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2 3 Titulo original: Theorie und Therapie der Neurosen Traducción: Constantino Ruiz-Garrido Diseño de la cubierta: Claudio Bado Edición Digital: Grammata.es © 1987, Ernst Reinhardt GmbH & Co. Verlag, Múnich © 1992, Herder Editorial S.L., Barcelona I.S.B.N. digital: 978-84-254-2795-4 La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente. Más información: Sitio del libro Herder www.herdereditorial.com 4 http://www.grammata.es https://www.herdereditorial.com/section/2385/ http://www.herdereditorial.com In memoriam Oswald Schwarz 5 PRÓLOGOS A la primera edición alemana La presente obra nació de las lecciones que di en la Universidad de Viena sobre los temas «teoría de las neurosis y psicoterapia» o «teoría y terapia de las neurosis». Dichas lecciones fueron completadas por apuntes de conferencias pronunciadas en otros lugares. En tales circunstancias son inevitables las reiteraciones, que tampoco vienen mal, si se tiene en cuenta la finalidad didáctica de la obra. Por otro lado, en tales circunstancias no pueden evitarse tampoco las omisiones, puesto que son muchos los caminos que cruzan el «vasto campo» del alma (Arthur Schnitzler). En realidad, el camino elegido no es arbitrario, ni el único posible, ni el único necesario. Pero conduce a través de las perspectivas que permiten apreciar la problemática y la sistemática de toda teoría y terapéutica de las neurosis. ¡Mis colegas tienen la palabra! Toda teoría y terapéutica de las neurosis debe subir y bajar por una escala del cielo que se apoye en el terreno de la experiencia clínica y se alce hasta el espacio de lo que queda más allá de la clínica. Por razones heurísticas y fines didácticos hay que proceder en esto como si hubiera diferentes peldaños en esa escala de Jacob: en realidad no hay neurosis de origen puramente somático, psíquico o noético, sino más bien casos mixtos, casos en los que, según las circunstancias, aparece en el primer plano de las concepciones teóricas o de los fines terapéuticos un factor de origen somático o psíquico o noético. Léase entre líneas esta «reserva mental». V.E. Frankl A la cuarta edición alemana En comparación con las ediciones anteriores, la nueva edición ha sido abreviada en parte y en parte ampliada. Fue ampliada principalmente con una introducción algo extensa que pusiera la obra al día y tuviese en cuenta el estado actual de la investigación y la práctica en materia de logoterapia. La introducción es fruto de un seminario sobre 6 theory and therapy of neuroses, en el que impartí enseñanzas durante los trimestres de invierno de estos últimos años, en el marco de mi cátedra de logoterapia en la United States International University de San Diego (California). Diré una palabra sobre la bibliografía, que ha quedado enteramente actualizada y refleja el novísimo estado de las obras sobre logoterapia. La revisión ha hecho que publicaciones más recientes sustituyeran a las que ya eran algo antiguas. La bibliografía es completa únicamente con respecto al apartado 1 (obras publicadas) y al apartado 3 (tesis doctorales). En efecto, en ambos apartados se han recogido también trabajos que habían sido traducidos a una lengua extranjera o que se habían publicado en una lengua distinta del alemán. Esto último se aplica también a mis publicaciones de las tres obras Psychotherapy and existentialism, The unheard cry for meaning y The will to meaning, que fueron escritas en inglés y no han sido traducidas al alemán (aunque sí a otros idiomas). La obra que lleva por título Der Wille zum Sinn no es una versión alemana de The will to meaning. Y la mayoría de las tesis doctorales se han escrito también en inglés. Sólo me resta dar las gracias a los que en su tiempo fueron auxiliares y discípulos míos, y por los que pude utilizar tanto material casuístico que la logoterapia quedó demostrada en la práctica. Viena-San Diego (California) 1974-1975 Viktor E. Frankl A la quinta edición alemana En comparación con la cuarta edición, el texto se ha modificado sólo en unos pocos pasajes. Los complementos del texto se han sintetizado en algunas observaciones propias de la quinta edición[1]. La bibliografía ha sido refundida profundamente y puesta al día. Las obras citadas harán quizás que el lector escuche el eco que la logoterapia ha suscitado en todas partes. Viena, marzo de 1982 Viktor E. Frankl 7 8 INTRODUCCIÓN ¿QUÉ ES LA LOGOTERAPIA? Antes de que pasemos a decir lo que es propiamente la logoterapia, conviene decir primero lo que no es: la logoterapia no es una panacea. La determinación del «método de la elección», en un caso determinado, viene a ser una ecuación con dos incógnitas: ψ = x + y donde x representa la singularidad y unicidad de la personalidad del paciente, e y la no menos singular y única personalidad del terapeuta. Para decirlo con otras palabras: ni cualquier método se puede aplicar en todos los casos con las mismas perspectivas de éxito, ni cualquier terapeuta puede poner en práctica con la misma eficacia cualquier método. Y lo que hay que afirmar en general acerca de la psicoterapia, hay que afirmarlo también en particular acerca de la logoterapia. Para decirlo brevemente, nuestra ecuación puede completarse expresándola de la siguiente manera: ψ = x + y = λ Y, sin embargo, Paul E. Johnson se atrevió una vez a decir: «La logoterapia no es una terapia rival frente a otras, sino que pudiera constituir para las mismas un reto gracias a su factor plus.» Lo que constituye ese «factor plus» (o factor de complemento), nos lo describe N. Petrilowitsch al afirmar que la logoterapia, por contraste con todas las demás psicoterapias, no permanece en el plano de la neurosis, sino que va más allá de ella y penetra en la dimensión de los fenómenos específicamente humanos («Über die Stellung der Logotherapie in der klinischen Psychotherapie», Die medizinische Welt 2790, 1964). De hecho, el psicoanálisis considera la neurosis como el resultado de procesos psicodinámicos[2], e intenta por tanto tratar la neurosis poniendo en juego nuevos procesos psicodinámicos, por ejemplo, la trasferencia; la terapéutica de la conducta, 9 muy ligada a la teoría del aprendizaje, vuelve a considerar la neurosis como un producto de determinados procesos de aprendizaje o condi tioning processes, y se esfuerza por tanto en influir en la neurosis introduciendo algo así como un «volver a aprender» o «procesos de recondicionamiento» (reconditioning processes). En contraste con ello, la logoterapia asciende a la dimensión humana, y de esta manera llega a ser capaz de acoger en su instrumental los fenómenos específicamente humanos que encuentra en esa dimensión. Se trata de las dos características antropológicas fundamentales de la existencia humana, que se dan en esa dimensión: su autotrascendencia (Viktor E. Frankl, en Handbuch der Neurosenlehre und Psychotherapie, Urban und Schwarzenberg, Munich 1959), en primer lugar, y, en segundo lugar, la capacidad para distanciarse de sí mismo, una capacidad que caracteriza no menos como humano al existir del hombre como tal (Viktor E. Frankl, Der unbedingte Mensch, Franz Deuticke, Viena 1949, p. 88). La autotrascendencia señala el hecho antropológico fundamental de que el existir humano siempre hace referencia a algo que no es ese mismo existir, a algo o a alguien, a un sentido que hay que cumplir o a la existencia de un ser humano solidario con el que se efectúa un encuentro. Por tanto, el hombre no llega a ser realmente hombre y no llega a ser plenamente él mismo sino cuando se entrega a una tarea, cuando no hace caso de sí mismo o se olvida de sí mismo al ponerse al servicio de una causa o al entregarse al amor de otra persona. Ocurre lo mismo que con el ojo, que no es capaz de ejercer su misión de ver el mundo sino en la medida en que no se ve a sí mismo. ¿Cuándo ve el ojo algo de sí mismo? Únicamente cuando está enfermo: cuandopadezco de catarata y veo una «nube», o cuando padezco de glaucoma y veo alrededor una fuente de luz con los colores del arco iris, entonces mi ojo ve algo de sí mismo, entonces mi ojo percibe su propia enfermedad. Pero en esa misma medida se ha trastornado mi capacidad de visión. Si no integramos la autotrascendencia en la imagen que nos formamos del hombre, no lograremos comprender la neurosis de masas ante la que nos hallamos hoy día. El hombre, en general, no se encuentra ya frustrado sexualmente, sino existencialmente. Hoy día, el hombre no padece tanto por sentimientos de inferioridad cuanto por el sentimiento del absurdo (Viktor E. Frankl, The feeling of meaninglessness, «The American Jour nal of Psychoanalysis» 32 [1972] 85). Y ese sentimiento del absurdo suele ir acompañado de un sentimiento de vacío, de un vacío existencial (Viktor E. Frankl, Pathologie des Zeitgeistes, Franz Deu ticke, Viena 1955). Y se puede probar que ese sentimiento de que la vida no tiene ya sentido, va cundiendo. Alois Habinger, a base de una población idéntica de medio millar de aprendices, pudo demostrar que, en unos cuantos años, el sentimiento del absurdo se había incrementado más del doble (comunicación personal). Kratochvil, Vymetal y Kohler mostraron que el sentimiento del absurdo no se limita a los países capitalistas, sino que se observa también en los Estados comunistas, en los que ha penetrado «sin visado». Y la indicación de que ese sentimiento 10 se observa también en los países en vías de desarrollo, se la debemos a L.L. Klitzke (Students in Emerging Africa. Logotherapy in Tanzania, «American Journal of Humanistic Psychology» 9 [1969] 105) y a Joseph L. Philbrick. Si ahora nos preguntamos qué es lo que produce y puede originar el vacío existencial, se nos ofrecerá la siguiente explicación: Por contraste con el animal, al hombre no le dicen los instintos ni las pulsiones lo que tiene que hacer. Y por contraste con épocas anteriores, hoy día no hay ya tradiciones que le digan lo que debe hacer. Al no saber lo que tiene que hacer y al no saber lo que debe hacer, el hombre no sabe ya tampoco a ciencia cierta qué es lo que él quiere. ¿La consecuencia? Una de dos: o el hombre quiere únicamente lo que los demás hacen, y eso se llama conformismo. O bien ocurre lo inverso: él hace únicamente lo que los demás quieren, en cuyo caso tenemos el totalitarismo. Hay, además, otro fenómeno que es consecuencia del vacío existencial; se trata de un neuroticismo específico, a saber, la neurosis noógena (Viktor E. Frankl, Über Psychothe rapie, «Wiener Zeitschrift für Nervenheilkunde» 3 [1951] 461), la cual se deriva etiológicamente del sentimiento del absurdo, de la duda de que la vida tenga un sentido, de la desesperación de que exista en absoluto tal sentido[3]. Esto no quiere decir que esa desesperación sea ya en sí patológica. Preguntar por el sentido de la existencia, más aún, cuestionar en general ese sentido, es un acto humano más bien que un padecimiento neurótico; por lo menos, se manifiesta en él madurez intelectual: no se acepta ya sin críticas y sin preguntas la oferta de un sentido, sin reflexionar sobre él, tomándolo sencillamente de las manos de la tradición. No, sino que el sentido debe descubrirse y hallarse de manera independiente y por sí mismo. Por tanto, el modelo médico no se puede aplicar sin más a la frustración existencial. Si ésta es una neurosis, entonces se trata de una neurosis sociógena. Porque es un hecho sociológico —a saber, la pérdida de la tradición—, lo que hace que el hombre de hoy se sienta existencialmente tan inseguro. Hay también formas larvadas de frustración existencial. Mencionaré únicamente los casos, frecuentes sobre todo entre la juventud universitaria, de suicidio[4], la drogodependencia, el alcoholismo tan difundido y la creciente delincuencia (juvenil). Hoy día no es difícil demostrar lo mucho que interviene en todo ello la frustración existencial. En concreto, con el PIL-Test, desarrollado por James C. Crumbaugh (y que puede obtenerse de Psychometric Affiliates, 1620 East Main Street, Murfreesboro, Tennesse 37130, Estados Unidos de América), se dispone de un instrumento de medición para cuantificar el grado de la frustración existencial. Y recientemente Elisabeth S. Lukas, con su Logo-Test, ha hecho una nueva aportación a las investigaciones exactas y empíricas llevadas a cabo por la logoterapia («Para validar la logoterapia», en Viktor E. Frankl, La voluntad de sentido. Conferencias escogidas sobre logoterapia, Herder, Barcelona, 1/42008)[5]. 11 Por lo que respecta a los suicidios, la Idaho State University examinó atentamente los casos de 60 estudiantes universitarios que habían intentado suicidarse, y en el 85 % de los casos el resultado fue que «la vida no significaba ya nada para ellos». Se comprobó que el 93 % de esos universitarios que padecían el sentimiento del absurdo se hallaban en excelente estado de salud física, participaban activamente en la vida social, habían obtenido excelentes calificaciones en sus estudios, y vivían en buena armonía con sus respectivas familias (comunicación personal de Vann A. Smith). Por lo que respecta a la drogodependencia, William J. Chalstrom, director de un centro de la Marina para rehabilitación de drogadictos, no vacila en afirmar: «Más del 60 % de nuestros pacientes se quejan de que su vida carece de sentido» (comunicación personal). Betty Lou Padelford (tesis doctoral, United States International University, 1973) pudo probar estadísticamente que la razón de fondo de la drogodependencia no es, ni mucho menos, la «débil imagen del padre», como acusan a menudo los psicoanalistas, sino que la investigadora, basándose en los 416 estudiantes universitarios por ella examinados, pudo mostrar que el grado de frustración existencial se halla en correlación significativa con el índice de adicción a las drogas (drug involvement index): dicho índice, en los casos de personas no frustradas existencialmente, alcanzaba un promedio de 4,25, mientras que en los casos de personas frustradas existencialmente el promedio era de 8,90, es decir, más del doble. Los resultados obtenidos en estas investigaciones concuerdan también con los datos obtenidos por Glenn D. Shean y Freddie Fechtman (Purpose in life scores of student marihuana users, «Journal of Clinical Psychology» 27 [1971] 112). Se comprende obviamente que una rehabilitación que tenga en cuenta la frustración existencial como factor etiológico y que la suprima mediante una intervención logoterapéutica es una rehabilitación prometedora de éxito. Y, así, vemos que, según «Medical Tribune» (3,19 [1971]), de los 36 drogadictos que fueron atendidos por la Clínica Neurólogica de la Universidad de Viena, después de un tratamiento que duró 18 meses únicamente dos personas se habían logrado librar con seguridad de la toxicomanía, lo que equivale a un porcentaje del 5,5. En la República Federal de Alemania, «entre todos los jóvenes drogadictos que se someten a tratamiento médico, menos del 10 % pueden contar con la curación» («Österreichische Ärztezeitung», 1973). En los Estados Unidos de América el promedio es del 11 %. Sin embargo, Alvin R. Fraiser, en el Centro de rehabilitación para drogadictos de California, del que es di rector, aplica métodos logoterapéuticos y cuenta con un promedio de curaciones del 40 %. Algo análogo se puede decir del alcoholismo. Entre los casos graves de alcoholismo crónico se ha observado que el 90 % padecían de un inmenso sentimiento del absurdo de su propia vida (Annemarie von Forstmeyer, The will to meaning as a prerequisite for selfactualization, tesis doctoral, California Western University, 1968). No es extraño que 12 James C. Crumbaugh, basándose en tests, comprobara objetivamente en casos de alcoholismo el éxito de la logoterapia de grupo, y comparándolo con el éxito obtenido con otros métodos de tratamiento, pudiera afirmar: «Tan sólo la logoterapia mostraba una mejora estadísticamente significativa» (Changes in Frankl’s existential vacuumas a measure of therapeutic outcome, «Newsletter for Research in Psychology» 14 [1972] 35). Con respecto a la delincuencia, W.A.M. Black y R.A.M. Gregson, de una universidad de Nueva Zelanda, averiguaron que la delincuencia y el sentido de la vida se hallan mutuamente en proporción inversa. Los reclusos que habían ingresado repetidas veces en prisión en las cárceles del país, al aplicárseles el test de Crumbaugh, se diferenciaban del promedio de la población en una proporción de 86 a 115 (Purpose in life and neuroticism in New Zealand prisoners, «Br. J. soc. clin. Psychol.» 12 [1973] 50). Como pudieron demostrar investigadores de la conducta de la escuela de Konrad Lorenz, la agresividad que —por ejemplo, en la pantalla de televisión— es desviada hacia objetos inocuos y experimenta en ellos una abreacción, llega entonces a provocarse realmente y, de esta manera, encuentra camino más expedito. En un sentido general lo sintetiza así la socióloga Carolyn Wood Sherif, de la Pennsylvania State University: «Hay un conjunto muy importante de pruebas experimentales de que el éxito en la ejecución de acciones agresivas, lejos de reducir la agresión subsiguiente, es la mejor manera de aumentar la frecuencia de las respuestas agresivas» (Scott, Berkowitz, Pandura, Ross y Walters). «Tales estudios han abarcado tanto la conducta animal como la conducta humana» (Intergroup conflict and competition: Social-psychological analysis, Scientific Congress, XXª Olimpíada, Munich, conferencia pronunciada el 22 de agosto de 1972). Además, la profesora Sherif, de los Estados Unidos, nos ha hecho saber que la idea popular de que la competición en certamen deportivo es el sustitutivo de la guerra, pero sin derramamiento de sangre, es una idea equivocada: tres grupos de jóvenes que competían en un estadio deportivo a puerta cerrada habían establecido agresiones unos contra otros mediante los certámenes deportivos, en vez de suprimir tales agresiones. Pero lo más interesante viene ahora: en una sola ocasión quedaron como barridas las agresiones del centro deportivo. Y eso fue cuando el carro que transportaba las provisiones al campamento se quedó atascado en el barro, y los jóvenes tuvieron que movilizarse para desatascarlo. Esa «entrega a una tarea»[6] que exigía un gran esfuerzo, pero que tenía pleno sentido, logró que se «olvidaran» literalmente las agresiones de los muchachos (Viktor E. Frankl, El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia, Herder, Barcelona, 1/72009). Con esto nos hallamos ya ante las posibilidades de una intervención logoterapéutica, que como tal —es decir, como logoterapéutica— tienda a la superación del sentimiento del absurdo (de que la propia vida no tiene sentido) y a poner en marcha procesos para 13 hallar un sentido. De hecho, Louis S. Barber, en el centro de rehabilitación para delincuentes dirigido por él, y en un tiempo de seis meses, fue capaz de elevar el nivel de experiencias de tener sentido en la vida, averiguadas mediante la aplicación de tests, haciendo que ese nivel pasara de 86,13 a 103,46. Y lo logró convirtiendo el centro de rehabilitación en una especie de «ambiente logoterapéutico». Y mientras la tasa media de reincidencias era en los Estados Unidos del 40 %, Barber podía contar con una tasa de reincidencias de sólo el 17 %[7]. Después de examinar las múltiples y variadas manifestaciones y expresiones de la frustración existencial, debemos preguntarnos ahora cuál será la condición del existir humano: cuál es el presupuesto ontológico de que, por ejemplo, los 60 universitarios examinados por la Idaho State University intentaran cometer suicidio, sin que existieran previamente razones psicofísicas o socioeconómicas. Para decirlo con una sola palabra: hay que estudiar cómo está constituida la existencia humana para que sea posible, en general, la frustración existencial. Con otras palabras: empleando la expresión misma de Kant, estudiaremos cuál es la «condición de posibilidad» de la frustración existencial. Y no andaremos muy descaminados, si suponemos que el hombre está estructurado de tal manera que su condición es tal que sencillamente no puede prescindir de tener un sentido en su vida. Para decirlo brevemente, no entenderemos la frustración de una persona si primero no entendemos su motivación. Y la presencia en todas partes del sentimiento del absurdo (del sentimiento de que la propia existencia no tiene sentido), nos servirá de indicador cuando tratemos de saber cuál es la motivación primaria, qué es lo que el hombre quiere supremamente. La logoterapia enseña que el hombre, en el fondo, está penetrado de una «voluntad de sentido» (Viktor E. Frankl, Der un bedingte Mensch, Franz Deuticke, Viena 1949). Ahora bien, esta teoría suya de la motivación puede definirse operacionalmente, aun antes de su verificación y validación empíricas. Y puede hacerse dando la siguiente explicación: Llamamos sencillamente voluntad de sentido a aquello que se frustra en el hombre siempre que éste cae en el sentimiento del absurdo y del vacío. James C. Crumbaugh y Leonard T. Maholick («Eine experimentelle Untersuchung im Bereich der Existenzanalyse: Ein psychometrischer Ansatz zu Viktor Frankls Konzept der “noogenen Neurose”», en Die Sinnfrage in der Psychotherapie, obra publicada bajo la dirección de Nikolaus Petrilowitsch, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt 1972) y asimismo Elisabeth S. Lukas (Logotherapie als Persönlichkeitstheorie, tesis doctoral, Viena 1971), en experimentos con miles de sujetos, se han esforzado por lograr la fundamentación empírica de la doctrina acerca de la voluntad de sentido. Mientras tanto se van conociendo cada vez más estadísticas que ponen de relieve la legitimidad de nuestra teoría acerca de la motivación. Entre los abundantes materiales que se han recogido en estos últimos tiempos, escogeré tan sólo los resultados de un proyecto de 14 investigación, realizado conjuntamente por la University of California y el American Council on Education. Entre 189 733 estudiantes universitarios de 360 universidades, el interés primario del 73,7 % —se trata del porcentaje más elevado— se cifraba en un solo objetivo: «Llegar a una concepción del mundo en la que la vida tuviese pleno sentido.» El informe fue publicado en 1974. El año 1972 el porcentaje había sido únicamente del 68,1 % (Robert L. Jacobson, The chronicle of higher education). Debemos referirnos también a los resultados de una investigación estadística realizada durante dos años, y que fueron publicados por la instancia suprema de la investigación psiquiátrica en los Estados Unidos de América, el National Institute of Mental Health. De esos resultados se desprende que 7948 estudiantes, encuestados en 48 centros norteamericanos de enseñanza superior, respondieron de la siguiente manera: un 16 % aproximadamente consideraban como objetivo de su vida «ganar mucho dinero», mientras que el grupo más importante —se trataba del 78 %— no querían más que una sola cosa: «encontrar un sentido para mi vida.» Dediquémonos ahora a la cuestión acerca de lo que pudiéramos emprender frente a la frustración existencial, es decir, la frustración de la voluntad de sentido, y frente a la neurosis noógena —hacía poco hablábamos de la interpretación del sentido, del dar sentido a algo—. Ahora bien, propiamente no se puede dar sentido, y menos el terapeuta. éste no puede dar sentido a la vida del propio paciente, o entregar ese sentido al paciente para que se ponga en camino. El sentido debe hallarse. Y en cada caso no puede hallarlo sino uno mismo. Y este asunto lo lleva a cabo la propia conciencia moral. En este sentido hemos designado la conciencia moral como el «órgano de sentido» (Viktor E. Frankl, «Logotherapie und Religion», en Psycho therapie und religiöse Erfahrung, obra publicada bajo la dirección de Wilhelm Bitter y Ernst Klett, Stuttgart 1965). Por tanto, el sentido no puede darse como quien da una prescripción médica. Pero lo que sí podríamos hacer es describir lo que pasa en el interiordel hombre, siempre que él se pone a buscar un sentido. En efecto, se ha visto que el hallar un sentido termina en la percepción de una forma, tal y como lo entienden Max Wertheimer y Kurt Lewin, que hablan ya del «carácter de exigencia» que es inherente a determinadas situaciones. Sólo que en forma de sentido no se trata de una «figura» que nos salte a la vista desde un «trasfondo», sino que lo que se percibe siempre al hallar el sentido es, sobre el trasfondo de la realidad, una posibilidad: la posibilidad de trasformar de una o de otra manera la realidad. Ahora se ve que el hombre llano y sencillo, es decir, el hombre que durante años no se ha visto expuesto a la indoctrinación, sea como estudiante universitario en el terreno académico, sea como paciente en el sofá del analista, sabe desde siempre por qué caminos puede hallarse sentido y llenar de sentido la propia vida. A saber, primordialmente realizando una acción o creando una obra, es decir, creativamente. Pero 15 también por medio de una experiencia, esto es, cuando experimentamos algo o a alguien, y experimentar a alguien en toda su singularidad y unicidad significa amarle. La vida se muestra como incondicionalmente significativa, permanece llena de sentido —tiene sentido y lo conserva— en todas las condiciones y circunstancias. Porque, en virtud de una autocomprensión ontológica prerreflexi va, de la que destila toda una axiología, sabe también no menos el hombre de la calle[8] que, aun en el caso —o, mejor, precisamente en el caso— de que se vea confrontado con un hecho inmutable, es capaz de demostrar su humanidad precisamente en el dominio de esa situación: es capaz de dar testimonio de lo que el hombre puede hacer. Por tanto, lo que entonces cuenta es la actitud y la postura con que el hombre encaje los ineludibles golpes del destino en la vida. Por consiguiente, al hombre le ha sido dado y permitido arrancarle y ganarle a la vida un sentido. Y eso hasta su último aliento. Desarrollada originalmente de manera intuitiva esta logoteoría dentro del marco de la logoterapia, o doctrina acerca de los denominados originalmente «valores creativos, valores de vivencia y de actitud» (Viktor E. Frankl, Zur geistigen Problematik der Psychotherapie, «Zentralblatt für Psychotherapie» 10 [1938] 33), ha sido entretanto verificada y validada empíricamente. Y, así, Brown, Casciani, Crumbaugh, Dansart, Durlak, Kratochvil, Lukas, Lunceford, Mason, Meier, Murphy, Planova, Popielski, Richmond, Roberts, Ruch, Sallee, Smith, Yarnell y Young han podido comprobar que el hallar el sentido y colmar de sentido son cosas independientes de la edad y grado de formación, del sexo masculino o femenino, y del hecho de que uno sea persona religiosa o irreligiosa, y, si profesa una religión, del credo religioso que se profese. Y lo mismo hay que decir del cociente de inteligencia (CI; Viktor E. Frankl, La presencia ignorada de Dios, Herder, Barcelona, 1/122006). Finalmente, Bernard Dansart, con ayuda de un test desarrollado por él, ha podido legitimar empíricamente la introducción del concepto «valores de actitud» (Development of a scale to measure attitudinal values as defined by Viktor Frankl, tesis doctoral, Northern Illinois University, 1974). ¿Cuál es la aplicación práctica de esta logoteoría en el ejercicio de la psicoterapia? Me gustaría citar aquí el caso de una enfermera que me fue presentada en el marco de un seminario que di para el Departamento de psiquiatría de la Stanford University. Esta paciente sufría un cáncer no operable, y ella lo sabía. Entró llorando en la habitación en la que estaban reunidos los psiquiatras de Stanford, y con voz ahogada por las lágrimas habló de su vida, de sus hijos, inteligentes y con éxito, y de lo difícil que le resultaba decir adiós a todo eso. Hasta ese momento —lo diré abiertamente— no había tenido yo ocasión para introducir en las conversaciones ideas sobre la logoterapia. Pero ahora se pudo convertir en algo positivo, se pudo comprender e interpretar como cosa llena de sentido aquello que a los ojos de esa mujer había sido lo más negativo: el tener que abandonar lo más preciado que había para ella en el mundo. No necesité más que 16 preguntarle qué diría una mujer que no tuviese hijos. Yo estaba convencido de que, incluso la vida de una mujer que no hubiera tenido hijos, no tenía por qué ser absurda. Pero me imaginaba perfectamente que esa mujer estu viera desesperada porque no había nada ni nadie «que ella tuviera que dejar en el mundo», cuando llegase la hora de partir de este mundo. En ese instante brilló el rostro de la paciente. De repente había llegado a ser consciente de que lo que interesa no es que tengamos que decir adiós a todo, porque antes o después todos tendremos que hacerlo, sino que lo que interesa es que haya algo a lo que tengamos que decir adiós. Algo que podamos dejar en el mundo: algo con lo que podamos cumplir un sentido y que nos llene en el día en que se cumpla nuestro tiempo. Sería difícil describir lo aliviada que se sintió la paciente, después qué el diálogo socrático que habíamos mantenido entre nosotros tomó un giro copernicano. Ahora desearía establecer un contraste entre el estilo logoterapéutico de una intervención y el estilo psicoanalítico, tal como puede verse por un trabajo de Edith Weisskopf-Joelson (seguidora norteamericana del psicoanálisis, que actualmente ha optado por la logoterapia): «El efecto desmoralizador de la negación del sentido de la vida, principalmente del sentido profundo que potencialmente es inherente al sufrimiento, puede ilustrarse con ayuda de la psicoterapia que un freudiano aplicó a una mujer que padecía de cáncer incurable.» Y Weisskopf-Joelson hace que K. Eissler tome la palabra: «Esta mujer comparaba la plenitud de sentido de su vida anterior con el absurdo de su fase actual; pero aun ahora, cuando esta mujer no podía ya ejercer su profesión y tenía que permanecer echada durante muchas horas del día, su vida seguía siendo significativa, pensaba ella, y lo seguía siendo porque su vida seguía siendo importante para sus hijos, y ella de esta manera tenía que cumplir una tarea. Pero una vez que la trasladaron al hospital, sin perspectiva de volver jamás a casa, y cuando ya no fue capaz de abandonar la cama, esta mujer se convertiría en un amasijo de carne inútil y perezosa y su vida perdería todo sentido. Es verdad que esta mujer estaba dispuesta a soportar todos los dolores, mientras ello siguiera teniendo algún sentido. Pero, ¿para qué quería yo condenarla a soportar sus padecimientos en un momento en que la vida había dejado ya hacía mucho tiempo de tener sentido? Yo repliqué que esa mujer —a mi parecer— había cometido un burdo error; porque toda su vida había carecido de sentido, y desde siempre había vivido sin sentido, aun antes de que estuviera enferma. Hallar un sentido a la vida, dije yo, es algo que los filósofos habían intentado siempre inútilmente. Y, por tanto, la única y exclusiva diferencia que había entre su vida anterior y su vida actual era que, en la fase anterior de su vida, ella había sido capaz todavía de creer que la vida tuviese un sentido, mientras que en la fase actual no era ya capaz de creerlo. En realidad, le dije encarecidamente, las dos fases de su vida habían carecido absolutamente de sentido. Ante esta revelación, la paciente se llenó de perplejidad, me dijo que apenas comprendía lo que yo quería decirle y prorrumpió en lágrimas»[9]. 17 Eissler no sólo no inspiró a la paciente la fe en que incluso el sufrimiento puede tener un sentido, sino que, además, llegó a quitarle la fe en que toda su vida hubiera podido tener incluso el más mínimo sentido. Pero no nos preguntemos sólo como un psicoanalista, sino también como un terapeuta de la conducta, cuando nos hallemos ante casos de tragedia humana como la inminencia de la propia muerte o la muerte de otra persona. Una de las figuras más representativas de la modificación de la conducta, fundamentada en la teoría del aprendizaje, nos dice a este propósito: en talescasos, «el paciente tendría que lograr que mucha gente le llamara por teléfono; tendría que dedicarse a cortar el césped del jardín o a lavar la vajilla, y tales actividades serán alabadas por el terapeuta o recompensadas de alguna otra manera»[10]. Una psicoterapia que deduce su comprensión del hombre de los experimentos realizados con ratas, ¿cómo iba a estar preparada para abordar el hecho antropológico fundamental de que una persona que vive en una sociedad de abundancia esté dispues ta, por un lado, a cometer suicidio, y, por otro lado, acepte de buena gana sus padecimientos, con tal que éstos tengan sentido? Tengo delante de mí la carta de un joven psicólogo que me describe cómo intentó confortar internamente a su madre moribunda. «Fue para mí muy amargo —escribe luego— el darme cuenta de que en aquella ocasión no me servía para nada todo lo que había aprendido en siete años de carrera, y que con todo ello no era capaz de aliviar a mi madre en ese trance y de hacer que aceptara la dureza y el carácter definitivo de su destino.» Nada de ello le servía, a excepción de lo que luego había aprendido en su formación logoterapéutica subsiguiente «acerca del sentido del sufrimiento y de la rica cosecha que supone cobijarse en el pasado». Y, a la vista de todo ello, tuvo él que confesarse que esos «argumentos, en parte acientí-ficos pero muy sabios, poseen el peso más alto ante la suprema instancia humana». Entretanto habrá quedado claro que sólo una psicoterapia que se atreva a ir más allá de la psicodinámica y de la investigación de la conducta, y a elevarse hasta la dimensión de los fenóme nos específicamente humanos, en una palabra, que sólo una psicoterapia rehumanizada será capaz de comprender los signos de los tiempos y de acoplarse a las necesidades de la época. Para decirlo con otras palabras, habrá quedado claro que nosotros, para diagnosticar tan sólo la frustración existencial o incluso una neurosis noógena, necesitamos ver en el hombre un ser que, en virtud de su propia autotrascendencia, se halla constantemente a la búsqueda de su propio sentido. Pero, en lo que se refiere no ya al diagnóstico, sino a la terapia —y no a la terapia de la neurosis noógena, sino a la terapia de la neurosis psicógena—, para agotar todas las posibilidades debemos recurrir a la capacidad, no menos distintiva del hombre, de distanciarse con respecto a sí mismo. Y esta capacidad la encontramos no en último lugar en forma de la capacidad humana para el humor. Por tanto, una psicoterapia humana —humanizada, 18 rehumanizada— presupone que tengamos bien presente la autotrascendencia y que lleguemos a dominar el autodistanciamiento. Pero ambas cosas no son posibles, si vemos en el hombre un animal. Ningún animal se preocupa del sentido de la vida, y ningún animal es capaz de reír. Esto no quiere decir que el hombre sea sólo hombre y no sea también animal. En efecto, la dimensión del hombre es la más alta en comparación con la capacidad animal. Y esto significa que la dimensión del hombre abarca también la dimensión del animal. Por consiguiente, la comprobación de fenómenos específicamente humanos en el hombre y el reconocimiento simultáneo de que hay también en él fenómenos subhumanos, no se contradicen absolutamente entre sí, porque entre lo humano y lo subhumano no hay relación de exclusión, sino —si me es permitido expresarlo así— de inclusión. Precisamente, el objetivo de la técnica logoterapéutica de la intención paradójica consiste en movilizar la capacidad para el autodistanciamiento en el marco del tratamiento de la neurosis psicógena, mientras que el fundamento de otra técnica logoterapéutica, la de la derreflexión, es el otro hecho antropológico fundamental, a saber, la autotrascendencia. Ahora bien, para comprender estos dos métodos de tratamiento, debemos partir de la teoría de la neurosis tal como se formula en la logoterapia. En la logoterapia distinguimos tres patrones (o tipos) patógenos de reacción. El primero puede describirse de la siguiente manera: el paciente reacciona ante un síntoma dado (figura 1) con el temor de que ese síntoma pudiera volver a aparecer, es decir, con angustia de expectativa, y esa angustia de expectativa lleva consigo el que el síntoma vuelva luego a aparecer realmente: suceso que no hace más que consolidar al paciente en su temor original. Figura 1 Ahora bien, eso de cuya reaparición tiene el paciente tal angustia, puede ser también a veces la angustia. Nuestros pacientes hablan de una «angustia de la angustia», y lo hacen por cierto con toda espontaneidad. ¿Y cómo es motivada por ellos esa angustia? 19 Generalmente tienen miedo a desmayarse, a sufrir un infarto, o a tener una apoplejía. ¿Y cómo reaccionan ante su angustia de la angustia? Con la huida. Por ejemplo, evitan salir de casa. De hecho, la agorafobia es el paradigma de ese primer patrón de reacción de angustia neurótica. ¿Por qué ese patrón de reacción será «patógeno»? En una conferencia pronunciada por invitación de la American Association for the Advancement of Psychotherapy (Nueva York, 26 de febrero de 1960), lo formulamos de la siguiente manera: «Las fobias y las neurosis obsesivo-compulsivas se deben en parte al esfuerzo por evitar la situación en que surge la angustia» (Viktor E. Frankl, Paradoxical intention: A logotherapeutic technique, «American Journal of Psychotherapy» 14 [1960] 520). Ahora bien, esta concepción nuestra de que la huida de la angustia mediante la evitación de la situación que desencadena la angustia es tan decisiva para que se perpetúe el patrón de reacción de angustia neurótica, se ha visto confirmada también entretanto, repetidas veces, por la terapéutica de la conducta. Y, así, dice I.M. Marks (The origins of phobic states, «American Journal of Psychotherapy» 24 [1970] 652): «La fobia se mantiene por la angustia, que reduce el mecanismo para evitarla.» No se puede negar que la logoterapia anticipó muchas cosas, que luego fueron asentadas sobre sólida base experimental por la terapéutica de la conducta. Ya en el año 1947 sostuvimos la siguiente opinión: «Como es sabido, la neurosis puede concebirse en cierto sentido y con cierto derecho como mecanismo de reflejo condicionado. A todos los métodos de tratamiento psiquiátrico de orientación principalmente analítica lo que más les interesa es esclarecer conscientemente las condiciones primarias del reflejo condicionado, es decir, la situación externa e interna de la primera aparición de un síntoma neurótico. Pero nosotros opinamos que la neurosis propiamente tal —la neurosis manifiesta, la neurosis ya fijada — no está causada únicamente por su condición primaria, sino por su facilitación (secundaria). Ahora bien, el reflejo condicionado, que es como tratamos de concebir ahora el síntoma neurótico, queda facilitado por el círculo vicioso de la angustia de expectativa. Según esto, si como quien dice queremos desfacilitar a un reflejo que se haya introducido, lo que ciertamente hay que hacer es eliminar la angustia de expectativa, consiguiéndolo de la manera indicada según el principio que denominamos la «intención paradójica» (Viktor E. Frankl, La psicoterapia en la práctica médica, San Pablo, Buenos Aires, 22003). El segundo patrón de reacción patógena no se observa en los casos de neurosis de angustia sino en los de neurosis obsesiva. El paciente se halla bajo la presión (figura 2) de las ideas obsesivas que se precipitan sobre él, y reacciona ante ellas tratando de reprimirlas. Trata, por tanto, de ejercer una presión contraria. Pero esa presión contraria no hace más que intensificar la presión original. Se cierra de nuevo el círculo, y el paciente se encuentra prendido en ese círculo vicioso. Ahora bien, lo que caracteriza a la 20 neurosis obsesiva no es, como en el caso de la neurosis de angustia, una huida, sino la lucha, el combatir contra las imágenes obsesivas. Debemos preguntarnos de nuevo qué es lo que al paciente le mueve a hacerlo. Y se ve que una de dos: o el paciente teme que las ideas obsesivas sean másque una neurosis y señalen la existencia de una psicosis. O el paciente tiene miedo de que él pudiera poner en práctica las imágenes obsesivas de contenido delictivo, haciendo algo a alguien —a alguien o a sí mismo—. De una o de otra manera, el paciente que sufre de neurosis obsesiva no tiene angustia de la angustia misma, sino que tiene angustia de sí mismo. Figura 2 Pues bien, es tarea de la intención paradójica romper los dos mecanismos del círculo y desquiciarlos. Y esto se logra quitándole a los temores del paciente el viento que sopla en sus velas, o —como se expresaba una vez un paciente— «agarran do al toro por los cuernos». Pero hay que tener en cuenta que quien padece neurosis de angustia tiene miedo de algo que pudiera sucederle, mientras que quien padece neurosis obsesiva tiene miedo también de algo que él pudiera hacer. Ambas cosas se tienen en cuenta, si definimos de la siguiente manera la intención paradójica: Se instruye al paciente para que desee para sí precisamente aquello de lo que siempre había tenido tanto miedo (neurosis de angustia), o que lo emprenda (neurosis obsesiva). Como vemos, con la intención paradójica se trata de una inversión de aquella intención que caracteriza a los dos patrones de reacción patógena, a saber, el patrón de la evitación de la angustia y de la obsesión por la huida de la primera intención, o la lucha contra el segundo patrón. Esto es precisamente lo que también hoy día consideran como decisivo los terapeutas de la conducta: I.M. Marks, basándose en su hipótesis de que la fobia se mantiene por medio de los mecanismos que reducen la angustia, formula la siguiente recomendación terapéutica: «La fobia no se puede superar propiamente sino cuando el paciente vuelve a enfrentarse con la situación de fobia» (l.c.). Y para ello se dispone de la intención paradójica. Marks, en un trabajo elaborado conjuntamente con S. 21 Rachman y R. Hodgson, recalca igualmente que al paciente hay que convencerle y alentarle para que se lance precisamente a lo que más le intranquiliza (The treatment of chronic obsessive-compulsive neurosis, «Behav. Res. Ther.» 9 [1971] 237). Y también en un trabajo, elaborado conjuntamente con J.P. Watson y R. Gaind, recomienda terapéuticamente que el paciente se acerque lo más posible y lo más rápidamente posible al objeto de sus temores y no eluda ya tales objetos (Prolonged exposure, «Brit. Med. J.» 1 [1971] 13). Hoy día los más destacados terapeutas de la conducta admiten que la logoterapia puso en práctica hace ya mucho tiempo esas recomendaciones terapéuticas, en forma de la intención paradójica, descrita ya en 1939. «La intención paradójica parte, sí, de un enfoque completamente distinto al de la teoría del aprendizaje», escriben H. Dilling, H. Rosefeldt, G. Kockott y H. Heyse, del Max-Planck-Institut für Psychiatrie. Pero sus «efectos pudieran explicarse posiblemente por los simples principios de la psicología del aprendizaje». Después que los autores admiten que con la intención paradójica «se lograron buenos resultados y en parte muy rápidos», interpretan esos resultados en términos de la psicología del aprendizaje, suponiendo «la disolución del vínculo condicionado entre el estímulo desencadenante y la angustia. Para establecer nuevas formas de reacción, más adaptadas a determinadas situaciones, hay que abandonar la conducta de evitación con su efecto constantemente intensificador, y la correspondiente persona debe adquirir nuevas experiencias con los estímulos que desencadenan la angustia» (Verhaltens therapie bei Phohien, Zwangsneurosen, sexuellen Störungen und Süch ten, «Fortschr. Neurol. Psychiat.» 39 [1971] 293). Este asunto lo proporciona precisamente la intención paradójica. Arnold A. Lazarus confirma los éxitos de esta intención, y los explica de la siguiente manera desde el punto de vista de la terapéutica de la conducta: «Cuando la gente alienta a sus angustias previsoras a que hagan erupción, entonces ven casi siempre que la reacción opuesta se hace más importante: sus peores temores se hacen menos violentos; y si el método se utiliza varias veces, sus pavores terminan por desapa recer» (Behavior therapy and beyond, McGraw-Hill, Nueva York 1971). Yo practiqué la intención paradójica ya en 1929 (Ludwig J. Pongratz, Psychotherapie in Selbstdarstellungen, Hans Huber, Berna 1973), pero no la describí hasta 1939 (Viktor E. Frankl, Zur medikamentösen Unterstützung der Psychotherapie bei Neurosen, «Schweizer Archiv für Neurologie un Psychiatrie» 43 [1939] 26), y tan sólo en 1947 la di a conocer por su nombre (Viktor E. Frankl, La psicoterapia en la práctica médica, San Pablo, Buenos Aires, 22003; ed. orig. alemana: Viena 1947). Es innegable la semejanza con métodos de tratamiento propios de la terapéutica de la conducta, que llegaron más tarde al mercado, como anxiety provoking, exposure in vivo, flooding, implosive therapy, induced anxiety, modeling, modification of expectations, negative 22 practice, satiation y prolonged exposure. Y esa semejanza no ha pasado desapercibida a algunos terapeutas de la conducta. Según Dilling, Rosefeldt, Kockott y Heyse, «el método de la intención paradójica, aunque originalmente no se concibió dentro de la psicología del aprendizaje, se basa posiblemente en mecanismos que producen un efecto parecido a las formas de tratamiento denominadas flooding e implosive therapy» (l.c.). Y por lo que respecta a la forma de tratamiento mencionada en último lugar, I.M. Marks remite igualmente a «ciertas semejanzas con la técnica de la intención paradójica» (Fears and phobias, Academic Press, Nueva York 1969), y se refiere también al hecho de que esa técnica nuestra «se parecía estrechamente a lo que ahora se llama modeling» (Hans H. Strupp y otros [dirs.], Psychotherapy and behavior change 1973, Aldine Publishing Company, Chicago 1974)[11]. Si alguien puede reclamar una prioridad con respecto a la intención paradójica, podrán hacerlo únicamente —a mi parecer— los siguientes autores. A Rudolf Dreikurs le debo la referencia a un «artificio» análogo, que fue descrito por él ya en 1932 (Das nervöse Symptom, Verlag Moritz Perles, Viena y Leipzig) y antes aún por Erwin Wexberg, quien acuñó ad hoc la expresión Antisuggestion. En 1956 se me dio a conocer que H. von Hatting berg hace referencia también a una experiencia análoga: «Si se logra, por ejemplo, desear conscientemente la aparición de un síntoma nervioso, contra el que uno se había resistido hasta ahora con angustia, esa actitud voluntaria del individuo puede hacer que desaparezca la angustia y finalmente también el síntoma. Claro que tal experiencia sólo es asequible prácticamente para algunos. Sin embargo, apenas habrá experiencia que sea más aleccionadora para quien se halla inhibido psíquicamente» (Über die Liebe, Munich-Berlín 1940). No es admisible tampoco que la intención paradójica, para ser realmente eficaz, no haya tenido sus predecesores y precursores. Por tanto, lo que puede imputarse únicamente como mérito a la logoterapia es haber estructurado el principio convirtiéndolo en método y haberlo desarrollado para integrarlo en un sistema. Sólo que fue tanto más notable el que el primer intento de probar experimentalmente la eficacia de la intención paradójica fuera emprendido por terapeutas de la conducta. Fueron los profesores L. Solyom, J. Garza-Pérez, B.L. Ledwidge y C. Solyom, de la Clínica Psiquiátrica de la McGill University, los que en casos de neurosis obsesiva crónica escogieron en cada caso dos síntomas marcados por la misma intensidad, y luego uno de ellos, el síntoma objetivo, lo trataron con la intención paradójica, mientras que el otro, el síntoma de «control», quedó sin tratamiento. Se vio de hecho que única y exclusivamente desapa recieron los síntomas que se habían sometido a tratamiento en cada caso, y por cierto en el espacio de pocas semanas. Y en ninguno de esos casos se llegó a síntomas sustitutivos (Paradoxical intention in the treatment of obsessive thoughts: A pilot study, «Comprehensive Psychiatry» 13[1972] 291)[12]. 23 Entre los terapeutas de la conducta volvió a ser Lazarus quien llamó la atención sobre «un elemento integrante del método de Frankl de la intención paradójica: la evocación delibe rada del humor. A un paciente que tiene miedo de sudar, se le ordena que muestre a su auditorio lo que es realmente la traspiración; que sude a torrentes gotas de sudor que empapen todo. lo que esté a su alcance» (l.c.). De hecho, como ya dijimos anteriormente al hablar de la movilización de la capacidad para distanciarse de sí mismo, el humor con que el paciente tiene que formular en cada caso la intención paradójica, forma parte de la esencia de esta técnica, y gracias a él se aparta de los métodos de tratamiento de la terapéutica de la conducta que hemos enumerado. Ahora bien, la razón que tenemos para insistir una y otra vez en la importancia del humor para el éxito de la intención paradójica, quedó demostrada recientemente también por un terapeuta de la conducta. Fue Iver Hand, del Maudsley Hospital de Londres, quien pudo observar que pacientes que padecían de agorafobia, confrontados en grupo con las situaciones que hasta entonces habían sido evitadas por ellos porque desencadenaban su angustia, se incitaban de manera totalmente espontánea a sí mismos, y unos a otros, con humor, a exagerar su angustia: «Utilizaban espontáneamente el humor como uno de sus principales mecanismos para hacer frente» (conferencia pronunciada en el Simposio sobre Logoterapia, de Montreal, organizado por la American Psychological Association en su reunión anual de 1973). En una palabra, los pacientes «inventaron» la intención paradójica. Y así fue interpretado su «mecanismo» de reacción por el equipo londinense investigador. Nos dedicaremos ahora a estudiar la intención paradójica, tal como se aplica lege artis, según las reglas de la logoterapia. Y lo dilucidaremos todo con ayuda de la casuística. En relación con ello, remitiremos primeramente a los casos que fueron estudiados en mis obras Teoría y terapia de las neurosis, La psicoterapia en la práctica médica, La voluntad de sentido y Ärztliche Seelsorge. Pero en adelante nos concentraremos en materiales inéditos. Spencer Adolph M., de San Diego (California), me escribe: «Dos días después de leer su obra Man’s search for meaning (El hombre en busca de sentido), me encontraba en una situación que me ofrecía la oportunidad de poner a prueba la logoterapia. Se trata de lo siguiente: en la universidad participo en un seminario sobre Martin Buber, y durante la primera sesión di suelta a la lengua y creí que tenía que decir precisamente lo contrario de lo que habían dicho los demás. Entonces comencé de repente a sudar a mares. Y en cuanto me di cuenta, sentí angustia de que los demás observaran por qué había comenzado a sudar tanto. De repente me acordé del caso de un médico que le había consultado a usted la angustia que sentía a esos accesos de sudor, y pensé para mis adentros que mi situación era parecida. Pero yo no apreciaba gran cosa la psicoterapia, y menos aún la logoterapia. Mas por eso mismo me parecía que mi situación era una 24 oportunidad única para probar una vez la intención paradójica. ¿Qué es lo que usted le había aconsejado a su colega? Para cambiar, él debía desear y proponerse una vez lo hábil que era para ponerse a sudar —“hasta ahora sólo he sudado un litro; ahora voy a sudar diez litros”, se dice en la obra de usted. Y mientras seguía hablando en el seminario, me dije para mis adentros: ¡Demuéstrales a tus colegas, Spencer, lo que es sudar! No trascurrieron más que unos cuantos segundos cuando observé que mi piel se había quedado seca. No pude por menos de reírme en mi interior. Yo no esperaba que lo de la intención paradójica funcionase, ¡y tan pronto! Por el diablo, me dije, .tiene que haber algo en esa intención paradójica, y eso me ha tocado, aunque yo soy muy escéptico por lo que respecta a la logoterapia.» De un informe de Mohammed Sadiq tomamos el siguiente caso: «La señora N., paciente de 48 años, padecía de temblores hasta tal punto que era incapaz de sostener en sus manos una taza de café o un vaso de agua, sin derramar algo del contenido. Además no podía escribir ni mantener serenamente un libro para poder leer. Sucedió que una mañana estábamos los dos solos, sentados frente a frente, y ella comenzó de nuevo a temblar. Al verlo, me decidí a ensayar una vez la intención paradójica, y con verdadero humor. Comencé, pues, a decir: “¿Qué tal, señora N., si apostáramos a ver quién tiembla mejor?” Ella: “¿Qué quiere usted decir con eso?” Yo: “Veamos quién de los dos es capaz de temblar más deprisa y durante más tiempo.” Ella: “No tenía ni la menor idea de que usted padeciera también de temblores.” Yo: “No, no, en absoluto. Pero si quiero, soy, capaz también de temblar” (Comencé a hacerlo. ¡Y de qué manera!). Ella: “¡Caramba! ¡Usted es capaz de hacerlo más deprisa que yo!” (Y, entre sonrisas, comenzó ella a acelerar sus temblores.) Yo: “¡Venga, más deprisa, señora N.! ¡Tiene que temblar mucho más deprisa!” Ella: “¡Pero no soy capaz de hacerlo! ¡Cese usted! ¡Ya no puedo más!” Estaba realmen te cansada. Se levantó, fue a la cocina y volvió... con una taza de café. Se la bebió tranquilamente, sin derramar ni una sola gota. Cuando alguna vez vuelvo a atraparla temblando, no necesito más que decirle: “¿Qué, señora N., hacemos otra apuesta a ver quién tiembla más?” Y ella suele responderme: “Está bien, está bien.” Y eso le ha servido siempre de remedio.» George Pynummootil (Estados Unidos de América) refiere lo siguiente: «Llegó a mi consulta un joven con un grave tic de guiñar los ojos. Le sobrevenía ese tic, siempre que tenía que conversar con alguien. Como la gente solía preguntarle qué le pasaba, él se ponía cada vez más nervioso. Le envié a un psico analista. Pero regresó después de una serie de sesiones, para decirme que el psicoanalista no había podido encontrar la causa, y menos aún ponerle remedio. Entonces yo le recomendé que la próxima vez que hablara con alguien, guiñase los ojos lo más posible, para mostrar a su interlocutor lo bien que sabía hacerlo. El pensaba que yo debía de estar loco, por darle tales recomendaciones, porque eso lo único que conseguiría sería agravar su estado. Y se fue. Durante unas 25 cuantas semanas no volvió a aparecer. Pero un día volvió y me contó, todo entusiasmado, lo que entretanto le había sucedido: Como no le había parecido nada bien mi propuesta, no pensó ni por un momento en ponerla por obra. Pero el tic del parpadeo se fue agravando. Una noche, al recordar lo que yo le había dicho, se dijo para sus adentros: Ya he probado todo lo que había que probar, y nada ha dado resultado. ¿Qué podrá pasarte, si pruebas una vez lo que ése te ha recomendado? Y, al día siguiente, se propuso guiñar los ojos lo más posible, con el primero que se encontrase. Para su gran sorpresa, no fue capaz —ni lo más mínimo— de hacerlo. Desde entonces no volvió a verse ya en él el tic de guiñar los ojos.» Un profesor adjunto de universidad nos escribe: «Tenía que presentarme en un lugar para celebrar una entrevista de la que dependía mucho para mí, porque había solicitado un puesto de trabajo, y si lo conseguía, podría llamar luego a mi mujer y a mis hijos para que vinieran a reunirse conmigo en California. Pero yo era muy nervioso y tenía que esforzarme enormemente por causar una buena impresión. Pero siempre que me ponía nervioso, comenzaban mis piernas a moverse convulsamente, y hasta tal punto que los presentes no podían menos de observarlo. Y así sucedió esta vez. Pero esta vez me dije: Ahora voy a forzar a esos malditos músculos a agitarse tan convulsamente, que ya no pueda estar sentado, sino que tenga que saltar y andar danzando por la habitación hasta que la gente crea que estoy bebido como una cuba. Esos malditos músculos se van a convulsionar hoy como nunca lo han hecho. ¡Hoy voy a batir el récord! Pues bien, durante toda la entrevista los músculos no se contrajeron ni una sola vez. Conseguí el puesto detrabajo, y mi familia vendrá pronto a California a reunirse conmigo.» Dos ejemplos de Arthur Jores (Der Kranke mit psychovegetativen Störungen, Vandenhoeck, Gotinga) encajan muy bien en este contexto: Fue a visitar a Jores una asistente social de hospital, «que se quejaba de que, siempre que tenía que ir a ver al médico a su habitación, para hablar de algo con él, se sonrojaba hasta las orejas. Ejercitamos juntos la intención paradójica, y unos cuantos días más tarde recibí una carta feliz en la que esta mujer me informaba de que todo había salido a las mil maravillas». En otra ocasión fue a ver a Jores un estudiante de medicina, «para quien era muy importante, a causa de una beca, sacar una buena nota en el examen preclínico de medicina. Se quejaba de su temor a los exámenes. También se ejercitó con él la intención paradójica. Y he aquí que, durante el examen, se sintió completamente tranquilo y sacó buena nota» (p. 52). A Larry Ramírez le debemos la siguiente aportación de tipo casuístico: «La técnica que me ha sido de utilidad más a menudo y que ha funcionado más eficazmente en mis sesiones de counseling (orientación) es la de la intención paradójica. Como ilustración voy a ofrecer un ejemplo. Linda T., atractiva universitaria de diecinueve años, había indicado en su ficha de cita que tenía en casa algunos problemas con sus padres. En 26 cuanto tomamos asiento, era evidente que la muchacha se sentía en gran tensión. Tartamudeaba. Mi reacción natural habría sido decirle: “¡Relájese, mujer! ¡Tenga calma!” Pero, por mis experiencias pasadas, sé perfectamente que decirle a una persona que se relaje no sirve más que para aumentar su tensión. En vez de eso, respondí exactamente con todo lo contrario: “Linda, quiero que se ponga usted lo más tensa que pueda. Actúe con el mayor nerviosismo posible.” “Está bien —dijo ella— ponerme nerviosa no me resulta difícil.” Comenzó a crispar los puños y sacudir las manos como si temblara. “Está bien —dije—, pero trate de ponerse más nerviosa.” Ella vio claramente lo humorística que era aquella situación y dijo: “Estaba nerviosa de veras, pero ya no puedo estarlo. Es extraño, pero cuanto más tensa quiero ponerme, tanto menos lo consigo.” Al recordar este caso, veo con claridad que el humor debido a aplicar la intención paradójica fue lo que ayudó a Linda a darse cuenta de que ella, ante todo, era un ser humano y luego una paciente, y de que también yo era ante todo una persona, y en segundo lugar su orientador. El humor es lo que mejor ilustra nuestra condición de humanos.» J.F. Briggs pronunció ante la Royal Society of Medicine una conferencia de la que entresacamos lo siguiente: «Me pidieron que viera a un joven de Liverpool que era tartamudo. Quería dedicarse a la enseñanza, pero el tartamudeo y la docencia no se compaginan. Su mayor temor y preocupación era su vergüenza al tartamudear, de manera que sufría verdaderas agonías mentales cada vez que tenía que decir alguna cosa. Recordé que hacía poco tiempo había leído un artículo de Viktor Frankl, que escribía sobre una reacción de paradoja. Hice entonces las siguientes sugerencias: “Usted va a salir fuera este fin de semana, y va a mostrar a la gente lo bueno que es tartamudeando.” Vino a verme a la semana siguiente y evidentemente estaba contento porque su dicción había mejorado mucho. Dijo: “¿Qué cree usted que sucedió? Entré en una taberna con algunos amigos y uno de ellos me dijo: Creía que solías tartamudear; y yo le dije ¿Que yo hacía qué? Fue un ejemplo de cómo agarré al toro por los cuernos. Y la cosa tuvo éxito”.» Otro caso de tartamudeo se refiere a un estudiante de la Duquesne University, que me escribe lo siguiente: «Durante 17 años fui un gran tartamudo. Había momentos en que era incapaz de hablar. Estuve sometido a tratamiento repetidas veces, pero sin éxito. Entonces, un día un profesor me encargó que, en el marco de un seminario, estudiase la obra escrita por usted: Man’s search for meaning. La leí y me topé con la intención paradójica. A continuación decidí aplicarla a mi propio caso. ¡Y ya desde la primera vez funcionó de maravilla! Del tartamudeo no quedaba ni rastro. Entonces me puse en camino y me situé en las ocasiones en que yo siempre había tartamudeado. Pero el tartamudeo desaparecía en cuanto yo aplicaba la intención paradójica. Pero algunas veces no la apliqué, e inmediatamente reaparecía el tartamudeo. Veo en todo ello una 27 prueba de que realmente fue la intención paradójica la que me libró de la tartamudez.» No carece de sal y pimienta un informe que debo a Uriel Meshoulam, que es un logoterapeuta de la Harvard University: Uno de sus pacientes fue llamado a filas por el gobierno australiano, pero estaba convencido de que le darían como inútil a causa de su grave tartamudez. Cuando estaba pasando el recono cimiento médico, trató de demostrar por tres veces ante el médico lo grave que era su tartamudez. Finalmente le dieron la inutilidad para el servicio militar, pero fue por su tensión arterial alta. «Probablemente el ejército australiano sigue sin creer hasta el día de hoy —concluye el informe— que ese recluta era tartamudo.» La aplicación de la intención paradójica en casos de tartamudeo se ha discutido mucho en la literatura científica. Manfred Eisenmann consagró a este tema su tesis doctoral defendida en la Universidad de Friburgo de Brisgovia (1960). J. Lehembre publicó sus experiencias con niños y acentúa que solamente una vez se llegó a síntomas sustitutivos (L’intention paradoxale, procédé de Psychotherapie, «Acta neurol. belg.» 64 [1964] 725), lo cual concuerda con las observaciones efectuadas por L. Solyom, Garza-Pérez, Ledwidge y C. Solyom, quienes, después de aplicar la intención paradójica, no comprobaron en ningún solo caso síntomas sustitutivos (l.c.)[13]. Jores (l.c.) «trató a una paciente que vivía con la idea fija de que no dormía nunca lo suficiente. Estaba casada con un hombre que tenía importantes obligaciones sociales, de forma que no era raro que llegara muy tarde a acostarse. La mujer refería que eso lo había soportado siempre mal. En parte comenzaba ya por la noche, hacia la una de la madrugada, un acceso de dolores de cabeza; o, lo más tardar, comenzaba a la mañana siguiente. La eliminación de estos accesos de dolor de cabeza, relacionados con el hecho de esperar largo tiempo desvelada, fue posible mediante la intención paradójica. Se le recomendó a la paciente que se dijera para sus adentros: «Bueno, ahora vas a tener unos buenos dolores de cabeza.» Después de eso, los accesos de dolor de cabeza habrían cesado, como informa Jores. Este caso nos conduce a la aplicación de la intención paradójica en los trastornos del sueño (somnopatías). Sadiq, a quien ya hemos citado, tuvo una vez en tratamiento a una paciente de 54 años que se había hecho dependiente de somníferos y que luego había sido ingresada en un hospital: «Hacia las diez de la noche salía de su habitación y me pedía un somnífero. Ella: “¿Me daría una píldora?” Yo: “Lo siento, hoy ya se me han acabado, y la enfermera se olvidó de pedir que me las repu sieran.” Ella: “¿Y qué voy a hacer yo ahora para dormirme?” Yo: “Hoy tendrá que pasarse sin somníferos.” Dos horas más tarde se presenta de nuevo la paciente. Ella: “Sencillamente no puedo.” Yo: “¿Qué ocurriría si usted volviera a echarse en la cama, y para cambiar intentase una vez no dormir, sino, al contrario, permanecer desvelada toda la noche?” Ella: “Siempre pensé que yo estaba chiflada, pero ahora me parece que usted lo está también.” Yo: “¿Sabe 28 usted que a veces me divierte estar chiflado? ¿O no es usted capaz de entenderlo?” Ella: “¿Habla usted en serio?” Yo: “¿Qué es lo que hablo en serio?” Ella: “Que he de intentar no dormir.” Yo: “¡Claro que hablaba en serio! ¡Inténtelo una vez! Vamos a ver si es usted capaz de pasarse despierta toda la noche. ¿Qué le parece?” Ella: “Está bien.” Y cuando la enfermera entró por la mañana en la habitación para traerle el desayuno, la paciente no se había despertado todavía.» Hay tambiénotra anécdota que vale la pena citar a propósito de todo esto. Está tomada de la famosa obra de Jay Haley, Strategies of psychotherapy (Grune and Stratton, Nueva York 1963): Durante una conferencia pronunciada por el famoso hipnotizador y terapeuta Milton H. Erickson, se levantó un joven y le dijo: «Quizás sea usted capaz de hipnotizar a otras personas, pero a mí, desde luego, no.» Entonces Erickson invitó al joven a subir al podio y tomar asiento, y luego le dijo: «Usted está completamente despierto. Usted estará cada vez más despierto, más despierto, más despierto...» Y de repente el sujeto del experimento cayó en profundo trance. A R.W. Medlicott, psiquiatra de la Universidad de Nueva Zelanda, le estaba reservado el privilegio de aplicar por vez primera la intención paradójica no sólo al dormir sino también al soñar. Con la intención paradójica había logrado ya muchos éxitos, incluso — como él subraya— con un paciente que era psicoanalista de profesión. Pero había una paciente que padecía habitualmente de pesadillas, y soñaba siempre que la perseguían y que por fin la apuñalaban. Entonces empezaba a chillar y su marido también se despertaba. Pues bien, Medli cott, ordenó a la paciente que hiciese todo lo posible para soñar hasta el final esos horribles sueños, hasta que terminara el apuñalamiento. ¿Y qué sucedió? No hubo ya más pesadillas, pero el sueño del marido siguió con las mismas interrupciones de antes: la paciente no gritaba ya durmiendo, pero se reía con tales carcajadas, que al marido no le era posible dormir en paz (The management of anxiety, «New Zealand Medical Journal» 70 [1969] 155). Algo parecido nos cuenta una lectora de los Estados Unidos de América. «Un jueves por la mañana me desperté deprimida, y pensé que ya no volvería a ponerme buena. En el transcurso de la mañana comencé a llorar y me encontraba sencillamente desesperada. Entonces se me ocurrió lo de la intención paradójica y me dije para mis adentros: Veremos todo lo deprimida que soy capaz de estar. Voy a llorar esta vez hasta inundar la casa de lágrimas. Y me imaginé que mi hermana llegaba a casa y me reñía: Pero, mujer, ¿a qué viene ese raudal de lágrimas? Eso me hizo tanta gracia que me puse a reír tanto que tuve miedo. Y no me quedó más remedio que decirme: la risa será tan molesta, que van a venir corriendo los vecinos para ver quién se está riendo tan estrepitosamente. Mientras tanto había dejado de sentirme deprimida; invité a mi hermana a salir conmigo. Eso era, como dije, un jueves. Y hoy estamos a sábado, y me siento magníficamente. El caso es que creo que la intención paradójica surtió su efecto hace dos días como un 29 intento de llorar y de mirarme al mismo tiempo en el espejo. ¡Dios sabe por qué, pero desde ese instante no fue ya posible seguir llorando.» No debió de andar muy descaminada. Ambas cosas —la intención paradójica y el mirarse en el espejo— fueron vehículo de la capacidad humana para distanciarse de sí mismo. Ha podido observarse constantemente que la intención paradójica produce sus efectos en casos graves y crónicos y que duran ya desde hace tiempo, y que produce tales efectos aunque el tratamiento sea breve. Y, así, se han descrito casos de neurosis obsesivas que habían existido ya durante 60 años, hasta que se produjo una mejora decisiva gracias a la intención paradójica (K. Kocourek, Eva Niebauer y Paul Polak, Ergebnisse der klinischen Anwendung der Logotherapie, en Viktor E. Frankl, Victor E. von Gebsattel y J.H. Schultz [dirs.], Handbuch der Neurosenlehre und Psychotherapie, Urban und Schwarzenberg, Munich-Berlín 1959). Los éxitos terapéuticos que se obtienen con esta técnica, son por lo menos asombrosos y notables, si los confrontamos con el pesimismo universal con que el psiquiatra de hoy día se enfrenta con las neurosis obsesivas graves y crónicas. Y, así L. Solyom, Garza-Pérez, Ledwidge y C. Solyom (l.c.) remiten al resultado de doce investigaciones subsiguientes, que proceden de siete países diferentes, y según las cuales la neurosis obsesiva demostraba en un 50 % de los casos que no se podía influir en ella terapéuticamente. Los autores consideran que el pronóstico de la neurosis obsesiva es más grave que el pronóstico de cualquier otra forma de neurosis, y la terapéutica de la conducta —opinan ellos— no habría producido en este punto cambio alguno, pues sólo habría habido mejoría en el 46 % de los casos publicados por los terapeutas de la conducta. Y también D. Henkel, C. Schmook y R. Bastine («Praxis der Psychotherapie» 17 [1972] 236) señalan, apoyándose en experimentados psicoanalistas, «que las neurosis obsesivas especialmente graves demuestran que no admiten tratamiento», mientras que la intención paradójica, que se opondría al psicoanálisis, «permite reconocer claras posibilidades de influir esencialmente a corto plazo en los trastornos de carácter neurótico obsesivo». En su tesis doctoral Zur Therapie angst- und zwangsneurotischer Symptome mit Hilfe der paradoxen Intention und Dereflexion nach V.E. Frankl (Munich 1968), Friedrich M. Benedikt demostró que para la aplicación de la intención paradójica en casos graves y crónicos, se requiere una inaudita movilización de todo el esfuerzo personal. A este propósito, desearíamos también repetir que «el efecto terapéutico de la intención paradójica depende esencialmente de que el médico tenga el valor de preludiar ante el paciente la aplicación de dicha intención (Viktor E. Frankl, La psicoterapia en la práctica médica, San Pablo, Buenos Aires, 22003), lo cual se demostró ya con ayuda de un caso concreto (l.c.). En efecto, la terapéutica de la conducta reconoce la importancia de tal proceder, y ha llegado incluso a acuñar un término especial para expresarlo, ya que 30 habla de modeling. La intención paradójica puede servir de remedio incluso en casos de larga duración, y el tratamiento en dichos casos puede ser breve. Lo probaremos mediante la siguiente casuística. Ralph G. Victor y Carolyn M. Krug (Paradoxical intention in. the treatment of compulsive gambling, «American Journal of Psychothe rapy» 21 [1967] 808) del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Washington, aplicaron esta técnica en el caso de un hombre que, desde los 14 años de edad, había sido un jugador empedernido. Le ordenaron que jugara diariamente durante tres horas, aunque con eso llegó a perder tanto dinero que, después de tres semanas, se había quedado sin blanca. ¿Y qué hicieron los terapeutas? Le recomendaron fríamente que vendiera su reloj. Entre unas cosas y otras: fue la primera vez «en 20 años y 5 psiquiatras», como se dice literalmente, que el paciente pudo desligarse de su pasión por el juego. En la obra publicada bajo la dirección de Arnold A. Lazarus y que se titula Clinical behavior therapy (Brunner-Mazel, Nueva York 1972), Max Jacobs expone el siguiente caso: La señora K. venía padeciendo por lo menos desde hacía 15 años de una grave claustrofobia, cuando vino a su consulta en Sudáfrica, por cierto una semana antes de que ella tomara el avión para Inglaterra, que es su patria. La señora es cantante de ópera y tiene que viajar mucho en avión por todo el mundo, para poder cumplir los compromisos de sus contratos. La claustrofobia se concentraba precisamente en el miedo a los aviones, los ascen sores, los restaurantes... y el teatro. «Se aplicó entonces la técnica de la intención paradójica de Frankl», se dice a continuación. Y de hecho Jacobs ordenó a la paciente que buscara las situaciones que desencadenaban su fobia y que deseara lo que tanto había temido siempre, a saber, morir de asfixia: «Quiero morir inmediatamente de asfixia», debía decirse a sí misma. «¡Vamos allá!» A esto se añadía el que se había instruido a la paciente en la relajación progresiva y en la desensibilización. Dos días más tarde se vio que la paciente era capaz, sin más, de entrar en un restaurante, de tomar el ascensor y de subirse incluso a un autobús. Cuatro días más tarde podía ir al cine sin sentir angustia, y previo su vuelo de retorno a Inglaterrasin angustia de expectativa. Contaba luego desde Londres que era capaz incluso, después de muchos años, de volver a viajar en metro. Quince meses después de aquel tratamiento tan breve, se vio que la paciente no sentía ya ninguna molestia. Jacobs describe a continuación un caso en el que se trataba no de una neurosis de angustia sino de una neurosis obsesiva. El señor T. había padecido durante doce años de su neurosis y se había sometido sin éxito al psicoanálisis y al tratamiento con electrochoque. Tenía miedo, sobre todo, de morir asfixiado, especialmente al comer, al beber o al cruzar una calle. Jacobs le instruyó para que hiciera precisamente lo que tanto había temido: «Empleándose la técnica de la intención paradójica, se le dio a beber un vaso de agua y se le dijo que tratara lo más posible de ahogarse.» Debía intentar, por lo 31 menos tres veces al día, morir asfixiado. Se ejerció también la relajación. Durante la duodécima sesión, el paciente informó ya que se veía completamente libre de sus molestias. Se pregunta constantemente en qué condiciones y con qué presupuestos puede uno formarse en el método logoterapéutico. Pues bien, la técnica de la intención paradójica confirma que basta a veces familiarizarse plenamente con ella leyendo las obras existentes. En todo caso, entre los psiquiatras y psicólogos que aplican con más éxito y de la manera más inteligente la intención paradójica, los hay también que ni una sola vez tuvieron contacto con nosotros. Así como ellos conocen la intención paradójica únicamente por nuestras publicaciones, así nosotros conocemos sus éxitos y experiencias únicamente por sus publicaciones. Pero es también interesante comprobar cómo diversos autores modifican la intención paradójica y la combinan con otros procedimientos. Esta observación no hace más que corroborar nuestra convicción de que la psicoterapia —y no sólo la logoterapia— necesita una constante disposición para la improvisación. Allá donde se da la posibilidad de lograr esta formación en forma de demostraciones clínicas, se ha de enseñar —¡y aprender!— esa prontitud para improvisar. Es asombrosa la frecuencia con que también los profanos se aplican con éxito a sí mismos la intención paradójica. Tenemos delante la carta de una mujer que durante 14 años padeció de agoragobia y que durante tres años se había sometido sin éxito a tratamiento psicoanalítico ortodoxo. Durante dos años la estuvo tratando un hipnotizador, y con ese tratamiento mejoró un poco su agorafobia. Tuvo incluso que internarse en un hospital durante seis semanas. Nada servía de remedio. En todo caso, escribe la enfermera: «Nada cambió realmente durante 14 años. Cada día de esos años fue el infierno.» Luego, las cosas se pusieron tan mal que al llegar a la calle quería darse la vuelta. Tan fuertemente la atacaba la agorafobia. Entonces, a esta mujer se le ocurrió lo que había leído en mi obra Man’s search for meaning, y se dijo para sus adentros: «Voy a demostrar ahora a toda la gente que hay a mi alrededor en la calle lo estupen damente que soy capaz de hacerlo todo eso: tener pánico y sufrir un colapso.» Y de repente se serenó. Continuó su viaje al supermercado e hizo sus compras. Pero, a la hora de llegar a la caja a pagar, le entraron sudores y se puso a temblar. Entonces se dijo: «Voy a demostrar ahora a ese cajero cómo sé sudar a mares. Se va a quedar boquiabierto.» Tan sólo en el camino de regreso se dio cuenta de lo serena que se había puesto. Y así sucedió en adelante. Al cabo de pocas semanas, esta mujer, con ayuda de la intención paradójica, era capaz de dominar hasta tal punto su agorafobia que a veces ni ella misma se podía creer que hubiera estado enferma. «Había probado muchos métodos, pero ninguno de ellos me proporcionó el rápido alivio que logré con el suyo. Creo en la intención paradójica, porque la probé por mí misma con la ayuda exclusiva de un libro.» Para dar un poco de sal y pimienta, diremos que la enferma, que ahora estaba ya curada, 32 sintió la ambición de completar sus conocimientos de la intención paradójica, adquiridos por la lectura de un solo libro. Finalmente llegó a publicar una nota en el periódico «Chicago Tribune», y la hizo aparecer durante toda una semana. La nota decía así: «Desearía saber de alguien que tuviera noticia o que hubiese sido tratado de agorafobia mediante la intención paradójica.» Pero nadie respondió a esa nota. El profano es capaz de aplicar en general el método de la intención paradójica, y de aplicárselo además a sí mismo, como se comprenderá si tenemos en cuenta que esa intención se reduce a coping mechanisms (mecanismos para hacer frente), los cuales — como prueban las observaciones de Hand, citadas ya por nosotros— residen en el interior del hombre. Y así es como debe entenderse también un caso como el siguiente: Ruven A.K., de Israel, que estudia en la International University, de los Estados Unidos, fue llamado a filas a la edad de 18 años. «Aguardaba con verdaderos deseos prestar servicio en el ejército. Veía muy razonable la lucha de mi país por la supervivencia. Por eso decidí hacer lo mejor posible mi servicio militar. Me ofrecí como voluntario para tropas de élite en el ejército: los batallones de paracaidistas. Estaba expuesto a situaciones en que mi vida corría peligro. Por ejemplo, saltar del avión por primera vez. Sentí miedo y estaba temblando literalmente. El tratar de ocultar este hecho me hizo temblar más inten samente. Decidí entonces mostrar mi miedo y temblar lo más que podía. Y después de un poco de tiempo, cesaron los temblores y estremecimientos. Sin proponérmelo, estaba aplicando la intención paradójica, y me hallaba sorprendido de lo bien que funcionaba.» Pero la intención paradójica no se inventó únicamente para que los individuos se la aplicaran a sí mismos. El principio en que se basa fue descubierto ya por la psiquiatría precientífica. J.M. Ochs pronunció una conferencia en la Pennsylvania Sociological Society, de la Villanova University, que tenía como título Logotherapy and religious ethnopsychiatric therapy (1968), y en la cual sostenía la opinión de que la etnopsiquiatría aplicaba principios que más tarde fueron sistematizados por la logoterapia. En particular, la medicina popular de los Ifaluk sería marcadamente logoterapéutica. «El chamán de la psiquiatría popular mexicano-americana, el curandero, es un logoterapeuta.» Ochs cita, además, a Wallace y Vogelson, según los cuales la medicina popular aplica en general principios que desempeñan también un papel en la moderna psiquiatría. «Parece como si la logoterapia fuera un nexo entre los dos sistemas.» Tales hipótesis se hacen plausibles, si comparamos entre sí dos informes como los siguientes. El primer informe habla del caso de un muchacho esquizofrénico de 24 años de edad, que padecía alucinaciones acústicas. Oía voces que lo amenazaban y se burlaban de él. Nuestra (perso na de confianza) se ocupó de él durante su permanencia en un hospital. «El paciente, a mitad de la noche, salía de su habitación para quejarse de que las voces 33 no le dejaban dormir. Le habían recomendado que hiciera caso omiso de ellas, pero eso resultaba imposible. Se desarrolló entonces el siguiente diálogo. Médico: “¿Qué tal, si intentase usted otra cosa?” Paciente: “¿Qué quiere usted decir?” Médico: “échese ahora en la cama y escuche con la mayor atención lo que le dicen las voces. ¡Que no se le escape ni una sola palabra! ¿Me entiende?” Paciente: “¿Habla usted en serio?” Médico: “¡Claro que hablo en serio! No comprendo cómo, para cambiar, no trata usted de divertirse con lo que le dicen esas malditas voces.” Paciente: “Bueno, yo he pensado que...” Médico: “¡Inténtelo una vez! Luego seguiremos hablando.” Cuarenta y cinco minutos más tarde, el paciente estaba dormido. A la mañana siguiente se despertó muy contento: ¡Las voces le habían dejado en paz durante el resto de la noche!» Y ahora, otro caso parecido. Jack Huber (Through an Eastern window, Bantam Books, Nueva York 1968) visitó una vez una clínicaregentada por psiquiatras del Zen. El lema que rige la labor de esos psiquiatras es: «Acentuar el vivir con el sufrimiento, en vez de quejarse de él, analizarlo o tratar de evitarlo.» Pues bien, un día ingresó en la clínica una monja budista que se encontraba en grave estado confusional. Estaba excitada por la angustia, porque creía que a su alrededor reptaban serpientes. Los médicos, psiquiatras y psicólogos europeos habían abandonado ya el caso, cuando se hizo venir precisamente al psiquiatra del Zen. «¿Qué le ocurre?», preguntó: «¡Tengo mucho miedo a las serpientes! ¡Me rodean por todas partes!» El psiquiatra del Zen reflexionó durante un momento, y luego dijo: «Por desgracia, tengo que irme ahora, pero volveré dentro de una semana. Quiero que durante estos ocho días observe usted muy detenidamente a las serpientes. Cuando yo vuelva de nuevo, tendrá usted que describirme con toda precisión cada uno de sus movimientos.» Una semana más tarde, la monja se hallaba ya desde hacía tiempo completamente normal y realizaba sus funciones. «Bueno, ¿qué tal le va?», preguntó el psiquiatra del Zen. «Observé a las serpientes con la mayor atención posible, pero no durante mucho tiempo, porque cuanto más lo hacía, tanto más ellas desaparecían.» Queda ahora por estudiar el tercer patrón (o tipo) de reacción patógena. El primero es característico de los casos de neurosis de angustia; el segundo, de las neurosis obsesivas; en el tercer patrón de reacción patógena se trata de un mecanismo que hallamos en las neurosis sexuales, es decir, en casos en que hay trastorno en la potencia y en el orgasmo. Por cierto que, en esos casos volvemos a observar, como en las neurosis obsesivas, que el paciente lucha, pero que en las neurosis sexuales no lucha contra algo. Dijimos ya que el neurótico obsesivo luchaba contra la obsesión. Ahora bien, en las neurosis sexuales el neurótico lucha por algo. Porque, aun en la forma de la potencia y el orgasmo, está luchando por el placer sexual. Pero, por desgra cia, cuanto más se trata de conseguir un placer, tanto más se nos escapa éste. En efecto, el placer se sustrae a la intervención directa. Porque el placer no es ni el verdadero objetivo de nuestra conducta y acción, ni 34 una meta posible, porque en realidad es un efecto, un efecto secundario que se produce espontáneamente, siempre que vivimos nuestra autotrascendencia, es decir, siempre que una de dos: o nos entregamos con amor a otra persona, o nos entregamos al servicio de una causa. Ahora bien, cuando la mente no la tenemos ya puesta en la pareja sino únicamente en el placer, entonces éste se ve obstaculizado ya por nuestra voluntad de placer. Porque el camino para el logro del placer y la autorrealización conduce a través de la entrega de sí mismo y del olvido de sí mismo. Quien cree que ese camino es un rodeo, siente la tentación de elegir un atajo y de encaminarse al placer como a una meta. Pero luego se ve que el atajo es un callejón sin salida. Y nuevamente vemos cómo el paciente se encuentra atrapado en un círculo vicioso. La lucha por el placer, la lucha por la potencia y el orgasmo, la voluntad de placer, el placer forzado, una hiperintención (figura 3) del placer, no sólo le priva a uno del placer, sino que, además, trae consigo una hiperreflexión también forzada: uno comienza, durante el acto, a observarse a sí mismo y a espiar también a la pareja. Se acabó entonces la espontaneidad. Figura 3 Si ahora nos preguntamos qué es lo que puede desencadenar la hiperintención en los casos de trastorno de la potencia sexual, comprobaremos incesantemente que el paciente ve en el acto sexual una realización que se exige de él. Para decirlo con una sola palabra, el acto sexual tiene para él el carácter de una exigencia. Ya en 1946 (Viktor E. Frankl, Ärztliche Seelsorge, Franz Deuticke, Viena) hicimos notar que el paciente «se siente obligado, como quien dice, a la realización del acto sexual». Y esa «compulsión a la sexualidad puede ser una compulsión del propio yo o deberse a una situación». Pero la compulsión puede venir también de la pareja femenina (una mujer «de mucho temperamento» y exigente sexualmente). La importancia de este tercer elemento, entretanto, ha sido confirmada incluso experimentalmente en animales. Así, Konrad Lorenz logró que una hembra del «pez beta» o «pez combatiente», en las ceremonias del apareamiento, no escapara nadando coquetamente del macho, sino que nadara 35 enérgicamente hacia él, a lo cual el macho reaccionó —como quien dice— virilmente: el órgano de apareamiento se cerró reflejamente ante la hembra. A las tres instancias mencionadas, por las cuales los pacientes se sienten constreñidos a la sexualidad, se añaden recientemente otros dos factores más. En primer lugar, el valor que concede al rendimiento, y no menos a la capacidad de rendimiento sexual, la actual «sociedad del rendimiento». La peer pressure, es decir, la dependencia en que el individuo vive de quienes son semejantes a él, y de lo que los otros, el grupo al que él pertenece, considera que «está de moda», que «se lleva». La peer pressure conduce a que la potencia y el orgasmo se busquen forzadamente. Ahora bien, no sólo la hiperintención se fomenta así según normas colectivas, sino que se hace también lo mismo con la hiperreflexión. El resto de espontaneidad que la peer pressure deja todavía inviolada, se la quitan luego al hombre de hoy los pressure groups. Por estos «grupos de presión» entendemos la industria de la diversión sexual y la industria de la iniciación. El constreñimiento para el consumo sexual, que es lo que esas industrias pretenden, llega a la gente por conducto de los hidden persuaders (los «persuasores ocultos»). Y los medios de difusión se ofrecen gustosamente a ello. Lo paradójico es que incluso el joven de hoy se deja llevar dócilmente por el capital de esa industria y se deja mecer por la oleada de sexo, sin darse cuenta de que le están manipulando. Quien se alce contra la hipocresía, debería hacerlo también allá donde la pornografía, para que no se le estropeen los negocios, se quiere vender como arte o como ilustración sexual. La situación, útilmente, ha llegado a agravarse porque cada vez más autores, entre los jóvenes, han podido observar el aumento de la impotencia, y achacan ese aumento al movimiento moderno de la emancipación de la mujer. Así, J.M. Stewart informa sobre «impotencia en Oxford»: Las mujeres jóvenes, se dice allí, corren de un lado para otro y «exigen sus derechos sexuales», y los hombres jóvenes tienen miedo de que sus parejas femeninas, con su gran experiencia, los tengan por amantes poco diestros («Psychology and Life Newsletter» I [1972] 5). Pero también George L. Ginsberg, William A. Frosch y Theodore Shapiro publicaron un trabajo con el título Die neue Impotenz, en el que dicen expresamente que «el joven de hoy se siente exigido y requerido, por cuanto la exploración demuestra que, en esos casos de nueva forma de impotencia, la iniciativa para las relaciones sexuales procede de la mujer» («Arch. gen. Psych.» 26 [1972] 218). A la hiperreflexión le hacemos frente en logoterapia mediante una derreflexión, mientras que para combatir la hiperintención patógena, en casos de impotencia, disponemos de una técnica logoterapéutica que se remonta al año 1947 (Viktor E. Frankl, La psicoterapia en la práctica médica, San Pablo, Buenos Aires, 22003). Y recomendamos por cierto que se mueva al paciente a «no emprender programáticamente el acto sexual, sino que se dé por satisfecho con ternuras que permanezcan fragmentarias, por ejemplo, en el sentido de un preludio sexual mutuo». Hacemos, 36 asimismo, que «el paciente explique a su pareja femenina que hemos dictado de antemano una rigurosa prohibición del coito. En realidad, el paciente —a la corta o a la larga— no observará ya esa prohibición, sino que, liberado ya de la presión de las exigencias sexuales, tal como habían procedido hasta entonces de su pareja femenina, se irá acercando crecientemente al objetivo de la pulsión,corriendo hacia el peligro de ser rechazado por la pareja femenina, que podrá quizás alegar la vana prohibición del coito. Cuanto más se sienta rehusado, tanto más estará logrando el éxito.» William S. Sahakian y Barbara Jacquelyn Sahakian (Logotherapy as a personality theory, «Israel Annals of Psychiatry» 10 [1972] 230) opinan que los resultados de las investigaciones de W. Masters y V. Johnson han confirmado plenamente nuestros propios resultados. De hecho, el método de tratamiento desarrollado en 1970 por Masters y Johnson es muy parecido en muchos puntos a la técnica de tratamiento publicada por nosotros en 1947 y esbozada hace un instante. Ahora vamos a probar de nuevo casuísticamente lo que acabamos de exponer. Godfryd Kaczanowski (Logotherapy: A new psychotherapeutic tool, «Psychosomatics» 8 [1967] 158) informa sobre un matrimonio que vino a consultarle. Llevaban casados sólo unos cuantos meses. El hombre se sentía impotente y padecía gravísimas depresiones. Se habían casado por amor, y el hombre era tan feliz, que no tenía más que un objetivo: hacer que su mujer fuese lo más feliz posible, incluso sexualmente, proporcionándole para ello un orgasmo que fuera lo más intenso posible. Después de unas cuantas sesiones, Kaczanowski entendió por el marido que precisamente esa hiperintención del orgasmo de su pareja femenina era lo que imposibilitaba su propia potencia. El paciente se dio cuenta también de que, al entregarse «él mismo» a su mujer, tenía que darle más que el orgasmo, tanto más que este último se produce, sin más, automáticamente, aunque el marido no se lo proponga. Según las reglas de la logoterapia, Kaczanowski dispuso hasta nuevo aviso una prohibición del coito, lo cual descargó visiblemente al paciente de su angustia de expectativa. Como era de esperar, unas cuantas semanas después se llegó a que el paciente hiciese caso omiso de la prohibición; su mujer se resistió durante algún tiempo, pero luego cedió. Y desde entonces quedó plenamente normalizada la vida sexual de ambos. Es análogo un caso referido por Darreil Burnett. En él no se trataba de impotencia sino de frigidez: «Una mujer que padecía de frigidez observaba atentamente lo que pasaba en su propio cuerpo durante las relaciones sexuales, y trataba de ajustarse en todo a lo que decían los manuales. Le dijeron que concentrara la atención en su esposo. Una semana más tarde experimentó un orgasmo.» De la misma manera que en el caso del paciente de Kaczanowski la hiperintención quedó suprimida mediante la intención paradójica —es decir, mediante la prohibición del coito—, en el caso de la paciente de Burnett la hiperreflexión quedó eliminada mediante la derreflexión, lo cual pudo suceder 37 únicamente, cuando la paciente retornó a la autotrascendencia. De manera parecida se desarrolló el siguiente caso, que tomo de mi propia casuística. La paciente vino a verme, quejándose de su frigidez. Durante la infancia, su propio padre había abusado sexualmente de ella. «Esto tendrá consecuencias necesariamente»: tal era la convicción de la paciente. Suges tionada por esta angustia de expectativa, la mujer estaba siempre «al acecho», cuando tenía relaciones íntimas con su pareja; porque, finalmente, ella quería dar buena cuenta de sí y confirmarse como genuina mujer. Pero con ello preci samente su atención quedaba dividida entre la pareja y ella misma. Todo ello no podía menos de hacer que fracasara el orgasmo; porque en la medida en que uno atiende al acto sexual, en esa misma medida es ya incapaz de entregarse. Hice ver a la mujer que, de momento, yo no tenía tiempo para hacerme cargo del tratamiento, y la cité para dos meses después. Hasta entonces no debía preocuparse más de su capacidad o incapacidad para el orgasmo, tema del que hablaríamos luego ampliamente en el marco del tratamiento; en cambio, durante las relaciones sexuales, debía dedicar mucho más su atención a la pareja. El curso que siguieron las cosas me dio la razón. Sucedió todo tal y como yo había esperado. La paciente no volvió al cabo de dos meses, sino que se presentó ya al cabo de dos días... curada. El simple hecho de desprender la atención de sí misma, de su propia capacidad o incapacidad para el orgasmo —en una palabra, la derreflexión— y la entrega, ahora mucho más espontánea, a la pareja habían bastado para producir por prime ra vez el orgasmo. A veces hay que «teatralizar» un poco el «truco», porque ninguno de los dos que componen la pareja están «iniciados» en él. El siguiente relato nos hará ver lo ingenioso que hay que ser en tales situaciones. El relato se lo debo a Myron J. Horn, un antiguo alumno mío: «Una joven pareja vino a visitarme a causa de la impotencia del marido. Su mujer le había dicho repetidas veces que era “un amante fatal”, y que en lo único en que ella estaba pensando era en entablar relaciones con otros hombres a fin de encontrar finalmente la satisfacción que buscaba. Yo entonces les pedí a los dos que, durante una semana, se desnudaran y se metieran en la cama juntos, todas las noches, al menos durante una hora. Podían hacer lo que les viniera en gana. Pero lo único que no les estaba permitido en ninguna circunstancia era el coito. Una semana más tarde volví a verlos. Habían intentado, me decían, seguir mis instrucciones, pero “por desgracia” habían llegado tres veces al coito. Me mostré muy disgustado e insistí en que, por lo menos durante la semana entrante, debían atenerse a mis instrucciones, Pasaron tan sólo unos cuantos días, y me llamaron para contarme de nuevo que habían sido incapaces de seguir mis instrucciones; lejos de eso, habían realizado el coito incluso varias veces al día. Un año más tarde me enteré de que este éxito continuaba.» También es posible que debamos iniciar en nuestro «truco» no al paciente, sino a su pareja femenina. Así ocurrió en el siguiente caso. La participante en un seminario sobre 38 logoterapia, dirigido por Joseph B. Fabry en la Universidad de Berkeley, aplicó nuestra técnica —bajo la dirección del mencionado especialista— a su propia pareja masculina, que era psicólogo de profesión y que, como tal, dirigía un centro de orientación sobre problemas sexuales. (Se había formado con Masters y Johnson.) Pues bien, este orientador sobre problemas sexuales, sufría él mismo trastornos en cuanto a la potencia sexual. «Utilizando una técnica de Frankl —se nos refiere—, decidimos que Susan dijera a su amigo que ella estaba bajo tratamiento médico, y que el médico la había ordenado tomar algunos medicamentos y no tener relaciones sexuales durante un mes. Se les permitía estar físicamente muy cerca el uno del otro, y hacer todo lo que quisieran, menos tener relaciones sexuales. A la semana siguiente, Susan informó que todo había salido bien.» Hubo recaída. Pero Susan, que era discípula de Fabry, fue lo suficientemente ingeniosa para acabar esta vez, ella sola, con los trastornos de potencia sexual, que padecía su pareja: «Como ella no podía ya repetir otra vez la historia de las instrucciones dadas por el médico, le dijo a su amigo que ella había llegado raras veces o quizás nunca a tener el orgasmo, y le pidió que no tuviera relaciones sexuales con ella aquella noche, sino que la ayudara en su problema relativo al orgasmo.» Adoptó, pues, el papel de una paciente, para imponer a su pareja masculina el rol de orientador sexual en ejercicio y encaminarle de esta manera hacia la autotrascendencia. Pero con ello se produjo también la derreflexión y quedó eliminada la hiperreflexión que había tenido efectos tan patógenos. «Todo volvió a funcionar. Desde entonces desaparecieron los problemas de impotencia.» Gustave Ehrentraut, californiano, orientador en materia de problemas sexuales, tuvo que tratar una vez a un paciente que desde hacía 16 años sufría de eyaculación precoz. Primeramente se trató el caso con terapéutica de la conducta. Pero, después de dos meses, todavía no se observaron resultados. «Decidí intentar la intención paradójica de Frankl», se nos sigue diciendo. «Informé al paciente queél no iba a ser capaz de modificar su eyaculación precoz y que, por tanto, debía intentar únicamente satisfacerse a sí mismo.» Como Ehrentraut recomendara, además, al paciente hacer que el coito durase lo menos posible, la intención paradójica tuvo tales efectos, que la duración del coito pudo prolongarse al cuádruple. Desde entonces no hubo recaídas. Otro californiano orientador en materia de problemas sexuales, Claude Farris, me pasó un informe del que se desprende que la intención paradójica puede aplicarse también en casos de vaginismo. Para la paciente, que se había educado en un convento católico, la sexualidad era un tabú riguroso. Se sometió a tratamiento porque sentía violentos dolores durante el coito. Farris le ordenó que no relajase la zona genital, sino que enervase lo más posible la musculatura de la vagina, para que le fuera imposible a su marido penetrar en la vagina. Una semana más tarde volvieron a aparecer los dos para informar de que, por primera vez en su vida matrimonial, el coito se había producido sin dolores. No se 39 consiguió ninguna recidiva. Lo notable de este informe es la ocurrencia de aplicar la intención paradójica para producir la relajación. A propósito de todo esto, habrá que mencionar también un experimento de David L. Norris, investigador californiano, quien, en el marco de su experimento, ordenó a la que era sujeto del mismo, una mujer llamada Steve, que se relajase lo más posible, cualquiera que fuese la cosa que ella intentara. Pero no tuvo éxito, porque Steve se encaminaba demasiado activamente hacia esa meta. Norris pudo observarlo con mucha exactitud, porque la persona que era sujeto del experimento fue conectada a un electromiógrafo, que constantemente marcaba 50 micro amperios. Hasta que Steve se enteró por Norris de que él, en toda su vida, no había logrado verdaderamente relajarse. Entonces Steve saltó con lo siguiente: «¡Al diablo con la relajación! ¡Me río yo de la relajación!» Y entonces el indicador del electromiógrafo descendió de repente a 10 microamperios. «Lo hizo con tanta velocidad —cuenta Norris— que yo creí que el aparato se había desconectado. En las siguientes sesiones, Steve tuvo pleno éxito, porque no intentaba ya relajarse.» Algo parecido se puede decir también de los diversos métodos de meditación (por no decir, sectas de meditación), ya que la meditación no está hoy día menos de moda que la relajación. Y, así, me escribe un profesor norteamericano de psicología: «Hace poco tiempo me estuve entrenando en la práctica de la Meditación Trascendental. Pero renuncié al cabo de unas cuantas semanas, porque creo que puedo meditar espontáneamente, pero en cuanto empiezo con los formalismos para comenzar a meditar, no soy ya capaz de hacerlo.» 40 41 PARTE PRIMERA TEORÍA DE LAS NEUROSIS Y PSICOTERAPIA ESQUEMA DE LA TEORÍA DE LAS NEUROSIS ...tu laborem et maerorem consideras ut ponas ea in manibus tuis. 42 43 SECCIÓN PRIMERA LA TEORÍA DE LAS NEUROSIS COMO PROBLEMA Capítulo 1 DEFINICIÓN Y CLASIFICACIÓN DE LAS ENFERMEDADES NEURÓTICAS El término «neurosis» fue creado por Cullen (1777). Tendríamos una idea confusa, sin embargo, de lo que el concepto de neurosis comprende si nos fiásemos de la definición de Cullen. Pues, desde entonces, este concepto ha sufrido un cambio de significación, como hacen notar Quandt y Fervers. Y diríase que con el tiempo se han ido superponiendo los distintos significados. Así se comprende que tanto Bumke como Kurt Schneider abogasen por la total supresión del término «neurosis». Del mismo modo, Kloos estaría dispuesto a abogar por ello, ya que considera demasiado confuso este concepto y además totalmente superfluo; sin embargo, él mismo añade que la expresión no es, al parecer, fácilmente desarraigable. Sobre la delimitación del concepto de «neurosis», en general se registran en los tratados contemporáneos dos tendencias, una inflacionista y otra deflacionista. El más destacado representante de la última es Werner Villinger, que se pronuncia contra una extensión exagerada del concepto, o sea, contra una ampliación de su contenido. Por la otra parte estaría un autor como Rümke, quien traza límites tan amplios que ni siquiera considera la neurosis como una enfermedad o como unidad nosológica, sino como un síndrome, es decir, como una mera unidad sintomatológica. Nosotros, queremos situarnos en el punto medio de ambas posiciones extremas, distinguiendo, por una parte, entre las neurosis en el más propio y estricto sentido de la palabra, y, por otra, entre una neurosis en su sentido más amplio. Podemos, por lo tanto, 44 separar las pseudoneurosis de las verdaderas neurosis; ello no quiere decir que tengamos que pronunciar por fuerza el prefijo «pseudo-»; podríamos suprimirlo sin más. Para obtener al menos una hipótesis de trabajo —o sea, con un fin más o menos heurístico— proponemos, pues, partir de la definición que nos autoriza a llamar neurótica a toda enfermedad que sea psicógena. Desde este punto de partida resulta fácilmente un esquema sobre las posibles enfermedades del hombre. Como principios nosológicos de clasificación usamos: 1. La sintomatología o la fenomenología. 2. La etiología de la enfermedad en cuestión. Es decir, clasificamos, por una parte, las enfermedades según las manifestaciones (patológicas), esto es, según los síntomas o fenómenos que producen, y por otra, según el modo como se hayan formado. Teniendo esto en cuenta, distinguimos enfermedades fenopsíquicas o fenosomáticas por un lado, y enfermedades somatógenas o psicógenas por otro (figura 4). Figura 4 Primeramente nos encontramos con la psicosis como una enfermedad que acusa manifestaciones psíquicas (fenopsíquica), pero que tiene causas somáticas (somatógena). No quiere decir, claro está, que las supuestas causas somáticas de la psicosis estén ya investigadas científicamente. (Se podría hablar, por lo tanto, si se quiere, de las psicosis como de enfermedades criptosomáticas.) Al contrario, Kurt Schneider llama sin rodeos el escándalo de la psiquiatría al hecho de que los morbi de las psicosis endógenas sean aún desconocidos. Con la comprobación de la somatogénesis no queda dicho, desde luego, que una enfermedad somatógena no pueda ser tratada psicoterapéuticamente (véase p. 96). Anteriormente hemos trazado límites, y donde hay límites hay también casos limítrofes. Pero hay que procurar no sucumbir a la tentación de demostrar o rebatir algo por medio de casos limítrofes, pues, con su ayuda, se puede demostrar todo y rebatir todo, es decir, no afirmar nada ni negar nada. En cierta ocasión Jürg Zutt indicó con razón que existen también seres vivos de los que no puede afirmarse si pertenecen a los animales o a las plantas; sin embargo, a nadie se le ocurriría por este motivo negar que 45 entre animal y planta existe una diferencia esencial. Heyer dice algo análogo al indicar que de la realidad de hermafroditas nadie deducirá el derecho a negar la diferencia sustancial entre varón y hembra. De ningún modo queremos negar que lo psíquico y lo somático —o sea, no sólo lo psicógeno y lo somatógeno— forman una unidad íntima, la unidad psicosomática del ser humano. Pero no hay que olvidar que unidad no es idéntico a mismidad, como tampoco lo es a totalidad. Es decir, por muy unidos que estén en el hombre lo psíquico y lo somático, siempre se trata de dos modos del ser sustancialmente distintos, y lo único que éstos tienen de común es ser, precisamente, modalidades de un mismo ser. Pero entre estos dos modos del ser existe un abismo infranqueable. Tomemos este ejemplo: la lámpara —física— que veo ante mí es clara y redonda, mientras que la percepción — psíquica— de esta misma lámpara o su idea —también psíquica— es (después de cerrar los ojos) todo menos clara y redonda; una idea puede ser viva, por ejemplo, pero nunca redonda. Cuestión aparte es cómo puede salvarse y conservarse la unidad de la existencia humana también en la teoría, en la contemplación, en el concepto del hombre frente al abismo insondableentre lo psíquico, por una parte, y lo somático, por otra, siendo cada uno de ellos un modo del ser esencialmente distinto. Según mi opinión, esto se consigue únicamente dentro del margen de una consideración dimensional-ontológica del problema psicofísico. Mientras hablemos de estos modos del ser sólo en la analogía de una estructura escalonada y estratificada —como hacen, por ejemplo, Nicolai Hartmann y Max Scheler— existe siempre el peligro de que el ser humano, por así decirlo, se desdoble en corporal y anímico, es decir, como si este ser, el hombre, estuviera «compuesto» de cuerpo y alma (y espíritu). Si ahora hago proyectar, por ejemplo, este vaso que está aquí delante en la mesa sobre el plano de la mesa, resulta un círculo, y si lo proyecto en un plano vertical resulta un rectángulo. Sin embargo, no se me ocurrirá asegurar: este vaso está compuesto de un círculo y de un rectángulo. Tampoco puedo decir que el hombre está compuesto de cuerpo y alma (y espíritu). Por esta misma razón no deben considerarse lo somático y lo psíquico como escalones o estratos existentes por sí mismos, sino precisamente como dimensiones del ser unitario y totalitario que es el hombre. Sólo entonces puede comprenderse de una manera antropológica adecuada esta unidad y totalidad. Sólo entonces puede comprenderse la compatibilidad de lo inconmensurable, o sea, la unidad del ser que es el hombre, a pesar de la multiplicidad de las dimensiones que lo constituyen. Hagamos constar, pues, que a pesar de la unidad del ser humano hay una diferencia esencial entre lo somático y lo psíquico, en cuanto constituyentes suyos (de su constituyente esencial, lo espiritual, hablaremos en seguida). En ello no cambia nada el hecho de que entre psicogénesis y somatogénesis no existan más que diferencias 46 graduales. Mi maestro, Oswald Schwarz, solía diseñar el siguiente esquema (figura 5): Figura 5 Las verticales del esquema representan distintas enfermedades con un componente psicógeno o somatógeno más o menos grande. Una enfermedad, por lo tanto, es siempre solamente más o menos psicógena o más o menos somatógena. Su valor de posición, dentro de este esquema, es por lo tanto, distinto. Y la vertical, que representa a una enfermedad, puede desplazarse; pero queda la diagonal como límite fijo y preciso, es decir, el límite entre la zona psíquica y la somática como tal, cada una como una región ontológica, como una dimensión antropológica. Por lo demás, hay que añadir lo siguiente: por mucho que una enfermedad manifieste un componente tanto psicógeno como somatógeno, los dos en proporción mutua y variable, no es para nosotros, médicos o terapeutas, lo más importante averiguar, desde el punto de vista pragmático, en qué medida la psicogénesis o la somatogénesis han entrado en la etiología de un caso concreto, sino más bien nos importa qué es lo que primariamente existe en cada caso, si psicogénesis o somatogénesis. El antiguo y sabio aforismo qui bene distinguit, bene docet podría modificarse en este sentido, o sea, en el sentido de nuestra exigencia de una terapéutica orientada, diciendo: qui bene distinguit, bene curat. Nadie objete que nunca podría hablarse de una psicogénesis o somatogénesis primaria, puesto que en cada uno de los casos se encuentran los componentes causales psíquicos y somáticos formando un círculo causal, de modo que lo somático está siempre condicionado por lo psíquico tanto como lo psíquico por lo somático. Esta objeción no está justificada en cuanto que sólo es posible hablar de un círculo causal en una consideración del corte transversal del acaecer patológico, mientras que una consideración del corte longitudinal nos demuestra que se trata en realidad de una espiral causal, es decir, se puede distinguir perfectamente en un caso particular concreto dónde ha comenzado el acaecer circular —si en la zona psíquica o en la somática—, por más que lo psíquico y lo somático se condicionen después mutuamente. (Tampoco tiene efecto alguno la objeción de que la pregunta de si ha existido primero lo psicógeno o lo somatógeno recuerda la de si existió antes la gallina o el huevo, pues, en el caso particular de una gallina y de un huevo delante de mí podría decidir perfectamente cuál había 47 existido antes.) El círculo causal, por tanto, representa solamente una proyección de la espiral causal, es decir, la sustracción de una dimensión, en el caso presente, la dimensión del tiempo[14]. Volviendo ahora al punto de partida de nuestras reflexiones, podemos definir la neurosis como una enfermedad psicógena, más aún, como una enfermedad primariamente psicógena. Esta definición vale, al menos, para la neurosis en su recto sentido y, por lo tanto, no para las pseudoneurosis; o como también podemos decir: vale para la neurosis en el más estricto sentido de la palabra. Si hacemos resaltar la zona inferior derecha de nuestro esquema (figura 4) ampliándola imaginativamente, resulta que en las neurosis orgánicas —en cuanto enfermedades psicógenas y fenosomáticas— se trata del efecto de algo psíquico en el terreno somático. Si comparamos las pseudoneurosis —por lo tanto, neurosis no en el verdadero sentido de la palabra, sino en un sentido más amplio— con este caso de una auténtica neurosis (orgánica), tendríamos que distinguir entre «efectuación» y mero «desencadenamiento». (Esta distinción entre efectuación o causación, por un lado, y un simple desencadenamiento, por otro, es importante no sólo con respecto a las neurosis, sino también a las psicosis: éstas en cuanto enfermedades somatógenas [fenopsíquicas], a pesar de su somatogénesis fundamental, pueden, dado el caso, estar perfectamente desencadenadas también por lo psíquico.) También hay enfermedades que son simplemente desencadenadas desde lo anímico y no propiamente causadas; por lo tanto, no son condicionadas anímicamente, o sea, no son psicógenas en el más estricto sentido de la palabra. A las enfermedades que no son causadas, sino solamente desencadenadas desde lo anímico, las llamamos enfermedades psicosomáticas (figura 6). Figura 6 También es posible que se trate, eso sí, de una auténtica efectuación, pero no —como 48 en el caso de la verdadera neurosis orgánica— del «efecto» de algo psíquico en el terreno de lo somático, sino más bien al revés, del «efecto» de algo somático en el terreno de lo psíquico. Como ya sabemos, tales enfermedades son psicosis ex definitione, pues son fenopsíquicas y somatógenas, según nuestro esquema (figura 4); sin embargo, bajo este aspecto particular en que hablamos ahora de tales enfermedades fenopsíquico-somatógenas, se trata preferentemente de trastornos funcionales de tipo vegetativo y endocrino que transcurren a veces monosintomáticamente, y cuyo monosíntoma es precisamente psíquico, y, en este aspecto, sería naturalmente imposible calificarlas de psicóticas. (Compárense aquellos casos que Hans Hoff tiene presentes cuando habla de «anomalías congénitas o adquiridas de las reacciones vegetativas», en las que «el paciente tiende hacia el sector simpático o parasimpático», y en las que «actúan anomalías del concepto glandular de secreción interna».) Prescindimos, pues, deliberadamente de la psicosis y tenemos derecho a ello ya que hemos de hablar meramente de neurosis y pseudoneurosis, o de neurosis en el más amplio y estricto sentido. Así, pues, a estados parecidos a neurosis en que se trata del efecto de algo somático en el terreno psíquico es a lo que llamamos enfermedades funcionales. A los efectos «funcionales» de trastornos funcionales somáticos (vegetativos y endocrinos) en el terreno de lo psíquico, los cuales acabamos de tratar someramente, el paciente en cuestión suele reaccionar psíquicamente de una determinada forma. Se trata, entonces, de efectos retroactivos psíquicos ante trastornos originariamente somáticos. Estos efectos retroactivos, estas reacciones, son lo que llamamos neurosis reactivas. Tenemos que observar, sin embargo, complementariamente que se puede tratar en las neurosis reactivas tambiénde reacciones neuróticas ante algo psíquico que no sea somatógeno —en el sentido de enfermedades funcionales—, sino psicógeno. Pero puede ocurrir que «detrás», por así decirlo, de una neurosis reactiva, o de una reacción neurótica esté un médico, en cuanto que el motivo de la reacción neurótica se debió a una expresión del médico impensada e imprudente. En este caso (una especie de subgrupo de las neurosis reactivas) hablamos de neurosis iatrógenas. Ahora bien, puede ocurrir que «más allá» de la psicogénesis de una neurosis psicógena (no hablamos ahora simplemente de neurosis orgánicas) no haya que buscar la verdadera causa de la enfermedad en el terreno psíquico, sino en un terreno que se encuentra esencialmente más allá de lo psíquico: en el terreno noético, en el terreno de lo espiritual. En aquellos casos, por fin, en que un problema espiritual, un conflicto moral o bien una crisis existencial originan etiológicamente la neurosis en cuestión, hablamos de neurosis noógena[15]. Se trata, en el terreno espiritual, de aquella dimensión que hemos omitido hasta ahora cuando hablábamos de lo somático y de lo psíquico, como dimensiones de la existencia humana y de las posibles enfermedades humanas; para el pleno serhombre, para su 49 «totalidad» (véase anteriormente) es necesaria esta tercera dimensión, la espiritual, pero no quizá simplemente añadida como una dimensión en sí, sino que, sin ser ella la única es, sin embargo, la verdadera dimensión del existir humano, puesto que el hombre como tal no se constituye sino en aquellos actos (espirituales) en los que se eleva, por así decirlo, del plano somático-psíquico a la dimensión espiritual. 50 SECCIÓN SEGUNDA LA TEORÍA DE LAS NEUROSIS COMO SISTEMA Capítulo 2 PSICOSIS ENDÓGENAS: PERSONA Y PSICOSIS 51 1. Psicogénesis en las psicosis 1.1. Génesis criptosomática En las exposiciones siguientes no intentamos ofrecer nada nuevo, sino simplemente ordenar lo antiguo y coordinar lo que es nuevo con lo antiguo. Hemos conocido la clasificación de las enfermedades humanas según los dos principios de clasificación: sintomatología y etiología. En cuanto a la sintomatología, distinguimos enfermedades fenopsíquicas y enfermedades fenosomáticas, según que sus síntomas sean psíquicos o somáticos, y por lo que respecta a la etiología, distinguimos enfermedades somatógenas y enfermedades psicógenas. Según este esquema de clasificación, la psicosis cae bajo las enfermedades fenopsíquico-somatógenas[16]. La somatogénesis de las psicosis no hay ciertamente que imaginársela sólo en forma de corte transversal, sino que incluye, más bien, cuando se considera el corte longitudinal, también la heredogénesis. Así como los hechos dados a conocer por la medicina psicosomática, como a sí misma se llama, no son suficientes para hacer dudar de la somatogénesis de las «enfermedades en el sentido banal de la palabra», así tampoco aquel «escándalo de la psiquiatría», como K. Schneider lo llama (véase p. 66), en nada cambia la somatogénesis fundamental de las enfermedades psicóticas. Y a pesar de todas las salvedades que puntualizaremos después, seguimos ateniéndonos a la génesis somática de tales enfermedades. Nada impide en estas «escandalosas» circunstancias el que hablemos de una génesis criptosomática, por llamarlo de alguna manera. Tal somatogénesis fundamental no excluye una cosa sobre todo: una psicogénesis parcial. Pero entiéndase parcial como estructural y no como aditivo. No pueden adicionarse somatogénesis y psicogénesis a las noogénesis y sociogénesis, que están todavía por tratar. Lo que más importa es el valor que corresponde a cada una, valor que está localizado en distintas dimensiones del existir humano, pues la psicosis también se extiende a distintas dimensiones de la existencia humana y la psiquiatría ha de seguirla en todas estas dimensiones. No hemos de adicionar los distintos factores y elementos, sino dimensionarlos. Y, sobre todo, no debemos hacer una cosa: contaminarlos entremezclando las distintas dimensiones, cosa que ocurriría, sin embargo, por confusiones de las que ahora vamos a tratar. 1.2. Efecto y causa 52 Los psiquiatras conocemos muy bien el fenómeno que designamos con el nombre de «racionalización secundaria». Lo encontramos, por ejemplo, cuando un paciente parafrénico interpreta en algún sentido las alucinaciones de la sensación corporal que padece, bien sea considerándose un poseído del demonio, como ocurría en otros tiempos, bien que invoque el hipnotismo, bajo cuya influencia se cree, como ha ocurrido, en las últimas décadas o bien que incluya el radar en el sistema de su manía de explicación, como ocurre tantas veces en los últimos años. Pero con mucha frecuencia vemos también que los familiares de nuestros pacientes racionalizan secundariamente. Oímos decir, por ejemplo, que unos esponsales fracasados tienen la culpa de la enfermedad esquizofrénica de la hija, o bien que la masturbación más o menos excesiva del hijo es culpable de su psicosis. En todos estos casos se confunde el post y el propter hoc sin tener en cuenta que el hoc mismo a su vez era el effectus. Para limitarnos al último ejemplo: el hecho de masturbarse en exceso no era la causa, sino el efecto de la enfermedad. Con otras palabras, no se trata de un hecho patogénico, sino de un hecho patognomónico. A decir verdad, en este campo los mismos psiquiatras no deberíamos tirar la prime ra piedra, puesto que tampoco nosotros mismos nos vemos siempre exentos del todo de la tendencia a la racionalización secundaria. Pues ¿cuántas veces nuestra necesidad causal no nos juega a nosotros mismos una mala partida? En concreto, son los traumas psíquicos, los complejos y conflictos incriminados con respecto a lo patógeno y citados con frecuencia, los que hay que valorar muchas veces no como patógenos precisamente, sino sólo como patognomónicos. Ya el simple hecho de aparecer traumas psíquicos y complejos, o el no ser uno capaz de hacer frente a sus conflictos, pertenece al terreno de la sintomatología, pero no al de la etiología de la psicosis en cuestión. Consideremos como ejemplo la depresión endógena. Como en otro lugar intentamos señalar, en ella se vive y se experimenta en proporciones excesivas la tensión tan peculiar del hombre entre el ser y el deber. Lo que el paciente adeuda de su ser a su deber lo va mirando a través de la lupa aumentativa y deformativa de su depresión endógena. La distancia del ser al deber es vivida y experimentada como si se tratase de un abismo. Pero en sí la tensión entre el ser y el deber —la tensión existencial, como también la llamamos—, la distancia del ser al deber es en sí inamisible e inalienable: mientras el hombre disponga de su conciencia, su ser será deudor de su deber. Pero en modo alguno esta excesiva tensión existencial, esta distancia al deber, socavada hasta formar un abismo, es la que produce la depresión endógena (en sentido de patogénesis), sino la depresión endógena la que crea el abismo aparente (en sentido de patognomonia). La tensión existencial no es la que hace enfermo al hombre, sino mas bien la enfermedad de depresión endógena es la que permite al enfermo darse cuenta de esta tensión de una manera desfigurada y aumentada. ¿Y qué es, pues, la depresión endógena en sí? La depresión endógena sigue siendo, a 53 pesar de todo, algo somatógeno, una «somatosis». Y el modo más acertado como podría caracterizarse es quizá como un bajón vital. Pero permítasenos hablar también de una bajamar del biotonus (Ewald). Supongamos el caso de un arrecife cuando va apareciendo durante la bajamar. Nadie se atreverá a afirmar, sin embargo, que el arrecife es por eso la causa de la bajamar; al contrario: es la bajamar la que lo descubre. ¿Pero no ocurre otro tanto con el abismo entre el ser y el deber? ¿No ocurrirá que también se hace patente, queda al descubierto por la depresión endógena, por esta bajamar vital? Por lo tanto: así como la bajamar no es causada por un arrecife que emerge, así tampoco la psicosis es provocadapor un trauma psíquico, por un complejo o por un conflicto. Siguiendo con el símil de la bajamar: a medida que la marea va bajando, el arrecife va ganando en extensión. Cosa análoga ocurre con la bajamar vital llamada depresión endógena. Así, por ejemplo, conocemos a una paciente endogenodepresiva que sustituyó provisionalmente a colegas masculinos llamados a filas y se hizo empleada de Correos durante la primera guerra mundial. Esta declaró anamnésicamente décadas más tarde durante una fase depresiva endógena que había robado en aquellos tiempos una saca entera de Correos. Ya sabemos que casi nunca existe culpa real en los autorreproches maníacos de pacientes endogenodepresivos. Efectivamente, preguntas más concretas descubrieron que el robo de que se trataba, en realidad, no era otro que el de una saca vieja y vacía ¡sin objetos postales dentro! El simple hecho de que a la paciente se le ocurriera este delito insignificante ya es un efecto, pero no una causa de la depresión endógena. Ni la gran culpa subjetiva ni la pequeña objetiva eran patógenas en este caso, sino solamente patognomónicas. 1.3. Causalidad y desencadenamiento Aparte de invertir la relación entre efecto y causa, según acabamos de indicar, la psiquiatría incurre no pocas veces en el error de no distinguir entre una auténtica causa psíquica, por un lado, y un mero desencadenamiento psíquico, por otro. Enfermedades que en realidad no son causadas, sino tan sólo desencadenadas desde lo psíquico, no merecen la calificación de psicógenas; se trata, más bien, de una pseudo psicogénesis. Es trivial llamar la atención sobre el hecho de que enfermedades psíquicas, y por lo tanto también las psicosis, puedan ser desencadenadas, verbigracia, por excitaciones. Pero hay que observar también que tales excitaciones no tienen que ser por fuerza de índole angustiosa: no sólo los estímulos angustiosos, sino incluso los agradables, pueden poner en marcha una enfermedad psíquica. Se trata, en uno y otro caso, de una especie de efecto de estrés psíquico. Por otra parte, no hay que olvidar que no sólo tales cargas extremas, sino también una descarga —sobre todo una descarga brusca— puede actuar 54 como factor de desencadenamiento desde lo psíquico. Baste recordar a propósito de esto la situación característica de la libertad después de una reclusión en campo de concentración o después del cautiverio de guerra[17]. Es propio de las enfermedades psicóticas, sin embargo, no requerir en ciertas circunstancias un desencadenamiento. Y ya que hablamos de reclusión en los campos de concentración, conocemos a un paciente que cayó enfermo de una manía en el campo de Dachau, y que, después de ponérsele en libertad y a pesar de la sorpresa agradable de una oportunidad de emigración en extremo favorable, se volvió, no obstante, gravemente depresivo, en el sentido de una fase melancólica. Todo ello indica la general independencia del destino de las psicosis auténticas, o, si se quiere: la fatalidad de los procesos psicóticos en si. Con respecto a esto, las investigaciones estadísticas J. Hirschmann han puesto suficientemente de manifiesto la relativa «estabilidad ambiental» de las psicosis y aun de las neurosis[18]. Al fin y al cabo la desencadenabilidad de enfermedades psicóticas —¡sin que pueda hablarse de causalidad!— es un hecho bien conocido y reconocido en el terreno somático: aludimos a la «desencadenabilidad» típica de estados psicóticos por intercurrencias somáticas, como el tiphus abdominalis[19] y la commotio cerebri[20]. Pero no sólo esto: no sólo tales procesos patológicos, sino también los fisiológicos, hay que considerarlos como posibles factores de desencadenamiento desde el terreno somático. Baste mencionar que la pubertad constituye un tiempo típico preferido para la erupción de brotes esquizofrénicos (tan típico que esta circunstancia ha dado a la enfermedad el antiguo nombre de dementia praecox), mientras que para las fases endogenodepresivas el preferido es el del climaterio como probablemente el más típico. Los dos —la pubertad y el climaterio— equivalen a un desencadenamiento desde lo endocrino; sin embargo, a nadie se le ocurrirá, por ejemplo, caracterizar la depresión endógena, sin más, como una enfermedad endocrina. Es lógico que, precisamente en el caso de estados endógenos de depresión climatéricamente desencadenados, sea posible también un desencadenamiento simultáneo desde lo psíquico: nos referimos al temor a quedarse soltera y al balance existencial, el balance de lo que la vida ha quedado a deber a uno y de lo que uno ha quedado a deber a la vida; si este balance existencial resulta negativo, aun cuando sea tan sólo aparente y subjetivamente, entonces no se trata tanto, si así se quiere, del desen cadenamiento psíquico de una psicosis endogeno-depresiva, sino más bien de la combinación de una depresión endógena psicótica con otra psicógena neurótica. Si nos preguntamos en qué consiste en rigor y en última instancia la diferencia entre causa y desencadenamiento, nos encontraremos con que, en cierto sentido, también el desencadenamiento es una causa, aunque no la principal, sino más bien una causa secundaria, como si dijéramos. Pero el desencadenamiento no es sólo una causa 55 secundaria en este sentido, sino también lo que comúnmente se llama una condición. Pues condicionar algo no significa de suyo originar y causar algo. Existen, como es sabido, las llamadas condiciones necesarias y suficientes, y podemos decir: mientras la causa principal puede interpretarse como condición suficiente, el desencadenamiento —si es que puede comprenderse como condición— es, en cambio, en cuanto causa secundaria, no una condición suficiente, ni una condición necesaria siquiera, sino que tendríamos más bien que acuñar para ella un nuevo término: (simplemente) ¡condición posible! 1.4. Patogénesis y patoplástica psíquicas 1.4.1. Patoplástica temática Psicógenos en el sentido más amplio de la palabra son los cometidos, por ejemplo, de ideas delirantes; es éste un hecho que está admitido y en el que se insiste desde hace mucho tiempo. Lo cierto es que, en este sentido tan amplio, en la temática de ideas delirantes entra material psicógeno. El mérito del psicoanálisis estriba en que sigue analíticamente los factores que de este modo entran en la temática del curso de ideas delirantes con la intención incluso de remontarse hasta la infancia; con razón, pues, es evidente que el individuo, como protagonista que es del tiempo, se despliega en sentido literal y se desenvuelve en la vida que va desarrollándose; de modo que no podemos formarnos una idea de lo individual, del verdadero individuo, si no es a través de una mirada de conjunto sobre la vida transcurrida. Patoplástica individual. Mas esto vale no sólo para lo patológico: también dentro ya de lo normal preponderan unos u otros contenidos de conciencia según la individualidad. Y en el caso de una enfermedad posterior solemos llamar personalidad premórbida al conjunto de todos estos contenidos de conciencia que han preponderado desde siempre. Sobre estos contenidos como tema gira el pensamiento de los pacientes «como aguja que queda clavada en el surco de un disco de gramófono», según acertó a expresarse en cierta ocasión una de nuestras pacientes. Así ocurre que un paciente no es capaz de desligarse de su culpa, mientras que a otro su culpa, su deuda moral, le afecta menos que sus deudas financieras... En el primer caso nos encontramos con un delirio de pecado; en el último, con una angustia de empobrecerse. Si pasan a primer plano manías hipocondríacas, ello conduce a la angustia de enfermar. Patoplástica colectiva. Es evidente que la elección de la manía, como quisiéramos llamarla, depende en gran parte de la ideología colectiva y, dado el caso, del pensamiento 56 colectivista de nuestro tiempo. Y es éste el sentido en que podría hablarse con razón de una sociogénesis dentro de la etiología de las psicosis. Lo haríamos en un sentido paraclínico, en un sentido, por lo tanto,que nos da pie para hablar también de neurosis colectivas. Así, todo ello nos autoriza a hablar asimismo de psicosis colectivas, con tal de que bajo esto no entendamos más que el conjunto de elementos y factores sociógenos y colectivos que entran de continuo y visiblemente en la psicosis individual, o sea, en la psicosis en sentido clínico. Rastrearlos sería objeto de una patología del espíritu de la época. Mas las mismas psicosis han sido desde siempre expresión y reflejo de esta patología; pues, según la época —según el espíritu de la época—, de la morbosidad mental de la época dependen y con ella combinan siempre las ideas predominantes. En una palabra: está realizándose continuamente un cambio de dominio de las ideas predominantes. Así, por ejemplo, sabemos que la típica depresión endógena larvada de los años veinte iba por lo regular enmascarada bajo el cuadro de obsesiones escrupulosas, mientras que hoy día va acompañada de representaciones angustiosas, predominantemente hipocondríacas, desarrollándose bajo un cuadro fóbico, yendo por esta razón con la etiqueta diagnóstica de depresión vegetativa. Pero, ¿se extrañará alguien de que en la actualidad el pensamiento endogenodepresivo gire con menos frecuencia en torno al tema de la culpa humana —o sea, la culpa ante Dios— que sobre los temas inmediatos de salud corporal y de capacidad de trabajo profesional?[21] 1.4.2. Patoplástica estilística Patoplástica individual. La patoplástica psíquica —y (exclusivamente) en este sentido la «psicogénesis»— se manifiesta e influye no sólo en el aspecto temático, o sea, con respecto al tema del delirio, sino también en el aspecto estilístico, o sea, con respecto al «total estilo de vida» (A. Adler), y lo que en primer lugar nos importa es que también este estilo de existencia de la personalidad premórbida se puede seguir hasta remontarse a lo psicóticamente caricaturizado. Respecto a esto, no sólo hemos de agradecer mucho a la psicología individual de A. Adler, sino también merece nuestros respetos la contribución de L. Binswanger al análisis estilístico de las psicosis con su análisis del existir, sin que escape al conocedor la semejanza del análisis del existir con una ontologización de la teoría individual- psicológica de la «apercepción tendenciosa». Patoplástica personal. Por encima de todo lo individual y propio puede comprobarse que la psicosis es más que una simple especie de enfermedad: es también un modo y una posi bilidad del serhombre. En cuanto a la depresión endógena, su análisis existencial 57 especial[22] dio por resultado, como ya insinuamos, que la depresión endógena en si, en cuanto morbus, no representa ni más ni menos que un bajón vital; sin embargo, el hombre que la tiene, ¿qué es? ¿Cómo le ha caracterizado precisamente el análisis existencial general? Como ser que es responsable de su ser ante su deber. Vimos antes que esta tensión existencial es vivida y experimentada exageradamente por el hombre endoge-nodepresivo de una manera específica. Pues bien, el bajón vital propiamente no produciría ni más ni menos que una sensación de vaga insuficiencia; pero el hecho de que el hombre afectado de esta enfermedad no se esconda sim plemente como un venado herido en la caza, sino que viva su insuficiencia como culpa ante su conciencia o ante su Dios, todo esto no depende ya del morbus que es la depresión endógena; es más que nada la contribución del hombre a su enfermedad, y responde y nace de un enfrentamiento entre lo humano en el enfermo y lo enfermo en el hombre. Esto va más allá de un simple bajón vital, de una psicosomatosis; con lo que nos encontramos es más bien con una aportación de la persona, con algo personal, y, por lo tanto, con algo transmórbido, pues la persona es espiritual y en virtud de esta cualidad se encuentra más allá de lo sano y de lo enfermo. 58 2. Análisis existencial de las psicosis Señalar y sacar a relucir lo personal en la psicosis es el propósito del análisis existencial. Procura hacer el caso transparente conforme al hombre, hacer trascender el cuadro de la enfermedad hacia una imagen del hombre. El recuadro de la perturbación no es más que una simple caricatura, una simple silueta del verdadero hombre, su simple proyección en el plano clínico desde una dimensión del existir humano que está situada esencialmente más allá de la neurosis y psicosis. En este espacio metaclínico el análisis existencial va siguiendo los fenómenos y los síntomas diversos de las enfermedades neuróticas y psicóticas. En este espacio, pues, descubre y suscita algo. Lo que descubre es una humanidad intacta e intocable; columbrarla incluso escondida detrás de toda disolución neurótica y descomposición psicótica es lo que el análisis existencial intenta enseñarnos[23]. Al igual que otros contenidos que han sido inconscientes, también pueden elevarse a la conciencia, precisamente en la psicosis y por ella, los de una religiosidad inconsciente. Así, pues, también en la psicosis puede hacerse manifiesto lo auténtico y primario que durante la normalidad se mantuvo latente, encubierto y escondido a causa de la medianía y de la vulgaridad. Pero, en general, ahora como antes un organismo psico-físico apto en cuanto a su función es la condición para que pueda desenvol verse la espiritualidad humana. Pero no debería olvidarse, con todo, que el psychophysicum, por mucho que condicione esta espiritualidad, no puede efectuar nada, ni crear tal espiritualidad. Además, de esto, no debiera pasar inadvertido que el único afectado, por ejemplo, en el sentido de enfermedad psicótica, es en cada caso el organismo psicofísico. De todas formas, un trastorno funcional psicofísico puede hacer que la persona espiritual que se halla detrás del organismo psicofísico y, como ya veremos, también por encima de él, en cierto modo, no pueda manifestarse ni declararse: esto es, ni más ni menos, lo que la psicosis significa para la persona. También en R. Allers leemos: «La enfermedad impide a la persona la manifestación de sí misma» y el autor no se olvida de indicar expresamente en esta ocasión que esto es válido aun «en graves estados defectuosos; por ejemplo, en una idiotez de alto grado, originada por un desarrollo deficiente del cerebro, o en demencia muy avanzada debida a una destrucción cerebral». El espíritu humano no puede prescindir de la servidumbre de su cuerpo, pero éste puede también negar sus servicios; ya he hablado en ocasiones semejantes y con analogía a la potentia oboedientialis de una impotentia oboedientialis (Dimensionen des Menschseins, en «Jahrbuch für Psychologie und Psychotherapie» 1 [1953] 186)[24]. 59 Cuando no puedo reparar en la persona espiritual porque la psicosis precisamente le pone barreras y la quita de mi vista, mientras esto ocurra, no puedo acercarme a ella terapéuticamente y toda apelación fracasaría. De ello se deduce que sólo es aplicable un procedimiento logoterapéutico en casos de psicosis clínicamente leves o medio graves. 2.1. Interpretación y búsqueda de sentido Se distingue, como es sabido, entre hallar sentido y dar sentido. Podría, pues, entenderse como hallazgo de sentido el intento de una interpretación del sentido de la formación delirante de la que antes hablábamos. Pero no podemos olvidar que se trata en la interpretación de una formación delirante de la interpretación de un sentido para mí como médico y habría que preguntar si hay también un sentido que encierra en sí la psicosis no para mí como médico, sino para el mismo paciente. A nuestro entender, también la psicosis tiene realmente un sentido para el mismo paciente; pero este sentido no está dado, hay que buscarlo y no puede ser hallado por mí, como médico, sino que le viene dado a la psicosis por el propio paciente: es el enfermo el que ha de dar el sentido a su enfermedad. Primero ha de buscarlo. Recordamos que el análisis existencial no sólo procura descubrir algo, sino también despertar algo. Lo que descubre es la humanidad intacta e invulnerable. Son tres «existenciales» los que(no sólo caracterizan, sino) constituyen el existir humano en cuanto humano: espiritualidad, libertad y responsabilidad. Y cuando el análisis existencial trata de descubrir espiritualidad, incluso en la existencia psicótica, procura despertar, aun en ella, libertad y responsabilidad. En realidad es propio, incluso de la existencia psicótica, un grado de libertad —libertad frente al avasallamiento por parte de la psicosis— y un último resto de responsabilidad: responsabilidad para el dominio de la psicosis, para la conformación del destino llamado psicosis; pues este destino continúa siendo formable y está aún por formar. 60 2.2. Revelar y apelar El análisis existencial revela una espiritualidad intacta e intocable que queda aun detrás de la psicosis y apela a una libertad que se encuentra aun por cima de la psicosis: la libertad de enfrentarse con la psicosis de una manera o de otra: bien sea defendiéndose de ella o bien conciliándose con ella. En otras palabras: el análisis existencial, en tanto que es psicoterapia o tan pronto como llega a ser logoterapia, descubre no sólo lo espiritual, sino que apela también a esta espiritualidad, apela a una potencia resistente espiritual. Somos conscientes del horror que causa la palabra apelar a los ojos de la psiquiatría contemporánea. Pero, ¿no ha dicho W. von Baeyer[25] que «la pedagogía médica de los dementes apela a la libertad y responsabilidad»? ¿No ha dicho J. Segers que «ciertamente se requiere valor moral para apelar a una libertad responsable», pero que «tenemos que conseguir este grado en la clínica»? ¿No ha testificado E. Stransky que oficiales endogenodepresivos que habían dado su palabra de honor de no suicidarse mantuvieron la palabra? ¿No ha señalado E. Menninger-Lerchenthal decididamente que «la experiencia personal me dice que la depresión endógena no penetra a veces hasta el núcleo de la personalidad, donde se halla arraigada su actitud básica»? A nuestro parecer, incluso el hombre afecto de una depresión endógena puede resistir en cuanto persona espiritual esta afección del organismo psicofísico y mantenerse de este modo fuera del acaecer organímico de la enfermedad. Se trata realmente, en la depresión endógena, de una afección psicofísica; pues lo psíquico y lo físico están en ella coordinados, unidos en paralelo. Van vinculadas con la depre sión psicofísica anomalías somáticas de la menstruación, de la secreción del jugo gástrico, etcétera. El hombre es endogenodepresivo de pies a cabeza, con el estómago, con el cuerpo y el alma, pero precisamente no lo es con el espíritu. Es más bien el organismo psicofísico el que únicamente es afectado, pero no la persona espiritual, que en cuanto espiritual, no puede ser afectada. El que un hombre, ceteris paribus, se distancie de su depresión endógena, mientras que otro sucumba a esta depresión, no depende de la depresión endógena, sino de la persona espiritual. Así, pues, vemos que existe un antagonismo psiconoético frente al paralelismo psico-físico. A él hay que apelar. 2.3. Análisis del existir de las psicosis El análisis del existir de L. Binswanger no se fija en la posibilidad de tal llamada y apelación. Pero este hecho no ha de caer, en su desfavor, en el platillo de la balanza de un juicio comparativo del análisis del existir y del análisis existencial, ya que el propósito 61 del análisis del existir no es psicoterapéu-tico; al menos así lo afirma M. Boss: «El análisis del existir no tiene nada que ver con la práctica psicoterapéutica.» Mientras el análisis existencial procura estar al servicio del tratamiento de neurosis, el mérito del análisis del existir estriba en haber contribuido a la comprensión de las psicosis. (En este sentido el análisis del existir frente al análisis existencial no es contrario, sino complementario.) Para esta comprensión el análisis del existir ha de fijarse en la unidad del «ser en el mundo» (M. Heidegger), mientras que el análisis existencial ha de poner de relieve la multiplicidad dentro de esta unidad, ha de desarticular dimensionalmente la unidad en la multiplicidad de existencia y facticidad, de persona y organismo, de espiritual y psicofísico, para poder apelar a la persona y movilizar la potencia resistente del espíritu. Si éste hiciera anegarse a la persona espiritual en una existencia noopsicofísicamente neutral, como hace el análisis del existir, ¿a quién podría dirigirse entonces tal apelación y llamamiento? El destinatario sería desconocido, ¿y a qué potencia resistente podría apelarse entonces?, ¿contra qué pseudopotencia se la podría poner en juego? En este concepto monístico del hombre no cabría diferenciar ya entre la persona espiritual y el acaecer organímico de la enfermedad. El hombre endogenodepresivo ya no podría distanciarse de sí mismo, sería uniformemente endogenodepresivo; pues el hombre psicótico, cuyo ser así y no de otro modo en el mundo el análisis del existir se esfuerza en esclarecer con tanto éxito y mérito, está tan impregnado y determinado por este modo de ser en el mundo, o sea, el hombre psicótico está tan profundamente inmerso en su modo de ser ahí en el mundo, que debería hablarse de una infiltración, imbibición y difusión de tal existir a través de la psicosis. Según el análisis del existir, para el psicótico no hay posibilidad de salir de su pellejo (sic) psicótico de ser así y no de otro modo en el mundo. Si al principio delimitábamos el campo de validez del psicoanálisis por lo que se refiere a su pretensión de contribuir a la comprensión de lo psicógeno en las psicosis, recordamos ahora que el psicoanálisis se interpreta y se caracteriza a sí mismo como psicología dinámica; frente a éste, correspondería al análisis del existir una psicología que podría llamarse estática, mientras que frente a ambos la logoterapia, tendría que caracterizarse como psicoterapia apelativa. Para la logoterapia, un factum biológico como la psicosis no constituye aún, a pesar de todo, ningún factum biográfico; pues, mientras el análisis del existir se encamina a la unidad dentro de la multiplicidad «cuerpo- alma-espíritu», la logoterapia se encamina, en cambio, hacia la multiplicidad dentro y a pesar de la unidad del ser hombre; a saber, hacia el espíritu, en un antagonismo facultativo con cuerpo-alma, al que hemos llamado, en oposición al paralelismo psicofísico (que es obligado), antagonismo psiconoético. La tesis de la logoterapia sobre la fatalidad de la psicosis no es para ella misma, para la logoterapia, ninguna tesis fatalística. Es cierto que no reconoce, dentro de la génesis de las psicosis, ninguna 62 psicogénesis auténtica, sino más bien pseudopsicogénesis solamente, esto es, patoplástica psíquica; no obstante, reconoce una estricta indicación para la psicoterapia, aun en las psicosis, por supuesto sólo dentro del cuadro de una somatoterapia simultánea. 63 3. Logoterapia en las psicosis Hemos visto que existe psicogénesis dentro de la génesis de las psicosis sólo en el sentido de patoplástica psíquica; hemos visto, además, que —en este sentido— se da también noogénesis, o sea, una patoplástica desde lo espiritual. Se entiende por sí mismo que allí donde hay una patoplástica desde lo espiritual tiene que haber también una psicoterapia desde lo espiritual, aun en las psicosis. Pero psicoterapia a partir de lo espiritual ex definitione es lo que llamamos logoterapia. éste es el punto donde el análisis existencial se convierte en logoterapia. La logoterapia[26] ha de atender a dos cosas: del mismo modo que la psicoterapia de las neurosis tiene que enseñar y exhortar al paciente a objetivar el acaecer patológico y a distanciarse de él. En suma: el paciente tiene que aprender a mirar a la cara a cosas como la angustia y la obsesión y a reírse en su cara (método de la intención paradójica). En efecto, al presentar precisamente la enfermedad como algo que es impuesto por el destino y el hecho de hacer que el enfermo acepte la afección en esta su fatalidad, le capacita mejor para hacer factivo el antagonismo psiconoéticofacultativo para actualizarlo de tal modo que el acaecer primario de la enfermedad sea despojado de todas las reacciones psicógenamente neuróticas y superestructuras y superposiciones secundarias y sea reducido a su núcleo realmente fatídico. Pero en las psicosis la logoterapia ha de procurar más aún: no objetivar solamente, sino que también tiene que hacer subjetivar el acaecer patológico, ha de estimular al paciente a que imprima en él la impronta y el sello de su personalidad, a que personalice la psicosis. En una palabra: debemos procurar que se realice el enfrentamiento entre lo humano en el enfermo y lo enfermo en el hombre. 3.1. Patoplástica implícita Este enfrentamiento entre lo humano en el enfermo y lo enfermo en el hombre puede, pues, verificarse perfectamente también en forma de una conciliación. Citaré sólo un ejemplo de entre los varios que son corrientes al clínico: una de nuestras pacientes esquizofrénicas nos refiere que oía voces, pero que ello —dice— después de todo era mejor que no estar sorda como una tapia... Vemos que cuando H.J. Weitbrecht declara que «nobleza y vilipendio parecen enlazados trágicamente», podría añadirse a modo de complemento: y con frecuencia incluso cómicamente. En el caso concreto citado anteriormente en que un individuo podía labrar su grave 64 destino, llamado alucinaciones acústicas —este destino del que hemos dicho que es en principio «todavía conformable y que queda aún por conformar»—, se manifiesta que tal conformación puede realizarse también sin que el individuo se diera cuenta en lo más mínimo siquiera de lo que se está llevando a cabo. En una palabra: esta realización no se lleva a cabo reflexivamente, sino que se verifica más bien implícitamente, o sea, que el enfrentamiento (en el caso concreto, la conciliación) se da completamente en secreto. Todo ello va realizándose de un modo inexpreso y natural; pues, justamente eso (¡ni más ni menos que eso!) es lo que no puede hacer la perso na psicótica: expresarse. Precisamente la función expresiva (y además la instrumental) al servicio de la persona espiritual y que corresponde al organismo psicofísico es la que está perturbada. Así, pues, el análisis existencial hace ver, y hasta qué punto, que el destino llamado psicosis «es todavía conformable» y la logoterapia pone de manifiesto, y de qué forma, que «este destino está aún por conformar». Pero ahora caemos en la cuenta de que este destino llamado psicosis está ya de siempre formado; pues que desde un principio ha estado implicada la persona; desde siempre ha estado en juego y desde siempre ha tomado parte en la conformación del acaecer patológico; esto ocurre y pasa a un hombre; un animal no tendría más remedio que dejarse caer en la afectividad morbosa y dejarse llevar por la impulsividad morbosa; sólo el hombre puede y debe enfrentarse con todo ello y he aquí que ya desde el principio se enfrentó, lo hizo desde el momento en que apareció el delirio de pobreza y el delirio de pecado. Pero tal patoplástica implícita no debería confundirse con la afirmación frecuente de que el delirio representa la reacción psíquica ante un proceso somático, puesto que no estamos hablando de reacciones psíquicas, sino de actos espirituales, a saber, de aquellos que representan una postura y actitud personal frente a la psicosis. La necesidad de distinguir estos actos espirituales de posición y actitud personales de las simples reacciones psíquicas se deduce claramente del hecho de que la postura y actitud personales pueden, tienen que ser y serán también adoptadas aun frente al delirio mismo. Así, pues, se puede distinguir con exactitud entre lo somático, lo psíquico y lo espiritual. En algunos casos, una manía de celotipia es realmente una reacción psíquica a un proceso somático; pero que un enfermo paranoico de este tipo —como en un caso concreto que conocemos— no se deje arrastrar por su manía a un homicidio, sino que empieza a agasajar y acariciar a su mujer que ha caído enferma de repente[27], eso es una transformación espiritual perfectamente atribuible a la persona espiritual que, en este sentido, es perfectamente responsable. 3.2. Valor vital y dignidad humana Hemos hablado del sentido de la psicosis por lo que respecta a mí como médico y 65 hemos dicho que éste hay que encontrarlo. Nos hemos referido luego al sentido de la psicosis para el propio paciente y hemos dejado sentado que él mismo ha de dar este sentido. Ahora, un tercer y último problema: tenemos que hablar del valor del paciente para nosotros. Quizá el lector se sorprenda, pero ¿acaso no hemos hablado ya bastante de la vida que al parecer no merece vivirse? ¿Y acaso nos hemos referido a otra cosa que a la vida precisamente de pacientes psicóticos? Por mucho que el enfermo psicótico, pronósticamente más infausto, haya perdido todo su valor de utilidad, conserva, sin embargo, su dignidad y merece nuestro más profundo respeto. Tanto más cuanto que es precisamente enfermo, un enfermo mental; pues el rango de valoración del homo patiens es superior al del homo faber. El hombre paciente está por encima del hombre apto. Y si así no fuera, no valdría la pena ser psiquiatra. Yo quisiera ser médico de almas no para un «mecanismo psíquico» corrompido, ni para un «aparato» psíquico en ruinas, ni para una máquina deshecha, sino sólo para lo humano en el enfermo que se halla detrás de todo ello y para lo espiritual del hombre que está por encima de todo ello. 66 Apéndice. Psicoterapia en depresiones endógenas 1. Génesis criptosomática y terapéutica somática simultánea Cuando se habla de depresiones endógenas quiere decirse que las depresiones endógenas como tales, en cuanto en dógenas —en contraposición a las exógenas, reactivas, psicógenas—, no son precisamente psicógenas, sino somatógenas. Pero téngase en cuenta que por esta somatogénesis entendemos una somatogénesis primaria y es evidente que tal somatogénesis meramente primaria deja todavía bastante margen libre para aquella patoplástica psíquica que circunda a la patogénesis somática, completando así el cuadro clínico de un caso concreto. En este mismo margen que queda libre frente a la somatogénesis es donde ha de insertarse la psicoterapia. De la somatogénesis fundamental de estados endógenos depresivos, aun cuando ella es sólo primaria, resulta que su psicoterapia no puede ser ninguna terapia causal. Pero hemos de tener en cuenta también que a la somatoterapia, por lo menos hasta hoy día, le está igualmente vedado ser terapia causal. No sólo las causas de este tipo de enfermedades, sino también los efectos del tratamiento correspondiente, en lo que se refiere al mecanismo de su producción, no están aclarados ni mucho menos. Basta con fijarse en las muchas conjeturas sobre el mecanismo de actuación del electrochoque. Ahora bien, por poco que la psicoterapia y la somatoterapia pretendan y esperen ser terapéutica causal en las depresiones endógenas, tenemos suficientes motivos para practicar una terapia que, si bien no es causal, no por eso ha de ser menos activa. Y a efectos de tal actividad es recomendable una terapéutica somatopsíquica simultánea, por esta razón y con la ayuda de un ejemplo queremos incluir, bajo un aspecto terapéutico, la terapia medicamentosa en nuestras consideraciones y ponderaciones. A continuación ofrecemos un caso de depresión endógena larvada, desde el punto de vista diagnóstico, Fritz T., de treinta y dos años, está en otro lugar en tratamiento por supuesta «neurosis de angustia», concretamente por carcino-fobia. En concreto, teme padecer un tumor cerebral. Por esta razón iba a muchísimos médicos, entre ellos notables especialistas. Se había sometido a varios reconocimientos —entre otras cosas, también a una encefalografía— y había aguantado los más diversos tratamientos. La anamnesis da como conclusión que uno de sus tíos había realmente padecido un tumor cerebral y que terminó al fin suicidándose. El propio paciente sufre una cefalea crónica que obedece evidentemente a un trastorno vasomotriz.A pesar de todo, el cuadro no nos convence 67 demasiado como neurosis vasovegetativa; más bien vamos indagando en dirección a una depresión vegetativa, que así es como suelen denominarse aquellos casos de depresión endógena en cuyo primer plano sintomatológico se encuentran con menos frecuencia las quejas corrientes hipocondríacas que las molestias especialmente vegetativas; pues, como se ha dicho, mientras que ante riormente la depresión endógena larvada se había enmascarado con representaciones obsesivas escrupulosas, ahora, en los últimos tiempos, podía registrarse un creciente cambio de los síntomas, en el sentido de que temas escrupulosos han perdido importancia en comparación con los hipocondríacos. La sospecha de que también en el caso concreto se tratase de una depresión vegetativa podía verificarse en diagnosis, indagando nosotros las características anamnésicas de la depresión endógena, de las cuales queremos destacar las siguientes: fluctuaciones diurnas del estado de ánimo con exacerbación matinal y remisión vespertina; fases anteriores; herencia correspondiente. En el caso presente, los dos factores primeros no fueron difíciles de comprobar. ¿Cómo hubo que acometerlo terapéuticamente? Primero vamos a presentar la estructura patogénica con la ayuda de un esquema (figura 7). Figura 7 La depresión endógena vegetativamente larvada y recidivante implica, en cuanto endógena, una típica disposición a la angustia; esta disposición a la angustia es, por sí sola, sin contenido: como toda disposición a la angustia busca primero —¡y encuentra siempre!— un contenido, que en este caso concreto se centra en el dolor de cabeza del paciente para precipitarse, por así decirlo, acto seguido sobre un detalle de la anamnesis familiar, esto es, sobre el hecho del tumor cerebral que sufrió uno de sus tíos. El tumor cerebral se vuelve entonces objeto concreto de la angustia, objeto de una fobia en la que se conden sa, como si dijéramos, la vaga angustia sin contenido, formando su dolor de cabeza, y la enfermedad del tío, el núcleo de condensación. Ahora bien, el temor de que el dolor de cabeza obedezca a un tumor cerebral conduce, como es comprensible, a una forzada autoobservación con respecto al dolor de cabeza, y esta autoobservación ya es suficiente por sí sola para intensificar aún más las molestias, ¡pero precisamente con esto queda cerrado el círculo vicioso! Y ahora vengamos a la terapéutica simultánea somatopsí-quica: conforme al círculo anteriormente señalado, hubo que pasar a un ataque concéntrico contra tantas 68 «posiciones» como fueran posibles. En primer lugar, se trataba de abrir el fuego de una medicación orientada contra la infraestructura endogeno-depresiva del caso. De la exposición siguiente puede colegirse cómo hay que atacar el caso desde el ángulo psíquico. 2. Asistencia psicagógica de depresivos endógenos 2.1. Asistencia policlínica y tratamiento hospitalario En atención a la somatogénesis fundamental —esto es, primaria—, es lógico que sólo casos de grado relativamente leve sean aptos para una psicoterapia. Ello no quiere decir que la psicoterapia de las depresiones endógenas haya de circunscribirse a un tratamiento ambulatorio dentro de un marco policlí-nico. En una palabra: no queremos insinuar que el círculo de los casos que están indicados se cubra con aquel que se ajusta al marco de una asistencia policlínica. O sea, como si se excluyeran entre sí las indicaciones para la hospitalización, por una parte, y la indicación para la psicoterapia, por otra. Como tales indicaciones conocemos las siguientes: a) Indicación para la hospitalización con objeto de tratamiento. b) Indicación para la hospitalización por razones de la enfermedad misma. a) Indicación para la hospitalización con objeto de tratamiento. Tanto la clásica terapia de choque como también los métodos modernos de hibernación, los últimos al menos, cuando se aplican en forma de alta dosis, requieren, en general, una instalación hospitalaria, si es que se quiere manejarlos lege artis. Es sabido que también en todos estos casos debería intentarse una psicoterapia paralela. b) Indicación para la hospitalización por razones de la enfermedad misma. Respecto a la propia enfermedad son dos las razones que nos inducen a dar lugar a una internación: 1. Porque precisamente estados endógenos de depresión van acompañados de una tendencia a autorreproches tan típicas en ellos. 2. Porque abocan a una tendencia al suicidio no menos característica. 1. Tendencia a autorreproches. La hospitalización en tales casos es para conseguir, por este camino, que el enfermo se aleje de un ambiente que lleva consigo una cadena de obligaciones, bien de índole familiar, bien de índole profesional. Se trata aquí de 69 obligaciones que implican una continua confrontación del paciente con una tríada del fallo —como vamos a llamarlo—; son tres las insuficiencias bajo las que el paciente tiene que sufrir tanto: — Su incapacidad de trabajo. — Su incapacidad de goce en casos de la llamada melancholia anaesthetica. — Su incapacidad de pasión. Su incapacidad de trabajo será el contenido y objeto de reconvenciones que se hace a sí mismo y que escuchará además en su ambiente, lo que no es sino agua para el molino de sus autorreproches. De modo análogo actúan en favor de sus autorrepro ches insinuaciones de que el paciente debería dominarse un poco; ellas pueden producir un efecto paradójico e indeseado, al quedar registrado como insuficiencia personal el fracaso después del correspondiente intento del enfermo, agravando así más todavía su cuenta deudora subjetiva. Lo mismo tiene aplicación también para la cómoda recomendación de que él se distraiga, con lo que no se tiene en cuenta no ya su incapacidad de trabajo, sino su incapacidad de goce. 2. Tendencia al suicidio e indicación para la internación. Ante el peligro al que está expuesto el paciente por la tendencia al suicidio, está indicada no sólo una hospitalización, sino concretamente incluso la internación. Cuando se trata de juzgar hasta qué punto el amenazador peligro de suicidio es de un grado que hace aconsejable y oportuna, bien la traslación del paciente a la asistencia de un sanatorio cerrado, o bien, al revés, su salida del sanatorio cerrado, hemos reseñado nosotros mismos un método estándar que se está acreditando (y no sólo para nosotros) continuamente. Este nos permite establecer la definición de un peligro de suicidio existente (o persistente) y diagnosticar la disimulación de la tendencia al suicidio. Se comienza por preguntar al enfermo si (todavía) abriga intenciones de suicidio: en todo caso, tanto si dice la verdad como si es una mera disimulación de un propósito real de suicidio, negará esta nuestra primera pregunta; a continuación le formulamos una segunda pregunta, aun cuando francamente suene cruda: por qué (ya) no quiere suicidarse. Y, por lo regular, aquel que en verdad no tiene intenciones suicidas alega en seguida una serie de razones y contraargumentos que abogan todos ellos en contra de la intención de quitarse la vida: que él considera su enfermedad curable; que debía guardar miramientos a su familia; que tenía que pensar en sus obligaciones profesionales; que se encontraba demasiado comprometido religiosamente, etc., mientras que aquel que sólo ha disimulado sus intenciones de suicidio queda al descubierto por nuestra segunda pregunta porque la deja sin contestar, y en su lugar reacciona con una confusión 70 característica, y ello es simplemente porque, en efecto, carece de argumentos que aboguen contra el suicidio, por cuya razón el paciente es incapaz de aducir motivo alguno en virtud del cual (según dice) quiere desistir en lo sucesivo de un intento de suicidio. En el caso de que se trate de un paciente ya internado, éste empieza entonces de una manera típica a apremiar para que le den el alta y a asegurar que no la obstaculizará ninguna clase de intenciones suicidas. Es preciso hacer notar aquí que en nuestra exploración setrata de la comprobación de intenciones suicidas (simuladas o manifiestas), pero no de la de simples ideas suicidas; pues, en contraposición a las ideas de suicidio, las intenciones de suicidio implican ya una posición del paciente frente a sus ideas suicidas; las ideas mismas, previamente a toda determinación frente a ellas, son, bien mirado, insignificantes: lo que tiene que importarnos es más bien la respuesta a la pregunta de qué consecuencias saca el paciente de las ideas de suicidio que se despiertan en él, si se identifica con ellas o, por el contrario, se distancia de ellas. Que tal distanciamiento —como forma y posibilidad de toma de posición personal frente al acaecer organímico de la enfermedad— es posible, al menos en el sentido de un facultativum, y que puede llegar a ser además un factum, en tanto que es posible analizarlo terapéuticamente, es una experiencia clínica que por desgracia se va olvidando demasiado. Nosotros mismos procuramos cerrar el paso a la transformación de ideas de suicidio en intenciones de suicidio o, incluso, posibles actos de suicidio, poniendo en juego con la otra una de las dos tendencias, a las que nos referíamos a propósito de las depresiones endógenas. Ponemos en juego la tendencia a autorreproches contra la tendencia al suicidio. En tales casos añadimos de pasada en nuestra conversación con el enfermo el riesgo que asumimos sobre nosotros cuando le tratamos sólo en régimen ambulatorio. Solemos hacer ver a nuestros pacientes lo que agravarían ellos su conciencia si se dejasen arrastrar, no obstante, a un intento de suicidio: les hacemos ver que, entonces, «el médico de cabecera o la enfermera de servicio vendrían a parar al juzgado de guardia», etc., entrando ya con esto en el terreno de la psicoterapia en depresiones endógenas. 2.2. Psicoterapia en depresiones endógenas 2.2.1. Profilaxis de depresiones injertadas Nuestro procedimiento, al menos, no pretende en modo alguno, como hemos dicho, ser terapéutica causal; por supuesto, esto no quita que en nuestro método no se trate de una terapéutica específica y orientada. Y será específica y orientada en cuanto que va 71 dirigida a la persona espiritual del paciente. Realmente, la psicoterapia en las depresiones endógenas se ha de centrar focalmente en el enfermo, sobre su posición personal frente al acaecer organímico de la enfermedad; pues no es la enfermedad en sí y como tal la que hay que influir psicoterapéuticamente, sino que de lo que hemos de cuidar es precisamente de la actitud del enfermo ante su enfermedad o de un cambio de dicha actitud; en una palabra: hemos de provocar una transfor mación del enfermo. Pero en realidad esta transformación no sirve más que como profilaxis de una depresión secundaria, posterior y suplementaria, que se injerta en la depresión primaria, inicial y originaria. Observamos con frecuencia que los enfermos no estarían tan desesperados —es decir, no sufrirían tanto por causas endógenas— si no se desesperasen de nuevo por el hecho de verse en una desesperada disposición de ánimo (que es precisamente somatógena): ¡Por la depresión (endógena) están deprimidos (psicógenamente)! Y conocemos casos en que los enfermos lloran por ser tan llorones, pero esto no en el sentido de un nexo causal —esto es, en el sentido de causa y efecto—, sino esencialmente en el sentido de una relación de motivación, esto es, en el de motivo y consecuencia. Tales sujetos —como por lo demás casos esporádicos de llanto impulsivo o de incontinencia emocional en arteriosclerosis cerebri— perciben su índole llorona, pero no sin horrorizarse de ello, tanto que, en lugar de conformarse sencillamente con ello, reaccionan con un lloro (psicógeno ahora). Pero mientras el llanto primario obedecía a un acontecer orgánico, necesario, el lloro secundario procede de una tristeza innecesaria y sobreañadida. Una profilaxis de las depresiones injertadas secundariamente psicógenas en casos primariamente endógenos es hoy en día más indicado que nunca, por una razón a la que aludió Edith Weisskopf-Joelson, de la Universidad de Georgia. Esta autora hizo notar, en un artículo (Some Comments on a Viennese School of Psychiatry) publicado en «The Journal of Abnormal and Social Psychology» en noviembre de 1955, que la orientación ideológica de hoy día, la que se ha venido repitiendo desde siempre como base de toda psicohigiene, pone de relieve un concepto de la vida por el que el hombre está ahí para ser feliz, y toda desesperación sería un síntoma de deficiente adaptación. A una valoración de este calibre, sigue diciendo Edith Weiss kopf-Joelson, tal vez haya que hacerla responsable del hecho de que la carga y el agobio de una desdicha irremediable sean hasta aumentados por la desesperación de estar desesperado. 2.2.2. Psicoterapia intencionada en depresiones endógenas Hasta aquí todo lo dicho se refiere a la vertiente propiamente psicohigiénica de todas las empresas y empeños psico terapéuticos sobre pacientes endogenodepresivos; pasemos ahora a la cuestión propiamente psicoterapéutica: en primer lugar, es necesario 72 prestar atención a que la psicoterapia que se quiera practicar no se convierta, a su vez, en noxa iatrógena, como en tales casos suele ocurrir con tanta frecuencia. Sobre todo es absolutamente equivocado cualquier intento de una apelación al paciente para que se domine. Asimismo, un intento terapéutico según el modelo de la psicología individual puede ser contraindicado; pues la casual insinuación —basada en la tan difundida interpretación psicoló gico individual de la depresión endógena— de que el paciente quisiera tiranizar con su depresión a sus familiares, puede provocar fácilmente una tentativa de suicidio, error que corresponde a un defecto análogo psicoterapéutico de técnica en el otro grupo de enfermedades psicóticas, en la esquizofrenia, en la cual, cuando equivocadamente es diagnosticada como neurosis y tratada mediante hipnosis pueden ser provocadas ideas delirantes muy pronunciadas de influjo e hipnosis. La dirección en la que ha de moverse una psicoterapia activa de las depresiones endógenas es más bien la siguiente: hemos de inducir al paciente no a que se empeñe en «dominarse», sino al contrario, que se soporte la depresión con calma, que la acepte en cuanto endógena; en suma, que la objetive y se distancie de ella lo que le sea posible, ¡y en casos leves e incluso medio graves es posible! Primero, hemos de estar continuamente recordándole al paciente que está enfermo, verdaderamente enfermo. Con sólo esto estamos ya contrarrestando su tendencia a los autorreproches, dado que ya por naturaleza es propenso a juzgar su estado no precisamente como estado de enfermedad sino que más bien se inclina a interpretarlo histéricamente y a sostener, incluso condenándose moralmente a sí mismo, «que se deja llevar» simplemente. Y ahora queremos requerir del enfermo, ante todo, que él no se exija (y, naturalmente, lo mismo su ambiente no le exija) nada, pues, siendo un enfermo auténtico debería ser eximido de todas las obligaciones; y para dar autoridad a esta opinión nuestra, es recomendable internar al paciente, si llega el caso, por esta mera indicación; o al menos llevarlo a un ambiente de hospital (aun cuando sea abierto), pues éste será probablemente el mejor modo de demostrarle que le tomamos por un verdadero enfermo. Ciertamente, continuamos, no está enfermo mental, en el más estricto sentido de la palabra, sino enfermo en su vida afectiva, con lo cual evitamos el fundamento para posibles temores psicotofó bicos. Su enfermedad depresiva, añadimos, ocupa una posición excepcional, y ello porque permite un pronóstico altamente favorable; le explicamos que mientras ni aun de una afección tan insignificante como una simple angina podemos predecir con seguridad de un cien por cien que se cure totalmente y sin las más mínimas complicaciones o reliquias y secuelas (siempre sería posible que a un afectado por dicha enfermedad le quedara, por ejemplo, una poliartritis o una endocarditis),¡de su enfermedad, le decimos, es de la 73 única que puede pronosticarse con certeza absoluta una curación, y además espontánea! Y que no será él quien eche por tierra esta regularidad que es conocida y está acatada desde que existe la psicopatología, y que de ningún modo él representará el primer caso de esta clase en la historia de la medicina. ésta sería la verdad y no tendríamos la culpa de que ella fuera consoladora «por casualidad»; no por eso ciertamente habría motivo para callarla ni escatimarla. Solemos decir al paciente al pie de la letra: podemos asegurarle que usted saldrá de su enfermedad, por lo menos de la fase en que actualmente se encuentra, enteramente como el hombre que había sido en sus días de salud. Hasta el día de tal restablecimiento el tratamiento no tendría que hacer otra cosa que mitigar el estado, aliviar y suavizar algunas molestias especialmente torturantes. Por lo demás, la actual fase se iría amortiguando y curándose del todo e incluso —lo hacemos destacar expresamente— sin tratamiento, o sea, por sí solo; pues no seremos nosotros quienes le curamos, sino que él mismo se pondrá bien completamente solo, tan bien al menos como antes estaba: ni mejor ni peor, esto es que sería a lo mejor tan soso o tan nervioso como antes. Finalmente, no dejaremos de inculcarle encarecidamente que, a pesar de su escepticismo —tan sintomático—, recobrará la salud de todos modos, aun cuando no lo crea y no contribuya en nada a ello, incluso en el caso de que se «obstine». Desde un principio el paciente endogenodepresivo no creerá nuestro pronóstico tan favorable; no podrá creerlo, pues este escepticismo y su pesimismo forman parte de los síntomas de la depresión endógena: ¡siempre encontrará «un pelo en la sopa», lo mismo que no «dejará un pelo sano» ni en sí mismo ni en los demás! Siempre se autorreprochará que colabora menos de lo que debía, pero por más que se considere a sí mismo no como verdade ramente enfermo, sino simplemente, conforme a sus autorreproches morbosos, como depravado, o bien como enfermo, pero irremediablemente enfermo, al fin se agarrará no obstante a las palabras de su médico y a la esperanza que de ellas emana. Nosotros hemos de procurar esforzarnos en establecer psi-coterapéuticamente un grado de comprensión de su enfermedad lo más alto posible sobre la viva sensación de estar perturbado que acompaña a una depresión endógena. Sabemos que ni en sí mismo ni en los demás —o sea, en el mundo— es capaz de percibir el depresivo endógeno valores o sentido alguno. Con más razón tenemos que darle a entender una y otra vez que también esta su ceguera para los valores, su incapacidad de encontrar un valor en sí mismo y un sentido a la vida, forma parte de su depresión endógena; más aún, el hecho de que dude demuestra que padece una depresión endógena y que el pronóstico favorable está justificado. Hay que estimular al paciente a que se abstenga de seguir juzgando desde su tristeza, desde su angustia y desde su hastío vital sobre el valor o desvalor, sobre el sentido o carencia de sentido de su existencia, pues tales juicios están dictados siempre por su vida 74 afectiva enfermiza y, por tanto, las ideas (catatímicas) procedentes de ella no pueden ser exactas. Dijimos anteriormente que habíamos de darle a entender encarecida e insistentemente que está enfermo, verdade ramente enfermo, y en qué sentido lo está; esto, sobre todos los intentos de ampliar psicoterapéuticamente la mera sensación patognomó nica de estar enfermo a efectos de una verdadera comprensión de la enfermedad, tiene el legítimo objetivo de despertar y mantener viva la conciencia de que está libre y dispen sado de todas las obligaciones. Por esta razón, abogábamos también por lo general en casos endogenodepresivos de grado relativamente leve por reducir el trabajo profesional a media jornada, pero no por interrumpirlo: esta medida está justificada, puesto que observamos constantemente que el traba jo profesional representa con frecuencia la única posibilidad de distraer al paciente de sus cavilaciones. En esto sugerimos por razones comprensibles más bien un trabajo por la tarde, y recomendamos al paciente no sólo que no se entregue a trabajo alguno por la mañana, sino que, a ser posible, se quede en la cama. Dada la remisión espontánea nocturna y la exacerbación matinal de la excitación angustiosa tan característica en los casos de depresión endógena, el paciente reaccionaría al trabajo matinal con impresiones de insuficiencia aún más profundas, mientras que por la tarde estará más propenso a ver en el trabajo lo que éste debe ser: una «tarea de ocupación» que distrae y que, al menos en caso de éxito, es capaz de mitigar más bien sus impresiones de insuficiencia profesional. Únicamente de dos obligaciones no le dispensamos, sino que, al contrario, debemos exigirlas al paciente: confianza en el médico y paciencia consigo mismo: Confianza, esto es, confianza en el pronóstico favorable cien por cien que le puede dar su médico. No tiene más que fijarse, como debemos aclararle, que él es el único caso que probablemente conoce de esta índole, mientras que los médicos conocemos miles y miles de casos semejantes que podemos seguirlos en su curso; por lo tanto, ¿a quién deberá creer antes —le preguntamos—, a sí mismo o al especialista? Y en el caso de que él —continuamos— cobre esperanza apoyándose en nuestro diagnóstico y pronóstico, nosotros, los profesionales, podemos permitirnos no sólo esperar, sino estar convencidos de nuestro pronóstico tan favorable para él. Paciencia, precisamente en vista del pronóstico tan favorable de su enfermedad, paciencia en esperar la curación espontánea, paciencia en esperar a que pase aquella nube que oscurece su horizonte de valores, dejándole así nuevamente la vista libre para lo valioso de la existencia y su plenitud de sentido. De este modo, le capacitaremos para que deje pasar su depresión endógena como una nube que, si bien puede oscurecer el Sol, no por eso ha de hacerle olvidar que el Sol continúa existiendo: así también el paciente endogenodepresivo tendrá que aferrarse a que su enfermedad afectiva es capaz ciertamente de oscurecer el sentido y los valores de la existencia, de modo que no 75 encuentre nada en el mundo ni en sí mismo que pueda hacer su vida aún digna de vivirse, pero también a que esta su ceguera para los valores pasará y también llegará él mismo a experimentar en sí un destello de lo que Richard Dehmel expresó alguna vez con aquellas hermosas palabras: «Mira: con el dolor del tiempo, juega la felicidad eterna.» ¿Quiere decir todo esto que por este procedimiento psicoterapéutico curemos siquiera un solo caso de depresión endógena? De ningún modo. Somos más modestos en nuestro objetivo: nos conformamos con aliviar al enfermo su suerte, y esto no para siempre, sino —según el grado de gravedad de la dolencia— por unas horas o por unos días; pues de lo que se trata simplemente, al fin y al cabo, es de «mantener» al paciente «a flote» a lo largo de su enfermedad y pilotarlo a través de la fase de una depresión mediante una psicoterapia «sustentiva» (que, como hemos dicho, aun sin ser causal, no por eso ha de ser menos activa e incluso intencionada). No obstante, tal psicoterapia es uno de los tratamientos psíquicos más provechosos que se ponen al alcance de un psiquiatra en el ejercicio de su profesión, y los más agradecidos que encontramos son estos enfermos. No ignoramos, y comprendemos, la banalidad inherente —para decirlo sin rodeos— a la mayoría de los consejos e indicaciones que podamos facilitar a nuestros pacientes endogenodepresi vos, y a pesar de todo tenemos conciencia de algo más: quien no tiene valor para esta banalidad se priva a menudo de su éxito personal y a los enfermos les priva del suyo propio. 76 Capítulo 3 ENFERMEDADES PSICOSOMÁTICAS: OBSERVACIONES CRÍTICAS SOBRE LA MEDICINA PSICOSOMÁTICA 77 1. Parte general La medicina psicosomática es hoy día un tópico y una moda. En qué medida es un tópico y se usa equivocadamentecomo todo tópico, se desprende de la historia que contó un eminente psicohigienista norteamericano: Después de una conferencia radiada sobre medicina psicosomática recibió una carta de un oyente, el cual le pedía que le comunicase en qué farmacia podría comprar un frasco de medicina psicosomática. Por otra parte, lo poco que la medicina psicosomática, por más que esté de moda, representa de verdadera innovación se pone de manifiesto en el momento en que definimos una enfermedad psicosomática como desencadenada desde lo anímico, en contraposición a la enfermedad psicógena, que la definimos como condicionada y causada anímicamente. Si, por ejemplo, en el caso de asma bronquial, entendida como enfermedad precisamente psicosomática, nos preguntásemos qué es lo que se «desencadena desde lo anímico», se podría contestar: el ataque mismo. Pero el hecho de que un enfermo de asma bronquial o alguien que padezca ataques de angina de pecho no sufra sus ataques hasta que se excita, o sólo si se excita, es una trivialidad y no constituye en modo alguno un conocimiento nuevo. Por lo demás, esto aún no significa que el asma bronquial o la angina de pecho como tales en su conjunto — es decir, no el mero ataque, sino la dolencia fundamental correspondiente— sean psicosomáticos e incluso psicógenos. En 1936 R. Bilz publicó un libro bajo el título Die psychogene Angina. No entendía con ello una angina de pecho, sino la angina en el sentido vulgar de la palabra, esto es, la angina lagunar o tonsilar. Pero para ésta tampoco tiene valor en ningún caso el que pueda ser psicógena, si bien es cierto que a veces puede ser psicosomática, en el sentido antes definido. Pues es sabido que su agente provocador es ubicuo, que permanece en general saprofítico y sólo se torna ocasionalmente patógeno. Cuando así ocurre, en manera alguna depende únicamente de su virulencia, sino del estado de inmunidad del organismo en cuestión; pero este estado de inmunidad, por su parte, es sólo la expresión del biotonus general (Ewald). Si el último decae, o sea, si el élan vital (Bergson) desciende, entonces ello conducirá —si se me permite variar la expresión de Janet: «abaissement mental»— a un abaissement vital, es decir, a un bajón vital, y, simultáneamente, a una disminución de la fuerza defensiva y resistente del organismo frente a un virus. Ahora bien, para seguir con el ejemplo de la angina tonsilar vulgar, todo esto puede ocurrir eventualmente por un enfriamiento. Pero también puede desencadenarse en ocasiones por una excitación, y, por lo tanto, desde lo psíquico. En resumen, el estado de inmunidad depende, entre otras cosas, del estado afectivo. Hace ya décadas, Hoff y Heilig pudieron comprobar experimentalmente que sujetos a los que se les había 78 hipnotizado y sugerido afectos alegres o angustiosos mostraron un índice de aglutinación de suero más o menos alto, respectivamente, frente a bacilos tifoideos. Décadas después tuvo lugar el experimento en masa de los campos de concentración. En el período que va de Navidad de 1944 a Año nuevo de 1945 hubo en todos los campos una mortalidad en masa cuya explicación no podía deberse a un cambio de condiciones que empeorasen el trabajo o las condiciones de vida, o a un incremento de enfermedades infecciosas, sino simplemente al hecho de que ya desde el principio los reclusos se habían asido de un modo estereotípico a la esperanza: «En Navidades estamos en casa.» Pues bien, llegó la Navidad y nadie estaba aun en casa; al contrario, había que ir perdiendo toda esperanza de regresar en un tiempo previsible. Esto fue suficiente para dar lugar a un bajón vital que para más de uno significó la muerte misma. Así que se confirmaba entonces la sentencia bíblica: «El corazón que espera en vano se vuelve enfermo» (Prov 13,12). De una manera aún más drástica y dramática refrenda todo esto el siguiente caso. Me refirió un camarada del campo de concentración, a primeros de marzo de 1945, que el 2 de febrero había tenido un sueño extraño: una voz que se hacía pasar por profética le dijo que le preguntase algo, que ella podía responderle a todo. Y él le preguntó cuándo se terminaría la guerra para él; y la respuesta fue que el 30 de marzo de 1945. Pues bien, el 30 de marzo se aproximaba y ya parecía que la «voz» se había equivocado. El 29 de marzo mi camarada se puso febril y delirante. El 30 de marzo perdía el conocimiento y el 31 murió: el tifus exantemático le había arrebatado la vida. Realmente, el 30 de marzo — el día que perdió el conocimiento— la guerra había terminado «para él». Probablemente no nos equivocamos si suponemos que la decepción producida por el desarrollo real de las cosas hizo bajar el biotonus, la situación de inmunidad, la defensa y resistencia del organismo, de suerte que la enfermedad infecciosa, que ya estaba latente en él, no encontró dificultad alguna. Podría decirse, por lo tanto, en resumidas cuentas que la condición psíquico-corporal del recluso dependía de su actitud espiritual-moral. Pues bien, el conocimiento de experiencias análogas sobre la llamada distrofia que se producía en los campos de prisioneros de guerra se lo debemos a Meusert. Fue el psiquiatra militar norteamericano Nardini el que informó sobre sus experiencias con soldados norteamericanos en cautiverio japonés, el cual tuvo allí también la ocasión de comprobar que la probabilidad de sobrevivir el cautiverio dependía del concepto que de la vida se formara el hombre, o sea, de su actitud espiritual frente a su situación concreta. Por último, en un trabajo de hace pocos años, Stollreiter-Butzon pudo poner de manifiesto en qué grado depende el curso de las enfermedades en lesiones transversales, sobre todo con respecto a la aparición de complicaciones y enfermedades intercurrentes, de la postura y actitud del hombre frente a su dolencia. Se ve continuamente que no son ni mucho menos los complejos, los conflictos, etc., 79 que se citan con frecuencia, los que en sí son patógenos. El que se vuelvan patógenos no depende del complejo ni del conflicto, sino de la estructura total psíquica del paciente. Todos estos complejos y conflictos incriminados son poco menos que ubicuos, y ya por esta razón no pueden ser propiamente patógenos. Pero la medicina psicosomática sostiene más: sostiene no sólo la patogenicidad de complejos y conflictos, sino que además afirma la especificidad de esta patogenicidad. Es decir, afirma ni más ni menos que a determinadas enfermedades pueden adscribirse de un modo más o menos general e inequívoco, determinados complejos y conflictos. En esto, sin embargo, hace la cuenta sin contar con la huéspeda, en cuanto que aquí no se fija en la estructura total somática del paciente. Así que puede decirse: la medicina psicosomáti ca, en primer lugar, no aborda en absoluto la cuestión de por qué un determinado complejo o conflicto se ha vuelto patógeno justamente en este único paciente. En segundo lugar, pasa por alto la cuestión de por qué el respectivo paciente que ha caído enfermo ha caído justamente enfermo de una determinada enfermedad. Con razón escribe Wolfgang Kretschmer, hijo: «No es posible deducir psicológicamente la especificidad de cómo un conflicto pudo conducir, por ejemplo, tan sólo a un enflaquecimiento.» Como se ve, la verdadera problemática de relaciones psicosomáticas empieza justamente allí donde la psicosomática «termina», por cuanto que comienza a dejar sin contestación nuestras preguntas. Al experto le es evidente que nos encontramos ahora ante el viejo problema de la elección del órgano (sobre el que, en un orden superior, se encuentra como el más general el problema de la elección de síntoma). Freud, pues, se vio obligado a recurrir en este caso a lo somático, introduciendo el concepto de «facilitación somática», mientras que Adler reconoció no menos, con su estudio sobre la inferioridad de los órganos, la infraestructura somática de toda elección de órgano. A propósito de esto, Adler habló de un «dialecto de los órganos» en el que se expresa la neurosis. Esmás, hasta podría decirse que el mismo lenguaje popular habla ya en el dialecto de los órganos; baste recordar expresiones como: «oprimir algo el corazón», «pesar algo en el estómago», «tragarse algo» (aguantar algo sin protestar). Precisamente en cuanto a esto último está publicada una aportación experimental, muy instructiva por cierto, de un autor italiano. Hipnotizó a una serie de sujetos experimentales y les sugirió que eran modestos empleados que tenían que sufrir la tiranía de un jefe sin poder protestar contra él; al contrario, tendrían que «tragarse» todo lo que les hacía. Luego colocó a estas personas experimentales, durante el estado de hipnosis, detrás de una pantalla y les examinó su región estomacal, y observó que todos se habían convertido en aerófagos: acusaban, sin excepción, un aumento de aire en el estómago. No sólo figurativamente, sino realmente habían «tragado» algo, habían englutido algo, a saber, aire, aire auténtico. Nadie se extrañará por tanto, si efectivamente, modestos empleados que tienen que aguantar a unos jefes realmente tiránicos vienen a veces a casa 80 de sus médicos quejándose, por ejemplo, de opresión en la región cardíaca (condicionada por una situación alta del diafragma) o con otras molestias semejantes. En los casos en que un determinado órgano —en nuestro caso concreto, el estómago — «facilita» en el sentido indicado la expresión simbólica de unos sucesos neuróticos, cabe hablar también de una facilitación simbólica del órgano en cuestión (como lo hice en La psicoterapia en la práctica médica, San Pablo, Buenos Aires, 22003; ed orig. alem.: Viena 1947). Dejando aparte la facilitación somática en general y la facilitación simbólica en el sentido especial al que acabamos de referirnos, existe también, si se quiere, una facilitación «social». Pienso ahora sobre todo en aquella «facilitación» que representa el seguro social para el paciente facultativo. Pues con frecuencia el hecho de estar seguro de una renta es precisamente lo que o bien cultiva una neurosis, o bien la fija al menos. Y si Freud hablaba del «motivo secundario de enfermedad» o «ganancia de enfermedad», podría hablarse, a propósito de lo que acabo de calificar de facilitación social, de una ganancia en sentido literal, es decir, de una ganancia financiera de la enfermedad, la cual juega un papel igualmente importante en la etiología de las neurosis y, en general, en la psicogénesis. 81 2. Parte especial 2.1. Crítica de la psicosomática norteamericana Tres son, sobre todo, los factores que nos llevan a juzgar y criticar la psicosomática norteamericana: 1) Que se confía demasiado en los resultados estadísticos, y 2) en los resultados de tests. 3) Que se limita demasiado a un modo psicoanalítico de interpretación. Ad 1. Voy a citar como ejemplo ilustrativo de esta tendencia de investigación un trabajo de Grace y Graham, cuyo título, muy significativo, es The specifity (!) of the relation between attitudes and diseases. En este trabajo los autores informan sobre 127 pacientes con 12 enfermedades distintas que entrevistaron y cuya entrevista evaluaron. Y llegaron a la conclusión de que a determinadas enfermedades se correlacionan determinadas posturas y actitudes mentales, y ello, como el título del trabajo insinúa, con una coordinabilidad específica. Así resultó, por ejemplo, que el denominador común al que se podían reducir las posturas y actitudes mentales de todos los pacientes con rinitis vasomotora, diarrea, etc., fue en un caso: «los pacientes no querían tener nada que ver con sus problemas», y en otro: «los pacientes querían estar libres de sus problemas», y así sucesi vamente. Mientras se lea de izquierda a derecha, es decir, primero la disease y después la correspondiente attitude coordinada, nada le sorprenderá a uno; pero sí le sorprenderá en el momento en que se pase la lista no de izquierda a derecha, sino de arriba abajo; se advierte inmediatamente que la lista de las enfermedades indica en verdad las más diversas, pero la lista de las actitudes mentales, no obstante, marca con frecuencia algo prácticamente idéntico, como quisimos demostrar con el ejemplo expuesto anteriormente. Pues claro está que «no querer tener nada que ver con sus problemas», por un lado, y «querer estar libre de ellos», por otro, es prácticamente lo mismo. Lo que importa en el enjuiciamiento de los resultados de la investigación estadístico-psicosomática es por tanto el modo de leer. Por lo demás, para referirnos solamente a la úlcera, que es tenida por una enfermedad psicosomática por excelencia, la afirmación de que entre úlcera y estructura de carácter existen conexiones fue discutida rigurosamente por Kleinsorge. Que el absurdo de esta investigación psicosomática orientada estadísticamente de modo unilateral se pueda impugnar con sus propias armas —o sea, con la ayuda de medios estadísticos— se deduce de un trabajo del autor inglés Kellock, que comparó las experiencias de la 82 infancia —de cuya influencia traumatizante se está tan convencido en general— de 250 pacientes de úlcera con las de 164 sanos, sin poderse comprobar las más mínimas diferencias[28]. Ad 2. En cuanto a la tendencia de investigación psicosomá-tica que se apoya demasiado en resultados de tests, podemos remitir, por ejemplo, a un trabajo del Departamento de Patología Oral de un College de Boston, cuya conclusión dice que entre tendencias neuróticas, por un lado, y la caries dental, por otro, existen sorprendentes correlaciones. Se obtuvo este resultado de la aplicación de un test a 49 personas en total. Conviene preguntarse aquí hasta qué punto los distintos métodos de test son dignos de confianza. Ya Manfred Bleuler previene contra una exagerada valoración de los tests en las actividades psiquiátrico-clínicas. Respecto al diagnóstico psiquiátrico-clínico en particular, piensa Richard Kraemer que una hábil exploración rinde en general lo mismo que el trabajar con tests. Y no hay que imaginarse que tal exploración tardará Dios sabe cuánto y que sólo puede realizarse en régimen hospitalario. Pues bien, Langen consiguió poner de manifiesto por medio de análisis estadísticos exactos que el diagnóstico final, después de un prolongado período de observación, coincidía en absoluto con la primera impresión que el examinador tenía del paciente en un 80 por ciento de los casos psicóticos y en casos de neurosis prácticamente hasta en un 100 por cien. Pero también hay, en principio, un límite en la aplicación de tests. Aparece, por ejemplo, allí donde se intenta —como realmente ha ocurrido— comprobar con la ayuda de tests la intensidad de la tendencia al suicidio en ciertos pacientes. Esto no le sirve al psiquiatra para nada ni teórica ni prácticamente. Pues la intensidad de la tendencia suicida en un caso dado no es en absoluto lo propiamente relevante. Lo que en cada caso importa ante todo es la consecuencia que el respectivo paciente saca de su dada tendencia al suicidio, de su afán de suicidarse o de su impulso suicida obsesivo; en una palabra, qué actitud adopta en cuanto persona espiritual frente a la tendencia suicida en cuanto hecho psicológico-orgánico y cómo se comporta ante este hecho. Aplicar el test sin tener esto en cuenta es lo mismo que hacer la cuenta sin contar con la huéspeda. En efecto, no es la tendencia al suicidio en sí misma la que mata, sino precisamente la propia persona la que se mata. Por cierto, existe una especie de test, es decir, un camino para tener una idea de la postura y actitud de la persona espiritual frente al acontecer morboso psicofísico. Me refiero al método indicado por mí para desenmascarar la disimulación de tendencias al suicidio (véase p. 99s). Con la ayuda de este método diagnóstico-diferencial casi siempre se logra distinguir la mera disimulación de tendencias suicidas del estar verdaderamente libre de ellas. No hay necesidad de decir a ningún psiquiatra clínico la importancia de tal diagnóstico diferencial para la cuestión de si en un caso concreto se 83 debe ya internaral paciente o aún no se le debe internar, o, cuando está ya internado, si se le puede dar ya el alta o todavía no se puede hacerlo. Ad 3. El tercer punto que hemos destacado críticamente frente a la tendencia psicosomática norteamericana se refería al hecho de que ésta suele limitarse a una interpretación psicoanalítica. Como ejemplos baste citar los dos siguientes: N. Fodor afirma que el precio que algunos adultos pagan por sus fantasías anales sobre el parto pueden ser hemorroides trombóticas. Byschowski declara que la obesidad podría representar una egodefensa, así como en algunas ocasiones una protección contra deseos exhibicionistas y contra agresiones masculinas[29]. Observación: Volvamos sobre la crítica fundamental de la psicosomática y consideremos lo siguiente: 1. Lo psíquico y lo físico, o sea, lo somático, forman ciertamente en el hombre una unidad íntima; pero esto no significa ni mucho menos que unidad sea lo mismo que identidad, que lo psíquico y lo somático sean una misma y única cosa. 2. Una unidad psicosomática, por muy íntima que sea en el hombre, no constituye aún su totalidad; la última requiere fundamentalmente lo noético, lo espiritual, en cuanto que el hombre es —aunque no exclusivamente— un ser espiritual por esencia; en otras palabras: la dimensión espiritual es el constitutivo del hombre en cuanto que representa (no la única pero sí) la verdadera dimensión de su existencia. Si psicologismo representa aquel procedimiento científico que ignora lo espiritual como dimensión propia, la psicosomá-tica norteamericana, lejos de haber superado este psicologismo, ni siquiera lo ha alcanzado, se ha quedado pegada más bien a un somatopsicologismo que todavía se mueve totalmente delante de las fronteras del psicologismo y de ningún modo las rebasa; pues no solamente sostiene la unidad, sino también la identidad de lo psíquico y de lo somático. Esta tendencia, y especialmente F. Alexander, considera «los fenómenos psíquicos y somáticos como dos aspectos del mismo proceso». De aquí se deduce que la psicosomática norteamericana no sólo no ha superado el psicologismo, sino que ni siquiera ha llegado a él. En cambio lo sobrepasa la psicosomática alemana que se agrupa especialmente en torno a la gran figura de un Viktor von Weizsäcker o se deriva de ella. Por lo que toca a la distinción hecha anteriormente entre lo somático, lo psíquico y lo noético, así como entre unidad, mismidad y totalidad, puede decirse de esta tendencia psicosomática que no ha superado lo psíquico, sino que lo ha saltado. De modo que podemos formular en síntesis y anticipando lo siguiente: la psicosomática alemana es, propiamente, una noosomática. 84 2.2. Crítica de la psicosomática alemana Según la psicosomática alemana, la historia de la enfermedad sólo puede entenderse a través de la historia de la vida; es decir, cada detalle de la historia clínica está determinado por la historia de la vida, de forma que podría hablarse con razón de un determinismo biográfico. En una palabra: «Sólo enferma quien se atormenta» (proverbio alemán). En efecto, una preocupación puede conducir a una enfermedad. De este modo pudieron llegar a comprobar Kleinsorge y Klumbies que la preocupación se comporta en el electrocardiograma como un veneno convulsivo coronario, mientras que la alegría actúa electrocardiográficamente como un nitrito. Hay, pues, no sólo hombres de excitación angustiosa y de índole alegre, sino también hombres de excitación alegre. Por ejemplo, debemos a Fervers la indicación de que ataques de angina de pecho pueden también provenir de una alegría vehemente, y para corroborar esto hace referencia al «regreso inesperado de un hijo del cautiverio ruso». He aquí otro ejemplo, esta vez tragicómico, del efecto patógeno de una excitación de tipo alegre: Estuvo en nuestra sección un paciente que había sido hacía ya decenios un célebre jugador de fútbol. Durante su estancia en la clínica se transmitió por casualidad el campeonato mundial de fútbol y nuestro veterano no se privó, por supuesto, de escuchar las transmisiones de los distintos partidos. Esto le causaba alguna excitación, pero desde luego se excitó grandemente cuando su equipo nacional, el austríaco, ganó un partido, de modo que después de cada victoria de Austria sufría graves colapsos cardíacos. Es comprensible que enferme el que se preocupa, pero sería falsa la afirmación de que «sólo» él enferma, puesto que acabamos de ver que también puede enfermar el que se alegra. Ahora bien, ¿qué sentido podría tener esto partiendo de la biografía? Tal sentido sólo podría construirse. Cómo podría ser totalmente determinable la sintomatología partiendo de la biografía, no se ve en concreto allí donde se dan deformaciones innatas con sus consecuencias y dolencias hereditarias (Weitbrecht). Algo semejante ocurre con los accidentes. El que cada uno de los accidentes tenga un sentido biográfico[30], sólo puede ser traído por los pelos. Cierto que existe algo así como una accident proneness, como fue expuesto hace ya decenios por Alexandra Adler; pero esto no significa que todo accident sea debido a una proneness. Si también los envenenamientos pudieran explicarse partiendo de la biografía, resultaría entonces toda intoxicación una auto intoxicación, en el sentido involuntariamente humorístico en que un médico en cierta ocasión hizo recluir a una paciente que había intentado quitarse la vida aspirando gas, con el diagnós tico de 85 «autointoxicación por gas de alumbrado». Es cierto que hay algunas cosas en la existencia humana que tienen un valor biográfico y, con este valor, de expresión personal; ya que la biografía no es, al fin y al cabo, otra cosa que la explicitación temporal de la persona: En la vida que transcurre, en la existencia que va desarrollándose, se explícita la persona, se despliega, se desenrolla como una alfombra, que sólo entonces revela su dibujo característico. Así también la persona se revela en su biografía, se abre en su esencia, en su ser inconfundible, a una explicación biográfica, mientras que se cierra para un análisis directo. En este sentido, sin duda, a cada dato biográfico y aun a cada detalle de la historia de la vida corresponde un valor biográ fico y, con él, también un valor de expresión personal, pero únicamente hasta cierto grado y sólo dentro de ciertos límites. Esta limitación responde a la condicionalidad del hombre, que sólo facultativamente es incondicionado, mientras que fácti camente sigue siendo condicionado, pues por más que sea un ser espiritual por esencia, sigue siendo un ser finito. De lo dicho se desprende que la persona espiritual no es capaz de imponerse incondicionadamente a través de las capas psicofísicas. Ni la persona espiritual está siempre manifiesta a través de las capas psicofísicas, ni tampoco es siempre eficiente. Bien es verdad que el organismo psicofísico es un conjunto de órganos, de instrumentos, y por lo tanto, de medios para un fin. Este fin es doble, conforme a las dos funciones del organismo frente a la persona espiritual: su función expresiva y su función instrumental; y el organismo es un medio para este doble fin al servicio de la persona. Pero este medio —en cuanto a su función expresiva— es turbio y —en cuanto a su función instrumental— es inerte. Precisamente por su turbiedad la persona espiritual no es siempre visible a través del medio del organismo psicofísico y por su inercia tampoco es siempre eficaz. En resumen, este medio al servicio de la persona carece de las cualidades necesarias a una servidumbre perfecta; la potentia oboedientialis está de algún modo rota, ha sufrido algún deterioro (con palabras de mi asesor teológico el desaparecido doctor Leopold Soukup). De modo que también podría hablarse, dado el caso, de una impotentia oboedientialis. De todas formas, no puede decirse que el organismo psicofísico, o todos los fenómenos morbosos que se dan en él, sea representativo de la persona espiritual que está detrás y que se sirve de él de una manera o de otra, puestoque no es capaz de lo último en toda condición y circunstancia. Porque la persona espiritual no es eficiente en cualquier circunstancia a través del organismo psicofísico, por esta misma razón tampoco es visible en cualquier circunstancia a través de él[31]; porque este medio es inerte, por eso precisamente es también turbio. En tanto que el organismo —especialmente en los procesos morbosos— es un espejo en el que se refleja la persona, este espejo no está sin manchas. En otros términos, no todas las manchas son atribuibles a la persona que se refleja en él. Así, pues, la medicina psicosomática está haciendo la cuenta sin contar con la 86 huéspeda, o sea, sin el organismo psicofísico. Sólo un cuerpo transfigurado sería representativo para la persona espiritual; el cuerpo del hombre «caído», sin embargo, es como un espejo roto y, por lo tanto, deformante. No sólo una mente sana, no, sino también una mente enferma puede vivir en un cuerpo sano. Como psiquiatra clínico puedo dar testimonio de ello, lo mismo que en cuanto neurólogo clínico puedo dar fe de que, también a la inversa, en un achacoso (por ejemplo, paralítico) puede vivir una mente intacta. No es lícito atribuir toda insanitas corporis a una mens insana o deducirla de una insa nitas mentis. No toda enfermedad es noógena. Quien lo sostenga, o es espiritualista o es noosomático por lo que respecta a enfermedades corporales. Mientras sigamos teniendo conciencia de que el hombre no puede imponerse a sí mismo, en cuanto organismo psicofísico, todo lo que él, en cuanto persona espiritual, se propone, nos cuidaremos ante tal impotentia oboedientialis de atribuir toda enfermedad corporal a un fallo del espíritu. Prescindimos, por supuesto, de los extremismos de la noosomática, tales como la afirmación de que el padecer un carcinoma representaría no sólo un suicidio inconsciente, sino incluso una pena de muerte ejecutada inconscientemente en sí mismo a causa de algún complejo de culpa[32]. Es cierto que todo, también toda enfermedad, tiene un sentido, pero este sentido no se encuentra allí donde la investigación psicosomática lo busca; es el enfermo el que da el sentido a su enfermedad y precisamente al enfrentarse con ella como destino, esto es, en el enfrentamiento de sí mismo en cuanto persona espiritual, con la enfermedad en cuanto afección del organismo psicofísico. En el enfrentamiento con el destino de su enfermedad, en la actitud que adopte frente a este su destino, cumple el hombre enfermo, el homo patiens, no un sentido, sino el más profundo sentido; consigue no un valor, sino el supremo valor. El sentido del sufrimiento esta no en el hecho de sufrir, sino en la manera de sufrir[33]. Consideración final. Al principio hablábamos, entre otras cosas, de la angina psicógena (Bilz), que calificamos de enfermedad psicosomática. Tenemos conocimiento del doble caso instructivo e ilustrativo de una angina psicosomática que padecen un médico clínico y su ayudante. A los dos, si enferman de angina, les ocurre en jueves. El ayudante la contrae un jueves, si al día siguiente, viernes, tiene que pronunciar una conferencia científica, lo que significa para él una cierta excitación. El clínico, sin embargo, si contrae una angina, la contrae igualmente en jueves, pero simplemente porque da sus clases en miércoles. En este día está siempre aún sin angina, y tenemos ciertamente toda la razón al suponer que en este día la infección está ya latente, si bien no se declara. El colega sencillamente no puede permitirse ponerse enfermo el día de su clase, y el brote de la enfermedad, que ya se debía haber declarado, se aplaza. 87 Pero también podemos consultar en lugar de una historia clínica la historia literaria. Goethe llevaba trabajando durante siete años en el manuscrito de la segunda parte de Fausto; en enero de 1832 ató su manuscrito y lo selló, y murió en marzo de 1832. Seguramente no nos equivocamos al suponer que, durante una gran parte de estos siete años, si puede decirse, Goethe vivía excediendo sus recursos biológicos. En este caso no era un sufrimiento sino incluso la misma muerte, que hacía tiempo debía haber sobrevenido, la que fue aplazada hasta que la obra de la vida estuvo terminada. Vemos, pues, que la medicina psicosomática nos permite compren der no tanto la razón por la que uno se pone enfermo, cuanto la razón por la que uno permanece sano[34]. Al menos en los casos que acabamos de traer a colación, podría hablarse con más fundamento de salud psicosomática que de enfermedad psicosomática. Con respecto a esto, la medicina psicosomática, en efecto, puede ofrecernos indicaciones realmente importantes. Pero siendo esto así, va de la esfera de un tratamiento necesario de enfermedades a la esfera de una posible prevención de enfermedades. Pues es evidente que allí donde hay un desencadenamiento desde lo psíquico, ha de haber también un modo de prevenir psíquicamente. Con todo, la medicina psicoso mática pasa a ser una cuestión no tanto de psicoterapia como de psicohigiene[35]. 88 Capítulo 4 ENFERMEDADES FUNCIONALES: PSEUDONEUROSIS SOMATÓGENAS Hemos partido del supuesto de que puede definirse la neurosis como enfermedad psicógena. La neurosis orgánica, en concreto, representa entonces el efecto de una causa psíquica en el terreno somático. Pero puede darse también lo contrario: el efecto de algo somático en lo psíquico. Son, en rigor, las psicosis las que ex definitione deberían calificarse, en este sentido, de somatógenas y fenopsíquicas. Pero de lo que ahora vamos a tratar es tan sólo de cuadros morbosos parecidos a neurosis. Su sintomatología es, por consiguiente, micropsíquica, por así decirlo. En todo caso no pueden equipararse una agorafobia con una melancolía de angustia. Pero también su etiología es, como si dijéramos, microsomática, ya que en tales casos no se dan alteraciones estructurales de órganos, o de sistemas orgánicos, sino más bien meros trastornos funcionales, por cuya razón podemos calificar estas enfermedades también como funcionales. Los sistemas orgánicos, de los que se trata preferentemente, son el vegetativo y el endocrino. Y sus trastornos funcionales pueden transcurrir —lo que es esencial— también monosintomáticamente, pudiendo ser el monosíntoma respectivo igualmente psíquico. De aquí se desprende que estos trastornos funcionales vegetativos y endocrinos[36], en cuanto que transcurren bajo el cuadro clínico de neurosis, son larvados. Frente a las neurosis auténticas, es decir, las neurosis en el sentido más estricto de la palabra, que son las que pueden definirse, según se ha dicho, como enfermedades psicógenas, trataremos a continuación de enfermedades somatógenas, que, por lo tanto, deben calificarse de pseudoneurosis. Es natural que la mayoría de estas pseudoneurosis estén sobre edificadas y superpuestas por lo anímico. En otros términos, su somatogénesis es meramente una somatogénesis primaria. Terapéuticamente es de suma importancia determinar qué existe primariamente: ¿Psicogénesis o somatogénesis? Si nos dejamos guiar por puntos de vista prácticos, podemos distinguir como grupos más importantes de pseudoneurosis somatógenas los siguientes: 89 Dada la etiología microsomática, como la hemos llamado, de tales tipos de enfermedades, se comprende que primeramente lo que hay que hacer es buscar la causa somática. En una palabra, el trastorno funcional de tipo vegetativo y endocrino puede comprobarse, dado el caso, tan sólo por procedimientos de laboratorio. Por consiguiente, el hallazgo no es objetivable en todos los casos. Sabido es la poca seguridad que ofrecen hallazgos como, por ejemplo, el Chvostek o incluso el cociente de potasio-calcio. Pero aparte de estos hallazgos relativos al grupo tetanoide, consta que tampoco en el grupo basedowoide ha de manifestarse por fuerza un aumento del metabolismo basal, lo mismo que en el addisonoide, una disminución de la tensión arterial. No obstante, se manifiesta constantemente, incluso en estos casos diagnósticamente pobres, de qué modo tan significativoresponden a la terapéutica de la opción expuesta por nosotros. 90 1. Pseudoneurosis basedowoides Primero, un ejemplo casuístico: La paciente padece desde hace cinco años una agorafobia gravísima. Durante medio año ha estado en tratamiento con una psicoanalista que no es médico. Terminó por dejar el tratamiento por no haber obtenido ningún éxito terapéutico; antes al contrario, se habían profundizado incluso las depresiones. Objetivamente, la paciente presenta temblor de los dedos y oscilaciones de los párpados; el tiroides está aumentando de modo difuso y el metabolismo basal es de + 44 %. Le ponemos a la paciente dihidro ergotamina por vía parenteral, y ya al día siguiente dice que la inyección «ha hecho prodigios». «Yo no hubiera sospechado que tan pronto mejorase tanto.» Unas inyecciones más y se ve libre de angustia para siempre, y observa, entre otras cosas, que los sueños angustiosos que antes sufría ahora «terminan bien»... «Es verdad que la psicoanalista había interpretado los sueños, pero seguían siendo horrorosos», dice con cierta ironía. Claro está que, en vista de tales éxitos terapéuticos, hay que contar con la posibilidad de que se trate de efectos de sugestión. Cierto que un efecto sugestivo no es deshonroso, pero de todos modos es desorientador, y sobre todo para el clínico. Para el médico general, en cambio, no es necesario ni posible descartar de antemano un efecto sugestivo en el tratamiento, ni tampoco excluirlo a posteriori en la apreciación de los resultados del tratamiento. Sin embargo, el clínico tiene que precaverse respecto a esto y es natural que los casos sobre los que se fundamenta nuestra exposición de las pseudoneurosis somatógenas, prácticamente más importantes, hayan sido expuestos sólo cuando en un principio habían sido tratados también con otros medicamentos y no respondieron terapéuticamente hasta que fueron sometidos a la medicación intencionada, o bien, cuando por el contrario habían sido tratados posteriormente además con otros medicamentos y sólo habían reaccionado favorablemente a la medicación intencionada. Sobreentiéndase también en todo esto que el paciente no tenía conocimiento de lo que le administrábamos o que continuaba incluso en la creencia de haber recibido un medicamento distinto del que en realidad le administrábamos. De propia intención le dejamos en la creencia de que seguimos administrándole aquel medicamento que según él le hacía tanto bien. Pero puede darse el caso contrario: que el paciente, con razón o sin ella, teme algunas consecuencias de la inyección y viene a parar a una manifiesta angustia de expectativa ante posibles efectos secundarios o concomitantes de la medicación. Si se da tal antisugestión, entonces corresponde mayor fuerza aún demostrativa al efecto terapéuticamente favorable de la medicación intencionada, efecto precisamente no esperado por el paciente. A continuación vamos a citar dos casos atípicos que a pesar de su atipicidad 91 pertenecen todavía a la zona de las pseudoneurosis basedowoides. Al primero de ellos hay que calificarlo de atípico porque su sintomatología era mixta, en cuanto que se componía del síndrome 1 (grupo basedowoide) y del síndrome 2 (grupo addisonoide). Por consiguiente, nuestra terapéutica tuvo que ser una terapéutica combinada y tuvo que atacar concéntricamente a los factores patógenos. Que uno de estos factores fuera también la reacción psíquica de la paciente o su neurosis reactiva, es tan lógico como que en estas circunstancias la terapéutica adecuada y multicausal únicamente pudo consistir en una terapéutica simultánea somatopsíquica. Judith K. (Policlínica neurológica, amb. 376/1955 y hosp. 1779/1955), de treinta y siete años, es aquejada desde hace tres años de una agorafobia grave. En su infancia fue extremadamente miedosa. Teme al fuego y a los terremotos. Desde hace trece años no ha salido sola a la calle por miedo al desmayo y al vértigo. Pero también rehuye aglomeraciones de gente, lo que, así como el dato de «sensación de atragantamiento en el cuello», ha de interpretarse de acuerdo con lo dicho, más en un sentido claustrofóbico que agorafóbico. Desde hace cuatro años ya no ha sido capaz la paciente de quedarse sola en casa. Además, se queja de una opresión en la región cardíaca, de diarrea, de sentir necesidad de orinar con frecuencia, de que le dan escalofríos. Es sensible a los cambios del tiempo y al viento del sur. Consultó especialistas eminentes, fue hipnotizada en cierta ocasión y en otra fue sometida a un narcoanálisis y le aplicaron varios electrochoques, en una clínica de enfermedades nerviosas, pero todas estas medidas no dieron resultado alguno. Últimamente perdió nada menos que 22 kg de peso. Actualmente pesa 47 kg. Vez hubo que el metabolismo basal era de + 50 %. El ECG hace sospechar una lesión de miocardio, de grado leve. Terapéuticamente interesaba combinar desde un principio, en el sentido de la terapéutica simultánea somatopsíquica, la dirección psicoterapéutica de la paciente con una medicación intencionada. Esta última tuvo el objeto de preparar el campo para la psicoterapia, que es la condición para que ésta pueda desplegarse. Ahora bien, el presente caso, como ya se insinuó, no sólo ofrece rasgos agorafóbicos, sino también claustrofóbicos que relacionamos generalmente con el grupo tetanoide de las enfermedades pseudoneuróticas; así como al comienzo hemos afirmado que los estados agorafó-bicos ocultan con frecuencia[37], como psicocorrela to monosintomático de ellos, un estado basedowoide o lo delatan para el experto. Por esta misma razón, es decir, porque el caso hizo sospechar un componente tetanoide, nos vimos motivados a administrar, además de la dihidroergotamina, mioscaína E, después que hemos podido poner de manifiesto[38] que este éter glicérico del o-metoxifenil es capaz de reducir la angustia (pseudo)neurótica en casos de trastornos «funcionales» (en el sentido en que nosotros los entendemos). El efecto de este tratamiento medicamentoso de doble vía, el cual fue completado por la psicoterapia (siguiendo el método de la intención paradójica) fue el siguiente: Al decimotercer día del tratamiento hospitalario la 92 paciente —¡que durante trece años no había sido capaz de salir sola de casa!— está en condiciones de ir a la policlínica sola, desde el distrito de Hernals (donde vive); al 17° día va sola al cine, por primera vez desde hace veinte años; al 18º día va sola, por vez primera en su vida, a un café (no tenía —dice— sino «angustia de la angustia», pero que está ya casi superada). En la cuarta semana de su estancia en la clínica va con su marido por la ciudad en el asiento posterior de una moto-scooter; incluso viaja sola en un tranvía abarrotado de gente (cuyo abarrotamiento debía de haberla horro rizado, sencillamente, por motivos claustrofóbicos). Al darle el alta después de un período de tratamiento hospitalario de tan sólo cuatro semanas, la paciente se siente «como resucitada» y se considera a sí misma «muy feliz». Sin necesidad de tomar ya medicamento alguno, la paciente sigue sin molestias durante los controles que la hacemos periódicamente. Con este motivo resulta que, después de una continencia de cuatro años, ha reanudado las relaciones sexuales con su marido. Lo mencionamos tan sólo por expresar lo erróneo que sería construir la etiología de tal neurosis basándose en la abstinencia sexual, pues en realidad acontece todo lo contrario: la continencia sexual no es la causa, sino más bien un simple efecto de la (pseudo-) neurosis, no de otro modo que la rehabilitación sexual de la paciente es un efecto (secundario) de nuestra terapéutica. Ahora un segundo caso, igualmente atípico, puesto que, aun tratándose del síndrome 3 (grupo tetanoide), el efecto terapéutico se debía, sin embargo, a la medicación indicada generalmente en los casos típicos, en las pseudoneurosis basedowoides, esto es, a la medicación de dihidroergotamina: Margarete Sch. (Policlínica neurológica amb. 3641/1953 y hosp. 677/1953), paciente de treinta y nueveaños, refiere que sufre desde hace muchos años una angustia que va aumentando y que la invade sobre todo en lugares cerrados. No aguanta tampoco ninguna prenda de vestir que le esté un poco ajustada. Hace cuatro semanas —dice— fue a un dentista que le puso una inyección, después de lo cual le sobrevino de repente una fuerte excitación angustiosa. Sintió palpitaciones que no cesaron pese a medicamentos tales como quinina, digitalis y luminal, recetados por médicos. Por último, la paciente se queja de la sensación de opresión y de bolo. Mientras que con tanta frecuencia se interpreta mal esta última, diagnosticándola rutinariamente en sentido histérico, nosotros estimamos que en muchos casos debería valorarse diagnósticamente en dirección tetanoide, lo mismo que la sensación de estrechez y de opresión; nuestros pacientes hablan en general de un no poder respirar profundamente. En cuanto al presente caso pudimos comprobar, en efecto, un cociente de potasio-calcio, sospechoso en sentido tetanoide, de 20,7:8,8 mientras que el metabolismo basal fue sólo de + 4 %. Así, pues, tuvimos pleno derecho a suponer en el caso concreto una afección que hay que clasificar dentro del grupo tetanoide de los trastornos funcionales larvados 93 vegetativos y endocrinos y, conforme a esto, prescribimos una medicación de calcio, administrando además mioscaína E. Pero todas estas medidas de tratamiento no dieron resultado terapéutico alguno. En cambio, pudimos observar que dosis de dihidroergotamina 45 hacían «muy buen efecto». Es digno de notar el hecho de que la paciente, inmediatamente después de cada inyección, se sentía durante media hora «terriblemente cansada», y que se quejaba además de vértigo y náuseas: si se hubiese tratado de un efecto sugestivo, sólo cabría pensar en una antisugestión, o sea que la paciente debía haber esperado antes que nada un empeoramiento suplementario. Pero nada de esto, sino que el estado objetivo mejoró en seguida, así, por ejemplo, la taquicardia. Además es sometida la enferma a un tratamiento logoterapéutico que —en el sentido de la intención paradójica— va encaminado especialmente contra su angustia de expectativa. Al ingresar en nuestra clínica la paciente se encontraba en un estado de agitación angustio sa del más alto grado , pues tenía angustia de volverse loca. A las diversas molestias que hemos interpretado como síntomas de una enfermedad funcional (según nuestra terminología) reaccio nó, pues, con una psicotofobia. Ahora ya no cabe hablar de una enfermedad meramente funcional, sino que tenemos que caracterizar el cuadro en su conjunto como una neurosis reactiva. Pues bien, al cabo de las pocas semanas de su estancia en la clínica la paciente se vio completamente libre de molestias, y así ha seguido durante todos los años que han transcurrido desde su tratamiento hospitalario en nuestra clínica. Hemos escogido intencionadamente dos casos atípicos para prevenir contra la tentación de sacar del esquema teórico la consecuencia de una práctica esquemática. Finalmente, es digno de mencionarse el que el empirismo clínico confirme que la agorafobia y la claustrofobia pueden relacionarse con la pseudoneurosis basedowoide y tetanoide, respectivamente, de un modo tan específico que, aun en aquellos casos en que no se ha producido de un modo manifiesto ninguna de las dos fobias, hemos conseguido establecer el diagnóstico diferencial y, con esto, la indicación para esta o aquella tera péutica orientada con la ayuda de una pregunta de test: procuramos determinar una agorafobia y una claustrofobia latentes preguntando al paciente qué es lo que más aborrecería, tener que estar de pie solo en medio de una plaza vacía o tener que estar sentado en un cine repleto de gente en medio de la fila. El simple hecho de las disposiciones claustrofóbica o agorafóbica que de este modo puede comprobarse por el test, es ya significativo para la pseudoneurosis coordinable que, a base del resultado del test, podemos ya establecer la correspondiente terapéutica de opción. 94 2. Pseudoneurosis addisonoides De nuevo, primeramente un ejemplo casuístico: El doctor Sch., médico, se queja de molestias de estómago, tiene diarrea y por eso se ve precisado a observar desde hace ya algún tiempo una dieta en la que se ve obligado a excluir de la alimentación el pan negro, la fruta y las verduras. Esto, como es sabido, conduce no pocas veces a un déficit del complejo de la vitamina B, tanto en el sentido de un trastorno de resorción como en el de un aporte insuficiente. Es característico el dato anamnésico de que no aguanta el calor ni el sol. Finalmente, el paciente confiesa que con frecuencia le apetecen alimentos muy salados, lo cual no es menos característico. Y ahora vamos a tratar del síntoma de la despersonalización. El paciente se queja de que nada le parece real y que carece de la sensación de «estar presente»; más bien se experimenta a sí mismo como si fuera «insustancial»... «como si se hubiera saltado en mí una cuerda», dice. «Tengo la sensación de estar soñando... apenas tengo conciencia de nada... la conciencia del yo ha desaparecido por completo... no vuelvo a encontrar el camino de mi propio yo... he de preguntarme ¿por qué yo soy yo y no aquel que estoy mirando en este momento? Todo me da la impresión de lejano y yo mismo soy para mí un desconocido; también mi voz me parece tan extraña; es como si mis miembros no me pertenecieran, como si yo estuviese encima de mi cuerpo, o como si no tuviera ni siquiera cuerpo, sino que fuera puro espíritu.» Además se añaden noxas iatrógenas: Primero se prescribían, como ocurre tantas veces en una medicación de rutina, barbitúricos de los que sabemos no hacen sino disminuir más aún la presión sanguínea, que en la mayoría de estos casos ya es baja (¡en el caso presente la tensión arterial sólo es de 95 mm. en columna de mercurio!); pero no solamente la hipotonía arterial es profundizada, sino también la que J. Berze ha designado con el nombre de «hipotonía de la conciencia», que es como también puede interpretarse la despersonalización. Encima, el colega que anteriormente asistía al enfermo hablaba impensada, por no decir atolondradamente, de «desdoblamiento», después de lo cual el paciente empieza a desarrollar una psicotofobia reactiva. Ahora bien, nuestra terapéutica consiste en comprimido diario de percotén, diluible bajo la lengua. Ya a los pocos días el colega se encuentra «maravillosamente»: «Todo es normal... todo está otra vez cerca y tan claro y transparente como en mis tiempos normales.» (Un caso análogo: un estudiante inglés dice con respecto al efecto terapéutico subje tivo del acetato de desoxicorticosterona: «Aclaró mi cerebro; mi capacidad de pensar ha mejorado.») También «la conciencia y la memoria se han agudizado»; le ha llamado la atención —dice— el no tener ya que cavilar. A los pocos meses llega a verse completamente libre de molestias, y así sigue aunque no toma ya percortén. 95 En otros casos administramos la desoxicorticosterona también por vía parenteral. Así, por ejemplo, en el caso de la doctora... farmacéutica joven, a la cual, por su grave vivencia de despersonalización administramos por vía intramuscular, con intervalo de una semana, tres veces en total, 5 mg. de cor-tirón. Según afirma, el efecto de las primeras dos inyecciones dura, respectivamente, cinco días y consiste en que «todo se percibe mucho más claro e inmediato». Pero hay que tener en cuenta que precisamente en tal medicación por vía parenteral de deso xicorticosterona tenemos que encauzar la función de la corteza suprarrenal, pero sin acostumbrarla mal. Esto significa prácticamente que no deja de haber cierto peligro al aplicar en seguida, en los casos a los que nos referimos, ampollas de cristal o preparados por depósito, puesto que estas formas de administración son como unas flechas que, una vez lanzadas, se escapan a nuestro control. ¿Qué hace falta para que la función de la corteza suprarrenal, una vez puesta en marcha, continúe de una forma más o menos normal?En circunstancias tales como se nos ofrecen en nuestros casos de trastornos funcionales en los que sólo se trata de un trastorno relativamente leve, o sea, simplemente funcional, es suficiente en general dar lugar a esta capacitación espontánea en forma de un cambio del tono general, que del modo que mejor se consigue es probablemente por medio del entrenamiento deportivo. Ad hoc el caso siguiente, cuya comunicación agradecemos al colega J.M. David (Buenos Aires): Se trata de un oficial argentino de treinta años, que desde hace seis viene padeciendo no sólo una despersonalización gravísima, sino el síndrome completo psicadinámico: falta de concentración y de memoria[39]. Ha estado ya en tratamiento de 5 médicos y bajo psicoanálisis durante dos años; choques de acetilcolina y 10 electrochoques. Nosotros ahora le damos percortén combinado con vitamina B, por vía parenteral, y le sometemos a un breve tratamiento logoterapéutico por darse una frustración existencial concomitante. Después de tres inyecciones de hormona adrenocortical se ofrece con respecto a la despersonalización un éxito asombroso: el paciente se encuentra estupendamente, se marcha al campo pero se olvida de llevarse el preparado prescrito adrenocortical por vía oral y sufre una recaída grave. En las próximas semanas, el paciente empieza a practicar deportes sistemáticamente y pronto puede prescindir de cualquier medicamento. En muchos aspectos estimamos instructivo también el caso siguiente: Se trata de una paciente joven extranjera que ha sido tratada en su patria durante seis años seis horas semanales por una psicoanalista y que luego tuvo que interrumpir el tratamiento por circunstancias imprevistas. Después de habérselo comunicado a la psicoanalista, declara ésta que no cabe hablar de una interrupción en cuanto que el análisis no había empezado siquiera, sino que más bien había fracasado por la resistencia de la paciente. Nosotros diagnosticamos en este caso una hipocorticosis con una despersonalización en el primer plano, y, debido a la medicación de desoxicorticosterona, 96 «la paciente», según reza el informe de la médico de cabecera que la asiste, «pronto se sintió mejor no sólo con respecto a la despersonalización, sino también corporalmente» (¡a la hora de empezar nuestro tratamiento guardaba cama!), «ha aumentado de peso», sigue el informe, «ya no está achacosa, ha logrado preparar una tesis y no ha necesitado tratamiento durante varias semanas». Volvemos a observar: para poder diagnosticar una neurosis tenemos que excluir primero una pseudoneurosis somatógena; esto es necesario[40]; pero no es posible sino para un médico de completa formación clínica. Pero por más que la exclusión de una pseudoneurosis somatógena sea la condición necesaria para el diagnóstico de una neurosis auténtica (psicógena), esta condición necesaria no es condición suficiente, pues no estamos autorizados en modo alguno a diagnosticar una neurosis (psicógena) por el simple hecho de poder excluir una pseudoneurosis somatógena. En otras palabras: no es lícito establecer el diagnóstico de neurosis per exclusionem. Sirva el siguiente caso para ilustrar esta advertencia: Cecilia D., desde hace cinco años, anda de una clínica neurológica-psiquiátrica a otra, y es sometida a toda clase de medidas tanto diagnósticas como terapéuticas: desde la punción lumbar hasta la encefalografía, desde el narcoanálisis hasta el electrochoque. Finalmente, se llega a la conclusión: «Queda descartado que sea algo orgánico, se trata de una histeria de conversión.» Bajo esta etiqueta diagnóstica la paciente es transferida a nuestra sección; pero ya al escuchar la anamnesis nos entra la sospecha de que todo se centra en torno a un foco del tálamo. El examen radioscópico da por resultado un aumento crónico de la presión endocraneal y el hallazgo oftalmoscópico aboga por una chorioidi tis centralis peracta. Por este rodeo llegamos del diagnóstico topográfico (de sospecha) del foco del tálamo al diagnóstico específico de toxoplasmosis. Efecti vamente, la prueba de Sabin-Feldmann resulta positiva; también la reacción de toxoplasmina es positiva. 97 3. Pseudoneurosis tetanoides[41] Nuevamente, ejemplos concretos pueden introducirnos en la fenomenología de este tercer grupo de las pseudoneurosis somatógenas. El estudiante de medicina K. es remitido a nuestra sección por cierta autoridad facultativa expresamente con el objeto de una psicoterapia. Desde hace cuatro años le aquejan «espasmos nerviosos», estados de carácter espasmódico que alcanzan hasta una hora de duración y que van acompañados de parestesias en forma de hormigueo y de sensación de tirantez y a veces también de rigidez de las extremidades, en cuya descripción semeja el paciente en las manos una posición de pata de animal que aunque sólo insinuada no deja de ser típica. Además refiere que durante los accesos respira «de un modo raro». Nos sobra toda la razón para sospechar que en ellos hiperventila. Vagas molestias estomacales completan el cuadro. Objetivamente, el Chvostek es positivo; el cociente de potasio-calcio se eleva a 22,4:9,8, rebasando por lo tanto considerablemente el 2. Ya a una inyección exploradora de calcio el paciente le atribuye «un efecto excelente»; tan pronto como le damos mioscaína E se ve libre de ataques y así sigue. Como quedó dicho al principio, en casos de pseudoneurosis tetanoides está igualmente indicada la dihidrataquisterina, y ello también en casos que van acompañados de angustia. Sirva de ejemplo casuístico el caso siguiente. Irene Z., de treinta y dos años, se queja de estados de angustia. No es capaz —dice— de viajar sola en un tranvía (reacción típicamente claustrofóbica). También se queja de atragantamiento en el cuello y disnea. En los brazos siente sensación de ca lambre. Objetivamente, el Chvostek es positivo, mientras que el cociente de potasio-calcio es de 2,9. Tan pronto toma mioscaína E experimenta un sensible alivio por lo que respecta a su ansiedad: la paciente viene por primera vez sin acompañamiento. Luego le administramos calcamina, natu ralmente bajo control del nivel de calcio, y a las pocas semanas se encuentra libre de molestias. Algunos meses después se produce una recidiva: la paciente no había tomado calcamina con regularidad. Más tarde interrumpe el tratamiento de la calcamina y sin embargo continúa sin molestias durante dos años. Al cabo de ellos, segunda recidiva. La paciente se dirige a nuestra sección, porque desde hace unas semanas viene sintiendo de nuevo la sensación de opresión y atragantamiento, no pudiendo tampoco respirar profundamente. Al administrarle mioscaína E experimenta una inmediata mejoría, pero la paciente ya responde a una inyección exploradora de calcio. Ahora está, desde hace años, libre de molestias; se siente bien, puede viajar sola, incluso en un tranvía abarrotado de gente, sin sentir la menor angustia. 98 4. Síndromes vegetativos G. v. Bergmann ha creado la expresión de «estigmatización vegetativa» y Siebeck la de «labilidad vegetativa». Hoy día se habla de distonía vegetativa, concepto que fue introducido por Wichmann en 1934. Los síntomas vegetativos, incluso en los estados de depresión psicóticos, es decir, endógenos, destacan tanto dentro del cuadro que se habla con razón de una depresión vegetativa. En contraposición a la escrupulosa larvación de la depresión endógena larvada en la generación anterior, tropezamos hoy día dentro de este cuadro de enfermedad con molestias principalmente vegetativas y con quejas reactivamente hipocondríacas. Siempre que se trata de estados neuróticos o pseudoneuróticos preferiríamos hablar de síndromes vegetativos y no de una distonía vegetativa. Desde el punto de vista terapéutico, sin embargo, es preciso diferenciar los síndromes vegetativos. En este sentido es plenamente justificado el que, por ejemplo, W. Birkmayer contraponga síndromes simpaticotónicos y vagotónicos. Como es sabido, también F. Hoff aboga en favor de tal separación y distinción, y F. Curtius dice expresamente:«Los tipos de vagotonía y de simpaticotonía, a pesar de muchas reservas, se han acreditado extraordinariamente desde el punto de vista clínico.» Es lógico que en un caso concreto casi siempre se entrecrucen estos dos grupos vegetativos, lo cual no cambia en nada la posibilidad diagnóstica ni la necesidad terapéutica de determinar lo que predomina en cada caso: simpaticotonía o vagotonía. Estimamos que el conocimiento de los estados simpáticotónicos y vagotónicos es de máxima importancia allí donde se trata de ataques vegetativos y, particularmente, de ataques vegetativos del corazón. Por lo que a esto respecta hemos de agradecer muchísimo a la investigación de K. Polzer y W. Schober, que han realizado una meritísima labor en favor de la distinción de las formas de ataques simpaticovasales y vagovasales. No reparamos en afirmar que día a día y hora a hora en las consultas se están cometiendo graves injusticias con pacientes que son estigmatizados y rotulados de neuróticos o incluso histéricos y que, en realidad, han sido simplemente objeto de un diagnóstico erróneo, ya que lo que sufren estos enfermos son ataques vegetativos. Como ha sido destacado al principio, nos hemos dejado guiar en la exposición de los tres grupos de las pseudoneurosis basedowoides, addisonoides y tetanoides por puntos de vista clínicamente prácticos. Queda sobreentendido que pueden transcurrir, aun bajo el cuadro de neurosis, no sólo trastornos funcionales del sistema endocrino y del nervioso vegetativo, sino también lesiones orgánicas y afecciones del sistema nervioso central. El ejemplo más clásico es, probablemente, el así calificado estadio prodrómico «pseudoneurasténico» de la parálisis progresiva. El que también otros sistemas orgánicos 99 y no solamente el sistema nervioso puedan enfermar en el sentido de trastornos funcionales pseudoneuróticamente larvados constituye para el clínico un hecho bien conocido y familiar. 100 101 Capítulo 5 NEUROSIS REACTIVAS Vimos al principio que las neurosis pueden definirse como enfermedades psicógenas. Se mostró después que es preciso sepa rar de ellas las pseudoneurosis, que, si bien transcurren bajo el cuadro clínico de neurosis, deben calificarse no obstante de somatógenas. Podemos, pues, contraponer a éstas las neurosis que son solamente psicógenas en sentido lato, o sea, neurosis en el sentido más amplio de la palabra. Tratándose en las pseudoneurosis somatógenas de los efectos psíquicos de causas somáticas, se ve constantemente que debido a estos efectos se producen otros efectos psíquicos reactivos, a saber, reacciones neuróticas que también pueden llamarse neurosis reactivas, pues las respectivas reacciones son psíquicas y, por lo tanto, las correspondientes enfermedades son psicógenas. Existen, pues, entre las reacciones neuróticas en cuestión reacciones también típicas. Mas el denominador común de estos tipos de reacción es la angustia de expectativa. Como sabe el clínico sin prejuicios, la angustia de expectativa es con frecuencia lo propiamente patógeno dentro de la etiología de las neurosis, en cuanto que fija un síntoma pasajero en sí y, como tal, inocuo, centrando focalmente la atención del paciente alrededor de este síntoma. Al médico de medicina general le es familiar el llamado mecanismo de la angustia de expectativa. El síntoma produce una fobia correspondiente, la fobia intensifica el síntoma y éste así intensificado, no hace sino confirmar al paciente en el temor de una repetición del síntoma (figura 8). Figura 8 102 En el círculo vicioso se encierra el paciente como el gusano de seda en su capullo. Sirva para ejemplificar todo ello un caso concreto; Se dirige a nosotros un colega joven; padece una hidrofobia grave. Es vegetativamente lábil por naturaleza. Un día, al estrechar la mano a su superior, observa que empieza a sudar de un modo sorprendente. A la primera ocasión en situación análoga espera ya la irrupción del sudor y la angustia de expectativa es ya suficiente para hacerle sudar intensamente, cerrándose con esto el círculo vicioso: la hiperhidrosis provoca la hidrofobia y la hidrofobia fija la hiperhidrosis (figura 9). Figura 9 Si las neurosis pueden tener su origen en un proceso circular, su terapéutica ha de corresponder a un movimiento de tenazas. Debemos pasar a una ofensiva concéntrica, tanto contra el síntoma como también contra la fobia como puntos de ataque. En otros términos, a efectos de una terapéutica simultánea somato psíquica, hay que colocar una de las dos uñas de las tenazas terapéuticas —que rompan y hagan estallar el círculo neurótico y casquen la nuez de la neurosis— en la labilidad vegetativa, como polo somático, y la otra uña en la angustia reactiva de expectativa, como polo psíquico (figura 10). Figura 10 103 El ejemplo de la angustia de expectativa pone de manifiesto que el temor realiza lo que teme. En una palabra: Si el deseo es el padre proverbial de la idea, el temor hace de madre del proceso, en este caso, del proceso morboso. Esto vale al menos para la angustia de expectativa. Muchas veces no llega la hora de la neurosis hasta que la angustia de expectativa no se apodera del proceso patológico. 104 1. Patrones de reacción de angustia neurótica ¿Qué es lo que en tal angustia de expectativa se espera más angustiosamente? Habría que advertir primeramente que nuestros pacientes neuróticos son, por lo visto, del parecer de F.D. Roosevelt, de quien se cuenta que había dicho a través de una de sus famosas Chatteries at the fireplace: «Lo único que debemos temer es el miedo mismo.» En efecto, una de las cosas que más suelen temer los pacientes es la angustia misma. En este caso especial de la angustia de expectativa cabe hablar también de expectativa de angustia. Los mismos pacientes, sin embargo, hablan de angustia (o miedo) de la angustia[42]. Se trata de la expectación angustiosa de la repetición de un ataque de angustia que tuvieron alguna vez. La angustia de la angustia representa un fenómeno de potenciación que de modo análogo encontramos en depresiones endógenas, las cuales implican, a pesar de su carácter endógeno, un factor reactivo, y esto no precisamente en el sentido de un componente exógeno, sino en el de una reacción a la depresión en cuanto endógena. La tristeza no motivada de los pacientes en cuestión constituye un motivo para una tristeza adicional[43]. Pero en realidad no es la angustia misma lo que nuestros pacientes temen, puesto que, cuando examinamos a fondo su angustia de la angustia —es decir, cuando buscamos la razón por la que estos pacientes tienen miedo de la angustia—, encontramos casi siempre que temen sobre todo que la excitación angustiosa pueda traer «consecuencias» nocivas para su salud. En primer lugar, tres son las cosas a las que se refiere su angustia: que puedan caerse en la calle de pura excitación, que puedan desplomarse atacados de apoplejía del corazón o cerebral. En otros términos, detrás de la angustia de la angustia está una colapsofobia, una infartofobia o una insultofobia, respectivamente. Expectativa de angustia: 1. Colapsofobia. 2. Infartofobia. 3. Insultofobia. Todo ello da motivos a los pacientes para su angustia de la angustia; ahora bien, ¿cuál es la consecuencia de esta angustia de la angustia? Por temor a la angustia los pacientes huyen de la angustia, en una palabra: intentan escapar de ella quedándose paradójicamente en casa; pues, con lo que nos encontramos es con el primero de los tipos de reacción, que vamos ya a tratar, esto es, con el patrón agorafóbico de reacción. 105 Un ejemplo casuístico: Marie B. (Policlínica neurológica, 394/1955 y 6264/1955). La paciente fue tratada y su historia clínica redactada por el Dr. Kocourek. La madre de la paciente sufría una obsesión de lavarse. Ella misma desde hace once años está en tratamiento por una distonía vegetativa; no obstante, se ha vuelto cada vez más nerviosa. En el primer término del cuadro de la enfermedad aparecen periódicamente palpitaciones cardíacas; van acompañadas de angustiay «una sensación como de colapso». A los primeros ataques cardíacos y de angustia sobrevenía la angustia de que todo ello se volviera a repetir, lo que ya era suficiente para producirle las palpitaciones cardíacas. En particular, teme desplomarse en la calle o sufrir un ataque de apoplejía. A la angustia de expectativa se asocia una obsesión de observación, es decir, la paciente se va observando sus molestias; por ejemplo, se toma constantemente el pulso. La vida familiar de la paciente créese que es buena. Objetivamente, el tiroides aparece aumentado; se dan temblores y tic de los párpados. Terapéuticamente le prescribimos 2 comprimidos de mioscaína E 3 veces al día, y el colega Kocourek le indica que se diga a sí misma: «Que el corazón palpite más todavía. Intentaré desplomarme en la calle.» Se indica a la paciente que busque a modo de entrenamiento todas las situaciones desagradables para ella y que no las rehuya. Saneamiento focal bajo protección de penicilina. Dos semanas después del ingreso refiere la paciente: «Me encuentro muy bien y ya no siento apenas palpitaciones cardíacas. Las palpitaciones ya no me preocupan, puesto que nada puede ocurrirme. Los estados de angustia han desaparecido completamente. Estoy casi del todo bien.» A les diecisiete días después de que la paciente fue dada de alta, nos refiere: «Si alguna vez tengo palpitaciones me digo que el corazón me palpite más todavía. Entonces las palpitaciones cesan, mientras que antes continuaban en aumento, porque pensaba: ¡Dios mío, me va a pasar algo! He estado pensando siempre que iba a ser atacada de apoplejía, pues ignoraba lo que tenía. En la calle sentía miedo a desplomarme. Ya no tengo más angustia.» Así, pues, queda demostrado que la angustia de la angustia que tratábamos de examinar tiene realmente un motivo y éste es la colapsofobia, la infartofobia o la insultofobia. Pero hemos de tener en cuenta que la angustia de la angustia representa una angustia secundaria, en tanto que se refiere a una angustia primaria que el paciente tuvo al principio, mientras que la angustia de la angustia le sobrevino después. En contraposición a la angustia secundaria, la angustia primaria no tiene un motivo, sino una causa. La diferencia entre motivo y causa puede ejemplificarse mediante la angustia de altura («hiposofobia» o vértigo de altura). ésta puede atribuirse a que uno siente miedo por su preparación deficiente o por la insuficiencia de su equipo. Pero la angustia de altura puede ser ocasionada también por falta de oxígeno. Se trata en el primer caso de arredrarse ante la altura, y en el otro, de un «mal de montaña». Lo primero tiene un 106 motivo, lo último una causa. Aquello es algo psíquico; esto somático. La diferencia entre motivo psíquico y causa somática se puede ilustrar con otro ejemplo. Una cebolla no es motivo para llorar, pero puede ser la causa de una secreción lacrimal. Por otra parte, hacer cosquillas no es motivo para reírse (bromear sí lo sería), sino la causa que puede llegar a desatar el reflejo de la risa. ¿Qué causa somática tiene la angustia primaria de nuestros pacientes? Pudimos comprobar que la agorafobia es no pocas veces originada por un hipertiroidismo. Pero ello no significa que el hipertiroidismo sea capaz ya de por sí de producir una plena neurosis de angustia, por ejemplo, en el sentido de una pseudoneurosis somatógena, pues, como fenómeno somatógeno secundario y concomitante de una enfermedad hipertiroidea, aparece en rigor y en última instancia una simple disposición a la angustia, y en la disposición vegetativa a la angustia tiene que intercalarse previamente una angustia reactiva de expectativa. Sólo entonces es cuando se establece la perfecta neurosis de angustia, ahora en el sentido de una neurosis reactiva. Con esto, en realidad, habríamos llegado a la cuestión de la base neuropática de las neurosis, de cuya infraestructura psicopática trataremos después. Estamos de acuerdo con W. Villinger en que «se oponen graves razones a una excesiva extensión del concepto de neurosis» y lo mismo que él lamentamos que «a la deflación en el terreno de la psicopatía y neuropatía corresponde una inflación sorprendente en el de las neurosis». En efecto, como H. Kranz, consideramos la psicopatía como un «concepto digno de ser conservado» a pesar de su vejez —fue introducido en 1891 por Koch—, y otro tanto pasa con la neuropatía. La manifestación, pues, de una neuropatía puede ser la simpaticotomía o la vagotonía, conceptos cuya legitimidad jamás ofrece duda alguna (F. Curtius, F. Hoff; W. Villinger). La correlación entre la simpaticotonía y el hipertiroidismo es conocida: se entrecruzan. Ad hoc un caso: La señora W. tiene treinta años. Viene a nuestra consulta por estados de fobia. Detrás de ellos se perfila una psicopatía anancástica. Pero, a más de la constitución psicopática, existe también una constitución neuropática, y esto en forma de una simpaticotonía o hipertiroidismo: tiroides aumentado, exoftalmía, temblores, taquicardia (frecuencia del pulso, 140), pérdida de peso (5 kg), metabolismo basal + 72 %. La constitución psicopática y neuropática representa la base constitucional de la neurosis. A ella se asocia una base disposicional: hace dos años la paciente fue sometida a la estrumectomía, lo que trajo consigo un dérangement vegetativo. Por último, se produjo —y en esto vemos la base condicional— un desequilibramiento vegetativo después de haber tomado la paciente, hacía dos meses, contra su costumbre, un café muy cargado que le ocasionó un ataque vegetativo de angustia. Tropezamos ahora con un dato anamnésico digno de atención: «Después del primer ataque de angustia me volvía en seguida a angustiar ya con sólo pensar en él.» De ello se infiere que una 107 angustia reactiva de expectativa se había apoderado del ataque vegetativo de angustia. Un análisis existencial del caso revela, pues, más allá de la constitución psicopática y neuropática y de la base constitucional, disposicional y condicional, el fondo existencial de la neurosis, que la paciente formula de la forma siguiente: «Hay en mí como un vacío espiritual; estoy como colgada en el aire; todo me parece sin sentido; lo que más me ayudaba siempre era tener que cuidar de alguien; pero ahora estoy sola; quiero volver a tener un sentido de la vida.» Estas palabras rebasan con mucho el simple dato anamnésico de una paciente. Lo que en ellas se revela es más bien el grito de socorro de una persona. En ocasiones análogas solemos hablar de una frustración existencial. Así es como designamos la frustración de la voluntad de sentido, de esta exigencia, tan característica del hombre, a una existencia tan plena de sentido como sea posible. La frustración existencial no es patológica, sino solamente patógena y esto no necesariamente, sino sólo potencialmente. Pero siempre que de facto se vuelva patógena, siempre que la frustrada exigencia de hallar un sentido a la vida haga enfermo al hombre, llamaremos neurosis noógenas a tales enfermedades. Mas, en el presente caso, la neurosis no es noógena, sino reactiva. No obstante, se ve cómo todos estos desarrollos circulares, de los que venimos hablando todo el tiempo, no pueden proliferar sino en un vacío existencial, como lo hemos llamado, y no es otra cosa que un vacío existencial lo que trató de describir la paciente con las palabras que acabamos de citar. Si se trata de eliminar las proliferaciones psíquicas, no hay más remedio que llenar el vacío existencial. Sólo cuando ello se realiza y efectúa puede llevarse a cabo la terapéutica y superarse definitivamente la neurosis. Lo que hay que intentar y conseguir es penetrar en la dimensión espiritual, incluir lo espiritual en la teoría y terapéutica de las neurosis. Y lo que importa también en este caso es explicar a la paciente a modo de logoterapia —como llamamos a una psicoterapia desde lo espiritual— que su propia existencia no carece de un sentido concreto y personal. Nuestro recurso a la constitución neuropática, ¿significa acaso que rendimoslas armas terapéuticas y nos entregamos a un nihilismo o fatalismo terapéuticos? En un factum como el de una simpaticotonía o el de una vagotonía estamos lejos de ver un fatum. Puede que un simpaticotónico esté muy excitado y otro, por idéntica constitución neuropática, no esté excitado, sino despabilado y, en cierto modo, despierto hasta en el campo visual periférico. Aludo con esto a un trabajo salido de la policlínica neurológica. Sus autores, E. Bachstez y W. Schober, habían «encontrado» con sorprendente frecuencia un campo visual especialmente amplio en aquellos tipos de pacientes, despiertos sobremanera, alertas, sensibles, excitables y con fuertes reacciones de expansión. De modo análogo, un vagotónico es por su vagotonía, de la que no puede salir, acalambrado y concentrado hasta llegar al estreñimiento, en el sentido de una obstipación espástica, mientras que otro vagotónico es tal vez concentrado sólo en el 108 sentido de que se apoya en sí mismo. Se confirma lo que Goethe dice en Años de aprendizaje de Guillermo Meister: «No tenemos por naturaleza ningún vicio que no pueda hacerse virtud, ni ninguna virtud que no pueda convertirse en vicio.» Pues lo que uno hace de su simpaticotonía o de su vagotonía, el modo como la incorpora a su vida, la clase de vida que edifica sobre ella, eso depende de la persona espiritual y no del simpaticotonus o vagotonus de su organismo psicofísico. Por lo demás, una constitución neuropática o psicopática no tiene por fuerza que hacerse manifiesta clínicamente. Mientras no lo sea, no estamos autorizados, en realidad, a hablar más que de una neurolabilidad o psicolabilidad constitucionales. Volviendo sobre la angustia secundaria, queda por decir que ésta no es solamente una angustia reactiva, más concretamente, la primera forma de angustia reactiva cuyas restantes formas ya trataremos. En la forma de angustia de la angustia, la angustia reactiva es una angustia reflexiva, es decir, se la puede distinguir de una angustia transitiva como querríamos calificar la angustia fóbica, esto es, la angustia ante algo determinado. De una u otra manera la angustia siempre busca —y con el tiempo encuentra— un contenido y objeto concretos; se concreta y condensa alrededor del contenido y objeto que forman el núcleo de condensación. En esto, el contenido y objeto pueden alternarse. Gisela R., paciente preclimatérica, nos consulta por causa de una astrofobia: teme a los rayos. En efecto, su casa fue quema da por un rayo. Preguntada de qué tiene temor en el invierno —cuando no hay rayos— contesta: «entonces no tengo temor a los rayos, sino al cáncer.» Un par de años antes murió su madre de cáncer. El cáncer y el rayo se habían hecho núcleos de con densación de una fobia alternante. La angustia reflexiva puede transformarse en angustia transitiva: un paciente empieza teniendo angustia ante su superior, después tiene angustia de hablar delante de él, luego tiene angustia de hablar en general y, por último, tiene angustia de la angustia. Un caso análogo: una paciente sufre una eritrofobia gravísima. He aquí la anamnesis: primero se ruboriza cuando su madre habla de un determinado joven; luego se ruboriza también cuando habla de otros jóvenes; más tarde también se ruboriza por otras razones, y, por último, no se ruboriza sólo delante de su madre, sino que teme ruborizarse siempre. Encontramos pseudoneurosis somatógenas no sólo en relación con hipertireosis, sino también en relación con hipocorticosis, en las que no se trata de una hiperfunción de la glándula tiroides, sino de la hipofunción de la corteza suprarrenal; el fenómeno secundario y concomitante es el que hemos designado síndrome psicadinámico, en cuyo primer término está la despersonalización. También ella conduce a algo que excede el límite de las pseudoneurosis somatógenas, esto es, a neurosis reactivas[44]. Se da otra vez el caso en que el paciente reacciona con angustia ante esta cosa extraña que experimentan, ante este fenómeno inquietante que observa, ante la despersonalización; 109 pero no reacciona ante todo ello como el paciente hipertiroideo con angustia frente a ciertos efectos de sus estados, sino más bien con angustia frente a causas que pudiesen estar detrás de estos estados. A saber, la mayoría de los pacientes temen que pueda tratarse de los signos precursores o incluso de las manifestaciones de una enfermedad mental, de los pródromos o incluso de los síntomas de una psicosis. A esto lo llamamos psicotofobia. Tales pacientes se ven ir a parar ya a camas enrejadas y con camisas de fuerza. Nos encontramos de nuevo con un fenómeno de potenciación; en efecto, desde la publicación de Haug sobre este particular, sabemos que la despersonalización es provocable por una forzada autoobservación y esto también en personas normales. Vemos que lo mismo que la angustia se potencia, por el círculo de la angustia reactiva de expectativa, a angustia de la angustia, así también la despersonalización se potencia cuando es arrastrada al remolino de la autoobservación forzada y de la psicotofobia reactiva. No es solamente la despersonalización lo que puede llegar a ser el punto de cristalización de una psicotofobia. En el caso siguiente más bien se manifiesta que la psicotofobia también puede centrarse focalmente en torno a otros contenidos. El señor Matthew N., de cuarenta años, se presenta a nosotros bajo una excitación de muy alto grado que viene sufriendo desde hace varias semanas. Estuvo en prisión preventiva relacionada con un asunto de comercio clandestino durante dos semanas (la historia clínica fue hecha en la época inmediata de la postguerra). El paciente celebró su libertad tomando contra su costumbre abundantes bebidas alcohólicas. A ello siguió un ataque al parecer vegetativo acompañado de una sensación de angustia. El paciente quiso dominarla empezando a fumar cigarrillos, también contra su costumbre; después de lo cual su sensación de angustia se intensificó más aún y vino a parar en un estado vegetativo de excepción. Ahora bien, hemos visto que la angustia busca y encuentra un contenido y un objeto; por lo tanto, no nos sorprenderá el saber que el paciente de pronto se acuerda de que un tío suyo estuvo demente, de que otro se suicidó y de que él mismo fue testigo una noche de cómo alguien, evidentemente loco, se lanzó a la calle en pijama y terminó al fin suicidándose. El paciente teme ahora que su inexplicable excitación angustiosa pueda ser un signo precursor e incluso la manifestación de una enfermedad mental y que él también, por esta excitación, pueda intentar suicidarse. En resumen: el paciente desarrolla una psicotofobia y suicidofobia y al círculo vicioso somático «angustia-nicotina-angustia», al que acabamos de referirnos, se asocia un circulus vitiosus psychicus: disposición vegetativa a la angustia —psicotofobia y suicidofobia reactivas —, excitación angustiosa (figura 11). 110 Figura 11 En el presente caso actúa, por lo tanto, no solamente la enfermedad mental, sino también el suicidio como núcleo fóbico de condensación. A continuación, otro caso. La señora B. se encuentra en el período de lactancia y sufre un día un ataque vegetativo. Subjetivamente se encuentran en primer plano parestesias. La paciente habla de la «sensación de tener miembros de plomo». Este dato anamnésico es el que nos lleva, si se nos permite decirlo, a la pista «endocrina»[45], de modo que vamos buscando en dirección tetanoide. En efecto, el Chvostek resulta altamente positivo. Ya es sabido, puesto que hemos aludido a la correlación de este grupo de pseudoneurosis con la claustrofobia, que las pseudoneurosis tetanoides van acompañadas de una disposición vegetativa a la angustia. En este caso concreto la disposición vegetativa a la angustia no conduce a una claustrofobia, es lógico mas bien que la sensación extraña e inquietante que había asaltado a la paciente le hiciera temer que estos estados suyos pudieran degenerar, que ella misma pudiera perder el juicio (psicotofobia), que pudiera hacer un disparate—nos referimos, en ocasiones análogas, a una criminofobia—, bien fuera atentando contra su propia vida (en el sentido de la suicidofobia), bien contra la de lo literalmente más allegado: el niño; hablamos de una homicidofobia. Por todo ello se produce en la paciente el miedo a estar sola con el niño, por lo tanto se da una claustrofobia, pero no por camino directo, sino indirecto. También en este caso encontramos, además del círculo psíquico (disposición a la angustia —angustia de expectativa—, disposición a la angustia), un círculo somático, pues uno de los datos anamnésicos es como sigue: «De pura ansiedad comenzaba a respirar de un modo raro.» Creemos no equivocarnos al suponer que la paciente había empezado a hiperventilar y que la hiperventilación había aumentado e intensificado la disposición a la angustia; en efecto, aun el más sano puede ser llevado a un estado tetanoide de metabolismo al estimularle a la hiperventilación. La terapéutica consistió en una persuasión y en la medicación de calcio; después de pocos días se le pudo dar el alta (figura 12). 111 Figura 12 En tales casos ya no nos encontramos con la angustia de la angustia; llegamos a conocer, más bien, algo nuevo: el miedo del paciente a sí mismo. Concretamente, el paciente puede tener miedo de que: 112 2. Patrones de reacción neurótico-obsesiva No es necesario que las mencionadas fobias empiecen en la zona somática: pueden arrancar también de la zona psíquica. En otros términos, se pueden señalar como bases constitucionales no sólo la predisposición neuropática, sino también la psicopática y es en concreto la psicopatía anancástica a la que se injerta, según el caso, una u otra expresión del miedo de sí mismo en el paciente. Aparecen entonces ocurrencias que se presentan obsesivamente y la reacción del paciente consiste en el temor de que él pueda llevar a efecto las ocurrencias obsesivas que a él mismo le parecen sin sentido, de que pueda realizarlas: El señor G. (Policlínica neurológica, 19/1950) teme poder sufrir un ataque de apoplejía, contraer un cáncer, tirar a su hijo por la ventana, arrojarse al tren, etc. La reacción del paciente consiste, pues, en estar luchando contra las ocurrencias obsesivas, en arremeter contra ellas, en oponerse tenazmente a ellas, lo contrario del neurótico de angustia que va huyendo de los ataques angustiosos. En suma, tropezamos ahora con el tipo de reacción de neurosis obsesivas: mientras que el neurótico angustioso se da a la fuga ante la angustia, el neurótico obsesivo emprende la lucha contra la obsesión: Ataque de angustia→temor a la angustia→fuga ante la angustia→neurosis reactiva de angustia. Ocurrencia obsesiva→miedo a la obsesión→lucha contra la obsesión→neurosis reactiva obsesiva. Pero presión provoca contrapresión y la contrapresión intensifica la presión. Y esto vale también para la presión interior a la que está sometido el paciente que, por la contrapresión que él ejerce, se potencia a una tensión interior máxima, del mismo modo que la angustia se potencia a angustia de la angustia. Lo mismo que la reacción neurótica de angustia se suma a la constitución neuropática, así también se suma a la constitución psicopática la reacción neurótico-obsesiva; pero la neurosis obsesiva reactiva puede también restarse de la psicopatía anancástica. En una palabra, la reacción neurótico-obsesiva ante el anancasmo psicopático es reversible, o sea, puede hacerse retrógrada. En lugar de luchar, arremeter y combatir contra las ocurrencias obsesivas, en lugar de la actividad falsa del paciente, se necesita sólo que entre en juego su pasividad justa, que puede llegar hasta el extremo de que las ocurrencias obsesivas se anulen en una especie de atrofia de inactividad[46]. 113 Lo que importa en cada caso es que el paciente aprenda a arreglárselas de una manera adecuada con los ataques de angustia o las ocurrencias obsesivas y en última instancia consigo mismo. Cuanto más se reoriente el paciente en este sentido, tanto más se irá debilitando el luchar y arremeter contra las ocurrencias obsesivas, que es lo propiamente patógeno, y, finalmente, se produce una reducción de los síntomas obsesivos a un mínimo soportable, al núcleo fatídico. Y el núcleo es realmente obra del destino. En efecto, se llegó a conocer que el electroencefalograma en las llamadas neurosis obsesivas resultó anormal; según Silvermann en un 48,4 por ciento, según Leonardo en un 53 por ciento, según Hill y Waterson en un 75 por ciento, y en psicopatías anancásticas, según Rockwell y Simons, en un 100 por cien de los casos. Aparte de esto, v. Dytfurth, para tener en cuenta las publicaciones más recientes, ha investigado las relaciones de la neurosis obsesiva con el tronco encefálico, habiéndose confirmado las suposiciones de otros autores sobre este particular. Además, Peter Hays (Determination of the obsessional personality, «American Journal of Psychiatry» 129 [1972] 217), opina que se halla también en juego un elemento hereditario: «la predisposición genética es casi una condición sine qua non.» Pero no somos ni fatalistas de la herencia, ni mitólogos del cerebro, ni mucho menos estamos tentados de ver un fatum en un factum como el de la psicopatía. Tampoco somos nihilistas en terapéutica. Más bien tenemos como perfectamente posible y absolutamente necesaria una psicoterapia intencionada, aun en la región de la psicopatía. Nos referimos a una especie de ortopedia psíquica. Lo que hay que evitar es que el paciente luche contra las ocurrencias obsesivas. Pero tenemos que tener en cuenta que la lucha contra la obsesión tiene un motivo y éste está en el miedo a la obsesión. A este miedo se le puede anular, haciendo comprender al paciente la relativa inmunidad frente a la psicosis correspondiente al tipo de carácter neurótico-obsesivo e indicándole además que es prácticamente imposible que la neurosis degenere en una psicosis. En resumen: ocurre que el psicotofóbico neurótico-obsesivo tiene miedo a algo de lo que él precisamente en cuanto neurótico-obsesivo psico-tofóbico no tiene por qué tener miedo. Todo ello no vale, por supuesto, exclusivamente para los temores psicotófobos, sino también para los temores criminofóbicos de nuestros pacientes. Para ilustrar esto a la luz de un ejemplo concreto volvamos de nuevo al instructivo caso del señor Matthew N.: Dada su psicotofobia y suicidofobia, nuestro proceder es como sigue: decimos al paciente en su propia cara que siempre fue meticuloso y escrupuloso y le preguntamos si no tenía ya por costumbre comprobar reiteradas veces si la llave del gas y la puerta de casa estaban totalmente cerradas, y después de confirmar el paciente, sorprendido, nuestra pregunta, le decimos con cara de juez, como si fuéramos a pronunciar su sentencia de muerte: «Mire usted, todo hombre puede volverse loco, incluso el que no tenga tara hereditaria; sólo está excluido un grupo de hombres que son 114 inmunes a la enfermedad mental y éstos son los que tienen un carácter neurótico- obsesivo, o sea, los que tienen tendencia a diversos temores obsesivos o incluso los padecen, y eso que acaba usted de referirnos —nosotros lo llamamos obsesión de repetición y de comprobación— son típicos temores obsesivos. Así, pues, tendré que destruirle y arrebatarle su ilusión: ¡Usted no puede llegar a ser enfermo mental por más que haga, precisamente usted, no, usted tiene mala suerte!» Cuando se habla así al paciente, se tiene la impresión de oír el suspiro de alivio que da por el peso que se le quita de encima. Pues bien, durante cuarenta y ocho horas su estado se va aliviando y años después nos cuenta, con motivo de un encuentro casual, que ha seguido completamente sin molestias. El actor de cámara... tiene miedo a poder sufrir un ataque de apoplejía, padecer un tumor cerebral, empezar a gritar en escena, etc. Hace dos años se hirió después de entrar en escena y tres semanas después tuvo que actuar con el mismo papel y le dio un vértigo; preguntando por la causa, confiesa que ha tenido angustia de expectativa.Objetivamente, la presión arterial es baja, lo que aprovechamos terapéuticamente para llamar la atención del paciente de que, por lo que respecta al peligro de una apoplejía, no tiene por qué preocuparse; y aún más, se le indica que por la hipotonía su vértigo está explicado. Preguntamos luego al paciente si no ha sido desde siempre meticuloso y escrupuloso. Confirma esta pregunta y se le instruye según lo expuesto (véase anteriormente). Además, se le invita a que se diga inmediatamente antes de aparecer la vez próxima en escena: Ayer grité dos veces en el escenario y anteayer tres; pues bien, hoy me voy a chiflar cuatro veces. Y ahora mismo voy a chiflarme. En el caso siguiente el médico que asistió al enfermo pudo concretarse psicoterapéuticamente al método de la intención paradójica: El señor Wilhelm K. (Policlínica neurológica, 89/1956), cuarenta años de edad. Hace diecisiete le invadió la angustia de volverse loco. Una angustia infundada, una sensación desconocida hasta entonces, dice que le había asaltado y ante esta sensación, nueva para él, se había dicho: así será la sensación cuando uno se vuelve loco. Tan pronto le invadió esta angustia avisó desde su comisaría —el paciente es inspector de policía— a una ambulancia, dando parte de que alguien había sufrido una depresión nerviosa y necesitaba ser socorrido. El médico —dice— le había dado gotas de valerianato y le había acompañado hasta casa. «Desde aquel día he estado esperando volverme loco. Esto es, estoy esperando hacer cualquier cosa de las que puede hacer un demente: romper el cristal de una ventana o dar un golpe a la luna de un escaparate. Y si estoy solo con el niño temo que pueda darle muerte —¿quién te impediría, me pregunto, si ahora te vuelves loco y matas al niño?—. Por supuesto, yo no le haría ningún mal. Tengo miedo a puentes y a ventanas abiertas por temor a que pudiera tirarme. Tengo miedo de poder arrojarme al coche que se acerca o al metro que entra en la estación. Por último, tengo 115 miedo de poder darme un tiro. En la calle temo poder sufrir un ataque de apoplejía de corazón, una apoplejía cerebral y no sé qué más. Es decir: temo excitarme tanto que pueda ser atacado de apoplejía y morir. Todo ello lo vengo esperando desde hace diecisiete años. Me observo, no puedo olvidarme de mí mismo.» Además se da escrupulosidad, obsesión de cavilar, obsesión de contar y un complicado ceremonial al leer. «Me llevo bien con todo el mundo, el servicio marcha bien, sin dificultad, sin fatiga, el matrimonio es bueno, la vida conyugal excelente, los chicos no me dan preocupaciones ni escándalos.» El paciente estuvo ya por dos veces en tratamiento hospitalario de clínicas de enfermedades nerviosas. Desde hace año y medio le viene tratando psicoterapéuticamente un médico especialista orientado en la psicología individual, teniendo lugar las sesiones tres veces por semana. «Fueron descubiertos un complejo de inferioridad motivado por mi pelo rojo y un afán de hacerse valer.» Terapéuticamente se indica al paciente que mire a la angustia de frente y se le ría incluso en su cara. Con la ayuda de la intención paradójica se le pone en condiciones de quitar el viento a las velas de la angustia. Se puede comprobar[47] que la obsesión de repetición, tan típica de las neurosis obsesivas, puede ser atribuida a una insuficiencia del sentimiento de evidencia[48], y la obsesión de comprobación, a una insuficiencia de la seguridad instintiva. Con razón ha indicado E. Strauss que al neurótico-obsesivo le caracteriza una aversión a todo lo provisional. No menos característica es, a nuestro parecer, cierta intolerancia frente a todo lo indeterminado. Nada debe serle indeterminado cuando se trata de conocimiento y nada debe serle provisional cuando de decisión se trata, sino más bien todo ha de ser definido y quedar definitivo. El neurótico-obsesivo quisiera demostrar todo, incluso lo que es indemostrable racionalmente, como, por ejemplo, su propia existencia o incluso la realidad del mundo exterior. Ahora bien, el mundo exterior es tan evidente como indemostrable. En el campo del conocimiento, el neurótico-obsesivo intenta compensar la insuficiencia cognitiva por medio de un exceso de conciencia psicológica, y en el campo de la decisión trata de compensar la insuficiencia determinativa por medio de un exceso de conciencia moral. En la esfera cognitiva se produce una hiperreflexión, una obsesión de observación, mientras que en la esfera de la decisión se produce una hiperacusia de la conciencia. Cuando la conciencia carraspea, el paciente oye truenos. Al neurótico-obsesivo le anima un impulso fáustico, una voluntad por lo absoluto, la aspiración a un conocimiento absolutamente seguro y una decisión absolutamente justa. El neurótico-obsesivo fracasa igual que Fausto al experimentar «que en el hombre no hay nada perfecto». Aún no se da por vencido en la lucha por lo absoluto del conocer y decidir; pues lo mismo que la angustia en las neurosis de angustia se hace concreta y se condensa en 116 torno al contenido y al objeto en cuanto núcleo de condensación, así el absolutismo en las neurosis obsesivas se reduce a una pars pro toto (R. Bilz). Se limita a un pseudoabsoluto. El buen colegial se contenta sólo con unas manos absolutamente limpias, la buena ama de casa se conforma sólo con la habitación absolutamente limpia y el intelectual se da por satisfecho sólo con un orden absoluto[49] en su mesa de despacho. Lo que terapéuticamente importa es tender al neurótico-obsesivo un puente de oro que le lleve finalmente a la autoanulación del racionalismo. Con este fin proponemos al paciente el lema: Lo más razonable es no querer ser demasiado razonable. Lo que profilácticamente importa es una recomendación que tenga como término una superación de la voluntad por lo absoluto, una renuncia a la exigencia de un conocimiento absolutamente sabio y de una decisión absolutamente justa. La recomendación fue hecha con mucha anterioridad a nosotros: «¡No quieras ser demasiado justo ni demasiado sabio! ¿Para qué quieres volverte loco?» (Ecl 7,16). No es que el hombre en cuestión se vuelva, digamos, loco, demente, enfermo mental; ¿pero quién tomaría a mal que la Biblia no estableciera ya el diagnóstico diferencial entre neurosis y psicosis? 117 3. Patrones de reacción neurótico-sexual Dijimos anteriormente que así como el deseo es el padre proverbial de la idea, así el temor hace de madre del proceso, concretamente del proceso morboso; al menos esto valía para la llamada angustia de expectativa. Un síntoma inofensivo en sí y pasajero — decíamos— produce una fobia correspondiente, la respectiva fobia intensifica el síntoma, que de este modo intensificado confirma al paciente aún más en su fobia. Queda cerrado el círculo vicioso. Pero no sólo se da una angustia de expectativa en este sentido general, sino también en un sentido particular. En este sentido particular distinguimos: 1) la angustia de la angustia, que encontramos sobre todo en las neurosis de angustia, y 2) el miedo de sí mismo, que se manifiesta sobre todo en las neurosis obsesivas. También en las neurosis sexuales tropezamos con la angustia de expectativa, y ésta tanto en forma general como en forma particular. Respecto a la primera observamos constantemente cómo nuestros pacientes masculinos por un solo fallo sexual que les acaeció alguna vez, por no decir casualmente, empiezan a dudar de su capacidad sexual; y una vez que se sienten sexualmente inseguros, se apodera de ellos la angustia de expectativa por la que temen una repetición de la perturbación de su potencia. Con frecuencia no suena la verdadera hora del nacimiento de su neurosis sexual hasta entonces, es decir, cuando la angustia de expectativa fija la perturbación de la potencia, o dicho de otro modo, al hacer del fallo acaecido en una sola ocasión el primer fallo. Si nos preguntamos cómo se provoca la angustia general de expectativa que fija un trastorno de la potencia, tendríamos que decir: por la especial angustia de expectativade quien ha experimentado una perturbación en su potencia y que consiste en que el paciente espera angustiosamente de un modo típico que se espera algo de él, que se pide algo de él. Lo que más teme, en concreto, es que se le exija un esfuerzo —el coito—, y este carácter de exigencia precisamente es lo que influye de una forma tan patógena. La exigencia inherente al coito para el neurótico sexual suele depender de los tres factores siguientes: 1. De la compañera con la que ha de tener lugar la cohabitación. 2. De la situación en la que ha de tener lugar la cohabitación. 3. Del mismo paciente que se dispone a la cohabitación, y eso porque se la propone demasiado. Ad 1. Ante una compañera sexualmente exigente y «de mucho temperamento» el neurótico sexual siente miedo de no poder satisfacer las exigencias sexuales de ella. De 118 una manera no menos típica se produce este miedo si el paciente es mucho mayor que su compañera; en este caso tiene la impresión de que se le exija demasiado en cuanto a su capacidad sexual, o bien, si ella es mayor que él, se siente inferior porque supone que ella tiene ya experiencia sexual y teme que pueda ella comparar su capacidad sexual con la de otro hombre. Ad 2. El neurótico sexual no tolera encontrarse en situaciones que implican una exigencia en cuanto a lo sexual, o sea, que se parecen, si se me permite decir, a un hic Rhodus, hic salta. Así ocurre que el neurótico sexual falla típicamente siempre que visita una casa pública, una casa de citas o cuando corresponde simplemente a una invitación que implique la exigencia de un esfuerzo sexual, mientras que el mismo paciente, cuando tiene la oportunidad de improvisar el coito, no sufre ni la más mínima perturbación de su función sexual. Ad 3. No sólo influye el hic et nunc, como ya insinuábamos cuando dijimos que era tan característico de nuestros pacientes de potencia perturbada el «proponerse» el coito; en una palabra: estar en el programa, por así decirlo. Consideremos, por ejemplo, la situación en la casa de citas: aquí vale más bien el carpe horam que el carpe diem. Para el tipo de neurótico del que estamos tratando el tiempo es dinero; y este dinero se ha de convertir en placer. Lo que este tipo de neurótico ha pagado, por ejemplo, en una casa de citas, lo que ha gastado quiere sacarlo; pero olvida que esto es esencialmente imposible; no ha contado con la huéspeda, pues cuanto más se interese uno por su placer, tanto más pierde éste y finalmente desaparece el goce por completo. Vamos a ejemplificar todo lo dicho con los siguientes casos: Ad 1. El señor W., al regreso del cautiverio, puede comprobar que su mujer le ha sido infiel; a esta experiencia reacciona con una debilitación de su potencia, lo que trae como consecuencia que su mujer le abandone; después de esto la debilitación va en aumento; se casa por segunda vez, pero también su segunda mujer le engaña, precisamente por su impotencia avanzada; y por añadidura exige que el paciente cohabite con ella, le amenaza con seguir siéndole infiel en el caso de otros fallos y cumple su amenaza repetidas veces. Nos encontramos por lo tanto con una perturbación, si se quiere, ginógena de la potencia que se podría oponer a las perturbaciones sexuales femeninas andrógenas, como las hemos llamado y de las que hemos tratado en otros trabajos (téngase en cuenta los frecuentes casos de frigidez en la eiaculatio praecox). Una perturbación de potencia, en su mayor parte ginógena, se da también en el caso siguiente. Ad 2. Josef K. (Policlínica neurológica, 795/1953), cuarenta y cuatro años; ha consultado ya a 10 especialistas, pero sin resultado. He aquí los antecedentes 119 anamnésicos. Después de unas vacaciones de tres semanas volvió a casa y su mujer le llamó —¡contra su costumbre!— al dormitorio, lo que era suficiente para provocar una (¡primera!) perturbación de potencia que fue luego fijada, y ello por la torpeza de la mujer: encima de no haber dejado al paciente la espontaneidad e iniciativa in sexualibus —cuya falta había provocado la perturbación de la potencia—, empezaba después a echarle en cara su perturbación. Este error por parte de la mujer vendría a fijar luego la perturbación de la potencia. La perturbación ginógena de potencia era inevitable. Ad 3. Georg S. (Policlínica neurológica, 632/1952), paciente de cuarenta y tres años de edad, había oído campanas acerca de un cierto climacterium virile. Su mujer estaba embarazada, las relaciones sexuales por esta razón eran irregulares, y después del parto no se practicaba más que el coitus interruptus. En el lenguaje vienés hay para esto una palabra propia: achtgeben (poner atención). Ahora bien, quien tiene que «poner atención» no puede realmente entregarse (hingeben), pierde la capacidad de entregarse y no ha de extrañarnos si ello, en el caso concreto, tuvo por consecuencia una debilitación de la erección que condujo a una dispareunia en la mujer. Después de haber cometido la mujer el error de participar al paciente su incapacidad de goce, quedó cerrado este circulus vitiosus à deux, como quisiéramos llamarlo (figura 13). Figura 13 En todos estos casos mencionados de perturbación de potencia se daban neurosis sexuales reactivas, quiere decir una especie particular de perturbaciones psicógenas de potencia. ¿Cómo se estructura su terapéutica? Tenemos que procurar primero que el paciente aprenda a ver en las reacciones neurótico-sexuales algo humanamente[50] comprensible. Además interesa despojar al coito del carácter de exigencia. En cuanto a la situación, es menester formarla de tal manera que sea posible una retirada garantizada. En cuanto a la exigencia que proviene del propio paciente, es necesario inducirle a que no se proponga la cohabitación programáticamente, sino que se conforme con caricias que no pasen de tales, en el sentido, por ejemplo, de un mutuo preludio sexual. Entonces el coito viene de por sí y el paciente se encuentra espontáneamente ante este fait accompli. Finalmente, en cuanto a la compañera y a la exigencia que de ella proviene nos servimos de una artimaña. Sugerimos al paciente que declare a su compañera que de momento le tenemos estrictamente prohibido el coito; en realidad no se trata, en absoluto, de una 120 seria prohibición; más bien, a la corta o a la larga, el paciente no tiene por qué atenerse a ella, sino que, libre ahora de la presión de las exigencias sexuales que hasta entonces — esto es, hasta la proclama de la pseudoprohibición del coito— provenían de la mujer, puede ir acercándose más cada vez al objeto de su instinto con riesgo de no ser recibido por la compañera, fundándose ella en la presunta prohibición del coito. Cuando esto ocurre el paciente puede cantar victoria: cuanto más se le rehúse, tanto más triunfará[51]. Capítulo aparte es la eiaculatio praecox. Conocida es la tendencia, motivada fisiológicamente, a la eiaculatio praecox que se manifiesta después de unas relaciones sexuales irregulares también en hombres sanos. No les suele preocupar demasiado hasta el momento en que se asocia a ella la angustia reactiva de expectativa. Terapéuticamente es recomendable en estos casos forzar el coitus repetitus, aunque sea incluso al precio de una medicación estimulante correspondiente (se desprende de aquí lo erróneo que sería prescribir en tales casos un sedante). En cuanto se produzca en el coitus repetitus una eyaculación retardada, al menos relativamente, aunque sea simplemente por una sugestión medicamentosamente larvada o verbal dirigida en esta dirección, entonces el decurso reflejo, que se había acelerado, estará desviado y la angustia de expectativa habrá perdido su fundamento. En el fondo, lo que importa al paciente de eiaculatio praecox es deshacerse del esperma y descargar la tensión, En una palabra: le interesa estar libre del desplacer, el placer negativo de esta liberación. Esto significa que le importa sobre todo el restablecimiento de un estado anímico; es decir, el paciente de eiaculatio praecox está orientado al estado y noal objeto: el objeto de algo como el amor no se percibe. ¿Y cuál es el objeto del amor? La persona del otro, pues, amor no es otra cosa que poder decirle tú (esto es precisamente percibir la persona) y además poder decir siempre sí. En cambio, la sexualidad del paciente de eiaculatio praecox es toda una sexualidad «sin consideración a la persona» de la pareja. Mientras que la eiaculatio praecox prescinde de la persona, o sea, del objeto del instinto, para expresarlo al modo del psicoanálisis, la masturbación prescinde también del objetivo del instinto: la masturbación significa, para servirnos de los términos de A. Moll, una renuncia a la contrectación; al masturbador no le interesa sino la detumescencia únicamente. Desde este mismo momento la sexualidad pierde toda intencionalidad, puesto que el amor mismo, todo él, es intencionalidad. Así queda suprimida toda relación de persona a persona, de yo a tú. De este modo se explica antropológicamente la pesadumbre post masturbationem. Dijimos antes que al enfermo de eiaculatio praecox le interesa el verse libre de desplacer, le interesa el placer negativo. Al enfermo con perturbación de potencia, por el contrario, le interesa el placer positivo. Dijimos que precisamente porque le importa tanto el placer, se le escapa este mismo placer. En resumen, el principio del paciente con 121 perturbación de potencia es todo un principio de placer. Se frustra en sí mismo, se entorpece a sí mismo. El placer es una de las cosas que tienen que continuar siendo efecto y que no pueden ser propuestas como objeto; otra de ellas también es el sueño, del que Dubois dice que es como una paloma, que cuando se intenta atraparla se escapa volando. También el placer es un efecto que no se puede «agarrar». De modo análogo dice Kierkegaard: «La puerta queda a la dicha se abre hacia afuera y se cierra tanto más, cuanto uno más intenta por fuerza penetrar en la dicha.» Podemos decir: la caza de la felicidad espanta a la felicidad, la lucha por el placer ahuyenta el placer. El neurótico sexual es el que especialmente corre tras la dicha, el que persigue el placer. La lucha por el placer es lo característico del tipo de reacción neurótico-sexual. Nos encontramos con una intención forzada en orden a conseguir el placer sexual y el orgasmo. En las neurosis sexuales, pues, se asocia a la intención forzada una reflexión forzada. Lo uno y lo otro es patógeno: un exceso tanto de atención como de intención. El paciente se observa a sí mismo; no tiene en cuenta a la pareja femenina; no le dedica atención; no se entrega a su compañera, y todo esto perjudica a la potencia y al orgasmo. Se llega a una hiperreflexión, como la denominábamos antes. Un caso concreto: La señorita S. (Policlínica neurológica) nos consulta por su frigidez. En su infancia su propio padre abusó sexualmente de ella. Heurísticamente procedemos, sin embargo, como si no existiera un trauma psicosexual; más bien preguntamos a la paciente si acaso teme haber sufrido un daño por el incesto y la paciente confirma nuestra suposición, y fue, según dice, por influencia de una lectura de índole popular que tenía como argumento un psicoanálisis de interpretación vulgar. «Ello no quedará sin consecuencias», era la convicción de la paciente. En pocas palabras: se estableció una angustia de expectativa bibliógena. Siempre que había un contacto íntimo con su pareja, la paciente, como se hallaba bajo el anatema de esta angustia de expectación, «estaba al acecho»; precisamente con esto su atención estaba dividida entre su pareja y ella misma, lo que ya era suficiente para frustrar el orgasmo; pues en la medida que se ponga la atención en el acto sexual, en esta misma medida se va perdiendo la capacidad de entregarse; en otros términos: en lugar del objeto del amor entra en el centro focal de la atención el acto sexual. En el caso de nuestra paciente se provocó, bajo la influencia de la angustia de expectativa bibliógena, no sólo una reflexión forzada del acto sexual, sino más aún: una intención forzada del placer sexual, o sea, la intención forzada del orgasmo; pues la paciente anhelaba cerciorarse y confirmarse en su feminidad. Se habla mucho hoy día de tratamiento biblioterapéutico; en nuestro caso, el intento de una autobiblioterapia no hizo más que conducir a una neurosis bibliógena. La terapéutica, por el contrario, fijó su atención en la intención y reflexión forzadas. Para ello explicamos a la paciente, partiendo de la citada alegoría de Dubois, que lo que vale para el dormir vale también para el acostarse con alguien. «Igual que el sueño —le explicamos— la dicha del 122 amor que usted se esfuerza en conseguir con tanto ahínco es como un pájaro, que echa a volar cuando alguien lo intenta atrapar. ¡No piense usted en el orgasmo, y cuanto menos se preocupe de él, tanto más pronto se producirá por sí mismo!» Abstinendo obtinere, es el lema de una orden monástica, y, si no sonara a blasfemia, sentiría uno la tentación de recomendar a nuestros pacientes que se atuvieran a esta sabia frase, incluso allí donde la modesta felicidad de un amor terrenal está en juego. Convencí luego a mi paciente de que, de momento, no tenía tiempo para hacerme cargo del tratamiento, y la cité para dos meses después. Hasta entonces no debía preocuparse más de su capacidad o incapacidad para el orgasmo —de él hablaríamos luego ampliamente en el marco del tratamiento— ; en cambio, durante las relaciones sexuales, debía dedicar mucho más su atención a la pareja. El curso que siguieron las cosas me dio la razón. Sucedió todo tal y como yo había esperado. La paciente no volvió al cabo de dos meses, sino que se presentó ya al cabo de dos días... curada. El simple hecho de apartar la atención de sí misma, de su propia capacidad o incapacidad para el orgasmo —en una palabra: la derreflexión— y la entrega, ahora mucho más espontánea, a la pareja habían bastado para producir por vez primera el orgasmo. Un doble paralelismo de tipo masculino al caso anterior: Uno de nuestros pacientes, que vino a visitarnos a causa de una perturbación de potencia, nos proporcionó un detalle anamnésico: había estado en París y había visitado un cabaret con unos compañeros de estudios. Mientras ellos se fijaban fascinados en el escenario donde se presentaban bailes al desnudo, él se entristecía comprobando que no experimentaba ninguna erección. Resultó —como sospechábamos— que el paciente no miraba al escenario, sino que ponía toda su atención en ver si se producía la erección. El doctor Hermann N., de veinticuatro años, está casado desde hace tres semanas y es impotente. Antes del matrimonio no había tenido relaciones sexuales con la mujer. Sólo le habían salido bien actos sexuales improvisados. La primera relación sexual fracasó por completo. «Observo con mucha atención cómo se produce en mí la erección. ¿Va bien o no? Entonces toda la excitación se desvanece porque me estoy observando a mí mismo.» La patogénesis de las neurosis sexuales reactivas consiste no poco en que se hace de la sexualidad un simple medio para un fin. Esto proyecta luz no sólo sobre las necesidades terapéuticas sino también sobre las posibilidades profilácticas. En efecto, ello significa que existe un riesgo siempre que se hace de la vida sexual una técnica sexual. El neurótico sexual desnaturaliza y degrada la sexualidad reduciéndola a un simple medio de placer, mientras que en realidad es un medio de expresión, a saber, el medio de expresión de una aspiración amorosa. En la medida en que separa la vida sexual de la totalidad de la vida amorosa, en la medida en que desintegra y aísla la vida sexual, en esa misma medida el individuo pierde aquella «inmediatez», aquella espontaneidad, que es condición y presupuesto para el funcionamiento sexual normal, y que precisamente el 123 neurótico sexual tanto echa de menos. La sexualidad humana es siempre más que mera sexualidad. Y lo es por ser expresión de una aspiración amorosa. Pero, si no lo es, entonces no se llega nunca al pleno goce sexual.Maslow afirma en una ocasión: «Las personas incapaces de amar no sacan del sexo la misma clase de emoción que las personas que son capaces de amar.» Por eso, aunque no hubiera más razones que lo aconsejaran, y en interés del mayor goce posible, debiéramos aspirar a agotar el potencial humano que es inherente a la sexualidad, a saber, la posibilidad de encarnar el amor, que es la relación más íntima y más personal que hay entre personas. Cuánta razón tiene Maslow, lo vemos por la síntesis de 20 000 respuestas a 101 preguntas formuladas por la revista americana «Psychology Today». Se comprobó que entre los factores que contribuían a la máxima intensificación de la potencia y del orgasmo, se hallaba —como el más importante de todos— el «romanticismo» (que va desde el enamoramiento hasta el amor). La sexualidad, evidentemente, no puede ser a priori humana. Es algo que el hombre tiene en común con otros seres vivos. Más bien habría que decir que la sexualidad humana se había humanizado más o menos en cada caso, había llegado a ser humana en mayor o menor grado. De hecho, el desarrollo sexual y la maduración sexual va progresando a través de etapas ascendentes, de las que cristalizan tres fases diferentes. Como es sabido, Freud introdujo la distinción entre meta de la pulsión y objeto de la pulsión. En la etapa inmadura de la sexualidad humana, la pulsión tiende únicamente hacia la meta. Y esa meta es descargar la excitación y la tensión, por cualquier camino por el que se consiga. La masturbación también sirve. Cuando la relación sexual se convierte en la meta pulsional, estando incluido también en ella el objeto pulsional, entonces se ha alcanzado la etapa madura. Pero, frente a esto, nosotros sostenemos que la persona que convierte a un semejante en simple objeto utilizado para descargar excitación y tensión transforma verdaderamente la relación sexual en una especie de acto de masturbación. Nuestros pacientes suelen hablar entonces de «masturbación con la mujer». Y, a nuestro parecer, no se alcanza la altura de la etapa madura, sino cuando el uno no se orienta ya hacia el otro como hacia un medio para conseguir un objeto, no se oriente ya hacia él como hacia un objeto, sino que se vuelve a él como hacia un sujeto. En la etapa de madurez, la relación se ha elevado al plano humano; se hace de la relación un encuentro, en cuyo marco uno de los miembros de la pareja es abrazado en toda su humanidad por el otro miembro. Y si es experimentado por él no sólo en su humanidad sino también en su singularidad y unicidad, entonces el encuentro se convierte en relación de amor. El que no ha llegado a la etapa madura de la sexualidad humana, sino que se ha quedado fijado en la etapa inmadura, es incapaz de ver en la pareja a un sujeto 124 singularísimo y único; en una palabra, es incapaz de ver en él a una persona. Ahora bien, la mayor «personificación» posible de la sexualidad en la orientación hacia la persona de la pareja no sólo sería deseable desde el punto de vista de la profilaxis de las neurosis sexuales, sino que lo sería también en la orientación hacia la propia persona. El desarrollo y maduración sexual normal del ser humano conduce a una creciente integración de la sexualidad en la estructura total de la propia persona. De ahí se deduce claramente que todo aislamiento de la sexualidad va en contra de las tendencias integradoras, y con eso fomenta también las tenencias neurotizantes. La desintegración de la sexualidad —el desligarse de la conexión transexual personal e interpersonal— significa, para decirlo con una sola palabra, una regresión. 125 Capítulo 6 NEUROSIS IATRÓGENAS Las neurosis iatrógenas forman, como si dijéramos, un subgrupo de las neurosis reactivas. Llamamos neurosis iatró-genas a aquellos estados morbosos (preferentemente neuróticos) en los que posteriormente se comprueba que el médico (iatros) ha puesto el factor patógeno. Esta patogénesis se basa esen cialmente en la angustia de expectativa; así ocurre, por lo menos, en cuanto la angustia de expectativa fija el síntoma. En páginas anteriores hemos citado unas palabras que dijo F.D. Roosevelt en alguna ocasión, aunque con propósito distinto, que pueden tener aplicación también a lo que aquí tratamos: «Nada hay que temer tanto como el temor mismo.» Y nada hay que temer tanto como a aquellos médicos que por sus imprudentes e irresponsables declaraciones a sus pacientes han llegado a tal maestría en el cultivo de neurosis iatrógenas que cabría hablar de ellos, con razón, como de unos iatrogenios. Estudiemos ahora la cuestión de una posible profilaxis de las neurosis iatrógenas. Podemos decir que la misma ha de empezar ya con la anamnesis. Se trata aquí, sobre todo, de dejar que hable el paciente, proporcionándole de este modo el alivio que lleva consigo el simple desahogo con el médico, el cual hace que el paciente objetive el síntoma y que a la vez se distancie él mismo del síntoma. Con el mismo esmero que la anamnesis, resultado de la entrevista con el enfermo, ha de establecerse también la diagnosis: el examen ha de ser a todas luces profundo y cuidadoso, y su exactitud debería constar con evidencia al mismo paciente. De ninguna manera hemos de minimizar sus molestias y caracterizarlas como meramente nerviosas o incluso como imaginarias. Diríase que tales expresiones displicentes se deben al disgusto del médico ante el resultado negativo de su penosa exploración; esta displicencia se vuelve luego contra el enfermo, a quien se despacha y se le tilda incluso de histérico. Pero el paciente identifica histeria con simulación, y considera deshonroso que le califiquen así. En las quejas que no tengan ninguna base orgánica comprobable intentaremos, por ejemplo, explicárselo de la forma siguiente: «No son ni mucho menos imaginaciones... Lo que usted siente lo siente de verdad y no es mi propósito convencerle de lo contrario; pero, afortunadamente, no existe ninguna afección orgánica, o sea, que su estado es molesto, ciertamente, pero sin peligro, y esto es mejor al fin y al cabo que si 126 fuera al revés.» De este modo conseguimos apartar su atención del síntoma subjetivo, mientras que minimizando las molestias no hacemos más que provocar una actitud de protesta en el paciente. ¡Y cuántas veces la posible curación está en este desligamiento de su atención del síntoma (cuya dirección hacia él —posiblemente iatrógena— fue lo propiamente patógeno) más que en la disolución del propio síntoma! Pero se trata no sólo de que hable el paciente, sino también vale aquello de «hablar y dejar hablar». Y sobre todo hay que hablar en un lenguaje comprensible para el paciente, traduciendo si es necesario los tecnicismos. Así, por ejemplo, conozco el caso de una paciente que aseguraba saber ella misma exactamente cuál era su enfermedad: padecía — según ella— un corpulmo... Lo había visto escrito en un certificado médico, pero se le había pasado por alto la indicación «o.B.» (sin comprobación). Finalmente, no sólo se trata de hablar, sino también de callar en ciertas circunstancias. Es cierto que se ha dicho alguna vez graciosamente que el arte psicoterapéutico es el arte de tener buena labia, pero no es menos cierto que el psicoterapeuta, e igualmente el médico general, también tienen que ser capaces de cerrar su boca. De ningún modo está justificado aquello de que, «lo que no se puede diagnosticar, se considera como neurosis». A este precepto: ¡Ninguna diagnosis de neurosis per exclusionem!, hay que añadir este otro: ¡Ninguna diagnosis ex iuvantibus! Conozco, entre otros parecidos, el caso de una paciente que se quejaba de dolores, teniendo sus molestias un carácter marcadamente histérico; y, en efecto, una inyección de solución fisiológica de agua salada —preferiría llamarla en este caso «solución psicológica»— dio resultado inmediato. No obstante, se dispuso un control radioscópico que dio por resultado una metástasis. Nunca debería establecerse una diagnosis à tout prix, puesto que estos diagnósticos de recurso tienen con frecuenciaun efecto neurotizante. Baste recordar la observación, muy acertada, de Karl Kraus, que dijo: «Una de las enfermedades más frecuentes es el diagnóstico.» Tan perjudicial como hablar demasiado puede ser en determinadas circunstancias también el callar, por ejemplo, si el médico se hace misterioso y, aunque sea con buenas intenciones, oculta totalmente un hallazgo desfavorable. Entonces el enfermo no sabe a qué atenerse y se inclina tal vez a sospechar algo más grave. Por eso se recomienda hacerle saber expresamente incluso el resultado desfavorable de un examen. Esto afecta también al psiquiatra, y a él más que a nadie. Tengamos presente que entre las fobias iatrógenas se encuentra la psicotofobia y que ésta es más corriente de lo que muchos se imaginan. Y son precisamente los tipos de carácter neurótico-obsesivos los que reaccionan con psicotofobia a sus vivencias morbosas; a ésta no ha de darle el médico pábulo, sino al contrario, ha de prevenirla con medidas adecuadas y una de ellas consiste en indicar al paciente que precisamente la neurosis obsesiva implica cierta 127 inmunidad contra una enfermedad psicótica. Gertrude H. (Policl. neur. ambulat. prot. n. 694 de 1951), de 25 años de edad. Médico y esposa de médico. Pseudo-neurosis superpuesta iatrógenamente con agorafobia, y más tarde con rasgos piscotófobos y criminófobos. Gravísima agorafobia y temblores. Perdida de peso de 15 kg durante los últimos seis meses. Metabolismo basal + 31 %. Cuenta que, desde que visitó al psiquiatra..., todas las demás fobias quedaron resueltas: «La espada de Damocles de la demencia inminente pendía sobre mi vida. Traté de arreglármelas con ella, es decir, con la esquizofrenia. Pregunté a mi marido como de pasada: ¿Qué pasa con las personas esquizofrénicas? ¿Tienen que vivir siempre en instituciones sanitarias? Su respuesta fue: Sólo cuando constituyen un peligro para la sociedad. Entonces comenzó en mi interior un verdadero miedo infernal de mí misma: la angustia de que yo pudiera llegar a constituir un peligro para la sociedad. Siempre que veía un cuchillo o un martillo, temía que, en un arranque de locura, pudiese convertirme en asesina. Me veía ya en una celda, condenada a cadena perpetua, separada de mis dos hijos pequeños, que quizás llevan ya dentro de sí mismos ese terrible fin.» A partir de Haug sabemos que la autoobservación forzada tiende ya de por sí a conducir a fenómenos anormales, tales como los de despersonalización, de los que luego se apodera la psicotofobia. No hay que pensar que la tendencia a una auto observación exagerada sea necesariamente patológica, puesto que en la pubertad, por ejemplo, se da por causas fisiológicas, pero también aparece ocasionada profesionalmente, por ejemplo, en los estudiantes de psicología y psiquiatría. Las habladurías desconcertantes sobre desdoblamiento de la conciencia, locura de desdoblamiento[52], desdoblamiento de la personalidad, etc., les hacen ver en seguida «fantasmas», por ejemplo, en el sentido de la homónima obra teatral de Ibsen. Cierto día me preguntó una estudiante de psicología si tal vez no era posible que fuese la causa de la enfermedad de su hermano, que en efecto padece esquizofrenia, un traumatismo cefálico de la infancia: En una pelea un compañero del colegio le dio un golpe en la cabeza con un tablero de dibujo. ¿No podía por esto habérsele desdoblado la personalidad? También de la terapéutica hay que decir: ¡Nada de terapéutica à tout prix! ¡Nada de terapéutica ut aliquid fieri videatur! Más de un tratamiento físico o local, innecesario en este sentido, no hacen otra cosa que contribuir a fijar los síntomas que no son más que neuróticos desde hace tiempo. Conozco el caso de una paciente suiza que, estando psíquicamente completamente normal, se hizo tratar durante varios años por una psicoanalista por el sólo hecho de haberla ésta amenazado que de no hacerlo, el «ello», el inconsciente, se vengaría algún día de ella asaltando, sorprendiendo y haciendo sucumbir a su consciente. ¿Por qué se había sometido al análisis? Simplemente porque su amiga — que era muy rica— le había dicho que estaba bajo análisis y esto le hacía mucho bien y 128 que era muy conveniente que ella también se sometiera a ello... Hans H., de treinta y cinco años. Hace dos años que, a raíz de una afección febril, tuvo la primera aparición de un trastorno locomotriz. No recuerda excitaciones durante este tiempo o cosas por el estilo. Estuvo dos veces en un hospital de enfermedades nerviosas, donde la primera vez se sospechaba una esclerosis múltiple, y la segunda, a raíz del favorable efecto terapéutico de irradiaciones de alta frecuencia, un cuadro funcional. Un especialista en enfermedades nerviosas, bajo cuyo tratamiento se puso después, prescribía en abundancia inyecciones de hormonas. Todo sin efecto. Actualmente el paciente se hace tratar con regularidad de un curandero que tiene fama en la provincia. El paciente tiene un trastorno locomotriz que recuerda los graves casos de distrofia muscular de Erb; no es capaz de andar si no es mediante la ayuda de dos muletas. Pero el resultado del examen neurológico es negativo. Presento al paciente en la clase y le prometo que se le inyectará «un suero» que —como pueden atestiguar los oyentes— ha presentado en otros muchos casos un efecto asombroso. A continuación se le inyectan lentamente 5 centímetros cúbicos de Pentotal sódico (dosificación suave), preguntándosele constantemente por sus sensaciones subjetivas. Dice que ahora experimenta como un vacío en la cabeza, lo que aprovechamos en el acto para explicarle que ese vacío en la cabeza se debe a que en ese momento toda la «fuerza nerviosa» está bajando desde el cerebro a las piernas y que muy pronto va a sentir cómo la «fuerza vital» se «concentra» en ellas. —¿No lo siente ya?— «Sí, pero por el momento sólo en los muslos.» A los pocos minutos —que empleo en sugestiones habladas adecuadas, todas indirectas, «larvadas»— dice el paciente que la «fuerza nerviosa» ha llegado, por fin, a las partes distales de las extremidades inferiores. Se le incorpora y se le indica que se levante y que ande coram auditorio por la sala, asegurándole que lo conseguirá sin dificultad... Y, en efecto, se consigue: sin muletas y después de algunas vacilaciones momentáneas y de alentarle con sugestiones, logra, sin apoyo alguno, andar completamente normal y acude radiante de alegría a abrazar a su mujer, que había venido a acompañarle. Se despide de nosotros y da las gracias por la «cura milagrosa» al colega que le había puesto la inyección... Una última palabra sobre la terapéutica de las neurosis iatrógenas: ésta ha de procurar explicar al paciente lo que antes destacábamos: qué papel desempeña la angustia de expectativa en la patogenia y qué importancia tiene la autoobservación forzada que, como tal, es capaz de interferir todas las funciones de regulación automática. El solo hecho de dirigir la atención hacia ellas, o sea, la autoobservación forzada, ya es capaz de por sí de hacer conscientes ciertas sensaciones subliminales. Toda aclaración en este sentido tendrá un máximo efecto terapéutico mientras no dejemos de explicar al paciente que el mecanismo de la angustia de expectativa, al que se deben sus molestias iatrógeno-neuróticas, y que es lo propiamente patógeno, es algo que 129 podemos explicar como absolutamente humano y que de por sí no tiene por qué tomarse como patológico. Entonces no seguirá dándose por estigmatizado y a todos sus temores iatrógenos se les priva de fundamento. 130 Capítulo 7 NEUROSIS PSICÓGENAS La psicogénesis de las neurosis auténticas no significa ni mucho menos, como con frecuencia se cree, que la neurosis en cuestión se deba a un trauma o conflicto psíquicos. No creo que todo ello pueda ser jamás la última y verdadera causa de la enfermedad. El que un trauma anímico, o sea una experiencia grave, tenga sobre un individuo un efecto traumatizante y a la larga perjudicial no depende de la vivencia que tuvo que experimentar sino del sujeto mismoy de toda la estructura de su carácter. Ya el fundador de la psicología individual, Alfred Adler, solía decir: El hombre es el que «hace» las experiencias, para significar con esto que del hombre depende el dejarse influir, y de qué manera, por el medio ambiente. No todo conflicto tiene que ser por fuerza patógeno y conducir a una enfermedad psíquica; por eso, es necesario comprobar primero que un conflicto descubierto es realmente patógeno, ¡pues sólo entonces la respectiva enfermedad es psicógena! Así, por ejemplo, se hospitalizó en nuestra sección a una paciente a la que, durante varios meses, se había examinado y tratado en otra parte mediante narcoanálisis, llegándose a la conclusión de que era una enfermedad psicógena debida a un conflicto matrimonial, del que se afirmó, para remate, que no tenía solución. En realidad, no se trataba, como pronto pudimos comprobar, de ninguna enfermedad psicógena, sino simplemente de una enfermedad funcional que calificamos de pseudoneurosis. En efecto, tras unas pocas inyecciones de dihidroergotamina, la paciente se vio completamente sin molestias, y después de este restablecimiento de su salud, pudo hacer frente también a su conflicto matrimonial. No cabe duda de que el conflicto existió realmente, pero no fue precisamente patógeno y, por lo tanto, la enfermedad de nuestra paciente tampoco fue psicógena. Si todo conflicto matrimonial fuera de por sí patógeno, quizás un 90 por ciento de los casados tendrían que ser neuróticos. El solo hecho de su ubicuidad desmiente la patogénesis de la mayoría de los conflictos. Kloos opina, por lo que respecta a los traumas psíquicos, que «con un poco de sutileza y arte de interpretación puede comprobarse que éstos existen en cualquier vida humana». Yo creo que para esto no hace falta siquiera mucha sutileza. Para llegar al propio convencimiento de mi afirmación respecto a esto, hice un muestreo: encomendé a 131 mi colaboradora Lotte Bodendorfer examinar a los 10 últimos casos de nuestro consultorio psicoterapéutico de ambulatorio en cuanto a los conflictos, problemas y traumas psíquicos que pudiera apreciarse en ellos por la anamnesis. He aquí el resultado: 20. Estos 20 conflictos fueron clasificados por categorías y comparados con una muestra de otros 10 casos psíquicamente sin interés de nuestro servicio neurológico, a los cuales se examinó y exploró de la misma manera, indagando, en estos somáticamente enfermos, los conflictos, problemas y traumas análogos. El resultado fue de 51. Es decir, los neuróticamente no enfermos habían experimentado incluso más traumas psíquicos, etc., que los enfermos, pero habían podido «asimilarlos», por servirme de una expresión de Speer. No es sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta que ya sus enfermedades somáticas acarreaban de por sí necesariamente una multitud de problemas. De modo que vivencias de la misma naturaleza y de la misma gravedad a un grupo les había perjudicado anímicamente y al otro, no; luego no puede depender de la experiencia, o del medio ambiente, sino del mismo sujeto y de su actitud frente a lo que tuvo que experimentar. No tendría sentido, por lo tanto, pretender practicar una profilaxis de neurosis, o sea, querer preservar a los hombres de esta enfermedad anímica, evitándoles todo conflicto y removiendo cualquier dificultad. Por el contrario, más indicado sería empezar por robustecer a tiempo al hombre anímicamente. Sería un error sobrestimar la influencia patógena de la carga anímica por problemas, puesto que es cosa probada por la misma experiencia que los tiempos de crisis y de miseria van acompañados, por lo general, de una disminución de las enfermedades neuróticas, e incluso en la vida del individuo se manifiesta constantemente que la carga repercute de un modo más bien favorable en la salud anímica. Suelo compararlo siempre con el hecho de poder apoyar y consolidar una bóveda, que amenaza derrumbarse, poniendo cargas sobre ella. Y a la inversa, es manifiesto también que precisamente situaciones de descarga, es decir, de liberación de una presión anímica larga e intensa pueden ofrecer cierto peligro desde el punto de vista de la higiene anímica. ¡Téngase presentes situaciones tales como la libertad después del cautiverio! Muchos hombres no experimentaron su verdadera crisis anímica hasta entonces, esto es, hasta después de la libertad, mientras que durante el cautiverio, precisamente por hallarse bajo esta presión exterior e interior, fueron capaces de estar a la altura de lo que se les obligaba a hacer: dar su máximo rendimiento en lo psíquico y en lo moral. Pero tan pronto como desaparece la presión y sobre todo si esto ocurre de repente, como en el caso de la libertad después del cautiverio, entonces esta súbita desaparición de la presión pone al hombre en peligro. Esto recuerda, en cierto sentido, la llamada enfermedad de descompresión, consistente en que si a un buzo se le saca de la profundidad a la superficie con demasiada rapidez, por la súbita disminución de la presión atmosférica que ello implica, puede enfermar con peligro para la vida. 132 Nosotros mismos[53], y luego Walter Schulte[54], Manfred Pflanz y Thure v. Uexküll[55], hemos comprobado que la «descarga» brusca puede llegar a ser tan patógena por lo menos como la carga, o el estrés[56]. Más que la «carga» anímica influye la tara hereditaria en la etiología de las enfermedades neuróticas; y la misma escuela de Kretschmer no se cansa, con razón, de subrayar que todos los complejos, de los que tanto se habla en otros lugares, pueden desplegar su patogenicidad sólo en un terreno constitucional adecuado. Ernst Kretschmer indica con razón que es la constitución la que decide si un complejo ha de ser patógeno o no y que incluso ella misma «se crea con frecuencia sus conflictos» debido también a la «influencia potenciadora de las interacciones constitucionales dentro de la familia», como Wolfgang Kretschmer pudo comprobar. Según Kurt Schneider, las neurosis brotan siempre en personalidades psicopáticas. En una palabra: vemos que ni siquiera las neurosis auténticas, es decir, las psicógenas, son completamente psicógenas. Sirva todo ello, también por lo que respecta a esta clase de enfermedades (que no son ni psicosomáticas, ni funcionales, ni reactivas, sino) neuróticas en el más estricto sentido de la palabra —esto es, psicógenas—, para que no se tome demasiado al pie de la letra esta psicogénesis. Esta reserva respecto a la etiología no tiene por qué ser un obstáculo e inconveniente, puesto que no nos dejamos arrastrar a sacar de ella consecuencia alguna fatalista. Juzgamos, más bien, que una especie de ortopedia psíquica es perfectamente posible. Pues aun cuando tengamos que admitir incluso en las enfermedades «psicógenas» —y, en este mismo sentido, las neurosis— una base psicopático- constitucional, no quiere decir ni mucho menos que no haya campo de acción para nuestra intervención psicoterapéutica. Más aún, precisamente cuando ponemos ante el paciente como tal, como fatídico, el núcleo fatídico de una constitución psicopática —por ejemplo, de la psicopatía anancástica— y se lo hacemos valer, es cuando podremos corregir esa falsa actitud frente a ese destino y conseguir ya con esto un mayor éxito terapéutico reduciendo la dolencia a un mínimo irremisible. Ya sabemos que el paciente, en su estéril luchar contra los síntomas neurótico-obsesivos, no consigue sino hacerlos más penosos todavía, si es que incluso no los establece. La base psicopático-constitucional de las neurosis es, por lo tanto, perfectamente compensable (pedagógica y terapéuticamente). Y es que la neurosis no es quizás otra cosa que un «fenómeno de descompensación», la descompensación de una «constitución insuficiente» (Ernst Kretschmer). Puede interesar, dado el caso, proporcionar al enfermo por medio de la logoterapia aquel apoyo espiritual especialmente firme que el hombre sano y corriente apenas si necesita, mientras que al hombre inseguro psíquicamente le es absolutamente necesario para la compensaciónde esta inseguridad suya. Todo psicópata ha de encontrarse alguna vez durante la vida en la encrucijada de esta decisión entre la 133 predisposición desnuda por una parte, y por la otra, la plasmación de la misma para formar una verdadera psicopatía. Antes de esta decisión no había que calificarlo, en realidad, como psicópata. Aquello de lo que puede surgir su psicopatía, pero que no es necesario que surja por fuerza, podríamos llamarlo, en contraposición a la psicopatía, «psicolabilidad». Después de esta reserva con respecto a la etiología, después de esta reservatio mentalis para con la psicogénesis de las neurosis psicógenas, o sea, neurosis en el más estricto sentido de la palabra, volvemos sobre la casuística: María, actriz cinematográfica, sufre un tic que depende de una situación concreta: cada vez que van a fotografiarla, echa involuntariamente la cabeza para atrás, o sea, que se mueve aunque no debe, se obstina contra algo moviéndose; en efecto, su tic representa —en el sentido de la «representación simbólica» (E. Straus)— un gesto de obstinación. ¿Contra qué se rebela? Un narcoanálisis al efecto no da resultado, pero al día siguiente, en la consulta, la paciente se acuerda —sin narcoanálisis— de que el tic apareció por primera vez cuando al posar se hallaba presente un colega con el que la noche anterior había sido infiel a su marido. Mejor dicho, recuerda que la primera vez que el tic apareció fue, en realidad, cuando al fotografiarla, su madre se hallaba frente a ella; he aquí el resultado de una anamnesis más detallada: «El padre decía: “María, ven aquí y siéntate en mis rodillas.” Y la madre: “Quédate sentada donde estás.” El padre decía: “¡Levántate y dame un beso!” Y la madre: “No, se queda donde está.” Quédate donde estás y ven aquí, por ambas partes... así ha sido toda mi vida. Ya desde niña lo hacía yo así, en el colegio y en casa, o daba patadas en el suelo.» Es de suponer que si la paciente hubiera sido modelo en vez de actriz y hubiera tenido que exhibir medias de nylon, su tic hubiera consistido en dar patadas. He aquí el resultado sintético del análisis: el fotógrafo, a cuyo lado se había puesto la madre, representa a la madre en el sentido de la imago materna, mientras que el actor de cine, que en tanto que ella posaba estaba junto a la paciente, en esta oposición a la madre o imago materna, reemplaza al padre, siendo él por lo tanto una imago paterna. En efecto, la paciente afirma espontáneamente que el colega le recordaba a su padre. El hecho de que el fotógrafo represente a la madre o por lo menos a a quella autoridad que prohíbe ponerse sobre las rodillas del padre o de quien va a hacer de imago paterna, explica también que, cuando el fotógrafo se pone a actuar, ella reaccione con el tic, como sucedió por primera vez en el momento exactamente en que el actor (imago paterna) estaba junto a ella, constelándose así el campo de fuerzas entre los dos polos de la imago materna y la imago paterna. Esta constelación es patógena porque la materia actual de conflicto coincide con un tema infantil de conflicto. Preguntada sobre el marido, declara que la tiraniza terriblemente. El yugo que el tic parece sacudir es, por tanto, el matrimonio. Pero, aun en este caso, influye en ello la angustia de expectativa, ya que la paciente confiesa no sólo haber 134 esperado, sino incluso temido cada vez más la repetición del tic desde que apareció. La terapéutica procuraba sustituir la descarga del rencor, del resentimiento, etc., en forma del tic, mediante una relajación, por una combinación terapéutica parecida a la del pensar cinematográficamente y la logoterapia, propuesta por Betz, que la denominó «logoterapia en símbolos». En este sentido indicamos a la paciente, dentro de un margen de ejercicios de relajación, que sustituyera su protesta inconsciente por una determinación consciente, que habría de ser tomada apoyándose en su responsabilidad sobre el hijo y ante el hijo, que le «importaba más que todo» y que a partir de este momento debería estar desde luego por encima de todo. Es natural que nos sirviéramos en estos ejercicios de relajación también de las normas que se señalaron para el tratamiento de los tics en la Psycho therapie in der Praxis[57]. Nos servimos también de la interpretación clásica de los sueños basándonos en el método de las libres asociaciones que Freud introdujo en la ciencia; pero nosotros lo aplicamos para elevar a la conciencia y a la responsabilidad no solamente la instintividad inconsciente, sino también la espiritualidad inconsciente. En los sueños, producciones auténticas del inconsciente, entran no sólo elementos del inconsciente instintivo, sino también elementos del inconsciente espiritual. Y si nosotros para comprenderlos nos servimos del mismo método con el que Freud indagó tan sólo el inconsciente instintivo, los que buscamos por el mismo camino otro fin distinto —o sea, la revelación del inconsciente espiritual— podemos decir frente al psicoanálisis: marchamos juntos, pero luchamos por separado. También por lo que respecta a los hechos empíricos del inconsciente espiritual nos dejamos guiar, ahora como antes, por la gran virtud del psico análisis: la objetividad; pero exigimos tal objetividad no sólo por parte del analizando, sino también por parte del analista, es decir, exigimos una sinceridad absoluta no sólo del objeto a investigar (por ejemplo, en cuanto a las ocurren cias producidas), sino que también del sujeto investigador solicitamos aquella imparcialidad absoluta que no le haga cerrar los ojos al hecho de la espiritualidad inconsciente. El psicoanálisis vio correctamente que hay conflictos entre diversos impulsos que hay en el hombre. Hasta qué punto se manifiestan conflictos de impulsos dentro de lo que Freud denomina «la psicopatología de la vida cotidiana» lo muestra la doctrina de la interpretabilidad de los actos fallidos, doctrina que fue inaugurada por el psicoanálisis. Casuística: 1. Un colega que habla de manicomios, de los que en cierta ocasión se hablaba mal en relación con la eutanasia, dice: «Allí se mata (werden umgebracht), digo se aloja (werden untergebracht), a los pacientes de una forma más humana que en el sanatorio...» 2. Un colega aboga por la anticoncepción (Empfängnisverhütung, «prevención de la concepción»), y se le traba la lengua repetidas veces diciendo Verhängnisverhütung («prevención de la fatalidad»). 135 3. Un colega aboga por la celebración de una consulta nacional contra la interrupción del embarazo en la forma en que lo permite la actual legislación, y se le traba la lengua diciendo: «Si ni siquiera esto moviese a los diputados del Parlamento a cambiar de actitud, nosotros mismos nos pondremos al frente de un “parto nacional” (en alemán, “parto nacional” —Volksgebären— y “consulta nacional” —Volkshegehren— están fonéticamente muy próximos)» (comunicación personal del doctor Konrad Schima, catedrático de criminología). El caso de María se interpretó psicoanalíticamente, por cuanto se enjuició causalmente; en la interpretación de los casos siguientes, puede procederse dando una interpretación combinada que sea causal y final, es decir, puede enjuiciarse también desde el punto de vista de la psicología individual. Leo H. (Policlínica neurológica, amb.) sostiene que es homosexual, pero en verdad es sólo bisexual. Causalidad: a la edad de siete años un criado le sedujo abusando de él homosexualmente; llegado a los diecisiete se enamora de una muchacha que le excita sexualmente, o sea, que se comporta, sexualmente, con normalidad, aunque tiene eiaculatio praecox. Más tarde tiene una reacción y sueña en voz alta homosexualmente, por ejemplo, en sueños de polución. Finalidad: cuando le preguntamos a bocajarro si tiene miedo al matrimonio o si se le obliga a ello, contesta: «Sí, quieren que me case con una que conviene a mi madre y sirve para la finca, en cambio yo no puedo casarme con la que me conviene a mí.» Rosa S. (Policlínica neurológica, amb. 619/1951): Hace tres años sufrió un colapso lapaciente (actualmente su tensión arterial es de 110) y tuvo palpitaciones; se queja de dolores de cabeza, parestesias y una sensación como si el corazón se le fuera a paralizar; hasta aquí el cuadro es cardiovascular y angioneurótico o vasovegetativo, asociándose al componente vegetativo un componente endocrino; lleva dos años con el climaterio; los dos componentes constituyen la vertiente funcional de la neurosis de angustia que sufre la paciente, y cuya vertiente reactiva radica en su angustia de expectativa (por la que teme «volverse a desplomar»), es decir, en una colapsofobia por la que reacciona ante la angustia primaria, la cual se condensa alrededor del colapso, como «núcleo de condensación», en una angustia secundaria que, en realidad ya no es angustia, sino más bien temor; en vista de la fobia, su marido, con el que hasta entonces había tenido conflictos, cambió su modo de vivir y «se volvió el hombre más bueno del mundo»; en esto radica la tercera vertiente del caso, la psicógena, en el sentido de un «motivo secundario de enfermedad» (Freud), que es secundario en cuanto que no hace otra cosa que fijar unos sucesos morbosos primarios, mientras que un arrangement (Adler) sería patógeno en sentido primario[58]. Si se imagina la zona de la fenomenología de las neuro sis psicógenas circunscrita en forma elíptica, la angustia y la obse sión representan, como quien dice, los dos focos de 136 la elipse, Son, por así decirlo, como dos fenómenos clínicos primarios. Y esto no por casualidad, puesto que a la angustia y a la obsesión corresponden las dos posibilidades fundamentales del existir humano, que son la «angustia» y la «culpa» (sabemos que el sentimiento de culpabilidad representa un papel muy importante en la psicología de la neurosis obsesiva). Pero las condiciones ontológicas para estas dos posibilidades —o sea, los elementos de los que surgen la angustia y la culpa— son la libertad y la responsabilidad del hombre: sólo un ser que es libre puede tener angustia (Kierkegaard: «La angustia es el vértigo de la libertad») y sólo un ser que es responsable puede llegar a ser culpable. De aquí se desprende que un ser que ha recibido la gracia de ser libre y responsable está condenado a llegar a sentir angustia y hacerse culpable[59]. Huelga decir que la angustia y la culpa también tienen importan cia en las psicosis. Ahora bien, si hoy día predominan —por ejemplo, en los casos de depresión endógena— sentimientos de angustia en contraposición a los sentimientos de culpabilidad de antaño (véase p. 84), podemos decir: una generación que no hizo lo que debía haber hecho, tenía culpa. Una generación que no sabe lo que debe hacer, tiene angustia. 137 Capítulo 8 NEUROSIS NOÓGENAS Hemos hablado repetidas veces de una terapéutica simultánea somatopsíquica que podría llamarse, si se quiere, terapéutica bidimensional en virtud de una etiología somatopsíquica, o sea, bidimensional. Por último quisiéramos señalar la necesidad que hay de seguir al existir humano y, por lo tanto, de seguir también al hombre enfermo adentrándose —más allá de las dos dimen siones de lo somático y de lo psíquico— en una tercera dimen sión, la de lo espiritual; pues aparte lo somático y lo psíquico, lo espiritual es una dimensión propia; pero no sólo esto: es incluso la genuina dimensión del existir humano, cosa que el psicologismo no quiere reconocer (mientras que el espiritualismo incurre en el error de tomar la dimensión espiritual como la única de la existencia humana). También en esta dimensión pueden arraigar las neurosis —nos referimos en este caso a neurosis noógenas (surgidas de lo espiritual)—; pues también un hombre que está bajo la tensión de un conflicto moral de conciencia o bajo la presión de un problema espiritual, es decir, también el que se encuentra en una crisis existencial, puede enfermar de una neurosis. Existen crisis existenciales de maduración que transcurren bajo el cuadro clínico de una neurosis, pero sin ser una neurosis en el sentido estricto de la palabra, esto es, en el sentido de una enfermedad psicógena. No es difícil comprender que un individuo que está bajo la presión de un problema espiritual o en la tensión de un conflicto moral presente una clara sintomatología vegetativa igual que cualquier neurótico en el sentido trivial de la palabra. Es importante llamar la atención acerca de todo esto y sobre el peligro de una falsa interpretación, tanto más cuanto que vivimos en un tiempo en que acuden al psiquiatra cada vez más pacientes que vienen no con síntomas psíquicos, sino más bien con problemas humanos. Mientras que, en contra de una opinión muy extendida, el número de las enfermedades neuróticas no ha aumentado, al menos en los últimos decenios (Johannes Hirschmann), se registra en cambio un aumento en la «necesidad de un tratamiento de íntima comprensión y compenetración psicológicas» (W.G. Eliasberg). Mas no creemos equivocarnos si suponemos que tras esta «necesidad psicoterapéutica», como vamos a llamarla, está la necesidad metafísica, es decir, la necesidad del hombre de pedirse a sí 138 mismo cuentas sobre el sentido de su existencia. En efecto, Charlotte Bühler confirma que, dentro del margen de la psicoterapia, «el problema del valor y sentido de la vida puede ser muy importante». Antes, estos hombre iban a ver al sacerdote. Vivimos en un siglo secularizado. Pero ya en el siglo pasado Kierkegaard se atrevió a afirmar: «Los sacerdotes han dejado de ser pastores de almas; en cambio los médicos han llegado a serlo.» No es que compartamos la opinión de Sigmund Freud, que dice: «el alejamiento de la religión se está realizando con la inflexibilidad fatal de un proceso de crecimiento», pero lo que V.E. Gebsattel llama «emigración de la humanidad occidental del sacerdote al psiquiatra» es un hecho que el pastor de almas no debe desconocer y es una exigencia a la que el psiquiatra no se debe negar, puesto que la situación le fuerza a realizar una cura médica de almas. De esta exigencia el médico religioso puede eximirse menos que ningún otro. Precisamente él se abstendrá de una farisaica alegría maliciosa si el paciente no encuentra apoyo en el sacerdote. Y farisaico sería si, ante el sufrimiento de un incrédulo, se alegrase maliciosamente diciéndose: si fuera creyente encontraría refugio en un sacerdote. Si alguien no sabe nadar y se está ahogando, tampoco decimos que debiera haber aprendido a nadar, sino que acudimos en su auxilio aunque no seamos profesores de natación. El médico que realiza cura médica de almas se encuentra en una situación violenta. En efecto, «lo quiera o no en una necesidad de la vida al margen de la enfermedad, hoy día le está impuesto al médico muchas veces dar consejos en lugar del sacerdote» y «no podemos hacer cambiar el hecho de que los hombres, en caso de una necesidad vital, en su mayor parte no busquen hoy día al sacerdote, sino al consejero con experiencia de vida en la persona del médico» (H.J. Weitbrecht). «Son los pacientes quienes nos ponen en el compromiso de hacernos cargo de las tareas de la cura de almas en la psicoterapia» (Gustav Bally), y ha sido «nuestra época» la que «ha puesto al médico en la situación de cumplir, en proporciones cada vez mayores, tareas que anteriormente eran propias del sacerdote y del filósofo» (Karl Jaspers). También Alphons Maeder dice que «este viraje ha sido impuesto por la situación misma», y «con harta frecuencia la psicoterapia no puede menos de desembocar en una cura de almas» (W. Schulte). Ante la «emigración de la humanidad occidental del sacerdote al psiquiatra», éste corre el riesgo de errar el diagnóstico diferencial entre lo propiamente enfermo —por ejemplo, una neurosis— y lo simplemente humano —por ejemplo, una crisis existencial —. Así, el médico puede llegar al diagnóstico erróneo de una enfermedad anímica donde existe algo esen cialmente distinto, esto es, una crisis espiritual; en otras palabras: donde en lugar de la psicogénesis encontramos una noogénesis. No se descarta tampoco queuna psicoterapia que desatienda la problemática 139 específicamente humana y que la saque del ámbito humano para proyectarla al plano subhumano, no sólo no pueda poner remedio a la frustración existencial, sino que contribuya a la represión de la misma y, con ello, al origen de una neurosis noógena. Parece que a Zev W. Wanderer, del Center for Behavior Therapy (Beverly Hills, California), no le preocupaban demasiado tales objeciones, al aplicar a un caso de existential depression la técnica del thoughtstopping, propia de la terapéutica de la conducta («J. Behav. Ther. and Exp. Psychiat.» 3, III [1972]). Ahora bien, no sólo una terapéutica de la conducta sino también un tratamiento psicoanalítico puede desatender la problemática específicamente humana, y tal cosa le puede ocurrir no sólo al paciente sino también al terapeuta. Así lo vemos por el expediente siguiente: «Desde 1973 trabajo como psicólogo adjunto, contratado por dos psiquiatras de San Diego. Durante mis sesiones de supervisión, estuve a menudo en desacuerdo con la teoría psicoanalítica que mis empleadores trataban de enseñarme. Sin embargo, como ellos procedían de manera muy autoritaria, yo tenía miedo de expresar mis opiniones en contra. Tenía miedo de perder mi puesto de trabajo. Por eso, silencié en alto grado mis opiniones. Después de varios meses de imponerme a mí mismo este silencio, comencé a sentirme angustiado en mis sesiones de supervisión. Comencé a admitir la ayuda terapéutica de algunos amigos míos. Sin embargo, lo único que logramos fue que empeorase el problema de la angustia, porque lo único que hacíamos era enfocar el problema de manera en cierto modo psicoanalítica. Tratábamos de descubrir los traumas tempranos que había en mí y que originaban mi angustia de trasferencia con respecto a mis supervisores. Estudiábamos mis relaciones tempranas con mi padre, etc., pero sin ningún provecho. Y, así, me iba sintiendo cada vez más en estado de hiperreflexión, y mi situación se iba agravando. Mi angustia llegó a subir a tal nivel, en mis sesiones de supervisión, que tuve que notificársela a los psiquiatras, a fin de explicar mi conducta. Ellos me recomendaron que viera a un psicoterapeuta de orientación psicoanalista, a fin de recibir de él una terapéutica personal que sacara a luz el sentido oculto de esa angustia. No siendo yo capaz de permitirme esa asistencia profesional, mis amigos y yo intensificamos nuestros esfuerzos por descubrir el significado profundamente oculto de mi angustia; y fui empeorando. Padecía a menudo ataques extremos de angustia. Mi recuperación comenzó cuando, el día 8 de enero de 1974, asistí a la clase que daba el doctor Frankl sobre “el hombre y su búsqueda de sentido”. Oí al doctor Frankl hablar de las dificultades que se encuentran, cuando alguien trata de descubrir psicoanalíticamente una respuesta auténtica. Durante esa clase que duró cuatro horas, comencé a ver cómo la terapéutica a la que había estado sometido, había aumentado mi problema: casi una neurosis iatrógena. Comencé a ver que el imponerme silencio a mí mismo, durante las sesiones de supervi sión, era lo que había originado mi angustia. Mi desacuerdo con los psiquiatras y el temor que yo sentía de expresar mi 140 desacuerdo habían originado esa reacción mía. Terminé rápidamente la terapéutica, y me sentí mejor al hacerlo. Sin embargo, el verdadero cambio se produjo durante mi próxima sesión de supervisión. En esa sesión comencé a expresar mis opiniones y desacuerdos con los psiquiatras, siempre que realmente me sentía en desacuerdo. No experimentaba ningún temor de perder mi puesto de trabajo, porque la paz de mi espíritu se había convertido en algo mucho más importante que mi puesto de trabajo. En cuanto comencé a expresar mis opiniones durante esa sesión, sentí inmediatamente que mi angustia comenzaba a disminuir en un 90 %.» Por cuanto las neurosis noógenas como tales son neurosis que, como hemos dicho, han surgido «de lo espiritual», es obvio que requieran también una psicoterapia que parta «de lo espiritual». Pues bien, como esa clase de psicoterapia se entiende a sí misma la logoterapia. 141 Capítulo 9 NEUROSIS COLECTIVAS En una carta dirigida a H. Blüher en el año 1923, Sigmund Freud habla de «estos tiempos salidos de quicio». Pero también hoy se sigue hablando mucho de una enfermedad de la época, de una enfermedad del «espíritu de la época», de una patología del «espíritu de la época». Tal enfermedad de los tiempos, ¿será lo mismo que toda psicoterapia se empeña en curar? ¿Será lo mismo que la neurosis? ¿Padecerán de nerviosidad los tiempos? De hecho hay una obra, escrita por F.C. Weinke, que lleva por título: Der nervöse Zustand, das Siechthum unserer Zeit (El estado de nerviosismo, epidemia de nuestro tiempo). La obra se publicó en Viena. Y fue editada por J.G. Heubner en el año 53, ¡pero no en 1953, sino en 1853! Siechtum («epidemia») se escribía entonces todavía con «h» (Siechthum). Vemos, pues, que la neurosis no es demasiado contemporánea. Johannes Hirschmann pudo probar que las neurosis no han aumentado sino que, por lo que respecta a su frecuencia, han permanecido igual durante decenios, y que, entre las neurosis, las de angustia han llegado incluso a disminuir. Tan sólo ha cambiado el cuadro clínico de las neurosis; únicamente la sintomatología se ha hecho distinta. Y, en cuanto eso es así, la angustia ha retrocedido más bien. Pero no sólo la angustia neurótica no ha aumentado, sino que tampoco lo ha hecho la angustia en general. Freyhan ha señalado que tiempos anteriores —por ejemplo las épocas de la esclavitud, de las guerras de religión, de la caza de brujas, de la invasión de los bárbaros o de las grandes epidemias—, todos «esos buenos tiempos de antaño», no estaban más libres de angustias que nuestro propio tiempo. Más aún, suponemos que los siglos anteriores tuvieron incluso mucha más angustia, y también mucha mayor razón para la angustia que nuestro siglo. Parece que no es demasiado convincente llegar a afirmar que nuestra época sea «the age of anxiety» («la época de la angustia»). Por tanto, no se puede decir en absoluto que en nuestros días haya aumentado la frecuencia de las enfermedades neuróticas; lo único que ha aumentado es quizás otra cosa: la necesidad psicoterapéutica, es decir, la necesidad que sienten las masas, en medio de sus crisis espirituales, de dirigirse al psiquiatra. Es sabido que el porcentaje de las psicosis endógenas permanece el mismo. Lo que 142 está sujeto a oscilaciones es única y exclusivamente el número de personas que son admitidas en centros de salud. Esto tiene también sus buenas razones. Si, por ejemplo, en el Hospital Vienes de Steinhof, con sus 5000 ingresos en el año 1931, se alcanzó la cifra máxima (en más de 40 años), y en cambio en el año 1942 con sus 2000 ingresos se alcanzó ocasionalmente la cifra más baja, ello tiene facilísima explicación: en los años treinta, en la época de la crisis económica mundial, los pacientes se quedaban el mayor tiempo posible en el hospital, a instancia de sus parientes, por razones económicas muy comprensibles. Y hasta los pacientes se sentían felices a menudo de tener en el hospital un techo que los cobijase y comida caliente que llevarse a la boca. Otra cosa ocurría a principio de los años cuarenta: Por el temor, igualmente comprensible y fundado, de ser objeto de la eutanasia, los enfermos querían volver a casa lo antes posible o que les dieran el alta lo antes posible, o al menos no querían ser tratados en los hospitales en régimen de internado. No sólo ha cambiado el cuadro clínico de las neurosis, y no sólo se ha hecho distinta su sintomatología, sino que vemos también algo parecido con respecto a las psicosis (Heinrich Kranz). Así, por ejemplo, se ha visto que las personas enfermas de depresión endógena, sufren hoy día más raras veces por sentirse culpables; lo que ocupa el primer plano es la preocupación por el puesto de trabajo y la capacidad para desempeñarlo: Tales son hoy día los temas de la actual depresiónendógena (A. v. Orelli) —suponemos que únicamente porque ésos son los objetivos del promedio de las personas hoy día—. Por lo que respecta a la etiología de la enfermedad de la época, se afirma que el ritmo acelerado a que se vive en nuestros días pone al hombre tan enfermo. Y, así, comenta el sociólogo Hendrik de Man: «El ritmo a que se vive no se puede acelerar impunemente por encima de ciertos límites.» Ahora bien, que el hombre no sea capaz de soportar la aceleración —por ejemplo, de su desplazamiento mecánico— y que, por tanto, el hombre no esté a la altura del progreso técnico, eso no es una profecía nueva, pero sí una profecía equivocada. Cuando el siglo pasado comenzaron a funcionar los primeros ferrocarriles, los talentos de la medicina dictaminaron que era imposible que el hombre pudiera soportar la aceleración asociada a los viajes en ferrocarril, sin ponerse enfermo por ello. Y hasta hace muy pocos años se abrigaban todavía dudas de que la salud del hombre soportara volar en aviones supersónicos. Ahora nos damos cuenta de cuánta razón tenía Dostoievski al definir en una ocasión al hombre como el ser que se acomoda a todo. Por tanto, no hay que pensar en absoluto que el ritmo a que se vive actualmente sea la causa de la enfermedad de la época, ni que sea causa de ninguna enfermedad. Me atrevería incluso a afirmar: el ritmo acelerado de la vida actual representa, más bien, un intento de autocuración, aunque sea un intento fallido de autocuración. De hecho, el ritmo tremendamente acelerado de la vida moderna se puede entender sin más, si lo consideramos como un intento del hombre por narcotizarse a sí mismo: el 143 hombre huye del vacío y desolación que siente en su interior. Y, con esta huida, se precipita en el ajetreo. Janet, en las personas neuróticas designadas por él como psicasténicas, describió lo que él da en llamar sentiment de vide («sentimiento de vacío»). Se refiere con ello a un sentimiento de falta de contenido y de vacío. Ahora bien, ese sentimiento de vacío existe también en sentido figurado. Me refiero al sentimiento de vacío existencial, al sentimiento de que la propia existencia carece de meta y de contenido. El hombre actual experimenta muchas veces lo que pudiera expresarse variando unas cuantas palabras del Egmont de Goethe: «Apenas sabe el hombre de dónde vino, y mucho menos aún sabe a dónde va», que nosotros variaríamos así: «Cuanto menos conoce el hombre la meta de su camino, tanto más acelera el ritmo con que recorre ese camino.» Al sentimiento de vacío existencial, al sentimiento de que la propia existencia carece de meta y de contenido, lo hemos denominado frustración existencial, insatisfacción de la voluntad de sentido. Esa voluntad de sentido la hemos contrapuesto a la voluntad de poder, la cual pone tan de relieve, no sin razón, la psicología individual de Adler, plasmándola como afán de darse a valer. La voluntad de sentido la hemos contrapuesto también a una segunda cosa, a saber, a la voluntad de placer, de cuya fuerza dominante —en forma del principio de placer— está tan convencido el psicoanálisis de Freud. Y vemos precisamente cómo, siempre que la voluntad de sentido queda insatisfecha, la voluntad de placer sirve para aturdir y narcotizar la insatisfacción existencial del hombre, por lo menos para que éste no tenga conciencia de ella. Para decirlo con otras palabras: La voluntad de placer no aparece en escena sino cuando el hombre se siente vacío en lo que respecta a su voluntad de sentido. Tan sólo dentro de un vacío existencial prolifera la libido sexual. La decepción que sufre el hombre en su lucha por el sentido de su existencia, esa decepción existencial, se compensa vicariamente con un aturdimiento y narcotización sexual. El vacío existencial puede no sólo hacerse manifiesto sino también permanecer latente. Vivimos en una época de creciente automatización, y ésta lleva también consigo un aumento de la disponibilidad de tiempo libre. Pero no existe sólo un tiempo libre de algo, sino también un tiempo libre para algo; sin embargo, el hombre frustrado existencialmente no conoce nada con que llenar ese tiempo libre; no sabe de nada con que llenar su vacío existencial[60]. Schopenhauer pensó que la humanidad oscilaba como un péndulo entre la miseria y el aburrimiento. Ahora bien, hoy día el aburrimiento nos da mucho más que hacer que la miseria, incluso a los neurólogos. El aburrimiento se ha convertido en causa de enfermedad psíquica de primer orden. Si nos preguntamos ahora cuáles son las principales formas clínicas en que se nos presenta el vacío existencial, habría que mencionar entre otras la llamada neurosis del domingo, es decir, la depresión que surge cuando cesa la actividad de la semana, y el 144 hombre, por no saber cuál es el sentido concreto de su existencia personal, adquiere plena conciencia del supuesto absurdo de su vida. Pero no sólo la cesación del trabajo durante el fin de semana sino también el atardecer de la vida plantea al hombre la pregunta acerca de cómo va él a llenar su tiempo: también el envejecimiento de la población confronta al hombre, arrancado a menudo bruscamente de su labor profesional, con su propio vacío existencial. Finalmente, además de la vejez, la juventud nos hace ver también muchas veces lo mucho que se siente frustrada la voluntad de sentido; porque «en los países con elevado nivel de vida, muchos jóvenes cometen sus delitos principalmente por aburrimiento, el cual va siendo un problema cada vez mayor de nuestro tiempo» (Wolf Middendorf). Ahora bien, el vacío existencial no se manifiesta necesariamente. Puede permanecer latente, larvado, enmascarado. Y conocemos diversas máscaras detrás de las cuales se esconde el vacío existencial; pensemos simplemente en la enfermedad de los «ejecutivos», que se lanzan a una actividad laboral en la que la voluntad de poder —por no hablar de su más primitiva y trivial expresión, la «voluntad de hacer dinero»— reprime y desplaza a la voluntad de sentido. La frustración existencial en general, y particularmente la llamada neurosis del domingo, puede terminar en suicidio, como fue capaz de demostrar H. Plügge, quien basándose en 50 intentos de suicidio pudo hacernos ver que tales intentos no se explicaban últimamente ni por enfermedad ni por apuros económicos ni por conflictos profesionales ni por conflictos de otra índole, sino —¡asombrosamente!— por una sola cosa: el aburrimiento. Podría tener razón también Karl Bednarik, cuando escribe en una ocasión: «Del problema de la miseria material de las masas ha nacido el problema del bienestar, el problema del ocio.» Pero, en relación especialmente con el problema de las neurosis, Paul Polak nos hizo ver ya, en el año 1947, que uno no puede entregarse a la ilusión engañosa de que, con la solución de los problemas sociales, iban a acabarse también espontáneamente las enfermedades neuróticas. Sucede precisamente todo lo contrario: una vez que se han resuelto los problemas sociales, hacen irrupción en la conciencia con tanta más fuerza los problemas existenciales y se hacen sentir allí por el hombre. «La solución del problema social no hace más que dejar el terreno libre para que surja la problemática espiritual y la moviliza realmente; el hombre queda libre entonces para ocuparse plenamente de sí mismo, y para conocer de veras lo problemático que hay en sí mismo, la verdadera problemática de su propia existencia.» Hemos definido la neurosis en sentido estricto como una enfermedad psicógena. Pero, además de esta neurosis en sentido estricto, conocemos también neurosis en sentido amplio, por ejemplo, las pseudoneurosis somatógenas, noógenas y sociógenas. Se trata, en todos estos casos, de neurosis en sentido clínico. Ahora bien, hay neurosis en sentido 145 metaclínico y neurosis en sentido paraclínico. Entre estas últimas se cuentan las neurosis colectivas. Son cuasi neurosis, neurosis en sentido figurado. Vimos que no se puede hablar de que hayan aumentado las neurosis en sentido clínico. Esto quiere decirque las neurosis clínicas no han aumentado hasta el punto de convertirse en neurosis colectivas. Pero en la medida en que estamos justificados para hablar de neurosis colectivas en sentido paraclínico, la neurosis colectiva de la actualidad se caracteriza, según nuestra experiencia, por cuatro síntomas: 1. Actitud provisional ante la existencia. El hombre de hoy está acostumbrado a vivir al día y para el día. 2. Postura fatalista ante la vida. El que adopta esa actitud provisional se dice a sí mismo que no es necesario actuar ni tomar el destino en sus propias manos. Pero el que adopta una postura fatalista se dice a sí mismo: eso no sería posible en absoluto. El hombre de hoy está obsesionado por la creencia supersticiosa en los más diversos poderes del destino. En todo caso, la encuesta realizada por el Instituto Gallup dio por resultado que únicamente el 45 % de las mujeres austríacas «no creen que el destino de su vida dependa de la posición de las estrellas». 3. Pensamiento colectivista. Si el hombre, en el sentido de esas dos actitudes existenciales —la actitud provisional y la actitud fatalista—, deja de captar la situación, veremos que en los dos otros síntomas de una patología del espíritu de la época, el hombre apenas es ya capaz de captar la persona, es decir, de captarse a sí mismo y a los demás en cuanto personas. El hombre de hoy querría desaparecer en medio de la masa; en realidad, el hombre desaparece en la masa, renuncia a sí para entregarse a ella, renuncia a sí como ser libre y responsable. 4. Fanatismo. El individuo que adopta una actitud colectivista hace caso omiso de su propia personalidad. Pero el fanático hace caso omiso de la personalidad del otro, de quien piensa de manera distinta. No le concede beligerancia; a él lo único que le importa es su propia opinión. Preguntémonos ahora hasta qué punto se hallan difundidos esos síntomas de neurosis colectiva. Con este motivo rogué a mis colaboradores que efectuasen un muestreo entre personas no neuróticas en el sentido estrictamente clínico de la palabra, formulán doles preguntas para una encuesta. La pregunta de la encuesta relativa al síntoma n. 1 —es decir, a la actitud provisional ante la existencia— decía así: «¿Opina usted que no hay nada que nos indique que hay que actuar y tomar en nuestras manos nuestro propio destino, si finalmente va a estallar la bomba atómica y todo va a carecer de sentido?» La pregunta de la encuesta relativa al síntoma n. 2 —es decir, relativa a la actitud fatalista ante la vida— decía así: «¿Cree usted que, en último término, el hombre no es más que un juguete de fuerzas y poderes externos e internos?» La pregunta de la encuesta relativa al pensamiento colectivista decía así: «¿Cree usted que lo más importante es no llamar la 146 atención en nada?» Y, finalmente, la pregunta capciosa dirigida al fanatismo decía: «¿Opina usted que un hombre que quiere lo mejor está justificado para emplear todos los medios que le parezcan útiles?» De hecho, no hay nada que caracterice tanto al fanático como, precisamente, la circunstancia de que, para él, todo no es más que un medio para conseguir el fin que se propone. Cree que el fin justifica los medios. Pero en realidad sucede lo contrario: hay medios que son capaces de profanar aun el fin más justificado y santo[61]. Mediante este test mis colaboradores pudieron comprobar que, entre todos los encuestados, uno solo estaba libre de los cuatro síntomas de la neurosis colectiva, mientras que nada menos que la mitad de las personas encuestadas mostraban, por lo menos, tres de los cuatro síntomas. Este resultado de nuestro muestreo prueba que las personas que no son neuróticas clínicamente, podrían padecer neurosis colectiva. Ejemplo de una contraprueba lo tenemos en el resultado de los reconocimientos psiquiátricos a que fueron sometidos los acusados en el proceso por crímenes de guerra. Se vio que eran sanos clínicamente. Ahora sabemos que no sólo un conflicto psíquico sino también un conflicto espiritual —por ejemplo un conflicto de conciencia moral— puede conducir a una neurosis. La designamos como neurosis noógena. Pues bien, se comprende que una persona, mientras sea capaz en general de tener un conflicto de conciencia moral, estará al abrigo del fanatismo e incluso de la neurosis colectiva. Inversamente, alguien que padezca de neurosis colectiva, por ejemplo, un fanatizado por ideas políticas, en la medida en que vuelva a ser capaz de escuchar la voz de su conciencia moral, más aún, de sufrir por lo que esa voz le dice, en esa misma medida será también capaz de superar su neurosis colectiva. Hace años hablé yo sobre este tema en un congreso de médicos. Entre ellos había especialistas que viven bajo un régimen totalitario. Después de la conferencia, vinieron estos últimos a mí y me dijeron: «Conocemos muy bien eso de lo que usted ha hablado. Entre nosotros a eso lo llamamos enfermedad del funcionario: de una o de otra manera, muchos funcionarios del partido sucumben de los nervios, bajo el peso cada vez mayor de su conciencia moral. Entonces se sienten curados de su fanatismo político.» Para decirlo brevemente: Mientras que es posible una coexistencia de neurosis colectiva y salud clínica, la relación entre la neurosis colectiva y la neurosis noógena es inversamente proporcional. Los cuatro síntomas de la neurosis colectiva: la actitud provisional ante la existencia y la postura existencial fatalista, el pensamiento colectivista y el fanatismo, se pueden reducir a una huida de la responsabilidad y a un temor a la libertad. Ahora bien, la libertad y la responsabilidad integran la espiritualidad del hombre. Pero el hombre actual está hastiado del espíritu. Y este hastío del espíritu constituye precisamente la esencia del 147 nihilismo contemporáneo. 148 149 PARTE SEGUNDA LOGOTERAPIA Y ANÁLISIS EXISTENCIAL 150 Capítulo 10 LA LOGOTERAPIA COMO TERAPIA ESPECÍFICA DE NEUROSIS NOÓGENAS Es evidente que las neurosis noógenas requieran una terapéutica adecuada que se aplique allí donde radica la neurosis, es decir, una terapéutica que parta de lo espiritual (la que he calificado de logoterapia) y una terapéutica que se oriente hacia lo espiritual en cuanto que va encaminada a la existencia personal espiritual (la he llamado análisis existencial). Sirva para aclararlo un ejemplo casuístico concreto: Una paciente nos consulta a causa de nerviosismo, tendencia al llanto, tartamudeo, sudores, temblores, oscilaciones de párpados y una pérdida de peso de 7 kilos en 4 meses. Todo ello es debido a un conflicto de conciencia entre matrimonio y fe: ¿Qué debe hacer, sacrificar el matrimonio a la fe o viceversa? Ella da mucha importancia a la formación religiosa de sus hijos, mientras que su marido, ateo declarado, se opone a ello decididamente. El conflicto, en realidad, es humano y no patológico. Sólo el efecto del conflicto, la neurosis, es una enfermedad. Pero esta neurosis no puede ser tratada sin que abordemos un problema de sentido y valor, puesto que la misma paciente asegura que podría tener la mejor vida, tranquilidad y su paz si se adaptase a su marido y en general a su ambiente social. Pero su problema es éste: ¿Hay que adaptarse a cualquier precio y además a este hombre y a esta sociedad...? Pero adaptarse al concepto que de la vida tiene su marido, dice que no puede, ya que esto equivaldría a sacrificar su «propio yo». Ahora bien, si la paciente no hubiera hecho esta observación, entonces el tratamiento psicoterapéutico, en este caso concreto: logoterapéutico de la neurosis (evidentemente noógena, o sea, surgida de un conflicto espiritual y que, por lo tanto, requiere un tratamiento desde lo espiritual) no hubiera debido influir sobre la paciente en un sentido o en otro, es decir, bien sea adaptación a su marido o bien imposición de su propia concepción del mundo; pues la logoterapia ha de conducir al hombre a la conciencia de su ser responsable. Pero, además, no debe tratar de sugerirle valores concretos de ningún género, sino quedebe 151 limitarse a hacer que el paciente encuentre por sí mismo los valores que están esperando una realización por medio de él y que encuen tre el sentido que está esperando un cumplimiento por medio de él. Lo que de ningún modo está permitido es la imposición al paciente de la escala de valores y de la propia concepción del mundo del terapeuta. Ahora bien, la paciente nos ha dado a entender expresamente que renunciar a su convicción religiosa y a su puesta en práctica equivaldría a sacrificar su propio yo, cosa que nos da derecho terapéuticamente a esclarecerle que su enfermedad neurótica no es otra cosa que el resultado de la propia violentación espiritual que le amenaza o que ya ha tenido lugar. Primero se trató de proceder contra los efectos psicofísicos del conflicto espiritual, amortiguando la resonancia afectiva del organismo por vía medicamentosa; después, se trató de poner en práctica una terapéutica causal, aconsejando a la paciente que no se adaptase a su marido en lo que respecta a los principios de su concepción del mundo, pero que debía evitar, por razones de táctica y por su convicción religiosa, precisamente, cualquier provocación a su marido, preparando y allanando así el camino hacia una mejor comprensión de su propia convicción. El médico deberá abstenerse, pues, de cualquier imposición de una concepción del mundo, de su concepción del mundo. El logoterapeuta no consentirá que el paciente se desembarace de toda responsabilidad y que la eche sobre él, porque la logoterapia es esencialmente educación para la responsabilidad. Partiendo de esta responsabilidad, el enfermo debe avanzar por sí mismo hacia el sentido concreto de su existencia personal. Por análisis existencial entiendo aquel método de tratamiento psicoterapéutico que sirva para ayudarle a descubrir en su existen cia factores de sentido y a vislumbrar posibilidades de valores. Naturalmente, tal análisis existencial supone una imagen del hombre dentro de la cual haya margen para que cosas tales como sentido, valor y espíritu puedan ocupar en ella aquel lugar que les corresponde en realidad. En una palabra: se presupone la imagen del hombre como espiritual, libre y respon sable, responsable precisamente de la realización de valores y del cumpli miento de sentido, es decir, ¡la imagen del hombre como orientado de acuerdo con un sentido! La logoterapia no pretende, desde luego, sustituir la psicoterapia en el sentido más estricto de la palabra como en la actualidad se la está empleando, sino que quiere complementarla y complementar también su imagen del hombre hacia una imagen del hombre «completo» y «total» (en cuya totalidad lo espiritual constituye, como hemos visto, el elemento indispensable). Richard Kraemer se ha expresado con bellas palabras a propósito de la logoterapia en cierta ocasión: «Hasta ahora el espíritu ha sido considerado antagonista del alma; ahora, el espíritu ha llegado a ser nuestro compañero en la lucha por la salud del alma, y ahora avanzamos con tres cuerpos de ejército contra la enfermedad: con la somatoterapia, con la psicoterapia y con la logoterapia»[62]. 152 Al calificar de logoterapia una psicoterapia que no sólo no ignora lo espiritual, sino que parte precisamente de ello, «logos» significa lo espiritual y además el sentido, pero la palabra espiritual no hay que tomarla en el sentido teológico. El psicoanálisis nos dio a conocer la voluntad de placer, y como tal podríamos entender el principio de placer; la psicología individual nos familiarizó con la voluntad de poder, en la forma del afán de darse a valer. Pero a mucha más profundidad todavía está enraizado en el hombre lo que nosotros llamamos la voluntad de sentido[63]: la lucha del hombre porque se cumpla lo más posible el sentido de su existencia. La psicología individual tomó como punto de partida el complejo de inferioridad. Ahora bien, el hombre de hoy día no sufre tanto por el sentimiento de que él tiene menos valor que alguna otra persona, cuanto por el sentimiento de que su propio ser no tiene sentido. Este sentimiento del absurdo (el sentimiento de no tener sentido) prima hoy sobre el complejo de inferioridad, por lo que se refiere a la etiología de las enfermedades neuróticas. Nosotros sostenemos que la insatisfacción de la pretensión del hombre a que su existencia esté lo más llena posible de sentido, puede ser no menos patógena que la frustración sexual. En todo ello hemos tenido ocasión incesante de ver que, incluso en casos en que la frustración sexual ocupa el primer plano, hay en el trasfondo una frustración existencial: la estéril pretensión del hombre por vivir una existencia que esté lo más llena posible de sentido, una existencia que es lo único que puede hacer que su vida sea digna de ser vivida. Tan sólo en un vacío existencial prolifera la libido sexual. Una agorafobia no tiene que ser siempre y exclusivamente expresión de una hipertireosis y simpaticotonía o de una colapsofobia en la hipocorticosis con hipotonía arterial, como en los casos que hemos tratado en páginas anteriores. Así, por ejemplo, recuerdo un caso en el cual resultó que la angustia de la paciente era una angustia existencial: «Lo infinito —dijo— me angustia; me pierdo en ello; hay en mí una inconsistencia como si fuera a disolverme.» ¿Quién no recordará aquí lo que Pascal ha dicho sobre su vivencia del espacio infinito, o la frase de Scheler: «El vacío infinito del espacio y del tiempo es el propio vacío del corazón del hombre»? Si la angustia se angustia en última instancia ante la nada, entonces el «vacío infinito del espacio» ocupa el lugar de la nada; pero este vacío del macrocosmos no parece ser sino la proyección de un vacío interior, de un vacío existencial, del vacío del microcosmos, es decir, un reflejo de la falta de contenido de la existencia propia. Y si la existencia pierde su contenido o el sujeto de tal existencia pierde su objeto, si la existencia no tiene ya objeto que pueda llenarla existencialmente, entonces este sujeto se hace a sí mismo objeto propio, objeto de una autocontemplación. Pero, a partir de Haug, sabemos que la autoobservación forzada es capaz de producir fenómenos de despersonalización, y nada más lógico que la angustia originaria se dirija hacia esta despersonalización como a su motivo aparente, engendrando así lo que más hace sufrir a nuestra paciente, a saber, el temor a una 153 enfermedad psicótica (de la cual ella considera la despersonalización como señal alarmante), por lo tanto, una psicotofobia. Se añade en el caso concreto que la paciente tuvo que soportar repetidas veces noxas iatrógenas que la hicieron enredarse cada vez más en su angustia psicotofóbica de expectativa como el gusano de seda en su capullo. Terminó por no tener más que una angustia: «venir a parar algún día a la cama de barrotes.» La estructura multidimensional de este caso hizo necesario, por supuesto, un procedimiento terapéutico correspondiente: 1. El aspecto funcional: la angustia; mejor dicho, la disposición a la angustia, se debe a una infraestructura vegetativa o endocrina. Conforme a esto, prescribimos a la paciente inyecciones de dihidroergo-tamina. Este componente vegetativo de la angustia no tiene un motivo, sino una causa. Los motivos, que en realidad no son más que pseudomotivos, se los proporciona ella. 2. El aspecto iatrógeno y reactivo: dichos motivos aparentes se los procuran a la paciente declaraciones irreflexivas de médicos a los que consulta, declaraciones que la hacen llegar a la conclusión de que su psicotofobia está justi ficada y que la angustia es el pródromo de una psicosis. Por este «motivo» la paciente empieza a sentir «angustia de la angustia». Contra esta angustia secundaria, potenciada y a su vez potenciadora, alegamos terapéuticamente que precisamente son aparentes los motivos que le hacen sentir a la paciente angustia de la angustia, que su psicotofobia, en realidad, carece de fundamento y que la paciente tiene, por lo tanto, derecho a ignorar su estado angustioso y a seguir adelantesin preocuparse de él. 3. El aspecto existencial: actuar dejando el síntoma a un lado sólo es posible a quien actúe con un sentido hacia algo determinado. Es preciso, por tanto, desde el punto de vista terapéutico, conducir a la paciente de acuerdo con el análisis existencial a las concretas posibilidades de sentido de su existencia personal. Es evidente, pues, que la logoterapia apelará a la voluntad de sentido; en eso es merecedora del calificativo de psicoterapia apelativa. Pero no sólo apela a esta voluntad de sentido, sino que se encarga, además, de la necesidad de evocarla primero allí donde esté inconsciente o incluso reprimida. En cuanto al pacien te, tal logoterapia, en los casos de neurosis noógenas, con tal de que sean debidos a una frustración de esta misma voluntad de sentido, es decir, a la frustración existencial, tendrá también que procurar sacar a luz posibilidades concretas de un cumpli miento personal de sentido, posibilidades cuya realización le están encomendadas y encargadas al paciente con exclusividad personal, valores cuya realización sea capaz de colmar la voluntad de sentido de que ha estado frustrada, satisfaciendo así la exigencia del hombre de encontrar un sentido a su existencia. Aquí toda logoterapia desemboca en un análisis existencial, lo mismo que, en rigor todo análisis existencial culmina en una logoterapia. Si Darwin sólo ha visto la lucha por la existencia y Kropotkin, además de esto, el socorro mutuo, el análisis existencial ve la aspiración al sentido de la existencia y se entiende a sí mismo como ayuda para la búsqueda de este sentido. 154 Observamos con frecuencia que, frente a la tarea de una cura médica de almas, el médico deserta, bien sea refugiándose en el campo de lo somático o bien en el de lo psíquico. Lo primero ocurre siempre que intente despachar literalmente al paciente con un tranquilizante. De un modo u otro se esfuerza por «cortar con benevolencia todas las congojas del alma y todos los remordimientos de la conciencia» (Friedrich Nietzsche). Mientras que el somatologismo ignora lo espiritual, el psicologismo proyecta lo noético en lo puramente psíquico. Y a lo noético pertenece también la voluntad de sentido. El médico se refugia en lo psíquico cuando se enfrenta a un paciente que está desesperado porque duda del sentido de su existencia, no con objeciones racionales que aboguen, por ejemplo, contra un suicidio, sino que se limita a indagar los trasfondos emocionales de la desesperación. Como si la verdad de una visión del mundo dependiese de la salud de aquel que «contempla» el mundo[64]. En realidad, existe la verdad a pesar de la enfermedad y no solamente a pesar de la enfermedad neurótica, sino también a pesar de la psicótica. 2 x 2 = 4, aun cuando lo diga un paranoico. Además, los problemas y los conflictos de por sí no son, ni mucho menos, algo enfermizo. Incluso los con flictos insolubles no son patológicos por el solo hecho de no tener solución. De acuerdo con H.J. Weitbrecht, no compartimos «la ingenua opinión de que el hombre sano no conoce conflictos irresolubles». Lo mismo que existe la verdad a pesar de la enfermedad así también existe el sufrimiento a pesar de la salud. Lo primero lo olvida el psicologismo, lo último lo pasa por alto el por mí llamado patologismo. El patologismo no distingue entre lo simplemente humano y lo propiamente enfermo. Y la desesperación no es necesario que sea algo patológico. Uno de mis pacientes, profesor de universidad, que sufría periódicamente estados de depresión endógena, estaba preocupado por el sentido de su existencia no en las fases depresivas, sino en los intervalos normales. Así, pues, la desesperación de un individuo en presencia de la aparente falta de sentido de su existencia, esta duda de sentido que es, en última instancia, el origen de toda la desesperación, dista mucho de ser por sí misma algo patológico. Tal desesperación es humana pero no morbosa. La afirmación de que un hombre que duda del sentido de su existencia tiene por fuerza que estar enfermo, sería un patologismo. Frente a esto nos vemos obligados a distinguir claramente entre lo humano, por una parte, y lo morboso, por otra. Ni siquiera todo suicidio es patológico. Y no siempre, ni mucho menos, hay que interpretar «el suicidio como final de un desarrollo psíquico morboso», por citar el título de un libro. Con esto no quiere decirse que el suicidio sea capaz de solucionar algún problema o algún conflicto. Podría comprobarse que a un suicida le falta valor, y a otro, humildad; pero si bien es verdad que el uno no es un héroe ni el otro un santo, ambos no están dementes. No sufren una enfermedad psíquica, sino una crisis espiritual: un apuro 155 de conciencia. Y aunque la conciencia de un suicida yerre, este errar sigue siendo humano. El patologismo es más problemático allí donde confunde con lo enfermo no sólo lo humano, sino lo más humano que puede darse, a saber, la preocupación por llenar lo más posible de sentido la existencia humana, allí donde lo más humano es considerado como algo demasiado humano, como una debilidad, como un complejo. La exigencia del hombre de encontrar un sentido a la existencia, esta voluntad de sentido tiene tan poco que ver con un signo de enfermedad que incluso la movilizamos como un medio curativo en el sentido de la psicoterapia, que postulamos, desde lo espiritual. Pero no debemos olvidar que la voluntad de sentido no sólo representa el fenómeno más humano que pueda haber, sino que incluso su frustración no es aún nada patológico. El que considera la propia existencia como carente de sentido no tiene necesariamente que estar enfermo y ni siquiera tiene por qué ponerse enfermo. La frustración existencial no es, por lo tanto, ni algo enfermizo ni tampoco algo que en todo caso tenga que llevar a una enfermedad; en otros términos, no es de por sí nada patológico y ni siquiera algo necesariamente patogénico; pues, caso que sea patógena, lo es tan sólo en potencia. Pero siempre que de facto se vuelva patógena (patógeno = que produce enfermedad) y conduzca realmente a una enfermedad neurótica, calificamos de noógenas (noógeno = surgido de lo espiritual) a tales neurosis. Preguntémonos ahora: ¿Cuándo la frustración existencial se vuelve patógena? Pues bien, para esto es necesario el concurso de una afección somatopsíquica que tiene que asociarse primero a la frustración existencial. Es decir, para que se produzca una neurosis noógena primero tiene que intercalarse en la frustración existencial una afección somatopsíquica. Además, no es en realidad concebible de otro modo si se parte precisamente de la logoterapia; pues según ella, desde un principio, no puede haber un acaecer morboso más que en la esfera del organismo psicofísico y no en la de la persona espiritual: La persona espiritual no puede ponerse enferma. Pero el hombre sí puede enfermar. Y siempre que esto ocurra, tiene que estar implicado al organismo psicofísico. Para poder hablar de neurosis tiene que darse, pues, una afección psicofísica. En este sentido hablamos deliberadamente sólo de neurosis noógenas y no de neurosis noéticas. Neurosis noógenas son enfermedades «surgidas del espíritu», pero no son enfermedades «en el espíritu»: no existen «noosis»; lo noético no puede ser en sí y como tal algo patológico y por tanto tampoco algo neurótico: la neurosis no es una enfermedad noética, no es una enfermedad espiritual, tampoco es una enfermedad del hombre solamente en su espiritualidad, sino que es más bien siempre la afección de un individuo en su unidad y totalidad. De todo lo dicho resulta igualmente que la expresión de neurosis noógenas es preferible a la de neurosis existenciales, ya que lo único que puede ser existencial es, en rigor, una frustración y ella precisamente no es ninguna neurosis y ni siquiera algo 156 patológico. Llegado a este punto de nuestras reflexiones vemos, además del peligro del patologismo que hemos señalado, otro peligro más: el peligro de un noologismo. Y se incurriría en el errordel noologismo si se afirmase que toda neurosis es noógena. Se incurriría por otra parte en el error del patologismo si se sostuviera que toda frustración existencial es patógena. Lo mismo que no toda frustración existencial es de por sí algo neurótico, así tampoco toda neurosis tiene su origen en una frustración existencial. H.J. Prill informa desde la Clínica ginecológica universitaria de Würzburgo que en un 21 por ciento de los casos de neurosis orgánicas pudo comprobar una patogénesis existencial. Y mi colaboradora Eva Niebauer, directora del ambulatorio psicoterapéutico de la Policlínica neurológica de Viena, manifiesta que sólo puede calificar, en último término, como neurosis noógenas, el 14 por ciento entre el total de los casos que se presentaron. Un porcentaje análogo de un 12 por ciento, ni más ni menos, registraron R. Volhard y D. Langen. Esto quiere decir que no toda neurosis es noógena, que no toda neurosis ha surgido de un conflicto de conciencia o de un problema de valor. Mientras que el psicologismo diagnostica erróneamente como psicógena toda neurosis, el noologismo, en cambio, considera como noógena a toda neurosis y, por tanto, también la psicógena (e incluso la pseudoneurosis somatógena). Afirmaciones tales como las siguientes son ejemplificadoras de tan flagrante noologismo: «La neurosis es siempre una exageración de valores relativos»[65]. Más aún: «El problema de Dios es en todo análisis el problema central de conflicto»[66]. Cuando el autor de la primera fase sostiene que la neurosis es «siempre» una exageración de valores relativos, no sólo absolutiza él mismo a su vez algo relativo, sino que se trata ante todo de un flagrante noologismo, pues ni la neurosis obedece siempre a una absolutización de valores relativos ni este absolutismo de valores conduce siempre a una neurosis. No seamos más papistas que el papa. También el padre franciscano J.H. Vander Veldt, de la Universidad Católica de América en Washington, corrobora nuestra propia opinión al declarar expresamente que no toda neurosis está ocasionada por un conflicto, y menos aún por un conflicto moral o incluso religioso. Y cuando el autor de la otra frase, en contra de la advertencia de J.H. Vander Veldt, toma como base de la etiología de la neurosis no el conflicto moral, sino el religioso, y éste no como un conflicto sino como el único, y lo «idolatriza» (para emplear su expresión favorita) al afirmar que el problema de Dios es en «todo» análisis el problema central del conflicto, entonces no tiene en cuenta una advertencia de H.J. Weitbrecht: «No nos corresponde juzgar sobre la culpa en actitud de sacerdote y menos aún atrevernos a considerar la enfermedad como forma de un antagonismo con el orden divino. Hay que rechazar como cosa impropia del médico la hybris en el afán de descubrir y desenmascarar.» Además de la Escila del psicologismo nos amenaza la Carib dis del noologismo. 157 Mientras que el psicologista proyecta lo espiritual desde el espacio de lo humano (que no está constituido hasta que no incluye la dimensión de lo espiritual) en el plano de lo meramente psíquico, el noologista interpreta lo corporal unilateral y exclusivamente como una expresión de lo espiri tual. Pero, en realidad, el acaecer corporal de la enfermedad no tiene en general aquel valor en la historia de la vida, ni tampoco aquel valor de expresión para el espíritu-alma que la medicina psicosomática le atribuye tan generosamente. La medicina psicosomática enseña que sólo se pone enfermo quien se atormenta... Pero se puede comprobar que, dado el caso, puede ponerse enfermo también el que se alegra. Y si las palabras de Juvenal: mens sana in corpore sano se interpretan mal, en sentido de que un espíritu sano esté condicionado por un cuerpo sano, yo puedo testificar en cuanto psiquiatra que también puede haber una mens insana in corpore sano, lo mismo que en cuanto neurólogo me comprometo a afirmar que se da también una mens sana in corpore insano, por ejemplo, en un cuerpo paralizado. Ciertamente, toda enfermedad tiene su «sentido»; pero el verdadero sentido de una enfermedad no está en el hecho de estar enfermo, sino, más bien, en la «manera» de sufrir, y por tanto este sentido ha de ser dado primero en cada caso a la enfermedad, y ello acontece siempre que el hombre doliente, el homo patiens, cumple, en un justo y recto sufrir de un auténtico destino, el sentido posible de un sufrimiento necesariamente impuesto por el destino. El hacer resplandecer tal posibilidad de sentido, la búsqueda de sentido, es la tarea de una cura médica de almas. Así, pues, esta tarea responde también a la voluntad de sentido. Las enfermedades desencadenadas pero precisamente no causadas por lo anímico, y que por lo tanto no son psicógenas, las calificamos de psicosomáticas. No compartimos el criterio de la medicina psicosomática según el cual lo que se vuelve patógeno son siempre complejos, conflictos, problemas y traumas específicos. Se puede más bien comprobar sin dificultad que los complejos, conflictos, problemas y traumas, en cuya patogénesis, presuntamente tan específica se viene insistiendo constantemente, han de considerarse como prácticamente ubicuos. Y siempre que se comprueban anamnésicamente, no hay que pensar que son ellos los que han causado la enfermedad. Sacar semejante conclusión equivaldría a la deducción de que un arrecife que no emerge y se hace visible en la bajamar, es causa de la bajamar: en realidad, el arrecife sólo es descubierto por la bajamar; y del mismo modo, tampoco los diversos complejos, conflictos, problemas y traumas son la causa de la enfermedad, sino que emergen con tanta frecuencia y variedad en las anamnesis porque se trata, en los respectivos pacientes, de sujetos dominados por la angustia y la preocupación y cuyo estado angustioso representa ya el efecto de una enfermedad neurótica. Cosa análoga puede decirse también de la esfera, no de la patogénesis en general, sino de la noogénesis en particular: también para las neurosis noógenas es válido que la frustración existencial que puede haberlas causado es tan ubicua que en sí y como tal no 158 puede ser patógena. Por consiguiente, también en ellas tiene primero que intercalarse una afección somatopsíquica y tiene que estar implicado el organismo psicofísico. A nuestro modo de ver, la etiología de las enfermedades neuróticas podría resumirse de la manera siguiente: I. Reacción personal 1. Mala pasividad. Huida ante la angustia: patrones de reacción neurótico-angustiosa. 2. Mala actividad. a) Lucha contra la obsesión: patrones de reacción neurótico-obsesiva. b) Lucha por el placer: patrones de reacción neurótico-sexual. (Frente a esto, el correctivo terapéutico viene a ser: 1. Pasividad justa: ignorar la neurosis, cosa que sólo puede conseguirse y exigirse en la medida en que por parte del paciente se llegue a un actuar dirigido sobre algo, es decir, a la 2. Actividad justa.) II. Resonancia organímica, en la que se trata, en rigor, sit venia verbo, de una reacción del organismo psicofísico ante la reacción de la persona espiritual. Forman la caja de resonancia organímica: 1. Una disposición correspondiente. 2. Una constitución correspondiente. En cuanto a la disposición, hemos llegado a conocer el papel que desempeña no solamente la carga sino también la descarga excesivas: Manfred Pflanz y Thure von Uexküll pudieron poner de manifiesto que el hombre, aun en el sentido de la medicina interna, sólo enferma cuando está demasiado cargado o menos de lo debido; en una palabra, cuando no tiene una tarea que corresponda a sus fuerzas. Pero si la posee, entonces ella se muestra como «antipatógena», como conservadora de salud. Lo que interesa es el correctivo terapéutico de un requerimiento adecuado por parte de algo hacia lo cual merezca la pena actuar (véase lo dicho antes). En cuanto a la constitución, hemos llegado a conocer, por fin, el papel que tienen: a) La psicopatía (especialmente en su forma anancástica). b) La neuropatía, en la que distinguimoscuadros clínicos en los que predomina, según el caso, el componente simpaticotónico o el vagotónico. c) La endocrinopatía, de la que destacamos los grupos —basedowoide (hipertiroideo) —addisonoide (hipocorticoide) y —tetanoide. No debemos pasar por alto ninguno de los factores que integran la etiología de las 159 enfermedades neuróticas, ni tampoco sobreestimarlos, a no ser que queramos incurrir en un somatologismo, en un psicologismo o en un noologismo, respectivamente (figura 14). Figura 14 160 161 Capítulo 11 LA LOGOTERAPIA COMO TERAPIA INESPECÍFICA De lo que dijimos al principio se deduce que en las neurosis noógenas la logoterapia representa una terapéutica específica: las neurosis noógenas, en cuanto neurosis surgidas de lo espiritual, reclaman la logoterapia como terapéutica que parte de lo espiritual. En las neurosis noógenas la logoterapia está indicada en cuanto que estas neurosis representan la zona de indicación más estricta de la logoterapia. Dentro de los límites de esta zona, la logoterapia es efectivamente un sustitutivo de la psicoterapia. Pero existe también una zona más amplia de indicación de la logoterapia que representan las neurosis en el sentido más estricto, es decir, no las neurosis noógenas, sino las psicógenas. Y dentro de esta zona la logoterapia no es ningún sustitutivo de la psicoterapia, sino simplemente su complemento. Pero no es que la logoterapia sea solamente un complemento de la psicoterapia, sino que es además un complemento de la somatoterapia o, mejor dicho, de una terapéutica simultánea soma topsíquica que coloca la palanca tanto en lo somático como en lo psíquico para sacar las neurosis de estos dos quicios. Observamos constantemente que, entre los trastornos funcionales vegetativos y endocrinos, de una parte, y los tipos patógenos de reacción ante estos trastornos funcionales, de otra, se produce un circulus vitiosus al intercalarse en una disposición vegetativa a la angustia, una angustia reactiva de expectativa (véase p. 148), la cual hace que el paciente se vaya enredando en una neurosis de angustia. Al círculo neurótico que se ha producido de este modo han de corresponder unas tenazas terapéuticas, cuyas uñas se apliquen tanto en lo somático como en lo psíquico para cascar la nuez de la neurosis. Lo cual se consigue, por ejemplo en los casos de infraestructura hipertiroidea, tratando, a través de una terapéutica intencionada, por medio de inyecciones de dihidroergotamina, la disposición vegetativa a la angustia, a la vez que se está haciendo la psicoterapia de la angustia reactiva de expectativa. Ahora bien, se ha puesto de manifiesto que precisamente en tales casos sólo puede llevarse a cabo una terapéutica de este modo intencionada, es decir, que la neurosis sólo puede ser superada del todo por una orientación y un enderezamiento del 162 paciente a un sentido concreto de la existencia personal que primero hay que esclarecer por vía del análisis existencial. Los círculos neuróticos —todos ellos— sólo pueden proliferar en un vacío existencial, y la terapéutica sólo puede llevarse a efecto si se logra llenar con la ayuda de la logoterapia este vacío existencial. La logoterapia representa en este caso un complemento noético de la terapéutica somatopsíquica. No es cierto, pues, ni mucho menos, eso de que la logoterapia pase por alto lo biológico o fisiológico; lo que pretende es: evitar que lo fisiológico y lo psicológico hagan olvidar lo noológico. Si se construye una casa y al final el tejador se pone a cumplir su trabajo, nadie le reprochará que no se preocupe del sótano. En los casos anteriormente tratados difícilmente cabe decir que el vacío existencial, lo único en que el círculo neurótico puede proliferar, haya sido patógeno; resulta, sin embargo, que llenar ese vacío que es antipatógeno, por emplear la expresión de Manfred Pflanz y Thure v. Uexküll. Y así, pues, también en tales casos que son, en rigor, somatopsicógenos y que no han surgido en absoluto de lo espiritual, está indicada, no obstante, una terapéutica desde lo espiritual, que es como se entiende la logoterapia. Y para estos casos es aplicable la frase de Paracelso: la enfermedad nace ciertamente de la naturaleza, pero su curación proviene del espíritu. Las neurosis no eran noógenas, mas, a pesar de todo esto, estaba indicada, también en ellas, una logoterapia combinada con la terapéutica simultánea somatopsíquica. En tales casos puede hablarse de la logoterapia como de una terapéutica inespecífica. Considero muy acertados los comentarios que hace sobre el particular Edith Weisskopf-Joelson, de la Universidad de Georgia: «Aunque la psicoterapia tradicional ha insistido en que las prácticas deben basarse en los datos averiguados acerca de la etiología, es muy posible que algunos factores puedan causar neurosis durante la temprana infancia, y que factores enteramente diferentes puedan aliviar las neurosis durante la edad adulta... Ayudar al paciente a desarrollar defensas eficaces y socialmente aceptables contra la angustia —tales como el sistema de apoyo de los valores éticos— me parece a mí una meta más realista, aunque quizás menos ambiciosa, de la terapéutica que la de “ir a las raíces” del trastorno.» Sirva el siguiente ejemplo casuístico para documentarlo: La señora Eleonore W. (Policlínica neurológica, amb. 3070/1952), de treinta años de edad, acude a nosotros con una psicotofobia y criminofobia, homicidofobia y suicidofobia gravísimas. La psicotofobia se refiere a alucinaciones hipnagógicas; al parecer, la paciente es una eidética. Aparte de esto sufre evidentemente un anancasmo grave y éste constituye la vertiente psicopática de la base constitucional de su neurosis, mientras que la vertiente neuropática se manifiesta en forma de una simpaticotomía (de cuya legitimidad, según F. Hoff y Curtius, no tenemos por qué dudar) o en forma de una hipertireosis que se 163 entrecruza con aquélla. Tiroides aumentando, exof talmía, temblores, taquicardia (frecuencia del pulso, 140 p. m.), pérdida de peso (5 kgs), metabolismo basal + 72 %. A esta base constitucional se asocia un factor disposicional: el dérangement vegetativo ocasionado por una estrumectomía llevada a cabo hace dos años y, por último un factor condicional: un desequilibramiento vegetativo, pues un día la paciente tomó en contra de su costumbre un café muy cargado, después de lo cual sufrió un ataque vegetativo de angustia al que reaccionó con una angustia reactiva de expectativa («después del primer ataque de angustia me volvía en seguida a angustiar ya con sólo pensar en él»). Más tarde, la angustia de expectativa se condensó, como hemos visto, alrededor de sus ocurrencias obsesivas anancásticas. Hasta aquí lo referente a los factores constitucionales, disposicionales y condicionales o a la somatogénesis y la psicogénesis. Además de esto resulta que, en el sentido de una noogénesis, la paciente vive en un vacío existencial: «Hay en mí como un vacío espiritual; estoy como colgada en el aire; todo me parece sin sentido; lo que más me ayudaba siempre era el tener que cuidar de alguien; pero ahora estoy sola; ¡quiero volver a tener un sentido de la vida!» El motivo por el que la paciente nos había consultado no estaba en su frustración existencial; pero el efecto de la terapéutica, sin embargo, se presentó sólo después de habérsele indicado el medio de llenar su vacío existencial y de disolver todas esas proliferaciones neuróticas vacías. Ante este amplio espectro de las posibles indicaciones y combinaciones que ofrece la logoterapia analítico-existencial, es comprensible lo que comenta M.B. Arnold, cuando afirma estrictamente: «Toda terapéutica tendrá que ser también logoterapia, de alguna manera, y con las restricciones que sea.» 164 Capítulo 12 INTENCIÓN PARADÓJICA Y DERREFLEXIÓN 165 1. Intención paradójica 1.1. Técnica terapéutica En su prólogo a una obra sobre la logoterapia, Allport afirma que la logoterapia, en los Estados Unidos de América, es una de las corrientes agrupadasbajo la denominación de «psiquiatría existencial». Robert C. Leslie sostiene, no obstante, que la logoterapia constituye, precisamente en este aspecto, una «excepción notable», porque, en contra de las demás tendencias de la psiquiatría existencial, ha sido capaz de hacer que brote de su interior una técnica acertada. Referencias análogas se encuentran en obras especializadas, escritas por Donald F. Tweedie, Aaron J. Ungersma, Godfryd Kaczanowski y Crumbaugh. Se trata de la intención paradójica, tal como fue ya descrita en mi trabajo Zur medikamentösen Unterstützung der Psychotherapie bei Neurosen («Schweizer Archiv für Neurologie und Psychiatrie» 43 [1939] 26). A continuación no vamos a exponer la intención paradójica por el camino de la inducción, o sea, introduciéndola desde la terapéutica de las neurosis, sino por el camino de la deducción, es decir, deduciéndola de la teoría de las neurosis. Con este fin volvemos sobre la neurosis de angustia. Puede observarse constantemente que la angustia del neurótico angustioso se potencia a una angustia de la angustia, la cual está motivada por una colapsofobia, una infartofobia y una insultofobia (véase p. 141), según que el paciente tema que pudiera derrumbarse en la calle, desplomarse por una apoplejía del corazón o una apoplejía cerebral. Pues bien, por temor a la angustia el paciente se da a la fuga ante la angustia; en una palabra, huye de la angustia, pero quedándose, paradójicamente, en casa; nos encontramos aquí con el primero de los tipos de reacción que hemos tratado, esto es, con el patrón de reacción agorafóbica . Otra cosa acontece con la neurosis obsesiva: el paciente tiene miedo a la obsesión. Y ese miedo está motivado por el recelo de que lo que está sufriendo pudiera degenerar, ser el signo precur sor o incluso la manifestación de una enfermedad mental (psicotofobia) y que él mismo pudiera hacer un disparate (criminofobia), esto es, atentar contra la vida propia (suicido fobia) o bien contra la de otros (homicidofobia; véase p. 155). Mientras que el neurótico angustioso se da a la fuga ante la angustia, el neurótico obsesivo emprende la lucha contra la obsesión. La reacción del paciente consiste en luchar contra las ocurrencias obsesivas, en arremeter contra ellas, en rebelarse contra ellas, en contraposición al neurótico angustioso que huye de los ataques de angustia. Se trata aquí del tipo de la reacción neurótico-obsesiva ante el anancasmo psicopático, en el cual el 166 patrón neurótico-obsesivo de reacción potencia la psicopatía anancástica al grado de neurosis obsesiva reactiva. Y distinto es también en la neurosis sexual: la lucha por el placer es lo característico del patrón neurótico-sexual de reacción (véase p. 168). El neurótico-sexual corre tras el placer y por eso precisamente lo pierde. El neurótico-sexual persigue el placer, pero el placer es un efecto que no se deja «atrapar», sino que tiene que continuar siendo siempre efecto y no puede ser propuesto como objeto. La caza de la felicidad espanta a la propia felicidad, la lucha por el placer ahuyenta al placer. A la intención forzada del placer sexual se asocia entonces una reflexión forzada del acto sexual; pero la atención excesiva actúa de un modo no menos patógeno que la intención excesiva. El ejemplo de la angustia de expectativa pone de manifiesto que el temor realiza lo que teme. Y del mismo modo que el temor pone en práctica lo que teme, el deseo forzado imposibilita lo que se propone. De esto se aprovecha la logoterapia, porque intenta inducir al paciente a desear para sí o a emprender él mismo, paradójicamente, aquello precisamente que él tanto teme. Tanto en el temor a la angustia, característico de las neurosis de angustia, como en el temor a la obsesión propio de las neurosis obsesivas encontramos un temor a algo anormal, mientras que la intención forzada, en el hombre por conseguir su potencia y en la mujer el orgasmo, que encontramos en casos de neurosis sexuales, no representa un temor a algo anormal, sino el deseo forzado de algo normal. Figura 15. Trastorno en el plan Ahora bien, ¿qué ocurriría si vinculásemos el deseo con algo anormal trastornando así el plan de la neurosis? (figura 15). ¿Qué ocurriría si indujésemos y persuadiésemos al paciente fóbico a que trate de desear precisamente lo que teme (aunque esto sólo aconteciera por un momento)? Es conocido que, si yo, en cuanto impotente, «quiero» expresamente realizar el coito, el mero hecho de proponérmelo forzadamente lo está imposibilitando. Pero, ¿qué ocurriría si yo, en cuanto agorafó-bico, quisiera, no menos expresamente, sufrir un colapso? En el supuesto de que nuestros pacientes logren proponerse paradójicamente lo que temen, esta medida psicoterapéutica de tratamiento ejerce una influencia asombrosamente favorable sobre el paciente fóbico, puesto que en el momento en que aprenda a sustituir el miedo por la intención (paradójica), está 167 quitando el fundamento al temor. Para ejemplificar todo ello me serviré de un caso concreto: el del joven colega que padece una hidrofobia grave. Es vegetativamente lábil por naturaleza. Un día estrecha la mano a su superior y observa que empieza a sudar de un modo sorprendente. La próxima vez, en ocasión análoga, espera ya la irrupción del sudor y la angustia de expectativa es lo suficiente para hacerle sudar intensamente. Se le indica a nuestro colega hidrofóbico que, dado el caso —es decir, ante la expectación angustiosa de una irrupción de sudor—, se proponga incluso «sudar de firme» delante de todo el mundo con quien se encuentre. «Hasta ahora no he llegado a sudar más de un litro» —se decía a sí mismo (según nos manifestó posteriormente)—, «¡pero ahora voy a sudar 10 litros!» ¿Y el resultado? Después de haber soportado durante cuatro años su fobia, pudo librarse de ella completa y definitivamente en el período de una semana por este medio que le trazamos en una sola sesión. Tales resultados terapéuticos de tratamiento demuestran que la llamada «terapéutica breve» puede ser breve y buena, incluso cuando no pretende ser psicología profunda; que no por eso ha de ser necesariamente psicología superficial. Por lo demás, lo contrario de psicología profunda no es psicología superficial, sino más bien psicología de altura[67]. Por lo que respecta a la afirmación de que en todo ello se trata de una terapéutica sintomática, remitimos a J.H. Schultz: «El reparo que se pone con frecuencia de que a la supresión de un síntoma en tales casos sigue necesariamente la formación de otro síntoma de sustitución u otra falsa actitud interior, es, al generalizarlo, un aserto completamente infundado.» El paciente ha de objetivar la neurosis y distanciarse de ella. El paciente debe aprender a encararse con la angustia e incluso a reírse de ella en su propio rostro. Para esto hace falta un poco de valor, a fin de afrontar el ridículo. El médico no debe tener reparos en decir al paciente e incluso en representar escénicamente lo que éste debe decirse a sí mismo. Nada hay como el humor para que el paciente se distancie de sí mismo. El humor merecía que lo llamáramos un existencial, lo mismo que la preocu pación (M. Heidegger) y el amor (L. Binswanger). 1.2. Casuística clínica ¿Cómo se maneja la intención paradójica en la práctica? Cierto día acudió a nosotros un joven cirujano: cada vez que su jefe de clínica entraba en la sala de operaciones temía que al operar pudiera ponerse a temblar; más tarde este temor era ya lo bastante fuerte como para hacerle temblar de verdad; y terminó por no poder reprimir esta tremorfobia o el tremor por ella provocado si no era emborrachándose antes de cada operación. Pues bien, este caso provocó una reacción 168 terapéutica en cadena. En efecto, después de haber yo expuesto su historia clínica y mi método de tratamiento en una de mis clases clínicas, recibí, unas semanas después, la carta de una de mis oyentes, estudiante de medicina, que me refirió el hecho siguiente: ella había sufrido también, hasta entonces, una tremorfobiaque aparecía siempre que el catedrático de anatomía entraba en la sala de disección. Y, en efecto, la joven colega todas las veces se ponía a temblar. Después de haber oído en mi clase el caso del cirujano, trataba de aplicarse por sí misma esta terapéutica; a partir de entonces se proponía, cada vez que venía el catedrático para asistir a clase de disección: «A éste le voy yo a enseñar ahora lo que es temblar de verdad; ¡éste va a ver qué bien sé temblar!» Después de lo cual —según me escribió— desapareció inmediatamente tanto la tremorfobia como el mismo tremor. Otro caso más: Marie B. (Policlínica neurológica, 394/1955 y 6264/1955). La paciente fue tratada y su historia clínica, que reproducimos ahora abreviada, fue redactada por el doctor Kocourek. En el primer término del cuadro de la enfermedad aparecen palpitaciones cardíacas; van acompañadas de angustia y «una sensación como de colapso». Tras los primeros ataques cardíacos y angustiosos sobrevenía la angustia de que todo ello se volviera a repetir, lo que ya era suficiente para producirle las palpitaciones cardíacas. En particular teme desplomarse en la calle o sufrir un ataque de apoplejía. El colega Kocourek le indica que se diga a sí misma: «Que el corazón palpite todavía más. Intentaré desplomarme en la calle.» Se invita a la paciente a que busque, a modo de entrenamiento, todas las situaciones desagradables para ella y que no las rehuya. Dos semanas después del ingreso refiere la paciente: «Me encuentro muy bien y ya no siento apenas palpitaciones cardíacas. Los estados de angustia han desaparecido completamente. Estoy casi del todo bien.» A los diecisiete días después de que la paciente fue dada de alta nos refiere: «Si alguna vez tengo palpitaciones me digo que el corazón me palpite más todavía. Entonces las palpitaciones cesan.» A continuación vamos a ejemplificar casuísticamente la aplicabilidad de la intención paradójica a casos de neurosis obsesivas: La señora Hede R. de S., de cincuenta y dos años. Ya su madre fue aquejada de una grave neurosis obsesiva. Hace catorce años aparecieron los primeros síntomas obsesivos también en la paciente misma, que había sido hasta este momento simplemente meticulosa; en concreto, empezaba a sufrir una obsesión de contar. Cuando se pone a leer, ocurre tener que empezar 10 veces o quedarse estancada en una palabra. Tiene que tener sus armarios ordenados minuciosamente y estar controlándolo todo temiendo que se la pueda interrumpir en ello. Tiene que examinar los cajones golpeándolos con el dedo en un ritmo determinado para asegurarse de que realmente están cerrados. Se desollaba repetidas veces sus nudillos a fuerza de tanto golpear, rompía las llaves y violentaba los picaportes por estar comprobando continuamente si las puertas, en efecto, estaban 169 cerradas. Ni siquiera a su marido le consiente que ande en sus armarios, hasta el punto de que un día se vio precisado a comprarse expresamente una camisa porque ella no se decidió a que su marido abriera uno de sus armarios. Se la pone en tratamiento hospitalario y se la confía al cuidado de la doctora Niebauer con el objeto de una psicoterapia, y no es más que inicialmente tratada por el jefe de la sección enseñándola la intención paradójica. La misma tarde la paciente pone en desor den dos departamentos de su armario. Es digno de notar que sólo después de este efecto terapéutico manifestó a la doctora Niebauer que el hermano de la paciente, cuando ella tenía sólo cinco años, destruyó su muñeca favorita, a partir de lo cual la paciente empezó a guardar sus juguetes. Llegada a los dieciséis años, su hermana, a espaldas suyas, usaba sus vestidos, lo que la indujo a guardarlos también bajo llave. La doctora Niebauer entrena a la paciente en la intención paradójica: se sugiere imperfección, todo ha de estar lo más desordenadamente posible. La paciente ha de abrir el armario con el deseo de revolverlo todo, para desviar así sus representaciones obsesivas. A los dos días de tratamiento la paciente ha llegado a no tener que contar nada, ni controlar nada y a no sentir angustia ante su armario. Al cuarto día de tratamiento, se olvida de cerrar con llave el armario. Al sexto día de tratamiento no tiene ya que repetir nada. A las dos semanas de empezar el tratamiento, la paciente es capaz —como nos refiere espontáneamente— de utilizar su pluma estilográfica normalmente, cosa que no podía hacer desde hacía doce años, puesto que tenía que hacerlo conforme a un «esquema» determinado. Dos días después, al dársele el alta, declara literalmente ante el jefe de la sección: «Ya no tengo más angustia. Todo va normalmente. Vuelvo a casa como una persona distinta.» La neurosis obsesiva la venía padeciendo desde hacía catorce años. ¡Y la mejoría se llevó a cabo en el término de dieciséis días! Persiste la mejoría. Otro caso: El señor Karl P. (Policlínica neurológica, 901/1956), de 44 años de edad, músico. El paciente fue tratado por la doctora Niebauer, quien escribió su historia clínica. Desde su infancia el paciente había sido muy meticuloso. A los 16 años tuvo la escarlatina y estuvo en un hospital para enfermedades infecciosas. Por aquel entonces, otros enfermos que guardaban cama en la misma habitación que el paciente se procuraban alimentos a escondidas y los pagaban con billetes de banco que salían del hospital en contra del reglamento. Desde entonces, el paciente sufre de la idea obsesiva de que todo billete de banco pudiera ser fuente de infección. Tiene miedo a las bacterias, a las enfermedades infecciosas, a las enfermedades cutáneas y a las venéreas. No tiene más que un sólo ceremonial. Cuando regresa del trabajo a casa, limpia infinitas veces los picaportes de las puertas y se lava las manos. Los amigos que vienen a visitarle, están al tanto y hacen lo mismo, porque de lo contrario él se sentiría desasosegado. No es capaz de entrar en una tienda donde tengan que darle billetes. El sueldo lo cobra siempre en billetes nuevos, y únicamente de diez chelines de valor. Cuando efectúa un pago, no 170 quiere que le den la vuelta en billetes. Las monedas que le dan de vuelta, van a parar a una bolsa, y las lava varias veces en casa o las mete en agua hirviendo. Lleva consigo constantemente un frasco con agua y una pastilla de jabón. Después de recibir una visita, friega toda la casa. Cuando su hijo regresa a casa, le limpia bien los cuadernos y la cartera, y le cepilla cuidadosamente la ropa. El coche lo está lavando a todas horas. Tan sólo entonces se siente tranquilo. Tiene varios abrigos que le protegen de las bacterias. Si se pone uno de esos abrigos, entonces se siente «inmune» y puede aceptar incluso billetes de banco sucios. Durante el trabajo lleva siempre una bata blanca para protegerse. Pero en los conciertos tiene que presentarse vestido de traje negro. Entonces siente mucha angustia e inquietud. No se acuesta dia riamente hasta las dos o dos y media de la mañana, porque antes tiene que planear infinidad de cosas y ponerlo todo en orden. Luego se acuesta. Y dormita siempre en las horas de trabajo. De niño, su madre creía que nunca estaba suficien temente limpio, y le obligaba a lavarse una y otra vez. Durante la pubertad oyó contar una vez que alguien, por comer plátanos en un restaurante, había contraído la lepra. Desde entonces rehuye los plátanos, porque cree que son siempre leprosos los que los recogen de los bananeros, y constituyen una fuente especial de infección. En 1953 estuvo en tratamiento ambulatorio. Pero el psicoterapeuta de allí, después de cinco sesiones, perdió la paciencia y le dijo que no podía hacer nada por él. La doctora Niebauer recomienda al paciente, de conformidad con la intención paradójica, que desee aquello de lo que tiene tanto miedo, y que se diga para sus adentros: «Voy a ver si ahora atrapo el mayor número posible de infecciones.» Debe meterse billetes de banco en todos los bolsillos, y debe dejarlos en casa en cualquier parte. Debe tocar bien, una y otra vez, los picaportes de las puertas y vivir «allá donde