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EL POZO DE SIQUÉN 394 SAL TERRAE 2 VÍCTOR CODINA, SJ El cielo, esperanza y compromiso Por una escatología pascual 3 Índice Portada Introducción 1. Los maestros de la sospecha 2. El cielo, símbolo sagrado 3. Escatología y cielo en las grandes religiones Mesopotamia y Egipto Hinduismo Taoísmo y confucionismo Grecia y el orfismo Escatología iraniana Budismo y liberación del dolor Paraíso en el islam Conclusión 4. Aproximación a la esperanza de Israel. El Dios de la promesa[14] Personalidad corporativa Justicia divina distributiva El «Sheol» 5. La fe de Israel en la resurrección El deseo del justo de estar junto a Dios La restauración nacional De la profecía a la apocalíptica: resurrección Resurrección de los muertos e inmortalidad del alma 6. La esperanza escatológica del Nuevo Testamento La expectativa mesiánica del Reino en tiempos de Jesús Características del Reino anunciado por Jesús El Reino es buena noticia 4 El Reino es inseparable de Jesús El Reino es comunión El Reino de Dios es victoria sobre el pecado y llamada a la conversión El Reino es misericordia con los marginados El Reino es conflictivo El Reino es utopía y gozo escatológico 7. El misterio pascual Muerte y resurrección de Jesús[19] El descenso de Jesús a los infiernos La resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento 8. Escatología colectiva La Parusía La resurrección de los muertos La nueva creación Reencarnación y resurrección 9. El cielo, o la vida eterna 10. Cuestiones difíciles ¿Muerte eterna? El purgatorio ¿Estadio intermedio? 11. La hermana muerte 12. El cielo en la liturgia La eucaristía como contexto vital de la escatología El cielo y la comunión de los santos en la liturgia eucarística 13. Compromiso por el Reino de los cielos El «ya sí», pero «todavía no» del Reino El Reino comienza desde abajo Epílogo Notas 5 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447 Grupo de Comunicación Loyola • Facebook / • Twitter / • Instagram 6 http://www.conlicencia.com https://gcloyola.com/es/ https://www.facebook.com/GCLoyola/ https://twitter.com/LoyolaGC https://www.instagram.com/grupocomunicacionloyola/ © Editorial Sal Terrae, 2019 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 info@gcloyola.com / www.gcloyola.com Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 07-09-2018 Diseño de cubierta: Magui Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2811-0 7 mailto:%20info@gcloyola.com http://www.gcloyola.com Introducción Hace un tiempo, oí decir al profesor de teología Javier Vitoria, ya jubilado de su tarea académica en Bilbao, que actualmente le interesaba más la escatología que el derecho canónico... Sintonizo plenamente con esta preferencia y, ya que me he dedicado preferentemente hasta ahora al tercer artículo del Credo (Espíritu Santo, Iglesia, sacramentos, profetismo, vida religiosa, espiritualidad...), quisiera completar y cerrar el ciclo con una reflexión sobre la vida eterna, concretamente sobre el cielo. Y esto pensando no solo ni principalmente en una ayuda para la gente de la tercera edad, tan numerosa hoy día [1], sino para todos, ya que todos necesitamos saber no solo de dónde venimos, sino también hacia dónde vamos. Quisiera comenzar narrando una pequeña parábola del escritor y aviador francés Antoine de Saint-Exupéry, como hace Gisbert Greshake en su libro de escatología [2]. Saint-Exupéry, en sus viajes a África junto con otros compañeros, había criado gacelas en un oasis de los confines del desierto del Sáhara. Las gacelas estaban encerradas al aire libre, en un cercado de cañas, porque necesitan aire libre para vivir. Si se las captura de jóvenes, siguen viviendo sin dificultad en este cercado, se dejan acariciar y comen de la mano, y fácilmente uno cree que ya han sido domesticadas. Pero llega un día en que se las sorprende apretando sus pequeños cuernos contra la cerca que las limita, como imantadas en dirección al desierto. No rehuyen las caricias, siguen comiendo de la mano; pero cuando uno las deja solas, tras un breve retozar, vuelven a la cerca. Y si no se interviene, permanecen allí, apoyando sus cuernos en la cerca hasta que mueren. Lo que buscan es el espacio libre del desierto. Desean ser gacelas en su ambiente libre, saltar y correr, huir de los chacales y leones, vivir a sus anchas... Greshake utiliza esta pequeña anécdota sobre las gacelas como una parábola de nuestra existencia humana, habituada y encerrada en nuestro mundo, con comodidades y limitaciones, fascinada por todas las ocasiones de placer y bienestar que se nos ofrecen. 8 Pero, a la larga, nos damos cuenta de que nuestro mundo se abre a un más allá, que a veces nos sentimos como asfixiados en la mundanidad y nos percatamos de que esta realidad cerrada no es lo definitivo, sino algo penúltimo; nuestra libertad se proyecta más allá, buscamos algo más, aunque no nos atrevamos a preguntarnos sobre nuestro futuro último. Hay preguntas que no es políticamente correcto formularse: ¿Qué será de nosotros luego? ¿Cuál es el fin de la historia y del mundo? ¿Qué hay más allá de la cerca que nos tiene como encerrados? Pero seguramente esta parábola queda hoy un tanto desfasada, pues en el mundo moderno muchos ya no nos sentimos prisioneros ni hay nadie encargado de darnos la comida, sino que en este mundo maravilloso e inmenso, donde trabajamos para vivir y mejorar la sociedad, nos sentimos ciudadanos, no nos sentimos peregrinos ni desterrados en este valle de lágrimas; buscamos aquí un mundo mejor; estamos satisfechos. De ordinario, no nos hacemos estas preguntas, porque nos sentimos felices e instalados en nuestro mundo, incluso aceptando su finitud. Es conocida la postura agnóstica del profesor español Enrique Tierno Galván, que tranquilizaba a los suyos ante la muerte afirmando que «no hay nada más humano y que mejor defina la finitud que perecer». Sin embargo, otro profesor, D. Miguel de Unamuno, gritaba su angustia ante el sentimiento trágico de la vida, ya que la muerte puede interrumpir en cualquier momento el hilo de la existencia humana. Ya santo Tomás afirmaba que la muerte es lo más natural, biológicamente hablando, pero lo más antinatural desde el punto de vista existencial. Pero no nos gusta interrogarnos por el más allá. Hemos escuchado tanto –de parte de los maestros de la sospecha– que la religión es el opio del pueblo, que el cielo es un engaño y una ilusión que nos retrae de nuestros compromisos terrestres... que preferimos no cuestionarnos para no alienarnos. Pero cuando experimentamos dificultades y fracasos en la vida personal, cuando la enfermedad o la vejez nos amenazan, cuando desaparecen nuestros seres queridos, cuando se nos acerca la hora final, cuando quedamos sorprendidos por el mal y la injusticia del mundo y nos preguntamos por el sentido de las guerras, de Auschwitz, de los terremotos, tsunamis y huracanes..., comenzamos a cuestionarnos si tiene sentido la vida, si no será un absurdo. ¿Hay alguna esperanza? ¿Hay algo más allá del estrecho cerco del oasis de las gacelas? 9 El pensamiento del cielo no puede esperar [3]. Hemos de intentar responder las preguntas que llevamos dentro y que muchas veces no nos atrevemos a formular [4]. Responder a estas preguntas es lo que puede dar sentido a nuestra existencia. Esto es lo que intentaremos hacer en estas páginas. En el fondo, se trata de responder a la dimensión más humana y definitiva de nuestra vida, para no permanecer distraídos en las mil preocupaciones de la cotidianeidad. Y lo haremos teniendoen cuenta la sabiduría humana de las culturas y las religiones; y lo haremos, sobre todo, desde la fe y la esperanza cristianas. No queremos que el pensamiento del cielo nos aliene: por eso pretendemos integrar el compromiso presente en la historia y la esperanza futura, como una escalera entre el cielo y la tierra que nos ayude a anticipar aquel en esta y vincular el cielo con la Iglesia que aún peregrina en esta tierra hacia la Jerusalén celestial. Partiremos de la crítica que los maestros de la sospecha han lanzado sobre la imagen del cielo cristiano, para contrastarla e ir enriqueciéndola con los aportes de la conciencia popular, de la historia de las religiones, del mundo judío, del cristianismo y de la teología cristiana moderna. De estas reflexiones brotará una nueva luz para la pastoral y la vida cristiana que pueda alimentar el compromiso y fortalecer una esperanza responsable. No deseo escribir tanto un tratado científico de escatología junto a los ya existentes, cuanto ayudar pastoralmente al Pueblo de Dios con la esperanza de la Pascua, presentando los temas principales que responden a las preguntas y cuestiones que muchas veces no nos atrevemos a formular, y menos aún a responder. Aunque hay una secuencia lógica y cronológica en el desarrollo de los capítulos, cada uno de ellos puede ser leído independientemente de los demás. 10 1. Los maestros de la sospecha Antes de comenzar a hablar del cielo queremos presentar algunas dificultades y críticas que esta idea ha suscitado en nuestro tiempo, sobre todo por parte de los llamados «maestros de la sospecha». La Ilustración moderna intenta ayudar al género humano a salir de su minoría de edad, a atreverse a pensar y saber por sí mismo (Kant). Frente a la dependencia de la autoridad divina (heteronomía), la llamada «Ilustración» postula una autonomía humana. A partir de estos presupuestos se inicia la crítica ilustrada de la religión (y del cielo). La religión sería fruto de la ignorancia y del miedo. Para Feuerbach, el ser humano ha de liberarse de la religión, pues los deseos religiosos son una ilusión, fruto de la imaginación humana. Marx sigue a Feuerbach, pero para él la religión es un producto no solo humano (como afirma Feuerbach), sino también social. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, es el opio del pueblo, un consuelo para la otra vida..., en vez de eliminar la injusticia del presente. Hay, pues, que eliminar la religión para que el pueblo salga de su miseria y de su alienación económica. Cuando las relaciones sociales y económicas sean transparentes, desaparecerá la religión. Para Nietzsche, la fe y la religión se oponen a una actitud intelectual crítica. Hay que eliminar a Dios, la moral y el pensamiento del «más allá» para que el ser humano pueda vivir una vida auténtica. El otro mundo, el «más allá», es una invención humana. Dios es lo contrario a la vida; por eso la muerte de Dios es el gran acontecimiento presente, una buena noticia; es luz, felicidad y alivio para el ser humano. Para Hegel, hay que reivindicar la tierra frente al cielo; la tierra es autónoma. Para todos estos autores, el más allá ha de desaparecer: es engaño, ilusión, sueño; el pensamiento y el deseo de la patria celeste es alienante, nos enajena; en lugar de religión, hay que afirmar lo intramundano, la tierra, para así poder vivir una vida auténtica y real. 11 El marxismo es, en el fondo, un mesianismo terrestre, una especie de escatología secular que sustituye a la religión y sus esperanzas futuras, aunque seguramente muchos marxistas no lo perciban ni lo vivan así. Según el marxismo, los cristianos, apoyados en la esperanza del cielo, no transforman la tierra. Esta transformación del mundo es lo único que da esperanza a la vida humana, pues la historia avanza más allá de la muerte de las personas. Hay que sustituir la teología por la antropología y la sociología. Al eliminar a Dios, se elimina el cielo: ambos son imaginación y simple proyección humana. El cielo y Dios son deseos humanos y sueños de la humanidad; pero, como afirma Freud, esto no significa que sean reales. Hasta aquí, los maestros de la sospecha. Su ateísmo ilustrado no es compatible con una filosofía teísta, y menos aún con la fe cristiana. No vamos aquí a refutar sus teorías, pero sí podemos aceptar su aportación positiva: evitar que la religión, de hecho, sea alienante; evitar que el pensamiento del cielo y del más allá nos haga despreocuparnos del presente, de la historia, del más acá, de la tierra. ¿No es verdad que los cristianos muchas veces hemos menospreciado la tierra por pensar en el cielo? ¿No es verdad que a lo largo de la historia de la Iglesia, debido a influjos platónicos y dualistas, se ha menospreciado la tierra, el cuerpo y el tiempo presente, para así revalorizar el alma, el cielo y la eternidad? ¿No es verdad que incluso en las oraciones litúrgicas se habla de menospreciar la tierra y las cosas terrenas, para así valorar la realidad del cielo? Una visión cristiana de la acción del Espíritu en la historia de la humanidad nos permite aceptar las lecciones positivas de los maestros de la sospecha, aun cuando rechacemos sus posturas arreligiosas y ateas. Pero a los maestros de la sospecha del siglo XIX ha sucedido otra serie de pensadores del siglo XX que van más allá de aquellos y se abren a una esperanza utópica, a un deseo o una añoranza de algo totalmente Otro, a un anhelo de que el asesino no pueda triunfar sobre la víctima; buscan algo que vaya más allá de la sociedad positivista y de la razón instrumental; incluso se valora la religión como algo que es un antídoto contra la sociedad (Max Horkheimer, Jürgen Habermas). Hay autores que, aun procediendo del marxismo, como Roger Garaudy, buscan un humanismo total, inmanente, pero reconocen que la religión pertenece a lo humano, creen que el ser humano puede autotrascenderse en la historia; el hombre es más que el 12 hombre, es lo que debe ser; creen en un humanismo creador, en un proceso que nunca se acaba. Otros pensadores de origen judío, como Walter Benjamin y Ernst Bloch, parecen influenciados por la esperanza de los profetas y por la apocalíptica judía. El tiempo no es lineal, es pleno, hace saltar la historia y hace emerger algo nuevo; el pasado se abre al futuro, en un desarrollo social democrático que guarda memoria de los vencidos (Walter Benjamin). Por su parte, Ernst Bloch habla del «principio esperanza», una esperanza ultraterrena: el hombre es un ser utópico. No es un ser condenado a la muerte, sino un ser que todavía no es lo que debe ser. Su pensamiento es la versión humanista de la escatología cristiana, de una trascendencia sin Dios, en una historia que es un proceso no acabado, siempre abierta al futuro. Hans Küng, resumiendo el aporte de los filósofos más recientes, afirma que «en nuestro mundo, impregnado de positivismo y materialismo, poco a poco se va extendiendo el convencimiento de que la cuestión de la vida eterna no puede zanjarse con meras fórmulas como “deseo”, “opio”, “resentimiento”, “ilusión”... Son demasiado escuetas para poder expresar exhaustivamente el potencial de esperanza que brota sin cesar por todas partes» [5]. Todos estos pensadores nos ofrecen pistas humanas para ver que el más allá, aunque no se pueda alcanzar, es la utopía que nos anima a caminar hacia un mundo más justo y más humano. Es un humanismo nostálgico de algo más, de la religión, del totalmente Otro, pero que constituye un sueño y un ideal no alcanzable. Es un humanismo del progreso futuro, pero construido por el esfuerzo humano, no algo que recibimos gratuitamente de un Dios que viene a salvarnos y a darnos esperanza. Confrontemos este panorama un tanto decepcionante de la filosofía moderna con la afirmación del filósofo católico francés Gabriel Marcel (1889-1973): «Amar equivale a decirle a alguien: no morirás» [6]. Esto explica tanto la fe en la resurrección de Israel como la resurrección de Jesús por el Padre y la esperanza de nuestra resurrección futura. Enel fondo, no son la ciencia ni la filosofía las que pueden darnos una esperanza en el más allá, sino únicamente las religiones. La filosofía solo puede ofrecernos nostalgias y sospechas, apuestas y deseos, no la certeza de la fe religiosa y cristiana. Los humanismos nos hablan de un horizonte de futuro, pero no de la esperanza en la venida salvífica y consoladora del Dios de la vida a nuestro mundo. Hay una gran diferencia 13 entre las escatologías humanistas ateas y las religiosas, entre el pensamiento encerrado en la inmanencia y el que trasciende la ideología creyendo en Dios, fiándose de Dios. Las religiones ofrecen un «plus», otro modo de ser, una esperanza. Solo las religiones responden a las preguntas más radicales sobre el sentido de la vida y de la muerte: ¿adónde vamos al morir: a la nada o a un más allá en plenitud? [7] Ver cómo a lo largo de toda la historia de la humanidad se mantiene la creencia en un más allá nos ayudará a reforzar nuestra esperanza en el cielo y a responder a la pregunta central: ¿qué podemos esperar? 14 2. El cielo, símbolo sagrado En las diversas culturas hay palabras primigenias, las llamadas «proto-palabras» o palabras esenciales, que se refieren a momentos básicos de la vida: pan, casa, madre, amor, muerte, vida, cielo... La palabra «cielo» se emplea en la vida ordinaria para significar algo amoroso y maravilloso, elevado, positivo: «eres un cielo»; «¡santo cielo!»; «¡cielos!»; «Padre nuestro que estás en el cielo»; tal persona «ya está en el cielo»... La belleza y majestuosidad del firmamento, con el sol y las nubes durante el día y las estrellas y la luna durante la noche, ha cautivado siempre a la humanidad, que ha visto en el cielo una apertura a lo trascendente, a lo divino, un símbolo sagrado y religioso de lo superior, del más allá. Los especialistas en historia de las religiones [8] hablan de hierofanías, es decir, de manifestaciones de lo sagrado, y consideran que la humanidad, desde los tiempos más remotos, ha experimentado la manifestación de la trascendencia y omnipotencia de lo sagrado a través del cielo. La revelación del sentido último de la existencia está muy unida a la hierofanía, o manifestación celeste. El símbolo celeste ha perdurado a través de los siglos como un receptáculo y soporte de toda existencia, como causa y sentido de todo, que garantiza la perennidad de los ritmos cósmicos y el equilibrio de las sociedades humanas. El cielo es la región donde ruge el trueno, se forman las nubes, se decide la fertilidad de los campos y la continuidad de la vida en la tierra. En Mesopotamia, un mismo ideograma significa «cielo» y «divinidad». En el mundo ario, el cielo es el nombre de las realidades cósmicas y también sagradas: lluvia, rayo, trueno, viento, luna, estrellas... En Grecia, el cielo es Urános, con una asombrosa fecundidad y vocación creadora. Zeus sustituirá a Urános con un sentido de «padre de dioses» y con funciones 15 meteorológicas. Roma sustituye a Zeus por Júpiter. Cambian los nombres, pero no las funciones y el sentido. En el mundo andino, la Pacha significa la esencia universal, el Dios cósmico del Ande, el Señor del mundo, la semilla original, la arcilla primera, el tiempo sin tiempo; la palabra original de la que brotaron los gérmenes de vida, que da razón de la existencia universal del sol, de la luna, de las estrellas, del universo, de la tierra, de los mares, de los pueblos, de las plantas, de los animales, de las rocas, de los cerros, de los ríos. Pacha es todo cuanto existe: espacio, tiempo, materia, espíritu; es el principio de la vitalidad universal, de la unidad y paridad, de la reciprocidad complementaria, de la armonía universal. Pero en este universo andino se distinguen tres espacios existenciales: – el Kay Pacha es el mundo de aquí, donde habitamos los humanos, los animales y las plantas, la tierra de en medio, donde mora temporalmente la Pachamama, nuestra madre de la vida, el espacio en el que la comunidad humana desarrolla su camino de realización, donde se realizan todas las actividades humanas. La Pachamama, con su generosidad, nos brinda fertilidad y abundancia para todos; – la Ukhu Pacha, o profundidad de la tierra; el inframundo, el pasado, donde están el agua, el mar, las lagunas, los ríos y el fuego, cuyo símbolo animal es la serpiente. A partir de la evangelización de los pueblos andinos, se ha equiparado al infierno, donde los seres maléficos acechan constantemente. Pero ello distorsiona la visión andina, que ve el Ukhu Pacha como un mundo secreto, misterioso e imprevisible; – la Janaq Pacha, o el mundo de arriba, lo superior, el cielo, el futuro, el ámbito del sol, la luna y las estrellas, el rayo, la lluvia, el arco iris, cuyo animal emblemático es el cóndor. En la actualidad, por influencia del cristianismo, es considerada como la región de la Gloria, donde habitan Dios, los ángeles y los santos, el cielo, algo misterioso y sagrado. Pero esta nueva concepción de la Janaq Pacha, fruto de la cristianización, no coincide con la original visión andina. Los diferentes ritos de vida y de muerte buscan la armonización y beneficios de la Pacha y la orientación definitiva al Janaq Pacha [9]. En el mundo amazónico-guaraní está presente el mito de la Tierra sin mal (Ivi Maraëi), en cuya búsqueda camina sin cesar el pueblo guaraní. Hay varias interpretaciones sobre esta Tierra sin mal: 16 – Está ligada al territorio y a la lucha por la propia tierra; es la dimensión política. – Está ligada a los valores y a la producción, a la lucha por la propia identidad del pueblo guaraní (ñande reko); es la dimensión cultural. – Está ligada a la existencia y a lo que hay después de la muerte; es el aspecto más común de este mito, la dimensión religiosa: después de la muerte, el guaraní pasa a la otra vida para irse a vivir a este lugar, a la Tierra sin mal [10]. Los guaraníes cristianos identifican hoy esta dimensión religiosa de la Tierra sin mal con el cielo cristiano. En Israel, Yahvé es el creador el cielo (Gn 1,1) y manifiesta su poder en la tormenta y en el rayo (Ex 19,16). Las hierofanías celestes y atmosféricas demuestran el poder de Yahvé (Job 36,22.32-33; 37,1-4). Yahvé aparece en toda la historia religiosa de Israel como Dios del cielo y de la tormenta, creador todopoderoso, soberano absoluto, el que hace alianzas con el pueblo y da las leyes que permiten que la vida continúe existiendo sobre la tierra (Is 66,1). Los cielos son los cielos de Yahvé (Sal 115,16), el lugar de su morada. Al ver el cielo, obra de las manos de Dios, uno se pregunta qué es el ser humano (Sal 8,4-5). Desde su trono celeste, los ojos de Yahvé ven el mundo (Sal 11,4). Los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos (Sal 19,1). Por la palabra de Dios fueron hechos los cielos; desde lo alto del cielo ve Dios a todos los seres humanos (Sal 33,6,11). Sobre el cielo se alza la gloria de Dios (Sal 57,12). Desde el cielo pronuncia Yahvé la sentencia (Sal 76,9). Los cielos celebran las maravillas de Yahvé (Sal 89,6). Yahvé hizo los cielos; gloria y majestad están delante de él (Sal 96,5-6). Los cielos proclaman su justicia (Sal 97,6). Dios habla a su pueblo desde una columna de nube (Sal 99, 7), extiende el cielo como una tienda, y desde él envía la lluvia que da vida al campo (Sal 104,2,11-12). Más alta que los cielos es la gloria de Yahvé: ¿Quién es como Dios, que está arriba en las alturas? (Sal 113,4-5). Nuestro auxilio viene en nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra (Sal 121,2). Todo lo que quiere, lo hace el Señor en el cielo y en la tierra, en el mar y en los abismos; levanta las nubes por el horizonte; con relámpagos hace llover; saca de sus depósitos los vientos (Sal 135,6-7). Dios cubre de nubes los cielos, dispensa la lluvia a la tierra, llena de hierbas las montañas, da plantas para el uso del hombre, dispensa alimento al ganado (Sal 147,8-9). 17 En el Nuevo Testamento, Mateo, en lugar del Reino de Dios, habla del Reino de los cielos (Mt 3,2), delPadre nuestro que está en el cielo (Mt 6,9); para Juan, el Hijo del hombre bajó del cielo (Jn 3,13), en el cielo está el trono de Dios (Ap 4). Con el tiempo, muchas religiones arcaicas pasan a ser politeístas y divinizan el rayo, el trueno, la tormenta y la lluvia que fecunda la tierra; pero todas estas divinidades mantienen su origen celeste. La dimensión sagrada del cielo extiende su poder hierofánico hacia todo lo que signifique «altura». De este modo, hay una sacralización de las montañas por estar más cerca del cielo: Olimpo, Tabor, Garitzim, Gólgota, Kaaba, Machu Picchu... También los mitos «de ascensión» manifiestan esta superioridad sagrada del cielo sobre la tierra. En la muerte, el alma asciende al cielo por los senderos de la montaña, sube a lo alto por la escala. Subir a los espacios sagrados significa trascender la condición humana y penetrar en los niveles cósmicos. Es lo propio de los santos, los yoguis, los magos, los ascetas... También en Israel encontramos el simbolismo de la «ascensión»: la escala de Jacob, que une el cielo y la tierra (Gn 28,12); el rapto de Elías al cielo (1 Re 2). En el Nuevo Testamento, con Jesús el cielo se ha abierto (Jn 1,51), y en la ascensión sube él mismo al cielo (Hch 1,3-11). Subir al monte Carmelo (san Juan de la Cruz) simboliza en la espiritualidad cristiana la perfección, la ascensión al mundo divino. El cielo en sí mismo, en cuánto bóveda sideral y región atmosférica, es rico en valores mítico-religiosos. Lo «alto», lo «elevado», el espacio infinito... son hierofanías de lo trascendente y sagrado por excelencia. No puede extrañar que en el cristianismo el cielo signifique la morada del Padre y el fin del recorrido humano sobre la tierra, el término de la peregrinación, la entrada en el Reino (el Reino de los cielos), la salvación, la gloria. Jesús viene del cielo para retornar a él (Jn 6,62). Nos movemos en un lenguaje metafórico y simbólico, el único que podemos utilizar para expresar de algún modo realidades que nos sobrepasan, que son trascendentes y misteriosas. El astronauta ruso Yuri Gagarin dijo que no había encontrado a Dios en el cielo... El cielo del que hablamos no es el cielo astrofísico de los astronautas, sino el símbolo de la gloria de Dios, el cielo que proclama la gloria de Dios... 18 3. Escatología y cielo en las grandes religiones Entendemos por «escatología» la reflexión sobre las realidades últimas y definitivas del ser humano. Pero antes de abordar la escatología judeo-cristiana queremos acercarnos, aunque sea desde lejos, a la escatología de las grandes religiones de la humanidad [11]. ¿Qué idea tienen del futuro, de la inmortalidad, de la otra vida? ¿Cuál es su «cielo»? 19 Mesopotamia y Egipto En Mesopotamia, el mito de Gilgamesh es una de las primeras expresiones escritas sobre la búsqueda de la inmortalidad. Gilgamesh es sometido a duras pruebas para alcanzar la inmortalidad, pero fracasa en todas ellas: la inmortalidad está reservada a los dioses. En su alcoba acecha la muerte, una muerte sin escatología. Hércules, en la Ilíada de Homero, es el paralelo griego de Gilgamesh: pretender la inmortalidad desemboca en el fracaso; hay que contentarse con la fama. Hay que acudir a Egipto, ya que es la cultura religiosa que más preocupación ha sentido por la inmortalidad y el más allá: monumentos funerarios, El libro de los muertos, el mito de Osiris que resucita... Parece que al comienzo la escatología solo es para el faraón y los poderosos, pero desde el año 2000 a. C. se democratiza la esperanza de otra vida. Aunque no todo es optimismo: también hay suicidios. En Egipto comienza una reflexión sobre la vida moral. Para alcanzar la bienaventuranza se requiere rectitud moral. En la antropología egipcia, el ser humano está formado por el cuerpo (jet) y el alma (ka), que es el principio de vida. El ka o alma perdura en la otra vida, es el principio espiritual. La momificación de los cadáveres servía de mediación para el ka, el alma. Se echa en falta una escatología comunitaria y cósmica, una orientación de la historia hacia el futuro, una teología de la historia, pues la vida después de la muerte es mera continuación de esta vida; no hay un futuro nuevo. 20 Hinduismo El hinduismo presenta la salvación como liberación (moksa). El fin último del saber es la liberación, el paso de la oscuridad a la luz, de lo irreal a lo real. Los que llegan a conocer a Brahmā, el Absoluto e inmortal, logran ser inmortales como él. Hay una disociación entre el alma y el cuerpo: el cuerpo es dolor, muerte y cárcel. Cuando el alma llega a lo más íntimo, logra acceder a lo divino. Según Mircea Eliade, hay dos concepciones escatológicas en el hinduismo: – En los textos Védicos (II milenio a. C.) se afirma la inmortalidad personal indefinida en el paraíso de las divinidades, donde hay plena felicidad. – En los Upanishads hay mayor profundidad: la liberación se produce al final de las reencarnaciones. La vida después de la muerte depende de las acciones de la vida. Es la ley del karma, que mantiene una serie de reencarnaciones (samsara). La liberación final no se consigue por medio de la ascesis o actitud religiosa, sino mediante un conocimiento esotérico por el que se llega a la identificación con Brahmā. Esta identificación con Brahmā ¿es anulación de la personalidad o su máxima expresión? ¡Puede ser las dos cosas! ¿Cómo quedan el cuerpo y la actividad humana en la escatología? La respuesta queda abierta... Añadamos que la reencarnación seduce hoy a muchos occidentales, incluidos algunos cristianos, que ven en ella una respuesta al más allá que no encuentran en la Iglesia. Les parece que es una forma de responder a la brevedad del tiempo, ya que no todo se puede decidir en una vida tan breve, y siempre es posible mejorar, corregirse, purificarse y hacer nuevamente el bien, dejarse iluminar, nacer de nuevo. También ven en ella una respuesta al problema del mal (que es quizá castigo de una anterior reencarnación), y les atrae la dimensión cósmica de la reencarnación. Como luego veremos, la doctrina de la reencarnación no es compatible con la fe cristiana en la resurrección. Para el cristianismo no hay un eterno retorno, sino que todo se juega en la historia personal de cada uno, que libremente realiza el bien o mal. El «más allá» no consiste en un esfuerzo personal de purificación ni en una moral consistente en hacer buenas obras para recibir la retribución de la gloria, sino que la salvación es gracia de Dios que nos viene por la muerte y resurrección de Jesús. Jesús no 21 es un simple avatar, sino el Hijo de Dios, hecho hombre para salvarnos y comunicarnos su vida divina. Tampoco es aceptable una visión antropológica en la que el ser humano se disuelve en el Todo, como la ola en el mar, ya que la personalidad humana permanece siempre firme. La resurrección, tanto la de Jesús como la nuestra, tiene también dimensiones cósmicas: es el comienzo del nuevo cielo y de la nueva tierra, donde no habrá mar, pues en la Biblia el mar simboliza el mal, el peligro, la muerte (Ap 21,1). Lo que aparece claro en esta seducción de la reencarnación es que la Iglesia no ha sabido comunicar toda la riqueza y belleza de la resurrección, tanto de Jesús como nuestra; se echa en falta una pastoral positiva y esperanzadora de las verdades últimas, de la escatología, del cielo. Para muchos cristianos, el más allá no consiste en creer que hemos de participar en la resurrección de Jesús, sino que, simplemente, se reduce a la idea filosófica griega de la inmortalidad del alma. 22 Taoísmo y confucionismo Estas dos cosmovisiones chinas, con muchos adeptos (600 millones de confucionistas, 130 millones de taoístas) y con amplia difusión en varias regiones asiáticas, son más caminos sapienciales, éticos y legislativos que religiones, aunque admiten la inmortalidad del alma y la trascendencia más allá de la muerte. El taoísmo, inspirado en el sabio Lao Tse (siglo VI a. C.), promueve el Tao, o camino y senda hacia el paraíso, para mantener asíel orden cósmico del mundo y el equilibrio entre el principio yin y el principio yang. Propugna una vida simple y modesta, con amor filial, ternura y paciencia, excluyendo la violencia asesina, el alcohol, la mentira, el robo y el adulterio. Confucio (551-479? a. C.) es filósofo y legislador, y su regla de oro es: «No hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti». Promueve la adoración de la naturaleza y el culto a los antepasados como garantía del orden cósmico y social. Precisamente en torno a los ritos funerarios se produjo en los siglos XVII y XVIII una gran controversia entre los jesuitas, que tenían una visión positiva de estos ritos compatible con la fe cristiana, y Roma, que los prohibió para los católicos, lo cual frenó durante siglos la evangelización de Asia. 23 Grecia y el orfismo Para Homero, la existencia humana es efímera, los hombres son criaturas de un día, solo los dioses y semidioses son inmortales. Con la muerte no se produce la desaparición total de la persona, sino que el alma va al Hades, que se encuentra debajo de la tierra: un lugar de sombras y fantasmas, sin fuerza vital; una mansión horrenda, lúgubre y triste. Platón (República) reacciona contra este pesimismo mitológico del Hades y critica a Homero y su pesimismo sobre la muerte. Para Homero, luego de la muerte no hay más alegría, ni el mal es castigado, ni el bien es recompensado. Los héroes, dada su condición sobrehumana, no son inmortales, pero siguen actuando después de la muerte. Sus restos están cargados de potencia mágico-religiosa, pues gozan de una existencia que los aproxima a los dioses, una forma de supervivencia. En suma, hay más resignación que esperanza, un vagar de aquí para allá. Frente a este pesimismo helénico, las religiones mistéricas desarrollan la dimensión de la vida después de la muerte (mito de Démeter y Proserpina). Las almas de los «iniciados» alcanzan la vida eterna; los no «iniciados» sufrirán castigos. Para los bienaventurados habrá deportes, música, perfumes... La vida después de la muerte es una prolongación de la vida humana. No está claro si los ritos de iniciación implican un cambio moral. Dentro de las religiones mistéricas, el orfismo supone un avance en el desarrollo de la inmortalidad y del alma desterrada. El hombre está dividido en cuerpo y alma; el alma está desterrada. Hay una serie de ritos unidos a la purificación moral del espíritu y al conocimiento perfecto, o gnosis. La escatología tiene dos respuestas: o bien la condenación para los que no han pasado los ritos de purificación (van al Hades), o bien la salvación para los que han sido iniciados y participan del banquete extático de los puros, que es eterno y dionisíaco. La visión órfica es la primera forma griega de concebir el destino final en relación con la vida presente. Para acceder a la vida divina, además de realizar los ritos prescritos, es necesario observar una conducta ética. Vida y muerte no son sucesivas, sino dos fases de la vida moral. No hay dioses inmortales y hombres mortales, sino que en el hombre hay alma inmortal y cuerpo mortal. Platón dará a todo ello una fundamentación filosófica (Fedón [muerte de Sócrates]). La purificación es por la vía del conocimiento, 24 por la filosofía. Aunque hay un avance con respecto a la escatología homérica, falta el sentido histórico. 25 Escatología iraniana Hay una serie de aportaciones novedosas: articulación de sistemas dualistas como el religioso, el ético y el cosmológico; escatología optimista que proclama el triunfo del bien sobre el mal; salvación universal; doctrina de la resurrección de los cuerpos; mito del salvador... La figura central es Zaratustra, que supera el politeísmo y reconoce al único Dios creador y guía del universo. El Sabio Señor es padre del Espíritu del bien, cuyo gemelo es el Espíritu del mal. Se trata de dos Espíritus diferentes, más por elección que por naturaleza; no es un dualismo absoluto, sino ético. Hay un combate entre el bien y el mal que, en Zaratustra, no entra en conflicto con el monoteísmo, aunque luego ambos principios se divinizan: Ormuz, el bien; Ahriman, el mal. Otra característica es la relación entre ética y escatología, así como una dimensión profética orientada a la regeneración del mundo, a la instauración de la justicia en la tierra, al combate contra el mal: pureza ritual, caridad con los pobres, hospitalidad, desarrollo de la ganadería y la agricultura, cuidado de los muertos, conciencia comunitaria. El criterio último de salvación está ligado a la elección ética de la persona durante la vida. Hay una teología de la historia con un final feliz, y hay también un juicio individual después de la muerte, en virtud del cual unos van a la felicidad, y otros al abismo. En caso de equilibrio moral entre el bien y el mal, los muertos van a un lugar o estadio intermedio hasta el juicio final. Hay resurrección de los muertos, renovación del mundo y de la humanidad, juicio universal. En algunos textos se apunta la idea de restauración o salvación universal de todos (apokatástasis). Hay elementos que retomaremos luego en la escatología judeo-cristiana. 26 Budismo y liberación del dolor El budismo es una religión de salvación, de liberación de la existencia, de la muerte y de la contingencia. El budismo tiene un carácter religioso, pero no se identifica con el teísmo ni con el ateísmo occidental; tampoco se identifica con el Brahmā hinduista ni habla de un Dios Creador y Señor. Buda no afirma ni niega; guarda silencio. La relatividad afecta a todas las cosas, al yo, a Buda, al atman. Está ausente la divinidad, pero no el misterio. Buda se centra en la liberación del dolor, de la contingencia; a Buda no le interesan cuestiones más teóricas (sobre la existencia después de la muerte, sobre la eternidad del mundo...). Tan solo le interesan cuatro verdades: la existencia del dolor, su origen, su supresión y el camino para suprimirlo (Sermón de Benarés). Buda es salvador, en cuanto maestro. El dolor es inherente a la existencia humana; el budismo es liberación del dolor sin tener que someterse a sucesivas reencarnaciones. El dolor es universal; el placer es pasajero. Hay que descubrir las causas del dolor: las obras, la sed de vivir, la ignorancia. Hay que suprimir las causas del dolor. Hay un camino múltiple que lleva a la liberación del dolor: conducta moral, meditación de concentración, sabiduría de visión hasta llegar al nirvana. Sin nirvana no habría budismo. El nirvana es indefinible: aniquilación, inmortalidad, santidad, renacimiento trascendente, ausencia de ser sin ser la nada, agnosticismo perfecto. Nirvana es lo no hecho, lo increado, lo incondicionado, lo indefinible, lo simple, lo no compuesto. Nirvana es la extinción de la existencia considerada como negativa, la consumación de la temporalidad, la muerte de todo lo mortal, la extinción de la sed, la aniquilación del odio, de la codicia y del desorden, la abolición de todo deseo, de la mortalidad y de la inmortalidad. En el budismo moderno hay una visión positiva del nirvana: quietud imperturbable y perdurable, beatitud, serenidad, calma. No es el cielo de los dioses; es la eliminación de los deseos El budismo no es tanto un conjunto de verdades cuanto una esperanza de salvación, liberación del deseo y del amor, nirvana. 27 Pero esta salvación no viene de fuera ni de arriba; depende del esfuerzo personal. Es un camino de auto- redención. Buda afirma: «Trabajad vuestra salvación con diligencia». La figura de Gandhi nos muestra la grandeza y profundidad de esta fe religiosa. Rabindranath Tagore, poeta hindú y premio Nobel, expresa bellamente la esperanza de los creyentes: «Creía que mi viaje había llegado a su fin, al extremo de mis fuerzas; que el camino hacia delante había quedado cerrado, que se habían acabado las provisiones, que había llegado la hora de retirarme al silencio y a la oscuridad. Pero he conocido que tu voluntad no conoce fin para mí; y cuando las viejas palabras parecen ya muertas, nuevas melodías brotan del corazón;donde se pierden los viejos caminos, aparece un nuevo y maravilloso paisaje». Y en otro poema dice: «Al anochecer, el cielo es para mí una ventana con una lámpara encendida, y detrás de ella Alguien esperando». 28 Paraíso en el islam La escatología del islam es vista como una vuelta al paraíso adámico del que el hombre fue expulsado por haber sucumbido a la tentación del ángel malo. Es clave en el islam el juicio que lleva a la salvación o a la condenación. Hay en ello un influjo iraniano y cristiano. El muerto pasa a un primer juicio: si su fe no es positiva, sufrirá la pena del sepulcro; si es positiva, anticipará los goces del paraíso. Solo los profetas y los mártires entrarán definitivamente en el paraíso sin esperar al último día. El juicio final estará precedido por cataclismos (a semejanza de los signos apocalípticos judíos y cristianos). Dios hará que reine una atmósfera que matará a todos. Luego, todos se levantarán de la tumba detrás de sus respectivos líderes religiosos (Moisés, Jesús, Mahoma...), ninguno de los cuales es Dios. Estos líderes ofrecen a la humanidad leyes para que puedan salvarse e ir al paraíso; leyes humanas, viables, posibles. Lo que está mal es todo lo que no está de acuerdo con la ley, tanto en el terreno sexual como en el de la venganza, el odio o el asesinato. En este sentido, el islam es más una ley que una teología. Alá es el soberano del juicio, donde se pesan en una balanza los actos buenos y los actos malos. Luego del juicio, se llega a la meta: infierno o paraíso. El infierno es el destino final de los impíos: los incrédulos, los de otra religión, los que creen en Satán. No hay socorro. Hay una imaginación exuberante de los suplicios. Al comienzo, el infierno es temporal, y uno puede ir al cielo una vez acabada su purificación. Pero llegará un día en que las puertas del infierno se cerrarán, y nadie podrá salir de él. Algunos teólogos islámicos modernos dicen que el dolor del infierno cesará un día, ya que las acciones humanas no son absolutas, y la justicia divina acaba en misericordia. El paraíso es descrito con notable colorido, teniendo en cuenta las aspiraciones de un pueblo que vive en el desierto y sueña con volver al paraíso adámico: paz, abundancia, jardín de las delicias, ríos de leche y miel, hermosas tiendas con muchachas encantadoras con ojos de gacela y efebos diligentes... Pero también se goza de bienes espirituales: paz, perdón, visión de Dios. Los místicos sufíes, seguramente por influjo de la filosofía neoplatónica, nos ofrecen una visión muy espiritual del cielo, ya que no buscan en él bienes terrenos ni, 29 por otra parte, temen al infierno, sino que aspiran a la unión con Dios. Así, el místico sufi Ibn Arabi (1165-1240), murciano fallecido en Damasco [12], vive fuertemente el sentido de la inconsistencia humana y de la trascendencia de Dios. La criatura es inconsistente; la contemplación de las criaturas es un reflejo de los atributos divinos; el sufrimiento nos recuerda que no somos nada. El mayor pecado es la idolatría y la auto- idolización, como en el caso del Faraón. El ser humano ha sido creado a imagen de Dios y conoce sus nombres y su misericordia; proviene del Misericordioso y del soplo del Espíritu divino. El ser humano tiene una necesidad intrínseca de Dios; por eso en la oración implora su ayuda. El sufrimiento y la enfermedad nos muestran la debilidad de la criatura. La muerte es un soplo que nos vuelve al origen, a Dios, al Dios que nos dio la vida. La muerte es un camino de regreso a Dios, es un viaje de retorno. Morir es despertar a la realidad, dejar el sueño de esta vida terrena y material, despertar al jardín del paraíso, volver a Dios, ser asumidos por el Aliento divino. Dios puede quitar y devolver la vida, según su deseo. 30 Conclusión Después del recorrido por las religiones no cristianas, podemos afirmar que en todas ellas, de alguna forma, se afirma un «más allá»; no estamos ante un humanismo terreno. Pero el «más allá» es continuidad y repetición del presente: no hay apertura a un futuro nuevo. Hay realidades últimas (éschata), pero no hay algo nuevo (éschaton) ni hay un Salvador (éschatos). Hay inmortalidad del alma, hay reencarnación, pero no hay verdadera resurrección. Para ello habrá que esperar a la revelación judeo-cristiana. La realidad es aceptada como orden natural-divino, ya sea en sentido panteísta (India) o dualista (Grecia, islam). La escatología es la organización de esta misma realidad. El budismo guarda silencio. Pero podemos extraer lecciones positivas para una escatología cristiana en nuestros días. De alguna forma, todas las religiones conectan el futuro más allá de la muerte con la conducta moral de las personas: el futuro depende del presente. La religión no es alienante. Más radicalmente: esta dimensión escatológica de las religiones implica que se acepta la finitud de esta vida y que surge naturalmente un cuestionamiento sobre el más allá. Podemos resumir todo lo expuesto con esta afirmación de Mircea Eliade: «La fe en una vida más allá de la muerte parece estar demostrada, ya desde los tiempos más remotos, por el uso del ocre rojo, sustitutivo ritual de la sangre y, por lo mismo, símbolo de la vida. La costumbre de espolvorear los cadáveres con ocre rojo está universalmente difundida en el tiempo y en el espacio» [13]. Las pirámides de Egipto, los templos hindúes, el Partenón ateniense, el Panteón romano, las pagodas, las mezquitas y sus minaretes... no son únicamente obras de arte y objeto de turismo, sino expresión pétrea de una fe viva en el más allá de la muerte. Todo ello contrasta con una generalizada postura actual de nuestra sociedad occidental de guardar silencio sobre el más allá, y concretamente sobre la muerte. Este tabú sobre la muerte (en la sociedad, en la educación, en los medios de comunicación, en la familia y a veces en la misma Iglesia) genera un auténtico estado de shock traumático 31 cuando se produce la muerte de algún ser querido o cuando se llega a la vejez. No se asume la contingencia y finitud de todo ser viviente y de la persona humana. Las religiones nos dan una lección de realismo. Finalmente, creemos que todos estos esfuerzos de las religiones están guiados y sostenidos por el Espíritu. Como dice el Vaticano II: «El designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes [...]. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que, entre sombras e imágenes, buscan al Dios desconocido. [...] La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que, sin culpa por su parte, no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta» (Lumen gentium 16). De hecho, estas religiones son medios de salvación en Cristo para sus adeptos, el Espíritu llega a ellas por caminos para nosotros desconocidos. El Espíritu siempre precede a los misioneros. Los misioneros siempre llegan tarde... 32 4. Aproximación a la esperanza de Israel. El Dios de la promesa [14] Para comprender la escatología de Israel hay que comenzar diciendo que, frente a las concepciones cíclicas del tiempo, propias de otras religiones, Israel tiene una concepción histórica del tiempo y de la salvación. Otras religiones conciben el tiempo como el eterno retorno, como el tiempo mítico de los orígenes del mundo que se va repitiendo. Hay que volver al pasado para actualizarlo y volver otra vez a los orígenes. No hay verdadero futuro, sino una continua vuelta al pasado. El tiempo se articula a la luz de las estaciones del año: primavera, verano, otoño, invierno... y vuelta a empezar. Las fiestas van reproduciendo siempre lo mismo. En el hinduismo, el círculo es creación, destrucción, creación... No hay nada nuevo bajo el sol. La concepción hebrea del tiempo es diversa. Dios creador tiene un plan, un proyecto de salvación que se desarrolla en la historia hacia un futuro nuevo. Dios no esun Dios metafísico, un Ser supremo alejado del mundo, sino que Yahvé es el que actúa en la historia, acompaña al pueblo, está con él, lo dirige y guía mediante el Espíritu y lo lleva a la novedad futura del Reino. El tiempo no es simplemente el krónos helénico, sino el kairós bíblico, el tiempo favorable, el tiempo de salvación, el tiempo del Espíritu, que es el autor de toda novedad. Su religión no es la epifanía o hierofanía cósmica de los pueblos agrarios, sino la promesa de un futuro de los pueblos nómadas. La promesa es constitutiva de la fe de Israel. Dios promete un futuro a Abrahán, a Moisés, a David; la promesa de una tierra que mana leche y miel, una promesa de liberación, una promesa de un lugar donde cesarán el llanto y el dolor (Ap 7,16; 21,4). Pero, en realidad, Dios mismo es el objeto de 33 la promesa: Yahvé será su Dios, el Dios de la promesa, el Dios de la esperanza. El Dios de la promesa y la promesa de Dios coinciden: «Yo seré vuestro Dios». Es la promesa de una alianza perpetua que se va renovando a lo largo de la historia y que espera cumplimiento. Por eso Israel es el pueblo de la promesa, el pueblo de la alianza siempre renovada, el pueblo de la esperanza y de la novedad del futuro. Y las promesas de Dios desbordan nuestras esperanzas, se cumplen mejor de la esperado. Hay «una plusvalía de las promesas» (Oscar Cullmann). Los profetas son los que anuncian esta promesa de Dios, un nuevo obrar de Dios en la historia. Por eso el credo de Israel no es un credo metafísico de los orígenes míticos del mundo, sino un credo histórico: «Mi padre fue un arameo errante que bajó a Egipto y fue a refugiarse allí siendo pocos aún; pero en ese país se hizo una nación grande y poderosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura servidumbre. Clamamos, pues, a Yahvé, Dios de nuestros padres, y Yahvé nos escuchó, vio nuestra humillación, nuestros trabajos y la dura opresión, y Yahvé nos sacó de Egipto con mano firme, demostrando su poder con señales y milagros que sembraron el terror. Y nos trajo aquí para darnos esta tierra que mana leche y miel. Y ahora vengo a ofrecer los primeros productos de la tierra que tú, Yahvé, me has dado» (Dt 26,6- 10). El tiempo de salvación crea un nuevo mundo, no una vuelta al pasado (Is 11,68). El Dios de la promesa es el Dios de la liberación, del futuro, de la novedad, del «todavía no». Lo último no es la muerte, sino la esperanza del futuro. 34 Personalidad corporativa Para comprender la escatología de Israel hay que hablar de la personalidad corporativa, es decir, de la primacía de lo comunitario sobre lo personal e individual. La relación no es entre Dios y el individuo, sino entre Dios y el pueblo. El objeto de la promesa y de la alianza es el pueblo, la comunidad. La exclusión de la comunidad es la muerte del individuo. Estamos muy lejos del individualismo moderno, liberal e ilustrado. Los dones del individuo son para la comunidad. El pueblo actúa como una persona, como un yo-grande, muchas veces personificado por un individuo (el rey, el siervo de Yahvé). La comunidad del pueblo es sierva, esposa, hija, pueblo de Yahvé. La personalidad corporativa señala la alianza solidaria entre Dios y el pueblo. El individuo se concibe en la comunidad, no al margen de ella. Las faltas del individuo afectan a la comunidad. Esta personalidad corporativa puede explicar el hecho de que durante mucho tiempo la muerte personal quedara compensada con la pervivencia del pueblo. El individuo muere, pero la comunidad pervive. Esta solidaridad se da también entre el pasado y el futuro, entre vivos y difuntos; la muerte no afecta a la comunidad. La esperanza de Israel está ligada a una descendencia numerosa, a una vida feliz en la tierra, bendecida por Dios. Por eso, morir sin descendencia es muy preocupante. Los hijos hacen que el difunto siga vivo. 35 Justicia divina distributiva La fe de Israel se expresa en la convicción de que Yahvé es fiel y justo y retribuye a los fieles en esta vida según sus acciones. Dios castiga a los malos y bendice a los buenos en esta tierra, pues Él está ligado a la vida, y la muerte es un estado de extrema indigencia (el sheol): «Decid al justo... que del fruto de sus acciones comerá. ¡Ay del malvado!: el mérito de sus manos se le dará» (Is 3,10-11; cf. Os 14,10; Am 9,10). Dios sanciona el bien o el mal con premios o castigos temporales y colectivos. Los bienes, las riquezas, la prosperidad, la familia, la descendencia, la vida larga... son dones de Dios. Los hijos, como brotes de olivo en torno a la mesa, la mujer como parra fecunda, son bendición de Yahvé para los que temen a Dios (Sal 128,1-6). La prosperidad y la paz del pueblo es fruto de la justicia de Dios, premio por su fidelidad al pueblo justo. Por el contrario, la pobreza, la enfermedad, las desgracias y persecuciones, una vida corta y sin descendencia... son castigo de Dios para los impíos. El exilio de Israel en Asiria y en Babilonia es interpretado como un castigo por la idolatría y perversidad del pueblo, sobre todo por los pecados de sus dirigentes. Ni siquiera queda el consuelo de que el pueblo salga adelante, pues viven sin esperanza, sin tierra, sin reyes ni sacerdotes, sin templo. No quieren cantar al Señor en tierra extraña, junto a los canales de Babilonia (Sal 137). Pero esta fe en la justicia distributiva de Dios pronto entra en crisis: hay muchos justos perseguidos y en desgracia, mientras los impíos prosperan y viven en la abundancia: «¿Hasta cuándo triunfarán los impíos y sufrirán los justos?» (Sal 6,4; 10,1; 13,1-3; 74,10; 94,3). El libro de Job (400 a. C.) expresa de forma narrativa y dramática esta contradicción. Job, un hombre justo y que había sido bendecido hasta entonces con bienes y riquezas, ha sido luego castigado con desgracias y enfermedad. Aunque sus amigos, teólogos oficiales, defienden la tesis tradicional de que Dios premia a los justos y castiga a los malvados en esta vida, y que Job reconozca que todo eso le sucede por haber pecado, Job proclama su inocencia y pregunta a Dios el porqué de su desgracia. Reconoce que en muchos casos el impío triunfa y el justo es castigado, con lo cual se 36 demuestra que la doctrina tradicional está en contradicción con los hechos. Él es inocente, luego no hay justicia en esta tierra. Es necesaria otra explicación. Job no blasfema, pero se queja amargamente ante Dios, maldice el día en que nació, maldice su suerte y le pregunta a Dios: ¿por qué...? Pero al final se doblega ante el misterio de Dios, que sobrepasa nuestra inteligencia y al que no hay que pedir explicaciones: «Reconozco que lo puedes todo y que eres capaz de realizar todos los proyectos. Hablé sin inteligencia de cosas que no conocía, de cosas extraordinarias superiores a mí. Yo te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos. Por eso retiro mis palabras y hago penitencia sobre el polvo y la ceniza» (Jb 42,2-6). El Eclesiastés o Qohélet vuelve otra vez sobre el tema con un escepticismo cruel: todo es vanidad (Qo 1,2; 12,8); nada hay nuevo bajo el sol; es mentira que a los justos les vaya bien y que a los impíos les vaya mal (Qo 8,12-13); vale más disfrutar de la vida presente (Qo 2, 25; 3,13; 7,14; 9,7). Lo que en Job era indignación y rebeldía, en Qohélet es escepticismo y resignación. Pero en ambos casos la tesis tradicional de la justicia de Dios en esta vida sale malparada. Ha de haber algo más. También el misterioso Siervo de Yahvé, tanto si se trata de una persona concreta como si es una personificación del pueblo, pone en evidencia que la tesis de la justicia distributiva de Dios, con bienes de este mundo para los buenos y desgracias para los malos, no es cierta. Los cantos del Siervo de Yahvé (Is 49,1 – 53,13), donde se narra su persecución y su muerte, cargando con pecados que no son suyos, demuestran una vez más que hay justos que sufren misteriosamente en esta vida. La teoría de la justicia distributiva de Dios, que premia a los buenos y castiga a los malos en esta vida,entra en crisis, se rompe en pedazos. Solo de forma lenta y dolorosa se irá abriendo Israel a otros horizontes y a otras esperanzas. La revelación de Dios es progresiva y muy pedagógica, se acomoda al ritmo del proceso del pueblo. Solo a la luz del misterio pascual se podrán comprender los cánticos y la figura del Siervo de Yahvé. Este siervo, que carga con los pecados de su pueblo, es Jesús de Nazaret; y luego de la muerte viene la resurrección. 37 El «Sheol» Israel tiene un sentido positivo de la vida; por tanto, la muerte, sobre todo la muerte del joven, es el compendio de todas las desgracias. Se desea «morir en buena ancianidad, lleno de días» (Gn 25,8), «irse en paz con los padres» (Gn 15,15). Todos mueren, justos e impíos; todos van al lugar de los muertos, al llamado sheol, que equivale al Hades griego, la profundidad de la tierra, lo más opuesto al cielo. Cuando Dios retira la ruah o espíritu de la vida, todos los seres vuelven al polvo de donde surgieron. Y como Dios es la vida, el sheol es un lugar de muerte; significa estar preso de las redes de la muerte, bajo las olas de la muerte. Es lejanía de Dios, de su templo. Un lugar sin retorno, en medio de la oscuridad y las tinieblas, en el abismo, abajo, como una fosa inmensa. No hay distinción entre justos e injustos, pues ya se ha cumplido en la vida la justicia de Dios. No hay comunión con Dios, aunque no es un lugar de castigo. El sheol se describe como el abismo, el corazón de la tierra, el mar profundo, los infiernos, el reino de los muertos, lugar de soledad y de abandono, lugar de silencio, lejos de los vivientes y sin acceso al culto divino (Sal 88,12), lugar de caos y negatividad, sin retorno posible: «Yo pensé: “En medio de mis días tengo que marchar hacia las puertas del abismo; me privan del resto de mis años”. Yo pensé: “Ya no volveré a ver al Señor en la tierra de los vivos, ya no miraré a los hombres entre los habitantes del mundo” [...] El abismo no te da gracias, ni la muerte te alaba, ni esperan en tu fidelidad los que bajan a la fosa» (Is 38,10-11.18). Pero comienza a haber fisuras en el sheol: el cántico de Ana, que habla de cómo Dios hace descender al lugar de los muertos, pero luego los saca de allí (1 Sam 2,1-10); Elías es llevado al cielo (2 Re 2); el cántico de victoria y esperanza de Isaías 26,19: «tus muertos revivirán, y sus cadáveres resucitarán... Que baje tu rocío, Señor, rocío de luz, y la tierra nos devolverá a los muertos». 38 Como veremos luego, al hablar de la resurrección de Jesús, el descenso de Jesús a estos infiernos, al sheol, para liberar a los que estaban cautivos bajo las sombras de la muerte, es el comienzo de la esperanza cristiana. 39 5. La fe de Israel en la resurrección Poco a poco, Israel se abre a la fe en la resurrección. Una serie de actitudes y acontecimientos desembocarán en esta creencia. 40 El deseo del justo de estar junto a Dios El justo desea vivir como pueblo de Dios; desea no desaparecer, sino permanecer junto a Dios (Sal 73). Por otra parte, crece la fe en el poder de Dios, capaz de librar del abismo, como libró a Henoch y a Elías de la muerte. El poder de Dios se extiende sobre el cielo, la tierra y el abismo. Hay unos salmos, llamados «místicos», que expresan esta confianza en Yahvé más allá de la muerte y del sheol: «Pues no abandonarás mi alma al sheol, ni dejarás a tu amigo ver la fosa. Me enseñarás el camino de la vida, hartura de goces delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (Sal 16, 10-11). En algunos salmos, realmente místicos, se expresa la plena confianza en el carácter indisoluble de la comunión con Dios: «Dios rescatará mi alma, de las garras del sheol me tomará» (Sal 49,16). «¿Quién hay en el cielo, sino tú? Mi carne y mi corazón se consumen; roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre, para mí, mi bien es estar junto a Dios» (Sal 73, 25-26.28a). El testimonio del Salmo 22 es especialmente impactante. Se trata del Salmo que recita Jesús en la cruz (Mc 15,34). Comienza con la exclamación «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?». Luego recuerda que Dios lo extrajo del vientre de su madre y le pide que no se quede lejos y que lo salve de las fauces del león y de los cuernos de los búfalos. Y le sobreviene la certeza de la ayuda de Dios: «Contaré tu fama a mis hermanos, en plena asamblea te alabaré». Dios no ha menospreciado la desdicha de un pobre desgraciado, no le ha escondido su rostro cuando le ha pedido auxilio, sino que lo ha escuchado. Por eso el desdichado lo alabará en la gran asamblea y cumplirá sus votos ante los fieles: «Porque el Señor es rey, Él gobierna los pueblos» (Sal 22,1.10.20.22.25.29). 41 Dios es el Dios de la vida; la vida con Dios es perenne, y la muerte no puede romper esta comunión ni este diálogo, ya que el ser humano ha sido creado a imagen de Dios (Gn 1,26-27; Gn 2,7). La fe en la resurrección de los muertos no nace en Israel de la idea filosófica de la inmortalidad del alma, sino de la confianza en una comunión eterna con Dios, un Dios que es Señor de la vida y de la muerte, un Dios amador de la vida (Sab 11,24s), un Dios que actúa en la vida y en la historia, un Dios que no puede romper su relación con los justos. 42 La restauración nacional Ya hemos visto cómo para Israel la dimensión corporativa de la vida (o la personalidad corporativa) es muy fuerte. Por eso el exilio del pueblo es la máxima expresión del pecado de este. Una primera aproximación al tema de la resurrección es la restauración del pueblo de Israel luego del exilio. Ezequiel desarrolla su actividad profética en Babilonia entre los años 593 y 571; forma parte del grupo de los desterrados en un momento histórico sumamente conflictivo, un tiempo de esclavitud y de muerte, semejante al tiempo de esclavitud en Egipto. El pueblo vive una situación de desaliento e inseguridad, no solo económica y política, sino también religiosa, pues cree que Yahvé no ha sido fiel a sus promesas y se ha olvidado de su pueblo: el pueblo israelita vive en Babilonia, lejos de su patria, sin reyes ni sacerdotes ni templo. Como canta el salmo 137: «Junto a los canales de Babilonia, nos sentábamos y llorábamos recordando a Sion». El Señor hace surgir a los profetas en contextos históricos especialmente conflictivos y difíciles, en momentos de confusión y de caos, de esclavitud y de muerte, para consolar a su pueblo e iluminarle sobre su futuro. El capítulo 37 de Ezequiel comienza diciendo: «La mano de Yahvé se posó sobre mí, y el espíritu del Señor me llevó a un valle» (v. 1). Como al comienzo del libro de Ezequiel (Ez 1), es la mano del Señor la que tiene la iniciativa, y es su espíritu el que mueve al profeta. Y el texto dice más adelante que el valle adonde le llevó el espíritu estaba lleno de huesos humanos secos, esparcidos por el suelo (37,2). La imagen sugiere un campo de batalla lleno de cadáveres, una imagen de muerte. Estos huesos son toda la casa de Israel, sin esperanza (v. 11), sin que humanamente parezca haber esperanza de que puedan revivir (cf. v. 3). Pero, luego de esta constatación de muerte, Ezequiel anuncia la Palabra de Dios: el Señor hará entrar su Espíritu en estos huesos, y revivirán (v. 5). En efecto, los huesos se juntaron, se cubrieron de nervios, brotó carne, y se extendió sobre ellos la piel (vv. 7-8). Más adelante, el profeta invoca de nuevo al Espíritu, sopla sobre estos cuerpos sin vida, 43 y los muertos reviven, se levantan, son una multitud inmensa (vv. 9-10). Esto significa que Yahvé pondrá su Espíritu en el pueblo en exilio, y este retornará a Sion, su tierra (vv. 12-14). Ezequiel, como todos los profetas, no solo denuncia el mal, el caos y la muerte, sino que anuncia el proyecto de Dios, la fuerza de su Espíritu (la ruah), que es un Espíritu liberador, aliento de vida, más fuerte que el mal, el pecado y la muerte; es el centinela que anuncia la aurora de la esperanza y de la vida. Cuando en el exilio parecía haber fracasado el concepto de «pueblo de Dios» y que sus promesasno se cumplían, Ezequiel abre un camino de esperanza: el Señor restaurará al pueblo. Se abre un primer esbozo del tema de la resurrección de los muertos, todavía en una dimensión colectiva y nacional que, poco a poco, se abrirá a la importancia de la dimensión personal o individual. Pero habrá que esperar al surgimiento del mensaje apocalíptico y a la situación de persecución y martirio para que pueda nacer la idea de la resurrección de los muertos. 44 De la profecía a la apocalíptica: resurrección La profecía de Israel, que tiene contenidos históricos, poco a poco se abre a un futuro nuevo: se pasa del «ya-sí» al «todavía-no»; se anuncia un nuevo actuar de Dios, que todo lo va a hacer nuevo: habrá unos nuevos cielos y una nueva tierra (Is 65,17-18). La apocalíptica usa un género literario de visiones y revelaciones con una desbordante imaginación cósmica que, evidentemente, no puede interpretarse al pie de la letra. La apocalíptica llama a la conversión, a la vigilancia, a la espera y, sobre todo, a la esperanza. Surge en momentos de crisis históricas y políticas del pueblo de Israel. Lo histórico se abre a lo cósmico. Lo anterior, el éxodo, la tierra prometida, el Mesías davídico, la vuelta del exilio, Sion... son solo signos e imágenes de un futuro nuevo que va más allá de la historia contemporánea de Israel y que se abre de algún modo a todas las naciones. Todo se orienta a la escatología; no es una vuelta al pasado. Se habla del día de Yahvé, día estremecedor en el que se oscurecerán el sol y las estrellas..., pero que será el día del triunfo de Yahvé sobre los poderes y divinidades de este mundo. Se habla de un Mesías futuro, se habla del triunfo del Siervo de Yahvé (Is 53,10- 12), se habla del Hijo del hombre (Dan 7), un ser humano que adquiere sentido mesiánico en un cuadro apocalíptico: una figura humana y celeste; un ser elegido, justo y santo en un sentido individual y personal, no colectivo; pre-existente antes de la creación; juez escatológico, ungido, que proclamará el derecho y la justicia ante todas las naciones. Dios conducirá la historia hacia el Reino de Dios, hacia el triunfo del bien sobre el mal, hacia la vida eterna. Los imperios anteriores serán destruidos, pues tienen los pies de barro. En este contexto apocalíptico, Dn 12 habla de que los muertos despertarán del polvo: unos a la vida eterna, otros a la vergüenza y los horrores eternos. Esta importante revelación abre a Israel la esperanza de la resurrección de los muertos. A ello se une la persecución judía en tiempos de Antíoco IV Epífanes, rey de los Seléucidas (200 a. C.), cuando los Macabeos sufren persecución y martirio. 2 Mac 7 nos describe con palabras llenas de fe la exhortación de la madre de los Macabeos a sus siete hijos para que no cedan ante los tormentos y acepten el martirio con la esperanza de la resurrección: 45 «No sé cómo aparecieron en mis entrañas, pues no fui yo quien les dio el espíritu y la vida, ni quien ensambló los diferentes miembros que conforman su cuerpo. El Creador del mundo, que formó al hombre al comienzo y dispuso las propiedades de cada naturaleza, les dará en su misericordia el espíritu y la vida, ya que ahora se menosprecian a sí mismos por amor a sus leyes» (2 Mac 7, 22-23). En un contexto de persecución y muerte, de martirio, surge la revelación plena de la resurrección de los muertos, no solo como algo colectivo, sino también personal: los siete hijos macabeos y su madre resucitarán de entre los muertos. Yahvé no permitirá que permanezcan en la oscuridad del sheol los mártires que han dado la vida por su fe. La comunión con Dios une la vida, la muerte y la resurrección. Como siempre, la revelación de Dios se manifiesta como respuesta al clamor de los pobres y de las víctimas: en Egipto, en el destierro, en tiempos de martirio. El Espíritu del Señor actúa desde abajo, desde situaciones de caos, como en el inicio de la creación aleteaba desde el caos y la confusión original (Gn 1,2). No es casual que la fe en la resurrección de la carne se incluya en el tercer capítulo del Credo, dedicado al Espíritu [15]. 46 Resurrección de los muertos e inmortalidad del alma En nuestro tiempo, una gran mayoría de cristianos confiesan su fe en el más allá de la muerte, pero más desde la visión helénica de la inmortalidad del alma que desde la fe bíblica en la resurrección [16]. Como es sabido, en el mundo antiguo, concretamente en Grecia (platonismo y neoplatonismo), existe una visión dualista del ser humano: alma y cuerpo. El alma es el principio vital y espiritual que sobrevive a la muerte, mientras que el cuerpo material se corrompe al morir. Esta visión filosófica, que el tomismo medieval asume como alma «forma del cuerpo», ha prevalecido en el mundo cristiano hasta nuestros días. La visión semítica de Israel es muy diferente: el ser humano tiene una dimensión no dual, sino integral. Los componentes de la persona humana no están separados, sino que señalan aspectos de un mismo ser: Nefesh no significa alma, sino aliento de vida; el ser humano no tiene nefesh, sino que es nefesh. Basar se refiere a toda la persona, resaltando su dimensión social, pero acentuando al mismo tiempo su aspecto de fragilidad, caducidad y mortalidad. Es la dimensión carnal, corporal; es toda la humanidad abierta a Dios y a la comunidad. Nefesh y basar no equivalen a alma y cuerpo, sino que son dos dimensiones inseparables del ser humano. Ruah significa aire, movimiento, aliento, y se aplica tanto a Dios (Espíritu) como al ser humano. Cuando está la ruah, Yahvé está presente, la persona vive plenamente; cuando se retira, la persona vuelve al polvo. A partir de Daniel 12 y de 2 Macabeos, Israel comienza a profesar su fe en la resurrección de los muertos, es decir, que el ser humano, que muere integralmente (tanto nefesh como basar), es resucitado por la Ruah divina en toda su integridad espiritual y corporal: todo el hombre muere, y todo él resucita, nefesh y basar. Sin embargo, el helenismo penetra en Israel. Hay persecución y martirio, pero, a la larga, se da una helenización del pensamiento hebreo, sobre todo entre los judíos que viven en la diáspora, en parte para inculturar el pensamiento semítico en el mundo griego pagano, y en parte por el impacto de este en Israel. 47 El signo más claro es el libro de la Sabiduría, que nace en el contexto griego de Alejandría y defiende claramente la inmortalidad del alma individual, sin ninguna referencia ni a Daniel ni a 2 Macabeos: «Las almas de los justos están en las manos de Dios, y ningún tormento podrá alcanzarles. A los ojos de los insensatos están bien muertos, y su partida parece una derrota. Nos abandonaron; parece que nada queda de ellos. Pero, en realidad, entraron en la paz. Aunque los hombres hayan visto un castigo, allí estaba la vida inmortal para sostener su esperanza; después de una corta prueba, recibirán grandes recompensas» (Sab 3,1-5). Sin duda, el autor del libro de la Sabiduría quiere acercar el mensaje judío a los no judíos y, para no irritar a los griegos, no habla de resurrección. Recordemos lo que le sucedió a Pablo siglos más tarde, en plena expansión misionera de la Iglesia, cuando, en el areópago de Atenas, no anunció simplemente la inmortalidad del alma, idea que los griegos aceptaban, sino que anunció la resurrección de Jesús. El pueblo se burló de él, y le dijeron que lo escucharían en otra ocasión (Hch 17,32). No es que, en rigor, sea erróneo o herético hablar de inmortalidad del alma, ya que se afirma que no todo el hombre muere, sino que hay esperanza de vida futura, porque Dios es autor y Señor de la vida y de la muerte. Pero no es la formulación más genuinamente hebrea y la que nos permitirá luego hablar de la resurrección de Jesús y de la resurrección de los muertos de forma plena. Para admitir la inmortalidad del alma no es necesario hacer mención de Jesús. La idea de resurrección de los muertos no es una simple especulación filosófica, sino la consecuencia de una serie de hechos (crisis del conceptode que Dios premia a los buenos y castiga a los malos en esta vida; tristeza producida por la idea del sheol...) y, sobre todo, de la convicción profunda de que Dios es Señor de la vida y de la muerte, que su relación con Él es más fuerte que la muerte, y que Dios no puede dejar abandonados en la oscuridad del sheol y alejados de Él a quienes han vivido y han muerto confiados en Él y en su amor. El lento camino de Israel hasta llegar a la resurrección representa, de alguna manera, las etapas que hemos de recorrer todos, desde la percepción del escándalo de la muerte, desde la experiencia dolorosa de separación, que tanto se asemeja a la caída en el vacío de la nada, hasta tener la esperanza de una vida más allá de esta vida, esperanza 48 que toda persona humana comparte en lo más profundo de su ser. En la pedagogía divina, la resurrección es una respuesta a los deseos más profundos de la humanidad, aunque los desborda y supera [17]. Sería triste que la luminosa y esperanzadora idea de la comunión con Dios por la resurrección futura de los muertos –una convicción que tardó siglos en abrirse camino en Israel, que conllevó numerosos mártires y alimentó la esperanza de los pobres y de las víctimas– fuera opacándose de nuevo y reduciéndose a la idea filosófica griega de la inmortalidad del alma. Habría que examinar si las catequesis, las homilías con ocasión de celebraciones eucarísticas por los difuntos y la pastoral en general dejan bien clara la convicción creyente en la resurrección de los muertos frente a la de la inmortalidad del alma. 49 6. La esperanza escatológica del Nuevo Testamento Nos toca ahora conservar los contenidos básicos de Israel en los que se integra Jesús de Nazaret, pero superándolos y elevándolos a un plano superior en Cristo, en quien se cumplen las promesas. 50 La expectativa mesiánica del Reino en tiempos de Jesús El centro de la predicación de Jesús es el Reino de Dios (Mc 1,15), un Reino anunciado por los profetas, pero que en Jesús se acerca y comienza a hacerse realidad. El Reino de Dios, largamente meditado y gestado en sus treinta años de vida oculta en Nazaret, no solo es la clave de la predicación y la praxis de Jesús, sino la respuesta a las expectativas mesiánicas y escatológicas de sus contemporáneos. En efecto, desde los Macabeos, el Reino era el horizonte de las expectativas mesiánicas de Israel. Los fariseos unían la llegada del Reino al cumplimiento de la ley y creían en la resurrección de los muertos. En cambio, los saduceos y la clase sacerdotal no creían en tal resurrección ni en el Reino futuro: Dios no interviene en la historia. El grupo de los esenios, que tenía una gran sensibilidad escatológica, esperaba la llegada del Reino de modo ascético e intimista, para lo cual se alejaban del mundo y del templo, practicaban un pacifismo no violento y esperaban el triunfo del bien sobre el mal. Había otro grupo insurreccionista que defendía la llegada del Reino con la violencia armada... y con la ayuda de Dios. Para ellos el Reino suponía la liberación del Imperio romano. Estos grupos, que nacen en Galilea, serán los que provocarán la guerra contra Roma en el 44 d. C.: son los zelotes, que no existían como tales en tiempos de Jesús. En todos estos grupos, menos el de los saduceos, se respiraba un clima apocalíptico, esperando que Dios pusiera fin a esta situación histórica e hiciera triunfar el futuro «eón», un nuevo tiempo, con la presencia del Hijo del hombre. Se comprende la expectación mesiánica que causó Jesús al afirmar que el Reino de Dios estaba cerca: se acercaba el momento del juicio final, del triunfo del bien sobre el mal, de la resurrección de los muertos, de los nuevos cielos y la nueva tierra. Jesús no predica sobre la Iglesia, ni solo sobre Dios, sino sobre el Reino de Dios (unas cien veces en los sinópticos). La predicación de Jesús estuvo precedida por la de Juan el Bautista, verdadero profeta escatológico del Reino, con rasgos muy ascéticos y duros no solo en su vida personal, sino también en su praxis pastoral. Incitaba a la conversión y a la penitencia como preparación al Reino de Dios, pero con amenaza de castigos y condenas. Jesús, que fue bautizado por Juan, asumirá la clave del Reino, pero desde otra perspectiva. A Juan le preocupaba, sobre todo, el pecado; a Jesús le conmueve el 51 sufrimiento del pueblo por su situación de exclusión social y religiosa: son como ovejas sin pastor. 52 CARACTERÍSTICAS DEL REINO ANUNCIADO POR JESÚS Jesús comienza su predicación anunciando el Reino de Dios (Mc 1,15), el Reino de los cielos (Mt 4,17), un Reino que está cerca, pero que se consumará al final de los tiempos. Veamos sus características [18]. El Reino es buena noticia El comienzo de la predicación de Jesús es el Reino de Dios: «el tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca, convertíos y creed en la buena noticia» (Mc 1,15 y paralelos). El evangelista Juan, por su parte, casi no habla del Reino, sino de la gloria que se manifiesta en Jesús y de la vida. Jesús no predica sobre la Iglesia, ni directamente sobre sí mismo, ni solo sobre Dios, sino sobre el Reino de Dios: ni un Dios sin Reino (tentación de las «derechas») ni un Reino de Dios sin Dios (tentación de las «izquierdas»). Jesús no se inventó la expresión «Reino de Dios», que tenía raíces veterotestamentarias: en el Antiguo Testamento se dice que Dios es rey, que Dios reina; es el rey del universo, rey de Israel y de todas las naciones; el Señor reina y gobierna la historia y la tierra, ejerce su dominio de mar a mar: Sal 96-99; 150... Israel, que había sido liberado por Dios de Egipto y esperaba que los reyes le condujesen a una situación de libertad y bienestar, acabó apartándose de Yahvé, sufrió el destierro y, tras regresar de este, padeció las invasiones extranjeras por parte de Grecia (Alejandro Magno) y de Roma. El pueblo sufría opresión y pobreza y se preguntaba dónde estaban las promesas de Dios. Los profetas mantenían la esperanza del pueblo; pero el pueblo, perplejo e inquieto, se pregunta: ¿dónde está Dios?; ¿dónde quedan sus promesas?; ¿se ha olvidado de nosotros? Jesús reinterpreta y reformula este mensaje y lo convierte en el centro de su predicación y de su actuar: el Reino de Dios, Basileía toû Theoû. Esta expresión responde a las aspiraciones más profundas de Israel. Jesús sorprende al decir que el Reino de Dios está cerca, que llega, que ya ha llegado; que se manifiesta como victoria sobre el mal y sobre Satán, como defensa de la dignidad de las personas y de la vida, como liberación de cuanto oprime y esclaviza. 53 Jesús no se dirige directamente a los sacerdotes, sino al pueblo de Galilea pobre y oprimido. Este Reino no es algo puramente interior y espiritual, aunque llega al corazón y está dentro de nosotros. Ni es algo puramente para el más allá. Es algo integral, que comienza ya en la historia presente. Por eso el Reino se expresa en sanaciones y curaciones: «Contad a Juan lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y se anuncia a los pobres la buena noticia» (Lc 7,22-23). Este Reino es un misterio que solo se puede explicar a través de parábolas y de signos, como curaciones y milagros. Es la respuesta a todas las aspiraciones y deseos más profundos del pueblo, la realización de las utopías de Israel. El Reino es inseparable de Jesús El Reino es inseparable de la persona de Jesús, aunque desborda a este y es más amplio que él. Jesús es Jesús «de Nazaret», un pueblo cuyo nombre no figura en todo en el Antiguo Testamento, situado en Galilea, región pobre y despreciada, considerada como medio pagana («Galilea de los gentiles»), ruda, campesina, ignorante, levantisca y con un dialecto propio. El Hijo de Dios no solo se ha encarnado y hecho hombre, sino que se ha encarnado y ha vivido treinta años en Nazaret, pero no al estilo davídico, sino nazareno: pobreza, sencillez, vida de campesino y obrero manual, consciente de la opresión romana (impuestos,ejecuciones...), en solidaridad con los de abajo, en actitud de oración y confianza en Dios, de apertura a su Padre, discerniendo lentamente su plan de salvación, el proyecto de un Dios Padre compasivo, amigo de la vida, misericordioso, que se conmueve ante el sufrimiento del pueblo, que opta por los pobres; un Dios muy diverso del Dios que predicaba Juan el Bautista, el cual insistía en hablar del pecado, del juicio, del castigo, de la ira de Dios, amenazando con que «el hacha ya está puesta en la raíz»... El Reino es comunión Para comprender esta dimensión hemos de remontarnos al misterio Trinitario que se nos ha revelado a través de Jesús: una comunidad de amor que brota del Padre, el cual engendra al Hijo en el Espíritu. Pero esta Trinidad, misterio de vida y de amor, no se 54 mantiene encerrada en sí misma, sino que quiere comunicarse, abrirse al mundo, para que todos participen de su vida. En función de este proyecto se sitúa la creación, la elección de Israel, la venida de Jesús y del Espíritu. Es lo que Jesús formulará como el «Reino de Dios»: formar una comunidad de hijos/as del Padre por Cristo en el Espíritu, lo cual supone vivir la fraternidad como fruto de la filiación Desde esta perspectiva, todas las acciones de Dios en la historia se orientan a este proyecto del Reino de comunión; y la forma concreta de vivirlo y expresarlo es la comunidad. Por eso, Dios actúa en la historia de salvación suscitando comunidades: la comunidad del Pueblo de Dios de Israel y la comunidad de la Iglesia, como signo y expresión de lo que Dios quiere hacer con toda la humanidad y con toda la creación. Para realizar el proyecto del Reino que es comunión, Jesús viene a reunir a los hijos dispersos del Pueblo de Dios (Jn 12,52). Elige a los Doce como símbolo del nuevo pueblo de Dios; exhorta al amor, la comprensión, la solidaridad, el perdón y la misericordia como señales del Reino. Y, finalmente, la Iglesia nace en Pascua- Pentecostés como la comunidad alternativa del Reino. Esto es lo que Pablo llamará «pueblo convocado por el Padre», «cuerpo de Cristo», «templo del Espíritu». Por eso, el símbolo más común y profundo del Reino es la comida compartida y fraterna, el banquete con el pueblo, con los pecadores, con los pobres, con los suyos. Y el sacramento central de la Iglesia es la eucaristía, la comida que anticipa el Reino escatológico futuro y compromete a los cristianos a actualizarlo en la historia. Aquí se inserta también la dimensión ecológica: el cosmos se orienta a esa tierra nueva y esos cielos nuevos; forma parte del Reino, del proyecto integrador, holístico y comunitario del Padre. Por eso el cosmos gime con dolores de parto, hasta que se revele la libertad de la filiación y la fraternidad plenas (cf. Rm 8,18-23). El Reino de Dios es victoria sobre el pecado y llamada a la conversión El Reino de Dios que aparece en los evangelios no es simplemente la satisfacción de todas nuestras aspiraciones, sino algo bastante polémico: la lucha contra el Anti-reino, contra el reino del maligno; el enfrentamiento al pecado como estructura dominante, al mundo como sistema injusto, a la muerte, a lo que bíblicamente se llama «el pecado del mundo». 55 El Reino se manifiesta como exorcismo, como triunfo sobre Satán, sobre los poderes del mundo, sobre el pecado. En los evangelios se expresa a través de los exorcismos de Jesús, de las expulsiones de demonios (Lc 11,15; Mt 12,27), que muestran que el Reino de Dios ya ha llegado, que el reino de Satán se tambalea (Lc 11,14-22) y que el dedo de Dios ya está actuando (Mc 3,27; Lc 11,20). Jesús vence al maligno, y por eso puede perdonar pecados (Mc 1,1-12). Por consiguiente, entrar en el Reino implica una conversión, metánoia (Mc 1,15), un cambio de mentalidad y de costumbres, para acercarse al proyecto comunitario del Padre, a la fraternidad y la filiación. Y esta conversión ha de ser personal, pero también estructural, porque el pecado personal cristaliza en estructuras de pecado, concretamente en estructuras injustas que rompen la comunión y excluyen a grandes mayorías. Ya los profetas de Israel insistían en esta lucha contra la injusticia. El pecado es haber dejado al Dios vivo por dioses muertos, por el dinero, el poder y el placer, lo cual conduce a la opresión y la pobreza de los hermanos. La idolatría genera víctimas. Israel acabó teniendo no solo pobres, sino esclavos. De ahí nace la verdadera espiritualidad: «el ayuno que Dios quiere es soltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, partir el pan con el hambriento, hospedar a los pobres y vestir al desnudo» (Is 58,6-7). El Reino que anuncian los profetas es un Reino de justicia, donde el Espíritu transformará los corazones injustos (Ez 36,36; Jl 3), y el Mesías será ungido por el Espíritu para practicar el derecho y la justicia con los pobres (Is 11,4) y anunciar la buena nueva a los que sufren injustamente (Is 61). Entonces se manifestará la gloria del Señor (Sal 85,10-14; 96,4-5). Jesús llama a la conversión y ve en las riquezas el gran obstáculo al Reino de los cielos. Las riquezas, que parecen darnos seguridad, dividen nuestro espíritu, nos hacen insensibles ante los que sufren y nos cierran el corazón a Dios y a la oración. Por eso los sectores poderosos y ricos de Israel se opondrán a Jesús y provocarán su muerte. El Reino es misericordia con los marginados El Reino es señal de que ha llegado la gracia y la misericordia de Dios, de que Dios realmente salva. Es la hora de la salvación definitiva y última de Dios, porque Dios es salvación y gracia. Con Jesús ha llegado la gracia, ha aparecido la gracia y la benignidad de Dios para todos (Tit 2,11). El Reino que Jesús anuncia se diferencia del de Juan el 56 Bautista, que amenazaba con castigo y con fuego (Lc 3,7-19). Ya en el Antiguo Testamento se anunciaba esta revelación de la gracia: el Dios del Éxodo es el que escucha el clamor del pueblo en Egipto (Ex 3), el Dios que salva al pueblo del exilio de Babilonia, el Dios que en la historia de salvación hace justicia al pobre, ejerce el derecho con el indigente, da pan al hambriento (Gn 18,23-33); la justicia de Yahvé no es la que condena, sino la que salva de la injusticia, como los jueces de Israel. Dios es el padrino, el goel, el protector de quien no tiene quien le proteja. Esta será la justicia del Mesías futuro (Is 11; Is 61): el día de Yahvé será día de gracia y misericordia Jesús se sitúa en la línea profética de Is 61 en su predicación programática de Nazaret (Lc 4,18), poniéndose de parte de los marginados: pecadores públicos (publicanos, mujeres de la vida, pastores, aduaneros, usureros...), pequeños (ignorantes de la ley, sencillos y simples, niños), enfermos (leprosos, ciegos, sordos, mudos, cojos, paralíticos, epilépticos, todo tipo de enfermos), cismáticos y herejes como los samaritanos y los paganos (el centurión, la cananea), mujeres, despreciadas en Israel, pobres de todo tipo, hambrientos, gente indigente y en peligro... Jesús come con ellos, para escándalo de los fariseos (Lc 15,1), y los sienta a la mesa del Reino (Mt 9,10s); les favorece con milagros, como signo de que el Reino ya ha llegado (Lc 7,22); los defiende (Mt 19,13); les hace objeto de su preferencia (parábolas de la misericordia: Lc 15); les llama «bienaventurados», porque ellos son los primeros beneficiarios del Reino (Lc 6; Mt 5); declara que a ellos se les revelan los misterios del Reino (Lc 10,21); se identifica con ellos y los constituye en criterio del juicio y auténticos jueces al final de la historia (Mt 25,32-45). Todo eso lo hace para mostrar que ha llegado el tiempo de la gracia, de la misericordia, del perdón de Dios, del hesed divino, porque Dios es bueno. Es la manifestación del amor incondicionado y totalmente gratuito de Dios, que nos amó primero cuando éramos pecadores (Rm 5,8), que ama a los no que nadie ama y sufre al ver a sus hijos excluidos del banquete de la historia; que siente cómo se le conmueven las entrañas de compasión, como al padre del hijo pródigo,como al buen samaritano, cuando ve cómo padece el pueblo. Esta opción prioritaria por los pobres es la expresión simbólica del rostro misericordioso del Abbá de Jesús, que se conmueve ante el sufrimiento de sus hijos: el Padre es rico en misericordia (Ef 2,4). 57 El Reino es conflictivo Ya vimos que el Reino de Dios se enfrentaba al Anti-Reino; que el Reino de Dios era exorcismo y victoria sobre Satán. Ahora vamos a ver el Reino desde la clave del mesianismo, desde la misteriosa muerte y pascua de Jesús. Los cantos del Siervo de Yahvé anunciaban un Mesías diferente: «no voceará ni clamará, ni quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo vacilante» (Is 42); «será azotado y abofeteado» (cf. Is 50,4s), «despreciado, sin belleza, varón de dolores, cargado con nuestras culpas...; pero verá una descendencia numerosa y tendrá un gran botín» (cf. Is 53,1s), «destinado a ser luz de las naciones y salvación de los pueblos» (Is 49). Tras una primera etapa de éxitos de Jesús, pronto comienza el conflicto, la llamada «crisis galilea»: – los sacerdotes y los fariseos se escandalizan de sus críticas al templo, a la religión establecida, al fariseísmo, a la teocracia judía: come con pecadores, critica a los ricos y expulsa a los mercaderes del templo; – los que buscaban una revolución política se decepcionan, porque Jesús no empuña las armas; – también quedan decepcionados los partidarios del tremendismo apocalíptico, que deseaban hacer llover fuego del cielo sobre los injustos. Todo esto le llevará a la muerte, culminación del pecado del mundo y expresión máxima, por parte de Jesús, de su amor a la humanidad hasta el final (Jn 13: lavatorio de los pies). Es la lucha suprema entre el Reino y el anti-Reino, la hora de las tinieblas (Lc 22,53); pero es la hora de Jesús, cuando el príncipe de este mundo es expulsado y Jesús de Nazaret es elevado y exaltado en la cruz y todo lo atrae hacia sí (Jn 12,31-32). Es su bautismo existencial (Mc 10,38; Lc 12,50), el momento en que bebe el cáliz de la pasión en obediencia al Padre (Jn 18,12). Jesús muere sin saber lo que será del Reino, pero confía en el Padre, entrega su Espíritu al Padre y al mundo. El Reino es utopía y gozo escatológico El Reino tiene en sí mismo una dimensión de gozo, de buena nueva, de triunfo definitivo de Yahvé sobre el pecado y la muerte. Es la nueva creación. Ya los profetas lo habían anunciado con imágenes simbólicas y poéticas: un Reino protegido, sin peligros, con murallas (Is 26,1s), un Reino sin guerras: de las lanzas se 58 harán podaderas (Is 2,2-4); un Reino sin desiertos, con agua, vergeles y bosques, donde brotarán torrentes en la estepa (Is 29,17s; 35,1s); un Reino donde no habrá lágrimas ni escasez de pan, sino abundancia, lluvia y tierra fértil (Is 30,17s); un Reino de consolación y gozo, sin caminos tortuosos (Is 40,1s); un Reino de vigor y juventud, sin cansancio ni vejez (Is 40,25s); un Reino sin mujeres estériles ni abandonadas (Is 54,1s); un Reino donde no habrá extranjeros, sino ciudadanos (Is 56,1s); un Reino de festines y banquetes grasos y vino abundante (Is 56,1-2; 25,6); un Reino donde habrá un cielo nuevo y una tierra nueva (Is 65,17); un Reino donde no habrá niños que mueran al poco de nacer, ni ancianos que mueran antes de los cien años (Is 65,20); un Reino donde los trabajadores construirán casas y plantarán viñas no para otros, sino para ellos mismos (Is 65,21-22); un Reino donde el lobo y el cordero pacerán juntos, y el león comerá paja con el buey (Is 65,25); un Reino, en fin, sin dolor, ni esclavitud, ni opresión, ni muerte (Is 25,7s). Este Reino es el que se anticipa en los milagros de Jesús. Es una nueva creación, un nuevo génesis, un nuevo paraíso. Es tiempo de salvación y de gracia (Lc 2,25; Mt 5,4; Lc 6,24). Es lo que llamamos «el cielo». Este Reino, como luego veremos, comienza con la Resurrección de Jesús y la efusión del Espíritu. Esta dimensión gozosa y escatológica del Reino se recoge en el Apocalipsis: nueva Jerusalén, lugar sin dolor ni oscuridad, novia enjoyada, ciudad de luz de y riqueza, tierra nueva y cielos nuevos (Ap 21). Y, sin embargo, no ha llegado el Reino definitivo: todavía estamos en tiempo de prueba, de conversión, de vigilancia, de espera, de oración, de esperanza; hemos de poner en juego los talentos recibidos; tener las lámparas encendidas, como las jóvenes vírgenes prudentes; acoger al Señor en los pobres (Mt 25). Todavía estamos en camino, somos peregrinos, vivimos en tiempo de pasión y de cruz, con dolores de parto, hacia el nuevo Reino. Porque el Reino no es construcción simplemente humana, sino que supera todas las posibilidades del hombre; no se identifica con el progreso material, sino que es don de Dios que hemos de pedir que venga a nosotros. Y su venida está unida al Espíritu: hay que pedir que venga el Espíritu, que es el único capaz de realizar el Reino, de transformar y transfigurar la realidad, nuestros corazones, la sociedad, el mundo, el cosmos, toda la creación. 59 Existe una tensión entre el presente y el futuro. Jesús habla de la cercanía del Reino, que ya está en medio del pueblo, dentro de sus corazones; pero, al mismo tiempo, señala la dimensión futura y escatológica del Reino, cuyo cumplimiento está en manos del Padre. Existe tensión entre promesa y cumplimiento, entre el «ya sí» y el «todavía no». El Reino no se agota en Jesús, el Reino es escatológico; Jesús no es la personificación del Reino, sino el comienzo del Reino, que va más allá de él. En un mundo donde hay tanto sufrimiento y opresión, el Reino es una esperanza, no una evasión; es compromiso con la realidad, no alienación. 60 7. El misterio pascual 61 Muerte y resurrección de Jesús [19] La esperanza escatológica cristiana está ligada al misterio pascual de Jesús, a su muerte y resurrección. Con Jesús resucitado comienza la escatología cristiana, lo definitivo (el éschaton); más aún, él es el definitivo y último fundamento de nuestra esperanza (éschatos); «Jesús es nuestro cielo», como afirma Agustín. Como hemos visto, el Reino de Jesús es conflictivo: se enfrenta tanto a la teocracia judía, es decir, al poder religioso corrupto de Israel (templo, sacerdotes, escribas y fariseos) como a la paz romana del imperio (Pilato y Herodes). Unos lo consideran blasfemo por proclamarse el Hijo del Dios altísimo; los otros lo consideran subversivo por proclamarse rey y, por tanto, enemigo del César. Como ya hemos visto, Jesús, que al comienzo triunfó entre el pueblo, sobre todo entre el pueblo sencillo, pronto comprendió que su proyecto del Reino estaba bloqueado y que no iría adelante (la crisis de Galilea). Comienza entonces a formar a sus discípulos y a anunciarles su pasión, el bautismo existencial de su muerte (Mt 16,21; Mc 8,31; Lc 9,22; 12,9; 14,37), pero siempre con la esperanza de la resurrección. Tampoco los discípulos comprendían estas predicciones de Jesús, el cual llama a Pedro «Satanás», por tratar de impedir su proyecto pascual (Mt 16,22-23). No es fácil conocer a ciencia cierta lo que pensaba Jesús del futuro, de la escatología. Por una parte, participaba de la visión apocalíptica de sus contemporáneos. Mc 13 nos conserva un sermón apocalíptico de Jesús (destrucción de Jerusalén, fin del mundo, parusía o venida del Hijo del hombre...) que, evidentemente, hay que interpretar conforme a las reglas de este género literario [20]. Hay textos que parecen indicar que Jesús creía que esta escatología final era algo próximo, mientras que en otros pasajes aparece que la llegada del Reino es algo misterioso y cuya fecha está en manos del Padre (Hch 1,7). En este sentido, Jesús habla del juicio final y de la resurrección de los muertos como de algo que debe llevar a sus discípulos a vigilar y a convertirse (Mt 25). Pero en el evangelio de Juan tenemos una misteriosa manifestación teofánica o revelación de Jesús que supone una gran novedad con respecto a la expectativa judía: frente a Marta, que profesa su fe en la resurrección de los muertos, Jesús proclama solemnemente:«Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya 62 muerto, vivirá» (Jn 11,25). En este sentido, la resurrección de Jesús anticipa la resurrección de los muertos, es su primicia. Una visión poco idealista y poco encarnada sobre Jesús no acepta fácilmente el realismo de la pasión, su angustia en Getsemaní ante la proximidad de la muerte, su oración confiada en su Padre en medio de la oscuridad (Lc 22,39-46). En realidad, Jesús se siente fracasado: no ha podido implantar el Reino, ha sido rechazado, se ve sumido en la confusión y la oscuridad, abandonado por el Padre...; pero confía en que el Padre llevará su causa adelante y que, un día, el Reino será una realidad (Lc 23,46). Es el «siervo de Yahvé», que muere cargando con los pecados de su pueblo; pero su muerte será fuente de luz y de salvación para todos (Is 53,10-12). Juan nos presenta la pasión a luz de la Pascua, tratando de mostrar que la exaltación de Jesús comienza ya en su muerte (Jn 12,32) y que, al expirar, entrega no solo su espíritu al Padre, sino el Espíritu al mundo (Jn 19,30), simbolizado luego por el agua y la sangre que brotan de su costado abierto por la lanzada del soldado (Jn 19,33-34). Mateo describe en la muerte de Jesús señales apocalípticas que demuestran que el final ya ha comenzado: el sol se oscurece, algunos muertos resucitan, el velo del templo se rasga (Mt 27,51-53). 63 El descenso de Jesús a los infiernos La tradición bíblica sitúa el descenso de Jesús a los infiernos como primera manifestación de la resurrección (1 Pe 3,18-20), y el credo ha mantenido esta afirmación a pesar de la extrañeza que produce a la mentalidad moderna la referencia a los infiernos y de la confusión que se da para muchos entre los infiernos (el sheol) del Antiguo Testamento y el infierno (la gehenna) de la tradición judeo-cristiana. Tampoco podemos entender este descenso de Jesús a los infiernos como el descenso de su alma bendita al sheol antes de unirse a su cuerpo del sepulcro para resucitar. Apocalipsis 1,18 es muy claro: «Estuve muerto, pero ahora vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y de su reino (o del Hades)». Frente a las representaciones iconográficas occidentales de la Resurrección que presentan a Jesús saliendo del sepulcro ante el desconcierto de los soldados, que caen despavoridos (Mt 27,65-66), el Oriente cristiano representa el icono de la Resurrección como el descenso de Jesús a los infiernos, o sheol, lleno de luz y blancura, mientras levanta del abismo a Adán y a Eva. Esto simboliza que Jesús abre las puertas del sheol y de su oscuridad mortal, ya que él posee las llaves de la muerte, pues él es la Resurrección y la vida. La resurrección de Jesús es el fundamento de la escatología, de la esperanza cristiana, del cielo. 64 La resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento Los relatos evangélicos de las apariciones de Jesús (Mt 28, Mc 16; Lc 24; Jn 20-21) no pretenden ser informaciones documentales (hay discrepancias e incluso contradicciones entre ellas), sino catequesis de testigos que dan testimonio de la Resurrección de Jesús. Hay que leerlas dentro de su género literario propio; no es un video de lo que sucedió. La resurrección es un misterio; es la irrupción de la eternidad y la escatología en nuestro mundo histórico; es algo que supera nuestras coordenadas espaciotemporales. Por eso puede afirmarse que la resurrección de Jesús es algo real, pero que está más allá de nuestros límites históricos. Ningún camarógrafo habría podido captarla... ¿Qué es lo que las apariciones nos quieren comunicar? – Que el Padre, por medio del Espíritu, ha resucitado a Jesús; es decir, que el crucificado ha sido levantado de la muerte y está para siempre con Dios, es el juez escatológico de vivos y muertos. – Que con la resurrección comienza el fin, la escatología: el pecado ha sido perdonado, hemos sido salvados, la muerte ha sido vencida, hay esperanza. – Que el Padre ha dado la razón a Jesús de sus opciones durante su vida (por los pecadores, los enfermos y los pobres...) y que la verdad de Jesús ha prevalecido sobre el juicio de Caifás y de Pilato, que es reparado por el Padre. – Que el Resucitado es el mismo que el Crucificado, no otro; pero que vive una vida nueva. No la misma vida que había vivido antes (como en el caso de Lázaro), sino una vida gloriosa y transfigurada, incorruptible. Por eso, en las diversas apariciones los discípulos no reconocen a Jesús de inmediato, sino luego de que él les hable y les recuerde su vida de antes: pesca milagrosa, comidas compartidas, anuncios de su pasión y resurrección, vida en Galilea, las profecías del Antiguo Testamento, sus llagas... Hay continuidad y transformación. – Que, dado que Jesús vive una vida nueva, su resurrección no puede ser captada sino por la fe. Los ojos de los discípulos han de ser iluminados por el Espíritu; necesitan que Dios les dé unos ojos creyentes para poder «verlo». Son unos ángeles los que anuncian que Jesús ha resucitado; es decir, la resurrección ha de ser revelada. Por eso, algunos no creen y dudan... 65 – Que esta novedad es fuente de alegría para los discípulos y debe ser anunciada a toda la humanidad. – Que la resurrección es el comienzo de la plenitud del Reino, de la filiación y la fraternidad de todos y todas; su Padre es nuestro Padre, y todos/as somos hijos/as y hermanos/as. El Reino de Dios sigue adelante; la causa de Jesús sigue, pero sigue porque Él ha resucitado. Estos relatos pascuales de las apariciones de los evangelios son posteriores a los textos paulinos, concretamente a 1 Tes 4,13.-18 y, sobre todo, al gran texto de 1 Cor 15, donde se enuncia una serie de principios de fe: – Cristo resucitó y es la primicia, el primero que resucita de los que duermen, es decir, de los muertos; Jesús ha resucitado por nosotros (cf. Rm 4,25). – Así como por Adán vino la muerte, así por Jesús –el nuevo Adán, lleno del Espíritu– vienen la resurrección y la vida. – Hay testigos de esta resurrección: Pedro y los doce; luego, 500 hermanos; y, finalmente, el mismo Pablo. – Porque el Mesías resucitó, hay resurrección de los muertos; y si los muertos no resucitasen, significaría que Jesús no ha resucitado. – Si Jesús no hubiese resucitado, seríamos los más infelices de todos los hombres; tendríamos que decir: «comamos y bebamos, que mañana moriremos...» – El cómo de la nuestra resurrección de entre los muertos es un misterio inabarcable, y es necedad querer comprenderlo ahora. Después de Pentecostés y de la venida del Espíritu, la Iglesia anunciará esta gran novedad de la resurrección de Jesús. Todos los Hechos de los Apóstoles, desde la primera predicación de Pedro (Hch 2,14-41), son un testimonio de que Jesús no se ha corrompido en el sepulcro ni ha sido retenido en el sheol, sino que Dios lo ha resucitado a una vida nueva: una vida que el Espíritu nos comunica a nosotros por la fe y los sacramentos, comenzando por el bautismo. La Iglesia nace en la Pascua, es fruto de la resurrección de Jesús y del don del Espíritu. De esta gran esperanza vive la Iglesia. 66 8. Escatología colectiva Antes de reflexionar sobre la esperanza personal del cristiano en el más allá, hemos de reflexionar sobre la dimensión comunitaria o colectiva de la escatología, tal como aparece en la Palabra de Dios. 67 La Parusía Podemos comenzar diciendo que la consumación de la historia y de la creación es tan misteriosa que necesitamos varias expresiones para representarla de algún modo. Se habla de «Parusía»; de la venida y la manifestación, o Epifanía, del Señor; del Fin del mundo; del Juicio universal; de la Resurrección de la carne o de los muertos; de la Nueva creación; de la Vida eterna; del último día; de lo definitivo, apocalíptico y escatológico (éschaton); del Día del Señor. Todas estas expresiones son convergentes y apuntan a una misma realidad que nosotros consideramos desde sus diversos aspectos complementarios. La Parusía hace referencia a la venida y presencia de Jesús en el último día paraconsumar la historia de salvación (Mt 10,16.25; 19,28) La palabra «parusía» significaba en el lenguaje de la época la llegada del Emperador o de un Rey a un lugar. En el lenguaje cristiano, «Parusía» equivale a lo que se profesa en el Credo: que Cristo «está sentado a la derecha del Padre y de nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin». Esta venida gloriosa de Cristo es una venida salvífica y misericordiosa. La impresionante pintura de Miguel Ángel sobre el juicio final, en la Capilla Sixtina del Vaticano, no representa realmente la genuina y auténtica fe de la iglesia en la Parusía, sino que expresa la ideología y las convicciones de una época marcada de forma muy sesgada por la pastoral del miedo. No se conoce la cronología de este día, ni tampoco parece Jesús preocupado por determinar el día y la hora. La Iglesia primitiva lo esperaba como algo bastante inminente, pero sin angustia, porque creía que lo definitivo, la salvación, ya había acontecido con la Resurrección de Jesús y se celebraba en la eucaristía con la petición «Ven, Señor Jesús» (maranatha). La Parusía de Jesús, su venida gloriosa, era más bien un motivo de vigilancia, de conversión y de esperanza y gozo: finalmente, el bien y la justicia triunfarán sobre el mal de este mundo. Es el «sí» y el «amén» a la creación y a la gloria de Cristo. Las señales de la proximidad de la venida gloriosa del Señor están descritas con un lenguaje y un género literario típicamente apocalípticos: enfriamiento de la fe; difusión del evangelio a todas las naciones; presencia del Anticristo, que simboliza los poderes 68 del mal opuestos al Reino de Dios; oscurecimiento del sol y caída de las estrellas; etc. (Mt 24; 1 Tes 5). La Biblia no quiere darnos ninguna explicación científica del fin del mundo (¿entropía? ¿explosión?...) Estos signos no son cronológicos, sino escatológicos; salvíficos, no científicos. El juicio final tampoco debe ser visto de forma angustiosa o terrorífica, como hace el canto medieval del Dies irae... El juicio de Dios (safat) es salvífico, juzga y salva; es un juicio para la salvación, para la victoria definitiva de Jesús. No podemos ver en Dios la justicia y la misericordia como dos actitudes diferentes y contrapuestas: la justicia de Dios es la misericordia, y la misericordia es la plenitud de la justicia. La misericordia es lo que refleja la esencia del Dios bíblico; más aún, Dios es amor y misericordia infinita, Jesús es el rostro misericordioso del Padre [21]. En realidad, el juicio no juzga, sino manifiesta la actitud humana; el que cree no es juzgado (Jn 5,24); el que no cree y no ama al hermano ya está juzgado (Mt 25,31-45). Es aquí y ahora cuando la persona se define ante Dios. De ahí la importancia de la decisión libre y personal: es ahí donde se juega el destino futuro. Es nuestra actitud frente a los pobres y marginados la que será decisiva en el juicio. Los últimos (eschatói), serán nuestros jueces en el día del juicio. 69 La resurrección de los muertos La resurrección de los muertos ha de entenderse, dentro de la fe de Israel, como una confirmación de dicha fe: Dios es el Dios de la vida (Mt 22,32) y, por tanto, también de la muerte; no abandona a los suyos. Ser resucitado en el último día equivale a tener vida eterna, no acabar encerrados y olvidados en el sheol. Jesús es la resurrección y la vida (Jn 11,25), ha venido para darnos vida (Jn 10,10; 3,16; 10, 27), y una vida que es eterna (zoē). Mientras que Juan (Jn 5,28-29) y Hechos (Hch 23-24) hablan de resurrección de justos y pecadores, Pablo habla únicamente de resurrección de los justos: 1 Tes 4 y 1 Cor 15. Sin resurrección no hay salvación: la salvación es encarnada y escatológica, y Cristo es la primicia de los que duermen. Si Cristo no ha resucitado, tampoco hay esperanza de resurrección. El cuerpo humano pasará de cuerpo mortal, somático y psíquico, a cuerpo espiritual, pneumático, glorioso, como el de Cristo. La dimensión de personalidad corporativa de Israel permite entender la estrecha solidaridad entre Cristo y los miembros de su cuerpo. La resurrección de Jesús no es solo individual: es corporativa, comunitaria, colectiva, universal, para todos. Todos formamos el Cuerpo total de Cristo. Nuestros mismos cuerpos humanos resucitarán. Hay identidad entre el cuerpo somático-psíquico y el cuerpo resucitado, una identidad que va más allá de huesos y tendones..., como hay identidad entre el Jesús de Nazaret y el Señor glorioso resucitado. Hay continuidad y transformación La resurrección de los cuerpos no debe entenderse desde una antropología dualista (cuerpo/alma), sino desde una antropología unitaria, integral, que, junto con la creación, es el comienzo de una nueva humanidad. Es una resurrección escatológica, el comienzo de la escatología, del cielo. Queda claro, pues, que la resurrección de los muertos no equivale a la inmortalidad del alma; ni la muerte de Sócrates como liberación del alma equivale a la muerte y resurrección salvífica de Jesús. En la resurrección de los muertos que profesa la fe cristiana, lo que sobrevive no es el alma inmortal, sino la persona humana entera en toda su sustantividad, y ello por obra y gracia de la resurrección de Cristo y de su Espíritu. 70 Como dice Pablo, el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos es el que resucitará nuestros cuerpos (Rm 5,11). La resurrección es obra del Espíritu, del nuevo Adán lleno de Espíritu que es Jesús resucitado (1 Cor 15,45). 71 La nueva creación Frente a una visión demasiado antropocéntrica de la historia, la revelación incluye la dimensión cósmica en la historia de la salvación. La resurrección final incluye todo el cosmos; la tierra, que actualmente está con dolores de parto, será finalmente liberada (Rm 8,19-22); todo se recapitulará en Cristo; habrá unos nuevos cielos y una nueva tierra (Ap 21,1-4; 2 Pe 3,13), como ya habían anunciado los profetas (Is 65,17; 66 22), y el mar desaparecerá (Ap 21,1), ya que el mar simboliza los poderes del mal y de la muerte, el abismo sin fondo. No podemos comprender en qué consistirá esta nueva tierra: eso supera nuestra imaginación y nuestra razón. Pero sí podemos intuir que esa nueva tierra estará en sintonía con los nuevos cuerpos gloriosos, llenos de Espíritu, conforme al cuerpo del Resucitado. Permanecerá toda la belleza primordial de la creación: mares y ríos, bosques y selvas, pájaros y flores...; en cambio, desaparecerá todo lo que sea corrupción y contaminación. Como anunciaban los profetas, el lobo y el cordero pacerán juntos, el león estará junto al buey, el niño jugará con la víbora (Is 11,6-8). Esta dimensión escatológica de la creación es contraria a cualquier tipo de dualismo espíritu-materia, a todo maniqueísmo cósmico, a toda visión de la tierra como ilusión o engaño. Una visión cristiana de la creación y de la encarnación lleva a ver la tierra como el contexto natural del ser humano, su hábitat, su casa común. Dios no destruye su obra; la transforma, la transfigura. El concilio Vaticano II insiste en la importancia de contribuir ya ahora a la construcción de esta tierra nueva: «Los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo a su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal. [...] El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra, y cuando venga el Señor, consumará su perfección» (Gaudium et spes 39). 72 Paul Evdokimov –sumamente sensible, como todos los teólogos orientales, a la belleza y a la transfiguración– escribe: «Los soles de Van Gogh o la nostalgia de las Venus de Botticelli y la tristeza de sus Madonnas alcanzarán un día su serena plenitud, cuando la sed de los dos mundos quedará extinguida» [22]. Esto exige, ya desde ahora, preocuparse y cuidar de latierra, tomar en serio la ecología y la defensa del planeta, en la línea de la encíclica Laudato si’ del papa Francisco. 73 Reencarnación y resurrección Como ya hemos visto antes, la angustia del mundo occidental ante la muerte y el más allá y, por otra parte, la ignorancia de la auténtica escatología cristiana, quizá por falta de una adecuada pastoral del magisterio eclesial, ha llevado a muchos a sentirse seducidos por religiones orientales, como el hinduismo y el budismo, y aferrarse a la doctrina de la reencarnación [23]. Ya hemos hablado antes de la esperanza escatológica propia de las religiones orientales, así como de la incompatibilidad entre reencarnación y resurrección. Retomemos algunos puntos después de haber visto la fe cristiana en la resurrección de Jesús y nuestra. Según la doctrina de la reencarnación, el tiempo es cíclico, el futuro no se juega en esta vida para siempre, sino que es posible ir purificándose a través de diversas reencarnaciones en otros seres, según la situación de cada uno. Las acciones buenas conducen a buena reencarnación, y viceversa. Hay en esta teoría un dualismo alma-cuerpo incompatible con una visión integral de la persona humana. Además, peca de voluntarismo, ya que la salvación se debería al esfuerzo de cada uno, no a la bondad y misericordia de Dios. Por otra parte, la acción humana no sería definitiva, ya que son posibles nuevas determinaciones, con lo cual la libertad y la conciencia quedan seriamente cuestionadas. ¿Sería Jesús fruto de una reencarnación anterior? ¿Es un simple avatar? Todo esto difiere de la fe cristiana en la resurrección de Jesús y en la resurrección de los muertos, en el juicio final, en la vida eterna, en la nueva creación, en los nuevos cielos y la nueva tierra..., todo ello como gracia y don gratuito del Espíritu del Señor, del misterio pascual. 74 9. El cielo, o la vida eterna El Credo, luego de la resurrección de la carne, profesa la fe en la vida eterna. ¿Qué es la vida eterna? Una primera respuesta, sencilla y pastoral, consiste en afirmar que la vida eterna es lo que ordinariamente llamamos «el cielo»; no el cielo astral y cósmico de los astronautas, sino el cielo de la fe, la realización de los símbolos uránicos de todas las culturas y religiones. Lo que las antiguas religiones uránicas veían en el cielo cósmico, en la tierra sin males..., es el símbolo de la realidad divina a la que nos orientamos, pues la morada de Dios está «arriba». Y como el cielo es el término de la vida que esperamos, es importante saber en qué consiste el cielo según la Palabra de Dios, pues estamos ante un misterio respecto del cual lo más obvio sería guardar silencio, pues el cielo es «lo que ni ojo vio ni oído oyó, pero Dios preparó para los que lo aman» (1 Cor 2,9). Pero tampoco podemos quedarnos con imágenes románticas o cursis, como la de vivir eternamente vestidos con túnicas blancas y rodeados de angelitos barrocos que tocan el arpa... El cielo no es un lugar, sino la situación en que se encuentran quienes están en el amor de Dios y de Cristo. Es la realización de todas las esperanzas y utopías humanas [24]. Es el sueño humano más profundo y la síntesis de la reconciliación con todo, la realización de todas las dimensiones humanas. Como ya vimos antes, al hablar del Reino, los profetas habían anunciado el reino futuro o el cielo con imágenes simbólicas y poéticas: – un Reino protegido, sin peligros, con murallas (Is 26,1s); – un Reino sin guerras, donde de las lanzas se harán podaderas (Is 2,1s); – un Reino sin desiertos, lleno de agua, vergeles y bosques, y en el que brotarán torrentes de la estepa (Is 29,17s; 35,1s); 75 – un Reino donde no habrá lágrimas ni escasez de pan, sino abundancia, lluvia y fertilidad de la tierra (Is 30,17s); – un Reino de consolación y gozo, sin caminos tortuosos (Is 40,1s); – un Reino de vigor y juventud, sin cansancio ni vejez (Is 40,25s); – un Reino sin mujeres estériles ni abandonadas (Is 54,1s); – un Reino donde no habrá extranjeros, sino ciudadanos (Is 56,1s;) – un Reino de festines y banquetes grasos y vino abundante (Is 56,1-2; 25,6); – un Reino donde habrá un cielo nuevo y una tierra nueva (Is 65,17); – un Reino donde no habrá niños que mueran al poco de nacer, ni ancianos que mueran antes de los cien años (Is 65,20); – un Reino donde los trabajadores construirán casas y plantarán viñas, no para otros, sino para sí mismos (Is 65, 21-22); – un Reino donde el lobo y el cordero pacerán juntos, y el león comerá paja con el buey (Is 65,25); – un Reino, en fin, sin dolor, ni esclavitud, ni opresión, ni muerte (Is 25,7s). En el fondo, la recompensa del cielo está ligada al mismo Dios, como ya aparece en el Antiguo Testamento: «Yo mismo seré su recompensa» (Gn 15,19); es decir, será una vida de relación de cercanía y amistad con Dios. Dios mismo será la recompensa (Sab 5,15); se resucitará para la vida eterna, afirman los mensajes apocalípticos (Dn 12,2) y las palabras llenas de fe y esperanza de los mártires Macabeos (2 Mac 7,9.14). Para el Nuevo Testamento, el cielo es lo definitivo y lo último (éschaton) y se expresa con imágenes como el paraíso, la gloria, la perla, el tesoro, la bienaventuranza... En el fondo, al ser algo misterioso y que nos desborda, hay que recurrir a imágenes o parábolas. Veamos algunas de las principales imágenes bíblicas y de la tradición eclesial sobre el cielo: – La patria y el hogar, la morada definitiva hacia la que nos encaminamos los peregrinos de este mundo. Dios lleva nuestra vida a plenitud; hace nueva la vida vieja; es la convergencia de todos los dinamismos del mundo y de la persona humana; es la plenitud de este mundo, pues todo queda asumido como en Jesús resucitado. En el prefacio de difuntos se dice: «Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, / no termina, se transforma, / y, al deshacerse nuestra morada terrenal, / 76 adquirimos una morada eterna en el cielo». – El paraíso, una imagen que la liturgia de los difuntos emplea con profusión: «Que al paraíso te conduzcan los ángeles...» No es la vuelta al paraíso terrenal, sino la consumación de lo que la imagen bíblica del paraíso terrenal simbolizaba: comunión inter-humana, comunión cósmica y comunión divina. No es nostalgia del pasado ni es una vuelta atrás, sino un paso definitivo hacia delante. – El banquete o convite nupcial, una fiesta de bodas, que es una de las experiencias más alegres, comunitarias y festivas de nuestro mundo, donde hay comida y bebida abundante, hay amor, hay alegría en el compartir, nadie queda excluido y nadie pasa hambre. Es el banquete mesiánico del que hablan los profetas (Is 25,6) y los evangelios sinópticos (Mt 22,1-14; 25,1-10; Lc 12,35-38; 13,28-29; 14,16-24) y el mismo Juan en las bodas de Caná, donde no falta el buen vino, símbolo del amor verdadero y del don del Espíritu (Jn 2,1-11). – La fiesta de las bodas del Cordero: «Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva. [...] Y vi a la Ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo. Y oí una voz que decía: “Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará en medio de ellos; ellos serán su pueblo, y él será Dios-con-ellos; él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni lamento, ni llanto, ni dolor, pues todo lo anterior ha pasado”» (Ap 21,1-4). Es lo que se ha llamado «escatología nupcial», la unión nupcial con Dios (Edith Stein), el encuentro entre el Amado y la Amada, entre el Esposo y la Esposa. Es lo que proclama el prefacio de la fiesta de Todos los Santos: «Porque hoy nos permites honrar a la Ciudad santa, la Jerusalén celestial, que es nuestra madre, donde multitud de hermanos nuestros ya te alaban eternamente. Nosotros, peregrinos, avanzando en la fe, nos encaminamos hacia ella y nos alegramos al celebrar hoy la gloria de los hijos más insignes de la Iglesia». – La ciudad santa de la nueva Jerusalén, símbolo de la sociedad humana que participa de la gloria de Dios, más alláde los destinos individuales o singulares, en un clima de comunión fraterna, en un ambiente festivo y luminoso: lo que en el Credo se llama la «comunión de los santos». 77 Lo que en el Antiguo Testamento se expresaba en los salmos de peregrinación al templo, a la inmortal Sion, con el deseo de llegar a Jerusalén y la alegría de oír que «vamos a la Casa del Señor» (Sal 121), hallará su plenitud al llegar a la Jerusalén celestial. Lo que los profetas anunciaron con imágenes fuertes y realistas se cumple ahora: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella, / todos los que la amáis, alegraos de su alegría; / los que por ella llevasteis luto mamaréis de sus pechos / y os saciaréis de sus consuelos / y apuraréis las delicias / de sus ubres abundantes» (Is 66,10-11). Es lo que el Apocalipsis nos describe con imágenes llenas de belleza y poesía que ya hemos ido viendo: «Y vi bajar del cielo, de junto a Dios, a la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21,2). En esta nueva ciudad, «Él enjugará las lágrimas de sus ojos; ya no habrá muerte ni luto, ni llanto ni dolor, pues lo de antes ya ha pasado» (Ap 21,4). Dios lo hace todo nuevo (Ap 21,5). – «Ver el rostro del Señor» es otra expresión que refleja la felicidad y plenitud del cielo; ver a Dios y su rostro es el deseo de muchos salmos (Sal 24,6; 4,7) y se recoge en el Nuevo Testamento (1 Cor 13,12; 1 Jn 3,2). Ver a Dios ya no es señal de muerte (Ex 33,20), sino de una vida que va más allá de la contemplación intelectual (visión beatífica), ya que es participación de su misma vida, divinización. Es pasar de una situación imperfecta, infantil –ver como en un espejo– a una situación perfecta y adulta de llegar a ver a Dios cara a cara (1 Cor 13,8-13; 2 Cor 3,18). Se trata de ver a Dios como hijos, tal cual es, para así asemejarnos a Él, para participar de su vida, para ser divinizados (1 Jn 3,2). Y todo ello en Cristo, que es nuestro único mediador y camino hacia el Padre (Jn 14) [25]. Contemplar el rostro del Señor es lo que se pide en la liturgia eucarística al orar por los difuntos: «Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección y de todos los que han muerto en tu misericordia: admítelos a contemplar la luz de tu rostro». – «Vida eterna» es otra forma de referirse al cielo que figura en el Credo. Indudablemente, está ligada al ver a Dios, que, como hemos visto, no es una simple contemplación intelectual de su esencia, sino participación de su ser divino, comunión de vida, una vida que no acaba nunca. 78 Los sinópticos hablan con frecuencia de la vida eterna (Mc 9,43-48; Mc 19,17.30; 25,31s). El evangelio de Juan profundiza: la vida eterna ya se vive ahora por la fe; para Juan, la vida es vida eterna; no es la simple vida biológica (bios), sino la vida divina (zoē) (Jn 3,36; 5,24; 6,47-54; 1 Jn 3,14; 5,11.13). Y la fuente de esta vida divina es Jesús, ya que tal vida divina estaba en él desde el principio (Jn 1,4; 1 Jn 1,1); él posee la vida (Jn 6,57); él es la vida (Jn 11,25; 14,6; 1 Jn 5,20); él ha venido al mundo para darnos vida, y vida en abundancia (Jn 6,33; 10,10; 1 Jn 4,9). La vida eterna no es, pues, simple conocimiento de Dios, sino comunión con él (1 Jn 1,3), comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1 Jn 2, 23-24). Es relación y participación personal; es la plenitud del amor (Jn 17,26); es comunión con Dios, que es amor (1 Jn 4,8), y permanece en nosotros (1 Jn 4,12). Es lo que también en las Escrituras se llama «gloria», la vida soberana, participación de la belleza y el esplendor de Dios (Rm 5,2; 18,21; 1 Cor 15,40-42; Flp 3,21; Col 3,14). Para Pablo, la vida eterna es la consumación escatológica o definitiva; es participación de la vida de Cristo resucitado y del don del Espíritu. Ahora somos herederos de la vida eterna, en esperanza (Tit 3,7). – «Ser con Cristo» es otra formulación cristológica de la vida eterna. Es estar con él en el banquete del Reino; es lo que se simboliza en la imagen del banquete y se realizó en la última cena; es lo que Jesús anunció al buen ladrón: que estaría con él (Lc 23,43). Pablo no sabe si para él es mejor estar ya con Cristo o permanecer en esta vida y seguir trabajando por el Reino (Flp 1,23-24). Hay una equivalencia teológica entre la formulación paulina, «estar con el Señor», y la de Juan, «estar conmigo». En ambas expresiones se afirma el carácter cristológico de la vida eterna, de la visión de Dios. Lo último y definitivo, lo escatológico, es estar y ser con Cristo. – «Victoria» es haber llegado al final de la carrera (1 Cor 9,25; St 1,12; Ap 2,11; 2,26; 3,5; 3,21); es recibir una piedra blanca con el nombre nuevo que nadie conoce (Ap 2,17); es haber vencido a todos los enemigos y todas las dificultades de la vida. – «Reconciliación total» del ser humano consigo mismo, con el mundo y con Dios (Is 11,6-9; Ap 21,23), de modo que Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor 15,28). – Nueva y perfecta Pascua en el Reino de Dios (Lc 22,16), que asume la Pascua judía y la Pascua de Jesús y nos hace pasar a la Pascua eterna. Morir es pasar a la Pascua 79 eterna; la muerte es nuestra Pascua definitiva. – Descanso y paz eterna, como se afirma en la liturgia; pero no es aburrimiento, pues siempre podemos penetrar en las dimensiones infinitas de Dios para toda la eternidad. – Luz eterna, como se desea a los difuntos en la liturgia: «que brille para ellos la luz perpetua», esa luz que es la luz de la transfiguración, la luz de Jesús, la luz de Dios, sin ninguna tiniebla. No hemos de considerar el cielo como algo individual, sino como algo comunitario, eclesial, inter-relacional: lo que en el Credo se llama la «comunión de los santos». Las imágenes bíblicas del banquete y de las bodas tienen una profunda carga comunitaria y fraternal. La teología escolástica habla del cielo como visión beatífica, término teológicamente profundo, pero menos comprensible para el pueblo que las imágenes bíblicas, más coloristas, humanas y vivas. Dice san Agustín: «Allí descansaremos y veremos. Veremos y amaremos. Amaremos y alabaremos. Es la esencia del fin sin fin. Pues ¿qué fin puede ser más nuestro que el llegar al reino que no tendrá fin?» [26]. Es vivir el descanso del sábado bíblico, el día séptimo de la plenitud final. El mismo Agustín afirma: «Nosotros mismos seremos el día séptimo» [27]. No podemos oponer cielo y tierra, sino ver el cielo como la plenitud de lo humano. La divinización nos humaniza, desbordando lo humano, y se abre a Dios con Jesús resucitado. Aunque tradicionalmente se habla de la «otra vida», no deberíamos hablar de la «otra vida», sino de la continuidad y coronación de la vida presente. No se pasa a otra «existencia». Para los cristianos solo hay una vida: la que nos fue dada por el Creador al nacer; pero esta vida contiene en sí misma una promesa de desarrollo y crecimiento que puede llevar hasta la gozosa comunión eterna con Dios, y esa no será «otra vida», sino la misma vida llevada a su plenitud total [28]. No somos seres vivos cuyo horizonte sea la muerte, sino seres mortales cuyo horizonte es la vida [29]. El cielo comienza ya en la tierra [30]; el Reino de Dios ya está en medio de nosotros, y aquí hemos de comenzar a trabajar por la vida eterna, comprometidos con la justicia, la fraternidad, la igualdad, el respeto a las diferencias y el cuidado de la tierra. Mientras peregrinamos en este mundo, somos ciudadanos de la tierra; no podemos 80 evadirnos de construir un mundo diferente y mejor. El pensamiento del cielo no es opio ni alienación, sino esperanza y compromiso. La teóloga evangélica Dorothee Sölle expresa perfectamente la relación entre la resurrección de Jesús y el mundo actual: «Cuando nos decimos –como en la liturgia de la noche de la noche de Pascua–: “Cristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado”, también gritamos: “liberación”, y convivimos con los hombres vejados, destruidos, con los pobres. “Ha resucitado”, decimos; y pensamos: estamos hartos, amamos anuestra madre la tierra, construimos la paz con nuestra vida. Hacemos de las espadas arados. Hemos de experimentar en nuestra vida lo que significa “resurrección”. Debemos tomar otra vez posesión de palabras tales como “resurrección”, “vida a partir de la muerte”, “justicia”, y hacerlas verdaderas en nuestras propias experiencias [...]. También nosotros estuvimos en Egipto. También nosotros sabemos lo que significa el Éxodo, también nosotros conocemos el júbilo de la liberación: de la resurrección de la muerte. Lo que nosotros mismos en nuestra experiencia cristiana hemos hecho parte de nuestra vida, eso es lo único que podemos transmitir, que podemos comunicar a otros» [31]. Sin embargo, hemos de reconocer que durante siglos la pastoral y la espiritualidad han sido demasiado dualistas, distinguiendo tierra/cielo, cuerpo/alma, profano/ sagrado... con una excesiva devaluación de las realidades terrenas en favor de lo espiritual, con un excesivo énfasis en huir del mundo y despreciar lo terreno, para llegar a lo celestial. También ha habido una devaluación del matrimonio en favor del celibato, la vida religiosa y el ministerio, con una consecuencia muy negativa de cara a la espiritualidad laical y familiar, considerada por muchos como de segunda categoría frente a la santidad que se alcanzaba mediante el celibato y la vida religiosa y el ministerio. Afortunadamente, el concilio Vaticano II defendió la llamada universal a la santidad (Lumen gentium V) y exhortó al compromiso bautismal en favor del progreso y de una vida más justa y digna para todos. Matrimonio, economía, ciencias, artes, política... son revalorizadas como caminos hacia el Reino de Dios. Pero aún permanecen en la liturgia expresiones y oraciones que reflejan la mentalidad anterior de despreciar lo terreno para alcanzar lo celestial. Tampoco podemos olvidar que, en el Credo, tanto la fe en resurrección final como la fe en la vida eterna forman parte del tercer artículo, dedicado al Espíritu Santo. Es el Espíritu de Jesús el que es capaz de darnos una vida nueva y conducirnos al cielo, hacia 81 una vida eterna; el Espíritu derramado sobre la creación, la humanidad y la historia; el Espíritu que nos conduce a la patria celestial sin que abandonemos nuestras tareas mundanas, pues en todas ellas está presente el Espíritu del Señor. Es el Espíritu, cuyas primicias poseemos (Rm 8,23), el que nos impulsa a estar con el Señor en esta vida y en la futura (Flp 1,23). 82 10. Cuestiones difíciles Abordamos ahora varios temas difíciles: muerte eterna, purgatorio y estadio intermedio. 83 ¿Muerte eterna? El concilio Vaticano II, recogiendo la tradición de la Iglesia, afirma: «Y como no sabemos ni el día ni la hora, debemos, por aviso del Señor, vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de la vida terrena (Hb 9,27), merezcamos entrar con Él en las bodas y ser contados entre los escogidos (Mt 25,31-46); no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos (Mt 25,26), seamos arrojados al fuego eterno (Mt 25,41), a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22,13; 25,30)» (Lumen gentium 48). Si la vida eterna es el cielo, la muerte eterna sería el infierno. Hay que afirmar que tanto los evangelios como la tradición de la Iglesia advierten de la posibilidad de una condenación eterna. Jesús habla del infierno en forma apocalíptica (Mt 5,22.30), pero no es un predicador del infierno; lo que busca y anuncia es la conversión. Cielo e infierno no están en el mismo nivel; la historia no tiene dos fines, sino uno solo: la salvación; la condenación es una trágica posibilidad real, pero no es una realidad de hecho, sino una realidad que queda abierta. El lenguaje sobre el infierno no es informativo, sino performativo; es decir, no describe el futuro, sino que insta a tomar en serio el presente. Podemos esperar la salvación (Rm 11,32; Col 1,19-20; Ef 1,10; Jn 12,32; 1 Tm 2,4). El infierno es lo único que Dios no ha creado. Pero tanto una lectura fundamentalista y demasiado literal de los textos bíblicos, que deben ser interpretados desde el género literario apocalíptico, como una pastoral del miedo han hecho del infierno un tema angustiante y estremecedor que provoca el rechazo de muchos cristianos. Pensar que Dios Padre haya podido crear un lugar de tormentos eternos para los pecadores condenados o –como algún autor antiguo decía– que los gritos de los condenados dan gloria a Dios... es algo que hoy provoca un rechazo instintivo por parte de los fieles cristianos mínimamente conscientes. En realidad, Dios no condena; es el ser humano el que puede apartarse definitivamente del Dios que es salvación y vida. Si el cielo es estar con Cristo, el no-cielo es estar apartado de Cristo. Por eso, aunque el magisterio de la Iglesia mantiene el riesgo de la condenación y exhorta a la vigilancia (Concilio Lateranense IV, Concilio de Florencia, Benedicto 84 XII...), los pensadores cristianos han ido buscando interpretaciones y explicaciones al tema del infierno y la condenación. La Iglesia rechazó la afirmación del escritor antiguo Orígenes, quien defendía que al final todos se salvarían en una reconciliación final (la llamada apokatástasis). En tiempos más recientes, el teólogo y cardenal Hans Urs von Balthasar, partiendo de la voluntad salvífica universal y del amor incondicional de Dios, afirma que, aunque no podemos tener la certeza de que todos se salvarán (como afirmaba Orígenes), sí esperamos que la misericordia de Dios alcance a todos, y que todos se salven. Esta esperanza es también la postura generalizada de la Iglesia del Oriente cristiano. Otros teólogos afirman que el infierno es una posibilidad real, una trágica posibilidad, una advertencia a nuestra libertad que Dios se toma en serio; pero que nada sabemos de su realidad, es decir, no sabemos de nadie que haya sido condenado (K. Rahner). Por eso, representaciones del juicio final en las que aparecen figuras de personas condenadas que sufren espantosamente, como el «juicio final» de Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina, o las morbosas pinturas de Jerónimo Bosco, no responden a la genuina fe de la Iglesia, sino que reflejan una imaginación truculenta. Santa Teresa del Niño Jesús afirmaba que el infierno estaba vacío, y el mismo Papa Francisco afirma que ni Judas ni Pilato quedan fuera de la misericordia de Dios. Algunos autores (como Edward Schillebeeckx) creen que quien muere en pecado mortal no resucitará, sino que desaparecerá en la noche de la nada. San Ambrosio y, modernamente, también Anthony de Mello opinan que, en el juicio, Dios condenará lo malo que hayamos cometido y bendecirá y salvará lo bueno que hayamos realizado [32]. Aunque algunos místicos, como Teresa de Jesús e Ignacio de Loyola, hablan del infierno para llamar a la conversión, la mística inglesa Juliana de Norwich afirma que «todo acabará bien». En el fondo, todo son conjeturas ante un futuro misterioso que nos sobrepasa; pero lo que ha de quedar claro es tanto la responsabilidad de la libertad personal y la necesidad de vigilancia y de conversión como la confianza en la misericordia de Dios, que va más allá de la justicia: la justicia de Dios es creadora y salvadora; la ira que a Dios le produce el pecado cede ante su misericordia amorosa y su designio benevolente de salvación universal, que se manifiesta en la muerte y resurrección de Jesús, que nos libera del pecado y de la muerte. 85 Afirmar que la misericordia que va más allá de la justicia no es una «gracia barata» es afirmar la gracia que viene de la cruz de Jesús y que posibilita y postula la conversión [33]. Podemos, pues, pedir y esperar que todos se salven por la misericordia amorosa de Dios. La esperanza cristiana, como afirma el poeta Charles Péguy, es la menor de las tres virtudes teologales, pero es la que más agrada a Dios: «La fe que más agrada a Dios es la esperanza. Es ella, la pequeña esperanza, la que pone todo en movimiento... Porque la fe solo ve lo que es, mientras que la esperanza velo que será. La caridad tan solo ama lo que es, la esperanza ama lo que será. La fe ve lo que es, la esperanza ve lo que será en el tiempo y en la eternidad... La esperanza ve lo que aún no es y ha de ser. La esperanza ama lo que aún no es y será en el futuro del tiempo y de la eternidad». La pastoral del miedo ha de ceder ante la pastoral de la responsabilidad personal y de la confianza en la infinita misericordia del Padre, que ha enviado a su Hijo para salvarnos y nos da el Espíritu para que vivamos una vida nueva, llena de amor a Dios y a los hermanos. 86 El purgatorio En el imaginario popular, el purgatorio se concibe como un infierno temporal, con pinturas y representaciones de almas en medio del fuego. El purgatorio no es un campo de concentración o de castigo, en el que uno es atormentado por un tiempo hasta que haya sido reeducado y liberado de nuevo... Es preciso, pues, purificar la imagen del purgatorio. En realidad, el purgatorio no es un estadio intermedio entre la muerte y el cielo, sino que se resume en un encuentro definitivo del ser humano con Dios, un encuentro que es sanador y purificador de todo residuo de egoísmo; es el amor apasionado de Dios, que nos depura y nos libera; es un proceso terapéutico; es la noche oscura que precede a la alborada. Por eso algunos místicos (como san Bernardino de Siena) no hablan de las penas, sino de las alegrías del purgatorio. Es la expresión extrema de la inagotable misericordia de Dios, que nos atrae hacia sí; una purificación que ya comienza en esta vida, cuando aceptamos con paciencia los sufrimientos y penalidades presentes. Esta doctrina, que no tiene un claro fundamento bíblico (1 Cor 3,15; 1 Pe 1,7), cuya historia es muy compleja (cf. J. Le Goff) y que es objeto de discusión ecuménica, forma parte de la tradición y el magisterio eclesial (Lumen gentium 49 y 51) y de su praxis litúrgica de la oración por los difuntos, una praxis cuyo origen se remonta al mismísimo Antiguo Testamento (2 Mac 12,46) y que la Iglesia realiza sobre todo en la celebración eucarística. En la eucaristía, la Iglesia pide al Señor que conceda a cuantos descansan en Cristo el lugar del consuelo, de la luz y de la paz (Plegaria eucarística I), que los admita a contemplar la luz de su rostro (Plegaria II), que sean recibidos en su Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de su gloria (Plegaria III), que todos cuantos murieron en la paz de Cristo y todos los demás difuntos, cuya fe solo Dios conoce, sean admitidos a contemplar la luz de su rostro y sean llevados a la plenitud de la vida en la resurrección (Plegaria IV). En la vigilia por un difunto se pide: – «... dígnate llevarlo al lugar de la luz y de la paz, para que tenga parte en la asamblea de tus santos». 87 En la misa exequial se dice: – «... concede a tu siervo, que ha participado ya de la muerte de Jesucristo, participar también en su resurrección»; – «... pues creyó y esperó en ti, condúcelo a la patria verdadera, para que goce contigo de la alegría eterna»; – «... escucha, Señor, nuestras súplicas, para que, al confesar la resurrección, se afiance también la esperanza de que nuestro hermano resucitará»; Y en el sepelio se pide: – «... encomendamos a nuestro hermano al Señor, para que lo resucite en el último día y lo admita en la paz de su reino». Esta oración por los difuntos forma parte de la comunión entre la Iglesia que peregrina en esta tierra, los difuntos y los santos del cielo; es la comunión de los santos que profesamos en el Credo. En este sentido, se puede afirmar que no solo rogamos por los difuntos, sino que con ellos damos gracias a Dios y glorificamos su misericordia. En suma, el purgatorio es como el abrazo del padre al hijo pródigo cuando este regresa triste y compungido a la casa paterna. Es un abrazo misericordioso y sanador que no comprenden los fariseos de todos los tiempos, que esperan salvarse por sus propios méritos, como tampoco lo comprendió el hermano mayor del hijo perdido y recobrado, que se negó a entrar a la fiesta del banquete. 88 ¿Estadio intermedio? ¿Cómo se relacionan la escatología personal y la escatología colectiva? ¿Qué es de la persona que ha fallecido hasta el momento de la resurrección final de todos los difuntos? Aunque algunas afirmaciones del magisterio eclesiástico hablen del «estado intermedio» entre la muerte y la resurrección, dichas afirmaciones no pueden considerarse infalibles, y tanto teólogos reformados (Oscar Cullmann, Emil Brunner, Jürgen Moltmann...) como católicos (Pierre Teilhard de Chardin, Karl Rahner, Gisbert Greshake, Gerhard Lohfink, Leonardo Boff, João B. Libânio...) niegan el estado intermedio: a la muerte sigue la resurrección; no tiene sentido, ni teológico ni antropológico, admitir la existencia de almas separadas de los cuerpos hasta el juicio universal y la resurrección de la carne [34]. Esta división alma/cuerpo, como ya hemos visto, es helénica, no semítica; y aunque haya penetrado en el libro de la Sabiduría y en algunos momentos de la escatología judía (sheol), no es propiamente cristiana. Es toda la persona humana la que muere, y toda ella la que resucita, como aconteció en Jesús y en la asunción de María, signo y primicia de nuestra esperanza. La comunión perfecta con Cristo se inicia en la muerte de cada persona, aunque esto adquiera en la parusía una dimensión universal y cósmica. 89 11. La hermana muerte «En medio de la vida, nos hallamos rodeados de la muerte», canta un himno cristiano, Pero esta convicción, profundamente humana, es tan dura que tratamos de ocultarla o de negarla. La modernidad ha hecho de la muerte un verdadero tabú. El sexo ya no lo es, pero la muerte sí: no se habla de ella, se la oculta, parece que no existiera más que en casos de accidente o de desgracia, como si solo fuera para algunos pobres desgraciados y con mala suerte, La muerte, como hecho universal que a todos llega, es algo que no se acepta, se teme, produce pánico pensar en ella; incluso es «de mal gusto» hacer referencia a la muerte: no es algo «socialmente correcto». Por eso, cuando llega la muerte de un ser querido, quedamos desconcertados: «no debería haber muerto». Y cuando la vejez nos acerca a la muerte, tratamos de disimularlo. La sociedad de consumo ha inventado infinidad de recursos para alargar la vida y camuflar –en vano– la muerte: tratamientos a base de masajes y cremas antioxidantes; viajes organizados; gimnasias y baños relajantes; terapias ocupacionales; etc. La jubilación y la tercera edad representan para muchos un shock vital: no esperábamos, no imaginábamos que fueran a llegar tan pronto; ahora no sabemos qué hacer, la vida y la muerte parecen no tener sentido. Sin embargo, la muerte debe tomarse en serio, pues es un hecho universal que afecta a todos los seres vivientes... y también a los humanos, que es el único, por cierto, que sabe que ha de morir. La existencia humana tiene como dos dimensiones o dos curvas: una ascendente, con un gran potencial dinámico que se desgasta a medida que uno va envejeciendo, y otra curva personal e interior, que va creciendo indefinidamente [35]. La persona humana es naturaleza e historia, como ya dijo Pablo: el hombre exterior se va consumiendo, el interior se renueva de día en día (cf. 2 Cor 4,16-17). 90 La muerte tiene algo de trágico, pero también de consumación y definitividad de la vida humana, A lo largo de la historia ha habido diferentes posturas filosóficas y religiosas ante la muerte: la indiferencia e insensibilidad (apathéia) de los estoicos; la liberación del alma respecto de la cárcel del cuerpo (Platón); la aceptación de que el ser humano es un ser- para-la-muerte (existencialismo); la consecuencia de la explotación capitalista (marxismo); etc. En la Edad Media europea había una cierta familiaridad con la muerte, cosa que también sucede con muchas culturas originarias: la muerte forma parte de la vida humana; es algo con lo que hay que contar. En realidad, el miedo a la muerte no se elimina ocultándola, sinorecurriendo a la esperanza. Solo la muerte da sentido a la totalidad de la vida, lleva la vida a su plenitud; solo la proximidad de la muerte da profundidad a la vida. Un mundo sin muerte sería algo absurdo, como ha descrito José Saramago en su novela Las intermitencias de la muerte. La fe cristiana ofrece una respuesta de esperanza ante la muerte; transforma la temible muerte en «la hermana muerte», en expresión de Francisco de Asís. Pero para ello hay que distinguir diferentes dimensiones de la muerte y corregir visiones inexactas sobre la misma: – la muerte física es un fenómeno natural que acontece a todos los seres vivientes: microorganismos, plantas, animales y personas humanas; – en este sentido, Dios no es el creador de la muerte, sino de la vida; una vida que, por ser de seres contingentes, es limitada; – cuando se dice que la muerte es fruto o salario del pecado, no hay que entenderlo de la muerte física, sino de la muerte del pecador que ha roto con Dios, pero que a través de Cristo puede obtener el perdón y la salvación y, de ese modo, romper el círculo pecado-muerte. Gracias a Cristo, la muerte cambia de signo y se convierte en instrumento de salvación; – la muerte es el final del tiempo presente, su límite, y el comienzo de lo definitivo; el ser humano (el homo viator) termina su peregrinación por este mundo y se abre al misericordioso juicio de Dios sobre su vida. No hay «eterno retorno» ni «reencarnación»; 91 – la muerte afecta a todo el ser humano; es todo el ser humano el que muere. Afirmar que muere el cuerpo y sale de él el alma es, como ya hemos visto, una concepción más platónica que cristiana, fruto de un dualismo contrario a la visión unitaria e integral del mundo semítico, tanto judío como cristiano; – la muerte es algo pasivo que acontece, pero es también algo activo, en la medida en que la persona la asume con fe y esperanza en el Señor. Para el cristianismo, la muerte nunca es lo último; el horizonte es la resurrección: si morimos con Cristo, resucitaremos con Él. Por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo, para participar de su resurrección (cf. Rm 6,4-5). La resurrección, como ya hemos visto repetidas veces, no es simplemente la inmortalidad del alma, sino el poder participar, por el Espíritu, de la vida nueva de Jesús resucitado, quien con su muerte en la cruz nos abre el camino a la vida eterna. La esperanza cristiana no es un mito ni una ilusión; es signo del amor de Dios, de que el amor es más fuerte que la muerte (Cant 8,6). En este sentido, aunque para nuestra visión terrena la muerte es lo último, para el cristiano lo último y definitivo es la vida y la resurrección. El cementerio es el lugar de los que duermen, pero para despertar a la vida nueva de la Pascua, Por eso, para la fe cristiana la muerte no es algo terrible y espantoso, una siniestra figura que, armada de una guadaña, siega vidas, sino que es la «hermana muerte», que nos lleva a la vida definitiva. Nada puede separarnos del amor de Cristo; la muerte ha sido definitivamente vencida en la Pascua de Jesús (cf. Rm 8 y 1 Cor 15). Para Pablo la vida es Cristo; y la muerte, ganancia (Flp 1,21). Esta esperanza cristiana no solo nos da fuerzas para el más allá, sino que ilumina nuestro presente. No es de recibo la concepción que demasiado a menudo muestran esas oraciones litúrgicas que insinúan la conveniencia de despreciar lo terreno para amar lo celestial. Porque creemos en la vida eterna, amamos y trabajamos para este mundo, preparamos el camino hacia la transfiguración, hacia los nuevos cielos y la nueva tierra. Releamos de nuevo este hermoso texto del Vaticano II: «Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra: todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos libres de toda mancha, iluminados y 92 transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal (Gaudium et spes 39). Por otra parte, hay que afirmar que la palabra «muerte» es un término abstracto; lo real es que hay «personas que mueren». En este sentido, la muerte es apertura a otro mundo, es un parto doloroso para un mayor nacimiento, es un encuentro con el Señor que viene a recogernos. Por eso son los santos, los místicos y los poetas quienes mejor nos pueden hablar de la muerte. San Ignacio de Antioquía, camino del martirio, escribe a los cristianos de Roma: «Para mí, mejor es morir en Jesucristo que ser rey de la tierra [...]. Mi parto es inminente [...]. Dejadme contemplar la luz pura: llegado allí, seré de verdad hombre. Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios [...]. Ahora os escribo que vivo con ansia de morir. Mi amor está crucificado, y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de la materia; sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y me está diciendo desde lo íntimo: “Ven al Padre”» [36]. El diálogo de san Agustín con su madre, santa Mónica, es un ejemplo clásico de esta visión serena y pacificadora de la muerte: «Cuando ya se acercaba el día de su muerte –día por ti conocido y que nosotros ignorábamos–, sucedió por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allá en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente; y olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia delante, nos preguntábamos ante la verdad presente: “¿Que crees tú?; ¿cómo será la vida eterna de los santos, aquella que ni ojo vio, ni oído oyó, ni el hombre puede pensar?” Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti. Tales cosas decía yo, aunque no de ese modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas –y, mientras hablábamos, íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres–, ella dijo: “Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago yo aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues ya no espero nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongase por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha concedido con 93 creces, pues ya te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?”. No recuerdo bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días o poco más, cayó en cama con fiebre. Y estando así, enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, pero ella pronto recobró el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano, y nos dijo en tono de interrogación: “¿Dónde estaba?” Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo: “Enterrad aquí a vuestra madre”. [...] Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita» [37]. Más cerca de nosotros, y con otro estilo más existencialista, el teólogo Karl Rahner escribe su visión profética del paso de la muerte a la vida eterna: «Cuando los ángeles de la muerte hayan eliminado de los espacios de nuestro espíritu toda la basura vana que llamamos “nuestra historia” [...]; cuando dejen de brillar y se apaguen todas las estrellas de nuestros ideales, con las que nosotros mismos, por nuestra propia arrogancia, hemos ido adornando el cielo de nuestra existencia; cuando la muerte cree un vacío enormemente silencioso, y nosotros, creyendo y esperando, hayamos aceptado tácitamente ese vacío como nuestra verdadera esencia; cuando nuestra vida vivida hasta el momento, por muy larga que sea, aparezca simplemente como una única y breve explosión de nuestra libertad, que nos parecía extensa comocontemplada a cámara lenta, una explosión en la cual la pregunta se convierta en respuesta, la posibilidad en realidad, el tiempo en eternidad, lo ofrecido en libertad realizada; y cuando entonces, en un enorme estremecimiento de júbilo indecible, se muestre que este enorme vacío callado, al que sentimos como muerte, está henchido verdaderamente por el misterio originario que denominamos “Dios”, por su luz pura y por su amor que lo toma todo y lo regala todo; y cuando desde este misterio sin forma se nos manifieste además el rostro de Jesús, el Bendito, y nos mire, y esa realidad concreta sea la superación divina de toda nuestra aceptación divina de la inefabilidad del Dios que no tiene forma, entonces no querría describir propiamente de manera tan imprecisa lo que viene, pero lo que sí desearía indicar, balbuceando, es cómo puede uno esperar provisionalmente lo que viene, experimentando la puesta del sol de la muerte misma como el amanecer mismo de aquello que viene» [38]. El cardenal Carlo Maria Martini menciona los sentimientos de María al final de sus días: «Ella pregustó con el lento transcurrir de los días la alegría indecible de ver nuevamente al Hijo; deseó con todo ardor contemplar sin velos el rostro de Dios, 94 estar para siempre en los brazos del Padre; esperó serenamente que se le quitara la vida terrena como la única forma de su abandono inicial: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38)» [39]. 95 12. El cielo en la liturgia 96 La eucaristía como contexto vital de la escatología En cada celebración de la eucaristía decimos o cantamos: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». Esta aclamación escatológica refleja la esperanza pascual de las primeras comunidades cristianas, que, frente al mundo incrédulo y desesperado que gritaba: «¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!» (1 Cor 15,32), rezaban con alegría: «¡Marána thá! ¡Ven, Señor Jesús, sí, ven pronto!» (1 Cor 16,22: cf. Ap 22,20). La eucaristía es el memorial actualizador de Jesucristo y la anticipación real de su parusía. La eucaristía era para la comunidad primitiva una celebración de la fiesta escatológica pascual (1 Cor 11,26). En cada eucaristía proclamamos el misterio pascual y esperamos su venida en la gloria, actualizamos la muerte y resurrección de Jesús y anticipamos el deseo de su parusía. Pero, así como después del Vaticano II se ha reafirmado la dimensión comunitaria de la eucaristía, su dimensión escatológica ha quedado un tanto relegada [40]. Esta dimensión escatológica de la eucaristía ya fue señalada por Tomás de Aquino, quien afirmaba que en la eucaristía había una rememoración del pasado, una actualización en el presente del misterio pascual en la comunidad eclesial, y una señal anticipatoria y prognóstica del futuro [41]. En ella se anticipa el Reino. Más aún, como afirma Walter Kasper, la eucaristía es el contexto vital de la escatología [42]. En ella recibimos el Espíritu, que es prenda y garantía de la nueva vida (2 Cor 1,22; 5,5), primicia (Rm 8,23) y anticipo (Ef 1,14) que nos hace participar del futuro escatológico. En la liturgia eucarística, la presencia del cielo es una constante que llama la atención. El cielo aparece con diversos nombres y formulaciones, siempre como objeto de fe y de esperanza pascual. Ya en la Iglesia primitiva se celebraba litúrgicamente el aniversario de la muerte de los mártires, que se conocía como «natalicio» (dies natalis), pues en ese día nacieron a la vida eterna, como aparece ya en el martirio de Esteban (Hch 7,55). Por eso se citan con frecuencia los nombres de los mártires: Lino, Cleto, Clemente... Juan, Esteban, Matías, Bernabé... y de mujeres mártires: Felicidad, Perpetua, Ágata, Lucía. Estos, junto a María, José y los Apóstoles, celebran con nosotros la fiesta eucarística en la liturgia celeste y se convierten en nuestros intercesores. 97 A esta lista de santos y mártires clásicos podríamos añadir los nombres de mártires y santos modernos, como Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), Maximiliano Kolbe, Juan XXIII, Madre Teresa, Óscar Romero... y otros santos y patronos de nuestra devoción. Pero en esta comunión de los santos ocupa un lugar especial y privilegiado María, la cual, por el misterio de la asunción a los cielos, definido como dogma por Pío XII en 1950, no solo expresa la fuerza de la resurrección de Cristo en ella, sino que anticipa ya lo que será en nuestra historia y en el cosmos la transfiguración y resurrección futura, el nuevo cielo y la nueva tierra. María anticipa ya el cielo; es como su símbolo y sacramento; es la puerta abierta de la Iglesia; es la primicia de la Jerusalén celestial [43]. En las Iglesias orientales, delante del altar se encuentra el iconostasio, con los iconos de los santos reunidos junto al Pantocrátor, como presentes en la celebración. Y en las catedrales de la Edad Media aparecen las imágenes de los santos en las columnas y en las grandes vidrieras de colores y fondo dorado, para indicar que los que ya están en el mundo de la eternidad son como concelebrantes de la liturgia reunidos en torno al altar En muchas iglesias antiguas hay pinturas del cielo, con temas inspirados en el Apocalipsis, con ángeles y santos en torno al trono del Cordero. Agustín expresó bellamente esta gran comunión entre nosotros y nuestros hermanos como miembros del Cuerpo de Cristo. Comentando el Salmo 36, escribe: «Miembros de Cristo y Cuerpo suyo somos todos nos-otros de manera especial; no solo nosotros, los que estamos aquí reunidos, sino nosotros, los que estamos sobre la extensión de la tierra; no solo nosotros, los de hoy, sino, ¿cómo puedo decirlo?: desde Abel el justo hasta el fin del mundo... todo es el Cuerpo único de Cristo [...]; por eso, la Iglesia que peregrina aquí, en tierra extraña, está unida con aquella Iglesia celeste donde tenemos como ciudadanos a los ángeles» [44]. 98 El cielo y la comunión de los santos en la liturgia eucarística Sin pretensión alguna de exhaustividad, ofrecemos algunos ejemplos de esta dimensión escatológica de la eucaristía y de la comunión de los santos. Aunque signifique repetir algo dicho ya antes, puede ser interesante ver de nuevo esta dimensión escatológica en el conjunto de toda la liturgia. En un prefacio de difuntos se dice: «En Cristo brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de la muerte nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una morada eterna en el cielo». En las diversas oraciones y plegarias eucarísticas aparece con fuerza la comunión de los santos, la comunión entre la Iglesia peregrina de este mundo y la gloriosa del cielo. Los santos son compañeros e intercesores. En la oración de la fiesta de Todos los Santos se pide: «Dios todopoderoso y eterno, que nos has otorgado celebrar en una misma fiesta los méritos de todos los Santos, concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón». Pero esta comunión entre el cielo y la tierra se refleja continuamente en las plegarias y las oraciones litúrgicas. Enumeremos algunas de ellas: Plegaria I: «Reunidos en comunión con toda la Iglesia para celebrar el domingo, día en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal, veneramos ante todo la memoria de la gloriosa siempre Virgen María, madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, la de su esposo San José, la de los apóstoles Pedro, Pablo, Andrés [...] y la de todos los santos; por sus méritos y oraciones, concédenos en todo tu protección». En la Plegaria II se pide que Dios tenga misericordia de nosotros y que por la intercesión de María y de los santos «merezcamos por tu Hijo Jesucristo compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas». En la Plegaria III se pide que gocemos de la heredad de Cristo junto con sus elegidos y santos, «por cuya intercesión confiamos obtenersiempre tu ayuda». 99 En la Plegaria IV hay una referencia a toda la creación nueva, pues se pide que todos nos reunamos en la heredad del Reino, con María y los santos, «y allí, junto con toda la creación, libre ya de pecado y de muerte, te glorifiquemos por Cristo Señor nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes». En las oraciones de Adviento hay referencias a la venida del Señor y al banquete del Reino: «para que cuando llegue Jesucristo, tu Hijo, nos encuentre dignos de sentarnos a su mesa y él mismo nos sirva en el festín eterno» (Domingo I de Adviento). El 17 de diciembre se hace alusión al cielo como participación de la naturaleza divina: «escucha nuestras súplicas, y que Cristo, tu Unigénito, hecho hombre por nosotros, se digne hacernos partícipes de su condición divina». En la liturgia navideña hay constantes referencias a la escatología y al cielo. En la Vigilia de Navidad se pide que, así como se acoge con gozo al Redentor, también podamos recibirlo un día como juez. En la Noche de Navidad se dice: «concédenos gozar en el cielo del esplendor de su gloria a los que hemos experimentado la claridad de su presencia en la tierra». En el Día de Navidad se pide «compartir la vida divina de Aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre su condición humana». En la Fiesta de la Sagrada Familia se pide imitar los ejemplos de la Sagrada Familia para que, después de las pruebas de esta vida, podamos gozar en el cielo de su eterna compañía. En la Fiesta de la Epifanía se pide que los que ya ahora conocemos al Señor por la fe «podamos gozar un día, cara a cara, de la hermosura de tu gloria». Otras veces, es en la postcomunión donde se pide que se haga realidad en nuestra vida futura lo que hemos recibido en el sacramento de la eucaristía: En la Semana Santa hay continuas referencias a la vida eterna del cielo. El Domingo de Ramos se pide «que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio, y que un día participemos de su resurrección gloriosa». En la postcomunión de la Vigilia pascual se ora «para que la nueva vida que nace de estos sacramentos pascuales sea, por tu gracia, prenda de vida eterna». El día de Pascua de Resurrección se dice: «concédenos, al conmemorar la solemnidad de su resurrección, que, renovados por el Espíritu, vivamos en la esperanza de nuestra resurrección». 100 En el 3.er. Domingo de Pascua: «que la alegría de haber recobrado la adopción filial afiance su esperanza de su resurrección gloriosa». En el 4.º Domingo de Pascua: «concédenos también la alegría eterna del Reino de tus elegidos, para que así el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria del Pastor». En la postcomunión del mismo domingo: «haz que el rebaño adquirido por la sangre de tu Hijo pueda gozar eternamente de las verdes praderas de tu Reino». En el 5.º Domingo de Pascua: «haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna». En la postcomunión de la Fiesta de Cristo Rey: «te pedimos que quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del universo, podamos vivir eternamente con él en el Reino del cielo». En todas estas oraciones aparecen diversas formulaciones del cielo: inmortalidad; morada eterna; mansión celestial; vida inmortal; vida eterna; heredad de Cristo; nueva creación; banquete del Reino; participar de la condición divina; gozar del esplendor de la gloria divina; compartir la vida divina; tener la compañía de la Sagrada Familia; gozar cara a cara de la hermosura de la gloria del Señor; vida futura; participar de la resurrección gloriosa de Cristo, nuestra resurrección; tener parte en la admirable victoria del buen Pastor; gozar eternamente de las verdes praderas del Reino; vivir eternamente con Cristo en el Reino; contemplar la luz del rostro divino; alegría eterna, luz y paz; etc. Estas referencias al cielo en los tiempos de Adviento, Navidad y Pascua contrastan con las oraciones de la Cuaresma, más centradas en pedir el perdón, la conversión y la fuerza para luchar contra las tentaciones; y también se diferencian de las oraciones del Tiempo ordinario, en las que se pide gracia para poder vivir como cristianos en la vida ordinaria de cada día, cumplir los mandamientos, gozar de libertad y de verdadera alegría para poder gozar de la herencia eterna y caminar sin tropiezos hacia los bienes prometidos. En la oración colecta del domingo XVII del Tiempo ordinario se pide: «multiplica sobre nosotros los signos de tu misericordia para que, bajo tu guía, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros que podamos adherirnos a los eternos». En general, puede decirse que en las oraciones litúrgicas hay una clara referencia al cielo y a la vida ordinaria de los fieles, pero muy poca incidencia en temas más sociales, de compromiso liberador, de lucha por la justicia, de los derechos humanos y de la tierra, 101 etc. ¿Será verdad la crítica de los maestros de la sospecha de que la idea y la esperanza del cielo aliena y adormece a los creyentes? ¿Será verdad que la escatología cristiana se aleja de la historia? ¿Será verdad la conocida y sarcástica boutade de que la Iglesia centra todo su interés en la vida intrauterina y en la vida eterna? ¿Nos retraen de nuestro compromiso histórico el amor y la esperanza en el cielo? Este tema, aunque ya aludido antes, merece una ulterior reflexión y un capítulo aparte. 102 13. Compromiso por el Reino de los cielos 103 El «ya sí», pero «todavía no» del Reino Los Hechos de los Apóstoles narran que después de la ascensión de Jesús al cielo se presentaron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha sido llevado volverá como lo habéis visto marcharse» (Hch 1,11). Y Lucas, al final de su evangelio, narra que, luego de la ascensión de Jesús, los apóstoles volvieron a Jerusalén llenos de alegría y se pasaban el tiempo en el templo bendiciendo a Dios (Lc 28,53). El pensamiento del cielo no puede evadirnos de nuestros compromisos terrenos. Ya a lo largo de estas páginas hemos ido señalando que el cielo no nos lleva a despreciar la tierra ni a huir de este mundo adoptando una postura evasionista, más propia de un pensamiento dualista que de un pensamiento bíblico y cristiano. Ahora queremos volver sobre este tema Seguramente, el diálogo del pensamiento cristiano con el helenismo llevó a determinados sectores de la Iglesia a contaminarse de un cierto dualismo neoplatónico, alejado de la mentalidad unitaria e integral propia del pensamiento semítico y hebreo. Cuando Jesús comienza a proclamar su mensaje del Reino de los cielos y afirma que este ya está cercano (Mc 1,15), no se trata de una fantasía, y las señales del Reino son la curación de enfermos, el perdón de los pecados, las mujeres rehabilitadas, los excluidos reintegrados, los pobres evangelizados, la muerte vencida (Mt 4,23-25; Lc 7,18-23). Es el «ya sí» del Reino; es el cielo que comienza ya ahora; es el tesoro y la perla preciosa que vale la pena adquirir (Mt 13, 44-46). Pero el Reino de los cielos, el cielo, todavía no ha llegado plenamente: es el «todavía no» de todo pensamiento escatológico. Estamos en camino. Ahora, el Reino de los cielos es tan solo una pequeña semilla, un grano de mostaza, un poco de levadura (Mt 13,31-33). Nuestra experiencia diaria nos confirma que no estamos en el cielo, sino en un mundo de guerras, odios, violencia, pobreza, hambre, marginación, terrorismo, contaminación y destrucción de la naturaleza, enfermedades y muerte. El Reino de los cielos se enfrenta al Anti-reino; el trigo está mezclado con la cizaña, de modo que a veces es difícil de distinguir y separar (Mt 13,24-30). Es preciso tener paciencia, no 104 pretender adelantar el último día ni el juicio definitivo de Dios; estamos en tiempo de pasión y de cruz, no ha llegado aún la Pascua definitiva. Todos los despóticos intentos de querer implantar ya el cielo en la tierra, de programar la utopía y crear ya ahora un mundofeliz han fracasado, como queda simbolizado en el intento de los habitantes de Babel: tratar de construir con sus propias fuerzas una torre que llegara hasta el cielo (Gn 11,4). No podemos construir el cielo en la tierra. Según el Apocalipsis, la Jerusalén celestial no se eleva desde abajo, sino que desciende del cielo a la tierra (Ap 21). Somos peregrinos hacia la patria celestial; hemos de pedir que «venga tu Reino». Pero, aunque el cielo no se conquista, sino que se espera, es gracia y don del Espíritu y no es un futuro programado, sino un adviento esperado; la utopía del Reino de los cielos nos impulsa a caminar hacia ese horizonte, a comprometernos, a transfigurar la realidad y anticipar signos del Reino en nuestra historia. 105 El Reino comienza desde abajo Para ello hay que saber que este Reino de los cielos no comienza desde el poder y la riqueza, sino «desde abajo», desde los últimos (éschatoi), desde las víctimas de la historia, desde los mártires. No es un Reino davídico, sino nazareno, al estilo de Jesús de Nazaret. Es en plena persecución de Antíoco cuando los siete hermanos Macabeos y su madre mueren fieles a su fe, cuando irrumpe la esperanza en la resurrección, pues Yahvé no puede olvidarse de los que mueren por la fe, víctimas de la injusticia humana. De la cruz brota la esperanza de la resurrección. Por eso, no es casual que en la narración del juicio final de las naciones, según Mt 25,31-46, sean los últimos (éschatoi) los jueces de la historia. Nuestra acción u omisión en relación con los hambrientos, los sedientos, los desnudos, los enfermos, los extranjeros y los encarcelados será decisiva en orden a nuestra salvación o condenación. Todo el capítulo 25 de Mateo, con las parábolas de las diez jóvenes, de los talentos y del juicio final, es una exhortación a no caer en el pecado de omisión, sino a comprometernos, ya ahora, a tener las lámparas encendidas y con el aceite suficiente, a desarrollar los talentos y a no pasar de largo ante el hermano que sufre hambre, sed, desnudez, enfermedad o prisión. Por tanto, el Reino de los cielos implica una tarea histórica, supone el compromiso para realizar el proyecto de Dios: aquel paraíso que se significaba mítica y simbólicamente al comienzo del Génesis. Dios pide nuestra colaboración: «hay que ayudar a Dios» (Etty Hillesum). La esperanza final en el cielo implica comprometerse con la historia, transfigurar la realidad, comenzando por los desfigurados. El famoso cuadro de la transfiguración de Rafael, en San Pedro del Vaticano, expresa claramente el contraste entre la luminosidad del monte de la transfiguración, donde se encuentran Jesús y sus tres discípulos llenos de luz, y la oscuridad del valle, donde se debaten los otros discípulos con un niño epiléptico (Mc 9,2-27). Es en la oscuridad de la historia desfigurada donde hemos de proyectar la luz de la transfiguración evangélica, como ya hemos visto que señalaba Gaudium et spes 39. 106 Este es un trabajo inmenso, en el cual los bautizados, en colaboración con todas las personas de buena voluntad, intentamos transfigurar a las personas, las familias, las culturas, la sociedad, la economía, la política, las religiones, la Iglesia y toda la creación. Se trata de anticipar ya ahora, aunque sea de forma limitada y parcial, los cielos nuevos y la tierra nueva, donde ya no haya mar, porque, como hemos repetido, el mar bíblicamente significa muerte y caos (Ap 21,1). Toda la doctrina social de la Iglesia –desde Rerum novarum, de León XIII (1891), hasta la encíclica social de Francisco, Laudato si’ (2015)– apunta hacia este objetivo. Es la llamada «civilización del amor»; es la promoción de la fe y la justicia; es la lucha contra la injusticia; es la liberación de todas las estructuras de pecado social; es la opción por los pobres y marginados; es la denuncia de la idolatría del dinero y del paradigma tecnocrático, que destruye la naturaleza y margina y descarta a grandes multitudes. Todos los cambios positivos en el orden social, cultural, político o económico y todo el progreso real de la humanidad son fruto del Espíritu y anticipan el Reino de los cielos. Y son las personas santas las que mejor lo anticipan. Frente al intento prometeico de Babel, que conduce a la confusión y al caos, se alza la propuesta de Pentecostés (Hch 2), cuando el Espíritu derramado sobre toda la humanidad, representada por los apóstoles, es capaz de hacer llegar a todas las razas, lenguas y culturas el mensaje de Jesús. Es el Espíritu el que nos permite avanzar ya en esta tierra el proyecto del Reino. Y esto se centra en el amor (1 Jn 4,12), sobre todo a los más pobres y desvalidos (1 Jn 3,17). Estamos, pues, ante una constante tensión entre el «ya sí» y el «todavía no»; entre gratuidad y responsabilidad; entre contemplación y acción; entre esperanza y compromiso; entre el «muero porque no muero» de Teresa de Jesús y el «en todo amar y servir» de Ignacio de Loyola; entre monacato y vida apostólica activa, como Pablo, que desea estar ya con el Señor, pero prefiere permanecer en el mundo para el bien de su pueblo (Flp 1,21-26). Hemos de trabajar como si tuviéramos que vivir siempre y, a la vez, estar dispuestos a morir cada día. Es la tensión entre lo que los ángeles preguntan a los galileos (qué hacen mirando al cielo, adonde Jesús ha sido llevado [Hch 1,11]) y la Iglesia primitiva, que pide: «ven, Señor Jesús» (Ap 22,20). No se trata ni de caer en la presunción de querer construir una utopía puramente humana, una especie de torre de Babel, ni de quedarse de brazos cruzados, esperando 107 que el Reino venga de arriba sin nuestra colaboración. Ya lo advertía el sabio Qohélet: «Todo tiene tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar, [...] tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de hacer duelo y tiempo de bailar» (Qo 3,1-4). Todos somos siervos inútiles: ni siquiera hicimos lo que teníamos que hacer. Pero confiamos en la misericordia del Señor, como el niño que se pone en brazos de su madre. Acabemos con las palabras finales del Te Deum, el himno de acción de gracias de la Iglesia: «En ti, Señor, confié, no me veré defraudado para siempre». 108 Epílogo Hemos recorrido un largo camino desde los maestros de la sospecha hasta la firme esperanza del cielo cristiano, pasando por la fe de las primitivas religiones uránicas y de las grandes religiones en el más allá y por la fe de Israel, una fe que avanza lentamente desde el oscuro sheol hasta la esperanza de los mártires Macabeos en la resurrección de los muertos. Pero esta fe no alcanza su real novedad hasta la muerte y resurrección de Jesús, que es la resurrección y la vida. El Espíritu que resucitó a Jesús resucitará también nuestros pobres cuerpos mortales. Hemos pasado de los cadáveres pintados de ocre al cuerpo de Jesús resucitado y a la asunción de María, que nos abren el camino y anticipan nuestra propia resurrección y la comunión de los santos en un cielo nuevo y una tierra nueva. Los hermosos templos de las reducciones jesuíticas de América Latina tienen en su entrada la inscripción «Casa de Dios y puerta del cielo» (Gn 28,17). Es en la Iglesia donde recibimos la esperanza en la vida eterna y la seguridad de que el amor de Dios no quiere nuestra muerte y de que en la Iglesia se nos abre la puerta del cielo. Y aunque el cielo es un misterio, desde la fe algo barruntamos de lo que podemos esperar y, así, vivir con gozo transfigurando este mundo y anticipando ya el cielo en la tierra. Muchas veces los poetas son los que mejor intuyen los misterios. El poeta catalán Joan Maragall comienza su Canto espiritual con una firme afirmación de pertenencia a esta tierra y de escepticismo ante el cielo: «Si el mundo ya es tan bello y se refleja, oh Señor, con tu paz en nuestros ojos, ¿qué más nos puedes dar en otra vida?». Pero acaba su poema con una gran esperanza: «Y cuando venga la hora del temor en que estos ojos humanos se me cierren, ábreme tú, Señor, otrosojos más grandes para poder mirar tu faz inmensa. ¡Que la muerte sea para mí un mayor nacimiento!». 109 Y el poeta y místico castellano Juan de la Cruz nos presenta poéticamente el misterio último del cielo, la Trinidad: «Que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Aquella fonte está escondida, que bien sé yo do tiene su manida, aunque es de noche. Su origen no lo sé, pues no lo tiene, más sé que todo origen de ella viene, aunque es de noche. Sé que no puede ser cosa tan bella y que cielos y tierra beben de ella, aunque es de noche». [...] Bien sé que tres en una sola agua viva residen, y una de otra se deriva, aunque es de noche». Aunque sea de noche, esperamos los cielos nuevos y la tierra nueva (2 Pe 3,13) y queremos dar razón de nuestra esperanza (1 Pe 3,15). Y todo ello está centrado en Jesús, como canta un himno latino medieval, inspirado en San Bernardo, que une nuestra vida presente con la futura: «Oh Jesús de dulcísima memoria, que das la alegría verdadera, más dulce que la miel y toda cosa es para nuestras almas tu presencia. Nada tan suave para ser cantado, nada tan grato para ser oído, nada tan dulce para ser pensado, como Jesús, el Hijo del Altísimo. Tú eres esperanza del que sufre, tú eres tierno con el que te ruega, tú eres bueno con el que te busca, ¿qué no serás con el que te encuentra? No hay lengua que en verdad pueda decir, ni letra que en verdad pueda expresar; tan solo quien su amor experimenta es capaz de saber lo que es amarlo. Sé nuestro regocijo en este día, tú que serás nuestro futuro premio, y haz que solo se cifre nuestra gloria 110 en la tuya sin límite ni tiempo. Amén». En última instancia, el cielo es el encuentro con Jesús, nuestro cielo es Jesús. Pero este encuentro comienza ya aquí y ahora. El cielo comienza aquí. 111 Notas [1] Para la tercera edad es muy recomendable el libro de Dolores ALEIXANDRE, Las puertas de la tarde. Envejecer con esplendor, Sal Terrae, Santander 20072. [2] G. GRESHAKE, Más fuertes que la muerte, Sal Terrae, Santander 1981, 13-16. [3] J. MENACHO, ¿El cielo puede esperar?, Cuadernos «Cristianismo y Justicia», n. 119, Barcelona 2003. [4] J. GIMÉNEZ, Las preguntas que llevamos dentro, Cuadernos «Cristianismo y Justicia», n. 160, Barcelona 2009. [5] H. KÜNG, ¿Vida eterna?, Cristiandad, Madrid 1983, p. 12 [6] G. MARCEL, La Soif, Paris 1938. [7] J. L. SÁNCHEZ NOGALES, «Fenomenología de la frontera vital: islam e imágenes escatológicas» en (J. DE LA TORRE [ed.]), Enfermedad, dolor y muerte desde las tradiciones judeocristiana y musulmana, U. P. Comillas, Madrid 2011, pp. 409-413. [8] Me apoyo en Mircea ELIADE, Tratado de la historia de las religiones, Cristiandad, Madrid 1981. [9] Cf. V. BASCOPÉ, Espiritualidad originaria en el Pacha Andino, Verbo Divino, Cochabamba 20133, pp. 1- 16 [10] E. CAUREY, Teología guaraní, Charagua 2017, pp. 29-36. [11] Cf. J. I. TAMAYO ACOSTA, Para comprender la escatología cristiana, Verbo Divino, Estella 1993, pp. 34-52. [12] J. FLAQUER, «El sentido del dolor, de la enfermedad y de la muerte en el sufismo: el ser humano como un soplo en su viaje de regreso a Dios», en (J. DE LA TORRE [ed]), Enfermedad, dolor y muerte desde las tradiciones judeocristiana y musulmana, U. P. Comillas, Madrid 2011, pp. 431-446. [13] M. ELIADE, Historia de las ideas y de las creencias religiosas, I, Madrid 1978, p. 25. [14] Cf. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, La otra dimensión. Escatología cristiana, Sal Terrae, Santander 1975, pp. 62-101. [15] Cf. V. CODINA, El Espíritu del Señor actúa desde abajo, Sal Terrae, Santander 2015. [16] K. RAHNER, «La resurrección de la carne», en Escritos teológicos II, Taurus, Madrid 1961, pp. 209- 223. La Instrucción de la Congregación de la Doctrina de la Fe, de 25 de octubre de 2016, Ad resurgendum cum Christo, habla de «la doctrina cristiana de la inmortalidad del alma y de la resurrección del cuerpo» y admite la cremación de cadáveres, porque «la cremación del cadáver no toca el alma» (n. 4). [17] B. SESBOÜÉ, La resurrección de Cristo, Mensajero, Bilbao 1998, p. 30. [18] Cf. V. CODINA, Teología del Reino, Esfolai, Cochabamba 2016. [19] Cf. M. KEHL, Escatología, Sígueme, Salamanca 1992. [20] K. RAHNER, «Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas», en Escritos de teología, IV, Taurus, Madrid 1962, pp. 411-439. [21] FRANCISCO, Misericordiae vultus, Roma 2015. 112 [22] P. EVDOKIMOV, L’amour fou de Dieu, Paris 1973, 136. [23] Cf. G. AUGUSTIN, «¿Esperanza en la resurrección o doctrina de la reencarnación?», en (W. KASPER – G. AUGUSTIN [eds.]), Creo en la vida eterna, Sal Terrae, Santander 2017,47-76. [24] Una religiosa responsable de un hogar de niños discapacitados que siempre están en silla de ruedas, me decía que en el cielo estos niños podrán correr, ir en bicicleta y patines, subir a columpios y tiovivos... [25] Cf. K. RAHNER, «Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra relación con Dios», en Escritos de teología, III, Taurus, Madrid 1961, pp. 47-59. [26] De civitate Dei, 32, 30. [27] De civitate Dei, 22,5. [28] J. VIVES, «Vida después de la muerte»: Sal Terrae (noviembre 2000), pp. 813-827. [29] A. FOSSION, O Deus desejável, Edições Loyola, São Paulo 2015, p. 134. [30] Cf. Mª DOLORES LÓPEZ GUZMÁN, Aquí en el cielo, Sal Terrae, Santander 2016. [31] D. SÖLLE, Wählt das Leben, Stuttgart 1980, p. 119; cita en H. KÜNG, loc. cit., p. 197. [32] Cf. A. TORRES QUEIRUGA, ¿Qué queremos decir cuando decimos «Infierno»?», Sal Terrae, Santander 1995. [33] Cf. W. KASPER, La misericordia, Sal Terrae, Santander 2013, pp. 57.59. [34] Clodovis Boff defiende la postura tradicional, que sostiene que entre el tiempo y la eternidad existe el «evo» o tempieternidad de las almas sin cuerpo que esperan la resurrección de los cuerpos. Cf. C. BOFF, Escatologia, São Paulo 2012, pp. 32-41. También apoyan el estadio intermedio J. Ratzinger, C. Pozo y C. Ruini. [35] L. BOFF, Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 1983, p. 37. [36] IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los romanos VI,1.3–VII,2. [37] S. AGUSTÍN, Confesiones, Libro 9,10,23–11,28; CSEL 33,215-219. [38] K. RAHNER, Sobre la inefablidad de Dios, Herder, Barcelona 2005, pp. 50-52. [39] C. M. MARTINI, Creo en la vida eterna, San Pablo, Madrid 2012, p. 31. [40] Cf. W. KASPER, «Hasta que vuelvas en gloria. La liturgia como Sitz im Leben (contexto vital) de la escatología», en (W. KASPER – G. AUGUSTIN [eds.]), Creo en la vida eterna, Sal Terrae, Santander 2017, 77-108 [41] TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, III q. 60 a 3; q. 74 a 4 ; q. 79 a 2. [42] W. KASPER, loc. cit., p. 108. [43] H DE LUBAC, Méditation sur l´Église, Paris 1953, pp. 293-305. [44] In Ps. 36, sermo III, 4. 113 Índice Portada 3 Índice 4 Introducción 8 1. Los maestros de la sospecha 11 2. El cielo, símbolo sagrado 15 3. Escatología y cielo en las grandes religiones 19 Mesopotamia y Egipto 20 Hinduismo 21 Taoísmo y confucionismo 23 Grecia y el orfismo 24 Escatología iraniana 26 Budismo y liberación del dolor 27 Paraíso en el islam 29 Conclusión 31 4. Aproximación a la esperanza de Israel. El Dios de la promesa[14] 33 Personalidad corporativa 35 Justicia divina distributiva 36 El «Sheol» 38 5. La fe de Israel en la resurrección 40 El deseo del justo de estar junto a Dios 41 La restauración nacional 43 De la profecía a la apocalíptica: resurrección 45 Resurrección de los muertos e inmortalidad del alma 47 6. La esperanza escatológica del Nuevo Testamento 50 La expectativa mesiánica del Reino en tiempos de Jesús 51 Características del Reino anunciado por Jesús 53 El Reino es buena noticia 53 El Reino es inseparable de Jesús 54 El Reino es comunión 54 El Reino de Dios es victoria sobre el pecado y llamada a la conversión 55 El Reino es misericordia con los marginados 56 114 El Reino es conflictivo 58 El Reino es utopía y gozo escatológico 58 7. El misterio pascual 61 Muerte y resurrección de Jesús[19] 62 El descenso de Jesús a los infiernos64 La resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento 65 8. Escatología colectiva 67 La Parusía 68 La resurrección de los muertos 70 La nueva creación 72 Reencarnación y resurrección 74 9. El cielo, o la vida eterna 75 10. Cuestiones difíciles 83 ¿Muerte eterna? 84 El purgatorio 87 ¿Estadio intermedio? 89 11. La hermana muerte 90 12. El cielo en la liturgia 96 La eucaristía como contexto vital de la escatología 97 El cielo y la comunión de los santos en la liturgia eucarística 99 13. Compromiso por el Reino de los cielos 103 El «ya sí», pero «todavía no» del Reino 104 El Reino comienza desde abajo 106 Epílogo 109 Notas 112 115 Portada Índice Introducción 1. Los maestros de la sospecha 2. El cielo, símbolo sagrado 3. Escatología y cielo en las grandes religiones Mesopotamia y Egipto Hinduismo Taoísmo y confucionismo Grecia y el orfismo Escatología iraniana Budismo y liberación del dolor Paraíso en el islam Conclusión 4. Aproximación a la esperanza de Israel. El Dios de la promesa[14] Personalidad corporativa Justicia divina distributiva El «Sheol» 5. La fe de Israel en la resurrección El deseo del justo de estar junto a Dios La restauración nacional De la profecía a la apocalíptica: resurrección Resurrección de los muertos e inmortalidad del alma 6. La esperanza escatológica del Nuevo Testamento La expectativa mesiánica del Reino en tiempos de Jesús Características del Reino anunciado por Jesús El Reino es buena noticia El Reino es inseparable de Jesús El Reino es comunión El Reino de Dios es victoria sobre el pecado y llamada a la conversión El Reino es misericordia con los marginados El Reino es conflictivo El Reino es utopía y gozo escatológico 7. El misterio pascual Muerte y resurrección de Jesús[19] El descenso de Jesús a los infiernos La resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento 8. Escatología colectiva La Parusía La resurrección de los muertos La nueva creación Reencarnación y resurrección 9. El cielo, o la vida eterna 10. Cuestiones difíciles ¿Muerte eterna? El purgatorio ¿Estadio intermedio? 11. La hermana muerte 12. El cielo en la liturgia La eucaristía como contexto vital de la escatología El cielo y la comunión de los santos en la liturgia eucarística 13. Compromiso por el Reino de los cielos El «ya sí», pero «todavía no» del Reino El Reino comienza desde abajo Epílogo Notas