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Titulo original: Theorie und Therapie der Neurosen 
Traducción: Constantino Ruiz-Garrido
Diseño de la cubierta: Claudio Bado
Edición Digital: Grammata.es
© 1987, Ernst Reinhardt GmbH & Co. Verlag, Múnich
© 1992, Herder Editorial S.L., Barcelona
I.S.B.N. digital: 978-84-254-2795-4
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los
titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Más información: Sitio del libro
Herder
www.herdereditorial.com
4
http://www.grammata.es
https://www.herdereditorial.com/section/2385/
http://www.herdereditorial.com
In memoriam Oswald Schwarz
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PRÓLOGOS
A la primera edición alemana
La presente obra nació de las lecciones que di en la Universidad de Viena sobre los
temas «teoría de las neurosis y psicoterapia» o «teoría y terapia de las neurosis». Dichas
lecciones fueron completadas por apuntes de conferencias pronunciadas en otros lugares.
En tales circunstancias son inevitables las reiteraciones, que tampoco vienen mal, si se
tiene en cuenta la finalidad didáctica de la obra.
Por otro lado, en tales circunstancias no pueden evitarse tampoco las omisiones,
puesto que son muchos los caminos que cruzan el «vasto campo» del alma (Arthur
Schnitzler). En realidad, el camino elegido no es arbitrario, ni el único posible, ni el único
necesario. Pero conduce a través de las perspectivas que permiten apreciar la
problemática y la sistemática de toda teoría y terapéutica de las neurosis. ¡Mis colegas
tienen la palabra!
Toda teoría y terapéutica de las neurosis debe subir y bajar por una escala del cielo
que se apoye en el terreno de la experiencia clínica y se alce hasta el espacio de lo que
queda más allá de la clínica. Por razones heurísticas y fines didácticos hay que proceder
en esto como si hubiera diferentes peldaños en esa escala de Jacob: en realidad no hay
neurosis de origen puramente somático, psíquico o noético, sino más bien casos mixtos,
casos en los que, según las circunstancias, aparece en el primer plano de las
concepciones teóricas o de los fines terapéuticos un factor de origen somático o psíquico
o noético. Léase entre líneas esta «reserva mental».
V.E. Frankl
A la cuarta edición alemana
En comparación con las ediciones anteriores, la nueva edición ha sido abreviada en
parte y en parte ampliada. Fue ampliada principalmente con una introducción algo
extensa que pusiera la obra al día y tuviese en cuenta el estado actual de la investigación
y la práctica en materia de logoterapia. La introducción es fruto de un seminario sobre
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theory and therapy of neuroses, en el que impartí enseñanzas durante los trimestres de
invierno de estos últimos años, en el marco de mi cátedra de logoterapia en la United
States International University de San Diego (California).
Diré una palabra sobre la bibliografía, que ha quedado enteramente actualizada y
refleja el novísimo estado de las obras sobre logoterapia. La revisión ha hecho que
publicaciones más recientes sustituyeran a las que ya eran algo antiguas. La bibliografía
es completa únicamente con respecto al apartado 1 (obras publicadas) y al apartado 3
(tesis doctorales). En efecto, en ambos apartados se han recogido también trabajos que
habían sido traducidos a una lengua extranjera o que se habían publicado en una lengua
distinta del alemán. Esto último se aplica también a mis publicaciones de las tres obras
Psychotherapy and existentialism, The unheard cry for meaning y The will to meaning,
que fueron escritas en inglés y no han sido traducidas al alemán (aunque sí a otros
idiomas). La obra que lleva por título Der Wille zum Sinn no es una versión alemana de
The will to meaning. Y la mayoría de las tesis doctorales se han escrito también en
inglés.
Sólo me resta dar las gracias a los que en su tiempo fueron auxiliares y discípulos
míos, y por los que pude utilizar tanto material casuístico que la logoterapia quedó
demostrada en la práctica.
Viena-San Diego (California) 1974-1975 Viktor E. Frankl
A la quinta edición alemana
En comparación con la cuarta edición, el texto se ha modificado sólo en unos pocos
pasajes. Los complementos del texto se han sintetizado en algunas observaciones propias
de la quinta edición[1]. La bibliografía ha sido refundida profundamente y puesta al día.
Las obras citadas harán quizás que el lector escuche el eco que la logoterapia ha
suscitado en todas partes.
Viena, marzo de 1982 Viktor E. Frankl
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INTRODUCCIÓN
 ¿QUÉ ES LA LOGOTERAPIA?
Antes de que pasemos a decir lo que es propiamente la logoterapia, conviene decir
primero lo que no es: la logoterapia no es una panacea. La determinación del «método
de la elección», en un caso determinado, viene a ser una ecuación con dos incógnitas:
ψ = x + y
donde x representa la singularidad y unicidad de la personalidad del paciente, e y la no
menos singular y única personalidad del terapeuta. Para decirlo con otras palabras: ni
cualquier método se puede aplicar en todos los casos con las mismas perspectivas de
éxito, ni cualquier terapeuta puede poner en práctica con la misma eficacia cualquier
método. Y lo que hay que afirmar en general acerca de la psicoterapia, hay que afirmarlo
también en particular acerca de la logoterapia. Para decirlo brevemente, nuestra ecuación
puede completarse expresándola de la siguiente manera:
ψ = x + y = λ
Y, sin embargo, Paul E. Johnson se atrevió una vez a decir: «La logoterapia no es una
terapia rival frente a otras, sino que pudiera constituir para las mismas un reto gracias a
su factor plus.» Lo que constituye ese «factor plus» (o factor de complemento), nos lo
describe N. Petrilowitsch al afirmar que la logoterapia, por contraste con todas las demás
psicoterapias, no permanece en el plano de la neurosis, sino que va más allá de ella y
penetra en la dimensión de los fenómenos específicamente humanos («Über die Stellung
der Logotherapie in der klinischen Psychotherapie», Die medizinische Welt 2790, 1964).
De hecho, el psicoanálisis considera la neurosis como el resultado de procesos
psicodinámicos[2], e intenta por tanto tratar la neurosis poniendo en juego nuevos
procesos psicodinámicos, por ejemplo, la trasferencia; la terapéutica de la conducta,
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muy ligada a la teoría del aprendizaje, vuelve a considerar la neurosis como un producto
de determinados procesos de aprendizaje o condi tioning processes, y se esfuerza por
tanto en influir en la neurosis introduciendo algo así como un «volver a aprender» o
«procesos de recondicionamiento» (reconditioning processes). En contraste con ello, la
logoterapia asciende a la dimensión humana, y de esta manera llega a ser capaz de acoger
en su instrumental los fenómenos específicamente humanos que encuentra en esa
dimensión. Se trata de las dos características antropológicas fundamentales de la
existencia humana, que se dan en esa dimensión: su autotrascendencia (Viktor E. Frankl,
en Handbuch der Neurosenlehre und Psychotherapie, Urban und Schwarzenberg,
Munich 1959), en primer lugar, y, en segundo lugar, la capacidad para distanciarse de sí
mismo, una capacidad que caracteriza no menos como humano al existir del hombre
como tal (Viktor E. Frankl, Der unbedingte Mensch, Franz Deuticke, Viena 1949, p. 88).
La autotrascendencia señala el hecho antropológico fundamental de que el existir
humano siempre hace referencia a algo que no es ese mismo existir, a algo o a alguien, a
un sentido que hay que cumplir o a la existencia de un ser humano solidario con el que se
efectúa un encuentro. Por tanto, el hombre no llega a ser realmente hombre y no llega a
ser plenamente él mismo sino cuando se entrega a una tarea, cuando no hace caso de sí
mismo o se olvida de sí mismo al ponerse al servicio de una causa o al entregarse al amor
de otra persona. Ocurre lo mismo que con el ojo, que no es capaz de ejercer su misión
de ver el mundo sino en la medida en que no se ve a sí mismo. ¿Cuándo ve el ojo algo
de sí mismo? Únicamente cuando está enfermo: cuandopadezco de catarata y veo una
«nube», o cuando padezco de glaucoma y veo alrededor una fuente de luz con los
colores del arco iris, entonces mi ojo ve algo de sí mismo, entonces mi ojo percibe su
propia enfermedad. Pero en esa misma medida se ha trastornado mi capacidad de visión.
Si no integramos la autotrascendencia en la imagen que nos formamos del hombre, no
lograremos comprender la neurosis de masas ante la que nos hallamos hoy día. El
hombre, en general, no se encuentra ya frustrado sexualmente, sino existencialmente.
Hoy día, el hombre no padece tanto por sentimientos de inferioridad cuanto por el
sentimiento del absurdo (Viktor E. Frankl, The feeling of meaninglessness, «The
American Jour nal of Psychoanalysis» 32 [1972] 85). Y ese sentimiento del absurdo
suele ir acompañado de un sentimiento de vacío, de un vacío existencial (Viktor E.
Frankl, Pathologie des Zeitgeistes, Franz Deu ticke, Viena 1955). Y se puede probar
que ese sentimiento de que la vida no tiene ya sentido, va cundiendo. Alois Habinger, a
base de una población idéntica de medio millar de aprendices, pudo demostrar que, en
unos cuantos años, el sentimiento del absurdo se había incrementado más del doble
(comunicación personal). Kratochvil, Vymetal y Kohler mostraron que el sentimiento del
absurdo no se limita a los países capitalistas, sino que se observa también en los Estados
comunistas, en los que ha penetrado «sin visado». Y la indicación de que ese sentimiento
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se observa también en los países en vías de desarrollo, se la debemos a L.L. Klitzke
(Students in Emerging Africa. Logotherapy in Tanzania, «American Journal of
Humanistic Psychology» 9 [1969] 105) y a Joseph L. Philbrick.
Si ahora nos preguntamos qué es lo que produce y puede originar el vacío existencial,
se nos ofrecerá la siguiente explicación: Por contraste con el animal, al hombre no le
dicen los instintos ni las pulsiones lo que tiene que hacer. Y por contraste con épocas
anteriores, hoy día no hay ya tradiciones que le digan lo que debe hacer. Al no saber lo
que tiene que hacer y al no saber lo que debe hacer, el hombre no sabe ya tampoco a
ciencia cierta qué es lo que él quiere. ¿La consecuencia? Una de dos: o el hombre quiere
únicamente lo que los demás hacen, y eso se llama conformismo. O bien ocurre lo
inverso: él hace únicamente lo que los demás quieren, en cuyo caso tenemos el
totalitarismo. Hay, además, otro fenómeno que es consecuencia del vacío existencial; se
trata de un neuroticismo específico, a saber, la neurosis noógena (Viktor E. Frankl, Über
Psychothe rapie, «Wiener Zeitschrift für Nervenheilkunde» 3 [1951] 461), la cual se
deriva etiológicamente del sentimiento del absurdo, de la duda de que la vida tenga un
sentido, de la desesperación de que exista en absoluto tal sentido[3].
Esto no quiere decir que esa desesperación sea ya en sí patológica. Preguntar por el
sentido de la existencia, más aún, cuestionar en general ese sentido, es un acto humano
más bien que un padecimiento neurótico; por lo menos, se manifiesta en él madurez
intelectual: no se acepta ya sin críticas y sin preguntas la oferta de un sentido, sin
reflexionar sobre él, tomándolo sencillamente de las manos de la tradición. No, sino que
el sentido debe descubrirse y hallarse de manera independiente y por sí mismo. Por
tanto, el modelo médico no se puede aplicar sin más a la frustración existencial. Si ésta es
una neurosis, entonces se trata de una neurosis sociógena. Porque es un hecho
sociológico —a saber, la pérdida de la tradición—, lo que hace que el hombre de hoy se
sienta existencialmente tan inseguro.
Hay también formas larvadas de frustración existencial. Mencionaré únicamente los
casos, frecuentes sobre todo entre la juventud universitaria, de suicidio[4], la
drogodependencia, el alcoholismo tan difundido y la creciente delincuencia (juvenil). Hoy
día no es difícil demostrar lo mucho que interviene en todo ello la frustración existencial.
En concreto, con el PIL-Test, desarrollado por James C. Crumbaugh (y que puede
obtenerse de Psychometric Affiliates, 1620 East Main Street, Murfreesboro, Tennesse
37130, Estados Unidos de América), se dispone de un instrumento de medición para
cuantificar el grado de la frustración existencial. Y recientemente Elisabeth S. Lukas, con
su Logo-Test, ha hecho una nueva aportación a las investigaciones exactas y empíricas
llevadas a cabo por la logoterapia («Para validar la logoterapia», en Viktor E. Frankl, La
voluntad de sentido. Conferencias escogidas sobre logoterapia, Herder, Barcelona,
1/42008)[5].
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Por lo que respecta a los suicidios, la Idaho State University examinó atentamente los
casos de 60 estudiantes universitarios que habían intentado suicidarse, y en el 85 % de
los casos el resultado fue que «la vida no significaba ya nada para ellos». Se comprobó
que el 93 % de esos universitarios que padecían el sentimiento del absurdo se hallaban en
excelente estado de salud física, participaban activamente en la vida social, habían
obtenido excelentes calificaciones en sus estudios, y vivían en buena armonía con sus
respectivas familias (comunicación personal de Vann A. Smith).
Por lo que respecta a la drogodependencia, William J. Chalstrom, director de un
centro de la Marina para rehabilitación de drogadictos, no vacila en afirmar: «Más del 60
% de nuestros pacientes se quejan de que su vida carece de sentido» (comunicación
personal). Betty Lou Padelford (tesis doctoral, United States International University,
1973) pudo probar estadísticamente que la razón de fondo de la drogodependencia no es,
ni mucho menos, la «débil imagen del padre», como acusan a menudo los psicoanalistas,
sino que la investigadora, basándose en los 416 estudiantes universitarios por ella
examinados, pudo mostrar que el grado de frustración existencial se halla en correlación
significativa con el índice de adicción a las drogas (drug involvement index): dicho
índice, en los casos de personas no frustradas existencialmente, alcanzaba un promedio
de 4,25, mientras que en los casos de personas frustradas existencialmente el promedio
era de 8,90, es decir, más del doble. Los resultados obtenidos en estas investigaciones
concuerdan también con los datos obtenidos por Glenn D. Shean y Freddie Fechtman
(Purpose in life scores of student marihuana users, «Journal of Clinical Psychology» 27
[1971] 112).
Se comprende obviamente que una rehabilitación que tenga en cuenta la frustración
existencial como factor etiológico y que la suprima mediante una intervención
logoterapéutica es una rehabilitación prometedora de éxito. Y, así, vemos que, según
«Medical Tribune» (3,19 [1971]), de los 36 drogadictos que fueron atendidos por la
Clínica Neurólogica de la Universidad de Viena, después de un tratamiento que duró 18
meses únicamente dos personas se habían logrado librar con seguridad de la toxicomanía,
lo que equivale a un porcentaje del 5,5. En la República Federal de Alemania, «entre
todos los jóvenes drogadictos que se someten a tratamiento médico, menos del 10 %
pueden contar con la curación» («Österreichische Ärztezeitung», 1973). En los Estados
Unidos de América el promedio es del 11 %. Sin embargo, Alvin R. Fraiser, en el Centro
de rehabilitación para drogadictos de California, del que es di rector, aplica métodos
logoterapéuticos y cuenta con un promedio de curaciones del 40 %.
Algo análogo se puede decir del alcoholismo. Entre los casos graves de alcoholismo
crónico se ha observado que el 90 % padecían de un inmenso sentimiento del absurdo de
su propia vida (Annemarie von Forstmeyer, The will to meaning as a prerequisite for
selfactualization, tesis doctoral, California Western University, 1968). No es extraño que
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James C. Crumbaugh, basándose en tests, comprobara objetivamente en casos de
alcoholismo el éxito de la logoterapia de grupo, y comparándolo con el éxito obtenido con
otros métodos de tratamiento, pudiera afirmar: «Tan sólo la logoterapia mostraba una
mejora estadísticamente significativa» (Changes in Frankl’s existential vacuumas a
measure of therapeutic outcome, «Newsletter for Research in Psychology» 14 [1972]
35).
Con respecto a la delincuencia, W.A.M. Black y R.A.M. Gregson, de una universidad
de Nueva Zelanda, averiguaron que la delincuencia y el sentido de la vida se hallan
mutuamente en proporción inversa. Los reclusos que habían ingresado repetidas veces en
prisión en las cárceles del país, al aplicárseles el test de Crumbaugh, se diferenciaban del
promedio de la población en una proporción de 86 a 115 (Purpose in life and
neuroticism in New Zealand prisoners, «Br. J. soc. clin. Psychol.» 12 [1973] 50).
Como pudieron demostrar investigadores de la conducta de la escuela de Konrad
Lorenz, la agresividad que —por ejemplo, en la pantalla de televisión— es desviada hacia
objetos inocuos y experimenta en ellos una abreacción, llega entonces a provocarse
realmente y, de esta manera, encuentra camino más expedito. En un sentido general lo
sintetiza así la socióloga Carolyn Wood Sherif, de la Pennsylvania State University: «Hay
un conjunto muy importante de pruebas experimentales de que el éxito en la ejecución de
acciones agresivas, lejos de reducir la agresión subsiguiente, es la mejor manera de
aumentar la frecuencia de las respuestas agresivas» (Scott, Berkowitz, Pandura, Ross y
Walters). «Tales estudios han abarcado tanto la conducta animal como la conducta
humana» (Intergroup conflict and competition: Social-psychological analysis, Scientific
Congress, XXª Olimpíada, Munich, conferencia pronunciada el 22 de agosto de 1972).
Además, la profesora Sherif, de los Estados Unidos, nos ha hecho saber que la idea
popular de que la competición en certamen deportivo es el sustitutivo de la guerra, pero
sin derramamiento de sangre, es una idea equivocada: tres grupos de jóvenes que
competían en un estadio deportivo a puerta cerrada habían establecido agresiones unos
contra otros mediante los certámenes deportivos, en vez de suprimir tales agresiones.
Pero lo más interesante viene ahora: en una sola ocasión quedaron como barridas las
agresiones del centro deportivo. Y eso fue cuando el carro que transportaba las
provisiones al campamento se quedó atascado en el barro, y los jóvenes tuvieron que
movilizarse para desatascarlo. Esa «entrega a una tarea»[6] que exigía un gran esfuerzo,
pero que tenía pleno sentido, logró que se «olvidaran» literalmente las agresiones de los
muchachos (Viktor E. Frankl, El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la
psicoterapia, Herder, Barcelona, 1/72009).
Con esto nos hallamos ya ante las posibilidades de una intervención logoterapéutica,
que como tal —es decir, como logoterapéutica— tienda a la superación del sentimiento
del absurdo (de que la propia vida no tiene sentido) y a poner en marcha procesos para
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hallar un sentido. De hecho, Louis S. Barber, en el centro de rehabilitación para
delincuentes dirigido por él, y en un tiempo de seis meses, fue capaz de elevar el nivel de
experiencias de tener sentido en la vida, averiguadas mediante la aplicación de tests,
haciendo que ese nivel pasara de 86,13 a 103,46. Y lo logró convirtiendo el centro de
rehabilitación en una especie de «ambiente logoterapéutico». Y mientras la tasa media de
reincidencias era en los Estados Unidos del 40 %, Barber podía contar con una tasa de
reincidencias de sólo el 17 %[7].
Después de examinar las múltiples y variadas manifestaciones y expresiones de la
frustración existencial, debemos preguntarnos ahora cuál será la condición del existir
humano: cuál es el presupuesto ontológico de que, por ejemplo, los 60 universitarios
examinados por la Idaho State University intentaran cometer suicidio, sin que existieran
previamente razones psicofísicas o socioeconómicas. Para decirlo con una sola palabra:
hay que estudiar cómo está constituida la existencia humana para que sea posible, en
general, la frustración existencial. Con otras palabras: empleando la expresión misma de
Kant, estudiaremos cuál es la «condición de posibilidad» de la frustración existencial. Y
no andaremos muy descaminados, si suponemos que el hombre está estructurado de tal
manera que su condición es tal que sencillamente no puede prescindir de tener un sentido
en su vida. Para decirlo brevemente, no entenderemos la frustración de una persona si
primero no entendemos su motivación. Y la presencia en todas partes del sentimiento del
absurdo (del sentimiento de que la propia existencia no tiene sentido), nos servirá de
indicador cuando tratemos de saber cuál es la motivación primaria, qué es lo que el
hombre quiere supremamente.
La logoterapia enseña que el hombre, en el fondo, está penetrado de una «voluntad de
sentido» (Viktor E. Frankl, Der un bedingte Mensch, Franz Deuticke, Viena 1949).
Ahora bien, esta teoría suya de la motivación puede definirse operacionalmente, aun
antes de su verificación y validación empíricas. Y puede hacerse dando la siguiente
explicación: Llamamos sencillamente voluntad de sentido a aquello que se frustra en el
hombre siempre que éste cae en el sentimiento del absurdo y del vacío.
James C. Crumbaugh y Leonard T. Maholick («Eine experimentelle Untersuchung im
Bereich der Existenzanalyse: Ein psychometrischer Ansatz zu Viktor Frankls Konzept der
“noogenen Neurose”», en Die Sinnfrage in der Psychotherapie, obra publicada bajo la
dirección de Nikolaus Petrilowitsch, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt
1972) y asimismo Elisabeth S. Lukas (Logotherapie als Persönlichkeitstheorie, tesis
doctoral, Viena 1971), en experimentos con miles de sujetos, se han esforzado por lograr
la fundamentación empírica de la doctrina acerca de la voluntad de sentido. Mientras
tanto se van conociendo cada vez más estadísticas que ponen de relieve la legitimidad de
nuestra teoría acerca de la motivación. Entre los abundantes materiales que se han
recogido en estos últimos tiempos, escogeré tan sólo los resultados de un proyecto de
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investigación, realizado conjuntamente por la University of California y el American
Council on Education. Entre 189 733 estudiantes universitarios de 360 universidades, el
interés primario del 73,7 % —se trata del porcentaje más elevado— se cifraba en un solo
objetivo: «Llegar a una concepción del mundo en la que la vida tuviese pleno sentido.»
El informe fue publicado en 1974. El año 1972 el porcentaje había sido únicamente del
68,1 % (Robert L. Jacobson, The chronicle of higher education).
Debemos referirnos también a los resultados de una investigación estadística realizada
durante dos años, y que fueron publicados por la instancia suprema de la investigación
psiquiátrica en los Estados Unidos de América, el National Institute of Mental Health. De
esos resultados se desprende que 7948 estudiantes, encuestados en 48 centros
norteamericanos de enseñanza superior, respondieron de la siguiente manera: un 16 %
aproximadamente consideraban como objetivo de su vida «ganar mucho dinero»,
mientras que el grupo más importante —se trataba del 78 %— no querían más que una
sola cosa: «encontrar un sentido para mi vida.»
Dediquémonos ahora a la cuestión acerca de lo que pudiéramos emprender frente a la
frustración existencial, es decir, la frustración de la voluntad de sentido, y frente a la
neurosis noógena —hacía poco hablábamos de la interpretación del sentido, del dar
sentido a algo—. Ahora bien, propiamente no se puede dar sentido, y menos el terapeuta.
éste no puede dar sentido a la vida del propio paciente, o entregar ese sentido al paciente
para que se ponga en camino. El sentido debe hallarse. Y en cada caso no puede hallarlo
sino uno mismo. Y este asunto lo lleva a cabo la propia conciencia moral. En este sentido
hemos designado la conciencia moral como el «órgano de sentido» (Viktor E. Frankl,
«Logotherapie und Religion», en Psycho therapie und religiöse Erfahrung, obra
publicada bajo la dirección de Wilhelm Bitter y Ernst Klett, Stuttgart 1965). Por tanto, el
sentido no puede darse como quien da una prescripción médica. Pero lo que sí
podríamos hacer es describir lo que pasa en el interiordel hombre, siempre que él se
pone a buscar un sentido. En efecto, se ha visto que el hallar un sentido termina en la
percepción de una forma, tal y como lo entienden Max Wertheimer y Kurt Lewin, que
hablan ya del «carácter de exigencia» que es inherente a determinadas situaciones. Sólo
que en forma de sentido no se trata de una «figura» que nos salte a la vista desde un
«trasfondo», sino que lo que se percibe siempre al hallar el sentido es, sobre el trasfondo
de la realidad, una posibilidad: la posibilidad de trasformar de una o de otra manera la
realidad.
Ahora se ve que el hombre llano y sencillo, es decir, el hombre que durante años no se
ha visto expuesto a la indoctrinación, sea como estudiante universitario en el terreno
académico, sea como paciente en el sofá del analista, sabe desde siempre por qué
caminos puede hallarse sentido y llenar de sentido la propia vida. A saber,
primordialmente realizando una acción o creando una obra, es decir, creativamente. Pero
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también por medio de una experiencia, esto es, cuando experimentamos algo o a alguien,
y experimentar a alguien en toda su singularidad y unicidad significa amarle. La vida se
muestra como incondicionalmente significativa, permanece llena de sentido —tiene
sentido y lo conserva— en todas las condiciones y circunstancias. Porque, en virtud de
una autocomprensión ontológica prerreflexi va, de la que destila toda una axiología,
sabe también no menos el hombre de la calle[8] que, aun en el caso —o, mejor,
precisamente en el caso— de que se vea confrontado con un hecho inmutable, es capaz
de demostrar su humanidad precisamente en el dominio de esa situación: es capaz de dar
testimonio de lo que el hombre puede hacer. Por tanto, lo que entonces cuenta es la
actitud y la postura con que el hombre encaje los ineludibles golpes del destino en la vida.
Por consiguiente, al hombre le ha sido dado y permitido arrancarle y ganarle a la vida un
sentido. Y eso hasta su último aliento.
Desarrollada originalmente de manera intuitiva esta logoteoría dentro del marco de la
logoterapia, o doctrina acerca de los denominados originalmente «valores creativos,
valores de vivencia y de actitud» (Viktor E. Frankl, Zur geistigen Problematik der
Psychotherapie, «Zentralblatt für Psychotherapie» 10 [1938] 33), ha sido entretanto
verificada y validada empíricamente. Y, así, Brown, Casciani, Crumbaugh, Dansart,
Durlak, Kratochvil, Lukas, Lunceford, Mason, Meier, Murphy, Planova, Popielski,
Richmond, Roberts, Ruch, Sallee, Smith, Yarnell y Young han podido comprobar que el
hallar el sentido y colmar de sentido son cosas independientes de la edad y grado de
formación, del sexo masculino o femenino, y del hecho de que uno sea persona religiosa
o irreligiosa, y, si profesa una religión, del credo religioso que se profese. Y lo mismo hay
que decir del cociente de inteligencia (CI; Viktor E. Frankl, La presencia ignorada de
Dios, Herder, Barcelona, 1/122006). Finalmente, Bernard Dansart, con ayuda de un test
desarrollado por él, ha podido legitimar empíricamente la introducción del concepto
«valores de actitud» (Development of a scale to measure attitudinal values as defined
by Viktor Frankl, tesis doctoral, Northern Illinois University, 1974).
¿Cuál es la aplicación práctica de esta logoteoría en el ejercicio de la psicoterapia? Me
gustaría citar aquí el caso de una enfermera que me fue presentada en el marco de un
seminario que di para el Departamento de psiquiatría de la Stanford University. Esta
paciente sufría un cáncer no operable, y ella lo sabía. Entró llorando en la habitación en
la que estaban reunidos los psiquiatras de Stanford, y con voz ahogada por las lágrimas
habló de su vida, de sus hijos, inteligentes y con éxito, y de lo difícil que le resultaba
decir adiós a todo eso. Hasta ese momento —lo diré abiertamente— no había tenido yo
ocasión para introducir en las conversaciones ideas sobre la logoterapia. Pero ahora se
pudo convertir en algo positivo, se pudo comprender e interpretar como cosa llena de
sentido aquello que a los ojos de esa mujer había sido lo más negativo: el tener que
abandonar lo más preciado que había para ella en el mundo. No necesité más que
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preguntarle qué diría una mujer que no tuviese hijos. Yo estaba convencido de que,
incluso la vida de una mujer que no hubiera tenido hijos, no tenía por qué ser absurda.
Pero me imaginaba perfectamente que esa mujer estu viera desesperada porque no había
nada ni nadie «que ella tuviera que dejar en el mundo», cuando llegase la hora de partir
de este mundo. En ese instante brilló el rostro de la paciente. De repente había llegado a
ser consciente de que lo que interesa no es que tengamos que decir adiós a todo, porque
antes o después todos tendremos que hacerlo, sino que lo que interesa es que haya algo a
lo que tengamos que decir adiós. Algo que podamos dejar en el mundo: algo con lo que
podamos cumplir un sentido y que nos llene en el día en que se cumpla nuestro tiempo.
Sería difícil describir lo aliviada que se sintió la paciente, después qué el diálogo socrático
que habíamos mantenido entre nosotros tomó un giro copernicano. Ahora desearía
establecer un contraste entre el estilo logoterapéutico de una intervención y el estilo
psicoanalítico, tal como puede verse por un trabajo de Edith Weisskopf-Joelson
(seguidora norteamericana del psicoanálisis, que actualmente ha optado por la
logoterapia): «El efecto desmoralizador de la negación del sentido de la vida,
principalmente del sentido profundo que potencialmente es inherente al sufrimiento,
puede ilustrarse con ayuda de la psicoterapia que un freudiano aplicó a una mujer que
padecía de cáncer incurable.» Y Weisskopf-Joelson hace que K. Eissler tome la palabra:
«Esta mujer comparaba la plenitud de sentido de su vida anterior con el absurdo de su
fase actual; pero aun ahora, cuando esta mujer no podía ya ejercer su profesión y tenía
que permanecer echada durante muchas horas del día, su vida seguía siendo significativa,
pensaba ella, y lo seguía siendo porque su vida seguía siendo importante para sus hijos, y
ella de esta manera tenía que cumplir una tarea. Pero una vez que la trasladaron al
hospital, sin perspectiva de volver jamás a casa, y cuando ya no fue capaz de abandonar
la cama, esta mujer se convertiría en un amasijo de carne inútil y perezosa y su vida
perdería todo sentido. Es verdad que esta mujer estaba dispuesta a soportar todos los
dolores, mientras ello siguiera teniendo algún sentido. Pero, ¿para qué quería yo
condenarla a soportar sus padecimientos en un momento en que la vida había dejado ya
hacía mucho tiempo de tener sentido? Yo repliqué que esa mujer —a mi parecer— había
cometido un burdo error; porque toda su vida había carecido de sentido, y desde siempre
había vivido sin sentido, aun antes de que estuviera enferma. Hallar un sentido a la vida,
dije yo, es algo que los filósofos habían intentado siempre inútilmente. Y, por tanto, la
única y exclusiva diferencia que había entre su vida anterior y su vida actual era que, en
la fase anterior de su vida, ella había sido capaz todavía de creer que la vida tuviese un
sentido, mientras que en la fase actual no era ya capaz de creerlo. En realidad, le dije
encarecidamente, las dos fases de su vida habían carecido absolutamente de sentido.
Ante esta revelación, la paciente se llenó de perplejidad, me dijo que apenas comprendía
lo que yo quería decirle y prorrumpió en lágrimas»[9].
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Eissler no sólo no inspiró a la paciente la fe en que incluso el sufrimiento puede tener
un sentido, sino que, además, llegó a quitarle la fe en que toda su vida hubiera podido
tener incluso el más mínimo sentido. Pero no nos preguntemos sólo como un
psicoanalista, sino también como un terapeuta de la conducta, cuando nos hallemos ante
casos de tragedia humana como la inminencia de la propia muerte o la muerte de otra
persona. Una de las figuras más representativas de la modificación de la conducta,
fundamentada en la teoría del aprendizaje, nos dice a este propósito: en talescasos, «el
paciente tendría que lograr que mucha gente le llamara por teléfono; tendría que
dedicarse a cortar el césped del jardín o a lavar la vajilla, y tales actividades serán
alabadas por el terapeuta o recompensadas de alguna otra manera»[10].
Una psicoterapia que deduce su comprensión del hombre de los experimentos
realizados con ratas, ¿cómo iba a estar preparada para abordar el hecho antropológico
fundamental de que una persona que vive en una sociedad de abundancia esté dispues ta,
por un lado, a cometer suicidio, y, por otro lado, acepte de buena gana sus
padecimientos, con tal que éstos tengan sentido? Tengo delante de mí la carta de un
joven psicólogo que me describe cómo intentó confortar internamente a su madre
moribunda. «Fue para mí muy amargo —escribe luego— el darme cuenta de que en
aquella ocasión no me servía para nada todo lo que había aprendido en siete años de
carrera, y que con todo ello no era capaz de aliviar a mi madre en ese trance y de hacer
que aceptara la dureza y el carácter definitivo de su destino.» Nada de ello le servía, a
excepción de lo que luego había aprendido en su formación logoterapéutica subsiguiente
«acerca del sentido del sufrimiento y de la rica cosecha que supone cobijarse en el
pasado». Y, a la vista de todo ello, tuvo él que confesarse que esos «argumentos, en
parte acientí-ficos pero muy sabios, poseen el peso más alto ante la suprema instancia
humana».
Entretanto habrá quedado claro que sólo una psicoterapia que se atreva a ir más allá
de la psicodinámica y de la investigación de la conducta, y a elevarse hasta la dimensión
de los fenóme nos específicamente humanos, en una palabra, que sólo una psicoterapia
rehumanizada será capaz de comprender los signos de los tiempos y de acoplarse a las
necesidades de la época. Para decirlo con otras palabras, habrá quedado claro que
nosotros, para diagnosticar tan sólo la frustración existencial o incluso una neurosis
noógena, necesitamos ver en el hombre un ser que, en virtud de su propia
autotrascendencia, se halla constantemente a la búsqueda de su propio sentido. Pero, en
lo que se refiere no ya al diagnóstico, sino a la terapia —y no a la terapia de la neurosis
noógena, sino a la terapia de la neurosis psicógena—, para agotar todas las posibilidades
debemos recurrir a la capacidad, no menos distintiva del hombre, de distanciarse con
respecto a sí mismo. Y esta capacidad la encontramos no en último lugar en forma de la
capacidad humana para el humor. Por tanto, una psicoterapia humana —humanizada,
18
rehumanizada— presupone que tengamos bien presente la autotrascendencia y que
lleguemos a dominar el autodistanciamiento. Pero ambas cosas no son posibles, si vemos
en el hombre un animal. Ningún animal se preocupa del sentido de la vida, y ningún
animal es capaz de reír. Esto no quiere decir que el hombre sea sólo hombre y no sea
también animal. En efecto, la dimensión del hombre es la más alta en comparación con la
capacidad animal. Y esto significa que la dimensión del hombre abarca también la
dimensión del animal. Por consiguiente, la comprobación de fenómenos específicamente
humanos en el hombre y el reconocimiento simultáneo de que hay también en él
fenómenos subhumanos, no se contradicen absolutamente entre sí, porque entre lo
humano y lo subhumano no hay relación de exclusión, sino —si me es permitido
expresarlo así— de inclusión.
Precisamente, el objetivo de la técnica logoterapéutica de la intención paradójica
consiste en movilizar la capacidad para el autodistanciamiento en el marco del
tratamiento de la neurosis psicógena, mientras que el fundamento de otra técnica
logoterapéutica, la de la derreflexión, es el otro hecho antropológico fundamental, a
saber, la autotrascendencia. Ahora bien, para comprender estos dos métodos de
tratamiento, debemos partir de la teoría de la neurosis tal como se formula en la
logoterapia. En la logoterapia distinguimos tres patrones (o tipos) patógenos de reacción.
El primero puede describirse de la siguiente manera: el paciente reacciona ante un
síntoma dado (figura 1) con el temor de que ese síntoma pudiera volver a aparecer, es
decir, con angustia de expectativa, y esa angustia de expectativa lleva consigo el que el
síntoma vuelva luego a aparecer realmente: suceso que no hace más que consolidar al
paciente en su temor original.
Figura 1
Ahora bien, eso de cuya reaparición tiene el paciente tal angustia, puede ser también a
veces la angustia. Nuestros pacientes hablan de una «angustia de la angustia», y lo hacen
por cierto con toda espontaneidad. ¿Y cómo es motivada por ellos esa angustia?
19
Generalmente tienen miedo a desmayarse, a sufrir un infarto, o a tener una apoplejía. ¿Y
cómo reaccionan ante su angustia de la angustia? Con la huida. Por ejemplo, evitan salir
de casa. De hecho, la agorafobia es el paradigma de ese primer patrón de reacción de
angustia neurótica.
¿Por qué ese patrón de reacción será «patógeno»? En una conferencia pronunciada
por invitación de la American Association for the Advancement of Psychotherapy
(Nueva York, 26 de febrero de 1960), lo formulamos de la siguiente manera:
«Las fobias y las neurosis obsesivo-compulsivas se deben en parte al esfuerzo por evitar
la situación en que surge la angustia» (Viktor E. Frankl, Paradoxical intention: A
logotherapeutic technique, «American Journal of Psychotherapy» 14 [1960] 520).
Ahora bien, esta concepción nuestra de que la huida de la angustia mediante la evitación
de la situación que desencadena la angustia es tan decisiva para que se perpetúe el patrón
de reacción de angustia neurótica, se ha visto confirmada también entretanto, repetidas
veces, por la terapéutica de la conducta. Y, así, dice I.M. Marks (The origins of phobic
states, «American Journal of Psychotherapy» 24 [1970] 652): «La fobia se mantiene por
la angustia, que reduce el mecanismo para evitarla.» No se puede negar que la
logoterapia anticipó muchas cosas, que luego fueron asentadas sobre sólida base
experimental por la terapéutica de la conducta. Ya en el año 1947 sostuvimos la siguiente
opinión: «Como es sabido, la neurosis puede concebirse en cierto sentido y con cierto
derecho como mecanismo de reflejo condicionado. A todos los métodos de tratamiento
psiquiátrico de orientación principalmente analítica lo que más les interesa es esclarecer
conscientemente las condiciones primarias del reflejo condicionado, es decir, la situación
externa e interna de la primera aparición de un síntoma neurótico. Pero nosotros
opinamos que la neurosis propiamente tal —la neurosis manifiesta, la neurosis ya fijada
— no está causada únicamente por su condición primaria, sino por su facilitación
(secundaria). Ahora bien, el reflejo condicionado, que es como tratamos de concebir
ahora el síntoma neurótico, queda facilitado por el círculo vicioso de la angustia de
expectativa. Según esto, si como quien dice queremos desfacilitar a un reflejo que se
haya introducido, lo que ciertamente hay que hacer es eliminar la angustia de expectativa,
consiguiéndolo de la manera indicada según el principio que denominamos la «intención
paradójica» (Viktor E. Frankl, La psicoterapia en la práctica médica, San Pablo,
Buenos Aires, 22003).
El segundo patrón de reacción patógena no se observa en los casos de neurosis de
angustia sino en los de neurosis obsesiva. El paciente se halla bajo la presión (figura 2) de
las ideas obsesivas que se precipitan sobre él, y reacciona ante ellas tratando de
reprimirlas. Trata, por tanto, de ejercer una presión contraria. Pero esa presión contraria
no hace más que intensificar la presión original. Se cierra de nuevo el círculo, y el
paciente se encuentra prendido en ese círculo vicioso. Ahora bien, lo que caracteriza a la
20
neurosis obsesiva no es, como en el caso de la neurosis de angustia, una huida, sino la
lucha, el combatir contra las imágenes obsesivas. Debemos preguntarnos de nuevo qué
es lo que al paciente le mueve a hacerlo. Y se ve que una de dos: o el paciente teme que
las ideas obsesivas sean másque una neurosis y señalen la existencia de una psicosis. O
el paciente tiene miedo de que él pudiera poner en práctica las imágenes obsesivas de
contenido delictivo, haciendo algo a alguien —a alguien o a sí mismo—. De una o de otra
manera, el paciente que sufre de neurosis obsesiva no tiene angustia de la angustia
misma, sino que tiene angustia de sí mismo.
Figura 2
Pues bien, es tarea de la intención paradójica romper los dos mecanismos del círculo y
desquiciarlos. Y esto se logra quitándole a los temores del paciente el viento que sopla en
sus velas, o —como se expresaba una vez un paciente— «agarran do al toro por los
cuernos». Pero hay que tener en cuenta que quien padece neurosis de angustia tiene
miedo de algo que pudiera sucederle, mientras que quien padece neurosis obsesiva tiene
miedo también de algo que él pudiera hacer. Ambas cosas se tienen en cuenta, si
definimos de la siguiente manera la intención paradójica: Se instruye al paciente para que
desee para sí precisamente aquello de lo que siempre había tenido tanto miedo (neurosis
de angustia), o que lo emprenda (neurosis obsesiva).
Como vemos, con la intención paradójica se trata de una inversión de aquella
intención que caracteriza a los dos patrones de reacción patógena, a saber, el patrón de la
evitación de la angustia y de la obsesión por la huida de la primera intención, o la lucha
contra el segundo patrón. Esto es precisamente lo que también hoy día consideran como
decisivo los terapeutas de la conducta: I.M. Marks, basándose en su hipótesis de que la
fobia se mantiene por medio de los mecanismos que reducen la angustia, formula la
siguiente recomendación terapéutica: «La fobia no se puede superar propiamente sino
cuando el paciente vuelve a enfrentarse con la situación de fobia» (l.c.). Y para ello se
dispone de la intención paradójica. Marks, en un trabajo elaborado conjuntamente con S.
21
Rachman y R. Hodgson, recalca igualmente que al paciente hay que convencerle y
alentarle para que se lance precisamente a lo que más le intranquiliza (The treatment of
chronic obsessive-compulsive neurosis, «Behav. Res. Ther.» 9 [1971] 237). Y también
en un trabajo, elaborado conjuntamente con J.P. Watson y R. Gaind, recomienda
terapéuticamente que el paciente se acerque lo más posible y lo más rápidamente posible
al objeto de sus temores y no eluda ya tales objetos (Prolonged exposure, «Brit. Med.
J.» 1 [1971] 13).
Hoy día los más destacados terapeutas de la conducta admiten que la logoterapia puso
en práctica hace ya mucho tiempo esas recomendaciones terapéuticas, en forma de la
intención paradójica, descrita ya en 1939. «La intención paradójica parte, sí, de un
enfoque completamente distinto al de la teoría del aprendizaje», escriben H. Dilling, H.
Rosefeldt, G. Kockott y H. Heyse, del Max-Planck-Institut für Psychiatrie. Pero sus
«efectos pudieran explicarse posiblemente por los simples principios de la psicología del
aprendizaje». Después que los autores admiten que con la intención paradójica «se
lograron buenos resultados y en parte muy rápidos», interpretan esos resultados en
términos de la psicología del aprendizaje, suponiendo «la disolución del vínculo
condicionado entre el estímulo desencadenante y la angustia. Para establecer nuevas
formas de reacción, más adaptadas a determinadas situaciones, hay que abandonar la
conducta de evitación con su efecto constantemente intensificador, y la correspondiente
persona debe adquirir nuevas experiencias con los estímulos que desencadenan la
angustia» (Verhaltens therapie bei Phohien, Zwangsneurosen, sexuellen Störungen und
Süch ten, «Fortschr. Neurol. Psychiat.» 39 [1971] 293). Este asunto lo proporciona
precisamente la intención paradójica. Arnold A. Lazarus confirma los éxitos de esta
intención, y los explica de la siguiente manera desde el punto de vista de la terapéutica de
la conducta: «Cuando la gente alienta a sus angustias previsoras a que hagan erupción,
entonces ven casi siempre que la reacción opuesta se hace más importante: sus peores
temores se hacen menos violentos; y si el método se utiliza varias veces, sus pavores
terminan por desapa recer» (Behavior therapy and beyond, McGraw-Hill, Nueva York
1971).
Yo practiqué la intención paradójica ya en 1929 (Ludwig J. Pongratz, Psychotherapie
in Selbstdarstellungen, Hans Huber, Berna 1973), pero no la describí hasta 1939 (Viktor
E. Frankl, Zur medikamentösen Unterstützung der Psychotherapie bei Neurosen,
«Schweizer Archiv für Neurologie un Psychiatrie» 43 [1939] 26), y tan sólo en 1947 la
di a conocer por su nombre (Viktor E. Frankl, La psicoterapia en la práctica médica,
San Pablo, Buenos Aires, 22003; ed. orig. alemana: Viena 1947). Es innegable la
semejanza con métodos de tratamiento propios de la terapéutica de la conducta, que
llegaron más tarde al mercado, como anxiety provoking, exposure in vivo, flooding,
implosive therapy, induced anxiety, modeling, modification of expectations, negative
22
practice, satiation y prolonged exposure. Y esa semejanza no ha pasado desapercibida a
algunos terapeutas de la conducta. Según Dilling, Rosefeldt, Kockott y Heyse, «el
método de la intención paradójica, aunque originalmente no se concibió dentro de la
psicología del aprendizaje, se basa posiblemente en mecanismos que producen un efecto
parecido a las formas de tratamiento denominadas flooding e implosive therapy» (l.c.).
Y por lo que respecta a la forma de tratamiento mencionada en último lugar, I.M. Marks
remite igualmente a «ciertas semejanzas con la técnica de la intención paradójica» (Fears
and phobias, Academic Press, Nueva York 1969), y se refiere también al hecho de que
esa técnica nuestra «se parecía estrechamente a lo que ahora se llama modeling» (Hans
H. Strupp y otros [dirs.], Psychotherapy and behavior change 1973, Aldine Publishing
Company, Chicago 1974)[11].
Si alguien puede reclamar una prioridad con respecto a la intención paradójica, podrán
hacerlo únicamente —a mi parecer— los siguientes autores. A Rudolf Dreikurs le debo la
referencia a un «artificio» análogo, que fue descrito por él ya en 1932 (Das nervöse
Symptom, Verlag Moritz Perles, Viena y Leipzig) y antes aún por Erwin Wexberg, quien
acuñó ad hoc la expresión Antisuggestion. En 1956 se me dio a conocer que H. von
Hatting berg hace referencia también a una experiencia análoga: «Si se logra, por
ejemplo, desear conscientemente la aparición de un síntoma nervioso, contra el que uno
se había resistido hasta ahora con angustia, esa actitud voluntaria del individuo puede
hacer que desaparezca la angustia y finalmente también el síntoma. Claro que tal
experiencia sólo es asequible prácticamente para algunos. Sin embargo, apenas habrá
experiencia que sea más aleccionadora para quien se halla inhibido psíquicamente» (Über
die Liebe, Munich-Berlín 1940).
No es admisible tampoco que la intención paradójica, para ser realmente eficaz, no
haya tenido sus predecesores y precursores. Por tanto, lo que puede imputarse
únicamente como mérito a la logoterapia es haber estructurado el principio convirtiéndolo
en método y haberlo desarrollado para integrarlo en un sistema.
Sólo que fue tanto más notable el que el primer intento de probar experimentalmente
la eficacia de la intención paradójica fuera emprendido por terapeutas de la conducta.
Fueron los profesores L. Solyom, J. Garza-Pérez, B.L. Ledwidge y C. Solyom, de la
Clínica Psiquiátrica de la McGill University, los que en casos de neurosis obsesiva
crónica escogieron en cada caso dos síntomas marcados por la misma intensidad, y luego
uno de ellos, el síntoma objetivo, lo trataron con la intención paradójica, mientras que el
otro, el síntoma de «control», quedó sin tratamiento. Se vio de hecho que única y
exclusivamente desapa recieron los síntomas que se habían sometido a tratamiento en
cada caso, y por cierto en el espacio de pocas semanas. Y en ninguno de esos casos se
llegó a síntomas sustitutivos (Paradoxical intention in the treatment of obsessive
thoughts: A pilot study, «Comprehensive Psychiatry» 13[1972] 291)[12].
23
Entre los terapeutas de la conducta volvió a ser Lazarus quien llamó la atención sobre
«un elemento integrante del método de Frankl de la intención paradójica: la evocación
delibe rada del humor. A un paciente que tiene miedo de sudar, se le ordena que muestre
a su auditorio lo que es realmente la traspiración; que sude a torrentes gotas de sudor que
empapen todo. lo que esté a su alcance» (l.c.). De hecho, como ya dijimos anteriormente
al hablar de la movilización de la capacidad para distanciarse de sí mismo, el humor con
que el paciente tiene que formular en cada caso la intención paradójica, forma parte de la
esencia de esta técnica, y gracias a él se aparta de los métodos de tratamiento de la
terapéutica de la conducta que hemos enumerado.
Ahora bien, la razón que tenemos para insistir una y otra vez en la importancia del
humor para el éxito de la intención paradójica, quedó demostrada recientemente también
por un terapeuta de la conducta. Fue Iver Hand, del Maudsley Hospital de Londres,
quien pudo observar que pacientes que padecían de agorafobia, confrontados en grupo
con las situaciones que hasta entonces habían sido evitadas por ellos porque
desencadenaban su angustia, se incitaban de manera totalmente espontánea a sí mismos,
y unos a otros, con humor, a exagerar su angustia: «Utilizaban espontáneamente el
humor como uno de sus principales mecanismos para hacer frente» (conferencia
pronunciada en el Simposio sobre Logoterapia, de Montreal, organizado por la American
Psychological Association en su reunión anual de 1973). En una palabra, los pacientes
«inventaron» la intención paradójica. Y así fue interpretado su «mecanismo» de reacción
por el equipo londinense investigador.
Nos dedicaremos ahora a estudiar la intención paradójica, tal como se aplica lege
artis, según las reglas de la logoterapia. Y lo dilucidaremos todo con ayuda de la
casuística. En relación con ello, remitiremos primeramente a los casos que fueron
estudiados en mis obras Teoría y terapia de las neurosis, La psicoterapia en la práctica
médica, La voluntad de sentido y Ärztliche Seelsorge. Pero en adelante nos
concentraremos en materiales inéditos.
Spencer Adolph M., de San Diego (California), me escribe: «Dos días después de leer
su obra Man’s search for meaning (El hombre en busca de sentido), me encontraba en
una situación que me ofrecía la oportunidad de poner a prueba la logoterapia. Se trata de
lo siguiente: en la universidad participo en un seminario sobre Martin Buber, y durante la
primera sesión di suelta a la lengua y creí que tenía que decir precisamente lo contrario
de lo que habían dicho los demás. Entonces comencé de repente a sudar a mares. Y en
cuanto me di cuenta, sentí angustia de que los demás observaran por qué había
comenzado a sudar tanto. De repente me acordé del caso de un médico que le había
consultado a usted la angustia que sentía a esos accesos de sudor, y pensé para mis
adentros que mi situación era parecida. Pero yo no apreciaba gran cosa la psicoterapia, y
menos aún la logoterapia. Mas por eso mismo me parecía que mi situación era una
24
oportunidad única para probar una vez la intención paradójica. ¿Qué es lo que usted le
había aconsejado a su colega? Para cambiar, él debía desear y proponerse una vez lo
hábil que era para ponerse a sudar —“hasta ahora sólo he sudado un litro; ahora voy a
sudar diez litros”, se dice en la obra de usted. Y mientras seguía hablando en el
seminario, me dije para mis adentros: ¡Demuéstrales a tus colegas, Spencer, lo que es
sudar! No trascurrieron más que unos cuantos segundos cuando observé que mi piel se
había quedado seca. No pude por menos de reírme en mi interior. Yo no esperaba que lo
de la intención paradójica funcionase, ¡y tan pronto! Por el diablo, me dije, .tiene que
haber algo en esa intención paradójica, y eso me ha tocado, aunque yo soy muy
escéptico por lo que respecta a la logoterapia.»
De un informe de Mohammed Sadiq tomamos el siguiente caso: «La señora N.,
paciente de 48 años, padecía de temblores hasta tal punto que era incapaz de sostener en
sus manos una taza de café o un vaso de agua, sin derramar algo del contenido. Además
no podía escribir ni mantener serenamente un libro para poder leer. Sucedió que una
mañana estábamos los dos solos, sentados frente a frente, y ella comenzó de nuevo a
temblar. Al verlo, me decidí a ensayar una vez la intención paradójica, y con verdadero
humor. Comencé, pues, a decir: “¿Qué tal, señora N., si apostáramos a ver quién tiembla
mejor?” Ella: “¿Qué quiere usted decir con eso?” Yo: “Veamos quién de los dos es capaz
de temblar más deprisa y durante más tiempo.” Ella: “No tenía ni la menor idea de que
usted padeciera también de temblores.” Yo: “No, no, en absoluto. Pero si quiero, soy,
capaz también de temblar” (Comencé a hacerlo. ¡Y de qué manera!). Ella: “¡Caramba!
¡Usted es capaz de hacerlo más deprisa que yo!” (Y, entre sonrisas, comenzó ella a
acelerar sus temblores.) Yo: “¡Venga, más deprisa, señora N.! ¡Tiene que temblar mucho
más deprisa!” Ella: “¡Pero no soy capaz de hacerlo! ¡Cese usted! ¡Ya no puedo más!”
Estaba realmen te cansada. Se levantó, fue a la cocina y volvió... con una taza de café.
Se la bebió tranquilamente, sin derramar ni una sola gota. Cuando alguna vez vuelvo a
atraparla temblando, no necesito más que decirle: “¿Qué, señora N., hacemos otra
apuesta a ver quién tiembla más?” Y ella suele responderme: “Está bien, está bien.” Y
eso le ha servido siempre de remedio.»
George Pynummootil (Estados Unidos de América) refiere lo siguiente: «Llegó a mi
consulta un joven con un grave tic de guiñar los ojos. Le sobrevenía ese tic, siempre que
tenía que conversar con alguien. Como la gente solía preguntarle qué le pasaba, él se
ponía cada vez más nervioso. Le envié a un psico analista. Pero regresó después de una
serie de sesiones, para decirme que el psicoanalista no había podido encontrar la causa, y
menos aún ponerle remedio. Entonces yo le recomendé que la próxima vez que hablara
con alguien, guiñase los ojos lo más posible, para mostrar a su interlocutor lo bien que
sabía hacerlo. El pensaba que yo debía de estar loco, por darle tales recomendaciones,
porque eso lo único que conseguiría sería agravar su estado. Y se fue. Durante unas
25
cuantas semanas no volvió a aparecer. Pero un día volvió y me contó, todo
entusiasmado, lo que entretanto le había sucedido: Como no le había parecido nada bien
mi propuesta, no pensó ni por un momento en ponerla por obra. Pero el tic del parpadeo
se fue agravando. Una noche, al recordar lo que yo le había dicho, se dijo para sus
adentros: Ya he probado todo lo que había que probar, y nada ha dado resultado. ¿Qué
podrá pasarte, si pruebas una vez lo que ése te ha recomendado? Y, al día siguiente, se
propuso guiñar los ojos lo más posible, con el primero que se encontrase. Para su gran
sorpresa, no fue capaz —ni lo más mínimo— de hacerlo. Desde entonces no volvió a
verse ya en él el tic de guiñar los ojos.»
Un profesor adjunto de universidad nos escribe: «Tenía que presentarme en un lugar
para celebrar una entrevista de la que dependía mucho para mí, porque había solicitado
un puesto de trabajo, y si lo conseguía, podría llamar luego a mi mujer y a mis hijos para
que vinieran a reunirse conmigo en California. Pero yo era muy nervioso y tenía que
esforzarme enormemente por causar una buena impresión. Pero siempre que me ponía
nervioso, comenzaban mis piernas a moverse convulsamente, y hasta tal punto que los
presentes no podían menos de observarlo. Y así sucedió esta vez. Pero esta vez me dije:
Ahora voy a forzar a esos malditos músculos a agitarse tan convulsamente, que ya no
pueda estar sentado, sino que tenga que saltar y andar danzando por la habitación hasta
que la gente crea que estoy bebido como una cuba. Esos malditos músculos se van a
convulsionar hoy como nunca lo han hecho. ¡Hoy voy a batir el récord! Pues bien,
durante toda la entrevista los músculos no se contrajeron ni una sola vez. Conseguí el
puesto detrabajo, y mi familia vendrá pronto a California a reunirse conmigo.»
Dos ejemplos de Arthur Jores (Der Kranke mit psychovegetativen Störungen,
Vandenhoeck, Gotinga) encajan muy bien en este contexto: Fue a visitar a Jores una
asistente social de hospital, «que se quejaba de que, siempre que tenía que ir a ver al
médico a su habitación, para hablar de algo con él, se sonrojaba hasta las orejas.
Ejercitamos juntos la intención paradójica, y unos cuantos días más tarde recibí una carta
feliz en la que esta mujer me informaba de que todo había salido a las mil maravillas».
En otra ocasión fue a ver a Jores un estudiante de medicina, «para quien era muy
importante, a causa de una beca, sacar una buena nota en el examen preclínico de
medicina. Se quejaba de su temor a los exámenes. También se ejercitó con él la intención
paradójica. Y he aquí que, durante el examen, se sintió completamente tranquilo y sacó
buena nota» (p. 52).
A Larry Ramírez le debemos la siguiente aportación de tipo casuístico: «La técnica
que me ha sido de utilidad más a menudo y que ha funcionado más eficazmente en mis
sesiones de counseling (orientación) es la de la intención paradójica. Como ilustración
voy a ofrecer un ejemplo. Linda T., atractiva universitaria de diecinueve años, había
indicado en su ficha de cita que tenía en casa algunos problemas con sus padres. En
26
cuanto tomamos asiento, era evidente que la muchacha se sentía en gran tensión.
Tartamudeaba. Mi reacción natural habría sido decirle: “¡Relájese, mujer! ¡Tenga
calma!” Pero, por mis experiencias pasadas, sé perfectamente que decirle a una persona
que se relaje no sirve más que para aumentar su tensión. En vez de eso, respondí
exactamente con todo lo contrario: “Linda, quiero que se ponga usted lo más tensa que
pueda. Actúe con el mayor nerviosismo posible.” “Está bien —dijo ella— ponerme
nerviosa no me resulta difícil.” Comenzó a crispar los puños y sacudir las manos como si
temblara. “Está bien —dije—, pero trate de ponerse más nerviosa.” Ella vio claramente
lo humorística que era aquella situación y dijo: “Estaba nerviosa de veras, pero ya no
puedo estarlo. Es extraño, pero cuanto más tensa quiero ponerme, tanto menos lo
consigo.” Al recordar este caso, veo con claridad que el humor debido a aplicar la
intención paradójica fue lo que ayudó a Linda a darse cuenta de que ella, ante todo, era
un ser humano y luego una paciente, y de que también yo era ante todo una persona, y
en segundo lugar su orientador. El humor es lo que mejor ilustra nuestra condición de
humanos.»
J.F. Briggs pronunció ante la Royal Society of Medicine una conferencia de la que
entresacamos lo siguiente: «Me pidieron que viera a un joven de Liverpool que era
tartamudo. Quería dedicarse a la enseñanza, pero el tartamudeo y la docencia no se
compaginan. Su mayor temor y preocupación era su vergüenza al tartamudear, de
manera que sufría verdaderas agonías mentales cada vez que tenía que decir alguna cosa.
Recordé que hacía poco tiempo había leído un artículo de Viktor Frankl, que escribía
sobre una reacción de paradoja. Hice entonces las siguientes sugerencias: “Usted va a
salir fuera este fin de semana, y va a mostrar a la gente lo bueno que es tartamudeando.”
Vino a verme a la semana siguiente y evidentemente estaba contento porque su dicción
había mejorado mucho. Dijo: “¿Qué cree usted que sucedió? Entré en una taberna con
algunos amigos y uno de ellos me dijo: Creía que solías tartamudear; y yo le dije ¿Que
yo hacía qué? Fue un ejemplo de cómo agarré al toro por los cuernos. Y la cosa tuvo
éxito”.»
Otro caso de tartamudeo se refiere a un estudiante de la Duquesne University, que me
escribe lo siguiente: «Durante 17 años fui un gran tartamudo. Había momentos en que
era incapaz de hablar. Estuve sometido a tratamiento repetidas veces, pero sin éxito.
Entonces, un día un profesor me encargó que, en el marco de un seminario, estudiase la
obra escrita por usted: Man’s search for meaning. La leí y me topé con la intención
paradójica. A continuación decidí aplicarla a mi propio caso. ¡Y ya desde la primera vez
funcionó de maravilla! Del tartamudeo no quedaba ni rastro. Entonces me puse en
camino y me situé en las ocasiones en que yo siempre había tartamudeado. Pero el
tartamudeo desaparecía en cuanto yo aplicaba la intención paradójica. Pero algunas
veces no la apliqué, e inmediatamente reaparecía el tartamudeo. Veo en todo ello una
27
prueba de que realmente fue la intención paradójica la que me libró de la tartamudez.»
No carece de sal y pimienta un informe que debo a Uriel Meshoulam, que es un
logoterapeuta de la Harvard University: Uno de sus pacientes fue llamado a filas por el
gobierno australiano, pero estaba convencido de que le darían como inútil a causa de su
grave tartamudez. Cuando estaba pasando el recono cimiento médico, trató de demostrar
por tres veces ante el médico lo grave que era su tartamudez. Finalmente le dieron la
inutilidad para el servicio militar, pero fue por su tensión arterial alta. «Probablemente el
ejército australiano sigue sin creer hasta el día de hoy —concluye el informe— que ese
recluta era tartamudo.»
La aplicación de la intención paradójica en casos de tartamudeo se ha discutido mucho
en la literatura científica. Manfred Eisenmann consagró a este tema su tesis doctoral
defendida en la Universidad de Friburgo de Brisgovia (1960). J. Lehembre publicó sus
experiencias con niños y acentúa que solamente una vez se llegó a síntomas sustitutivos
(L’intention paradoxale, procédé de Psychotherapie, «Acta neurol. belg.» 64 [1964]
725), lo cual concuerda con las observaciones efectuadas por L. Solyom, Garza-Pérez,
Ledwidge y C. Solyom, quienes, después de aplicar la intención paradójica, no
comprobaron en ningún solo caso síntomas sustitutivos (l.c.)[13].
Jores (l.c.) «trató a una paciente que vivía con la idea fija de que no dormía nunca lo
suficiente. Estaba casada con un hombre que tenía importantes obligaciones sociales, de
forma que no era raro que llegara muy tarde a acostarse. La mujer refería que eso lo
había soportado siempre mal. En parte comenzaba ya por la noche, hacia la una de la
madrugada, un acceso de dolores de cabeza; o, lo más tardar, comenzaba a la mañana
siguiente. La eliminación de estos accesos de dolor de cabeza, relacionados con el hecho
de esperar largo tiempo desvelada, fue posible mediante la intención paradójica. Se le
recomendó a la paciente que se dijera para sus adentros: «Bueno, ahora vas a tener unos
buenos dolores de cabeza.» Después de eso, los accesos de dolor de cabeza habrían
cesado, como informa Jores.
Este caso nos conduce a la aplicación de la intención paradójica en los trastornos del
sueño (somnopatías). Sadiq, a quien ya hemos citado, tuvo una vez en tratamiento a una
paciente de 54 años que se había hecho dependiente de somníferos y que luego había
sido ingresada en un hospital: «Hacia las diez de la noche salía de su habitación y me
pedía un somnífero. Ella: “¿Me daría una píldora?” Yo: “Lo siento, hoy ya se me han
acabado, y la enfermera se olvidó de pedir que me las repu sieran.” Ella: “¿Y qué voy a
hacer yo ahora para dormirme?” Yo: “Hoy tendrá que pasarse sin somníferos.” Dos
horas más tarde se presenta de nuevo la paciente. Ella: “Sencillamente no puedo.” Yo:
“¿Qué ocurriría si usted volviera a echarse en la cama, y para cambiar intentase una vez
no dormir, sino, al contrario, permanecer desvelada toda la noche?” Ella: “Siempre pensé
que yo estaba chiflada, pero ahora me parece que usted lo está también.” Yo: “¿Sabe
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usted que a veces me divierte estar chiflado? ¿O no es usted capaz de entenderlo?” Ella:
“¿Habla usted en serio?” Yo: “¿Qué es lo que hablo en serio?” Ella: “Que he de intentar
no dormir.” Yo: “¡Claro que hablaba en serio! ¡Inténtelo una vez! Vamos a ver si es usted
capaz de pasarse despierta toda la noche. ¿Qué le parece?” Ella: “Está bien.” Y cuando
la enfermera entró por la mañana en la habitación para traerle el desayuno, la paciente no
se había despertado todavía.»
Hay tambiénotra anécdota que vale la pena citar a propósito de todo esto. Está
tomada de la famosa obra de Jay Haley, Strategies of psychotherapy (Grune and
Stratton, Nueva York 1963): Durante una conferencia pronunciada por el famoso
hipnotizador y terapeuta Milton H. Erickson, se levantó un joven y le dijo: «Quizás sea
usted capaz de hipnotizar a otras personas, pero a mí, desde luego, no.» Entonces
Erickson invitó al joven a subir al podio y tomar asiento, y luego le dijo: «Usted está
completamente despierto. Usted estará cada vez más despierto, más despierto, más
despierto...» Y de repente el sujeto del experimento cayó en profundo trance.
A R.W. Medlicott, psiquiatra de la Universidad de Nueva Zelanda, le estaba reservado
el privilegio de aplicar por vez primera la intención paradójica no sólo al dormir sino
también al soñar. Con la intención paradójica había logrado ya muchos éxitos, incluso —
como él subraya— con un paciente que era psicoanalista de profesión. Pero había una
paciente que padecía habitualmente de pesadillas, y soñaba siempre que la perseguían y
que por fin la apuñalaban. Entonces empezaba a chillar y su marido también se
despertaba. Pues bien, Medli cott, ordenó a la paciente que hiciese todo lo posible para
soñar hasta el final esos horribles sueños, hasta que terminara el apuñalamiento. ¿Y qué
sucedió? No hubo ya más pesadillas, pero el sueño del marido siguió con las mismas
interrupciones de antes: la paciente no gritaba ya durmiendo, pero se reía con tales
carcajadas, que al marido no le era posible dormir en paz (The management of anxiety,
«New Zealand Medical Journal» 70 [1969] 155).
Algo parecido nos cuenta una lectora de los Estados Unidos de América. «Un jueves
por la mañana me desperté deprimida, y pensé que ya no volvería a ponerme buena. En
el transcurso de la mañana comencé a llorar y me encontraba sencillamente desesperada.
Entonces se me ocurrió lo de la intención paradójica y me dije para mis adentros:
Veremos todo lo deprimida que soy capaz de estar. Voy a llorar esta vez hasta inundar la
casa de lágrimas. Y me imaginé que mi hermana llegaba a casa y me reñía: Pero, mujer,
¿a qué viene ese raudal de lágrimas? Eso me hizo tanta gracia que me puse a reír tanto
que tuve miedo. Y no me quedó más remedio que decirme: la risa será tan molesta, que
van a venir corriendo los vecinos para ver quién se está riendo tan estrepitosamente.
Mientras tanto había dejado de sentirme deprimida; invité a mi hermana a salir conmigo.
Eso era, como dije, un jueves. Y hoy estamos a sábado, y me siento magníficamente. El
caso es que creo que la intención paradójica surtió su efecto hace dos días como un
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intento de llorar y de mirarme al mismo tiempo en el espejo. ¡Dios sabe por qué, pero
desde ese instante no fue ya posible seguir llorando.»
No debió de andar muy descaminada. Ambas cosas —la intención paradójica y el
mirarse en el espejo— fueron vehículo de la capacidad humana para distanciarse de sí
mismo.
Ha podido observarse constantemente que la intención paradójica produce sus efectos
en casos graves y crónicos y que duran ya desde hace tiempo, y que produce tales
efectos aunque el tratamiento sea breve. Y, así, se han descrito casos de neurosis
obsesivas que habían existido ya durante 60 años, hasta que se produjo una mejora
decisiva gracias a la intención paradójica (K. Kocourek, Eva Niebauer y Paul Polak,
Ergebnisse der klinischen Anwendung der Logotherapie, en Viktor E. Frankl, Victor E.
von Gebsattel y J.H. Schultz [dirs.], Handbuch der Neurosenlehre und Psychotherapie,
Urban und Schwarzenberg, Munich-Berlín 1959). Los éxitos terapéuticos que se
obtienen con esta técnica, son por lo menos asombrosos y notables, si los confrontamos
con el pesimismo universal con que el psiquiatra de hoy día se enfrenta con las neurosis
obsesivas graves y crónicas. Y, así L. Solyom, Garza-Pérez, Ledwidge y C. Solyom (l.c.)
remiten al resultado de doce investigaciones subsiguientes, que proceden de siete países
diferentes, y según las cuales la neurosis obsesiva demostraba en un 50 % de los casos
que no se podía influir en ella terapéuticamente. Los autores consideran que el pronóstico
de la neurosis obsesiva es más grave que el pronóstico de cualquier otra forma de
neurosis, y la terapéutica de la conducta —opinan ellos— no habría producido en este
punto cambio alguno, pues sólo habría habido mejoría en el 46 % de los casos
publicados por los terapeutas de la conducta. Y también D. Henkel, C. Schmook y R.
Bastine («Praxis der Psychotherapie» 17 [1972] 236) señalan, apoyándose en
experimentados psicoanalistas, «que las neurosis obsesivas especialmente graves
demuestran que no admiten tratamiento», mientras que la intención paradójica, que se
opondría al psicoanálisis, «permite reconocer claras posibilidades de influir esencialmente
a corto plazo en los trastornos de carácter neurótico obsesivo».
En su tesis doctoral Zur Therapie angst- und zwangsneurotischer Symptome mit Hilfe
der paradoxen Intention und Dereflexion nach V.E. Frankl (Munich 1968), Friedrich M.
Benedikt demostró que para la aplicación de la intención paradójica en casos graves y
crónicos, se requiere una inaudita movilización de todo el esfuerzo personal. A este
propósito, desearíamos también repetir que «el efecto terapéutico de la intención
paradójica depende esencialmente de que el médico tenga el valor de preludiar ante el
paciente la aplicación de dicha intención (Viktor E. Frankl, La psicoterapia en la
práctica médica, San Pablo, Buenos Aires, 22003), lo cual se demostró ya con ayuda de
un caso concreto (l.c.). En efecto, la terapéutica de la conducta reconoce la importancia
de tal proceder, y ha llegado incluso a acuñar un término especial para expresarlo, ya que
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habla de modeling.
La intención paradójica puede servir de remedio incluso en casos de larga duración, y
el tratamiento en dichos casos puede ser breve. Lo probaremos mediante la siguiente
casuística. Ralph G. Victor y Carolyn M. Krug (Paradoxical intention in. the treatment
of compulsive gambling, «American Journal of Psychothe rapy» 21 [1967] 808) del
Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Washington, aplicaron esta técnica en
el caso de un hombre que, desde los 14 años de edad, había sido un jugador
empedernido. Le ordenaron que jugara diariamente durante tres horas, aunque con eso
llegó a perder tanto dinero que, después de tres semanas, se había quedado sin blanca.
¿Y qué hicieron los terapeutas? Le recomendaron fríamente que vendiera su reloj. Entre
unas cosas y otras: fue la primera vez «en 20 años y 5 psiquiatras», como se dice
literalmente, que el paciente pudo desligarse de su pasión por el juego.
En la obra publicada bajo la dirección de Arnold A. Lazarus y que se titula Clinical
behavior therapy (Brunner-Mazel, Nueva York 1972), Max Jacobs expone el siguiente
caso: La señora K. venía padeciendo por lo menos desde hacía 15 años de una grave
claustrofobia, cuando vino a su consulta en Sudáfrica, por cierto una semana antes de
que ella tomara el avión para Inglaterra, que es su patria. La señora es cantante de ópera
y tiene que viajar mucho en avión por todo el mundo, para poder cumplir los
compromisos de sus contratos. La claustrofobia se concentraba precisamente en el miedo
a los aviones, los ascen sores, los restaurantes... y el teatro. «Se aplicó entonces la
técnica de la intención paradójica de Frankl», se dice a continuación. Y de hecho Jacobs
ordenó a la paciente que buscara las situaciones que desencadenaban su fobia y que
deseara lo que tanto había temido siempre, a saber, morir de asfixia: «Quiero morir
inmediatamente de asfixia», debía decirse a sí misma. «¡Vamos allá!» A esto se añadía el
que se había instruido a la paciente en la relajación progresiva y en la desensibilización.
Dos días más tarde se vio que la paciente era capaz, sin más, de entrar en un restaurante,
de tomar el ascensor y de subirse incluso a un autobús. Cuatro días más tarde podía ir al
cine sin sentir angustia, y previo su vuelo de retorno a Inglaterrasin angustia de
expectativa. Contaba luego desde Londres que era capaz incluso, después de muchos
años, de volver a viajar en metro. Quince meses después de aquel tratamiento tan breve,
se vio que la paciente no sentía ya ninguna molestia.
Jacobs describe a continuación un caso en el que se trataba no de una neurosis de
angustia sino de una neurosis obsesiva. El señor T. había padecido durante doce años de
su neurosis y se había sometido sin éxito al psicoanálisis y al tratamiento con
electrochoque. Tenía miedo, sobre todo, de morir asfixiado, especialmente al comer, al
beber o al cruzar una calle. Jacobs le instruyó para que hiciera precisamente lo que tanto
había temido: «Empleándose la técnica de la intención paradójica, se le dio a beber un
vaso de agua y se le dijo que tratara lo más posible de ahogarse.» Debía intentar, por lo
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menos tres veces al día, morir asfixiado. Se ejerció también la relajación. Durante la
duodécima sesión, el paciente informó ya que se veía completamente libre de sus
molestias.
Se pregunta constantemente en qué condiciones y con qué presupuestos puede uno
formarse en el método logoterapéutico. Pues bien, la técnica de la intención paradójica
confirma que basta a veces familiarizarse plenamente con ella leyendo las obras
existentes. En todo caso, entre los psiquiatras y psicólogos que aplican con más éxito y
de la manera más inteligente la intención paradójica, los hay también que ni una sola vez
tuvieron contacto con nosotros. Así como ellos conocen la intención paradójica
únicamente por nuestras publicaciones, así nosotros conocemos sus éxitos y experiencias
únicamente por sus publicaciones. Pero es también interesante comprobar cómo diversos
autores modifican la intención paradójica y la combinan con otros procedimientos. Esta
observación no hace más que corroborar nuestra convicción de que la psicoterapia —y
no sólo la logoterapia— necesita una constante disposición para la improvisación. Allá
donde se da la posibilidad de lograr esta formación en forma de demostraciones clínicas,
se ha de enseñar —¡y aprender!— esa prontitud para improvisar.
Es asombrosa la frecuencia con que también los profanos se aplican con éxito a sí
mismos la intención paradójica. Tenemos delante la carta de una mujer que durante 14
años padeció de agoragobia y que durante tres años se había sometido sin éxito a
tratamiento psicoanalítico ortodoxo. Durante dos años la estuvo tratando un hipnotizador,
y con ese tratamiento mejoró un poco su agorafobia. Tuvo incluso que internarse en un
hospital durante seis semanas. Nada servía de remedio. En todo caso, escribe la
enfermera: «Nada cambió realmente durante 14 años. Cada día de esos años fue el
infierno.» Luego, las cosas se pusieron tan mal que al llegar a la calle quería darse la
vuelta. Tan fuertemente la atacaba la agorafobia. Entonces, a esta mujer se le ocurrió lo
que había leído en mi obra Man’s search for meaning, y se dijo para sus adentros: «Voy
a demostrar ahora a toda la gente que hay a mi alrededor en la calle lo estupen damente
que soy capaz de hacerlo todo eso: tener pánico y sufrir un colapso.» Y de repente se
serenó. Continuó su viaje al supermercado e hizo sus compras. Pero, a la hora de llegar a
la caja a pagar, le entraron sudores y se puso a temblar. Entonces se dijo: «Voy a
demostrar ahora a ese cajero cómo sé sudar a mares. Se va a quedar boquiabierto.» Tan
sólo en el camino de regreso se dio cuenta de lo serena que se había puesto. Y así
sucedió en adelante. Al cabo de pocas semanas, esta mujer, con ayuda de la intención
paradójica, era capaz de dominar hasta tal punto su agorafobia que a veces ni ella misma
se podía creer que hubiera estado enferma. «Había probado muchos métodos, pero
ninguno de ellos me proporcionó el rápido alivio que logré con el suyo. Creo en la
intención paradójica, porque la probé por mí misma con la ayuda exclusiva de un libro.»
Para dar un poco de sal y pimienta, diremos que la enferma, que ahora estaba ya curada,
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sintió la ambición de completar sus conocimientos de la intención paradójica, adquiridos
por la lectura de un solo libro. Finalmente llegó a publicar una nota en el periódico
«Chicago Tribune», y la hizo aparecer durante toda una semana. La nota decía así:
«Desearía saber de alguien que tuviera noticia o que hubiese sido tratado de agorafobia
mediante la intención paradójica.» Pero nadie respondió a esa nota.
El profano es capaz de aplicar en general el método de la intención paradójica, y de
aplicárselo además a sí mismo, como se comprenderá si tenemos en cuenta que esa
intención se reduce a coping mechanisms (mecanismos para hacer frente), los cuales —
como prueban las observaciones de Hand, citadas ya por nosotros— residen en el
interior del hombre. Y así es como debe entenderse también un caso como el siguiente:
Ruven A.K., de Israel, que estudia en la International University, de los Estados Unidos,
fue llamado a filas a la edad de 18 años. «Aguardaba con verdaderos deseos prestar
servicio en el ejército. Veía muy razonable la lucha de mi país por la supervivencia. Por
eso decidí hacer lo mejor posible mi servicio militar. Me ofrecí como voluntario para
tropas de élite en el ejército: los batallones de paracaidistas. Estaba expuesto a situaciones
en que mi vida corría peligro. Por ejemplo, saltar del avión por primera vez. Sentí miedo
y estaba temblando literalmente. El tratar de ocultar este hecho me hizo temblar más
inten samente. Decidí entonces mostrar mi miedo y temblar lo más que podía. Y después
de un poco de tiempo, cesaron los temblores y estremecimientos. Sin proponérmelo,
estaba aplicando la intención paradójica, y me hallaba sorprendido de lo bien que
funcionaba.»
Pero la intención paradójica no se inventó únicamente para que los individuos se la
aplicaran a sí mismos. El principio en que se basa fue descubierto ya por la psiquiatría
precientífica. J.M. Ochs pronunció una conferencia en la Pennsylvania Sociological
Society, de la Villanova University, que tenía como título Logotherapy and religious
ethnopsychiatric therapy (1968), y en la cual sostenía la opinión de que la
etnopsiquiatría aplicaba principios que más tarde fueron sistematizados por la logoterapia.
En particular, la medicina popular de los Ifaluk sería marcadamente logoterapéutica. «El
chamán de la psiquiatría popular mexicano-americana, el curandero, es un
logoterapeuta.» Ochs cita, además, a Wallace y Vogelson, según los cuales la medicina
popular aplica en general principios que desempeñan también un papel en la moderna
psiquiatría. «Parece como si la logoterapia fuera un nexo entre los dos sistemas.»
Tales hipótesis se hacen plausibles, si comparamos entre sí dos informes como los
siguientes.
El primer informe habla del caso de un muchacho esquizofrénico de 24 años de edad,
que padecía alucinaciones acústicas. Oía voces que lo amenazaban y se burlaban de él.
Nuestra (perso na de confianza) se ocupó de él durante su permanencia en un hospital.
«El paciente, a mitad de la noche, salía de su habitación para quejarse de que las voces
33
no le dejaban dormir. Le habían recomendado que hiciera caso omiso de ellas, pero eso
resultaba imposible. Se desarrolló entonces el siguiente diálogo. Médico: “¿Qué tal, si
intentase usted otra cosa?” Paciente: “¿Qué quiere usted decir?” Médico: “échese ahora
en la cama y escuche con la mayor atención lo que le dicen las voces. ¡Que no se le
escape ni una sola palabra! ¿Me entiende?” Paciente: “¿Habla usted en serio?” Médico:
“¡Claro que hablo en serio! No comprendo cómo, para cambiar, no trata usted de
divertirse con lo que le dicen esas malditas voces.” Paciente: “Bueno, yo he pensado
que...” Médico: “¡Inténtelo una vez! Luego seguiremos hablando.” Cuarenta y cinco
minutos más tarde, el paciente estaba dormido. A la mañana siguiente se despertó muy
contento: ¡Las voces le habían dejado en paz durante el resto de la noche!»
Y ahora, otro caso parecido. Jack Huber (Through an Eastern window, Bantam
Books, Nueva York 1968) visitó una vez una clínicaregentada por psiquiatras del Zen.
El lema que rige la labor de esos psiquiatras es: «Acentuar el vivir con el sufrimiento, en
vez de quejarse de él, analizarlo o tratar de evitarlo.» Pues bien, un día ingresó en la
clínica una monja budista que se encontraba en grave estado confusional. Estaba excitada
por la angustia, porque creía que a su alrededor reptaban serpientes. Los médicos,
psiquiatras y psicólogos europeos habían abandonado ya el caso, cuando se hizo venir
precisamente al psiquiatra del Zen. «¿Qué le ocurre?», preguntó: «¡Tengo mucho miedo
a las serpientes! ¡Me rodean por todas partes!» El psiquiatra del Zen reflexionó durante
un momento, y luego dijo: «Por desgracia, tengo que irme ahora, pero volveré dentro de
una semana. Quiero que durante estos ocho días observe usted muy detenidamente a las
serpientes. Cuando yo vuelva de nuevo, tendrá usted que describirme con toda precisión
cada uno de sus movimientos.» Una semana más tarde, la monja se hallaba ya desde
hacía tiempo completamente normal y realizaba sus funciones. «Bueno, ¿qué tal le va?»,
preguntó el psiquiatra del Zen. «Observé a las serpientes con la mayor atención posible,
pero no durante mucho tiempo, porque cuanto más lo hacía, tanto más ellas
desaparecían.»
Queda ahora por estudiar el tercer patrón (o tipo) de reacción patógena. El primero es
característico de los casos de neurosis de angustia; el segundo, de las neurosis obsesivas;
en el tercer patrón de reacción patógena se trata de un mecanismo que hallamos en las
neurosis sexuales, es decir, en casos en que hay trastorno en la potencia y en el orgasmo.
Por cierto que, en esos casos volvemos a observar, como en las neurosis obsesivas, que
el paciente lucha, pero que en las neurosis sexuales no lucha contra algo. Dijimos ya que
el neurótico obsesivo luchaba contra la obsesión. Ahora bien, en las neurosis sexuales el
neurótico lucha por algo. Porque, aun en la forma de la potencia y el orgasmo, está
luchando por el placer sexual. Pero, por desgra cia, cuanto más se trata de conseguir un
placer, tanto más se nos escapa éste. En efecto, el placer se sustrae a la intervención
directa. Porque el placer no es ni el verdadero objetivo de nuestra conducta y acción, ni
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una meta posible, porque en realidad es un efecto, un efecto secundario que se produce
espontáneamente, siempre que vivimos nuestra autotrascendencia, es decir, siempre que
una de dos: o nos entregamos con amor a otra persona, o nos entregamos al servicio de
una causa. Ahora bien, cuando la mente no la tenemos ya puesta en la pareja sino
únicamente en el placer, entonces éste se ve obstaculizado ya por nuestra voluntad de
placer. Porque el camino para el logro del placer y la autorrealización conduce a través de
la entrega de sí mismo y del olvido de sí mismo. Quien cree que ese camino es un rodeo,
siente la tentación de elegir un atajo y de encaminarse al placer como a una meta. Pero
luego se ve que el atajo es un callejón sin salida.
Y nuevamente vemos cómo el paciente se encuentra atrapado en un círculo vicioso.
La lucha por el placer, la lucha por la potencia y el orgasmo, la voluntad de placer, el
placer forzado, una hiperintención (figura 3) del placer, no sólo le priva a uno del placer,
sino que, además, trae consigo una hiperreflexión también forzada: uno comienza,
durante el acto, a observarse a sí mismo y a espiar también a la pareja. Se acabó
entonces la espontaneidad.
Figura 3
Si ahora nos preguntamos qué es lo que puede desencadenar la hiperintención en los
casos de trastorno de la potencia sexual, comprobaremos incesantemente que el paciente
ve en el acto sexual una realización que se exige de él. Para decirlo con una sola palabra,
el acto sexual tiene para él el carácter de una exigencia. Ya en 1946 (Viktor E. Frankl,
Ärztliche Seelsorge, Franz Deuticke, Viena) hicimos notar que el paciente «se siente
obligado, como quien dice, a la realización del acto sexual». Y esa «compulsión a la
sexualidad puede ser una compulsión del propio yo o deberse a una situación». Pero la
compulsión puede venir también de la pareja femenina (una mujer «de mucho
temperamento» y exigente sexualmente). La importancia de este tercer elemento,
entretanto, ha sido confirmada incluso experimentalmente en animales. Así, Konrad
Lorenz logró que una hembra del «pez beta» o «pez combatiente», en las ceremonias del
apareamiento, no escapara nadando coquetamente del macho, sino que nadara
35
enérgicamente hacia él, a lo cual el macho reaccionó —como quien dice— virilmente: el
órgano de apareamiento se cerró reflejamente ante la hembra.
A las tres instancias mencionadas, por las cuales los pacientes se sienten constreñidos
a la sexualidad, se añaden recientemente otros dos factores más. En primer lugar, el valor
que concede al rendimiento, y no menos a la capacidad de rendimiento sexual, la actual
«sociedad del rendimiento». La peer pressure, es decir, la dependencia en que el
individuo vive de quienes son semejantes a él, y de lo que los otros, el grupo al que él
pertenece, considera que «está de moda», que «se lleva». La peer pressure conduce a
que la potencia y el orgasmo se busquen forzadamente. Ahora bien, no sólo la
hiperintención se fomenta así según normas colectivas, sino que se hace también lo
mismo con la hiperreflexión. El resto de espontaneidad que la peer pressure deja todavía
inviolada, se la quitan luego al hombre de hoy los pressure groups. Por estos «grupos de
presión» entendemos la industria de la diversión sexual y la industria de la iniciación. El
constreñimiento para el consumo sexual, que es lo que esas industrias pretenden, llega a
la gente por conducto de los hidden persuaders (los «persuasores ocultos»). Y los
medios de difusión se ofrecen gustosamente a ello. Lo paradójico es que incluso el joven
de hoy se deja llevar dócilmente por el capital de esa industria y se deja mecer por la
oleada de sexo, sin darse cuenta de que le están manipulando. Quien se alce contra la
hipocresía, debería hacerlo también allá donde la pornografía, para que no se le
estropeen los negocios, se quiere vender como arte o como ilustración sexual.
La situación, útilmente, ha llegado a agravarse porque cada vez más autores, entre los
jóvenes, han podido observar el aumento de la impotencia, y achacan ese aumento al
movimiento moderno de la emancipación de la mujer. Así, J.M. Stewart informa sobre
«impotencia en Oxford»: Las mujeres jóvenes, se dice allí, corren de un lado para otro y
«exigen sus derechos sexuales», y los hombres jóvenes tienen miedo de que sus parejas
femeninas, con su gran experiencia, los tengan por amantes poco diestros («Psychology
and Life Newsletter» I [1972] 5). Pero también George L. Ginsberg, William A. Frosch y
Theodore Shapiro publicaron un trabajo con el título Die neue Impotenz, en el que dicen
expresamente que «el joven de hoy se siente exigido y requerido, por cuanto la
exploración demuestra que, en esos casos de nueva forma de impotencia, la iniciativa
para las relaciones sexuales procede de la mujer» («Arch. gen. Psych.» 26 [1972] 218).
A la hiperreflexión le hacemos frente en logoterapia mediante una derreflexión,
mientras que para combatir la hiperintención patógena, en casos de impotencia,
disponemos de una técnica logoterapéutica que se remonta al año 1947 (Viktor E. Frankl,
La psicoterapia en la práctica médica, San Pablo, Buenos Aires, 22003). Y
recomendamos por cierto que se mueva al paciente a «no emprender programáticamente
el acto sexual, sino que se dé por satisfecho con ternuras que permanezcan
fragmentarias, por ejemplo, en el sentido de un preludio sexual mutuo». Hacemos,
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asimismo, que «el paciente explique a su pareja femenina que hemos dictado de
antemano una rigurosa prohibición del coito. En realidad, el paciente —a la corta o a la
larga— no observará ya esa prohibición, sino que, liberado ya de la presión de las
exigencias sexuales, tal como habían procedido hasta entonces de su pareja femenina, se
irá acercando crecientemente al objetivo de la pulsión,corriendo hacia el peligro de ser
rechazado por la pareja femenina, que podrá quizás alegar la vana prohibición del coito.
Cuanto más se sienta rehusado, tanto más estará logrando el éxito.»
William S. Sahakian y Barbara Jacquelyn Sahakian (Logotherapy as a personality
theory, «Israel Annals of Psychiatry» 10 [1972] 230) opinan que los resultados de las
investigaciones de W. Masters y V. Johnson han confirmado plenamente nuestros propios
resultados. De hecho, el método de tratamiento desarrollado en 1970 por Masters y
Johnson es muy parecido en muchos puntos a la técnica de tratamiento publicada por
nosotros en 1947 y esbozada hace un instante. Ahora vamos a probar de nuevo
casuísticamente lo que acabamos de exponer.
Godfryd Kaczanowski (Logotherapy: A new psychotherapeutic tool,
«Psychosomatics» 8 [1967] 158) informa sobre un matrimonio que vino a consultarle.
Llevaban casados sólo unos cuantos meses. El hombre se sentía impotente y padecía
gravísimas depresiones. Se habían casado por amor, y el hombre era tan feliz, que no
tenía más que un objetivo: hacer que su mujer fuese lo más feliz posible, incluso
sexualmente, proporcionándole para ello un orgasmo que fuera lo más intenso posible.
Después de unas cuantas sesiones, Kaczanowski entendió por el marido que
precisamente esa hiperintención del orgasmo de su pareja femenina era lo que
imposibilitaba su propia potencia. El paciente se dio cuenta también de que, al entregarse
«él mismo» a su mujer, tenía que darle más que el orgasmo, tanto más que este último se
produce, sin más, automáticamente, aunque el marido no se lo proponga. Según las
reglas de la logoterapia, Kaczanowski dispuso hasta nuevo aviso una prohibición del
coito, lo cual descargó visiblemente al paciente de su angustia de expectativa. Como era
de esperar, unas cuantas semanas después se llegó a que el paciente hiciese caso omiso
de la prohibición; su mujer se resistió durante algún tiempo, pero luego cedió. Y desde
entonces quedó plenamente normalizada la vida sexual de ambos.
Es análogo un caso referido por Darreil Burnett. En él no se trataba de impotencia
sino de frigidez: «Una mujer que padecía de frigidez observaba atentamente lo que
pasaba en su propio cuerpo durante las relaciones sexuales, y trataba de ajustarse en todo
a lo que decían los manuales. Le dijeron que concentrara la atención en su esposo. Una
semana más tarde experimentó un orgasmo.» De la misma manera que en el caso del
paciente de Kaczanowski la hiperintención quedó suprimida mediante la intención
paradójica —es decir, mediante la prohibición del coito—, en el caso de la paciente de
Burnett la hiperreflexión quedó eliminada mediante la derreflexión, lo cual pudo suceder
37
únicamente, cuando la paciente retornó a la autotrascendencia.
De manera parecida se desarrolló el siguiente caso, que tomo de mi propia casuística.
La paciente vino a verme, quejándose de su frigidez. Durante la infancia, su propio padre
había abusado sexualmente de ella. «Esto tendrá consecuencias necesariamente»: tal era
la convicción de la paciente. Suges tionada por esta angustia de expectativa, la mujer
estaba siempre «al acecho», cuando tenía relaciones íntimas con su pareja; porque,
finalmente, ella quería dar buena cuenta de sí y confirmarse como genuina mujer. Pero
con ello preci samente su atención quedaba dividida entre la pareja y ella misma. Todo
ello no podía menos de hacer que fracasara el orgasmo; porque en la medida en que uno
atiende al acto sexual, en esa misma medida es ya incapaz de entregarse. Hice ver a la
mujer que, de momento, yo no tenía tiempo para hacerme cargo del tratamiento, y la cité
para dos meses después. Hasta entonces no debía preocuparse más de su capacidad o
incapacidad para el orgasmo, tema del que hablaríamos luego ampliamente en el marco
del tratamiento; en cambio, durante las relaciones sexuales, debía dedicar mucho más su
atención a la pareja. El curso que siguieron las cosas me dio la razón. Sucedió todo tal y
como yo había esperado. La paciente no volvió al cabo de dos meses, sino que se
presentó ya al cabo de dos días... curada. El simple hecho de desprender la atención de
sí misma, de su propia capacidad o incapacidad para el orgasmo —en una palabra, la
derreflexión— y la entrega, ahora mucho más espontánea, a la pareja habían bastado
para producir por prime ra vez el orgasmo.
A veces hay que «teatralizar» un poco el «truco», porque ninguno de los dos que
componen la pareja están «iniciados» en él. El siguiente relato nos hará ver lo ingenioso
que hay que ser en tales situaciones. El relato se lo debo a Myron J. Horn, un antiguo
alumno mío: «Una joven pareja vino a visitarme a causa de la impotencia del marido. Su
mujer le había dicho repetidas veces que era “un amante fatal”, y que en lo único en que
ella estaba pensando era en entablar relaciones con otros hombres a fin de encontrar
finalmente la satisfacción que buscaba. Yo entonces les pedí a los dos que, durante una
semana, se desnudaran y se metieran en la cama juntos, todas las noches, al menos
durante una hora. Podían hacer lo que les viniera en gana. Pero lo único que no les
estaba permitido en ninguna circunstancia era el coito. Una semana más tarde volví a
verlos. Habían intentado, me decían, seguir mis instrucciones, pero “por desgracia”
habían llegado tres veces al coito. Me mostré muy disgustado e insistí en que, por lo
menos durante la semana entrante, debían atenerse a mis instrucciones, Pasaron tan sólo
unos cuantos días, y me llamaron para contarme de nuevo que habían sido incapaces de
seguir mis instrucciones; lejos de eso, habían realizado el coito incluso varias veces al
día. Un año más tarde me enteré de que este éxito continuaba.»
También es posible que debamos iniciar en nuestro «truco» no al paciente, sino a su
pareja femenina. Así ocurrió en el siguiente caso. La participante en un seminario sobre
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logoterapia, dirigido por Joseph B. Fabry en la Universidad de Berkeley, aplicó nuestra
técnica —bajo la dirección del mencionado especialista— a su propia pareja masculina,
que era psicólogo de profesión y que, como tal, dirigía un centro de orientación sobre
problemas sexuales. (Se había formado con Masters y Johnson.) Pues bien, este
orientador sobre problemas sexuales, sufría él mismo trastornos en cuanto a la potencia
sexual. «Utilizando una técnica de Frankl —se nos refiere—, decidimos que Susan dijera
a su amigo que ella estaba bajo tratamiento médico, y que el médico la había ordenado
tomar algunos medicamentos y no tener relaciones sexuales durante un mes. Se les
permitía estar físicamente muy cerca el uno del otro, y hacer todo lo que quisieran,
menos tener relaciones sexuales. A la semana siguiente, Susan informó que todo había
salido bien.» Hubo recaída. Pero Susan, que era discípula de Fabry, fue lo
suficientemente ingeniosa para acabar esta vez, ella sola, con los trastornos de potencia
sexual, que padecía su pareja: «Como ella no podía ya repetir otra vez la historia de las
instrucciones dadas por el médico, le dijo a su amigo que ella había llegado raras veces o
quizás nunca a tener el orgasmo, y le pidió que no tuviera relaciones sexuales con ella
aquella noche, sino que la ayudara en su problema relativo al orgasmo.» Adoptó, pues, el
papel de una paciente, para imponer a su pareja masculina el rol de orientador sexual en
ejercicio y encaminarle de esta manera hacia la autotrascendencia. Pero con ello se
produjo también la derreflexión y quedó eliminada la hiperreflexión que había tenido
efectos tan patógenos. «Todo volvió a funcionar. Desde entonces desaparecieron los
problemas de impotencia.»
Gustave Ehrentraut, californiano, orientador en materia de problemas sexuales, tuvo
que tratar una vez a un paciente que desde hacía 16 años sufría de eyaculación precoz.
Primeramente se trató el caso con terapéutica de la conducta. Pero, después de dos
meses, todavía no se observaron resultados. «Decidí intentar la intención paradójica de
Frankl», se nos sigue diciendo. «Informé al paciente queél no iba a ser capaz de
modificar su eyaculación precoz y que, por tanto, debía intentar únicamente satisfacerse
a sí mismo.» Como Ehrentraut recomendara, además, al paciente hacer que el coito
durase lo menos posible, la intención paradójica tuvo tales efectos, que la duración del
coito pudo prolongarse al cuádruple. Desde entonces no hubo recaídas.
Otro californiano orientador en materia de problemas sexuales, Claude Farris, me pasó
un informe del que se desprende que la intención paradójica puede aplicarse también en
casos de vaginismo. Para la paciente, que se había educado en un convento católico, la
sexualidad era un tabú riguroso. Se sometió a tratamiento porque sentía violentos dolores
durante el coito. Farris le ordenó que no relajase la zona genital, sino que enervase lo
más posible la musculatura de la vagina, para que le fuera imposible a su marido penetrar
en la vagina. Una semana más tarde volvieron a aparecer los dos para informar de que,
por primera vez en su vida matrimonial, el coito se había producido sin dolores. No se
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consiguió ninguna recidiva. Lo notable de este informe es la ocurrencia de aplicar la
intención paradójica para producir la relajación.
A propósito de todo esto, habrá que mencionar también un experimento de David L.
Norris, investigador californiano, quien, en el marco de su experimento, ordenó a la que
era sujeto del mismo, una mujer llamada Steve, que se relajase lo más posible, cualquiera
que fuese la cosa que ella intentara. Pero no tuvo éxito, porque Steve se encaminaba
demasiado activamente hacia esa meta. Norris pudo observarlo con mucha exactitud,
porque la persona que era sujeto del experimento fue conectada a un electromiógrafo,
que constantemente marcaba 50 micro amperios. Hasta que Steve se enteró por Norris
de que él, en toda su vida, no había logrado verdaderamente relajarse. Entonces Steve
saltó con lo siguiente: «¡Al diablo con la relajación! ¡Me río yo de la relajación!» Y
entonces el indicador del electromiógrafo descendió de repente a 10 microamperios. «Lo
hizo con tanta velocidad —cuenta Norris— que yo creí que el aparato se había
desconectado. En las siguientes sesiones, Steve tuvo pleno éxito, porque no intentaba ya
relajarse.»
Algo parecido se puede decir también de los diversos métodos de meditación (por no
decir, sectas de meditación), ya que la meditación no está hoy día menos de moda que la
relajación. Y, así, me escribe un profesor norteamericano de psicología: «Hace poco
tiempo me estuve entrenando en la práctica de la Meditación Trascendental. Pero
renuncié al cabo de unas cuantas semanas, porque creo que puedo meditar
espontáneamente, pero en cuanto empiezo con los formalismos para comenzar a meditar,
no soy ya capaz de hacerlo.»
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41
PARTE PRIMERA
TEORÍA DE LAS NEUROSIS Y
PSICOTERAPIA
ESQUEMA DE LA TEORÍA DE LAS
NEUROSIS
...tu laborem et maerorem consideras
ut ponas ea in manibus tuis.
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43
SECCIÓN PRIMERA
LA TEORÍA DE LAS NEUROSIS
COMO PROBLEMA
Capítulo 1
DEFINICIÓN Y CLASIFICACIÓN
DE LAS ENFERMEDADES
NEURÓTICAS
El término «neurosis» fue creado por Cullen (1777). Tendríamos una idea confusa,
sin embargo, de lo que el concepto de neurosis comprende si nos fiásemos de la
definición de Cullen. Pues, desde entonces, este concepto ha sufrido un cambio de
significación, como hacen notar Quandt y Fervers. Y diríase que con el tiempo se han ido
superponiendo los distintos significados. Así se comprende que tanto Bumke como Kurt
Schneider abogasen por la total supresión del término «neurosis». Del mismo modo,
Kloos estaría dispuesto a abogar por ello, ya que considera demasiado confuso este
concepto y además totalmente superfluo; sin embargo, él mismo añade que la expresión
no es, al parecer, fácilmente desarraigable.
Sobre la delimitación del concepto de «neurosis», en general se registran en los
tratados contemporáneos dos tendencias, una inflacionista y otra deflacionista. El más
destacado representante de la última es Werner Villinger, que se pronuncia contra una
extensión exagerada del concepto, o sea, contra una ampliación de su contenido. Por la
otra parte estaría un autor como Rümke, quien traza límites tan amplios que ni siquiera
considera la neurosis como una enfermedad o como unidad nosológica, sino como un
síndrome, es decir, como una mera unidad sintomatológica.
Nosotros, queremos situarnos en el punto medio de ambas posiciones extremas,
distinguiendo, por una parte, entre las neurosis en el más propio y estricto sentido de la
palabra, y, por otra, entre una neurosis en su sentido más amplio. Podemos, por lo tanto,
44
separar las pseudoneurosis de las verdaderas neurosis; ello no quiere decir que tengamos
que pronunciar por fuerza el prefijo «pseudo-»; podríamos suprimirlo sin más.
Para obtener al menos una hipótesis de trabajo —o sea, con un fin más o menos
heurístico— proponemos, pues, partir de la definición que nos autoriza a llamar
neurótica a toda enfermedad que sea psicógena.
Desde este punto de partida resulta fácilmente un esquema sobre las posibles
enfermedades del hombre. Como principios nosológicos de clasificación usamos:
1. La sintomatología o la fenomenología.
2. La etiología de la enfermedad en cuestión.
Es decir, clasificamos, por una parte, las enfermedades según las manifestaciones
(patológicas), esto es, según los síntomas o fenómenos que producen, y por otra, según
el modo como se hayan formado. Teniendo esto en cuenta, distinguimos enfermedades
fenopsíquicas o fenosomáticas por un lado, y enfermedades somatógenas o psicógenas
por otro (figura 4).
Figura 4
Primeramente nos encontramos con la psicosis como una enfermedad que acusa
manifestaciones psíquicas (fenopsíquica), pero que tiene causas somáticas (somatógena).
No quiere decir, claro está, que las supuestas causas somáticas de la psicosis estén ya
investigadas científicamente. (Se podría hablar, por lo tanto, si se quiere, de las psicosis
como de enfermedades criptosomáticas.) Al contrario, Kurt Schneider llama sin rodeos el
escándalo de la psiquiatría al hecho de que los morbi de las psicosis endógenas sean aún
desconocidos. Con la comprobación de la somatogénesis no queda dicho, desde luego,
que una enfermedad somatógena no pueda ser tratada psicoterapéuticamente (véase p.
96).
Anteriormente hemos trazado límites, y donde hay límites hay también casos
limítrofes. Pero hay que procurar no sucumbir a la tentación de demostrar o rebatir algo
por medio de casos limítrofes, pues, con su ayuda, se puede demostrar todo y rebatir
todo, es decir, no afirmar nada ni negar nada. En cierta ocasión Jürg Zutt indicó con
razón que existen también seres vivos de los que no puede afirmarse si pertenecen a los
animales o a las plantas; sin embargo, a nadie se le ocurriría por este motivo negar que
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entre animal y planta existe una diferencia esencial. Heyer dice algo análogo al indicar
que de la realidad de hermafroditas nadie deducirá el derecho a negar la diferencia
sustancial entre varón y hembra.
De ningún modo queremos negar que lo psíquico y lo somático —o sea, no sólo lo
psicógeno y lo somatógeno— forman una unidad íntima, la unidad psicosomática del ser
humano. Pero no hay que olvidar que unidad no es idéntico a mismidad, como tampoco
lo es a totalidad. Es decir, por muy unidos que estén en el hombre lo psíquico y lo
somático, siempre se trata de dos modos del ser sustancialmente distintos, y lo único que
éstos tienen de común es ser, precisamente, modalidades de un mismo ser. Pero entre
estos dos modos del ser existe un abismo infranqueable. Tomemos este ejemplo: la
lámpara —física— que veo ante mí es clara y redonda, mientras que la percepción —
psíquica— de esta misma lámpara o su idea —también psíquica— es (después de cerrar
los ojos) todo menos clara y redonda; una idea puede ser viva, por ejemplo, pero nunca
redonda.
Cuestión aparte es cómo puede salvarse y conservarse la unidad de la existencia
humana también en la teoría, en la contemplación, en el concepto del hombre frente al
abismo insondableentre lo psíquico, por una parte, y lo somático, por otra, siendo cada
uno de ellos un modo del ser esencialmente distinto. Según mi opinión, esto se consigue
únicamente dentro del margen de una consideración dimensional-ontológica del problema
psicofísico. Mientras hablemos de estos modos del ser sólo en la analogía de una
estructura escalonada y estratificada —como hacen, por ejemplo, Nicolai Hartmann y
Max Scheler— existe siempre el peligro de que el ser humano, por así decirlo, se
desdoble en corporal y anímico, es decir, como si este ser, el hombre, estuviera
«compuesto» de cuerpo y alma (y espíritu). Si ahora hago proyectar, por ejemplo, este
vaso que está aquí delante en la mesa sobre el plano de la mesa, resulta un círculo, y si lo
proyecto en un plano vertical resulta un rectángulo. Sin embargo, no se me ocurrirá
asegurar: este vaso está compuesto de un círculo y de un rectángulo. Tampoco puedo
decir que el hombre está compuesto de cuerpo y alma (y espíritu). Por esta misma razón
no deben considerarse lo somático y lo psíquico como escalones o estratos existentes por
sí mismos, sino precisamente como dimensiones del ser unitario y totalitario que es el
hombre. Sólo entonces puede comprenderse de una manera antropológica adecuada esta
unidad y totalidad. Sólo entonces puede comprenderse la compatibilidad de lo
inconmensurable, o sea, la unidad del ser que es el hombre, a pesar de la multiplicidad de
las dimensiones que lo constituyen.
Hagamos constar, pues, que a pesar de la unidad del ser humano hay una diferencia
esencial entre lo somático y lo psíquico, en cuanto constituyentes suyos (de su
constituyente esencial, lo espiritual, hablaremos en seguida). En ello no cambia nada el
hecho de que entre psicogénesis y somatogénesis no existan más que diferencias
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graduales. Mi maestro, Oswald Schwarz, solía diseñar el siguiente esquema (figura 5):
Figura 5
Las verticales del esquema representan distintas enfermedades con un componente
psicógeno o somatógeno más o menos grande. Una enfermedad, por lo tanto, es siempre
solamente más o menos psicógena o más o menos somatógena. Su valor de posición,
dentro de este esquema, es por lo tanto, distinto. Y la vertical, que representa a una
enfermedad, puede desplazarse; pero queda la diagonal como límite fijo y preciso, es
decir, el límite entre la zona psíquica y la somática como tal, cada una como una región
ontológica, como una dimensión antropológica.
Por lo demás, hay que añadir lo siguiente: por mucho que una enfermedad manifieste
un componente tanto psicógeno como somatógeno, los dos en proporción mutua y
variable, no es para nosotros, médicos o terapeutas, lo más importante averiguar, desde
el punto de vista pragmático, en qué medida la psicogénesis o la somatogénesis han
entrado en la etiología de un caso concreto, sino más bien nos importa qué es lo que
primariamente existe en cada caso, si psicogénesis o somatogénesis. El antiguo y sabio
aforismo qui bene distinguit, bene docet podría modificarse en este sentido, o sea, en el
sentido de nuestra exigencia de una terapéutica orientada, diciendo: qui bene distinguit,
bene curat.
Nadie objete que nunca podría hablarse de una psicogénesis o somatogénesis primaria,
puesto que en cada uno de los casos se encuentran los componentes causales psíquicos y
somáticos formando un círculo causal, de modo que lo somático está siempre
condicionado por lo psíquico tanto como lo psíquico por lo somático. Esta objeción no
está justificada en cuanto que sólo es posible hablar de un círculo causal en una
consideración del corte transversal del acaecer patológico, mientras que una
consideración del corte longitudinal nos demuestra que se trata en realidad de una espiral
causal, es decir, se puede distinguir perfectamente en un caso particular concreto dónde
ha comenzado el acaecer circular —si en la zona psíquica o en la somática—, por más
que lo psíquico y lo somático se condicionen después mutuamente. (Tampoco tiene
efecto alguno la objeción de que la pregunta de si ha existido primero lo psicógeno o lo
somatógeno recuerda la de si existió antes la gallina o el huevo, pues, en el caso particular
de una gallina y de un huevo delante de mí podría decidir perfectamente cuál había
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existido antes.) El círculo causal, por tanto, representa solamente una proyección de la
espiral causal, es decir, la sustracción de una dimensión, en el caso presente, la dimensión
del tiempo[14].
Volviendo ahora al punto de partida de nuestras reflexiones, podemos definir la
neurosis como una enfermedad psicógena, más aún, como una enfermedad
primariamente psicógena. Esta definición vale, al menos, para la neurosis en su recto
sentido y, por lo tanto, no para las pseudoneurosis; o como también podemos decir: vale
para la neurosis en el más estricto sentido de la palabra.
Si hacemos resaltar la zona inferior derecha de nuestro esquema (figura 4)
ampliándola imaginativamente, resulta que en las neurosis orgánicas —en cuanto
enfermedades psicógenas y fenosomáticas— se trata del efecto de algo psíquico en el
terreno somático. Si comparamos las pseudoneurosis —por lo tanto, neurosis no en el
verdadero sentido de la palabra, sino en un sentido más amplio— con este caso de una
auténtica neurosis (orgánica), tendríamos que distinguir entre «efectuación» y mero
«desencadenamiento». (Esta distinción entre efectuación o causación, por un lado, y un
simple desencadenamiento, por otro, es importante no sólo con respecto a las neurosis,
sino también a las psicosis: éstas en cuanto enfermedades somatógenas [fenopsíquicas], a
pesar de su somatogénesis fundamental, pueden, dado el caso, estar perfectamente
desencadenadas también por lo psíquico.)
También hay enfermedades que son simplemente desencadenadas desde lo anímico y
no propiamente causadas; por lo tanto, no son condicionadas anímicamente, o sea, no
son psicógenas en el más estricto sentido de la palabra. A las enfermedades que no son
causadas, sino solamente desencadenadas desde lo anímico, las llamamos enfermedades
psicosomáticas (figura 6).
Figura 6
También es posible que se trate, eso sí, de una auténtica efectuación, pero no —como
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en el caso de la verdadera neurosis orgánica— del «efecto» de algo psíquico en el
terreno de lo somático, sino más bien al revés, del «efecto» de algo somático en el
terreno de lo psíquico. Como ya sabemos, tales enfermedades son psicosis ex
definitione, pues son fenopsíquicas y somatógenas, según nuestro esquema (figura 4);
sin embargo, bajo este aspecto particular en que hablamos ahora de tales enfermedades
fenopsíquico-somatógenas, se trata preferentemente de trastornos funcionales de tipo
vegetativo y endocrino que transcurren a veces monosintomáticamente, y cuyo
monosíntoma es precisamente psíquico, y, en este aspecto, sería naturalmente imposible
calificarlas de psicóticas. (Compárense aquellos casos que Hans Hoff tiene presentes
cuando habla de «anomalías congénitas o adquiridas de las reacciones vegetativas», en
las que «el paciente tiende hacia el sector simpático o parasimpático», y en las que
«actúan anomalías del concepto glandular de secreción interna».) Prescindimos, pues,
deliberadamente de la psicosis y tenemos derecho a ello ya que hemos de hablar
meramente de neurosis y pseudoneurosis, o de neurosis en el más amplio y estricto
sentido. Así, pues, a estados parecidos a neurosis en que se trata del efecto de algo
somático en el terreno psíquico es a lo que llamamos enfermedades funcionales.
A los efectos «funcionales» de trastornos funcionales somáticos (vegetativos y
endocrinos) en el terreno de lo psíquico, los cuales acabamos de tratar someramente, el
paciente en cuestión suele reaccionar psíquicamente de una determinada forma. Se trata,
entonces, de efectos retroactivos psíquicos ante trastornos originariamente somáticos.
Estos efectos retroactivos, estas reacciones, son lo que llamamos neurosis reactivas.
Tenemos que observar, sin embargo, complementariamente que se puede tratar en las
neurosis reactivas tambiénde reacciones neuróticas ante algo psíquico que no sea
somatógeno —en el sentido de enfermedades funcionales—, sino psicógeno.
Pero puede ocurrir que «detrás», por así decirlo, de una neurosis reactiva, o de una
reacción neurótica esté un médico, en cuanto que el motivo de la reacción neurótica se
debió a una expresión del médico impensada e imprudente. En este caso (una especie de
subgrupo de las neurosis reactivas) hablamos de neurosis iatrógenas.
Ahora bien, puede ocurrir que «más allá» de la psicogénesis de una neurosis psicógena
(no hablamos ahora simplemente de neurosis orgánicas) no haya que buscar la verdadera
causa de la enfermedad en el terreno psíquico, sino en un terreno que se encuentra
esencialmente más allá de lo psíquico: en el terreno noético, en el terreno de lo espiritual.
En aquellos casos, por fin, en que un problema espiritual, un conflicto moral o bien una
crisis existencial originan etiológicamente la neurosis en cuestión, hablamos de neurosis
noógena[15].
Se trata, en el terreno espiritual, de aquella dimensión que hemos omitido hasta ahora
cuando hablábamos de lo somático y de lo psíquico, como dimensiones de la existencia
humana y de las posibles enfermedades humanas; para el pleno serhombre, para su
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«totalidad» (véase anteriormente) es necesaria esta tercera dimensión, la espiritual, pero
no quizá simplemente añadida como una dimensión en sí, sino que, sin ser ella la única
es, sin embargo, la verdadera dimensión del existir humano, puesto que el hombre como
tal no se constituye sino en aquellos actos (espirituales) en los que se eleva, por así
decirlo, del plano somático-psíquico a la dimensión espiritual.
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SECCIÓN SEGUNDA
LA TEORÍA DE LAS NEUROSIS
COMO SISTEMA
Capítulo 2
PSICOSIS ENDÓGENAS:
PERSONA Y PSICOSIS
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1. Psicogénesis en las psicosis
1.1. Génesis criptosomática
En las exposiciones siguientes no intentamos ofrecer nada nuevo, sino simplemente
ordenar lo antiguo y coordinar lo que es nuevo con lo antiguo.
Hemos conocido la clasificación de las enfermedades humanas según los dos
principios de clasificación: sintomatología y etiología. En cuanto a la sintomatología,
distinguimos enfermedades fenopsíquicas y enfermedades fenosomáticas, según que sus
síntomas sean psíquicos o somáticos, y por lo que respecta a la etiología, distinguimos
enfermedades somatógenas y enfermedades psicógenas. Según este esquema de
clasificación, la psicosis cae bajo las enfermedades fenopsíquico-somatógenas[16].
La somatogénesis de las psicosis no hay ciertamente que imaginársela sólo en forma
de corte transversal, sino que incluye, más bien, cuando se considera el corte
longitudinal, también la heredogénesis.
Así como los hechos dados a conocer por la medicina psicosomática, como a sí misma
se llama, no son suficientes para hacer dudar de la somatogénesis de las «enfermedades
en el sentido banal de la palabra», así tampoco aquel «escándalo de la psiquiatría», como
K. Schneider lo llama (véase p. 66), en nada cambia la somatogénesis fundamental de las
enfermedades psicóticas. Y a pesar de todas las salvedades que puntualizaremos después,
seguimos ateniéndonos a la génesis somática de tales enfermedades. Nada impide en
estas «escandalosas» circunstancias el que hablemos de una génesis criptosomática, por
llamarlo de alguna manera.
Tal somatogénesis fundamental no excluye una cosa sobre todo: una psicogénesis
parcial. Pero entiéndase parcial como estructural y no como aditivo. No pueden
adicionarse somatogénesis y psicogénesis a las noogénesis y sociogénesis, que están
todavía por tratar. Lo que más importa es el valor que corresponde a cada una, valor que
está localizado en distintas dimensiones del existir humano, pues la psicosis también se
extiende a distintas dimensiones de la existencia humana y la psiquiatría ha de seguirla en
todas estas dimensiones. No hemos de adicionar los distintos factores y elementos, sino
dimensionarlos. Y, sobre todo, no debemos hacer una cosa: contaminarlos
entremezclando las distintas dimensiones, cosa que ocurriría, sin embargo, por
confusiones de las que ahora vamos a tratar.
1.2. Efecto y causa
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Los psiquiatras conocemos muy bien el fenómeno que designamos con el nombre de
«racionalización secundaria». Lo encontramos, por ejemplo, cuando un paciente
parafrénico interpreta en algún sentido las alucinaciones de la sensación corporal que
padece, bien sea considerándose un poseído del demonio, como ocurría en otros
tiempos, bien que invoque el hipnotismo, bajo cuya influencia se cree, como ha ocurrido,
en las últimas décadas o bien que incluya el radar en el sistema de su manía de
explicación, como ocurre tantas veces en los últimos años. Pero con mucha frecuencia
vemos también que los familiares de nuestros pacientes racionalizan secundariamente.
Oímos decir, por ejemplo, que unos esponsales fracasados tienen la culpa de la
enfermedad esquizofrénica de la hija, o bien que la masturbación más o menos excesiva
del hijo es culpable de su psicosis. En todos estos casos se confunde el post y el propter
hoc sin tener en cuenta que el hoc mismo a su vez era el effectus. Para limitarnos al
último ejemplo: el hecho de masturbarse en exceso no era la causa, sino el efecto de la
enfermedad. Con otras palabras, no se trata de un hecho patogénico, sino de un hecho
patognomónico. A decir verdad, en este campo los mismos psiquiatras no deberíamos
tirar la prime ra piedra, puesto que tampoco nosotros mismos nos vemos siempre exentos
del todo de la tendencia a la racionalización secundaria. Pues ¿cuántas veces nuestra
necesidad causal no nos juega a nosotros mismos una mala partida? En concreto, son los
traumas psíquicos, los complejos y conflictos incriminados con respecto a lo patógeno y
citados con frecuencia, los que hay que valorar muchas veces no como patógenos
precisamente, sino sólo como patognomónicos. Ya el simple hecho de aparecer traumas
psíquicos y complejos, o el no ser uno capaz de hacer frente a sus conflictos, pertenece
al terreno de la sintomatología, pero no al de la etiología de la psicosis en cuestión.
Consideremos como ejemplo la depresión endógena. Como en otro lugar intentamos
señalar, en ella se vive y se experimenta en proporciones excesivas la tensión tan peculiar
del hombre entre el ser y el deber. Lo que el paciente adeuda de su ser a su deber lo va
mirando a través de la lupa aumentativa y deformativa de su depresión endógena. La
distancia del ser al deber es vivida y experimentada como si se tratase de un abismo.
Pero en sí la tensión entre el ser y el deber —la tensión existencial, como también la
llamamos—, la distancia del ser al deber es en sí inamisible e inalienable: mientras el
hombre disponga de su conciencia, su ser será deudor de su deber. Pero en modo alguno
esta excesiva tensión existencial, esta distancia al deber, socavada hasta formar un
abismo, es la que produce la depresión endógena (en sentido de patogénesis), sino la
depresión endógena la que crea el abismo aparente (en sentido de patognomonia). La
tensión existencial no es la que hace enfermo al hombre, sino mas bien la enfermedad de
depresión endógena es la que permite al enfermo darse cuenta de esta tensión de una
manera desfigurada y aumentada.
¿Y qué es, pues, la depresión endógena en sí? La depresión endógena sigue siendo, a
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pesar de todo, algo somatógeno, una «somatosis». Y el modo más acertado como podría
caracterizarse es quizá como un bajón vital. Pero permítasenos hablar también de una
bajamar del biotonus (Ewald).
Supongamos el caso de un arrecife cuando va apareciendo durante la bajamar. Nadie
se atreverá a afirmar, sin embargo, que el arrecife es por eso la causa de la bajamar; al
contrario: es la bajamar la que lo descubre. ¿Pero no ocurre otro tanto con el abismo
entre el ser y el deber? ¿No ocurrirá que también se hace patente, queda al descubierto
por la depresión endógena, por esta bajamar vital? Por lo tanto: así como la bajamar no
es causada por un arrecife que emerge, así tampoco la psicosis es provocadapor un
trauma psíquico, por un complejo o por un conflicto.
Siguiendo con el símil de la bajamar: a medida que la marea va bajando, el arrecife va
ganando en extensión. Cosa análoga ocurre con la bajamar vital llamada depresión
endógena. Así, por ejemplo, conocemos a una paciente endogenodepresiva que sustituyó
provisionalmente a colegas masculinos llamados a filas y se hizo empleada de Correos
durante la primera guerra mundial. Esta declaró anamnésicamente décadas más tarde
durante una fase depresiva endógena que había robado en aquellos tiempos una saca
entera de Correos. Ya sabemos que casi nunca existe culpa real en los autorreproches
maníacos de pacientes endogenodepresivos. Efectivamente, preguntas más concretas
descubrieron que el robo de que se trataba, en realidad, no era otro que el de una saca
vieja y vacía ¡sin objetos postales dentro! El simple hecho de que a la paciente se le
ocurriera este delito insignificante ya es un efecto, pero no una causa de la depresión
endógena. Ni la gran culpa subjetiva ni la pequeña objetiva eran patógenas en este caso,
sino solamente patognomónicas.
1.3. Causalidad y desencadenamiento
Aparte de invertir la relación entre efecto y causa, según acabamos de indicar, la
psiquiatría incurre no pocas veces en el error de no distinguir entre una auténtica causa
psíquica, por un lado, y un mero desencadenamiento psíquico, por otro. Enfermedades
que en realidad no son causadas, sino tan sólo desencadenadas desde lo psíquico, no
merecen la calificación de psicógenas; se trata, más bien, de una pseudo psicogénesis.
Es trivial llamar la atención sobre el hecho de que enfermedades psíquicas, y por lo
tanto también las psicosis, puedan ser desencadenadas, verbigracia, por excitaciones.
Pero hay que observar también que tales excitaciones no tienen que ser por fuerza de
índole angustiosa: no sólo los estímulos angustiosos, sino incluso los agradables, pueden
poner en marcha una enfermedad psíquica. Se trata, en uno y otro caso, de una especie
de efecto de estrés psíquico. Por otra parte, no hay que olvidar que no sólo tales cargas
extremas, sino también una descarga —sobre todo una descarga brusca— puede actuar
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como factor de desencadenamiento desde lo psíquico. Baste recordar a propósito de esto
la situación característica de la libertad después de una reclusión en campo de
concentración o después del cautiverio de guerra[17].
Es propio de las enfermedades psicóticas, sin embargo, no requerir en ciertas
circunstancias un desencadenamiento. Y ya que hablamos de reclusión en los campos de
concentración, conocemos a un paciente que cayó enfermo de una manía en el campo de
Dachau, y que, después de ponérsele en libertad y a pesar de la sorpresa agradable de
una oportunidad de emigración en extremo favorable, se volvió, no obstante, gravemente
depresivo, en el sentido de una fase melancólica. Todo ello indica la general
independencia del destino de las psicosis auténticas, o, si se quiere: la fatalidad de los
procesos psicóticos en si. Con respecto a esto, las investigaciones estadísticas J.
Hirschmann han puesto suficientemente de manifiesto la relativa «estabilidad ambiental»
de las psicosis y aun de las neurosis[18].
Al fin y al cabo la desencadenabilidad de enfermedades psicóticas —¡sin que pueda
hablarse de causalidad!— es un hecho bien conocido y reconocido en el terreno
somático: aludimos a la «desencadenabilidad» típica de estados psicóticos por
intercurrencias somáticas, como el tiphus abdominalis[19] y la commotio cerebri[20].
Pero no sólo esto: no sólo tales procesos patológicos, sino también los fisiológicos, hay
que considerarlos como posibles factores de desencadenamiento desde el terreno
somático. Baste mencionar que la pubertad constituye un tiempo típico preferido para la
erupción de brotes esquizofrénicos (tan típico que esta circunstancia ha dado a la
enfermedad el antiguo nombre de dementia praecox), mientras que para las fases
endogenodepresivas el preferido es el del climaterio como probablemente el más típico.
Los dos —la pubertad y el climaterio— equivalen a un desencadenamiento desde lo
endocrino; sin embargo, a nadie se le ocurrirá, por ejemplo, caracterizar la depresión
endógena, sin más, como una enfermedad endocrina.
Es lógico que, precisamente en el caso de estados endógenos de depresión
climatéricamente desencadenados, sea posible también un desencadenamiento simultáneo
desde lo psíquico: nos referimos al temor a quedarse soltera y al balance existencial, el
balance de lo que la vida ha quedado a deber a uno y de lo que uno ha quedado a
deber a la vida; si este balance existencial resulta negativo, aun cuando sea tan sólo
aparente y subjetivamente, entonces no se trata tanto, si así se quiere, del desen
cadenamiento psíquico de una psicosis endogeno-depresiva, sino más bien de la
combinación de una depresión endógena psicótica con otra psicógena neurótica.
Si nos preguntamos en qué consiste en rigor y en última instancia la diferencia entre
causa y desencadenamiento, nos encontraremos con que, en cierto sentido, también el
desencadenamiento es una causa, aunque no la principal, sino más bien una causa
secundaria, como si dijéramos. Pero el desencadenamiento no es sólo una causa
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secundaria en este sentido, sino también lo que comúnmente se llama una condición.
Pues condicionar algo no significa de suyo originar y causar algo. Existen, como es
sabido, las llamadas condiciones necesarias y suficientes, y podemos decir: mientras la
causa principal puede interpretarse como condición suficiente, el desencadenamiento —si
es que puede comprenderse como condición— es, en cambio, en cuanto causa
secundaria, no una condición suficiente, ni una condición necesaria siquiera, sino que
tendríamos más bien que acuñar para ella un nuevo término: (simplemente) ¡condición
posible!
1.4. Patogénesis y patoplástica psíquicas
1.4.1. Patoplástica temática
Psicógenos en el sentido más amplio de la palabra son los cometidos, por ejemplo, de
ideas delirantes; es éste un hecho que está admitido y en el que se insiste desde hace
mucho tiempo. Lo cierto es que, en este sentido tan amplio, en la temática de ideas
delirantes entra material psicógeno.
El mérito del psicoanálisis estriba en que sigue analíticamente los factores que de
este modo entran en la temática del curso de ideas delirantes con la intención incluso de
remontarse hasta la infancia; con razón, pues, es evidente que el individuo, como
protagonista que es del tiempo, se despliega en sentido literal y se desenvuelve en la vida
que va desarrollándose; de modo que no podemos formarnos una idea de lo individual,
del verdadero individuo, si no es a través de una mirada de conjunto sobre la vida
transcurrida.
Patoplástica individual. Mas esto vale no sólo para lo patológico: también dentro ya
de lo normal preponderan unos u otros contenidos de conciencia según la individualidad.
Y en el caso de una enfermedad posterior solemos llamar personalidad premórbida al
conjunto de todos estos contenidos de conciencia que han preponderado desde siempre.
Sobre estos contenidos como tema gira el pensamiento de los pacientes «como aguja que
queda clavada en el surco de un disco de gramófono», según acertó a expresarse en
cierta ocasión una de nuestras pacientes. Así ocurre que un paciente no es capaz de
desligarse de su culpa, mientras que a otro su culpa, su deuda moral, le afecta menos que
sus deudas financieras... En el primer caso nos encontramos con un delirio de pecado; en
el último, con una angustia de empobrecerse. Si pasan a primer plano manías
hipocondríacas, ello conduce a la angustia de enfermar.
Patoplástica colectiva. Es evidente que la elección de la manía, como quisiéramos
llamarla, depende en gran parte de la ideología colectiva y, dado el caso, del pensamiento
56
colectivista de nuestro tiempo. Y es éste el sentido en que podría hablarse con razón de
una sociogénesis dentro de la etiología de las psicosis. Lo haríamos en un sentido
paraclínico, en un sentido, por lo tanto,que nos da pie para hablar también de neurosis
colectivas. Así, todo ello nos autoriza a hablar asimismo de psicosis colectivas, con tal de
que bajo esto no entendamos más que el conjunto de elementos y factores sociógenos y
colectivos que entran de continuo y visiblemente en la psicosis individual, o sea, en la
psicosis en sentido clínico.
Rastrearlos sería objeto de una patología del espíritu de la época. Mas las mismas
psicosis han sido desde siempre expresión y reflejo de esta patología; pues, según la
época —según el espíritu de la época—, de la morbosidad mental de la época dependen
y con ella combinan siempre las ideas predominantes. En una palabra: está realizándose
continuamente un cambio de dominio de las ideas predominantes.
Así, por ejemplo, sabemos que la típica depresión endógena larvada de los años veinte
iba por lo regular enmascarada bajo el cuadro de obsesiones escrupulosas, mientras que
hoy día va acompañada de representaciones angustiosas, predominantemente
hipocondríacas, desarrollándose bajo un cuadro fóbico, yendo por esta razón con la
etiqueta diagnóstica de depresión vegetativa. Pero, ¿se extrañará alguien de que en la
actualidad el pensamiento endogenodepresivo gire con menos frecuencia en torno al tema
de la culpa humana —o sea, la culpa ante Dios— que sobre los temas inmediatos de
salud corporal y de capacidad de trabajo profesional?[21]
1.4.2. Patoplástica estilística
Patoplástica individual. La patoplástica psíquica —y (exclusivamente) en este
sentido la «psicogénesis»— se manifiesta e influye no sólo en el aspecto temático, o sea,
con respecto al tema del delirio, sino también en el aspecto estilístico, o sea, con respecto
al «total estilo de vida» (A. Adler), y lo que en primer lugar nos importa es que también
este estilo de existencia de la personalidad premórbida se puede seguir hasta remontarse
a lo psicóticamente caricaturizado.
Respecto a esto, no sólo hemos de agradecer mucho a la psicología individual de A.
Adler, sino también merece nuestros respetos la contribución de L. Binswanger al
análisis estilístico de las psicosis con su análisis del existir, sin que escape al conocedor
la semejanza del análisis del existir con una ontologización de la teoría individual-
psicológica de la «apercepción tendenciosa».
Patoplástica personal. Por encima de todo lo individual y propio puede comprobarse
que la psicosis es más que una simple especie de enfermedad: es también un modo y una
posi bilidad del serhombre. En cuanto a la depresión endógena, su análisis existencial
57
especial[22] dio por resultado, como ya insinuamos, que la depresión endógena en si, en
cuanto morbus, no representa ni más ni menos que un bajón vital; sin embargo, el
hombre que la tiene, ¿qué es? ¿Cómo le ha caracterizado precisamente el análisis
existencial general? Como ser que es responsable de su ser ante su deber. Vimos antes
que esta tensión existencial es vivida y experimentada exageradamente por el hombre
endoge-nodepresivo de una manera específica. Pues bien, el bajón vital propiamente no
produciría ni más ni menos que una sensación de vaga insuficiencia; pero el hecho de
que el hombre afectado de esta enfermedad no se esconda sim plemente como un
venado herido en la caza, sino que viva su insuficiencia como culpa ante su conciencia o
ante su Dios, todo esto no depende ya del morbus que es la depresión endógena; es más
que nada la contribución del hombre a su enfermedad, y responde y nace de un
enfrentamiento entre lo humano en el enfermo y lo enfermo en el hombre. Esto va más
allá de un simple bajón vital, de una psicosomatosis; con lo que nos encontramos es más
bien con una aportación de la persona, con algo personal, y, por lo tanto, con algo
transmórbido, pues la persona es espiritual y en virtud de esta cualidad se encuentra más
allá de lo sano y de lo enfermo.
58
2. Análisis existencial de las psicosis
Señalar y sacar a relucir lo personal en la psicosis es el propósito del análisis
existencial. Procura hacer el caso transparente conforme al hombre, hacer trascender el
cuadro de la enfermedad hacia una imagen del hombre. El recuadro de la perturbación no
es más que una simple caricatura, una simple silueta del verdadero hombre, su simple
proyección en el plano clínico desde una dimensión del existir humano que está situada
esencialmente más allá de la neurosis y psicosis. En este espacio metaclínico el análisis
existencial va siguiendo los fenómenos y los síntomas diversos de las enfermedades
neuróticas y psicóticas.
En este espacio, pues, descubre y suscita algo. Lo que descubre es una humanidad
intacta e intocable; columbrarla incluso escondida detrás de toda disolución neurótica y
descomposición psicótica es lo que el análisis existencial intenta enseñarnos[23].
Al igual que otros contenidos que han sido inconscientes, también pueden elevarse a la
conciencia, precisamente en la psicosis y por ella, los de una religiosidad inconsciente.
Así, pues, también en la psicosis puede hacerse manifiesto lo auténtico y primario que
durante la normalidad se mantuvo latente, encubierto y escondido a causa de la medianía
y de la vulgaridad.
Pero, en general, ahora como antes un organismo psico-físico apto en cuanto a su
función es la condición para que pueda desenvol verse la espiritualidad humana. Pero no
debería olvidarse, con todo, que el psychophysicum, por mucho que condicione esta
espiritualidad, no puede efectuar nada, ni crear tal espiritualidad. Además, de esto, no
debiera pasar inadvertido que el único afectado, por ejemplo, en el sentido de
enfermedad psicótica, es en cada caso el organismo psicofísico. De todas formas, un
trastorno funcional psicofísico puede hacer que la persona espiritual que se halla detrás
del organismo psicofísico y, como ya veremos, también por encima de él, en cierto
modo, no pueda manifestarse ni declararse: esto es, ni más ni menos, lo que la psicosis
significa para la persona. También en R. Allers leemos: «La enfermedad impide a la
persona la manifestación de sí misma» y el autor no se olvida de indicar expresamente en
esta ocasión que esto es válido aun «en graves estados defectuosos; por ejemplo, en una
idiotez de alto grado, originada por un desarrollo deficiente del cerebro, o en demencia
muy avanzada debida a una destrucción cerebral».
El espíritu humano no puede prescindir de la servidumbre de su cuerpo, pero éste
puede también negar sus servicios; ya he hablado en ocasiones semejantes y con analogía
a la potentia oboedientialis de una impotentia oboedientialis (Dimensionen des
Menschseins, en «Jahrbuch für Psychologie und Psychotherapie» 1 [1953] 186)[24].
59
Cuando no puedo reparar en la persona espiritual porque la psicosis precisamente le
pone barreras y la quita de mi vista, mientras esto ocurra, no puedo acercarme a ella
terapéuticamente y toda apelación fracasaría. De ello se deduce que sólo es aplicable un
procedimiento logoterapéutico en casos de psicosis clínicamente leves o medio graves.
2.1. Interpretación y búsqueda de sentido
Se distingue, como es sabido, entre hallar sentido y dar sentido. Podría, pues,
entenderse como hallazgo de sentido el intento de una interpretación del sentido de la
formación delirante de la que antes hablábamos. Pero no podemos olvidar que se trata en
la interpretación de una formación delirante de la interpretación de un sentido para mí
como médico y habría que preguntar si hay también un sentido que encierra en sí la
psicosis no para mí como médico, sino para el mismo paciente. A nuestro entender,
también la psicosis tiene realmente un sentido para el mismo paciente; pero este sentido
no está dado, hay que buscarlo y no puede ser hallado por mí, como médico, sino que le
viene dado a la psicosis por el propio paciente: es el enfermo el que ha de dar el sentido a
su enfermedad. Primero ha de buscarlo.
Recordamos que el análisis existencial no sólo procura descubrir algo, sino también
despertar algo. Lo que descubre es la humanidad intacta e invulnerable. Son tres
«existenciales» los que(no sólo caracterizan, sino) constituyen el existir humano en
cuanto humano: espiritualidad, libertad y responsabilidad. Y cuando el análisis existencial
trata de descubrir espiritualidad, incluso en la existencia psicótica, procura despertar, aun
en ella, libertad y responsabilidad.
En realidad es propio, incluso de la existencia psicótica, un grado de libertad —libertad
frente al avasallamiento por parte de la psicosis— y un último resto de responsabilidad:
responsabilidad para el dominio de la psicosis, para la conformación del destino llamado
psicosis; pues este destino continúa siendo formable y está aún por formar.
60
2.2. Revelar y apelar
El análisis existencial revela una espiritualidad intacta e intocable que queda aun detrás
de la psicosis y apela a una libertad que se encuentra aun por cima de la psicosis: la
libertad de enfrentarse con la psicosis de una manera o de otra: bien sea defendiéndose
de ella o bien conciliándose con ella. En otras palabras: el análisis existencial, en tanto
que es psicoterapia o tan pronto como llega a ser logoterapia, descubre no sólo lo
espiritual, sino que apela también a esta espiritualidad, apela a una potencia resistente
espiritual. Somos conscientes del horror que causa la palabra apelar a los ojos de la
psiquiatría contemporánea. Pero, ¿no ha dicho W. von Baeyer[25] que «la pedagogía
médica de los dementes apela a la libertad y responsabilidad»? ¿No ha dicho J. Segers
que «ciertamente se requiere valor moral para apelar a una libertad responsable», pero
que «tenemos que conseguir este grado en la clínica»? ¿No ha testificado E. Stransky
que oficiales endogenodepresivos que habían dado su palabra de honor de no suicidarse
mantuvieron la palabra? ¿No ha señalado E. Menninger-Lerchenthal decididamente que
«la experiencia personal me dice que la depresión endógena no penetra a veces hasta el
núcleo de la personalidad, donde se halla arraigada su actitud básica»? A nuestro parecer,
incluso el hombre afecto de una depresión endógena puede resistir en cuanto persona
espiritual esta afección del organismo psicofísico y mantenerse de este modo fuera del
acaecer organímico de la enfermedad. Se trata realmente, en la depresión endógena, de
una afección psicofísica; pues lo psíquico y lo físico están en ella coordinados, unidos en
paralelo. Van vinculadas con la depre sión psicofísica anomalías somáticas de la
menstruación, de la secreción del jugo gástrico, etcétera. El hombre es
endogenodepresivo de pies a cabeza, con el estómago, con el cuerpo y el alma, pero
precisamente no lo es con el espíritu. Es más bien el organismo psicofísico el que
únicamente es afectado, pero no la persona espiritual, que en cuanto espiritual, no puede
ser afectada. El que un hombre, ceteris paribus, se distancie de su depresión endógena,
mientras que otro sucumba a esta depresión, no depende de la depresión endógena, sino
de la persona espiritual. Así, pues, vemos que existe un antagonismo psiconoético frente
al paralelismo psico-físico. A él hay que apelar.
2.3. Análisis del existir de las psicosis
El análisis del existir de L. Binswanger no se fija en la posibilidad de tal llamada y
apelación. Pero este hecho no ha de caer, en su desfavor, en el platillo de la balanza de
un juicio comparativo del análisis del existir y del análisis existencial, ya que el propósito
61
del análisis del existir no es psicoterapéu-tico; al menos así lo afirma M. Boss: «El
análisis del existir no tiene nada que ver con la práctica psicoterapéutica.» Mientras el
análisis existencial procura estar al servicio del tratamiento de neurosis, el mérito del
análisis del existir estriba en haber contribuido a la comprensión de las psicosis. (En este
sentido el análisis del existir frente al análisis existencial no es contrario, sino
complementario.) Para esta comprensión el análisis del existir ha de fijarse en la unidad
del «ser en el mundo» (M. Heidegger), mientras que el análisis existencial ha de poner de
relieve la multiplicidad dentro de esta unidad, ha de desarticular dimensionalmente la
unidad en la multiplicidad de existencia y facticidad, de persona y organismo, de
espiritual y psicofísico, para poder apelar a la persona y movilizar la potencia resistente
del espíritu. Si éste hiciera anegarse a la persona espiritual en una existencia
noopsicofísicamente neutral, como hace el análisis del existir, ¿a quién podría dirigirse
entonces tal apelación y llamamiento? El destinatario sería desconocido, ¿y a qué
potencia resistente podría apelarse entonces?, ¿contra qué pseudopotencia se la podría
poner en juego? En este concepto monístico del hombre no cabría diferenciar ya entre la
persona espiritual y el acaecer organímico de la enfermedad. El hombre
endogenodepresivo ya no podría distanciarse de sí mismo, sería uniformemente
endogenodepresivo; pues el hombre psicótico, cuyo ser así y no de otro modo en el
mundo el análisis del existir se esfuerza en esclarecer con tanto éxito y mérito, está tan
impregnado y determinado por este modo de ser en el mundo, o sea, el hombre psicótico
está tan profundamente inmerso en su modo de ser ahí en el mundo, que debería
hablarse de una infiltración, imbibición y difusión de tal existir a través de la psicosis.
Según el análisis del existir, para el psicótico no hay posibilidad de salir de su pellejo (sic)
psicótico de ser así y no de otro modo en el mundo.
Si al principio delimitábamos el campo de validez del psicoanálisis por lo que se refiere
a su pretensión de contribuir a la comprensión de lo psicógeno en las psicosis,
recordamos ahora que el psicoanálisis se interpreta y se caracteriza a sí mismo como
psicología dinámica; frente a éste, correspondería al análisis del existir una psicología que
podría llamarse estática, mientras que frente a ambos la logoterapia, tendría que
caracterizarse como psicoterapia apelativa. Para la logoterapia, un factum biológico
como la psicosis no constituye aún, a pesar de todo, ningún factum biográfico; pues,
mientras el análisis del existir se encamina a la unidad dentro de la multiplicidad «cuerpo-
alma-espíritu», la logoterapia se encamina, en cambio, hacia la multiplicidad dentro y a
pesar de la unidad del ser hombre; a saber, hacia el espíritu, en un antagonismo
facultativo con cuerpo-alma, al que hemos llamado, en oposición al paralelismo
psicofísico (que es obligado), antagonismo psiconoético. La tesis de la logoterapia sobre
la fatalidad de la psicosis no es para ella misma, para la logoterapia, ninguna tesis
fatalística. Es cierto que no reconoce, dentro de la génesis de las psicosis, ninguna
62
psicogénesis auténtica, sino más bien pseudopsicogénesis solamente, esto es, patoplástica
psíquica; no obstante, reconoce una estricta indicación para la psicoterapia, aun en las
psicosis, por supuesto sólo dentro del cuadro de una somatoterapia simultánea.
63
3. Logoterapia en las psicosis
Hemos visto que existe psicogénesis dentro de la génesis de las psicosis sólo en el
sentido de patoplástica psíquica; hemos visto, además, que —en este sentido— se da
también noogénesis, o sea, una patoplástica desde lo espiritual. Se entiende por sí mismo
que allí donde hay una patoplástica desde lo espiritual tiene que haber también una
psicoterapia desde lo espiritual, aun en las psicosis. Pero psicoterapia a partir de lo
espiritual ex definitione es lo que llamamos logoterapia. éste es el punto donde el análisis
existencial se convierte en logoterapia.
La logoterapia[26] ha de atender a dos cosas: del mismo modo que la psicoterapia de
las neurosis tiene que enseñar y exhortar al paciente a objetivar el acaecer patológico y a
distanciarse de él.
En suma: el paciente tiene que aprender a mirar a la cara a cosas como la angustia y la
obsesión y a reírse en su cara (método de la intención paradójica). En efecto, al presentar
precisamente la enfermedad como algo que es impuesto por el destino y el hecho de
hacer que el enfermo acepte la afección en esta su fatalidad, le capacita mejor para hacer
factivo el antagonismo psiconoéticofacultativo para actualizarlo de tal modo que el
acaecer primario de la enfermedad sea despojado de todas las reacciones psicógenamente
neuróticas y superestructuras y superposiciones secundarias y sea reducido a su núcleo
realmente fatídico.
Pero en las psicosis la logoterapia ha de procurar más aún: no objetivar solamente,
sino que también tiene que hacer subjetivar el acaecer patológico, ha de estimular al
paciente a que imprima en él la impronta y el sello de su personalidad, a que personalice
la psicosis. En una palabra: debemos procurar que se realice el enfrentamiento entre lo
humano en el enfermo y lo enfermo en el hombre.
3.1. Patoplástica implícita
Este enfrentamiento entre lo humano en el enfermo y lo enfermo en el hombre puede,
pues, verificarse perfectamente también en forma de una conciliación. Citaré sólo un
ejemplo de entre los varios que son corrientes al clínico: una de nuestras pacientes
esquizofrénicas nos refiere que oía voces, pero que ello —dice— después de todo era
mejor que no estar sorda como una tapia... Vemos que cuando H.J. Weitbrecht declara
que «nobleza y vilipendio parecen enlazados trágicamente», podría añadirse a modo de
complemento: y con frecuencia incluso cómicamente.
En el caso concreto citado anteriormente en que un individuo podía labrar su grave
64
destino, llamado alucinaciones acústicas —este destino del que hemos dicho que es en
principio «todavía conformable y que queda aún por conformar»—, se manifiesta que tal
conformación puede realizarse también sin que el individuo se diera cuenta en lo más
mínimo siquiera de lo que se está llevando a cabo. En una palabra: esta realización no se
lleva a cabo reflexivamente, sino que se verifica más bien implícitamente, o sea, que el
enfrentamiento (en el caso concreto, la conciliación) se da completamente en secreto.
Todo ello va realizándose de un modo inexpreso y natural; pues, justamente eso (¡ni más
ni menos que eso!) es lo que no puede hacer la perso na psicótica: expresarse.
Precisamente la función expresiva (y además la instrumental) al servicio de la persona
espiritual y que corresponde al organismo psicofísico es la que está perturbada.
Así, pues, el análisis existencial hace ver, y hasta qué punto, que el destino llamado
psicosis «es todavía conformable» y la logoterapia pone de manifiesto, y de qué forma,
que «este destino está aún por conformar». Pero ahora caemos en la cuenta de que este
destino llamado psicosis está ya de siempre formado; pues que desde un principio ha
estado implicada la persona; desde siempre ha estado en juego y desde siempre ha
tomado parte en la conformación del acaecer patológico; esto ocurre y pasa a un hombre;
un animal no tendría más remedio que dejarse caer en la afectividad morbosa y dejarse
llevar por la impulsividad morbosa; sólo el hombre puede y debe enfrentarse con todo
ello y he aquí que ya desde el principio se enfrentó, lo hizo desde el momento en que
apareció el delirio de pobreza y el delirio de pecado.
Pero tal patoplástica implícita no debería confundirse con la afirmación frecuente de
que el delirio representa la reacción psíquica ante un proceso somático, puesto que no
estamos hablando de reacciones psíquicas, sino de actos espirituales, a saber, de aquellos
que representan una postura y actitud personal frente a la psicosis. La necesidad de
distinguir estos actos espirituales de posición y actitud personales de las simples
reacciones psíquicas se deduce claramente del hecho de que la postura y actitud
personales pueden, tienen que ser y serán también adoptadas aun frente al delirio mismo.
Así, pues, se puede distinguir con exactitud entre lo somático, lo psíquico y lo
espiritual. En algunos casos, una manía de celotipia es realmente una reacción psíquica a
un proceso somático; pero que un enfermo paranoico de este tipo —como en un caso
concreto que conocemos— no se deje arrastrar por su manía a un homicidio, sino que
empieza a agasajar y acariciar a su mujer que ha caído enferma de repente[27], eso es
una transformación espiritual perfectamente atribuible a la persona espiritual que, en este
sentido, es perfectamente responsable.
3.2. Valor vital y dignidad humana
Hemos hablado del sentido de la psicosis por lo que respecta a mí como médico y
65
hemos dicho que éste hay que encontrarlo. Nos hemos referido luego al sentido de la
psicosis para el propio paciente y hemos dejado sentado que él mismo ha de dar este
sentido. Ahora, un tercer y último problema: tenemos que hablar del valor del paciente
para nosotros. Quizá el lector se sorprenda, pero ¿acaso no hemos hablado ya bastante
de la vida que al parecer no merece vivirse? ¿Y acaso nos hemos referido a otra cosa que
a la vida precisamente de pacientes psicóticos? Por mucho que el enfermo psicótico,
pronósticamente más infausto, haya perdido todo su valor de utilidad, conserva, sin
embargo, su dignidad y merece nuestro más profundo respeto. Tanto más cuanto que es
precisamente enfermo, un enfermo mental; pues el rango de valoración del homo patiens
es superior al del homo faber. El hombre paciente está por encima del hombre apto. Y si
así no fuera, no valdría la pena ser psiquiatra. Yo quisiera ser médico de almas no para
un «mecanismo psíquico» corrompido, ni para un «aparato» psíquico en ruinas, ni para
una máquina deshecha, sino sólo para lo humano en el enfermo que se halla detrás de
todo ello y para lo espiritual del hombre que está por encima de todo ello.
66
Apéndice. Psicoterapia en depresiones endógenas
1. Génesis criptosomática y terapéutica somática simultánea
Cuando se habla de depresiones endógenas quiere decirse que las depresiones
endógenas como tales, en cuanto en dógenas —en contraposición a las exógenas,
reactivas, psicógenas—, no son precisamente psicógenas, sino somatógenas. Pero
téngase en cuenta que por esta somatogénesis entendemos una somatogénesis primaria y
es evidente que tal somatogénesis meramente primaria deja todavía bastante margen libre
para aquella patoplástica psíquica que circunda a la patogénesis somática, completando
así el cuadro clínico de un caso concreto. En este mismo margen que queda libre frente a
la somatogénesis es donde ha de insertarse la psicoterapia.
De la somatogénesis fundamental de estados endógenos depresivos, aun cuando ella
es sólo primaria, resulta que su psicoterapia no puede ser ninguna terapia causal. Pero
hemos de tener en cuenta también que a la somatoterapia, por lo menos hasta hoy día, le
está igualmente vedado ser terapia causal.
No sólo las causas de este tipo de enfermedades, sino también los efectos del
tratamiento correspondiente, en lo que se refiere al mecanismo de su producción, no
están aclarados ni mucho menos. Basta con fijarse en las muchas conjeturas sobre el
mecanismo de actuación del electrochoque.
Ahora bien, por poco que la psicoterapia y la somatoterapia pretendan y esperen ser
terapéutica causal en las depresiones endógenas, tenemos suficientes motivos para
practicar una terapia que, si bien no es causal, no por eso ha de ser menos activa.
Y a efectos de tal actividad es recomendable una terapéutica somatopsíquica
simultánea, por esta razón y con la ayuda de un ejemplo queremos incluir, bajo un
aspecto terapéutico, la terapia medicamentosa en nuestras consideraciones y
ponderaciones. A continuación ofrecemos un caso de depresión endógena larvada, desde
el punto de vista diagnóstico,
Fritz T., de treinta y dos años, está en otro lugar en tratamiento por supuesta
«neurosis de angustia», concretamente por carcino-fobia. En concreto, teme padecer un
tumor cerebral. Por esta razón iba a muchísimos médicos, entre ellos notables
especialistas. Se había sometido a varios reconocimientos —entre otras cosas, también a
una encefalografía— y había aguantado los más diversos tratamientos. La anamnesis da
como conclusión que uno de sus tíos había realmente padecido un tumor cerebral y que
terminó al fin suicidándose. El propio paciente sufre una cefalea crónica que obedece
evidentemente a un trastorno vasomotriz.A pesar de todo, el cuadro no nos convence
67
demasiado como neurosis vasovegetativa; más bien vamos indagando en dirección a una
depresión vegetativa, que así es como suelen denominarse aquellos casos de depresión
endógena en cuyo primer plano sintomatológico se encuentran con menos frecuencia las
quejas corrientes hipocondríacas que las molestias especialmente vegetativas; pues, como
se ha dicho, mientras que ante riormente la depresión endógena larvada se había
enmascarado con representaciones obsesivas escrupulosas, ahora, en los últimos tiempos,
podía registrarse un creciente cambio de los síntomas, en el sentido de que temas
escrupulosos han perdido importancia en comparación con los hipocondríacos. La
sospecha de que también en el caso concreto se tratase de una depresión vegetativa
podía verificarse en diagnosis, indagando nosotros las características anamnésicas de la
depresión endógena, de las cuales queremos destacar las siguientes: fluctuaciones diurnas
del estado de ánimo con exacerbación matinal y remisión vespertina; fases anteriores;
herencia correspondiente. En el caso presente, los dos factores primeros no fueron
difíciles de comprobar. ¿Cómo hubo que acometerlo terapéuticamente? Primero vamos a
presentar la estructura patogénica con la ayuda de un esquema (figura 7).
Figura 7
La depresión endógena vegetativamente larvada y recidivante implica, en cuanto
endógena, una típica disposición a la angustia; esta disposición a la angustia es, por sí
sola, sin contenido: como toda disposición a la angustia busca primero —¡y encuentra
siempre!— un contenido, que en este caso concreto se centra en el dolor de cabeza del
paciente para precipitarse, por así decirlo, acto seguido sobre un detalle de la anamnesis
familiar, esto es, sobre el hecho del tumor cerebral que sufrió uno de sus tíos. El tumor
cerebral se vuelve entonces objeto concreto de la angustia, objeto de una fobia en la que
se conden sa, como si dijéramos, la vaga angustia sin contenido, formando su dolor de
cabeza, y la enfermedad del tío, el núcleo de condensación. Ahora bien, el temor de que
el dolor de cabeza obedezca a un tumor cerebral conduce, como es comprensible, a una
forzada autoobservación con respecto al dolor de cabeza, y esta autoobservación ya es
suficiente por sí sola para intensificar aún más las molestias, ¡pero precisamente con esto
queda cerrado el círculo vicioso!
Y ahora vengamos a la terapéutica simultánea somatopsí-quica: conforme al círculo
anteriormente señalado, hubo que pasar a un ataque concéntrico contra tantas
68
«posiciones» como fueran posibles. En primer lugar, se trataba de abrir el fuego de una
medicación orientada contra la infraestructura endogeno-depresiva del caso. De la
exposición siguiente puede colegirse cómo hay que atacar el caso desde el ángulo
psíquico.
2. Asistencia psicagógica de depresivos endógenos
2.1. Asistencia policlínica y tratamiento hospitalario
En atención a la somatogénesis fundamental —esto es, primaria—, es lógico que sólo
casos de grado relativamente leve sean aptos para una psicoterapia. Ello no quiere decir
que la psicoterapia de las depresiones endógenas haya de circunscribirse a un tratamiento
ambulatorio dentro de un marco policlí-nico. En una palabra: no queremos insinuar que
el círculo de los casos que están indicados se cubra con aquel que se ajusta al marco de
una asistencia policlínica. O sea, como si se excluyeran entre sí las indicaciones para la
hospitalización, por una parte, y la indicación para la psicoterapia, por otra. Como tales
indicaciones conocemos las siguientes:
a) Indicación para la hospitalización con objeto de tratamiento.
b) Indicación para la hospitalización por razones de la enfermedad misma.
a) Indicación para la hospitalización con objeto de tratamiento. Tanto la clásica
terapia de choque como también los métodos modernos de hibernación, los últimos al
menos, cuando se aplican en forma de alta dosis, requieren, en general, una instalación
hospitalaria, si es que se quiere manejarlos lege artis. Es sabido que también en todos
estos casos debería intentarse una psicoterapia paralela.
b) Indicación para la hospitalización por razones de la enfermedad misma. Respecto
a la propia enfermedad son dos las razones que nos inducen a dar lugar a una
internación:
1. Porque precisamente estados endógenos de depresión van acompañados de una
tendencia a autorreproches tan típicas en ellos.
2. Porque abocan a una tendencia al suicidio no menos característica.
1. Tendencia a autorreproches. La hospitalización en tales casos es para conseguir,
por este camino, que el enfermo se aleje de un ambiente que lleva consigo una cadena de
obligaciones, bien de índole familiar, bien de índole profesional. Se trata aquí de
69
obligaciones que implican una continua confrontación del paciente con una tríada del
fallo —como vamos a llamarlo—; son tres las insuficiencias bajo las que el paciente tiene
que sufrir tanto:
— Su incapacidad de trabajo.
— Su incapacidad de goce en casos de la llamada melancholia anaesthetica.
— Su incapacidad de pasión.
Su incapacidad de trabajo será el contenido y objeto de reconvenciones que se hace a
sí mismo y que escuchará además en su ambiente, lo que no es sino agua para el molino
de sus autorreproches. De modo análogo actúan en favor de sus autorrepro ches
insinuaciones de que el paciente debería dominarse un poco; ellas pueden producir un
efecto paradójico e indeseado, al quedar registrado como insuficiencia personal el fracaso
después del correspondiente intento del enfermo, agravando así más todavía su cuenta
deudora subjetiva.
Lo mismo tiene aplicación también para la cómoda recomendación de que él se
distraiga, con lo que no se tiene en cuenta no ya su incapacidad de trabajo, sino su
incapacidad de goce.
2. Tendencia al suicidio e indicación para la internación. Ante el peligro al que está
expuesto el paciente por la tendencia al suicidio, está indicada no sólo una
hospitalización, sino concretamente incluso la internación. Cuando se trata de juzgar
hasta qué punto el amenazador peligro de suicidio es de un grado que hace aconsejable y
oportuna, bien la traslación del paciente a la asistencia de un sanatorio cerrado, o bien, al
revés, su salida del sanatorio cerrado, hemos reseñado nosotros mismos un método
estándar que se está acreditando (y no sólo para nosotros) continuamente. Este nos
permite establecer la definición de un peligro de suicidio existente (o persistente) y
diagnosticar la disimulación de la tendencia al suicidio.
Se comienza por preguntar al enfermo si (todavía) abriga intenciones de suicidio:
en todo caso, tanto si dice la verdad como si es una mera disimulación de un propósito
real de suicidio, negará esta nuestra primera pregunta; a continuación le formulamos una
segunda pregunta, aun cuando francamente suene cruda: por qué (ya) no quiere
suicidarse. Y, por lo regular, aquel que en verdad no tiene intenciones suicidas alega en
seguida una serie de razones y contraargumentos que abogan todos ellos en contra de la
intención de quitarse la vida: que él considera su enfermedad curable; que debía guardar
miramientos a su familia; que tenía que pensar en sus obligaciones profesionales; que se
encontraba demasiado comprometido religiosamente, etc., mientras que aquel que sólo
ha disimulado sus intenciones de suicidio queda al descubierto por nuestra segunda
pregunta porque la deja sin contestar, y en su lugar reacciona con una confusión
70
característica, y ello es simplemente porque, en efecto, carece de argumentos que
aboguen contra el suicidio, por cuya razón el paciente es incapaz de aducir motivo alguno
en virtud del cual (según dice) quiere desistir en lo sucesivo de un intento de suicidio. En
el caso de que se trate de un paciente ya internado, éste empieza entonces de una
manera típica a apremiar para que le den el alta y a asegurar que no la obstaculizará
ninguna clase de intenciones suicidas.
Es preciso hacer notar aquí que en nuestra exploración setrata de la comprobación de
intenciones suicidas (simuladas o manifiestas), pero no de la de simples ideas suicidas;
pues, en contraposición a las ideas de suicidio, las intenciones de suicidio implican ya una
posición del paciente frente a sus ideas suicidas; las ideas mismas, previamente a toda
determinación frente a ellas, son, bien mirado, insignificantes: lo que tiene que
importarnos es más bien la respuesta a la pregunta de qué consecuencias saca el paciente
de las ideas de suicidio que se despiertan en él, si se identifica con ellas o, por el
contrario, se distancia de ellas. Que tal distanciamiento —como forma y posibilidad de
toma de posición personal frente al acaecer organímico de la enfermedad— es posible, al
menos en el sentido de un facultativum, y que puede llegar a ser además un factum, en
tanto que es posible analizarlo terapéuticamente, es una experiencia clínica que por
desgracia se va olvidando demasiado.
Nosotros mismos procuramos cerrar el paso a la transformación de ideas de suicidio
en intenciones de suicidio o, incluso, posibles actos de suicidio, poniendo en juego con la
otra una de las dos tendencias, a las que nos referíamos a propósito de las depresiones
endógenas. Ponemos en juego la tendencia a autorreproches contra la tendencia al
suicidio. En tales casos añadimos de pasada en nuestra conversación con el enfermo el
riesgo que asumimos sobre nosotros cuando le tratamos sólo en régimen ambulatorio.
Solemos hacer ver a nuestros pacientes lo que agravarían ellos su conciencia si se
dejasen arrastrar, no obstante, a un intento de suicidio: les hacemos ver que, entonces,
«el médico de cabecera o la enfermera de servicio vendrían a parar al juzgado de
guardia», etc., entrando ya con esto en el terreno de la psicoterapia en depresiones
endógenas.
2.2. Psicoterapia en depresiones endógenas
2.2.1. Profilaxis de depresiones injertadas
Nuestro procedimiento, al menos, no pretende en modo alguno, como hemos dicho,
ser terapéutica causal; por supuesto, esto no quita que en nuestro método no se trate de
una terapéutica específica y orientada. Y será específica y orientada en cuanto que va
71
dirigida a la persona espiritual del paciente. Realmente, la psicoterapia en las depresiones
endógenas se ha de centrar focalmente en el enfermo, sobre su posición personal frente
al acaecer organímico de la enfermedad; pues no es la enfermedad en sí y como tal la
que hay que influir psicoterapéuticamente, sino que de lo que hemos de cuidar es
precisamente de la actitud del enfermo ante su enfermedad o de un cambio de dicha
actitud; en una palabra: hemos de provocar una transfor mación del enfermo. Pero en
realidad esta transformación no sirve más que como profilaxis de una depresión
secundaria, posterior y suplementaria, que se injerta en la depresión primaria, inicial y
originaria.
Observamos con frecuencia que los enfermos no estarían tan desesperados —es decir,
no sufrirían tanto por causas endógenas— si no se desesperasen de nuevo por el hecho
de verse en una desesperada disposición de ánimo (que es precisamente somatógena):
¡Por la depresión (endógena) están deprimidos (psicógenamente)! Y conocemos casos en
que los enfermos lloran por ser tan llorones, pero esto no en el sentido de un nexo causal
—esto es, en el sentido de causa y efecto—, sino esencialmente en el sentido de una
relación de motivación, esto es, en el de motivo y consecuencia. Tales sujetos —como
por lo demás casos esporádicos de llanto impulsivo o de incontinencia emocional en
arteriosclerosis cerebri— perciben su índole llorona, pero no sin horrorizarse de ello,
tanto que, en lugar de conformarse sencillamente con ello, reaccionan con un lloro
(psicógeno ahora). Pero mientras el llanto primario obedecía a un acontecer orgánico,
necesario, el lloro secundario procede de una tristeza innecesaria y sobreañadida.
Una profilaxis de las depresiones injertadas secundariamente psicógenas en casos
primariamente endógenos es hoy en día más indicado que nunca, por una razón a la que
aludió Edith Weisskopf-Joelson, de la Universidad de Georgia. Esta autora hizo notar, en
un artículo (Some Comments on a Viennese School of Psychiatry) publicado en «The
Journal of Abnormal and Social Psychology» en noviembre de 1955, que la orientación
ideológica de hoy día, la que se ha venido repitiendo desde siempre como base de toda
psicohigiene, pone de relieve un concepto de la vida por el que el hombre está ahí para
ser feliz, y toda desesperación sería un síntoma de deficiente adaptación. A una
valoración de este calibre, sigue diciendo Edith Weiss kopf-Joelson, tal vez haya que
hacerla responsable del hecho de que la carga y el agobio de una desdicha irremediable
sean hasta aumentados por la desesperación de estar desesperado.
2.2.2. Psicoterapia intencionada en depresiones endógenas
Hasta aquí todo lo dicho se refiere a la vertiente propiamente psicohigiénica de todas
las empresas y empeños psico terapéuticos sobre pacientes endogenodepresivos;
pasemos ahora a la cuestión propiamente psicoterapéutica: en primer lugar, es necesario
72
prestar atención a que la psicoterapia que se quiera practicar no se convierta, a su vez, en
noxa iatrógena, como en tales casos suele ocurrir con tanta frecuencia. Sobre todo es
absolutamente equivocado cualquier intento de una apelación al paciente para que se
domine.
Asimismo, un intento terapéutico según el modelo de la psicología individual puede ser
contraindicado; pues la casual insinuación —basada en la tan difundida interpretación
psicoló gico individual de la depresión endógena— de que el paciente quisiera tiranizar
con su depresión a sus familiares, puede provocar fácilmente una tentativa de suicidio,
error que corresponde a un defecto análogo psicoterapéutico de técnica en el otro grupo
de enfermedades psicóticas, en la esquizofrenia, en la cual, cuando equivocadamente es
diagnosticada como neurosis y tratada mediante hipnosis pueden ser provocadas ideas
delirantes muy pronunciadas de influjo e hipnosis.
La dirección en la que ha de moverse una psicoterapia activa de las depresiones
endógenas es más bien la siguiente: hemos de inducir al paciente no a que se empeñe en
«dominarse», sino al contrario, que se soporte la depresión con calma, que la acepte
en cuanto endógena; en suma, que la objetive y se distancie de ella lo que le sea posible,
¡y en casos leves e incluso medio graves es posible!
Primero, hemos de estar continuamente recordándole al paciente que está enfermo,
verdaderamente enfermo. Con sólo esto estamos ya contrarrestando su tendencia a los
autorreproches, dado que ya por naturaleza es propenso a juzgar su estado no
precisamente como estado de enfermedad sino que más bien se inclina a interpretarlo
histéricamente y a sostener, incluso condenándose moralmente a sí mismo, «que se deja
llevar» simplemente.
Y ahora queremos requerir del enfermo, ante todo, que él no se exija (y, naturalmente,
lo mismo su ambiente no le exija) nada, pues, siendo un enfermo auténtico debería ser
eximido de todas las obligaciones; y para dar autoridad a esta opinión nuestra, es
recomendable internar al paciente, si llega el caso, por esta mera indicación; o al menos
llevarlo a un ambiente de hospital (aun cuando sea abierto), pues éste será probablemente
el mejor modo de demostrarle que le tomamos por un verdadero enfermo.
Ciertamente, continuamos, no está enfermo mental, en el más estricto sentido de la
palabra, sino enfermo en su vida afectiva, con lo cual evitamos el fundamento para
posibles temores psicotofó bicos.
Su enfermedad depresiva, añadimos, ocupa una posición excepcional, y ello porque
permite un pronóstico altamente favorable; le explicamos que mientras ni aun de una
afección tan insignificante como una simple angina podemos predecir con seguridad de
un cien por cien que se cure totalmente y sin las más mínimas complicaciones o reliquias
y secuelas (siempre sería posible que a un afectado por dicha enfermedad le quedara, por
ejemplo, una poliartritis o una endocarditis),¡de su enfermedad, le decimos, es de la
73
única que puede pronosticarse con certeza absoluta una curación, y además espontánea!
Y que no será él quien eche por tierra esta regularidad que es conocida y está acatada
desde que existe la psicopatología, y que de ningún modo él representará el primer caso
de esta clase en la historia de la medicina. ésta sería la verdad y no tendríamos la culpa
de que ella fuera consoladora «por casualidad»; no por eso ciertamente habría motivo
para callarla ni escatimarla.
Solemos decir al paciente al pie de la letra: podemos asegurarle que usted saldrá de su
enfermedad, por lo menos de la fase en que actualmente se encuentra, enteramente
como el hombre que había sido en sus días de salud. Hasta el día de tal restablecimiento
el tratamiento no tendría que hacer otra cosa que mitigar el estado, aliviar y suavizar
algunas molestias especialmente torturantes. Por lo demás, la actual fase se iría
amortiguando y curándose del todo e incluso —lo hacemos destacar expresamente— sin
tratamiento, o sea, por sí solo; pues no seremos nosotros quienes le curamos, sino que él
mismo se pondrá bien completamente solo, tan bien al menos como antes estaba: ni
mejor ni peor, esto es que sería a lo mejor tan soso o tan nervioso como antes.
Finalmente, no dejaremos de inculcarle encarecidamente que, a pesar de su
escepticismo —tan sintomático—, recobrará la salud de todos modos, aun cuando no lo
crea y no contribuya en nada a ello, incluso en el caso de que se «obstine». Desde un
principio el paciente endogenodepresivo no creerá nuestro pronóstico tan favorable; no
podrá creerlo, pues este escepticismo y su pesimismo forman parte de los síntomas de la
depresión endógena: ¡siempre encontrará «un pelo en la sopa», lo mismo que no «dejará
un pelo sano» ni en sí mismo ni en los demás! Siempre se autorreprochará que colabora
menos de lo que debía, pero por más que se considere a sí mismo no como verdade
ramente enfermo, sino simplemente, conforme a sus autorreproches morbosos, como
depravado, o bien como enfermo, pero irremediablemente enfermo, al fin se agarrará no
obstante a las palabras de su médico y a la esperanza que de ellas emana.
Nosotros hemos de procurar esforzarnos en establecer psi-coterapéuticamente un
grado de comprensión de su enfermedad lo más alto posible sobre la viva sensación de
estar perturbado que acompaña a una depresión endógena. Sabemos que ni en sí mismo
ni en los demás —o sea, en el mundo— es capaz de percibir el depresivo endógeno
valores o sentido alguno. Con más razón tenemos que darle a entender una y otra vez
que también esta su ceguera para los valores, su incapacidad de encontrar un valor en sí
mismo y un sentido a la vida, forma parte de su depresión endógena; más aún, el hecho
de que dude demuestra que padece una depresión endógena y que el pronóstico
favorable está justificado.
Hay que estimular al paciente a que se abstenga de seguir juzgando desde su tristeza,
desde su angustia y desde su hastío vital sobre el valor o desvalor, sobre el sentido o
carencia de sentido de su existencia, pues tales juicios están dictados siempre por su vida
74
afectiva enfermiza y, por tanto, las ideas (catatímicas) procedentes de ella no pueden ser
exactas.
Dijimos anteriormente que habíamos de darle a entender encarecida e insistentemente
que está enfermo, verdade ramente enfermo, y en qué sentido lo está; esto, sobre todos
los intentos de ampliar psicoterapéuticamente la mera sensación patognomó nica de estar
enfermo a efectos de una verdadera comprensión de la enfermedad, tiene el legítimo
objetivo de despertar y mantener viva la conciencia de que está libre y dispen sado de
todas las obligaciones. Por esta razón, abogábamos también por lo general en casos
endogenodepresivos de grado relativamente leve por reducir el trabajo profesional a
media jornada, pero no por interrumpirlo: esta medida está justificada, puesto que
observamos constantemente que el traba jo profesional representa con frecuencia la
única posibilidad de distraer al paciente de sus cavilaciones. En esto sugerimos por
razones comprensibles más bien un trabajo por la tarde, y recomendamos al paciente no
sólo que no se entregue a trabajo alguno por la mañana, sino que, a ser posible, se quede
en la cama. Dada la remisión espontánea nocturna y la exacerbación matinal de la
excitación angustiosa tan característica en los casos de depresión endógena, el paciente
reaccionaría al trabajo matinal con impresiones de insuficiencia aún más profundas,
mientras que por la tarde estará más propenso a ver en el trabajo lo que éste debe ser:
una «tarea de ocupación» que distrae y que, al menos en caso de éxito, es capaz de
mitigar más bien sus impresiones de insuficiencia profesional.
Únicamente de dos obligaciones no le dispensamos, sino que, al contrario, debemos
exigirlas al paciente: confianza en el médico y paciencia consigo mismo:
Confianza, esto es, confianza en el pronóstico favorable cien por cien que le puede dar
su médico. No tiene más que fijarse, como debemos aclararle, que él es el único caso
que probablemente conoce de esta índole, mientras que los médicos conocemos miles y
miles de casos semejantes que podemos seguirlos en su curso; por lo tanto, ¿a quién
deberá creer antes —le preguntamos—, a sí mismo o al especialista? Y en el caso de que
él —continuamos— cobre esperanza apoyándose en nuestro diagnóstico y pronóstico,
nosotros, los profesionales, podemos permitirnos no sólo esperar, sino estar convencidos
de nuestro pronóstico tan favorable para él.
Paciencia, precisamente en vista del pronóstico tan favorable de su enfermedad,
paciencia en esperar la curación espontánea, paciencia en esperar a que pase aquella
nube que oscurece su horizonte de valores, dejándole así nuevamente la vista libre para
lo valioso de la existencia y su plenitud de sentido. De este modo, le capacitaremos para
que deje pasar su depresión endógena como una nube que, si bien puede oscurecer el
Sol, no por eso ha de hacerle olvidar que el Sol continúa existiendo: así también el
paciente endogenodepresivo tendrá que aferrarse a que su enfermedad afectiva es capaz
ciertamente de oscurecer el sentido y los valores de la existencia, de modo que no
75
encuentre nada en el mundo ni en sí mismo que pueda hacer su vida aún digna de
vivirse, pero también a que esta su ceguera para los valores pasará y también llegará él
mismo a experimentar en sí un destello de lo que Richard Dehmel expresó alguna vez
con aquellas hermosas palabras: «Mira: con el dolor del tiempo, juega la felicidad
eterna.»
¿Quiere decir todo esto que por este procedimiento psicoterapéutico curemos siquiera
un solo caso de depresión endógena? De ningún modo. Somos más modestos en nuestro
objetivo: nos conformamos con aliviar al enfermo su suerte, y esto no para siempre, sino
—según el grado de gravedad de la dolencia— por unas horas o por unos días; pues de
lo que se trata simplemente, al fin y al cabo, es de «mantener» al paciente «a flote» a lo
largo de su enfermedad y pilotarlo a través de la fase de una depresión mediante una
psicoterapia «sustentiva» (que, como hemos dicho, aun sin ser causal, no por eso ha de
ser menos activa e incluso intencionada).
No obstante, tal psicoterapia es uno de los tratamientos psíquicos más provechosos
que se ponen al alcance de un psiquiatra en el ejercicio de su profesión, y los más
agradecidos que encontramos son estos enfermos.
No ignoramos, y comprendemos, la banalidad inherente —para decirlo sin rodeos— a
la mayoría de los consejos e indicaciones que podamos facilitar a nuestros pacientes
endogenodepresi vos, y a pesar de todo tenemos conciencia de algo más: quien no tiene
valor para esta banalidad se priva a menudo de su éxito personal y a los enfermos les
priva del suyo propio.
76
Capítulo 3
ENFERMEDADES
PSICOSOMÁTICAS:
OBSERVACIONES CRÍTICAS
SOBRE LA MEDICINA
PSICOSOMÁTICA
77
1. Parte general
La medicina psicosomática es hoy día un tópico y una moda. En qué medida es un
tópico y se usa equivocadamentecomo todo tópico, se desprende de la historia que contó
un eminente psicohigienista norteamericano: Después de una conferencia radiada sobre
medicina psicosomática recibió una carta de un oyente, el cual le pedía que le
comunicase en qué farmacia podría comprar un frasco de medicina psicosomática.
Por otra parte, lo poco que la medicina psicosomática, por más que esté de moda,
representa de verdadera innovación se pone de manifiesto en el momento en que
definimos una enfermedad psicosomática como desencadenada desde lo anímico, en
contraposición a la enfermedad psicógena, que la definimos como condicionada y
causada anímicamente. Si, por ejemplo, en el caso de asma bronquial, entendida como
enfermedad precisamente psicosomática, nos preguntásemos qué es lo que se
«desencadena desde lo anímico», se podría contestar: el ataque mismo.
Pero el hecho de que un enfermo de asma bronquial o alguien que padezca ataques de
angina de pecho no sufra sus ataques hasta que se excita, o sólo si se excita, es una
trivialidad y no constituye en modo alguno un conocimiento nuevo. Por lo demás, esto
aún no significa que el asma bronquial o la angina de pecho como tales en su conjunto —
es decir, no el mero ataque, sino la dolencia fundamental correspondiente— sean
psicosomáticos e incluso psicógenos.
En 1936 R. Bilz publicó un libro bajo el título Die psychogene Angina. No entendía
con ello una angina de pecho, sino la angina en el sentido vulgar de la palabra, esto es, la
angina lagunar o tonsilar. Pero para ésta tampoco tiene valor en ningún caso el que pueda
ser psicógena, si bien es cierto que a veces puede ser psicosomática, en el sentido antes
definido. Pues es sabido que su agente provocador es ubicuo, que permanece en general
saprofítico y sólo se torna ocasionalmente patógeno. Cuando así ocurre, en manera
alguna depende únicamente de su virulencia, sino del estado de inmunidad del organismo
en cuestión; pero este estado de inmunidad, por su parte, es sólo la expresión del
biotonus general (Ewald). Si el último decae, o sea, si el élan vital (Bergson) desciende,
entonces ello conducirá —si se me permite variar la expresión de Janet: «abaissement
mental»— a un abaissement vital, es decir, a un bajón vital, y, simultáneamente, a una
disminución de la fuerza defensiva y resistente del organismo frente a un virus. Ahora
bien, para seguir con el ejemplo de la angina tonsilar vulgar, todo esto puede ocurrir
eventualmente por un enfriamiento. Pero también puede desencadenarse en ocasiones
por una excitación, y, por lo tanto, desde lo psíquico. En resumen, el estado de
inmunidad depende, entre otras cosas, del estado afectivo. Hace ya décadas, Hoff y
Heilig pudieron comprobar experimentalmente que sujetos a los que se les había
78
hipnotizado y sugerido afectos alegres o angustiosos mostraron un índice de aglutinación
de suero más o menos alto, respectivamente, frente a bacilos tifoideos. Décadas después
tuvo lugar el experimento en masa de los campos de concentración. En el período que va
de Navidad de 1944 a Año nuevo de 1945 hubo en todos los campos una mortalidad en
masa cuya explicación no podía deberse a un cambio de condiciones que empeorasen el
trabajo o las condiciones de vida, o a un incremento de enfermedades infecciosas, sino
simplemente al hecho de que ya desde el principio los reclusos se habían asido de un
modo estereotípico a la esperanza: «En Navidades estamos en casa.» Pues bien, llegó la
Navidad y nadie estaba aun en casa; al contrario, había que ir perdiendo toda esperanza
de regresar en un tiempo previsible. Esto fue suficiente para dar lugar a un bajón vital
que para más de uno significó la muerte misma. Así que se confirmaba entonces la
sentencia bíblica: «El corazón que espera en vano se vuelve enfermo» (Prov 13,12).
De una manera aún más drástica y dramática refrenda todo esto el siguiente caso. Me
refirió un camarada del campo de concentración, a primeros de marzo de 1945, que el 2
de febrero había tenido un sueño extraño: una voz que se hacía pasar por profética le
dijo que le preguntase algo, que ella podía responderle a todo. Y él le preguntó cuándo se
terminaría la guerra para él; y la respuesta fue que el 30 de marzo de 1945. Pues bien, el
30 de marzo se aproximaba y ya parecía que la «voz» se había equivocado. El 29 de
marzo mi camarada se puso febril y delirante. El 30 de marzo perdía el conocimiento y el
31 murió: el tifus exantemático le había arrebatado la vida. Realmente, el 30 de marzo —
el día que perdió el conocimiento— la guerra había terminado «para él». Probablemente
no nos equivocamos si suponemos que la decepción producida por el desarrollo real de
las cosas hizo bajar el biotonus, la situación de inmunidad, la defensa y resistencia del
organismo, de suerte que la enfermedad infecciosa, que ya estaba latente en él, no
encontró dificultad alguna.
Podría decirse, por lo tanto, en resumidas cuentas que la condición psíquico-corporal
del recluso dependía de su actitud espiritual-moral. Pues bien, el conocimiento de
experiencias análogas sobre la llamada distrofia que se producía en los campos de
prisioneros de guerra se lo debemos a Meusert. Fue el psiquiatra militar norteamericano
Nardini el que informó sobre sus experiencias con soldados norteamericanos en
cautiverio japonés, el cual tuvo allí también la ocasión de comprobar que la probabilidad
de sobrevivir el cautiverio dependía del concepto que de la vida se formara el hombre, o
sea, de su actitud espiritual frente a su situación concreta. Por último, en un trabajo de
hace pocos años, Stollreiter-Butzon pudo poner de manifiesto en qué grado depende el
curso de las enfermedades en lesiones transversales, sobre todo con respecto a la
aparición de complicaciones y enfermedades intercurrentes, de la postura y actitud del
hombre frente a su dolencia.
Se ve continuamente que no son ni mucho menos los complejos, los conflictos, etc.,
79
que se citan con frecuencia, los que en sí son patógenos. El que se vuelvan patógenos no
depende del complejo ni del conflicto, sino de la estructura total psíquica del paciente.
Todos estos complejos y conflictos incriminados son poco menos que ubicuos, y ya por
esta razón no pueden ser propiamente patógenos. Pero la medicina psicosomática
sostiene más: sostiene no sólo la patogenicidad de complejos y conflictos, sino que
además afirma la especificidad de esta patogenicidad. Es decir, afirma ni más ni menos
que a determinadas enfermedades pueden adscribirse de un modo más o menos general e
inequívoco, determinados complejos y conflictos. En esto, sin embargo, hace la cuenta
sin contar con la huéspeda, en cuanto que aquí no se fija en la estructura total somática
del paciente. Así que puede decirse: la medicina psicosomáti ca, en primer lugar, no
aborda en absoluto la cuestión de por qué un determinado complejo o conflicto se ha
vuelto patógeno justamente en este único paciente. En segundo lugar, pasa por alto la
cuestión de por qué el respectivo paciente que ha caído enfermo ha caído justamente
enfermo de una determinada enfermedad. Con razón escribe Wolfgang Kretschmer, hijo:
«No es posible deducir psicológicamente la especificidad de cómo un conflicto pudo
conducir, por ejemplo, tan sólo a un enflaquecimiento.»
Como se ve, la verdadera problemática de relaciones psicosomáticas empieza
justamente allí donde la psicosomática «termina», por cuanto que comienza a dejar sin
contestación nuestras preguntas. Al experto le es evidente que nos encontramos ahora
ante el viejo problema de la elección del órgano (sobre el que, en un orden superior, se
encuentra como el más general el problema de la elección de síntoma). Freud, pues, se
vio obligado a recurrir en este caso a lo somático, introduciendo el concepto de
«facilitación somática», mientras que Adler reconoció no menos, con su estudio sobre la
inferioridad de los órganos, la infraestructura somática de toda elección de órgano.
A propósito de esto, Adler habló de un «dialecto de los órganos» en el que se expresa
la neurosis. Esmás, hasta podría decirse que el mismo lenguaje popular habla ya en el
dialecto de los órganos; baste recordar expresiones como: «oprimir algo el corazón»,
«pesar algo en el estómago», «tragarse algo» (aguantar algo sin protestar).
Precisamente en cuanto a esto último está publicada una aportación experimental, muy
instructiva por cierto, de un autor italiano. Hipnotizó a una serie de sujetos
experimentales y les sugirió que eran modestos empleados que tenían que sufrir la tiranía
de un jefe sin poder protestar contra él; al contrario, tendrían que «tragarse» todo lo que
les hacía. Luego colocó a estas personas experimentales, durante el estado de hipnosis,
detrás de una pantalla y les examinó su región estomacal, y observó que todos se habían
convertido en aerófagos: acusaban, sin excepción, un aumento de aire en el estómago.
No sólo figurativamente, sino realmente habían «tragado» algo, habían englutido algo, a
saber, aire, aire auténtico. Nadie se extrañará por tanto, si efectivamente, modestos
empleados que tienen que aguantar a unos jefes realmente tiránicos vienen a veces a casa
80
de sus médicos quejándose, por ejemplo, de opresión en la región cardíaca (condicionada
por una situación alta del diafragma) o con otras molestias semejantes.
En los casos en que un determinado órgano —en nuestro caso concreto, el estómago
— «facilita» en el sentido indicado la expresión simbólica de unos sucesos neuróticos,
cabe hablar también de una facilitación simbólica del órgano en cuestión (como lo hice
en La psicoterapia en la práctica médica, San Pablo, Buenos Aires, 22003; ed orig.
alem.: Viena 1947).
Dejando aparte la facilitación somática en general y la facilitación simbólica en el
sentido especial al que acabamos de referirnos, existe también, si se quiere, una
facilitación «social». Pienso ahora sobre todo en aquella «facilitación» que representa el
seguro social para el paciente facultativo. Pues con frecuencia el hecho de estar seguro
de una renta es precisamente lo que o bien cultiva una neurosis, o bien la fija al menos. Y
si Freud hablaba del «motivo secundario de enfermedad» o «ganancia de enfermedad»,
podría hablarse, a propósito de lo que acabo de calificar de facilitación social, de una
ganancia en sentido literal, es decir, de una ganancia financiera de la enfermedad, la
cual juega un papel igualmente importante en la etiología de las neurosis y, en general, en
la psicogénesis.
81
2. Parte especial
2.1. Crítica de la psicosomática norteamericana
Tres son, sobre todo, los factores que nos llevan a juzgar y criticar la psicosomática
norteamericana:
1) Que se confía demasiado en los resultados estadísticos, y
2) en los resultados de tests.
3) Que se limita demasiado a un modo psicoanalítico de interpretación.
Ad 1. Voy a citar como ejemplo ilustrativo de esta tendencia de investigación un
trabajo de Grace y Graham, cuyo título, muy significativo, es The specifity (!) of the
relation between attitudes and diseases. En este trabajo los autores informan sobre 127
pacientes con 12 enfermedades distintas que entrevistaron y cuya entrevista evaluaron. Y
llegaron a la conclusión de que a determinadas enfermedades se correlacionan
determinadas posturas y actitudes mentales, y ello, como el título del trabajo insinúa, con
una coordinabilidad específica. Así resultó, por ejemplo, que el denominador común al
que se podían reducir las posturas y actitudes mentales de todos los pacientes con rinitis
vasomotora, diarrea, etc., fue en un caso: «los pacientes no querían tener nada que ver
con sus problemas», y en otro: «los pacientes querían estar libres de sus problemas», y
así sucesi vamente. Mientras se lea de izquierda a derecha, es decir, primero la disease y
después la correspondiente attitude coordinada, nada le sorprenderá a uno; pero sí le
sorprenderá en el momento en que se pase la lista no de izquierda a derecha, sino de
arriba abajo; se advierte inmediatamente que la lista de las enfermedades indica en
verdad las más diversas, pero la lista de las actitudes mentales, no obstante, marca con
frecuencia algo prácticamente idéntico, como quisimos demostrar con el ejemplo
expuesto anteriormente. Pues claro está que «no querer tener nada que ver con sus
problemas», por un lado, y «querer estar libre de ellos», por otro, es prácticamente lo
mismo. Lo que importa en el enjuiciamiento de los resultados de la investigación
estadístico-psicosomática es por tanto el modo de leer.
Por lo demás, para referirnos solamente a la úlcera, que es tenida por una enfermedad
psicosomática por excelencia, la afirmación de que entre úlcera y estructura de carácter
existen conexiones fue discutida rigurosamente por Kleinsorge. Que el absurdo de esta
investigación psicosomática orientada estadísticamente de modo unilateral se pueda
impugnar con sus propias armas —o sea, con la ayuda de medios estadísticos— se
deduce de un trabajo del autor inglés Kellock, que comparó las experiencias de la
82
infancia —de cuya influencia traumatizante se está tan convencido en general— de 250
pacientes de úlcera con las de 164 sanos, sin poderse comprobar las más mínimas
diferencias[28].
Ad 2. En cuanto a la tendencia de investigación psicosomá-tica que se apoya
demasiado en resultados de tests, podemos remitir, por ejemplo, a un trabajo del
Departamento de Patología Oral de un College de Boston, cuya conclusión dice que
entre tendencias neuróticas, por un lado, y la caries dental, por otro, existen
sorprendentes correlaciones. Se obtuvo este resultado de la aplicación de un test a 49
personas en total.
Conviene preguntarse aquí hasta qué punto los distintos métodos de test son dignos de
confianza. Ya Manfred Bleuler previene contra una exagerada valoración de los tests en
las actividades psiquiátrico-clínicas. Respecto al diagnóstico psiquiátrico-clínico en
particular, piensa Richard Kraemer que una hábil exploración rinde en general lo mismo
que el trabajar con tests. Y no hay que imaginarse que tal exploración tardará Dios sabe
cuánto y que sólo puede realizarse en régimen hospitalario. Pues bien, Langen consiguió
poner de manifiesto por medio de análisis estadísticos exactos que el diagnóstico final,
después de un prolongado período de observación, coincidía en absoluto con la primera
impresión que el examinador tenía del paciente en un 80 por ciento de los casos
psicóticos y en casos de neurosis prácticamente hasta en un 100 por cien.
Pero también hay, en principio, un límite en la aplicación de tests. Aparece, por
ejemplo, allí donde se intenta —como realmente ha ocurrido— comprobar con la ayuda
de tests la intensidad de la tendencia al suicidio en ciertos pacientes. Esto no le sirve al
psiquiatra para nada ni teórica ni prácticamente. Pues la intensidad de la tendencia suicida
en un caso dado no es en absoluto lo propiamente relevante. Lo que en cada caso
importa ante todo es la consecuencia que el respectivo paciente saca de su dada
tendencia al suicidio, de su afán de suicidarse o de su impulso suicida obsesivo; en una
palabra, qué actitud adopta en cuanto persona espiritual frente a la tendencia suicida en
cuanto hecho psicológico-orgánico y cómo se comporta ante este hecho. Aplicar el test
sin tener esto en cuenta es lo mismo que hacer la cuenta sin contar con la huéspeda. En
efecto, no es la tendencia al suicidio en sí misma la que mata, sino precisamente la propia
persona la que se mata. Por cierto, existe una especie de test, es decir, un camino para
tener una idea de la postura y actitud de la persona espiritual frente al acontecer morboso
psicofísico. Me refiero al método indicado por mí para desenmascarar la disimulación de
tendencias al suicidio (véase p. 99s). Con la ayuda de este método diagnóstico-diferencial
casi siempre se logra distinguir la mera disimulación de tendencias suicidas del estar
verdaderamente libre de ellas. No hay necesidad de decir a ningún psiquiatra clínico la
importancia de tal diagnóstico diferencial para la cuestión de si en un caso concreto se
83
debe ya internaral paciente o aún no se le debe internar, o, cuando está ya internado, si
se le puede dar ya el alta o todavía no se puede hacerlo.
Ad 3. El tercer punto que hemos destacado críticamente frente a la tendencia
psicosomática norteamericana se refería al hecho de que ésta suele limitarse a una
interpretación psicoanalítica. Como ejemplos baste citar los dos siguientes: N. Fodor
afirma que el precio que algunos adultos pagan por sus fantasías anales sobre el parto
pueden ser hemorroides trombóticas. Byschowski declara que la obesidad podría
representar una egodefensa, así como en algunas ocasiones una protección contra deseos
exhibicionistas y contra agresiones masculinas[29].
Observación: Volvamos sobre la crítica fundamental de la psicosomática y
consideremos lo siguiente:
1. Lo psíquico y lo físico, o sea, lo somático, forman ciertamente en el hombre una
unidad íntima; pero esto no significa ni mucho menos que unidad sea lo mismo que
identidad, que lo psíquico y lo somático sean una misma y única cosa.
2. Una unidad psicosomática, por muy íntima que sea en el hombre, no constituye aún
su totalidad; la última requiere fundamentalmente lo noético, lo espiritual, en cuanto que
el hombre es —aunque no exclusivamente— un ser espiritual por esencia; en otras
palabras: la dimensión espiritual es el constitutivo del hombre en cuanto que representa
(no la única pero sí) la verdadera dimensión de su existencia.
Si psicologismo representa aquel procedimiento científico que ignora lo espiritual como
dimensión propia, la psicosomá-tica norteamericana, lejos de haber superado este
psicologismo, ni siquiera lo ha alcanzado, se ha quedado pegada más bien a un
somatopsicologismo que todavía se mueve totalmente delante de las fronteras del
psicologismo y de ningún modo las rebasa; pues no solamente sostiene la unidad, sino
también la identidad de lo psíquico y de lo somático. Esta tendencia, y especialmente F.
Alexander, considera «los fenómenos psíquicos y somáticos como dos aspectos del
mismo proceso».
De aquí se deduce que la psicosomática norteamericana no sólo no ha superado el
psicologismo, sino que ni siquiera ha llegado a él. En cambio lo sobrepasa la
psicosomática alemana que se agrupa especialmente en torno a la gran figura de un
Viktor von Weizsäcker o se deriva de ella. Por lo que toca a la distinción hecha
anteriormente entre lo somático, lo psíquico y lo noético, así como entre unidad,
mismidad y totalidad, puede decirse de esta tendencia psicosomática que no ha superado
lo psíquico, sino que lo ha saltado. De modo que podemos formular en síntesis y
anticipando lo siguiente: la psicosomática alemana es, propiamente, una noosomática.
84
2.2. Crítica de la psicosomática alemana
Según la psicosomática alemana, la historia de la enfermedad sólo puede entenderse a
través de la historia de la vida; es decir, cada detalle de la historia clínica está
determinado por la historia de la vida, de forma que podría hablarse con razón de un
determinismo biográfico. En una palabra: «Sólo enferma quien se atormenta»
(proverbio alemán).
En efecto, una preocupación puede conducir a una enfermedad. De este modo
pudieron llegar a comprobar Kleinsorge y Klumbies que la preocupación se comporta en
el electrocardiograma como un veneno convulsivo coronario, mientras que la alegría
actúa electrocardiográficamente como un nitrito.
Hay, pues, no sólo hombres de excitación angustiosa y de índole alegre, sino también
hombres de excitación alegre. Por ejemplo, debemos a Fervers la indicación de que
ataques de angina de pecho pueden también provenir de una alegría vehemente, y para
corroborar esto hace referencia al «regreso inesperado de un hijo del cautiverio ruso».
He aquí otro ejemplo, esta vez tragicómico, del efecto patógeno de una excitación de
tipo alegre: Estuvo en nuestra sección un paciente que había sido hacía ya decenios un
célebre jugador de fútbol. Durante su estancia en la clínica se transmitió por casualidad el
campeonato mundial de fútbol y nuestro veterano no se privó, por supuesto, de escuchar
las transmisiones de los distintos partidos. Esto le causaba alguna excitación, pero desde
luego se excitó grandemente cuando su equipo nacional, el austríaco, ganó un partido, de
modo que después de cada victoria de Austria sufría graves colapsos cardíacos.
Es comprensible que enferme el que se preocupa, pero sería falsa la afirmación de que
«sólo» él enferma, puesto que acabamos de ver que también puede enfermar el que se
alegra. Ahora bien, ¿qué sentido podría tener esto partiendo de la biografía? Tal sentido
sólo podría construirse.
Cómo podría ser totalmente determinable la sintomatología partiendo de la biografía,
no se ve en concreto allí donde se dan deformaciones innatas con sus consecuencias y
dolencias hereditarias (Weitbrecht).
Algo semejante ocurre con los accidentes. El que cada uno de los accidentes tenga un
sentido biográfico[30], sólo puede ser traído por los pelos. Cierto que existe algo así como
una accident proneness, como fue expuesto hace ya decenios por Alexandra Adler; pero
esto no significa que todo accident sea debido a una proneness.
Si también los envenenamientos pudieran explicarse partiendo de la biografía,
resultaría entonces toda intoxicación una auto intoxicación, en el sentido
involuntariamente humorístico en que un médico en cierta ocasión hizo recluir a una
paciente que había intentado quitarse la vida aspirando gas, con el diagnós tico de
85
«autointoxicación por gas de alumbrado».
Es cierto que hay algunas cosas en la existencia humana que tienen un valor biográfico
y, con este valor, de expresión personal; ya que la biografía no es, al fin y al cabo, otra
cosa que la explicitación temporal de la persona: En la vida que transcurre, en la
existencia que va desarrollándose, se explícita la persona, se despliega, se desenrolla
como una alfombra, que sólo entonces revela su dibujo característico. Así también la
persona se revela en su biografía, se abre en su esencia, en su ser inconfundible, a una
explicación biográfica, mientras que se cierra para un análisis directo.
En este sentido, sin duda, a cada dato biográfico y aun a cada detalle de la historia de
la vida corresponde un valor biográ fico y, con él, también un valor de expresión
personal, pero únicamente hasta cierto grado y sólo dentro de ciertos límites. Esta
limitación responde a la condicionalidad del hombre, que sólo facultativamente es
incondicionado, mientras que fácti camente sigue siendo condicionado, pues por más que
sea un ser espiritual por esencia, sigue siendo un ser finito. De lo dicho se desprende que
la persona espiritual no es capaz de imponerse incondicionadamente a través de las capas
psicofísicas. Ni la persona espiritual está siempre manifiesta a través de las capas
psicofísicas, ni tampoco es siempre eficiente. Bien es verdad que el organismo psicofísico
es un conjunto de órganos, de instrumentos, y por lo tanto, de medios para un fin. Este
fin es doble, conforme a las dos funciones del organismo frente a la persona espiritual: su
función expresiva y su función instrumental; y el organismo es un medio para este doble
fin al servicio de la persona. Pero este medio —en cuanto a su función expresiva— es
turbio y —en cuanto a su función instrumental— es inerte. Precisamente por su
turbiedad la persona espiritual no es siempre visible a través del medio del organismo
psicofísico y por su inercia tampoco es siempre eficaz. En resumen, este medio al
servicio de la persona carece de las cualidades necesarias a una servidumbre perfecta; la
potentia oboedientialis está de algún modo rota, ha sufrido algún deterioro (con palabras
de mi asesor teológico el desaparecido doctor Leopold Soukup). De modo que también
podría hablarse, dado el caso, de una impotentia oboedientialis. De todas formas, no
puede decirse que el organismo psicofísico, o todos los fenómenos morbosos que se dan
en él, sea representativo de la persona espiritual que está detrás y que se sirve de él de
una manera o de otra, puestoque no es capaz de lo último en toda condición y
circunstancia. Porque la persona espiritual no es eficiente en cualquier circunstancia a
través del organismo psicofísico, por esta misma razón tampoco es visible en cualquier
circunstancia a través de él[31]; porque este medio es inerte, por eso precisamente es
también turbio. En tanto que el organismo —especialmente en los procesos morbosos—
es un espejo en el que se refleja la persona, este espejo no está sin manchas. En otros
términos, no todas las manchas son atribuibles a la persona que se refleja en él.
Así, pues, la medicina psicosomática está haciendo la cuenta sin contar con la
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huéspeda, o sea, sin el organismo psicofísico. Sólo un cuerpo transfigurado sería
representativo para la persona espiritual; el cuerpo del hombre «caído», sin embargo, es
como un espejo roto y, por lo tanto, deformante.
No sólo una mente sana, no, sino también una mente enferma puede vivir en un
cuerpo sano. Como psiquiatra clínico puedo dar testimonio de ello, lo mismo que en
cuanto neurólogo clínico puedo dar fe de que, también a la inversa, en un achacoso
(por ejemplo, paralítico) puede vivir una mente intacta. No es lícito atribuir toda
insanitas corporis a una mens insana o deducirla de una insa nitas mentis. No toda
enfermedad es noógena. Quien lo sostenga, o es espiritualista o es noosomático por lo
que respecta a enfermedades corporales. Mientras sigamos teniendo conciencia de que el
hombre no puede imponerse a sí mismo, en cuanto organismo psicofísico, todo lo que él,
en cuanto persona espiritual, se propone, nos cuidaremos ante tal impotentia
oboedientialis de atribuir toda enfermedad corporal a un fallo del espíritu. Prescindimos,
por supuesto, de los extremismos de la noosomática, tales como la afirmación de que el
padecer un carcinoma representaría no sólo un suicidio inconsciente, sino incluso una
pena de muerte ejecutada inconscientemente en sí mismo a causa de algún complejo de
culpa[32].
Es cierto que todo, también toda enfermedad, tiene un sentido, pero este sentido no se
encuentra allí donde la investigación psicosomática lo busca; es el enfermo el que da el
sentido a su enfermedad y precisamente al enfrentarse con ella como destino, esto es, en
el enfrentamiento de sí mismo en cuanto persona espiritual, con la enfermedad en cuanto
afección del organismo psicofísico. En el enfrentamiento con el destino de su
enfermedad, en la actitud que adopte frente a este su destino, cumple el hombre
enfermo, el homo patiens, no un sentido, sino el más profundo sentido; consigue no un
valor, sino el supremo valor. El sentido del sufrimiento esta no en el hecho de sufrir,
sino en la manera de sufrir[33].
Consideración final. Al principio hablábamos, entre otras cosas, de la angina
psicógena (Bilz), que calificamos de enfermedad psicosomática. Tenemos conocimiento
del doble caso instructivo e ilustrativo de una angina psicosomática que padecen un
médico clínico y su ayudante. A los dos, si enferman de angina, les ocurre en jueves. El
ayudante la contrae un jueves, si al día siguiente, viernes, tiene que pronunciar una
conferencia científica, lo que significa para él una cierta excitación. El clínico, sin
embargo, si contrae una angina, la contrae igualmente en jueves, pero simplemente
porque da sus clases en miércoles. En este día está siempre aún sin angina, y tenemos
ciertamente toda la razón al suponer que en este día la infección está ya latente, si bien
no se declara. El colega sencillamente no puede permitirse ponerse enfermo el día de su
clase, y el brote de la enfermedad, que ya se debía haber declarado, se aplaza.
87
Pero también podemos consultar en lugar de una historia clínica la historia literaria.
Goethe llevaba trabajando durante siete años en el manuscrito de la segunda parte de
Fausto; en enero de 1832 ató su manuscrito y lo selló, y murió en marzo de 1832.
Seguramente no nos equivocamos al suponer que, durante una gran parte de estos siete
años, si puede decirse, Goethe vivía excediendo sus recursos biológicos. En este caso no
era un sufrimiento sino incluso la misma muerte, que hacía tiempo debía haber
sobrevenido, la que fue aplazada hasta que la obra de la vida estuvo terminada.
Vemos, pues, que la medicina psicosomática nos permite compren der no tanto la
razón por la que uno se pone enfermo, cuanto la razón por la que uno permanece
sano[34]. Al menos en los casos que acabamos de traer a colación, podría hablarse con
más fundamento de salud psicosomática que de enfermedad psicosomática. Con respecto
a esto, la medicina psicosomática, en efecto, puede ofrecernos indicaciones realmente
importantes. Pero siendo esto así, va de la esfera de un tratamiento necesario de
enfermedades a la esfera de una posible prevención de enfermedades. Pues es evidente
que allí donde hay un desencadenamiento desde lo psíquico, ha de haber también un
modo de prevenir psíquicamente. Con todo, la medicina psicoso mática pasa a ser una
cuestión no tanto de psicoterapia como de psicohigiene[35].
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Capítulo 4
ENFERMEDADES FUNCIONALES:
PSEUDONEUROSIS SOMATÓGENAS
Hemos partido del supuesto de que puede definirse la neurosis como enfermedad
psicógena. La neurosis orgánica, en concreto, representa entonces el efecto de una causa
psíquica en el terreno somático. Pero puede darse también lo contrario: el efecto de algo
somático en lo psíquico. Son, en rigor, las psicosis las que ex definitione deberían
calificarse, en este sentido, de somatógenas y fenopsíquicas. Pero de lo que ahora vamos
a tratar es tan sólo de cuadros morbosos parecidos a neurosis. Su sintomatología es, por
consiguiente, micropsíquica, por así decirlo. En todo caso no pueden equipararse una
agorafobia con una melancolía de angustia. Pero también su etiología es, como si
dijéramos, microsomática, ya que en tales casos no se dan alteraciones estructurales de
órganos, o de sistemas orgánicos, sino más bien meros trastornos funcionales, por cuya
razón podemos calificar estas enfermedades también como funcionales.
Los sistemas orgánicos, de los que se trata preferentemente, son el vegetativo y el
endocrino. Y sus trastornos funcionales pueden transcurrir —lo que es esencial—
también monosintomáticamente, pudiendo ser el monosíntoma respectivo igualmente
psíquico. De aquí se desprende que estos trastornos funcionales vegetativos y
endocrinos[36], en cuanto que transcurren bajo el cuadro clínico de neurosis, son
larvados. Frente a las neurosis auténticas, es decir, las neurosis en el sentido más estricto
de la palabra, que son las que pueden definirse, según se ha dicho, como enfermedades
psicógenas, trataremos a continuación de enfermedades somatógenas, que, por lo tanto,
deben calificarse de pseudoneurosis.
Es natural que la mayoría de estas pseudoneurosis estén sobre edificadas y
superpuestas por lo anímico. En otros términos, su somatogénesis es meramente una
somatogénesis primaria. Terapéuticamente es de suma importancia determinar qué existe
primariamente: ¿Psicogénesis o somatogénesis?
Si nos dejamos guiar por puntos de vista prácticos, podemos distinguir como grupos
más importantes de pseudoneurosis somatógenas los siguientes:
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Dada la etiología microsomática, como la hemos llamado, de tales tipos de
enfermedades, se comprende que primeramente lo que hay que hacer es buscar la causa
somática. En una palabra, el trastorno funcional de tipo vegetativo y endocrino puede
comprobarse, dado el caso, tan sólo por procedimientos de laboratorio. Por consiguiente,
el hallazgo no es objetivable en todos los casos. Sabido es la poca seguridad que ofrecen
hallazgos como, por ejemplo, el Chvostek o incluso el cociente de potasio-calcio. Pero
aparte de estos hallazgos relativos al grupo tetanoide, consta que tampoco en el grupo
basedowoide ha de manifestarse por fuerza un aumento del metabolismo basal, lo mismo
que en el addisonoide, una disminución de la tensión arterial. No obstante, se manifiesta
constantemente, incluso en estos casos diagnósticamente pobres, de qué modo tan
significativoresponden a la terapéutica de la opción expuesta por nosotros.
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1. Pseudoneurosis basedowoides
Primero, un ejemplo casuístico:
La paciente padece desde hace cinco años una agorafobia gravísima. Durante medio
año ha estado en tratamiento con una psicoanalista que no es médico. Terminó por dejar
el tratamiento por no haber obtenido ningún éxito terapéutico; antes al contrario, se
habían profundizado incluso las depresiones. Objetivamente, la paciente presenta temblor
de los dedos y oscilaciones de los párpados; el tiroides está aumentando de modo difuso
y el metabolismo basal es de + 44 %. Le ponemos a la paciente dihidro ergotamina por
vía parenteral, y ya al día siguiente dice que la inyección «ha hecho prodigios». «Yo no
hubiera sospechado que tan pronto mejorase tanto.» Unas inyecciones más y se ve libre
de angustia para siempre, y observa, entre otras cosas, que los sueños angustiosos que
antes sufría ahora «terminan bien»... «Es verdad que la psicoanalista había interpretado
los sueños, pero seguían siendo horrorosos», dice con cierta ironía.
Claro está que, en vista de tales éxitos terapéuticos, hay que contar con la posibilidad
de que se trate de efectos de sugestión. Cierto que un efecto sugestivo no es deshonroso,
pero de todos modos es desorientador, y sobre todo para el clínico. Para el médico
general, en cambio, no es necesario ni posible descartar de antemano un efecto sugestivo
en el tratamiento, ni tampoco excluirlo a posteriori en la apreciación de los resultados del
tratamiento. Sin embargo, el clínico tiene que precaverse respecto a esto y es natural que
los casos sobre los que se fundamenta nuestra exposición de las pseudoneurosis
somatógenas, prácticamente más importantes, hayan sido expuestos sólo cuando en un
principio habían sido tratados también con otros medicamentos y no respondieron
terapéuticamente hasta que fueron sometidos a la medicación intencionada, o bien,
cuando por el contrario habían sido tratados posteriormente además con otros
medicamentos y sólo habían reaccionado favorablemente a la medicación intencionada.
Sobreentiéndase también en todo esto que el paciente no tenía conocimiento de lo que le
administrábamos o que continuaba incluso en la creencia de haber recibido un
medicamento distinto del que en realidad le administrábamos. De propia intención le
dejamos en la creencia de que seguimos administrándole aquel medicamento que según él
le hacía tanto bien. Pero puede darse el caso contrario: que el paciente, con razón o sin
ella, teme algunas consecuencias de la inyección y viene a parar a una manifiesta angustia
de expectativa ante posibles efectos secundarios o concomitantes de la medicación. Si se
da tal antisugestión, entonces corresponde mayor fuerza aún demostrativa al efecto
terapéuticamente favorable de la medicación intencionada, efecto precisamente no
esperado por el paciente.
A continuación vamos a citar dos casos atípicos que a pesar de su atipicidad
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pertenecen todavía a la zona de las pseudoneurosis basedowoides. Al primero de ellos
hay que calificarlo de atípico porque su sintomatología era mixta, en cuanto que se
componía del síndrome 1 (grupo basedowoide) y del síndrome 2 (grupo addisonoide).
Por consiguiente, nuestra terapéutica tuvo que ser una terapéutica combinada y tuvo que
atacar concéntricamente a los factores patógenos. Que uno de estos factores fuera
también la reacción psíquica de la paciente o su neurosis reactiva, es tan lógico como que
en estas circunstancias la terapéutica adecuada y multicausal únicamente pudo consistir
en una terapéutica simultánea somatopsíquica.
Judith K. (Policlínica neurológica, amb. 376/1955 y hosp. 1779/1955), de treinta y
siete años, es aquejada desde hace tres años de una agorafobia grave. En su infancia fue
extremadamente miedosa. Teme al fuego y a los terremotos. Desde hace trece años no
ha salido sola a la calle por miedo al desmayo y al vértigo. Pero también rehuye
aglomeraciones de gente, lo que, así como el dato de «sensación de atragantamiento en el
cuello», ha de interpretarse de acuerdo con lo dicho, más en un sentido claustrofóbico
que agorafóbico. Desde hace cuatro años ya no ha sido capaz la paciente de quedarse
sola en casa. Además, se queja de una opresión en la región cardíaca, de diarrea, de
sentir necesidad de orinar con frecuencia, de que le dan escalofríos. Es sensible a los
cambios del tiempo y al viento del sur. Consultó especialistas eminentes, fue hipnotizada
en cierta ocasión y en otra fue sometida a un narcoanálisis y le aplicaron varios
electrochoques, en una clínica de enfermedades nerviosas, pero todas estas medidas no
dieron resultado alguno. Últimamente perdió nada menos que 22 kg de peso.
Actualmente pesa 47 kg. Vez hubo que el metabolismo basal era de + 50 %. El ECG
hace sospechar una lesión de miocardio, de grado leve. Terapéuticamente interesaba
combinar desde un principio, en el sentido de la terapéutica simultánea somatopsíquica,
la dirección psicoterapéutica de la paciente con una medicación intencionada. Esta última
tuvo el objeto de preparar el campo para la psicoterapia, que es la condición para que
ésta pueda desplegarse. Ahora bien, el presente caso, como ya se insinuó, no sólo ofrece
rasgos agorafóbicos, sino también claustrofóbicos que relacionamos generalmente con el
grupo tetanoide de las enfermedades pseudoneuróticas; así como al comienzo hemos
afirmado que los estados agorafó-bicos ocultan con frecuencia[37], como psicocorrela to
monosintomático de ellos, un estado basedowoide o lo delatan para el experto. Por esta
misma razón, es decir, porque el caso hizo sospechar un componente tetanoide, nos
vimos motivados a administrar, además de la dihidroergotamina, mioscaína E, después
que hemos podido poner de manifiesto[38] que este éter glicérico del o-metoxifenil es
capaz de reducir la angustia (pseudo)neurótica en casos de trastornos «funcionales» (en
el sentido en que nosotros los entendemos). El efecto de este tratamiento medicamentoso
de doble vía, el cual fue completado por la psicoterapia (siguiendo el método de la
intención paradójica) fue el siguiente: Al decimotercer día del tratamiento hospitalario la
92
paciente —¡que durante trece años no había sido capaz de salir sola de casa!— está en
condiciones de ir a la policlínica sola, desde el distrito de Hernals (donde vive); al 17° día
va sola al cine, por primera vez desde hace veinte años; al 18º día va sola, por vez
primera en su vida, a un café (no tenía —dice— sino «angustia de la angustia», pero
que está ya casi superada). En la cuarta semana de su estancia en la clínica va con su
marido por la ciudad en el asiento posterior de una moto-scooter; incluso viaja sola en un
tranvía abarrotado de gente (cuyo abarrotamiento debía de haberla horro rizado,
sencillamente, por motivos claustrofóbicos). Al darle el alta después de un período de
tratamiento hospitalario de tan sólo cuatro semanas, la paciente se siente «como
resucitada» y se considera a sí misma «muy feliz». Sin necesidad de tomar ya
medicamento alguno, la paciente sigue sin molestias durante los controles que la hacemos
periódicamente. Con este motivo resulta que, después de una continencia de cuatro años,
ha reanudado las relaciones sexuales con su marido. Lo mencionamos tan sólo por
expresar lo erróneo que sería construir la etiología de tal neurosis basándose en la
abstinencia sexual, pues en realidad acontece todo lo contrario: la continencia sexual no
es la causa, sino más bien un simple efecto de la (pseudo-) neurosis, no de otro modo
que la rehabilitación sexual de la paciente es un efecto (secundario) de nuestra
terapéutica.
Ahora un segundo caso, igualmente atípico, puesto que, aun tratándose del síndrome 3
(grupo tetanoide), el efecto terapéutico se debía, sin embargo, a la medicación indicada
generalmente en los casos típicos, en las pseudoneurosis basedowoides, esto es, a la
medicación de dihidroergotamina:
Margarete Sch. (Policlínica neurológica amb. 3641/1953 y hosp. 677/1953), paciente
de treinta y nueveaños, refiere que sufre desde hace muchos años una angustia que va
aumentando y que la invade sobre todo en lugares cerrados. No aguanta tampoco
ninguna prenda de vestir que le esté un poco ajustada. Hace cuatro semanas —dice—
fue a un dentista que le puso una inyección, después de lo cual le sobrevino de repente
una fuerte excitación angustiosa. Sintió palpitaciones que no cesaron pese a
medicamentos tales como quinina, digitalis y luminal, recetados por médicos. Por último,
la paciente se queja de la sensación de opresión y de bolo. Mientras que con tanta
frecuencia se interpreta mal esta última, diagnosticándola rutinariamente en sentido
histérico, nosotros estimamos que en muchos casos debería valorarse diagnósticamente
en dirección tetanoide, lo mismo que la sensación de estrechez y de opresión; nuestros
pacientes hablan en general de un no poder respirar profundamente. En cuanto al
presente caso pudimos comprobar, en efecto, un cociente de potasio-calcio, sospechoso
en sentido tetanoide, de 20,7:8,8 mientras que el metabolismo basal fue sólo de + 4 %.
Así, pues, tuvimos pleno derecho a suponer en el caso concreto una afección que hay
que clasificar dentro del grupo tetanoide de los trastornos funcionales larvados
93
vegetativos y endocrinos y, conforme a esto, prescribimos una medicación de calcio,
administrando además mioscaína E. Pero todas estas medidas de tratamiento no dieron
resultado terapéutico alguno. En cambio, pudimos observar que dosis de
dihidroergotamina 45 hacían «muy buen efecto». Es digno de notar el hecho de que la
paciente, inmediatamente después de cada inyección, se sentía durante media hora
«terriblemente cansada», y que se quejaba además de vértigo y náuseas: si se hubiese
tratado de un efecto sugestivo, sólo cabría pensar en una antisugestión, o sea que la
paciente debía haber esperado antes que nada un empeoramiento suplementario. Pero
nada de esto, sino que el estado objetivo mejoró en seguida, así, por ejemplo, la
taquicardia. Además es sometida la enferma a un tratamiento logoterapéutico que —en el
sentido de la intención paradójica— va encaminado especialmente contra su angustia de
expectativa. Al ingresar en nuestra clínica la paciente se encontraba en un estado de
agitación angustio sa del más alto grado , pues tenía angustia de volverse loca. A las
diversas molestias que hemos interpretado como síntomas de una enfermedad funcional
(según nuestra terminología) reaccio nó, pues, con una psicotofobia. Ahora ya no cabe
hablar de una enfermedad meramente funcional, sino que tenemos que caracterizar el
cuadro en su conjunto como una neurosis reactiva. Pues bien, al cabo de las pocas
semanas de su estancia en la clínica la paciente se vio completamente libre de molestias,
y así ha seguido durante todos los años que han transcurrido desde su tratamiento
hospitalario en nuestra clínica.
Hemos escogido intencionadamente dos casos atípicos para prevenir contra la
tentación de sacar del esquema teórico la consecuencia de una práctica esquemática.
Finalmente, es digno de mencionarse el que el empirismo clínico confirme que la
agorafobia y la claustrofobia pueden relacionarse con la pseudoneurosis basedowoide y
tetanoide, respectivamente, de un modo tan específico que, aun en aquellos casos en que
no se ha producido de un modo manifiesto ninguna de las dos fobias, hemos conseguido
establecer el diagnóstico diferencial y, con esto, la indicación para esta o aquella tera
péutica orientada con la ayuda de una pregunta de test: procuramos determinar una
agorafobia y una claustrofobia latentes preguntando al paciente qué es lo que más
aborrecería, tener que estar de pie solo en medio de una plaza vacía o tener que estar
sentado en un cine repleto de gente en medio de la fila. El simple hecho de las
disposiciones claustrofóbica o agorafóbica que de este modo puede comprobarse por el
test, es ya significativo para la pseudoneurosis coordinable que, a base del resultado del
test, podemos ya establecer la correspondiente terapéutica de opción.
94
2. Pseudoneurosis addisonoides
De nuevo, primeramente un ejemplo casuístico:
El doctor Sch., médico, se queja de molestias de estómago, tiene diarrea y por eso se
ve precisado a observar desde hace ya algún tiempo una dieta en la que se ve obligado a
excluir de la alimentación el pan negro, la fruta y las verduras. Esto, como es sabido,
conduce no pocas veces a un déficit del complejo de la vitamina B, tanto en el sentido de
un trastorno de resorción como en el de un aporte insuficiente. Es característico el dato
anamnésico de que no aguanta el calor ni el sol. Finalmente, el paciente confiesa que con
frecuencia le apetecen alimentos muy salados, lo cual no es menos característico. Y
ahora vamos a tratar del síntoma de la despersonalización. El paciente se queja de que
nada le parece real y que carece de la sensación de «estar presente»; más bien se
experimenta a sí mismo como si fuera «insustancial»... «como si se hubiera saltado en
mí una cuerda», dice. «Tengo la sensación de estar soñando... apenas tengo conciencia
de nada... la conciencia del yo ha desaparecido por completo... no vuelvo a encontrar el
camino de mi propio yo... he de preguntarme ¿por qué yo soy yo y no aquel que estoy
mirando en este momento? Todo me da la impresión de lejano y yo mismo soy para mí
un desconocido; también mi voz me parece tan extraña; es como si mis miembros no me
pertenecieran, como si yo estuviese encima de mi cuerpo, o como si no tuviera ni
siquiera cuerpo, sino que fuera puro espíritu.» Además se añaden noxas iatrógenas:
Primero se prescribían, como ocurre tantas veces en una medicación de rutina,
barbitúricos de los que sabemos no hacen sino disminuir más aún la presión sanguínea,
que en la mayoría de estos casos ya es baja (¡en el caso presente la tensión arterial sólo
es de 95 mm. en columna de mercurio!); pero no solamente la hipotonía arterial es
profundizada, sino también la que J. Berze ha designado con el nombre de «hipotonía de
la conciencia», que es como también puede interpretarse la despersonalización. Encima,
el colega que anteriormente asistía al enfermo hablaba impensada, por no decir
atolondradamente, de «desdoblamiento», después de lo cual el paciente empieza a
desarrollar una psicotofobia reactiva. Ahora bien, nuestra terapéutica consiste en
comprimido diario de percotén, diluible bajo la lengua. Ya a los pocos días el colega se
encuentra «maravillosamente»: «Todo es normal... todo está otra vez cerca y tan claro y
transparente como en mis tiempos normales.» (Un caso análogo: un estudiante inglés
dice con respecto al efecto terapéutico subje tivo del acetato de desoxicorticosterona:
«Aclaró mi cerebro; mi capacidad de pensar ha mejorado.») También «la conciencia y la
memoria se han agudizado»; le ha llamado la atención —dice— el no tener ya que
cavilar. A los pocos meses llega a verse completamente libre de molestias, y así sigue
aunque no toma ya percortén.
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En otros casos administramos la desoxicorticosterona también por vía parenteral. Así,
por ejemplo, en el caso de la doctora... farmacéutica joven, a la cual, por su grave
vivencia de despersonalización administramos por vía intramuscular, con intervalo de una
semana, tres veces en total, 5 mg. de cor-tirón. Según afirma, el efecto de las primeras
dos inyecciones dura, respectivamente, cinco días y consiste en que «todo se percibe
mucho más claro e inmediato». Pero hay que tener en cuenta que precisamente en tal
medicación por vía parenteral de deso xicorticosterona tenemos que encauzar la función
de la corteza suprarrenal, pero sin acostumbrarla mal. Esto significa prácticamente que
no deja de haber cierto peligro al aplicar en seguida, en los casos a los que nos referimos,
ampollas de cristal o preparados por depósito, puesto que estas formas de administración
son como unas flechas que, una vez lanzadas, se escapan a nuestro control. ¿Qué hace
falta para que la función de la corteza suprarrenal, una vez puesta en marcha, continúe
de una forma más o menos normal?En circunstancias tales como se nos ofrecen en
nuestros casos de trastornos funcionales en los que sólo se trata de un trastorno
relativamente leve, o sea, simplemente funcional, es suficiente en general dar lugar a esta
capacitación espontánea en forma de un cambio del tono general, que del modo que
mejor se consigue es probablemente por medio del entrenamiento deportivo. Ad hoc el
caso siguiente, cuya comunicación agradecemos al colega J.M. David (Buenos Aires):
Se trata de un oficial argentino de treinta años, que desde hace seis viene padeciendo
no sólo una despersonalización gravísima, sino el síndrome completo psicadinámico: falta
de concentración y de memoria[39]. Ha estado ya en tratamiento de 5 médicos y bajo
psicoanálisis durante dos años; choques de acetilcolina y 10 electrochoques. Nosotros
ahora le damos percortén combinado con vitamina B, por vía parenteral, y le sometemos
a un breve tratamiento logoterapéutico por darse una frustración existencial
concomitante. Después de tres inyecciones de hormona adrenocortical se ofrece con
respecto a la despersonalización un éxito asombroso: el paciente se encuentra
estupendamente, se marcha al campo pero se olvida de llevarse el preparado prescrito
adrenocortical por vía oral y sufre una recaída grave. En las próximas semanas, el
paciente empieza a practicar deportes sistemáticamente y pronto puede prescindir de
cualquier medicamento.
En muchos aspectos estimamos instructivo también el caso siguiente:
Se trata de una paciente joven extranjera que ha sido tratada en su patria durante seis
años seis horas semanales por una psicoanalista y que luego tuvo que interrumpir el
tratamiento por circunstancias imprevistas. Después de habérselo comunicado a la
psicoanalista, declara ésta que no cabe hablar de una interrupción en cuanto que el
análisis no había empezado siquiera, sino que más bien había fracasado por la resistencia
de la paciente. Nosotros diagnosticamos en este caso una hipocorticosis con una
despersonalización en el primer plano, y, debido a la medicación de desoxicorticosterona,
96
«la paciente», según reza el informe de la médico de cabecera que la asiste, «pronto se
sintió mejor no sólo con respecto a la despersonalización, sino también corporalmente»
(¡a la hora de empezar nuestro tratamiento guardaba cama!), «ha aumentado de peso»,
sigue el informe, «ya no está achacosa, ha logrado preparar una tesis y no ha necesitado
tratamiento durante varias semanas».
Volvemos a observar: para poder diagnosticar una neurosis tenemos que excluir
primero una pseudoneurosis somatógena; esto es necesario[40]; pero no es posible sino
para un médico de completa formación clínica. Pero por más que la exclusión de una
pseudoneurosis somatógena sea la condición necesaria para el diagnóstico de una
neurosis auténtica (psicógena), esta condición necesaria no es condición suficiente, pues
no estamos autorizados en modo alguno a diagnosticar una neurosis (psicógena) por el
simple hecho de poder excluir una pseudoneurosis somatógena. En otras palabras: no es
lícito establecer el diagnóstico de neurosis per exclusionem.
Sirva el siguiente caso para ilustrar esta advertencia:
Cecilia D., desde hace cinco años, anda de una clínica neurológica-psiquiátrica a otra,
y es sometida a toda clase de medidas tanto diagnósticas como terapéuticas: desde la
punción lumbar hasta la encefalografía, desde el narcoanálisis hasta el electrochoque.
Finalmente, se llega a la conclusión: «Queda descartado que sea algo orgánico, se trata de
una histeria de conversión.» Bajo esta etiqueta diagnóstica la paciente es transferida a
nuestra sección; pero ya al escuchar la anamnesis nos entra la sospecha de que todo se
centra en torno a un foco del tálamo. El examen radioscópico da por resultado un
aumento crónico de la presión endocraneal y el hallazgo oftalmoscópico aboga por una
chorioidi tis centralis peracta. Por este rodeo llegamos del diagnóstico topográfico (de
sospecha) del foco del tálamo al diagnóstico específico de toxoplasmosis. Efecti vamente,
la prueba de Sabin-Feldmann resulta positiva; también la reacción de toxoplasmina es
positiva.
97
3. Pseudoneurosis tetanoides[41]
Nuevamente, ejemplos concretos pueden introducirnos en la fenomenología de este
tercer grupo de las pseudoneurosis somatógenas.
El estudiante de medicina K. es remitido a nuestra sección por cierta autoridad
facultativa expresamente con el objeto de una psicoterapia. Desde hace cuatro años le
aquejan «espasmos nerviosos», estados de carácter espasmódico que alcanzan hasta una
hora de duración y que van acompañados de parestesias en forma de hormigueo y de
sensación de tirantez y a veces también de rigidez de las extremidades, en cuya
descripción semeja el paciente en las manos una posición de pata de animal que aunque
sólo insinuada no deja de ser típica. Además refiere que durante los accesos respira «de
un modo raro». Nos sobra toda la razón para sospechar que en ellos hiperventila. Vagas
molestias estomacales completan el cuadro. Objetivamente, el Chvostek es positivo; el
cociente de potasio-calcio se eleva a 22,4:9,8, rebasando por lo tanto considerablemente
el 2. Ya a una inyección exploradora de calcio el paciente le atribuye «un efecto
excelente»; tan pronto como le damos mioscaína E se ve libre de ataques y así sigue.
Como quedó dicho al principio, en casos de pseudoneurosis tetanoides está igualmente
indicada la dihidrataquisterina, y ello también en casos que van acompañados de
angustia. Sirva de ejemplo casuístico el caso siguiente.
Irene Z., de treinta y dos años, se queja de estados de angustia. No es capaz —dice—
de viajar sola en un tranvía (reacción típicamente claustrofóbica). También se queja de
atragantamiento en el cuello y disnea. En los brazos siente sensación de ca lambre.
Objetivamente, el Chvostek es positivo, mientras que el cociente de potasio-calcio es de
2,9. Tan pronto toma mioscaína E experimenta un sensible alivio por lo que respecta a su
ansiedad: la paciente viene por primera vez sin acompañamiento. Luego le administramos
calcamina, natu ralmente bajo control del nivel de calcio, y a las pocas semanas se
encuentra libre de molestias. Algunos meses después se produce una recidiva: la paciente
no había tomado calcamina con regularidad. Más tarde interrumpe el tratamiento de la
calcamina y sin embargo continúa sin molestias durante dos años. Al cabo de ellos,
segunda recidiva. La paciente se dirige a nuestra sección, porque desde hace unas
semanas viene sintiendo de nuevo la sensación de opresión y atragantamiento, no
pudiendo tampoco respirar profundamente. Al administrarle mioscaína E experimenta
una inmediata mejoría, pero la paciente ya responde a una inyección exploradora de
calcio. Ahora está, desde hace años, libre de molestias; se siente bien, puede viajar sola,
incluso en un tranvía abarrotado de gente, sin sentir la menor angustia.
98
4. Síndromes vegetativos
G. v. Bergmann ha creado la expresión de «estigmatización vegetativa» y Siebeck la
de «labilidad vegetativa». Hoy día se habla de distonía vegetativa, concepto que fue
introducido por Wichmann en 1934. Los síntomas vegetativos, incluso en los estados de
depresión psicóticos, es decir, endógenos, destacan tanto dentro del cuadro que se habla
con razón de una depresión vegetativa. En contraposición a la escrupulosa larvación de la
depresión endógena larvada en la generación anterior, tropezamos hoy día dentro de este
cuadro de enfermedad con molestias principalmente vegetativas y con quejas
reactivamente hipocondríacas.
Siempre que se trata de estados neuróticos o pseudoneuróticos preferiríamos hablar de
síndromes vegetativos y no de una distonía vegetativa. Desde el punto de vista
terapéutico, sin embargo, es preciso diferenciar los síndromes vegetativos. En este
sentido es plenamente justificado el que, por ejemplo, W. Birkmayer contraponga
síndromes simpaticotónicos y vagotónicos. Como es sabido, también F. Hoff aboga en
favor de tal separación y distinción, y F. Curtius dice expresamente:«Los tipos de
vagotonía y de simpaticotonía, a pesar de muchas reservas, se han acreditado
extraordinariamente desde el punto de vista clínico.» Es lógico que en un caso concreto
casi siempre se entrecrucen estos dos grupos vegetativos, lo cual no cambia en nada la
posibilidad diagnóstica ni la necesidad terapéutica de determinar lo que predomina en
cada caso: simpaticotonía o vagotonía.
Estimamos que el conocimiento de los estados simpáticotónicos y vagotónicos es de
máxima importancia allí donde se trata de ataques vegetativos y, particularmente, de
ataques vegetativos del corazón. Por lo que a esto respecta hemos de agradecer
muchísimo a la investigación de K. Polzer y W. Schober, que han realizado una
meritísima labor en favor de la distinción de las formas de ataques simpaticovasales y
vagovasales. No reparamos en afirmar que día a día y hora a hora en las consultas se
están cometiendo graves injusticias con pacientes que son estigmatizados y rotulados de
neuróticos o incluso histéricos y que, en realidad, han sido simplemente objeto de un
diagnóstico erróneo, ya que lo que sufren estos enfermos son ataques vegetativos.
Como ha sido destacado al principio, nos hemos dejado guiar en la exposición de los
tres grupos de las pseudoneurosis basedowoides, addisonoides y tetanoides por puntos de
vista clínicamente prácticos. Queda sobreentendido que pueden transcurrir, aun bajo el
cuadro de neurosis, no sólo trastornos funcionales del sistema endocrino y del nervioso
vegetativo, sino también lesiones orgánicas y afecciones del sistema nervioso central. El
ejemplo más clásico es, probablemente, el así calificado estadio prodrómico
«pseudoneurasténico» de la parálisis progresiva. El que también otros sistemas orgánicos
99
y no solamente el sistema nervioso puedan enfermar en el sentido de trastornos
funcionales pseudoneuróticamente larvados constituye para el clínico un hecho bien
conocido y familiar.
100
101
Capítulo 5
NEUROSIS REACTIVAS
Vimos al principio que las neurosis pueden definirse como enfermedades psicógenas.
Se mostró después que es preciso sepa rar de ellas las pseudoneurosis, que, si bien
transcurren bajo el cuadro clínico de neurosis, deben calificarse no obstante de
somatógenas. Podemos, pues, contraponer a éstas las neurosis que son solamente
psicógenas en sentido lato, o sea, neurosis en el sentido más amplio de la palabra.
Tratándose en las pseudoneurosis somatógenas de los efectos psíquicos de causas
somáticas, se ve constantemente que debido a estos efectos se producen otros efectos
psíquicos reactivos, a saber, reacciones neuróticas que también pueden llamarse neurosis
reactivas, pues las respectivas reacciones son psíquicas y, por lo tanto, las
correspondientes enfermedades son psicógenas.
Existen, pues, entre las reacciones neuróticas en cuestión reacciones también típicas.
Mas el denominador común de estos tipos de reacción es la angustia de expectativa.
Como sabe el clínico sin prejuicios, la angustia de expectativa es con frecuencia lo
propiamente patógeno dentro de la etiología de las neurosis, en cuanto que fija un
síntoma pasajero en sí y, como tal, inocuo, centrando focalmente la atención del
paciente alrededor de este síntoma. Al médico de medicina general le es familiar el
llamado mecanismo de la angustia de expectativa. El síntoma produce una fobia
correspondiente, la fobia intensifica el síntoma y éste así intensificado, no hace sino
confirmar al paciente en el temor de una repetición del síntoma (figura 8).
Figura 8
102
En el círculo vicioso se encierra el paciente como el gusano de seda en su capullo.
Sirva para ejemplificar todo ello un caso concreto; Se dirige a nosotros un colega
joven; padece una hidrofobia grave. Es vegetativamente lábil por naturaleza. Un día, al
estrechar la mano a su superior, observa que empieza a sudar de un modo sorprendente.
A la primera ocasión en situación análoga espera ya la irrupción del sudor y la angustia de
expectativa es ya suficiente para hacerle sudar intensamente, cerrándose con esto el
círculo vicioso: la hiperhidrosis provoca la hidrofobia y la hidrofobia fija la hiperhidrosis
(figura 9).
Figura 9
Si las neurosis pueden tener su origen en un proceso circular, su terapéutica ha de
corresponder a un movimiento de tenazas. Debemos pasar a una ofensiva concéntrica,
tanto contra el síntoma como también contra la fobia como puntos de ataque. En otros
términos, a efectos de una terapéutica simultánea somato psíquica, hay que colocar una
de las dos uñas de las tenazas terapéuticas —que rompan y hagan estallar el círculo
neurótico y casquen la nuez de la neurosis— en la labilidad vegetativa, como polo
somático, y la otra uña en la angustia reactiva de expectativa, como polo psíquico (figura
10).
Figura 10
103
El ejemplo de la angustia de expectativa pone de manifiesto que el temor realiza lo que
teme. En una palabra: Si el deseo es el padre proverbial de la idea, el temor hace de
madre del proceso, en este caso, del proceso morboso. Esto vale al menos para la
angustia de expectativa. Muchas veces no llega la hora de la neurosis hasta que la
angustia de expectativa no se apodera del proceso patológico.
104
1. Patrones de reacción de angustia neurótica
¿Qué es lo que en tal angustia de expectativa se espera más angustiosamente? Habría
que advertir primeramente que nuestros pacientes neuróticos son, por lo visto, del
parecer de F.D. Roosevelt, de quien se cuenta que había dicho a través de una de sus
famosas Chatteries at the fireplace: «Lo único que debemos temer es el miedo mismo.»
En efecto, una de las cosas que más suelen temer los pacientes es la angustia misma. En
este caso especial de la angustia de expectativa cabe hablar también de expectativa de
angustia. Los mismos pacientes, sin embargo, hablan de angustia (o miedo) de la
angustia[42]. Se trata de la expectación angustiosa de la repetición de un ataque de
angustia que tuvieron alguna vez.
La angustia de la angustia representa un fenómeno de potenciación que de modo
análogo encontramos en depresiones endógenas, las cuales implican, a pesar de su
carácter endógeno, un factor reactivo, y esto no precisamente en el sentido de un
componente exógeno, sino en el de una reacción a la depresión en cuanto endógena. La
tristeza no motivada de los pacientes en cuestión constituye un motivo para una tristeza
adicional[43].
Pero en realidad no es la angustia misma lo que nuestros pacientes temen, puesto que,
cuando examinamos a fondo su angustia de la angustia —es decir, cuando buscamos la
razón por la que estos pacientes tienen miedo de la angustia—, encontramos casi siempre
que temen sobre todo que la excitación angustiosa pueda traer «consecuencias» nocivas
para su salud. En primer lugar, tres son las cosas a las que se refiere su angustia: que
puedan caerse en la calle de pura excitación, que puedan desplomarse atacados de
apoplejía del corazón o cerebral. En otros términos, detrás de la angustia de la angustia
está una colapsofobia, una infartofobia o una insultofobia, respectivamente.
Expectativa de angustia:
1. Colapsofobia.
2. Infartofobia.
3. Insultofobia.
Todo ello da motivos a los pacientes para su angustia de la angustia; ahora bien, ¿cuál
es la consecuencia de esta angustia de la angustia? Por temor a la angustia los pacientes
huyen de la angustia, en una palabra: intentan escapar de ella quedándose
paradójicamente en casa; pues, con lo que nos encontramos es con el primero de los
tipos de reacción, que vamos ya a tratar, esto es, con el patrón agorafóbico de reacción.
105
Un ejemplo casuístico: Marie B. (Policlínica neurológica, 394/1955 y 6264/1955). La
paciente fue tratada y su historia clínica redactada por el Dr. Kocourek. La madre de la
paciente sufría una obsesión de lavarse. Ella misma desde hace once años está en
tratamiento por una distonía vegetativa; no obstante, se ha vuelto cada vez más nerviosa.
En el primer término del cuadro de la enfermedad aparecen periódicamente palpitaciones
cardíacas; van acompañadas de angustiay «una sensación como de colapso». A los
primeros ataques cardíacos y de angustia sobrevenía la angustia de que todo ello se
volviera a repetir, lo que ya era suficiente para producirle las palpitaciones cardíacas. En
particular, teme desplomarse en la calle o sufrir un ataque de apoplejía. A la angustia de
expectativa se asocia una obsesión de observación, es decir, la paciente se va observando
sus molestias; por ejemplo, se toma constantemente el pulso. La vida familiar de la
paciente créese que es buena. Objetivamente, el tiroides aparece aumentado; se dan
temblores y tic de los párpados. Terapéuticamente le prescribimos 2 comprimidos de
mioscaína E 3 veces al día, y el colega Kocourek le indica que se diga a sí misma: «Que
el corazón palpite más todavía. Intentaré desplomarme en la calle.» Se indica a la
paciente que busque a modo de entrenamiento todas las situaciones desagradables
para ella y que no las rehuya. Saneamiento focal bajo protección de penicilina. Dos
semanas después del ingreso refiere la paciente: «Me encuentro muy bien y ya no siento
apenas palpitaciones cardíacas. Las palpitaciones ya no me preocupan, puesto que nada
puede ocurrirme. Los estados de angustia han desaparecido completamente. Estoy casi
del todo bien.» A les diecisiete días después de que la paciente fue dada de alta, nos
refiere: «Si alguna vez tengo palpitaciones me digo que el corazón me palpite más
todavía. Entonces las palpitaciones cesan, mientras que antes continuaban en aumento,
porque pensaba: ¡Dios mío, me va a pasar algo! He estado pensando siempre que iba a
ser atacada de apoplejía, pues ignoraba lo que tenía. En la calle sentía miedo a
desplomarme. Ya no tengo más angustia.»
Así, pues, queda demostrado que la angustia de la angustia que tratábamos de
examinar tiene realmente un motivo y éste es la colapsofobia, la infartofobia o la
insultofobia. Pero hemos de tener en cuenta que la angustia de la angustia representa una
angustia secundaria, en tanto que se refiere a una angustia primaria que el paciente tuvo
al principio, mientras que la angustia de la angustia le sobrevino después. En
contraposición a la angustia secundaria, la angustia primaria no tiene un motivo, sino una
causa.
La diferencia entre motivo y causa puede ejemplificarse mediante la angustia de altura
(«hiposofobia» o vértigo de altura). ésta puede atribuirse a que uno siente miedo por su
preparación deficiente o por la insuficiencia de su equipo. Pero la angustia de altura
puede ser ocasionada también por falta de oxígeno. Se trata en el primer caso de
arredrarse ante la altura, y en el otro, de un «mal de montaña». Lo primero tiene un
106
motivo, lo último una causa. Aquello es algo psíquico; esto somático. La diferencia entre
motivo psíquico y causa somática se puede ilustrar con otro ejemplo. Una cebolla no es
motivo para llorar, pero puede ser la causa de una secreción lacrimal. Por otra parte,
hacer cosquillas no es motivo para reírse (bromear sí lo sería), sino la causa que puede
llegar a desatar el reflejo de la risa.
¿Qué causa somática tiene la angustia primaria de nuestros pacientes? Pudimos
comprobar que la agorafobia es no pocas veces originada por un hipertiroidismo. Pero
ello no significa que el hipertiroidismo sea capaz ya de por sí de producir una plena
neurosis de angustia, por ejemplo, en el sentido de una pseudoneurosis somatógena,
pues, como fenómeno somatógeno secundario y concomitante de una enfermedad
hipertiroidea, aparece en rigor y en última instancia una simple disposición a la
angustia, y en la disposición vegetativa a la angustia tiene que intercalarse previamente
una angustia reactiva de expectativa. Sólo entonces es cuando se establece la perfecta
neurosis de angustia, ahora en el sentido de una neurosis reactiva.
Con esto, en realidad, habríamos llegado a la cuestión de la base neuropática de las
neurosis, de cuya infraestructura psicopática trataremos después. Estamos de acuerdo
con W. Villinger en que «se oponen graves razones a una excesiva extensión del concepto
de neurosis» y lo mismo que él lamentamos que «a la deflación en el terreno de la
psicopatía y neuropatía corresponde una inflación sorprendente en el de las neurosis».
En efecto, como H. Kranz, consideramos la psicopatía como un «concepto digno de ser
conservado» a pesar de su vejez —fue introducido en 1891 por Koch—, y otro tanto
pasa con la neuropatía. La manifestación, pues, de una neuropatía puede ser la
simpaticotomía o la vagotonía, conceptos cuya legitimidad jamás ofrece duda alguna (F.
Curtius, F. Hoff; W. Villinger). La correlación entre la simpaticotonía y el hipertiroidismo
es conocida: se entrecruzan.
Ad hoc un caso: La señora W. tiene treinta años. Viene a nuestra consulta por estados
de fobia. Detrás de ellos se perfila una psicopatía anancástica. Pero, a más de la
constitución psicopática, existe también una constitución neuropática, y esto en forma de
una simpaticotonía o hipertiroidismo: tiroides aumentado, exoftalmía, temblores,
taquicardia (frecuencia del pulso, 140), pérdida de peso (5 kg), metabolismo basal + 72
%. La constitución psicopática y neuropática representa la base constitucional de la
neurosis. A ella se asocia una base disposicional: hace dos años la paciente fue sometida a
la estrumectomía, lo que trajo consigo un dérangement vegetativo. Por último, se
produjo —y en esto vemos la base condicional— un desequilibramiento vegetativo
después de haber tomado la paciente, hacía dos meses, contra su costumbre, un café
muy cargado que le ocasionó un ataque vegetativo de angustia. Tropezamos ahora con
un dato anamnésico digno de atención: «Después del primer ataque de angustia me
volvía en seguida a angustiar ya con sólo pensar en él.» De ello se infiere que una
107
angustia reactiva de expectativa se había apoderado del ataque vegetativo de angustia. Un
análisis existencial del caso revela, pues, más allá de la constitución psicopática y
neuropática y de la base constitucional, disposicional y condicional, el fondo existencial
de la neurosis, que la paciente formula de la forma siguiente: «Hay en mí como un vacío
espiritual; estoy como colgada en el aire; todo me parece sin sentido; lo que más me
ayudaba siempre era tener que cuidar de alguien; pero ahora estoy sola; quiero volver
a tener un sentido de la vida.» Estas palabras rebasan con mucho el simple dato
anamnésico de una paciente. Lo que en ellas se revela es más bien el grito de socorro de
una persona. En ocasiones análogas solemos hablar de una frustración existencial. Así
es como designamos la frustración de la voluntad de sentido, de esta exigencia, tan
característica del hombre, a una existencia tan plena de sentido como sea posible. La
frustración existencial no es patológica, sino solamente patógena y esto no
necesariamente, sino sólo potencialmente. Pero siempre que de facto se vuelva patógena,
siempre que la frustrada exigencia de hallar un sentido a la vida haga enfermo al hombre,
llamaremos neurosis noógenas a tales enfermedades. Mas, en el presente caso, la
neurosis no es noógena, sino reactiva. No obstante, se ve cómo todos estos desarrollos
circulares, de los que venimos hablando todo el tiempo, no pueden proliferar sino en un
vacío existencial, como lo hemos llamado, y no es otra cosa que un vacío existencial lo
que trató de describir la paciente con las palabras que acabamos de citar. Si se trata de
eliminar las proliferaciones psíquicas, no hay más remedio que llenar el vacío existencial.
Sólo cuando ello se realiza y efectúa puede llevarse a cabo la terapéutica y superarse
definitivamente la neurosis. Lo que hay que intentar y conseguir es penetrar en la
dimensión espiritual, incluir lo espiritual en la teoría y terapéutica de las neurosis. Y lo
que importa también en este caso es explicar a la paciente a modo de logoterapia —como
llamamos a una psicoterapia desde lo espiritual— que su propia existencia no carece de
un sentido concreto y personal.
Nuestro recurso a la constitución neuropática, ¿significa acaso que rendimoslas armas
terapéuticas y nos entregamos a un nihilismo o fatalismo terapéuticos? En un factum
como el de una simpaticotonía o el de una vagotonía estamos lejos de ver un fatum.
Puede que un simpaticotónico esté muy excitado y otro, por idéntica constitución
neuropática, no esté excitado, sino despabilado y, en cierto modo, despierto hasta en el
campo visual periférico. Aludo con esto a un trabajo salido de la policlínica neurológica.
Sus autores, E. Bachstez y W. Schober, habían «encontrado» con sorprendente
frecuencia un campo visual especialmente amplio en aquellos tipos de pacientes,
despiertos sobremanera, alertas, sensibles, excitables y con fuertes reacciones de
expansión. De modo análogo, un vagotónico es por su vagotonía, de la que no puede
salir, acalambrado y concentrado hasta llegar al estreñimiento, en el sentido de una
obstipación espástica, mientras que otro vagotónico es tal vez concentrado sólo en el
108
sentido de que se apoya en sí mismo. Se confirma lo que Goethe dice en Años de
aprendizaje de Guillermo Meister: «No tenemos por naturaleza ningún vicio que no
pueda hacerse virtud, ni ninguna virtud que no pueda convertirse en vicio.» Pues lo que
uno hace de su simpaticotonía o de su vagotonía, el modo como la incorpora a su vida, la
clase de vida que edifica sobre ella, eso depende de la persona espiritual y no del
simpaticotonus o vagotonus de su organismo psicofísico. Por lo demás, una constitución
neuropática o psicopática no tiene por fuerza que hacerse manifiesta clínicamente.
Mientras no lo sea, no estamos autorizados, en realidad, a hablar más que de una
neurolabilidad o psicolabilidad constitucionales.
Volviendo sobre la angustia secundaria, queda por decir que ésta no es solamente una
angustia reactiva, más concretamente, la primera forma de angustia reactiva cuyas
restantes formas ya trataremos. En la forma de angustia de la angustia, la angustia
reactiva es una angustia reflexiva, es decir, se la puede distinguir de una angustia
transitiva como querríamos calificar la angustia fóbica, esto es, la angustia ante algo
determinado. De una u otra manera la angustia siempre busca —y con el tiempo
encuentra— un contenido y objeto concretos; se concreta y condensa alrededor del
contenido y objeto que forman el núcleo de condensación.
En esto, el contenido y objeto pueden alternarse.
Gisela R., paciente preclimatérica, nos consulta por causa de una astrofobia: teme a
los rayos. En efecto, su casa fue quema da por un rayo. Preguntada de qué tiene temor
en el invierno —cuando no hay rayos— contesta: «entonces no tengo temor a los rayos,
sino al cáncer.» Un par de años antes murió su madre de cáncer. El cáncer y el rayo se
habían hecho núcleos de con densación de una fobia alternante.
La angustia reflexiva puede transformarse en angustia transitiva: un paciente empieza
teniendo angustia ante su superior, después tiene angustia de hablar delante de él, luego
tiene angustia de hablar en general y, por último, tiene angustia de la angustia. Un caso
análogo: una paciente sufre una eritrofobia gravísima. He aquí la anamnesis: primero se
ruboriza cuando su madre habla de un determinado joven; luego se ruboriza también
cuando habla de otros jóvenes; más tarde también se ruboriza por otras razones, y, por
último, no se ruboriza sólo delante de su madre, sino que teme ruborizarse siempre.
Encontramos pseudoneurosis somatógenas no sólo en relación con hipertireosis, sino
también en relación con hipocorticosis, en las que no se trata de una hiperfunción de la
glándula tiroides, sino de la hipofunción de la corteza suprarrenal; el fenómeno
secundario y concomitante es el que hemos designado síndrome psicadinámico, en cuyo
primer término está la despersonalización. También ella conduce a algo que excede el
límite de las pseudoneurosis somatógenas, esto es, a neurosis reactivas[44]. Se da otra
vez el caso en que el paciente reacciona con angustia ante esta cosa extraña que
experimentan, ante este fenómeno inquietante que observa, ante la despersonalización;
109
pero no reacciona ante todo ello como el paciente hipertiroideo con angustia frente a
ciertos efectos de sus estados, sino más bien con angustia frente a causas que pudiesen
estar detrás de estos estados. A saber, la mayoría de los pacientes temen que pueda
tratarse de los signos precursores o incluso de las manifestaciones de una enfermedad
mental, de los pródromos o incluso de los síntomas de una psicosis. A esto lo llamamos
psicotofobia. Tales pacientes se ven ir a parar ya a camas enrejadas y con camisas de
fuerza.
Nos encontramos de nuevo con un fenómeno de potenciación; en efecto, desde la
publicación de Haug sobre este particular, sabemos que la despersonalización es
provocable por una forzada autoobservación y esto también en personas normales.
Vemos que lo mismo que la angustia se potencia, por el círculo de la angustia reactiva de
expectativa, a angustia de la angustia, así también la despersonalización se potencia
cuando es arrastrada al remolino de la autoobservación forzada y de la psicotofobia
reactiva.
No es solamente la despersonalización lo que puede llegar a ser el punto de
cristalización de una psicotofobia. En el caso siguiente más bien se manifiesta que la
psicotofobia también puede centrarse focalmente en torno a otros contenidos.
El señor Matthew N., de cuarenta años, se presenta a nosotros bajo una excitación de
muy alto grado que viene sufriendo desde hace varias semanas. Estuvo en prisión
preventiva relacionada con un asunto de comercio clandestino durante dos semanas (la
historia clínica fue hecha en la época inmediata de la postguerra). El paciente celebró su
libertad tomando contra su costumbre abundantes bebidas alcohólicas. A ello siguió un
ataque al parecer vegetativo acompañado de una sensación de angustia. El paciente quiso
dominarla empezando a fumar cigarrillos, también contra su costumbre; después de lo
cual su sensación de angustia se intensificó más aún y vino a parar en un estado
vegetativo de excepción. Ahora bien, hemos visto que la angustia busca y encuentra un
contenido y un objeto; por lo tanto, no nos sorprenderá el saber que el paciente de
pronto se acuerda de que un tío suyo estuvo demente, de que otro se suicidó y de que él
mismo fue testigo una noche de cómo alguien, evidentemente loco, se lanzó a la calle en
pijama y terminó al fin suicidándose. El paciente teme ahora que su inexplicable
excitación angustiosa pueda ser un signo precursor e incluso la manifestación de una
enfermedad mental y que él también, por esta excitación, pueda intentar suicidarse. En
resumen: el paciente desarrolla una psicotofobia y suicidofobia y al círculo vicioso
somático «angustia-nicotina-angustia», al que acabamos de referirnos, se asocia un
circulus vitiosus psychicus: disposición vegetativa a la angustia —psicotofobia y
suicidofobia reactivas —, excitación angustiosa (figura 11).
110
Figura 11
En el presente caso actúa, por lo tanto, no solamente la enfermedad mental, sino
también el suicidio como núcleo fóbico de condensación. A continuación, otro caso.
La señora B. se encuentra en el período de lactancia y sufre un día un ataque
vegetativo. Subjetivamente se encuentran en primer plano parestesias. La paciente habla
de la «sensación de tener miembros de plomo». Este dato anamnésico es el que nos
lleva, si se nos permite decirlo, a la pista «endocrina»[45], de modo que vamos buscando
en dirección tetanoide. En efecto, el Chvostek resulta altamente positivo. Ya es sabido,
puesto que hemos aludido a la correlación de este grupo de pseudoneurosis con la
claustrofobia, que las pseudoneurosis tetanoides van acompañadas de una disposición
vegetativa a la angustia. En este caso concreto la disposición vegetativa a la angustia no
conduce a una claustrofobia, es lógico mas bien que la sensación extraña e inquietante
que había asaltado a la paciente le hiciera temer que estos estados suyos pudieran
degenerar, que ella misma pudiera perder el juicio (psicotofobia), que pudiera hacer un
disparate—nos referimos, en ocasiones análogas, a una criminofobia—, bien fuera
atentando contra su propia vida (en el sentido de la suicidofobia), bien contra la de lo
literalmente más allegado: el niño; hablamos de una homicidofobia. Por todo ello se
produce en la paciente el miedo a estar sola con el niño, por lo tanto se da una
claustrofobia, pero no por camino directo, sino indirecto. También en este caso
encontramos, además del círculo psíquico (disposición a la angustia —angustia de
expectativa—, disposición a la angustia), un círculo somático, pues uno de los datos
anamnésicos es como sigue: «De pura ansiedad comenzaba a respirar de un modo raro.»
Creemos no equivocarnos al suponer que la paciente había empezado a hiperventilar y
que la hiperventilación había aumentado e intensificado la disposición a la angustia; en
efecto, aun el más sano puede ser llevado a un estado tetanoide de metabolismo al
estimularle a la hiperventilación. La terapéutica consistió en una persuasión y en la
medicación de calcio; después de pocos días se le pudo dar el alta (figura 12).
111
Figura 12
En tales casos ya no nos encontramos con la angustia de la angustia; llegamos a
conocer, más bien, algo nuevo: el miedo del paciente a sí mismo.
Concretamente, el paciente puede tener miedo de que:
112
2. Patrones de reacción neurótico-obsesiva
No es necesario que las mencionadas fobias empiecen en la zona somática: pueden
arrancar también de la zona psíquica. En otros términos, se pueden señalar como bases
constitucionales no sólo la predisposición neuropática, sino también la psicopática y es en
concreto la psicopatía anancástica a la que se injerta, según el caso, una u otra expresión
del miedo de sí mismo en el paciente. Aparecen entonces ocurrencias que se presentan
obsesivamente y la reacción del paciente consiste en el temor de que él pueda llevar a
efecto las ocurrencias obsesivas que a él mismo le parecen sin sentido, de que pueda
realizarlas:
El señor G. (Policlínica neurológica, 19/1950) teme poder sufrir un ataque de
apoplejía, contraer un cáncer, tirar a su hijo por la ventana, arrojarse al tren, etc.
La reacción del paciente consiste, pues, en estar luchando contra las ocurrencias
obsesivas, en arremeter contra ellas, en oponerse tenazmente a ellas, lo contrario del
neurótico de angustia que va huyendo de los ataques angustiosos. En suma,
tropezamos ahora con el tipo de reacción de neurosis obsesivas: mientras que el
neurótico angustioso se da a la fuga ante la angustia, el neurótico obsesivo emprende
la lucha contra la obsesión:
Ataque de angustia→temor a la angustia→fuga ante la angustia→neurosis reactiva de
angustia.
Ocurrencia obsesiva→miedo a la obsesión→lucha contra la obsesión→neurosis reactiva
obsesiva.
Pero presión provoca contrapresión y la contrapresión intensifica la presión. Y esto
vale también para la presión interior a la que está sometido el paciente que, por la
contrapresión que él ejerce, se potencia a una tensión interior máxima, del mismo modo
que la angustia se potencia a angustia de la angustia.
Lo mismo que la reacción neurótica de angustia se suma a la constitución neuropática,
así también se suma a la constitución psicopática la reacción neurótico-obsesiva; pero la
neurosis obsesiva reactiva puede también restarse de la psicopatía anancástica. En una
palabra, la reacción neurótico-obsesiva ante el anancasmo psicopático es reversible, o
sea, puede hacerse retrógrada. En lugar de luchar, arremeter y combatir contra las
ocurrencias obsesivas, en lugar de la actividad falsa del paciente, se necesita sólo que
entre en juego su pasividad justa, que puede llegar hasta el extremo de que las
ocurrencias obsesivas se anulen en una especie de atrofia de inactividad[46].
113
Lo que importa en cada caso es que el paciente aprenda a arreglárselas de una manera
adecuada con los ataques de angustia o las ocurrencias obsesivas y en última instancia
consigo mismo. Cuanto más se reoriente el paciente en este sentido, tanto más se irá
debilitando el luchar y arremeter contra las ocurrencias obsesivas, que es lo propiamente
patógeno, y, finalmente, se produce una reducción de los síntomas obsesivos a un
mínimo soportable, al núcleo fatídico. Y el núcleo es realmente obra del destino. En
efecto, se llegó a conocer que el electroencefalograma en las llamadas neurosis obsesivas
resultó anormal; según Silvermann en un 48,4 por ciento, según Leonardo en un 53 por
ciento, según Hill y Waterson en un 75 por ciento, y en psicopatías anancásticas, según
Rockwell y Simons, en un 100 por cien de los casos. Aparte de esto, v. Dytfurth, para
tener en cuenta las publicaciones más recientes, ha investigado las relaciones de la
neurosis obsesiva con el tronco encefálico, habiéndose confirmado las suposiciones de
otros autores sobre este particular. Además, Peter Hays (Determination of the
obsessional personality, «American Journal of Psychiatry» 129 [1972] 217), opina que
se halla también en juego un elemento hereditario: «la predisposición genética es casi una
condición sine qua non.»
Pero no somos ni fatalistas de la herencia, ni mitólogos del cerebro, ni mucho menos
estamos tentados de ver un fatum en un factum como el de la psicopatía. Tampoco
somos nihilistas en terapéutica. Más bien tenemos como perfectamente posible y
absolutamente necesaria una psicoterapia intencionada, aun en la región de la psicopatía.
Nos referimos a una especie de ortopedia psíquica. Lo que hay que evitar es que el
paciente luche contra las ocurrencias obsesivas. Pero tenemos que tener en cuenta que la
lucha contra la obsesión tiene un motivo y éste está en el miedo a la obsesión. A este
miedo se le puede anular, haciendo comprender al paciente la relativa inmunidad frente a
la psicosis correspondiente al tipo de carácter neurótico-obsesivo e indicándole además
que es prácticamente imposible que la neurosis degenere en una psicosis. En resumen:
ocurre que el psicotofóbico neurótico-obsesivo tiene miedo a algo de lo que él
precisamente en cuanto neurótico-obsesivo psico-tofóbico no tiene por qué tener miedo.
Todo ello no vale, por supuesto, exclusivamente para los temores psicotófobos, sino
también para los temores criminofóbicos de nuestros pacientes.
Para ilustrar esto a la luz de un ejemplo concreto volvamos de nuevo al instructivo
caso del señor Matthew N.: Dada su psicotofobia y suicidofobia, nuestro proceder es
como sigue: decimos al paciente en su propia cara que siempre fue meticuloso y
escrupuloso y le preguntamos si no tenía ya por costumbre comprobar reiteradas veces si
la llave del gas y la puerta de casa estaban totalmente cerradas, y después de confirmar el
paciente, sorprendido, nuestra pregunta, le decimos con cara de juez, como si fuéramos a
pronunciar su sentencia de muerte: «Mire usted, todo hombre puede volverse loco,
incluso el que no tenga tara hereditaria; sólo está excluido un grupo de hombres que son
114
inmunes a la enfermedad mental y éstos son los que tienen un carácter neurótico-
obsesivo, o sea, los que tienen tendencia a diversos temores obsesivos o incluso los
padecen, y eso que acaba usted de referirnos —nosotros lo llamamos obsesión de
repetición y de comprobación— son típicos temores obsesivos. Así, pues, tendré que
destruirle y arrebatarle su ilusión: ¡Usted no puede llegar a ser enfermo mental por más
que haga, precisamente usted, no, usted tiene mala suerte!» Cuando se habla así al
paciente, se tiene la impresión de oír el suspiro de alivio que da por el peso que se le
quita de encima. Pues bien, durante cuarenta y ocho horas su estado se va aliviando y
años después nos cuenta, con motivo de un encuentro casual, que ha seguido
completamente sin molestias.
El actor de cámara... tiene miedo a poder sufrir un ataque de apoplejía, padecer un
tumor cerebral, empezar a gritar en escena, etc. Hace dos años se hirió después de entrar
en escena y tres semanas después tuvo que actuar con el mismo papel y le dio un
vértigo; preguntando por la causa, confiesa que ha tenido angustia de expectativa.Objetivamente, la presión arterial es baja, lo que aprovechamos terapéuticamente para
llamar la atención del paciente de que, por lo que respecta al peligro de una apoplejía, no
tiene por qué preocuparse; y aún más, se le indica que por la hipotonía su vértigo está
explicado. Preguntamos luego al paciente si no ha sido desde siempre meticuloso y
escrupuloso. Confirma esta pregunta y se le instruye según lo expuesto (véase
anteriormente). Además, se le invita a que se diga inmediatamente antes de aparecer la
vez próxima en escena: Ayer grité dos veces en el escenario y anteayer tres; pues bien,
hoy me voy a chiflar cuatro veces. Y ahora mismo voy a chiflarme.
En el caso siguiente el médico que asistió al enfermo pudo concretarse
psicoterapéuticamente al método de la intención paradójica:
El señor Wilhelm K. (Policlínica neurológica, 89/1956), cuarenta años de edad. Hace
diecisiete le invadió la angustia de volverse loco. Una angustia infundada, una sensación
desconocida hasta entonces, dice que le había asaltado y ante esta sensación, nueva para
él, se había dicho: así será la sensación cuando uno se vuelve loco. Tan pronto le invadió
esta angustia avisó desde su comisaría —el paciente es inspector de policía— a una
ambulancia, dando parte de que alguien había sufrido una depresión nerviosa y
necesitaba ser socorrido. El médico —dice— le había dado gotas de valerianato y le
había acompañado hasta casa. «Desde aquel día he estado esperando volverme loco.
Esto es, estoy esperando hacer cualquier cosa de las que puede hacer un demente:
romper el cristal de una ventana o dar un golpe a la luna de un escaparate. Y si estoy solo
con el niño temo que pueda darle muerte —¿quién te impediría, me pregunto, si ahora te
vuelves loco y matas al niño?—. Por supuesto, yo no le haría ningún mal. Tengo miedo a
puentes y a ventanas abiertas por temor a que pudiera tirarme. Tengo miedo de poder
arrojarme al coche que se acerca o al metro que entra en la estación. Por último, tengo
115
miedo de poder darme un tiro. En la calle temo poder sufrir un ataque de apoplejía de
corazón, una apoplejía cerebral y no sé qué más. Es decir: temo excitarme tanto que
pueda ser atacado de apoplejía y morir. Todo ello lo vengo esperando desde hace
diecisiete años. Me observo, no puedo olvidarme de mí mismo.» Además se da
escrupulosidad, obsesión de cavilar, obsesión de contar y un complicado ceremonial al
leer. «Me llevo bien con todo el mundo, el servicio marcha bien, sin dificultad, sin fatiga,
el matrimonio es bueno, la vida conyugal excelente, los chicos no me dan preocupaciones
ni escándalos.» El paciente estuvo ya por dos veces en tratamiento hospitalario de
clínicas de enfermedades nerviosas. Desde hace año y medio le viene tratando
psicoterapéuticamente un médico especialista orientado en la psicología individual,
teniendo lugar las sesiones tres veces por semana. «Fueron descubiertos un complejo de
inferioridad motivado por mi pelo rojo y un afán de hacerse valer.» Terapéuticamente se
indica al paciente que mire a la angustia de frente y se le ría incluso en su cara. Con la
ayuda de la intención paradójica se le pone en condiciones de quitar el viento a las velas
de la angustia.
Se puede comprobar[47] que la obsesión de repetición, tan típica de las neurosis
obsesivas, puede ser atribuida a una insuficiencia del sentimiento de evidencia[48], y la
obsesión de comprobación, a una insuficiencia de la seguridad instintiva. Con razón ha
indicado E. Strauss que al neurótico-obsesivo le caracteriza una aversión a todo lo
provisional. No menos característica es, a nuestro parecer, cierta intolerancia frente a
todo lo indeterminado. Nada debe serle indeterminado cuando se trata de conocimiento y
nada debe serle provisional cuando de decisión se trata, sino más bien todo ha de ser
definido y quedar definitivo. El neurótico-obsesivo quisiera demostrar todo, incluso lo
que es indemostrable racionalmente, como, por ejemplo, su propia existencia o incluso la
realidad del mundo exterior. Ahora bien, el mundo exterior es tan evidente como
indemostrable.
En el campo del conocimiento, el neurótico-obsesivo intenta compensar la
insuficiencia cognitiva por medio de un exceso de conciencia psicológica, y en el campo
de la decisión trata de compensar la insuficiencia determinativa por medio de un exceso
de conciencia moral. En la esfera cognitiva se produce una hiperreflexión, una obsesión
de observación, mientras que en la esfera de la decisión se produce una hiperacusia de
la conciencia. Cuando la conciencia carraspea, el paciente oye truenos.
Al neurótico-obsesivo le anima un impulso fáustico, una voluntad por lo absoluto, la
aspiración a un conocimiento absolutamente seguro y una decisión absolutamente justa.
El neurótico-obsesivo fracasa igual que Fausto al experimentar «que en el hombre no hay
nada perfecto».
Aún no se da por vencido en la lucha por lo absoluto del conocer y decidir; pues lo
mismo que la angustia en las neurosis de angustia se hace concreta y se condensa en
116
torno al contenido y al objeto en cuanto núcleo de condensación, así el absolutismo en
las neurosis obsesivas se reduce a una pars pro toto (R. Bilz). Se limita a un
pseudoabsoluto. El buen colegial se contenta sólo con unas manos absolutamente limpias,
la buena ama de casa se conforma sólo con la habitación absolutamente limpia y el
intelectual se da por satisfecho sólo con un orden absoluto[49] en su mesa de despacho.
Lo que terapéuticamente importa es tender al neurótico-obsesivo un puente de oro que
le lleve finalmente a la autoanulación del racionalismo. Con este fin proponemos al
paciente el lema: Lo más razonable es no querer ser demasiado razonable.
Lo que profilácticamente importa es una recomendación que tenga como término una
superación de la voluntad por lo absoluto, una renuncia a la exigencia de un conocimiento
absolutamente sabio y de una decisión absolutamente justa. La recomendación fue hecha
con mucha anterioridad a nosotros: «¡No quieras ser demasiado justo ni demasiado
sabio! ¿Para qué quieres volverte loco?» (Ecl 7,16). No es que el hombre en cuestión se
vuelva, digamos, loco, demente, enfermo mental; ¿pero quién tomaría a mal que la Biblia
no estableciera ya el diagnóstico diferencial entre neurosis y psicosis?
117
3. Patrones de reacción neurótico-sexual
Dijimos anteriormente que así como el deseo es el padre proverbial de la idea, así el
temor hace de madre del proceso, concretamente del proceso morboso; al menos esto
valía para la llamada angustia de expectativa. Un síntoma inofensivo en sí y pasajero —
decíamos— produce una fobia correspondiente, la respectiva fobia intensifica el síntoma,
que de este modo intensificado confirma al paciente aún más en su fobia. Queda cerrado
el círculo vicioso. Pero no sólo se da una angustia de expectativa en este sentido general,
sino también en un sentido particular. En este sentido particular distinguimos: 1) la
angustia de la angustia, que encontramos sobre todo en las neurosis de angustia, y 2) el
miedo de sí mismo, que se manifiesta sobre todo en las neurosis obsesivas.
También en las neurosis sexuales tropezamos con la angustia de expectativa, y ésta
tanto en forma general como en forma particular. Respecto a la primera observamos
constantemente cómo nuestros pacientes masculinos por un solo fallo sexual que les
acaeció alguna vez, por no decir casualmente, empiezan a dudar de su capacidad sexual;
y una vez que se sienten sexualmente inseguros, se apodera de ellos la angustia de
expectativa por la que temen una repetición de la perturbación de su potencia. Con
frecuencia no suena la verdadera hora del nacimiento de su neurosis sexual hasta
entonces, es decir, cuando la angustia de expectativa fija la perturbación de la
potencia, o dicho de otro modo, al hacer del fallo acaecido en una sola ocasión el primer
fallo.
Si nos preguntamos cómo se provoca la angustia general de expectativa que fija un
trastorno de la potencia, tendríamos que decir: por la especial angustia de expectativade
quien ha experimentado una perturbación en su potencia y que consiste en que el
paciente espera angustiosamente de un modo típico que se espera algo de él, que se pide
algo de él. Lo que más teme, en concreto, es que se le exija un esfuerzo —el coito—, y
este carácter de exigencia precisamente es lo que influye de una forma tan patógena.
La exigencia inherente al coito para el neurótico sexual suele depender de los tres
factores siguientes:
1. De la compañera con la que ha de tener lugar la cohabitación.
2. De la situación en la que ha de tener lugar la cohabitación.
3. Del mismo paciente que se dispone a la cohabitación, y eso porque se la propone
demasiado.
Ad 1. Ante una compañera sexualmente exigente y «de mucho temperamento» el
neurótico sexual siente miedo de no poder satisfacer las exigencias sexuales de ella. De
118
una manera no menos típica se produce este miedo si el paciente es mucho mayor que su
compañera; en este caso tiene la impresión de que se le exija demasiado en cuanto a su
capacidad sexual, o bien, si ella es mayor que él, se siente inferior porque supone que ella
tiene ya experiencia sexual y teme que pueda ella comparar su capacidad sexual con la de
otro hombre.
Ad 2. El neurótico sexual no tolera encontrarse en situaciones que implican una
exigencia en cuanto a lo sexual, o sea, que se parecen, si se me permite decir, a un hic
Rhodus, hic salta. Así ocurre que el neurótico sexual falla típicamente siempre que visita
una casa pública, una casa de citas o cuando corresponde simplemente a una invitación
que implique la exigencia de un esfuerzo sexual, mientras que el mismo paciente, cuando
tiene la oportunidad de improvisar el coito, no sufre ni la más mínima perturbación de su
función sexual.
Ad 3. No sólo influye el hic et nunc, como ya insinuábamos cuando dijimos que era
tan característico de nuestros pacientes de potencia perturbada el «proponerse» el coito;
en una palabra: estar en el programa, por así decirlo. Consideremos, por ejemplo, la
situación en la casa de citas: aquí vale más bien el carpe horam que el carpe diem. Para
el tipo de neurótico del que estamos tratando el tiempo es dinero; y este dinero se ha de
convertir en placer. Lo que este tipo de neurótico ha pagado, por ejemplo, en una casa de
citas, lo que ha gastado quiere sacarlo; pero olvida que esto es esencialmente imposible;
no ha contado con la huéspeda, pues cuanto más se interese uno por su placer, tanto
más pierde éste y finalmente desaparece el goce por completo.
Vamos a ejemplificar todo lo dicho con los siguientes casos:
Ad 1. El señor W., al regreso del cautiverio, puede comprobar que su mujer le ha sido
infiel; a esta experiencia reacciona con una debilitación de su potencia, lo que trae como
consecuencia que su mujer le abandone; después de esto la debilitación va en aumento;
se casa por segunda vez, pero también su segunda mujer le engaña, precisamente por su
impotencia avanzada; y por añadidura exige que el paciente cohabite con ella, le amenaza
con seguir siéndole infiel en el caso de otros fallos y cumple su amenaza repetidas veces.
Nos encontramos por lo tanto con una perturbación, si se quiere, ginógena de la potencia
que se podría oponer a las perturbaciones sexuales femeninas andrógenas, como las
hemos llamado y de las que hemos tratado en otros trabajos (téngase en cuenta los
frecuentes casos de frigidez en la eiaculatio praecox). Una perturbación de potencia, en
su mayor parte ginógena, se da también en el caso siguiente.
Ad 2. Josef K. (Policlínica neurológica, 795/1953), cuarenta y cuatro años; ha
consultado ya a 10 especialistas, pero sin resultado. He aquí los antecedentes
119
anamnésicos. Después de unas vacaciones de tres semanas volvió a casa y su mujer le
llamó —¡contra su costumbre!— al dormitorio, lo que era suficiente para provocar una
(¡primera!) perturbación de potencia que fue luego fijada, y ello por la torpeza de la
mujer: encima de no haber dejado al paciente la espontaneidad e iniciativa in sexualibus
—cuya falta había provocado la perturbación de la potencia—, empezaba después a
echarle en cara su perturbación. Este error por parte de la mujer vendría a fijar luego la
perturbación de la potencia. La perturbación ginógena de potencia era inevitable.
Ad 3. Georg S. (Policlínica neurológica, 632/1952), paciente de cuarenta y tres años
de edad, había oído campanas acerca de un cierto climacterium virile. Su mujer estaba
embarazada, las relaciones sexuales por esta razón eran irregulares, y después del parto
no se practicaba más que el coitus interruptus. En el lenguaje vienés hay para esto una
palabra propia: achtgeben (poner atención). Ahora bien, quien tiene que «poner
atención» no puede realmente entregarse (hingeben), pierde la capacidad de entregarse y
no ha de extrañarnos si ello, en el caso concreto, tuvo por consecuencia una debilitación
de la erección que condujo a una dispareunia en la mujer. Después de haber cometido la
mujer el error de participar al paciente su incapacidad de goce, quedó cerrado este
circulus vitiosus à deux, como quisiéramos llamarlo (figura 13).
Figura 13
En todos estos casos mencionados de perturbación de potencia se daban neurosis
sexuales reactivas, quiere decir una especie particular de perturbaciones psicógenas de
potencia. ¿Cómo se estructura su terapéutica? Tenemos que procurar primero que el
paciente aprenda a ver en las reacciones neurótico-sexuales algo humanamente[50]
comprensible. Además interesa despojar al coito del carácter de exigencia. En cuanto a
la situación, es menester formarla de tal manera que sea posible una retirada garantizada.
En cuanto a la exigencia que proviene del propio paciente, es necesario inducirle a que no
se proponga la cohabitación programáticamente, sino que se conforme con caricias que
no pasen de tales, en el sentido, por ejemplo, de un mutuo preludio sexual. Entonces el
coito viene de por sí y el paciente se encuentra espontáneamente ante este fait accompli.
Finalmente, en cuanto a la compañera y a la exigencia que de ella proviene nos servimos
de una artimaña. Sugerimos al paciente que declare a su compañera que de momento le
tenemos estrictamente prohibido el coito; en realidad no se trata, en absoluto, de una
120
seria prohibición; más bien, a la corta o a la larga, el paciente no tiene por qué atenerse a
ella, sino que, libre ahora de la presión de las exigencias sexuales que hasta entonces —
esto es, hasta la proclama de la pseudoprohibición del coito— provenían de la mujer,
puede ir acercándose más cada vez al objeto de su instinto con riesgo de no ser recibido
por la compañera, fundándose ella en la presunta prohibición del coito. Cuando esto
ocurre el paciente puede cantar victoria: cuanto más se le rehúse, tanto más triunfará[51].
Capítulo aparte es la eiaculatio praecox. Conocida es la tendencia, motivada
fisiológicamente, a la eiaculatio praecox que se manifiesta después de unas relaciones
sexuales irregulares también en hombres sanos. No les suele preocupar demasiado hasta
el momento en que se asocia a ella la angustia reactiva de expectativa. Terapéuticamente
es recomendable en estos casos forzar el coitus repetitus, aunque sea incluso al precio de
una medicación estimulante correspondiente (se desprende de aquí lo erróneo que sería
prescribir en tales casos un sedante). En cuanto se produzca en el coitus repetitus una
eyaculación retardada, al menos relativamente, aunque sea simplemente por una
sugestión medicamentosamente larvada o verbal dirigida en esta dirección, entonces el
decurso reflejo, que se había acelerado, estará desviado y la angustia de expectativa
habrá perdido su fundamento.
En el fondo, lo que importa al paciente de eiaculatio praecox es deshacerse del
esperma y descargar la tensión, En una palabra: le interesa estar libre del desplacer, el
placer negativo de esta liberación. Esto significa que le importa sobre todo el
restablecimiento de un estado anímico; es decir, el paciente de eiaculatio praecox está
orientado al estado y noal objeto: el objeto de algo como el amor no se percibe. ¿Y cuál
es el objeto del amor? La persona del otro, pues, amor no es otra cosa que poder decirle
tú (esto es precisamente percibir la persona) y además poder decir siempre sí. En
cambio, la sexualidad del paciente de eiaculatio praecox es toda una sexualidad «sin
consideración a la persona» de la pareja.
Mientras que la eiaculatio praecox prescinde de la persona, o sea, del objeto del
instinto, para expresarlo al modo del psicoanálisis, la masturbación prescinde también del
objetivo del instinto: la masturbación significa, para servirnos de los términos de A. Moll,
una renuncia a la contrectación; al masturbador no le interesa sino la detumescencia
únicamente. Desde este mismo momento la sexualidad pierde toda intencionalidad,
puesto que el amor mismo, todo él, es intencionalidad. Así queda suprimida toda relación
de persona a persona, de yo a tú. De este modo se explica antropológicamente la
pesadumbre post masturbationem.
Dijimos antes que al enfermo de eiaculatio praecox le interesa el verse libre de
desplacer, le interesa el placer negativo. Al enfermo con perturbación de potencia, por el
contrario, le interesa el placer positivo. Dijimos que precisamente porque le importa tanto
el placer, se le escapa este mismo placer. En resumen, el principio del paciente con
121
perturbación de potencia es todo un principio de placer. Se frustra en sí mismo, se
entorpece a sí mismo. El placer es una de las cosas que tienen que continuar siendo
efecto y que no pueden ser propuestas como objeto; otra de ellas también es el sueño,
del que Dubois dice que es como una paloma, que cuando se intenta atraparla se escapa
volando. También el placer es un efecto que no se puede «agarrar». De modo análogo
dice Kierkegaard: «La puerta queda a la dicha se abre hacia afuera y se cierra tanto más,
cuanto uno más intenta por fuerza penetrar en la dicha.» Podemos decir: la caza de la
felicidad espanta a la felicidad, la lucha por el placer ahuyenta el placer. El neurótico
sexual es el que especialmente corre tras la dicha, el que persigue el placer. La lucha por
el placer es lo característico del tipo de reacción neurótico-sexual. Nos encontramos
con una intención forzada en orden a conseguir el placer sexual y el orgasmo.
En las neurosis sexuales, pues, se asocia a la intención forzada una reflexión forzada.
Lo uno y lo otro es patógeno: un exceso tanto de atención como de intención. El paciente
se observa a sí mismo; no tiene en cuenta a la pareja femenina; no le dedica atención; no
se entrega a su compañera, y todo esto perjudica a la potencia y al orgasmo. Se llega a
una hiperreflexión, como la denominábamos antes.
Un caso concreto: La señorita S. (Policlínica neurológica) nos consulta por su frigidez.
En su infancia su propio padre abusó sexualmente de ella. Heurísticamente procedemos,
sin embargo, como si no existiera un trauma psicosexual; más bien preguntamos a la
paciente si acaso teme haber sufrido un daño por el incesto y la paciente confirma
nuestra suposición, y fue, según dice, por influencia de una lectura de índole popular que
tenía como argumento un psicoanálisis de interpretación vulgar. «Ello no quedará sin
consecuencias», era la convicción de la paciente. En pocas palabras: se estableció una
angustia de expectativa bibliógena. Siempre que había un contacto íntimo con su
pareja, la paciente, como se hallaba bajo el anatema de esta angustia de expectación,
«estaba al acecho»; precisamente con esto su atención estaba dividida entre su pareja y
ella misma, lo que ya era suficiente para frustrar el orgasmo; pues en la medida que se
ponga la atención en el acto sexual, en esta misma medida se va perdiendo la capacidad
de entregarse; en otros términos: en lugar del objeto del amor entra en el centro focal de
la atención el acto sexual. En el caso de nuestra paciente se provocó, bajo la influencia de
la angustia de expectativa bibliógena, no sólo una reflexión forzada del acto sexual, sino
más aún: una intención forzada del placer sexual, o sea, la intención forzada del orgasmo;
pues la paciente anhelaba cerciorarse y confirmarse en su feminidad. Se habla mucho
hoy día de tratamiento biblioterapéutico; en nuestro caso, el intento de una
autobiblioterapia no hizo más que conducir a una neurosis bibliógena. La terapéutica, por
el contrario, fijó su atención en la intención y reflexión forzadas. Para ello explicamos a
la paciente, partiendo de la citada alegoría de Dubois, que lo que vale para el dormir vale
también para el acostarse con alguien. «Igual que el sueño —le explicamos— la dicha del
122
amor que usted se esfuerza en conseguir con tanto ahínco es como un pájaro, que echa a
volar cuando alguien lo intenta atrapar. ¡No piense usted en el orgasmo, y cuanto menos
se preocupe de él, tanto más pronto se producirá por sí mismo!» Abstinendo obtinere, es
el lema de una orden monástica, y, si no sonara a blasfemia, sentiría uno la tentación de
recomendar a nuestros pacientes que se atuvieran a esta sabia frase, incluso allí donde la
modesta felicidad de un amor terrenal está en juego. Convencí luego a mi paciente de
que, de momento, no tenía tiempo para hacerme cargo del tratamiento, y la cité para dos
meses después. Hasta entonces no debía preocuparse más de su capacidad o incapacidad
para el orgasmo —de él hablaríamos luego ampliamente en el marco del tratamiento— ;
en cambio, durante las relaciones sexuales, debía dedicar mucho más su atención a la
pareja. El curso que siguieron las cosas me dio la razón. Sucedió todo tal y como yo
había esperado. La paciente no volvió al cabo de dos meses, sino que se presentó ya al
cabo de dos días... curada. El simple hecho de apartar la atención de sí misma, de su
propia capacidad o incapacidad para el orgasmo —en una palabra: la derreflexión— y la
entrega, ahora mucho más espontánea, a la pareja habían bastado para producir por vez
primera el orgasmo.
Un doble paralelismo de tipo masculino al caso anterior:
Uno de nuestros pacientes, que vino a visitarnos a causa de una perturbación de
potencia, nos proporcionó un detalle anamnésico: había estado en París y había visitado
un cabaret con unos compañeros de estudios. Mientras ellos se fijaban fascinados en el
escenario donde se presentaban bailes al desnudo, él se entristecía comprobando que no
experimentaba ninguna erección. Resultó —como sospechábamos— que el paciente no
miraba al escenario, sino que ponía toda su atención en ver si se producía la erección.
El doctor Hermann N., de veinticuatro años, está casado desde hace tres semanas y es
impotente. Antes del matrimonio no había tenido relaciones sexuales con la mujer. Sólo
le habían salido bien actos sexuales improvisados. La primera relación sexual fracasó por
completo. «Observo con mucha atención cómo se produce en mí la erección. ¿Va bien o
no? Entonces toda la excitación se desvanece porque me estoy observando a mí mismo.»
La patogénesis de las neurosis sexuales reactivas consiste no poco en que se hace de la
sexualidad un simple medio para un fin. Esto proyecta luz no sólo sobre las necesidades
terapéuticas sino también sobre las posibilidades profilácticas. En efecto, ello significa
que existe un riesgo siempre que se hace de la vida sexual una técnica sexual.
El neurótico sexual desnaturaliza y degrada la sexualidad reduciéndola a un simple
medio de placer, mientras que en realidad es un medio de expresión, a saber, el medio de
expresión de una aspiración amorosa. En la medida en que separa la vida sexual de la
totalidad de la vida amorosa, en la medida en que desintegra y aísla la vida sexual, en esa
misma medida el individuo pierde aquella «inmediatez», aquella espontaneidad, que es
condición y presupuesto para el funcionamiento sexual normal, y que precisamente el
123
neurótico sexual tanto echa de menos.
La sexualidad humana es siempre más que mera sexualidad. Y lo es por ser
expresión de una aspiración amorosa. Pero, si no lo es, entonces no se llega nunca al
pleno goce sexual.Maslow afirma en una ocasión: «Las personas incapaces de amar no
sacan del sexo la misma clase de emoción que las personas que son capaces de amar.»
Por eso, aunque no hubiera más razones que lo aconsejaran, y en interés del mayor
goce posible, debiéramos aspirar a agotar el potencial humano que es inherente a la
sexualidad, a saber, la posibilidad de encarnar el amor, que es la relación más íntima y
más personal que hay entre personas.
Cuánta razón tiene Maslow, lo vemos por la síntesis de 20 000 respuestas a 101
preguntas formuladas por la revista americana «Psychology Today». Se comprobó que
entre los factores que contribuían a la máxima intensificación de la potencia y del
orgasmo, se hallaba —como el más importante de todos— el «romanticismo» (que va
desde el enamoramiento hasta el amor).
La sexualidad, evidentemente, no puede ser a priori humana. Es algo que el hombre
tiene en común con otros seres vivos. Más bien habría que decir que la sexualidad
humana se había humanizado más o menos en cada caso, había llegado a ser humana en
mayor o menor grado. De hecho, el desarrollo sexual y la maduración sexual va
progresando a través de etapas ascendentes, de las que cristalizan tres fases diferentes.
Como es sabido, Freud introdujo la distinción entre meta de la pulsión y objeto de la
pulsión. En la etapa inmadura de la sexualidad humana, la pulsión tiende únicamente
hacia la meta. Y esa meta es descargar la excitación y la tensión, por cualquier camino
por el que se consiga. La masturbación también sirve. Cuando la relación sexual se
convierte en la meta pulsional, estando incluido también en ella el objeto pulsional,
entonces se ha alcanzado la etapa madura. Pero, frente a esto, nosotros sostenemos que
la persona que convierte a un semejante en simple objeto utilizado para descargar
excitación y tensión transforma verdaderamente la relación sexual en una especie de
acto de masturbación. Nuestros pacientes suelen hablar entonces de «masturbación con
la mujer». Y, a nuestro parecer, no se alcanza la altura de la etapa madura, sino cuando
el uno no se orienta ya hacia el otro como hacia un medio para conseguir un objeto, no
se oriente ya hacia él como hacia un objeto, sino que se vuelve a él como hacia un
sujeto. En la etapa de madurez, la relación se ha elevado al plano humano; se hace de la
relación un encuentro, en cuyo marco uno de los miembros de la pareja es abrazado en
toda su humanidad por el otro miembro. Y si es experimentado por él no sólo en su
humanidad sino también en su singularidad y unicidad, entonces el encuentro se
convierte en relación de amor.
El que no ha llegado a la etapa madura de la sexualidad humana, sino que se ha
quedado fijado en la etapa inmadura, es incapaz de ver en la pareja a un sujeto
124
singularísimo y único; en una palabra, es incapaz de ver en él a una persona. Ahora bien,
la mayor «personificación» posible de la sexualidad en la orientación hacia la persona de
la pareja no sólo sería deseable desde el punto de vista de la profilaxis de las neurosis
sexuales, sino que lo sería también en la orientación hacia la propia persona. El desarrollo
y maduración sexual normal del ser humano conduce a una creciente integración de la
sexualidad en la estructura total de la propia persona. De ahí se deduce claramente que
todo aislamiento de la sexualidad va en contra de las tendencias integradoras, y con eso
fomenta también las tenencias neurotizantes. La desintegración de la sexualidad —el
desligarse de la conexión transexual personal e interpersonal— significa, para decirlo con
una sola palabra, una regresión.
125
Capítulo 6
NEUROSIS IATRÓGENAS
Las neurosis iatrógenas forman, como si dijéramos, un subgrupo de las neurosis
reactivas. Llamamos neurosis iatró-genas a aquellos estados morbosos (preferentemente
neuróticos) en los que posteriormente se comprueba que el médico (iatros) ha puesto el
factor patógeno. Esta patogénesis se basa esen cialmente en la angustia de expectativa;
así ocurre, por lo menos, en cuanto la angustia de expectativa fija el síntoma. En páginas
anteriores hemos citado unas palabras que dijo F.D. Roosevelt en alguna ocasión, aunque
con propósito distinto, que pueden tener aplicación también a lo que aquí tratamos:
«Nada hay que temer tanto como el temor mismo.» Y nada hay que temer tanto como a
aquellos médicos que por sus imprudentes e irresponsables declaraciones a sus pacientes
han llegado a tal maestría en el cultivo de neurosis iatrógenas que cabría hablar de ellos,
con razón, como de unos iatrogenios.
Estudiemos ahora la cuestión de una posible profilaxis de las neurosis iatrógenas.
Podemos decir que la misma ha de empezar ya con la anamnesis. Se trata aquí, sobre
todo, de dejar que hable el paciente, proporcionándole de este modo el alivio que lleva
consigo el simple desahogo con el médico, el cual hace que el paciente objetive el
síntoma y que a la vez se distancie él mismo del síntoma.
Con el mismo esmero que la anamnesis, resultado de la entrevista con el enfermo, ha
de establecerse también la diagnosis: el examen ha de ser a todas luces profundo y
cuidadoso, y su exactitud debería constar con evidencia al mismo paciente. De ninguna
manera hemos de minimizar sus molestias y caracterizarlas como meramente nerviosas o
incluso como imaginarias. Diríase que tales expresiones displicentes se deben al disgusto
del médico ante el resultado negativo de su penosa exploración; esta displicencia se
vuelve luego contra el enfermo, a quien se despacha y se le tilda incluso de histérico.
Pero el paciente identifica histeria con simulación, y considera deshonroso que le
califiquen así. En las quejas que no tengan ninguna base orgánica comprobable
intentaremos, por ejemplo, explicárselo de la forma siguiente: «No son ni mucho menos
imaginaciones... Lo que usted siente lo siente de verdad y no es mi propósito convencerle
de lo contrario; pero, afortunadamente, no existe ninguna afección orgánica, o sea, que
su estado es molesto, ciertamente, pero sin peligro, y esto es mejor al fin y al cabo que si
126
fuera al revés.» De este modo conseguimos apartar su atención del síntoma subjetivo,
mientras que minimizando las molestias no hacemos más que provocar una actitud de
protesta en el paciente. ¡Y cuántas veces la posible curación está en este desligamiento de
su atención del síntoma (cuya dirección hacia él —posiblemente iatrógena— fue lo
propiamente patógeno) más que en la disolución del propio síntoma!
Pero se trata no sólo de que hable el paciente, sino también vale aquello de «hablar y
dejar hablar». Y sobre todo hay que hablar en un lenguaje comprensible para el paciente,
traduciendo si es necesario los tecnicismos. Así, por ejemplo, conozco el caso de una
paciente que aseguraba saber ella misma exactamente cuál era su enfermedad: padecía —
según ella— un corpulmo... Lo había visto escrito en un certificado médico, pero se le
había pasado por alto la indicación «o.B.» (sin comprobación).
Finalmente, no sólo se trata de hablar, sino también de callar en ciertas circunstancias.
Es cierto que se ha dicho alguna vez graciosamente que el arte psicoterapéutico es el arte
de tener buena labia, pero no es menos cierto que el psicoterapeuta, e igualmente el
médico general, también tienen que ser capaces de cerrar su boca. De ningún modo está
justificado aquello de que, «lo que no se puede diagnosticar, se considera como
neurosis». A este precepto: ¡Ninguna diagnosis de neurosis per exclusionem!, hay que
añadir este otro: ¡Ninguna diagnosis ex iuvantibus!
Conozco, entre otros parecidos, el caso de una paciente que se quejaba de dolores,
teniendo sus molestias un carácter marcadamente histérico; y, en efecto, una inyección
de solución fisiológica de agua salada —preferiría llamarla en este caso «solución
psicológica»— dio resultado inmediato. No obstante, se dispuso un control radioscópico
que dio por resultado una metástasis.
Nunca debería establecerse una diagnosis à tout prix, puesto que estos diagnósticos de
recurso tienen con frecuenciaun efecto neurotizante. Baste recordar la observación, muy
acertada, de Karl Kraus, que dijo: «Una de las enfermedades más frecuentes es el
diagnóstico.»
Tan perjudicial como hablar demasiado puede ser en determinadas circunstancias
también el callar, por ejemplo, si el médico se hace misterioso y, aunque sea con buenas
intenciones, oculta totalmente un hallazgo desfavorable. Entonces el enfermo no sabe a
qué atenerse y se inclina tal vez a sospechar algo más grave. Por eso se recomienda
hacerle saber expresamente incluso el resultado desfavorable de un examen.
Esto afecta también al psiquiatra, y a él más que a nadie. Tengamos presente que
entre las fobias iatrógenas se encuentra la psicotofobia y que ésta es más corriente de lo
que muchos se imaginan. Y son precisamente los tipos de carácter neurótico-obsesivos
los que reaccionan con psicotofobia a sus vivencias morbosas; a ésta no ha de darle el
médico pábulo, sino al contrario, ha de prevenirla con medidas adecuadas y una de ellas
consiste en indicar al paciente que precisamente la neurosis obsesiva implica cierta
127
inmunidad contra una enfermedad psicótica.
Gertrude H. (Policl. neur. ambulat. prot. n. 694 de 1951), de 25 años de edad. Médico
y esposa de médico. Pseudo-neurosis superpuesta iatrógenamente con agorafobia, y más
tarde con rasgos piscotófobos y criminófobos. Gravísima agorafobia y temblores.
Perdida de peso de 15 kg durante los últimos seis meses. Metabolismo basal + 31 %.
Cuenta que, desde que visitó al psiquiatra..., todas las demás fobias quedaron resueltas:
«La espada de Damocles de la demencia inminente pendía sobre mi vida. Traté de
arreglármelas con ella, es decir, con la esquizofrenia. Pregunté a mi marido como de
pasada: ¿Qué pasa con las personas esquizofrénicas? ¿Tienen que vivir siempre en
instituciones sanitarias? Su respuesta fue: Sólo cuando constituyen un peligro para la
sociedad. Entonces comenzó en mi interior un verdadero miedo infernal de mí misma: la
angustia de que yo pudiera llegar a constituir un peligro para la sociedad. Siempre que
veía un cuchillo o un martillo, temía que, en un arranque de locura, pudiese convertirme
en asesina. Me veía ya en una celda, condenada a cadena perpetua, separada de mis dos
hijos pequeños, que quizás llevan ya dentro de sí mismos ese terrible fin.»
A partir de Haug sabemos que la autoobservación forzada tiende ya de por sí a
conducir a fenómenos anormales, tales como los de despersonalización, de los que luego
se apodera la psicotofobia. No hay que pensar que la tendencia a una auto observación
exagerada sea necesariamente patológica, puesto que en la pubertad, por ejemplo, se da
por causas fisiológicas, pero también aparece ocasionada profesionalmente, por ejemplo,
en los estudiantes de psicología y psiquiatría. Las habladurías desconcertantes sobre
desdoblamiento de la conciencia, locura de desdoblamiento[52], desdoblamiento de la
personalidad, etc., les hacen ver en seguida «fantasmas», por ejemplo, en el sentido de la
homónima obra teatral de Ibsen.
Cierto día me preguntó una estudiante de psicología si tal vez no era posible que fuese
la causa de la enfermedad de su hermano, que en efecto padece esquizofrenia, un
traumatismo cefálico de la infancia: En una pelea un compañero del colegio le dio un
golpe en la cabeza con un tablero de dibujo. ¿No podía por esto habérsele desdoblado la
personalidad?
También de la terapéutica hay que decir: ¡Nada de terapéutica à tout prix! ¡Nada de
terapéutica ut aliquid fieri videatur! Más de un tratamiento físico o local, innecesario en
este sentido, no hacen otra cosa que contribuir a fijar los síntomas que no son más que
neuróticos desde hace tiempo. Conozco el caso de una paciente suiza que, estando
psíquicamente completamente normal, se hizo tratar durante varios años por una
psicoanalista por el sólo hecho de haberla ésta amenazado que de no hacerlo, el «ello», el
inconsciente, se vengaría algún día de ella asaltando, sorprendiendo y haciendo sucumbir
a su consciente. ¿Por qué se había sometido al análisis? Simplemente porque su amiga —
que era muy rica— le había dicho que estaba bajo análisis y esto le hacía mucho bien y
128
que era muy conveniente que ella también se sometiera a ello...
Hans H., de treinta y cinco años. Hace dos años que, a raíz de una afección febril,
tuvo la primera aparición de un trastorno locomotriz. No recuerda excitaciones durante
este tiempo o cosas por el estilo. Estuvo dos veces en un hospital de enfermedades
nerviosas, donde la primera vez se sospechaba una esclerosis múltiple, y la segunda, a
raíz del favorable efecto terapéutico de irradiaciones de alta frecuencia, un cuadro
funcional. Un especialista en enfermedades nerviosas, bajo cuyo tratamiento se puso
después, prescribía en abundancia inyecciones de hormonas. Todo sin efecto.
Actualmente el paciente se hace tratar con regularidad de un curandero que tiene fama en
la provincia. El paciente tiene un trastorno locomotriz que recuerda los graves casos de
distrofia muscular de Erb; no es capaz de andar si no es mediante la ayuda de dos
muletas. Pero el resultado del examen neurológico es negativo. Presento al paciente en la
clase y le prometo que se le inyectará «un suero» que —como pueden atestiguar los
oyentes— ha presentado en otros muchos casos un efecto asombroso. A continuación se
le inyectan lentamente 5 centímetros cúbicos de Pentotal sódico (dosificación suave),
preguntándosele constantemente por sus sensaciones subjetivas. Dice que ahora
experimenta como un vacío en la cabeza, lo que aprovechamos en el acto para explicarle
que ese vacío en la cabeza se debe a que en ese momento toda la «fuerza nerviosa» está
bajando desde el cerebro a las piernas y que muy pronto va a sentir cómo la «fuerza
vital» se «concentra» en ellas. —¿No lo siente ya?— «Sí, pero por el momento sólo en
los muslos.» A los pocos minutos —que empleo en sugestiones habladas adecuadas,
todas indirectas, «larvadas»— dice el paciente que la «fuerza nerviosa» ha llegado, por
fin, a las partes distales de las extremidades inferiores. Se le incorpora y se le indica que
se levante y que ande coram auditorio por la sala, asegurándole que lo conseguirá sin
dificultad... Y, en efecto, se consigue: sin muletas y después de algunas vacilaciones
momentáneas y de alentarle con sugestiones, logra, sin apoyo alguno, andar
completamente normal y acude radiante de alegría a abrazar a su mujer, que había
venido a acompañarle. Se despide de nosotros y da las gracias por la «cura milagrosa» al
colega que le había puesto la inyección...
Una última palabra sobre la terapéutica de las neurosis iatrógenas: ésta ha de procurar
explicar al paciente lo que antes destacábamos: qué papel desempeña la angustia de
expectativa en la patogenia y qué importancia tiene la autoobservación forzada que,
como tal, es capaz de interferir todas las funciones de regulación automática. El solo
hecho de dirigir la atención hacia ellas, o sea, la autoobservación forzada, ya es capaz de
por sí de hacer conscientes ciertas sensaciones subliminales.
Toda aclaración en este sentido tendrá un máximo efecto terapéutico mientras no
dejemos de explicar al paciente que el mecanismo de la angustia de expectativa, al que se
deben sus molestias iatrógeno-neuróticas, y que es lo propiamente patógeno, es algo que
129
podemos explicar como absolutamente humano y que de por sí no tiene por qué tomarse
como patológico. Entonces no seguirá dándose por estigmatizado y a todos sus temores
iatrógenos se les priva de fundamento.
130
Capítulo 7
NEUROSIS PSICÓGENAS
La psicogénesis de las neurosis auténticas no significa ni mucho menos, como con
frecuencia se cree, que la neurosis en cuestión se deba a un trauma o conflicto psíquicos.
No creo que todo ello pueda ser jamás la última y verdadera causa de la enfermedad. El
que un trauma anímico, o sea una experiencia grave, tenga sobre un individuo un efecto
traumatizante y a la larga perjudicial no depende de la vivencia que tuvo que
experimentar sino del sujeto mismoy de toda la estructura de su carácter.
Ya el fundador de la psicología individual, Alfred Adler, solía decir: El hombre es el
que «hace» las experiencias, para significar con esto que del hombre depende el dejarse
influir, y de qué manera, por el medio ambiente.
No todo conflicto tiene que ser por fuerza patógeno y conducir a una enfermedad
psíquica; por eso, es necesario comprobar primero que un conflicto descubierto es
realmente patógeno, ¡pues sólo entonces la respectiva enfermedad es psicógena!
Así, por ejemplo, se hospitalizó en nuestra sección a una paciente a la que, durante
varios meses, se había examinado y tratado en otra parte mediante narcoanálisis,
llegándose a la conclusión de que era una enfermedad psicógena debida a un conflicto
matrimonial, del que se afirmó, para remate, que no tenía solución. En realidad, no se
trataba, como pronto pudimos comprobar, de ninguna enfermedad psicógena, sino
simplemente de una enfermedad funcional que calificamos de pseudoneurosis. En efecto,
tras unas pocas inyecciones de dihidroergotamina, la paciente se vio completamente sin
molestias, y después de este restablecimiento de su salud, pudo hacer frente también a su
conflicto matrimonial. No cabe duda de que el conflicto existió realmente, pero no fue
precisamente patógeno y, por lo tanto, la enfermedad de nuestra paciente tampoco fue
psicógena. Si todo conflicto matrimonial fuera de por sí patógeno, quizás un 90 por
ciento de los casados tendrían que ser neuróticos.
El solo hecho de su ubicuidad desmiente la patogénesis de la mayoría de los
conflictos. Kloos opina, por lo que respecta a los traumas psíquicos, que «con un poco
de sutileza y arte de interpretación puede comprobarse que éstos existen en cualquier
vida humana». Yo creo que para esto no hace falta siquiera mucha sutileza. Para llegar al
propio convencimiento de mi afirmación respecto a esto, hice un muestreo: encomendé a
131
mi colaboradora Lotte Bodendorfer examinar a los 10 últimos casos de nuestro
consultorio psicoterapéutico de ambulatorio en cuanto a los conflictos, problemas y
traumas psíquicos que pudiera apreciarse en ellos por la anamnesis. He aquí el resultado:
20. Estos 20 conflictos fueron clasificados por categorías y comparados con una muestra
de otros 10 casos psíquicamente sin interés de nuestro servicio neurológico, a los cuales
se examinó y exploró de la misma manera, indagando, en estos somáticamente enfermos,
los conflictos, problemas y traumas análogos. El resultado fue de 51. Es decir, los
neuróticamente no enfermos habían experimentado incluso más traumas psíquicos, etc.,
que los enfermos, pero habían podido «asimilarlos», por servirme de una expresión de
Speer. No es sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta que ya sus enfermedades
somáticas acarreaban de por sí necesariamente una multitud de problemas. De modo que
vivencias de la misma naturaleza y de la misma gravedad a un grupo les había
perjudicado anímicamente y al otro, no; luego no puede depender de la experiencia, o del
medio ambiente, sino del mismo sujeto y de su actitud frente a lo que tuvo que
experimentar.
No tendría sentido, por lo tanto, pretender practicar una profilaxis de neurosis, o sea,
querer preservar a los hombres de esta enfermedad anímica, evitándoles todo conflicto y
removiendo cualquier dificultad. Por el contrario, más indicado sería empezar por
robustecer a tiempo al hombre anímicamente. Sería un error sobrestimar la influencia
patógena de la carga anímica por problemas, puesto que es cosa probada por la misma
experiencia que los tiempos de crisis y de miseria van acompañados, por lo general, de
una disminución de las enfermedades neuróticas, e incluso en la vida del individuo se
manifiesta constantemente que la carga repercute de un modo más bien favorable en la
salud anímica. Suelo compararlo siempre con el hecho de poder apoyar y consolidar una
bóveda, que amenaza derrumbarse, poniendo cargas sobre ella. Y a la inversa, es
manifiesto también que precisamente situaciones de descarga, es decir, de liberación de
una presión anímica larga e intensa pueden ofrecer cierto peligro desde el punto de vista
de la higiene anímica. ¡Téngase presentes situaciones tales como la libertad después del
cautiverio! Muchos hombres no experimentaron su verdadera crisis anímica hasta
entonces, esto es, hasta después de la libertad, mientras que durante el cautiverio,
precisamente por hallarse bajo esta presión exterior e interior, fueron capaces de estar a
la altura de lo que se les obligaba a hacer: dar su máximo rendimiento en lo psíquico y en
lo moral. Pero tan pronto como desaparece la presión y sobre todo si esto ocurre de
repente, como en el caso de la libertad después del cautiverio, entonces esta súbita
desaparición de la presión pone al hombre en peligro. Esto recuerda, en cierto sentido, la
llamada enfermedad de descompresión, consistente en que si a un buzo se le saca de la
profundidad a la superficie con demasiada rapidez, por la súbita disminución de la
presión atmosférica que ello implica, puede enfermar con peligro para la vida.
132
Nosotros mismos[53], y luego Walter Schulte[54], Manfred Pflanz y Thure v.
Uexküll[55], hemos comprobado que la «descarga» brusca puede llegar a ser tan
patógena por lo menos como la carga, o el estrés[56].
Más que la «carga» anímica influye la tara hereditaria en la etiología de las
enfermedades neuróticas; y la misma escuela de Kretschmer no se cansa, con razón, de
subrayar que todos los complejos, de los que tanto se habla en otros lugares, pueden
desplegar su patogenicidad sólo en un terreno constitucional adecuado. Ernst Kretschmer
indica con razón que es la constitución la que decide si un complejo ha de ser patógeno o
no y que incluso ella misma «se crea con frecuencia sus conflictos» debido también a la
«influencia potenciadora de las interacciones constitucionales dentro de la familia», como
Wolfgang Kretschmer pudo comprobar. Según Kurt Schneider, las neurosis brotan
siempre en personalidades psicopáticas. En una palabra: vemos que ni siquiera las
neurosis auténticas, es decir, las psicógenas, son completamente psicógenas.
Sirva todo ello, también por lo que respecta a esta clase de enfermedades (que no son
ni psicosomáticas, ni funcionales, ni reactivas, sino) neuróticas en el más estricto sentido
de la palabra —esto es, psicógenas—, para que no se tome demasiado al pie de la letra
esta psicogénesis. Esta reserva respecto a la etiología no tiene por qué ser un obstáculo e
inconveniente, puesto que no nos dejamos arrastrar a sacar de ella consecuencia alguna
fatalista. Juzgamos, más bien, que una especie de ortopedia psíquica es perfectamente
posible. Pues aun cuando tengamos que admitir incluso en las enfermedades
«psicógenas» —y, en este mismo sentido, las neurosis— una base psicopático-
constitucional, no quiere decir ni mucho menos que no haya campo de acción para
nuestra intervención psicoterapéutica.
Más aún, precisamente cuando ponemos ante el paciente como tal, como fatídico, el
núcleo fatídico de una constitución psicopática —por ejemplo, de la psicopatía
anancástica— y se lo hacemos valer, es cuando podremos corregir esa falsa actitud frente
a ese destino y conseguir ya con esto un mayor éxito terapéutico reduciendo la dolencia a
un mínimo irremisible. Ya sabemos que el paciente, en su estéril luchar contra los
síntomas neurótico-obsesivos, no consigue sino hacerlos más penosos todavía, si es que
incluso no los establece.
La base psicopático-constitucional de las neurosis es, por lo tanto, perfectamente
compensable (pedagógica y terapéuticamente). Y es que la neurosis no es quizás otra
cosa que un «fenómeno de descompensación», la descompensación de una «constitución
insuficiente» (Ernst Kretschmer). Puede interesar, dado el caso, proporcionar al enfermo
por medio de la logoterapia aquel apoyo espiritual especialmente firme que el hombre
sano y corriente apenas si necesita, mientras que al hombre inseguro psíquicamente le es
absolutamente necesario para la compensaciónde esta inseguridad suya. Todo psicópata
ha de encontrarse alguna vez durante la vida en la encrucijada de esta decisión entre la
133
predisposición desnuda por una parte, y por la otra, la plasmación de la misma para
formar una verdadera psicopatía. Antes de esta decisión no había que calificarlo, en
realidad, como psicópata. Aquello de lo que puede surgir su psicopatía, pero que no es
necesario que surja por fuerza, podríamos llamarlo, en contraposición a la psicopatía,
«psicolabilidad».
Después de esta reserva con respecto a la etiología, después de esta reservatio
mentalis para con la psicogénesis de las neurosis psicógenas, o sea, neurosis en el más
estricto sentido de la palabra, volvemos sobre la casuística:
María, actriz cinematográfica, sufre un tic que depende de una situación concreta:
cada vez que van a fotografiarla, echa involuntariamente la cabeza para atrás, o sea, que
se mueve aunque no debe, se obstina contra algo moviéndose; en efecto, su tic
representa —en el sentido de la «representación simbólica» (E. Straus)— un gesto de
obstinación. ¿Contra qué se rebela? Un narcoanálisis al efecto no da resultado, pero al
día siguiente, en la consulta, la paciente se acuerda —sin narcoanálisis— de que el tic
apareció por primera vez cuando al posar se hallaba presente un colega con el que la
noche anterior había sido infiel a su marido. Mejor dicho, recuerda que la primera vez
que el tic apareció fue, en realidad, cuando al fotografiarla, su madre se hallaba frente a
ella; he aquí el resultado de una anamnesis más detallada: «El padre decía: “María, ven
aquí y siéntate en mis rodillas.” Y la madre: “Quédate sentada donde estás.” El padre
decía: “¡Levántate y dame un beso!” Y la madre: “No, se queda donde está.” Quédate
donde estás y ven aquí, por ambas partes... así ha sido toda mi vida. Ya desde niña lo
hacía yo así, en el colegio y en casa, o daba patadas en el suelo.» Es de suponer que si la
paciente hubiera sido modelo en vez de actriz y hubiera tenido que exhibir medias de
nylon, su tic hubiera consistido en dar patadas. He aquí el resultado sintético del análisis:
el fotógrafo, a cuyo lado se había puesto la madre, representa a la madre en el sentido de
la imago materna, mientras que el actor de cine, que en tanto que ella posaba estaba
junto a la paciente, en esta oposición a la madre o imago materna, reemplaza al padre,
siendo él por lo tanto una imago paterna. En efecto, la paciente afirma espontáneamente
que el colega le recordaba a su padre. El hecho de que el fotógrafo represente a la madre
o por lo menos a a quella autoridad que prohíbe ponerse sobre las rodillas del padre o de
quien va a hacer de imago paterna, explica también que, cuando el fotógrafo se pone a
actuar, ella reaccione con el tic, como sucedió por primera vez en el momento
exactamente en que el actor (imago paterna) estaba junto a ella, constelándose así el
campo de fuerzas entre los dos polos de la imago materna y la imago paterna. Esta
constelación es patógena porque la materia actual de conflicto coincide con un tema
infantil de conflicto. Preguntada sobre el marido, declara que la tiraniza terriblemente. El
yugo que el tic parece sacudir es, por tanto, el matrimonio. Pero, aun en este caso,
influye en ello la angustia de expectativa, ya que la paciente confiesa no sólo haber
134
esperado, sino incluso temido cada vez más la repetición del tic desde que apareció. La
terapéutica procuraba sustituir la descarga del rencor, del resentimiento, etc., en forma
del tic, mediante una relajación, por una combinación terapéutica parecida a la del pensar
cinematográficamente y la logoterapia, propuesta por Betz, que la denominó «logoterapia
en símbolos». En este sentido indicamos a la paciente, dentro de un margen de ejercicios
de relajación, que sustituyera su protesta inconsciente por una determinación consciente,
que habría de ser tomada apoyándose en su responsabilidad sobre el hijo y ante el hijo,
que le «importaba más que todo» y que a partir de este momento debería estar desde
luego por encima de todo. Es natural que nos sirviéramos en estos ejercicios de relajación
también de las normas que se señalaron para el tratamiento de los tics en la Psycho
therapie in der Praxis[57].
Nos servimos también de la interpretación clásica de los sueños basándonos en el
método de las libres asociaciones que Freud introdujo en la ciencia; pero nosotros lo
aplicamos para elevar a la conciencia y a la responsabilidad no solamente la instintividad
inconsciente, sino también la espiritualidad inconsciente. En los sueños, producciones
auténticas del inconsciente, entran no sólo elementos del inconsciente instintivo, sino
también elementos del inconsciente espiritual. Y si nosotros para comprenderlos nos
servimos del mismo método con el que Freud indagó tan sólo el inconsciente instintivo,
los que buscamos por el mismo camino otro fin distinto —o sea, la revelación del
inconsciente espiritual— podemos decir frente al psicoanálisis: marchamos juntos, pero
luchamos por separado. También por lo que respecta a los hechos empíricos del
inconsciente espiritual nos dejamos guiar, ahora como antes, por la gran virtud del psico
análisis: la objetividad; pero exigimos tal objetividad no sólo por parte del analizando,
sino también por parte del analista, es decir, exigimos una sinceridad absoluta no sólo del
objeto a investigar (por ejemplo, en cuanto a las ocurren cias producidas), sino que
también del sujeto investigador solicitamos aquella imparcialidad absoluta que no le haga
cerrar los ojos al hecho de la espiritualidad inconsciente.
El psicoanálisis vio correctamente que hay conflictos entre diversos impulsos que hay
en el hombre. Hasta qué punto se manifiestan conflictos de impulsos dentro de lo que
Freud denomina «la psicopatología de la vida cotidiana» lo muestra la doctrina de la
interpretabilidad de los actos fallidos, doctrina que fue inaugurada por el psicoanálisis.
Casuística: 1. Un colega que habla de manicomios, de los que en cierta ocasión se
hablaba mal en relación con la eutanasia, dice: «Allí se mata (werden umgebracht), digo
se aloja (werden untergebracht), a los pacientes de una forma más humana que en el
sanatorio...»
2. Un colega aboga por la anticoncepción (Empfängnisverhütung, «prevención de la
concepción»), y se le traba la lengua repetidas veces diciendo Verhängnisverhütung
(«prevención de la fatalidad»).
135
3. Un colega aboga por la celebración de una consulta nacional contra la interrupción
del embarazo en la forma en que lo permite la actual legislación, y se le traba la lengua
diciendo: «Si ni siquiera esto moviese a los diputados del Parlamento a cambiar de
actitud, nosotros mismos nos pondremos al frente de un “parto nacional” (en alemán,
“parto nacional” —Volksgebären— y “consulta nacional” —Volkshegehren— están
fonéticamente muy próximos)» (comunicación personal del doctor Konrad Schima,
catedrático de criminología).
El caso de María se interpretó psicoanalíticamente, por cuanto se enjuició
causalmente; en la interpretación de los casos siguientes, puede procederse dando una
interpretación combinada que sea causal y final, es decir, puede enjuiciarse también
desde el punto de vista de la psicología individual.
Leo H. (Policlínica neurológica, amb.) sostiene que es homosexual, pero en verdad es
sólo bisexual. Causalidad: a la edad de siete años un criado le sedujo abusando de él
homosexualmente; llegado a los diecisiete se enamora de una muchacha que le excita
sexualmente, o sea, que se comporta, sexualmente, con normalidad, aunque tiene
eiaculatio praecox. Más tarde tiene una reacción y sueña en voz alta homosexualmente,
por ejemplo, en sueños de polución. Finalidad: cuando le preguntamos a bocajarro si
tiene miedo al matrimonio o si se le obliga a ello, contesta: «Sí, quieren que me case con
una que conviene a mi madre y sirve para la finca, en cambio yo no puedo casarme con
la que me conviene a mí.»
Rosa S. (Policlínica neurológica, amb. 619/1951): Hace tres años sufrió un colapso lapaciente (actualmente su tensión arterial es de 110) y tuvo palpitaciones; se queja de
dolores de cabeza, parestesias y una sensación como si el corazón se le fuera a paralizar;
hasta aquí el cuadro es cardiovascular y angioneurótico o vasovegetativo, asociándose al
componente vegetativo un componente endocrino; lleva dos años con el climaterio; los
dos componentes constituyen la vertiente funcional de la neurosis de angustia que sufre
la paciente, y cuya vertiente reactiva radica en su angustia de expectativa (por la que
teme «volverse a desplomar»), es decir, en una colapsofobia por la que reacciona ante la
angustia primaria, la cual se condensa alrededor del colapso, como «núcleo de
condensación», en una angustia secundaria que, en realidad ya no es angustia, sino más
bien temor; en vista de la fobia, su marido, con el que hasta entonces había tenido
conflictos, cambió su modo de vivir y «se volvió el hombre más bueno del mundo»; en
esto radica la tercera vertiente del caso, la psicógena, en el sentido de un «motivo
secundario de enfermedad» (Freud), que es secundario en cuanto que no hace otra cosa
que fijar unos sucesos morbosos primarios, mientras que un arrangement (Adler) sería
patógeno en sentido primario[58].
Si se imagina la zona de la fenomenología de las neuro sis psicógenas circunscrita en
forma elíptica, la angustia y la obse sión representan, como quien dice, los dos focos de
136
la elipse, Son, por así decirlo, como dos fenómenos clínicos primarios. Y esto no por
casualidad, puesto que a la angustia y a la obsesión corresponden las dos posibilidades
fundamentales del existir humano, que son la «angustia» y la «culpa» (sabemos que el
sentimiento de culpabilidad representa un papel muy importante en la psicología de la
neurosis obsesiva). Pero las condiciones ontológicas para estas dos posibilidades —o sea,
los elementos de los que surgen la angustia y la culpa— son la libertad y la
responsabilidad del hombre: sólo un ser que es libre puede tener angustia (Kierkegaard:
«La angustia es el vértigo de la libertad») y sólo un ser que es responsable puede llegar a
ser culpable. De aquí se desprende que un ser que ha recibido la gracia de ser libre y
responsable está condenado a llegar a sentir angustia y hacerse culpable[59].
Huelga decir que la angustia y la culpa también tienen importan cia en las psicosis.
Ahora bien, si hoy día predominan —por ejemplo, en los casos de depresión endógena—
sentimientos de angustia en contraposición a los sentimientos de culpabilidad de antaño
(véase p. 84), podemos decir: una generación que no hizo lo que debía haber hecho,
tenía culpa. Una generación que no sabe lo que debe hacer, tiene angustia.
137
Capítulo 8
NEUROSIS NOÓGENAS
Hemos hablado repetidas veces de una terapéutica simultánea somatopsíquica que
podría llamarse, si se quiere, terapéutica bidimensional en virtud de una etiología
somatopsíquica, o sea, bidimensional. Por último quisiéramos señalar la necesidad que
hay de seguir al existir humano y, por lo tanto, de seguir también al hombre enfermo
adentrándose —más allá de las dos dimen siones de lo somático y de lo psíquico— en
una tercera dimen sión, la de lo espiritual; pues aparte lo somático y lo psíquico, lo
espiritual es una dimensión propia; pero no sólo esto: es incluso la genuina dimensión del
existir humano, cosa que el psicologismo no quiere reconocer (mientras que el
espiritualismo incurre en el error de tomar la dimensión espiritual como la única de la
existencia humana). También en esta dimensión pueden arraigar las neurosis —nos
referimos en este caso a neurosis noógenas (surgidas de lo espiritual)—; pues también un
hombre que está bajo la tensión de un conflicto moral de conciencia o bajo la presión de
un problema espiritual, es decir, también el que se encuentra en una crisis existencial,
puede enfermar de una neurosis.
Existen crisis existenciales de maduración que transcurren bajo el cuadro clínico de
una neurosis, pero sin ser una neurosis en el sentido estricto de la palabra, esto es, en el
sentido de una enfermedad psicógena. No es difícil comprender que un individuo que
está bajo la presión de un problema espiritual o en la tensión de un conflicto moral
presente una clara sintomatología vegetativa igual que cualquier neurótico en el sentido
trivial de la palabra. Es importante llamar la atención acerca de todo esto y sobre el
peligro de una falsa interpretación, tanto más cuanto que vivimos en un tiempo en que
acuden al psiquiatra cada vez más pacientes que vienen no con síntomas psíquicos, sino
más bien con problemas humanos.
Mientras que, en contra de una opinión muy extendida, el número de las
enfermedades neuróticas no ha aumentado, al menos en los últimos decenios (Johannes
Hirschmann), se registra en cambio un aumento en la «necesidad de un tratamiento de
íntima comprensión y compenetración psicológicas» (W.G. Eliasberg). Mas no creemos
equivocarnos si suponemos que tras esta «necesidad psicoterapéutica», como vamos a
llamarla, está la necesidad metafísica, es decir, la necesidad del hombre de pedirse a sí
138
mismo cuentas sobre el sentido de su existencia. En efecto, Charlotte Bühler confirma
que, dentro del margen de la psicoterapia, «el problema del valor y sentido de la vida
puede ser muy importante».
Antes, estos hombre iban a ver al sacerdote. Vivimos en un siglo secularizado. Pero ya
en el siglo pasado Kierkegaard se atrevió a afirmar: «Los sacerdotes han dejado de ser
pastores de almas; en cambio los médicos han llegado a serlo.»
No es que compartamos la opinión de Sigmund Freud, que dice: «el alejamiento de la
religión se está realizando con la inflexibilidad fatal de un proceso de crecimiento», pero
lo que V.E. Gebsattel llama «emigración de la humanidad occidental del sacerdote al
psiquiatra» es un hecho que el pastor de almas no debe desconocer y es una exigencia a
la que el psiquiatra no se debe negar, puesto que la situación le fuerza a realizar una cura
médica de almas.
De esta exigencia el médico religioso puede eximirse menos que ningún otro.
Precisamente él se abstendrá de una farisaica alegría maliciosa si el paciente no encuentra
apoyo en el sacerdote. Y farisaico sería si, ante el sufrimiento de un incrédulo, se
alegrase maliciosamente diciéndose: si fuera creyente encontraría refugio en un
sacerdote. Si alguien no sabe nadar y se está ahogando, tampoco decimos que debiera
haber aprendido a nadar, sino que acudimos en su auxilio aunque no seamos profesores
de natación. El médico que realiza cura médica de almas se encuentra en una situación
violenta. En efecto, «lo quiera o no en una necesidad de la vida al margen de la
enfermedad, hoy día le está impuesto al médico muchas veces dar consejos en lugar del
sacerdote» y «no podemos hacer cambiar el hecho de que los hombres, en caso de una
necesidad vital, en su mayor parte no busquen hoy día al sacerdote, sino al consejero con
experiencia de vida en la persona del médico» (H.J. Weitbrecht). «Son los pacientes
quienes nos ponen en el compromiso de hacernos cargo de las tareas de la cura de almas
en la psicoterapia» (Gustav Bally), y ha sido «nuestra época» la que «ha puesto al
médico en la situación de cumplir, en proporciones cada vez mayores, tareas que
anteriormente eran propias del sacerdote y del filósofo» (Karl Jaspers). También Alphons
Maeder dice que «este viraje ha sido impuesto por la situación misma», y «con harta
frecuencia la psicoterapia no puede menos de desembocar en una cura de almas» (W.
Schulte).
Ante la «emigración de la humanidad occidental del sacerdote al psiquiatra», éste
corre el riesgo de errar el diagnóstico diferencial entre lo propiamente enfermo —por
ejemplo, una neurosis— y lo simplemente humano —por ejemplo, una crisis existencial
—. Así, el médico puede llegar al diagnóstico erróneo de una enfermedad anímica donde
existe algo esen cialmente distinto, esto es, una crisis espiritual; en otras palabras: donde
en lugar de la psicogénesis encontramos una noogénesis.
No se descarta tampoco queuna psicoterapia que desatienda la problemática
139
específicamente humana y que la saque del ámbito humano para proyectarla al plano
subhumano, no sólo no pueda poner remedio a la frustración existencial, sino que
contribuya a la represión de la misma y, con ello, al origen de una neurosis noógena.
Parece que a Zev W. Wanderer, del Center for Behavior Therapy (Beverly Hills,
California), no le preocupaban demasiado tales objeciones, al aplicar a un caso de
existential depression la técnica del thoughtstopping, propia de la terapéutica de la
conducta («J. Behav. Ther. and Exp. Psychiat.» 3, III [1972]).
Ahora bien, no sólo una terapéutica de la conducta sino también un tratamiento
psicoanalítico puede desatender la problemática específicamente humana, y tal cosa le
puede ocurrir no sólo al paciente sino también al terapeuta. Así lo vemos por el
expediente siguiente: «Desde 1973 trabajo como psicólogo adjunto, contratado por dos
psiquiatras de San Diego. Durante mis sesiones de supervisión, estuve a menudo en
desacuerdo con la teoría psicoanalítica que mis empleadores trataban de enseñarme. Sin
embargo, como ellos procedían de manera muy autoritaria, yo tenía miedo de expresar
mis opiniones en contra. Tenía miedo de perder mi puesto de trabajo. Por eso, silencié
en alto grado mis opiniones. Después de varios meses de imponerme a mí mismo este
silencio, comencé a sentirme angustiado en mis sesiones de supervisión. Comencé a
admitir la ayuda terapéutica de algunos amigos míos. Sin embargo, lo único que logramos
fue que empeorase el problema de la angustia, porque lo único que hacíamos era enfocar
el problema de manera en cierto modo psicoanalítica. Tratábamos de descubrir los
traumas tempranos que había en mí y que originaban mi angustia de trasferencia con
respecto a mis supervisores. Estudiábamos mis relaciones tempranas con mi padre, etc.,
pero sin ningún provecho. Y, así, me iba sintiendo cada vez más en estado de
hiperreflexión, y mi situación se iba agravando. Mi angustia llegó a subir a tal nivel, en
mis sesiones de supervisión, que tuve que notificársela a los psiquiatras, a fin de explicar
mi conducta. Ellos me recomendaron que viera a un psicoterapeuta de orientación
psicoanalista, a fin de recibir de él una terapéutica personal que sacara a luz el sentido
oculto de esa angustia. No siendo yo capaz de permitirme esa asistencia profesional, mis
amigos y yo intensificamos nuestros esfuerzos por descubrir el significado
profundamente oculto de mi angustia; y fui empeorando. Padecía a menudo ataques
extremos de angustia. Mi recuperación comenzó cuando, el día 8 de enero de 1974, asistí
a la clase que daba el doctor Frankl sobre “el hombre y su búsqueda de sentido”. Oí al
doctor Frankl hablar de las dificultades que se encuentran, cuando alguien trata de
descubrir psicoanalíticamente una respuesta auténtica. Durante esa clase que duró cuatro
horas, comencé a ver cómo la terapéutica a la que había estado sometido, había
aumentado mi problema: casi una neurosis iatrógena. Comencé a ver que el imponerme
silencio a mí mismo, durante las sesiones de supervi sión, era lo que había originado mi
angustia. Mi desacuerdo con los psiquiatras y el temor que yo sentía de expresar mi
140
desacuerdo habían originado esa reacción mía. Terminé rápidamente la terapéutica, y me
sentí mejor al hacerlo. Sin embargo, el verdadero cambio se produjo durante mi próxima
sesión de supervisión. En esa sesión comencé a expresar mis opiniones y desacuerdos
con los psiquiatras, siempre que realmente me sentía en desacuerdo. No experimentaba
ningún temor de perder mi puesto de trabajo, porque la paz de mi espíritu se había
convertido en algo mucho más importante que mi puesto de trabajo. En cuanto comencé
a expresar mis opiniones durante esa sesión, sentí inmediatamente que mi angustia
comenzaba a disminuir en un 90 %.»
Por cuanto las neurosis noógenas como tales son neurosis que, como hemos dicho,
han surgido «de lo espiritual», es obvio que requieran también una psicoterapia que parta
«de lo espiritual». Pues bien, como esa clase de psicoterapia se entiende a sí misma la
logoterapia.
141
Capítulo 9
NEUROSIS COLECTIVAS
En una carta dirigida a H. Blüher en el año 1923, Sigmund Freud habla de «estos
tiempos salidos de quicio». Pero también hoy se sigue hablando mucho de una
enfermedad de la época, de una enfermedad del «espíritu de la época», de una patología
del «espíritu de la época». Tal enfermedad de los tiempos, ¿será lo mismo que toda
psicoterapia se empeña en curar? ¿Será lo mismo que la neurosis? ¿Padecerán de
nerviosidad los tiempos? De hecho hay una obra, escrita por F.C. Weinke, que lleva por
título: Der nervöse Zustand, das Siechthum unserer Zeit (El estado de nerviosismo,
epidemia de nuestro tiempo). La obra se publicó en Viena. Y fue editada por J.G.
Heubner en el año 53, ¡pero no en 1953, sino en 1853! Siechtum («epidemia») se
escribía entonces todavía con «h» (Siechthum). Vemos, pues, que la neurosis no es
demasiado contemporánea.
Johannes Hirschmann pudo probar que las neurosis no han aumentado sino que, por
lo que respecta a su frecuencia, han permanecido igual durante decenios, y que, entre las
neurosis, las de angustia han llegado incluso a disminuir. Tan sólo ha cambiado el cuadro
clínico de las neurosis; únicamente la sintomatología se ha hecho distinta. Y, en cuanto
eso es así, la angustia ha retrocedido más bien.
Pero no sólo la angustia neurótica no ha aumentado, sino que tampoco lo ha hecho la
angustia en general. Freyhan ha señalado que tiempos anteriores —por ejemplo las
épocas de la esclavitud, de las guerras de religión, de la caza de brujas, de la invasión de
los bárbaros o de las grandes epidemias—, todos «esos buenos tiempos de antaño», no
estaban más libres de angustias que nuestro propio tiempo. Más aún, suponemos que los
siglos anteriores tuvieron incluso mucha más angustia, y también mucha mayor razón
para la angustia que nuestro siglo. Parece que no es demasiado convincente llegar a
afirmar que nuestra época sea «the age of anxiety» («la época de la angustia»).
Por tanto, no se puede decir en absoluto que en nuestros días haya aumentado la
frecuencia de las enfermedades neuróticas; lo único que ha aumentado es quizás otra
cosa: la necesidad psicoterapéutica, es decir, la necesidad que sienten las masas, en
medio de sus crisis espirituales, de dirigirse al psiquiatra.
Es sabido que el porcentaje de las psicosis endógenas permanece el mismo. Lo que
142
está sujeto a oscilaciones es única y exclusivamente el número de personas que son
admitidas en centros de salud. Esto tiene también sus buenas razones. Si, por ejemplo,
en el Hospital Vienes de Steinhof, con sus 5000 ingresos en el año 1931, se alcanzó la
cifra máxima (en más de 40 años), y en cambio en el año 1942 con sus 2000 ingresos se
alcanzó ocasionalmente la cifra más baja, ello tiene facilísima explicación: en los años
treinta, en la época de la crisis económica mundial, los pacientes se quedaban el mayor
tiempo posible en el hospital, a instancia de sus parientes, por razones económicas muy
comprensibles. Y hasta los pacientes se sentían felices a menudo de tener en el hospital
un techo que los cobijase y comida caliente que llevarse a la boca. Otra cosa ocurría a
principio de los años cuarenta: Por el temor, igualmente comprensible y fundado, de ser
objeto de la eutanasia, los enfermos querían volver a casa lo antes posible o que les
dieran el alta lo antes posible, o al menos no querían ser tratados en los hospitales en
régimen de internado.
No sólo ha cambiado el cuadro clínico de las neurosis, y no sólo se ha hecho distinta
su sintomatología, sino que vemos también algo parecido con respecto a las psicosis
(Heinrich Kranz). Así, por ejemplo, se ha visto que las personas enfermas de depresión
endógena, sufren hoy día más raras veces por sentirse culpables; lo que ocupa el primer
plano es la preocupación por el puesto de trabajo y la capacidad para desempeñarlo:
Tales son hoy día los temas de la actual depresiónendógena (A. v. Orelli) —suponemos
que únicamente porque ésos son los objetivos del promedio de las personas hoy día—.
Por lo que respecta a la etiología de la enfermedad de la época, se afirma que el ritmo
acelerado a que se vive en nuestros días pone al hombre tan enfermo. Y, así, comenta el
sociólogo Hendrik de Man: «El ritmo a que se vive no se puede acelerar impunemente
por encima de ciertos límites.» Ahora bien, que el hombre no sea capaz de soportar la
aceleración —por ejemplo, de su desplazamiento mecánico— y que, por tanto, el
hombre no esté a la altura del progreso técnico, eso no es una profecía nueva, pero sí
una profecía equivocada. Cuando el siglo pasado comenzaron a funcionar los primeros
ferrocarriles, los talentos de la medicina dictaminaron que era imposible que el hombre
pudiera soportar la aceleración asociada a los viajes en ferrocarril, sin ponerse enfermo
por ello. Y hasta hace muy pocos años se abrigaban todavía dudas de que la salud del
hombre soportara volar en aviones supersónicos. Ahora nos damos cuenta de cuánta
razón tenía Dostoievski al definir en una ocasión al hombre como el ser que se acomoda
a todo. Por tanto, no hay que pensar en absoluto que el ritmo a que se vive actualmente
sea la causa de la enfermedad de la época, ni que sea causa de ninguna enfermedad. Me
atrevería incluso a afirmar: el ritmo acelerado de la vida actual representa, más bien, un
intento de autocuración, aunque sea un intento fallido de autocuración.
De hecho, el ritmo tremendamente acelerado de la vida moderna se puede entender
sin más, si lo consideramos como un intento del hombre por narcotizarse a sí mismo: el
143
hombre huye del vacío y desolación que siente en su interior. Y, con esta huida, se
precipita en el ajetreo. Janet, en las personas neuróticas designadas por él como
psicasténicas, describió lo que él da en llamar sentiment de vide («sentimiento de
vacío»). Se refiere con ello a un sentimiento de falta de contenido y de vacío. Ahora
bien, ese sentimiento de vacío existe también en sentido figurado. Me refiero al
sentimiento de vacío existencial, al sentimiento de que la propia existencia carece de meta
y de contenido. El hombre actual experimenta muchas veces lo que pudiera expresarse
variando unas cuantas palabras del Egmont de Goethe: «Apenas sabe el hombre de
dónde vino, y mucho menos aún sabe a dónde va», que nosotros variaríamos así:
«Cuanto menos conoce el hombre la meta de su camino, tanto más acelera el ritmo con
que recorre ese camino.»
Al sentimiento de vacío existencial, al sentimiento de que la propia existencia carece de
meta y de contenido, lo hemos denominado frustración existencial, insatisfacción de la
voluntad de sentido. Esa voluntad de sentido la hemos contrapuesto a la voluntad de
poder, la cual pone tan de relieve, no sin razón, la psicología individual de Adler,
plasmándola como afán de darse a valer.
La voluntad de sentido la hemos contrapuesto también a una segunda cosa, a saber, a
la voluntad de placer, de cuya fuerza dominante —en forma del principio de placer—
está tan convencido el psicoanálisis de Freud. Y vemos precisamente cómo, siempre que
la voluntad de sentido queda insatisfecha, la voluntad de placer sirve para aturdir y
narcotizar la insatisfacción existencial del hombre, por lo menos para que éste no tenga
conciencia de ella. Para decirlo con otras palabras: La voluntad de placer no aparece en
escena sino cuando el hombre se siente vacío en lo que respecta a su voluntad de
sentido. Tan sólo dentro de un vacío existencial prolifera la libido sexual. La decepción
que sufre el hombre en su lucha por el sentido de su existencia, esa decepción existencial,
se compensa vicariamente con un aturdimiento y narcotización sexual.
El vacío existencial puede no sólo hacerse manifiesto sino también permanecer latente.
Vivimos en una época de creciente automatización, y ésta lleva también consigo un
aumento de la disponibilidad de tiempo libre. Pero no existe sólo un tiempo libre de algo,
sino también un tiempo libre para algo; sin embargo, el hombre frustrado
existencialmente no conoce nada con que llenar ese tiempo libre; no sabe de nada con
que llenar su vacío existencial[60]. Schopenhauer pensó que la humanidad oscilaba como
un péndulo entre la miseria y el aburrimiento. Ahora bien, hoy día el aburrimiento nos da
mucho más que hacer que la miseria, incluso a los neurólogos. El aburrimiento se ha
convertido en causa de enfermedad psíquica de primer orden.
Si nos preguntamos ahora cuáles son las principales formas clínicas en que se nos
presenta el vacío existencial, habría que mencionar entre otras la llamada neurosis del
domingo, es decir, la depresión que surge cuando cesa la actividad de la semana, y el
144
hombre, por no saber cuál es el sentido concreto de su existencia personal, adquiere
plena conciencia del supuesto absurdo de su vida.
Pero no sólo la cesación del trabajo durante el fin de semana sino también el atardecer
de la vida plantea al hombre la pregunta acerca de cómo va él a llenar su tiempo: también
el envejecimiento de la población confronta al hombre, arrancado a menudo bruscamente
de su labor profesional, con su propio vacío existencial. Finalmente, además de la vejez,
la juventud nos hace ver también muchas veces lo mucho que se siente frustrada la
voluntad de sentido; porque «en los países con elevado nivel de vida, muchos jóvenes
cometen sus delitos principalmente por aburrimiento, el cual va siendo un problema cada
vez mayor de nuestro tiempo» (Wolf Middendorf).
Ahora bien, el vacío existencial no se manifiesta necesariamente. Puede permanecer
latente, larvado, enmascarado. Y conocemos diversas máscaras detrás de las cuales se
esconde el vacío existencial; pensemos simplemente en la enfermedad de los
«ejecutivos», que se lanzan a una actividad laboral en la que la voluntad de poder —por
no hablar de su más primitiva y trivial expresión, la «voluntad de hacer dinero»—
reprime y desplaza a la voluntad de sentido.
La frustración existencial en general, y particularmente la llamada neurosis del
domingo, puede terminar en suicidio, como fue capaz de demostrar H. Plügge, quien
basándose en 50 intentos de suicidio pudo hacernos ver que tales intentos no se
explicaban últimamente ni por enfermedad ni por apuros económicos ni por conflictos
profesionales ni por conflictos de otra índole, sino —¡asombrosamente!— por una sola
cosa: el aburrimiento.
Podría tener razón también Karl Bednarik, cuando escribe en una ocasión: «Del
problema de la miseria material de las masas ha nacido el problema del bienestar, el
problema del ocio.» Pero, en relación especialmente con el problema de las neurosis,
Paul Polak nos hizo ver ya, en el año 1947, que uno no puede entregarse a la ilusión
engañosa de que, con la solución de los problemas sociales, iban a acabarse también
espontáneamente las enfermedades neuróticas. Sucede precisamente todo lo contrario:
una vez que se han resuelto los problemas sociales, hacen irrupción en la conciencia con
tanta más fuerza los problemas existenciales y se hacen sentir allí por el hombre. «La
solución del problema social no hace más que dejar el terreno libre para que surja la
problemática espiritual y la moviliza realmente; el hombre queda libre entonces para
ocuparse plenamente de sí mismo, y para conocer de veras lo problemático que hay en sí
mismo, la verdadera problemática de su propia existencia.»
Hemos definido la neurosis en sentido estricto como una enfermedad psicógena. Pero,
además de esta neurosis en sentido estricto, conocemos también neurosis en sentido
amplio, por ejemplo, las pseudoneurosis somatógenas, noógenas y sociógenas. Se trata,
en todos estos casos, de neurosis en sentido clínico. Ahora bien, hay neurosis en sentido
145
metaclínico y neurosis en sentido paraclínico. Entre estas últimas se cuentan las neurosis
colectivas. Son cuasi neurosis, neurosis en sentido figurado. Vimos que no se puede
hablar de que hayan aumentado las neurosis en sentido clínico. Esto quiere decirque las
neurosis clínicas no han aumentado hasta el punto de convertirse en neurosis colectivas.
Pero en la medida en que estamos justificados para hablar de neurosis colectivas en
sentido paraclínico, la neurosis colectiva de la actualidad se caracteriza, según nuestra
experiencia, por cuatro síntomas:
1. Actitud provisional ante la existencia. El hombre de hoy está acostumbrado a vivir
al día y para el día.
2. Postura fatalista ante la vida. El que adopta esa actitud provisional se dice a sí
mismo que no es necesario actuar ni tomar el destino en sus propias manos. Pero el que
adopta una postura fatalista se dice a sí mismo: eso no sería posible en absoluto. El
hombre de hoy está obsesionado por la creencia supersticiosa en los más diversos
poderes del destino. En todo caso, la encuesta realizada por el Instituto Gallup dio por
resultado que únicamente el 45 % de las mujeres austríacas «no creen que el destino de
su vida dependa de la posición de las estrellas».
3. Pensamiento colectivista. Si el hombre, en el sentido de esas dos actitudes
existenciales —la actitud provisional y la actitud fatalista—, deja de captar la situación,
veremos que en los dos otros síntomas de una patología del espíritu de la época, el
hombre apenas es ya capaz de captar la persona, es decir, de captarse a sí mismo y a los
demás en cuanto personas. El hombre de hoy querría desaparecer en medio de la masa;
en realidad, el hombre desaparece en la masa, renuncia a sí para entregarse a ella,
renuncia a sí como ser libre y responsable.
4. Fanatismo. El individuo que adopta una actitud colectivista hace caso omiso de su
propia personalidad. Pero el fanático hace caso omiso de la personalidad del otro, de
quien piensa de manera distinta. No le concede beligerancia; a él lo único que le importa
es su propia opinión.
Preguntémonos ahora hasta qué punto se hallan difundidos esos síntomas de neurosis
colectiva. Con este motivo rogué a mis colaboradores que efectuasen un muestreo entre
personas no neuróticas en el sentido estrictamente clínico de la palabra, formulán doles
preguntas para una encuesta. La pregunta de la encuesta relativa al síntoma n. 1 —es
decir, a la actitud provisional ante la existencia— decía así: «¿Opina usted que no hay
nada que nos indique que hay que actuar y tomar en nuestras manos nuestro propio
destino, si finalmente va a estallar la bomba atómica y todo va a carecer de sentido?» La
pregunta de la encuesta relativa al síntoma n. 2 —es decir, relativa a la actitud fatalista
ante la vida— decía así: «¿Cree usted que, en último término, el hombre no es más que
un juguete de fuerzas y poderes externos e internos?» La pregunta de la encuesta relativa
al pensamiento colectivista decía así: «¿Cree usted que lo más importante es no llamar la
146
atención en nada?» Y, finalmente, la pregunta capciosa dirigida al fanatismo decía:
«¿Opina usted que un hombre que quiere lo mejor está justificado para emplear todos los
medios que le parezcan útiles?» De hecho, no hay nada que caracterice tanto al fanático
como, precisamente, la circunstancia de que, para él, todo no es más que un medio para
conseguir el fin que se propone. Cree que el fin justifica los medios. Pero en realidad
sucede lo contrario: hay medios que son capaces de profanar aun el fin más justificado
y santo[61].
Mediante este test mis colaboradores pudieron comprobar que, entre todos los
encuestados, uno solo estaba libre de los cuatro síntomas de la neurosis colectiva,
mientras que nada menos que la mitad de las personas encuestadas mostraban, por lo
menos, tres de los cuatro síntomas. Este resultado de nuestro muestreo prueba que las
personas que no son neuróticas clínicamente, podrían padecer neurosis colectiva.
Ejemplo de una contraprueba lo tenemos en el resultado de los reconocimientos
psiquiátricos a que fueron sometidos los acusados en el proceso por crímenes de guerra.
Se vio que eran sanos clínicamente.
Ahora sabemos que no sólo un conflicto psíquico sino también un conflicto espiritual
—por ejemplo un conflicto de conciencia moral— puede conducir a una neurosis. La
designamos como neurosis noógena. Pues bien, se comprende que una persona, mientras
sea capaz en general de tener un conflicto de conciencia moral, estará al abrigo del
fanatismo e incluso de la neurosis colectiva. Inversamente, alguien que padezca de
neurosis colectiva, por ejemplo, un fanatizado por ideas políticas, en la medida en que
vuelva a ser capaz de escuchar la voz de su conciencia moral, más aún, de sufrir por lo
que esa voz le dice, en esa misma medida será también capaz de superar su neurosis
colectiva.
Hace años hablé yo sobre este tema en un congreso de médicos. Entre ellos había
especialistas que viven bajo un régimen totalitario. Después de la conferencia, vinieron
estos últimos a mí y me dijeron: «Conocemos muy bien eso de lo que usted ha hablado.
Entre nosotros a eso lo llamamos enfermedad del funcionario: de una o de otra manera,
muchos funcionarios del partido sucumben de los nervios, bajo el peso cada vez mayor
de su conciencia moral. Entonces se sienten curados de su fanatismo político.» Para
decirlo brevemente: Mientras que es posible una coexistencia de neurosis colectiva y
salud clínica, la relación entre la neurosis colectiva y la neurosis noógena es inversamente
proporcional.
Los cuatro síntomas de la neurosis colectiva: la actitud provisional ante la existencia y
la postura existencial fatalista, el pensamiento colectivista y el fanatismo, se pueden
reducir a una huida de la responsabilidad y a un temor a la libertad. Ahora bien, la
libertad y la responsabilidad integran la espiritualidad del hombre. Pero el hombre actual
está hastiado del espíritu. Y este hastío del espíritu constituye precisamente la esencia del
147
nihilismo contemporáneo.
148
149
PARTE SEGUNDA
LOGOTERAPIA Y ANÁLISIS
EXISTENCIAL
150
Capítulo 10
LA LOGOTERAPIA COMO
TERAPIA ESPECÍFICA DE NEUROSIS
NOÓGENAS
Es evidente que las neurosis noógenas requieran una terapéutica adecuada que se
aplique allí donde radica la neurosis, es decir, una terapéutica que parta de lo espiritual (la
que he calificado de logoterapia) y una terapéutica que se oriente hacia lo espiritual en
cuanto que va encaminada a la existencia personal espiritual (la he llamado análisis
existencial).
Sirva para aclararlo un ejemplo casuístico concreto: Una paciente nos consulta a causa
de nerviosismo, tendencia al llanto, tartamudeo, sudores, temblores, oscilaciones de
párpados y una pérdida de peso de 7 kilos en 4 meses. Todo ello es debido a un conflicto
de conciencia entre matrimonio y fe: ¿Qué debe hacer, sacrificar el matrimonio a la fe o
viceversa? Ella da mucha importancia a la formación religiosa de sus hijos, mientras que
su marido, ateo declarado, se opone a ello decididamente. El conflicto, en realidad, es
humano y no patológico. Sólo el efecto del conflicto, la neurosis, es una enfermedad.
Pero esta neurosis no puede ser tratada sin que abordemos un problema de sentido y
valor, puesto que la misma paciente asegura que podría tener la mejor vida, tranquilidad
y su paz si se adaptase a su marido y en general a su ambiente social. Pero su problema
es éste: ¿Hay que adaptarse a cualquier precio y además a este hombre y a esta
sociedad...? Pero adaptarse al concepto que de la vida tiene su marido, dice que no
puede, ya que esto equivaldría a sacrificar su «propio yo». Ahora bien, si la paciente no
hubiera hecho esta observación, entonces el tratamiento psicoterapéutico, en este caso
concreto: logoterapéutico de la neurosis (evidentemente noógena, o sea, surgida de un
conflicto espiritual y que, por lo tanto, requiere un tratamiento desde lo espiritual) no
hubiera debido influir sobre la paciente en un sentido o en otro, es decir, bien sea
adaptación a su marido o bien imposición de su propia concepción del mundo; pues la
logoterapia ha de conducir al hombre a la conciencia de su ser responsable. Pero,
además, no debe tratar de sugerirle valores concretos de ningún género, sino quedebe
151
limitarse a hacer que el paciente encuentre por sí mismo los valores que están esperando
una realización por medio de él y que encuen tre el sentido que está esperando un
cumplimiento por medio de él. Lo que de ningún modo está permitido es la imposición al
paciente de la escala de valores y de la propia concepción del mundo del terapeuta.
Ahora bien, la paciente nos ha dado a entender expresamente que renunciar a su
convicción religiosa y a su puesta en práctica equivaldría a sacrificar su propio yo, cosa
que nos da derecho terapéuticamente a esclarecerle que su enfermedad neurótica no es
otra cosa que el resultado de la propia violentación espiritual que le amenaza o que ya ha
tenido lugar. Primero se trató de proceder contra los efectos psicofísicos del conflicto
espiritual, amortiguando la resonancia afectiva del organismo por vía medicamentosa;
después, se trató de poner en práctica una terapéutica causal, aconsejando a la paciente
que no se adaptase a su marido en lo que respecta a los principios de su concepción del
mundo, pero que debía evitar, por razones de táctica y por su convicción religiosa,
precisamente, cualquier provocación a su marido, preparando y allanando así el camino
hacia una mejor comprensión de su propia convicción.
El médico deberá abstenerse, pues, de cualquier imposición de una concepción del
mundo, de su concepción del mundo. El logoterapeuta no consentirá que el paciente se
desembarace de toda responsabilidad y que la eche sobre él, porque la logoterapia es
esencialmente educación para la responsabilidad. Partiendo de esta responsabilidad, el
enfermo debe avanzar por sí mismo hacia el sentido concreto de su existencia personal.
Por análisis existencial entiendo aquel método de tratamiento psicoterapéutico que sirva
para ayudarle a descubrir en su existen cia factores de sentido y a vislumbrar
posibilidades de valores. Naturalmente, tal análisis existencial supone una imagen del
hombre dentro de la cual haya margen para que cosas tales como sentido, valor y espíritu
puedan ocupar en ella aquel lugar que les corresponde en realidad. En una palabra: se
presupone la imagen del hombre como espiritual, libre y respon sable, responsable
precisamente de la realización de valores y del cumpli miento de sentido, es decir, ¡la
imagen del hombre como orientado de acuerdo con un sentido!
La logoterapia no pretende, desde luego, sustituir la psicoterapia en el sentido más
estricto de la palabra como en la actualidad se la está empleando, sino que quiere
complementarla y complementar también su imagen del hombre hacia una imagen del
hombre «completo» y «total» (en cuya totalidad lo espiritual constituye, como hemos
visto, el elemento indispensable).
Richard Kraemer se ha expresado con bellas palabras a propósito de la logoterapia en
cierta ocasión: «Hasta ahora el espíritu ha sido considerado antagonista del alma; ahora,
el espíritu ha llegado a ser nuestro compañero en la lucha por la salud del alma, y ahora
avanzamos con tres cuerpos de ejército contra la enfermedad: con la somatoterapia, con
la psicoterapia y con la logoterapia»[62].
152
Al calificar de logoterapia una psicoterapia que no sólo no ignora lo espiritual, sino que
parte precisamente de ello, «logos» significa lo espiritual y además el sentido, pero la
palabra espiritual no hay que tomarla en el sentido teológico.
El psicoanálisis nos dio a conocer la voluntad de placer, y como tal podríamos
entender el principio de placer; la psicología individual nos familiarizó con la voluntad de
poder, en la forma del afán de darse a valer. Pero a mucha más profundidad todavía está
enraizado en el hombre lo que nosotros llamamos la voluntad de sentido[63]: la lucha del
hombre porque se cumpla lo más posible el sentido de su existencia.
La psicología individual tomó como punto de partida el complejo de inferioridad.
Ahora bien, el hombre de hoy día no sufre tanto por el sentimiento de que él tiene menos
valor que alguna otra persona, cuanto por el sentimiento de que su propio ser no tiene
sentido. Este sentimiento del absurdo (el sentimiento de no tener sentido) prima hoy
sobre el complejo de inferioridad, por lo que se refiere a la etiología de las enfermedades
neuróticas. Nosotros sostenemos que la insatisfacción de la pretensión del hombre a que
su existencia esté lo más llena posible de sentido, puede ser no menos patógena que la
frustración sexual. En todo ello hemos tenido ocasión incesante de ver que, incluso en
casos en que la frustración sexual ocupa el primer plano, hay en el trasfondo una
frustración existencial: la estéril pretensión del hombre por vivir una existencia que esté
lo más llena posible de sentido, una existencia que es lo único que puede hacer que su
vida sea digna de ser vivida. Tan sólo en un vacío existencial prolifera la libido sexual.
Una agorafobia no tiene que ser siempre y exclusivamente expresión de una
hipertireosis y simpaticotonía o de una colapsofobia en la hipocorticosis con hipotonía
arterial, como en los casos que hemos tratado en páginas anteriores. Así, por ejemplo,
recuerdo un caso en el cual resultó que la angustia de la paciente era una angustia
existencial: «Lo infinito —dijo— me angustia; me pierdo en ello; hay en mí una
inconsistencia como si fuera a disolverme.» ¿Quién no recordará aquí lo que Pascal ha
dicho sobre su vivencia del espacio infinito, o la frase de Scheler: «El vacío infinito del
espacio y del tiempo es el propio vacío del corazón del hombre»? Si la angustia se
angustia en última instancia ante la nada, entonces el «vacío infinito del espacio» ocupa
el lugar de la nada; pero este vacío del macrocosmos no parece ser sino la proyección de
un vacío interior, de un vacío existencial, del vacío del microcosmos, es decir, un reflejo
de la falta de contenido de la existencia propia. Y si la existencia pierde su contenido o el
sujeto de tal existencia pierde su objeto, si la existencia no tiene ya objeto que pueda
llenarla existencialmente, entonces este sujeto se hace a sí mismo objeto propio, objeto
de una autocontemplación. Pero, a partir de Haug, sabemos que la autoobservación
forzada es capaz de producir fenómenos de despersonalización, y nada más lógico que la
angustia originaria se dirija hacia esta despersonalización como a su motivo aparente,
engendrando así lo que más hace sufrir a nuestra paciente, a saber, el temor a una
153
enfermedad psicótica (de la cual ella considera la despersonalización como señal
alarmante), por lo tanto, una psicotofobia. Se añade en el caso concreto que la paciente
tuvo que soportar repetidas veces noxas iatrógenas que la hicieron enredarse cada vez
más en su angustia psicotofóbica de expectativa como el gusano de seda en su capullo.
Terminó por no tener más que una angustia: «venir a parar algún día a la cama de
barrotes.» La estructura multidimensional de este caso hizo necesario, por supuesto, un
procedimiento terapéutico correspondiente: 1. El aspecto funcional: la angustia; mejor
dicho, la disposición a la angustia, se debe a una infraestructura vegetativa o endocrina.
Conforme a esto, prescribimos a la paciente inyecciones de dihidroergo-tamina. Este
componente vegetativo de la angustia no tiene un motivo, sino una causa. Los motivos,
que en realidad no son más que pseudomotivos, se los proporciona ella. 2. El aspecto
iatrógeno y reactivo: dichos motivos aparentes se los procuran a la paciente declaraciones
irreflexivas de médicos a los que consulta, declaraciones que la hacen llegar a la
conclusión de que su psicotofobia está justi ficada y que la angustia es el pródromo de
una psicosis. Por este «motivo» la paciente empieza a sentir «angustia de la angustia».
Contra esta angustia secundaria, potenciada y a su vez potenciadora, alegamos
terapéuticamente que precisamente son aparentes los motivos que le hacen sentir a la
paciente angustia de la angustia, que su psicotofobia, en realidad, carece de fundamento
y que la paciente tiene, por lo tanto, derecho a ignorar su estado angustioso y a seguir
adelantesin preocuparse de él. 3. El aspecto existencial: actuar dejando el síntoma a un
lado sólo es posible a quien actúe con un sentido hacia algo determinado. Es preciso, por
tanto, desde el punto de vista terapéutico, conducir a la paciente de acuerdo con el
análisis existencial a las concretas posibilidades de sentido de su existencia personal.
Es evidente, pues, que la logoterapia apelará a la voluntad de sentido; en eso es
merecedora del calificativo de psicoterapia apelativa. Pero no sólo apela a esta voluntad
de sentido, sino que se encarga, además, de la necesidad de evocarla primero allí donde
esté inconsciente o incluso reprimida. En cuanto al pacien te, tal logoterapia, en los casos
de neurosis noógenas, con tal de que sean debidos a una frustración de esta misma
voluntad de sentido, es decir, a la frustración existencial, tendrá también que procurar
sacar a luz posibilidades concretas de un cumpli miento personal de sentido, posibilidades
cuya realización le están encomendadas y encargadas al paciente con exclusividad
personal, valores cuya realización sea capaz de colmar la voluntad de sentido de que ha
estado frustrada, satisfaciendo así la exigencia del hombre de encontrar un sentido a su
existencia. Aquí toda logoterapia desemboca en un análisis existencial, lo mismo que, en
rigor todo análisis existencial culmina en una logoterapia. Si Darwin sólo ha visto la lucha
por la existencia y Kropotkin, además de esto, el socorro mutuo, el análisis existencial ve
la aspiración al sentido de la existencia y se entiende a sí mismo como ayuda para la
búsqueda de este sentido.
154
Observamos con frecuencia que, frente a la tarea de una cura médica de almas, el
médico deserta, bien sea refugiándose en el campo de lo somático o bien en el de lo
psíquico. Lo primero ocurre siempre que intente despachar literalmente al paciente con
un tranquilizante. De un modo u otro se esfuerza por «cortar con benevolencia todas las
congojas del alma y todos los remordimientos de la conciencia» (Friedrich Nietzsche).
Mientras que el somatologismo ignora lo espiritual, el psicologismo proyecta lo noético
en lo puramente psíquico. Y a lo noético pertenece también la voluntad de sentido. El
médico se refugia en lo psíquico cuando se enfrenta a un paciente que está desesperado
porque duda del sentido de su existencia, no con objeciones racionales que aboguen, por
ejemplo, contra un suicidio, sino que se limita a indagar los trasfondos emocionales de la
desesperación. Como si la verdad de una visión del mundo dependiese de la salud de
aquel que «contempla» el mundo[64]. En realidad, existe la verdad a pesar de la
enfermedad y no solamente a pesar de la enfermedad neurótica, sino también a pesar de
la psicótica. 2 x 2 = 4, aun cuando lo diga un paranoico. Además, los problemas y los
conflictos de por sí no son, ni mucho menos, algo enfermizo. Incluso los con flictos
insolubles no son patológicos por el solo hecho de no tener solución. De acuerdo con
H.J. Weitbrecht, no compartimos «la ingenua opinión de que el hombre sano no conoce
conflictos irresolubles». Lo mismo que existe la verdad a pesar de la enfermedad así
también existe el sufrimiento a pesar de la salud. Lo primero lo olvida el
psicologismo, lo último lo pasa por alto el por mí llamado patologismo.
El patologismo no distingue entre lo simplemente humano y lo propiamente enfermo.
Y la desesperación no es necesario que sea algo patológico. Uno de mis pacientes,
profesor de universidad, que sufría periódicamente estados de depresión endógena,
estaba preocupado por el sentido de su existencia no en las fases depresivas, sino en los
intervalos normales.
Así, pues, la desesperación de un individuo en presencia de la aparente falta de sentido
de su existencia, esta duda de sentido que es, en última instancia, el origen de toda la
desesperación, dista mucho de ser por sí misma algo patológico. Tal desesperación es
humana pero no morbosa. La afirmación de que un hombre que duda del sentido de su
existencia tiene por fuerza que estar enfermo, sería un patologismo. Frente a esto nos
vemos obligados a distinguir claramente entre lo humano, por una parte, y lo morboso,
por otra.
Ni siquiera todo suicidio es patológico. Y no siempre, ni mucho menos, hay que
interpretar «el suicidio como final de un desarrollo psíquico morboso», por citar el título
de un libro. Con esto no quiere decirse que el suicidio sea capaz de solucionar algún
problema o algún conflicto. Podría comprobarse que a un suicida le falta valor, y a otro,
humildad; pero si bien es verdad que el uno no es un héroe ni el otro un santo, ambos no
están dementes. No sufren una enfermedad psíquica, sino una crisis espiritual: un apuro
155
de conciencia. Y aunque la conciencia de un suicida yerre, este errar sigue siendo
humano.
El patologismo es más problemático allí donde confunde con lo enfermo no sólo lo
humano, sino lo más humano que puede darse, a saber, la preocupación por llenar lo más
posible de sentido la existencia humana, allí donde lo más humano es considerado como
algo demasiado humano, como una debilidad, como un complejo. La exigencia del
hombre de encontrar un sentido a la existencia, esta voluntad de sentido tiene tan poco
que ver con un signo de enfermedad que incluso la movilizamos como un medio curativo
en el sentido de la psicoterapia, que postulamos, desde lo espiritual.
Pero no debemos olvidar que la voluntad de sentido no sólo representa el fenómeno
más humano que pueda haber, sino que incluso su frustración no es aún nada patológico.
El que considera la propia existencia como carente de sentido no tiene necesariamente
que estar enfermo y ni siquiera tiene por qué ponerse enfermo. La frustración existencial
no es, por lo tanto, ni algo enfermizo ni tampoco algo que en todo caso tenga que llevar a
una enfermedad; en otros términos, no es de por sí nada patológico y ni siquiera algo
necesariamente patogénico; pues, caso que sea patógena, lo es tan sólo en potencia. Pero
siempre que de facto se vuelva patógena (patógeno = que produce enfermedad) y
conduzca realmente a una enfermedad neurótica, calificamos de noógenas (noógeno =
surgido de lo espiritual) a tales neurosis.
Preguntémonos ahora: ¿Cuándo la frustración existencial se vuelve patógena? Pues
bien, para esto es necesario el concurso de una afección somatopsíquica que tiene que
asociarse primero a la frustración existencial. Es decir, para que se produzca una neurosis
noógena primero tiene que intercalarse en la frustración existencial una afección
somatopsíquica. Además, no es en realidad concebible de otro modo si se parte
precisamente de la logoterapia; pues según ella, desde un principio, no puede haber un
acaecer morboso más que en la esfera del organismo psicofísico y no en la de la persona
espiritual: La persona espiritual no puede ponerse enferma. Pero el hombre sí puede
enfermar. Y siempre que esto ocurra, tiene que estar implicado al organismo psicofísico.
Para poder hablar de neurosis tiene que darse, pues, una afección psicofísica. En este
sentido hablamos deliberadamente sólo de neurosis noógenas y no de neurosis noéticas.
Neurosis noógenas son enfermedades «surgidas del espíritu», pero no son enfermedades
«en el espíritu»: no existen «noosis»; lo noético no puede ser en sí y como tal algo
patológico y por tanto tampoco algo neurótico: la neurosis no es una enfermedad noética,
no es una enfermedad espiritual, tampoco es una enfermedad del hombre solamente en
su espiritualidad, sino que es más bien siempre la afección de un individuo en su unidad y
totalidad. De todo lo dicho resulta igualmente que la expresión de neurosis noógenas es
preferible a la de neurosis existenciales, ya que lo único que puede ser existencial es, en
rigor, una frustración y ella precisamente no es ninguna neurosis y ni siquiera algo
156
patológico.
Llegado a este punto de nuestras reflexiones vemos, además del peligro del
patologismo que hemos señalado, otro peligro más: el peligro de un noologismo. Y se
incurriría en el errordel noologismo si se afirmase que toda neurosis es noógena. Se
incurriría por otra parte en el error del patologismo si se sostuviera que toda frustración
existencial es patógena. Lo mismo que no toda frustración existencial es de por sí algo
neurótico, así tampoco toda neurosis tiene su origen en una frustración existencial. H.J.
Prill informa desde la Clínica ginecológica universitaria de Würzburgo que en un 21 por
ciento de los casos de neurosis orgánicas pudo comprobar una patogénesis existencial. Y
mi colaboradora Eva Niebauer, directora del ambulatorio psicoterapéutico de la
Policlínica neurológica de Viena, manifiesta que sólo puede calificar, en último término,
como neurosis noógenas, el 14 por ciento entre el total de los casos que se presentaron.
Un porcentaje análogo de un 12 por ciento, ni más ni menos, registraron R. Volhard y D.
Langen. Esto quiere decir que no toda neurosis es noógena, que no toda neurosis ha
surgido de un conflicto de conciencia o de un problema de valor.
Mientras que el psicologismo diagnostica erróneamente como psicógena toda neurosis,
el noologismo, en cambio, considera como noógena a toda neurosis y, por tanto, también
la psicógena (e incluso la pseudoneurosis somatógena). Afirmaciones tales como las
siguientes son ejemplificadoras de tan flagrante noologismo: «La neurosis es siempre una
exageración de valores relativos»[65]. Más aún: «El problema de Dios es en todo análisis
el problema central de conflicto»[66]. Cuando el autor de la primera fase sostiene que la
neurosis es «siempre» una exageración de valores relativos, no sólo absolutiza él mismo
a su vez algo relativo, sino que se trata ante todo de un flagrante noologismo, pues ni la
neurosis obedece siempre a una absolutización de valores relativos ni este absolutismo de
valores conduce siempre a una neurosis. No seamos más papistas que el papa. También
el padre franciscano J.H. Vander Veldt, de la Universidad Católica de América en
Washington, corrobora nuestra propia opinión al declarar expresamente que no toda
neurosis está ocasionada por un conflicto, y menos aún por un conflicto moral o incluso
religioso. Y cuando el autor de la otra frase, en contra de la advertencia de J.H. Vander
Veldt, toma como base de la etiología de la neurosis no el conflicto moral, sino el
religioso, y éste no como un conflicto sino como el único, y lo «idolatriza» (para emplear
su expresión favorita) al afirmar que el problema de Dios es en «todo» análisis el
problema central del conflicto, entonces no tiene en cuenta una advertencia de H.J.
Weitbrecht: «No nos corresponde juzgar sobre la culpa en actitud de sacerdote y menos
aún atrevernos a considerar la enfermedad como forma de un antagonismo con el orden
divino. Hay que rechazar como cosa impropia del médico la hybris en el afán de
descubrir y desenmascarar.»
Además de la Escila del psicologismo nos amenaza la Carib dis del noologismo.
157
Mientras que el psicologista proyecta lo espiritual desde el espacio de lo humano (que no
está constituido hasta que no incluye la dimensión de lo espiritual) en el plano de lo
meramente psíquico, el noologista interpreta lo corporal unilateral y exclusivamente como
una expresión de lo espiri tual. Pero, en realidad, el acaecer corporal de la enfermedad no
tiene en general aquel valor en la historia de la vida, ni tampoco aquel valor de expresión
para el espíritu-alma que la medicina psicosomática le atribuye tan generosamente. La
medicina psicosomática enseña que sólo se pone enfermo quien se atormenta... Pero se
puede comprobar que, dado el caso, puede ponerse enfermo también el que se alegra. Y
si las palabras de Juvenal: mens sana in corpore sano se interpretan mal, en sentido de
que un espíritu sano esté condicionado por un cuerpo sano, yo puedo testificar en cuanto
psiquiatra que también puede haber una mens insana in corpore sano, lo mismo que en
cuanto neurólogo me comprometo a afirmar que se da también una mens sana in
corpore insano, por ejemplo, en un cuerpo paralizado. Ciertamente, toda enfermedad
tiene su «sentido»; pero el verdadero sentido de una enfermedad no está en el hecho de
estar enfermo, sino, más bien, en la «manera» de sufrir, y por tanto este sentido ha de
ser dado primero en cada caso a la enfermedad, y ello acontece siempre que el hombre
doliente, el homo patiens, cumple, en un justo y recto sufrir de un auténtico destino, el
sentido posible de un sufrimiento necesariamente impuesto por el destino. El hacer
resplandecer tal posibilidad de sentido, la búsqueda de sentido, es la tarea de una cura
médica de almas. Así, pues, esta tarea responde también a la voluntad de sentido.
Las enfermedades desencadenadas pero precisamente no causadas por lo anímico, y
que por lo tanto no son psicógenas, las calificamos de psicosomáticas. No compartimos
el criterio de la medicina psicosomática según el cual lo que se vuelve patógeno son
siempre complejos, conflictos, problemas y traumas específicos. Se puede más bien
comprobar sin dificultad que los complejos, conflictos, problemas y traumas, en cuya
patogénesis, presuntamente tan específica se viene insistiendo constantemente, han de
considerarse como prácticamente ubicuos. Y siempre que se comprueban
anamnésicamente, no hay que pensar que son ellos los que han causado la enfermedad.
Sacar semejante conclusión equivaldría a la deducción de que un arrecife que no emerge
y se hace visible en la bajamar, es causa de la bajamar: en realidad, el arrecife sólo es
descubierto por la bajamar; y del mismo modo, tampoco los diversos complejos,
conflictos, problemas y traumas son la causa de la enfermedad, sino que emergen con
tanta frecuencia y variedad en las anamnesis porque se trata, en los respectivos
pacientes, de sujetos dominados por la angustia y la preocupación y cuyo estado
angustioso representa ya el efecto de una enfermedad neurótica.
Cosa análoga puede decirse también de la esfera, no de la patogénesis en general, sino
de la noogénesis en particular: también para las neurosis noógenas es válido que la
frustración existencial que puede haberlas causado es tan ubicua que en sí y como tal no
158
puede ser patógena. Por consiguiente, también en ellas tiene primero que intercalarse una
afección somatopsíquica y tiene que estar implicado el organismo psicofísico.
A nuestro modo de ver, la etiología de las enfermedades neuróticas podría resumirse
de la manera siguiente:
I. Reacción personal
1. Mala pasividad. Huida ante la angustia: patrones de reacción neurótico-angustiosa.
2. Mala actividad.
a) Lucha contra la obsesión: patrones de reacción neurótico-obsesiva.
b) Lucha por el placer: patrones de reacción neurótico-sexual.
(Frente a esto, el correctivo terapéutico viene a ser:
1. Pasividad justa: ignorar la neurosis, cosa que sólo puede conseguirse y exigirse en
la medida en que por parte del paciente se llegue a un actuar dirigido sobre algo, es decir,
a la
2. Actividad justa.)
II. Resonancia organímica, en la que se trata, en rigor, sit venia verbo, de una reacción
del organismo psicofísico ante la reacción de la persona espiritual.
Forman la caja de resonancia organímica:
1. Una disposición correspondiente.
2. Una constitución correspondiente.
En cuanto a la disposición, hemos llegado a conocer el papel que desempeña no
solamente la carga sino también la descarga excesivas: Manfred Pflanz y Thure von
Uexküll pudieron poner de manifiesto que el hombre, aun en el sentido de la medicina
interna, sólo enferma cuando está demasiado cargado o menos de lo debido; en una
palabra, cuando no tiene una tarea que corresponda a sus fuerzas. Pero si la posee,
entonces ella se muestra como «antipatógena», como conservadora de salud. Lo que
interesa es el correctivo terapéutico de un requerimiento adecuado por parte de algo hacia
lo cual merezca la pena actuar (véase lo dicho antes).
En cuanto a la constitución, hemos llegado a conocer, por fin, el papel que tienen:
a) La psicopatía (especialmente en su forma anancástica).
b) La neuropatía, en la que distinguimoscuadros clínicos en los que predomina,
según el caso, el componente simpaticotónico o el vagotónico.
c) La endocrinopatía, de la que destacamos los grupos 
—basedowoide (hipertiroideo)
—addisonoide (hipocorticoide) y
—tetanoide.
No debemos pasar por alto ninguno de los factores que integran la etiología de las
159
enfermedades neuróticas, ni tampoco sobreestimarlos, a no ser que queramos incurrir en
un somatologismo, en un psicologismo o en un noologismo, respectivamente (figura 14).
Figura 14
160
161
Capítulo 11
LA LOGOTERAPIA
COMO TERAPIA INESPECÍFICA
De lo que dijimos al principio se deduce que en las neurosis noógenas la logoterapia
representa una terapéutica específica: las neurosis noógenas, en cuanto neurosis surgidas
de lo espiritual, reclaman la logoterapia como terapéutica que parte de lo espiritual. En las
neurosis noógenas la logoterapia está indicada en cuanto que estas neurosis representan la
zona de indicación más estricta de la logoterapia. Dentro de los límites de esta zona, la
logoterapia es efectivamente un sustitutivo de la psicoterapia. Pero existe también una
zona más amplia de indicación de la logoterapia que representan las neurosis en el sentido
más estricto, es decir, no las neurosis noógenas, sino las psicógenas. Y dentro de esta
zona la logoterapia no es ningún sustitutivo de la psicoterapia, sino simplemente su
complemento.
Pero no es que la logoterapia sea solamente un complemento de la psicoterapia, sino
que es además un complemento de la somatoterapia o, mejor dicho, de una terapéutica
simultánea soma topsíquica que coloca la palanca tanto en lo somático como en lo
psíquico para sacar las neurosis de estos dos quicios. Observamos constantemente que,
entre los trastornos funcionales vegetativos y endocrinos, de una parte, y los tipos
patógenos de reacción ante estos trastornos funcionales, de otra, se produce un circulus
vitiosus al intercalarse en una disposición vegetativa a la angustia, una angustia reactiva
de expectativa (véase p. 148), la cual hace que el paciente se vaya enredando en una
neurosis de angustia. Al círculo neurótico que se ha producido de este modo han de
corresponder unas tenazas terapéuticas, cuyas uñas se apliquen tanto en lo somático
como en lo psíquico para cascar la nuez de la neurosis. Lo cual se consigue, por ejemplo
en los casos de infraestructura hipertiroidea, tratando, a través de una terapéutica
intencionada, por medio de inyecciones de dihidroergotamina, la disposición vegetativa a
la angustia, a la vez que se está haciendo la psicoterapia de la angustia reactiva de
expectativa. Ahora bien, se ha puesto de manifiesto que precisamente en tales casos sólo
puede llevarse a cabo una terapéutica de este modo intencionada, es decir, que la
neurosis sólo puede ser superada del todo por una orientación y un enderezamiento del
162
paciente a un sentido concreto de la existencia personal que primero hay que esclarecer
por vía del análisis existencial.
Los círculos neuróticos —todos ellos— sólo pueden proliferar en un vacío
existencial, y la terapéutica sólo puede llevarse a efecto si se logra llenar con la ayuda de
la logoterapia este vacío existencial. La logoterapia representa en este caso un
complemento noético de la terapéutica somatopsíquica.
No es cierto, pues, ni mucho menos, eso de que la logoterapia pase por alto lo
biológico o fisiológico; lo que pretende es: evitar que lo fisiológico y lo psicológico hagan
olvidar lo noológico. Si se construye una casa y al final el tejador se pone a cumplir su
trabajo, nadie le reprochará que no se preocupe del sótano.
En los casos anteriormente tratados difícilmente cabe decir que el vacío existencial, lo
único en que el círculo neurótico puede proliferar, haya sido patógeno; resulta, sin
embargo, que llenar ese vacío que es antipatógeno, por emplear la expresión de Manfred
Pflanz y Thure v. Uexküll. Y así, pues, también en tales casos que son, en rigor,
somatopsicógenos y que no han surgido en absoluto de lo espiritual, está indicada, no
obstante, una terapéutica desde lo espiritual, que es como se entiende la logoterapia. Y
para estos casos es aplicable la frase de Paracelso: la enfermedad nace ciertamente de la
naturaleza, pero su curación proviene del espíritu. Las neurosis no eran noógenas, mas, a
pesar de todo esto, estaba indicada, también en ellas, una logoterapia combinada con la
terapéutica simultánea somatopsíquica. En tales casos puede hablarse de la logoterapia
como de una terapéutica inespecífica.
Considero muy acertados los comentarios que hace sobre el particular Edith
Weisskopf-Joelson, de la Universidad de Georgia: «Aunque la psicoterapia tradicional ha
insistido en que las prácticas deben basarse en los datos averiguados acerca de la
etiología, es muy posible que algunos factores puedan causar neurosis durante la
temprana infancia, y que factores enteramente diferentes puedan aliviar las neurosis
durante la edad adulta... Ayudar al paciente a desarrollar defensas eficaces y socialmente
aceptables contra la angustia —tales como el sistema de apoyo de los valores éticos—
me parece a mí una meta más realista, aunque quizás menos ambiciosa, de la terapéutica
que la de “ir a las raíces” del trastorno.»
Sirva el siguiente ejemplo casuístico para documentarlo: La señora Eleonore W.
(Policlínica neurológica, amb. 3070/1952), de treinta años de edad, acude a nosotros con
una psicotofobia y criminofobia, homicidofobia y suicidofobia gravísimas. La
psicotofobia se refiere a alucinaciones hipnagógicas; al parecer, la paciente es una
eidética. Aparte de esto sufre evidentemente un anancasmo grave y éste constituye la
vertiente psicopática de la base constitucional de su neurosis, mientras que la vertiente
neuropática se manifiesta en forma de una simpaticotomía (de cuya legitimidad, según F.
Hoff y Curtius, no tenemos por qué dudar) o en forma de una hipertireosis que se
163
entrecruza con aquélla. Tiroides aumentando, exof talmía, temblores, taquicardia
(frecuencia del pulso, 140 p. m.), pérdida de peso (5 kgs), metabolismo basal + 72 %. A
esta base constitucional se asocia un factor disposicional: el dérangement vegetativo
ocasionado por una estrumectomía llevada a cabo hace dos años y, por último un factor
condicional: un desequilibramiento vegetativo, pues un día la paciente tomó en contra de
su costumbre un café muy cargado, después de lo cual sufrió un ataque vegetativo de
angustia al que reaccionó con una angustia reactiva de expectativa («después del primer
ataque de angustia me volvía en seguida a angustiar ya con sólo pensar en él»). Más
tarde, la angustia de expectativa se condensó, como hemos visto, alrededor de sus
ocurrencias obsesivas anancásticas. Hasta aquí lo referente a los factores
constitucionales, disposicionales y condicionales o a la somatogénesis y la psicogénesis.
Además de esto resulta que, en el sentido de una noogénesis, la paciente vive en un vacío
existencial: «Hay en mí como un vacío espiritual; estoy como colgada en el aire; todo me
parece sin sentido; lo que más me ayudaba siempre era el tener que cuidar de alguien;
pero ahora estoy sola; ¡quiero volver a tener un sentido de la vida!» El motivo por el que
la paciente nos había consultado no estaba en su frustración existencial; pero el efecto de
la terapéutica, sin embargo, se presentó sólo después de habérsele indicado el medio de
llenar su vacío existencial y de disolver todas esas proliferaciones neuróticas vacías.
Ante este amplio espectro de las posibles indicaciones y combinaciones que ofrece la
logoterapia analítico-existencial, es comprensible lo que comenta M.B. Arnold, cuando
afirma estrictamente: «Toda terapéutica tendrá que ser también logoterapia, de alguna
manera, y con las restricciones que sea.»
164
Capítulo 12
INTENCIÓN PARADÓJICA Y
DERREFLEXIÓN
165
1. Intención paradójica
1.1. Técnica terapéutica
En su prólogo a una obra sobre la logoterapia, Allport afirma que la logoterapia, en los
Estados Unidos de América, es una de las corrientes agrupadasbajo la denominación de
«psiquiatría existencial». Robert C. Leslie sostiene, no obstante, que la logoterapia
constituye, precisamente en este aspecto, una «excepción notable», porque, en contra de
las demás tendencias de la psiquiatría existencial, ha sido capaz de hacer que brote de su
interior una técnica acertada. Referencias análogas se encuentran en obras especializadas,
escritas por Donald F. Tweedie, Aaron J. Ungersma, Godfryd Kaczanowski y
Crumbaugh. Se trata de la intención paradójica, tal como fue ya descrita en mi trabajo
Zur medikamentösen Unterstützung der Psychotherapie bei Neurosen («Schweizer
Archiv für Neurologie und Psychiatrie» 43 [1939] 26).
A continuación no vamos a exponer la intención paradójica por el camino de la
inducción, o sea, introduciéndola desde la terapéutica de las neurosis, sino por el camino
de la deducción, es decir, deduciéndola de la teoría de las neurosis.
Con este fin volvemos sobre la neurosis de angustia. Puede observarse
constantemente que la angustia del neurótico angustioso se potencia a una angustia de la
angustia, la cual está motivada por una colapsofobia, una infartofobia y una insultofobia
(véase p. 141), según que el paciente tema que pudiera derrumbarse en la calle,
desplomarse por una apoplejía del corazón o una apoplejía cerebral. Pues bien, por
temor a la angustia el paciente se da a la fuga ante la angustia; en una palabra, huye de la
angustia, pero quedándose, paradójicamente, en casa; nos encontramos aquí con el
primero de los tipos de reacción que hemos tratado, esto es, con el patrón de reacción
agorafóbica .
Otra cosa acontece con la neurosis obsesiva: el paciente tiene miedo a la obsesión. Y
ese miedo está motivado por el recelo de que lo que está sufriendo pudiera degenerar, ser
el signo precur sor o incluso la manifestación de una enfermedad mental (psicotofobia) y
que él mismo pudiera hacer un disparate (criminofobia), esto es, atentar contra la vida
propia (suicido fobia) o bien contra la de otros (homicidofobia; véase p. 155). Mientras
que el neurótico angustioso se da a la fuga ante la angustia, el neurótico obsesivo
emprende la lucha contra la obsesión. La reacción del paciente consiste en luchar contra
las ocurrencias obsesivas, en arremeter contra ellas, en rebelarse contra ellas, en
contraposición al neurótico angustioso que huye de los ataques de angustia. Se trata aquí
del tipo de la reacción neurótico-obsesiva ante el anancasmo psicopático, en el cual el
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patrón neurótico-obsesivo de reacción potencia la psicopatía anancástica al grado de
neurosis obsesiva reactiva.
Y distinto es también en la neurosis sexual: la lucha por el placer es lo característico
del patrón neurótico-sexual de reacción (véase p. 168). El neurótico-sexual corre tras el
placer y por eso precisamente lo pierde. El neurótico-sexual persigue el placer, pero el
placer es un efecto que no se deja «atrapar», sino que tiene que continuar siendo siempre
efecto y no puede ser propuesto como objeto. La caza de la felicidad espanta a la propia
felicidad, la lucha por el placer ahuyenta al placer. A la intención forzada del placer sexual
se asocia entonces una reflexión forzada del acto sexual; pero la atención excesiva actúa
de un modo no menos patógeno que la intención excesiva.
El ejemplo de la angustia de expectativa pone de manifiesto que el temor realiza lo que
teme. Y del mismo modo que el temor pone en práctica lo que teme, el deseo forzado
imposibilita lo que se propone. De esto se aprovecha la logoterapia, porque intenta
inducir al paciente a desear para sí o a emprender él mismo, paradójicamente, aquello
precisamente que él tanto teme.
Tanto en el temor a la angustia, característico de las neurosis de angustia, como en el
temor a la obsesión propio de las neurosis obsesivas encontramos un temor a algo
anormal, mientras que la intención forzada, en el hombre por conseguir su potencia y en
la mujer el orgasmo, que encontramos en casos de neurosis sexuales, no representa un
temor a algo anormal, sino el deseo forzado de algo normal.
Figura 15. Trastorno en el plan
Ahora bien, ¿qué ocurriría si vinculásemos el deseo con algo anormal trastornando así
el plan de la neurosis? (figura 15). ¿Qué ocurriría si indujésemos y persuadiésemos al
paciente fóbico a que trate de desear precisamente lo que teme (aunque esto sólo
aconteciera por un momento)? Es conocido que, si yo, en cuanto impotente, «quiero»
expresamente realizar el coito, el mero hecho de proponérmelo forzadamente lo está
imposibilitando. Pero, ¿qué ocurriría si yo, en cuanto agorafó-bico, quisiera, no menos
expresamente, sufrir un colapso? En el supuesto de que nuestros pacientes logren
proponerse paradójicamente lo que temen, esta medida psicoterapéutica de tratamiento
ejerce una influencia asombrosamente favorable sobre el paciente fóbico, puesto que en
el momento en que aprenda a sustituir el miedo por la intención (paradójica), está
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quitando el fundamento al temor.
Para ejemplificar todo ello me serviré de un caso concreto: el del joven colega que
padece una hidrofobia grave. Es vegetativamente lábil por naturaleza. Un día estrecha la
mano a su superior y observa que empieza a sudar de un modo sorprendente. La
próxima vez, en ocasión análoga, espera ya la irrupción del sudor y la angustia de
expectativa es lo suficiente para hacerle sudar intensamente. Se le indica a nuestro colega
hidrofóbico que, dado el caso —es decir, ante la expectación angustiosa de una irrupción
de sudor—, se proponga incluso «sudar de firme» delante de todo el mundo con quien se
encuentre. «Hasta ahora no he llegado a sudar más de un litro» —se decía a sí mismo
(según nos manifestó posteriormente)—, «¡pero ahora voy a sudar 10 litros!» ¿Y el
resultado? Después de haber soportado durante cuatro años su fobia, pudo librarse de
ella completa y definitivamente en el período de una semana por este medio que le
trazamos en una sola sesión.
Tales resultados terapéuticos de tratamiento demuestran que la llamada «terapéutica
breve» puede ser breve y buena, incluso cuando no pretende ser psicología profunda;
que no por eso ha de ser necesariamente psicología superficial. Por lo demás, lo contrario
de psicología profunda no es psicología superficial, sino más bien psicología de altura[67].
Por lo que respecta a la afirmación de que en todo ello se trata de una terapéutica
sintomática, remitimos a J.H. Schultz: «El reparo que se pone con frecuencia de que a la
supresión de un síntoma en tales casos sigue necesariamente la formación de otro
síntoma de sustitución u otra falsa actitud interior, es, al generalizarlo, un aserto
completamente infundado.»
El paciente ha de objetivar la neurosis y distanciarse de ella. El paciente debe aprender
a encararse con la angustia e incluso a reírse de ella en su propio rostro. Para esto hace
falta un poco de valor, a fin de afrontar el ridículo. El médico no debe tener reparos en
decir al paciente e incluso en representar escénicamente lo que éste debe decirse a sí
mismo. Nada hay como el humor para que el paciente se distancie de sí mismo. El
humor merecía que lo llamáramos un existencial, lo mismo que la preocu pación (M.
Heidegger) y el amor (L. Binswanger).
1.2. Casuística clínica
¿Cómo se maneja la intención paradójica en la práctica?
Cierto día acudió a nosotros un joven cirujano: cada vez que su jefe de clínica entraba
en la sala de operaciones temía que al operar pudiera ponerse a temblar; más tarde este
temor era ya lo bastante fuerte como para hacerle temblar de verdad; y terminó por no
poder reprimir esta tremorfobia o el tremor por ella provocado si no era
emborrachándose antes de cada operación. Pues bien, este caso provocó una reacción
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terapéutica en cadena. En efecto, después de haber yo expuesto su historia clínica y mi
método de tratamiento en una de mis clases clínicas, recibí, unas semanas después, la
carta de una de mis oyentes, estudiante de medicina, que me refirió el hecho siguiente:
ella había sufrido también, hasta entonces, una tremorfobiaque aparecía siempre que el
catedrático de anatomía entraba en la sala de disección. Y, en efecto, la joven colega
todas las veces se ponía a temblar. Después de haber oído en mi clase el caso del
cirujano, trataba de aplicarse por sí misma esta terapéutica; a partir de entonces se
proponía, cada vez que venía el catedrático para asistir a clase de disección: «A éste le
voy yo a enseñar ahora lo que es temblar de verdad; ¡éste va a ver qué bien sé temblar!»
Después de lo cual —según me escribió— desapareció inmediatamente tanto la
tremorfobia como el mismo tremor.
Otro caso más: Marie B. (Policlínica neurológica, 394/1955 y 6264/1955). La paciente
fue tratada y su historia clínica, que reproducimos ahora abreviada, fue redactada por el
doctor Kocourek. En el primer término del cuadro de la enfermedad aparecen
palpitaciones cardíacas; van acompañadas de angustia y «una sensación como de
colapso». Tras los primeros ataques cardíacos y angustiosos sobrevenía la angustia de
que todo ello se volviera a repetir, lo que ya era suficiente para producirle las
palpitaciones cardíacas. En particular teme desplomarse en la calle o sufrir un ataque de
apoplejía. El colega Kocourek le indica que se diga a sí misma: «Que el corazón palpite
todavía más. Intentaré desplomarme en la calle.» Se invita a la paciente a que busque,
a modo de entrenamiento, todas las situaciones desagradables para ella y que no las
rehuya. Dos semanas después del ingreso refiere la paciente: «Me encuentro muy bien y
ya no siento apenas palpitaciones cardíacas. Los estados de angustia han desaparecido
completamente. Estoy casi del todo bien.» A los diecisiete días después de que la
paciente fue dada de alta nos refiere: «Si alguna vez tengo palpitaciones me digo que el
corazón me palpite más todavía. Entonces las palpitaciones cesan.»
A continuación vamos a ejemplificar casuísticamente la aplicabilidad de la intención
paradójica a casos de neurosis obsesivas:
La señora Hede R. de S., de cincuenta y dos años. Ya su madre fue aquejada de una
grave neurosis obsesiva. Hace catorce años aparecieron los primeros síntomas obsesivos
también en la paciente misma, que había sido hasta este momento simplemente
meticulosa; en concreto, empezaba a sufrir una obsesión de contar. Cuando se pone a
leer, ocurre tener que empezar 10 veces o quedarse estancada en una palabra. Tiene que
tener sus armarios ordenados minuciosamente y estar controlándolo todo temiendo que
se la pueda interrumpir en ello. Tiene que examinar los cajones golpeándolos con el dedo
en un ritmo determinado para asegurarse de que realmente están cerrados. Se desollaba
repetidas veces sus nudillos a fuerza de tanto golpear, rompía las llaves y violentaba los
picaportes por estar comprobando continuamente si las puertas, en efecto, estaban
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cerradas. Ni siquiera a su marido le consiente que ande en sus armarios, hasta el punto
de que un día se vio precisado a comprarse expresamente una camisa porque ella no se
decidió a que su marido abriera uno de sus armarios. Se la pone en tratamiento
hospitalario y se la confía al cuidado de la doctora Niebauer con el objeto de una
psicoterapia, y no es más que inicialmente tratada por el jefe de la sección enseñándola la
intención paradójica. La misma tarde la paciente pone en desor den dos departamentos
de su armario. Es digno de notar que sólo después de este efecto terapéutico manifestó a
la doctora Niebauer que el hermano de la paciente, cuando ella tenía sólo cinco años,
destruyó su muñeca favorita, a partir de lo cual la paciente empezó a guardar sus
juguetes. Llegada a los dieciséis años, su hermana, a espaldas suyas, usaba sus vestidos,
lo que la indujo a guardarlos también bajo llave. La doctora Niebauer entrena a la
paciente en la intención paradójica: se sugiere imperfección, todo ha de estar lo más
desordenadamente posible. La paciente ha de abrir el armario con el deseo de revolverlo
todo, para desviar así sus representaciones obsesivas. A los dos días de tratamiento la
paciente ha llegado a no tener que contar nada, ni controlar nada y a no sentir angustia
ante su armario. Al cuarto día de tratamiento, se olvida de cerrar con llave el armario. Al
sexto día de tratamiento no tiene ya que repetir nada. A las dos semanas de empezar el
tratamiento, la paciente es capaz —como nos refiere espontáneamente— de utilizar su
pluma estilográfica normalmente, cosa que no podía hacer desde hacía doce años, puesto
que tenía que hacerlo conforme a un «esquema» determinado. Dos días después, al
dársele el alta, declara literalmente ante el jefe de la sección: «Ya no tengo más angustia.
Todo va normalmente. Vuelvo a casa como una persona distinta.» La neurosis obsesiva
la venía padeciendo desde hacía catorce años. ¡Y la mejoría se llevó a cabo en el término
de dieciséis días! Persiste la mejoría.
Otro caso: El señor Karl P. (Policlínica neurológica, 901/1956), de 44 años de edad,
músico. El paciente fue tratado por la doctora Niebauer, quien escribió su historia clínica.
Desde su infancia el paciente había sido muy meticuloso. A los 16 años tuvo la
escarlatina y estuvo en un hospital para enfermedades infecciosas. Por aquel entonces,
otros enfermos que guardaban cama en la misma habitación que el paciente se
procuraban alimentos a escondidas y los pagaban con billetes de banco que salían del
hospital en contra del reglamento. Desde entonces, el paciente sufre de la idea obsesiva
de que todo billete de banco pudiera ser fuente de infección. Tiene miedo a las bacterias,
a las enfermedades infecciosas, a las enfermedades cutáneas y a las venéreas. No tiene
más que un sólo ceremonial. Cuando regresa del trabajo a casa, limpia infinitas veces los
picaportes de las puertas y se lava las manos. Los amigos que vienen a visitarle, están al
tanto y hacen lo mismo, porque de lo contrario él se sentiría desasosegado. No es capaz
de entrar en una tienda donde tengan que darle billetes. El sueldo lo cobra siempre en
billetes nuevos, y únicamente de diez chelines de valor. Cuando efectúa un pago, no
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quiere que le den la vuelta en billetes. Las monedas que le dan de vuelta, van a parar a
una bolsa, y las lava varias veces en casa o las mete en agua hirviendo. Lleva consigo
constantemente un frasco con agua y una pastilla de jabón. Después de recibir una visita,
friega toda la casa. Cuando su hijo regresa a casa, le limpia bien los cuadernos y la
cartera, y le cepilla cuidadosamente la ropa. El coche lo está lavando a todas horas. Tan
sólo entonces se siente tranquilo. Tiene varios abrigos que le protegen de las bacterias. Si
se pone uno de esos abrigos, entonces se siente «inmune» y puede aceptar incluso
billetes de banco sucios. Durante el trabajo lleva siempre una bata blanca para
protegerse. Pero en los conciertos tiene que presentarse vestido de traje negro. Entonces
siente mucha angustia e inquietud. No se acuesta dia riamente hasta las dos o dos y
media de la mañana, porque antes tiene que planear infinidad de cosas y ponerlo todo en
orden. Luego se acuesta. Y dormita siempre en las horas de trabajo. De niño, su madre
creía que nunca estaba suficien temente limpio, y le obligaba a lavarse una y otra vez.
Durante la pubertad oyó contar una vez que alguien, por comer plátanos en un
restaurante, había contraído la lepra. Desde entonces rehuye los plátanos, porque cree
que son siempre leprosos los que los recogen de los bananeros, y constituyen una fuente
especial de infección. En 1953 estuvo en tratamiento ambulatorio. Pero el psicoterapeuta
de allí, después de cinco sesiones, perdió la paciencia y le dijo que no podía hacer nada
por él. La doctora Niebauer recomienda al paciente, de conformidad con la intención
paradójica, que desee aquello de lo que tiene tanto miedo, y que se diga para sus
adentros: «Voy a ver si ahora atrapo el mayor número posible de infecciones.» Debe
meterse billetes de banco en todos los bolsillos, y debe dejarlos en casa en cualquier
parte. Debe tocar bien, una y otra vez, los picaportes de las puertas y vivir «allá donde