienzo que el banquete simboliza, además, la eucaristía. 
Y esta exigencia del traje de bodas nos habla de la 
necesidad del estado de gracia para recibir la comunión. 
 
Me gusta comparar la vida interior a un vestido, al 
traje de bodas de que habla el Evangelio. El tejido se 
compone de cada uno de los hábitos o prácticas de piedad 
que, como fibras, dan vigor a la tela. Y así como un traje con 
un desgarrón se desprecia, aunque el resto esté en buenas 
 
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condiciones, si haces oración, si trabajas..., pero no eres 
penitente –o al revés–, tu vida interior no es —por decirlo 
así— cabal. (San Josemaría, 2009a, n. 649) 
 “Entonces el rey dijo a los servidores: ‘Atadlo de 
pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el 
llanto y el rechinar de dientes’”. Como no cumplió la 
voluntad del rey, fue destinado a las tinieblas exteriores. 
“Sin cambio de hábito, sin conversión del corazón, no se 
puede participar en el banquete de la comunión con Dios” 
(Ravasi, 2005, p. 246). Por ese motivo, en la Misa se 
comienza con el acto penitencial y, justo antes de comulgar, 
los fieles reconocen su indignidad para recibir al Señor y se 
abandonan en su misericordia diciendo: “no soy digno de 
que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para 
sanarme”. 
La última frase de la parábola es la enseñanza final: 
“muchos son los llamados, pero pocos los elegidos”. Dios 
llama, pero no obliga: respeta la libertad. Todos estamos 
llamados a ser santos, pero pocos aceptan la invitación. 
Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos alcance 
del Señor la gracia para vestir el traje de las virtudes, para 
aceptar su invitación y convertirnos en buenos hijos suyos, 
en apóstoles de Jesús. 
 
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3.4. El tributo al César 
 
 
En los primeros días de la semana santa hemos visto 
a Jesús discutiendo en el templo con los jerarcas religiosos, 
que le interrogaban sobre el origen de su autoridad. El 
maestro respondió con tres parábolas que sirvieron para 
mostrarles que él era el hijo del amo de la viña, el príncipe 
que el Padre había enviado después de que ellos y sus 
antepasados rechazaran a los profetas y a Juan Bautista. 
San Mateo continúa su relato diciendo que, al quedar 
descubiertas sus verdaderas intenciones (22,15-21), 
“entonces se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo 
para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron 
algunos discípulos suyos, con unos herodianos”. En el afán 
por acabar con Jesús, se logró una coalición política 
impensable: los partidarios de Herodes Antipas se unieron 
con los alumnos de los fariseos, todo un “milagro 
involuntario” del Señor, como algún autor ha escrito. 
Los herodianos eran partidarios de la intervención 
de Roma, pues ellos eran comisionistas y mediadores ante 
el emperador Tiberio. En cambio, los fariseos veían en el 
pago de los impuestos una blasfemia: además de la 
humillación que suponía que el pueblo elegido pagara 
tributos a una potencia extranjera, las monedas de esa 
época presentaban el busto del emperador, coronado con 
una diadema divina y rodeado de las palabras “Tiberio 
César, hijo del divino Augusto”. En el reverso aparecía la 
diosa romana de la paz y la inscripción “Sumo sacerdote”. 
 
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“Y le dijeron: ‘Maestro, sabemos que eres sincero y 
que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin 
que te importe nadie, porque no te fijas en apariencias’”. 
Como en otras ocasiones, comienzan con un halago falso 
que no engaña a Jesús. “Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito 
pagar impuesto al César o no?”. El evangelista agrega que el 
Maestro, “comprendiendo su mala voluntad, les dijo: 
‘Hipócritas, ¿por qué me tentáis?’”. 
El dilema estaba muy bien tejido “para 
comprometerlo”, pues lo ponían en el aprieto de escoger: o 
contra Roma o contra la religión judía. Además, también lo 
exponían al riesgo de hacer una afirmación ilegal, si 
rechazaba el pago de los impuestos; o impopular, si lo 
aprobaba, pues en aquel tiempo el pueblo estaba ahogado 
por la carga tributaria que exigía la mitad de los ingresos 
para Roma, para Herodes y para el templo (Wilkins, 2016). 
En resumen, con cara ganaban los enemigos y con sello 
perdía Él. 
La respuesta de Jesús es uno de los apotegmas más 
famosos de la historia: “‘Enseñadme la moneda del 
impuesto’. Le presentaron un denario”, una moneda de 3,8 
gramos de plata, que llevaba inscrita la imagen del 
emperador y que se utilizaba para pagar una jornada de 
trabajo. “Él les preguntó: ‘¿De quién son esta imagen y esta 
inscripción?’. Le respondieron: ‘Del César’. Entonces les 
replicó: ‘Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo 
que es de Dios’”. 
Estas palabras del Señor no son una simple muestra 
de capacidad dialéctica, sino que indican todo un programa 
para la vida cristiana y su inserción en el mundo, para la 
 
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relación entre la religión y la política, que suponen una 
verdadera revolución. Hasta entonces, y después también, 
existía la tendencia a mezclar ambas esferas, tanto desde la 
orilla del poder estatal (lo que después se llamaría 
cesarismo) como desde el mundo religioso (clericalismo): 
“Distinguió Cristo los campos de jurisdicción de dos 
autoridades: […] Fijó la autonomía de la Iglesia de Dios y la 
legítima autonomía de que goza la sociedad civil, para su 
régimen y estructuración técnica” (San Josemaría, Carta 
XXIX, n. 31). 
Jesucristo señala con este aforismo una doble 
libertad: del poder político que puede obrar sin 
interferencias de las autoridades religiosas, y también la 
libertad para el ejercicio de la vida religiosa sin 
intromisiones del gobierno civil. Como escribió Ratzinger 
(2005a, p. 193), con este dualismo Jesús separa el poder 
imperial del divino […] y creó el espacio de la libertad de la 
conciencia, en cuyas fronteras se detiene todo poder, 
aunque fuera el del dios-emperador romano, quien de este 
modo quedó reducido a un hombre-emperador […]. Estas 
palabras establecen los límites de cualquier poder humano 
y terreno y se anuncia la libertad de la persona, que 
trasciende a todos los sistemas políticos. Por haber 
asignado estos límites al poder fue crucificado Jesús. 
Al mismo tiempo, Jesús recuerda que las personas 
religiosas son también ciudadanos, con derechos y deberes. 
Merecen que sus prácticas piadosas sean respetadas, 
siempre que no atenten contra el bien común; pero también 
los creyentes tienen la obligación de dar ejemplo en el 
cuidado de la casa común, en el cumplimiento de los 
 
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deberes cívicos y en la preocupación solidaria y fraterna 
por los más necesitados: 
 
Ya veis que el dilema es antiguo, como clara e 
inequívoca es la respuesta del Maestro. No hay —no 
existe— una contraposición entre el servicio a Dios y el 
servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros 
deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el 
empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el 
convencimiento de que pasamos por este mundo como 
camino que nos lleva a la patria celeste. También aquí se 
manifiesta esa unidad de vida que—no me cansaré de 
repetirlo— es una condición esencial, para los que intentan 
santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su 
trabajo, de sus relaciones familiares y sociales. (San 
Josemaría, 1992, n. 165) 
El discípulo de Cristo debe ser ejemplar en el 
cumplimiento de sus deberes ciudadanos: pagar los 
impuestos, cumplir los decretos sanitarios y las 
restricciones vehiculares o peatonales, etc. Así vivieron los 
primeros cristianos, incluso cuando las autoridades los 
perseguían. San Pablo aconsejaba: “Que todos se sometan a 
las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no 
provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por 
Dios […]. Dad a cada cual lo que es debido: si son impuestos, 
impuestos; si tributos, tributos; si temor, temor; si respeto, 
respeto” (Rm 13,1-7). 
Aprovechemos este rato de oración para pensar 
cómo comprometernos más en la vida social y política, 
 
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cómo vivir mejor nuestra ciudadanía para aportar a las 
necesidades del ambiente y mejorar nuestra sociedad. Así 
lo indica el papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti 
(2020b, n. 56), al citar el Concilio Vaticano II (GS, n. 1): los 
gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los 
hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de 
cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y 
angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay 
verdaderamente humano que no encuentre eco en su 
corazón. 
 
 Más que lamentarnos de los aspectos negativos de la 
sociedad, los seguidores de Jesús debemos fomentar, como 
hicieron los primeros cristianos, “una nueva cultura, una 
nueva legislación, una nueva moda, coherentes con la 
dignidad de la persona humana y su destino a la gloria de 
los hijos de Dios” (Echevarría, 2012, n. 17). 
“Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de 
Dios” comprende también el respeto y la promoción de la 
libertad, que se nota en el impulso del pluralismo: en la 
Iglesia y en la sociedad caben personas de todas las 
tendencias “políticas, culturales, sociales y económicas que 
la conciencia cristiana puede admitir […]. Ese pluralismo no 
es […] un problema. Por el contrario,es una manifestación 
de buen espíritu, que pone patente la legítima libertad de 
cada uno” (San Josemaría, 2011, n. 48). 
Benedicto XVI (2010) insistía en que las autoridades 
religiosas no deberían dar normas cívicas ni políticas, pues 
los ciudadanos y los políticos deben ejercitar su libertad y 
descubrir las vías más justas por sus propios medios: 
 
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Las normas objetivas para una acción justa de 
gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del 
contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la 
religión en el debate político no es tanto proporcionar 
dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no 
creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas 
concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia 
de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a 
purificar e iluminar la aplicación de la razón al 
descubrimiento de principios morales objetivos. 
La jerarquía eclesial puede ayudar, pero los 
cristianos laicos son quienes tienen la misión de aplicar a su 
práctica profesional las luces de su vida interior, en diálogo 
con sus colegas no creyentes. Ser buenos ciudadanos, 
comprometidos en la construcción de una sociedad civil 
más justa y digna, es parte importante de la vocación 
cristiana. Por esa razón, san Josemaría (2020) describió un 
sueño pastoral que ahora se ha cumplido: 
Querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana 
para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos 
puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un 
modo o de otro en la vida pública; y que se afirmara, al 
mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de 
prestar la propia colaboración para servir con lealtad, y con 
libertad personal, al bien común. Es éste un gran deseo mío, 
porque veo que así los católicos aprenderían estas 
verdades desde niños, y sabrían practicarlas luego cuando 
fueran adultos. (Carta III, n. 45) 
 
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Hasta el momento hemos considerado las 
consecuencias de “dar al César lo que es del César”. Sin 
embargo, también debemos meditar lo que significa “dar a 
Dios lo que es de Dios”, que es bastante comprometedor. No 
solo por el mandamiento de ayudar a las necesidades de la 
Iglesia de acuerdo con las propias posibilidades (Cf. 
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2043). La moneda del 
tributo tenía la imagen del César, pero nosotros estamos 
hechos a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). 
Debemos darle al César sus impuestos terrenales como 
súbditos, y a Dios toda la gloria como hijos, “con todo tu 
corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”, como dirá 
Jesús pocos versículos más adelante (v. 37). 
Acudamos a la Virgen santa. Ella, a pesar de su 
pobreza, también fue cumplidora fiel de sus deberes 
ciudadanos y religiosos. Pidámosle que nos alcance del 
Señor la gracia de tomarnos en serio los compromisos 
ciudadanos que conlleva nuestra vocación cristiana y que 
iluminemos el mundo con el ejemplo de Jesús. De esa 
manera, haremos realidad el aforismo que hemos 
meditado: “dad al César lo que es del César y a Dios lo que 
es de Dios”. 
 
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3.5. El mandamiento principal 
 
 
Los últimos días del ministerio de Jesús antes de 
morir en la cruz están marcados por varias discusiones con 
las autoridades hebreas: sobre el impuesto imperial, sobre 
la resurrección de los muertos, etc. Mateo presenta un 
enfrentamiento más (22,34-40): “Los fariseos, al oír que 
había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar 
y uno de ellos, un doctor de la ley le preguntó para ponerlo 
a prueba: ‘Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la 
ley?’”. 
Si no nos advirtieran que la pregunta fue hecha para 
ponerlo a prueba, no habríamos caído en la cuenta. En 
efecto, se trata de un interrogante fundamental para la 
existencia, y va en la misma línea de la pregunta del joven 
rico: ¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley? Quizá la 
trampa estaba en hacer que Jesús dijera alguna palabra en 
la cual se pudieran apoyar para acusarlo de ir contra la Ley. 
El Maestro responde con el Shemá Israel, una 
especie de credo tomado del Dt 6,4-9, que los judíos 
practicantes recitaban cada mañana y cada tarde y 
escribían en las filacterias del brazo izquierdo y de la 
frente: “Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor 
es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu 
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. El Señor 
no pide que le adoremos solo con la inmolación de unos 
bienes materiales, o con la entrega de algo nuestro, pero 
exterior; pide que nos entreguemos nosotros mismos, que 
 
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lo amemos con libertad interior: “en eso consiste la 
santidad” (San Josemaría, 1992, n. 6). 
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con 
toda tu alma y con todas tus fuerzas”. La clave de la 
Revelación de Dios es el Amor. Un amor con obras, de 
verdad. Preguntémonos cómo es nuestro cumplimiento de 
los mandamientos: el amor a Dios, la asistencia a la misa, la 
caridad con los padres, la castidad, la justicia, la veracidad... 
Pero, sobre todo, miremos cuáles son las manifestaciones 
diarias de nuestro cariño al Señor, “con todo tu corazón, y 
con toda tu alma, y con toda tu mente”. “¿Qué queda de tu 
corazón, comenta san Agustín, para que puedas amarte a ti 
mismo?, ¿qué queda de tu alma, qué de tu mente? Quien te 
hizo exige todo de ti” (San Josemaría, 1992, n. 59). ¡Cuánto 
nos falta para decir que lo amamos con todo nuestro ser! 
“Con todo tu corazón”. Aquí nos puede servir una 
anécdota, convertida en referencia literaria, que se 
encuentra en el origen del punto 145 de Camino. Se 
desarrolla en un campamento militar. Cuenta un joven 
teniente que, para celebrar la fiesta de la Inmaculada, 
Después de la santa misa, nos invitaron a comer los 
infantes […]. Éramos unos veinte oficiales […]. De 
sobremesa —vino abundante— se cantaron canciones de 
todos tonos y colores. Entre ellas una se me quedó grabada: 
“corazones partidos, yo no los quiero/ yo cuando doy el mío 
lo doy entero”. (Citado en Rodríguez, 2004, n. 145). 
El Espíritu Santo se sirvió de aquella canción para 
que aquel muchacho pensara: “¡Qué resistencia a dar el 
 
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corazón entero!” —Y la oración brotó, en cauce manso y 
ancho. 
“Con toda tu alma”. Con toda tu mente, esforzándose 
por ahondar en las riquezas de la fe para entenderlas mejor 
y así poderlas explicar con más eficacia a los amigos en esa 
búsqueda común de la verdad que caracteriza la amistad y 
el apostolado cristianos. Es una manera concreta de amar a 
Dios “con todo el corazón, con toda el alma y con todas las 
fuerzas”: estar al tanto de la actualidad doctrinal, de la 
predicación del papa, de los temas álgidos y de los 
argumentos adecuados para exponer la deontología 
profesional, la doctrina sobre el matrimonio y la familia, 
sobre la dignidad humana desde la concepción hasta la 
muerte natural, sobre la participación de los cristianos en la 
política, sobre la educación, etc. 
Estos pasajes deben ser centrales en la doctrina —y 
en la vida— del cristiano, pues marcan el tenor intelectual y 
amoroso de nuestra existencia: “Amarás al Señor, tu Dios, 
con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus 
fuerzas”. San Josemaría insistía en que al Señor hay que 
darle el corazón entero, que Jesús no se conforma con 
medios corazones. Por ese motivo, invitaba a mirar si en 
nuestro corazón hay algún rincón queno es de Dios, y a 
echar de allí lo que estorbe. Como el Señor es celoso, “¡Lo 
quiere todo, todo! Somos suyos del todo, ¿verdad que sí? Y 
quien no se vea así, que limpie, que quite, que queme, ¡que 
raspe!..., hasta que el corazón quede como un rubí, 
¡espléndido!” (Apuntes de la predicación, 22-5-1970). 
Además, san Josemaría menciona dos 
consideraciones que gravitan alrededor de la caridad, del 
 
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amor a Dios como clave de nuestra afectividad. En su libro 
Camino (2008, n. 88) aconseja, en primer lugar, frecuentar 
“cada día con mayor intensidad la compañía, la 
conversación con el Gran Amigo, que nunca traiciona”. Por 
otra parte, insinúa: “Un amigo es un tesoro. —Pues... ¡un 
Amigo!, … que donde está tu tesoro allí está tu corazón” (n. 
421). 
La conclusión de Jesús fue: “Amarás a tu prójimo 
como a ti mismo. En estos dos mandamientos se sostienen 
toda la Ley y los Profetas”. Son inseparables. No se puede 
amar a Dios a quien no vemos, si no amamos a nuestros 
hermanos, a los que vemos, como dice san Juan. Y, además, 
esa es la clave que explica el amor fraterno: “La caridad, 
infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la 
inteligencia y la voluntad: fundamenta sobrenaturalmente 
la amistad y la alegría de obrar el bien” (San Josemaría, 
2010, n. 71). 
La caridad tiene un orden jerárquico: en primer 
lugar, Dios mismo; después, los demás; por último, yo. Y el 
amor fraterno tiene también su propia jerarquía: primero 
hay que cuidar de la propia familia, que es el deber 
inmediato; luego, atender a los más necesitados, a los que 
se encuentran en las “periferias”, como dice el papa 
Francisco. En ese sentido, san Josemaría predicaba: 
No entiendo yo la lucha de clases. No la entenderé 
jamás. Levantad a todos. Todos tienen el derecho al trabajo 
[…], el derecho al descanso, y el derecho a estar viejo y que 
le cuiden, y el derecho a estar enfermo, y el derecho a 
divertirse honestamente, y el derecho a educar a los hijos... 
Yo en este terreno voy más lejos que nadie. ¡Si esto es de 
 
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izquierda, soy ultraizquierdista! (Citado en Herranz, 2011, 
pp. 162-163) 
Pidamos a la Santísima Virgen que nos alcance del 
Señor la caridad que ella tuvo, para que amemos al Señor 
con todo el corazón y con toda el alma y al prójimo como a 
nosotros mismos. 
 
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3.6. La ofrenda de la viuda 
 
 
La última semana del paso terreno de Jesús, poco 
después del domingo de Ramos, san Marcos relata que 
Jesús había regresado a Jerusalén (durante esos días pasaba 
la noche en Betania), y ubica la escena de sus enseñanzas 
en el exterior del templo (Mc 12,38-44). Allí reprueba a las 
clases dirigentes que pocos días después lo entregarán a la 
muerte: 
 
Y él, instruyéndolos, les decía: “¡Cuidado con los 
escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les 
hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de 
honor en las sinagogas y los primeros puestos en los 
banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan 
hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación 
más rigurosa”. 
 
Los escribas confiaban en el poder que les otorgaba 
su dinero y su posición social. Bien podían caer en la crítica 
de san John H. Newman, quien decía que “todos se rinden 
ante el dinero. Miden la felicidad por la riqueza y por la 
riqueza miden, a su vez, la respetabilidad de la persona. 
Riqueza es el primer ídolo de este tiempo, notoriedad el 
segundo” (Discurso sobre la fe 5, citado por Iglesia Católica, 
1993, n. 1723). 
 
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La sagrada escritura enseña que Dios actúa distinto. 
Jesucristo pone como ejemplo a una viuda, pobre y 
extranjera, a la cual Elías le pidió pan y agua (1Re 17,8). La 
viuda le respondió con toda sinceridad: “no me queda pan 
cocido; solo un puñado de harina en la orza y un poco de 
aceite en la alcuza. […] Entraré y prepararé el pan para mí y 
mi hijo, lo comeremos y luego moriremos”. Es una situación 
límite, al borde de la muerte. 
A pesar de una situación tan apurada, la respuesta 
de Elías no fue ni mucho menos consoladora. El profeta 
extranjero fue exigente, pues seguía las indicaciones de 
Dios: 
No temas. Entra y haz como has dicho, pero antes 
prepárame con la harina una pequeña torta y tráemela. 
Para ti y tu hijo la harás después. Porque así dice el Señor, 
Dios de Israel: “La orza de harina no se vaciará la alcuza de 
aceite no se agotará hasta el día en que el Señor conceda 
lluvias sobre la tierra”. 
La reacción de la viuda pagana, que se debatía en la 
miseria, fue impresionante: obedeció lo que le dijo el 
profeta “y comieron él, ella y su familia. Por mucho tiempo 
la orza de harina no se vació ni la alcuza de aceite se agotó, 
según la palabra que había pronunciado el Señor por boca 
de Elías”. Es una mujer humilde, que pone en juego su 
existencia por la fe en las palabras del profeta extranjero. 
Regresemos a la escena de Jesús en las puertas del 
templo, donde juzga la actuación de los escribas: “Esos 
recibirán una condenación más rigurosa”. Después de 
recordar la importancia del juicio, el evangelista pasa a 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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narrar una escena memorable: “Estando Jesús sentado 
enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba 
echando dinero: muchos ricos echaban mucho” (unas 
monedas de bronce, de 8,60 g). 
El Maestro estaba sentado en el atrio de las mujeres, 
junto a las trece sharafat, unos agujeros en la pared, en 
forma de trompeta, en los cuales los judíos depositaban sus 
ofrendas. Las abundantes monedas de los ricos sonaban 
como las máquinas de los casinos de hoy, generando 
admiración entre los que entraban al templo por tanta 
generosidad. Lo malo era la intención de los donantes, con 
lo que se perdía buena parte del mérito. Parece que no 
habían escuchado el consejo de Jesús: “cuando hagas 
limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen 
los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser 
honrados por la gente” (Mt 6,2). Además, “echaban de lo 
que les sobraba”. 
De repente, sucedió un evento que cambiaría el 
desarrollo de la escena: “se acercó una viuda pobre y echó 
dos monedillas, es decir, un cuadrante”. La anciana 
depositó dos leptones, monedas de 1,2 g, equivalentes a la 
dieciseisava parte de un denario (unos $1.500 COP cada 
moneda). Era una mujer viuda, sola y pobre; solo tenía a 
Dios. Pero, como decía santa Teresa, “quien a Dios tiene 
nada le falta, solo Dios basta”. Aquella pobre anciana echó 
en el gazofilacio “todo cuanto tenía, toda su vida entera” 
(Fausti, 2018, p. 394). El papa Francisco resumía su 
predicación sobre este ejemplo diciendo: 
 
 
 
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Debido a su extrema pobreza, hubiera podido 
ofrecer una sola moneda para el templo y quedarse con la 
otra. Pero ella no quiere ir a la mitad con Dios: se priva de 
todo. En su pobreza ha comprendido que, teniendo a Dios, 
lo tiene todo; se siente amada totalmente por él y, a su vez, 
lo ama totalmente. ¡Qué bonito ejemplo esa viejecita! 
(2015b) 
La reacción de Jesús es conmovedora: “Esta viuda 
pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie”. 
Si bien hay que cuidarse de los escribas, lo mejor es 
aprender de la viuda (Fausti, 2018, p. 392). Ella “echa toda 
su vida” en la alcancía, como el ciego de Jericó había tirado 
el manto, igual que Jesús arrojaráunos días más tarde su 
cuerpo sobre la cruz en el Calvario. Esta es la última 
enseñanza del Maestro antes de cerrar su predicación con 
el discurso escatológico, su legado final: “¿No has visto las 
lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja 
en el templo su pequeña limosna? —Dale tú lo que puedas 
dar: no está el mérito en lo poco ni en lo mucho, sino en la 
voluntad con que lo des” (2008, n. 829). 
Por esa razón, este pasaje del Evangelio se abre con 
las famosas palabras del Sermón del monte: “Dichosos los 
pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. 
Ambas viudas, la de Sarepta y la de Jerusalén, entregaron lo 
que les quedaba para vivir y demostraron con su actitud 
que a Dios se le compra con la última moneda. Recuerdan el 
consejo de Machado: “Moneda que está en la mano / quizá 
se deba guardar; / la monedita del alma / se pierde si no se 
da”. 
 
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Jesús ama la pobreza, porque él mismo nació en una 
familia pobre. María dijo que el Señor había puesto los ojos 
en la humildad, en la pobreza de su esclava. En la 
presentación de Jesús en el templo, sus padres solo 
pudieron ofrecer dos tórtolas, por su falta de medios. 
Jesucristo es el mejor ejemplo de todas las virtudes, 
también de la pobreza: tanto en Belén, como durante la vida 
de inmigrante en Egipto y en la humildad de Nazaret. Más 
tarde, a lo largo de su vida pública, no tenía dónde reclinar 
la cabeza. Y así vivió hasta su muerte en la cruz. 
Y esa es la vía que han seguido los santos a lo largo 
de la historia: darlo todo, a Dios y a los demás. San Martín 
de Tours compartió su capa con un mendigo en el cual se 
identificó Jesucristo; san Francisco de Asís escuchó de Dios 
una misión concreta: “repara mi casa”, que consistía en 
recordar a la Iglesia la necesidad de regresar al camino de 
pobreza que había recorrido el Señor en su paso por la 
tierra. 
Y su ejemplo sirvió de inspiración al papa argentino, 
quien recién elegido escogió su nombre para hacerlo y 
exclamó: “¡cuánto quisiera una Iglesia pobre y para los 
pobres!”. El papa Francisco no se quedó en palabras: siguió 
viviendo en una sencilla habitación, usando un auto 
popular, celebrando su cumpleaños con “habitantes de la 
calle”, y embelleciendo la plaza de san Pedro con un centro 
de acogida para pobres. Y es que así vivía desde antes, en 
Argentina: recién nombrado obispo, se cuenta de él: 
Seguiría pernoctando en alguna parroquia, 
asistiendo a un sacerdote enfermo, de ser necesario. 
Continuaría viajando en colectivo o en subterráneo y 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
80 
 
dejando de lado un auto con chofer. Rechazaría ir a vivir a 
la elegante residencia arzobispal de Olivos, cercana a la 
quinta de los presidentes, permaneciendo en su austero 
cuarto de la curia porteña. En fin, seguiría respondiendo 
personalmente los llamados, recibiendo a todo el mundo y 
anotando directamente él las audiencias y actividades en su 
rústica agenda de bolsillo. Y continuaría esquivando los 
eventos sociales y prefiriendo el simple traje oscuro con el 
clergyman a la sotana cardenalicia. (Rubin y Ambrogetti, 
2013) 
No se trata solo de vivir la pobreza personal, sino de 
estar dispuestos a emplear los medios humanos al servicio 
de los más necesitados; desprendernos del propio tiempo, 
dar incluso de lo que nos falta, como la viuda del Evangelio. 
Como escribió san Josemaría, “El verdadero 
desprendimiento lleva a ser muy generosos con Dios y con 
nuestros hermanos” (1992, n. 126). 
Aunque también es manifestación de pobreza 
aprovechar el tiempo que dedicamos a nuestro trabajo 
intelectual como un acto de servicio y de preparación para 
aportar a la justicia, santificar el trabajo es compatible con 
el sacrificio de nuestro tiempo y energías en favor de los 
demás, como dice el canto eclesial: “tú necesitas mis brazos, 
mi cansancio que a otros descanse”. 
A la Virgen pobre le pedimos que nos ayude a imitar 
a su Hijo en el desprendimiento de los bienes materiales y 
de nuestro propio yo, para que seamos generosos con Dios 
y con los demás, siguiendo el ejemplo de la viuda del 
Evangelio, de modo que Jesús pueda decir de nosotros lo 
que predicó de aquella santa mujer: “Esta viuda pobre ha 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
81 
 
echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los 
demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa 
necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
82 
 
3.7. La resurrección de los muertos 
 
 
La última parte del Evangelio de san Lucas narra las 
enseñanzas de Jesús durante la semana previa a su muerte. 
Entre ellas se encuentran algunas discusiones con las 
autoridades judías: sobre la potestad que tenía para hacer 
lo que hacía, sobre el tributo al César o, como veremos 
ahora, sobre algunos aspectos de la escatología (Lc 20,27-
38). 
El evangelista médico aclara desde el comienzo la 
posición doctrinal de los que preguntan: “Se acercaron 
algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección”. 
Como sabemos por otros relatos del Nuevo Testamento, 
esta cuestión era un tema que levantaba chispas entre los 
distintos grupos de judíos. San Pablo aprovecharía más 
tarde esta contienda para defenderse en Jerusalén (Hch 
23,6): “Pablo sabía que una parte eran fariseos y otra 
saduceos y gritó en el Sanedrín: ‘Hermanos, yo soy fariseo, 
hijo de fariseo, se me está juzgando por la esperanza en la 
resurrección de los muertos’”. Con estas palabras se ganó el 
apoyo de los fariseos y, aparte de la victoria retórica, 
mereció la aprobación del Señor, que esa misma noche se le 
apareció y le dijo: “¡Ánimo! Lo mismo que has dado 
testimonio en Jerusalén de lo que a mí se refiere, tienes que 
darlo en Roma”. 
Sin embargo, esa fe en la resurrección, que le sirvió 
ante los judíos, sería después el punto de inflexión negativo 
en el discurso de Atenas, donde todo iba muy bien mientras 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
83 
 
hablaba del Dios desconocido, pero al mencionar que Cristo 
había resucitado fue cortado inmediatamente: “unos lo 
tomaban a broma, otros dijeron: ‘De esto te oiremos hablar 
en otra ocasión’” (Hch 17,32). Benedicto XVI (2008) explica 
el motivo de este rechazo: como los griegos “creían que la 
perfección consistía en liberarse del cuerpo, concebido 
como una prisión. ¿Cómo no iban a considerar una 
aberración recuperar el cuerpo?”. 
Volvamos a los saduceos. Aunque no tenemos 
muchos documentos históricos sobre ellos, debido a su 
desaparición a manos romanas en el año 70, sabemos que 
eran un grupo de judíos poderosos, conservadores 
aristócratas, tanto laicos como sacerdotes (los fariseos 
representaban a las clases populares). Gracias a su poder 
de mediación ante los gobernantes de turno, los saduceos 
siempre tuvieron en sus manos el cargo del sumo sacerdote 
y, por tanto, el control del templo y del sanedrín. Su 
ideología, que buscaba compatibilizar el amor a Dios y a la 
ley con la apertura a la cultura griega, se caracterizaba por 
negar la vida después de la muerte (tal vez influenciados 
por el dualismo platónico). Además, en su concepción 
materialista de la vida, también negaban la existencia de los 
ángeles y los demonios (al menos, de los ángeles custodios, 
cf. Hch 23,8: “Los saduceos sostienen que no hay 
resurrección ni ángeles ni espíritus”). 
Quizá los mismos señores de la polémica con Pablo 
fueron los que se dirigieron a Jesús, un tiempo antes, 
planteándole la gran discusión rabínica, teológica, que los 
enfrentabacon los fariseos, los escribas y los esenios de 
Qumrán: “Maestro, Moisés nos dejó escrito: ‘Si a uno se le 
muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, que tome 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
84 
 
la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano’”. Se 
refieren a la ley del levirato (Dt 25,5), que manifestaba el 
deseo de sobrevivir en los hijos, y con base en la cual 
formulan su conspicua argumentación: 
Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó 
y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con 
ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por 
último, también murió la mujer. Cuando llegue la 
resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los 
siete la tuvieron como mujer. 
Con esta historia, los saduceos querían ridiculizar las 
doctrinas que —según ellos— no estaban en el Pentateuco 
y dejaban a los creyentes en aparente desventaja. El pueblo 
estaría expectante para ver cómo respondía Jesús ante 
semejante planteamiento. Su respuesta fue que, si bien en 
este mundo se casan los hombres y las mujeres, “los que 
sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y 
en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni 
ellas serán dadas en matrimonio”. 
El Maestro resolvió por superación un caso tan 
ramplón, que limitaba la vida eterna al ejercicio de la 
sexualidad. Enseñó que la vida gloriosa no es una simple 
continuación material del discurrir terreno, sino una vida 
nueva, en la cual queda superada la necesidad del 
matrimonio para prolongar la especie. 
Podemos ver en esas palabras una alusión velada al 
celibato, como una anticipación del estado que tendremos 
en el cielo, de donación total, que vimos en una meditación 
anterior. Alguna vez un amigo me explicaba que, al oír 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
85 
 
hablar del cielo, sentía la natural alegría de saber que 
consiste en la comunión con Dios. Pero, al mismo tiempo, 
experimentaba el dolor de dejar tantas ilusiones, amistades, 
recuerdos queridos en la tierra. Y decía que le habían 
servido mucho unas palabras de san Josemaría: “No lo 
olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y 
en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores 
limpios que habéis tenido en la tierra” (1992, n. 221). 
Pero la respuesta de Jesús también ofrece unas 
pistas muy interesantes sobre la vida de los resucitados, 
que el Señor manifiesta como de pasada. Obviamente, san 
Lucas aprovecha para resaltar este punto, que es el mensaje 
central de toda su obra, y que no era compartido por el 
ambiente intelectual griego en el que se movía, y al que 
dirigía su Evangelio: “Pues ya no pueden morir, ya que son 
como ángeles”. Con estas palabras, el Señor insiste en la 
existencia de los ángeles, que negaban sus interlocutores. 
Puede ser que a alguna persona no le guste la 
comparación con los ángeles, porque somos de carne y 
hueso, pero hay que tener en cuenta que en el Antiguo 
Testamento esos seres espirituales eran llamados “hijos de 
Dios” (Jb 1,6). En ese contexto, Jesús anuncia que, en el 
cielo, viviremos en plenitud la filiación divina que al 
presente disfrutamos incoada en la tierra. Como dice san 
Juan, “ahora somos hijos de Dios y aún no se ha 
manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se 
manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal 
cual es” (1 Jn 3,2). 
Señor, podemos decir en nuestra oración con las 
palabras del Salmo 27: “buscaré tu rostro”. Quiero verte tal 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
86 
 
cual eres, ayúdame a ver en la oración un atisbo, a 
profundizar cada vez más, a descubrirte en la santa misa, a 
verte en el sagrario, a tener mi conversación en el cielo. 
Como decía el ciego de Jericó, “que vea”, que te vea, como 
Padre, como Hermano, como Amor, para así yo ver con tus 
ojos. Que te vea, para que tu mirada me limpie, me 
purifique, y de ese modo viva como un verdadero hijo de 
Dios ya aquí en la tierra. Y así empalmamos con la segunda 
idea de esta oración: la virtud de la esperanza. 
Al comienzo de noviembre, una persona me comentó 
que le parecía que, a veces, en la predicación sobre la vida 
eterna se hacía más énfasis en la muerte y en el purgatorio 
que en la resurrección de Cristo, que es el hecho más 
importante de la escatología, y le da sentido a todo lo 
demás. Miramos los textos que la liturgia propone para las 
celebraciones por los difuntos y, efectivamente, casi todos 
se refieren a la muerte de Jesús, pero haciendo hincapié en 
su gloriosa resurrección. 
En el discurso de Jesús a los saduceos, el Señor no 
solo anunció la resurrección y la filiación divina, sino que 
también manifestó el enlace íntimo que hay entre esas dos 
realidades, hasta el punto de revelar que su Pascua fue la 
causa de nuestra filiación divina: “y son hijos de Dios, 
porque son hijos de la resurrección”. 
Esa respuesta explica toda la vida cristiana: la 
actitud ante la existencia, ante el cosmos, ante los bienes 
terrenales —el “materialismo cristiano”—, frente el dolor y 
las dificultades y también, cómo no, ante la muerte y el más 
allá. De ahí proviene la fe de los cristianos, que se plasma en 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
87 
 
el último artículo del Credo, sobre la resurrección de la 
carne: 
Creer en la resurrección de los muertos ha sido 
desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. 
“La resurrección de los muertos es esperanza de los 
cristianos; somos cristianos por creer en ella” (Tertuliano): 
“¿cómo dicen algunos de entre vosotros que no hay 
resurrección de muertos? Pues bien: si no hay resurrección 
de muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Pero si Cristo no 
ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también 
vuestra fe... Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos 
y es primicia de los que han muerto” (1Co 15,12-20). 
(Iglesia Católica, 1993, n. 991) 
 
El mensaje de la perícopa evangélica que estamos 
considerando queda más claro si vemos los pasajes que 
utiliza la liturgia para contextualizarla: en la primera 
lectura el pasaje señalado es del segundo libro de los 
Macabeos, famoso por su aportación doctrinal sobre la 
oración por los difuntos —aunque conviene apuntar que 
los saduceos no lo consideraban canónico—. En este caso se 
narra el martirio de los siete hermanos con su madre, 
espoleados por la profunda convicción de que “el Rey del 
universo nos resucitará para una vida eterna” (7,1-2. 9-14). 
Como si fuera poco, este pasaje está en diálogo con 
el Salmo 16: “Al despertar me saciaré de tu semblante, 
Señor”. Cuando despierte del sueño de la muerte, veré tu 
rostro cara a cara: ¡qué mejor descripción del cielo! El 
Catecismo cita el pasaje de los macabeos cuando explica 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
88 
 
que la resurrección de los muertos fue revelada 
progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la 
resurrección corporal de los muertos se impuso como una 
consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del 
hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y 
de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su 
Alianza con Abraham y su descendencia. (Iglesia Católica, 
1993, n. 992) 
Esta es la verdad central de nuestra fe, el anuncio 
gozoso que la sociedad actual necesita: la esperanza, que le 
da sentido a la vida. Y uno de los puntos en los que 
conviene insistir cuando se habla de esta virtud es que no 
mira solo al futuro, sino que ilumina el presente. Por eso es 
muy oportuno para mostrar que la vida del cristiano se 
fundamenta en esa verdad gozosa que anunciabasan Pablo: 
“Si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe” (1Co 
15,14). Nuestra fe es verdadera, no es vana y por eso se 
manifiesta en la lucha diaria. 
El Apóstol de las gentes profundiza en las 
consecuencias prácticas de las virtudes teologales: “Que la 
esperanza os tenga alegres” (Rm 12,12). En esa línea, el 
beato Álvaro del Portillo (2014) concluía que “hemos de 
conducirnos siempre con esa seguridad que se apoya, no en 
nuestras fuerzas, sino en las de Dios” (Carta pastoral, 1-9-
1991). Palabras que nos confortan cuando nos podemos 
sentir apabullados por nuestra poca valía, o ante la 
tentación del pesimismo. 
San Pablo nos aclara que la clave de la seguridad 
cristiana no está en nuestras fuerzas, sino en la gracia de 
Dios. Hemos de conducirnos, seguía el beato Álvaro del 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
89 
 
Portillo, apoyados “en esa seguridad que nos anima a 
trabajar con alegría —spe gaudentes [Que la esperanza os 
tenga alegres, Rm 12,12]—” (Carta pastoral, 1-9-1991). El 
optimismo cristiano se basa en las virtudes teologales. Es 
necesario un esfuerzo para sonreír, para hacer agradable la 
vida a los demás con nuestra buena cara, pero lo 
importante es el origen de esa fina caridad: la esperanza es 
la que nos alegra y nos mantiene firmes en esa virtud, “con 
la perseverancia del borrico de noria, aunque en ocasiones 
no se vean los frutos y, en cambio, parezcan agigantarse las 
dificultades. La esperanza, hija mía, hijo mío, es sinónimo 
de alegría santa, porque se cuenta con el Señor, y él no 
pierde batallas” (Del Portillo, 2014, Carta pastoral 1-9-
1991). 
Alegría santa, porque se cuenta con el Señor. Quiere 
decir que el origen de la tristeza se encuentra en la falta de 
fe. Alegres con esperanza, fundados en la conciencia de 
nuestra filiación divina. Es un paso adelante en la 
predicación cristiana sobre la alegría: no se trata 
simplemente de la alegría “fisiológica” (San Josemaría, 
2008, n. 659), sino de tener presente la categoría a la que 
pertenecemos: ¡que somos hijos de Dios, hijos de la 
resurrección de Cristo! Y por esa razón san Pablo lo exige a 
los cristianos: “Que la esperanza os tenga alegres”. 
El cristiano es optimista, alegre, esperanzado, 
porque sabe que Dios le ama y le espera al final de su vida. 
Vive con la conciencia de que todos viven para él: 
 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
90 
 
“Es tiempo de esperanza, y vivo de este tesoro. No es 
una frase, Padre —me dices—, es una realidad”. Entonces…, 
el mundo entero, todos los valores humanos que te atraen 
con una fuerza enorme —amistad, arte, ciencia, filosofía, 
teología, deporte, naturaleza, cultura, almas...—, todo eso 
deposítalo en la esperanza: en la esperanza de Cristo. (San 
Josemaría, 2009a, n. 293) 
Volvamos al final de la controversia de Jesús con los 
saduceos. Como este grupo de personajes, que terminaron 
siendo los más encarnizados enemigos del Maestro, solo 
creían en el Pentateuco, el Señor les arguyó con un texto del 
Éxodo (3,6): “Y que los muertos resucitan, lo indicó el 
mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al 
Señor: ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es 
Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están 
vivos”. 
Dios de vivos. Para el cual todos viven. Así concluye 
la discusión, en el contexto de su cercana Pascua. Jesús 
acababa de hablar sobre los viñadores homicidas —eran 
ellos mismos— y después les recordó la Alianza de Dios con 
los patriarcas, a la cual el Señor siempre ha sido fiel. Y esa 
fidelidad reclama la continuidad más allá de la muerte, que 
no puede ser más fuerte que Dios (Rossé, 2006). 
La Virgen Santa es causa de nuestra alegría y 
esperanza nuestra. A ella le pedimos que nos alcance la 
gracia de vivir como escribió san Josemaría: “¡Optimistas, 
alegres! ¡Dios está con nosotros! Por eso, diariamente me 
lleno de esperanza. La virtud de la esperanza nos hacer ver 
la vida como es: bonita, de Dios” (Carta XXXVIII, n. 150,). 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
91 
 
4. El Triduo Pascual 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
92 
 
4.1. El Jueves Santo 
 
 
El Triduo Pascual comienza con la misa vespertina 
“en la Cena del Señor”. La celebración comienza con el 
habitual saludo: “En el nombre del Padre y del Hijo y del 
Espíritu Santo...” y queda abierta hasta la Vigilia Pascual, 
que es el culmen del triduo. 
Estas celebraciones resplandecen como la cumbre 
de todo el año litúrgico. De la misma forma en que el 
domingo sobresale entre los días de la semana, la 
solemnidad de la Pascua tiene preeminencia en el ciclo 
anual. Celebramos que Cristo haya consumado nuestra 
redención y también que haya glorificado a Dios de modo 
perfecto mediante su muerte —con la que destruyó la 
nuestra— y su resurrección —con la que nos devolvió la 
vida—. 
El Jueves Santo se celebra la eucaristía en la tarde 
para recordar que, más o menos a esa hora, comenzó la 
cena Pascual de Jesús con sus Apóstoles. La antífona de 
entrada se inspira en las palabras de despedida de san 
Pablo a sus queridos fieles de Galacia: “Nosotros hemos de 
gloriarnos en la cruz de nuestro señor Jesucristo: en él está 
nuestra salvación, vida y resurrección. Él nos salvó y nos 
liberó”. Después del acto penitencial se entona el Gloria, 
durante el cual las campanas suenan de modo especial; 
anuncian el júbilo por participar en esta celebración y, a la 
vez, otra señal de la singularidad de estos días: desde ese 
momento, enmudecen hasta la Vigilia Pascual, cuando —
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
93 
 
después de la última lectura del Antiguo Testamento— 
volverán a sonar mientras se cante de nuevo el Gloria a 
Dios resucitado. 
El Evangelio de san Juan nos presenta los tres 
grandes misterios que se conmemoran en la misa “En la 
Cena del Señor”: el mandamiento del Señor sobre la caridad 
fraterna, la institución de la sagrada eucaristía y del orden 
sacerdotal, como veremos en las siguientes meditaciones. 
 
 
4.1.1. El mandamiento nuevo 
 
 
San Juan es el evangelista que describe la última 
cena de modo más extenso. En esta meditación 
consideraremos el comienzo de la escena. El relato 
comienza con un prólogo que es a la vez resumen de todo lo 
que narrará en los últimos capítulos del cuarto Evangelio 
(13,1-15): “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús 
que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, 
habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los 
amó hasta el extremo”. Por eso se entiende que san 
Josemaría llamara a la homilía de esta jornada “La 
eucaristía, misterio de fe y de amor”. Misterio de amor es el 
de cada actitud del Señor en aquella tarde, como la 
inesperada escena que sorprende a todos los discípulos: 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
94 
 
 
 
Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en 
sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de 
la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; 
luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a 
los discípulos, secándoselos con la toalla que se había 
ceñido. 
 
Se trata de una humillación más, inexplicable incluso 
para aquellos que lo conocían tan bien, después de haber 
estado con él durante unos tres años. Humildad de Jesús, 
que en realidad estaba a tono con el abajamiento que había 
vivido desde que se hizo hombre para nuestra salvación. En 
esta escena, Benedicto XVI (2011) ve ejemplificado en un 
solo gesto el mensaje enterodel himno cristológico de san 
Pablo (Flp 2,7-8); mientras Adán quiso ser como Dios por 
sus propios medios, Jesús “se despojó de sí mismo”, 
descendió de su divinidad y se hizo hombre “tomando la 
condición de esclavo, hecho obediente hasta la muerte, y 
una muerte de cruz”: 
Con un acto simbólico, Jesús aclara el conjunto de su 
servicio salvífico. Se despoja de su esplendor divino, se 
arrodilla, por decirlo así, ante nosotros, lava y enjuga 
nuestros pies sucios para hacernos dignos de participar en 
el banquete nupcial de Dios […]. El gesto de lavar los pies 
expresa precisamente esto: el amor servicial de Jesús es lo 
que nos saca de nuestra soberbia y nos hace capaces de 
Dios, nos hace “puros”. (p. 73) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
95 
 
 
 
Humildad que nos sirve de ejemplo, para que 
aprendamos de él a servir. Mientras los discípulos discutían 
por los primeros puestos, el Señor se inclinaba para ocupar 
el último: 
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se 
lo puso otra vez y les dijo: “¿Comprendéis lo que he hecho 
con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, 
y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, 
os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los 
pies unos a otros”. 
En la liturgia del Jueves Santo está previsto que, una 
vez terminada la homilía, y donde lo aconseje una razón 
pastoral, se proceda al lavatorio de los pies, mientras el 
coro canta la escena que Juan narra en el capítulo 13. 
Después, durante la presentación de los dones, se puede 
cantar el conocido himno: “Donde hay caridad y amor, allí 
está Dios; el amor de Cristo ha hecho de nosotros una sola 
cosa; alegrémonos y gocémonos con él. Temamos y 
amemos al Dios vivo: amémosle todos con sincero corazón”. 
El lavatorio de los pies no aparece en ningún otro 
Evangelio y es el contexto en el cual Jesucristo formula una 
sentencia que será nuestro tema de meditación. Después de 
haber limpiado los pies de sus discípulos, el Señor formula 
una orden que los Apóstoles jamás olvidarían, que marcaría 
su actividad en el futuro, y terminaría siendo el ADN de la 
Iglesia naciente. Se trata del llamado “mandamiento nuevo: 
que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
96 
 
también unos a otros. En esto conocerán todos que sois 
discípulos míos: si os amáis unos a otros”. 
Este es el primero de los tres aspectos que la liturgia 
nos invita a considerar el Jueves Santo: el mandato del 
amor fraterno. Como señala san Josemaría en su homilía de 
esa fiesta, 
Si el Señor nos ha ayudado —y él está siempre 
dispuesto, basta con que le franqueemos el corazón—, nos 
veremos urgidos a corresponder en lo que es más 
importante: amar. Y sabremos difundir esa caridad entre 
los demás hombres, con una vida de servicio. “Os he dado 
ejemplo”, insiste Jesús, hablando a sus discípulos después 
de lavarles los pies, en la noche de la Cena. Alejemos del 
corazón el orgullo, la ambición, los deseos de predominio; 
y, junto a nosotros y en nosotros, reinarán la paz y la 
alegría, enraizadas en el sacrificio personal. (2010, n. 94) 
Pensemos cómo es el trato que damos a las demás 
personas, empezando por las que tenemos más cerca. Cómo 
es nuestra serenidad, el cariño, la paciencia que ejercitamos 
ante sus pequeños defectos cotidianos; cómo nos 
esforzamos por transmitir alegría; cuánto escuchamos sus 
historias, sin interrumpir para imponer nuestros temas, 
aunque nos parezcan más interesantes; qué tanto ponemos 
nuestro grano de arena en la vida de familia con nuestra 
sonrisa, dejando que nos hagan bromas, siendo vulnerables 
para que se diviertan con nuestros errores. Examinemos si 
hemos aprendido de la humildad de Jesús para obedecer, 
para pensar primero en los demás, para evitar manías 
personales que pueden aumentar con los años. Y si 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
97 
 
aportamos también nuestro esfuerzo para dar ejemplo de 
abnegación, de trabajo y de apostolado. 
Se trata de vivir la caridad fraterna comenzando por 
los más cercanos, y continuar por los más necesitados, por 
los que están “en las periferias existenciales”, como le gusta 
decir al papa Francisco. En ese sentido, predicaba san 
Josemaría que en cada persona, ved a Cristo que os espera; 
a Cristo que sufre en aquel enfermo; a Cristo que está 
necesitado en aquel indigente; a Cristo que quiere entrar en 
el alma de ese ignorante; a Cristo en el trabajador, que 
cumple su tarea cotidiana. No olvidéis que así nos lo ha 
dicho el Señor, para la realidad cotidiana en que nos 
encontremos: el que sirve a su prójimo —en cualquier 
necesidad— me está sirviendo a mí. (Citado por Echevarría, 
2000, p. 178) 
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos 
a otros”. Estas palabras son un resumen de toda la 
predicación del Señor. En ellas se concentra toda la ley 
evangélica, es el mandamiento que resume todos los demás 
(Iglesia Católica, 1993, n. 2822). Pero no solo es precepto, 
sino camino, modelo, guía para la vida personal y 
comunitaria en la Iglesia. De esa manera se responde a la 
pregunta sobre por qué razón Jesús llama “nuevo” a este 
mandamiento, si ya estaba previsto en el Antiguo 
Testamento: la novedad está en la manera de ejercitar ese 
amor, en que solo ahora podemos hacerlo de la misma 
forma en que lo hizo Jesús: “como yo os he amado”. San 
Josemaría ofrecía una respuesta complementaria: después 
de veinte siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, 
porque muy pocos hombres se han preocupado de 
practicarlo; el resto, la mayoría, ha preferido y prefiere no 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
98 
 
enterarse. Con un egoísmo exacerbado, concluyen: para qué 
más complicaciones, me basta y me sobra con lo mío. No 
cabe semejante postura entre los cristianos […]. No hemos 
de conformarnos con evitar a los demás los males que no 
deseamos para nosotros mismos. Esto es mucho, pero es 
muy poco, cuando comprendemos que la medida de 
nuestro amor viene definida por el comportamiento de 
Jesús. (1992, n. 222) 
 
En las salas de estudio de todos los centros del Opus 
Dei en el mundo (en Bogotá, en Sudáfrica, en Estocolmo, en 
Indonesia), hay un cuadrito con estas palabras del Señor: 
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a 
otros”. Pedro Rodríguez cuenta la historia de esta 
costumbre: dice que, en 1934, al abrir la residencia 
universitaria de Ferraz, san Josemaría hizo que campeara 
esta doctrina en la sala de estudio. En esas palabras de 
Jesús veía la síntesis del espíritu que quería inculcar a los 
estudiantes: amor, fraternidad, servir a los demás, llevar la 
carga de los otros. Esa residencia fue destruida durante la 
guerra civil. Tenía que comenzar de cero. Entre los 
escombros, después de la guerra, apareció el pergamino del 
Mandatum Novum bastante bien conservado, fue lo único 
que quedó de aquella casa. San Josemaría siempre entendió 
el hallazgo como una manera con la cual el Señor le 
indicaba dónde está lo permanente cuando todo se 
derrumba: en el mandamiento del Amor (Rodríguez, 2004, 
n. 385). Por eso, enseñó infatigablemente esta primacía de 
la caridad. A modo de ejemplo, podemos citar el punto 454 
de Forja: 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
99 
 
 
¡Con cuánta insistencia el Apóstol san Juan 
predicaba el mandatum novum! —¡Que os améis unos a 
otros! —Me pondría de rodillas, sin hacer comedia —me lo 
grita el corazón—, para pediros por amor de Dios que os 
queráis, que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis 
perdonar. —Por lo tanto, a rechazarla soberbia, a ser 
compasivos, a tener caridad; a prestaros mutuamente el 
auxilio de la oración y de la amistad sincera. (San 
Josemaría, 2009b) 
Estamos haciendo nuestra oración, no asistimos a 
una consideración externa de las palabras del Señor. “Como 
yo os he amado, amaos también unos a otros”. Señor: 
ayúdanos a sacar propósitos concretos, pues el ideal que 
nos propones es demasiado elevado: amar a los demás 
como tú nos amaste, hasta dar la vida por ellos. ¡Qué lejos 
estamos de esa meta, Señor! Es verdad que queremos 
servir, quizá hemos tomado decisiones notorias en esa 
línea: incluso nos proponemos dar la vida. Pero después, en 
el día a día, podemos ir a lo nuestro: mi tiempo, mis 
aficiones, mi rendimiento personal... Y se nos olvida que 
estás tú mismo esperando en la persona que tenemos a 
nuestro lado, en los parientes, en los compañeros; quieres 
que nos sacrifiquemos un poco más, que perdamos el 
miedo a excedernos en el gastarnos por los demás. 
Por otra parte, es bueno considerar que, a veces, lo 
que la caridad pide no es mimos ni palmadas en el hombro. 
También es caridad la exigencia, la fortaleza para corregir 
un defecto en el hermano, en el amigo. Jesús obró así: a 
Juan, el discípulo amado, lo corrigió con dureza cuando 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
100 
 
quiso quemar un pueblo porque no lo habían recibido y 
cuando pidió un lugar de preferencia en el reino de los 
cielos. La caridad no es simple diplomacia, ni se conforma 
con indirectas: seguramente recordamos cuánto nos han 
ayudado unas indicaciones concretas —que quizá nos 
molestaron en un primer momento— para mejorar en 
nuestra vida personal, familiar, profesional o social. ¡Si en 
último término, es lo que se espera del verdadero amigo! Y 
hay gente que paga para que la corrijan y le indiquen lo que 
no va bien: entrenadores, asesores, etc. También aquí se 
aplica el mandamiento nuevo: amar como el Señor nos amó. 
Por último, el Señor prescribe este mandamiento 
como la señal distintiva de los cristianos: “En esto 
conocerán todos que sois discípulos míos, si os amáis unos 
a otros”. Pocos años después, en Roma, los paganos 
reconocían a los seguidores de Jesús precisamente por ese 
amor recíproco. Tertuliano lo recoge en su Apologeticum 
(39, 1-18): 
Esta práctica de la caridad es más que nada lo que a 
los ojos de muchos nos imprime un sello peculiar. Dicen: 
“Mirad cómo se aman entre sí”, ya que ellos mutuamente se 
odian; “y cómo están dispuestos a morir unos por otros”, 
pues ellos están más bien preparados a matarse los unos a 
los otros. 
La Virgen Santísima es modelo de caridad: estando 
ella en embarazo, salió en cuanto pudo para acompañar a 
su prima Isabel, que necesitaba su ayuda. En Caná, fue la 
primera en advertir que el vino escaseaba. Durante la vida 
pública del Señor, supo ocultarse y estar en un discreto 
segundo lugar. Pero cuando el Maestro moría, estuvo en 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
101 
 
primera fila, y después acompañó a los discípulos para que 
su fe no desfalleciera. Pidámosle a ella que también 
nosotros, como los primeros cristianos, vivamos de tal 
forma el amor a Jesucristo, que desde su corazón 
encontremos cariño fraterno para nuestros hermanos, para 
que los amemos como él nos amó. 
4.1.2. Institución de la eucaristía y del 
Orden sacerdotal 
Continuamos nuestras consideraciones sobre el 
inicio del Triduo Pascual. En la anterior meditación 
reflexionamos sobre el mandamiento del amor, ahora 
contemplaremos los otros dos aspectos que la liturgia nos 
invita a considerar la tarde del Jueves Santo. En el libro del 
Éxodo se recuerdan las rúbricas que el Señor indicó a 
Moisés y Aarón en Egipto para conmemorar la Pascua judía, 
que eran premonitorias de lo que celebraría Jesús en la 
última cena: “el cordero será sin defecto... su sangre librará 
al pueblo del exterminio...” (12,1-14). 
El pueblo hebreo festeja cada año el “paso” —ese es 
el significado de la palabra “pascua”— del Señor por Egipto, 
mostrando su cercanía al pueblo oprimido; también 
agradece el paso de los judíos desde la esclavitud de Egipto 
hacia la tierra prometida: “este será un día memorable para 
vosotros; en él celebraréis fiesta en honor del Señor. De 
generación en generación, como ley perpetua lo 
festejaréis”. Cada año, el memorial de ese evento revivía la 
comunión entre Dios y el pueblo, a la espera de la 
prometida alianza mesiánica, que sería al mismo tiempo 
nueva y eterna. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
102 
 
El Salmo 115 menciona el rito de la tercera copa de 
vino que se tomaba en la Pascua judía, y que para el 
cristianismo adquiere plenitud de significado con la 
respuesta de san Pablo: “el cáliz de bendición es la 
comunión con la sangre de Cristo”. El mismo Apóstol de las 
gentes es el autor del relato más antiguo sobre la última 
cena, con la que llegan a su plenitud los signos del Antiguo 
Testamento (1Co 11, 23ss): 
Porque yo he recibido una tradición, que procede del 
Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, 
en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, 
pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: “Esto es 
mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en 
memoria mía”. 
San Pablo insiste en que se trata de una tradición 
que se remonta a Cristo y que durará hasta el final de los 
tiempos: “Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis 
del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”. 
Estas lecturas nos llevan a meditar en la continuación 
sacramental de la Pascua de Jesús; en la santa misa, el 
sacramento del amor de Dios, que el Prefacio alaba 
diciendo que “cuando comemos su carne, inmolada por 
nosotros, quedamos fortalecidos; y cuando bebemos su 
sangre, derramada por nosotros, quedamos limpios de 
nuestros pecados”. 
Así llegamos a la clave para estar alegres y 
optimistas en medio de las dificultades, también de 
nuestras miserias. La encontramos en una carta pastoral 
del beato Álvaro del Portillo (2014): 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
103 
 
 
 
En la santa misa hallamos el remedio para nuestra 
debilidad, la energía capaz de superar todas las dificultades 
de la labor apostólica. Convenceos: para abrir en el mundo 
surcos de amor a Dios, ¡vivid bien la santa misa! Para llevar 
a cabo la nueva evangelización de la sociedad, que nos pide 
la Iglesia, ¡cuidad cada día más la misa! Para que el Señor 
nos mande vocaciones con divina abundancia y para que se 
formen bien, ¡acudid al santo sacrificio!: ¡importunad un día 
y otro al Dueño de la mies, bien unidos a la Santísima 
Virgen, llenando de peticiones vuestra misa! (Carta 
pastoral, 1-4-1986) 
Por eso, la eucaristía es considerada la fuente y el 
culmen de la gracia sacramental (Concilio Vaticano II, 
Constitución Sacrosanctum Concilium, n. 10), “el centro y la 
raíz de la vida interior” (san Josemaría, Carta X, n. 11, citado 
por García, 1999). Mientras todos los sacramentos nos dan 
la gracia, en la eucaristía recibimos al mismo autor de la 
gracia. Es la razón por la cual nuestra vida de piedad debe 
estar centrada en el amor a la eucaristía. Jesús nos espera 
en el sagrario para fortalecernos, para consolarnos, para 
iluminarnos, para impulsarnos, para contagiarnos su sed de 
almas, para cultivar nuestras vidas con su presencia 
sacramental, que es el modelo de todas las virtudes. Por esa 
razón, san Josemaría aconsejaba con frecuencia: “¡Sé alma 
de eucaristía! Si el centro de tus pensamientos y esperanzas 
está en el sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de 
santidad y de apostolado!” (2009b, n. 835). 
 
Euclides EslavaLA PASIÓN DE JESÚS 
104 
 
¡Cuánta fuerza, y qué eficacia, tiene un rato de 
oración delante del sagrario! Todo nuestro día debe estar 
centrado alrededor de la misa. Por eso no puede faltar la 
eucaristía dominical en la vida de un cristiano, que debe ser 
el centro de la semana (San Juan Pablo II, 1998). Y para una 
persona de más fe, será normal el deseo de comenzar cada 
día asistiendo al sacrificio del altar. De ahí saldrá la fuerza 
para toda la labor apostólica y profesional, porque de ese 
modo no solo será el centro, sino también la raíz de nuestra 
vida interior. 
No podemos acostumbrarnos a la maravilla de tener 
al Señor entre nosotros, de vivir con él, de poder asistir o 
celebrar la santa misa cada día. Una anécdota relacionada 
con el cine: en 1968 san Josemaría vio “Siete mujeres”, la 
cinta con la que John Ford se retiró del mundo artístico. La 
trama discurría en China y mostraba la angustia de siete 
misioneras no católicas que esperaban con terror la llegada 
de unas hordas. La tensión iba en aumento hasta que una 
de ellas, hundida moralmente, le dijo al médico de la 
misión: “¡Es que Dios no me basta! ¡Me siento sola!”. 
San Josemaría debió de vivir aquella trama con 
particular intensidad, porque dijo que se alegraba de 
haberse quedado a ver la película. Comentó que aquellas 
mujeres padecían esa soledad y esa angustia porque no 
tenían la eucaristía, mientras que los católicos podemos 
acudir a Jesús Sacramentado en los momentos difíciles de 
nuestra vida: “Se han quedado con el corazón seco, porque 
no tenían a Cristo... porque el Señor no estaba en medio de 
ellas... Sin sagrario nosotros también nos sentiríamos solos. 
Nada nos bastaría si Dios no estuviese con nosotros” 
(Herranz, 2011, p. 87). Gracias, Señor, porque estás en 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
105 
 
medio de nosotros; porque has querido quedarte 
disponible, porque no estamos solos: estamos contigo y tú 
nos bastas. “Quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios 
basta”, decía santa Teresa. 
Entre las alabanzas a la eucaristía que ofrece la misa 
del Jueves Santo, se insiste en otro aspecto doctrinal muy 
importante: que este sacramento es banquete, pero 
también sacrificio. De esa manera entramos en el tercer 
tema del día, la institución del orden sacerdotal, que 
garantiza la actualización del sacramento a lo largo de la 
historia: 
Dios nuestro, que nos has reunido para celebrar 
aquella Cena en la cual tu Hijo único, antes de entregarse a 
la muerte, confió a la Iglesia el banquete de su amor, el 
sacrificio nuevo de la alianza eterna, concédenos alcanzar, 
por la participación en este sacramento, la plenitud del 
amor y de la vida. (Misal romano) 
La santa misa es “el sacrificio nuevo de la alianza 
eterna”, la renovación incruenta del sacrificio del Calvario, 
que conmemoramos el Viernes Santo. Si no fuera así, sería 
una simple cena más. Por ese motivo, rezamos en el 
Prefacio que Jesucristo, “verdadero y eterno sacerdote, al 
instituir el sacramento del sacrificio perdurable, se ofreció 
a Sí mismo como víctima salvadora, y nos mandó que lo 
ofreciéramos como memorial suyo”. Todo sacrificio 
necesita un sacerdote que lo ofrezca, un mediador entre 
Dios y los hombres, y Jesucristo es el Sumo y Eterno 
Sacerdote. Además, al mismo tiempo, es el altar y la víctima. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
106 
 
Este sacrificio del altar cristiano es el culmen de 
todas las religiones. Todo el proceso de maduración del 
hecho religioso, de la apertura de los seres humanos hacia 
la trascendencia, llega a su plenitud cuando el mismo Dios 
se hace uno de nosotros y se ofrece en holocausto, 
representándonos para garantizar que nuestro propio 
sacrificio, unido al suyo, sea aceptado por el Padre eterno. 
Por esa razón, agradecemos al Señor que haya 
instituido el sacramento del Orden, por medio del cual se 
sigue ejerciendo en la Iglesia, hasta el fin de los tiempos, la 
misión que Cristo confió a sus Apóstoles. Este es un buen 
momento para rezar por la santidad de los sacerdotes, y 
también para rogar al Dueño de la mies que nunca falten 
ministros del sacerdocio en la Iglesia, que haya muchas 
personas que reciban ese sacramento al servicio de la 
comunidad “para predicar el Evangelio, celebrar el culto 
divino, sobre todo la eucaristía, de la que saca fuerza todo 
su ministerio, y ser pastor de los fieles” (Iglesia Católica, 
2005, nn. 322, 328). 
A la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia, le 
pedimos que —como fruto de nuestra celebración 
Pascual— haya muchas y santas vocaciones sacerdotales, 
vivamos el mandamiento del amor fraterno, y seamos 
almas de eucaristía. 
4.1.3. Sacerdocio, eucaristía, caridad 
La santa misa en la Cena del Señor comienza con la 
antífona de entrada (Ga 6,14): “Nosotros hemos de 
gloriarnos en la cruz de nuestro señor Jesucristo”. La 
liturgia añade al texto sagrado que “en él —en Cristo— está 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
107 
 
nuestra salvación, nuestra vida y nuestra resurrección”. 
Celebramos que la misericordia divina “nos ha salvado y 
nos ha liberado”. Por esa razón, después de haberlo omitido 
durante los cuarenta días de la cuaresma, se entona el 
Gloria con todo boato para alabar, bendecir, glorificar y 
agradecer a la Trinidad Beatísima con el mismo canto de 
júbilo que los ángeles entonaron la noche del nacimiento de 
Jesús. 
En la oración colecta nos dirigimos al Señor 
diciéndole que nos congregamos “para celebrar esta 
sacratísima Cena, en la cual tu Unigénito, cuando iba a 
entregarse a la muerte, encomendó a la Iglesia el sacrificio 
nuevo y eterno”. Nos detenemos a considerar esa entrega, 
ese encargo que Jesucristo hizo a la Iglesia de renovar su 
propio sacrificio. Y es la primera idea que consideramos en 
esta celebración: la institución del orden sacerdotal, 
sacramento que Jesucristo estableció fundamentalmente 
para renovar el sacrificio del Calvario, para dispensar el 
Sacramento del amor, desde la mesa de la Palabra y la mesa 
de la eucaristía. Como dice san Juan Crisóstomo: “no es el 
hombre quien convierte las cosas ofrecidas en el cuerpo y 
la sangre de Cristo, sino el mismo Cristo que por nosotros 
fue crucificado. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia 
aquellas palabras, pero su virtud y la gracia son de Dios” 
(De prodit. Iudae, homil. 1,6). 
“Haced esto en conmemoración mía...” Al instituir el 
sacramento del Orden, Jesús nos invitó a imitarle. Y esa 
emulación no es un proyecto dirigido solo a los ministros 
ordenados, aunque haya una diferencia esencial en los dos 
modos de vivirlo: “la vocación cristiana nos exige a todos —
a los seglares también— practicar cuantas virtudes han de 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
108 
 
vivir los buenos sacerdotes” (San Josemaría, Carta X, n. 10). 
Todos los cristianos, por el hecho de recibir el bautismo, 
somos injertados en el sacrificio de Cristo, participamos del 
sacerdocio común de los fieles de acuerdo con la expresión 
de san Pedro (1P 2,9): “Vosotros sois un linaje elegido, un 
sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por 
Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las 
tinieblas a su luz maravillosa”. 
El Concilio Vaticano II recuerda que el sacerdocio 
ministerial y el sacerdocio común de los fieles difieren 
esencialmente y no solo de grado (Constitución 
Presbiterorum Ordinis, n. 10), pero es importante que los 
laicos sean conscientes de la responsabilidad que 
adquirieron al recibir el bautismo. Por esa razón, san 
Josemaría enseñaba que, con esa alma sacerdotal que pido 
al Señor para todos vosotros debéis procurar que, en medio 
de las ocupaciones ordinarias, vuestravida entera se 
convierta en una continua alabanza a Dios: oración y 
reparación constantes, petición y sacrificio por todos los 
hombres. Y todo esto, en íntima y asidua unión con Cristo 
Jesús, en el santo sacrificio del altar. (Carta XXV, n. 4, citado 
por Echevarría, carta pastoral 1-11-2009) 
La oración colecta del Jueves Santo hace énfasis en la 
razón de ser del sacerdocio ministerial: “Tu Unigénito, 
cuando iba a entregarse a la muerte, encomendó a la Iglesia 
el sacrificio nuevo y el terreno y el banquete de su amor”. El 
Sacramento del orden, que es “participación en la misión 
salvífica de Cristo” (San Josemaría, 2002, n. 35) y por el cual 
“el hombre se convierte en instrumento de la gracia 
salvadora” (n. 39), es una manifestación maravillosa de la 
Misericordia divina. Y no solo con la persona llamada —se 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
109 
 
trata de una dignidad “que en la tierra nada supera” (n. 
70)—, sino con la Iglesia y con la humanidad entera. 
Pidamos al Señor muchas vocaciones para el 
sacerdocio, para la vida consagrada y para el celibato 
apostólico en medio del mundo; que reviva la ilusión 
vocacional en las familias; que haya muchos padres y 
madres orgullosos de la vocación de sus hijos y dispuestos 
a entregarlos con generosidad para un posible llamado, si 
es la voluntad de Dios; que los eduquen con esas 
disposiciones de magnificencia y apertura a los demás y 
que también haya muchos jóvenes en todo el mundo 
dispuestos a seguir las sendas de misericordia de 
Jesucristo, que se entregó por nosotros y nos dio la misión 
de imitarlo para llevar su gracia, sus sacramentos, su 
Evangelio, hasta el último rincón del mundo. 
Para eso está el sacerdocio: para servir a las almas. 
Su dimensión teológica más profunda consiste en la 
consagración a Dios y en la misión hacia los demás. Y una 
manifestación concreta de esa disponibilidad es el segundo 
tema de la celebración del Jueves Santo: la centralidad que 
en la vida del sacerdote debe tener la celebración de la 
eucaristía, que es el “banquete de su amor”. 
En un estudio reciente sobre los primeros pasos del 
Opus Dei, cuentan algunos testigos que san Josemaría 
pasaba “horas largas cerca del sagrario, en conversación 
con el Señor. Solía estar en la iglesia en momentos en que 
solía estar vacía”. Y uno de los estudiantes que tenían 
dirección espiritual con él concluye que, “sin predicaciones, 
sin homilías, nada más que en la manera de decir la misa, la 
emoción con que realizaba el Sacrificio era tan poderosa 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
110 
 
que se transmitía a los que estábamos cerca de él” 
(González, 2016). Pidámosle hoy que nos contagie ese amor 
al sacramento del altar, que es “signo de unidad y vínculo 
de caridad”. 
Y de ese modo llegamos a la tercera idea de la 
celebración del Jueves Santo, que es precisamente el amor 
fraterno. Contemplando el lavatorio y el mandamiento 
nuevo del amor fraterno, Mons. Echevarría dice que este 
lavar los pies los unos a los otros a que nos invita el Señor 
lleva consigo tantas cosas concretas, porque ese limpiar de 
que se habla, nace del cariño; y el amor descubre mil 
formas de servir y de entregarse a quien se ama. En 
cristiano, lavar los pies significa, sin duda, rezar unos por 
otros, dar una mano con elegancia y discreción, facilitar el 
trabajo, adelantarse a las necesidades de los demás, 
ayudarse unos a otros a comportarse mejor, corregirse con 
cariño, tratarse con paciencia afectuosa y sencilla que no 
causa humillaciones; alentarse a venerar al Señor en el 
Sacramento, emularse mutuamente en ese ir a Jesús con las 
manos cargadas de atenciones de cariño a él y a nuestros 
hermanos. Lavar los pies implica colmar la propia vida de 
obras de servicio sacrificado y gustoso, de mediación 
apostólica cumplida con alma sacerdotal. (2005, p. 67) 
Acudamos a la Virgen Santísima, que estaría en el 
cenáculo preparando la celebración de la Pascua unida a la 
entrega de su Hijo. Pidámosle a ella que nos ayude a 
profundizar en el significado de estos tres aspectos de la 
celebración del Jueves Santo: el sacerdocio, la eucaristía y la 
caridad. Y que interceda ante el Padre para que nos 
conceda lo que pedimos al final de la oración colecta: “que 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
111 
 
por la celebración de tan sagrado misterio obtengamos la 
plenitud del amor y de la vida”. 
4.1.4. Camino, verdad y vida 
El discurso de despedida de Jesús en el Cenáculo, 
antes de la última cena, está estructurado en dos partes: en 
la primera, que abarca los versículos 1-4, el Señor anuncia a 
los Apóstoles que se irá a prepararles una morada en la 
casa del Padre; en la segunda, los versículos 5-12, él mismo 
se define como el camino, la verdad y la vida. 
Preparar la morada, en primer lugar. No olvidemos 
el contexto en el que Jesús pronuncia estas palabras: acaba 
de anunciar la traición de Pedro y, quizá ante la reacción de 
desconcierto que notó en sus discípulos, añadió: “No se 
turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en 
mí”. El Señor recuerda la necesidad de la fe para evitar la 
turbación, la confusión y el desorden. 
Tal vez pensando en tranquilizarlos ante lo que ellos 
ven venir, el Maestro les anuncia lo que pasará más 
adelante: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si 
no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un 
lugar”. Es una invitación a la esperanza, a ver más allá de las 
contradicciones del momento, por duras que puedan 
parecer. Jesús anuncia que, por medio de los dolores 
inmensos que se avecinan (estamos en las vísperas de su 
muerte), él mismo abrirá las puertas de la vida eterna en la 
casa del Padre: “Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré 
y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis 
también vosotros”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
112 
 
Como buen pedagogo, el Maestro incoa una nueva 
perspectiva en su discurso: “Y adonde yo voy, ya sabéis el 
camino”. El mellizo Tomás, hombre impulsivo, muerde el 
anzuelo y le dice: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo 
podemos saber el camino?”. Este apóstol pasaría a la 
historia como el incrédulo por antonomasia, por haber 
exigido pruebas palpables de la resurrección de Cristo, pero 
pocos le reconocen la importancia de actitudes como esta 
interrogación, que le dio pie al Señor para responder con 
solo tres palabras, que constituyen todo un tratado de 
Cristología: “Yo soy el camino y la verdad y la vida”. 
“Yo soy el camino”. Jesús es la única vía para llegar al 
Padre. Lo cual quiere decir que los Apóstoles sí saben a 
dónde va: al cielo, que es nuestra meta definitiva; la 
felicidad, la alegría eterna. La comunión perfecta con Dios, 
con los demás y con la creación: él es la única senda que 
enlaza el cielo con la tierra. Lo declara a todos los hombres, 
pero especialmente nos lo recuerda a quienes, como tú y 
como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos 
en serio nuestra vocación de cristianos, de modo que Dios 
se halle siempre presente en nuestros pensamientos, en 
nuestros labios y en todas las acciones nuestras, también en 
aquellas más ordinarias y corrientes. (San Josemaría, 1992, 
n. 127) 
“Yo soy la verdad (aletheia)”. El Maestro revela, 
manifiesta la intimidad divina: “Se refiere a la 
inquebrantable fidelidad de Dios, manifiesta en Jesús” 
(López y Richard, 2006, p. 234). En ese momento, Jesús ya 
había mostrado al Padre, lo había hecho visible: “Nadie va 
al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais 
también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. 
 
Euclides EslavaLA PASIÓN DE JESÚS 
113 
 
Esa revelación divina es nuestro origen y nuestro destino. 
Quien conoce a Dios conoce la verdad más profunda sobre 
el ser humano. Y, al contrario, quien desconoce a Dios le 
falta conocer la dimensión más importante de la persona: 
su carácter de criatura hecha a imagen y semejanza divina, 
elevada a la categoría de hija de Dios. 
Jesús mismo, su vida y su mensaje, son la plenitud 
del conocimiento, la sabiduría. Como dice la copla 
tradicional española: “Al final de la jornada, aquel que se 
salva sabe; el que no, no sabe nada”. Quisiera recordar en 
este momento una anécdota de Joaquín Navarro-Valls, 
quien fuera el portavoz de san Juan Pablo II: refirió que, una 
vez, caminando juntos durante una habitual excursión 
veraniega en los Alpes, inquirió curiosamente a Juan Pablo 
II qué frase del Evangelio salvaría en la hipótesis de que se 
perdiera toda traza de civilización. “La verdad os hará 
libres”, respondió el Papa polaco sin pensarlo dos veces. En 
esa sesión de formación cristiana —no imaginábamos que 
sería la última— tuvimos todos la clara percepción que 
había algo muy íntimo en la glosa que añadió al recuerdo: 
“La Verdad es una Persona, no una idea, y nuestra verdad 
es también personal: lo que somos ante a Dios” (Testimonio 
de Norberto González, en Navarro Valls, 2018). 
“Yo soy la vida” (Zoé). Jesús es el camino verdadero, 
y en él se encuentra la vida verdadera: la vida sobrenatural, 
la vida eterna, que vence la muerte. Ahora, al final de su 
Evangelio, san Juan señala que se ha cumplido lo que había 
enunciado en el prólogo (1,4): “En él estaba la vida, y la vida 
era la luz de los hombres”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
114 
 
“Yo soy el camino y la verdad y la vida”. Otra manera 
de entender estas palabras de Jesús es por medio de sus 
tres oficios (Burkhart y López, 2010, en quienes me inspiro 
para lo que sigue): 
- Santificar: él es el sumo y eterno sacerdote que se 
ofreció a sí mismo al Padre para nuestra redención. En ese 
sacrificio él fue al mismo tiempo “sacerdote, víctima y altar” 
y, gracias a esa mediación, nos justificó, nos liberó del 
pecado. Desde entonces, también nos brinda la gracia, la 
participación en su vida sobrenatural y nos orienta para 
que lleguemos a ser santos, que es nuestra vocación 
definitiva. 
- Enseñar: Jesús es el profeta definitivo, el Maestro 
que nos guía por el camino de la verdad. Él mismo es la 
revelación definitiva, el Verbo encarnado. Pero no se limitó 
a transmitir unas enseñanzas como un conocimiento más, 
sino que “dio testimonio de la verdad” por medio de su 
vida, su muerte y su resurrección. Como explica 
O'Callaghan (2006): 
Cristo testimonia al Padre ante los hombres, con lo 
que hace y con lo que dice, hasta el punto de aceptar la 
muerte de cruz; al mismo tiempo, el Padre reivindica a 
Cristo y le revela ante los creyentes, sobre todo 
resucitándolo de entre los muertos; finalmente, en la 
persona de Cristo, se identifican la verdad profesada y el 
Testigo. (p. 543) 
 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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- Servir: Jesús es el rey de los cielos y del cosmos, 
pero reina entregando la vida por sus hijos como Buen 
Pastor. 
Estas palabras de Jesús son un llamado a que nos 
unamos a él por medio de la oración y del sacrificio. Que 
busquemos el encuentro diario, permanente, con el Señor 
por medio de los sacramentos y del Evangelio —como 
resume san Josemaría: “¡Pan y palabra!: Hostia y oración”— 
(2008, n. 87). 
Acompañar a Jesús en el diálogo constante, que se 
manifiesta por medio de las obras que nos permiten 
seguirlo hasta el Calvario. Podemos mirar con frecuencia el 
Crucifijo, cargarlo en el bolsillo, tenerlo a la vista en la mesa 
de trabajo. Para que no se convierta en un simple elemento 
decorativo del escritorio, procuremos unirnos a su 
sacrificio a través de la penitencia en la vida cotidiana, 
ofreciendo al Padre los sacrificios que genera esa labor, 
hasta que lleguemos a ser “otro Cristo, el mismo Cristo” 
(San Josemaría, 1992, nn. 127-141), y podamos decir lo que 
escribió San Pablo: “no soy yo el que vivo, es Cristo quien 
vive en mí”. 
El beato Álvaro del Portillo invitaba a tratar mucho a 
Jesucristo en su Humanidad Santísima (2014): 
Esforzaos por conocer más y más al Señor: no os 
conforméis con un trato superficial. Vivid el santo 
Evangelio: no os limitéis a leerlo. Sed un personaje más: 
dejad que el corazón y la cabeza reaccionen. Tened hambre 
de ver el rostro de Jesús […]. Pregúntate con sinceridad, en 
la presencia de Dios: ¿cómo va mi vida de oración? ¿No 
 
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podría ser más personal, más íntima, más recogida? ¿No 
podría esforzarme un poco más en el trato con Jesús, en la 
meditación de la sagrada Pasión, en el amor a su 
Humanidad Santísima? ¿Cómo es mi oración vocal? ¿Hablo 
con Dios mientras rezo? ¿Lleno las calles de la ciudad de 
Comuniones espirituales, de jaculatorias, etc.? Sí, hija mía, 
hijo mío. De este examen sacarás —sacaremos todos— el 
convencimiento de que podemos y debemos contemplar 
con más pausa y amor los misterios del Rosario, obtener 
más fruto de la lectura diaria del Santo Evangelio, 
acompañar más de cerca a Cristo por los caminos que 
recorrió en la tierra. (Carta pastoral, 1-4-1985) 
Esa identificación con Cristo hará que también 
nosotros seamos sacerdotes, profetas y servidores de 
nuestros hermanos: sacerdotes de nuestra propia 
existencia, que convierten cada día en una misa, que 
ofrecen su vida en holocausto por la salvación de todas las 
almas. Profetas, apóstoles, testigos de Jesucristo en medio 
de las ocupaciones ordinarias, por medio de la amistad 
sincera, cálida, que brinda lo mejor que se tiene: el amor de 
Dios. Servidores de los demás, imitadores de Jesucristo, 
quien definió su vida con otro lema: “el Hijo del hombre no 
ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en 
rescate por muchos” (Mt 20,28). Como decía el papa 
Francisco en el domingo de Ramos del año de la pandemia 
de la covid-19 (2020a): 
El drama que estamos atravesando en este tiempo 
nos obliga a tomar en serio lo que cuenta, a no perdernos 
en cosas insignificantes, a redescubrir que la vida no sirve, 
si no se sirve. Porque la vida se mide desde el amor. De este 
modo, en casa, en estos días santos pongámonos ante el 
 
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Crucificado —miren, miren al Crucificado—, que es la 
medida del amor que Dios nos tiene. Y, ante Dios que nos 
sirve hasta dar la vida, pidamos, mirando al Crucificado, la 
gracia de vivir para servir. Procuremos contactar al que 
sufre, al que está solo y necesitado. No pensemos tanto en 
lo que nos falta, sino en el bien que podemos hacer. 
Nuestra Madre, la Virgen María, es la mejor 
intercesora para llegar a su Hijo. A ella le pedimos que nos 
alcance la gracia de que Jesús sea en realidad, para cada 
uno de nosotros, “el Camino y la Verdad y la Vida”, nuestro 
sacerdote, nuestro profeta y nuestro rey. 
4.1.5. Promesa del Espíritu Santo 
Continuamos contemplando la última cena y, en 
concreto, el discurso de la despedida. Este sermón suele 
dividirse en tres partes: la primera, sobre la partida y el 
regreso de Jesús; la segunda, sobre Cristo y la vida de la 
Iglesia; y, por último, la oración sacerdotal. Consideramos 
en esta meditación un fragmento de la segunda parte (Jn 
14,15-21). 
“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Jesús 
pide un amor coherente, un amor que no se quede en meras 
palabras, sino que se manifieste en obras. Es importante 
insistir en que obedecerle no es un peso, sino el camino 
para ser felices. “Y yo le pediré al Padreque os dé otro 
Paráclito, que esté siempre con vosotros”. Jesús promete 
que enviará al Espíritu Santo como premio por esa 
fidelidad, pero, sobre todo, como medio para garantizar el 
cumplimiento de su voluntad. Otro Paráclito, otro Abogado, 
otro Consolador, además del mismo Jesús, que estará 
 
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siempre con nosotros para santificarnos. Benedicto XVI 
(2005) lo definía con una comparación musical: “el Espíritu 
es esa potencia interior que armoniza el corazón de los 
creyentes con el corazón de Cristo” (n. 19). 
Es lo que vemos hecho vida en los relatos de los 
Hechos de los Apóstoles (p. ej., 8,5-8.14-17), donde llama la 
atención que los primeros cristianos vivían de modo 
natural esa armonía con el querer de Dios: 
Cuando los Apóstoles, que estaban en Jerusalén, se 
enteraron de que Samaría había recibido la palabra de Dios, 
enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron 
por ellos, para que recibieran el Espíritu Santo; pues aún no 
había bajado sobre ninguno; estaban solo bautizados en el 
nombre del Señor Jesús. 
Se trata de una escena sacramental, relacionada con 
la confirmación: “Entonces les imponían las manos y 
recibían el Espíritu Santo”. El Compendio del Catecismo 
enseña que esa acción del Espíritu Santo sigue siendo el 
motor que dirige la Iglesia en el camino de la historia para 
que vivamos como hijos de Dios. Esa vitalidad del Paráclito 
no concluyó con las primeras generaciones del 
cristianismo, sino que continúa en cada uno de nosotros, 
también ahora. El Compendio del Catecismo (Iglesia 
Católica, 2005) resume la misión del Espíritu Santo 
diciendo que edifica, anima y santifica a la Iglesia; como 
Espíritu de Amor, devuelve a los bautizados la semejanza 
divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo 
la vida misma de la Trinidad Santa. Los envía a dar 
testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus 
 
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respectivas funciones, para que todos den “el fruto del 
Espíritu” (Ga 5,22). (n. 145) 
Le pedimos al Señor que nos ayude a profundizar en 
esta enseñanza, para que seamos dóciles a la acción del 
Espíritu Santo. Nos puede servir el consejo de san 
Josemaría, para facilitarle al Paráclito el trabajo de “edificar, 
animar y santificar”: “No olvides que eres templo de Dios. El 
Espíritu Santo está en el centro de tu alma: óyele y atiende 
dócilmente sus inspiraciones. Frecuenta el trato del 
Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de 
santificar” (Apuntes íntimos, nn. 44-45, citado por 
Rodríguez, 2004, n. 59). 
Podemos proponernos renovar nuestro diálogo con 
la Tercera Persona de la Santísima Trinidad: pedirle más 
sus luces antes de tomar nuestras decisiones, a la hora del 
examen de conciencia o de aconsejar a un amigo, 
redescubrir su presencia activa en la sagrada eucaristía y 
en cada una de las prácticas de piedad, para iluminar el 
resto del día y tener conciencia de su presencia en nuestra 
alma en gracia. 
El cardenal Julián Herranz (2007) cuenta una 
anécdota de san Josemaría sobre la relación del Espíritu 
Santo y la eucaristía; dice que en una tertulia en febrero de 
1971 les contó: “Mi descubrimiento de esta última 
temporada es la acción del Espíritu Santo en la misa. Tengo 
la necesidad, muchas veces al día, de adorar a cada una de 
las tres Personas de la Trinidad”. Y agrega que, al día 
siguiente, se refirió de nuevo a ese descubrimiento y 
añadió: “Y quiero decírselo a todos, para que todos 
 
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crezcamos en el trato del Espíritu Santo, porque sigue 
siendo el Gran Desconocido” (p. 167). 
Pero el Espíritu Santo no solo “edifica, anima y 
santifica”, como dice el Compendio del Catecismo, sino que 
también nos ayuda a recomenzar cuando decaemos en el 
esfuerzo por cooperar con su labor: “como Espíritu de 
Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, 
perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida 
misma de la Trinidad Santa” (Iglesia Católica, 2005, n. 145). 
El hábito de comenzar y recomenzar es una faceta 
muy importante de la vida espiritual del cristiano: “La vida 
espiritual es —lo repito machaconamente, de intento— un 
continuo comenzar y recomenzar. —¿Recomenzar? ¡Sí!: 
cada vez que haces un acto de contrición —y a diario 
deberíamos hacer muchos—, recomienzas, porque das a 
Dios un nuevo amor” (San Josemaría, 2009b, n. 384). Quizá 
por ese motivo el Espíritu Santo es llamado Consolador, 
porque nos garantiza el retorno a la casa del Padre, al 
recordarnos la verdad sobre el amor misericordioso de 
Dios: “Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que 
esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”. 
Además, el Espíritu nos revela toda la verdad sobre 
Jesús y nos ayuda a imitarlo hasta que lleguemos a ser 
nosotros mismos “otro Cristo, el mismo Cristo”: “la misión 
del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles 
vivir en él” (Iglesia Católica, 1993, n. 690). Por el contrario, 
el diablo es el padre de la mentira. Pretende engañarnos 
cuando nos sugiere la vía opuesta, el camino del pecado, 
que acaba en la soledad y la tristeza. 
 
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“El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo 
conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con 
vosotros y está en vosotros”. Jesús insiste en la importancia 
de conocer al Paráclito que habita dentro de cada uno de 
nosotros. No es suficiente con saber que reside en nuestra 
alma, para santificarla. Es preciso experimentarlo, caer en 
la cuenta de que siempre está en nuestro interior y que, por 
tanto, debemos tratarlo, tener nuestra conversación en los 
cielos, pedirle su ayuda, su gracia eficacísima, para 
corresponder a sus mociones, para obrar como lo haría 
Jesús. Como escribió san Josemaría: 
Siento el Amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su 
amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de 
arrancar, de encender... No sabré hacerlo, sin embargo: El 
me dará fuerzas, él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí 
quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa 
el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y 
encenderse, y seguirte y amarte. — Propósito: frecuentar, a 
ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y 
dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus!... (Apuntes 
íntimos, n. 864, en Rodríguez, 2004, n. 59; cf. San Josemaría, 
2009b, n. 430) 
Además de edificar, animar y santificar, y de 
reconciliarnos con el Señor, el Espíritu Santo nos fortalece 
para cumplir la misión apostólica que Jesucristo nos dejó, 
para cumplir la vocación que el Padre nos reveló. Por eso, el 
punto del Catecismo que estamos meditando concluye que 
“los envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los 
organiza en sus respectivas funciones, para que todos den 
‘el fruto del Espíritu’”. 
 
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Acudamos al Paráclito pidiéndole que nos encienda 
para que no nos desviemos ni un ápice en el cumplimiento 
de la voluntad divina, que nos pode si hiciera falta, para que 
demos más fruto. Puede servirnos esta otra oración que 
compuso san Josemaría en 1934: 
Ven, ¡oh, Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, 
para conocer tus mandatos, fortalece mi corazón contra las 
insidias del enemigo, inflama mi voluntad. He oído tu voz, y 
no quiero endurecerme y resistir diciendo: después, 
mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana 
me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de Sabiduría, Espíritu de 
entendimientoy de consejo, Espíritu de gozo y de paz! 
quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como 
quieras, quiero cuando quieras. (Citado por Rodríguez, 
2004, p. 271) 
Pidamos a la Virgen santa su intercesión para 
imitarla en su unión con el Paráclito: “María, Madre 
nuestra, auxilium christianorum, refugium peccatorum: 
intercede ante tu Hijo, para que nos envíe al Espíritu Santo, 
que despierte en nuestros corazones la decisión de caminar 
con paso firme y seguro” (San Josemaría, 2010, n. 69). 
 
4.1.6. La vid y los sarmientos 
Continuamos en el Cenáculo de Jerusalén, durante la 
última cena. Ya han pasado el lavatorio de los pies y el 
mandamiento nuevo. Judas acaba de salir, con lo cual Jesús 
quedó más libre para hablar a sus discípulos. Prometió que 
les enviaría el Espíritu Santo. Comienza el capítulo 15 del 
 
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Evangelio de san Juan, la segunda parte del discurso de 
despedida, una meditación sobre el misterio de Cristo y de 
su Iglesia. Estamos en pleno corazón de la cena. 
El Maestro desveló a sus discípulos las últimas 
revelaciones con otra parábola: “Yo soy la vid verdadera y 
mi Padre es el labrador”. La comparación con la vid es 
tomada del Antiguo Testamento, donde se aplica al pueblo 
hebreo: en el salmo 80 se habla de la ruina y restauración 
de la viña arrancada de Egipto y plantada en otra tierra; y 
en el cántico de Isaías el Señor se queja de que la viña no 
haya producido uvas, sino agrazones (5,1-7). De hecho, en 
el Templo se conservaba una gigantesca vid dorada, que 
simbolizaba los abundantes frutos del pueblo elegido. Sin 
embargo, ahora Jesús anuncia un cambio en la 
interpretación: la analogía ya no se aplica al pueblo, sino a 
él mismo, que es la verdadera vid. 
“A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y 
a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. 
Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he 
hablado”. El sarmiento es el “vástago de la vid, largo, 
delgado, flexible y nudoso, de donde brotan las hojas, las 
tijeretas y los racimos” (Real Academia Española, 2014). 
Con las distintas estaciones, se les va podando para que los 
frutos sean abundantes. La parábola no solo tiene la 
dimensión cristológica que hemos mencionado, sino que 
también incluye un aspecto eclesial: los cristianos están 
íntimamente relacionados con Jesús, como los vástagos con 
la cepa. 
La parábola permite comprender que no se trata de 
un simple recurso retórico, sino que es una invitación a 
 
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imitar al Maestro en el sacrificio que se apresta a enfrentar 
pocas horas después. La poda de la que habla es 
purificación, como también se puede traducir esta palabra 
en su contexto. Pensando en esta escena, san Josemaría 
enseñaba: 
¿No has oído de labios del Maestro la parábola de la 
vid y los sarmientos? —Consuélate: te exige, porque eres 
sarmiento que da fruto... Y te poda, “ut fructum plus afferas” 
—para que des más fruto. ¡Claro!: duele ese cortar, ese 
arrancar. Pero, luego, ¡qué lozanía en los frutos, qué 
madurez en las obras! (San Josemaría, 2008, n. 701) 
Pensemos en la purificación que el Señor espera de 
nosotros. Quizá desea que seamos más entregados, que 
trabajemos con más constancia, que rechacemos con más 
prontitud las tentaciones, que recemos con más fervor. 
Cada uno puede preguntarle en este momento cuáles son 
esas ramas que impiden a la vid fructificar más. O también 
es posible que reconozcamos algunos sufrimientos o 
pruebas a los que no les hemos encontrado sentido, y por 
los cuales nos hemos quejado más de la cuenta, sin ver en 
ellos la mano amorosa del sembrador que quiere frutos 
más lozanos y obras más maduras. 
Así reaccionó san Josemaría, como podemos ver en 
los apuntes de una meditación que está en el origen del 
punto que acabamos de citar: 
¿Por qué me lamento también de todo lo que me 
rodea y me sucede, de las personas que están conmigo, de 
su trato, de sus flaquezas, de las mías...? ¿No ocurre todo así 
para bien mío? Vamos a preguntarnos: ¿qué hace el buen 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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labrador con su viña? ¿No la vigila cuidadosamente para 
podarla en el tiempo oportuno? Pues si yo estoy unido a la 
Vid, he de alegrarme de estas humillaciones, de estas 
contradicciones, de esta poda —porque ésta es la poda que 
el Maestro realiza en mi alma, donde hay tanto, tanto, que 
cortar—, que es el medio para que yo dé frutos más seguros 
y jugosos. (Cf. Rodríguez, 2004, n. 701) 
Continuemos con el discurso del Señor. Después de 
la poda, de la purificación, habla sobre la mutua inmanencia 
entre él y sus discípulos: “permaneced en mí, y yo en 
vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no 
permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no 
permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”. 
San Cirilo de Alejandría interpreta de modo muy sugerente 
que la savia que comparten la cepa y el vástago es el 
Espíritu Santo: “se compara a sí mismo con la vid y afirma 
que los que están unidos a él e injertados en su persona son 
como sus sarmientos y, al participar del Espíritu Santo, 
comparten su misma naturaleza (pues el Espíritu de Cristo 
nos une con él)” (Comentario al Evangelio de san Juan 
10,2). 
El divino Paráclito nos une con Jesucristo en los 
sacramentos y en la oración. Ahí está la fuente de esa unión 
con la Santísima Trinidad. De hecho, el vino que se consagra 
en la eucaristía es precisamente el fruto de la vid. Y en el 
capítulo sexto del mismo Evangelio, Jesús había anunciado 
que quien comiera su carne y bebiera su sangre habitaría 
en Cristo y Dios en él. Podemos concretar algún propósito 
que nos ayude a ser más almas de eucaristía: quizá 
podríamos preparar con más delicadeza la participación en 
la santa misa, o cuidar la acción de gracias después de 
 
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haberlo recibido; también podemos visitar cada día a Jesús 
en el sagrario, hacer la oración delante del tabernáculo. 
Al mismo tiempo, examinemos cómo cuidamos 
nuestros ratos de oración, cómo perseveramos en las 
prácticas de piedad, cuánto esfuerzo ponemos para evitar 
las distracciones, para poner la inteligencia y el corazón en 
la meditación de la vida de Cristo, cuánto luchamos para 
manifestar con obras el amor que le tenemos al Señor: “Los 
sarmientos, unidos a la vid, maduran y dan frutos. —¿Qué 
hemos de hacer tú y yo? Estar muy pegados, por medio del 
Pan y de la Palabra, a Jesucristo, que es nuestra vid..., 
diciéndole palabras de cariño a lo largo de todo el día. Los 
enamorados hacen así” (San Josemaría, 2009b, n. 437). 
“El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto 
abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no 
permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se 
seca”. El Señor quiere que seamos esos sarmientos que 
permanecen unidos a la vid, no aquellos otros que se 
desgajan porque pierden la unión con la savia divina. La 
condición de posibilidad para los frutos de santidad y 
apostolado que espera de nosotros es que seamos 
conscientes de que nuestra eficacia es prestada, depende de 
la unión con él: “Un sarmiento separado de la cepa, de la 
vid, no sirve para nada, no se llenará de fruto, correrá la 
suerte de un palo seco, que pisarán los hombres o las 
bestias, o que se echará al fuego... —Tú eres el sarmiento: 
deduce todas las consecuencias” (San Josemaría, 2009b, n. 
425). 
“Pedid y se os concederá”: así como el Señor 
presenta el triste destino del sarmiento que se separa de la 
 
Euclides EslavaLA PASIÓN DE JESÚS 
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vid, de la misma forma promete la eficacia, si luchamos por 
no apartarnos nunca de él, ni siquiera un poco: “Si 
permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, 
pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria 
mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis 
discípulos míos”. 
Dios está metido en el centro de tu alma, de la mía, y 
en la de todos los hombres en gracia. Y está para algo: para 
que tengamos más sal, y para que adquiramos mucha luz, y 
para que sepamos repartir esos dones de Dios, cada uno 
desde su puesto. ¿Y cómo podremos repartir esos dones de 
Dios? Con humildad, con piedad, bien unidos a nuestra 
madre la Iglesia. —¿Te acuerdas de la vid y de los 
sarmientos? ¡Qué fecundidad la del sarmiento unido a la 
vid! ¡Qué racimos generosos! ¡Y qué esterilidad la del 
sarmiento separado, que se seca y pierde la vida! (San 
Josemaría, 2009b, n. 932) 
Confiados en esa promesa, acudimos a la Santísima 
Virgen: Madre nuestra, guíanos a la unión plena con tu Hijo, 
para que podamos permanecer junto a él como los 
sarmientos a la vid y que, de esa manera, demos mucho 
fruto. 
4.1.7. La acción del Espíritu Santo 
Continuamos en la última cena, durante la cual el 
Señor desveló las indicaciones finales para esos discípulos 
que llevarían su Iglesia hasta el fin del mundo. Ya hemos 
considerado la promesa del Espíritu Santo, en el capítulo 14 
del Evangelio de san Juan: “Yo le pediré al Padre que os dé 
otro Paráclito, que esté siempre con vosotros”. Con este 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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anuncio, Jesús garantizaba que, una vez que él subiera al 
cielo, el Espíritu Santo continuaría acompañando a los 
discípulos en medio de las batallas grandes y pequeñas de 
cada jornada. 
Después de la analogía de la unión de Jesús y los 
cristianos con la vid y los sarmientos, y de reiterar el 
mandamiento del amor, el Maestro vuelve a hablar sobre el 
Espíritu Santo, que será el Consolador: “os conviene que yo 
me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el 
Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré”. 
A pesar de estas palabras tan claras, la devoción al 
Espíritu Santo es muy lánguida en el pueblo cristiano. Por 
esa razón se le ha llamado “El Gran desconocido”, pues al 
Padre lo invocamos con mucha frecuencia en el 
padrenuestro y al Hijo lo tratamos en la eucaristía, leemos 
sus palabras en el evangelio. Pero al Espíritu Santo parece 
que es más difícil imaginarlo, dirigirse a él, al menos en un 
primer momento. Pidámosle que no sea así en nuestro caso. 
Que lo busquemos, que lo encontremos y que lo amemos. 
Que lo acojamos en nuestro interior, que no lo dejemos ir 
de nuestra alma por el pecado, que sepamos ver todas las 
circunstancias de nuestra vida con el prisma de la visión 
sobrenatural. Podemos servirnos del ejemplo de los santos, 
que descubrieron en él la fuerza para la lucha cotidiana, 
pidiéndole: “Ilumina nuestra inteligencia, purifica nuestro 
corazón, confirma nuestra voluntad. Haz que recibamos 
todas las cosas como venidas de tu mano, sabiendo que 
todo concurre al bien de los que aman a Dios” (San 
Josemaría, oración de Consagración al Espíritu Santo, citado 
por Sastre, 1991, p. 527). 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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El lenguaje de san Juan en este pasaje es de 
predominio jurídico y por eso llama al Espíritu Santo con la 
palabra griega Paracleto, que se tradujo al latín como 
abogado, es decir, aquel que nos defiende, nos protege y 
consuela en nuestras dificultades. Es la primera acción del 
Espíritu que Jesús nos revela en este pasaje: el Paráclito, 
consolador. Por eso anuncia ese envío justo después de 
profetizar las persecuciones que habrían de padecer por su 
nombre: “Os excomulgarán de la sinagoga; más aún, llegará 
incluso una hora cuando el que os dé muerte pensará que 
da culto a Dios”. 
El Señor nos invita a estar serenos, a no perder la 
paz, pase lo que pase, por fuera o por dentro, pues su 
Espíritu estará siempre con nosotros garantizándonos la 
alegría: “Ahora me voy al que me envió, y ninguno de 
vosotros me pregunta: ‘¿Adónde vas?’. Sino que, por 
haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón”. Ese 
es uno de los frutos principales del Paráclito, ver todo lo 
que nos suceda con ojos de fe, sin perder la paz: 
Nada hay que pueda quitar la serenidad a un hijo de 
Dios: ni las cosas pasadas, porque las arreglamos con 
compunción alegre, yendo derechos a los brazos de nuestro 
Padre Dios, que nos espera, contentos de tener ese trono; ni 
lo presente, pues si la gracia del Espíritu Santo no falta 
nunca, qué nos puede preocupar en estas condiciones; ni 
tampoco lo futuro, porque estamos en manos de la Divina 
Providencia, y además procuraremos poner todos los 
medios humanos. (San Josemaría, apuntes de la 
predicación, citado en Aranda, 2013, p. 661) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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Recordemos que el contexto en que el Señor 
pronunció el discurso era una cena de despedida, en un aire 
tenso por el temor y las emociones que generaba el 
momento que vivían. Jesús continúa relatando el papel, las 
acciones del Paráclito en esa defensa del cristianismo: “Y 
cuando venga, dejará convicto al mundo acerca de un 
pecado, de una justicia y de una condena. De un pecado, 
porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al 
Padre, y no me veréis; de una condena, porque el príncipe 
de este mundo está condenado” (Jn 16, 8-11). 
El Paráclito nos revelará el sentido de la historia de 
la salvación: que Jesús murió a causa de nuestros pecados, 
pero el Padre lo resucitó para mostrarnos que la cruz era el 
camino de la redención y del triunfo sobre el demonio. 
Detengámonos en la última de esas enseñanzas de la mano 
de san Juan Pablo II, quien considera ese “dejar convicto” 
como una ocasión de manifestar también la misericordia 
divina: “El ‘convencer’ es la demostración del mal del 
pecado, de todo pecado […]. En efecto, el pecado, puesto en 
relación con la cruz de Cristo, al mismo tiempo se identifica 
por la plena dimensión del ‘misterio de la piedad’” (1986, n. 
32). El Paráclito nos enseña que nuestros pecados causaron 
la muerte de Cristo en la cruz. 
Pero también nos consuela aclarándonos que el 
Señor respondió a ese misterio de la iniquidad humana con 
el misterio de su piedad, de su amor, de su perdón. Pidamos 
al Espíritu Santo que, como fruto de estas consideraciones, 
acudamos con mayor confianza al sacramento de la 
misericordia divina. Que nos confesemos con frecuencia, 
con piedad, con arrepentimiento sincero de nuestras faltas. 
Que nos llene de su gracia para rechazar con mayor fuerza 
 
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las tentaciones, que encienda nuestro corazón para amar 
con una fidelidad más plena cada día la voluntad del Señor. 
Que no volvamos a crucificar a Cristo con nuestros pecados, 
sino que entremos con más fuerza en el misterio de su 
piedad. Me viene a la memoria una de las primeras 
alocuciones del papa Francisco: 
Recuerdo que en 1992, apenas siendo obispo, llegó a 
Buenos Aires la Virgen de Fátima y se celebró una gran 
misa por los enfermos. Fui a confesar durante esa misa. Y, 
casi al final de la misa, me levanté, porque debía ir a 
confirmar. Se acercó entonces una señora anciana, humilde, 
muy humilde, de más de ochenta años. La miré y le dije: 
“Abuela —porque así llamamos nosotros a las personas 
ancianas—: Abuela ¿desea confesarse?” Sí, me dijo. “Pero si 
usted no tiene pecados…” Y ella me respondió: “Todos 
tenemos pecados”. Pero, quizá el Señor no la perdona... “El 
Señor perdona todo”, me dijo segura. Pero, ¿cómo lo sabe 
usted, señora?“Si el Señor no perdonara todo, el mundo no 
existiría”. Tuve ganas de preguntarle: Dígame, señora, ¿ha 
estudiado usted en la Gregoriana? Porque ésa es la 
sabiduría que concede el Espíritu Santo: la sabiduría 
interior hacia la misericordia de Dios. No olvidemos esta 
palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. “Y, padre, 
¿cuál es el problema?” El problema es que nosotros nos 
cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. Él 
jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos 
cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos 
cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre 
perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos 
nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser 
misericordiosos con todos. (2013a) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
132 
 
Vamos llegando al final de la revelación de Jesús en 
el cenáculo acerca de su Espíritu: “Muchas cosas me quedan 
por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; 
cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la 
verdad plena”. Esta es una de las mejores definiciones del 
Paráclito: Espíritu de la verdad, pues expresa una de sus 
obras principales, que es mostrarnos a Jesús, ayudarnos a 
seguirlo como nuestro modelo. Estas palabras, que son una 
de las pruebas para explicar la infalibilidad del magisterio 
de la Iglesia, también constituyen una invitación para que 
seamos dóciles a las inspiraciones divinas: 
Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo 
es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural 
a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos 
empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla 
con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de 
nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo 
que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la 
imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros 
e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. (San 
Josemaría, 2010, n. 135) 
Concluyamos este rato de oración dándole gracias al 
Señor por las luces que nos ha dado para comprender un 
poco más del misterio inagotable de su intimidad. Gracias y 
petición de ayuda para ser dóciles ante la acción de su 
gracia: su defensa en las luchas para ser fieles, el 
convencernos del misterio de la piedad que implica el 
perdón de los pecados, el mostrarnos la voluntad de Dios 
para cada momento. Podemos dirigirnos a él con las 
mismas palabras con las cuales concluía la fórmula de 
consagración al Espíritu Santo que citamos al comienzo: 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
133 
 
 
 
Te ofrecemos todo cuanto somos y podemos: 
nuestra inteligencia y nuestra voluntad, nuestro corazón, 
nuestros sentidos, nuestra alma y nuestro cuerpo […]. De 
modo que, viviendo siempre en tu amor, lleguemos con 
María nuestra Madre a gozar de tu gloria sempiterna, 
unidos ya para siempre al Padre que con el Hijo vive y reina 
contigo por todos los siglos de los siglos. (San Josemaría, 
2010, n. 135) 
4.1.8. La oración sacerdotal de Jesús 
Llegamos ahora a la última parte del discurso de 
adiós que Jesús pronunció en la última Cena y que 
transmite el Evangelio de san Juan. Tras hablar sobre su 
partida y posterior retorno (capítulos 13 y 14), y de 
enseñar su relación con la Iglesia (capítulos 15 y 16), 
consideramos ahora la “oración sacerdotal” de Jesús 
(capítulo 17). 
Esta plegaria comienza resumiendo la idea central: 
“Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu 
Hijo te glorifique a ti”. Jesús quiere que sus discípulos 
alcancen la plena revelación, el conocimiento de la 
intimidad divina y de su designio de salvación: “por el 
poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna 
a todos los que les has dado”. 
Ese conocimiento incluye su actitud ante el mundo: 
ni rechazarlo como los gnósticos, ni apegarse a él como los 
materialistas. Jesús siembra la semilla de lo que se conocerá 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
134 
 
después como el “materialismo cristiano”: “Te ruego por 
ellos. No ruego que los retires del mundo, sino que los 
guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo 
soy del mundo”. A estas palabras se refiere un núcleo 
central de la predicación de san Josemaría: “El cristiano ha 
de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad 
desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no 
siendo del mundo, en lo que tiene —no por característica 
real, sino por defecto voluntario, por el pecado— de 
negación de Dios, de oposición a su amable voluntad 
salvífica” (2010, n. 125). 
El mundo es bueno, porque procede de Dios. Y 
Jesucristo nos enseñó a mirarlo con amor, pues a través de 
la creación podemos unirnos con él. Es más, nuestra misión 
en la tierra es “reconciliarlo con Dios”, perfeccionarlo, 
cooperar con el Señor en su afán de redimirlo. A esta visión 
del universo es que se refieren las palabras del Maestro: 
“No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes 
del maligno”. 
Pero, al mismo tiempo, la realidad creada contiene, 
después del pecado original, el germen de la división, la 
tentación de continuar el “no serviré” de los ángeles caídos. 
En ese sentido negativo de la creación es que se entienden 
las palabras de Jesús: “no ruego por el mundo, sino por 
estos que tú me diste, porque son tuyos. No son del mundo, 
como tampoco yo soy del mundo”. Se trata de “ser del 
mundo”, amar esta tierra nuestra que el Señor creó para 
que la perfeccionáramos, pero sin ser “mundanos”, tan 
apegados a las cosas de aquí abajo que nos lleven a 
separarnos de Dios. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
135 
 
Otra petición de fondo, que Jesús hace al Padre antes 
de entregarse a la pasión, es por la unidad de los cristianos: 
“No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en 
mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como 
tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en 
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. 
Esta segunda petición, la unidad, es condición de 
posibilidad para que se dé la primera, la elevación del 
mundo hacia Dios: “Santifícalos en la verdad: tu palabra es 
verdad”. Benedicto XVI (2011, p. 108) explica que, 
etimológicamente, esta santificación significa consagrarlos, 
purificarlos, destinarlos para el culto. 
La oración continúa mostrando todavía más la 
intimidad de Jesucristo, sus aspiraciones últimas, el motivo 
de sus actuaciones: “Y por ellos —por nosotros— yo me 
santifico a mí mismo, para que también ellos sean 
santificados en la verdad”. Cuando el Señor dice que se 
santifica, explica que se consagra, que se dispone para el 
sacrificio. Y lo hace para darnos ejemplo, para que 
aprendamos de él. El papa alemán concluye que es como si 
dijera: “Me consagro para que ellos se consagren”. Esa es la 
manera como Jesucristo purifica y santifica: entregándose 
él mismo, para santificarnos en la verdad. 
En resumen, la santidad que Jesús pide al Padre para 
sus seguidores es que nos introduzca en la verdad que es él 
mismo. De esa manera, podremos proclamarla a los cuatro 
vientos. Por esa razón, el papa Francisco cita a san Juan 
Pablo II en la Exhortación Evangelii gaudium (n. 149): “La 
santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la 
Palabra”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
136 
 
Esa es, en el fondo, la misión que Jesús transmite: 
portar la unidad, en Cristo y entre los cristianos. Y es que la 
santificación es para la misión. Por ese motivo la última 
parte de esta plegaria se refiere al envío: 
Como tú me enviaste al mundo, así yo losenvío 
también al mundo. No solo por ellos ruego, sino también 
por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que 
todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos 
también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que 
tú me has enviado. 
Acudamos a la Virgen Santísima, reina de la Iglesia, 
para que nos ayude a asimilar estas últimas enseñanzas de 
su Hijo. Que nos tomemos cada vez más en serio ese lema 
de vida: “Por ellos yo me santifico a mí mismo”. Que nos 
dediquemos de lleno a encontrarnos con Dios en medio del 
mundo, para poder llevarlo a los demás en la unidad de la 
Iglesia. Que se cumplan en nosotros las palabras con las que 
Jesús culmina su petición al Padre: “que sean 
completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me 
has enviado y que los has amado a ellos como me has 
amado a mí”. 
 
4.1.9. La oración en el huerto 
El Evangelio de san Mateo dice que, después de la 
última cena, “Jesús fue con ellos a un huerto, llamado 
Getsemaní” (26,36). En arameo esta palabra significa 
“prensa de aceite”, por lo cual se intuye que en ese lugar se 
procesaban las olivas cosechadas en los alrededores. Se 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
137 
 
trata de un pequeño rincón del valle del Cedrón, al oriente 
de Jerusalén, en la base del monte de los Olivos (Díez, 2010, 
p. 148). 
San Lucas añade que Jesús lo visitaba con frecuencia 
para orar cuando se encontraba en la Ciudad Santa: “se 
encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos” 
(22,39). Costumbre de orar. El Señor nos da ejemplo de 
piedad con frecuencia: antes de los grandes 
acontecimientos, como la elección de los Doce, pasa la 
noche en oración; al hacer milagros, el Evangelio lo muestra 
en diálogo con su Padre. Ahora, en la recta final de su paso 
por la tierra, también es modelo de plegaria: Y dijo a los 
discípulos: “Sentaos aquí, mientras voy allá a orar”. 
¡Qué importante es dedicar unos ratos diarios a la 
conversación con el Señor! Aprovechemos la contemplación 
de Jesús orante para concretar el propósito de dedicar unos 
ratos diarios, ojalá un tiempo fijo y a hora determinada, 
para contarle al Señor nuestras cosas, meditar en su vida, 
fortalecer nuestra relación con Él y lograr, de esa manera, 
tenerlo como nuestro mejor amigo. 
“Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo”, 
el Señor se acompaña de los tres discípulos mejor 
preparados, los mismos que lo habían asistido en los 
momentos de gloria, como la transfiguración en el monte 
Tabor o la resurrección de la hija de Jairo. Vemos la 
importancia de la amistad humana, que hasta el mismo 
Dios encarnado la quiso vivir: “os he llamado amigos”. 
Amistad que no solo consiste en dar —“Nadie tiene amor 
más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 
15,13)—, sino que también recibe. En este caso, Jesús no 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
138 
 
solo no rehúye, sino que busca la compañía de aquellos 
amigos a los que tanto quería. 
“Empezó a sentir tristeza y angustia”. Entonces les 
dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte”. Meditando esta 
sincera confesión de Jesucristo a los Apóstoles podemos 
considerar que, entre las manifestaciones de la amistad, se 
encuentra la apertura del alma, la comunión del consuelo 
humano y el buscar juntos la ayuda divina. Jesús, como 
buen amigo, comparte su pasión con los discípulos más 
cercanos. Y los invita a ellos —también a nosotros ahora— 
a ser corredentores con él: “quedaos aquí y velad conmigo”. 
¿En qué consiste esa vigilancia, esa vela que el Señor les 
pide a sus tres discípulos más cercanos? El papa Benedicto 
explicaba que es tomar conciencia tanto de la cercanía de 
Dios como del poder amenazante del mal. También decía 
que la causa de la tristeza de Jesús es la somnolencia de los 
cristianos (cf. Benedicto XVI, 2011, p. 181). 
“Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y 
oraba”. Amistad con los hombres, pero con fundamento en 
el abandono en Dios. Conversación con los amigos, pero 
primacía del trato con el Padre. En el mismo texto citado, el 
papa alemán se detenía en la posición de Jesús cuando 
oraba: rostro en tierra, que denota sumisión a Dios, 
confianza en el Señor, un gesto que repite la liturgia el 
Viernes Santo. Por su parte, san Lucas dice que Jesús oraba 
de rodillas, como mueren los mártires, luchando y en 
oración. 
¿Qué decía Jesús en su diálogo personal? Una frase 
muy simple: Padre mío. Con esa invocación nos invita a que 
consideremos el inmenso regalo de la filiación divina 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
139 
 
adoptiva que nos alcanzó con sus padecimientos. Gracias a 
la redención, también nosotros podemos tratar a Dios, 
hablar con él como hijos pequeños que saben que pueden 
solicitar todo a su Padre. Aprendamos de Jesús a pedir lo 
que veamos conveniente, lo que nos apetece: “Padre mío, si 
es posible, que pase de mí este cáliz”. 
Sin embargo, no olvidemos el matiz con el que el 
Señor condiciona su petición: “si es posible”. Yo te pido lo 
que veo y lo que quiero, pero tú sabes mejor que nadie lo 
que más me conviene. Por eso el Maestro había enseñado 
antes a rezar: “Hágase tu voluntad”. ¡Cuántas veces 
queremos imponer nuestro modo de ver las cosas, nuestros 
caprichos, y nos olvidamos de que Dios sabe más! 
Aprendamos de Jesús a terminar nuestras oraciones como 
él hizo: “que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 
22,42). El Catecismo resume esta escena diciendo que “la 
oración de Jesús ante los acontecimientos de salvación que 
el Padre le pide es una entrega, humilde y confiada, de su 
voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre” (Iglesia 
Católica, 1993, n. 2600). En Jesucristo se reconcilian, por la 
obediencia, las voluntades que se habían separado en el 
pecado original. Gracias a ese fiat!, “¡hágase!”, del Señor 
recuperamos la filiación divina: el Hijo “ha acogido en sí la 
oposición de la humanidad y la ha transformado, de modo 
que, ahora, todos nosotros estamos presentes en la 
obediencia del Hijo, hemos sido incluidos dentro de la 
condición de hijos” (Benedicto XVI, 2011, p. 191). De ese 
modo, podemos unirnos a la oración filial del Señor: 
 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
140 
 
Jesús ora en el huerto: “Pater mi”, “Abba, Pater!”. 
Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama 
con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la 
voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la 
Santísima voluntad de Dios, siguiendo los pasos del 
Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de 
camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi 
filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, 
entonces, como él, podré gemir y llorar a solas en mi 
Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, 
subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi 
alma: “Pater mi, Abba, Pater,... fiat!”. (Apuntes íntimos, n. 
1663; cf. 2012, n. 1, 1) 
“Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres 
tú”: este modo de actuar no solo se aplica a la oración, sino 
para todos los momentos de la vida. Recuerdo a un amigo 
que contaba su proceso vocacional: había decidido dar su 
vida al Señor, estaba contento con su decisión, pero surgió 
un nuevo llamado, una petición más exigente, y esta 
persona dudaba, temía, le costaban los riesgos que asumiría 
con las nuevas circunstancias; le dolía ver lo que dejaba por 
seguir a Cristo: la familia, su terruño, el trabajo que 
desempeñaba, sus aficiones… Para tomar la decisión 
definitiva fue concluyente la meditación de este pasaje. 
Viendo a Jesús dialogar con su Padre, no se sintió capaz de 
responder de otra forma distinta a la del Maestro: “no se 
haga comoyo quiero, sino como quieres tú”. 
Después de estas palabras, san Lucas añade la 
agonía de Jesús (22,43-44): “Y se le apareció un ángel del 
cielo, que lo confortaba. En medio de su angustia, oraba con 
más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
141 
 
como si fueran gotas espesas de sangre”. Son 
manifestaciones del padecimiento extremo que sufría por 
nuestra salvación. Benedicto XVI considera que esta 
turbación se debía a que Jesús, como Dios, veía la gravedad 
del mal, del cáliz que iba a beber. La angustia era mucho 
mayor que el natural horror humano de morir. Y cita a 
Pascal, que veía sus pecados en aquel cáliz, y decía que 
Jesús había derramado esas gotas de sangre por él (cf. 
2011, n. 185). Como resume un teólogo: “Aquí, en el Huerto, 
el dolor se hace presente en la oración: la oración se hace 
dolor, para luego, a lo largo de toda la pasión, transformar 
el dolor en oración” (Rodríguez, Ánchel y Sesé, 2010, p. 
178). 
El drama de Getsemaní nos interpela 
continuamente: no solo nos invita a orar, a unir nuestra 
voluntad con la del Padre, sino que nos llama a perseverar 
en ese empeño: “Y volvió a los discípulos y los encontró 
dormidos”. ¡Cuántas veces no habremos sido nosotros esos 
Pedros dormilones, que merecen escuchar el reproche de 
Jesús: Dijo a Pedro: “¿No habéis podido velar una hora 
conmigo?!”. 
El Señor nos enseña otra clave para la vida de 
oración: no basta con programar un tiempo fijo, a una hora 
precisa, con generosidad. El diálogo con Dios debe ser con 
el alma y con el cuerpo: “Velad y orad para no caer en la 
tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es 
débil”. Por esa razón, la ascética cristiana enseña a 
acompañar la oración con la penitencia y con las obras de 
misericordia. Se trata de vivir en unidad de vida, no 
conformarse con unas prácticas externas de piedad, sino 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
142 
 
confirmarlas con la mortificación, con el trabajo, con la vida 
en familia y en sociedad. 
 
Al meditar esos momentos en los que Jesucristo —
en el Huerto de los Olivos y, más tarde, en el abandono y el 
ludibrio de la cruz— acepta y ama la voluntad del Padre, 
mientras siente el peso gigante de la pasión, hemos de 
persuadirnos de que, para imitar a Cristo, para ser buenos 
discípulos suyos, es preciso que abracemos su consejo: si 
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome 
su cruz, y me siga. Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: 
Señor, ¡ningún día sin cruz! Así, con la gracia divina, se 
reforzará nuestro carácter, y serviremos de apoyo a 
nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales. 
(San Josemaría, 1992, n. 216) 
 
Jesucristo enseña con su ejemplo, y continúa 
velando: “De nuevo se apartó por segunda vez y oraba 
diciendo: ‘Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo 
lo beba, hágase tu voluntad’”. Una vez más, el Señor nos 
muestra la importancia de persistir en la oración, aunque 
no veamos los frutos. Esa constancia, ese vigilar sin recibir 
nada a cambio, serán las pruebas de la fe y del amor que 
nos mueven a pedir que se cumpla la voluntad divina. 
Los Apóstoles, por el contrario, cansados después de 
una jornada extenuante, de una cena festiva, y además 
emocionados por la oración sacerdotal de Jesucristo, por 
los discursos de despedida y por los anuncios relacionados 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
143 
 
con la inminente traición de Judas, continuaban dormidos. 
Jesús afronta esa soledad con dolor, y los invita a 
acompañarlo en su camino de sufrimiento, que estaba a 
punto de comenzar. Invitación que ellos no seguirían —y 
nosotros tampoco lo hacemos, cada vez que le damos la 
espalda a los llamados divinos—. Como entonces, el Señor 
nos sigue invitando: “¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el 
que me entrega”. 
Solo la Virgen acompañaba a su Hijo, quizá oteando 
desde la ventana del cenáculo. Terminemos nuestra oración 
pidiéndole a ella que, aunque seamos cobardes, aunque 
sigamos a su Hijo de lejos, estemos siempre “despiertos y 
orando. —Oración... Oración...” (SR, 1 doloroso). 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
144 
 
4.2. Viernes Santo 
 
 
4.2.1. Ante Pilatos: reinar sirviendo 
 
 
La oración de Jesús en el huerto concluye 
abruptamente con el prendimiento gracias a la oportuna 
gestión traicionera de Judas, mientras los discípulos “fieles” 
dormían. El piquete de soldados lo condujo ante el 
sanedrín, que rápidamente lo condenó a muerte por haber 
aceptado los cargos de afirmar que era el Mesías, el Hijo de 
Dios. Mientras tanto, Pedro lo estaba negando por tres 
veces en las afueras del palacio. 
Hagamos una rápida reconstrucción de los hechos 
de acuerdo con el relato de los evangelios sinópticos. 
Acerquémonos al misterio de la pasión de Jesús con la 
actitud que sugiere san Josemaría: 
 
Únete a Cristo, para purificarte, y siente, con Él, los 
insultos, y los salivazos, y los bofetones..., y las espinas, y el 
peso de la cruz..., y los hierros rompiendo tu carne, y las 
ansias de una muerte en desamparo. Y métete en el costado 
abierto de Nuestro Señor Jesús hasta hallar cobijo seguro 
en su llagado Corazón. (2008, n. 58) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
145 
 
Como lo que deseaban sus captores judíos era que lo 
condenaran a muerte, lo enviaron al único que podía 
decretarla. Pero el diálogo con Pilatos no fue tan sencillo 
como ellos esperaban, pues terminó en una discusión sobre 
la naturaleza del poder, que la liturgia considera al final del 
año litúrgico, en la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo. 
San Mateo resalta (cap. 27) que, al día siguiente, muy 
de mañana, “todos los sumos sacerdotes y los ancianos del 
pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de 
Jesús. Y atándolo lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el 
gobernador”. El prefecto romano se dio cuenta 
rápidamente de “que se lo habían entregado por envidia.” 
Además, su esposa le había enviado el recado de que “no se 
metiera con ese justo”. Por esas razones, intentó salvar a 
Jesús sometiéndolo a la elección popular frente a Barrabás, 
pero las autoridades judías amotinaron al pueblo contra el 
nazareno. 
Fue entonces, “al ver que todo era inútil y que, al 
contrario, se estaba formando un tumulto, cuando tomó 
agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: ‘Soy 
inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!’”. No sin antes hacer 
flagelar a Jesús, como paso previo a la crucifixión. Más de 
seiscientos soldados se reunieron para burlarse de Jesús: 
“lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y 
trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y 
le pusieron una caña en la mano derecha”. 
Es significativa la burla del reinado de Cristo por 
parte de la cohorte romana: “Y doblando ante él la rodilla, 
se burlaban de él diciendo: ‘¡Salve, rey de los judíos!’. Luego 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
146 
 
le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la 
cabeza”. Benedicto XVI comenta esta escena diciendo que 
 
 
Jesús es llevado con este aspecto caricaturesco a 
Pilato, y Pilato lo presenta al gentío, a la humanidad: Ecce 
homo, “¡Aquí tenéis al hombre!” (Jn 19, 5). Esta palabra 
adquiere espontáneamente una profundidad que va más 
allá de aquel momento. En Jesús aparece lo que es 
propiamente el hombre. En Él se manifiesta la miseria de 
todos los golpeados y abatidos. En su miseria se refleja la 
inhumanidad del poder humano,que aplasta de esta 
manera al impotente. En Él se refleja lo que llamamos 
“pecado”: en lo que se convierte el hombre cuando da la 
espalda a Dios y toma en sus manos por cuenta propia el 
gobierno del mundo. Pero también es cierto el otro aspecto: 
a Jesús no se le puede quitar su íntima dignidad. En Él sigue 
presente el Dios oculto. También el hombre maltratado y 
humillado continúa siendo imagen de Dios. Desde que Jesús 
se ha dejado azotar, los golpeados y heridos son 
precisamente imagen del Dios que ha querido sufrir por 
nosotros. Así, en medio de su pasión, Jesús es imagen de 
esperanza: Dios está del lado de los que sufren. (2011, pp. 
202-203 
Con la solemnidad de Cristo Rey se quiere remarcar 
que Jesús reina, aunque hoy no parezca tan claro. Los 
poderosos de la sociedad desearían desterrarlo de la 
educación, de la familia, de la política, de la información, 
como quisieron hacerlo las autoridades judías de su tiempo. 
A veces, parece que estuvieran a punto de lograrlo. De 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
147 
 
hecho, hay zonas del mundo donde ese destierro puede 
considerarse incontrovertible. ¿Hasta dónde llegará esa 
tendencia? ¿Será posible acabar con el reinado de Jesús? ¿O, 
como en el caso de Herodes, los perseguidos de ahora son 
inocentes cuyo testimonio será fortaleza para un siguiente 
renacer? La escena del interrogatorio ante Pilato es muy 
útil para atisbar la respuesta. El mismo Apóstol Juan 
(18,33-37) cuenta que Pilato preguntó a Jesús: 
“¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús le contestó: 
“¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”. 
Pilato replicó: “¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos 
sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?”. Jesús le 
contestó: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera 
de este mundo, mi guardia habría luchado para que no 
cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. 
Pilato le dijo: “Entonces, ¿tú eres rey?”. Jesús le contestó: 
“Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he 
venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el 
que es de la verdad escucha mi voz”. 
Jesús proclama que es Rey ante su verdugo, pocas 
horas antes de morir abandonado por casi todo el mundo. 
Su reinado es anunciar la verdad acerca de su misión: que 
no ha rechazado padecer hasta la muerte en obediencia al 
Padre y en servicio a sus hermanos. Benedicto XVI 
explicaba que esa es la novedad del planteamiento de Cristo 
sobre el reinado, que no se trata de imposición, sino de 
servicio: 
La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no 
consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, 
que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
148 
 
[…]. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios 
contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al 
hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical 
[…]. Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta 
verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el 
amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la 
orientación de su vivir y de su amar. (2005, n. 12) 
En otros lugares de la sagrada escritura aparece la 
verdad de ese reinado universal del Señor: el profeta Daniel 
anuncia (7,13-14): “vi venir una especie de hijo de hombre 
entre las nubes del cielo. A él se le dio poder, honor y reino. 
Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su 
poder es un poder eterno, no cesará”. Por su parte, el Salmo 
92 también proclama que “El Señor reina, vestido de 
majestad. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres 
eterno”. 
Además, la contemplación del reinado de Cristo no 
es, para nosotros, un gesto pasivo, sino que nos involucra, 
pues somos hermanos de ese Rey. Por eso, san Juan 
proclama en el Apocalipsis (1,5-8): “Al que nos ama, y nos 
ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha 
hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él, la gloria 
y el poder por los siglos de los siglos”. Jesús reina y los 
cristianos somos su reino, sus sacerdotes. Es misión del 
cristiano extender ese reinado en su tiempo y en su espacio, 
hacer vida suya la vida de Cristo, dejar que él reine, ante 
todo, en la propia vida: 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
149 
 
Pero qué responderíamos, si él preguntase: tú, 
¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que 
él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente 
así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta 
la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, 
hasta la sensación más elemental se traducirán en un 
hosanna a mi Cristo Rey. Si pretendemos que Cristo reine, 
hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro 
corazón. (San Josemaría, 2010, n. 181) 
En cristiano, reinar es amar, es servir, entregarse 
hasta la muerte, convertir el odio y la violencia en amor, la 
muerte en vida. 
Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos 
convertiremos en dominadores, seremos servidores de 
todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! 
Servir a mi Rey y, por él, a todos los que han sido redimidos 
con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a 
confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar 
esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos 
conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que 
otros más lo amen. (San Josemaría, 2010, n. 182) 
4.2.2 En la Pasión del Señor 
 
Según una muy antigua tradición de la Iglesia, el 
Viernes y el Sábado Santos no se celebra la eucaristía. El 
altar está totalmente desnudo: sin cruz ni candeleros. La 
Iglesia, con su sobriedad litúrgica, nos ayuda a sentir 
vivamente la ausencia del Esposo. Nos reunimos para 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
150 
 
celebrar la Pasión del Señor más o menos a la misma hora 
en que sucedió: las tres de la tarde. La celebración consta 
de tres partes: liturgia de la palabra, adoración de la cruz y 
sagrada comunión, que solo puede hacerse en este 
momento (a los enfermos se les puede llevar en cualquier 
tiempo). La ceremonia comienza con una austera procesión 
de entrada, seguida de una postración durante la cual 
oramos al Señor. Vienen a la mente, durante esos 
momentos, las consideraciones que se hacía san Juan Pablo 
II sobre ese signo litúrgico durante su ordenación 
sacerdotal: este rito ha marcado profundamente mi 
existencia sacerdotal […]. Pensaba que en ese yacer por 
tierra en forma de cruz antes de la Ordenación, acogiendo 
en la propia vida —como Pedro— la cruz de Cristo y 
haciéndose con el Apóstol “suelo” para los hermanos, está 
el sentido más profundo de toda la espiritualidad 
sacerdotal. 
Por asociación recordamos el consejo de san 
Josemaría: “poner el corazón en el suelo, para que los 
demás pisen blando”. Después de la postración litúrgica 
pedimos ser conformes a Jesucristo: “de este modo, los que 
hemos llevado grabada, por exigencia de la naturaleza 
humana, la imagen de Adán, el hombre terreno, llevaremos 
grabada en adelante, por la acción santificadora de tu 
gracia, la imagen de Jesucristo, el hombre celestial”. 
En la Liturgia de la Palabra escuchamos el cuarto 
oráculo del Siervo, que transmite Isaías, y que se cumple en 
la carne de Jesús. El Salmo 30 es, según el Evangelio de san 
Lucas, la oración que Jesús pronunciaba en la cruz antes de 
morir. La carta a los hebreos presenta a Cristo, Sumo 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
151 
 
Sacerdote, solidario con los pecados de los hombres, por los 
que intercedió y ofreció su propia vida.Para la proclamación de la Pasión del Señor no se 
emplean incienso ni ciriales, tampoco se dice: “el Señor esté 
con ustedes”, ni se hace la señal de la cruz. La antífona, 
tomada del himno que Pablo recuerda a los Filipenses, 
ofrece la clave de interpretación para el Evangelio de san 
Juan: Jesucristo “se humilló a sí mismo haciéndose 
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios 
lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo 
nombre”. San Josemaría invita a considerar, en su homilía 
sobre el Viernes Santo, que ahora, situados ante ese 
momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se 
ha manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena 
ocasión para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de 
santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras 
debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el 
propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. 
La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una 
decisión más madura y más honda de ser fieles, de 
identificarnos de veras con Cristo, de perseverar, cueste lo 
que cueste, en esa misión sacerdotal que él ha 
encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos 
empuja a ser sal y luz del mundo. (2010, n. 96) 
Después de la homilía, la liturgia de la palabra 
concluye con la oración de los fieles, que el Viernes Santo es 
más especial: se pide por la santa Iglesia, por el papa, por la 
jerarquía y los demás fieles, por los catecúmenos, por la 
unidad de los cristianos, por los judíos, por los que no creen 
en Cristo, por los que no creen en Dios, por los gobernantes, 
por los que padecen necesidad. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
152 
 
La segunda parte de la ceremonia es la solemne 
adoración de la santa cruz, con la que se puede lucrar 
indulgencia plenaria. Por tres veces se recuerda: “Este es el 
árbol de la cruz donde estuvo clavada la Salvación del 
mundo” y el pueblo responde: “Vamos a adorarlo”. La 
liturgia propone un hermoso himno para este momento: 
Canta lengua, la victoria 
y del combate la gloria, 
canta el triunfo de la cruz, 
que con éxito rotundo 
logró el Redentor del mundo, 
obtuvo en la cruz Jesús. […] 
Al Padre rindamos gloria, 
al Hijo triunfal victoria 
y al Paráclito el honor, 
porque el Señor Uno y Trino 
nos conserva el don divino 
de la fe, gracia y amor. Amén. 
 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
153 
 
Después se cubre el altar con un mantel, se ponen el 
corporal y el libro, mientras se trae el Santísimo desde el 
lugar de la reserva. La última parte de esta celebración es la 
sagrada comunión. Posteriormente, el altar se desnuda de 
nuevo y la Iglesia queda en silencio, meditando junto al 
sepulcro del Señor su Pasión y su Muerte hasta la Vigilia 
Pascual. Es la mejor manera de acompañar a nuestra 
Madre, la Virgen María, que llora —como a Jesús— a sus 
hijos que mueren por el pecado. 
Ojalá nos sucediera lo que le ocurrió a un modesto 
pintor francés que en la primera mitad del siglo XIX acudió 
a una subasta de un anticuario. Según cuenta Eugui, cuando 
pusieron a la venta un Crucifijo viejo y sucio, sintió dolor 
por las bromas que hacían en contra del Señor y por el bajo 
precio que ofrecían. Anunció unos cuantos francos más y se 
quedó con la talla. Cuando lo limpió, descubrió que el autor 
era un famoso artista florentino, Benvenuto Cellini. Por lo 
visto, la cruz procedía del saqueo popular del palacio de 
Versalles durante la Revolución francesa. Y, también hay 
que reseñar, que el rey pagó por ella una cantidad 
elevadísima de dinero al modesto pintor. Concluye el 
cronista: “¿No cabe hablar de cruces escondidas, 
aparentemente modestas, insignificantes, a lo largo de los 
días, que constituyen un verdadero tesoro? El asunto es no 
despreciarlas, porque el Señor, el gran Rey, luego las 
premia con largueza”. 
Podemos concluir con los propósitos que sugiere san 
Josemaría: 
Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios, 
formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
154 
 
nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige 
nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha, 
sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no 
nos consideraremos nunca desgraciados: también con 
penas e incluso con calumnias, seremos felices con una 
felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para 
hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural. (2010, 
n. 98) 
4.2.3. La Exaltación de la santa cruz 
La Exaltación de la santa cruz se celebra cada 14 de 
septiembre, en el aniversario de la Dedicación de la basílica 
que hizo construir santa Elena en el año 335 para venerar 
los lugares santos relacionados con la muerte y la 
resurrección del Señor: la iglesia del Martyrium en el 
Gólgota (donde murió Jesús) y la Anástasis o santo sepulcro 
(de donde surgió resucitado). 
El día de la inauguración se vincula al hallazgo de la 
santa cruz por la emperatriz, que fue un 3 de mayo (por eso 
en América es más festejada esta celebración). A partir de la 
Edad Media se empezó a conmemorar el 14 de septiembre, 
quizá porque en esa fecha se veneraba la reliquia de la 
santa cruz en Roma¹. 
La misa comienza con una antífona tomada de la 
carta a los gálatas (6,14). Frente a los judaizantes, que se 
enorgullecían de llevar el sello de la alianza en su propia 
carne, el apóstol de la gente explica cuál es su verdadero 
timbre de gloria: “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz 
de nuestro señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, 
vida y resurrección; él nos ha salvado y libertado”. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
155 
 
Gloriarnos en la cruz parece una paradoja: el madero, que 
era un elemento de maldición, como más adelante la horca, 
o la silla eléctrica —“un colgado es maldición de Dios”, llegó 
a decir el Antiguo Testamento (Dt 21,23)— pasó a 
convertirse en medio de salvación, de liberación de 
nuestros pecados. En la fuente de la que mana la fuerza —la 
gracia— para vencer el pecado. 
Pero en nuestro tiempo no es muy popular hablar 
así de la cruz. De hecho, se le llaman “cruces” a las 
circunstancias difíciles o contradictorias, pero no debe ser 
así. La celebración de esta fiesta es una invitación a que 
profundicemos en el significado último que tiene el 
misterio de la cruz, como altar del sacrificio redentor de 
Jesucristo para nuestra justificación. 
Es el mismo san Pablo quien explica que el origen 
remoto de la cruz en la vida cristiana es el pecado original, 
y la necesidad de redención que experimentaba toda la 
creación: “por un hombre entró el pecado en el mundo, y 
por el pecado la muerte” (Rm 5,12). El ser humano afeó la 
belleza de la creación con el pecado original, y desde 
entonces entró el caos en el cosmos y nosotros nacemos 
marcados con el sello de ese desorden en nuestro interior. 
El evangelio de la misa complementa esta lectura 
con el diálogo de Jesús y Nicodemo: “Dios no envió a su Hijo 
al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se 
salve por él” (Jn 3,17). El prefacio de la misa ensalza el 
designio divino: “has puesto la salvación del género 
humano en el árbol de la cruz, para que, donde tuvo origen 
la muerte, de allí resurgiera la vida, y el que venció en un 
árbol, fuera en un árbol vencido” (Misal Romano). 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
156 
 
Si en el pecado original apareció la figura de la 
serpiente como epifanía del diablo, el mismo Dios purifica 
esa imagen al utilizarla como señal de salud en el libro de 
los Números (21,4). Después de castigarla infidelidad de su 
pueblo con una plaga, el Señor le indica a Moisés que erija 
una serpiente de bronce en un mástil y así, “cuando una 
serpiente mordía a alguien, este miraba a la serpiente de 
bronce y salvaba la vida”. 
Jesucristo se apropia esa prefiguración en el diálogo 
con Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en 
el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, 
para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. De esa 
manera, nos muestra que él es el nuevo estandarte de 
curación. San Pablo enseña que lo hizo a través de su 
humildad, de su abajamiento, de su anonadamiento: “se 
despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, 
hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como 
hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho 
obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”. “Por eso 
Dios lo exaltó sobre todo” (Flp 2,6-11). Esa es la exaltación 
que celebramos en la liturgia. Como escribe san Andrés de 
Creta, la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque ella 
es el origen de innumerables bienes […]. Preciosa, porque la 
cruz significa a la vez el sufrimiento y el trofeo del mismo 
Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte 
voluntaria; el trofeo, porque en ella quedó herido de 
muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la 
cruz fueron demolidas las puertas de la región de los 
muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para 
todo el mundo. La cruz es llamada también gloria y 
exaltación de Cristo. (Sermón 10) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
157 
 
 
 
Pero no se trata de una devoción más, entre otras: 
“¿La cruz sobre tu pecho?... —Bien. Pero... la cruz sobre tus 
hombros, la cruz en tu carne, la cruz en tu inteligencia. —
Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así 
serás apóstol” (San Josemaría, 2008, n. 929). Es una 
consecuencia de la predicación del Señor: “Si alguno quiere 
venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y 
me siga” (Mc 8,34). Por eso es tan importante, en el 
seguimiento de Cristo, la negación de sí mismo, la cruz 
cotidiana, que no es un mero ejercicio negativo, sino la 
exaltación de Jesucristo en cada una de nuestras potencias 
internas, en nuestros sentidos, en nuestra persona entera: 
Al celebrar la fiesta de la Exaltación de la santa cruz, 
suplicaste al Señor, con todas las veras de tu alma, que te 
concediera su gracia para “exaltar” la cruz santa en tus 
potencias y en tus sentidos... ¡Una vida nueva! Un resello: 
para dar firmeza a la autenticidad de tu embajada..., ¡todo tu 
ser en la cruz! —Veremos, veremos. (San Josemaría, 2009b, 
n. 517) 
Pidámosle al Señor que nos conceda la gracia de 
exaltar su cruz sobre nuestros hombros, en nuestra propia 
carne, en nuestra inteligencia. Que esta petición marque 
una nueva conversión, una vida nueva, que sea como un 
resello, un compromiso de nuestra parte por corresponder 
a tanto amor de Dios. ¡Todo nuestro ser en la cruz! 
Es un propósito ambicioso: en cada una de nuestras 
potencias internas. Por ejemplo, en la memoria, para 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
158 
 
desterrar recuerdos inconvenientes: resentimientos, 
rencores, faltas de caridad; malas experiencias, los pecados 
personales. Exaltar la memoria de Dios en nuestra vida: 
recorrerla con frecuencia en la oración, agradeciendo al 
Señor tantos bienes que nos ha dado desde pequeños, con 
la familia, la formación que tuvimos, los sacramentos que 
fuimos recibiendo, la relación con Dios hasta descubrir 
nuestro camino, recordar con gratitud tantos regalos a lo 
largo de la vida… 
Otra potencia que puede exaltar la cruz es la 
imaginación, que nos facilita el discurso interno, la oración, 
el estudio, la caridad, etc., pero que también puede 
dificultarlas si no la sujetamos, conscientes del peligro que 
conlleva al ser “la loca de la casa”: 
Si la imaginación bulle alrededor de ti mismo, crea 
situaciones ilusorias, composiciones de lugar que, de 
ordinario, no encajan con tu camino, te distraen 
tontamente, te enfrían, y te apartan de la presencia de Dios. 
—Vanidad. Si la imaginación revuelve sobre los demás, 
fácilmente caes en el defecto de juzgar –cuando no tienes 
esa misión—, e interpretas de modo rastrero y poco 
objetivo su comportamiento. —Juicios temerarios. Si la 
imaginación revolotea sobre tus propios talentos y modos 
de decir, o sobre el clima de admiración que despiertas en 
los demás, te expones a perder la rectitud de intención, y a 
dar pábulo a la soberbia. Generalmente, soltar la 
imaginación supone una pérdida de tiempo, pero, además, 
cuando no se la domina, abre paso a un filón de tentaciones 
voluntarias. —¡No abandones ningún día la mortificación 
interior! (San Josemaría, 2009a, n. 135) 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
159 
 
 
 
Exaltar también la cruz en la inteligencia, 
aprovechando los talentos que hemos recibido, estudiando 
con rigor lo relacionado con nuestra vocación profesional y 
también la doctrina de la Iglesia, al tiempo que rechazamos 
lo que nos haga perder el tiempo o ponga en peligro la 
pureza de nuestras convicciones. Y exaltar la cruz en la 
voluntad, luchando por rectificarla cada día, por unirla a la 
voluntad de Dios. Como Jesucristo, nuestro lema ha de ser: 
“no sea como yo quiero, sino como tú quieres” (Mc 14,36). 
No se haga mi voluntad, sino la tuya, Señor. 
Esa vida nueva que podemos proponernos incluye, 
además de “exaltar” la cruz santa en las potencias, hacerlo 
también en los sentidos: en la vista, agradeciendo a Dios 
tanta belleza con la que dotó al universo, pero también 
guardándola de imágenes inconvenientes. El oído, que sigue 
en dignidad a la vista, se puede educar con buenas 
sensaciones, escuchando producciones cultas, musicales o 
intelectuales, aprendiendo a valorar la armonía y el 
equilibrio de las grandes obras. Pero también se puede 
afinar si redescubrimos la importancia del silencio —
llamado con razón “el portero de la vida interior”— para la 
oración, el estudio (cf. San Josemaría, 2008, n. 281). 
Aprenderemos de esa manera una actitud poco frecuente 
en nuestro tiempo: el recogimiento, que ayuda a descubrir 
el mundo con mayor hondura. 
El olfato y el gusto son otro campo estupendo para 
vivir la mortificación, la oración de los sentidos: comiendo 
lo que nos sirvan, con gratitud y caridad, sin caprichos; 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
160 
 
poniendo un poco menos de lo que gusta más o un poco 
más de lo que nos gusta menos; sirviéndonos con mesura y 
templanza; evitando comer a deshoras, etc. El tacto también 
puede exaltar la santa cruz: si le negamos a la comodidad 
sus caprichos, seremos personas recias, fuertes, y 
tendremos mayor capacidad de recibir las contradicciones 
naturales que nos presenta la vida. También podemos 
añadir sacrificios pequeños, pero que en ocasiones pueden 
costar: la levantada puntual, el baño con agua fría, el 
sentarse con distinción, aunque suponga menor 
comodidad, etc. 
El papa Francisco explicaba que la exaltación de la 
cruz de Cristo en la propia vida tiene, además, efectos 
ecológicos: 
Si una persona, aunque la propia economía le 
permita consumir y gastar más, habitualmente se abriga un 
poco en lugar de encender la calefacción, se supone que ha 
incorporado convicciones y sentimientos favorables al 
cuidado del ambiente. Es muy noble asumir el deber de 
cuidar la creación con pequeñas acciones cotidianas, y es 
maravilloso que la educación sea capaz de motivarlas hasta 
conformar un estilo de vida. La educación en la 
responsabilidad ambiental puede alentar diversos 
comportamientos que tienen una incidencia directa eimportante en el cuidado del ambiente, como evitar el uso 
de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, 
separar los residuos, cocinar sólo lo que razonablemente se 
podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, 
utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo 
entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces 
innecesarias. Todo esto es parte de una generosa y digna 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
161 
 
creatividad, que muestra lo mejor del ser humano. El hecho 
de reutilizar algo en lugar de desecharlo rápidamente, a 
partir de profundas motivaciones, puede ser un acto de 
amor que exprese nuestra propia dignidad. No hay que 
pensar que esos esfuerzos no van a cambiar el mundo. Esas 
acciones derraman un bien en la sociedad que siempre 
produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, 
porque provocan en el seno de esta tierra un bien que 
siempre tiende a difundirse, a veces invisiblemente. 
Además, el desarrollo de estos comportamientos nos 
devuelve el sentimiento de la propia dignidad, nos lleva a 
una mayor profundidad vital, nos permite experimentar 
que vale la pena pasar por este mundo. (2015c, nn. 211-
212) 
Acudamos a la Virgen santa, que acompañó a 
Jesucristo en su caminar redentor por el mundo hasta el 
cumplimiento de su sacrificio en el Calvario. Pidámosle que 
nos alcance el resello de una vida nueva, que se manifieste 
en la exaltación de la santa cruz en nuestras potencias y en 
nuestros sentidos: “Madre mía, que tu amor me ate a la cruz 
de tu Hijo” (cf. San Josemaría, 2008, n. 497). 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
162 
 
4.3. Sábado Santo: María, nuestra madre 
 
 
El Sábado Santo acompañamos a la Virgen en su 
soledad, contemplando la muerte de su Hijo. Los Apóstoles 
han huido: no superaron el desconcierto y el desaliento, se 
dejaron dominar por la tristeza. Abandonaron a María, 
dejándola casi solitaria, con la única compañía de san Juan y 
de algunas santas mujeres. Por eso, recordando esta 
jornada, la Iglesia ha establecido que todos los sábados se 
dediquen al recuerdo de la Virgen. Para contemplar el dolor 
de María en la escena de la piedad, ayudan mucho los 
versos de Gerardo Diego (1989): 
He aquí helados, cristalinos, 
sobre el virginal regazo, 
muertos ya para el abrazo, 
aquellos miembros divinos. 
Huyeron los asesinos. 
Qué soledad sin colores. 
Oh, Madre mía, no llores. 
Cómo lloraba María. 
La llaman desde aquel día 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
163 
 
la Virgen de los Dolores (p. 353). 
 
 
Solo María persevera en la esperanza. Tiene fe en 
que se cumplirán las promesas, en que su Hijo resucitará. 
Con esa misma fe, queremos acompañar el cadáver frío de 
Cristo, ese cuerpo que este día no recibiremos —ayuno 
litúrgico penitencial— sirviéndonos de las palabras de un 
santo contemplativo, que han ayudado a muchas personas a 
meterse en la dura escena de la muerte de Jesús: 
 
Nicodemo y José de Arimatea —discípulos ocultos 
de Cristo— interceden por él desde los altos cargos que 
ocupan. En la hora de la soledad, del abandono total y del 
desprecio..., entonces dan la cara “audacter” ...: ¡valentía 
heroica! Yo subiré con ellos al pie de la cruz, me apretaré al 
Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo 
desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo 
envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo 
enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo 
podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad! Cuando todo el 
mundo os abandone y desprecie..., “sérviam!”, os serviré, 
Señor. (San Josemaría, 2012, n. 14, 1) 
Podemos pronunciar esas palabras porque 
contamos con la intercesión de la Virgen. La Iglesia enseña 
que María es Madre nuestra, entre otros motivos, 
principalmente porque el mismo Jesucristo nos la entregó 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
164 
 
en la cruz, como narra san Juan que sucedió justo antes de 
que muriera nuestro Señor (19,25ss): 
 
 
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la 
hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la 
Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al 
discípulo al que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a 
tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y 
desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio. 
Si se mira con detalle el Evangelio de Juan, que es 
donde aparece la escena, vemos que no se menciona el 
nombre del Apóstol, sino que se le llama “el discípulo al que 
Jesús amaba”. Es un recurso frecuente en este libro, el de 
hacer referencia a personajes que representan una clase 
entera (como la samaritana o Nicodemo, por ejemplo); así, 
“el discípulo al que Jesús amaba” es un estereotipo de todos 
los que son amigos fieles de Jesucristo. 
Otro detalle de esta escena, que relata los últimos 
momentos de la vida mortal de Jesús, se relaciona con el 
primer milagro, en Caná. En ambas situaciones Jesús llama 
a la Virgen diciéndole simplemente giné, mujer, y no 
“Madre”. Orígenes explica que, “cuando Jesús dijo a su 
Madre: ‘Ahí tienes a tu hijo’ y no: ‘Ahí tienes a este hombre, 
que también es tu hijo’, es como si le dijera: ‘Ahí tienes a 
Jesús, al que tú has engendrado’” (In Ioannem 1, 4). 
Cuenta una de las personas que comenzó el trabajo 
del Opus Dei en Kenia el caso de una muchacha africana 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
165 
 
perteneciente a la tribu kalenjin. Ella recordaba que entre 
sus antepasados siempre habían adorado a un solo Dios, 
que para ellos estaba en el Sol. Le ofrecían, en el día más 
largo del año, el cordero más blanco de los rebaños. En 
tiempos de su abuela llegaron misioneros católicos y 
protestantes, y su abuela iba una semana a escuchar las 
explicaciones de una misión y a la siguiente las de la otra. Y 
fue la Madre de Dios la que hizo que se convirtiera a la fe 
católica, después de algún tiempo. Pensó —entre otras 
muchas razones— que la religión que tenía una Madre 
como la Virgen María debía ser la mejor de todas. 
María es nuestra Madre. En ella se cumplen las 
promesas de Isaías (30,19-26): ella es la aurora matutina, 
que nos anuncia el Sol divino, Jesús encarnado (“La luz de la 
luna será como la luz del sol, y la luz del sol será siete veces 
mayor, como la luz de siete días”). Ella nos entregó en Belén 
—la casa del Pan— a Jesús Eucarístico: “y el grano 
cosechado en el campo será abundante y suculento”. San 
Josemaría unía íntimamente esas dos realidades, hasta 
titular una homilía “Madre de Dios, Madre nuestra”, en la 
que podemos leer: 
Mirad: para nuestra Madre Santa María jamás 
dejamos de ser pequeños, porque ella nos abre el camino 
hacia el reino de los cielos, que será dado a los que se hacen 
niños. De Nuestra Señora no debemos apartarnos nunca. 
¿Cómo la honraremos? Tratándola, hablándole, 
manifestándole nuestro cariño, ponderando en nuestro 
corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole 
nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestros fracasos. 
Descubrimos así —como si las recitáramos por vez 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
166 
 
primera— el sentido de las oraciones marianas, que se han 
rezado siempre en la Iglesia. (San Josemaría, 1992, n. 290) 
María es nuestra Madre, porque Jesús nos la entregó 
en la cruz antes de morir. Podemos hacer un poco de 
examen: ¿cómo la honramos?, ¿cómo la tratamos?, ¿cómo le 
manifestamos nuestro cariño, cómo ponderamos en 
nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra mientrasrezamos el rosario, o en la oración personal?, ¿cada cuánto 
tiempo le contamos nuestras luchas, nuestros éxitos y 
nuestros fracasos? Es un buen momento, ahora que 
consideramos su perseverancia al pie de la cruz, para 
renovar el trato con nuestra Madre María, para recitar esas 
oraciones marianas —Bendita sea tu pureza, Acordaos, Oh 
Señora mía, Oh Madre mía…— muchas veces al día, con el 
mismo cariño con que las rezábamos cuando éramos más 
jóvenes, o cuando éramos niños. 
También podemos valorar ese parón del mediodía 
en que meditamos la Encarnación de Jesús con el rezo del 
Ángelus y, sobre todo, el rezo cotidiano del santo rosario, 
ojalá en familia. Recordamos ahora el cariño de san Juan 
Pablo II por esta oración, que le llevó a dedicar el año 2003 
como año del Rosario y a escribir una Carta apostólica en la 
que explicaba el valor de esa devoción para recordar a 
Cristo con María, para comprender a Cristo desde María, 
para configurarse a Cristo con María, para rogar a Cristo 
con María, y para anunciar a Cristo con María. Al final de 
ese documento, exhortaba: 
Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de 
toda condición, en vosotras, familias cristianas, en vosotros, 
enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes: tomad con 
 
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167 
 
confianza entre las manos el rosario, descubriéndolo de 
nuevo a la luz de la Escritura, en armonía con la Liturgia y 
en el contexto de la vida cotidiana. (san Juan Pablo II, 
2003a, n. 43) 
Algunos piensan, movidos por la tradición 
protestante, que la devoción a María, Madre de Dios y 
Madre nuestra, puede separarnos de Cristo. Pero sabemos 
claramente que no es así, al contrario. Cuenta J. Eugui 
(2004) que, en la víspera de la gran fiesta de la Asunción, 
dos hombres paseaban por la explanada de Fátima. Uno era 
un mariólogo católico; el otro, un teólogo luterano. Este 
último estaba asombrado por el número de personas que 
iban y venían por el santuario en ese 14 de agosto: ¿No era 
la fiesta al día siguiente? El sacerdote católico le explicó que 
muchos acudían ese día porque deseaban acercarse al 
sacramento de la penitencia y estar así bien preparados 
para recibir a Cristo en la eucaristía en la fiesta de la 
Asunción. El protestante reflexionó y dijo: “—Yo siempre 
había pensado que la Virgen María era un obstáculo para 
acercarse a Cristo; ahora veo que es todo lo contrario: 
María lleva a Jesucristo. Creo que tengo que revisar mis 
planteamientos teológicos...”. Concluyamos con unas 
palabras de san Josemaría: 
Dios quiere conceder a los hombres su gracia, y 
quiere darla a través de María […]. Ella es la seguridad, ella 
es la esperanza, ella es la Madre del Amor Hermoso, ella es 
el principio y el asiento de la sabiduría; y ella, la Virgen 
Madre, medianera de todas las gracias, es la que nos llevará 
de la mano hasta su Hijo, Jesús. (San Josemaría, “La Virgen 
del Pilar”, citado por Loarte, 2013, pp. 168-170) 
 
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168 
 
 
 
Notas 
 
 
1También se celebra que, en ese mismo día (pero en 
el año 628), el emperador Heraclio restituyó a Jerusalén la 
cruz que estaba en manos de los persas. 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
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180 
 
 
 
 
Índice analítico 
 
 
A 
Amor de Dios. 3.5. 
 
 
C 
Caridad. 1.2., 1.3., 3.5., 
4.1.1., 4.1.3., 4.1.6. 
Castidad. 1.2. 
Celibato. 1.2. 
Ciudadanía. 3.4. 
Conversión. 3.1., 3.2., 3.3. 
Cruz. 1.1., 2.2., 4.2.2, 4.2.3. 
 
 
D 
Desprendimiento. 3.6. 
 
 
E 
Escatología. 3.7. 
Esperanza. 3.7. 
Espíritu Santo. 4.1.5., 
4.1.7. 
Eucaristía. 4.1.2., 4.1.3. 
 
 
F 
Fraternidad. 1.3., 4.1.1. 
 
 
H 
Humildad. 2.1. 
 
 
J 
Jesucristo. 4.1.4. 
 
 
M 
María. 4.3. 
Misa. 4.1.2. 
Mortificación. 1.1., 2.2. 
 
 
N 
Novísimos. 3.7. 
 
 
O 
Obediencia. 3.1. 
Oración. 4.1.9. 
Orden sacerdotal, 4.1.2. 
 
 
P 
Pobreza. 3.6. 
 
 
 
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181 
 
R 
Resurrección. 3.7. 
 
 
S 
Sacerdocio. 1.2., 4.1.2., 
4.1.3. 
Saduceos. 3.7. 
Santa misa, 4.1.2. 
Santa pureza. 1.2. 
Santidad, 4.1.8. 
Servicio. 3.2., 4.2.1. 
 
 
T 
Trabajo. 3.2. 
 
 
V 
Virgen santísima. 4.3. 
 
 
 
Euclides Eslava LA PASIÓN DE JESÚS 
182 
 
Índice bíblico 
 
 
Jn 3,16-18. 4.2.3. 
Jn 12,1-11. 1.3. 
Jn 12,20-36. 2.2. 
Jn 13,1-15. 4.1.1. 
Jn 14,1-12. 4.1.4. 
Jn 14,15-21. 4.1.3. 
Jn 15,1-17. 4.1.6. 
Jn 16,1-15. 4.1.7. 
Jn 17,1-26. 4.1.8. 
Jn 18,33-37. 4.2.1. 
Jn 19,25-27. 4.3. 
Lc 9,18-27. 1.1. 
Lc 10,25-28. 3.5. 
Lc 14,15-24. 3.3. 
Lc 20, 9-19. 3.2. 
Lc 20,20-26. 3.4. 
Lc 20,27-38. 3.7. 
Lc 21,1-4. 3.6. 
Lc 22,39-46. 4.1.9. 
Mc 8,27-36. 1.1. 
Mc 10,1-12. 1.2. 
Mc 12,1-12. 3.2. 
Mc 12,13-17. 3.4. 
Mc 12,18-27. 3.7. 
Mc 12,28-34. 3.5. 
Mc 12,38-44. 3.6. 
Mc 14,3-11. 1.3. 
Mc 14,32-42. 4.1.9. 
Mt 11,25-30. 2.1. 
Mt 12,31-40. 3.5. 
Mt 16,13-28. 1.1. 
Mt 19,1-12. 1.2. 
Mt 21,28-32. 3.1. 
Mt 21, 33-46. 3.2. 
Mt 22,1-14. 3.3. 
Mt 22,15-21. 3.4. 
Mt 22,23-33. 3.7. 
Mt 22,34-40. 3.5. 
Mt 26,6-16. 1.3. 
Mt 26,36-46. 4.1.9.

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